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La Italia primitiva y los orígenes de Roma

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José Manuel Roldán Hervás
1. La protohistoria italiana
Italia como concepto geográfico, hasta el siglo I a. C., sólo abarcaba parte de la
península italiana, limitada al norte por una línea que corría de Rímini a Pisa. Excluía,
por consiguiente, tanto la llanura del Po y el territorio hasta los Alpes, como las islas de
Sicilia y Cerdeña. El nombre parece proceder de un pueblo de la Italia meridional, los
itali (de vitulus, ’ternero”), con el que los griegos llamaron a los habitantes autóctonos
y a su territorio, cuando establecieron las primeras colonias en la Italia meridional.
Esta denominación, posteriormente, se extendió al resto de la península.
Ya desde el Paleolítico se rastrean huellas humanas en la península Itálica,
que apuntan, por un lado, a una relación con África; por otra, a contactos, al menos
desde el Neolítico, con Europa central. Pero es a mediados de esta etapa, hacia 2500
a.C., cuando se observa una división cultural de la península en dos zonas
diferenciadas, separadas por la cadena montañosa de los Apeninos, con restos que
muestran semejanzas con dos ámbitos distintos de Europa: el norte, entre la barrera
de los Alpes y los Apeninos, está ligado a Centroeuropa, mientras el territorio al sur de
esta cordillera es típicamente mediterráneo.
Estas diferencias entre las dos zonas aún serán más marcadas a partir de los
comienzos del metal (ca. 1800 a.C.) y a lo largo de la Edad del Bronce. Desde
entonces Italia refleja las innovaciones de las culturas que la rodean, aunque son
frecuentes entre las distintas regiones peninsulares fenómenos de ósmosis, que
contribuyen a hacer más complejos los distintos ámbitos.
A partir del 1400 a.C. en el Bronce Pleno las distintas influencias y su impacto
en las diferentes regiones de Italia generan en el sur la llamada civilización apenínica
y en el norte, entre otras manifestaciones, una muy original entre los Apeninos y el Po,
en la Emilia, conocida con el nombre de cultura de terramare. La primera, extendida
a lo largo de la cadena apenínica, con rasgos primitivos ligados a la tradición
neolítica, es una cultura de pastores trashumantes, que practican el rito de la
inhumación en tumbas dolménicas y que utilizan una cerámica a mano de color negro
con decoración en zig-zag y punteado. La segunda, extendida por el valle del Po,
muestra un original tipo de asentamiento en poblados levantados sobre estacas en
tierra firme y rodeados de un foso protector, cuya cronología se extiende desde
comienzos del II milenio a.C. y la Edad del Hierro, y que se explica por el carácter
pantanoso del terreno. Las excavaciones han sacado a la luz numerosos restos de
cerámica de color negro, armas de bronces y utensilios, que señalan una población de
agricultores.
Habría que señalr finalmente en esta primera mitad del II milenio a.C. la
presencia en las costas del sur de Italia, en especial, en torno a Tarento, de
comerciantes micénicos, en establecimientos que alcanzan su plenitud en torno a los
siglos XIV y XIII a.C., cuya influencia sobre los pueblos y culturas indígenas aún no ha
sido suficientemente calibrada.
Con el Bronce final y la transición a la Edad del Hierro, a finales del siglo XIII,
se producen en Italia, como en otros ámbitos del Mediterráneo y del Oriente Próximo,
importantes cambios, ligados a desplazamientos de pueblos. En el norte, desaparece
la cultura de las terramare; en el sur, cesan los intercambios con los micénicos, como
consecuencia de las migraciones dorias que conmueven Grecia. Por toda Italia se
extiende un nuevo tipo de enterramiento: la inhumación es sustituida por la
incineración. Recipientes de cerámica, que contienen las cenizas de los cadáveres, se
entierran en pequeños pozos, formando extensos cementerios, los llamados Campos
de Urnas, difundidos por toda Europa, desde Cataluña a los Balcanes. El nuevo rito
es consecuencia de la llegada a Italia, en diferentes momentos, de nuevos elementos
de población, procedentes de Europa central y del área del Egeo, que se expanden
por distintas regiones en un proceso mal conocido, pero decisivo para la configuración
del mapa étnico y cultural italiano, precisado a partir del siglo IX, en la Edad del
Hierro. El fenómeno más evidente de estos cambios es de carácter lingüístico y se
manifiesta en la imposición progresiva de idiomas indoeuropeos sobre otros, más
antiguos, no indoeuropeos.
Durante un tiempo, se consideró que el carácter indoeuropeo de gran parte de
los idiomas y dialectos de la Italia antigua suponía la existencia de un hipotético
lenguaje común, el ’itálico”, del que habrían derivado aquellos. A esta lengua itálica
debía corresponder un pueblo itálico, con rasgos culturales propios. Hoy sabemos
que, si bien la indoeuropeización de Italia comportó la presencia de inmigrantes, las
vías de penetración fueron múltiples y extendidas en un amplio espacio de tiempo.
Este proceso de migración escapa, en su mayor parte, a nuestro conocimiento, pero lo
importante es que esta serie de aportaciones sucesivas terminaron por configurar los
distintos pueblos, con rasgos culturales definidos, que encontramos en época
histórica.
La manifestación más rica e importante de la Edad del Hierro en Italia es el
villanoviano, una cultura así llamada por una aldea, Villanova, cercana a Bolonia,
cuyos inicios se remontan a la mitad del siglo X y que se extiende en una serie de
fases hasta el último cuarto del siglo VI. Su núcleo fundamental se encuentra en las
regiones de Emilia y Toscana, aunque se expandió por otras regiones de Italia. Sus
características fundamentales son las tumbas de cremación en grandes urnas
bicónicas y el extraordinario desarrollo de la metalurgia.
Los villanovianos construían sus aldeas de cabañas en lugares elevados, entre
dos cursos de agua, que fueron evolucionando, como consecuencia del crecimiento
demográfico, la mejora de la tecnología y el desarrollo de los intercambios, hasta
convertirse en el germen de auténticas ciudades. Paralelamente se produjo una
progresiva transformación hacia formas sociales y políticas más complejas, que
documentan las necrópolis. Hasta el siglo IX, los ajuares de las tumbas son escasos
y, en general, uniformes, lo que indica una escasa diferenciación social, que sólo tenía
en cuenta, en el reparto del trabajo, el sexo y la edad.
Pero a partir del siglo VIII se observan importantes cambios. Algunas tumbas
se destacan del resto por la riqueza de los objetos depositados en ellas, como armas
de metal, adornos de oro y objetos de uso refinado, que incluyen productos de
importación egeos y orientales y, sobre todo, cerámica griega. Asistimos al nacimiento
de una aristocracia, que se eleva sobre una sociedad más compleja y estratificada, en
la que se produce una división y especialización del trabajo. La agricultura se organiza
con métodos más racionales y las actividades artesanales pasan a manos de
especialistas, capaces de producir cerámicas a torno, elaborar objetos de metal y
trabajar la madera, bajo la influencia de los contactos con las primeras colonias
griegas establecidas en territorio itálico.
Las restantes culturas de la Edad del Hierro en Italia tienen como principal
característica su apego a las antiguas formas apenínicas, en una muy lenta evolución.
Citemos, entre ellas, la cultura de fosa, llamada así por la forma de sus tumbas, que
se desarrolla en la costa tirrena, al sur del Lacio; la cultura del Lacio, sobre la que
insistiremos más adelante; la civilización del Piceno, en la costa adriática, y las
manifestaciones culturales del valle del Po, englobadas bajo el nombre de cultura de
Golasecca.
Frente a estas culturas, a partir del siglo VII a. C., es posible individualizar en
Italia una serie de pueblos, con rasgos culturales y lingüísticos precisos, decantados
como consecuencia de la incidencia de distintos elementos étnicos, lingüísticos y
culturales, a lo largo de varios siglos, sobre la base autóctona de la población.
En el norte se individualizan los ligures y los vénetos. Los ligures, establecidos
en la costa tirrena, entre el Arno y el Ródano, presionados por otros pueblos, quedaron
restringidos a las regiones montañosas de los Alpes y del Apenino septentrional. La
base de su población era preindoeuropea, sobre la que incidieron luego elementos
indoeuropeos. Los vénetos, por su parte, población claramente indoeuropea,
ocupaban el ámbito nororiental, con fachada al Adriático, en la región de Venecia, a la
que dieron nombre.
En el centro de Italia, en la región entre el Arno y el Tíber, que mira hacia el
mar Tirreno, donde se había desarrollado la brillante cultura de Villanova, se asentarán
los etruscos, sobre cuyo origen insistiremos más adelante.
El resto de la península aparece habitada por poblaciones que, con el nombre
genérico de itálicos, tienen en común la utilización de lenguas de tipo indoeuropeo,
agrupadas en dos familias de muy distinta extensión territorial, el latino-falisco y el
osco-umbro. Al primer grupo pertenece el pueblo latino, asentado en la llanura del
Lacio y en el curso bajo del Tíber, y la pequeña comunidad falisca, en la orilla
derecha del río. El segundo grupo itálico se extendía, a lo largo de la cadena
apenínica, por toda la península, desde Umbria hasta Lucania y el Brucio, en la punta
sur. Eran poblaciones montañesas, dedicadas al pastoreo trashumante y poco
estables. La más importante en extensión y en historia es la samnita, en los Abruzzos.
Alrededor del Lacio y empujándolo contra el mar, se individualizaban los grupos de
marsos, ecuos, volscos, sabinos y hérnicos, y, al norte de ellos, los umbros.
Finalmente, en la costa adriática, de norte a sur, se desplegaba una serie de pueblos,
como los picenos, frentanos, apulios, yápigos y mesapios.
Las últimas migraciones en Italia llegaron desde los Alpes occidentales, en el
siglo VI a. C. Se trataba de poblaciones celtas, a las que los romanos llamaron galos.
Agrupados en bandas armadas, se extendieron por el valle del Po y la costa
septentrional del Adriático y dieron origen a una serie de tribus, como los ínsubros,
cenomanos, boyos y senones.
Sobre este fragmentado y heterogéneo mapa etno-lingüístico, a partir del siglo
VIII a C., ejercerán una profunda influencia cultural etruscos y griegos.

