Está en la página 1de 6

La Cristología hoy: el desarrollo a partir del Vaticano II y las características emergentes

Han pasado ya veinte años desde cuando, en 1981, fue publicado mi volumen Jesús de Nazaret,
historia de Dios, Dios de la historia. Ensayo de una cristología como historia, reimpreso varias
veces y traducido en varios idiomas. Este volumen se situaba en la cumbre de un decenio muy
fecundo para la reflexión cristológica católica y que había visto la aparición de obras magistrales
como la del actual Cardenal Walter Kasper, Jesús el Cristo (publicada en 1974 en alemán y,
sucesivamente, en numerosos idiomas y ediciones) o como la amplia producción del jesuita Jean
Galot, profesor en la Gregoriana. Los años Ochenta han conocido, del mismo modo, una reflexión
fértil sobre Cristo, caracterizada especialmente por la profundización trinitaria de la cristologia, de
los cuales son testimonio el volumen del mismo Kasper, El Dios de Jesucristo (1982), la relevante
síntesis de Marcello Bordoni, Jesús de Nazaret. Presencia, memoria, espera, publicada en 1988
(de la cual es una continuación ideal el ensayo La cristología en el horizonte del Espírito, publicado
en 1995), como también mi libro Trinidad como historia. Ensayo sobre el Dios cristiano (1985). En
los mismos años se sitúan diversas intervenciones de la Comisión Teológica Internacional sobre el
tema: si el documento titulado Algunas cuestiones concernientes la cristología (1979) concluye el
"decenio cristológico" de la teología católica postconciliar, otros textos salen a la luz en los años
Ochenta, como ese sobre Teología, cristología, antropología (1981) o ese otro sobre La conciencia
que Jesús tenía de sí mismo y de su misión (1986), mientras en los años Noventa se publican dos
documentos significativos sobre la relación entre cristología y destino universal a la salvación; el
primero dedicado a Algunas cuestiones sobre la teología de la Redención (1995), el segundo sobre
El Cristianismo y las religiones (1996), dirigido a clarificar la cuestión de la singularidad de
Jesucristo, decisiva para un desarrollo correcto del diálogo con las otras religiones. En este sentido
se sitúa igualmente la Declaración Dominus Jesus, de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
publicada en el año jubilar con el propósito de proponer una solemne profesión de fe en Aquel que
es en persona la verdad, que libera y salva, Jesús el Cristo.

El mismo magisterio de Juan Pablo II ha presentado desde el inicio una marcada caracterización
cristológica-trinitaria: el ciclo maestro está representado por las tres Encíclicas Redemptor Hominis
(1979), dedicada al Hijo, Dives in misericordia (1980), consagrada a Dios Padre y Dominum et
vivificantem (1986), sobre la persona y la obra del Espíritu Santo. La estructura cristológico-
trinitaria vuelve significativamente en el recorrido propuesto para la preparación al gran jubileo del
año 2000 en la Tertio Millennio Adveniente (1994). Sobre esta nota teológica de fondo se puede
decir que se armonizan todas las enseñanzas de este pontificado: desde la reflexión sobre la
antropología, presentada en las Encíclicas mencionadas, además de la Laborem exercens de 1981
sobre la dignidad del trabajo humano, y en la Carta Apostólica sobre la mujer Mulieris dignitatem
del 1988; pasando por la reflexión sobre la moral, propuesta en la Veritatis splendor de 1993, en la
Evangelium vitae de 1995, y en las Encíclicas sobre la cuestión social, Sollicitudo rei socialis de
1988 y Centesimus annus de 1991; hasta la realizada sobre la eclesiología, delineada a la luz de la
singularidad del Redentor y de la comunión trinitaria en la Redemptoris Missio de 1991, en la
Slavorum Apostoli de 1985, sobre el Oriente cristiano, y en la Ut unum sint de 1995, sobre el
ecumenismo. Un papel singular reviste, además, la reflexión sobre la Madre del Señor, ofrecida en
la Redemptoris Mater de 1987, donde los diversos aspectos del misterio son captados en el denso
icono de Aquella en la cual todo es retorno a la obra del Dios trinitario y a su gloria, al servicio de la
misión del Hijo eterno, hecho carne en su seno virginal.

