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UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS


DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
CÓDIGO Nº: 0226
MATERIA: ESTÉTICA
MODALIDAD DE DICTADO: PRESENCIAL ajustado a lo
dispuesto por REDEC-2021-2174-UBA-DCT#FFYL1
RÉGIMEN DE PROMOCIÓN: EF
CARGA HORARIA: 96 HORAS
2º CUATRIMESTRE 2022

PROFESORA: SILVIA SCHWARZBÖCK

TEÓRICO 7 (*)

Fecha: martes 27 de septiembre

Profesora a cargo del teórico 7: Silvia Schwarzböck

(*) El teórico 7 no será dictado en forma presencial, dado que la


profesora estará ausente el martes 27 de septiembre.
El martes 27 de septiembre, a las 15 hs, se proyectará en el aula
218 la película Filósofos. Lo estético, de Edgardo Gutiérrez.

Temas:

Unidad II: Estética y crítica cultural en la Teoría crítica

2. Estética y crítica cultural en Adorno.


2. 1. La relación entre metafísica y cultura. La cultura después de
Auschwitz.
2. 2. La crítica del goce estético como crítica cultural. La exigencia
burguesa de que la obra de arte “dé algo” en el momento de la
recepción.

1Establece para el dictado de las asignaturas de grado durante la cursada del 1º y 2º


cuatrimestre de 2022 las pautas complementarias a las que deberán ajustarse
aquellos equipos docentes que opten por dictar algún porcentaje de su asignatura en
modalidad virtual.
2. 3. El desaburguesamiento de la estética y arte moderno como
expresión de lo no idéntico.

Bibliografía obligatoria:

Adorno, T. W., Teoría estética, trad. Jorge Navarro Pérez, Madrid,


Akal, 2004, cap. “Arte, sociedad, estética”, pp. 9-28; cap.
“Situación”, pp. 28-29 (el apartado “Descomposición de los
materiales”) y cap. “Carácter enigmático. Contenido de verdad.
Metafísica”, pp. 161-174

DESARROLLO DEL TEÓRICO 7

Al final de la clase pasada, hablando de la dialéctica entre


libertad y coerción en Teoría estética, dijimos que si las libertades
sociales, para Adorno, son siempre restrictas, la libertad del arte no
por eso, como su opuesto, es irrestricta, sino que tiene otras
restricciones que las restricciones sociales. Estas restricciones son las
restricciones propias de la forma. La forma es la racionalidad de la
obra de arte.
La racionalidad que hay en la obra de arte es la racionalidad de
la forma, la racionalidad de la síntesis no coercitiva. Pero esta
racionalidad no es una traducción de la racionalidad social (que es la
de la síntesis coercitiva, la síntesis del concepto). Por eso Adorno
pone en dialéctica las que considera las dos posiciones más
antitéticas posibles respecto de la obra de arte: la de la estética
kantiana y la de la estética psicoanalítica. La estética psicoanalítica
pone el acento en la producción de la obra de arte y en el artista
como productor. Piensa el arte como sublimación de las pulsiones
reprimidas en la sociedad, es decir, lo piensa como una forma
socialmente valorada de transformar la violencia. Por otro lado,
Kant, en la Crítica del Juicio, pone el acento en el polo opuesto de la
producción de la obra de arte: la recepción. Toma a la obra de arte,
entonces, como una subclase dentro los objetos de los que, de
acuerdo con el estado de las facultades del sujeto, se predica la
belleza. Y toma a la belleza, cuando está atribuida a la obra de arte,
como índice de una belleza no natural (la belleza creada por el
hombre, entre cuyas variantes está la belleza artística). En la doctrina
kantiana del juicio, la obra de arte no un problema en sí mismo, sino
una mediación para el juicio del receptor. La belleza depende de la
satisfacción desinteresada que produce el objeto al sujeto. Por lo
tanto, se trata, al igual que en el caso de la estética psicoanalítica, de
una estética subjetivista (fundamentada en el efecto que la obra de
arte produce en el sujeto, no en la obra de arte en sí misma).
Tanto en la estética psicoanalítica como en la kantiana la
prioridad la tiene el sujeto (sea el productor o el receptor de la obra
de arte), no la obra de arte. Adorno rechaza que la estética se
fundamente en el sujeto, es decir, en el problema del placer. Por más
que la estética kantiana proponga un hedonismo castrado (el de la
satisfacción desinteresada) que representa un avance respecto del
estado de la estética previo a Kant, se trata siempre de una estética
que le da la prioridad al sujeto, no al objeto. Lo mismo sucede con la
estética psicoanalítica, en la medida en que la obra de arte es un
médium para que el sujeto se exprese.
En el primer capítulo de Teoría estética, cuando Adorno
establece la dialéctica entre la teoría del arte de Kant y la teoría del
arte de Freud como las dos teorías del arte más antitéticas posibles,
empieza elogiando a la categoría del desinterés como lo
revolucionario de la Crítica del Juicio. Al postular que el juicio de
gusto debe ser desinteresado, Kant pretende privar a la burguesía
precisamente de aquello que la mueve hacia los dominios del arte: el
interés entendido como deseo de posesión. Por exigir poner el placer
en la representación, y no en la existencia del objeto, Adorno le
reconoce a Kant el haber advertido con qué expectativas sensuales se
predisponían los receptores, en pleno siglo XVIII, a disfrutar de las
artes. Que Kant admita por igual la belleza artística y la natural es
algo que estaba a tono con la época burguesa, pero que exija
desinterés del juicio estético es parte de un programa revolucionario
(burgués, pero revolucionario).
Dos páginas más delante de este elogio por el que Adorno pone
a Kant a la vanguardia de la burguesía, como aquel que es capaz
mostrarle cómo debe comportarse frente a lo que le produce placer
estético (no confundiendo lo bello con lo agradable), el hedonismo
castrado que propone la Crítica del juicio aparece como una
propuesta reaccionaria, porque Kant se opone al interés en la
existencia del objeto precisamente cuando el burgués vislumbra en
ella una promesa de felicidad –entendida como disfrute sensual- que
en la sociedad no puede cumplirse. Noten el giro dialéctico del
razonamiento adorniano: Kant, en el momento 1, es revolucionario
(más revolucionario que la burguesía, que paladea y quiere poseer o
comprar lo que paladea); en el momento 2, es reaccionario (porque le
pone el límite a la burguesía donde la burguesía entrevé más libertad
que en la sociedad).
Tras este giro dialéctico, en el que Kant deja de ser leído como
revolucionario y pasa a ser leído como reaccionario, es el burgués el
que, con su interés en la existencia del objeto, más allá de la mera
representación de la que la Crítica del juicio le exigía disfrutar,
exclusivamente, por su forma, exhibe ahora un único rasgo
revolucionario, que Kant intentaba, con la satisfacción desinteresada,
enseñarle a reprimir.
En realidad, no es que Kant pasa de revolucionario a
reaccionario. Kant es revolucionario y reaccionario al mismo tiempo:
son dos momentos dialécticamente articulados de su pensamiento
estético. En el extenso párrafo de casi dos páginas que media entre el
primer momento, el de Kant siendo revolucionario por pretender de
la burguesía el desinterés, y la burguesía siendo reaccionaria por
moverse por interés, y el último, el de Kant siendo reaccionario por
negarle a la burguesía el disfrute corporal de la totalidad armónica
que identifica como belleza y la burguesía siendo revolucionaria por
advertir que esa armonía, como no existe en la sociedad, convierte a
la belleza en parte de un programa utópico, Adorno logra articular
con determinaciones empíricas –pensando la conducta que el burgués
desarrolló en relación al arte en el siglo XVIII- lo que en Dialéctica
de la ilustración había presentado como frialdad burguesa. En Teoría
estética, Adorno dice:

[…] el burgués desea que el arte sea exuberante, y la vida,


ascética: al revés sería mejor

[Adorno, T. W., Teoría estética, op. cit., p. 25]

Para Adorno, la burguesía, en el siglo XVIII, encerraba un


proyecto de individuo que ella misma contribuyó, del siglo XIX en
adelante, a que no pudiera realizarse históricamente, porque, de
haberse realizado, habría barrido con sus propios cimientos. La
libertad irrestricta que se ganó en la esfera estética durante la era
burguesa fue parte del mismo proceso por el cual se completaba, en
el resto de las esferas de la sociedad, la racionalización completa, que
haría que los hombres quedaran sometidos, clasificados como
públicos, a la industria cultural.
En la dialéctica que encuentra Adorno en el pensamiento
estético kantiano, no es Kant el que pasa de revolucionario a
reaccionario. No. No se trata de eso. De lo que se trata es de cómo
cambia de lado lo revolucionario y lo reaccionario en la relación del
burgués con el arte. Es decir: en el momento 1, lo revolucionario es
el hedonismo castrado de la Crítica del Juicio y lo reaccionario, el
burgués que paladea el arte y, en función de eso, quiere poseerlo
(porque confunde lo bello con lo agradable). En el momento 2, lo
revolucionario es lo que el burgués encuentra en el arte como utopía
por oposición a la sociedad (una plenitud sensible) y lo reaccionario,
ponerle el límite al burgués precisamente donde él encuentra algo
que no existe en la sociedad y así, advierte, a su modo, la falta de
emancipación social.
Lo que Adorno rechaza de la estética kantiana y de la estética
psicoanalítica es que conciben a la estética como una disciplina que
fundamenta en el sujeto la relación con el objeto (sea en el sujeto
productor o en el receptor). Lo que les importa de la obra de arte es el
tipo de placer que le da al sujeto (el placer de realizarla, por medio de
la sublimación, o el de contemplarla, por medio del sentimiento de lo
bello o de lo sublime). La obra de arte, en estas estéticas, es una
mediación para el placer humano, así lo entiende Adorno. Ni la
estética de Kant ni el psicoanálisis del arte son estéticas objetivistas.
Por eso, para Adorno, el placer es el momento extra-estético de la
estética. En la estética adorniana, el placer no es considerado un
problema. Pertenece a la psicología del gusto (si el problema es el
receptor) o a la psicología del arte (si el problema es el artista), no a
la estética. Es estéticamente irrelevante.
La Teoría Estética no se ocupa del problema del placer. Esta es
una de las decisiones más criticadas de la obra, sobre todo desde la
estética de la recepción (me refiero a la hermenéutica de Jauss): el
hecho de poner la relación humana con la obra de arte a través del
placer como algo que no le incumbe a una teoría estética. El
problema del receptor (o como lo llama Adorno: el problema del
goce estético) no le incumbe a una teoría estética.
Por la misma relación que el arte mantiene con la verdad -aun
siendo socialmente usado como ideología- el estado del receptor
frente a la obra no es algo que pueda ser teorizado por la estética (lo
cual no significa que la teoría estética adorniana niegue el placer
estético o lo condene, como a veces se malinterpreta o
sobreinterpreta).
Para Adorno, todo subjetivismo, en estética, está equivocado.
El sujeto de la obra de arte no es ni el productor ni el receptor de la
obra de arte. El sujeto de la obra de arte es un sujeto no existente, el
sujeto emancipado, un sujeto que aparece (como humanidad, como
sujeto colectivo) en el lenguaje negativo, cifrado, enigmático, de la
obra de arte. No se trata, simplemente, de refutar la relevancia del
problema de la recepción. No se trata, solamente, de criticar el punto
de vista subjetivista, sino de salir del paradigma por el cual el goce
estético es considerado una componente de la obra de arte.
Por lo tanto, Adorno va a oponer al hedonismo estético el
postulado de la promesa de felicidad de la obra de arte. La figura de
la promesa de felicidad, tomada de Del amor, de Stendhal y citada
por Baudelaire (la cita está copiada en el teórico 4), ya no es
atribuida a la belleza –como en la cita baudailairiana−, sino a la obra
de arte.