2. Griegos y etruscos
La presencia de griegos en Italia es consecuencia del vasto movimiento de
colonización que, entre los siglos VIII y V a. C., abarcó a todas las costas del
Mediterráneo. La colonia más antigua de Italia es Cumas, al norte de Nápoles (ca. 770
a. C.), fundada por los calcidios, que trataron con ello de asegurarse el monopolio de
las riquezas metalúrgicas de Etruria, mediante el control de las rutas que conducían a
estas riquezas. Así, establecieron otros puntos de apoyo a lo largo de las costas
tirrena y oriental siciliana, que sirvieron de intermediarios en el tráfico comercial entre
Italia y Grecia.
El ejemplo de los calcidios fue seguido por otras ciudades griegas, que fueron
fundando colonias por las costas sicilianas y de Italia meridional hasta transformar
estas regiones en una nueva Grecia, la ‘Magna Grecia’, con sus mismas fórmulas
políticosociales evolucionadas y su avanzada técnica y cultura, aunque también con
sus mismos problemas políticos, económicos y sociales.
La aportación de estos ’griegos occidentales” para el desarrollo histórico de
Italia se cumplió, sobre todo, en el campo cultural y de forma indirecta. Sus huellas se
aprecian en los campos de las instituciones político-sociales, como la propia
concepción de la polis ; en la economía, con la extensión del cultivo científico de la vid
y el olivo, y en diversas manifestaciones de la cultura: religión, arte, escritura...
La influencia griega alcanzó a amplias regiones de Italia a través de un pueblo
itálico, los etruscos, cuyo desarrollo abre el primer capítulo de la historia de la
península.
En la Antigüedad, se les daba esta denominación a los habitantes de la
Toscana, la región italiana comprendida entre los ríos Arno y Tíber, de los Apeninos al
mar Tirreno, donde precedentemente, desde comienzos de la Edad del Hierro, se
había desarrollado la cultura villanoviana. Se trata de un territorio privilegiado desde el
punto de vista físico, con llanuras y suaves colinas, bien provistas de agua, aptas para
la agricultura y la ganadería, abundantes bosques y buenos yacimientos mineros,
especialmente ricos en mineral de hierro.
En el siglo VIII, en los asentamientos villanovianos de la Toscana, se produjo
una evolución que condujo a la aparición de las primeras estructuras urbanas, proceso
ligado a un importante crecimiento económico y a una mayor complejidad en la
estructura social. La agricultura, dotada de nuevos adelantos técnicos, como la
construcción de obras hidráulicas, produjo cultivos más rentables; se incrementó la
explotación de los yacimientos mineros de la costa y de la vecina isla de Elba, que
favoreció el desarrollo de la industria metalúrgica, y se potenciaron los intercambios de
productos con otros pueblos mediterráneos.
Paralelamente, la población de las antiguas aldeas villanovianas se concentró
en ciudades, tanto en la costa (Cere, Tarquinia, Vulci, Vetulonia...), como en el interior
(Chiusi, Volsinii, Perugia, Cortona...). En el marco de la ciudad, la primitiva sociedad,
asentada sobre bases gentilicias, sufrió un proceso de jerarquización, manifestado en
el nacimiento de una aristocracia, acumuladora de riquezas, que pasó a ejercer el
control sobre el resto de la población.
Todo este proceso coincide con una transformación de los rasgos
característicos de la cultura villanoviana, que se abrió a influencias orientalizantes, es
decir, a elementos culturales procedentes de Oriente, predominantes en toda la
cuenca del Mediterráneo desde finales del siglo VIII. Es a partir de esta fecha cuando
se sedimentan las características propias del pueblo etrusco.
La brusca aparición de un pueblo, con una cultura muy superior a la de las
restantes comunidades itálicas, hizo surgir ya en la Antigüedad (Heródoto, Dionisio
de Halicarnaso) el llamado ’problema etrusco”, polarizado fundamentalmente en dos
cuestiones, sus orígenes y su lengua, sobre los que la ciencia moderna aún discute.
Incluso el propio nombre del pueblo no está bien determinado: los griegos los
conocían como tirsenoi o tirrenoi ; los romanos, como tusci ; ellos, a sí mismos, se
daban el nombre de rasenna.
El problema de los orígenes se centra fundamentalmente en el dilema de
considerar a los etruscos como un pueblo, procedente de Oriente, con rasgos
definidos, que emigró a la península itálica en una época determinada, o suponer que
la cultura etrusca es el resultado de transformaciones internas de la población
autóctona villanoviana, al entrar en contacto con las influencias culturales
orientalizantes, que manifiesta la comunidad (koiné) mediterránea a partir de finales
del siglo VIII.
No puede negarse el paralelismo de muchos rasgos artísticos, religiosos y
lingüísticos de los etruscos con Oriente y, más precisamente, con Asia Menor. Pero,
aun reconociendo la existencia de todos estos elementos orientales en la cultura
etrusca, no es necesario considerar como determinante la presencia de un factor
étnico nuevo. En la formación de cualquier pueblo intervienen elementos étnicos de
muy distinta procedencia, pero el factor determinante es el suelo en el cual adquiere
su conciencia histórica. Desde este punto de vista, el pueblo etrusco sólo alcanzó su
carácter de tal en Etruria, donde la incidencia de factores económicos y sociales
precisos, hizo surgir un conglomerado de ciudades-estado, que, a partir de finales del
siglo VIII, crearon una unidad cultural a partir de distintos elementos, étnicos,
lingüísticos, políticos y culturales.
En cuanto a la lengua, aunque conocemos más de 10.000 inscripciones
etruscas, escritas en un alfabeto de tipo griego, y, por ello, sin dificultades de lectura,
no ha sido posible hasta el momento lograr un satisfactorio desciframiento. En el
estado actual de la investigación, sólo es posible constatar que no está emparentada
con ninguna de las lenguas conocidas de la Italia antigua y, aunque su estructura
básica parece preindoeuropea, contiene componentes de tipo indoeuropeo. Así, la
lengua etrusca, en la que se unen rasgos autóctonos con otros procedentes del
Mediterráneo oriental, vendría a ser un producto histórico, resultado también del
complejo proceso de formación del propio pueblo etrusco.
El comienzo de la historia etrusca está ligado a la aparición en la Toscana de
los motivos de decoración, ricos y complejos, de la koiné orientalizante mediterránea,
que sustituyen a la decoración geométrica lineal villanoviana. Su explicación se
encuentra en el súbito enriquecimiento del país, ligado a la explotación y al tráfico del
abundante metal -cobre y hierro - de la Toscana. Gracias a esta riqueza, las ciudades
etruscas estuvieron pronto en condiciones de competir en el mar con los pueblos
colonizadores del Mediterráneo occidental, fenicios -sustituidos a partir del siglo VI por
los cartagineses - y griegos, mientras extendían por el interior de la península sus
intereses políticos y económicos fuera de sus propias fronteras.
La presencia etrusca en el Tirreno chocó con los intereses de los griegos, que
también buscaban una expansión por el Mediterráneo occidental, y condujo a un
conflicto abierto cuando, en el siglo VI, grupos de griegos, procedentes de Focea,
dieron un nuevo impulso a la colonización con la fundación de centros en las costas de
Francia, Cataluña y Córcega, de los que Massalía (Marsella) sería el más importante.
Esta presencia griega en el ámbito de acción etrusco llevó a un entendimiento entre
etruscos y cartagineses, a los que, en otros radios de acción, también estorbaba la
actividad griega.
Hacia el año 540 a. C., esta alianza púnico-etrusca dirimió sus diferencias con
los griegos en el mar Tirreno, en aguas de Alalía, cuyos resultados, no suficientemente
claros, significaron un nuevo reparto de influencias en el Mediterráneo occidental.
Cartago fue el auténtico vencedor, al lograr ampliar su esfera de influencia en el sur
del mar, que quedó cerrado tanto a las empresas etruscas como a las griegas. Etruria,
aislada y limitada al norte del mar Tirreno, hubo de aceptar la competencia griega, que
terminaría incluso por arruinar su hegemonía sobre las costas de Italia.
La fuerza de expansión de las ciudades etruscas no quedó limitada a su
dominio del Tirreno durante los siglos VII y VI. Paralelamente tuvo lugar una extensión
política y cultural al otro lado de sus fronteras, tanto en el norte como en el sur. La
expansión por el sur llevó a los etruscos hasta las fértiles tierras de Campania, donde
fundaron nuevas ciudades como Capua, Pompeya, Nola o Acerrae. La ruta terrestre
hacia Campania pasaba necesariamente por el Lacio, y los etruscos no descuidaron
su control, al ocupar los puntos estratégicos más importantes, como Tusculum,
Praeneste y Roma, que, en contacto con los etruscos, se convirtieron, de simples
aldeas, en incipientes ciudades.
Por el norte, la expansión llevó a los etruscos por la llanura del Po hasta la
costa adriática y también estuvo acompañada por fundaciones de ciudades, entre las
que sobresalen Mantua, Plasencia, Módena, Rávena, Felsina (Bolonia) y Spina.
Pero en la primera mitad del siglo V, las nueva coyuntura de la política
internacional significó el comienzo de la decadencia etrusca. Las ciudades griegas de
Italia y Sicilia, bajo la hegemonía de Siracusa, vencieron al gran aliado etrusco,
Cartago, en Himera (480), y se dispusieron a luchar contra la competencia etrusca. El
tirano de Siracusa, Hierón, derrotó a los etruscos en aguas de Cumas, lo que significó
el desmoronamiento de la influencia etrusca en el sur de Italia. En el Lacio, las
ciudades latinas -entre ellas, Roma- se independizaron, y, en la Campania, el vacío
político dejado por la debilidad etrusca fue aprovechado por los pueblos del interior,
oscos y samnitas, que ocuparon la fértil llanura. Más tarde, a comienzos del siglo IV,
la invasión de los galos puso fin a la influencia de los etruscos en el valle del Po y la
costa adriática. Por esta época, ya habían comenzado los conflictos con la vecina
Roma, que fue anexionando una a una las ciudades etruscas. Cien años después,
toda Etruria había perdido su independiencia y, a comienzos del siglo I a. C., Roma
anexionó todo el territorio etrusco, que fue perdiendo su identidad cultural y olvidó
incluso su lengua, suplantada por el latín.
En Etruria, cuando se produjo el proceso de urbanización que transformó las
antiguas aldeas villanovianas en auténticas ciudades fortificadas, el sistema político
dominante era el de la ciudad-estado, es decir, núcleos urbanos con un territorio
circundante, políticamente independientes unos de otros y, en ocasiones, incluso
rivales. No obstante, con el tiempo, se introdujo un principio de federación, que
congregaba a las ciudades etruscas en un santuario, cerca del lago de Bolsena, el
Fanum Voltumnae, bajo la presidencia de un magistrado, elegido anualmente por los
representantes de la confederación, el praetor Etruriae. Pero esta liga tuvo un carácter
fundamentalmente religioso y sólo en contados momentos logró una eficaz unión
política y militar.
A la cabeza de cada ciudad en las épocas más primitivas estaba un rey
(lucumo), con atribuciones de carácter político, religioso y militar. Estas monarquías
evolucionaron hacia regímenes oligárquicos, con magistrados elegidos anualmente,
los zilath o pretores, presididos por un zilath supremo. Como en otros regímenes
oligárquicos, las magistraturas se completaban con un senado o asamblea de los
nobles de la ciudad, y, sólo en época tardía y tras violentas conmociones sociales, se
inició una apertura de las responsabilidades políticas al conjunto del cuerpo
ciudadano.
Inicialmente la vida económica de los etruscos se basaba en la agricultura,
como consecuencia tanto de la feracidad de la Toscana como de la posesión de
evolucionados conocimientos técnicos, en especial, la aplicación del regadío en
labores complicadas de canalización. Entre sus productos, habría que destacar los
cereales, vino, aceite, el cultivo del lino y la explotación de los bosques, base de la
industria naval.
Pero fue, sin duda, la riqueza metalífera de Etruria la que en más alto grado
contribuyó al enriquecimiento del pueblo etrusco y a su papel fundamental en el
Mediterráneo. En especial, los yacimientos de cobre y hierro de la isla de Elba y los de
la costa septentrional de Etruria, con sus centros principales en Populonia y Vetulonia,
proporcionaban abundante mineral para desarrollar una evolucionada industria
metalúrgica. Gracias a las excavaciones arqueológicas, conocemos tanto los
procedimientos de extracción y las técnicas de fundición como los productos
manufacturados, que cubrían una amplia gama, desde objetos corrientes de bronce y
hierro a las más refinadas muestras de orfebrería en oro y plata.
Productos agrícolas y manufacturas de metal, con otras mercancías, como la
típica cerámica de bucchero, fueron objeto de un activo comercio. Su radio de acción
alcanzaba tanto al ámbito oriental del Mediterráneo -Grecia, Asia Menor y la costa
fenicia- , como al occidental, hasta la península ibérica. A través de Francia y de los
pasos alpinos, los productos etruscos llegaban incluso a Europa central, junto a otras
manufacturas de distintos orígenes, en cuya distribución el comercio etrusco servía de
intermediario.
La sociedad etrusca era de carácter gentilicio. La pertenencia a una gens, es
decir, a un grupo de individuos que hacían remontar sus orígenes a un antepasado
común, era condición fundamental para el disfrute de los derechos políticos y abría un
abismo social frente a aquellos que no podían demostrarla. Las gentes se articulaban
en familias, que constituían un núcleo no sólo social sino económico, puesto que se
integraban en ellas, además de los miembros emparentados por lazos de sangre, los
clientes, es decir, individuos libres, ligados a la familia correspondiente por vínculos
económicos y sociales, y los esclavos.
En el sistema social originario, un grupo de gentes, se elevó sobre el resto de
la población libre para constituir la nobleza, que terminó monopolizando el aparato
político a través del control de los medios de producción y de su prestigio social.
De esta población libre, que constituía la base de la sociedad etrusca, apenas
contamos con datos. Sólo es posible suponer que el artesanado, ligado a una
economía urbana, jugó un importante papel, a juzgar por la cantidad y calidad de los
trabajos en cerámica, bronce, hierro y orfebrería que ha rescatado la arqueología.
Finalmente, frente a la sociedad de hombres libres, la verdadera clase inferior
estaba representada por un elemento servil, numéricamente importante, adscrito a las
distintas ramas económicas, agricultura, minas, servicio doméstico... Estos siervos
tenían la abierta la posibilidad de alcanzar el estatuto de libres mediante su
manumisión, los llamados lautni .
En su conjunto, pues, la sociedad etrusca se estructuraba en una pirámide,
cuya cúspide estaba constituida por unas pocas familias nobles, que ejercían su
control sobre la masa libre, gracias al monopolio de la riqueza y del poder político, y
cuya base descansaba en la población servil, que, con su trabajo, garantizaba el poder
económico de esta nobleza.
Las evidentes tensiones que una sociedad así generaba, produjo en algunas
ciudades etruscas, hacia mitad del siglo III, revueltas populares, que condujeron a la
transitoria democratización de las instituciones políticas y a la superación de algunos
de los privilegios de la nobleza. Pero este proceso quedó bruscamente interrumpido y
finalmente yugulado por la conquista romana.