En esta amplia aportación ofrecida a la cristología por parte de la reflexión teológica y del
magisterio de la Iglesia, desde el Vaticano II hasta hoy, es posible discernir algunas líneas
maestras, que muestran como se ha superado plenamente el manual escolástico preconciliar "De
Verbo Incarnato", en favor de la recuperación del fundamento bíblico de la inteligencia de la fe, de
la relevancia soteriológica del mensaje sobre Cristo y de su centralidad para la exacta comprensión
de todos los otros aspectos de la teología y de la práxis cristiana. Son tres las líneas en las cuales
se podrían resumir las características de los desarrollos de la cristología en estos decenios: se
trata de una cristología a) más propiamente trinitaria, b) más marcadamente histórica y c)
decididamente pascual, proyectada en confesar la singularidad del Crucificado - Resucitado para la
salvación del mundo.

a) Una cristología trinitaria: la revelación de Dios en Jesucristo

En la vida terrena de Jesús de Nazaret puede reconocerse la revelación de la historia del Dios con
nosotros, al mismo tiempo que su resurrección nos Lo manifiesta como Dios de la historia, redentor
de todo hombre en cada hombre. Cada acto de su existencia terrena, en cuanto historia del Hijo
que ha instalado sus tiendas en medio de nosotros, interesa toda la vida trinitaria; es decir, implica
una relación con el Padre en el Espíritu Santo. La resurrección demuestra que los dos sujetos de la
"historia" divina que no se han encarnado, el Padre y el Paráclito, no se han quedado como
espectadores ajenos a las obras y a los días del Verbo en la carne: ellos lo viven con Él, cada uno
según su relación específica, que lo caracteriza como esa persona y no otra. Por esto, a partir de
Pascua se puede decir que toda la historia de Jesús es revelación de la historia trinitaria de Dios,
transparencia mundana del dedicarse y proponerse de los Tres en las varias relaciones que los
unen y que tienen con el mundo. En Jesús se revela contemporáneamente el rostro trinitario de
Dios y la relación del mundo al Padre, mientras se manifiesta y dona el Espíritu de la comunión
trinitaria y de la reconciliación entre Dios y los hombres. Se comprende, entonces, como una
teología que pase por alto el vínculo permanente de toda aserción cristológica al misterio trinitario,
según un divorcio de horizontes desafortunadamente frecuente en los manuales preconciliares, se
resuelva por un lado en una cristología abstracta, árida y conceptual y, por otro, en una doctrina
trinitaria especulativa, poco adherente al concreto revelarse del Dios trinitario en la economía de la
salvación. Recuperar la dimensión trinitaria de la historia de Jesús es el camino ofrecido al
conocimiento de la fe para abrirse a la profundidad de Dios y hacerse de Él una idea
auténticamente cristiana y no intelectualista, ajena a la confrontación con el escándalo de la Cruz y
con la luz de Pascua.

La profundización trinitaria de la encarnación del Verbo muestra como la Palabra encarnada


retorna al Silencio del origen, a la profundidad de la cual eternamente proviene y junto a la cual
está eternamente: el Dios que se hizo visible al Dios invisible, el Hijo al Padre. Como afirma Ignacio
de Antioquía, el Padre "se ha revelado a través de su Hijo Jesucristo, que es su Verbo procedente
del Silencio" (Ad Magn. 8,2). La palabra de revelación, que es el Cristo, requiere entonces ser
"trascendida", no en el sentido que pueda ser eliminada o puesta entre paréntesis, pues ello
obstaculizaría simplemente todo acceso a las profundidades divinas, sino en el sentido que ella es
verdad y vida justamente en cuanto es camino (cf. Jn 14,6), umbral que se abre ante el Misterio,
puerta por la cual es necesario pasar para entrar en el redil de las ovejas (cf. Jn 10,7), luz venida
en las tinieblas para ser la luz, en la cual veremos la luz (cf. Jn 1,9 y Sal 36,10). Gracias a la
dialéctica trinitaria de Palabra y Silencio, de apertura y de ocultación, en el evento de revelación la
transcendencia divina no es entregada a la inmanencia del mundo, y la forma histórica de la
autocomunicación divina remite a la inagotable excedencia del misterio santo.

