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UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS


DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
CÓDIGO Nº: 0226
MATERIA: ESTÉTICA
MODALIDAD DE DICTADO: PRESENCIAL ajustado a lo
dispuesto por REDEC-2021-2174-UBA-DCT#FFYL1
RÉGIMEN DE PROMOCIÓN: EF
CARGA HORARIA: 96 HORAS
2º CUATRIMESTRE 2022

PROFESORA: SILVIA SCHWARZBÖCK

TEÓRICO 4

Fecha: martes 6 de septiembre

Profesora a cargo del teórico 4: Silvia Schwarzböck

Temas:

Unidad I: Estética y crítica cultural en las estéticas idealistas.

3. Estética y crítica cultural después de Kant

Estética, ironía y crítica cultural en Friedrich Schlegel.


Estética e ironía. Estética y sistema

Bibliografía obligatoria

Schlegel, Friedrich, “Fragmentos críticos”, en: Lacoue-Labarthe,


Philippe; Nancy, Jean-Luc, El absoluto literario. Teoría de la
literatura del romanticismo alemán, trad. Cecilia González y Laura
Carugati, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2012, pp. 112-131

Fragmentos de lectura obligatoria: fragmentos 12, 20, 27, 37, 42,


48, 55, 78, 91, 96,108, 117

1Establece para el dictado de las asignaturas de grado durante la cursada del 1º y


2º cuatrimestre de 2022 las pautas complementarias a las que deberán ajustarse
aquellos equipos docentes que opten por dictar algún porcentaje de su asignatura
en modalidad virtual.
Schlegel, Friedrich, “Fragmentos de Athenaeum”, en: Lacoue-
Labarthe, Philippe; Nancy, Jean-Luc, El absoluto literario. Teoría
de la literatura del romanticismo alemán, op. cit., p. 146

Fragmentos de lectura obligatoria: fragmentos 108 y 110,

DESARROLLO DEL TEÓRICO 4

En el teórico de hoy analizaremos la lectura de la estética


kantiana que hizo el protorromanticismo (Frühromantik: el
romanticismo temprano o el así llamado “romanticismo alemán”).
Para eso, analizaremos, en principio, algunos fragmentos de Sobre
el estudio de la poesía griega, de Friedrich Schlegel, un libro
publicado, originalmente, en 1797, cuyo tema –leído en la clave de
nuestro programa− es la crítica cultural.
En esta lectura, la pregunta de partida, para leer a Schlegel
como crítico cultural, es la pregunta por el estado del gusto, a
finales del siglo XVIII, fuera de (o en el afuera de) la Crítica del
Juicio. ¿Qué relación hay –es nuestra pregunta− entre el gusto tal
como existe, socialmente, hacia 1797 (siete años después de
publicada la tercera Crítica de Kant) y el gusto tal como había sido
teorizado, desde el punto de vista trascendental, en la obra
kantiana?
Para Schlegel, el gusto (hacia 1797) está dominado por la
categoría de lo interesante. Lo interesante es lo que tiene un valor
estético provisional. Cuando los europeos realmente existentes, a
fines del siglo XVIII, dicen bello –advierte Schlegel−, lo que
entienden por bello es, en realidad, lo interesante. La diferencia
entre lo interesante y lo bello, en sentido kantiano, es radical. Para
Kant, bello es lo que place de manera desinteresada. Lo bello
kantiano, entendido como el producto de la satisfacción
desinteresada, es lo contrario de lo que se entiende por bello en la
sociedad burguesa: lo interesante.
En primera instancia, lo interesante, como la categoría
estética socialmente vigente, es el resultado de que el punto de
vista estético, como fenómeno ilustrado, se construya como un
punto de vista del receptor. El fenómeno del juicio estético es un
fenómeno social, no un fenómeno artístico. Representa una parte
sustancial del giro hacia el sujeto propio de la filosofía moderna
(de Descartes a Kant), no una parte de un giro dentro del círculo de
las artes. No hay revolución artística que justifique el punto de
vista estético: es una revolución social, si se quiere, la que se
anuncia en el juicio de gusto pensado como derecho, como
universalizable. No hay un giro en las artes, equivalente del giro
hacia el sujeto que se da en la filosofía moderna, hasta el primer
romanticismo, del que Schlegel –el joven Schlegel- es parte e
ideólogo.
Si lo bello kantiano, como lo desinteresado, es lo contrario
de lo interesante, y el gusto, hacia el final del siglo XVIII, está
dominado por la categoría de lo interesante, lo que se advierte,
como primera conclusión, es que el gusto ha sido hasta ahora un
problema del receptor, es decir, un problema del contemplador de
obras de arte, o bien el contemplador de paisajes, de jardines, o de
mobiliario. La del contemplador es, precisamente, la figura del
esteta, no la del artista.
En este sentido, el arte –para Schlegel, contra lo que cree
Kant− forma parte, socialmente, más de lo agradable que de lo
bello. Es algo que produce interés, antes que desinterés: es difícil
que la relación burguesa con el arte pueda ser pensada, desde el
punto de vista de la sociedad, como desinteresada. La relación
burguesa con el arte, en la sociedad del siglo XVIII, es de interés,
de un profundo interés. La categoría estética que domina el sensus
communis realmente existente –contra el que postula la filosofía
kantiana− es la categoría de lo interesante. Lo que buscan los
receptores en el arte, igual que en la naturaleza, en la comida, en el
sexo, en la decoración o en los libros de viajes, es lo que tienen, en
cada caso, de valor estético provisional. Al comienzo del Studium,
Schlegel describe, con absoluta impiedad, cuál es la relación cuasi
terapéutica –podríamos decir hoy− que los receptores establecen
con las obras de arte. Así y todo, admite que esa relación no rebaja,
por sí sola, la artisticidad de las obras de arte.

El arte no se pierde por el hecho de que la gran masa de


todos los que no sólo son groseros, sino que también están
equivocados, de los que son más bien malformados que
incultos, dejen de buen grado de dar pasto a su imaginación
con todo lo que es simplemente extraño o nuevo, sólo para
llenar la infinita vaciedad de su ánimo con cualquier cosa,
para huir por algunos instantes de la insoportable longitud
de su existencia.

Schlegel, Friedrich, Sobre el estudio de la poesía griega,


trad. Berta Raposo, Madrid, Akal, 1996, p. 59

Schlegel, a su modo, busca salvar al arte de su uso social


dominante: la mera fruición. Es kantiano, en este punto, o, si se
quiere, más kantiano que Kant: postkantiano. Más allá de que la
contemplación de obras de arte, hacia finales del siglo XVIII, sea
eminentemente interesada –interesada en que conlleve al sujeto,
como rédito, poder cargar con el peso de su existencia-, el arte no
por eso pierde su artisticidad.
Él no dice que el arte de su época sea decadente o destinado
sólo a satisfacer la abulia de las clases dominantes, sino que no hay
manera de que la relación con el arte no esté mediada por un
interés, y que éste sea, precisamente, el forjador de una
imaginación inestable, además de delicada. Una imaginación que
siempre tiene como meta la búsqueda lo nuevo o lo extraño es una
imaginación debilitada. El juicio de gusto padece como vicio lo
que Kant ve como su virtud: la capacidad de abstraer la forma del
contenido se vuelve inagotable. El sujeto de ese tipo de juicio se
cansa, cada vez con mayor rapidez, de las formas conocidas y
busca formas nuevas. Se deja llevar por lo que se presenta como
extraño o como nuevo, pero lo extraño o lo nuevo, una vez
conocido, rápidamente deja de serlo (porque al juicio de gusto le
sigue el juicio de conocimiento).

El nombre del arte es profanado cuando se le llama poesía a


esto: a jugar con imágenes extravagantes o infantiles para
estimular deseos lánguidos, lisonjear sentidos apáticos y
halagar paladares groseros.

Schlegel, Friedrich, Sobre el estudio de la poesía griega,


op. cit., pp. 59-60

El énfasis en lo grosero o en lo inculto pareciera tener que


ver con esta masa -como la llama Schlegel- de personas que se
suman, todas juntas, como clase, al consumo del arte en términos
de novedad o extrañeza. Pareciera que la situación de los artistas, a
fines del siglo XVIII, es la de satisfacer una demanda de novedad,
producto de que se ha incorporado al juicio estético una masa de
personas que antes no cultivaba los placeres del arte, de la comida,
de la bebida o del disfrute del ocio. Casi podemos entender la
posición de Schlegel como la de un crítico cultural reaccionario, en
cuanto a esta situación de los recién llegados al juicio estético.
Antes que ver lo que esto tiene de benéfico este carácter de masa,
es decir, el hecho de que cada vez más personas hacen uso libre de
sus facultades de conocimiento para experimentar placer en el
campo de las artes o de la comida, la bebida y los paisajes, lo que
encuentra es una presión por lo nuevo. Pero no es exactamente así
como habría que pensar la lectura de Schlegel. Si bien su punto de
vista es el del crítico cultural, la manera en la cual enfoca el
problema del gusto conlleva una identificación con el artista, antes
que con el receptor. Ese es su punto de quiebre con la estética
kantiana.
La postura schlegeliana, a diferencia de la kantiana, es de
empatía con el artista, antes que de empatía con el receptor. Es
como si quisiera decir: nosotros, los artistas, estamos bajo la
presión de un público que no para de demandar novedad y
extravagancia. No es que ese público esté gozoso de extraer la
forma de cualquier objeto cotidiano para producir juicios de gusto,
sino que pide cada vez con más énfasis nuevos objetos u objetos
extravagantes con los que hacer uso libre de sus facultades. Se trata
de un público que rápidamente se cansa de lo bello y busca lo bello
como nuevo o extraño. Al contrario de lo que pensaba Kant, la
categoría de lo bello no puede no ser interesante, hasta el punto de
que su lugar lo ocupa directamente la categoría de lo interesante.
Podríamos incluso decir: bello no es lo que dice Kant, lo que place
desinteresadamente, sino lo interesante.

Cambiando constantemente la materia, su espíritu sigue


siendo el mismo: confusa mezquindad. En nuestro tiempo,
sin embargo, también hay un arte mejor, cuyas obras se
destacan de entre las vulgares como altas rocas de entre la
indeterminada masa nebulosa de una región lejana.

Schlegel, Friedrich, Sobre el estudio de la poesía griega,


op. cit., p. 60

No se trata de que el arte haya entrado en decadencia, para


Schlegel, sino de que ese sujeto empírico capaz de educar el gusto
(un burgués que imita a un aristócrata, así como el aristócrata imitó
a otros aristócratas para aprender a juzgar, podríamos agregar
nosotros), a mediados del siglo XVIII, una vez que empieza su
autoilustración, cada vez se cansa más rápidamente de los objetos
que lo satisfacen. Los objetos del gusto, contra lo que cree Kant,
forman parte de lo agradable: son interesantes, antes que
desinteresadamente placenteros.
Lo contrario de esta situación del gusto, propia de una
cultura artificial –como llama Schlegel a la cultura moderna- es la
belleza pública, propia de la cultura natural. La cultura natural,
esto es, la cultura antigua, es una cultura de la belleza. En la
cultura antigua, todo lo que pertenece a lo público es bello: desde
los edificios hasta las instituciones, desde los poemas hasta los
discursos políticos. Lo bello no es, específicamente, un rasgo que
se corresponde con ciertos objetos, cuyo valor agregado sería ser
bellos. La belleza antigua es natural: no está creada artificialmente,
como un valor extra. Todo lo griego (o todo lo romano), por ser
griego o romano y en tanto es griego o romano, es bello. En
cambio, la cultura artificial, la moderna, es una cultura del gusto.
Y, a finales del siglo XVIII, todos los que juzgan lo bello y lo
sublime (que son, de acuerdo con sus facultades, todos los seres
humanos) viven en una cultura del gusto, a la cual corresponde el
cambiar permanentemente de objetos. Que el juicio estético sea
inestable es parte de la cultura moderna, la cultura artificial. No es
que estos sujetos que cambian de gustos estén patologizados o
pervertidos por el consumo rápido de los objetos artísticos, sino
que en realidad este cambiar de objeto es propio de la cultura
moderna, propio de la cultura del gusto, la cual es artificial, y no
natural.

Lo bello es tan poco dominante en la poesía moderna que


muchas de sus obras más excelentes son, evidentemente,
representaciones de lo feo

Schlegel, Friedrich, Sobre el estudio de la poesía griega,


op. cit., pp. 60-61

Aparece así una categoría que hasta ahora no había


aparecido entre las categorías kantianas del gusto: lo feo. Una
cultura artificial, una cultura donde los receptores buscan lo
interesante y lo buscan, específicamente, en una esfera de la
realidad, la del arte, necesita ampliar la categoría de lo bello,
incorporando a ella lo agradable, lo sublime y también lo feo. Es
decir, para que bello sea lo mismo que interesante, lo bello tiene
que ampliarse y ser satisfecho por categorías que, previamente, no
eran categorías estéticas, como, por ejemplo, lo feo, lo monstruoso,
lo colosal. Todo aquello que en la estética kantiana eran categorías
limítrofes de lo bello –como lo agradable y lo bueno- o de lo
sublime –lo monstruoso, lo colosal, lo terrible- van a ir siendo
incorporadas, ya en el primer romanticismo, a la categoría de
belleza. La belleza moderna no puede ser sino una belleza
artificial, es decir, una belleza creada a propósito, circunscripta a
cierto tipo de objetos (los objetos artificiales, entre los cuales los
objetos artísticos serían los más artificiales de todos), hecha de la
incorporación de todo lo no bello (de todo lo que hasta ahora no
había sido tenido por bello). Y todo lo que se logra con esta
ampliación de la categoría de lo bello es hacerlo más interesante;
para poder despertar el gusto, que rápidamente se acostumbra al
objeto que tiene como paradigma de belleza, lo bello tiene que
incorporar a lo feo, a lo sublime y a lo agradable.

…y al fin habrá que confesar, aunque a disgusto, que hay


una representación de la confusión en su más alto grado, de
la desesperación en toda su abundancia, que exige la misma
-si no más alta- fuerza creadora y sabiduría artística que la
representación de la plenitud y la fuerza en perfecta
armonía.

Schlegel, Friedrich, Sobre el estudio de la poesía griega,


op. cit., p. 61

Noten que es difícil para el artista de finales del siglo XVIII


hacer desde cero un objeto bello que sea al mismo tiempo
interesante; y para eso necesita ampliar la categoría de lo bello.
Ahora bien, hacer un objeto no armónico -que represente lo feo, o
lo terrible, o lo monstruoso- implica un esfuerzo mayor que el que
requiere la representación de la armonía. De este modo, la
ampliación de la categoría de lo bello es proporcional al ansia
insatisfecha de los sujetos del gusto y al esfuerzo de los artistas por
satisfacerla. De ahí la dificultad que tiene la representación de lo
bello interesante (como lo bello moderno, lo bello artificial), no
porque lo feo sea más difícil de representar que lo armonioso, o lo
monstruoso que lo sublime, sino porque esa ampliación de la
categoría de lo bello es como un pozo sin fondo: aquello que
demanda que se sigan buscando bellezas nuevas en las antiguas
fealdades es un ansia sin fin, un ansia infinita.

Las obras modernas más celebradas parecen ser distintas de


este género, más por el grado que por la especie; y si se
encuentra algún atisbo de belleza perfecta, no está tanto en
el goce tranquilo como en el ansia insatisfecha.

Schlegel, Friedrich, Sobre el estudio de la poesía griega,


op. cit., p. 61

Contra el goce tranquilo aparece el ansia insatisfecha.


Donde, para Kant, había belleza, para Schlegel hay interés. Y el
objeto de interés, el objeto interesante, debe ser tal frente a un
ansia insatisfecha. Entonces, en lugar de haber satisfacción, hay
insatisfacción.
El punto de vista schlegeliano es mixto. Por un lado, él
pone un ojo en la sociedad, y por otro lado, no podría poner ese ojo
en la sociedad de la manera en que lo hace si no es a través de la
lectura de la Crítica del Juicio. Sin embargo, estas consecuencias
que él ve no son consecuencias de la lectura del texto de Kant por
parte del mundo de los receptores, ni por la adopción de conductas
en función de él, sino que, en realidad, la mirada sobre esta
situación es la de un lector privilegiado de la Crítica del Juicio,
como lo es Schlegel. Él es el que pone en términos de comparación
la Crítica del Juicio y la sociedad, y ve hasta qué punto el estado
real de la burguesía no es tan avanzado como el de la Crítica del
Juicio. Pero sobre todo, porque él no aboga, en este texto, por una
estética de lo nuevo, es decir, de la belleza artificial, sino por una
estética de lo bello, es decir, natural, como era, según él, la estética
de los antiguos. Ahora bien, al mismo tiempo reconoce que la
estética de los antiguos no se puede recrear en términos de los
modernos. La solución a este problema sería tener un gusto
público, un gusto estable, como el gusto antiguo, que es como un
no gusto: vivir en la belleza implica no tener el problema del gusto:
en las poleis griegas, los discursos políticos eran bellos, las
instituciones eran bellas, los edificios públicos eran bellos, las
costumbres eran bellas: todo era bello, por lo tanto, no había
problema estético. Si se vive en medio de la belleza, no hay
pregunta sobre la belleza. Bello es lo que es, y lo que no es bello,
no es. En una polis que está imbuida de la belleza no hay problema
del gusto. Así, el gusto público no es el problema del gusto sino la
solución al problema del gusto.
Pero en la modernidad no puede haber gusto público. No
hay posibilidades de recrear las condiciones de una cultura natural
en la cultura artificial. Las obras de arte modélicas de la
modernidad, que son para Schlegel el Hamlet de Shakespeare y el
Fausto de Goethe, son obras que muestran, justamente, la escisión
del sujeto, y no su carácter unitario.
Si no, pareciera que el punto de vista schlegeliano, en este
texto, fuera clasicista, y es todo lo contrario. Él es absolutamente
crítico de los clasicistas. Dice que son almas viejas disfrazadas con
ropajes antiguos. La búsqueda en la Antigüedad de un modelo para
la cultura moderna es, más bien, un síntoma del cansancio de una
cultura, y no de su vigor. Por tanto, la que sería la solución
clasicista al problema del gusto, para Schlegel, es imposible: no se
puede volver a esa situación, presuntamente perfecta, en la que se
vivía en la belleza. No puede haber, en la cultura moderna, un
gusto público. Así, la filosofía debe cargar con el problema del
gusto. El problema es que la estética es impotente frente a él. No
encuentra ni los principios del gusto ni los de la belleza. No capta
bien el problema, ni encuentra, por eso, la solución.
El Estudio sobre la poesía griega es el mundo invertido de
la Crítica del Juicio. Todo lo que en el texto de Kant tiene un
signo, en la sociedad burguesa, que refleja críticamente Schlegel,
aparece con el signo contrario. La belleza entendida como
desinterés se vuelve, en la sociedad, interés. Y lo que era goce
tranquilo se convierte en ansia insatisfecha. Todo lo que gusta
puede dejar de gustar rápidamente.

Los límites de la ciencia y del arte, de lo verdadero y de lo


bello, están tan confusos que incluso se ha vuelto
titubeante, casi en general, la convicción de la
inmutabilidad de aquellos eternos límites. La filosofía
poetiza y la poesía filosofa. La historia es tratada como
poesía y ésta como historia. Incluso los géneros literarios
confunden recíprocamente su función. Una atmósfera lírica
se convierte en el tema de un drama y un motivo dramático
es comprimido en una forma lírica. Esta anarquía no se
detiene en los límites externos, sino que se extiende a todo
el terreno del gusto y del arte. La fuerza productora es
incansable e inconstante. Tanto la receptividad individual
como la pública son siempre igual de insaciables e
insatisfechas.

Schlegel, Friedrich, Sobre el estudio de la poesía griega,


op. cit., p. 61

Dada esta situación social del gusto, los roles que tienen
que cumplir los géneros, así como las disciplinas –ciencia, arte y
filosofía- se confunden. Aparece así, casi como un efecto de esta
situación y al mismo tiempo con posibilidades de ser su causa, la
teoría. Ni bien el gusto se muestra inconstante, tiene que aparecer
una teoría del gusto, es decir, una búsqueda de principios del gusto,
como para poder responder a las demandas del gusto. En lugar de
haber poéticas, como en la primera mitad del siglo XVIII, que
prescriben cómo tienen que ser las obras de arte para satisfacer un
gusto estable y que tiene al modelo clásico como horizonte, lo que
aparece es una teoría del gusto casi como una teoría del capricho
humano; una búsqueda de los principios del sujeto como para ser
estudiados en términos de poder ser satisfechos por las obras de
arte. Más que una preceptiva, la teoría aparece como una
psicología del gusto. Antes que decir cómo tienen que ser las obras
de arte para ser siempre idénticas a sí mismas y perfectas, la teoría
trata de entender qué es lo que quiere el receptor -el cual es
voluble, cambiante y siempre quiere lo nuevo- para poder
satisfacerlo. Por lo tanto, la teoría del arte sería una teoría de lo
nuevo; una teoría de la inestabilidad del gusto, antes que una
preceptiva de las obras de arte. La situación de finales del siglo
XVIII es la inversa de la de principios del siglo. En lugar de
preceptivas para las obras de arte hay teoría del gusto. El punto de
vista estético, como punto de vista dominante, es el del receptor: la
estética es una filosofía del gusto, no una filosofía del arte.
Con la asunción, por parte de Schlegel, de que el punto de
vista dominante en la estética de su tiempo es el punto de vista del
receptor, aparece, como problema, el fenómeno de la moda, que
tiene que ver, justamente, con la caducidad permanente del gusto y,
sobre todo, con la ausencia de un gusto público. Es decir, el gusto
que en Kant aspiraba a la universalización, en la sociedad es
caprichoso y privado, y también por eso, inestable. Así, hacer una
teoría del gusto es, en la medida en que se atiene a la sociedad,
hacer una teoría de la veleidad humana: una teoría de la moda. A
diferencia de las preceptivas, que tomaban como modelos a las
obras de la antigüedad clásica y extrapolaban sus principios a las
obras contemporáneas (y así, en lugar de ser obras clásicas,
obtenían obras neoclásicas), esta teoría del gusto que se busca
hacer después de Kant es una teoría que vuelve a partir de la
anarquía del gusto, para tratar de entender qué tiene que hacer un
artista para satisfacer al público, cuando el público no sabe lo que
quiere, o bien lo que quiere es que haya siempre algo nuevo. Pero
¿cómo podría saber el artista qué es lo nuevo? Si hay algo no
sistematizable, es precisamente lo nuevo, aquello que va a
sorprender al público. De ahí que toda obra de arte moderna, en
tanto no puede no ser artificial, pueda fracasar, en la medida en que
tiene una voluntad intrínseca de ser nueva, y puede no ser vista
como tal. Si no es vista como nueva, pasa desapercibida.
Pero el problema es que lo que se piensa respecto de cuál es
la norma del gusto, en una cultura artificial, es también una
malversación de la teoría kantiana del genio. Se piensa que la
norma del gusto la pone el genio, por lo tanto, la sociedad está
permanentemente deduciendo de él, como figura de lo
extraordinario, la norma.

Todo nuevo fenómeno brillante despierta la confiada


creencia de que ahora se ha alcanzado la meta, la suma
belleza; de que se ha encontrado la ley fundamental del
gusto, la norma suprema de todo valor artístico. Mas el
momento siguiente pone fin a la fiebre, entonces llega la
sobriedad, se destruye la imagen del ídolo mortal y se
consagra en su lugar uno nuevo, cuya divinidad a su vez no
durara más que el capricho de sus adoradores.

Schlegel, Friedrich, Sobre el estudio de la poesía griega,


op. cit., p. 61

Podríamos pensar en una paradoja del genio. De la figura


del genio, entendida como una individualidad extraordinaria y
extravagante, se deduce la norma de lo nuevo, que por supuesto va
a caducar rápidamente. Cuando aparece, lo hace como si fuera a
durar para siempre; como si esa norma tuviera el rango de lo
eterno. En la medida en que cae, y esa caducidad indica que la
figura de la que emanaba no era en realidad un genio, la figura del
genio mismo dura lo que sus adoradores decidan. Es como si
dijéramos: se es genio hasta que se deja de serlo. El público se
vuelve, así, tiránico respecto de la genialidad de los artistas (Es
notable el hecho de que Schlegel piensa como si él fuera un artista,
más que un crítico: como si pesara sobre él la tiranía del público, y
el carácter voluble del gusto).
La teoría del genio, en la Crítica del Juicio, no es la teoría
del individuo genial, de aquél que introduce una innovación en un
campo artístico particular –en ese caso, la teoría sería imposible:
no se puede hacer una teoría idealista a partir de la
excepcionalidad, salvo para mostrar las condiciones de posibilidad
de esa excepcionalidad-, sino la teoría que explica cómo puede
haber en una obra de factura humana, como es la obra artística,
algo que llamamos belleza. Por eso en el §46 encontramos una
definición del arte bello a partir de la categoría de genio: el arte
bello es arte del genio. Y a esa definición (que aparece en el título
del parágrafo 46) le sigue la definición de “genio”:

Genio es el talento (dote natural) que da la regla al arte.