3. Los orígenes de Roma


La llanura del Lacio se extiende frente a la costa tirrena, limitada al norte por
los ríos Tiber y Anio y, al sur, por el promontorio Circeo. Los montes Albanos
constituyen el centro de la región, que, desde tiempos prehistóricos, constituyó un
cruce de caminos: por una parte, unía los Apeninos con el mar, siguiendo las rutas de
trashumancia; por otro, comunicaba, a través del valle del Tíber, Etruria con
Campania.
Aunque existen huellas de población en el Lacio desde el Paleolítico, el período
clave para la conformación del poblamiento, lo representa el período de transición del
Bronce al Hierro, en torno a los siglos XI-X, en el que se produce la manifestación
cultural conocida como cultura lacial. Esta cultura está influencia por las
contemporáneas de Villanova, al norte, y las culturas de fosa, al sur, y su
manifestación material más característica es la utilización en las necrópolis de urnas
de incineración en foma de cabaña, que reproducen las viviendas de su habitantes.
Hacia la segunda mitad del siglo VIII, el rito de la cremación cede su lugar a las
prácticas de inhumación, en tumbas de fosa. Y, a comienzos del siglo VI, la cultura
lacial cierra su ciclo, al ser absorbida en el horizonte cultural etrusco. Con él, el Lacio
entra en la Historia.
Las aldeas latinas, los vici, albergaban a una población de pastores y
agricultores, cuya conciencia de pertenecer a un tronco común, el nomen Latinum, se
conservó en una liga, que veneraba a Iuppiter Latiaris en un santuario común, en las
faldas de los montes Albanos. La cercanía al santuario hizo que la aldea de Alba
Longa tomara una preeminencia religiosa sobre las demás, que, con el tiempo, se
trasladó a otras comunidades, con nuevos lugares de culto, como Lavinium, Aricia, o la
propia Roma.
La extensión de la influencia etrusca sobr el Lacio marcó con su impronta a la
liga, que evolucionó, según el modelo de constitución de la liga etrusca, con una fiesta
anual, las feriae latinae, un magistrado ejecutivo anual, el dictator latinus, y un consejo,
consilium, en donde se discutía y decidía sobre los problema comunes vitales, sobre
todo, cuestiones de guerra y paz. Pero, como en la liga etrusca, la constitución federal
llevaba en su seno gérmenes de descomposición, que forman el trasfondo de la
creciente afirmación de Roma sobre el resto de la liga.
El sitio de Roma se levanta en el extremo noroeste del Lacio, en su frontera
con Etruria, marcada por el Tíber, a unos 25 kilómetros de la costa. El río excava su
curso en un conjunto de colinas, de las que destaca el Palatino, frente a una isla, que
permite el vado del río y constituye, por ello, el paso natural entre Etruria y Campania.
El vado es también el punto de confluencia de la ’vía de la sal’, la via Salaria, que
ponía en comunicación las salinas de la costa con las regiones montañosas del
interior.
El problema de los orígenes de Roma se centra en el proceso de
transformación de las primitivas aldeas de las colinas en un aglutinamiento urbano. En
este proceso se encuentra el germen de la organización político-social de Roma y la
explicación de muchas de sus más genuinas instituciones. De ahí, la importancia de
conocerlo.
Un conjunto de leyendas, griegas y romanas, adornaron los primeros tiempos
de la ciudad que se había convertido en la primera potencia del mundo conocido y,
elaboradas por autores de época augústea, como Tito Livio, Virgilio y Dionisio de
Halicarnaso, se convirtieron en la versión canónica de los orígenes de Roma.
Son dos fundamentalmente los grupos de leyendas que se refieren a estos
orígenes, que tienen por protagonistas al troyano Eneas, colonizador del Lacio, y a
Rómulo, fundador de la ciudad romana.
Tras la caída de Troya, Eneas, hijo del troyano Anquises y de la diosa Venus,
tras un largo y accidentado viaje, arribó, con su hijo Iulo o Ascanio y otros
compañeros, a las costas de Italia. El rey del país donde recaló, Latino, le dio la mano
de su hija Lavinia. Eneas, tras vencer a Turno, rey de los rútulos, fundó la ciudad de
Lavinium, cerca de la desembocadura del Tíber. Tras su muerte, su hijo Iulo/Ascanio
fundó una nueva ciudad, Alba Longa, que se convirtió en la capital del Lacio.
El último rey de Alba Longa -y, con ello, entramos en el segundo bloque de
leyendas- fue Amulio, que, tras destronar a su hermano Numitor, obligó a su sobrina
Rea Silvia a convertirse en sacerdotisa vestal, para prevenir una descendencia que
pusiese en peligro su usurpación. Pero el dios Marte engendró de la virgen dos
gemelos, Rómulo y Remo. Amulio los arrojó al Tíber, pero una loba los amamantó, y
un pastor, Fáustulo, los crió como a sus hijos. Cuando fueron mayores, conocido su
linaje, mataron a Amulio y repusieron en su trono a su abuelo Numitor. Ellos, por su
parte, fundaron una nueva ciudad, precisamente en el lugar donde habían sido
encontrados por la loba, en el año 753 a. C. Una disputa entre los dos hermanos
acabó con la muerte de Remo a manos de Rómulo, a quien los dioses habían
señalado como gobernante de la naciente ciudad. Rómulo creó las primeras
instituciones y, después de reinar treinta y ocho años, fue arrebatado al cielo. Tras su
muerte, se sucedieron en el trono de Roma seis reyes, hasta el año 509 a. C., fecha
de la instauración de la república.
Esta tradición literaria sobre los orígenes de Roma es secundaria, ya que
procede de épocas muy posteriores, y, por ello, es necesario recurrir a los documentos
arqueológicos, con cuyo concurso es posible realizar una crítica para determinar los
elementos de verdad incluidos en la leyenda.
Aunque el territorio que ocuparía Roma aparece habitado desde el Paleolítico,
los primeros objetos hallados dentro de los posteriores muros de la ciudad proceden
del Calcolítico, entre 1800 y 1500 a. C. Desde estas fechas y sin solución de
continuidad, siguen restos de la Edad del Bronce y de comienzos de la del Hierro. Es
evidente su adscripción a la llamada cultura apenínica, que se extiende por la
península italiana durante la Edad del Bronce, pero es muy poco lo que puede
suponerse sobre la organización político-social de la población en esta época, a
excepción de su concentración en pequeñas aldeas de cabañas, aisladas unas de
otras, en algunas de las colinas romanas. El pastoreo, la caza y una precaria actividad
agrícola de subsistencia eran las actividades económicas principales de esta
comunidad modesta, sin fuertes desequilibrios sociales.
Pero, a comienzos de la Edad del Hierro, en torno al 800, se observan una
serie de rasgos que permiten imaginar el comienzo de una larga etapa de
transformación, que lleva a las aldeas aisladas a un proceso de aglutinación en un
recinto más amplio (sinecismo), que coincide con un aumento de la capacidad de
producción agrícola. La economía de subsistencia cede su lugar a otra más
evolucionada, en la que la acumulación de productos agrícolas no destinados
inmediatamente al consumo permite la concentración de la población y el desarrollo de
actividades artesanales y comerciales, base indispensable para el nacimiento de un
centro urbano.
Este proceso de desarrollo ha de adscribirse a una población formada por la
superposición de gentes indoeuropeas, los latino-faliscos, al substrato preindoeuropeo
de la Edad del Bronce y, sin duda, está ligado a dos fenómenos que se producen en
las regiones vecinas al Lacio: por una parte, el florecimiento de la civilización
villanoviana en Etruria y la consiguiente creación de los grandes centros urbanos
etruscos; por otra, la aparición de los primeros colonos griegos en las costas del
Tirreno, a partir del 775 a. C., y sus contactos con las poblaciones latinas del Tíber.
De acuerdo con los datos arqueológicos, el proceso a que nos referimos se
extiende entre el 800 y el 575 a. C., que podemos considerar como época preurbana,
subdividida en cuatro períodos, cuya cronología está asegurada por restos de
cerámica itálica y griega.
Durante los dos primeros períodos, que cubren aproximadamente el siglo VIII,
sólo aparecen habitadas algunas de las colinas -Palatino, Esquilino, Quirinal y, quizás,
Celio-, y los restos no manifiestan un carácter homogéneo: es evidente el aferramiento
a la tradición, con industrias caseras, de las aldeas. En los períodos III y IV, la
población se extiende no sólo al resto de las colinas sino a los valles intermedios, al
tiempo que se evidencian progresos en la industria, más homogénea, gracias a la
apertura de sus habitantes a influjos externos, griegos y etruscos.
La consecuencia más importante de esta apertura fue el crecimiento de las
posibilidades económicas, lo que conllevó una diferenciación de fortunas.
Paralelamente a esta formación de clases socialmente diferenciadas por sus medios
económicos, las antiguas chozas de barro se transformaron en casas y se organizó la
ciudad, mediante un sinecismo de las aldeas, en torno al Foro.
La organización de la Roma primitiva era gentilicia: sus elementos originarios
básicos, la gens y la familia, constituían el núcleo de la sociedad, y se correspondían
con los dos elementos esenciales de distribución de la población, la aldea y la casa-
choza, en términos latinos, el pagus y la domus: a la domus correspondía la familia; al
pagus, la gens.
Los orígenes de la comunidad política de las aldeas romanas hay que
buscarlos en ciertos grupos familiares, que, sobre la población de las colinas,
comenzaron a cimentar una serie de relaciones, cuyo aglutinante fue un elemento
religioso y de índole parental: la conciencia, más o menos precisa, de una
descendencia común, imaginada en la memoria de un antepasado, evidentemente
mítico. Tal descendencia se expresaba en el uso de un nombre gentilicio, común a
todos los pertenecientes a la gens, el nomen. Cada gens constaba de un número
indeterminado de familiae, que se distinguían por un cognomen particular, añadido a
su nombre gentilicio. Así, de la gens Claudia formaban parte los Claudii Marcelli, los
Claudii Pulchri, los Claudii Rufii...Un nombre propio, el praenomen, antepuesto al
nomen, distinguía, finalmente, a los individuos de una misma familia, por ejemplo,
Publio Cornelio Escipión, un individuo llamado Publio, de la gens Cornelia, de la familia
de los Escipiones.
El núcleo familiar era de carácter patriarcal y estaba dominado por la figura del
pater familias, a cuya autoridad no sólo estaban sometidos los individuos, sino todo
aquello que se encontraba bajo su dependencia económica: esposa, hijos, esclavos,
bienes inmuebles, ganado...
No todos los habitantes de Roma formaban parte de la organización gentilicia.
En el ámbito de la gens, se incluía una verdadera clase de sometidos, los clientes,
individuos con una serie de obligaciones frente al patronus, que, en correspondencia,
eran protegidos y asistidos a través de un vínculo recíproco de fidelidad que ligaba a
ambos, la fides. La defensa y asistencia al cliente por parte del patronus estaban
contrarrestadas por la obligación de obediencia (cliens viene de cluens, ’el que
obedece”) y prestación de operae o días de trabajo al patrón. El origen de los clientela
es un problema difícil de resolver, pero, al parecer, es una condición extraña al grupo
gentilicio, es decir, sus miembros proceden de grupos o individuos ajenos a la gens,
extranjeros, que, al incluirse en la organización gentilicia, lo hacen como subordinados
a la gens, en la que todos sus miembros son iguales. La base de la relación de
clientela era un vínculo de subordinación económica, cuyo fundamento era de carácter
social y ético y no estrictamente jurídico.
La economía de esta primitiva comunidad de gentes era muy simple y
rudimentaria. Los bosques y pastizales favorecían la ganadería y el pastoreo como
fundamental actividad económica. En cambio, la agricultura en principio, apenas tenía
importancia, dada la escasa fertilidad del suelo y la limitación de cultivos. Sólo
paulatinamente progresó una agricultura de tipo extensivo, al compás de la
estabilización de la población de las aldeas. La propiedad parece colectiva; pertenecía
por tanto, al grupo, que tenía en ella su sede y el instrumento imprescindible para el
pastoreo de los rebaños. En el seno de cada gens, la clientela, como elemento
económico, ofrecía su fuerza de trabajo, exclusivamente dentro del marco de la gens.

