Está en la página 1de 3

Tema 29 – 1ra parte: Libertad y conciencia

La libertad del hombre

La libertad es el poder del hombre, radicado en su razón y en su voluntad, de obrar o no obrar,


de hacer esto o aquello, es decir, de ejecutar por sí mismo acciones deliberadas.

Si el hombre no fuera un ser racional, si no tuviera la capacidad de conocer la verdad, no podría ser
libre. Pero Dios ha creado al hombre racional, dotándolo de iniciativa y dominio de sus actos. El
hombre fue creado libre y dueño de sus actos.

Adán y Eva fueron creados con esta libertad, pero decidieron abusar de ella y desobedecer a Dios.
La libertad implica, pues, la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y por tanto, de crecer en
perfección o de pecar. En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo más libre.
La elección de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y conduce a la esclavitud del
pecado (cf. Rm 6,17)

La libertad como autodominio

La verdadera libertad está relacionada con el control que el hombre tiene de sí mismo para hacer
el bien y evitar el mal. El 'dominio' del mundo que Dios había concedido al hombre desde el
comienzo, se realizaba ante todo dentro del hombre mismo como 'dominio de sí'. El hombre estaba
íntegro y ordenado en todo su ser por estar libre de la triple concupiscencia. Pero esta libertad quedó
herida por el pecado original.

Así pues, el hombre después del pecado original es mucho menos libre que el hombre anterior a
ese pecado original, pero no ha perdido completamente su libertad, es lo suficientemente libre para
ser responsable de sus actos. Y cuanto más hacemos el bien más libres somos -menos esclavos
del pecado- y cuanto más hacemos el mal, más libertad perdemos.

Soy libre en la medida en que soy dueño de mí mismo: el pecado me quita grados de libertad porque
me esclaviza. Si me convierto en una persona que tiene un vicio ya no soy libre, puedo llegar incluso
a perder totalmente mi libertad. Por ejemplo, una persona que tiene el vicio de fumar, de beber, o
de mentir, o que es adicto a los videojuegos, a la pornografía, o a las apuestas, está reduciendo con
cada pecado su capacidad de decir no a esa tentación, está por lo tanto perdiendo grados de
libertad.

¿Cómo ser libres? Es Dios quien nos da la libertad, pero además de la gracia de Dios nosotros
tenemos que hacer nuestra parte. Para ser libres de verdad tenemos que dominarnos a nosotros
mismos, aumentar nuestra fuerza de voluntad, esforzarnos por controlar nuestro carácter, practicar
una sana austeridad, no darnos gusto en todo y no darle a nuestro cuerpo todo aquello que él pide,
por ejemplo con la comida, hacer penitencia, proponernos dejar de comer algo que nos guste, etc.
Debemos aprender a saber decir sí al bien y a decir no al mal que nos hace cada vez menos libres.

La libertad en la relación con los demás

Esta capacidad de autodeterminación solo nos permitirá realizarnos y nos llevará a la felicidad si se
orienta hacia el bien y la verdad. Yo debo usar este don que me ha dado Dios en mis relaciones con
los demás: si uso bien mi libertad y elijo el bien podré construir relaciones de amor con los otros,
pero si abuso de mi libertad y la uso mal puedo causar mucho daño.

¿Qué es lo que nos dice la cultura actual sobre la libertad? (“yo puedo abortar si quiero porque soy
libre”, “yo puedo decidir cuándo quiero acabar con mi vida porque soy libre”, “yo puedo decidir mi
género porque soy libre, no importa si he nacido hombre o mujer) Se nos presenta una idea
equivocada de libertad cuando se nos dice que la libertad es una fuerza autónoma de afirmación en
orden al propio bienestar egoísta. La libertad en realidad es la capacidad de realizar la verdad del
proyecto de Dios.

Jesucristo enseña que la libertad depende fundamentalmente de la verdad porque el conocimiento


de la verdad es condición para la auténtica libertad: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres»
(leer Jn 8, 32).

La libertad mal entendida, alejada de la verdad sobre el hombre, sobre el bien y el mal, puede
causarle mucho daño, puede convertirse en un poder destructor del hombre: de sí mismo y de los
demás.

El Papa Juan Pablo II pone como ejemplo cómo los atentados a la vida humana que se dan hoy,
como el aborto y la eutanasia, muchas veces se justifican apelando a una supuesta “libertad
individual”. Cuando se niega a reconocer una verdad objetiva y común, la persona toma sus
decisiones basándose ya no en la verdad sobre el bien o el mal, sino sobre su opinión subjetiva o
su interés egoísta.

Dios nos enseña que la libertad del hombre no equivale a una autonomía absoluta: Dios no creó al
hombre para que tuviera una autonomía absoluta, “la Revelación nos enseña que el poder de decidir
sobre el bien y el mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios: el hombre debe detenerse ante
el árbol de la ciencia del bien y del mal, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da”.

Cristo nos ha redimido

Debido a la caída original, no solo se ha debilitado la voluntad del hombre para someterse a la
verdad sino también su misma capacidad para conocer la verdad. Sin embargo, el pecado no puede
eliminar totalmente la luz de Dios en el hombre, por eso siempre permanece en lo más profundo de
su corazón la nostalgia de la verdad absoluta.

El hecho de que Cristo nos haya redimido significa que ha liberado nuestra libertad del dominio de
la concupiscencia, por tanto, aunque la observancia de la ley de Dios a veces puede ser muy difícil,
jamás es imposible. Gracias a su redención, el creyente puede encontrar la gracia y la fuerza para
seguirla. Pablo ve en las obras según el Espíritu la manifestación de la libertad con la que Cristo
“nos ha liberado” (leer Gal 5, 22-23).

Conclusión

La libertad, entonces, no es la facultad de hacer cualquier cosa, sino que es un don grande sólo
cuando la usamos responsablemente para todo lo que es el verdadero bien. Es un don que Dios le
da al hombre para su realización mediante el don de sí mismo y la acogida del otro.

La conciencia

En lo profundo de su conciencia el hombre descubre la ley de Dios inscrita en él, esta ley le llama
en el momento oportuno a amar y a hacer el bien y a evitar el mal. Esta ley de Dios inscrita en el
hombre es la ley natural y ella ilumina las exigencias objetivas y universales del bien moral; luego la
conciencia debe aplicar estas exigencias a cada situación concreta a la que se enfrente. Es entonces
un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce si un acto que piensa hacer, está
haciendo, o ha hecho, es bueno o malo.

La conciencia moral no es pues legisladora, no es ella misma la que crea las normas, sino que las
encuentra dispuestas en el orden objetivo de la moralidad.
Es necesario que cada uno preste mucha atención a sí mismo para oír y seguir la voz de su
conciencia. Esta exigencia es tanto más necesaria ahora, cuando se nos impulsa con frecuencia a
prescindir de toda reflexión, examen, o interiorización.

Hay que formar la conciencia. Una conciencia bien formada formula sus juicios según la razón,
conforme al bien verdadero querido por Dios. La educación de la conciencia es indispensable a
personas sometidas a influencias negativas (jóvenes, bombardeados por ideologías, por mentalidad
del mundo: consumismo, exaltación del placer). En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios
es la luz de nuestro caminar; es la luz que nos va a guiar.

También podría gustarte