Como el talento mismo, en cuanto es una facultad innata
productora del artista, pertenece a la naturaleza; podría
expresarse así: genio es la capacidad espiritual innata
(ingenium) mediante la cual la naturaleza da la regla al arte.

Cuando uno lee esta definición por primera vez, puede


pensar que lo que Kant trata de explicar con la categoría del genio
es qué cualidad tiene un individuo (y esa cualidad sería un talento
natural) como para que le pueda dar la regla al arte. En el arte de la
época en que se forma el individuo que va darle una regla nueva al
arte –y en una época, como el siglo XVIII, donde los estilos
públicos cambiaron del barroco al clasicismo, sin olvidar el
rococó-, hay reglas y este individuo –o, mejor dicho, la obra de
este individuo- las cambia, creando una nueva (no, simplemente,
destruyendo las que están vigentes). Sin embargo, lo que trata de
explicar Kant con la figura del genio es exactamente lo contrario
de lo que parece indicar, en primera instancia, su definición:
¿cómo se explican las reglas –en tanto son reglas no obligatorias-
de las obras de arte? Kant no se pregunta por algo que puede
responderlo la investigación empírica dentro de la Historia del
Arte. Lo que se pregunta, en relación a esas reglas no obligatorias
con las que se produce belleza artística es: ¿por qué no son siempre
las mismas? ¿Cómo es posible que las reglas del arte cambien para
que la belleza artística cambie? El genio explica que en una obra
aparezca algo que nunca ha sido visto, algo que ha sido hecho
según una regla que es nueva respecto de las vigentes. El genio
explica el cambio en los criterios de la belleza a lo largo de la
historia del arte; explica, en última instancia, que la belleza
artística tenga una historia. Decir que el genio explica la
generación de reglas a lo largo de la historia del arte equivale a
decir que “hay una historia del arte” que es a la vez “una historia
de la belleza” (hasta ahora, la fealdad no ha ingresado, como
categoría estética, a la historia del arte: en todo caso, si un artista
representa un objeto “feo”, por el solo hecho de representarlo, lo
representa como “bello”). Más allá de que la obra sea anónima,
colectiva, o de un solo autor, Kant se pregunta: ¿cómo entra en ella
la belleza? Por otra parte, ¿por qué la belleza no es siempre la
misma en los objetos artísticos? (es decir, ¿por qué los objetos
artísticos, como objetos bellos, tienen una “historia”?) Porque la
belleza la pone alguien, se puede decir.
Kant introduce la figura del imitador (que también la
introduce Schlegel en Sobre el estudio de la poesía griega) como
la de aquel que aprende las reglas. En el § 32 y en el § 33 de la
Crítica del Juicio, dice que el modo de aprender lo bello es en el
modo de la repetición de los aciertos. Justamente, se nos enseñan
las grandes obras de cada campo artístico en función de los
aciertos y no en función de los errores. Por lo cual uno podría decir
que todo el aprendizaje humano es por imitación (en las artes) o
repetición (en las ciencias), como para que en medio de lo repetido
y lo imitado reluzca lo nuevo (la nueva regla). En medio de la
repetición apreciamos lo que una obra tiene de nuevo, de original,
de diferente de las otras obras que se hicieron a la par. Eso es, de
alguna manera, lo que aprendemos institucionalmente. La teoría
kantiana del genio no es la teoría de un individuo extraordinario,
sino justamente de lo contrario: una teoría del modo en el cual se
cambian las reglas mientras se trasmiten las reglas. Es lo que
explicaría que exista la historia del arte como la historia de las
reglas para producir belleza (hasta ese momento, el arte producía
belleza).
Schlegel habla del fin del gusto público. Hacia finales del
siglo XVIII, se ha acelerado el cambio de las reglas del gusto. La
demanda social de lo nuevo tiene que ver también con que se han
democratizado, hasta cierto punto, los conocimientos sobre arte. Se
han difundido, a través de los salones, dentro de algunos círculos
de la burguesía, los contenidos de la historia del arte. En el siglo
XVIII, existe la posibilidad de comparar estilos públicos y de saber
que hay distintos conceptos de belleza.
En su libro El amor al arte. Los museos europeos y su
público (1969), Pierre Bourdieu y Alain Darbel plantean el
problema del placer estético desde el punto de vista de la
sociología. Las conclusiones que sirven de introducción al libro las
obtienen de una investigación de campo sobre las visitas a los
museos de arte franceses. El punto de vista de los autores, en este
sentido, es el inverso del de Kant: lo que analizan ellos es el
comportamiento de las distintas clases sociales que van a los
museos (entre las que predominan las clases medias cultas, sobre
todo –ironizan ellos− porque siempre son quienes se consideran
más cultas de lo que en realidad son), para llegar a la conclusión de
que existe el privilegio de clase; lo que analiza Kant son las
condiciones de posibilidad de los juicios que podrían realizar todos
los hombres y mujeres del mundo, independientemente de sus
clases sociales, pero sólo los realizan los miembros de las clases
cultivadas. Ahora bien, cuando la teoría kantiana llega al problema
del “arte bello como arte del genio” aparece de algún modo su
límite, como si la propia teoría se pusiera a prueba a sí misma.
Bourdieu y Darbel leen a Kant a partir de ese límite, que para ellos
estaría dado por el “gusto bárbaro” (atribuido a las clases
populares) como aquel que es incapaz de diferenciar lo bello de lo
agradable. Esta incapacidad de separar lo bello de lo agradable en
la época de Kant estaba más asociada con la burguesía como clase
ascendente que con las clases poco cultivadas de las que hablan
Bourdieu y Darbel como aquellas más directamente excluidas –
excluidas por sí mismas- del museo de arte. No obstante, ellos
sostienen que de ahí resulta que

…una obra de arte de la que se espera que exprese


inequívocamente una significación trascendente al
significante sea tanto más desconcertante para los menos
preparados cuanto más completamente revoque (como las
artes no figurativas) la función narrativa y designativa

Bourdieu, Pierre; Darbel, Alain, El amor al arte. Los


museos europeos y su público, trad. Jordi Terré, Buenos
Aires, Paidós, 2003, p. 80

Por supuesto que, como se trata de una investigación de


campo hecha en 1969, aspira a ser leída a partir de la contundencia
de los datos estadísticos (aun cuando todos sepamos que los datos
que aporta una estadística en una investigación sociológica
también se construyen junto con la interpretación). Y, en este
sentido, esta interpretación sociológica es insostenible a partir de la
letra de la Crítica del Juicio, en la medida en que aplasta el punto
de vista trascendental. Pero, de todos modos, me interesa que ellos
pongan el dedo en la llaga cuando aparece la figura del museo que
excluye a ciertas personas porque, precisamente, podría incluirlas.
No hay nada que impida que alguien entre a un museo, sobre todo
si la entrada es libre y gratuita. Pero por eso mismo el acto de
entrar al museo revela un sistema de presupuestos y conocimientos
que tienen que ser aprendidos previamente, aunque no sean
requeridos para la interpretación específica de las obras de arte que
se van a visitar. Supone, además, cierto criterio para encontrar
redundancias entre las obras y para establecer, por contraste con
esas redundancias, diferencias que se constituyen en modos de la
originalidad para cada época. Y el punto ciego de la teoría del
genio de Kant está más bien del lado de no poder pensar (dentro
del marco de una Crítica del Juicio) de qué modo se construye la
historia del arte como historia de los cambios en el criterio de la
belleza: como una historia, a su vez, de la historiografía. Boudieu y
Darbel desconfían de los historiadores del arte más de lo habitual:
¿qué pasaría si los naturalistas e impresionistas franceses, entre
1680 y 1880, no hubieran firmado sus cuadros?, se preguntan
citando a Longhi. Si bien la originalidad se construye a partir de la
diferencia con las redundancias, cada época tiene su propio criterio
para reconstruir lo que son redundancias y diferencias en el
respectivo pasado.
La idea de redundancia y originalidad, pensada a partir de
este sentido en que la entienden Bourdieu y Darbel, no puede
depender solamente de los criterios de la comunidad de los artistas.
Son criterios en los que interviene el sistema de las artes en su
conjunto, que en la época de Kant estaba todavía en formación.
Respecto del cambio en las reglas con que el arte produce
la belleza, volviendo al texto de Kant, uno podría decir: el
problema de esas reglas es justamente que son reglas. No son
leyes. No son leyes como son leyes las leyes de la naturaleza. Se
trata de algo que por definición puede cambiar. No son reglas que
tengan una obligatoriedad más allá de la vigencia que les den los
hombres de una época. Por la misma razón que las reglas, en las
artes, se pueden enseñar y aprender, se pueden cambiar. La no
obligatoriedad de las reglas del arte se contrapone a la
obligatoriedad de las normas (del derecho) y de las leyes (de la
naturaleza). Las reglas del arte se siguen porque lo producido por
ellas -la belleza- place socialmente.
Ahora bien, lo que nota Schlegel en 1797, en Sobre el
estudio de la poesía griega, es cuán rápidamente cansa la belleza y
cuán elevada es la demanda de que los objetos artísticos estén
hechos de una manera que el receptor, frente a ellos, no identifique
cómo han sido hechos y que, justamente por eso, le parezcan por sí
mismos geniales. Como si lo que existiera socialmente fuera una
parodia de la genialidad. En la medida en que el receptor reclama
de todo objeto artístico que sea interesante, exige de él que tenga
una belleza cuyas reglas (las reglas que lo han producido) resulten,
por lo menos en un primer momento, incognoscibles. Como si lo
que se demandara del arte fuera que cambie (y no que no cambie)
las reglas de la belleza.
Volviendo al Studium: podríamos decir que Schlegel usa la
Crítica del Juicio para hacer una crítica cultural. No porque él
piense que el juicio estético tiene que practicarse en sociedad tal
como lo fundamenta la Crítica del Juicio (el punto de vista
kantiano, sabe él bien, es un punto de vista filosófico-
trascendental), sino porque lo que teoriza Kant en esa obra es un
libre juego entre las facultades que va tender a la insatisfacción en
la búsqueda de la satisfacción. Ésa sería la paradoja del gusto,
paradoja que el propio Kant no podría leer entre líneas en su
estética, pero sí puede leerla Schlegel.
Cuando Schlegel, en el Studium, habla de poesía griega y
poesía moderna, define el término poesía así: es todo discurso
cuyo objetivo principal o secundario es lo bello. Por lo tanto, bello
puede ser el arte, pero también la historia, las costumbres, la
política y, en ese sentido, bellas eran todas las manifestaciones de
la vida griega. En la modernidad -en la que Schlegel reconoce estar
inserto-, la belleza es un constructo y, en este sentido, no puede no
ser artificial.
Lo que caracteriza a la belleza es que es una representación
de la plenitud y de la fuerza de una comunidad que vive en
armonía. Es decir, no puede haber belleza que aparezca en el arte si
no está en la realidad. Si en la polis griega hay belleza, no es
porque alguien se la agrega a las instituciones, a los discursos, a
las leyes, etc., sino porque la belleza ya está allí: pertenece a lo
griego, en tanto lo griego es lo propio de una comunidad que vive
en plenitud y armonía. En la cultura moderna, en la medida en que
la vida social, por su desigualdad, no puede no ser conflictiva, no
puede haber una belleza que no sea artificial, es decir, no puede
haber otra belleza que la que se crea para que pueda ser disfrutada
en un tiempo y un espacio diferenciados: el tiempo y el espacio del
ocio. Toda belleza posible, en la cultura moderna, es una belleza
que no pertenece a la sociedad. La sociedad moderna es
desarmoniosa. La belleza, en ella, siempre está aislada: es una
experiencia subjetiva, desconectada del todo social.
Los griegos tenían belleza natural, los modernos tienen
belleza artificial: buscan cosas interesantes. La belleza, en la
modernidad, es algo que el sujeto construye artificialmente, con el
libre juego de las facultades de conocimiento. Por eso, lo que se
juzga bello place sólo un instante, para luego dejar de producir
placer: no hay manera, bajo estas condiciones de artificialidad, de
que lo bello se sostenga en el tiempo. La forma de hacer a lo bello
interesante (cuando lo bello tiene que ser producido por los
artistas) es incorporarle –de ahí que lo bello, para Schlegel,
siempre sea bello artificial- todo lo que antes no era considerado
bello: lo feo, lo sublime, lo agradable, lo bueno, es decir, todo lo
que para Kant delimitaba lo bello. Y asimismo, después habrá que
incorporarle todo lo más contrario a lo bello: lo enfermo, lo
deforme, etc. Todas las categorías limítrofes posibles y, cuando no
alcancen, todas las categorías más lejanas.
Ahora bien, si en la cultura moderna no hay (ni puede
haber) un gusto público, es porque no hay costumbres públicas. La
vida está escindida entre la vida pública y la vida privada; entre la
esfera de los negocios y la de los sentimientos. Por lo tanto, la
caricatura del gusto público es la moda. Lo que hay en la cultura
moderna, en lugar de gusto público, es moda. La moda –definida
por Schlegel− consiste en rendirle homenaje, a cada momento, a un
ídolo distinto. La moda es siempre una idolatría provisional. Lo
nuevo hace creer, cuando aparece, que se ha alcanzado la belleza,
que se ha encontrado una norma fundamental del gusto, la norma
suprema de todo lo artístico, y que ya no será necesario volver a
cambiarla. Sin embargo, esa no es sino otra de las paradojas del
gusto, una paradoja que es, al mismo tiempo, la clave de la
modernidad estética: lo nuevo se presenta como lo original y, en
tanto original, como la verdadera norma del arte. El degustador de
arte, el esteta, parece querer decir: que cese para siempre el gusto
privado y que se instale un gusto público. Ahora bien, eso es
imposible, porque precisamente, lo característico del gusto es su
mutabilidad. De hecho, que no haya más gusto privado sino
público es un objetivo de las vanguardias del siglo XX, pero en los
términos del siglo XVIII no se puede plantear sino como la
paradoja misma del gusto. Para poder instalar un gusto público
habría que cambiar la sociedad. Y precisamente ese será el ideal de
las vanguardias: que una nueva forma de vida haga que vivamos en
la belleza porque vivimos en la verdad. Pero, mientras tanto, para
el sujeto escindido, el sujeto moderno, no puede haber gusto
público, aunque lo desee. Y cada vez que aparezca lo nuevo dirá:
esto es lo bello para siempre. Porque no es que el sujeto moderno
sabe de antemano que se va a cansar de la belleza. No. Es que el
gusto moderno, dice Schlegel, es lánguido: por eso es exigente,
tiránico con los artistas.
Lo nuevo no es, entonces, lo verdadero. Y no puede serlo,
porque la norma del gusto –en esto, Schlegel es estrictamente
kantiano- no es obligatoria. En la libertad que Kant descubre en el
juicio de gusto está, precisamente, su problema: ¿por qué, si hay
libertad en el juego de las facultades, lo que gusta un instante
tendría que gustar todos los instantes posibles? Ahora bien, Kant
no está diciendo, tampoco, que lo que place, place para siempre.
Está diciendo que el sujeto tiene facultades que se disponen de
determinada manera cuando, en lugar de conocer el objeto, se
dejan llevar por el sentimiento de placer que le provoca la forma
del objeto en tanto representación y no en tanto el objeto es algo
existente y consumible.
Lo que Schlegel critica es la figura de lo nuevo como
brillante, porque lo brillante es confundido con lo original. Y lo
original es indicador de lo último, pero en realidad es lo primero.
Cuando algo es original, cuando uno dice “esto nunca fue visto
antes” aun cuando esto que se dice no haya sido comprobado -es
decir, cuando es simplemente el estado de las facultades del sujeto
lo que hace que declare del objeto que es original- este objeto, en
tanto no tendría antecedentes, en tanto irrumpiría en el mundo sin
ser parecido a nada, sería lo primero –como lo primero de una
serie, en todo caso, pero primero al fin-; y el efecto de lo que acaba
de conocerse y se presenta como nuevo es que el sujeto se lo
represente como si fuera original.
En este sentido, lo bello -pensado después de Kant- no
puede ser ya nunca más lo bello en sentido antiguo, como tampoco
lo era ya para Kant. Recordemos que en el tercer momento de la
Analítica de lo bello de la Crítica del Juicio Kant diferencia la
belleza de la perfección. No puede haber algo que se pueda
considerar bello por perfecto, en tanto lo perfecto responde a un
modelo. El modelo es característico de la belleza adherente, y no
de la belleza libre. Yo podría decir de un niño, de una mujer o de
un varón “qué bello” o “qué bella”, pero es muy difícil que, en
esos casos, yo pueda juzgar la belleza del objeto sin compararla
con un modelo. Por algo se les dice “modelos” a las personas que
encarnan un ideal humano de belleza en cada época: parecieran
tener todos los rasgos de la perfección física tal como es entendida
en el respectivo presente. Ya la belleza entendida en sentido
antiguo -identificada con la perfección o excelencia- es imposible
para el propio Kant. Lo que place al sujeto moderno tiene, sin que
él lo sepa, alguna irregularidad (de manera que sea más difícil
identificar al objeto con su concepto y su finalidad). La belleza
libre es más susceptible de generar juicios de gusto que la belleza
adherente.
Pero en la sociedad de finales del siglo XVIII tampoco
puede decirse que esté vigente la concepción de lo bello en sentido
kantiano, es decir, como complacencia o contemplación
desinteresada. En medio de la tiranía del gusto no público, ni lo
bello antiguo ni lo bello kantiano pueden ser lo bello. Lo bello
tiene que ser lo nuevo, y lo nuevo tiene que tener los rasgos de lo
brillante, de lo que llama la atención, de lo que está rodeado de
encanto –algo que para Kant era propio de lo agradable de la
sensación, y no de lo bello del sentimiento-. Por eso la poesía que
satisface una demanda tan permanentemente insatisfecha, una
demanda tan imperativa, es una poesía extravagante. La
extravagancia no es algo vicioso, en la belleza moderna, sino
necesario; es el mínimo indispensable como para que el objeto en
cuestión llame la atención. Los objetos de una cultura artificial
tienden a ser brillantes, llamativos, atractivos a los sentidos,
encantadores, arrobadores, deslumbrantes, excéntricos, es decir,
extravagantes. Nada demasiado normal, común, muy visto, puede
ser declarado bello. Cada vez más, la belleza se va ir engullendo a
sus opuestos, precisamente porque lo que se juzgue como bello
tendrá que ser algo cada vez más extravagante, más inusual.
Las obras modernas más celebradas parecen ser distintas de
las obras clasicistas, que buscan la perfecta armonía; pero más,
dice Schlegel, por el grado que por la especie. En este punto, lo
que él marca es que este estado de anarquía del gusto hace que
también lo clasicista, en tanto armonioso, pueda gustar a
continuación de una belleza moderna muy extravagante. Es decir,
una vez agotado el gusto de la extravagancia, una obra clasicista o
incluso una obra del pasado puede volverse bella.
El gusto busca la variedad: una obra clasicista, antes que
ser de otra especie que una obra moderna, es una obra de otro
grado de belleza, porque tiene una armonía que, en términos del
cansancio permanente del gusto, podría volver a gustar, en tanto
podría ser “nueva” cuando se ha vuelto inusual. De hecho, el
rescate de las bellezas y de las fealdades antiguas es parte de este
programa del primer romanticismo. Por ejemplo, la recuperación
del gótico como belleza, por parte del Goethe y los primeros
románticos, la recuperación del arte medieval en general, que no
tiene proporción centralizada; pero también las bellezas de la
antigüedad, como las tragedias y comedias griegas, podrían
alternarse perfectamente con las bellezas modernas en términos de
que el gusto busca la variedad.
Lo que caracteriza a la moda, como reemplazo del gusto
público, es lo cíclico: lo que dejó de estar de moda puede volver a
estarlo en otra temporada. Lo que fue modélico, en la medida en
que deja de serlo, puede convertirse en otro tipo de belleza. No
inmediatamente, pero sí después de cumplido un ciclo de olvido.
Así, volver a los antiguos o a ciertas bellezas medievales puede ser
también un modo de la extravagancia.
Se trata, precisamente, de la belleza perfecta de la obra
clasicista como algo que satisface por un tiempo el goce tranquilo,
y de la belleza extravagante como lo que satisface, durante otro
tiempo, esa ansia insatisfecha en el modo de un goce intranquilo,
de un interés. Pero no se trata de que alguien adopte un gusto y lo
pueda sostener en el tiempo, sino de una inestabilidad que es, de
alguna manera, la consecuencia de lo que Kant teorizó como
libertad en el juicio estético. Esta libertad, decíamos, tenía que ver
con el instante del juicio de gusto, antes que con una capacidad que
se pueda conservar en el tiempo y activar siempre de la misma
manera, a voluntad del sujeto. No es que el sujeto se pueda
disponer a gustar de las obras del pasado cuando va al museo
simplemente porque no quiere desperdiciar el tiempo de ocio. No
puede decir: en lugar de conocer (de re-conocer las obras de las
que ya sé su nombre y las he visto en reproducciones), voy a
disfrutar de tenerlas delante. El sujeto podría tener, en esas
circunstancias, una experiencia enteramente de conocimiento y no
de gusto. O podría sentir placer durante la primera media hora de
la visita al museo y, a partir de ahí, empezar a tener una
experiencia estricta de conocimiento (viendo una por una las obras
que una guía o catálogo le indican que tiene que ver).
Lo que teorizó Kant como juicio estético no estaba exento,
en virtud de su aspiración a lo público, de permanecer insatisfecho.
El hecho de que haya, según el segundo y el cuarto momento de la
Analítica de lo bello, una aspiración a la universalización en
términos de compartir el propio juicio no quiere decir que la
capacidad de juzgar no necesite activarse por un desvío del
conocimiento hacia el placer ni, mucho menos, que un juicio sobre
la belleza de un objeto vaya a durar en el tiempo, como si se
pudiera repetir indefinidamente, después de la primera vez, sólo
por tener las facultades que permiten emitirlo.
La época moderna se alejó de lo bello cuanto más lo
ansiaba, dice Schlegel. No importa que el artista persiga lo
extravagante, lo voluptuoso, lo florido, lo cautivador –incluso
como parodia de lo moderno- o lo contario: lo perfecto, lo
redondo, lo fino; que se incline por el gusto francés, por el gusto
inglés o por el gusto italiano; lo que busca, y lo que lo apremia, es
satisfacer una receptividad insaciable e insatisfecha. Este carácter
insatisfecho del juicio de gusto, teorizado por el Estudio sobre la
poesía griega, podría leerse como la mitad sombría de la Crítica
del Juicio; es lo que Kant no puede teorizar y Schlegel pone en
texto.
La exigencia de lo nuevo es propia de un gusto débil, no de
uno fuerte. En términos menos nietzscheanos (los del par fortaleza
/ debilidad), y más próximos a los de Schlegel, el gusto
socialmente existente es un gusto privado o –podríamos agregar
nosotros- privatizado, en el sentido de que alguna vez -en el mundo
antiguo- fue público. Schlegel piensa, en términos estrictamente
poskantianos, lo que en términos nietzscheanos sería una estética
del efecto:

El público más selecto, en el fondo completamente


indiferente ante toda forma y sólo lleno de una sed
insaciable de temas, no exige del artista nada más que
individualidad interesante, con tal que se produzca un
efecto, si ese efecto es fuerte y nuevo. Entonces, la manera
y el tema en que se produzca [el efecto de lo interesante] es
tan indiferente para el público como la armonía de cada uno
de los distintos efectos hacia un todo perfecto. […] Con
cada goce, los deseos se vuelven aún más vehementes; con
cada concesión, las exigencias suben cada vez más alto, y la
esperanza de una satisfacción final se aleja cada vez más.
Lo nuevo se vuelve viejo; lo peregrino, corriente, y los
estímulos de lo atractivo se embotan. Cuando la propia
fuerza es más débil y el instinto artístico menor, la floja
receptividad se hunde en una indignante impotencia; el
gusto debilitado, al fin, no quiere ya aceptar más alimento
que asquerosas crudezas, hasta que se extingue por
completo y acaba en una decidida nulidad.

Schlegel, Friedrich, Sobre el estudio de la poesía griega,


op. cit., p. 63

En Schlegel hay un modo kantiano de preguntarse por la


anarquía estética de la época: como esperando un giro copernicano.
Parece un modo de preguntarse al que sólo puede responderse,
podríamos agregar, con un giro copernicano.
Quizá haya llegado el momento decisivo en el cual, o bien
es inminente un completo perfeccionamiento del gusto
después de lo cual ya nunca podrá volver a hundirse sino
que tendrá necesariamente que progresar, o bien el arte
caerá para siempre y nuestra época tendrá que renunciar por
completo a todas las esperanzas de belleza y
restablecimiento de un arte auténtico.