El arte desmiente a la producción en su propio beneficio;


opta por una praxis liberada del hechizo del trabajo.
Promesa de felicidad no significa, simplemente, que
hasta ahora la praxis ha impedido la felicidad. El abismo
entre la praxis y la dicha lo mide la fuerza de la
negatividad en la obra de arte. Seguramente, Kafka no
despierta la facultad de apetecer, pero la angustia real
que responde a textos como La metamorfosis o En la
colonia penitenciaria, el shock de horror y repugnancia
que sacude a la physis tiene que ver, en tanto que
defensa, más con el apetecer que con el viejo desinterés,
que Kafka y los que le siguen anulan. El desinterés sería
burdamente inadecuado a sus escritos, degradaría el arte
al mecanismo agradable o útil del Ars poética de
Horacio, del que Hegel se burló. Del desinterés se liberó,
al mismo tiempo que el arte, la estética de la era idealista.
La experiencia artística es autónoma sólo donde rechaza
el gusto centrado en el disfrute.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 24

La cuestión del goce estético no es dejada de lado por un


criterio arbitrario, sino en función de sostener la autonomía de la obra
de arte. El devenir de la obra de arte del clasicismo a la modernidad
(de la lógica más parecida a la del concepto −y por eso la más
coercitiva− a la menos parecida al concepto −y, por lo tanto, la
menos coercitiva−) no está regido por la búsqueda de una felicidad
que ese encontraría en las obras de arte y no en la sociedad, sino por
la relación que establece la forma con los materiales artísticos. La
relación del arte con la verdad está pautada por el objeto, no por el
sujeto.
El problema de la verdad, en el marco de Teoría estética, se
centra en la obra de arte con independencia de los modos humanos
de receptarla. Si bien la obra de arte, por su enigmaticidad, demanda
una interpretación, la interpretación no es lo mismo que el disfrute.
Disfrutar e interpretar una obra de arte son dos cuestiones totalmente
distintas. Una no depende de la otra. La interpretación la demanda el
objeto, no el sujeto. La interpretación es un momento de la obra de
arte. El placer, en cambio, no.
La interpretación no depende de que el sujeto se satisfaga, en
términos de placer, con la obra de arte. El hecho de que la obra de
arte tenga cifrada en ella una promesa de felicidad no quiere decir
que esa felicidad deba ser confundida (o equiparada) con el placer
estético (ni con el placer del productor ni con el placer del receptor
de la obra de arte). En ese sentido, uno podría decir que la obra de
Kafka, Joyce y Beckett (que serían, para Adorno, los artistas
canónicos de la modernidad artística) no son artistas que hayan
pensado una obra de arte en función de otro problema que el
problema de los materiales. El artista moderno –como paradigma del
artista- busca una solución al problema de los materiales. Ese
problema, que el artista resuelve, es de los materiales, no de él. No
es un problema subjetivo, sino un problema que le plantea el estado
de los materiales. Los materiales artísticos, decíamos, tienen una
historia y una dialéctica propias. Hay un estado de los lenguajes
artísticos que, de alguna manera, el artista comprende e interpreta y,
al interpretarlo, puede producir una obra que lleve ese lenguaje a un
grado de negatividad mayor que el que había antes de él. Pero no se
trata, justamente, de establecer esa relación con el material a través
de la mediación del público y su deseo de ser satisfecho en términos
de placer. Un artista, de acuerdo a cuál es su fecha de nacimiento, va
a encontrar en el arte de su respectivo presente un determinado
estado de los materiales. Ese estado presente de los materiales le va a
demandar algún tipo de solución no para satisfacer al público –sea
en términos de provocación o en términos de agrado-, sino para
negativizar el lenguaje artístico en función de darle expresión a lo no
idéntico (a lo que no se puede expresar en la sociedad a través del
concepto). El sujeto de la obra de arte, por eso mismo, no es el sujeto
artista o el sujeto receptor, sino un sujeto que todavía no existe: el
sujeto emancipado, que no es un sujeto individual, sino colectivo, es
decir, una humanidad emancipada. El modo y el grado en que ese
sujeto no existente en la sociedad se expresa, negativamente, en la
obra de arte, dependen del estado en que se encuentren los materiales
artísticos:

A la mirada retrospectiva, el Jugendstil le parece (en


palabras de Kafka) un viaje vacío y alegre. En el poema
introductorio a un ciclo de El séptimo anillo, George no
tuvo más que poner juntas las palabras Gold (oro) y
Karneol (cornalina) al invocar un bosque para poder
confiar, de acuerdo con su principio de estilización, que
la elección de las palabras resultaba poética.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 29

En primer lugar, lo que plantea Adorno en la cita es que


determinadas operaciones con los materiales artísticos sólo se pueden
hacer de acuerdo a la situación en la cual se encuentra el artista en el
marco de la historia del arte. No hay una posibilidad irrestricta de
disponer a voluntad de los materiales artísticos. El estado de los
materiales, para un artista, depende de qué han hecho con ellos, antes
que él, otros artistas, es decir, de cómo han explorado, en cada caso,
las posibilidades inexploradas que ellos ofrecen. En determinado
momento histórico, jugar con el sonido de las palabras produce un
efecto poético. En otro determinado momento, jugar con el sonido de
las palabras produce un efecto cursi. ¿Es vanguardista o es cursi
jugar con el sonido de las palabras? Depende del momento en que se
encuentre el artista frente a la dialéctica de los materiales. Una
misma operación con los materiales puede producir, en un momento,
el efecto de lo cursi y, antes, el efecto de lo bello, porque la
operación es particular e histórica. Es más: ese es el problema de los
materiales. Que los materiales artísticos se agotan. Lo que en Stefan
George es un hallazgo, una verdadera solución a un problema
planteado por el material poético, después de él, para los poetas que
se enfrentan con el estado del material poético post-George, jugar
con el sonido de las palabras resulta un recurso reiterativo, cursi o
trillado. No se trata, en términos adornianos, de buscar el efecto por
el efecto mismo: de impactar con algo nuevo en el público lector de
poesía. El artista, para hacer una obra que pueda ser una obra de arte,
debe buscar una solución en el material al problema del material. La
solución al problema del material, en este sentido, sería una solución
objetiva. Debe ser una solución reclamada por el material y no una
solución impuesta sobre él gratuitamente, arbitrariamente, desde
afuera, por un sujeto que, en esa operación, se pone por encima del
material, es decir, se le impone al material. Retomo la cita donde la
había dejado:

Seis décadas después, la elección de las palabras se


vuelve reconocible como un arreglo decorativo que no es
superior a la tosca acumulación de todos los materiales
nobles posibles en el Dorian Gray de Wilde, que se
parecen a los interiores del cursi esteticismo de las
tiendas de antigüedades y de las salas de subasta y, por
tanto, al odiado comercio.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 29

Si bien Adorno hace un juicio de valor negativo sobre la obra


de Oscar Wilde, podríamos pensar que cuando una solución a un
problema del material se estandariza, esa solución entra en una lógica
mercantil -o de acumulación- propia de lo que en la cita se llama “las
tiendas de antigüedades”. Es algo bello por viejo, es algo bello por
haber entrado en desuso: en este sentido, sería belleza en uno de los
sentidos modernos en que hablaba Baudelaire. El concepto que
Adorno aquí desprecia (el del tipo de esteticismo que defiende
Wilde) Susan Sontag lo reivindica con el concepto de lo camp (en el
ensayo “Notas sobre lo camp”, incluido en Contra la interpretación).
Pero, en el contexto de Teoría estética, el esteticismo wildeano, en
principio, desvalorizaría la obra de arte, al hacerla entrar en la belleza
estandarizada, que vuelve a producir placer cuando el objeto que la
porta ha devenido viejo o, mejor dicho, anacrónico por el desuso. La
belleza codificada, como es la belleza de las antigüedades, es una
belleza reconocible como anacrónica, incluso por el período en el
cual se puede fechar la obra. A su vez, el objeto ha entrado en la
lógica mercantil por su belleza, ha aumentado su valor por ser viejo.
El objeto se embellece, paradójicamente, en la medida en que pierde
artisticidad. Eso es lo que Adorno descalifica de Wilde y, por
interpósita persona, de Sontag, su contemporánea, en la defensa de lo
camp. Lo repetido, lo trillado, lo codificado, propio de ciertos objetos
artísticos del pasado, se embellecería en pos de perder su artisticidad.
Nos podría gustar algo que reboza anacronismo y antigüedad,
justamente, porque reboza anacronismo y antigüedad. Está expuesta
en su vejez la solución al material como una solución sida, una
solución del pasado. Se trataría de una solución ya conocida a un
problema que el material tuvo y que ya no tiene. Sigo con la cita:

De una manera análoga, Schönberg anotó que Chopin lo


tuvo muy fácil, ya que le bastó con emplear la tonalidad
(por entonces no gastada todavía) de fa sostenido mayor
para conseguir algo bello. Por lo demás, con la diferencia
desde el punto de vista de la filosofía de la historia de
que en los primeros tiempos del romanticismo musical
materiales como las tonalidades inusuales de Chopin
irradiaban aún algo de la fuerza de lo inexplorado, que en
el lenguaje de 1900 ya se había depravado en lo selecto.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 29

Adorno dice aquí, al inicio del segundo capítulo de Teoría


Estética, titulado “Situación”, cuál es la clave de este planteo sobre
la dialéctica de los materiales: la fuerza de lo inexplorado. Es decir,
los materiales demandan una exploración y, una vez que son
explorados y se han desarrollado todas sus posibilidades, se agotan.
En este sentido, no hay un material artístico, para Adorno, que sea un
material que se pueda eternizar. El material artístico es, justamente,
un material que se agota en sus posibilidades a explorar. Un material
no puede ser moderno dos veces. De alguna manera, como esta es
una estética objetivista, materialista, centrada en los materiales de la
obra de arte, que toma como paradigma para pensar el problema de
la obra de arte a la obra de arte moderna, lo que revela la obra de arte
moderna es el carácter perentorio del material. Los materiales se
pueden explorar hasta un determinado límite y después, se agotan.
Los materiales artísticos son materiales particulares e
históricos. La liberación de la disonancia, en relación al sistema
tonal, o la yuxtaposición de palabras, el uso musical del sonido de
ciertas palabras, en la poesía, pueden ser, de acuerdo al momento
histórico en el cual se realizan, algo que se presenta en la sociedad
artística como teniendo la fuerza de lo inexplorado. Una vez que se
ha realizado esa operación, el lenguaje poético, como material
artístico, es otro lenguaje –hay otro estado del lenguaje poético- y
los poetas que vienen detrás de Stefan George, de la misma manera
que los compositores que vienen después de Chopin, como diría
Schönberg, “no la tienen tan fácil”, porque tienen que explorar un
material con más historia detrás. El material se historiza.
En este punto Adorno es tan materialista como Lukács. El
material no es eterno, y no permanece virgen. Es un material
particular que se inscribe en una lógica histórica. Entonces, lo
poético o lo musical se le presenta a un compositor o poeta del
siglo XX en el modo del desencantamiento. Ese lenguaje tiene que
ser forzado en una dirección que siempre es la de lo contrario de lo
poético o la de lo contrario de lo musical, y en lo poético o lo
musical está cada vez más integrado lo que en el momento anterior
se consideraba lo no musical o lo no poético. Así, trabajar con
disonancias o con sonoridades inusuales de las palabras no es algo
que vaya a suscitar en los contemporáneos el sentimiento de estar
ante la fuerza de lo inexplorado, sino ante la presencia de lo
conocido. En el trabajo de los artistas se muestra el agotamiento de
los materiales.
Al material artístico el artista lo encuentra trabajado,
previamente negativizado (Beckett escribe después de Joyce, por
ejemplo). Alguien que, en el siglo XX, escribe literatura en lengua
inglesa no tiene solamente, al ponerse escribir, una relación con la
lengua inglesa, en su carácter de lengua materna. Ese escritor
encuentra la lengua literaria, de acuerdo al año en que se encuentre
escribiendo, en el estado en que la ha dejado el Ulises de Joyce. El
material literario está trastocado y transformado por la escritura de
Joyce o de Beckett. La negatividad del material literario con que se
encuentra quien va a escribir una novela después que se ha escrito el
Ulises es mayor que antes de la publicación de esta obra. El escritor
nuevo, entonces, tiene que cargar con el peso del estado de la lengua
literaria en el estado en el cual Joyce lo ha dejado. En todo caso,
puede ignorar ese estado y actuar como si nunca hubiera sido escrita
la obra, pero el estado presente de la lengua, objetivamente, va a ser
ése. Ciertos experimentos, ciertas pruebas y ciertos forzamientos con
la lengua ya se han hecho y la lengua ha quedado alterada por ese
trabajo (me refiero, claro, a la lengua literaria). El material, en
términos de la modernidad estética, es el que contiene, de acuerdo a
su estado presente, las formas posibles que el artista puede explorar.
Termino el párrafo que venía transcribiendo:

Lo que sucedió a sus palabras y a su yuxtaposición o a


sus tonalidades, afectó inevitablemente al concepto
tradicional de lo poético como algo superior, consagrado.
La poesía se ha retirado a lo que se entrega sin reservas
al proceso de desilusionamiento que consume el
concepto de lo poético; en esto consiste la irresistibilidad
de la obra de Beckett.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 29

De alguna manera, el efecto de lo poético se produce por el


desilusionamiento respecto del efecto de lo poético. Por no confiar en
lo que todavía podía confiar Stefan George es que se puede llevar el
estado de la lengua poética un poco más allá respecto de él. En la
medida en que el lenguaje poético se vacía de toda posibilidad de
belleza –de belleza en el sentido de la musicalidad a la palabra-, la
palabra puede volver a ser, nuevamente, musical (“musical” en el
sentido beckettiano del término, digamos). Pero la palabra no va a
volver a ser “musical” por proponerse ser “musical” en el sentido de
que ya es musical. Esa repetición de una fórmula consagrada produce
el efecto de lo trillado, justamente, por borrar ese estado de
desilusión en lo poético. La desilusión de lo poético es aquello que
pasa a consistir lo poético después de Beckett. En este sentido,
Beckett es, para Adorno, el artista de la modernidad estética en su
versión del siglo XX.
Hay que pensar, por supuesto, que Teoría Estética es
contemporánea del arte pop y del arte conceptual (el arte pop y el
arte conceptual van trabajarlos, desde la perspectiva de la crítica a la
modernidad estética, en la Unidad III). Adorno, en 1969, no está
teorizando las novedades de su tiempo. Piensa el arte moderno ya
consagrado (Beckett o Paul Celan, Schönberg o Alban Berg) antes
que el arte contemporáneo en vías de consagración (el pop, el
conceptualismo, el happening: todo lo que Sontag considera en
Contra la interpretación como el arte no necesitado de
interpretación). Es una crítica habitual señalar que en Teoría estética
Adorno toma el modernismo como si fuera algo vital, sin
preocuparse de que esté ya academizado. Y agregar que el arte que
está vivo y en eclosión, cuando Adorno escribe Teoría estética, es el
del pop y el conceptualismo. Teoría estética es, de alguna manera, la
teorización de la modernidad artística cuando la modernidad artística
ya está consagrada.
En el capítulo 7 de Teoría estética (“Carácter enigmático,
contenido de verdad, metafísica”) se plantea que existe una tensión
entre la materialidad de la obra de arte y su requerimiento de
hermeneusis. No se trata de que la obra de arte sea un mero enigma
porque en ella alguien ha puesto un acertijo, algo a adivinar (en ese
caso, la verdad estaría oculta en la obra de arte y habría que
desocultarla), sino que la obra de arte es algo que, estructuralmente,
intrínsecamente, constituye un enigma. Más allá de que se cumpla
(es decir, de que alguien cumpla) con este requerimiento de
interpretación que tiene la obra de arte (la interpretación es un
momento de la obra de arte, una componente suya), el enigma
permanece. La interpretación no es algo que venga a la obra de arte
para eliminar el enigma. Al interpretar el enigma, justamente, el
enigma permanece. El carácter abierto que tiene la obra de arte lo
tiene porque permanece, aún después de ser interpretada, en esta
condición enigmática.
Partiendo de este problema (el de la tensión entre materialidad
y hermeneusis) vamos a desarrollar, ahora, el problema de la
espiritualización, el de la compresión y el de la interpretación, de la
obra de arte.

La estética no ha de entender las obras de arte como


objetos hermenéuticos; en la situación actual, lo que
habría que entender es su incomprensibilidad. Lo que se
dejó vender sin resistencia como cliché al slogan de lo
absurdo habría que recuperarlo mediante una teoría que
pensara su verdad. No se puede separar de la
espiritualización de las obras de arte como su
contrapunto; es, en palabras de Hegel, su éter, el espíritu
mismo en su omnipresencia, no es intensión del enigma.
Pues en tanto que tal negación del espíritu dominador de
la naturaleza, el espíritu de las obras de arte no se
presenta como espíritu.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., pp. 161-162

En primera instancia, la característica que tiene la


espiritualización de la obra de arte es que lo que en ella es espíritu no
se presenta como espíritu. El principio del espíritu está relacionado
con el hecho de que la obra de arte es algo que tiene alguna forma.
Es decir, en principio, la espiritualidad sería lo opuesto a la
materialidad, pero entendido como lo que condiciona o le da forma a
esa materialidad. No podemos entender la materialidad de la obra de
arte sin una espiritualidad que se le opone. En relación a un lenguaje
artístico, la materialidad de la obra de arte ya tiene algún principio de
forma. No es que la forma, a la obra de arte, le sea completamente
exterior, como si le fuera impuesta. Lo que va a hacer Adorno en el
párrafo siguiente es pensar el componente opuesto al de la
espiritualidad como si fuera algo que deducimos de la espiritualidad,
aun cuando, ontológicamente, es anterior (me refiero a que el
componente mimético es ontológicamente anterior al componente
racional, en tanto el componente racional no puede configurarse sino
a partir del componente mimético. De todas maneras, el componente
mimético no puede existir ni por sí sólo ni fuera de la obra de arte).
Desde el punto de vista expositivo, el problema del
componente mimético aparece en segunda instancia respecto del
componente espiritual. Lo mimético podría definirse como el
momento pre-espiritual de la obra de arte. Adorno dice que, en el
arte, la mímesis es lo pre-espiritual, lo contrario al espíritu y a
aquello en lo que el espíritu se inflama.

En las obras de arte, el espíritu se ha convertido en su


principio constructivo, pero sólo satisface a su telos
donde se alza desde lo que hay que construir desde los
impulsos miméticos, donde se amolda a ellos en vez de
imponerse a ellos.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 162

El material, en el proceso de producción de una obra de arte, es


explorado en función de algún problema que ese mismo material,
como material artístico que tiene una historia (una historia de
exploraciones previas en obras particulares), le presenta al artista.
Ahora bien, una vez que empieza esa exploración, el artista tiene que
tomar decisiones. Pero en la medida en que se toman decisiones, se
va circunscribiendo una forma a la obra de arte, se va siguiendo en su
factura algún principio constructivo que todavía no está del todo
explicitado. La obra va del caos al orden, pero, en la medida en que
la obra se construye, va siguiendo algún principio de forma. Y esa
forma se perfila, como forma, a través de las decisiones del artista. Si
se dibuja antes de pintar o se pinta directamente sobre la tela. Si se
empieza por el rojo en lugar de por el verde. Si se elige el rojo en
lugar del verde, la paleta de colores disponibles a continuación, como
colores diferentes del de partida, ya no incluye al rojo. Etc., etc. El
telos de la obra de arte no está pre-escrito: se escribe sobre la marcha.
Ahora bien. El punto de partida de alguien que decide pintar
(en lugar de no pintar y hacer una instalación o una performance o un
happening) no es la misma en la actualidad que en 1969 o en 1969
que en 1910. El estado (histórico) de los materiales artísticos nunca
fue el de la virginidad (ni en 1910 ni nunca antes), pero la historia del
material tampoco ahora la situación pre-espiritual en la que cada
artista se encuentra en el momento de la creación artística. La obra de
arte parte de una situación pre-espiritual que en el momento de la
interpretación no es mecánicamente deductible del modo en que la
obra fue realizada. ¿Cuál es el momento pre-espiritual del que ha
salido la obra de arte? Aquello que no es en ella, precisamente,
forma.
El principio constructivo procede como si se orientara a un
telos. No obstante, ese telos no está predeterminado. Recién en la
obra terminada yo podría, relativamente, entender cuál es ese telos.
Pero, en principio, antes de que ese telos se haya consumado en la
obra, no es algo que el artista decide imponérselo como un a priori.
Podría llegar a él por algún tipo de deriva, pero siempre siguiendo un
principio constructivo.

Solo esto es la participación de la obra de arte en la


reconciliación. La racionalidad de las obras de arte se
convierte en espíritu sólo en la medida en que desaparece
en lo contrapuesto polarmente a ella.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 162

En esta parte de la obra, los términos “racionalidad” y


“espiritualización” ya están usados prácticamente como sinónimos.
De alguna manera, la presencia de ese principio racional en la obra
de arte hace pensar en un momento de participación de la obra de
arte en la reconciliación. En un punto, la obra descansa en un
determinado estado, como si ese estado fuera el último, el
cumplimiento de su telos.
Ahora bien ¿cómo puede saber el artista cuál es el telos que él
persigue en la obra de arte? El artista no puede realizar la obra como
si tuviera, en sentido platónico, la idea en la mente y, después, la idea
pasara de su mente al material sensible, tal como si se tratara de una
mera traducción de lo que es de orden espiritual a lo que es de orden
material. De lo que se trata es de explorar el material con formas que,
quizás, se van corrigiendo sobre el material mismo. Es decir, la
forma no está pre-dada, no está dada de antemano. Surge en
dialéctica con el material. Alguien puede partir de un boceto y
terminar en algo que no tiene nada que ver con ese boceto. Para
pensar el momento mimético, se trata de pensar cómo sería el estado
de la obra cuando la obra no es todavía obra. Pero ese momento sólo
puede pensarse a partir de que la obra es, justamente, obra. Lo
mimético, como momento pre-espiritual, es ese momento de
oscuridad, de improvisación, que, ni bien entra en relación con el
principio opuesto (la forma, la racionalidad) se convierte en algo de
índole “espiritual”. La obra, antes de ser realizada, es pura
posibilidad. Ni bien empieza a ser realizada, justamente, va agotando
las posibilidades de forma, en la medida en que las va dejando de
lado algunas y tomando en consideración otras. Es el material el que
se muestra más (o menos) plástico a las sucesivas formas. De este
proceso de gestación de la obra, quizás no quede absolutamente nada
y se trate de un mero ensayo fallido pero, en principio, el elemento
mimético es difícil de ponerlo como punto de partida para entender la
obra de arte, como si existiera efectivamente antes de que la obra
entre en la forma. Lo mimético y lo no mimético o, mejor dicho, lo
no espiritual y lo espiritual, sólo existen como momentos de la obra
de arte en tanto están en dialéctica. Si pienso la obra de arte desde la
perspectiva de la interpretación, es muy difícil que pueda determinar
cómo es la obra de arte sin el principio constructivo, pues este
principio, en la medida en forma parte de una obra de arte, es algo
abstraído a partir de la obra de arte consumada. La obra aparece
como la consumación de algo pre-espiritual que sólo puede
reconocerse como tal a partir de un resultado que es de índole
espiritual.
En sus clases de Estética del semestre 1958/59, Adorno plantea
el problema de la construcción (o “constructivismo”, como él le
llama) como el problema clave del arte moderno (no así del arte
clásico ni neoclásico, donde las formas están pre-dadas). El problema
de la construcción es el problema del arte que no tiene una forma
pre-dada como modelo.