Esta estructura dialéctica de la revelación está señalada en la misma palabra latina "revelatio",
considerada en su significado etimológico (tal como se podría decir, analógamente, de la palabra
griega "apokalupsis"): el prefijo "re-" tiente tanto el sentido de repetición de lo idéntico (como en "re-
sumo"), cuanto el de pasaje a la condición opuesta (como en "re-probo"). "Re-velare" quiere decir,
por lo tanto, el acto del pasaje desde lo velado a lo descubierto, la revelación de lo
precedentemente escondido, pero no excluye nunca del todo un permanecer del velo, es más,
incluso un adensarse. Este juego dialéctico se pierde en el alemán "Offenbarung, offenbaren",
donde lo que viene en mente es sólo el acto de abrirse y, por lo tanto, la condición de lo abierto y
manifiesto: en este sentido, la interpretación hegeliana de la revelación como totalmente expresiva
y constitutiva del Dios que se manifiesta resulta coherente con la etimología de la palabra alemana.
Unicamente una cristología construida sobre la "re-velatio Dei" - dialécticamente entendida –
respeta el caracter trinitario original de la revelación: es necesario, entonces, orientarse con
decisión hacia una cristología cada vez más "teológica" y, por lo tanto, cada vez más "trinitaria",
tanto como para educar y escuchar en la Palabra el Silencio del cual proviene y al cual se abre y,
por consiguiente, en el Verbo encarnado la revelación del Padre y del Espíritu Santo.

Afirma San Juan de la Cruz: "El Padre pronunció una palabra, que fue su Hijo y la repite siempre
en un eterno silencio; luego, en silencio ella debe ser escuchada en el alma" (Sentenze. Spunti
d’amore. [Sentencias. Apuntes de amor], n. 21). Acoger la Palabra escuchando en ella el divino
Silencio es permanecer en el santuario de la adoración, dejándose amar por el Dios silencioso y
atraer hacia Él a través de la insustituible y necesaria mediación del Verbo: "Nadie va al Padre sino
por mí" (Jn 14,6). Aquí se comprende como una cristología en el horizonte de la fe está
profundamente enraizada en la experiencia creyente del Dios viviente de la revelación bíblica y, por
lo tanto, en la espiritualidad de la escucha, nutrida de oración. Por esto, separar cristología y
espiritualidad quiere decir privarse del horizonte necesario para obedecer verdaderamente a la
palabra revelada, escuchando en ella el Silencio fontal, del cual ella proviene y al cual se abre.
Reencontrar la unidad de pensamiento cristológico y de vivencia creyente, más allá de las
dificultades introducidas también en la teología por el racionalismo de la modernidad, quiere decir
volver a la condición hermenéutica originaria y constitutiva del pensamiento de la fe.

Igualmente, se capta aquí la urgencia para que la reflexión cristológica se sitúe en el interior de la
transmisión eclesial viviente de la Palabra, que de testigo en testigo y de obediencia en obediencia
hace llegar hasta nosotros el agua de la vida. Una cristología separada de la tradición viva de la fe
de la Iglesia - especialmente de aquella custodiada dentro del "umbral", que es la definición
dogmática – llevaría a aventuras impropias, dudosas e inconsistentes. Ello no tiene nada que ver
con una teología bloqueada por la definición dogmática (¡una "Denzinger-Theologie", como se
diría!); es, más bien, condición de vitalidad del pensamiento creyente, llamado a dar razón de la
esperanza fundada sobre la verdad de la fe: lejos de ser repetición mecánica de lo que está
muerto, la tradición es vida que transmite vida. La revelación de Dios en Cristo inspira al pueblo de
los peregrinos de la fe, llamado a transmitir a todas las generaciones la memoria del Eterno,
vinculada al texto de la Escritura inspirada, pero también al contexto del anuncio y de la práxis
creyente, en los que el Espíritu obra para llevar a la Iglesia hacia la plenitud de la verdad divina.
Una cristología en el horizonte de la fe está, por consiguiente, no sólo bíblicamente fundada y
nutrida de experiencia espiritual, sino que también es eclesialmente responsable y está atenta en
superar las aventuras de la subjetividad en la objetividad de la "fides Ecclesiae", recibida y
transmitida.

b) Una cristología histórica: la circularidad entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe

La segunda característica que presenta el desarrollo de la reflexión cristológica a partir del