Schlegel, Friedrich, Sobre el estudio de la poesía griega,


op. cit., p. 65

El Studium repite, para su respectivo problema, la pregunta


kantiana respecto de la metafísica: ¿qué giro tendría que dar la
estética para progresar? Exceptuando a la Crítica del Juicio -sin
cuya lectura Schlegel no podría haber escrito el Studium-,
podríamos decir que ni las poéticas -estableciendo principios a
priori para las obras de arte- ni la crítica de arte -tratando de
encontrarlos a posteriori en las obras ya hechas- logran crear una
solución al problema de la falta de un gusto público y la necesidad
de establecerlo. Noten que digo establecer y no restablecer un
gusto público a la manera antigua. Es decir, de poder establecerse
un gusto público, habrá que establecerlo a la manera moderna, a la
manera de la cultura artificial de la que habla Schlegel, y no a la
manera de la cultura antigua, que es una cultura natural. La
sociedad burguesa no puede llegar a ser una comunidad a la
griega: no hay manera de que los modernos sean antiguos a no ser
disfrazándose de ellos, como hacen los clasicistas.
Por lo tanto, la postura schlegeliana, a su modo, es
receptiva del giro kantiano: hay que tener claridad sobre el
principio de formación del gusto, sobre el espíritu de su historia
hasta la fecha, para dar con el sentido de sus afanes y actitudes,
con la dirección de su carrera y con su meta. Hay que pensar el
gusto desde el problema de su principio de formación. El gusto es
un fenómeno filosófico complejo: ni un fenómeno psicológico ni
un fenómeno sociológico. No se puede legislar sobre el gusto (el
juicio estético está basado en el placer, no en el conocimiento),
pero tampoco por eso se debe creer que sobre el gusto no se puede
escribir, porque es arbitrario, caprichoso, veleidoso, cambiante y,
en ese caso, sólo se lo puede historiar y dar cuenta de sus cambios.
A su vez, Schlegel advierte, en el fragmento 12 de
Fragmentos Críticos, cuán dificultoso va a ser, para la filosofía
postkantiana, pasar de la filosofía del gusto a la filosofía del arte:

[12] En aquello que se denomina filosofía del arte, falta


habitualmente una de las dos: o la filosofía o el arte.

Uso la traducción de los Fragmentos críticos de Cecilia


González y Laura Carugati, que está incluida en el libro de
Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy El absoluto literario.
Teoría de la literatura del romanticismo alemán (Buenos Aires,
Eterna Cadencia, 2013). Este libro, publicado originalmente en
1978, es un ensayo de estos dos filósofos franceses sobre el primer
romanticismo alemán, y además un trabajo de traducción al francés
de todos los textos de los que están hablando, de modo que
contiene todos los fragmentos.
El fragmento 12 plantea cuál es la dificultad de la estética
para dejar de ser una filosofía del gusto y convertirse en una
filosofía del arte. La estética recién es plenamente una filosofía del
arte con Schelling, cuyas clases de Filosofía del arte están
publicadas con ese título. El primer romanticismo incluye al joven
Schelling, que formó parte del Círculo de Jena. Los hermanos
Schlegel (Friedrich y August) constituían su ala fundadora, dado
que eran los directores y creadores de la revista Athenaeum, en la
que se publicaban sus textos. El Círculo de Jena se nucleó
alrededor de esta revista, y también en torno a la adoración por
Fichte, no correspondida por él (él no se consideraba parte de ese
círculo, pero sus miembros lo consideraban su filósofo de cabecera
y su inspiración).
El Círculo de Jena dura tres años: entre 1797 y 1800. De él
formaban parte Schelling, los hermanos Schlegel, Schleiermacher,
Tieck: una serie de figuras que hoy se las suele estudiar por
separado, y que en ese momento, el de su juventud, formaban parte
de un colectivo.
Ahora bien, el joven Schelling, desde un comienzo, piensa
en darle al programa del primer romanticismo la forma de un
sistema, igual que el joven Hegel, mientras que los hermanos
Schlegel permanecen en la ironía, en la lógica de la infinitud del
yo. El primer romanticismo -a mi modo de ver y de acuerdo con
nuestro programa- no tendría que ser identificado con la ironía y el
fragmento, como si fueran sinónimos, porque si así lo hiciéramos
estaríamos dejando afuera del primer romanticismo al joven
Schelling. El joven Schelling, insisto, tiene desde el comienzo la
idea de que la filosofía romántica requiere de una forma
sistemática, y no de la fragmentaria forma de la ironía. La disputa
de fondo es si el romanticismo debe tener una forma fragmentaria
o una forma sistemática. Recién con la idea de sistema, los dos
componentes de la filosofía del arte a los que refiere Schlegel en el
fragmento citado (filosofía y arte) se van a poder articular en un
todo.
En primera instancia, el problema estético es, en 1797, lo
que queda del gusto, es decir, la centralidad del sujeto, que es
completa y se completa a sí misma. El protagonismo del yo (el yo
burgués) no pretende ser estrictamente social, o sociocultural, sino
también político. Es decir, se aspira a que el privilegio se convierta
en derecho; que la aspiración del juicio estético a la universalidad
pueda realizarse en la historia. La aspiración a la universalidad del
juicio estético tiene algo en común con la “Oda a la alegría” de
Schiller, que es de 1785 y es el texto poético que será convertido
en la parte coral de la 9ª sinfonía de Beethoven, y cuyo título
original es An die Freude, es decir, “A la alegría”. Voy a leerles la
interpretación que hace Esteban Buch de la relación que tiene la
“Oda a la alegría” de Schiller con el momento político de finales
del siglo XVIII:

La alegría es signo de pertenencia a la comunidad humana,


bajo la condición de la amistad o el amor. Es también el
principio trascendente del universo natural; el elogio de la
naturaleza desemboca en una invocación a Dios, que el
coro prolonga interrogándose sobre la prosternación y
exhortando a alzar la mirada. La versión de 1785 esboza en
la última estrofa un verdadero programa.

Buch, Esteban, La novena de Beethoven. Historia política


del himno europeo, trad. de Juan Gabriel López Guix,
Barcelona, Acantilado, 2001, pp. 84-85

Ahora les leo la última estrofa de la Oda a la alegría. Dice


Schiller:

[…¡] se romperán las cadenas de los tiranos


habrá clemencia hasta para el malvado
esperanza para el moribundo
gracia en el juicio supremo!
¡También vivirán los muertos!
Hermanos, bebed y sumaos al canto,
todos los pecadores serán perdonados
y nunca más existirá el infierno.

Noten, en la última estrofa, el salto a lo que podríamos


llamar el nivel utópico-revolucionario de la “Oda a la alegría”. La
Oda parte, en su comienzo, de un motivo común, que -como
explica Buch- era, en realidad, un motivo genérico, propio de las
Trinklieder, es decir, las canciones de bebedores (o borrachos),
compuestas como odas a la amistad y al vino: los himnos báquicos
del siglo XVIII. Esta exaltación de la amistad, relacionada con el
vino, no hacía a la “Oda a la alegría” tan extraña, temáticamente, a
su época, no obstante, es Schiller uno de los primeros en darle esta
exacerbación utópico-revolucionaria, relacionada con el momento
político de la Revolución francesa.
En este sentido, aquello con lo cual relaciona Schiller la
alegría es un motivo estético-político: el Weltgefühl, es decir, el
“sentimiento del mundo”. Este sentimiento sería el de la
pertenencia a una comunidad cuyos miembros no son entre sí,
simplemente, los amigos que celebran las Trinklieder; no se trata
de la comunidad de los conocidos -de los amigos, de los amantes,
de los iguales-, sino de la comunidad de los no conocidos. El
Weltgefühl, como sentimiento cosmopolita, es la alegría de
pertenecer a la comunidad de los no conocidos, de los todavía no
conocidos: una humanidad cuyos miembros no se conocen entre sí,
pero de la cual yo, con mi juicio estético, soy un ejemplar, un caso.
La humanidad schilleriana sería, en términos kantianos, el sensus
communis: la comunidad utópica de la cual mi juicio es un
ejemplar, sólo un caso. Se trata, en Schiller, de un sentimiento
cosmopolita ilustrado, más que un sentimiento de camaradería,
como el de chocar las copas de vino y brindar por algo que se
desea. Es cosmopolita en el sentido del ciudadano del mundo, es
decir, el hombre ilustrado utópico (o futuro) de los escritos del
último Kant (por ejemplo, el de los escritos de filosofía de la
historia y los escritos políticos, sobre todo, Idea de una historia
universal en sentido cosmopolita y Origen presunto de la historia
humana). En estos ensayos, aparece una idea de la naturaleza como
providencia que se continúa en la cultura, y hay un sentido de la
historia que está dado por una meta que, aun cuando no se alcance,
hace que exista un progreso hacia mejor –progreso en el plano de
la normatividad: mejoran las constituciones que los hombres se
dan a sí mismos para poder vivir juntos. No es que progresen los
sentimientos morales o progresen los hombres en su bondad. No
hay progreso moral sino, podríamos decir, lo contrario: progreso
normativo; progreso en las normas que hacen que los hombres, que
no son buenos, se protejan a sí mismos de sí mismos y de sus
semejantes. El progreso kantiano es un progreso paradójico.
La centralidad filosófica del sujeto se ha potenciado, dentro
de los límites del idealismo, no gracias a Schiller, sino gracias a la
lectura fichteana de Kant. El kantismo es ahora un kantismo
consecuente, porque se ha eliminado de él el problema de la cosa
en sí. Fichte demuestra, en su Wissenschaftslehre (Teoría de la
ciencia, de 1794: esta es la obra que tanto influye sobre el primer
círculo del romanticismo), que no es posible que un yo absoluto, es
decir, un yo que pone el objeto, sea incapaz de conocer la cosa en
sí. Es decir, hay una inconsistencia en el núcleo del pensamiento
kantiano, una cobardía dentro de su audacia, casi podríamos decir,
que consiste en dejar abierto el problema de la cosa en sí, de la
cognoscibilidad de la cosa en sí, como si fuera realmente un
problema, cuando en realidad, no hay razón alguna para que el
sujeto de la filosofía teórica de Kant tenga alguna restricción en
cuanto al conocimiento de la cosa en sí. Un yo absoluto -es decir,
un yo autorreflexivo, una autoconciencia- es también un yo
autoproductivo, porque se pone él mismo sus propios límites y
ejerce su libertad en la acción dándose su propia ley. Ese sujeto,
que es autorreflexivo y autoproductivo a la vez, no puede tener un
límite para conocer la cosa en sí: en realidad no puede tener ningún
límite, no sólo el de la cosa en sí. Es decir, ese yo que pone el
objeto, y que se pone a sí mismo en la acción de poner el objeto,
no puede ser sino infinito, esto es, absolutamente productivo.
Gaos, quien traduce las dos Introducciones a la Teoría de la
ciencia, traduce como “acción” la palabra Tathandlung, que es
difícil de traducir en el sentido en el que la usa Fichte. Tat quiere
decir “hecho” y Handlung, “acción”. La Tathandlung es una acción
instituyente, una acción creadora, libre. La acción -entendida como
Tathandlung- es la acción de un sujeto que se da a sí mismo su
propia ley y, en ese sentido, crea la ley. Un sujeto que se da a sí
mismo su propia ley es un sujeto enteramente libre, cuya yoidad es
infinita.
Paradójicamente, lo que en Fichte está planteado como el
principio del sistema (de su propio sistema), Schlegel lo aplica
como el principio de la ironía. Por lo tanto, este yo podría ser el
principio de la ironía, en lugar del principio del sistema (como ve
Hegel). Pero, no obstante, no es absolutamente obvio que este Yo
(el Yo absoluto de la filosofía de Fichte) sea el yo de la ironía. El
modo en que Schlegel incorpora ese Yo al programa del
romanticismo es un modo eminentemente moderno,
eminentemente consciente de que lo puede llevar más allá del
kantismo (del problema del receptor) y trasladarlo a la obra de arte
(pero para eso la obra de arte tiene que cambiar –ahora sí- de
concepto). Entre el Yo fichteano y el Yo protorromántico hay una
operación teórica: la operación de Schlegel, que tan bien es leída
por Hegel en las Lecciones sobre la estética:

Con esta orientación y a partir de los modos de pensar y de


las doctrinas de Friedrich von Schlegel, se desarrolló luego
en múltiples figuras la llamada ironía. Encontró ésta su
fundamento más profundo, por uno de sus lados, en la
filosofía de Fichte, en la medida en que los principios de
esta filosofía fueron aplicados al arte. Tanto Friedrich von
Schlegel como Schelling partieron del punto de vista de
Fichte; Schelling, para transgredirlo absolutamente, F. von
Schlegel, para desarrollarlo a su modo y luego sustraérselo

Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la estética, trad. A.


Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 1989, pp. 49-50

Schelling, en la óptica de Hegel, partiría del Yo fichteano


para transgredirlo, pero F. Schlegel directamente lo incorporaría de
manera directa, sin modificarlo. Esta operación de Schlegel –a mi
entender- no habría que interpretarla de manera tan hegeliana: se
trata de una aplicación por la cual ese Yo es llevado al límite de sus
posibilidades en la figura del crítico. El crítico que es Schlegel es
ese Yo en acción, podríamos decir. Vamos a ver en qué aspectos de
la lectura de Fichte se apoya el ironismo schlegeliano, pero
también, en qué sentido esa intuición intelectual de la que habla
Fichte necesita ser elevada a la dimensión especulativa de lo
absoluto, como va a suceder en el idealismo absoluto de Schelling
y Hegel, y no puede ser solamente puesta en práctica en el modo
de la ironía. Pero también –creo- hay que reconocerle a Schlegel
algo más que la apropiación -en la práctica de la crítica- del Yo
fichteano.
Fichte, en la Primera Introducción a la Teoría de la
ciencia, dice que ha sido malentendido tanto por los filósofos
como por los no filósofos (por los que no tienen un sistema, en
realidad), por eso escribe dos tipos de introducciones. También
piensa que Kant ha sido malentendido. Hay una lectura brillante
que hace Hegel, nuevamente, de la filosofía de Fichte, en la que
dice que el de Fichte es un kantismo consecuente. Lo que hace
Fichte, según Hegel, es una exposición consecuente de la filosofía
de Kant. Y esa lectura consecuente consiste en abolir la cosa en sí.
Es el primer filósofo idealista que lleva el idealismo trascendental
a la condición de idealismo absoluto, porque hace desaparecer el
problema de la cosa en sí. Por eso Fichte aclara, en la “Advertencia
preliminar” de la primera de las dos introducciones (dedicada a
aquellos que no tienen un sistema filosófico), que él va a hacer una
exposición “del gran descubrimiento de Kant”, pero agrega:
“independientemente de Kant”. El kantismo sin Kant sería, de
alguna manera, la fórmula de la filosofía fichteana. Él dice -en la
misma “Advertencia preliminar”-: mi sistema no es otro que el
kantiano. Es decir, va a exponer el descubrimiento kantiano de una
manera como no lo ha expuesto el propio Kant. Su sistema, en su
modo de proceder, es totalmente independiente de la exposición
kantiana, aunque lo que exponga sea “el gran descubrimiento de
Kant”.

Kant es hasta ahora […] un libro cerrado, y lo que se ha


leído en él es justamente aquello que no ajusta dentro de él
y que él quiso refutar

Fichte, J. G., “Primera introducción a la teoría de la


ciencia”, en: Introducción a la teoría de la ciencia, trad.
José Gaos, Madrid, Sarpe, 1984, “Advertencia preliminar”,
p. 27
Fichte, en realidad, está diciendo que lo que
verdaderamente encandiló de la filosofía kantiana es el
componente empirista: el hecho de que para Kant el conocimiento
quede restringido a lo fenoménico. Eso es lo que hizo que no se
haga de Kant una lectura especulativa, sino una lectura empirista.
Resguardando, claro, la cosa en sí (lo que Fichte va a llamar
dogmatismo).

Mis obras no quieren explicar a Kant ni ser explicadas por


él […] Mi sistema sólo puede ser juzgado por él mismo, no
por las proposiciones de ninguna filosofía. […] Por lo
tanto, es menester admitirlo totalmente o rechazarlo
totalmente.

Fichte, J. G., “Primera introducción a la teoría de la


ciencia”, en: Introducción a la teoría de la ciencia, op. cit.,
pp. 27-28

Este va a ser un rasgo de las filosofías idealistas


sistemáticas (de Fichte a Hegel): proponer que hay tomar una
filosofía en su totalidad, aceptando sus principios. Para la época, la
filosofía sistemática (entendida como filosofía especulativa) tiene
una ventaja y es que, en un punto, es irrefutable: o se la toma o se
la rechaza, pero no se la puede refutar. Al menos ése es el modo en
el cual los filósofos conciben, en el contexto intelectual de finales
del siglo XVIII, la ventaja de ser sistemático. De ahí también la
“anarquía de los sistemas metafísicos”, con la que la moderación
de Kant (con la restricción al conocimiento de la cosa en sí)
pretendía terminar, logrando que la metafísica progresara como
progresaban las ciencias. No obstante, también está el problema de
si la filosofía de Kant llega a ser una filosofía sistemática. Este fue
un tema que se discutió largamente, no sólo en el momento de
publicación de la tercera crítica, sino que se siguió discutiendo
hasta el siglo XX.
De todas maneras, el de Fichte pretende ser un sistema,
como también pretende serlo el de Schelling y el de Hegel. Por lo
tanto, sólo puede ser adoptado o rechazado, pero no refutado. “Se
puede no entender mis obras y se debe no entenderlas si no se las
ha estudiado” [Fichte, J. G., “Primera introducción a la teoría de la
ciencia”, en: Introducción a la teoría de la ciencia, op. cit., p. 28]
Quien no entiende a Fichte –dice Fichte- es porque no
estudia su filosofía de acuerdo con sus principios. No la sigue al
pie de la letra, podría decirse, en el sentido de que no razona con
esa filosofía. Hegel, en las Lecciones de filosofía de la historia (y
en sus clases en general) también hace hincapié en ese punto: es
más fácil criticar una filosofía (rechazar desde el comienzo sus
principios, para pasar a no entenderla), que “interpretarla” (es
decir, seguir lo que el autor quiere decir a partir de los principios
que establece). Aparece, entonces, en la primera Introducción
fichteana, el problema de no ser entendido por no ser leído en la
propia clave. Y esto puede suceder porque no se ha estudiado una
filosofía como su autor propone estudiarla. Pero Fichte,
inmediatamente, cambia el tono: ¿cómo van a entenderme a mí si
no han entendido a Kant? “Mis obras no contienen la repetición de
una lección ya anteriormente”, dice Fichte, en la página 28 de la
“Primera introducción a la teoría de la ciencia”.Sin embargo, en
tanto sus obras exponen lo nuevo de Kant, exponen precisamente
lo que no se ha entendido de él. Fichte viene “después de Kant”
también en el sentido de exponer algo que necesitaría de que se
haya entendido a Kant.
Después de no haber sido entendido Kant, algo totalmente
nuevo para la época
Si no se ha entendido a Kant, menos se va a entender una
filosofía que re-expone lo nuevo que Kant ha traído a la filosofía
(dice Fichte). Cierra, entonces, la Advertencia preliminar con una
ironía que uno podría leerla –en la clasificación schlegeliana de los
distintos tipos de ironía- como la ironía del polemista (la ironía
retórica, no la ironía romántica).

Con aquellos que por obra de una larga servidumbre de


espíritu se han perdido a sí mismos y consigo mismos
han perdido su sentido para la propia convicción y su
fe en la convicción de los demás; con aquellos para los
que es locura que alguien busque independientemente
la verdad, que en las ciencias no ven nada más que un
modo más cómodo de ganarse el pan y que ante cada
ensanchamiento de ellas se espantan como ante un
nuevo trabajo; con aquellos para quienes ningún medio
es vergonzoso si se trata de someter al que echa a
perder el negocio, con ninguno de ellos tengo nada que
hacer. Me resultaría penoso que estos me entendieran.

Fichte, J. G., “Primera introducción a la teoría de la


ciencia”, en: Introducción a la teoría de la ciencia, op.
cit., p. 29

Es decir, la ironía retórica de la Advertencia preliminar es


algo que, por supuesto, va a seducir a los ironistas románticos. Esta
Advertencia significa -a la manera de Nietzsche en el siglo XIX-
poner la filosofía como algo que es “para todos y para nadie”.
Advertir que lo importante es ser entendido por quien tiene que
entender (por quien vale la pena ser entendido), en un sentido
aristocratizante, más que aristocrático. Esta idea de Fichte, de que
el idealismo es algo para espíritus fuertes o espíritus fríos, se
presenta casi como una invitación a la juventud –a la “mejor
juventud”- a sumarse a la causa propia.
Lo primero que va a hacer Fichte, entonces, en el punto I de
la Primera Introducción a la Teoría de la ciencia, es repetir el
cogito cartesiano, pero lo repite tal y como debe ser repetido
después de Kant. Esa es, de alguna manera, la operación que hace
Fichte en la primera Introducción a la Teoría de la ciencia. Se trata
de un cogito cartesiano post-kantiano o a propósito de la filosofía
de Kant. El cogito cartesiano ya no puede ser como era en
Descartes, sino como debe ser después de Kant.

Fíjate en ti mismo. Desvía tu mirada de todo lo que te


rodea y dirígela a tu interior. He aquí la primera
petición que la filosofía hace a su aprendiz. No se va a
hablar de nada que esté fuera de ti, sino exclusivamente
de ti mismo

Fichte, J. G., “Primera introducción a la teoría de la


ciencia”, en: Introducción a la teoría de la ciencia, op.
cit., pp. 29-30

Es decir, hay que fundar el yo como un principio absoluto, de


la misma manera en que la filosofía moderna se fundó a partir del
cogito cartesiano. Cuando se hace esta introspección que propone
Fichte, se advierte que algunas de nuestras representaciones van
acompañadas de un sentimiento de libertad y algunas de nuestras
representaciones van acompañadas de un sentimiento de
necesidad. Eso es el resultado de la introspección. Entonces, Fichte
se autopregunta: ¿Cuál es el fundamento del sistema de las
representaciones acompañadas por el sentimiento de la
necesidad? (pp. 30-31) Y se autorresponde:

El sistema de las representaciones acompañadas por el


sentimiento de la necesidad llámese también la experiencia,
interna tanto como externa. Según esto, y para decirlo con
otras palabras, la filosofía ha de indicar el fundamento de
toda experiencia.