4. La monarquía romana
Como hemos visto, según la tradición, Roma estuvo gobernada por siete reyes,
durante un período de alrededor de 250 años, desde la fundación de la ciudad (753 a.
C.) hasta la instauración de la república (509 a. C.): un lapso de tiempo excesivamente
largo para considerarlo digno de crédito. Sin duda, los reyes romanos fueron más de
siete, aunque en las figuras que recuerda la tradición, más bien símbolos de
determinadas virtudes que personajes concretos, existen algunos elementos reales
que pueden ser tomados en consideración.
Rómulo, el fundador, es, sin más, una creación legendaria, al que se le atribuye
la conducción de una guerra contra la vecina población de los sabinos, concluida con
la asociación al trono de su rey Tito Tacio. Y efectivamente, los sabinos constituyeron
un elemento determinante en la constitución del núcleo originario de la ciudad. Su
sucesor, el sabino Numa Pompilio, es considerado el creador de las instituciones
religiosas, frente al tercer rey, Tulo Hostilio, paradigma de guerrero, al que se le
atribuyen las primeras guerras de conquista, que culminan con la destrucción del viejo
centro latino de Alba Longa. El cuarto rey, Anco Marcio, en cambio, es caracterizado
como campeón de la paz y de los valores económicos. Su reinado, según la tradición,
coincide con la última fase de la época preurbana. Se le considera el constructor del
primer puente estable sobre el Tíber, así como del primer puerto en su
desembocadura: ello implica la extensión de la ciudad por la orilla derecha del río, que
la presencia de tumbas, datadas en los últimos años del siglo VII, han venido a
confirmar.
Los últimos tres reyes -Tarquinio Prisco, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio-
señalan un cambio decisivo en la historia de la Roma arcaica: la entronización de
monarcas que la tradición considera etruscos, a finales del siglo VII, y la definitiva
urbanización de la ciudad.
La monarquía aprece como institución política fundamental ya antes de la
fundación de la ciudad, aunque son hipotéticos su carácter, fundamentos de poder,
prerrogativas y funciones. Un primitivo rex ductor, es decir, un comandante, elegido
por sus cualidades personales, jefe accidental o permanente, en una segunda fase,
asumió también funciones religiosas. El reconocimiento de las relaciones entre el rey y
la divinidad contribuyó a consolidar su posición, aunque siguieron manteniendo una
influencia notable los jefes de los grupos gentilicios y familiares, que reunidos en un
senado, constituían el consejo real.
Originariamente, constituían el senado los patres familiae -de ahí, el nombre de
patres que llevarán los senadores-, pero no todos, puesto que, desde el comienzo,
quedó limitado su número por un principio de selección, el de la edad. Formaban,
pues, parte del senado los patres seniores, sinónimo de senes, ’anciano”, de donde
procede el nombre de senatores. Al producirse la diferenciación económica, ligada a la
aparición de la propiedad privada, tuvo lugar una paralela diferenciación social, que
llevó al distanciamiento progresivo de los más ricos, los cuales fortificaron su posición
a través de matrimonios mutuos. Entonces, los patres seniores de las clases altas
exigieron el privilegio exclusivo de ser senadores. De este modo, la entrada al senado
quedó restringida a un estrecho círculo de gentes y familiae, unidas entre sí por lazos
matrimoniales. Los hijos de los senadores, de los patres, fueron llamados patricios y
llenaban los huecos producidos en el senado. Así surgieron las gentes patriciae, el
patriciado romano. La competencia de este senado primitivo, como consejo real, era
asesorar al rey y discutir problemas de culto y de seguridad común.
Junto al senado, la comunidad romana se organizó sobre la base de las curias
(del indoeuropeo *ko-wiriya, ’reunión de varones”). Originariamente tenían un papel
económico ligado a la propiedad inmueble y eran las detentadoras de la propiedad
comunal. Su función era también de base sacral y podían ser convocadas para
asuntos de naturaleza sacro-judicial, los comitia calata, la asamblea más antigua que
conocemos en la historia romana. Como único ordenamiento del cuerpo político
romano en época preurbana, las curias terminaron sirviendo también para fines
militares, como base del reclutamiento y como unidades tácticas. Para ello, las
antiguas curias perdieron su primitivo carácter y se convirtieron en divisiones
artificiales, de índole exclusivamente territorial, cuya función fundamental era la de
servir como cuadros de la leva.
El cuerpo político romano fue dividido en tres tribus, Ramnes, Tities y Luceres,
a cada una de las cuales fueron adscritas diez curias, con un total, pues, de treinta. En
caso de necesidad militar, cada una de las curias debía proporcionar cien infantes y
diez jinetes. Resultaba así un ejército de 3.000 infantes y 300 jinetes, en unidades de
1.100 hombres, dirigido por el propio rey o por dos lugartenientes, el magister populi,
para la infantería, y el magister equitum, para la caballería.
Al lado de su papel militar, las curias cumplían también un papel político. Sus
miembros, reunidos en asamblea, los comitia curiata, cumplían la función de proclamar
la entronización del rey y ratificar a los magistrados elegidos por él.
A partir de finales del siglo VII a. C., la presencia de elementos etruscos,
inscritos en la corriente orientalizante, que se extiende por otras áreas del
Mediterréneo, es tan intensa que puede hablarse con propiedad de una etrusquización
de la cultura lacial o, quizá mejor, de una koiné, una comunidad cultural etrusco-latina.
Roma, ciudad latina, no es una excepción en este proceso, hasta tal punto que,
tradicionalmente, se viene considerado que la ciudad había sido conquistada por los
etruscos y que los tres últimos reyes romanos constituían la fase de una monarquía
’etrusca”. La investigación actual niega el sometimiento del Lacio por los etruscos
mediante una conquista militar y la llamada etapa etrusca de la monarquía romana.
Roma continúa siendo una ciudad latina, cuya personalidad no quedó ahogada por las
fuertes influencias etruscas, sino que, precisamente de ellas, sacó nuevas fuerzas que
contribuyeron a desarrollar su propia identidad.
Estas influencias provocaron una ruptura de las condiciones inmovilistas,
ligadas al dominio de las gentes, que se plasmó en el resquebrajamiento de la
propiedad comunitaria, base de la consistencia de la gens, y en la creación de una
propiedad individual, en las fronteras de aquélla. La arqueología demuestra cómo,
frente a las monótonas industrias locales del siglo VIII, a partir del siglo siguiente, se
observan trabajos de metal etruscos y cerámica de bucchero, junto a imitaciones de
cerámica griega. Las uniformes tumbas anteriores al siglo VII, muestran ahora, en sus
ajuares, categorías en cuanto a riqueza, lo que indica una diferenciación de fortuna.
Este desarrollo económico de Roma no puede comprenderse sin tener en
cuenta las nuevas relaciones que la ciudad establece con el exterior como
consecuencia de su integración en la koiné etrusco-latina, no sólo a nivel cultural, sino
también político y económico, y de su inclusión en la vía de tránsito de los dos pueblos
más desarrollados de Italia, etruscos y griegos. La nueva situación se tradujo en un
incremento de las actividades artesanales, gracias a la afluencia creciente de
emigrantes, que acuden a establecerse en Roma, y en la trasformación de la ciudad
en un centro comercial de redistribución de productos.
La consecuencia fundamental de esta transformación económica desde el
punto de vista material es la definitiva etapa de urbanización de la ciudad. El irregular
asentamiento aldeano se transformó de manera radical, a partir del 600 a. C.
aproximadamente, en una ciudad conforme a una planificación urbanística, dotada de
calles regulares, como la Sacra via, y de importantes obras públicas y edificios
monumentales, como la muralla defensiva conocida como ’muro serviano”, la Regia, el
Foro Boario, los templos de Vesta, Fortuna o el gran templo de Júpiter en el Capitolio.
La ciudad se organizó en torno al Foro, depresión entre las colinas, que había servido
en época preurbana de necrópolis: pavimentado y saneado con obras de canalización
subterránea, como la famosa Cloaca Maxima, se convirtió en el centro político y
comercial de la urbs.
Junto a esta transformación material que significa la urbanización de las aldeas
y la aparición de edificios públicos, hay paralelamente una trasformación de la
comunidad gentilicia en un estado unitario, en el marco material de la ciudad. La
autonomía de las gentes y familiae se ve poco a poco restringida en beneficio de unos
poderes públicos, que tratan de proteger al individuo como ciudadano. Con ello, se
produce un cambio fundamental en la propia institución monárquica. El poder del rey
pierde su carácter sacral y se fundamenta en la fuerza, en detrimento del papel del
senado.
Como jefe de una comunidad política, el rey, frente al monopolio exclusivista
del patriciado tradicional en la dirección del Estado, tenía en cuenta las aspiraciones y
los intereses de individuos y familias menos poderosos económicamente, en especial,
las nuevas ’clases urbanas”, comerciantes y artesanos establecidos en Roma al calor
del nuevo desarrollo económico.
En resumen, se inicia, a partir del siglo VI, el proceso de constitución de un
estado unitario en el marco de la ciudad, bajo la autoridad del rey, en detrimento de la
primitiva organización gentilicia.
Este proceso ha quedado reflejado, no sin anacronismos y contradicciones, en
los relatos que la tradición ha conservado sobre los tres últimos reyes romanos.
A Tarquinio Prisco, un personaje, según la tradición, procedente de la etrusca
Tarquinia, que, emigrado a Roma, fue aceptado en el patriciado y elegido rey a la
muerte de Anco Marcio, se le atribuye una política de conquista, apoyada en una
reorganización del ejército, que elevó a la ciudad al rango de potencia en el mundo
etrusco-latino. Sin duda, se ha querido subrayar el nuevo carácter de la monarquía -
laica y con un poder basado en el reforzamiento de su posición militar-, en una reforma
del ejército llevada a cabo por Prisco, consistente en la duplicación del número de
reclutas, manteniendo la cifra originaria de las tribus, con lo que los efectivos habrían
pasado a constar de 6.000 infantes y 600 jinetes.
Otras reforma, que muestra la nueva voluntad de asegurar el poder del
monarca en detrimento de la influencia de la aristocracia gentilicia, habría sido un
incremento del número de senadores, que se fijó en 300 miembros, con la inclusión de
los patres minorum gentium, personajes ajenos al patriciado tradicional, más
favorables a los planteamientos políticos del monarca. Con ello, Prisco se enfrentó a la
aristocracia patricia, que transmitió a la posteridad una imagen negativa del rey. De
acuerdo con el relato tradicional, Prisco, enemistado con un importante sector de esta
aristocracia, habría sido asesinado por los hijos de Anco Marcio.
A Prisco le sucedió Servio Tulio, según la tradición romana, por designación de
la casa real. No obstante, tradiciones etruscas lo consideraban un condottiero etrusco,
conocido con el nombre de Macstrna, que, establecido en Roma, se enfrentó a la
familia de Tarquinio y logró acceder al poder. A Servio Tulio se le atribuyen
importantes iniciativas político-institucionales, polarizadas esencialmente en una doble
reforma, que se engloba bajo la etiqueta de ’constitución serviana”: la creación de
distritos territoriales, que suplantan a las antiguas tribus, como base de la organización
político-social de la población romana, y el perfeccionamiento de la organización
militar, a través del ordenamiento centuriado de base timocrática, es decir,
fundamentado en la distinta capacidad económica de los ciudadanos.
La necesidad de unificar a la población libre de todo el espacio romano (ager
Romanus) -residente tanto en el núcleo urbano como en el campo circundante-, en un
núcleo político homogéneo, llevó a Servio a dividir este espacio en distritos
territoriales, denominados tribus , y adscribir a los ciudadanos romanos en uno u otro,
de acuerdo con su domicilio. Así, el núcleo urbanizado fue dividido en cuatro distritos o
regiones, en las que se incluyeron las cuatro tribus urbanas, y el territorio circundante,
en un número indeterminado de tribus rústicas (dieciséis, según la tradición). Con ello,
la primitiva organización gentilicia -es decir, fundamentada en criterios de sangre- del
cuerpo ciudadano fue sustituida por otra de carácter territorial, basada en el lugar de
residencia. Desde ese momento, la condición de ciudadano, es decir, de individuo
dotado de derechos políticos reconocidos, estuvo unida a su pertenencia a una tribu.
Con la reforma, las tribus vinieron a sustituir a las curias en las principales
funciones que éstas cumplían y, aunque no desaparecieron, perdieron toda su
importancia como base de la organización ciudadana y unidades de reclutamiento
militar.
En cuanto a la reforma militar, a Servio se le atribuye la organización de un
ejército de carácter hoplítico, ordenado en su armamento y funciones de acuerdo con
el poder económico de sus componentes, y en la paralela participación política de los
ciudadanos romanos, según los mismos criterios, en unas nuevas asambleas, los
comitia centuriata. Pero su esencia va más allá de una simple reforma del ejército o de
las asambleas: es el punto de llegada de un largo proceso constitucional, en el que la
base del Estado deja de ser la gens, frente al cives o ciudadano. Indica, por tanto, la
superación del fundamento gentilicio de la sociedad por la constitución de la ciudad-
estado.
En el siglo VI, Roma conoció la nueva táctica militar, desarrollada en Grecia en
el siglo anterior, conocida como "hoplítica", y basada en la sustitución del antiguo
combate individual "caballeresco", por choques de unidades compactas, uniformes en
armamento, que basan su fuerza precisamente en la cohesión de la formación.
Naturalmente, la táctica requiere la participación de mayor número de combatientes,
que, en correspondencia con las cargas militares, aspiran a una mayor representación
política. Por consiguiente, esta táctica no fue sino la consecuencia de profundos
cambios en una sociedad, que, debido al desarrollo económico, se hacía cada vez
más compleja.
La reforma del ejército presupone la formación y el afianzamiento de clases
sociales capaces de soportar la obligación de las armas y, al propio tiempo,
interesadas en asumirla para tener acceso a la responsabilidad política. Estas clases
ya no se ordenarían según su base gentilicia, sino por su poder económico, que
constituye el fundamento de la llamada "constitución centuriada", atribuida a Servio.
Aunque la constitución centuriada, tal como la conocemos, corresponde al
estadio final de un proceso que culmina en época posterior, no hay duda de que sus
cimientos se insertan en las nuevas condiciones políticas, económicas y sociales de la
Roma de la segunda mitad del siglo VI. La constitución se basaba en una nueva
distribución de los ciudadanos en dos categorías, classis e infra classem, según sus
medios de su fortuna, divididas en centuriae. No se trataba sólo de una organización
política, sino militar: los ciudadanos contribuían con sus propios recursos a la
formación del ejército y, por ello, de acuerdo con su fortuna, se les exigía un
armamento determinado. Quedó así constituido un ejército homogéneo, compuesto de
un núcleo de infantería pesada, la classis, articulado en sesenta centurias, base de la
legión romana, que, en caso de necesidad, era apoyado por contingentes provistos de
armamento ligero, reclutados entre los infra classem. Por encima de la classis, existían
dieciocho centurias de caballería, los supra classem, designados por el rey entre la
aristocracia.
La constitución centuriada suponía un nuevo esquema social. El teórico
igualitarismo de la organización en curias quedaba superado ahora por la división de
los ciudadanos en propietarios (adsidui), que constituían, de acuerdo con la mayor o
menor extensión de sus tierras de cultivo, la classis y la infra classem, y los proletarii,
es decir, quienes por no contar con propiedades inmuebles, eran considerados sólo
por su prole, su descendencia. Estos últimos, en los que se incluían no sólo los
privados de fortuna, sino aquellos cuyos recursos económicos no procedían de la
tierra -comerciantes, artesanos-, estaban excluidos del servicio en el ejército, pero
también de derechos políticos. Se constituía así una pirámide social, en cuya cúspide
se encontraban los supra classem, los caballeros, seguidos, en segundo y tercer lugar,
respectivamente, por los ciudadanos encuadrados en la classis y en la infra classem,
y, en último lugar, los proletarii.
El reflejo político de esta nueva organización del ejército quedó plasmado en
una nueva asamblea ciudadana, los comicios por centurias (comitia centuriata), en los
que participaban sólo los ciudadanos que contribuían decisivamente a la formación del
ejército, es decir, las centurias ecuestres y las de la classis. Las infra classem y los
proletarios estaban excluidos.
Frente a la monarquía de Tarquinio Prisco, interesado en dar una base popular
a su poder frente a las ambiciones de la aristocracia patricia, la obra de Servio
descubre unos componentes aristocráticos de fortalecimiento de la nobleza, aunque
adaptados a las nuevas circunstancias de la época y a las necesidades del Estado:
robustecimiento de las familias patricias con el incremento de las centurias de
caballería, derechos políticos plenos sólo para los grandes propietarios, marginación
de los medianos y pequeños propietarios -participantes en las cargas militares, pero
no en los derechos políticos- , y exclusión de los proletarios.
Si tenemos en cuenta el carácter conservador y aristocrático de la tradición
romana, no debe extrañar que, frente a la figura de Servio Tulio, considerado padre de
la constitución romana y nuevo fundador de la ciudad, el último rey romano aparezca
como el paradigma de todos los vicios y crueldades, como un tirano, que, con sus
injusticias y crímenes, concitó tal odio hacia la institución de la realeza que Roma
prescindió de ella a lo largo de toda su historia.
Esta tradición sólo puede ser explicada desde el odio del patriciado hacia un
monarca, que, tras las huellas de su antecesor, Tarquinio Prisco, trató de apoyar su
gobierno en bases populares, beneficiando a sus componentes, en contra de los
intereses de la aristocracia. Con una política personalista, al margen de los consejos
del senado, Tarquinio dedicó su atención a la población marginada por la constitución
de Servio Tulio, favoreciendo en especial el desarrollo de las actividades mercantiles y
artesanales, con medidas como la construcción de grandes obras públicas, entre ellas
el monumental templo de Júpiter sobre el Capitolio, o la extensión de los intereses
comerciales de Roma en el mar Tirreno, que documenta el tratado firmado en 509 a.
C. con la potencia marítima de Cartago.
Al destronamiento de Tarquinio ese mismo año por una conjura palaciega,
siguió, según la tradición, la abolición de la monarquía y su substitución por una nueva
forma de gobierno: la res publica.
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Las guerras púnicas
Isbn- 84-96359-21-2
José Manuel Roldán Hervás