Vaticano II es la de ser una cristología histórica: la vuelta a los orígenes establecida por el Concilio
ha significado para la reflexión sobre Cristo una renovada atención a la historia concreta del
Nazareno, narrada por los Evangelios y, por lo tanto, a los llamados "misterios" de su vida, junto a
un sólido método histórico-crítico. En su verdadera y plena humanidad, Jesucristo es revelación de
Dios: aquí se funda la exigencia de alcanzar, a través de los trazos del Jesús histórico, la
profundidad del misterio que en ellos se ofrece. No se trata de narrar una enésima historia de
Jesús, en la cual proyectar, más o menos ampliamente, los interrogantes y la sensibilidad del
presente ni, mucho menos, intentar un análisis psicológico de la personalidad del Nazareno, que
sería del todo arbitraria, dados los elementos a nuestra disposición. Se trata de investigar en los
"mysteria vitae Jesu" las dimensiones de lo humano, que en ellos se manifiestan y, a través de los
cuales, pasa la revelación del Dios viviente, leyendo en la historia el "kerygma" y en el "kerygma" la
historia y captando, en plenitud, la fecunda circularidad atestiguada en el Nuevo Testamento entre
el Jesús histórico y el Cristo pascual. Se trata de reconstruir la historia de la conciencia y de la
libertad del hombre Jesús, así como la experiencia de su finitud, vivida conociendo personalmente
el dolor y la muerte, en la convicción fundada en la luz de la Pascua que todo lo que viene a la
verdadera y plena humanidad del Salvador, es quitado a la revelación de su divinidad.
En Jesús de Nazaret se ofrece el rostro humano de Dios: cada gesto suyo, cada aspecto de su
condición humana, cada instante de su vida terrenal, es aparición de Dios entre los hombres y
debe ser, por lo tanto, valorizado por la fe y la reflexión cristiana. El tierno amor de tantos santos a
la humanidad del Salvador, la atención al "Dominus humanissimus", que ha resultado muy a
menudo ajena a la teología de los últimos siglos (desde Suarez en adelante se abandona la
exposición de los "mysteria vitae Jesu" en la articulación del "De Verbo incarnato") y familiar a la
sola piedad cristiana, capta un aspecto profundo de la paradoja cristiana. Dios no hace
competencia al hombre en Jesús de Nazaret: al contrario, lo humano es plenamente asumido y
valorizado en la historia del Hijo del hombre, como vehículo eficaz, "sacramento" del Hijo eterno
entrado en este mundo. Se comprende, por lo tanto, cuán poco cristianas sean esa teología y esa
piedad que se olvidan de la concreta vida histórica del Salvador, en todo el realismo e, incluso, el
escándalo que la caracteriza. En este sentido, resulta preciosa la doctrina tradicional de la
causalidad instrumental de la humanidad de Cristo, en virtud de la cual Tomás ha dedicado a la
vida concreta del Nazareno una atención teológica de singular riqueza: "Todas las cosas que
fueron cumplidas en la carne de Cristo fueron saludables para nosotros en virtud de la divinidad a
ella unida" (Compendium Theologiae 239). ¡El actuar de Jesús es como una parábola viviente de la
acción de Dios!

La mayor atención a la humanidad del Redentor comporta también una renovada sensibilidad de la
teología hacia las exigencias de la secuela: narrar críticamente la vida del Jesús histórico significa
dejarse comprometer en la "imitación" de Él, de Su opción fundamental por el Reino de Dios, de
sus elecciones de libertad en favor de los últimos, de Su amor al Padre hasta olvidarse de sí
mismo. La secuela no es simplemente reproducción de un modelo: si así fuese, sería inaccesible a
nuestras fuerzas. Ella puede cumplirse y se cumple sólo en el Espíritu Santo: el Espíritu es,
respecto a la Palabra, como el silencio de la hospitalidad actualizadora, de la cual mana la
elocuencia a menudo silenciosa del testimonio (cf. Jn 15,26s): "Quién posee realmente la palabra
de Jesús, - afirma San Ignacio de Antioquía –, puede percibir también su silencio, a fin de que sea
perfecto, a fin de que obre a través de las cosas sobre las cuales habla y, a través de las cuales
calla, sea reconocido" (Ad Eph. 15,1-2). La acción del Espíritu en la historia, reconocida y acogida
mediante el discernimiento de la fe, se expresa sobre todo en la caridad, en esa fuerza del amor
que viene de Dios y por la cual la comunidad cristiana recoge el desafío de los signos del tiempo,
se hace solidaria con el prójimo concreto y lo sirve en la causa de su promoción más plena y, por lo
tanto, de la liberación de todo cuanto ofende la dignidad de los hijos de Dios. Sobre este camino se
abre a los ojos de la fe la misteriosa presencia del Señor en la variedad más grande de situaciones
humanas: Cristo se esconde en los pobres, en los hambrientos, en los sedientos, en los
marginados y los que sufren, en los niños explotados, en las mujeres pisoteadas, en los últimos (cf.
Mt 25,31ss). Quién al hambre y a la sed de todos ellos responde con amor libre y que libera, se
convierte en evangelio viviente, en Palabra escrita, no ya sobre tablas de piedra, sino en la carne
de nuestros corazones (cf. 2 Co 3,3).

