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EL PROBLEMA DE LA LIBERTAD

La vida es como un viaje que hacemos a una dimensión espacio-tiempo y luego


deberíamos poder retornar a casa. Mientras tanto, la condición de humanos nos condena
en este mundo a ser libres.

Desde el punto de vista de la filosofía oriental, el hombre, antes de nacer elige a


sus padres, su familia y su destino, de modo que desde ese contexto, la vida del hombre
es entregarse sin condiciones para cumplir su destino. Por lo tanto, el hombre está
determinado desde el Nacimiento por su destino.

Erich Fromm, en su libro “El miedo a la libertad” nos dice que la naturaleza
humana es el producto de la evolución del hombre, y que a medida que progrese como
individuo único y distinto en su proceso de individuación tanto más tenderá a unirse a
los demás con amor, porque entenderá su lugar en el mundo.

Así como el bebé consigue una vez que crece separarse de su madre y ser
independiente, así el hombre social logrará su independencia de los lazos que lo atan al
mundo exterior y sus condicionamientos, que le otorgan seguridad y sentido de
pertenencia. El proceso de individuación; le permitirá la genuina relación con los otros y
la naturaleza, sin privarlo de su individualidad.

Cuando una persona se transforma en un individuo se siente, sola y angustiada y


puede optar por someterse a otros con tal de sentirse incluido.

Pero hay una mejor forma de evitar el sentimiento de aislamiento que no sea
alienarse en los otros; que es el amor y el trabajo creativo.

El proceso de individuación necesita de la fuerza interior y de la integración de


la personalidad individual que dé lugar a una intimidad y solidaridad con los otros,
superando los mecanismos de evasión que se ponen en juego en todos aquellos que aún
no lo logran.

El instinto es un impulso que disminuye a medida que evoluciona la escala


zoológica. El hombre se libera de los instintos y adquiere libertad para obrar libre de
determinismos.

Queda expuesto a la libertad de acción y esa aparente debilidad con respecto a


especies inferiores es lo que hace posible la cultura humana.
El hombre registra los mismos estímulos pero puede elegir entre distintas formas
de respuestas que lo obligan a pensar.

Modifica la naturaleza que es parte de él, porque en lugar de una adaptación


pasiva puede crear nuevos instrumentos para dominarla; y esta posibilidad, lo separa de
ella. Se da cuenta de la dimensión trágica de su existencia, ser parte de la naturaleza y
no obstante poder trascenderla.

El destino trágico del hombre y su relación con la libertad está representado


simbólicamente en el mito de la creación del mundo.

El hombre es expulsado del Paraíso por querer elegir libremente. Renuncia a


vivir en el Jardín del Edén en completa armonía con la naturaleza sin sufrir ninguna
privación para realizar un acto libre que le ocasiona toda clase de sufrimientos.

Este hecho representa un símbolo del comienzo de la humanidad. Esta


separación del hombre como especie es similar a la separación del hombre como
individuo de su madre.

El proceso de individuación como especie es lento, mientras tanto el hombre se


siente aislado e inseguro con respecto a su papel en el universo y al significado de su
vida.

El camino del hombre individualizado y su integración con el mundo


históricamente ha estado lleno de espinas, llevándolo a someter su individualidad, y a
transformar su libertad en una pesada carga, porque lo hace dudar de ella y a
involucrarse en un tipo de vida que carece de significado y dirección.
“Dios creó al hombre al principio y le dio libertad de tomar sus
decisiones.” Eclesiástico 15:14

Empecemos por resumir muy brevemente la doctrina católica sobre la libertad:

1. Los seres humanos somos libres porque podemos tomar nuestras propias


decisiones. La libertad es propia y exclusiva de los seres racionales que
somos dueños y responsables de nuestras acciones. El hombre puede obedecer a
la razón y practicar el bien moral para alcanzar el fin último para el que ha sido
creado; o puede seguir la dirección contraria y dirigirse a su perdición. 

2. El fin supremo al que debe aspirar la libertad humana no es otro que el


mismo Dios. La recta razón nos conduce siempre a Dios, que es nuestro
principio, nuestro Creador, y nuestro fin último. Dios es alfa y la omega,
principio y fin. Venimos de Dios y hacia Él vamos.

3. Pero la razón y la voluntad son facultades imperfectas y nos pueden


presentar de manera engañosa algo malo con apariencia de bien. La
naturaleza humana está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la
ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado,
aunque no está totalmente corrompida. 

«Lo que la Revelación divina nos enseña coincide con la misma experiencia.
Pues el hombre, al examinar su corazón, se descubre también inclinado al mal e
inmerso en muchos males que no pueden proceder de su Creador, que es
bueno. Negándose con frecuencia a reconocer a Dios como su principio,
rompió además el orden debido con respecto a su fin último y, al mismo
tiempo, toda su ordenación en relación consigo mismo, con todos los otros
hombres y con todas las cosas creadas».