1. El Mediterráneo occidental a comienzos del siglo III a. C.: Cartago


Cartago fue fundada en las proximidades de la actual Túnez, a finales del siglo
IX, por la ciudad fenicia de Tiro, como un eslabón más de una cadena de
establecimientos que buscaban un propósito determinado: el acercamiento a las
riquezas metalúrgicas del lejano Occidente, que tenían en Tarteso, en la costa
meridional de la península Ibérica, su semilegendario El Dorado, y el fortalecimiento de
esa ruta marítima con una serie de factorías y puntos de apoyo a lo largo de la costa
africana. Pero su magnífica posición acabó por hacer de la ciudad el más importante
de los establecimientos fenicios en el Mediterráneo.
El comercio de metales, principal recurso económico de estas colonias, era, sin
embargo, demasiado rentable para no atraer pronto la atención de otro pueblo
colonizador, los griegos, y, en concreto, de los habitantes de la ciudad de Focea, que
se establecieron en las bocas del Ródano, en Marsella, para aproximarse desde allí, a
lo largo de la costa levantina hispana, a las mismas fuentes de aprovisionamiento
fenicio del metal de Tarteso.
Esta fuerte competencia griega vino a coincidir con un período político grave
para las metrópolis fenicias de Levante, que terminaron sucumbiendo a las ambiciones
del imperialismo asirio y debilitaron los lazos que mantenían con sus colonias de
Occidente. En este contexto, fue Cartago, fortalecida por su posición y por su vigorosa
energía comercial, la que aglutinó al resto de los establecimientos de la zona para
plantar cara a los griegos y paralizar su competencia en áreas tradicionalmente
púnicas.
Pero en la política internacional de la zona, se insertaba un tercer elemento, los
etruscos, que, desde la Toscana, a partir del siglo VII a. C., habían extendido sus
intereses a la Italia central y se iban dibujando como la tercera fuerza marítima del
Mediterráneo occidental.
Era lógico que las diversas potencias implicadas en este ámbito entraran en el
juego de la diplomacia y del equilibrio de fuerzas, lo que condujo fatalmente al
entendimiento de cartagineses y etruscos, los dos pueblos con menos intereses
comunes, frente a los griegos, cuyos ámbitos de actividad colisionaban tanto con
púnicos como con griegos. Una batalla, en aguas de Cerdeña, la de Alalía, hacia 540
a. C., en la que se enfrentaron una flota etrusco-cartaginesa con otra griega, decidió
las diferentes esferas de intereses de las tres potencias: los griegos quedaron
circunscritos a sus establecimientos en el sur de Italia y parte de Sicilia, separados de
la zona de Marsella, que continuó controlando la costa catalana y levantina de la
península Ibérica, por el área de influencia etrusca. Mientras, en el sur de la península
Ibérica, quedó cerrado a los griegos el acceso directo a los metales de Occidente, que
volvieron a manos exclusivamente púnicas y reforzaron la posición directora de
Cartago. Por su parte, los dos enemigos de los griegos, cartagineses y etruscos,
cimentaron una alianza ofensiva y defensiva, con el reconocimiento y respeto mutuo
de sus respectivas zonas de actividad, que dejaba el sur del Mediterráneo en manos
púnicas, plasmado en un controvertido tratado del año 509, que las fuentes
prorromanas consideran firmado por Cartago y Roma, en ese momento apenas una
colonia etrusca que intentaba sacudirse el yugo de sus dominadores.
El equilibrio de fuerzas logrado en el último tercio del siglo VI a. C. iba a sufrir
una importante conmoción por dos causas principales: una, el rápido declinar del
poder etrusco en el mar Tirreno y en la Italia central, donde se cimentará una nueva
fuerza, la república romana; otra, el despertar político de las ciudades griegas de
Sicilia, bajo la hegemonía de Siracusa, que plantó cara a los cartagineses, en una
centenaria lucha que terminó con la limitación del territorio controlado por los púnicos
al tercio occidental de la isla.
En efecto, a finales del siglo VI, el declinar de la hegemonía etrusca sobre el
Lacio abrió un vacío de poder que, en un plazo muy corto, cambió el mapa político de
la zona: Roma y otras ciudades latinas, incluidas en la zona de influencia de Etruria, se
sacudieron el yugo etrusco y, sin modificar el marco político de la ciudad, introducido o
perfeccionado por los dominadores, dieron vida a una antigua liga, el nomen Latinum,
gracias al cual pudieron enfrentarse con éxito a los pueblos montañeses que
rodeaban, amenazadores, la llanura lacial. Pero, mientras tanto, Roma, conducía con
éxito una política independiente de conquistas en su límite septentrional, que, a
comienzos del siglo V, dio como resultado la duplicación de su territorio, el
robustecimiento de su potencial bélico y la afirmación de su personalidad en la Liga
Latina, con claras apetencias hegemónicas sobre ella. La invasión gala y el saqueo de
la ciudad en el 390 pusieron en entredicho esta política y obligaron a Roma a la
búsqueda de aliados en su intento de afirmarse en la Italia central frente a la Liga
Latina. Por su parte, Cartago, una vez derrumbada la potencia etrusca, necesitaba
también un aliado que, como antes los etruscos, sirviera de contrapeso a Siracusa en
el Mediterráneo occidental. Este aliado sólo podía ser Roma, para quien la amenaza
siracusana también interfería en sus intereses marítimos sobre las costas del Lacio y
Campania. La consecuencia fue la firma de, al menos, dos tratados, en 348 y 343, en
los que, al tiempo que Cartago reafirmaba su zona marítima exclusiva, se contenían
cláusulas que reconocían los intereses de Roma en el Lacio.
A comienzos del siglo III a. C., Roma había consolidado su posición en la
península Itálica y se aprestaba a cumplir el último capítulo de la anexión de Italia en
lucha contra Tarento, la más fuerte de las ciudades griegas del sur, que, en su
desesperado intento por resistir, llamó a un rey griego, Pirro de Epiro, a combatir por
su causa. Pirro, educado en el espíritu conquistador y aventurero que Alejandro
Magno dejó como herencia en el mundo griego, vio en la petición una ocasión de crear
un imperio occidental que incluyera el sur de Italia y Sicilia, donde, como sabemos, los
púnicos controlaban una parte del territorio insular. El enemigo común debía llevar
forzosamente a una nueva alianza romano-púnica, que se firmó en 279. La victoria de
Roma sobre Pirro alejó este peligro del horizonte y dio finalmente a la república del
Tíber la hegemonía sobre toda Italia. Pero, de este modo, Cartago y Roma entraban
en inmediata vecindad y, con ello, en la persecución de intereses comunes, cuya
colisión daría lugar, no mucho después, en el 264, a la primera confrontación armada
entre las dos potencias, la llamada primera guerra púnica.

2. La primera guerra púnica (264-241)


Los mamertinos eran bandas de mercenarios itálicos, sobre todo, de
Campania, que, desde finales del siglo V, eran requeridos en Sicilia, por griegos y
cartagineses, para prestar sus servicios en las interminables luchas que
ensangrentaban la isla. Convertidos en ocasiones en verdaderos ejércitos, tras su
licenciamiento, continuaban la práctica de las armas en provecho propio, saqueando
ciudades o, incluso, apoderándose de ellas. Así se habían ido formando “estados
campanos”, semibárbaros, auténticos nidos de bandoleros, que introdujeron un nuevo
elemento de inestabilidad en la isla.
Una de estas bandas, en el año 286, logró apoderarse de la ciudad de
Messana (Mesina) y, desde allí, extendió su actividad guerrera por las regiones
vecinas. La ciudad más perjudicada era Siracusa, que bajo la guía del tirano Hierón II,
logró vencerlos en el río Longano (270-269) y puso freno a sus incursiones. Ante el
peligro de un asalto a su ciudad, los campanos recurrieron entonces al eterno enemigo
de los griegos de Sicilia, Cartago, que colocó de inmediato una guarnición en
Messana. Pero, o bien la guarnición cartaginesa llevó su protección tan lejos que los
mamertinos buscaron quien les librase de ella, o fue el propio gobierno romano el que,
interesado en Sicilia, encontró en Messana agentes que solicitaran su intervención.
Esta petición de ayuda, en todo caso, fue cursada, y el gobierno romano, tras una
larga discusión en el senado y en los comicios, decidió el envío de un cuerpo
expedicionario, que ocupó Messana (264).
Al margen del casus belli de Messana, las causas de esta primera guerra
púnica hay que buscarlas en la peligrosa coincidencia de intereses de Cartago y Roma
en una región privilegiada por la fertilidad de su suelo, la riqueza de sus ciudades y su
posición clave en el centro del Mediterráneo. La voluntad de intervención romana, en
principio, no parecía ir más allá de establecer una cabeza de puente en territorio
siciliano. Pero las ambiciones económicas de una parte importante de la oligarquía
dirigente romana, interesada en extenderse por el Mediterráneo, y la práctica política
de un estado, como el romano, acostumbrado a resolver cualquier conflicto exterior
con soluciones bélicas, convirtieron el limitado incidente en una larga guerra.
Frente a la amenaza procedente de Italia, Cartago y Siracusa, los dos viejos
enemigos que desde siglos se disputaban su territorio, olvidaron su tradicional
enemistad y decidieron aliarse para combatir al intruso. Un ejército púnico-siracusano
sitió Messana, pero la llegada del cónsul Apio Claudio, con dos legiones, logró salvar
la ciudad.
Para la campaña del año siguiente (263), fueron enviados a Sicilia los dos
cónsules, con cuatro legiones, que concentraron sus esfuerzos contra el más débil de
los aliados, Siracusa, para aislarla y forzarla a la paz. La incongruente alianza con
Cartago no resistió la prueba de fuerza, y Hierón aceptó una paz separada con Roma,
que pudo contar desde ahora con un valioso aliado y con los recursos de la floreciente
ciudad siciliana.
Con la retirada de Siracusa, los dos verdaderos enemigos quedaron ahora
frente a frente. Fue Roma la que tomó la iniciativa con el asedio de Agrigento, que los
cartagineses estaban utilizando como cuartel general. La ciudad cayó y fue sometida a
saqueo por las tropas romanas (262).
Aunque Cartago podía resistir indefinidamente, gracias a sus posiciones en el
noroeste de Sicilia, tomó la decisión de utilizar su principal recurso bélico, la armada,
con la que se dedicó a devastar las costas de Italia. Roma necesitaba, en
consecuencia, también una flota, que logró proporcionarse gracias a la contribución
de las ciudades del sur de Italia. Pero el peso de las fuerzas armadas romanas
descansaba en la infantería legionaria y, por ello, los barcos fueron provistos de
puentes móviles, rematados en un gancho, los corvi (“cuervos”), que, al caer sobre la
nave contraria, la inmovilizaban, permitiendo el combate cuerpo a cuerpo. Gracias a
estos ingenios y a la habilidad táctica del cónsul Cayo Duilio, los romanos consiguieron
su primera victoria naval en aguas de Mylae (Milazzo), aunque no pudieron desalojar a
los cartagineses de la isla.
Era precisa una nueva iniciativa, que se concretó en un ataque directo al
corazón del enemigo, en territorio africano. En el año 256, ingentes fuerzas fueron
embarcadas al mando de los cónsules Lucio Manlio Vulso y Marco Atilio Régulo y, tras
vencer en el cabo Ecnomo a la flota cartaginesa, que trataba de impedir la travesía,
arribaron a la costa africana y comenzaron una serie de victoriosas operaciones. Pero
la aproximación del invierno y las dificultades de aprovisionar a tan gran número de
tropas decidieron al senado a reclamar a uno de los cónsules con el grueso de las
fuerzas.
Sólo quedó en África un cuerpo de 15.000 hombres al mando de Régulo, que
continuó las depredaciones en territorio cartaginés e incluso llegó a apoderarse de la
ciudad de Túnez. La proximidad romana y el peligro de sublevación de las tribus
númidas, extendidas al sur de Cartago, empujaron al gobierno púnico a iniciar
conversaciones de paz con el cónsul, que fracasaron por la intransigencia de Régulo.
Cartago se preparó para continuar la guerra con el concurso de tropas mercenarias
griegas, y, en las cercanías de Túnez, en la llanura del río Bagradas, el ejército de
Régulo fue aniquilado (255); más aún, la flota romana enviada para recoger a los
supervivientes fue casi completamente deshecha por un temporal en la costa
meridional de Sicilia, frente a Camarina. El fracasado intento de repetir la invasión
africana un año después, que terminó con un nuevo naufragio de la flota romana frente
al cabo Palinuro, en la costa de Lucania, hicieron desistir definitivamente al gobierno
romano de nuevas aventuras ultramarinas.
La guerra quedó estancada en limitadas operaciones circunscritas a Sicilia, con
parciales éxitos romanos, como la conquista de la fortaleza de Panormo (Palermo),
pero también con numerosos fracasos, en especial, desde que un general cartaginés,
especialmente brillante, Amílcar Barca, se hizo cargo del ejército púnico.
El irritante desgaste de una interminable guerra de posiciones, con sus
negativas consecuencias para la moral de las tropas romanas y para el tesoro del
estado, empujó al gobierno romano a un último esfuerzo en el mar. Gracias a los
recursos de la confederación itálica, Roma pudo armar doscientas naves, que se
enfrentaron a la flota púnica junto a las islas Égates, guiadas por el cónsul, Cayo
Lutacio Catulo (241). La rotunda victoria romana empujó a los púnicos a pedir la paz,
cuyas condiciones supusieron para Cartago la evacuación de Sicilia y de las islas
adyacentes, la prohibición de hacer la guerra a los aliados de Roma, la devolución de
los prisioneros sin rescate y el pago de una fuerte indemnización.