…una vez que para el arte moderno no existen más ninguna de


esas normas de la creación artística que obligan desde afuera
(elementos tradicionales, convencionales, tópicos[…]), pero, al
mismo tiempo, se le impone a cada artista, de manera
inalienable, esa exigencia de que lo artístico deba ser portador
de algo espiritual -y esta espiritualización del arte no puede
efectuarse más por lo sensible particular-, todo esto sólo puede
ser efectuado por el modo en que los distintos momentos
particulares de una obra de arte entran en relación entre sí
dentro de una conexión estructural que en sí misma, en cada
obra de arte particular, es una lógica plenamente desarrollada,
plenamente consecuente, en el sentido de una determinada
lógica que realmente sea propia sólo del arte y, por cierto, de
un modo tal que dentro de este contexto específico de la obra
de arte cada momento particular se muestre como necesario en
la estructuración del todo. Y este esfuerzo precisamente se
explica por el concepto de construcción en el arte, que en
verdad no quiere decir otra cosa que el hecho de que la
espiritualización de la obra de arte se origina cuando los
momentos particulares son empujados a una relación
estrictamente necesaria que recién entonces, precisamente, les
otorga la fuerza de lo espiritual que no le corresponde al
momento particular como tal en su aislamiento. […] los
problemas constructivos del arte moderno provienen de su
propia situación histórico-filosófica y también, precisamente,
de la coacción a la espiritualización, es decir, del hecho de que
en una obra de arte, desde un punto de vista espiritual, nada es
particular –porque, como dijo Kant, nada meramente sensible
puede ser sublime- y, por eso, lo que antes se efectuaba desde
afuera a través del estilo, a través de formas fijas, ahora sólo
puede efectuarse a partir de la organización interna de la obra
de arte; y la quintaesencia, precisamente, de esta organización
interna de la obra de arte sería el concepto de su construcción.

T. W. Adorno, Estética 1958/59, ed. Eberhard Ortland, trad.


Silvia Schwarzböck, Buenos Aires, Las cuarenta, 2013, Clase
13, pp. 361-362
La divergencia entre lo constructivo y lo mimético, que
ninguna obra de arte puede solucionar y es algo así como el pecado
original del espíritu estético, tiene su correlato en el elemento de lo
estúpido y payaso que incluso las obras más significativas llevan en
sí. Forma parte de su significado que las obras de arte no maquillen
este elemento.
De poder existir en estado puro, la mímesis mantendría lo
múltiple en su multiplicidad originaria. Pero no puede existir en
estado puro, porque a lo largo del proceso de racionalización de la
sociedad, lo que sobrevivió de la mímesis sólo sobrevivió en el arte,
y el arte no puede existir fuera de la sociedad, aunque sea su
negación.
El principio mimético parece ser, contra el principio
constructivo, un principio que tiende a ser devorado por el otro. Una
vez que el principio constructivo ha consumado la obra, el principio
mimético debería desaparecer. Sin embargo, Adorno reconoce que
hay una huella de esa tensión entre los dos elementos. Por otro lado,
reconoce también que hay una disparidad entre ellos. La obra de arte
es, aún consumada, algo que tiene una huella de su origen. Esta
huella es la presencia de lo lúdico o de lo estúpido en ella. En toda
obra de arte se consuma algo que, hasta cierto punto, cualquiera
podría hacerlo, y sin embargo, nadie lo habría hecho hasta ese
momento. Como si toda obra de arte, en el fondo, fuera siempre algo
estúpido: una mera mezcla de colores o una mera mezcla de
palabras; no obstante, esos colores o esas palabras aparecen
combinados de un modo que parece único, no como se los combina
en el lenguaje habitual.
Lo que tiene la obra de arte, en última instancia, de estupidez,
lo tiene por no poder prescindir de algo de ese carácter lúdico que
hay en ella. Alguien procedió rigurosamente y tomó decisiones a lo
largo de un proceso que, en su comienzo, era lúdico. Pero, ni la obra
de arte puede quedar en la instancia de lo lúdico –en el momento de
lo estúpido- ni tampoco puede ser la plasmación de una idea que el
artista tiene, en su mente, terminada antes de hacerla. Es una tensión
entre esos dos elementos que incluso pueden sobreentenderse en la
obra terminada.

La insatisfacción con cualquier variante del clasicismo se


debe a que el clasicismo reprime este momento.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., pp. 162-163

El tipo de síntesis más parecida, en el arte, a la síntesis propia


de concepto sería la del clasicismo. Hay alguna forma preconcebida
que el artista, justamente, se ocupa de variarla, de buscar
posibilidades en ella que no hayan sido exploradas. No obstante, el
momento mimético, en ningún otro tipo de arte (para Adorno) está
más reprimido que en el clasicismo.

Con la espiritualización del arte en nombre de la mayoría


de edad, esto estúpido queda acentuado tanto más
bruscamente; cuanto más se parece su propia estructura
(debido a su coherencia) a una estructura lógica, tanto
más claramente la diferencia de esta logicidad respecto
de la que impera afuera se convierte en la parodia de
esta. En cuanto más racional es la obra de acuerdo con su
constitución formal, tanto más estúpida de acuerdo con la
medida de la razón en la realidad

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 163


El elemento estúpido es un elemento constitutivo de la obra de
arte. Ahora bien, el hecho de que la obra de arte responda a algún
tipo de estructura lógica que la precede (que es lo que sucede con el
clasicismo), en un punto, la hace mucho más estúpida, en la medida
en que parodia una forma pre-dada. Es como si, paradójicamente,
donde no debería haber juego es precisamente donde hay más juego,
porque de lo que se trata es de encontrar variaciones del modelo,
usos no repetidos de un programa estético prestablecido. Cualquier
persona que conozca los principios realizativos de este arte, en el
caso del clasicismo, estaría en condiciones de hacer la obra. Por eso
mismo, el que la hace tiene que buscar la variación como un fin en sí
mismo.

Sin embargo, su estupidez es una parte del juicio sobre


esa racionalidad; sobre el hecho de que en la praxis
social esa racionalidad se ha convertido en un fin en sí
mismo, en lo irracional y erróneo, en los medios para los
fines.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 163

Paradójicamente, cuando la racionalidad de una obra de arte es


una racionalidad lo más parecida posible a la racionalidad social
(racionalidad que, como un fin en sí mismo, se ha vuelto irracional),
la obra es más estúpida. Nosotros partimos de que lo lúdico era lo
estúpido, ahora vemos que lo racional es lo estúpido. En el medio ha
acontecido un giro dialéctico. Lo estúpido, en el momento 1, era el
momento irracional de la obra de arte. En el momento 2, lo racional
es lo estúpido. Toda obra de arte tiene algo de estupidez. Pero la obra
que imprime a los materiales artísticos la misma síntesis (la síntesis
coercitiva, la síntesis propia del concepto) que es propia de la
racionalidad social es, precisamente, la obra más estúpida de todas.
Al principio de esta dialéctica sucedía lo contrario: parecía que el
elemento estúpido era el que respondía no a la racionalidad sino a lo
mimético como lo prerracional. Cuando, justamente, un tipo de obra
de arte pretende no tener un elemento lúdico, ahí es donde se revela
la estupidez absoluta.

Lo estúpido en el arte, que las personas sin musa captan mejor


que quienes viven ingenuamente en él, y el disparate de la
racionalidad absolutizada, se acusan recíprocamente. Por lo
demás, la felicidad, el sexo, visto desde el reino de la práctica
autoconservadora, también tiene eso estúpido, a lo que puede
aludir maliciosamente quien no es impulsado por él. La
estupidez es el residuo mimético de arte.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 163

Independientemente de que lo estúpido esté, en principio, del


lado de lo mimético y, luego, del lado de lo racional, lo que
verdaderamente caracteriza a una obra de arte es tener, justamente,
algo de estupidez como su residuo mimético. Aún la obra más
racional posible, donde el elemento mimético menos incidencia
debería haber tenido, para ser una obra de arte, algo en ella debe
corresponder a la presencia de este elemento. Aún el artista clasicista
ha procedido de acuerdo con cierto principio que no es enteramente
racional, si no, la obra sería mecánica, y, en ese sentido, no sería una
obra de arte. En ese caso, lo estúpido sería el juego de las variaciones
por el juego mismo: variar para no cansar al público, pensando con
una lógica que es la misma de la sociedad, la de la racionalidad total.
El juego de las variaciones sería un juego mecánico.
De todas maneras, Adorno cuando piensa en una obra de arte
enteramente racional, no está pensando solamente en el clasicismo:
también está pensando en cierto tipo de experiencias del arte más
contemporáneo en el cual, justamente, se busca lo automático. Hay
una búsqueda de lo automático, de lo maquinal y de la no incidencia
de un principio correctivo humano. En cualquier caso, por racional
que la obra de arte pretenda ser, siempre habría, en lo que la obra
tiene de estúpido, un residuo de lo mimético. Como si eso la hiciera,
en un punto, impenetrable, enigmática, aun cuando pretendería no
serlo. Si no fuera así, no sería una obra de arte.

Ese momento [el momento mimético], que es un residuo,


algo no impregnado por la forma, algo bárbaro, se
convierte en el arte en algo malo mientras la obra de arte
no lo configure.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 163


Encontramos aquí, nuevamente, un giro dialéctico. El elemento
que, en principio, estaba del lado de lo mimético y que era el
principio de lo estúpido, después estaba del lado de lo racional, y
finalmente veíamos que toda obra de arte lo tiene como residuo de lo
mimético. La obra que se pretendía más racional, en este sentido, era
la más estúpida. Ahora lo que vemos es que, en la medida en que
una obra de arte busca ser enteramente mimética (permanecer en esa
instancia de lo no regulado por la forma, de lo lúdico en sí) corre el
riesgo de volverse “mala”, es decir, de no ser una obra de arte. En
esta concepción de la modernidad estética, no hay obra de arte mala
(ni obra de arte menor, ni obra de arte fallida, ni obra de arte falsa).
Por lo tanto, la obra de arte mala no es una obra de arte.
Lo mimético per se se volvería lo malo en el arte. Se trataría de
aquellas obras de arte que quedarían en una situación de infantilidad,
de garabato, de algo previo a la obra de arte, como si eso, como ajeno
(o previo) a la forma, fuera la obra de arte. Partimos de lo espiritual
(en el capítulo 7 de Teoría estética): no podemos pensar la obra de
arte sin la forma. Frente a lo espiritual, lo mimético aparece como lo
pre-espiritual, no al revés. En ese sentido, lo mimético sería también
algo barbárico en la obra de arte, aquello que hunde a la obra de arte
en la naturaleza y al artista, en lo inconsciente.

Si ese momento queda en lo pueril [si lo mimético no


entra en la forma deviene pueril] y se deja cultivar en
tanto que tal, ya no hay freno hasta el calculado fun de la
industria cultural.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 163

La obra enteramente mimética (de ser posible) al igual que la


obra enteramente racional (de ser posible) son imitaciones o
reproducciones (involuntarias) de la lógica social vigente.

El arte implica en su concepto lo kitsch, con el aspecto


social de que, obligado a sublimar ese momento, el arte
presupone un privilegio educativo y una situación
clasista; a cambio, recibe el castigo del fun.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 163

La obra de arte, más allá de su contenido de verdad, hace las


veces de ideología: compensa a los humanos por lo que la sociedad
no es. Que la obra de arte sea verdadera y, al mismo tiempo,
funcione socialmente como ideología se debe no sólo a que la
existencia del arte requiere de la división social del trabajo (es decir,
requiere de que una mayoría de la sociedad trabaje de manera
alienada para que una minoría no trabaje de manera alienada), sino a
que esa situación de privilegio conlleva la obligación, para la obra de
arte, de servir al goce estético. Llenar el tiempo de ocio de los que
tienen el privilegio educativo –como remarca Adorno en la cita− es
el castigo de la obra de arte, aunque no por eso la obra de arte, si es
verdadera, deje de ser verdadera. El momento estúpido, igual que el
momento kitsch de la obra de arte, debe ser sublimado, para cumplir,
así, con la expectativa social de que el arte sea elevado, de modo de
poder compensar a los hombres, como negación de la sociedad, por
lo que la sociedad no es. Lo que permite esa sublimación, para
separar (o no confundir) el arte verdadero respecto de sus usos
sociales, es el privilegio educativo, lo cual supone una “situación
clasista”, en términos de Adorno.