La presencia de Cristo en el hoy de dolor y lágrimas se reconoce, así, en quien ama en su nombre:
"En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn, 13,
35). En el amor al prójimo se revela el amor de Dios: "Quien no ama a su hermano, a quien ve, no
puede amar a Dios a quien no ve" (1 Jn 4, 20). En este amor, Cristo se hace presente en Su
Espíritu y pronuncia Sus palabras de vida eterna. El otro es, en el Espíritu, un sacramento del
encuentro con el Señor Jesús: lugar del adviento, hora de salvación (cf. Mt 25, 31ss). Una
cristología que no se mida sobre las urgencias de la caridad y de la justicia, y no ofrezca razones
para vivir el éxodo de sí mismo en la secuela del Hijo en la carne, se desnaturaliza en el ejercicio
de la razón, expuesta a todos los posibles riesgos de la captura ideológica. Las "cristologías de la
práxis" (cristologías de la liberación, cristologías políticas, cristologías de la esperanza y del
"éschaton") muestran aquí tanto sus riesgos como su potencial positivo, tanto más acogido y
desarrollado cuanto más interpretado y vivido a la luz de la acción del Espíritu en la comunión de la
Iglesia. Una cristología más "militante" – sobre todo en el plano de la caridad y del compromiso por
la justicia para todos, y en el respeto de la creación deseada por Dios – parece, pues, ser solicitada
por el mismo esfuerzo de situar correctamente la reflexión sobre la secuela del Nazareno dentro de
la misión del Espíritu.
c) Una cristología pascual: la singularidad de Jesucristo y la salvación del mundo

La tercera característica que emerge de los desarrollos de la cristología en el postconcilio está


vinculada al diálogo y a la confrontación con las religiones: se trata de una cristología pascual,
llamada a testimoniar la singularidad de Jesucristo respecto a todos los posibles caminos de
acceso al misterio de la divinidad y a la salvación eterna de los hombres. La fe del Nuevo
Testamento no duda en indicar en el "evento Cristo" el lugar dónde es posible encontrar con
plenitud la autocomunicación divina: Jesús no sólo habla las palabras de Dios, sino que es la
Palabra de Dios, el Verbo eterno convertido en carne, que se comunica a sí mismo y abre el
acceso a la experiencia vivificante de las profundidades divinas en el don del Espíritu. Sobre esta
convicción se funda la conciencia del cristianismo de ser portador de un mensaje universal, dirigido
a todo el hombre en cada hombre. Y es en virtud de ella que para los discípulos de Cristo se
precisan las condiciones de posibilidad y los criterios de discernimiento de la eventual presencia de
la autocomunicación divina en las otras religiones, y en el diálogo con ellas.

Afirma la Encíclica Redemptoris Missio (1990): "Dios llama a sí a todas las gentes en Cristo,
queriendo comunicarles la plenitud de su revelación y de su amor; y no deja de hacerse presente
de muchas maneras, no sólo en cada individuo, sino también en los pueblos mediante sus riquezas
espirituales, cuya expresión principal y esencial son las religiones, aunque contengan "lagunas,
insuficiencias y errores"" (55). Las religiones se ofrecen, entonces, no sólo como expresiones de la
autotrascendencia del hombre hacia el Misterio santo, sin también como posibles lugares de la
autocomunicación divina: de nuevo la Encíclica afirma que para aquellos que "no tienen la
posibilidad de conocer o aceptar la revelación del Evangelio y de entrar en la Iglesia", porque
"viven en condiciones socioculturales que no se lo permiten y, en muchos casos, han sido
educados en otras tradiciones religiosas", la salvación de Cristo "es accesible en virtud de la gracia
que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino
que los ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de
Cristo; es fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo: ella permite a cada uno llegar
a la salvación mediante su libre colaboración" (10). La Encíclica precisa que "la presencia y la
actividad del Espíritu no afectan únicamente a los individuos, sino también a la sociedad, a la
historia, a los pueblos, a las culturas y a las religiones... Es también el Espíritu quien esparce "las
semillas de la Palabra" presentes en los ritos y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo"
(28).