Fichte, J. G., “Primera introducción a la teoría de la ciencia”,


en: Introducción a la teoría de la ciencia, op. cit., p. 31

¿De qué debe dar cuenta la filosofía? De esto que él llama


experiencia que –recordemos de Kant- es un compositum, no es
algo dado, sino algo construido. Fichte –irónico en sentido
retórico- hace que está hablándole a un lector que ha malentendido
a Kant pero que, claro, para malentenderlo tiene al menos que
haberlo leído.
Por lo tanto, la encargada de hacer esta fundamentación de la
experiencia es la Wissenschaftslehre (la Teoría de la ciencia). ¿Por
qué le llama así? Hay una larga disquisición de Fichte explicando
por qué le llama así. La llama así, básicamente, porque advierte
que muchos le van a criticar que reduzca la filosofía a una teoría
del conocimiento. Como la filosofía no se debe reducir a una
gnoseología, usa un nombre específico (Teoría de la Ciencia) para
la exposición del “gran descubrimiento kantiano”. La filosofía, en
tanto se aplica a fundamentar la experiencia, se llama Teoría de la
ciencia.
En el capítulo III va a indagar cuáles son los componentes de
la experiencia. Estos componentes, que están inseparablemente
unidos en ella, son la cosa y la inteligencia. El filósofo es,
justamente, el que abstrae en la experiencia lo que está
inseparablemente unido en ella: la cosa y la inteligencia. La
palabra utilizada para inteligencia es, obviamente, Intelligenz. Si el
filósofo abstrae la inteligencia de la cosa y deriva de ella la cosa,
esa filosofía se llama idealismo. Si hace lo contrario (derivar la
inteligencia de la cosa) se llama dogmatismo. No importa en
absoluto si el dogmatismo es racionalista o empirista. Eso no le
interesa a Fichte. Se trata por igual, tanto en el caso del
racionalismo como en el del empirismo, de una filosofía dogmática
(toda filosofía que deriva la inteligencia de la cosa es dogmática).
El problema con estas dos filosofías, el dogmatismo y el
idealismo, de acuerdo con el capítulo IV, es que son mutuamente
excluyentes. No se puede constituir un sistema que tome elementos
de uno y de otro. Es decir, son sistemas inconciliables. No se puede
hacer una solución de compromiso entre ellos: por eso, o se es
idealista o se es dogmático. No hay posibilidad alguna de tomar
elementos verdaderos de uno y otro y componer un sistema que
tenga lo mejor de ambos sistemas. No hay un sistema superador. El
idealismo kantiano, en este sentido, tampoco tendría que ser
pensado como un sistema que combina y concilia “lo mejor del
racionalismo” con “lo mejor del empirismo”. El idealismo de Kant
es “algo totalmente nuevo para la época”.
Por lo tanto, lo que Fichte va a proponer (ante la
imposibilidad de una solución de compromiso, de un sistema
conciliador entre idealismo y dogmatismo) es un criterio para
decidir si una filosofía idealista es mejor que una dogmática,
cuando uno tiene que elegir entre un sistema y otro. Lo que es
verdaderamente sugerente de la posición de Fichte es que él
sostiene que hay dos clases de filósofos, así como hay dos clases
de humanidad: algunos filósofos prefieren el dogmatismo y otros
el idealismo. Por supuesto, de las dos posturas la única que es
capaz de explicar verdaderamente cómo se constituye la
experiencia es el idealismo. Pero hay temperamentos dogmáticos y
apasionados (según Fichte) así como hay temperamentos
idealistas y fríos. Los apasionados prefieren el dogmatismo,
porque el dogmatismo tiene algo que lo hace enteramente atractivo
como filosofía: requiere ser defendido con pasión. La propia
insuficiencia especulativa del dogmatismo lo hace necesitado de la
defensa apasionada. Mientras que el idealismo requiere del otro
tipo de temperamento: de los temperamentos fríos, los que no
adoptan una filosofía que demanda, de parte del sujeto que la
sostiene, una encarnizada defensa. El idealismo no necesita ser
defendido. El dogmatismo, sí. Justamente, más allá de lo
interesante de esta observación que hace Fichte, es que no todos
los temperamentos se van a inclinar por el idealismo, aunque sólo
él pueda explicar lo que hay que explicar (la experiencia). En el
idealismo se puede explicar cómo se constituye la cosa a partir de
la inteligencia. Por eso mismo, digamos así, es una filosofía para
temperamentos fríos. Por otro lado, Fichte era leído como un gran
escritor en la época en que escribe las Introducciones a la Teoría
de la ciencia. Dentro de estas coordenadas, tiene razón al decir que
esta filosofía es para espíritus fríos (aun cuando lo diga en
términos de ironía retórica y con ánimo de polemista).
En el capítulo V de la Primera Introducción, me interesa
mostrar algo que, por la incompatibilidad que hay entre los dos
sistemas, hace que el idealismo se corresponda con un tipo de yo
que es distinto del tipo de yo con el que se corresponde la filosofía
dogmática. El tipo de yo de la filosofía dogmática es un yo
disperso, según Fichte, mientras que el yo con el que se
corresponde la filosofía idealista es un yo absoluto. Esto lo va a
analizar al final de la argumentación, pero por ahora sigue con la
contraposición de ambos sistemas. El yo de la filosofía dogmática
sería el yo que se infiere de todas las representaciones de la cosa,
sean representaciones acompañadas del sentimiento de libertad
(por ejemplo una fantasía) o acompañadas del sentimiento de la
necesidad.

El principio de los dogmáticos es la fe en las cosas, por


el propio interés de ellos; así pues, una fe mediata en su
propio yo disperso y sólo por los objetos sustentados.
[p. 45]

El yo que está sostenido por los objetos es un yo débil. Se


trata de un yo que sólo puede inferirse de las representaciones de la
cosa en sí, no es enteramente autónomo, verdaderamente absoluto.
Es un yo débil (el yo del dogmatismo) contra el yo fuerte del
idealismo.

Pero quien llega a ser consciente de su independencia


frente a todo lo que existe fuera de él -y sólo se llega a
esto haciéndose algo por sí mismo, independientemente
de todo-, no necesita de las cosas para apoyo de su yo,
ni puede utilizarlas, porque anulan y convierten en
vacua apariencia aquella independencia [p. 45]

Fichte parece Hegel en su exposición del principio de la


ironía (el Yo que pone el no-Yo). No es tan exagerado Hegel
cuando dice que lo que hacen los hermanos Schlegel es tomar el yo
fichteano y aplicarlo en una filosofía del arte. Es una muy buena
lectura –también en lo que tiene de exageración- de aquello en lo
que, en parte, consiste la ironía. La ironía es el yo fichteano
elevado a juez en materia de cuestiones estéticas: bien podría
leerse así. ¿Qué es el crítico sino un yo fichteano en acción? ¿Qué
es Schlegel sino un gran aplicador del yo fichteano? Hay algunos
momentos en los cuales Fichte define lo que es este yo que
Schlegel parece haber transliterado para explicar qué es la ironía.
“El yo que este hombre posee y le interesa, anula aquella fe en las
cosas”. Parece otra definición de la ironía. ¿Qué es la ironía sino
esta anulación de la fe en las cosas, por la cual las cosas son lo que
son sólo por su referencia al yo? Hay cosas que son bellas porque
el yo lo dice, porque el juicio sobre ellas sentencia en ellas la
belleza. Sigo en el punto 5 (pág. 46): “El dogmático cae, con el
ataque a su sistema, realmente en peligro de perderse a sí mismo”.
El dogmático sostiene su yo en las cosas: esto que dice Fichte no
es una mera forma de hablar. Si cae el sistema del dogmático, cae
el yo del dogmático. Un yo como el de las Meditaciones
metafísicas de Descartes, justamente, se sostiene si se sostiene el
sistema. Ese yo es el fundamento, en última instancia, de la
existencia del mundo. Pero si no se prueba la existencia del mundo
con la prueba de la existencia de Dios, ese yo queda encerrado en
el solipsismo. El yo cartesiano es un yo amenazado -en el sentido
de la lectura derridariana- por la locura. Es un yo que puede
“perderse”, literalmente. El racionalismo y el empirismo, como
sistemas que derivan el yo de las cosas, son dogmatismos. También
lo es la filosofía de Leibniz.
En los casos de la filosofía dogmática (empirismo y
racionalismo) se trataría filosofías cuyo yo no se sostiene sin la
existencia de las cosas. Es un yo dependiente de las cosas y, en ese
sentido, es un yo disperso, anterior al “yo pienso” kantiano, un yo
“que acompaña todas mis representaciones” anteponiéndose a
ellas. Por supuesto, ustedes me dirán ¿desde dónde este yo
(dogmático) es menos –en el sentido de “inferior”- que otro yo
(idealista)? Lo es desde un yo absoluto. Lo es si se mide ese yo
con un yo absoluto. Si ustedes leen la tercera clase de Deleuze en
el libro Kant y el tiempo, la clase dedicada a lo sublime, la
exposición empieza mostrando la diferencia entre el yo cartesiano
y el yo kantiano. El yo cartesiano es todavía un sujeto pasivo.

Uno de los textos más bellos de Kant es “¿Cómo orientarse


en el pensamiento?”. En ese hermoso texto desarrolla toda
una concepción geográfica del pensamiento. Y tiene incluso
una nueva orientación: hay que ir más lejos. Descartes no
fue lo suficientemente lejos puesto que determinó ciertas
sustancias como sujeto. Haría falta ir más lejos y romper el
lazo del sujeto con la sustancia. El sujeto no es sustancia.

Deleuze, G., Kant y el tiempo, Buenos Aires, Cactus, 2008,


p. 76

Ahora bien, los románticos no leen literalmente esta


Tathandlung, como la piensa Fichte, en los términos de la filosofía
práctica kantiana, donde siempre hay más posibilidades que en la
filosofía teórica. El problema de la cosa en sí es una restricción
teórica, no práctica. Benjamin, en su tesis doctoral de 1919, El
concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán, en la cual
le dedica varios capítulos a la lectura que los románticos hacen de
Fichte, sostiene que en realidad, lo que hacen los primeros
románticos –fundamentalmente Schlegel- es trasladar a la filosofía
teórica lo que Fichte plantea para la filosofía práctica. No son
fichteanos en el sentido del homenaje y de la literalidad, de la
exégesis directa, como si trasladaran directamente a la estética la
filosofía fichteana. Quien dice que Friedrich Schlegel traduce a la
estética la filosofía fichteana del Yo es Hegel. Y lo dice como una
crítica, no como un elogio. Por eso digo que no se trata, en la
ironía schlegeliana, de una operación tan mecánica como la piensa
Hegel; no es que en el primer romanticismo esté tan ausente -como
Hegel dice que está- la filosofía propia; no creo que lo único que
hace Schlegel sea una aplicación a la crítica de arte de un kantismo
consecuente en el sentido de Fichte.
Lo que abre el primer romanticismo en el campo de la
estética es lo que podríamos llamar el kantismo sin cosa en sí o
postkantismo, es decir, un kantismo de las posibilidades ilimitadas,
un kantismo del yo infinito. Es en este punto que Kant y el primer
romanticismo se hermanan, en tanto hay algo en Kant que el
romanticismo puede extrapolar, y lo hace con la mediación de
Fichte, siendo más fichteanos que Fichte.
Pero también -propongo- el problema se podría pensar al
revés: no en términos de que la productividad infinita del yo sea
inconsistente con la (auto)limitación a que la cosa en sí sea
incognoscible, sino en términos de que, si la cosa en sí deja de ser
un límite para la filosofía idealista, es porque el yo se ha
infinitizado. Es decir, el filósofo idealista que es Fichte no
encuentra razón para que la filosofía de Kant tenga como problema
a la cosa en sí. El yo de la filosofía kantiana tiene el problema de la
cosa en sí en tanto problema de la cosa en sí kantiana, pero no
como un problema del yo.
Ese yo infinito es ya el yo del primer romanticismo. Quien
lee a Kant de manera romántica no encuentra sino una
inconsistencia en que la cosa en sí sea un problema. Ese yo infinito
es entonces el yo del primer romanticismo en sus dos modalidades
de entender la modernidad estética: la ironía –en Schlegel y el
Círculo de Jena- y el sistema -en la filosofía del arte de Schelling-.
La dificultad para hacer el pasaje de la filosofía del gusto a
la filosofía del arte es que la centralidad del sujeto había estado
garantizada por el ejercicio del juicio como ejercicio del gusto.
Por esto decíamos que el gusto era un lastre difícil de dejar atrás
para la filosofía del arte, es decir, para convertirse en una filosofía
cuyo tema es el arte, y no el gusto. Este lastre no va a desaparecer
de la estética. En su marco de nacimiento, podría decirse, el
problema del gusto es el que abre la reflexión. Pero si ese es su
marco de nacimiento -la estética nace de pensar el gusto y no de
pensar el arte-, podría decirse que también es su enfermedad
mortal, como si la estética no pudiera salir nunca de la soberanía
del sujeto. Lo que le da nacimiento es lo que permanentemente la
amenaza de muerte. Lo mismo que hace que el lenguaje
exacerbado de la “Oda a la alegría” suene hoy kitsch y el mundo
poético de Schiller parezca tan viejo como quimérico es,
precisamente, lo que hace que el problema del gusto siempre
parezca lo que envejece a la estética, lo que la hace depender de la
subjetividad, lo que la retrotrae a la metafísica de la subjetividad.
Podemos decir, en este sentido, que los problemas del primer
romanticismo nunca terminan de volverse, para bien y para mal,
problemas de museo, de anticuariado. Todo lo que en Kant no
envejece es lo mismo que envejece a Schiller; lo mismo que hace
de Kant un filósofo que se vuelve a leer y siempre dice otra cosa es
lo que hace que la “Oda a la alegría” nos haga pensar en la vieja
Europa. No se puede leer a Schiller salvo como pasado, como
historia; lo universal de la “Oda a la alegría” es lo universal-
ilustrado de Europa, y Europa es el símbolo universal de la vejez
del mundo, en lugar de ser el símbolo de su antigüedad. Es como si
Europa fuera un museo de sí misma y, precisamente, la “Oda a la
alegría” fuera su himno, no inmortal, sino senil. No se puede
soportar tanto kitsch en ese poema, porque ese mundo al que aspira
Schiller es ya un mundo marmóreo, un mundo que se celebra a sí
mismo en valores que nunca se pusieron ni se pondrían en práctica.
La universalidad a la que la “Oda a la alegría” aspira bien se
merece el nombre hegeliano de universalidad abstracta, en lugar de
universalidad concreta. Esto es lo que hace de esa universalidad,
planteada en los términos de Schiller, algo viejo de nacimiento, en
tanto se celebra -y lo celebra en los términos de Kant- algo siempre
no-vigente, en tanto nunca se realiza y siempre es aspiración.
En este sentido, uno podría pensar la “Oda a la alegría”
como símbolo de lo europeo, como un símbolo vetusto, pero
también como un Museo Británico expandido. El Museo Británico,
entendido como el símbolo del poder colonial de un Imperio, es
también el símbolo de la Ilustración. El Museo Británico
londinense propone un recorrido que es una celebración del
momento ilustrado: su recorrido es, en realidad, el recorrido de un
autoproclamado progreso de la razón. Los distintos períodos de las
distintas culturas están distribuidos en las distintas salas según
continentes: ese es el recorrido del progreso. Y el discurso oficial
del museo en su disputa con el gobierno de Grecia -que desde la
década de 1980 le reclama las esculturas del Partenón- es el
discurso ilustrado: el Museo existe desde 1753 para que se puedan
contar a un público mundial los más de dos millones de años de
historia humana. Esta insistencia en que el público del Museo
Británico es el mundo, de que está abierto al mundo, es lo que hace
del Museo Británico un símbolo autocelebratorio de la Ilustración.
De hecho, la última sala es, precisamente, la que está dedicada a la
Ilustración.
El Museo es a la vez un símbolo de la Ilustración y un
símbolo de la rapiña. Uno puede pensar la “Oda a la alegría”,
entonces, como el proyecto de un himno europeo –como dice
Esteban Buch-, pero también como el símbolo de la contradicción
que el proyecto ilustrado mismo encierra: la expansión colonial y,
al mismo tiempo, la celebración de lo rapiñado. En la épica
colonialista, lo conseguido por la violencia, a través de las
conquistas de los tesoros de otros pueblos, se celebra como los
logros de la humanidad. La civilización tiene que tener un museo
de sí misma, así como lo tiene que tener el progreso. Ese museo es
el Museo Británico.
En una ciudad como Londres, una de las ciudades más
caras del mundo -también para los británicos-, los museos públicos
son gratuitos. La única dificultad es llegar hasta ellos (no acceder
a ellos). Esta contradicción es también la de la Ilustración, con su
propia idea autocelebratoria, la “Oda a la alegría”, y su propia
institución autocelebratoria: el Museo Británico. El Museo
Británico –dijimos- es fundado en 1753, es decir, cuatro años antes
de la publicación de la Indagación sobre el origen de nuestras
ideas de lo sublime y de lo bello, de Burke, de los ensayos de
estética de Hume -del mismo año- y el Ensayo sobre el gusto, de
Montesquieu, que iba a estar destinado a la Enciclopedia. Por eso
también puede ser entendido como el símbolo máximo de la
centralidad del sujeto moderno, cuando se vuelve un sujeto
ilustrado. Es decir, el sujeto ilustrado es el sujeto de la rapiña, el
sujeto burgués, y al mismo tiempo el sujeto que le da el sentido de
un progreso a los más de dos millones de años de cultura. Por eso,
en el folleto donde el Museo Británico explica por qué, en su
disputa con el gobierno de Grecia, tiene derecho a poseer las
esculturas del Partenón, aclara cuáles son los otros museos del
mundo que tienen también partes del Partenón y no las devuelven.
Es como si el discurso oficial del museo fuera: nosotros somos
nada más que el museo que más rapiña hizo, pero conservamos lo
rapiñado en nombre de la humanidad. Esas esculturas no son
británicas, aunque el museo se llama Británico, y aunque estén en
territorio británico. El Museo Británico es el símbolo del
espectáculo que se da, para sí misma, la humanidad civilizada: el
museo abierto al mundo. En algún lugar, alguna persona, algún día,
puede encontrar las reliquias que encarnan el progreso humano.
Por ejemplo, puede ver la piedra Roseta. Hasta los griegos pueden,
perfectamente, ir a ver las partes que les faltan al Partenón.
Celebrar la Ilustración, para quien lo ve desde un lugar ex–
céntrico, es celebrar la rapiña. Este acceso universal al museo es el
acceso a dos millones de años de rapiña europea, no (o no sólo) de
progreso. Esta contradicción no aparece reflejada en el discurso de
la propia institución.
Aquí se ve este doblez que estamos viendo, en este curso de
Estética, entre lo burgués y lo ilustrado. Hay un pequeño pliegue
donde esa rapiña, esa apetencia del objeto, precisamente, como
dice Kant, hay que frenarla. La actitud ilustrada, en la versión
kantiana, no deja de ser el freno a la apetencia burguesa: “sólo
contemplemos desinteresadamente –nosotros, los cosmopolitas
europeos- las riquezas que nos apropiamos”. Disfrutemos de los
manteles, de los jardines, del diseño barroco de muebles,
disfrutemos de la riqueza, no en lo que tiene de rapiña, de
apetencia burguesa, sino en lo que tiene de bello. Hay algo de
altísima civilización en el juicio estético, que es precisamente lo
que celebra la figura del museo: la capacidad de ver lo que no tiene
sino un valor de rapiña, lo que no tiene sino un valor económico,
bajo la perspectiva de la abstracción de la forma. En el Museo
Británico, como símbolo ilustrado, está presente esta duplicidad.
La Ilustración es esa duplicidad: la actitud de rapiña y la capacidad
de tomar distancia de lo rapiñado y disfrutarlo sin apetencia.
El momento que estamos estudiando, el del nacimiento de
la estética, es también el momento del nacimiento de los grandes
museos europeos. Esta actitud contemplativa de la que habla la
estética kantiana es, precisamente, la que demanda el museo.
El problema que aparece en relación con este sujeto –el de
la rapiña y el de la contemplación, este sujeto central y
autocentrado, el sujeto burgués- es que se vuelve absoluto con
Kant, e infinito en el idealismo de Fichte. La cosa en sí, el residuo
incognoscible de la experiencia, a partir de Fichte, se convierte en
la vieja cosa en sí kantiana.
La filosofía de Fichte se presenta como un idealismo
(kantiano) consecuente, pero también como un idealismo absoluto:
sabe que la cosa se produce ante los ojos del pensador –podríamos
decir nosotros, ante los ojos de la mente, y no ante los ojos de la
sensibilidad-; sabe que la cosa no es más que un producto de ese
sujeto que la ha puesto, y que no hay nada que demostrar al
respecto. Lo que caracteriza a este yo como absoluto es su
inmanencia y su carácter reflexivo –pero reflexivo en el modo de
la acción, de la actividad creadora. No se necesita más que hacer
una introspección para encontrar esa capacidad productiva que
tiene el yo. Podemos pensar que esta autoobservación, que Fichte
propone en el modo del cogito cartesiano, es la prueba de la
infinitud del yo, y de esta infinitud del yo emana la filosofía
idealista.
Fichte es muy consciente de que tiene un público y de
cómo está conformado ese público filosófico: es un público joven.
Y por otro lado, aparece también la idea de que no hay manera de
convertir a alguien en idealista. No es una filosofía que pueda
apelar al convencimiento, una filosofía que pueda hacer
demostraciones argumentativas de su valor filosófico. En este
sentido, el filósofo se hace a sí mismo: por medio de la
introspección, tiene asegurado el punto de vista idealista.
En esta apelación a la juventud quizás podríamos ver el
sesgo iniciático –el sesgo de círculo y de vanguardia- al que invita
el propio Fichte, y que dará lugar al Círculo de Jena. Por eso les
decía que el primer romanticismo es un círculo de adoradores de
Fichte, en tanto tiene esa actitud de creer que ellos sí han entendido
la filosofía de Kant vuelta consecuente consigo misma por Fichte;
ellos sí han sacado de Kant las consecuencias que son necesarias
para ser filósofo, es decir, para poder hacer crítica de arte como
filosofía idealista, o filosofía idealista como crítica de arte. Quien
se diferencia del círculo en este punto –y al diferenciarse lo rompe,
podría decirse- es Schelling, con su idea de sistema.
¿Cuál sería, entonces, el “atrévete a pensar” de Fichte?
(parafraseando el comienzo del opúsculo kantiano “¿Qué es
ilustración”). Decir: el yo puede conocer lo que él mismo produce.
Eso producido, en tanto producido, no podría sino ser producido
por esa fuente originaria de todo conocimiento que es el yo. Es
más, podemos intuir ese yo y ahí me parece que es donde está lo
más problemático de Fichte: que el filósofo tiene que intuir el yo.
Pero, aunque Fichte no pueda enseñar a hacerlo, no habría ninguna
razón por la cual un idealista tendría que aceptar que produce el
conocimiento pero tiene un límite para conocer.
El filósofo requiere un acto enteramente libre por el cual
pueda percibirse a sí mismo constituyendo el todo, como para que
pueda ser verdaderamente ésa la instancia soberana en la que se
funda la Teoría de la ciencia. Para eso, es necesario hacer el
análisis: separar la inteligencia de la cosa. Ahora bien, la operación
de abstracción por sí sola no garantiza que yo conozca de la
manera en la cual tiene que conocer el filósofo. No es automática
la intuición intelectual, no es automático el intuir el yo por el
hecho de que yo, como filósofo, produzca la abstracción. En todo
caso, en la medida en que esa posibilidad está dada y yo sólo tengo
que encontrarla, y lo hago, tendría el fundamento, así, ante mis
ojos.
En este sentido, para entender el modo en el cual este yo –
el yo fichteano, el yo=yo− sería el yo de ironía romántica (lo que
postula Hegel), hay que entender que hay un tipo de actividad en la
cual es mucho más fácil, desde el punto de vista cognoscitivo,
acceder a ese carácter de fuente de toda realidad que tiene el yo: la
actividad crítica como la actividad del crítico de arte (teniendo en
cuenta que el crítico de arte, en tanto constituye con su actividad la
artisticidad del objeto artístico, es un crítico-artista). Lo que en
Fichte es la actividad nodal del filósofo, en Schlegel es la actividad
nodal del crítico. Efectivamente, en la crítica es mucho más fácil
experimentar esta soberanía absoluta de yo, esta capacidad de que
todo lo que no sea el yo sea en tanto es producto del yo. En la
operación de juzgar belleza se constituye el objeto bello, como si el
objeto bello no tuviera (porque no tiene) ninguna otra realidad que
no sea la que adquiere a través de la operación que lo juzga y que,
al juzgarlo, lo produce como objeto.
El hecho de que cualquier objeto antiguo, medieval o
moderno pueda ser reivindicado como bello a través de la actividad
judicativa implica que la actividad judicativa del crítico es una
actividad judicativa enteramente productiva, como si el objeto no
hubiera existido. Es una actividad que podríamos entenderla casi
como un producir belleza a partir de la nada. No importa el objeto,
sino el yo que lo declara bello. De ahí que Hegel vea crítica en
lugar de filosofía en esta actividad y que diga que no es un talento
especulativo –un talento filosófico-, sino un talento crítico el que
tenían los hermanos Schlegel. Por otra parte, Hegel reconoce ese
talento crítico como un talento: ese talento es el que diferenció a
los hermanos Schlegel de lo que se entendía por “críticos” en su
época.
En el yo de la ironía es donde mejor podemos entender esta
actividad autoproductiva del yo que se vuelve, para la filosofía,
casi una actividad inefable. No se puede enseñar y no depende del
filósofo aprenderla y practicarla. En la crítica en el sentido
schlegeliano encontramos una actividad puramente creadora de sí
misma, puramente productiva.
La estética no puede ser todavía filosofía del arte en sentido
pleno con el primer romanticismo en su versión schlegeliana, pero
sí puede ser crítica de obras de arte. La crítica de obras de arte es el
ejercicio del juicio estético entendido como tal después de Kant;
como juicio estético sin el problema de la cosa en sí; como juicio
estético realizable y realizado por un yo infinito. El juicio estético,
entonces, produce la obra de arte, o mejor dicho, produce la
artisticidad de la obra de arte. Para que se amplíen los límites del
juicio estético precisamente en el momento en que se aplica al
campo específico del arte, lo que se debe ampliar son los límites de
lo bello.
Ahora bien, ¿cómo es que se amplían los límites del juicio
estético precisamente en el momento en que se confinan a la obra
de arte? El juicio estético, en Kant, estaba dirigido a cualquier
objeto de la apetencia cotidiana, sólo que juzgado desde una
perspectiva contemplativa, y no desde una perspectiva práctica o
teórica: ¿por qué ahora sería más amplio que antes?
La estrategia para que se amplíen los límites del juicio
estético cuando se concentran sobre la obra de arte es la
ampliación de la categoría de lo bello. De hecho, hay un opúsculo
de Friedrich Schlegel de 1794 –el mismo año de publicación de la
Wissenschaftslehre- que se llama Sobre los límites de lo bello. El
problema de lo bello kantiano es que es limitado, y lo es justo en la
época en la que el burgués aspira a lo ilimitado, y en la cual el yo,
filosóficamente, se sabe a sí mismo absoluto, productivo, infinito.
Es como si hubiera en este punto un temor kantiano a su propia
filosofía; como si la filosofía kantiana se pusiera en lo teórico
límites que por sí misma no tiene.
La ampliación de los límites de lo bello consiste en
incorporar a su concepto lo que para Kant era su límite: lo
agradable, lo bueno (es decir, lo interesante) y lo sublime. Lo más
cercano a una nueva definición de lo bello aparece en el fragmento
108 de los Fragmentos de Athenaeum.
Estos Fragmentos, cuando se publicaron en la revista
Athenaeum, no aparecieron firmados. En cambio, los Fragmentos
Críticos o Fragmentos del Lyceum sí son todos de Friedrich
Schlegel. En las ediciones críticas se aclara de quién es la autoría
(si son de Friedrich o de August Schlegel, de ambos, o de
Schleiermacher o de Novalis o si la autoría es dudosa o no se ha
podido determinar). La definición ampliada de lo bello aparece en
el fragmento 108 de los Fragmentos de Athenaeum:

[108] Lo bello es al mismo tiempo seductor y sublime.