3. El período de entreguerras: Roma


El impacto de la guerra, tanto en Roma como en Cartago, repercutió en
buen número de ámbitos. Pero la distinta estructura económica y la ordenación
político-social de uno y otro estados se tradujeron también en consecuencias
diferentes. Para el estado romano, la guerra de Sicilia fue la primera comprobación
seria de la cohesión y potencial de la confederación que dirigía. Por otro lado, la
victoria volcó sobre Roma una masa de numerario desconocida hasta entonces, y el
súbito enriquecimiento, irregularmente distribuido, afectó al conjunto del cuerpo social
romano, que, falto de tiempo para su sana absorción, produciría significativas
consecuencias. Cartago, por su parte, como principal hipoteca de su derrota, se
encontró abocada a una grave crisis económica, que a la larga suscitó la búsqueda
febril de soluciones, cuya consecuencia final sería la conquista de la península Ibérica
y, con ella, la segunda confrontación con Roma.
Pero, sin duda, la consecuencia más radical se hallaba en la nueva
constelación política que la victoria de Roma creaba en el Mediterráneo occidental:
definitivamente ahora el estado romano surgía como factor esencial en sus aguas,
prácticamente en solitario frente a la potencia cartaginesa. Si este fatal corolario no
parece haber sido advertido, en principio, ni por Roma ni por Cartago, no impide que
influyera en el desarrollo de la política exterior de ambas potencias, que, aun sin
sospecharlo, estaban abocadas a un nuevo enfrentamiento, lo que autoriza a etiquetar
el lapso de tiempo que transcurre entre 241 y 218 a. C. como "período de
entreguerras".
Los frentes en los que, tras la primera guerra púnica, se mueve la política
exterior romana no forman parte de un programa coherente y planificado. Es, sin duda,
una anticipación considerar la actividad de las armas romanas entre los años 241 y
218 como primeros signos de una consciente voluntad imperialista, basada en la
conquista y explotación de territorios ilimitados. Aunque la política exterior romana,
desde la conquista de Sicilia, tenía necesariamente que tomar en consideración todo
el ámbito mediterráneo, en consonancia con su nuevo papel de potencia marítima y
comercial, en un principio, estuvo determinada mucho más por la constante
preocupación de defender a ultranza los límites de seguridad del estado romano y de
la confederación itálica. Sus resultados, en cualquier caso, extenderían cada vez más
lejos las fronteras de Roma y obligarían a asumir nuevos compromisos en escenarios
fuera de Italia.
La consecuencia inmediata de la primera guerra púnica había sido la
expulsión de los cartagineses de Sicilia, y es lógico que la isla atrajera la atención en
los primeros años de la posguerra. La seguridad en el Tirreno, escenario de la guerra
con Cartago, constituirá en el decenio entre 240 y 230 un objetivo prioritario del
gobierno romano. Si las conversaciones de paz con Cartago se habían centrado en el
ámbito suroccidental del Tirreno y, en concreto, en Sicilia y las islas adyacentes,
escenario principal de la guerra, el balance final del resultado de la confrontación hizo
surgir un nuevo campo de interés, que la euforia de la victoria había mantenido en la
penumbra. Era éste las islas de Cerdeña y Córcega. La recapacitación sobre la
situación política del Tirreno y el curso de los acontecimientos en Cartago en los
inmediatos años de la posguerra impulsaron a Roma a recoser los jirones que se
habían escapado antes. Para ello, el gobierno romano iba a aprovechar
desvergonzadamente la apurada situación en que se debatía Cartago en los años
siguientes al final de la guerra.
En efecto, la grave crisis económica, consecuencia de la derrota,
impidió al gobierno cartaginés hacer efectivos los pagos y las promesas económicas
hechas a los mercenarios que había utilizado en el conflicto. Tras la evacuación de
Sicilia, estos mercenarios fueron concentrados en la ciudad de Cartago, donde el
descontento terminó desembocando en una sangrienta insurrección, a la que se
unieron las guarniciones destacadas en Cerdeña. El estado púnico, al borde del
colapso, encontró los recursos suficientes para sofocar la sublevación en África, lo que
empujó a los insurrectos de Cerdeña a pedir auxilio a Roma. El gobierno romano
decidió enviar tropas y se hizo cargo de la isla (238-237); Cartago, extenuada, hubo de
aceptar el brutal despojo. La renuncia de Cartago no significó para Roma la
automática anexión de las islas, que hubieron de ganarse a los indígenas a golpes de
espada tras varios años de extenuante guerra de guerrillas, en los que los no
infrecuentes triunfos de los comandantes romanos documentan la dureza de los
combates (236-231 a. C.).
Si la brutal anexión de Cerdeña estaba dictada por la reacción de un senado,
angustiado por la amarga experiencia de la guerra púnica, decidido a eliminar el
latente peligro de unas bases navales cartaginesas frente a sus costas, la sucesiva
intervención romana en la costa dálmata iba a responder a la preocupación por
asegurar los intereses económicos de la confederación itálica, mediante la protección
del tráfico marítimo en el Adriático.
Las costas dálmatas, desde el golfo de Venecia al canal de Otranto, con sus
abundantes refugios naturales, habían dado lugar desde antiguo a la proliferación de
la piratería, recurso del que vivían las tribus ilirias que poblaban la zona. Desde
mediados del siglo III a. C., se había ido formando, a lo largo de la costa iliria, un
estado fuerte y centralizado, que, bajo el rey Agrón y, luego, de su viuda Teuta,
convirtió la piratería en una verdadera industria nacional. Sus pequeños y rápidos
barcos corsarios eran una pesadilla para el comercio y la propia integridad, no sólo de
las comunidades griegas de la costa oriental del Adriático, sino de las ciudades del sur
de Italia.
Un ejército expedicionario romano, que apenas encontró resistencia, obligó a
Teuta a renunciar a cualquier acción al sur de la ciudad de Lissos (Lezha, en Albania),
en la llamada primera guerra iliria (229-228). Numerosas ciudades griegas de la costa
epirota, sobre todo, Corcira y Epidamno, firmaron con Roma acuerdos de amistad.
Pero, poco después, Demetrio, dinasta de la isla de Faros, se hizo con el
control del reino ilirio, y, siguiendo los pasos de Teuta, recrudeció los ataques piratas
contra las costas occidentales griegas. La reacción romana no se hizo esperar. Un
ejército romano, enviado a la costa dálmata, en el 221, obligó a Demetrio a buscar
refugio en la vecina Macedonia, que, debilitada por problemas internos, hubo de
contemplar impotente las acciones de guerra romanas contra territorios
tradicionalmente incluidos en su ámbito de interés (segunda guerra iliria, 221-219).
Roma conquistó la isla de Faros y restauró el “protectorado” sobre las ciudades
griegas, establecido en la guerra anterior.
En Italia, la victoria sobre Cartago significó para Roma su definitiva afirmación
al frente de la confederación y un paso decisivo en el largo camino de la unificación de
la península bajo su hegemonía. Pero en la periferia norte de la península continuarían
activas las armas romanas tras 241, en el complejo mundo galo, en ambas riberas del
Po. Los galos, después de un largo período de no beligerancia, retomaron
irracionalmente la política antirromana, con el apoyo de tribus transalpinas. En 232,
tuvo lugar un gran esfuerzo ofensivo de los galos contra Ariminium, que pudo ser
rechazado. Poco tiempo después de este fracasado asalto, se emprendía en el ager
Gallicus una ambiciosa política de colonización, promovida, frente a la oposición de
gran parte del senado, por el tribuno de la plebe C. Flaminio, que proporcionó tierras
de cultivo a agricultores romanos.
No parece que estos asentamientos, frente a lo que opina la tradición literaria
prosenatorial, fueran causa inmediata del desencadenamiento de la gran invasión de
tribus galas que caería sobre Italia en 225. En efecto, ya en el año anterior, 226, se
preparaba entre las tribus que habitaban el valle del Po una coalición con el propósito
de invadir Italia. Estaban entre ellas, siguiendo el curso del río de oeste a este, los
taurinos, ínsubres, boyos y lingones, a los que se añadieron otras procedentes de la
ladera meridional de los Alpes, como los gesatos. La coalición, sin embargo, no fue
general: los cenomanos del curso medio del Po y otras tribus que habían pactado con
Roma se mantuvieron al margen.
La amenaza gala desató en Roma el terror, pero también puso en marcha su
eficiente máquina militar, y la guerra se convirtió en una lucha decisiva no sólo para
Roma, sino para todos los itálicos: cerca de 150.000 hombres fueron dispuestos en pie
de guerra para hacer frente a la invasión, que, sin embargo, no llegaron a tiempo de
impedir el avance del formidable ejército bárbaro a través de los Apeninos, y su caída
sobre Clusium, que saquearon. Cargados de botín, los galos tomaron el rumbo de la
costa tirrena, pero, en su marcha hacia el norte, fueron alcanzados por los ejércitos de
ambos cónsules en Telamón. Según las fuentes, en el combate que siguió, favorable a
los romanos, perdieron la vida 40.000 galos y fueron capturados otros 100.000.
Pero el gobierno romano no se dio por satisfecho con la victoria de Telamón.
La amenaza septentrional pesaba demasiado para no intentar una solución más
duradera y enérgica al problema galo. Este sólo podía conseguirse con el
sometimiento de las tribus al sur del Po y la anexión del territorio de la Galia Cisalpina.
Los siguientes años prueban que la empresa había sido considerada como prioritaria y
que el gobierno se había empeñado tenazmente en ella. El sometimiento de los boyos
se logró en 224, y, en los dos años siguientes, el de los ínsubres, tras la victoria
romana de Clastidium y la conquista del principal centro ínsubre, Mediolanum (Milán).
La conquista de la Galia Cisalpina parecía finalmente un hecho. El gobierno
romano consideró el territorio parte integrante de Italia y, como tal, emprendió una
ambiciosa política de colonización, con la fundación de Cremona y Placentia, junto al
Po, frente a territorio ínsubre, mientras se iniciaba una gran calzada norte, de
Spoletium a Ariminium, la via Flaminia.

4. El período de entreguerras: Cartago


La derrota de Cartago en 241 y el posterior chantage, subsiguiente a la rebelión
de los mercenarios púnicos, con el que Roma expulsó a los cartagineses de Cerdeña,
dieron como resultado que un estado, que había fundamentado, en gran medida, su
prosperidad económica y su poder en el control y explotación durante siglos de unas
bases costeras en el Tirreno, privilegiadamente situadas pra el acceso y el monopolio
de los mercados y rutas comerciales del área en disputa, se viera así privado de golpe
de los medios y posibilidades para proseguir sus tradicionales actividades, ligadas al
tráfico marítimo en la zona.
Cartago, vencida, endeudada y desmembrada en sus posesiones ultramarinas,
necesitaba más que nunca buscar nuevos rumbos a su política para intentar una
estabilización económica. No eran muchas las posibilidades que se presentaban
practicables y, como en toda época de crisis, al final quedaron polarizadas en una
doble alternativa, cuyas opuestas soluciones respondían a los encontrados intereses
de los círculos dirigentes y de los circuitos económicos de donde extraían su
influencia. Frente a aquella parte de la oligarquía que tenía sus intereses en la tierra,
estaban todos aquellos que, en la vieja tradición púnica, apoyaban su fuerza
económica en la existencia de mercados y en el tráfico de mercancías. Estos círculos
mercantiles, para salir de la angustiosa pérdida de mercados y del cierre del Tirreno a
sus actividades, volvieron sus ojos hacia el único ámbito, aún libre, donde era posible
renovar sus operaciones: el Mediterráneo meridional y, más concretamente, la
península Ibérica.
Pero la reducción del ámbito comercial en extensión, impuesto a Cartago, sólo
podía compensarse con una ampliación en profundidad: con una progresión, a partir
de la costa, en el interior de la península. Para ello era imprescindible contar con una
fuerza militar que garantizase el éxito de la empresa. Amílcar Barca, el general que
había dirigido la última fase de la guerra contra Roma, con fuerte prestigio en el
ejército, a pesar de la derrota, y ligado, por otro lado, a intereses mercantiles, prestó
toda su influencia para arrancar del senado cartaginés, con el apoyo popular, la
aprobación y, en consecuencia, respaldo a la conquista de Iberia, que, efectivamente,
comenzó con el desembarco en Cádiz, en 237 a. C., de un cuerpo expedicionario
púnico al mando del propio Amílcar.
El interés de Cartago por la península no era nuevo. Como heredera de los
intereses comerciales fenicios, la potencia africana, desde comienzos del siglo VII, se
había establecido firmemente en las Baleares y aglutinó bajo su hegemonía las viejas
factorías fenicias del sur de la península, a las que añadió nuevos centros
comerciales, en competencia con los griegos, que fueron expulsados de la zona en la
segunda mitad del siglo VI a. C. Sin embargo, la influencia cartaginesa en Iberia,
limitada a la franja costera, fue diluyéndose, sin que sepamos con exactitud las
razones ni la época en que tiene lugar, probablemente entre el comienzo y el final de
la primera guerra púnica.
La conquista bárquida, desde el 237 a. C., convirtió el sur y sureste de la
península en una verdadera colonia de explotación de Cartago. Desde Gades (Cádiz),
Amílcar logró la sumisión del valle del Guadalquivir, río arriba, es decir, la Turdetania,
hasta alcanzar la cuenca alta, llave de acceso a la costa levantina, que fue englobada
en el área de dominio púnico por Amílcar y su yerno Asdrúbal, cuando, tras la muerte
de Amílcar en un combate, en 229, le sucedió al frente del ejército púnico de
conquista. Asdrúbal coronó su obra con la fundación de una ciudad sobre los
cimientos de la antigua Mastia, con un magnífico puerto natural, en la cabeza de una
región con incontables recursos minerales, a la que bautizó con el nombre de Qart
Hadashat o "ciudad nueva", la Carthago nova romana y actual Cartagena.
El afianzamiento de las posesiones cartaginesas en Iberia y la extensión
creciente de su ámbito de influencia no podían dejar de suscitar en Roma una
preocupada atención, mediatizada por el miedo a la recuperación excesiva de su rival,
vencido apenas quince años atrás. Alertado por su aliada griega, Marsella, cuyos
intereses en las costas mediterráneas de Iberia se estaban resintiendo gravemente por
la expansión púnica hacia el norte, el gobierno romano, mediante una embajada,
impuso a Asdrúbal, en 226, un límite territorial a las aspiraciones púnicas sobre Iberia,
que marcaba el curso del Ebro: se prohibía a los cartagineses atravesarlo en armas y,
en consecuencia, extender sus conquistas al norte del río. Este llamado Tratado del
Ebro se convertiría años después en casus belli del nuevo conflicto entre Roma y
Cartago, como consecuencia tanto de la actitud abiertamente belicista de Aníbal -hijo
de Amílcar y sucesor de Asdrúbal, desde 221, en la dirección del ejército de Iberia-,
como de la equívoca actitud de la diplomacia romana en un supuesto tratado de
amistad firmado con la ciudad ibérica de Sagunto.
Si la política de Asdrúbal en Iberia se había aplicado a la atracción y amistad
con los reyezuelos ibéricos, Aníbal, partidario de más expeditivos métodos, se decidió
por un incremento de las actividades militares como medio de aumentar la influencia
púnica en la península. En este giro político se enmarcan las campañas realizadas, en
221-220, en el interior de Iberia, contra los olcades -de situación imprecisa entre el
Tajo y el Guadalquivir- y las ciudades vacceas de Helmantiké (Salamanca) y Arbucala
(probablemente, Toro), así como la extensión de la presencia cartaginesa en las
costas levantinas hispanas, desarrollada con todos los caracteres de un abierto
imperialismo. El Tratado del Ebro no logró frenar la ampliación del radio de acción
púnico, y la expansión continuó hacia el norte con la afirmación de lazos de soberanía
con otras tribus ibéricas. Y en esta política surgiría para los púnicos un talón de
Aquiles en la ciudad de Sagunto.
Enclavada en la costa, en territorio edetano, Sagunto era una ciudad ibérica
con un buen puerto y un hinterland rico, que mantenía activas relaciones comerciales
con los griegos. En un momento indeterminado, seguramente durante el caudillaje de
Asdrúbal, la ciudad había entrado en relación con Roma, como consecuencia de
tensiones internas - el enfrentamiento de una facción favorable a los púnicos y de otra
prorromana -, que decidieron a los saguntinos a buscar un arbitraje exterior. Roma
aceptó el arbitraje, que, al parecer, condujo a la liquidación de los elementos
procartagineses. Sagunto era independiente; Roma no había intervenido en la ciudad
militarmente y tampoco había cerrado con ella un acuerdo militar en regla. Pero
Sagunto no se encontraba en un espacio vacío. Las tribus circundantes habían
entrado de grado o por fuerza en alianza con Cartago, y Sagunto era una provocación
demasiado evidente y un latente peligro para los intereses de Cartago. No era difícil
para Aníbal acosar a la ciudad recurriendo a los aliados vecinos, para precipitar una
intervención antes de que Roma se afirmara en la zona. Sagunto, ante la inminencia
de una intervención púnica, se vio obligada a recurrir a Roma. A finales de 219,
cuando Aníbal ya se encontraba en Carthago nova tras su campaña vaccea, una
legación romana vino a recordarle que respetase el pacto del Ebro y no actuara contra
Sagunto, puesto que se encontraba bajo protección romana. Pero los embajadores
hubieron de contentarse con escuchar la contrarréplica de Aníbal sobre el parcial
arbitraje romano en Sagunto y sobre la obligación púnica de defender a sus aliados
contra las provocaciones de esta ciudad. La misma infructuosa suerte corrió el
siguiente intento de los legados ante el propio gobierno de Cartago, y los
acontecimientos se precipitaron vertiginosamente.
Aníbal puso sitio a Sagunto, que cayó en sus manos tras ocho meses de
asedio sin que el gobierno romano reaccionara militarmente en apoyo de la ciudad.
Sólo entonces, una embajada romana, presidida por M. Fabio Buteón, declaró la
guerra ante el senado cartaginés.
En la narración de las circunstancias que desencadenaron el conflicto existen
una serie de puntos oscuros, que han generado la cuestión de la responsabilidad de la
guerra, sobre la que se han pronunciado con diferentes argumentos y resultados un
elevado número de historiadores de Roma. Las tesis de una política imperialista
romana, de una guerra de revancha cartaginesa largamente preparada, de la
inevitabilidad del conflicto por las dos grandes potencias y del deseo de ambos
estados de combatirse con las armas se contraponen con las contrarias de una línea
romana de mantenimiento en sus límites bajo el principio de la seguridad y el honor,
de la falta de intención púnica por provocar la guerra, de lo fácilmente que pudiera
haberse evitado el conflicto y de la inexistencia de deseos, tanto por parte de Cartago
como de Roma, de enfrentarse en el campo de batalla.
El desarrollo económico y los planteamientos políticos a ese desarrollo de
Cartago y Roma -la extensión del poder bárquida en la Península y el camino
imperialista emprendido por Roma a partir de 237, con la anexión de Córcega y
Cerdeña- terminaron interfiriéndose mutuamente en los intereses propios de ambos
estados, con un final trágico y paradójico: si los romanos declararon la guerra, fueron
los cartagineses los que abrieron las hostilidades. Las responsabilidades políticas,
jurídicas y morales quedarán siempre en la penumbra de la Historia.

