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Por su parte, Contreras demuestra que, entre 1922 y 1929, los ingresos fiscales corrientes
mostraron un crecimiento sostenido, pasando de 50,7 millones de dólares a 110,6 millones,
acelerado en los últimos años de manera coincidente con las exportaciones y el PBI (Contreras
1997). Sin embargo, como estos ingresos no fueron suficientes, Leguía recurrió al déficit fiscal
en 1920, 1921 y 1922, y luego a los empréstitos internos y externos para financiar,
principalmente, caminos, ferrocarriles, canalización y agua potable y saneamiento, dando en
garantía un ingreso tributario específico. “En muchos casos, el saldo pendiente de un préstamo
anterior fue cancelado con un nuevo préstamo como medio para liberar la renta dada en
prenda para así poderla ofrecer en garantía de uno nuevo” (Cheesman 1986: 266). Para poder
agenciarse de empréstitos mayores en Nueva York, en 1926, Leguía implementa una
importante reforma en la organización de la recaudación de impuestos a fin de que sirvan de
garantía. De un golpe de pluma, liquidó a la Compañía Recaudadora de Impuestos (1913-1926)
y la remplazó por una empresa estatal, la Administración Nacional de Recaudación (1 de
octubre de 1926-30 de marzo de 1927), para establecer, finalmente, un Departamento de
Recaudación en el interior de la Caja de Depósitos y Consignaciones, en la cual todos los
bancos de Lima tenían participación accionaria, encargándole la recaudación privada de los
impuestos y el otorgamiento de garantías al servicio de la deuda externa. Esta nueva
organización de la empresa de recaudación privada se mantendría hasta el primer gobierno de
Fernando Belaunde (Ponce 1994). Fue de esta manera como el gasto público creció en 287%
(entre 1919 y 1928), mientras que la deuda externa se expandió en 2087% (entre 1919 y
1929).
Entonces, para atraer capitales, Leguía eleva la tasa de interés, y para reducir la salida de
divisas prohíbe a los bancos realizar inversiones en valores extranjeros y la emisión de valores
nacionales cuyo pago fuera a ser efectuado en moneda extranjera. Estas medidas probaron ser
ineficaces, pues el tipo de cambio continuó descendiendo. Por tal razón, en febrero de 1930
(Ley N.º 6746) Leguía decide restaurar el patrón oro, estableciendo la convertibilidad del signo
nacional y el cambio de la unidad monetaria de la República (de libra peruana a sol de oro) y
reduciendo la cantidad de oro de la moneda nacional de 7,323 a 6,01853 gramos de oro fino
(Ley N.º 6747).2 Con esta medida, Leguía implementó una devaluación de 16% del tipo de
cambio, con lo cual deseaba estabilizar el cambio en 4 dólares la libra peruana o 2,5 soles por
dólar, autorizando al Banco Central a defender el cambio comprando y vendiendo moneda
extranjera a su cuenta y riesgo (Cheesman 1986, Bethell 2002). El Banco de Reserva se
comprometía a exportar oro para saldar el déficit comercial y a retirar de la circulación una
cantidad similar de dinero, restringiendo así el crédito, la actividad económica y, por ende, las
importaciones. Esta medida permitió aumentar los ingresos reales del Gobierno mediante el
señoreaje y poner en circulación monedas de diez soles, que equivalían a una libra peruana, el
anterior signo monetario (Guevara Ruiz 1999). Sin embargo, al haber establecido la paridad, y
dadas las desfavorables condiciones de la balanza de pagos, el Banco de Reserva tuvo que
exportar 11 millones de soles hasta abril de 1930 y contraer la circulación monetaria en 3
millones de soles (entre enero y julio de 1930) y los redescuentos en 8,5 millones de soles
(entre julio de 1929 y 1930), con los correspondientes efectos negativos sobre la actividad
económica. Como si esto fuera poco, se elevaron las tasas de redescuento, agudizando la
restricción crediticia durante los últimos meses del gobierno de Leguía. Sin embargo, la política
fiscal se movió en la dirección contraria: el déficit fiscal en 1929 fue de 3 millones de soles y en
1930, de casi 2 millones de soles. Con la caída de Leguía, en agosto de 1930, la inestabilidad
política intensificó la crisis económica. La depreciación monetaria proporcionó cierto alivio a
los exportadores, pero el crédito comercial directo a los intereses agrarios se vino abajo
(Quiroz 1992).