[Schön ist, was zugleich reizend und erhaben ist].

Si lo leemos más literalmente: Es bello lo que es al mismo


tiempo seductor y sublime. La palabra que aparece traducida como
“seductor” es reizend. El sustantivo Reiz es la palabra que, en el
tercer momento de la Analítica de lo bello, aparece traducida por
García Morente como “estímulo”. Es precisamente eso que puede
llevar al juicio estético a convertirse en un juicio sobre lo
agradable y no sobre lo bello. El adjetivo reizend es un participio
presente: noten el formante de participio presente –nd. Está bien
traducido por “seductor”, pero también podríamos traducirlo por
“estimulante”, que tiene la ventaja de ser también un participio
presente en castellano [formante -nt] y también, en la misma línea,
por “atrayente”. No sé si notaron que la crítica literaria, cuando se
queda sin adjetivos y apela a los lugares comunes, suele decir que
un libro es atrapante. El participio presente siempre da esa idea de
una acción que proviene del pasado, pero continúa realizándose en
el presente. Reizend, entonces, tiene este componente: es algo que
atrapa, que seduce, que estimula. Y la otra palabra es “sublime”, tal
como aparece en Kant: erhaben. “Lo sublime”, en cambio, tiene
como formante haben, que es “tener”.
Lo bello tiene que ser seductor -atrapante, estimulante,
atrayente, atractivo- y sublime. Es decir, tiene que hacerse de las
categorías que eran sus opuestas: lo atrayente era lo agradable
kantiano, y lo sublime era la otra categoría estética que no era lo
bello. Ahora, bello es lo que es a la vez sublime y agradable. Es
atrapante para los sentidos, irresistible para los sentidos y, al
mismo tiempo, inapresable para ellos. Es decir, lo bello tiene que
ser paradójico; tiene que ser algo casi imposible de abarcar con los
sentidos y al mismo tiempo irresistible para ellos. Claramente, ya
no alcanza con lo bello kantiano, que consiste en la abstracción de
la forma. Esto es poco para ser belleza romántica. Alguien
malicioso, alguien muy nietzscheano avant la lettre, podría decir
que la belleza romántica es la belleza más apta para este estado
debilitado del gusto que el joven Schlegel denuncia. Los
románticos le están dando al público lo que el público necesita.
Son psicólogos del gusto, si hacemos un sociologismo de esta
voluntad de atrapar, de hacer irresistible el objeto bello. Pero, por
otro lado, podríamos decir que al correrse los límites de lo bello
también se corren los límites del arte. Y esto es lo que se puede
entender como el giro copernicano romántico que busca Schlegel
en Sobre el estudio de la poesía griega: encontrar algo que tenga
las características de lo bello kantiano –lo bello desinteresado-,
pero al mismo tiempo rompa con las ataduras kantianas que
separan lo agradable, lo bello y lo sublime y construya lo bello
interesante. Pero con la ampliación de los límites de lo bello
también cambia la categoría de lo sublime:

[110] Es un gusto sublime preferir siempre las cosas en la


segunda potencia. Por ejemplo, copias de imitaciones,
evaluaciones de reseñas, agregados a anexos, comentarios a
notas. Es más propio de nosotros, los alemanes, preferir
aquello donde se trata de prolongar. Los franceses prefieren
aquello que favorece la brevedad y vacuidad; su instrucción
científica suele ser la abreviatura de un extracto, y el
producto más excelso de su arte poético, su tragedia, es sólo
la fórmula de una forma. [Es ist ein erhabener Geschmack,
immer die Dinge in der zweiten Potenz vorzuziehn. Z.B.
Kopien von Nachahmungen, Beurteilungen von
Rezensionen, Zusätze zu Ergänzungen, Kommentare zu
Noten. Uns Deutschen ist er vorzüglich eigen, wo es aufs
Verlängern ankommt; den Franzosen, wo Kürze und
Leerheit dadurch begünstigt wird. Ihr wissenschaftlicher
Unterricht pflegt wohl die Abkürzung eines Auszugs zu
sein, und das höchste Produkt ihrer poetischen Kunst, ihre
Tragödie, ist nur die Formel einer Form]. [A.W. Schlegel]

Este fragmento (atribuido a August Schlegel), por un lado,


cataloga el gusto sublime como un gusto que se caracteriza por
preferir las cosas elevadas a la segunda potencia. Ahora bien, en
los ejemplos que da vemos que no se trata solamente de un gusto
por lo complicado, por enrular el rulo, digamos así, sino por lo que
ha perdido ya toda referencia al objeto, todo contacto real con la
cosa, todo referente. Lo sublime parece ser lo sin referente; el
disfrute mismo de la facultad de lo suprasensible. En cierto punto,
es el gusto de una facultad de lo onanista: ¿qué es lo sublime sino
el placer de la facultad de lo sublime?; el placer sublime pasa a ser
el placer del no referente; el placer de la falta de contacto con todo
objeto. Si lo sublime kantiano era informe, lo sublime romántico
aspira a disfrutar de la pérdida de contacto con el objeto.
Por otro lado, el fragmento admite que hay un gusto francés
y un gusto alemán, entendidos como antagónicos; el primero es el
gusto por lo breve, el segundo por lo prolongado; el gusto francés
es el gusto por lo formal, por lo vacío, y el alemán, por lo viscoso,
por lo denso. Cuando se dice de algo alemán, citando a Borges, “es
alemán en el mal sentido del término”, se alude, en parte, a lo que
ya refiere el fragmento: al gusto por lo fáustico, lo nocturno, lo
complicado. Pero también hay un gusto sublime francés, que es su
contrario. Hay un sublime francés y un sublime alemán. Lo
sublime romántico es, casi, lo sublime kantiano hiperbolizado: un
gusto de la facultad suprasensible por satisfacerse onanistamente a
sí misma.
Los fragmentos de Friedrich Schlegel que vamos a analizar
son aquellos que perfilan, dentro del primer romanticismo, una
teoría de la ironía. La ironía, en el primer romanticismo, está
pensada como un programa filosófico y, como tal, se lo diferencia
de la ironía socrática. La ironía socrática sería el programa de la
ironía antigua y la ironía romántica, el programa de la ironía
moderna.

[42] La filosofía es la auténtica patria de la ironía, que


desearía definirse como belleza lógica. Pues en todas las
conversaciones orales y escritas en las cuales no se filosofa
sistemáticamente hay que brindar y exigir ironía. Incluso
los estoicos consideraban la urbanidad como una virtud.
Hay, además, una ironía retórica que, utilizada con
discreción, tiene un efecto óptimo, especialmente en lo
polémico. Sin embargo, se enfrenta a la sublime urbanidad
de la musa socrática, como la magnificencia del más
brillante discurso de arte se enfrenta a una tragedia antigua
de alto estilo. Sólo la poesía puede también elevarse desde
este lugar hasta la altura de la filosofía, y no está
fundamentada en pasajes irónicos como la retórica. Hay
poemas antiguos y modernos que respiran constantemente
en el todo y por doquier el hálito divino de la ironía. En
ellos vive realmente una bufonería trascendental. En el
interior, el estado de ánimo que pasa todo por alto, y se
eleva infinitamente encima de todo lo condicionado,
incluso encima de su propio arte, virtud y genialidad. En el
exterior, en la ejecución, la manera mímica de un buen
bufón italiano habitual.

Schlegel, Friedrich, Fragmentos críticos, en: Lacoue-


Labarte, Philippe y Nancy, Jean-Luc, El absoluto literario.
Teoría de la literatura del romanticismo alemán, trad.
Cecilia González y Laura Carugati, Buenos Aires, Eterna
Cadencia, 2012, pp. 117-118

Uno podría pensar, en primera instancia, que la ironía


socrática –tal como la presenta Schlegel en este fragmento, es un
antecedente de la ironía romántica; pero la relación es no es tan
obvia. Schlegel reconoce que hasta la ironía socrática, aun siendo
la forma de ironía más involuntaria (por darse dentro del marco de
una cultura natural, aunque sea en un momento de crisis de esa
naturalidad), aun siendo la forma de ironía más difícil de recrear
(o de imitar) en la cultura artificial moderna, tiene un elemento de
fingimiento. Es decir, es parte del programa de toda ironía jugar
con el interlocutor. Hay una estructura dialógica, y el interlocutor
es objeto de mofa o, como dice después, de bufonería
trascendental. De hecho, la figura que caracteriza a la ironía en el
sentido romántico es la del Witz, una palabra que las traductoras de
los Fragmentos la dejan en alemán y en el Glosario del libro (El
absoluto literario) aclaran que significa “chiste” o “juego de
palabras”, pero también la facultad de producirlos. Este matiz es
importante: el ingenio es tanto la facultad de producir chistes o
juegos de palabras como su producto. Hay principio lúdico en el
Witz, que es propio del humor: superponer elementos de distinto
origen; por ejemplo, elementos de origen espurio con otros de
origen noble, elementos de origen popular con otros de origen
culto. Es decir, hacer un constructo de elementos dispares. Esta es
la facultad del Witz.
En la ironía socrática también hay algo de artificio, aun
cuando se trate de una ironía propia de una cultura natural. Hay
algo de fingimiento, de juego, de tramoya, de conspiración, para
llevar al interlocutor, por la vía negativa, no a una definición, sino
a una aporía. La ironía socrática también tiene algo de artificial y
artero, aunque pertenezca a una cultura natural, donde todo lo
público es bello. Dividimos, ahora, el fragmento 42, para poder
analizarlo:

La filosofía es la auténtica patria de la ironía, que


desearía definirse como belleza lógica. Pues en todas
las conversaciones orales y escritas en las cuales no se
filosofa sistemáticamente hay que brindar y exigir
ironía [Die Philosophie ist die eigentliche Heimat der
Ironie, welche man logische Schönheit definieren
möchte: denn überall wo in mündlichen oder
geschriebenen Gesprächen, und nur nicht ganz
systematisch philosophiert wird, soll man Ironie leisten
und fordern;...]

La ironía se opone a lo sistemático y se identifica con lo


fragmentario o con lo dialógico (con lo que lo dialógico tiene de
fragmentario, de aporético, y de abierto). El de Schlegel es un
pensamiento irónico estructuralmente fragmentario también en lo
dialógico. O, si quieren, las conversaciones –como Conversación
sobre la poesía, de Friedrich Schlegel, y Las pinturas.
Conversación en el Museo de Dresde, de August y Caroline
Schlegel- son también modos fragmentarios de abordar la
totalidad. Cada personaje del diálogo aporta su visión de un tema.
Al igual que los diálogos socrático-platónicos, las conversaciones
protorrománticas son aporéticas y abiertas: se interrumpen sin
llegar a resolver el problema (en lugar de concluir con el problema
resuelto a través de una definición); el final es una interrupción, no
una conclusión. Se terminan en un punto que no puede ser
totalmente arbitrario, pero tampoco puede equivaler a una
conclusión. Podrían seguir, aunque no siguen.
En ese sentido, la filosofía es la “auténtica patria” de la
ironía, en tanto la ironía es una actividad productivo-intelectual del
yo, más que una actividad productivo-artística. La actividad del yo
no se identifica con la realización de una obra de arte concreta,
cerrada y terminada, que se exhibe para el juicio crítico ajeno, sino
con una actividad que instituye la artisticidad de la obra sin
necesidad de realizarla (y ésa es la actividad propia del crítico de
arte en lo que esa actividad tiene de actividad filosófica: fundar un
programa de lo que es la belleza en el acto de juzgar una obra de
arte particular). La filosofía, si se practica en el modo de la ironía,
no puede ser sistemática. No es que Schlegel fuera incapaz de
sistematicidad –como de algún modo piensa Hegel al criticarlo-,
sino que no concebía la filosofía más que como ironía. Ironía y
fragmento, en Schlegel, van juntos (aun cuando escriba también en
forma de diálogo, de epístola, de poema en prosa o de clase)
porque ese es su modo de entender el acceso filosófico a la
totalidad (no porque descrea del saber absoluto o piense que “el
todo es lo falso”, según el aforismo más famoso de Minima
moralia, de Adorno). El fragmento tiene una relación con la ironía
que es, de algún modo, independiente de la herencia fichteana: se
accede al saber absoluto por la vía del fragmento. Continúo con el
fragmento 42.

...incluso los estoicos consideraron la urbanidad una


virtud. […und sogar die Stoiker hielten die Urbanität
für eine Tugend.]

El diálogo en el modo de la oralidad cotidiana (el conversar


con un interlocutor que no es un filósofo) aparece reivindicado
como arte de los antiguos. Es un modo de urbanidad y la
urbanidad, un modo de la virtud. No sólo Sócrates era un autor que
no escribía y no publicaba (podríamos decir), sino que también los
estoicos eran “prácticos de la urbanidad”. Hay, además, un arte
estoica de la paradoja: “la risa en las lágrimas” –según la fórmula
hegeliana-. La ironía en sentido antiguo no puede ser separada del
diálogo y de la oralidad (incluso cuando se la usa en la polémica
escrita aparece la figura del interlocutor: el escribir contra alguien).

Hay, además, una ironía retórica que, utilizada con


discreción, tiene un efecto óptimo, especialmente en lo
polémico. Sin embargo, se enfrenta a la sublime urbanidad de
la musa socrática, como la magnificencia del más brillante
discurso de arte se enfrenta a una tragedia antigua de estilo
elevado. [Freilich gibts auch eine rhetorische Ironie, welche
sparsam gebraucht vortreffliche Wirkung tut, besonders im
Polemischen; doch ist sie gegen die erhabne Urbanität der
sokratischen Muse, was die Pracht der glänzendsten
Kunstrede gegen eine alte Tragödie in hohem Styl.]

Schlegel diferencia el uso retórico de la ironía del uso


filosófico de la ironía. La ironía es una forma de hacer filosofía.
No es que Schlegel practique la ironía como una forma de
exposición de una filosofía que no tendría forma fragmentaria sino
sistemática (la filosofía de Fichte), sino que su pensamiento irónico
es su (única) filosofía. Si el pensamiento de Fichte es un “kantismo
consecuente” o un “kantismo sin Kant (o después de Kant)”, el de
Schlegel es un “fichtismo consecuente” o un “fichtismo sin Fichte
(o después de Fichte)”. Schlegel pone en práctica el Yo absoluto de
la filosofía de Fichte y la forma filosófica que toma es la de la
ironía.
El uso retórico de la ironía, por eso mismo, no debe
confundirse con la ironía filosófica. La polémica más elevada no se
puede ni comparar con la ironía socrática. La ironía socrática se
caracteriza por la “sublime urbanidad”: aún la ironía antigua ya
tiene en sí un componente propio de la ironía moderna, que es la
paradoja. Una urbanidad sublime es, de algún modo, una urbanidad
paradójica. En lo sublime conviven dos elementos opuestos que no
pueden conciliarse: la totalidad y la infinitud. De ahí que la idea de
la razón se imponga a partir del fracaso de la imaginación (en la
Analítica de lo sublime de Kant). Sócrates, en este sentido,
pensado schlegelianamente, es alguien que, por la vía de la ironía,
entra en conflicto con la urbanidad propia de la polis. Busca poner
en crisis al interlocutor, haciéndolo dudar de lo que sabe, porque
no puede fundamentarlo. Pero tampoco la línea mayéutica del
diálogo –como contrapeso de la línea irónica- le devuelve al
interlocutor la tranquilidad, llevándolo hacia una verdad alternativa
a la que perdió.
Pero la vía de acceso al saber absoluto no la garantiza en
exclusividad la filosofía. La filosofía está en pie de igualdad con la
poesía, también en relación a la ironía.

Sólo la poesía puede también elevarse desde este lugar


hasta la altura de la filosofía, y no está fundamentada en
pasajes irónicos como la retórica. Hay poemas antiguos y
modernos que respiran constantemente en el todo y por
doquier el hálito divino de la ironía. En ellos vive realmente
una bufonería trascendental. [Die Poesie allein kann sich
auch von dieser Seite bis zur Höhe der Philosophie erheben,
und ist nicht auf ironische Stellen begründet, wie die
Rhetorik. Es gibt alte und moderne Gedichte, die
durchgängig im Ganzen und überall den göttlichen Hauch
der Ironie atmen. Es lebt in ihnen eine wirklich
transzendentale Buffonerie.]

La ironía no puede ser una forma puramente retórica que se


le incorpora a la filosofía o a la poesía en tanto se busca la
polémica. Schlegel plantea que existe una ironía antigua y otro
moderna, pero todavía –en este fragmento- no plantea las
diferencias (estas diferencias las plantea en el fragmento 108). No
obstante, en el fragmento 42 termina presentando uno de los rasgos
principales de la ironía moderna: la infinitud del yo que la hace
posible.

En el interior, el estado de ánimo que pasa todo por alto, y se


eleva infinitamente encima de todo lo condicionado, incluso
encima de su propio arte, virtud y genialidad. En el exterior, en la
ejecución, la manera mímica de un buen bufón italiano habitual.
[Es lebt in ihnen eine wirklich transzendentale Buffonerie. Im
Innern, die Stimmung, welche alles übersieht, und sich über alles
Bedingte unendlich erhebt, auch über eigne Kunst, Tugend, oder
Genialität: im Äußern, in der Ausführung die mimische Manier
eines gewöhnlichen guten italiänischen Buffo.]

La infinitud del yo, tematizada por Fichte, era impensable en


la ironía antigua. La ironía moderna, debido a la infinitud del yo,
es una ironía infinitizada, para la que cualquier cosa puede
volverse su objeto. Al contrario, la ironía antigua estaba
circunscripta a ciertas actitudes excéntricas, por las que se ponía en
crisis la organicidad de la polis. Por eso aparece asociada a lo
retórico, a lo poético, al diálogo socrático, pero esa asociación (con
la retórica, la poesía o la filosofía) requiere de fuerte componente
racional. Es la razón la que hace irrumpir la paradoja en el mundo
antiguo. Schlegel no pretende -podríamos sobreentender- la
traslación de la ironía antigua al contexto moderno, sino que exista
una forma enteramente moderna de la ironía, sin que pierda esta
característica de bufonería trascendental.
La infinitud del yo que se descubre en la modernidad permite
aplicar la ironía, conscientemente, a cualquier tipo de objeto y que
ese objeto, por haber pasado por el tamiz de la ironía, se convierta
en un objeto moderno. Por tratarse de una disposición de ánimo
que todo lo abarca, la ironía hace coincidir la infinitización del yo
con la infinitización de sus posibilidades: por eso se crea una
disposición de ánimo lánguida, porque un yo infinito se puede
disponer sobre cualquier objeto, pero la infinidad de posibilidades
lleva a la indecisión sobre cuál elegir. Por otro lado, esta
disposición del ánimo se eleva por encima de todo. Todo lo que es
condicionado ella lo puede superar, como si todo le fuera exterior
y, por esa misma razón, por resultarle exterior, lo puede hacer
propio y luego abandonarlo. En el fragmento 108 aparece más
desarrollado en qué consiste esta capacidad (lo copio por partes, a
medida que lo analizo, porque es largo):

[108] La ironía socrática es la única involuntaria de modo


absoluto y, no obstante, es un absoluto fingimiento sensato.
Es tan imposible crearla artificialmente como develarla. Para
quien no la posee sigue siendo un enigma aún después de la
confesión más sincera. No debe engañar a nadie como a
aquellos que la consideran como un engaño y que o bien
gozan con la maravillosa picardía de considerar a todo el
mundo como lo mejor, o bien se disgustan cuando la sanción
establece que ellos mismos también estarían incluidos. [Die
Sokratische Ironie ist die einzige durchaus unwillkürliche,
und doch durchaus besonnene Verstellung. Es ist gleich
unmöglich sie zu erkünsteln, und sie zu verraten. Wer sie
nicht hat, dem bleibt sie auch nach dem offensten Geständnis
ein Rätsel. Sie soll niemanden täuschen, als die, welche sie
für Täuschung halten, und entweder ihre Freude haben an
der herrlichen Schalkheit, alle Welt zum besten zu haben,
oder böse werden, wenn sie ahnden, sie wären wohl auch mit
gemeint.]

La ironía moderna es una ironía creada artificialmente y que


se debe crear artificialmente, porque no puede ser pertenecer a la
urbanidad –a los modos de conversación y argumentación
vigentes- de manera espontánea o natural. No obstante, hasta la
ironía socrática tiene algo de fingimiento, aun siendo la más
involuntaria, la más natural (sabiendo que la ironía es algo de por
sí artificial) y la más difícil de recrear dentro de la urbanidad
moderna.
El primer problema de la ironía es su relación intrínseca
con el yo (con el yo del ironista). El propio yo del ironista está
incluido y excluido, al mismo tiempo, de la ironía. La ironía
moderna, en su infinitud, no debe dejar a nadie fuera del juicio,
pero actúa como si el propio yo nunca pudiera ser abarcado por
ella.
La ironía siempre encierra la paradoja de tener que abarcar
a todo el mundo y, para eso, debe incluir al propio yo del ironista,
pero actuar como si el yo del ironista no estuviera incluido en ella.
Más allá de la molestia que pueda sentir el yo del ironista por estar
incluido en la ironía, ella debe incluirlo. De lo contrario, su
negatividad no es una negatividad absoluta. Pero ésa es,
precisamente, la inconsistencia estructural que tiene la ironía: la de
no incluir al propio yo cuando, para no ser inconsistente, debería
incluirlo. Ese resguardo del propio yo es su condición de
posibilidad y, al mismo tiempo, su paradoja.
Es que la naturaleza misma de la ironía es paradójica (aún
en su versión antigua). Sócrates –según Schlegel- no pretende
engañar a nadie. Pero corre permanentemente el riesgo de ser
malentendido y generar en sus interlocutores el sentimiento de
estar siendo engañados. La ironía puede dejar afuera a aquellos
sobre quienes es aplicada (devenidos entonces sus objetos, sus
víctimas). A quienes ella engaña es a aquellos que la toman por
engaño, que no participan de sus códigos. Los interlocutores de
Sócrates serían, en este sentido, sus “víctimas”. Pero lo serían en
la medida en que se sientan engañados. O, en todo caso, son sus
víctimas en la medida en que no entran en el juego del diálogo
socrático de otro modo que para que ese diálogo exista como tal
(como si fueran la condición mínima para que la ironía de Sócrates
sea dialógica, en lugar de monológica).
Si algo tiene la ironía en su carácter paradojal,
precisamente, es que actúa en relación al interlocutor como si
estuviera haciéndolo participar de una totalidad de la cual el
ironista y el interlocutor serían excepciones. La trampa en la que
cae el ironista es que, para poder realizar esa operación, tiene que
considerarse excluido de la totalidad en la cual estaría, sí, incluido
el interlocutor. De ahí la burla y lo simulacral de la operación. Lo
único que puede salvar al ironista de creerse un dios que mira
desde arriba (y, en este sentido, de volverse capaz de reírse de
todo, menos de sí mismo), es el fenómeno de la autoironía. Sobre
este aspecto autorreflexivo de la ironía hace hincapié Julianne
Rebentisch:

Para Hegel, el ironista ironiza sobre todo, menos con


respecto a sí mismo y a su propia libertad de arbitrio, que se
encuentra por encima de todo. Sin embargo, en el sujeto
autoirónico se expresa una distancia del sujeto con respecto
a sí mismo que se resiste a esta interpretación de una
manera fundamental. La distancia de la que se trata aquí no
es una distancia con respecto a toda determinación social
sino la distancia puntual del sujeto frente a algunos
aspectos concretos de su identidad social. El sujeto no se
libera de tales aspectos en la medida en que asume la
posición imaginaria de un dios que se coloca sobre sí
mismo, sino al experimentar aspiraciones que son
contrarias a las imágenes establecidas de sí. A un
distanciamiento con respecto a la imagen disciplinada de
uno mismo no se llega por medio de la elevación del yo por
encima de esta imagen, como si aquel fuera el soberano de
su propia soberanía. Se trata más bien de una experiencia
en el marco de la cual el yo es confrontado de tal forma con
las aspiraciones del propio yo que contradicen esa imagen,
que el yo (riéndose de sí mismo) se vuelve libre para otra
comprensión de sí.