5. La segunda guerra púnica (218-201)


Fue Aníbal el que tomó la iniciativa con una sorprendente y audaz estrategia:
llevar la guerra a Italia, dado que, en el mar, los romanos, gracias a la posesión de las
grandes islas, contaban con una clara ventaja. Con esta acción, lógicamente, no
pretendía destruir Roma, pero sí contaba con que la presencia de un ejército
cartaginés en la península Itálica induciría a muchos de los aliados romanos a
abandonar la confederación para pasarse a su lado; de este modo, debilitada, Roma
volvería a convertirse en un factor de poder de segundo orden.
A finales del verano de 218, Aníbal, desde sus bases hispanas, emprendió la
marcha con un ejército de 30.000 hombres y, antes de que el gobierno romano pudiera
reaccionar, ya había cruzado los Alpes y se encontraba en la llanura del Po. Hasta allí
acudió a marchas forzadas el ejército del cónsul, Publio Cornelio Escipión, que, en
una primera escaramuza a orillas del río Tesino, llevó la peor parte.
Herido en el combate, Escipión se retiró a la espera de su colega, Sempronio
Longo, que, destacado en Sicilia, había recibido la orden de acudir a toda prisa al
norte de Italia. El choque de las fuerzas reunidas de ambos cónsules con el ejército de
Aníbal tuvo lugar, a finales de diciembre, a orillas del río Trebia y concluyó con una
sangrienta derrota romana. De los 40.000 legionarios romanos, sólo una cuarta parte
pudo escapar para refugiarse en Placentia. Y, como había esperado Aníbal, los celtas
del valle del Po, unos años antes dominados por Roma, se sublevaron y pasaron en
masa a engrosar las fuerzas cartaginesas.
La desafortunada campaña del Po hizo comprender al gobierno romano el real
alcance del peligro y la necesidad de invertir mayores medios en la lucha. La
imprevista invasión de Italia no había impedido que el hermano de Publio Cornelio
Escipión, Cneo, embarcara hacia la península Ibérica, base principal de los recursos
materiales y humanos del ejército púnico, con el propósito de impedir el envío de
refuerzos a Aníbal. Publio, restablecido de sus heridas, marchó a reunirse con su
hermano y ampliar el frente. Se alistaron también nuevas legiones, distribuidas
estratégicamente en los puntos cruciales que defendían Italia.
Pero era Aníbal el peligro más inmediato, y, para contrarrestarlo, los nuevos
cónsules del 217, Cneo Servilio y Cayo Flaminio, acudieron con sus ejércitos,
decididos a impedir el acceso del enemigo a la Italia central. Mientras Flaminio, el viejo
héroe de la guerra contra los galos, cubría el camino de la costa tirrena, su colega
vigilaba la vía del Adriático. Aníbal eligió un tercera ruta de acceso, apenas
practicable, a través de los pasos centrales del Apenino, y alcanzó así el río Arno.
Flaminio lo siguió, sin intentar el encuentro hasta conjuntar con las tropas de Servilio,
pero Aníbal consiguió atraerlo a una trampa, a orillas del lago Trasimeno: las fuerzas
romanas -unos 25.000 hombres- fueron exterminadas y el propio cónsul murió en el
combate.
La derrota del Trasimeno empujó al senado a adoptar medidas extremas con el
nombramiento de un dictador, en la persona de Quinto Fabio Máximo. Fabio,
consciente de la inferioridad romana en la batalla frontal, puso en marcha una
estrategia de seguimiento, tras los talones del adversario, en espera de que el invasor,
obligado a vivir en terreno hostil, fuera consumiéndose sin darle jamás la posibilidad
de una victoria, siempre vigilado y acosado hasta que llegase el momento favorable de
aniquilarlo. De ahí el apelativo de cunctator, "contemporizador", con el que Fabio fue
designado.
Pero, concluidos los seis meses de dictadura, en el 216, los nuevos cónsules,
Terencio Varrón y Lucio Emilio Paulo, presionados por una opinión pública exasperada
por esta guerra de nervios, intentaron una vez más el encuentro directo con Aníbal en
Cannas, a orillas del Ofanto: el ejército romano fue nuevamente derrotado; en la
carnicería que siguió perecieron 70.000 romanos, entre ellos, el propio cónsul Emilio
Paulo.
Las repercusiones de Cannas no se hicieron esperar. Aníbal comenzó a ver
materializados sus propósitos estratégicos de separar a un número considerable de
aliados de la alianza romana. Gran parte del Samnio, así como el Brutio, Lucania y
muchas ciudades de Apulia, se pasaron al enemigo; en Campania, la rica y poderosa
Capua defeccionó. Pero fue un éxito limitado, porque el núcleo de aliados de la Italia
central cerró filas al lado de Roma. Así lo comprendió el propio Aníbal que, tras la
victoria, renunció a marchar contra la ciudad enemiga y se dirigió a Campania.
En Roma, el desastre de Cannas no hizo sino concentrar las energías en un
conjunto de medidas tan drásticas como la situación exigía. Se atendió a controlar las
lógicas reacciones populares de desesperación y pánico, pero, sobre todo, la atención
de la dirección política, férreamente en manos de la oligarquía senatorial, se concentró
en las medidas militares. Sin duda, había que volver a las tácticas de Fabio, pero
también reforzar el aparato bélico. Para ello, era preciso sanear el lamentable estado
de las finanzas públicas con medidas como la duplicación del impuesto sobre la
propiedad ( tributum) o el recurso masivo al arrendamiento de los servicios esenciales,
concedido a sociedades de ciudadanos ricos (los equites), que anticipaban el capital a
cuenta de la esperada victoria final.
La inversión de medios era tanto más necesaria cuanto que la guerra estaba
complicándose con la extensión del conflicto a otros frentes. En la península Ibérica,
los hermanos Escipión, desde la base de operaciones de Tarraco (Tarragona), habían
logrado pasar el Ebro y mantenían inmovilizado a Asdrúbal, el hermano de Aníbal,
impidiéndole el envío de refuerzos a Italia.
Pero, en contrapartida, Aníbal lograba, en el 215, la alianza del rey Filipo V de
Macedonia y, poco después, la del estado siciliano de Siracusa, donde la muerte de
Hierón, el viejo monarca aliado de Roma, había abierto las puertas del poder a
elementos procartagineses.
Las cláusulas del tratado púnico-macedonio preveían la obligación de recíproca
ayuda contra el común enemigo, que ninguno de ambos firmantes podía proporcionar
al no contar con fuerzas navales. Filipo se contentó con apoderarse de las posesiones
romanas en Iliria; Roma, por su parte, estipuló un acuerdo con la liga etolia, vieja
enemiga de Filipo, y envió tropas a Grecia (primera guerra macedónica), que
mantuvieron al rey macedonio atado a suelo griego.
En Italia, la dirección de la guerra contra Aníbal fue asumida, en el 215, por los
cónsules Fabio Máximo y Marco Claudio Marcelo, con el empleo de crecientes
fuerzas, que, en el 211, alcanzaron la cifra de veinticinco legiones. Las operaciones
decisivas se desarrollaron en la región de Campania y su punto culminante fue el
asedio de Capua, en el 212. A pesar de los desesperados esfuerzos de Aníbal por
acudir en socorro de la ciudad, Capua cayó al año siguiente, y el general púnico hubo
de abandonar Campania para retirarse hacia el sur, donde un buen número de
ciudades italiotas, como Tarento, le abrieron las puertas. Poco antes, Marcelo, tras dos
años de asedio, lograba entrar en Siracusa y volvía a someter la isla a control romano.
A partir del año 210, Aníbal hubo de contentarse con mantener una guerra de
supervivencia, aislado en el Brutio y privado de libertad de movimientos, a la espera de
refuerzos procedentes de la península Ibérica.
Un giro decisivo en la guerra se verificó el año 210, con la aparición en escena
de Publio Cornelio Escipión, el hijo del cónsul vencido en el Tesino. Enérgico y audaz
hombre de acción, con un gran talento militar e innatas dotes de mando, Escipión supo
utilizar su carisma personal ante la opinión pública para forzar al senado a otorgarle, a
pesar de contar sólo con veinticuatro años de edad, el mando de las legiones de
Hispania.
En la península Ibérica, las operaciones militares que, con éxitos apreciables,
como la reconquista de Sagunto, llevaban a cabo los hermanos Escipión, habían
tenido un trágico fin con la derrota y muerte de ambos comandantes en el 211. El
joven Escipión, reagrupadas las fuerzas, consiguió atraerse, con el despliegue de sus
dotes diplomáticas, a buen número de tribus indígenas, que le proporcionaron víveres
y recursos humanos con los que intentó un audaz golpe de mano: la conquista de la
principal base púnica, Carthago nova, que cayó en sus manos en 209.
Tras el control de la costa oriental, Escipión avanzó por el valle del
Guadalquivir, desde la cabecera del río hasta la costa atlántica meridional, después de
dos decisivas batallas en Baecula (Bailén) e Ilipa (Alcalá del Río). En el año 206, con
la entrega de Gades (Cádiz), se completaba la expulsión de los cartagineses de
territorio hispano, pero el joven comandante no pudo impedir que Asdrúbal, burlando la
vigilancia romana, atravesara los Pirineos para acudir con un ejército en ayuda de su
hermano.
Asdrúbal atravesó el valle del Po y se dirigió hacia el sur para unirse a Aníbal.
Pero no logró su objetivo. La táctica conjunta de los cónsules Claudio Nerón y Livio
Salinator consiguió frenarlo en el valle del Metauro, y el ejército púnico fue destruido.
Con ello, se desvanecían para Aníbal las últimas esperanzas de poder revitalizar la
guerra en Italia.
Mientras tanto, en el frente oriental, la concentración de los esfuerzos en Italia
e Hispania había obligado a Roma a evacuar de Grecia las fuerzas militares que, al
lado de la Liga Etolia, mantenía empeñadas en la lucha contra Macedonia. Los etolios,
sin el apoyo romano, se vieron forzados, en el 206, a firmar una paz por separado con
Filipo. Y la propia Roma, a punto de conducir el esfuerzo final en la guerra contra
Aníbal, llegó a un acuerdo de compromiso con Macedonia (paz de Fénice, 205).
El victorioso regreso de Hispania ofreció a Escipión la base propagandística
que necesitaba para obtener el consulado en el 205, con el objetivo declarado de
atacar a Cartago en su propio territorio. En la primavera del 204, el joven cónsul
desembarcaba en África, con un poderoso ejército; las poblaciones indígenas,
sometidas a Cartago, lo acogieron con simpatía, pero, sobre todo, podía contar con la
alianza del príncipe Massinisa, que se disputaba el trono de Numidia con Sífax, aliado
de los cartagineses. Como era de esperar, el gobierno púnico, ante el inminente
peligro, se vio obligado a reclamar a Aníbal de Italia.
El encuentro decisivo tuvo lugar en Naràggara, cerca de Zama, en el 202, y
acabó con la derrota del general cartaginés, la primera que sufría a lo largo de toda la
guerra. Fue el propio Aníbal quien aconsejó al senado cartaginés aceptar las
condiciones de paz: entrega de todos los elefantes y naves; prohibición de hacer la
guerra sin el permiso de Roma, incluso en territorio africano; pago de 10.000 talentos
(algo más de 260.000 kilos) de plata y reconocimiento de Massinisa como rey de
Numidia. La paz, finalmente, fue concluida en la primavera del 201, y Escipión regresó
de Africa para recibir en Roma un delirante triunfo y el sobrenombre de "Africano".
Con la victoria en esta segunda guerra púnica, el estado romano se instalaba
como primera potencia del Mediterráneo occidental. Pero las duras presiones a que se
vio sometida Roma durante la larga guerra desencadenaron procesos inesperados,
que repercutirían gravemente sobre la estructura social y política del estado en las
décadas siguientes.
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La conquista del Mediterráneo
ISBN: 84-96359-28-X
José Manuel Roldán Hervás