4. Cuando la voluntad apetece un objeto que se aparta de la recta razón, incurre en


el defecto radical de corromper y abusar de la libertad. La posibilidad de pecar
no es libertad, sino esclavitud. El que peca es esclavo del Demonio. Por el
pecado original, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque
éste permanezca libre. El pecado original entraña “la servidumbre bajo el
poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo” (Concilio
de Trento: DS 1511, cf. Hb 2,14). Por el pecado, el hombre está privado de la
gracia y en estado de enemistad con Dios.

5. Dios, infinitamente perfecto, sumamente inteligente, sumo bien y


esencialmente bondadoso, es plenamente libre y no puede nunca querer el
mal. Por lo tanto, la posibilidad de pecar no forma parte del concepto de
libertad, pues, de ser así, Dios no sería libre. Libertad y bondad van
inexorablemente unidas.

6. A la libertad le hacía falta una protección y un auxilio capaces de dirigirla hacia


el bien y apartarla del mal, porque, si no, la libertad habría sido gravemente
perjudicial para el hombre. Esa protección y ese auxilio se los proporciona la
ley, que es una norma que nos señala lo que hay que hacer y lo que hay que
evitar. El hombre, precisamente por ser libre, ha de vivir sometido a la ley. La
ley que guía al hombre en su acción y le mueve a obrar el bien y a evitar el mal
es la ley natural que está escrita y grabada en el corazón de cada hombre,
porque es la misma razón humana la que manda al hombre hacer el bien y
prohíbe al hombre obrar el mal.

7. Pero este precepto de la razón humana no podría tener fuerza de ley si no fuera
órgano e intérprete de otra razón más alta, a la que deben estar sometidos
nuestro entendimiento y nuestra libertad: la ley eterna. La ley natural es la
misma ley eterna, que, grabada en los seres racionales, inclina a éstos a las obras
y al fin que les son propios. La ley eterna es la razón eterna de Dios, Creador y
Gobernador de todo el universo.

8. La naturaleza de la libertad humana incluye la necesidad de obedecer a una


razón suprema y eterna, que no es otra que la autoridad de Dios imponiendo
sus mandamientos y prohibiciones. Y este dominio de Dios sobre los hombres
no solo no suprime ni debilita la libertad humana, sino que lo que hace es
precisamente todo lo contrario: defenderla y perfeccionarla.

9. A esta regla de nuestras acciones, a este freno del pecado que son los
Mandamientos, Dios ha añadido ciertos auxilios especiales para confirmar y
dirigir la acción del hombre. Para que podamos cumplir la ley eterna, Dios nos
socorre con su gracia. La gracia divina ilumina el entendimiento y
robustece e impulsa la voluntad hacia el bien moral y, al mismo tiempo,
facilita y asegura el ejercicio de nuestra libertad natural.

10. Jesucristo, liberador del género humano, que vino para restaurar y acrecentar
la dignidad antigua de la Naturaleza (caída tras el pecado original), ha
socorrido de modo extraordinario la voluntad del hombre y la ha levantado a un
estado mejor, concediéndole, por una parte, los auxilios de su gracia y
abriéndole, por otra parte, la perspectiva de una eterna felicidad en los cielos.

El problema de la modernidad es que su concepto de la libertad se opone radicalmente


al concepto cristiano. El hombre moderno entiende por libertad la capacidad de
hacer lo que le dé la gana, al margen de cualquier ley moral.

Escuchemos cómo razona el filósofo moderno: 

Pero ¿qué significa exactamente ser libre?, ¿cuál es el misterio humano que se esconde
bajo esa palabra tan valorada? A primera vista no parece sencillo establecerlo ya que
la fenomenología de la libertad es muy amplia. Libertad sugiere independencia,
apertura, autonomía, capacidad de elección, poder, querer, amor, voluntad. Soy libre
cuando elijo y cuando puedo elegir; soy libre porque mi voluntad lo es; por ser libre
puedo amar y puedo odiar y por ser libre soy responsable. Libertad es también
apertura a lo nuevo y falta de constricción: no estar ligado por vínculos ni por cadena
materiales, por supuesto, pero tampoco espirituales.

Dice que la libertad es autodeterminación de las personas a través de sus acciones: la


capacidad que tiene las persona de disponer de sí misma y de decidir su destino a
través de sus acciones. Dice que  la voluntad libre es la capacidad que tiene la
personal de autodeterminarse como consecuencia de su autodominio. La persona es
libre porque es dueña de sí misma y depende de sí misma porque se autoposee. La
persona es independiente y autónoma. “Yo soy mío” y puedo elegir  entre todas las
posibilidades que se me presentan, la que deseo, la que quiero porque yo, como
última instancia absoluta, lo establezco.