Julianne Rebentisch, “Estetización: ¿qué relación existe


entre la estetización y la democracia, por qué se la debería
defender, por qué motivo es necesaria la filosofía para
hacerlo y qué se sigue de este hecho para la crítica de la
sociedad”, trad. María Verónica Galfione, en: Modernidad
estética y filosofía del arte I. La estética alemana después
de Adorno, M. V. Galfione y E. A. Juárez (eds.), Córdoba,
UNC, 2013, pp. 123124

La característica de la ironía no es la de la mofa directa (si


así fuera, el yo del ironista, vuelto soberano, estaría
automáticamente auto-excluido de la totalidad a la que se dirige),
sino la de la broma y la seriedad al mismo tiempo. La paradoja. No
se define la ironía ni por la seriedad ni por la broma, sino por la
indefinición entre ambas.
En el fragmento 42 está todavía más claro, cuando Schlegel
dice: pues en todas las conversaciones orales y escritas, en las
cuales no se filosofa sistemáticamente, hay que brindar y exigir
ironía. Es una exigencia de la conversación –oral o escrita- el
trabajar en ese límite entre lo serio y la broma, aun cuando el
diálogo se presente –como el caso de los diálogos socráticos- con
la excusa de buscar, a través de lo dialógico, la verdad.
De todas maneras, hay un uso de la ironía que está
intrínsecamente vinculado a la polémica. No es la ironía sólo en el
modo socrático antiguo ni en el modo romántico moderno, sino
una posibilidad suya que está implícita en ambas, entendida como
el arte de la polémica o, mejor, como lo que la polémica tiene de
arte, lo que necesita toda polémica como componente artístico (el
arte de injuriar borgiano sería un ejemplo). La ironía, en la
polémica, es una manera de llevar al otro sin que el otro se dé
cuenta de que es llevado; arrinconarlo sin que se dé cuenta de que
está siendo arrinconado; poner los argumentos del otro de manera
tal que se conviertan en lo opuesto de lo que el otro ha querido
decir. Es decir, hay algo de la ironía que tiene que ver con el filo de
la polémica; con hacer estallar lo que dice el otro; poner al otro en
la posición indeseada. La ironía romántica no busca decidirse por
uno de los extremos, es decir, lo que pueda tener de brillo o de filo
de la polémica, o lo que pueda tener de búsqueda de la verdad, aun
en sus formas de deriva, la ironía socrática.
Mientras no hay sistema -dice Schlegel- hay ironía: la
ironía se convierte en la otra mitad del sistema (el sistema
encarnado por Schelling y por Hegel). Para Schelling, la forma
irónica es inadecuada al programa del primer romanticismo; es casi
parte de la impotencia filosófica del primer romanticismo y no
parte de su potencia. De todas maneras, Schlegel no ve la ironía
como una incapacidad, un no poder llegar al sistema, sino de este
modo: cuando no se quiere hacer filosofía sistemática se mantiene
el fragmento, se lo enarbola como la forma única posible de
filosofar de manera no sistemática, incluso en la forma antigua.
Tanto en la poesía como en la religión como en la filosofía
hay relación con la verdad. Y además, no hay una diferencia
jerárquica entre ellas. No estamos ante un uso del fragmento en
contra de la verdad, sino que es un modo en el cual se puede llevar
al extremo, en la fundación de la artisticidad de la obra de arte que
hace el crítico, la capacidad productiva del yo. Los límites que
tiene esa verdad son los del postkantismo. Hay una productividad
del juicio que le permite instituir la artisticidad de la obra de arte.
En todo caso, pareciera que la filosofía fuera la que queda a la
retaguardia, dentro del programa protorromántico, pero no porque
haya una declaración de principios que la pusiera en ese lugar.
Hegel, en las Lecciones sobre la estética, dice que de los hermanos
Schlegel tenían talento para la crítica, no para la filosofía (para lo
especulativo de la filosofía). De hecho, en el siglo XIX (y no sólo
por la influencia de Hegel), se consideró que Schlegel no era ni un
buen literato ni un buen filósofo. Recién en la primera década del
siglo XX, cuando Behler hace la edición crítica de su obra
completa, y cuando Benjamin escribe su tesis doctoral sobre el
primer romanticismo: El concepto de crítica de arte en el
romanticismo alemán, en 1919, se rehabilita el programa
protorromántico como un programa filosófico, sólo que pensado
desde la crítica (desde la crítica literaria y la crítica de artes).
Un texto como Conversación sobre la poesía, de Friedrich
Schlegel, que está escrito al modo de un diálogo entre cuatro
personajes, si bien no puede equipararse a los diálogos socráticos
de Platón, ni a los diálogos platónicos de madurez, tampoco puede
decirse, por eso, que las distintas posiciones sobre la poesía que
aparecen allí no formen parte de una discusión filosófica. No es
que haya un programa literario en esa discusión, sino uno
filosófico. Y lo mismo pasa en el género epistolar con la carta de
Schlegel Sobre la filosofía, dirigida a Dorothea Veit, que, como
interlocutora de la carta, se está iniciando en la filosofía. El
problema entonces es cómo aprende filosofía una mujer, no cómo
se escribe románticamente en el género epistolar. Si bien los
románticos del Círculo de Jena no practicaban la filosofía
sistemáticamente, la consideran uno de los saberes capitales para
poder entender el todo. Salvo que el todo, que para Schelling
requiere de un abordaje sistemático, para Schlegel no puede ser
abordado en el modo de la totalidad. No hay filosofía totalizadora,
en Schlegel, para lo que, de todos modos, es un todo. Este es el
problema. Sólo se lo puede comprender fragmentariamente: pero
hay un todo.
Retomo el fragmento 108: no hay tampoco aquí, entre lo
finito y lo infinito, entre lo determinado y lo indeterminado, una
posibilidad de decidir. El contenido del fragmento nunca es
totalmente claro; nunca predomina el espíritu científico por sobre
el artístico. Pero tampoco al revés. No se trata de pura poesía, o
puro lenguaje poético. Hay allí una indeterminación que es lo
propio de la ironía. No es el juego por el juego mismo ni es el
juego puesto al servicio de alguna verdad.

En la ironía, todo tiene que ser broma y todo seriedad,


todo tiene que ser sinceramente abierto y
profundamente simulado. La ironía surge de la unión
del sentido artístico de la vida y del espíritu científico,
del encuentro de la filosofía de la naturaleza acabada y
la filosofía del arte acabada [In ihr soll alles Scherz
und alles Ernst sein, alles treuherzig offen, und alles
tief verstellt. Sie entspringt aus der Vereinigung von
Lebenskunstsinn und wissenschaftlichem Geist, aus
dem Zusammentreffen vollendeter Naturphilosophie
und vollendeter Kunstphilosophie.]

Lo que la ironía trata de hacer convivir son siempre pares


de opuestos. Pero, por otro lado, la ironía no se define, en relación
a esos opuestos, ni por uno ni por otro. La broma y la seriedad
están juntas, sin que una absorba a la otra; esto significa no tomar a
la broma por lo serio ni tomar a lo serio por la broma. Pero, por
otro lado, en la ironía siempre se corre el riesgo de que eso suceda.
Si conviven la seriedad y la broma y ninguna de las dos instancias
absorbe a la otra, el riesgo es que el interlocutor confunda la broma
con la seriedad y la seriedad con la broma. Es decir, es parte del
programa de la ironía ser mal entendida, o correr siempre el riesgo
de ser mal entendida. No es que el malentendido aparece como una
aberración, sino casi como un riesgo que el ironista debe correr.
Por eso, como les decía antes, la paradoja propia de la ironía es que
el ironista siempre se tiene que dejar afuera de una universalidad
que necesariamente lo incluye. El que se burla, se está burlando de
algo que lo incluye y pretende que el interlocutor tenga
complicidad con él, pero es en realidad el burlado. Y, por otro lado,
es muy fácil sacar al ironista de su operación mostrándole que él
también caería dentro de aquello de lo que se está burlando.
No habría que preocuparse entonces de que la ironía
siempre se preste a la mala interpretación. Hay que aceptar que no
hay garantía, para el ironista, de encontrarse con una comunidad de
espíritus irónicos que pueda participar de la ironía con total
complicidad. El interlocutor siempre podría quedar fuera de la
ironía, aunque no siempre el interlocutor –como los interlocutores
socráticos, leídos desde la perspectiva nietzscheana de “Sócrates y
la tragedia”- esté en la posición de víctima. No existe la ironía si
no existe la posibilidad que el interlocutor sea a la vez otro yo (o el
propio yo, otro, como en el caso de la autoironía). No obstante, la
ironía, en lo que tiene de indefinición entre la seriedad y la no
seriedad, siempre puede fallar.
La ironía antigua está unida a un sentido de la vida y a un
sentido del arte a los que se los consideraba como dados de
antemano y sobre los que no se acostumbraba indagar. De hecho,
por indagar sobre esos sentidos (el de la vida y el del arte),
Sócrates es malentendido hasta el punto de terminar condenado a
elegir entre la muerte y el exilio. La artificialidad de la ironía era
más fácil de lograr en un contexto de naturalismo político y de
cultura natural como el antiguo, pero, por eso mismo, su ejercicio
podía ser malentendido hasta el punto de pagar como precio el
exilio o la pena de muerte.
La ironía socrática –podría decirse- termina en tragedia. Es
esencialmente malentendida. Su “espíritu científico” choca con lo
que la comunidad da por supuesto como natural. Lo mismo que la
hace fácil de practicar para el ironista la hace peligrosa a los ojos
de la comunidad. De algún modo, al estar ligada al espíritu
científico de la pregunta por algo que todos ya saben qué es (pero
no pueden definirlo), la ironía forma parte de todo lo que tiene de
disruptiva la figura de filósofo que encarna Sócrates. Alguien que
interroga a sus contemporáneos respecto de aquellos sentidos que
están dados en la polis como conocidos y reconocidos es alguien
que parece estar burlándose de todos y de todo. Esa es la parte
lúdica de la ironía socrática: el “sentido artístico de la vida” del
que habla el fragmento 108.
Así como la ironía tiene una parte científica, tiene una parte
artística. La combinación de dos actitudes opuestas –una científica
y otra artística- es lo que hace de la ironía –de todo lo que la ironía
es- una paradoja. Por ejemplo, preguntarle a un militar qué es el
valor o preguntarle a un rapsoda qué es la belleza -como un modo
de no aceptar que lo que el interlocutor sabe desde el punto de
vista vivencial, lo que se sabe a través de la práctica, es un saber en
sí mismo- no sólo es fingir que no se sabe, sino fingir que no se
sabe para enseñarle algo al otro (mostrándole primero su
ignorancia), no para aprender algo de él. Sócrates se finge
ignorante para mostrar la ignorancia ajena. “Sólo sé que no sé
nada” –como paradoja- sería la síntesis (además de la vulgata) de
la ironía socrática. Lo disruptivo de Sócrates -en una polis que
aparentemente es armoniosa y donde está dado naturalmente el
sentido de todas las cosas- es comportarse como un ironista, no
simplemente como un racionalista. Cuando pregunta, Sócrates no
sólo finge no saber para poner en práctica la mayéutica, sino que
finge para burlarse de todos y de todo. En la ironía, la actitud
científica se combina con la actitud artística o lúdica.

[La ironía] contiene y excita el sentimiento del


conflicto indisoluble entre lo incondicionado y lo
condicionado, [entre] la imposibilidad y la necesidad
de una comunicación cabal. Es la más libre de todas las
licencias, pues a través de ella uno se pone por encima
de ella. No obstante, es la licencia más regulada, pues
es absolutamente necesaria. [Sie enthält und erregt ein
Gefühl von dem unauflöslichen Widerstreit des
Unbedingten und des Bedingten, der Unmöglichkeit
und Notwendigkeit einer vollständigen Mitteilung. Sie
ist die freieste aller Lizenzen, denn durch sie setzt man
sich über sich selbst weg; und doch auch die
gesetzlichste, denn sie ist unbedingt notwendig.]

Schlegel empieza a interpretar la ironía en sentido antiguo


con los supuestos fichteanos de la ironía moderna. El yo de la
ironía –por su carácter absoluto- se pone por encima de todo y es
capaz de una negatividad absoluta. Incluso en la lectura
schlegeliana de la ironía socrática aparece un yo absolutizado: el
ponerse por encima de todo, por parte del yo, hace que todo lo que
no sea el yo tenga que estar puesto por ese yo. De algún modo, la
figura platónica de Sócrates hace eso: se pone por encima de todo,
resguarda su yo, en su absolutez, de esa capacidad disolutoria que
ejerce sobre todo lo que no es sí mismo. Como si fuera un yo libre
que somete a sus rigores a todo lo que no es sí mismo (de ahí que
el fenómeno de la autoironía sólo pueda ser concebible dentro de la
ironía moderna). El yo, en la práctica de la ironía, se toma la más
libre de todas las licencias. No es que el yo socrático sea
efectivamente tan libre como el yo moderno, sin embargo, en tanto
ironista, ese yo actúa como si fuera absoluto. Se toma, de hecho, la
máxima de las licencias. Se pone a sí mismo como si estuviera por
encima de todo.

Es una señal muy buena si los simples adeptos de la armonía


no saben cómo tienen que tomar esta continua autoparodia, si
creen y descreen, una y otra vez, hasta marearse, si toman la
broma por la seriedad y la seriedad por broma. [Es ist ein
sehr gutes Zeichen, wenn die harmonisch Platten gar nicht
wissen, wie sie diese stete Selbstparodie zu nehmen haben,
immer wieder von neuem glauben und mißglauben, bis sie
schwindlicht werden, den Scherz grade für Ernst, und den
Ernst für Scherz halten.]

Una de las dificultades de la ironía es que, de algún modo,


tiende a ser interpretada por lo contrario de lo que pretende ser.
Suele ser tomada en serio cuando es en broma y tomada en broma
cuando es en serio. Y este no es solamente un problema de
interpretación del interlocutor, se trata más bien de un mal
estructural -o de un bien estructural, según se lo interprete- de la
ironía. Yo me inclinaría a decir que es un bien estructural de la
ironía el tener esa capacidad de ser doble, de ser siempre
susceptible de una mala interpretación. Eso es, en última instancia,
lo que le permite al ironista el resguardo de su yo y la posibilidad
de absolutizarlo, pero también, de convertirlo en una autoparodia.
La ironía socrática, en la lectura schlegeliana, ya tiene algo
que no debe ser confundido con engaño ni burla, sino que debe ser
tomado como paradójico en sí. La paradoja característica de la
ironía moderna, en la lectura schlegeliana de la ironía socrática,
aparece pensada como una invariante de toda ironía: la diferencia
está en que la ironía moderna es artificial en una urbanidad
artificial y la antigua artificial en una urbanidad natural.
La ironía socrática es una forma de ironía que si bien está
ligada a una forma de urbanidad (en lo que tiene de natural) es, de
algún modo, disruptiva respecto de esa forma misma de urbanidad.
Si bien la ironía no es algo que lo podamos entender como
disociado del arte de la conversación que practica Sócrates, es algo
que es disruptivo incluso como parte de esa misma forma de
conversación. Pues la conversación socrática no es la conversación
sofística, sino que hay un espíritu que Schlegel llama científico
junto con una actitud artística frente a la vida. Por eso Schlegel
diferencia en el fragmento 42 ese tipo de ironía que es la ironía
socrática de otro tipo de ironía que es la meramente retórica: la
ironía retórica es la propia del polemista. Es decir, hay una forma
de ejercicio del arte de convencer en el conversar que tiene que ver
con el arte de fortalecer los propios argumentos y debilitar los
ajenos. La ironía retórica es instrumental: sirve para hacer cambiar
el parecer al interlocutor. Es una seducción del otro. Ese sería el
uso retórico de la ironía, en lo que tiene de diferente respecto del
sentido de la ironía moderna y también del sentido socrático.
La ironía aparece cuando no se filosofa sistemáticamente.
Eso es lo que tiene la ironía socrática de común con la propia
ironía schlegeliana (la moderna). Ni Sócrates ni Schlegel filosofan
sistemáticamente. Schlegel pone el diálogo -incluso el diálogo
socrático- del lado de las formas de filosofía no sistemáticas. No es
mera conversación, no es mero arte de la urbanidad, pero tampoco
es filosofía en sentido sistemático. Lo irónico de la filosofía
socrática -que sería una filosofía oral (en esta clasificación)- es un
factor que afianza el componente no sistemático de esa filosofía.
Hay una indagación científica -para Schlegel- en la ironía
socrática, hay una búsqueda de la verdad en la forma de la
pregunta y, al mismo tiempo, hay un componente artístico, lúdico,
de deriva, de infinitud –si se quiere- en un contexto donde no hay
infinitud (el de la antigüedad griega). Por la irrupción de la
paradoja se descubre la imposibilidad de llegar a la verdad por la
vía sistemática (los diálogos socráticos son aporéticos). Es decir, lo
que le interesa a Schlegel de la ironía socrática es que deja siempre
al diálogo, como forma no sistemática de filosofía, en estado de
paradoja. Hay, entonces, un carácter aporético de los diálogos
socráticos que sería, para él, estructural a la filosofía propia del
ironista. Lo no sistemático de la filosofía estaría asociado al
elemento irónico.
En el fragmento 42 aparece como propio de la ironía un
estado de ánimo que se eleva por encima de todo lo condicionado.
Hegel lo caracterizaría como alma bella (algo que parece ser
débil), pero se trata de un yo que se pone a sí mismo en la posición
de lo incondicionado.
La figura del alma bella, pensada como una acusación al
protorromanticismo (no como un reconocimiento) es la parte más
problemática de la lectura hegeliana de la ironía. Esta lectura está
en la página 176 de la traducción de Akal de las Lecciones sobre la
estética. Allí aparecen dos descripciones puntuales del alma bella:
una es la del Werther de Goethe y la otra es la del Woldemar de
Jacobi.

El alma bella, por ejemplo, de Jacobi en su Woldemar


es uno de estos casos. En esta novela se muestra en
grado superlativo la mendaz exquisitez del ánimo, la
autoengañosa impostura de la propia virtud y
excelencia. Se trata de una excelsitud y virilidad del
alma que se enfrenta a la realidad efectiva en una
relación errónea en todas sus vertientes y que mediante
la superioridad, desde la que todo lo rechaza como
indigno de sí, se oculta a sí misma la debilidad para
soportar y elaborar el auténtico contenido del mundo
dado.

Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la estética, trad.


Alfredo Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 1989, p. 176
Este es el latiguillo hegeliano acerca del alma bella: se trata
de un yo que se repliega sobre sí mismo como un modo de
rechazar el mundo. Este modo específico de rechazar el mundo
consiste en rechazarlo por considerarlo indigno de sí. Así se logra
afirmar la superioridad del alma por sobre la mediocridad del
mundo. El alma es tan superior que el mundo no está a su altura.
Este es el latiguillo irónico de Hegel sobre el alma bella. No es
quizás lo más interesante de esta teoría, pero lo que dice respecto
de esta belleza solitaria es atinente por lo que voy a leer a
continuación:

A este entusiasmo interno por la exagerada excelencia


propia con que [el alma bella] se magnifica ante sí
misma, se añade luego una infinita susceptibilidad
respecto de todos los demás que deben, en todo
momento, adivinar, comprender y venerar esta belleza
solitaria. (p. 176)

El elemento de susceptibilidad que caracteriza al alma bella


es el elemento psicológico de esta teoría de la ironía (de ahí que a
uno le resulte tan gracioso, porque, bajo esta descripción, uno
conoce infinidad de almas bellas). Detrás de toda persona que se
considera a sí misma superior a la mediocridad del mundo está,
precisamente, la susceptibilidad. El resto del mundo debería
adivinar, para no herir a esta alma, su belleza solitaria.

Y si los otros no saben hacerlo, todo el ánimo se


conmueve y se siente infinitamente herido en lo más
profundo. Entonces, toda la humanidad, toda la amistad
y todo el amor quedan de una vez por todas
sentenciados. No poder soportar la pedantería y la mala
educación, los menores inconvenientes y contratiempos
que un carácter fuerte y grande pasa por alto inmune,
supera todo lo imaginable y son precisamente tales
nimiedades fácticas las que llevan a tal ánimo a la
suprema desesperación. (p. 176)

La figura de la desesperación aparece en la descripción


hegeliana, justamente, como parte del ridículo del alma bella. El
problema está en que el alma bella se ha decretado a sí misma
superior al mundo. Por lo tanto, todo lo que proviene de la
mediocridad del mundo no lo puede pasar por alto. Así aparece
esta figura, la figura de la locura, que es, en realidad, producto de
un error: el postularse por encima de la media de las almas vivas.

Entonces, la tristeza, la aflicción, el pesar, el


malhumor, el agravio, la melancolía y la pena no
tienen, pues, fin, y producen un atormentarse con
reflexiones a sí mismo y a los demás, una
convulsividad e incluso una dureza y crueldad de alma
que revela, plenamente, toda la miserabilidad y
debilidad de la interioridad de esta alma bella. (p. 176)

El alma bella, para Hegel, es en realidad un alma miserable.


Ha construido esa belleza como interioridad para sí y por eso no la
pueda plasmar para otros. Esa negatividad es producto de un
aislamiento respecto del mundo que, una vez que se produce, es
imposible de revertir. Es decir, resulta imposible reconciliar las
formas y figuras posibles para el ideal con lo que ese ideal es en su
representación interna, porque el ideal (lo bello artístico), para el
alma bella, es ella misma. Y este es el problema de este yo: hay que
cambiar de yo para poder construir una estética que no sea la
continuación del alma bella. Hegel conecta el alma bella con la
ironía, pero –si tratamos de ver el problema al margen de Hegel- el
alma bella, como construcción del yo, sería el peor soporte posible
para la ironía, sobre todo si nos queremos tomar la ironía
schlegeliana en serio y tratar de pensarla como un elemento
modernizador de la estética -que es lo que quiero hacer aquí-, en
lugar de tomarla, a su vez, irónicamente.
Es la falta de solidez interna de ese yo, esa falta de
sustancialidad, esa mala negatividad absoluta, la que hace que toda
esta excentricidad anímica –que se debe, en realidad, a la debilidad
interior del alma bella- se hipostasie de un modo inverso y sea
aprehendida en el modo de potencias autónomas. En este punto de
la teorización de la ironía, Hegel da un giro dialéctico muy
interesante. Este giro tiene que ver con cómo se hipostasia esta
debilidad del alma bella como una potencia autónoma. La propia
debilidad se hipostasia como una fuerza externa todopoderosa, que
sería precisamente la que gobierna al yo. Esa fuerza externa al yo
que gobierna al yo tiene las formas de lo mágico, lo magnético, lo
demoníaco, la distinguida fantasmalidad de la clarividencia, la
enfermedad del sonambulismo, etc… Es decir, las más
estereotipadas figuras románticas, para Hegel, surgen de
hipostasiar esa negatividad del yo, convirtiendo esa debilidad en un
todopoder externo que sería, en realidad, el que gobierna a esa
alma. Un alma como el alma bella, en ese estado de debilidad, es
llevada a actuar automáticamente, dado que no tiene en sí misma la
fuerza para hacerlo. No se trata de una debilidad que queda en la
interioridad, sino que estaría sometida a una fuerza externa. La
fuerza externa (que es en realidad la debilidad hipostasiada)
convierte a esa debilidad en un estado de sonambulismo, en un
estado de posesión demoníaco, en un estado de locura, etc… Se
trataría de un alma que no puede gobernarse a sí misma porque
alguien le ha arrebatado la voluntad. Y este incurable desánimo,
que sería propio del alma bella, sale de la interioridad y se
convierte como exterioridad en un poder absoluto, en una potencia
autónoma que controla al alma. Como si se proyectara hacia afuera
el estado de esa alma y se le atribuyera la responsabilidad de ese
estado a una potencia externa de carácter totalmente oscuro e
ingobernable. No es que el yo es débil –razonaría el alma bella-, no
es que se cree por encima de la media y, además, no tiene sentido
del humor, sino que está gobernado por fuerzas que están más allá
de su control. Este modo de razonar –esta autojustificación, en
realidad- es lo que pone al alma bella en ese estado de
sometimiento, de debilidad, de incapacidad de actuar. Pero la
impotencia el alma bella la concibe como producto de estar bajo
las órdenes de un poder superior. A tales desatinos, como los del
alma bella, se adjunta para Hegel el principio de ironía moderna.
Hegel establece la relación entre este estado decrépito del
alma y el modo estético de la ironía no sólo en términos
psicológicos, porque esta falsa teoría induce a los poetas a
introducir en los caracteres una diversidad que no converge en una
unidad. Desde el punto de vista de Schlegel en Sobre el estudio de
la poesía griega, Hamlet y Fausto serían héroes modernos porque
se sienten, en tanto sujetos escindicos, como si estuvieran
acostados en el potro de tortura. El personaje tironeado desde los
extremos, para el Schlegel de Sobre el estudio de la poesía griega,
no es ejemplo de un concepto, sino un concepto que sólo puede
representarse en la tragedia filosófica, en el género didáctico,
justamente porque no puede ser pensado filosóficamente sin ser
representado de ese modo. Se trata de una representación
paradójica, podríamos decir. Como este principio de la ironía
moderna, Schlegel lo aplica a las tragedias de Shakespeare, Hegel
dice que estas tragedias, en clave protorromántica, están mal
interpretadas. Y utiliza, para mostrar esa mala interpretación, dos
ejemplos: Lady Macbeth y Hamlet.