Sin embargo, los momentos estúpidos de las obras de


arte son los más cercanos a sus capas no intencionales y,
por tanto, también a su misterio en las grandes obras.

T. W., Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 163

El momento estúpido, aún en la gran obra de arte, está


relacionado con un estrato no intencional, con un estrato que no
puede ser del todo controlado por el artista. La obra de arte no es
simplemente el programa de quien la ha realizado, sino que tiene un
componente que permanecería oscuro tanto al autor como al
intérprete de la obra de arte. Ese componente, al volver enigmática a
la obra de arte, es el que demanda la interpretación y, al mismo
tiempo, el que hace que ninguna interpretación pueda ser la última.
En el elemento payaso, el arte se acuerda
consoladoramente de la prehistoria en el mundo animal.
Los antropoides en el zoo hacen juntos algo que se
parece a los actos de los payasos. El acuerdo de los niños
con los payasos es un acuerdo con el arte que los adultos
les expulsan, igual que el acuerdo con los animales. El
género humano no ha tenido tanto éxito en la represión
de su semejanza con los animales como para no poder
reconocerla de repente y verse inundado por la dicha: el
lenguaje de los niños pequeños y de los animales es el
mismo. En la semejanza de los payasos con los animales
se inflama la semejanza de los monos con los seres
humanos. La constelación animal-loco-payaso es una de
las capas fundamentales del arte.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., pp. 163-164

Con esta frase Adorno cierra el párrafo titulado “Lo mimético y


lo estúpido” del capítulo “Carácter enigmático, contenido de verdad,
metafísica” (el capítulo 7 de Teoría estética) y, al mismo tiempo,
cierra así la dialéctica de lo estúpido. Hay algo que excede a la propia
dialéctica de la que puede ser consciente el artista –la dialéctica
entre lo intencional y lo no intencional, entre lo programático-no
programático− y tiene que ver con una regresión a lo prehistórico que
realiza el sujeto de la obra de arte, el sujeto emancipado, que es un
sujeto (todavía) inexistente, un sujeto que no es ni el receptor ni el
productor de la obra de arte, en la medida en que la obra de arte
supone un tipo de lenguaje que no es hablado por los seres humanos.
Este lenguaje no hablado por los seres humanos, este lenguaje
mimético, no comunicativo, que es el lenguaje de la obra, es un
lenguaje que excede al artista. Y tampoco coincide, exactamente, con
el trabajo que hace el artista, en su respectiva obra, con un lenguaje
artístico dado (más bien, lo excede). Ese lenguaje corresponde a una
capa más profunda de la obra de arte, por la cual se descubre que el
sujeto que se expresa en ella no es ni el artista ni el receptor. Ese
sujeto es un sujeto que no está emancipado en la sociedad y sí está
emancipado en la obra de arte, pero que no está emancipado en la
sociedad no sólo en tanto en la sociedad no ha sucedido la revolución
(con lo cual solo puede expresarse como sujeto emancipado en la
obra de arte), sino también en el sentido de que ese sujeto no
existente en la sociedad (y existente en el lenguaje de la obra de arte)
habla en un lenguaje negativo, es decir, no comunicativo.
Este sujeto, que habla en un lenguaje negativo en la obra de
arte, es un sujeto que pertenece a la prehistoria de la subjetividad. Por
lo tanto, es un sujeto que le recuerda al sujeto lo que era el hombre
en la naturaleza, antes de ser sujeto, cuando convivía con la no
identidad de la naturaleza, no con la identidad del concepto (la
identidad del concepto es la que sustenta la lógica del dominio, la
que le imprime siempre sobre la cosa la violencia –o la síntesis
coercitiva−del concepto).
Decir que en la obra de arte se expresa en lenguaje negativo un
sujeto que todavía no existe en la sociedad es como decir que la obra
de arte es hablada por un sujeto hoy inexistente, pero que existió en
la prehistoria del sujeto. Se trataría –en lenguaje benjaminiano- del
sujeto de la sociedad sin clases, es decir –en lenguaje adorniano- el
sujeto que no tiene con la naturaleza una relación de dominio. Pero
es un sujeto que, por otro lado, habla un lenguaje que los hombres
han olvidado y que se parece al lenguaje de los niños o de los monos
antropoides.
Que las obras de arte digan algo y al mismo tiempo lo
oculten es el carácter enigmático desde el punto de vista
del lenguaje.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 164

Ninguna obra de arte, si es una obra de arte, podría ser


enteramente expresiva, en el sentido de presentarse como portadora
de un enigma que pueda ser interpretado de una vez y para siempre.

Ese carácter parece un payaso; se vuelve invisible


cuando está en las obras de arte y participa en ellas; si
uno se sale de ellas, si rompe el contrato con su nexo de
inmanencia [Immanenzzusammenhang], ese carácter se
vuelve como un espíritu.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 164

Acá la palabra que utiliza Adorno para nexo de inmanencia se


podría traducir como estructura o coherencia interna. El momento
en el cual puede aparecer el elemento de lo estúpido en la obra de
arte es el momento en el que el receptor (pensando el problema desde
la perspectiva del receptor) se sale de la lógica de la “suspensión de
la incredulidad” que requiere la obra de arte. Como cuando alguien,
frente a una obra de arte, se extraña de la presunta artisticidad del
objeto que tiene delante y lo ve como lo que es: una mera cosa sin
sentido. En este punto, la relación de quien frecuenta habitualmente
el círculo del arte con la obra de arte particular se parecería más que
nunca a la que tienen con ella las personas ajenas al círculo del arte.
La palabra que usa Adorno para las personas ajenas al círculo del
arte es Kunstfremden: “ajenos o extraños al arte”, literalmente,
personas que no frecuentan exposiciones, museos, conciertos, etc…
y que no conocen, por eso, los códigos del círculo del arte (el
traductor español traduce esta palabra por “personas sin musa”, pero
prefiero “personas ajenas (al círculo) del arte”, que se ajusta más,
incluso, a la etimología de la palabra en alemán).
Para el que interpreta –parece querer decir Adorno- siempre
existe un instante en el que la obra de arte se presenta ante él como si
fuera una estupidez, como algo que no tiene sentido, una gratuidad
absoluta.
Este momento, el momento de la estupidez, no es un momento
que aparezca como efecto de la ignorancia, por parte del
interpretador, sino todo lo contrario: aparece en la medida en que
todos los que tienen una relación de conocimiento previa respecto de
la historia del arte experimentan una obra de arte, ante la cual están
por primera vez, como si fuera un sinsentido, un enigma sin solución,
pero, al mismo tiempo y por eso mismo, como si fuera una estupidez
absoluta, una magna burla a la buena voluntad del interpretador. La
posibilidad de que la obra de arte, en un primer momento, se presente
así tiene que ver con algo que ella es intrínsecamente: enigma. Por
eso dice Adorno:

Es imposible explicar a esas personas [a los


verdaderamente “ajenos al arte”] qué es el arte. No
podrían integrar el conocimiento intelectual en su
experiencia viva.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 165

Adorno hace una reflexión sobre cómo sería una persona ajena
al (círculo del) arte: sería una persona en la cual el principio de
realidad opera también en su comportamiento estético. Lo que
caracterizaría a la ajenidad con el arte es, precisamente, un
predominio absoluto del principio de realidad. Se trata del hecho de
no poder establecer ese acuerdo tácito por el cual convenimos que las
obras de arte son objetos que no los podemos juzgar con los mismos
criterios con que juzgamos el resto de los objetos, porque no tienen
un valor de uso.

La persona que no entiende se hace preguntas como


¿por qué se imita algo?, ¿por qué se cuenta como si
fuera real algo que no es verdad y simplemente deforma
la realidad?

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 165

¿Qué es lo que pasa con esta pregunta? Por un lado, no hay una
respuesta erudita posible que convenza a quien plantea preguntas de
este grado de radicalidad, en la medida en que tienen no una
radicalidad filosófica, sino una radicalidad propia de la ignorancia
absoluta de cuáles son los alcances estrictos de la pregunta (como es
el caso de las preguntas infantiles). Por otro lado, aun cuando se
quiera convencer al que pregunta (y el que pregunta quiera ser
convencido), ¿cómo se le responde a alguien que pregunta “por qué
se imita algo” diciendo algo que no sea una generalidad vacía? Esa
pregunta es el tipo de pregunta que quien frecuenta el medio de las
artes no le puede responder a quien no lo frecuenta.

Cuanto mejor se comprende una obra de arte, tanto más


deja de ser un enigma en una dimensión, pero tanto
menos se esclarece su enigma constitutivo.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 166


La comprensión es uno de los momentos constitutivos de la
obra de arte. Comprensión e interpretación son dos momentos
distintos, complementarios, e igualmente necesarios de la obra de
arte. Así como el placer estético no es para Adorno un momento de
la obra de arte, la comprensión y la interpretación sí lo son. La
comprensión implica dilucidar el principio constructivo de la obra de
arte.

la experiencia específicamente estética nada tiene que ver con


la experiencia de la comprensión en el sentido habitual; es
decir, que si uno se encuentra en una obra de arte, la correaliza
[mitvollzieht], pero no por eso, por ejemplo, penetra en ella
desde afuera y la abre, como hace suponer el discurso sobre la
comprensión; por el contrario, este carácter del estar-dentro de
la obra de arte es más bien el de cómo se vive en un lenguaje
de manera inmediata, sin reflexionar sobre su así llamado
sentido, aunque, frente a la experiencia estética primaria, la
reflexión sobre el sentido de la obra de arte representa un nivel
más alto. De todos modos, creo que tengo la responsabilidad de
decirles que no he querido inculcar –digamos- que la relación
adecuada frente a la obra de arte sea la de la incomprensión.
Espero, de algún modo, estar a salvo, de antemano, de este
malentendido. Antes bien, querría cuidarme sólo de pensar que
la relación adecuada con la obra de arte sea como la que tiene
el filisteo, por ejemplo, frente a un cuadro contemporáneo o a
una composición contemporánea o a un poema contemporáneo,
es decir, la de preguntar: ¿qué se supone, en verdad, que piense
de esto? Y, al respecto, les había recordado la frase que
escribió Hegel, cuando se le objetaron sus propios filosofemas:
¿qué se supone, pues, que piense de este concepto? A esta
pregunta él contestó: se supone que frente a este concepto no
piense otra cosa que, justamente, el concepto mismo. El
comportamiento estético, en tanto lo caractericé como una tal
correalización de la obra de arte, no se detiene, naturalmente,
en esta correalización, sino que esta correalización es también,
en todo caso, una correalización en sí misma reflexionada. Es
decir, sólo en tanto ustedes correalicen los distintos momentos
de la obra de arte a la que se entregan, en tanto correalicen su
disciplina, en tanto -si puedo decirlo así- naden con ella,
mientras al mismo tiempo también reflexionan sobre sus
momentos, los contraponen unos a otros, recuerdan los
momentos pasados y esperan los venideros, sólo en esa
medida llegan a una verdadera comprensión de la obra que
tengan en ese caso ante los ojos o en el oído. La conducta
reflexiva para con la obra de arte -quiero decir- no es en
absoluto, por lo pronto, algo extraño al arte que se introduce en
él desde afuera, es decir, una conducta filosófica en el
verdadero sentido. No es la filosofía del arte, en principio, la
que efectúa una tal reflexión, sino la correalización de la obra
de arte misma. Es decir: este estar-dentro de la obra de arte,
este correalizar la obra de arte, ya exige siempre que ustedes
vayan más allá de su mera inmediatez, y que sean conscientes
de los momentos de la obra de arte que están presentes ante
ustedes como momentos sensibles e inmediatos.