La libertad consta, pues, de elección y autodeterminación. Soy dueño de mí mismo,


dependo de mí mismo, puedo hacer lo que me dé la gana porque no hay otra instancia
última más que yo mismo. Mi vida es mía y hago lo que me da la gana. Yo establezco
mi propia ley. La moralidad, que establece lo que está bien y lo que está mal, no es
una realidad impuesta desde fuera, sino una experiencia personal vinculada con el
crecimiento de la persona en cuanto persona.

He aquí al hombre ensoberbecido: el hombre que prescinde de Dios y que no admite


ninguna ley natural ni mucho menos ninguna ley divina. El hombre es la última
instancia absoluta. No hay Dios que valga ni mandamientos que obedecer fuera de los
que uno mismo establezca en función de su derecho de autodeterminarse. El hombre se
cree que es Dios. “Seréis como Dios”, le dijo la Serpiente a Eva. “No moriréis”. Pero el
Demonio es mal pagador y miente. Es el padre de la mentira. 

Como señala León XIII: “Son ya muchos los que, imitando a Lucifer, del cual es
aquella criminal expresión: “No serviré”, entienden por libertad lo que es una pura y
absurda licencia. Tales son los partidarios de ese sistema tan extendido y poderoso, y
que, tomando el nombre de la misma libertad, se llaman a sí mismos liberales.”

El liberalismo es apóstata pues, negando la obediencia debida a la divina y eterna


razón y declarándose a sí misma independiente, se convierte en sumo principio, fuente
exclusiva y juez único de la verdad.

La modernidad ha declarado la guerra contra Dios y contra la Iglesia. Los hombres se


han endiosado de tal manera que creen que puede prescindir de Dios y echarlo, no solo
de su vida personal, sino también de la vida social y del gobierno de sus pueblos. Para
los liberales, ni Dios ni la Iglesia tienen poder alguno para dictaminar lo que está bien y
lo que está mal. ¿Es el pueblo quien determina con su voto los principios
morales? ¿Tienen los ciudadanos el poder de determinar por sí solos lo que es virtuoso
y lo que es dañino para el bien común? A la vista está…

Callar es de cobardes cuando está en juego el honor de Dios y la salvación de las almas.

El fin de la vida humana es nuestra santificación para dar gloria a Dios. Ser santos
para dar gloria a Dios: en eso consiste la felicidad. Y no hay otra. Se trata de
configurarnos con Cristo, de vivir unidos a Dios por el amor, en perfecta conformidad
con la voluntad divina. Por eso los santos son verdaderamente libres. Y los que viven en
pecado mortal son desgraciados y esclavos del Demonio. Por eso rezamos en el Padre
Nuestro aquello de “no nos dejes caer en la tentación y líbranos del Maligno” (sed
libera nos a Malo).
La felicidad del hombre es cumplir la voluntad de Dios, con la ayuda de la gracia, para
ser santo. Asimismo, el bien común de los pueblos, en última instancia, es Dios mismo.
Y el pecado hace a los hombres y a los pueblos desgraciados. Cuanto más os apartéis de
Dios, mayor será el infierno en el que viviréis.

Cristo con su muerte y su resurrección ha derrotado a la muerte y al mal y nos ha


liberado con su sangre de la esclavitud del pecado. Él es el Cordero de Dios que quita
del pecado del mundo. No hay otro Redentor. No hay otro Salvador. Sólo Jesucristo
tiene palabras de vida eterna. Apartarse de Cristo es locura y sinrazón.

En estos tiempos de oscuridad, rezad el Santo Rosario, confesaos con frecuencia, adorad
al Santísimo en el sagrario y asistid a la Santa Misa siempre que podáis. Amar a la
Santísima Virgen María y adorar a Cristo, realmente presente en el Santísimo
Sacramento, comulgar con fe… son los caminos más seguros hacia la santidad.
Amemos a Dios sobre todas las cosas y, desde Él, podremos amar a nuestro prójimo
como a nosotros mismos. Pero primero, amemos a Dios con todo nuestro
entendimiento, con todo nuestro corazón y con todas nuestras fuerzas.

Yo no quiero ser libre para pecar. No me dejes, Señor de tu mano, y concédeme la


gracia de librarme de las tentaciones de Satanás para que no peque ni me aleje nunca de
Ti. “Hágase tu voluntad”, Señor. Y no la mía. No dejes que me aparte de Ti, Señor. Yo
te ofrezco toda mi libertad, toda mi voluntad, todo mi entendimiento, todo lo que soy y
todo lo que tengo. No quiero ser libre, Señor, sino para quereros. Dadme vuestro amor y
gracia que esta me basta.

la noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora.

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