En este sentido, se ha querido interpretar también los


personajes shakesperianos. Lady Macbeth, por
ejemplo, debe ser una amante esposa de ánimo dulce,
aunque no sólo da lugar al pensamiento de asesinato,
sino que también lo lleva a cabo. (p. 177)

Lady Macbeth también sería este tipo de carácter dual, leído


a través de la ironía romántica: alguien que encarnaría (así como
hablábamos de la conjunción de la sonrisa con el llanto) la
conjunción de la dulzura y la maldad. Como una paradoja viviente.
Se trata de otro de esos conceptos que sólo pueden tener una
representación dramática y no una representación filosófica. El
recurso de Schlegel es tomar un personaje del pasado y leerlo en la
clave del presente: esto lo van a hacer notar a sus lectores tanto
Hegel como Heine. Schlegel es una nueva figura de artista: a la vez
es receptor y productor de la obra. Más que producir una obra
propia a partir del estado de los materiales artísticos en el presente,
lo que hace es producir una obra nueva a partir de la lectura crítica
de ciertos materiales de pasado. Es decir, tomar una figura
shakesperiana (Lady Macbeth, Hamlet) y leerla en una clave
moderna es una operación artística romántica. Ya sea una figura
medieval, de la antigüedad o isabelina, es lo mismo, pues lo que se
hace es convertirla en una paradoja viviente como personaje.

Pero Shakespeare mismo se caracteriza por lo resuelto


e inexorable de sus personajes incluso en la meramente
formal grandeza y constancia en el mal. Hamlet es
ciertamente en sí indeciso, pero no duda sobre qué
debe hacer, sino sólo sobre cómo. Pero ahora hacen
fantasmagóricos también a los personajes de
Shakespeare y suponen que la nulidad e
insuficiencia en el vacilar y postergar estas bobadas
deben interesar precisamente para sí. (p. 177)

En la última frase de la cita, puesta en negrita, lo que marca


Hegel es que estos personajes shakespeareanos han sido usurpados
en la lectura romántica como personajes que serían característicos
de lo que, en realidad, es el alma bella: la indecisión, la
incapacidad de actuar, el permanecer en la paradoja sin poder salir
de ella. Mientras que en Shakespeare son caracteres que, en todo
caso, no saben cómo actuar, pero que van a actuar y están
decididos a hacerlo. Hegel ve muy bien que lo que hace Schlegel
es apropiarse de ciertos personajes y, de alguna manera,
romantizarlos. Es propio de la ironía romántica (tal como la lee
Hegel) que el artista romántico pueda tomar cualquier personaje de
cualquier época y convertirlo en reflejo del estado de la
subjetividad moderna. Es como si el primer romanticismo
modernizara a todos los personajes posibles y los hiciera
portadores de una indecisión, una nulidad de ánimo y una
negatividad que es propia del alma bella.
La de Schlegel es una operación artística absolutamente
novedosa, aún descripta en el modo crítico que la describe Hegel:
un personaje del pasado literario, leído en una clave que es la clave
del presente, se moderniza. De ahí que este aspecto de la ironía
también sea un aspecto completamente modernizador. Como si
dijéramos que es el sujeto el que hace pasar la obra shakespeareana
a través de su tamiz y la convierte en una obra que habla de
presente y no del pasado.
A diferencia de lo que sostiene Hegel (que la ironía, es decir,
el alma bella, moderniza los objetos artísticos que toma del
pasado), Heine sostiene que la ironía todo lo medievaliza.
La escuela romántica de Heinrich Heine es una crítica, por
supuesto, al romanticismo (ya llamarlo escuela romántica implica
una forma despectiva de referirse al romanticismo). Se trata de un
texto escrito entre 1832 - 1835 y que apunta algunas características
sobre la ironía que, si bien no son comunes con las que vimos en
Hegel (no son las mismas observaciones), permiten, no obstante,
entenderla como lo más moderno de la subjetividad romántica y de
este primer romanticismo. En la ironía aparece un tipo de
subjetividad moderna -y un modo de ejercer la subjetividad
moderna- que se caracteriza en buena parte por rumiar el pasado,
por buscar novedad en el pasado. En un punto, la ironía es una
forma de releer el pasado y buscar en él todo aquello que no fue
redimido, trayéndolo al presente como belleza. Todo lo
despreciado es redimido y se lo convierte en nuevo y bello.
Ahora bien, en la lectura de Heine (que es tan malévolo, en
su teorización del romanticismo, como Hegel) se habla del modo
en el cual los románticos alemanes traen al presente la Edad
Media. Junto con este aspecto también va a aparecer el papel que
tiene el cristianismo en el gusto por la Edad Media.

¿Qué fue la escuela romántica en Alemania? No fue ni más ni


menos que el nuevo despertar de la poesía de la Edad Media,
tal como se había manifestado en sus cantos, en sus obras
plásticas y arquitectónicas, en el arte y en la vida. Esta poesía
había surgido del cristianismo, fue una pasionaria que brotó
de la sangre de Cristo. No sé si la melancólica flor que en
Alemania denominamos pasionaria llevaba ese nombre
también en Francia, ni si la leyenda popular le atribuye,
también aquí, aquél origen místico. Es aquella extraña flor de
colores especialmente indefinidos en cuyo cáliz se ven
retratados los instrumentos de martirio que fueron utilizados
en la crucifixión de Cristo: martillos, tenazas, clavos, etc…
Una flor que no es en absoluto fea, sino sólo macabra, cuya
visión, incluso, provoca en nuestras almas un siniestro placer,
al igual que las sensaciones espasmódicamente dulces que
surgen del dolor.

Heine, Heinrich, La escuela romántica, trad. Román Setton,


Buenos Aires, Biblos, 2007, p. 41

Noten en esta descripción cómo se enfatiza, por parte de


Heine, el modo en el cual el romanticismo en Alemania buscó en la
Edad Media, justamente, todo lo que necesitaba para atrapar la
atención de ese público de gusto debilitado del cual hablaba
Schlegel. Clavos, sangre, martirio, tenazas…Bueno, el potro de
tortura (la Inquisición), es decir, todo lo que tenía la Edad Media
de oscuro, de espantoso, de despreciado por la modernidad. No lo
más compuesto, lo más agradable al ojo, lo más diurno, lo más
infantil (me refiero a la representación pictórica, a los dibujos sin
perspectiva central). Lo que buscaba, justamente, era todo lo que
tenía de espectacular (sangre, clavos, tenazas, brujas quemadas,
potros de tortura, leyendas con elementos fantásticos, hechizos,
nibelungos, etc…). Buscaba todo lo que, de alguna manera, resulta
tan atractivo de la Edad Media para todo el romanticismo, incluso
para el posromanticismo (pienso, por ejemplo, en Wagner).

Desde esta perspectiva, esta flor [la pasionaria] sería el


símbolo más apropiado del cristianismo, cuyo más
espantoso atractivo consiste precisamente en la
voluptuosidad del dolor. Aunque en Francia se entiende
bajo el nombre de cristianismo únicamente el catolicismo
romano, debo advertir enfáticamente que sólo me refiero al
último.

La Edad Media aparece, en el romanticismo alemán, como


proveedora de imágenes fuertes, shockeantes y vinculadas al dolor.
Es una época que encarna lo viscoso, lo oculto, lo mágico. Es,
digamos, todo lo contrario de la modernidad y por eso lo moderno
de la ironía apunta a todo eso que sería lo prohibido del pasado.
¿Qué es lo que tiene la Edad Media? Catolicismo. Y, en un país
como Alemania, devenido básicamente protestante, el catolicismo
es una máquina de proveer materiales estéticos novedosos. ¿Se
entiende a dónde va Heine? Se trata de algo que quizás para los
franceses no es tan extraño, pero para los alemanes –dice Heine-,
sí. La Edad Media, una época donde la cristiandad todavía no
estaba dividida, donde todavía no se había producido la Reforma,
tiene todos los materiales que el romanticismo necesita para
animar los ánimos languidecidos: sangre derramada, ocultismo,
brujas, Inquisición, clavos, torturas, etc.
En una época protestante y en un país protestante, todo eso
era literatura. De ahí que para el romanticismo fuera un material
apropiable como material artístico. Casi tan apropiable, podríamos
decir, como los mitos griegos para el clasicismo. Todo podía ser
literatura, en lugar de creencia religiosa. En un país como Francia
hubiera sido más difícil. Pues es un país donde la cristiandad es
mayormente católica, en cambio, en Alemania todo lo que
provenía de la Edad Media era tan lejano como lo hindú.
La Edad Media con esa cristiandad no dividida, con ese
poder omnímodo de la Iglesia, lo que se vuelve de alguna manera
estético se vuelve estético en la medida que fue visto como feo en
una época ilustrada (más aún en un país protestante). Son símbolos
de poder, pero que están asociados a una época donde la Iglesia
tenía un poder que en el presente de Alemania (fin del siglo XVIII)
no tiene.
Hegel, a diferencia de Heine (que sostiene que los
románticos no tienen un sistema filosófico desde el cual piensen: ni
el de Kant ni el de Fichte), insiste en que la figura del alma bella es
una aplicación a la estética de la teoría fichteana del yo. Esta tesis
de Hegel es bastante discutible, porque hablamos de obras que se
publican a la par: los Fragmentos críticos (escritos en 1795) y la
primera y la segunda Introducción a la teoría de la ciencia de
Fichte (1797). Fichte había publicado la Teoría de la ciencia
(Wissenschaftslehre) en el mismo año de “Sobre los límites de lo
bello” de Schlegel –en 1794-. Hay una simultaneidad en la
escritura de Fichte y de Schlegel; sin embargo, es Fichte el que
influye sobre Schlegel (y no al revés). Fichte tiene la teoría del yo
que la ironía romántica puede poner en práctica. No obstante, no
creo que haya entre ambas filosofías una relación de aplicación en
términos de teoría y práctica. Sólo que es Fichte el que hace de
Kant, en 1797, un filósofo contemporáneo de la juventud
poskantiana del Círculo de Jena. En Sobre la filosofía, un escrito
con forma epistolar (de 1800), Schlegel considera que la filosofía
de Fichte ha sido malentendida por su mismo carácter de lectura
contemporánea: si alguien no ha entendido la Teoría de la ciencia
–como el propio Fichte sostiene- es porque no comparte sus
principios (no porque Fichte no sea lo suficientemente claro).
Fichte -según Schlegel- es el más claro de los filósofos, porque en
su filosofía no hay nada que le sea de exclusiva pertenencia. Se
trata de todo lo contrario: Fichte es la filosofía del momento, el
kantismo consecuente.
Heine, contra lo que venimos diciendo, trata a los hermanos
Schlegel como críticos de arte sin sistema:

Una escuela que llamamos romántica se alzó en Alemania


contra esta literatura [una literatura de ciertos autores que
pasaron al olvido, autores de moda, respecto de los cual
Heine dice que no es cierto que se lo leyera tanto a Goethe
como Schlegel decía] durante los últimos años del siglo
pasado y como sus directores se nos presentaron los señores
August Wilhelm y Friedrich Schlegel.

Heine, Heinrich, La escuela romántica, op. cit., p. 56

Para Heine, el romanticismo es una escuela que irrumpió en


un contexto donde lo que se leía y tenía éxito era muy malo y lo
que tenía éxito y era bueno -inclusive lo que tenía éxito de Goethe-
, tenía éxito por las razones equivocadas. En la época que los
hermanos Schlegel fundan Athaeneum, el gusto se consagraba a
obras de dudosa factura. Es decir, se ponían de moda determinados
autores por razones que no siempre eran las estrictamente
literarias. Por lo tanto, la operación de los hermanos Schlegel como
críticos es una operación a contracorriente de lo que estaba vigente
en ese momento. Recordemos la crítica a la moda como parodia
del gusto público.

Jena con estos dos hermanos, junto con muchos espíritus


afines, que se reunían de cuando en cuando, fue el centro
desde el que se difundía la nueva doctrina estética. [ídem, p.
56]

Heine pone ya al protorromanticismo como una nueva


doctrina estética, más que como una nueva doctrina literaria.
Sigue:

Digo doctrina porque esta escuela comenzó con el


juicio de las obras de arte del pasado y con la fórmula
de las obras de arte del futuro.

Esa es la clave, muy bien apuntada por Heine, del primer


romanticismo: el pasado como objeto de juicio y el futuro como
objeto de programa.

En el juicio de las obras de arte ya existentes se señalaron


sus defectos y falencias y se iluminaron sus méritos y
bellezas. (…) En la polémica en aquél descubrimiento de
las falencias y defectos artísticos, los señores Schlegel
fueron completamente epígonos del viejo Lessing.

Heine reconoce a los Schlegel como muy buenos críticos,


igual que Hegel. Pero sin que esa crítica se ejerza desde un sistema
filosófico. Igual que sucedía con Lessing que, para Heine, era un
gran crítico sin sistema filosófico:

[Lessing] carece del terreno sólido de una filosofía, de un


sistema filosófico. Este es el mismo caso de los señores
Schlegel, pero en un grado más penoso. Se fabula acerca
del influjo de algún influjo del idealismo de Fichte y de la
filosofía de la naturaleza de Schelling sobre la escuela
romántica, incluso se afirma que ésta procede
completamente de aquellos. Pero yo veo aquí, a lo sumo,
sólo el influjo de algunos fragmentos de pensamientos que
vienen de Fichte y de Schelling, pero de ningún modo el
influjo de una filosofía. (ídem, p. 57)
Volviendo ahora a los Fragmentos críticos de F. Schlegel,
en el fragmento 48 la ironía queda definida como la forma de lo
paradójico.

La ironía es la forma de lo paradójico. Paradoja es todo lo


que es a la vez bueno y grande. [Ironie ist die Form des
Paradoxen. Paradox ist alles, was zugleich gut und groß
ist.]

En el fragmento 55 aparece el yo como el yo absoluto


fichteano. Así como relacionamos el fragmento 42 con el 108,
ahora vamos a relacionar el fragmento 55 con el 117.

Un hombre suficientemente libre e instruido tendría


que poder afinarse a sí mismo según su deseo,
filosófica o filológicamente, crítica o poéticamente,
histórica o retóricamente, antigua o modernamente, de
modo completamente arbitrario, tal como se afina un
instrumento, en cada momento y en cada grado. [Ein
recht freier und gebildeter Mensch müßte sich selbst
nach Belieben philosophisch oder philologisch, kritisch
oder poetisch, historisch oder rhetorisch, antik oder
modern stimmen können, ganz willkürlich, wie man ein
Instrument stimmt, zu jeder Zeit, und in jedem Grade].

En este fragmento aparece, solapadamente, el problema del


yo planteado en los nuevos términos fichteanos de la disolución del
problema de la cosa en sí. Se trata del principio del yo absoluto (el
yo que pone el objeto y, por lo tanto, puede llegar al saber
absoluto), aplicado, en este caso, al yo empírico del hombre libre e
ilustrado. Aplicado al yo empírico del hombre libre e ilustrado, el
principio fichteano del yo absoluto genera un efecto romántico.
Este yo parece lo que Hegel –como veremos más adelante- llama
“alma bella”: una autoconstrucción del yo que se desentiende de lo
que el exterior dice de él, pero que, cuando el juicio ajeno le es
adverso, sufre; un yo que actúa de acuerdo con un temple artístico,
independientemente de que se plasme en una obra artística que
justifique ese temple (o una obra artística, al menos).
En el fragmento 117, la absolutización del yo está implícita
en el hecho de que el juicio estético deviene juicio artístico
(Kunsturteil) y, en este nuevo sentido, es capaz de instaurar la
artisticidad de la obra de arte (en lugar de su belleza, como en el
caso del juicio estético kantiano): ahora bien, por eso mismo él
mismo tiene que ser arte. Este fragmento lo cito en la traducción
de Sánchez Meca y Rábade Obradó (la de la compilación Poesía y
filosofía, publicada por Alianza), que en este caso puntual es más
precisa que la de González y Carugati:

La poesía sólo puede ser criticada por la poesía. Un juicio


artístico que no es él mismo una obra de arte, bien en su
materia, como exposición de la impresión necesaria en su
génesis, o bien en virtud de una forma bella y un tono liberal
siguiendo el espíritu de las antiguas sátiras romanas, no tiene
ningún derecho de ciudadanía en el reino del arte. [Poesie
kann nur durch Poesie kritisiert werden. Ein Kunsturteil,
welches nicht selbst ein Kunstwerk ist, entweder im Stoff, als
Darstellung des notwendigen Eindrucks in seinem Werden,
oder durch eine schöne Form, und einen im Geist der alten
römischen Satire liberalen Ton, hat gar kein Bürgerrecht im
Reiche der Kunst].
Schlegel, Friedrich, “Fragmentos del Lyceum” (1797), en:
Poesía y filosofía, trad. Diego Sánchez Meca y Anabel
Rábade Obradó, Madrid, Alianza, 1994, pp. 47-67

Recordemos la definición de poesía de Sobre el estudio de


la poesía griega: es todo aquello de lo cual se predica el atributo
de lo bello. La poesía entonces aparece como una capacidad que
está en el comienzo de toda actividad filosófica.
Con respecto a la poesía, hay dos términos en alemán:
Dichtung y Poesie. En el primer romanticismo y en Schlegel,
Dichtung se refiere a la capacidad de poetizar, mientras que Poesie
se refiere al producto de esa capacidad. Cuando dice en este
fragmento que la poesía sólo puede ser criticada por la poesía, la
palabra es Poesie, es decir: una obra poética sólo puede ser
criticada por otra obra poética. El discurso crítico sobre una obra
poética tiene que ser a su vez una obra poética. No puede estar
escrito en el lenguaje de las revistas científicas -que también lo han
adoptado en el siglo XX las revistas filosóficas-. En cambio,
Athenaeum era una revista de arte donde se publicaban estos
fragmentos, y aspiraban a dar cuenta del arte a través de un
lenguaje que fuera artístico. Pero no en el sentido de “embellecido
falsamente”, como pasa a veces con la mala crítica, que está escrita
“literariamente” y resulta “mala literatura”. Lo que tienen de
identificable con lo poético es una extrema libertad en el lenguaje;
una imprevisibilidad en cuanto a cuándo va a cortarse el
fragmento. Tenemos fragmentos muy breves, casi aforísticos,
como definiciones, como los que vimos en relación a qué es lo
bello y qué es lo sublime, y hay otros que son largos, que son, no
argumentados, pero donde lo que se presenta es muy cercano a
conceptos. El término Dichtung, para “poesía”, lo usa en el
fragmento 91, cuando dice: Los antiguos no son ni los judíos, ni
los cristianos, tampoco los ingleses de la poesía; no son un pueblo
artístico de Dios, agraciado arbitrariamente; no tienen la fe de la
belleza salvadora, ni poseen el monopolio de la poesía. Ahí,
Dichtung se refiere al monopolio de la capacidad de producir
poesía. No hay modelos antiguos para la poesía moderna. En la
clase pasada hicimos mucho énfasis, si recuerdan, en que para
Schlegel, si bien la cultura griega era una cultura natural y, en ese
sentido, la belleza era atributo de todo lo que se producía dentro de
la pólis, sobre todo sus instituciones, en la cultura moderna no se
puede recrear. Por lo tanto, no hay modelos, como si los antiguos
fueran los judíos de la cultura, el pueblo elegido de la cultura, y se
plasmara así en ellos un ideal de la cultura.
En los fragmentos 55 y 117, la crítica aparece como una
operación de autorreflexión. Como si la crítica ya no pudiera ser
entendida sino en el modo autorreflexivo en que la enseña la
Crítica del Juicio, pero esa autorreflexión, en los primeros
románticos fichteanos, es a la vez una capacidad íntimamente
vinculada con el carácter absoluto del yo. Es el juicio el que
instituye la belleza, pero la instituye como obra de arte y al
instituirla, se instituye a sí mismo como arte. La idea de que el
juicio crítico instituye la artisticidad (decir “esto es bello” es decir
“esto es arte”) conduce a que el primer romanticismo muchas
veces haga justicia con objetos artísticos desatendidos u olvidados
y, otras veces, cometa arbitrariedad, al elevar de rango obras
menores. Ésta es, básicamente, la razón por la que Hegel considera
a los hermanos Schlegel como “carentes de talento filosófico”, aun
siendo “grandes críticos”. No pueden instituir un criterio para
juzgar la belleza. Juzgan la belleza como críticos –tomando a su yo
como medida- y no como filósofos –midiendo con la Idea al
objeto-. Por supuesto, tanto el concepto de crítica como el de
filosofía están tomados aquí en sentido idealista. No se trata de la
crítica como algo que viene a posteriori de la existencia de la
belleza, como si fuera algo que se agrega para reforzar y a dar
cuenta de la belleza del objeto, sino que se trata de la crítica como
algo que instituye la belleza del objeto en el acto mismo de juzgar.
Pero la belleza no está dada en el objeto antes de ser instituida por
el juicio. Hegel considera a los Schlegel críticos -y no filósofos-
precisamente por ese modo de apropiarse de la teoría kantiana del
juicio para adaptarla a la teoría fichteana del yo absoluto:

En la vecindad del nuevo despertar de la idea filosófica


August Wilhelm y Friedrich von Schlegel, ávidos de lo
nuevo en la búsqueda de distinción y de lo
sorprendente, se apropiaron de la idea filosófica en la
medida que sus naturalezas, en absoluto filosófica sino
esencialmente críticas, eran capaces de asimilarla. Pero
ninguno de los dos puede aspirar al prestigio del
pensamiento especulativo.

Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la estética, trad. A.


Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 1989, p. 49

Los filósofos sistemáticos, como Hegel y Schelling, lo que


encuentran verdaderamente problemático en la apropiación de la
filosofía kantiana que se hace a finales del siglo XVIII (Fichte va a
decir que es una época muy frívola) es, justamente, la ausencia del
principio especulativo en la filosofía. No es verdaderamente una
filosofía especulativa la filosofía idealista tal y como es leída por el
primer romanticismo. La apropiación que hacen los Schlegel del
componente crítico del criticismo kantiano la hacen en tanto ellos
son críticos, en tanto ellos instituyen la belleza como algo de lo
cual estaría desprovisto el objeto.
Pero fueron ellos los que con su talento crítico se
aproximaron a la perspectiva de la idea; y con gran
facundia e intrepidez innovadora, aunque con modestos
ingredientes filosóficos, se lanzaron a una brillantez
polémica contra los modos de ver hasta entonces
admitidos y, así, introdujeron sin duda, en diferentes
ramas del arte, un nuevo criterio de enjuiciamiento y
puntos de vista superiores a los combatidos. Pero
puesto que su crítica no se acompañaba de un fundado
conocimiento de su criterio, este criterio conservaba
algo de indeterminado y fluctuante, de modo que tan
pronto pecaban por exceso, como por defecto. Si bien
hay que concederles por ello, como mérito, el hecho de
haber exhumado y enaltecido con amor lo que en
aquellos tiempos era tenido por anticuado y
menospreciado: como las antiguas pinturas italianas y
neerlandesas, los nibelungos, etc

Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la estética, op. cit.,


pp. 49

Esta idea de tomar algo menospreciado, tenido por feo o


cruento, aparecería como una forma de enjuiciamiento por el cual,
algo que estaba fuera de ser considerado bello es elevado a la
categoría de bello. El crítico, en ese sentido, es quien convierte
algo que carecía de relevancia estética en merecedor del predicado
Esto es bello, instituyendo la belleza donde no la había. Se trata del
acto de enjuiciamiento entendido como un acto creador y por eso
puede desembocar en la arbitrariedad: esta figura que a veces se
traduce como libre arbitrio que es la palabra alemana Willkür. Se
trata de un criterio que en realidad no es un criterio, porque
responde a un principio enteramente subjetivo. De ahí que en
varios de los fragmentos en los que Schlegel define al crítico la
definición parezca orientada a diferenciar el buen del mal crítico,
casi en el sentido del ensayo de Hume “Del criterio del gusto”.

Un crítico es un lector que rumia. Por lo tanto, debería tener


más de un estómago.[Ein Kritiker ist ein Leser, der
wiederkäut. Er sollte also mehr als einen Magen haben].