T. W. Adorno, Estética 1958/59, op. cit., Clase 13, pp. 347-348

Ahora bien, encontrar cuál es el principio constructivo de la


obra de arte, en lugar de hacer desaparecer el enigma de la obra de
arte, lo que hace es hacerlo aparecer. Hay algo de la obra de arte que
se puede comprender, pero, por eso mismo, hay algo de la obra de
arte que necesita ser interpretado.

El enigma vuelve a relucir en la experiencia artística más


penetrante. Si una obra de arte se abre por completo,
alcanza su figura interrogativa y hace necesaria la
reflexión; entonces, se aleja y al final vuelve a saltar la
pregunta ¿qué es? a quien ya se siente seguro. El carácter
enigmático se conoce como constitutivo donde falta:
ninguna obra de arte se revela a la consideración y el
pensamiento sin restos.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 166

El carácter enigmático, entonces, no es algo que convierte a la


obra de arte en una cosa que el pensamiento o la reflexión pueden
agotarla. Si una obra de arte se agotara en la comprensión, entonces,
la obra de arte no sería una obra de arte verdadera, sino una obra de
arte menor. Recordemos que dijimos que para Adorno no hay obra
de arte menor ni falsa. Si algo es una obra de arte, no puede ser una
obra de arte “mala”. Esto es parte del canon de la modernidad
estética para el siglo XX. Cuando Adorno dice que el enigma de la
obra de arte siempre permanece intacto significa que hasta la obra
que ha entrado en la tradición y, por eso, parece haber perdido toda
su enigmaticidad, sigue no obstante siendo enigmática. Todas las
obras de arte de todas las épocas (Adorno pone el caso de las vasijas
etruscas, cuyas raíces estarían hundidas en los rituales de una cultura
por entonces desconocida), en tanto se presentan como obras de arte,
tienen intacto su respectivo enigma. En este sentido, la cantidad de
bibliotecas que se llenen con la interpretación filosófica de las obras
de arte producidas a lo largo de la historia no significa que ya no
haya más nada para decir de la obra de arte porque ha cesado su
enigma, sino todo lo contrario El enigma de una obra de arte que ha
entrado en la tradición está todavía ahí: en todo caso, lo que podría
agotarse, por un tiempo, es el deseo de interpretarla.

En la obra de arte se transforma hasta el juicio. Las obras


de arte son análogas a éste en tanto que síntesis. Sin
embargo, en las obras de arte, la síntesis carece de juicio.
No se podría decir de ninguna qué juzga. Ninguna es un
mensaje.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 168

Adorno retoma la idea del juicio estético que trabajamos en la


Unidad. Pero para decir que no hay síntesis, en la obra de arte, como
la que hay en el juicio. Hay síntesis sin juicio, en lugar de síntesis
como juicio (la síntesis como juicio tendría la forma: “S es P”,
digamos). Hay algo en la obra de arte que es del orden de lo sintético
(así como hay un elemento sintético en el juicio). Pero lo que se
sintetiza no se sintetiza con el modelo del concepto. Adorno insiste
en que la obra de arte es algo que no puede ser reducido al juicio,
como si ella tuviera un mensaje del tipo: “Esto es aquello” (“S es P”),
“Esto quiere decir aquello”. No sólo porque la síntesis propia de la
obra de arte no es la propia del juicio, sino también por el hecho de
que, en tanto enigmática, la obra de arte no se traducir enteramente a
otro lenguaje. La obra de arte demanda interpretación porque tiene
un enigma que se debe a su componente enigmático, pero resulta
finalmente interpretable por el otro componente, el componente
racional. En un juicio puedo explicar lo que la obra de arte es, pero
esa explicación en ningún caso agota lo que la obra es (como si el
juicio fuera el mensaje de la obra: “esto es esto” o hiciera
desaparecer el enigma: ¡Ah, era eso lo que quería decir!).
En la página 170 aparece la idea de enigma asociada a la idea
de escritura. Es decir, lo que muestra la presencia del enigma en la
obra de arte es el hecho de que la obra de arte, en última instancia, es
una escritura jeroglífica. La obra de arte es un jeroglífico cuyo
código se ha perdido y por eso no es legible exclusivamente en los
términos de la comprensión: requiere de la interpretación como una
interpretación filosófica.
La hermeneusis es el momento filosófico de la obra de arte. La
reflexividad que tiene implícita la obra de arte requiere de
interpretación filosófica. De todos modos, no existe ninguna
interpretación filosófica que, por ser tal, agote el enigma de la obra
de arte. Siempre queda abierto el enigma de la obra de arte para la
filosofía.

Esta categoría de la modernidad arroja luz sobre el


pasado; todas las obras de arte son escrituras, no sólo las
que se presentan como tales; son escrituras jeroglíficas
cuyo código se ha perdido y a cuyo contenido
contribuye, precisamente, la falta de un código. Las
obras de arte son lenguaje sólo en tanto escritura.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 170

En este pasaje queda un poco más en claro de qué se trata el


lenguaje mimético (no comunicativo) de la obra de arte. Como si el
lenguaje fuera ya un lenguaje cifrado porque hay una escritura y esa
misma escritura es en sí misma jeroglífica. Aun cuando la
comprensión revele el principio constructivo de la obra de arte (con
lo cual el lenguaje de la obra de arte nunca puede ser completamente
indescifrable), lo que la obra de arte tiene siempre de escritura
jeroglífica reclama algo más que la comprensión. En la medida en
que algo se puede interpretar, es porque algo queda sin comprender.
La compresión no lo agota. La interpretación, se ve después,
tampoco. Aun sabiendo todo respecto del artista, del período y el
movimiento al que pertenece, de su formación y sus influencias, todo
lo que ha dicho él en primera persona sobre la factura de la obra, en
toda gran obra de arte hay algo de escritura jeroglífica que no se
puede traducir, porque, justamente, el código que permitiría la
traducción se ha perdido. En la medida que la síntesis propia del
concepto es la síntesis de la identidad, el tipo de lenguaje propio de la
obra de arte es un lenguaje no conceptual, un lenguaje mimético, y la
posibilidad de traducirlo es siempre insuficiente porque ese lenguaje
mimético que se hablaba en el reino de lo no-idéntico, en la
naturaleza, los hombres ya no lo hablan. Al abandonar la naturaleza
han perdido el código para descifrar los lenguajes prehistóricos. De
todos modos, como la utopía funciona como recuerdo, ese lenguaje
podrían volver a hablarlo los hombres emancipados. Por el momento,
sólo lo habla el sujeto de la obra de arte (un sujeto colectivo,
inexistente, que se expresa en el lenguaje negativo de la obra de arte
moderna). En este sentido, el lenguaje mimético es enigmático tanto
porque ya no se habla como porque todavía no se habla.

Aunque ninguna [obra de arte] sea un juicio, cada una


contiene momentos que proceden del juicio, verdaderos
o falsos. Pero la respuesta oculta y determinada de las
obras de arte no se manifiesta a la interpretación de
golpe, como una nueva inmediatez, sino a través de las
mediaciones, tanto las de las disciplinas de las obras
como las del pensamiento, de la filosofía. El carácter
enigmático sobrevive a la interpretación que obtiene la
respuesta.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 170

Aun cuando a ese lenguaje mimético se lo traduce en el


momento de la comprensión y en el momento de la interpretación, el
enigma sobrevive. Ninguna interpretación agotará el enigma de una
obra arte, de ser ésta una obra de arte.
El arte no es verdadero en sí el arte sino que es verdadero por
su relación con una sociedad falsa. Por eso mismo, en la medida en
que es verdadero, es a la vez ideología. El arte tiene una relación
con la verdad y una relación con la ideología al mismo tiempo.
Porque compensa, en tanto es verdadero en un mundo falso, la
falsedad de la sociedad. Entonces, es imposible pensar cómo sería
el arte en una sociedad emancipada, en la medida en que Adorno se
opone a pensarlo, como lo piensa por ejemplo, Lukács, cumpliendo
las funciones que había tenido en el mundo precapitalista:
funciones de cohesión social, funciones identitarias, cultuales,
celebratorias de la pertenencia a la comunidad, esto es, el arte
como fiesta, el arte como bacanal, el arte como lo común a una
comunidad. En una sociedad cerrada, la sociedad vuelta sistema,
como lo es la sociedad burguesa y su continuación, la sociedad de
masas –porque, para Adorno, no hay ruptura entre ambas-, todo
aquello que tenga los atributos que a la sociedad le falta se
convierte en ideología. Por lo mismo que la moralidad puede ser
ideología (porque tiene todos los rasgos que la sociedad no tiene y,
por lo tanto, compensa por lo que la sociedad no es), igualmente
puede serlo el arte.
Todo lo que se presenta como no contaminado por la lógica
social se inscribe en la lógica social como compensación por ella.
Cumple funciones consolatorias. No es una perversión el que el
arte cumpla una función compensatoria dentro de la sociedad: ése
es el precio que paga, concretamente, por ser verdadero en una
sociedad falsa. No es que –dicho en términos heideggerianos- el
arte haya sufrido una caída por devenir ideología, sino que lo
verdadero en medio de lo falso no puede no ser ideología; no
puede no ser objeto de compensación por parte de los sujetos que
lo realizan y por parte de los sujetos que lo consumen, si lo que
hay en él (verdad) falta en la sociedad. Ojo que la misma función
puede cumplir la filosofía. No es que ser ideología sea privativo
del arte. La moralidad o la filosofía o el amor, pueden ser ideología
en los mismos términos que el arte. A todo lo que se presenta como
no contaminado por la lógica social el sujeto tiende a
irracionalizarlo, es decir, a considerarlo ajeno a la racionalidad
social, y a tomarlo como la compensación por ella.
Así, esperar que el arte ofrezca momentos que en el mundo
del trabajo no pueden existir es parte de las funciones ideológicas,
es decir, compensatorias, que tiene el arte. Podemos decir: no
puede no tener una función compensatoria aquello que se presenta
en medio de lo falso como lo verdadero. El sujeto ve el indicio de
la vida verdadera en aquello que es capaz de mostrar la falsedad de
la vida vivida. La función ideológica del arte es intrínseca en la
sociedad falsa, por ser verdadero.
E inversamente, no podemos saber qué lugar ocuparía el
arte –o si existiría− si la sociedad se emancipara. No podemos
saber, mucho menos, si el arte sería, en esa clase de sociedad, la
forma en la que se expresarían, por estar emancipados, los hombres
y las mujeres. No es que haya sujetos privilegiados que puedan
hablar en nombre de la verdad; no es que los artistas vean lo que
no pueden ver los no artistas, o que ciertos receptores de la obra de
arte encuentren en ella, a diferencia de otros, la verdad que no está
presente en la sociedad. No. Justamente, el modo en el cual
aparece lo verdadero no es el de la lucidez de un sujeto empírico,
sea el artista o sea el receptor. No. Es el lenguaje de la obra de arte
el que habla impersonalmente en nombre de ese sujeto colectivo
que no puede expresarse en la sociedad.
En la sociedad vuelta sistema, aquello que tiene los
atributos que a ella le faltan se convierte en ideología. Y cuando la
sociedad se encamina a la totalidad –el todo es lo falso es el
aforismo más famoso de Minima Moralia- la praxis que quiere
cambiarla, según Adorno, se vuelve impotente, mientras el arte se
vuelve omnipotente dentro de su incomunicación con la sociedad.
La impotencia de la acción emancipatoria tiene lugar en la
sociedad, y la omnipotencia del arte en el lenguaje que la niega.
La relación del arte y la sociedad es tal que es la sociedad la
que decide lo que es arte, en términos de aquello que la niega: el
arte, a partir de su autonomía, siempre es la negación de la
sociedad dentro de la sociedad. Con lo cual es, insisto, siempre es
la sociedad, y no el arte, la que tiene la primacía en la relación
entre ambas. El arte no puede forzar las condiciones materiales
para que la emancipación humana tenga lugar en la sociedad y no
en los lenguajes artísticos negativos. Todo lo que el arte puede
hacer por la sociedad, cuando se considera a sí mismo arte
comprometido, lo hace en términos artísticos. Fíjense, en este
sentido, cuál es el reconocimiento que hace Adorno del arte
comprometido de Brecht:

Brecht no dijo nada que no se pudiera conocer con


independencia de sus obras y más contundentemente en
la teoría o que no fuera familiar a sus espectadores
habituales: que los ricos viven mejor que los pobres,
que el mundo es injusto, que pese a la igualdad formal
pervive la opresión, que la bondad privada es
convertida en su contrario por la maldad objetiva; que
(una sabiduría dudosa) la bondad necesita la máscara
de la maldad. Pero la drasticidad sentenciosa con que
Brecht tradujo en gestos escénicos esas tesis nada
novedosas dio su tono a sus obras; la didáctica lo
condujo a sus innovaciones dramáticas, que derribaron
el enmohecido teatro psicológico y de intriga. En sus
obras, las tesis adquirieron una función completamente
diferente a la que se refería a su contenido. Las tesis se
volvieron constitutivas, hicieron del drama algo
antiilusorio, contribuyeron a la ruina de la unidad del
nexo de sentido. En esto consiste su calidad, no en el
compromiso, pero la calidad está adherida al
compromiso, que se convierte en su elemento
mimético. El compromiso de Brecht arrastra a la obra a
donde ella tiende históricamente por sí misma: la
desordena.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., pp. 325-326

Podría decirse que, para Adorno, Brecht hace avanzar al


teatro, no a la sociedad. Pero no es posible que haga avanzar el
lenguaje teatral, en la dirección que este lenguaje, históricamente,
puede avanzar (de acuerdo al estado de los materiales teatrales), si
no es por su compromiso (extrateatral) con las tesis comunistas y
su voluntad de convertirlas en tesis dramáticas.
Para Adorno, no hay que pensar la relación entre arte y
política en términos extrínsecos, como muchas veces la piensa el
arte político. No se trata de averiguar cómo puede hacer el artista
para que el arte esté relacionado con la sociedad, y le realice algún
servicio a los hombres en términos de ponerlos en el camino de su
emancipación, sino al revés: el arte no puede deshacerse de su
relación con la sociedad, porque él el no es verdadero en sí, sólo es
verdadero en tanto la sociedad sea falsa. El arte puede tener esa
relación con la verdad en términos de expresión de lo que en la
sociedad no puede expresarse –un sujeto emancipado- cuando la
sociedad no está emancipada. La relación es exactamente la
contraria al modo como la puede plantear un artista que pretende
hacer arte político.
No hay que olvidar que, para Adorno, el artista, más allá de
su voluntad de contribuir a la emancipación humana, no es el
sujeto de la obra de arte. No es que el artista habla en nombre de
una emancipación que no ha sucedido, y de la cual él sería una
especie de visionario, estaría más lúcido que sus contemporáneos,
sería un adelantado, y así no haría otra cosa que iluminar el
camino, mostrando hacia dónde se encamina la sociedad cuando se
propone emanciparse, sino que la obra de arte habla un lenguaje no
comunicativo -el de la negatividad- y necesita un mediador, el
artista, que es quien encuentra en los materiales artísticos cómo
proseguir la negativización de los lenguajes.
Las obras de arte, para Adorno, no pueden ser falsas, y
tampoco pueden ser malas. Lo que sucede es que hay obras que se
presentan como obras de arte y no lo son. No todo lo que se
postula a la condición de obra de arte lo es. Pero esto no vale sólo
para Adorno: es parte del bagaje de la modernidad estética. En
Schelling y en los primeros románticos ya aparecía esta idea de
que el crítico tiene una función no accesoria. En este sentido la
interpretación de la obra de arte, para Adorno, no es un momento
extrínseco a la obra de arte, sino intrínseco. Las obras de arte
modernas son obras necesitadas de interpretación, en virtud de la
negatividad de su lenguaje.
No puede la obra de arte, en tanto jeroglífica, en tanto
escrita en un lenguaje cifrado –tal como lo es el lenguaje negativo-
sustraerse al momento de la interpretación. Sí puede suceder que
nadie quiera interpretarla, pero si la obra es verdadera, ahí quedará
su contenido de verdad latente para su interpretación.
La obra de arte es verdadera más allá de que la
interpretación sea verdadera o no. Porque no hay manera de saber
que la interpretación es verdadera, en realidad. El problema de las
interpretaciones es que son infinitas: la obra de arte moderna
siempre puede volver a ser interpretada. Entonces, ¿cómo saber
cuál es la verdadera, si la interpretación no cesa? El retorno de la
interpretación es lo que muestra que una interpretación no puede
agotar la obra. Si la agotara, es porque la obra no es
verdaderamente una obra de arte, como sucede con las que son
muy fácilmente interpretables en relación a otras, porque aparecen
como un caso de un movimiento, de una tendencia, o de una
corriente. Pero tengan en cuenta que, para Adorno, la
interpretación –a diferencia de la comprensión- siempre es una
interpretación filosófica. Adorno llega a decir en las clases de
estética [Estética 1958/59] que interpretar la obra de Beethoven es
un problema filosófico, no un problema musical, y requiere un
trabajo filosófico, no simplemente una comprensión musical.
La interpretación –como vimos- es un momento de la obra
de arte distinto de la comprensión (aunque la suponga). Incluso
uno podría decir que la comprensión es, muchas veces, lo que hace
que la interpretación se pase a futuro, como si fuera más
importante comprender que interpretar. Y es que el momento de la
comprensión es formativo, cosa que Adorno reconoce: el hecho de
poder mostrar que se comprende, por ejemplo, la Crítica del
Juicio, o un cuarteto de cuerdas de Beethoven, implica que se es
capaz de hacer una obra como esa, aunque luego no sea hecha.
Pensemos siempre la obra de arte, en términos de Adorno,
desde el paradigma de la obra de arte moderna, que es la que tiene
la capacidad de cerrarse a la sociedad y negativizar su lenguaje
como parte de su programa. El lenguaje artístico avanza en la
modernidad en términos de negatividad.

Las obras de arte salen del mundo empírico y producen un


mundo con una esencia propia, contrapuesto al empírico,
como si también existiera este otro mundo.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 10

Las obras de arte tienen una relación con el mundo


empírico, en primer lugar, porque salen de él, pero, en segundo
lugar, porque su modo de salir del mundo empírico es crear otro
mundo, distinto del mundo empírico. La autonomía artística,
propia de la modernidad estética, no es otra cosa que la postulación
de un mundo inexistente por parte de la obra de arte. Su propio
programa, el de la obra de arte moderna, no incluye reflejar la
sociedad en términos realistas sino refractar la sociedad, en
términos no realistas. Refractar es un término de la física, que
Adorno lo toma de modo metafórico. Podemos decir,
metafóricamente, que la relación que tiene la obra de arte con la
sociedad no es de reflejo sino de refracción. Por lo tanto, esa
relación por la cual la obra se sale del mundo empírico siempre
tiene una relación con un mundo empírico particular, que es
histórico. No hay manera de que la obra de arte niegue su
historicidad. Esto es fundamental, porque las obras de arte
modernas podrían ser entendidas como abstractas, palabra que a
Adorno lo pone loco de ira, y explícitamente en las clases de
Estética 1958/9 dice que es un término estúpido, aunque muy
común.

la expresión pintura abstracta es una expresión


particularmente estúpida, simplemente porque una obra de
arte, si es una obra de arte, es concreta: la imagen [Bild] con
la que la relaciono es -en un sentido superior- concreta y, si es
abracta, entonces, es una mala imagen. No se puede
confundir la cuestión de la concreción de una obra de arte -
que, a fin de cuentas, es una de las primeras exigencias que se
le presentan a la obra de arte- con la cuestión de cuán idéntica
es la obra de arte con una objetividad que se encuentra frente
a ella o cuánto ha sido abstraída respecto de esta objetividad.
Creo que esta expresión ha contribuido demasiado a la
confusión, casi tanto como la palabra atonal, y lo único que
sabría alegar en beneficio de esta expresión es que al menos
le es propia una cierta capacidad de shockear, una cierta
capacidad polémica, que al menos por un tiempo ha tenido
algo bueno, algo fuerte, si bien hoy, en el estado de
neutralización general en el que todo está inmerso, se ha
terminado también con este sesgo polémico de la palabra.
[…].la así llamada abstracción tiene determinados límites. Es
un error en la autocomprensión de los artistas -un error muy
extendido, del que no hago responsables a los artistas, que no
están obligados a tener conciencia teórica (o filosófica) de lo
que hacen- el hecho de que ellos crean, una y otra vez, que
las categorías de acuerdo con las cuales proceden -o las
formas que ponen a la base de sus construcciones- provienen
de la naturaleza. Por ejemplo, este fue, en cierta medida, el
error del cubismo, que realmente creyó que la reducción a
figuras geométricas era la reducción a determinadas
realidades naturales que eran las más simples de todas; debe
decirse, al respecto, que en la naturaleza no se encuentran
relaciones del tipo de las que ha desarrollado la pintura
cubista, sino que, en caso de haber en ella modelos, esos
modelos deberían encontrarse, más que nada, en un paisaje
como el paisaje cultural español o marroquí, cuyo efecto
sobre Picasso puede estar quizá sobrevalorado en demasía.
Pero dejando esto totalmente de lado, el arte siempre tiene
que ver con algo ya eminentemente histórico, también en su
así llamado material natural, incluso allí donde se aproxima
tanto a la naturaleza como en los círculos, los cubos y las
figuras geométricas. Es decir: en estos cubos se introduce en
verdad toda la historia del arte, tal como cuando Picasso dijo
que Cézanne es “la madre de todos nosotros” y que fue de
Cézanne de quien surgió en verdad todo el cubismo. [La
apostrofación de Paul Cézanne como “padre de todos
nosotros” (“le père de nous tous”) se atribuye desde los años
20 del siglo XX, como un dicho, tanto a Picasso como a
Henri Matisse, sin que se pueda reconstruir quién la usó
primero. El dicho fue transmitido por Cézanne mismo: “quizá
todos nosotros provenimos de Pissarro” (Cézanne, Paul, Über
die Kunst. Gespräche mit Gasquet, Hamburg, 1957, p. 23.
Nota del editor] No es aquí mi tarea describirles el proceso
que ha llevado del impresionismo a la pintura abstracta,
pasando por el puntillismo, por un lado, y por Cézanne, por el
otro; eso podrán hacerlo personas más competentes que yo.
Yo sólo quiero limitarme a decir que este proceso histórico
no es algo explícito para las obras de arte, sino que, por el
contrario, todo lo que ocurre en las obras de arte es en verdad
testimonio, huella, recordatorio, de este proceso histórico y
quiero atreverme incluso a hacer esta especulación (que no es
descabellada frente a aquello que tengo pensado decirles, en
otros contextos, sobre estas cuestiones): que la fuerza, la
sustancialidad del arte moderno, está en verdad muy
esencialmente encerrada en cuánto corporiza en él mismo, a
través de sus formas, esta experiencia histórica, es decir, en
cuánto estas formas que él usa, aún objetivándose, expresan
este carácter histórico; mientras que los fenómenos de la
pérdida de tensión que a todos nosotros nos preocupan -y que
intranquilizan también al interpelante- se relacionan muy
fuertemente, de manera evidente, con el momento en el que
los materiales y las formas se han vuelto hasta tal punto
obvios que precisamente esas experiencias históricas, de las
cuales en verdad dan testimonio, ya no pueden más ser
sentidas, sino que desaparecen a partir de ellos. Pero creo que
sólo necesitan observar, por un momento, cuadros del así
llamado período abstracto de Max Ernst, por ejemplo –les
nombro un surrealista, porque precisamente en este contexto
se me ocurre un surrealista-, para ver en qué gran medida las
formas así llamadas abstractas, todas sin excepción, están
dirigidas en él a partir del ornamento del Jugendstil (respecto
del Jugendstil, aquí sólo puedo explicarles que, en general, el
significado de la riqueza de sus formas, para el arte moderno
en su conjunto, es incomparablemente mucho mayor que lo
que reconocemos). El Jugendstil pertenece también a los
fenómenos que están sujetos a una especie de proceso de
represión. Se cree haber terminado con este fenómeno
traumático altamente excéntrico, riéndose de él, mientras en
realidad la sonrisa precisamente indica que no se ha
terminado con él.