A la luz de esto, es legítimo considerar que las religiones no cristianas contienen elementos
auténticos de la autocomunicación divina, cuyo discernimiento es posible para los discípulos de
Cristo en virtud del criterio que es la revelación cumplida en Él: se comprende, por consiguiente,
como no puede ser compartida una valoración puramente negativa de los mundos religiosos no
cristianos y de sus textos sagrados, vinculada a un pretendido "exclusivismo" fundado sobre la
identificación absoluta entre Iglesia y Reino (como es, por ejemplo, la posición de Karl Barth). Ni se
puede - en dirección opuesta – aceptar el pluralismo indiscriminado de algunas teologías de las
religiones, que hacen que sea vana la absolutidad del cristianismo e ignoran las lagunas y
resistencias de las otras experiencias religiosas, con el intento de tomar las distancias de la
insistencia sobre la superioridad o definitividad de Cristo para moverse hacia el reconocimiento de
la independiente validez de otros caminos (como hallamos en la concepción de teólogos como
John Hick y Paul F. Knitter). Entre estas orientaciones contrapuestas hace falta perseguir el
discernimiento que – sin renunciar a proclamar la gracia y el escándalo singulares de la buena
nueva – reconozca la acción del Espíritu orientada a la luz del Verbo dondequiera que se realice:
"Todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las
culturas y religiones tiene un papel de preparación evangélica, y no puede menos de referirse a
Cristo, Verbo encarnado por obra del Espíritu" (Redemptoris Missio, 29).
Un reconocimiento similar no frustra, de ningún modo, el deber misionero del discípulo de Cristo; al
contrario, lo motiva cada vez más, porque sin el criterio constituido por la singularidad del Señor
Jesús y de Su Evangelio no sería ni siquiera posible para el cristiano discernir y apreciar los
valores contenidos en las otras religiones y en sus libros sagrados, como tampoco el valor de la
experiencia religiosa que éstos ofrecen. "Aunque la Iglesia reconoce con gusto cuanto hay de
verdadero y de santo en las tradiciones religiosas del Budismo, del Hinduismo y del Islam – reflejos
de aquella verdad que ilumina a todos los hombres -, sigue en pie su deber y su determinación de
proclamar sin titubeos a Jesucristo, que es "el camino, la verdad y la vida"" (Redemptoris missio,
55). Por ello, el diálogo con las otras religiones "debe ser conducido y llevado a término con la
convicción de que la Iglesia es el camino ordinario de salvación y que sólo ella posee la plenitud de
los medios de salvación" (ib.). Ni este diálogo - en cuanto unido al deber de proclamar la verdad
evangélica – debe considerarse instrumental, pues conjuga la fidelidad irrenunciable a la identidad
del discípulo de Cristo con el reconocimiento de los "semina Verbi" dondequiera que estén
presentes, y que justamente por esa fidelidad es posible.

Una cristología más teológica; una cristología más histórica; una cristología más capaz de conjugar
estas dos dimensiones en la confesión de la singularidad de Jesucristo, que una al mismo tiempo
la urgencia de la proclamación de la buena nueva y la necesidad del diálogo con el otro,
quienquiera que sea y de cualquier parte venga. Es esta la triple instancia que parece emerger de
los desarrollos de la reflexión cristológica postconciliar: una instancia que hace eco a la
permanente exigencia de la fe en Cristo de confesar en Él la unión de lo humano y lo divino sin
confusión o mezcla, sin división o separación (cf. el Concilio de Calcedonia del año 451). Se trata
de desarrollar una reflexión de fe que una la fidelidad a la tierra y la fidelidad al cielo, la fidelidad al
mundo presente y la fidelidad al mundo que debe venir, como ha sucedido una vez para siempre
en Aquel que es la Alianza en persona. A Él se dirige, pues, la invocación del teólogo - unida a la
de toda la Iglesia – para que el "logos" de la fe pensativa se una al "hymnos" de la fe adorante, que
escucha, celebra, proclama y vive el Misterio revelado en Él, el Verbo venido entre nosotros, sobre
cuya secuela hemos apostado toda nuestra vida.

Monseñor Bruno Forte.

También podría gustarte