El rumiante tiene que metabolizar lo que come. De algún


modo, come dos veces el mismo alimento: una vez como lo que es
y otra, como algo que está mezclado con su propia saliva. Leer y
juzgar sobre lo que se lee son acciones que cierran un círculo. La
operación de la lectura parece tener que pasar por dos estómagos,
como para metabolizar en dos instancias distintas lo leído y,
podríamos decir, mezclarlo con la propia saliva: hacerlo
consustancial al propio metabolismo. La idea de los dos estómagos
parece sugerir una doble constitución: la del crítico por el
juzgamiento de la obra y la de la obra por el juzgamiento del
crítico. Hay una actividad por la cual el leer y el escribir tiene que
construir un yo, y al mismo tiempo ese yo es el que a través de la
escritura convierte la lectura en una segunda cosa.
Cuando Schlegel pone la figura del rumiante, pareciera ser
que la explicación está en el proceso digestivo elegido, y no en la
figura de los dos estómagos, que es en realidad la figura misteriosa
en este fragmento: el crítico es alguien que debería tener dos
estómagos, y no hay un desarrollo de cómo funcionarían. Podemos
pensar: el crítico es un lector rumiante. No hay lectura que no sea
al mismo tiempo una escritura instituyente de una obra, y al mismo
tiempo del yo que hace esa operación. El crítico necesita construir
su yo a través de la crítica. No es que la lectura lo forma, y en un
momento determinado se convierte en alguien que, por estar
formado, tiene un juicio. No es una autoeducación en el sentido
ilustrado de Hume y de Burke. Más bien apunta a que hay un doble
trabajo en la lectura. Se regurgita inmediatamente aquello que
después el organismo va a volver a incorporar. No se puede no
hacer de la lectura algo que se va a convertir en otra cosa; en algo
que va a ser juicio, y el juicio a su vez, al instituir la obra, no puede
no devenir en la construcción de un yo.
Hay fragmentos en los cuales el propio Schlegel ensalza a
Lessing -un crítico y filósofo de la época vinculado al
neoclasicismo- como un gran ironista. Lo que convierte a la ironía
en una práctica que se perfecciona a sí misma en el modo de la
crítica –la crítica de arte- es que no puede alcanzar el estado de
filosofía. Al no ser un sistema de pensamiento, tiene formas que
son más próximas a la oralidad, la conversación, la polémica, pero
también de la crítica. Justamente, donde mejor se practica la ironía
es en la forma del juicio crítico, por ejemplo, cuando alguien
escribe la crítica de una obra y encuentra así la manera de
desarrollar su yo, desplegar esa infinitud del yo, y al mismo tiempo
desarrolla en esa práctica su erudición, su ilustración. Se combinan
así libertad e ilustración en la práctica de la ironía, sea en la
conversación o en el juicio estético desarrollado como juicio
crítico.
También hay en la ironía una autoconstrucción del yo –de
acuerdo con el principio fichteano del yo-, que se desentiende de
todo lo exterior. El yo se despliega sin trabas, cuando ejerce la
ironía. Esta autoconstrucción del yo –la del ironista puesto en el
papel de crítico- es lo que le permite al programa romántico ser un
programa artístico-filosófico, y en lo que tiene de artístico, poder
desarrollarse sin que exista una obra, es decir, una obra artística a
la altura del temple romántico.
Esto es quizás lo más revolucionario del programa del
primer romanticismo en su versión irónica. De lo que libra la ironía
al sujeto irónico es de la obra. Por eso la crítica es la práctica ideal
del ironista. Qué es un crítico: una persona que opina sobre las
obras artísticas ajenas sin haber producido ninguna. El hecho de no
haber producido nada es, precisamente, lo que caracteriza al crítico
en el sentido del ironista romántico.
Este programa del crítico-artista, que reaparece en el
esteticismo de fines del siglo XIX, está ya en el primer
romanticismo: pero el crítico-artista romántico, a diferencia del
esteticista, es alguien que produce un juicio instituyente de la
artisticidad de la obra de arte, no alguien que simplemente “escribe
bien” y por escribir bien, su obra crítica es considerada una obra
literaria. El juicio es el que funda la artisticidad. Así, la obra de arte
aparece en el acto del pronunciarse sobre ella. Si a Schlegel le
gustaba una comedia menor, la convertía con su juicio crítico en la
revista Athenaeum en una obra de arte. Y esa era la obra de arte, y
no la comedia menor. Este uso de la ironía es el que le critica
Hegel, pero por otro lado dice que es para lo que Schlegel tenía un
talento que lo diferenciaba de sus contemporáneos. Si Schlegel
sostiene que una obra de la época isabelina -como de hecho lo hace
con Hamlet- es una obra filosófica moderna, porque Hamlet es un
personaje filosófico en tanto encarna la paradoja, de esa manera
instituye la artisticidad de Hamlet. El crítico es el que artistiza con
su juicio a un objeto y lo instituye como obra de arte. Es
justamente ese momento, el de la institución de la obra de arte a
través del juicio estético, el momento productivo del romántico
ironista.
En el fragmento 96 aparece la capacidad sin la cual la
ironía no podría existir: el ingenio (Witz).
Un buen enigma tendría que tener Witz; si no, no queda
nada, en cuanto se encuentra la palabra; tampoco deja de
ser un estímulo cuando una ocurrencia con Witz es tan
enigmática que requiere ser adivinada: la condición es que
su sentido se vuelva completamente claro en cuanto es
hallado. [Ein gutes Rätsel sollte witzig sein; sonst bleibt
nichts, sobald das Wort gefunden ist: auch ist's nicht ohne
Reiz, wenn ein witziger Einfall insoweit rätselhaft ist, daß
er erraten sein will: nur muß sein Sinn gleich völlig klar
werden, sobald er getroffen ist.]

Aquí tenemos, prácticamente, el arte poética de los


fragmentos. Los fragmentos no pueden ser, si tienen Witz, tan
enigmáticos como para ser adivinados. Por ejemplo, qué quiere
decir con los dos estómagos. Si pasa esto, es un mal Witz; es tan
abierto que no tiene clave de resolución alguna. Pero tampoco el
fragmento tiene que ser algo obvio. Ahora bien, una vez que se le
encuentra un sentido al Witz del fragmento, pareciera que es
absolutamente claro, es decir, que el sentido no podría ser otro.
Esto es lo que establece la tensión propia de la paradoja del
fragmento, en tanto ejercicio de la ironía: no tiene que ser algo que
tenga que ser adivinado, pero tampoco algo que tenga que ser
decodificado de manera unívoca, aun cuando, una vez
decodificado, el yo experimenta que no podría haber otra
interpretación que esa. El Witz no puede ser sinónimo de
arbitrariedad.
Así como en la ironía socrática –según Schlegel- el espíritu
científico se combinaba con un sentido artístico de la vida, en la
ironía romántica también domina un “espíritu combinatorio”, al
que el Witz, de algún modo, le da un nombre. Ese nombre (Witz)
es acorde a lo que la ironía tiene de lúdica. Podría pensarse como
la definición de la ironía por el componente lúdico, en desmedro
del componente “científico”.
La forma originaria de la fantasía es el arabesco: la infinita
plenitud en la infinita unidad. El arabesco expresa la infinitud de
posibilidades que hay al comienzo de la creación artística, una
infinitud de la que salen todas las formas. Todas las formas
posibles están contenidas, inicialmente, en lo que Schlegel llama
arabesco. Pero no todas las posibilidades, que están contenidas en
la infinitud, entran en la forma artística. El Witz combina entre sí
sólo algunas de ellas.
El joven Schlegel (el del Círculo de Jena) piensa el Witz
como una facultad combinatoria individual. El Schlegel maduro,
ya convertido al catolicismo, empieza a pensarla como una fuerza
productora de carácter místico -o mágico- y llega a llamarla Cristo.
Pero cuando este espíritu combinatorio se llama Cristo, Schlegel
deja de hablar de “arabesco”, que es la forma originaria de la
fantasía. Por este aspecto lúdico o combinatorio, el Witz también
está definido en el fragmento 56: Witz es sociabilidad lógica [Witz
ist logische Geselligkeit]
En un punto, lo que el Witz tiene de frágil lo tiene por ser
individual. Sobre todo en el fragmento 96 se advierte que la
demanda de “adivinación” que le hace el ironista a su interlocutor
se debe a que la combinación de elementos dispares tiene un
trasfondo de arbitrariedad: de la infinitud de posibilidades que
contiene el arabesco, se seleccionaron algunas (dos) que, en
primera instancia, no tienen nada que ver entre sí. La relación que
se establece entre ellas por la vía combinatoria es obvia para el
ironista, pero no para el interlocutor. Para el interlocutor (o lector)
el Witz es un enigma que requiere ser adivinado. El concepto de
enigma, para referirse a la obra de arte, también se encuentra en
Teoría estética de Adorno.
Si el punto de partida de la creación artística es la infinitud
propia del arabesco, parte del trabajo individual del artista tiene
que ser la autolimitación: de esa multiplicidad infinita de
posibilidades que se da, originalmente, en el modo de la unidad,
debe escoger sólo algunas. En este sentido, la reconstrucción que
estamos haciendo de la teoría schlegeliana de la ironía es, al mismo
tiempo, una teoría de la obra de arte (de la obra de arte entendida
en sentido romántico). Ahora bien, por eso mismo, la infinitud del
arabesco es en realidad la infinitud del yo, un yo absoluto que pone
el no-yo. El principio de la autolimitación –por parte del ironista en
lo que tiene de artista- es el principio de un yo que se ha
descubierto como ilimitado, como infinito. Es el yo fichteano, que
no carga ya sobre sus espaldas con el problema de la cosa en sí
kantiana. El principio de la autolimitación aparece en el fragmento
37:

Para poder escribir bien sobre un objeto hay que haber


perdido el interés en él. El pensamiento que debe
expresarse con sensatez ya tiene que haber pasado por
completo, ya no tiene que ocupar a quien lo expresa.
Mientras el artista invente y esté inspirado, se encontrará en
un estado no liberal, por lo menos para la comunicación. Él
querrá decir todo, lo cual es una tendencia errónea de los
jóvenes o un prejuicio de los viejos chapuceros. De este
modo, desconoce el valor y la dignidad de la
autolimitación, que tanto para el artista como para el
hombre es lo primero y lo último, lo más necesario y lo
supremo. Lo más necesario, porque allí donde uno no se
limita a sí mismo lo limita el mundo a uno, a través de lo
cual uno se convierte en un siervo. Lo supremo, porque uno
no puede limitarse sólo en los puntos y lados donde tiene
fuerza infinita, autocreación y autodestrucción. [Um über
einen Gegenstand gut schreiben zu können, muß man sich
nicht mehr für ihn interessieren; der Gedanke, den man mit
Besonnenheit ausdrücken soll, muß schon gänzlich vorbei
sein, einen nicht mehr eigentlich beschäftigen. So lange der
Künstler erfindet und begeistert ist, befindet er sich für die
Mitteilung wenigstens in einem illiberalen Zustande. Er
wird dann alles sagen wollen; welches eine falsche Tendenz
junger Genies, oder ein richtiges Vorurteil alter Stümper
ist. Dadurch verkennt er den Wert und die Würde der
Selbstbeschränkung, die doch für den Künstler wie für den
Menschen das Erste und das Letzte, das Notwendigste und
das Höchste ist. Das Notwendigste: denn überall, wo man
sich nicht selbst beschränkt, beschränkt einen die Welt;
wodurch man ein Knecht wird. Das Höchste: denn man
kann sich nur in den Punkten und an den Seiten selbst
beschränken, wo man unendliche Kraft hat,
Selbstschöpfung und Selbstvernichtung. ]

La autolimitación, tal como Schlegel la expuso hasta este


punto del fragmento 37, tiene todo para ser pensada como una
aplicación fichteana de la filosofía práctica kantiana: la libertad
absoluta de un sujeto se ejerce siendo él mismo el que se la limita.
La autolimitación es ejercicio de la libertad por parte de un yo
absoluto. Para Fichte, es en la moralidad (y no en el conocimiento)
en lo que el yo experimenta su carácter absoluto e infinito. No
obstante, para Schlegel, a diferencia de Fichte, la autolimitación no
es un principio que pueda circunscribirse a aquellos aspectos en los
que el sujeto se experimenta como portador de un yo absoluto e
infinito, como es el caso de la moralidad. El principio de la
autolimitación se extiende a todo aquello que es el terreno por
excelencia de la ironía: la creación artística y la conversación.
“Decir todo”, en una obra o en una conversación, es síntoma de no
libertad, no de libertad. De yo joven e inexperto o de yo viejo y
chapucero, pero no de yo fuerte e irónico. Al yo que pretende
“agotarse”, en su infinitud de posibilidades, en la obra de arte le
falta la autolimitación que es propia del yo absoluto. Sigue el
fragmento 37:

Incluso una conversación amigable que no puede


interrumpirse libremente en cualquier momento por una
arbitrariedad incondicionada tiene algo de no liberal. Sin
embargo, un escritor que quiera y pueda decir
absolutamente todo, que no guarde nada para sí, que desee
decir todo lo que sabe, es de lamentar profundamente. Sólo
hay que precaverse de tres errores. Aquello que parece y
debe parecer arbitrariedad condicionada y, por lo tanto,
irracionalidad o suprarracionalidad, tiene que volver a ser,
no obstante, fundamentalmente necesario y racional, si no,
el humor se convierte en capricho, surge la falta de
liberalidad, y la autolimitación se vuelve autodestrucción.
En segundo lugar, no hay que apresurarse demasiado con la
autolimitación y primero hay que darle espacio a la
autocreación, a la invención y a la inspiración, hasta que
esté terminada. En tercer lugar, no hay que exagerar la
autolimitación. [Selbst ein freundschaftliches Gespräch,
was nicht in jedem Augenblick frei abbrechen kann, aus
unbedingter Willkür, hat etwas Illiberales. Ein Schriftsteller
aber, der sich rein ausreden will und kann, der nichts für
sich behält, und alles sagen mag, was er weiß, ist sehr zu
beklagen. Nur vor drei Fehlern hat man sich zu hüten. Was
unbedingte Willkür, und sonach Unvernunft oder
Übervernunft scheint und scheinen soll, muß dennoch im
Grunde auch wieder schlechthin notwendig und vernünftig
sein; sonst wird die Laune Eigensinn, es entsteht
Illiberalität, und aus Selbstbeschränkung wird
Selbstvernichtung. Zweitens: man muß mit der
Selbstbeschränkung nicht zu sehr eilen, und erst der
Selbstschöpfung, der Erfindung und Begeisterung Raum
lassen, bis sie fertig ist. Drittens: man muß die
Selbstbeschränkung nicht übertreiben.]

Trasladado a la obra de arte, el principio del yo absoluto


corre el riesgo de precipitarse o de censurarse. Donde tiene más
posibilidades de expansión –dentro de los límites de la sociedad
burguesa- , es decir en el arte, el yo corre el riesgo –si no se ha
formado a sí mismo previamente- de ser autoindulgente o
autoexigente siempre en demasía, nunca en la medida justa.
La autolimitación es lo característico de la conversación:
podría seguir indefinidamente, pero en algún punto se tiene que
terminar. La idea de conversación infinita es, precisamente, la idea
de conversación. Ahora bien, en algún punto tiene que terminar y
este punto siempre es producto de la libertad. No es que exista un
punto en el cual naturalmente se terminan las conversaciones, sino
que ese punto se establece como autolimitación. Lo mismo vale
para el trabajo artístico y el trabajo crítico. El principio de la
autolimitación es también un principio poético, en el sentido de
que quien realiza una obra poética tiene que autolimitarse. Es
propio de los malos novelistas el pensar que toda ocurrencia que
les parece relevante tiene que estar escrita. El final del fragmento
78 también hace alusión a este doble mal que aqueja al yo absoluto
en cuanto se aboca a la creación artística:
Cada hombre instruido y que se instruye contiene en su
interior una novela. Sin embargo, no es necesario que la
exprese y escriba. [Auch enthält jeder Mensch, der gebildet
ist, und sich bildet, in seinem Innern einen Roman. Daß er
ihn aber äußre und schreibe, ist nicht nötig.]

Schlegel parte del principio de que toda vida tiene la


estructura de una novela; por lo tanto, cualquier sujeto es capaz de
escribir una, independientemente de su calidad. Ahora bien, el
problema está en que, para escribir, el arte no consiste en
explayarse sino en limitarse. Lo característico de un escritor es que
permanentemente está autolimitando la capacidad de escritura.
Escribir no es expandir el yo al infinito sino restringirlo,
autolimitarlo, en su producción incesante. Lo característico del
trabajo artístico no está en la expansión sino en la autolimitación.
La inconcreción es estructural a la obra de arte. Ahora bien:
el carácter intrínsecamente inacabado que tiene la obra de arte para
el primer romanticismo –y que Hegel critica como propio de ese
yo débil que es el yo del alma bella- parece deberse –sin darle por
eso toda la razón a Hegel- a la relación intrínseca que esa obra
guarda con el yo del artista (un yo que tiende a precipitase más que
a autocensurarse).
Ironía y obra de arte, entonces, tienden a identificarse. La
ironía aparece en los Fragmentos críticos tan apegada al concepto
de obra de arte (como algo que permanece siempre en estado de no
realización, de no terminación, de no plasmación completa) que
incluso Schlegel se autocritica por la falta de ironía en su obra
Sobre el estudio de la poesía griega. Recordemos que la crítica
tiene que ser también “obra de arte”:
Mi ensayo Sobre el estudio de la poesía griega es un himno
en prosa de estilo propio sobre lo objetivo de la poesía. Lo
peor en él me parece la falta total de la indispensable ironía;
y lo mejor, la esperanzada presuposición de que la poesía es
infinitamente valiosa; como si esto fuera una cuestión
acordada. [Mein Versuch über das Studium der griechischen
Poesie ist ein manierierter Hymnus in Prosa auf das
Objektive in der Poesie. Das Schlechteste daran scheint mir
der gänzliche Mangel der unentbehrlichen Ironie; und das
Beste, die zuversichtliche Voraussetzung, daß die Poesie
unendlich viel wert sei; als ob dies eine ausgemachte Sache
wäre.]

Termino con este fragmento, porque es el colmo del crítico-


artista: hacer la autocrítica de su propia obra. El buen crítico es un
crítico autocrítico, y quizás ese es el ejercicio máximo de la
autolimitación: poder ver, en las expansiones del propio yo, cuáles
son sus desmesuras. Aquí, la desmesura es su falta de ironía. Sobre
el estudio de la poesía griega es una obra que suele ser
considerada diferente de los Fragmentos, con un objeto de
discusión excluyente. Y no es tan así, porque si uno la lee
completa, ve que es también un libro verdaderamente
fragmentario. Tiene fragmentos más largos, pero también en sus
cambios de tema es una obra fragmentaria. Puede haber un párrafo
sobre lo feo, uno sobre la belleza antigua, otro sobre el Fausto de
Goethe, otro sobre Hamlet, etc. No es que cambie
permanentemente de tema, pero tampoco su tema es
específicamente la poesía griega. En las cien páginas que tiene de
extensión -un libro breve- hay diversos recorridos: un recorrido de
crítica cultural, otro desde la estética, otro desde la historia de
literatura alemana. Es difícil decir que es un estudio de la poesía
griega. En este sentido, su título genera un equívoco acerca del
contenido. Ni siquiera el tono del libro, que se centra en el
presente, es el de un estudio específico sobre la poesía griega.
No sé si notaron, en los fragmentos que leímos, que
Schlegel está diciendo todo el tiempo cómo tiene que ser la ironía
y, a la vez, ejerciéndola. La teoriza a la vez que la practica. No es
que los primeros románticos fueran malos artistas porque no
lograban consumar una obra –como sostiene Hegel- sino que eran
un tipo nuevo de artistas: artistas programáticos, como lo serán los
artistas de vanguardia del siglo XX, para quienes la obra no hace
otra cosa que demostrar y hacer efectiva la existencia del
programa, pero donde la artisticidad está en el ismo, en el instituir
arbitrariamente ciertas reglas para hacer obras de arte ateniéndose
a ellas, con lo cual las obras de arte vanguardistas son a la vez
ejemplo y razón del programa –el programa escrito en forma de
manifiesto-. Prácticamente, podemos decir que es un arte que está
en el programa de la obra de arte, antes que en la obra de arte
realizada. Uno podría pensar también que esa práctica se
desarrolla, hasta cierto punto, en relación a la filosofía. Más que un
filósofo, Schlegel es alguien que está teorizando la ironía como un
ejercicio filosófico no sistemático, y en la medida en que no hay
sistematicidad, dice él, tiene que haber ironía. Se trata del arte de la
paradoja, de la no determinación de lo conceptual, en el sentido de
la imposibilidad de llegar al concepto socrático; se trata de
preguntarse qué es la poesía para que no haya una respuesta final
única. De hecho, en Conversación sobre la poesía hay cuatro
personajes y hay cuatro maneras de entender la poesía. Pero no es
que no se pueda llegar a la verdad por la vía de la conversación,
sino que la verdad queda para después –porque se puede seguir
conversando hasta el infinito. La idea es esa: no cerrar (no
encerrar) el pensamiento en la forma del sistema. La infinitud
aparece en el modo de la no cerrazón, de la no definición. El
fragmento no es expresión de una incapacidad, sino de un
programa. Existe el todo. No es que no hay verdad. El problema es
que el abordaje de ese todo es fragmentario. Y la suma de todos los
fragmentos que han escrito en la revista Athenaeum no da el todo
recompuesto. Esta infinitización del discurso es lo que hace que
nunca se llegue a poder abordar la totalidad como totalidad.
Es quizá en este no pasaje a la filosofía de parte de Schlegel
(en el mantener la filosofía en estado programático, igual que la
obra de arte: no ser ni filósofo ni artista, sino crítico-artista) en el
que radica el modo irónico de entender la relación entre estética y
crítica cultural. De hacer el pasaje a la filosofía entendida de
manera no irónica, es decir, para la época, entendida de manera
sistemática, la crítica cultural (dirigida más al problema del gusto
que al de la belleza) se difumina. Es lo que pasa con la estética
sistemática del joven Schelling. Mantiene el programa del primer
romanticismo, pero lo transforma en un sistema (en SU sistema).
En la estética sistemática, la relación entre estética y crítica
cultural se transforma en la relación entre arte y verdad.
Schelling es un pensador que desde un comienzo, por más
que esté relacionado con el Círculo de Jena, detesta el
fragmentarismo del primer romanticismo. Hay una pretensión
sistemática que Schelling no habría podido consumar sin el yo
fichteano, pero, para eso, lo interpreta y lo usufructa de otro modo
que Schlegel. Para él, es el modo de poder sistematizar una
filosofía que llega al saber absoluto. Pero también, a mi modo de
ver, ese yo absolutizado no es unívoco: permite el fragmentarismo
de los primeros románticos y la sistematización schellinguiana. No
es que hay una relación clara y distinta entre el yo absolutizado y
el sistema. En todo caso, hay dos posibilidades de interpretación y
usufructo filosófico del yo fichteano (y no muchas más): la ironía y
el sistema. Pero no veo (aunque esto es discutible) que haya una
primacía de lo sistemático por sobre lo fragmentario (como
piensan Schelling y Hegel) en relación a la figura del yo
absolutizado. Para mí hay un punto de arbitrariedad en la fijación
de un sistema. Una decisión. Alguien decide (como decidió
Schelling) que no quiere ser un pensador fragmentario. Pero con la
decisión no alcanza. Tiene que tener un principio absoluto. Lo que
encuentra Schelling es cómo salir de la ironía con ese yo
absolutizado de Fichte. Esa es verdaderamente la novedad
schellinguiana, pues Schelling es totalmente contemporáneo –en
términos filosóficos- de Schlegel. El Círculo de Jena es muy
diverso en mentalidades románticas. No hay una manera única de
entender lo romántico. El joven Schelling es un romántico con un
sistema.
El hecho de plantear el problema de la verdad de la obra de
arte es lo más moderno de la modernidad estética en Schelling. En
un punto, la ironía tiene un componente de subjetivismo muy fuerte
que no lo tiene el sistema. Adorno, en las clases de Estética del
semestre 1958/59 (Estética 1958/59, Buenos Aires, Las cuarenta,
2013), plantea el giro del subjetivismo al objetivismo, dentro de la
estética idealista, sucede con Hegel, algo con lo que no estoy de
acuerdo. Me parece que ya en la Filosofía del arte de Schelling
hay un intento de relacionar, dentro de un sistema filosófico, la
belleza con la verdad (y con el bien), de manera tal que se pueda
discernir, por un principio que no sea estrictamente subjetivo (el
del yo del crítico-artista, como en la ironía schlegeliana), entre la
obra de arte mala (falsa) y la obra de arte buena (verdadera).
Pero, al relacionar el arte con la verdad, el yo, en el sistema
de Schelling ya no es el yo de la ironía (el yo = yo fichteano, que
es un modo de absolutización del yo) sino un yo que se conoce
alienado. No es un yo que pone y corre el objeto puesto en el arte
(como en la ironía). Es un punto de vista para el que es necesario,
antes que nada, construir la totalidad (y construirla como sistema)
para poder entender, después, las obras de arte particulares.

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