En primer lugar, una visión del período 1930-1980 muestra que hubo ciertos avances en el
campo social. El aumento en el PBI por habitante, aunque por debajo del promedio de América
Latina, y la reducción de la tasa de analfabetismo presentadas en el cuadro 29 son ejemplos de
mejoras. Thorp (1998: 380) calcula un índice histórico de nivel de vida para un conjunto de
países de América Latina. En el caso peruano, aumentó de 83 en 1940 a 100 en 1950, 112 en
1960, 129 en 1970 y 169 en 1980, y aumentó además en todos los países.26 En simultáneo, el
Estado aumentó de tamaño, pues pasó de representar 7% del PBI en 1950 a 11% en 1968 y
25% en 1975 (Fitzgerald 1976: 244). No obstante, la magnitud de la pobreza en 1970 y en 1980
(alrededor de 50% de la población), así como la mayor desigualdad de ingresos (Webb 1977),
obligan a relativizar la afirmación anterior. Más Estado, representado en mayor gasto público e
inversión social, no implica una mejora en los indicadores de nivel de vida. La clave está en la
calidad del gasto público y en su orientación hacia las zonas con mayor pobreza y exclusión. Sin
embargo, si prima el móvil político, los campesinos pobres de la sierra y fragmentados, que
además no votaban, no conformaban el público objetivo. Los pobres urbanos, habitantes de
los barrios marginales, sí podían hacer sentir su voz, por lo que recibían los beneficios de la
inversión social.
En quinto lugar, el gasto público como porcentaje del PBI aumentó a lo largo del período. El
cuadro 31 presenta el crecimiento del gasto público y la evolución del déficit fiscal, ambos
como porcentaje del PBI. El mayor gasto no tuvo como correlato un crecimiento de los
ingresos fiscales, sino de la deuda externa o de la emisión monetaria; la inversión social así
financiada obliga a aumentos posteriores en los impuestos, lo que reduce la capacidad de
consumo futura.
En sexto lugar y a juzgar por la información presentada en el cuadro 32, la prioridad social fue
la educación. El gasto público en educación, como porcentaje del gasto total, aumentó a lo
largo del período hasta representar su tercera parte. Hacia 1965, las cifras similares para
Colombia, Argentina, México y Chile eran 16,2%, 15,2%, 14,2% y 13,0%, respectivamente.
Desde 1950, la prioridad de la expansión del sistema educativo como inversión social fue el
rasgo distintivo. La educación fue un vehículo de integración y de movilidad social ascendente
de las clases sociales marginadas. No obstante, no hay elementos para evaluar los efectos del
mayor gasto, pues no existe la certeza acerca de que gastar más implique gastar mejor.
En séptimo lugar, entre 1940 y 1980, la tasa bruta de mortalidad se redujo a la mitad, como lo
muestra el cuadro 33.27 Un informe de la Oficina Nacional de Estadísticas y Censos señala que
la razón de la mejora fue el aumento de la cantidad de recursos destinados a programas
sanitarios y educacionales, y que las tasas de mortalidad más elevadas corresponden a
departamentos predominantemente rurales (ONEC 1975: 7). La tasa de mortalidad infantil,
estimada por el Ministerio de Salud, en 1965, era de 160,7 por mil con una disparidad que iba
de 200 por mil en Ayacucho y Apurímac a 154,9 por mil en Lima. Si tomamos en cuenta que en
Suecia, en el mismo año, la tasa ascendía a 13 por mil, los avances, aunque importantes, eran
muy lentos. El estudio de la ONEC (1975: 95) indica que la tasa de mortalidad infantil se redujo
de 67,8 por mil a 63,3 entre 1940 y 1945, para luego aumentar a 70,4, 72,6 y 74,4 en 1950,
1955 y 1960, respectivamente. En 1965, disminuyó a 65,4 por mil. Así, la evolución se presenta
errática. El Instituto Nacional de Planificación (1965: XI) indica que el analfabetismo se redujo
de 56,5% a 36,1% entre 1941 y 1961 para la población mayor que diez años.
En conclusión:
En octavo lugar, la política social por sí sola no puede enfrentar la “cuestión social”, que en el
caso peruano tiene raíces históricas de larga data. La integración de la política económica con
la social en una estrategia consistente y sostenible de desarrollo es un problema todavía por
resolver. En noveno lugar, ¿es posible atribuir los avances en el campo social a la política
social? No cabe duda de que, en el período estudiado, así como aumentó la inversión social,
también mejoró la cobertura educativa, disminuyeron las tasas de mortalidad, aumentó la
esperanza de vida, etc. Sin embargo, correlación no necesariamente implica causalidad. La
falta de información detallada impide asegurar que las mejoras sociales se atribuyan
exclusivamente a la política social, a pesar de que esta haya tenido impactos positivos.