T. W. Adorno, Estética 1958/59, op. cit., Clase 15, pp. 399-


404
La obra de arte se cierra siempre a una sociedad particular,
a un mundo particular, y no al mundo en sí o a la sociedad en sí.
Por lo tanto, lo que particulariza el lenguaje de la obra de arte es
que ella está hecha a desemejanza de la sociedad en la que vive el
artista que es su autor.
Ahora bien, esta relación de desemejanza, en lugar de llevar
a la obra de arte a no parecerse en nada a la sociedad, es la que la
lleva a parecerse a la sociedad en la que ha sido creada. En este
punto, Adorno es muy materialista (incluso en el sentido
lukacsiano del término): no hay manera de que la obra de arte
niegue su historicidad, absolutizando su lenguaje y emancipándolo
de la sociedad. Por eso ese lenguaje es particular, y no un lenguaje
universal. Las obras de arte son verdaderas y particulares, no
verdaderas y universales. Su lenguaje está hecho por desemejanza
de una sociedad determinada, y es por esa desemejanza, expresada
como negatividad, que la imita (la imita por la vía negativa).
Por esa imitación de la sociedad por la vía negativa (por esa
refracción de la sociedad), la obra de arte, cuando aparece ante sus
contemporáneos, podría aparecer, en un primer momento, como lo
que es: un jeroglífico. La obra de arte, si es tal, habla una lengua
cuyo código se ha perdido, dice Adorno. Ahora bien, esa obra ha
construido el mundo existente que hay en ella a partir de un mundo
existente fuera de ella, pero no copiándolo, imitándolo a la manera
de un realismo vulgar, sino cerrándose a él. No ignorándolo, sino
cerrándose, que no es lo mismo. Ignorar es fácil, quizás, pero
cerrarse a un mundo existente no es algo que decida el autor de la
obra como autor, sino que es producto de trabajar un lenguaje
negativizándolo aún más de lo que está negativizado por los
artistas anteriores. La ley formal de la obra de arte es la que se
relaciona con el afuera de ella, y no la instancia del contenido (el
tema de la obra de arte). El arte moderno no tiende a ser realista en
el sentido del realismo social. Lo que busca, evitando el realismo,
es que el lenguaje artístico, ya negativizado en el curso de la
modernidad artística, se negativice aun más.

El arte tiene su concepto en la constelación de momentos


que va cambiando históricamente. Se niega a ser definido.
Su esencia no se puede deducir de su origen, como si lo
primero fuera una capa fundamental sobre la que todo lo
siguiente se levanta, y que si se deteriora lo echa abajo.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 11

La obra de arte no puede, en su concepto, ser deducida de


un origen, como si el arte tuviera una historia lineal y progresiva.
Por supuesto, no buscar el origen, no plantear el problema del
origen, es algo característico de toda la teoría crítica y no sólo de la
filosofía de Adorno. Ahora bien, en el comienzo de Teoría estética,
Adorno parte de la autonomía de la obra de arte moderna, y piensa
a partir de ahí lo que es una obra de arte. Pero no por eso el arte se
puede definir, como si tuviera un origen y toda la historia del arte
fuera un desarrollo de un concepto que se va perfeccionando hacia
el presente. Se trata de todo lo contrario: pensar el arte a partir de
su relación con lo particular, que es siempre la sociedad, y no a
partir de un origen entendido como un universal (la Idea en sentido
hegeliano) que se particulariza en la historia del arte. En realidad,
toda la relación arte-sociedad es entre particulares: entre obras
particulares que se relacionan con sociedades particulares. Las
obras (particulares) se cierran a la sociedad (siempre una sociedad
particular) de manera particular. Y por esta particularidad es que
hay historia del arte, y no porque haya un universal que se
despliegue, particularizándose, negándose, y de ese modo,
deviniendo más verdadero en tanto más concreto, por las
negaciones que encirra, en la historia. Lo que tendría de verdadera
la obra de arte es la expresión de algo que no se puede expresar en
la sociedad: lo no idéntico, lo que no conceptual, lo emancipado.
Ahora bien, Adorno no quiere construir esta teoría estética
desde el punto de vista del problema de la muerte del arte. Es más,
una estética materialista (a diferencia de una estética idealista
absoluta, como la de Hegel) no puede hablar siquiera de muerte del
arte.

Hoy la estética no tiene poder alguno sobre si será una


necrología para el arte. Pero no debe pronunciar su discurso
fúnebre. No debe constatar el final, consolarse con lo
pasado, y pasarse, da igual bajo qué título, a la barbarie,
que no es mejor que la cultura que se ha merecido la
barbarie como castigo por su esencia bárbara.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 13

Una teoría estética materialista no puede decretar que el


arte, en su carácter verdadero, ha terminado. Esto sería una
prerrogativa idealista; lo puede hacer un idealista, como Hegel,
porque habla desde el punto de vista del espíritu absoluto. Una
teoría estética materialista en cambio no puede decir si el arte ha
llegado a su fin, ni desde el punto de vista simbólico ni desde el
punto de vista empírico. No puede ser el materialista quien
idealistamente pronuncie la oración fúnebre del arte: hacer eso
sería pasarse del lado de la barbarie. No se puede decir: el arte ha
dejado de ser algo a través de lo cual la verdad puede comunicarse
en el modo de la no comunicación y, por lo tanto, Beckett ha sido
el último artista verdadero, y el arte, como expresión de lo no
idéntico, se ha cerrado con él, y todo lo que sigue es un
entretenimiento burgués, es decir, va a haber arte por los siglos de
los siglos, pero no obras de arte verdaderas. Hacer esto, insisto,
sería adoptar la posición de un filósofo idealista.
Volvamos a la cita. La sociedad sin arte sería más bárbara
que lo que es con arte. Si la obra de arte está en dialéctica con lo
que la sociedad tiene de bárbaro, decir, casi como una celebración,
que ha llegado el momento de su obsolescencia y su próxima
muerte sería pasarse del lado de la barbarie, con un nombre menos
indigno que el de bárbaro (“ironista”, podría ser). Hay, de todos
modos, un riesgo:

Aunque el arte haya sido suprimido, se suprima a sí mismo,


perezca o continúe desesperadamente, el contenido del arte
pasado no tiene necesariamente que desaparecer. Podría
sobrevivir al arte en una sociedad que se hubiera librado de
la barbarie de su cultura. Lo que ha muerto ahora no son
simplemente formas sino innumerables materiales. La
literatura sobre el adulterio, que llena la parte victoriana del
siglo XIX y de comienzos del siglo XX ya apenas se
comprende tras la disolución de la pequeña familia
burguesa, y el relajamiento de la monogamia. Ya sólo
pervive penosa y trastornadamente, en la literatura vulgar
de las revistas ilustradas. Sin embargo [cada vez que
Adorno introduce una conjunción adversativa produce un
vuelco dialéctico], lo auténtico de Madame Bovary, que
antes estaba hundido en su contenido, ha dejado atrás a éste
y a su decadencia. Por supuesto, esto no puede conducirnos
a la fe optimista de la filosofía de la historia en el espíritu
invencible. El contenido puede arrastrar en su caída a lo
que es más que él. El arte y las obras de arte son caducos no
sólo en tanto que heterónomos y dependientes, sino hasta
en la formación de su autonomía, que ratifica el
establecimiento social del espíritu aislado por la división
del trabajo. No son sólo arte, sino también algo ajeno,
contrapuesto al arte. Con el propio concepto de arte está
mezclado el fermento que lo suprime.

T. W. Adorno, Teoría estética, op. cit., p. 13

El filósofo no puede decretar la muerte del arte y además


rezarle la oración fúnebre. Si alguna vez eso sucediera, sucedería
porque los hombres lo han matado, como pasa con la muerte de
Dios, según Nietzsche. Si ningún dios se suicida, menos se va a
suicidar el arte verdadero. Ahora bien, podría pasar que los
hombres dejen para mejor vida la causa de la negatividad y
abreven en otras causas –digo “causas” como sinónimo de
programas, consignas: algo a llevar adelante-: podrían desarrollar
formas de intervención social por las cuales lo que buscan es que el
arte se fusione con la sociedad, casi en términos de cotidianeidad,
y no hacer más obras de arte autónomas. Podrían decidir que la
causa de la negatividad está absolutamente agotada, y ya nadie
abrevar más en ella. Y también podría suceder lo contrario: alguien
podría sacarla de su olvido. Pero nada de esto puede decidirlo una
teoría estética. Una teoría estética materialista no es una teoría
predictiva sobre el futuro del arte. Pero al mismo tiempo, para
Adorno, una teoría estética no puede hablar del arte si piensa que
el arte no tiene futuro, si piensa que está enteramente muerto.
Decir que si el arte moderno ha llegado, en términos de
negatividad, a su culminación, es algo que no puede decirlo un
filósofo. Pero podría haber sucedido. Y en ese caso, diríamos que
el arte moderno es el arte del pasado, como verán a partir de la
clase que viene, con la Unidad III: Hegel habla del arte como algo
sido, algo del pasado. Pero no porque no haya más arte en el siglo
XIX, sino porque el arte que hacen los hombres ya no constituye
una manifestación sensible de la Idea y, en esos términos, no puede
ser un arte en el cual el espíritu absoluto se encuentra representado.
El arte no religioso es un arte que representa el mundo en el que
viven los hombres: el mundo burgués, con sus pasiones, etc.,
donde lo divino no tiene intervención. Es un arte de los hombres
para los hombres, y no un arte que manifieste el espíritu absoluto.
Pero esto no quiere decir, insisto, que vaya a desparecer, para
Hegel, el arte de la sociedad.
De la misma manera, Adorno no está queriendo decir que el
arte, aún si se hubiera llevado la negatividad del lenguaje artístico
a su extremo, deje de tener un lugar en la sociedad, porque es la
sociedad la que decide si lo sigue considerando la negación de sí
misma u otra cosa. El filósofo no puede decir si la negatividad no
tiene más futuro y que nadie la pueda recuperar, incluso con un
programa distinto al de Beckett y Celan.
Sociedades particulares tienen relaciones particulares con
obras particulares. Entonces, al darse la relación arte-sociedad en
el modo de la historicidad y la particularidad, no es una relación
predictible. Adorno pone el caso de Madame Bovary: lo que tenía
de revulsiva, para su época, la obra de Flaubert, no es lo mismo
que tiene de moderna. Lo que hizo de la novela un libro censurado
es lo que hoy tiene de costumbrista: ser una novela de adulterio,
una novela escandalosa desde un código moral victoriano. Lo la
obra tiene de jeroglífico, de abierto a una sucesión de
interpretaciones, no es aquello por lo que, en su época, se la
censura.
Ahora bien, para terminar con la Unidad II, hay una
diferencia abismal entre decir, de manera idealista, que el arte ha
llegado a su fin como problema espiritual, como sucede en Hegel
(a quien van a leer en la Unidad III), y decir que los artistas
pueden, en determinados momentos, encontrar que los materiales
están agotados y explorar por otras vías, que no sean las de la
negatividad, o que desafíen la lógica de la negatividad. Quizás, los
artistas de un determinado momento histórico creen que la
negatividad ha llegado a su fin, y en realidad hay más posibilidades
de explorar esos lenguajes en términos de incomunicación con la
sociedad que no son todavía conocidas; que permanecen
desconocidas hasta que alguien las explora. Pero no puede el
filósofo decir que un material está agotado. Son los artistas los que
dejan de frecuentar esos materiales, en la medida en que los
encuentran incapacitados de ser trabajados.

En la próxima clase comienzan la Unidad III, con el


Profesor José Fernández Vega.

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