Tras la victoria sobre Cartago en la segunda guerra púnica, Roma extendió sus
intereses a todo el ámbito del Mediterráneo, donde, en apenas cincuenta años, afirmó
definitivamente su dominio. Se trata de un proceso de trascendencia histórica, cuya
interpretación ha dado origen a la llamada cuestión del “imperialismo romano”.
El término “imperialismo”, definido como la injustificada tendencia de un estado
a expandirse ilimitadamente por medio de la fuerza, y utilizado, a partir del último tercio
del siglo XIX, para designar la expansión colonial de las potencias europeas, ha sido
aplicado a este proceso de expansión, aunque sin un acuerdo unánime en cuanto a su
origen, carácter y causas de su desarrollo. Por ello y teniendo en cuenta que un
fenómeno tan complejo no puede explicarse de forma esquemática y unitaria, es
preferible describir su discurso, atendiendo a los factores concretos que impulsan, en
cada momento, esta política exterior. Pero, sobre todo, importa conocer las
consecuencias que la creación de un imperio mediterráneo, en el corto espacio de dos
generaciones, tuvo para las instituciones y el cuerpo social del estado romano.

1. Roma en el Mediterráneo oriental

La desmembración del imperio creado por Alejandro Magno dio origen a una
serie de estados, cuyas relaciones políticas se mantenían en un equilibrio internacional
muy inestable. Tres grandes reinos -Macedonia, Egipto y Siria- se disputaban el
control del Mediterráneo oriental, arrastrando en sus cambiantes relaciones al resto de
los entes políticos del área. El Egipto de los Ptolomeos y la monarquía seléucida de
Siria se mantenían enfrentadas por la posesión de las costas de Levante y Asia
Menor, en una serie de interminables conflictos que nunca habían resuelto un
definitivo reparto de influencias. En esta competencia, Macedonia se inclinaba del lado
seléucida, al contemplar a Egipto como rival en la común aspiración al control del
Egeo y de los accesos al mar Negro. Macedonia, por su parte, continuaba su
tradicional política de control sobre las viejas poleis de la Grecia continental, donde
habían surgido formaciones estatales, que, a través de un régimen federal, pretendían
romper el tradicional particularismo de las ciudades-estado, como la Liga Etolia, en la
Grecia central, y la aquea, en el Peloponeso. Las ciudades insulares y de la costa
oriental del Egeo se debatían en una precaria autonomía entre los dos colosos, egipcio
y seléucida; sólo la república mercantil de Rodas estaba en condiciones de perseguir
una política independiente. Por último, en Asia Menor, se habían cimentado una serie
de reinos secundarios, de los que era el principal el de Pérgamo, que pretendía
hacerse con el control de toda la península.
En el año 204 a.C., moría Ptolomeo IV y el reino de Egipto quedó en manos de
un niño de corta edad, Ptolomeo V. Los monarcas macedonio y seléucida, Filipo V y
Antíoco III, vieron en el cambio de dinasta una ocasión favorable para aumentar su
ámbito de influencia y firmaron un acuerdo secreto en el 203 para repartirse las
posesiones egipcias en Asia y el Egeo. Mientras Antíoco dirigía su atención a la Siria
meridional, Filipo se lanzó a operar en el litoral de Asia Menor. La actividad de Filipo
en el Egeo no sólo perjudicaba a Egipto, sino a otros estados de la zona, en especial
Rodas y Pérgamo, que decidieron acudir ante el senado romano en demanda de
ayuda contra la política expansionista del macedonio. El senado, tras muchas
vacilaciones, decidió enviar una comisión a Oriente para imponer a Filipo, en forma de
ultimátum, el cese de las hostilidades contra las ciudades griegas y las posesiones
egipcias, así como el pago de una indemnización a Pérgamo. La negativa de Filipo a
aceptar estas imposiciones, desencadenó la declaración de guerra por parte de Roma
(200). Así se iniciaba un proceso que iba a cambiar radicalmente la situación del
Mediterráneo y que ha sido considerado tradicionalmente como el inicio del
imperialismo romano.
El problema de las causas que empujaron a Roma a involucrarse políticamente
en Oriente, sin un motivo directo y cuando aún estaban vivas las heridas de la guerra
púnica, se ha intentado resolver con múltiples explicaciones. Una de ellas fundamenta
la decisión romana en una “política sentimental”, de protección a los aliados de Roma
contra las arbitrariedades de Filipo. Otra tesis, la del “imperialismo defensivo”, supone
que el estado romano habría reaccionado ante un temor, aunque injustificado, a ver
peligrar la integridad de su territorio o su posición en el Mediterráneo a consecuencia
de la política expansiva de Macedonia. Pero también se esgrimen razones de “política
imperalista”: tendencias belicistas de la clase dirigente o del pueblo, encaminadas a la
expansión; ambiciones de poder, gloria, prestigio y riqueza de la nobilitas; deseo de un
botín inmediato; tendencia de generales y soldados a hacer de la guerra una profesión
lucrativa; expansión de los intereses financieros y comerciales de grupos capitalistas...
Sin duda, se trata de explicaciones parciales que, al pretender reducir a una
razón unitaria la orientación política del senado, no resuelven la cuestión.
Seguramente, en la grave decisión romana se incluyen las razones esgrimidas,
aunque es difícil establecer en qué proporción. Pero, por encima de todo, el estado
romano, tras las segunda guerra púnica, había incluido todo el Mediterráneo, oriental y
occidental, en el horizonte de su política exterior.
En el ámbito oriental, el senado descubrió, como fuente de hipotéticos temores,
la política expansionista de Filipo, un monarca que, en la segunda guerra púnica, tras
su alianza con Cartago, se había enfrentado a los romanos en Iliria, y en cuya corte
había encontrado refugio Aníbal, después de su derrota. El rey macedonio amenazaba
con poner en entredicho el tradicional equilibrio de mundo helenístico, y el gobierno
romano reaccionó con una intervención armada para restablecerlo. Pero esta
intervención llevaba implícita la necesidad de convertirse en árbitro del precario
equilibrio, asumiendo un papel hegemónico. La continua potenciación de esa
hegemonía, entre continuas vacilaciones, conducirá finalmente a Roma por el camino
del imperialismo.

La segunda guerra macedónica

Un ejército romano, al mando del cónsul Sulpicio Galba, desembarcó en Iliria


(199) e inició las operaciones contra Filipo, que, en un principio, logró mantener
bloqueados los pasos que daban acceso a Macedonia, mientras rechazaba tanto los
ataques de grupos armados bárbaros, procedentes del norte, instigados por Roma,
como la invasión de Tesalia, decidida unilateralmente por la Liga Etolia. Pero en el
198, con el nombramiento del nuevo cónsul, Tito Quincio Flaminino, como comandante
en jefe de las fuerzas romanas, el curso de la guerra dio un brusco giro. Flaminino, tan
buen estratega como excelente diplomático, atrajo a la alianza romana no sólo a la
Liga Etolia sino a la Confederación aquea y al propio rey de Esparta, Nabis, dejando
así aislado a Filipo, que intentó la negociación sobre la base del statu quo. Las
contrapropuesta del cónsul, con sus duras condiciones, obligó al rey macedonio a
aceptar el encuentro armado, que se produjo en la línea de colinas de Cinoscéfalos,
en territorio de Tesalia (197). La victoria romana marcaría el final de Macedonia como
potencia griega: en la paz de Tempe, Filipo fue obligado a evacuar todas las
posesiones griegas de Asia y Europa, reducir drásticamente su capacidad militar y
pagar una fuerte indemnización de guerra.
Más difícil iba a resultar materializar la consigna de liberación de los griegos,
esgrimidas por Roma durante la guerra. En efecto, Flaminino, de acuerdo con las
instrucciones del senado, proclamó solemnemente en Corinto, en el verano del 196, la
"libertad" de Grecia. Se trataba de un viejo ideal, sin contenido real, porque las
antiguas poleis, sometidas a las presiones de los grandes reinos, eran incapaces de
tutelar por sí solas su independencia. La decisión romana de convertirse en garante de
esa libertad, en un universo político desgastado por los antagonismos entre ciudades y
por la inestabilidad social en el interior de las mismas, sólo podía materializarse con
una política de intervencionismo, que invalidaba ya la propia declaración programática.
Los griegos comprendieron pronto que la libertad proclamada era, a lo sumo,
"vigilada". Flaminino, obligado a arbitrar conflictos seculares e insolubles, hubo de
intervenir militarmente, presionado por la Liga Aquea, contra Nabis de Esparta (195).
Esta intervención romana en un conflicto puramente griego equivalía a dividir Grecia
en dos campos, el de los aliados y protegidos de Roma y el de los enemigos y
descontentos, como Nabis y los etolios, que forzaría a nuevas intervenciones.
La política, pues, de Flaminino se agotó en la contradicción de querer
restablecer la paz entre los estados griegos y arrogarse un papel policial para
garantizarla. Pero en todo caso y por el momento, una vez restituido el equilibrio
político que garantizaba la seguridad de Italia, se procedió, en el 194, a la evacuación
de todas las tropas romanas que permanecían en Grecia.

La guerra con Antíoco III

La política expansiva del rey seléucida, Antíoco III, cuyas brillantes dotes
militares no iban acompañadas de una paralela perspicacia política, demostró muy
pronto la insuficiencia de las medidas romanas en Oriente. Antíoco, de acuerdo con el
tradicional juego del mundo helenístico, cometió el error de pensar que el vacío político
dejado por Macedonia en el Egeo podía ser llenado por su presencia y, en
consecuencia, se apoderó de un buen número de plazas costeras macedonias y
ptolemaicas.
La reacción romana, fundamentada en su estricta política de equilibrio en
Oriente, no se hizo esperar: una embajada exigió a Antíoco respetar la libertad de las
ciudades griegas de Asia Menor; el rey sirio, en contestación, pasó a la orilla europea
del Egeo y se fortificó en Tracia. Con ello, las posiciones romanas y sirias se fueron
endureciendo hasta convertirse en una verdadera "guerra fría", que la inestabilidad de
Grecia iba a precipitar en un conflicto armado.
En efecto, las insatisfacciones suscitadas por la política romana en Oriente se
condensaron en la actitud de la Liga Etolia, que, convertida en exponente de los
sentimientos antirromanos, invitó a Antíoco a intervenir en Grecia como "liberador". Y
el monarca sirio se apresuró a desembarcar en Grecia, para comprobar de inmediato
con desilusión el escaso eco de la pretendida coalición. Las modestas alianzas
conseguidas por la entente sirio-etolia eran bien poco frente al poderoso bloque de
estados neutrales o aliados de los romanos, incluida Macedonia. A comienzos del 191,
desembarcaba en Grecia un ejército consular al mando de Acilio Glabrión, que venció
a Antíoco en las Termópilas y le forzó a abandonar Europa.
El peligro estaba conjurado, pero la facción más agresiva del senado,
acaudillada por Escipión el Africano, pretendía una victoria definitiva, que exigía llevar
la guerra a Asia. Unos años antes, el viejo enemigo de Roma, Aníbal, había
encontrado refugio en la corte de Antíoco; era un magnífico pretexto para conseguir
que los comicios votaran el envío de una expedición y confiaran su mando al clan de
los Escipiones. Lucio, el hermano del Africano, fue elegido cónsul y, como tal,
encargado de la guerra; el propio Publio, como legado, sería en la práctica el director
de las operaciones.
La campaña siria, con la ayuda militar prestada por Rodas y Pérgamo, los dos
principales aliados de Roma en Asia, se resolvió definitivamente, a comienzos del 189,
en Magnesia de Sípilo, donde Antíoco fue vencido. La paz se firmó, en el 188, en
Apamea de Frigia y significó la desaparición de Siria como potencia mediterránea:
obligado Antíoco a evacuar todas sus posesiones en Asia Menor hasta el Tauro, el
reino seléucida se convirtió en un factor político secundario.

La sumisión de Oriente

La paz de Apamea señala un hito fundamental en la historia del mundo


helenístico y de sus relaciones con Roma. Debilitado Egipto y vencidas Siria y
Macedonia, las relaciones políticas del Oriente mediterráneo, basadas en el equilibrio
de estos tres grandes reinos, experimentaron un sustancial cambio con la
multiplicación de entes políticos de potencial limitado. Roma, así, más allá de las cotas
de seguridad que habían movido su intervención en Oriente, plantó los fundamentos
de su hegemonía en el mundo helenístico. A la liberalidad de la declaración de
Corinto, sucedía ahora la intervención directa y la regulación partidaria en beneficio de
sus "aliados": Rodas y Pérgamo, en Asia, que fueron recompensados con los jirones
del reino seléucida, y la liga aquea, en Grecia. Sin cambiar de momento sus fines, la
política romana inauguraba nuevos métodos, de consecuencias imprevisibles.
La política romana, tras Apamea, se vio acorralada entre el difícil equilibrio de
contentar las exigencias de sus criaturas -los estados sobre los que había reconstruido
el nuevo equilibrio pluralista- y cumplir el papel programático de patrono de Oriente. La
ciudad de Roma, convertida en auténtico centro del mundo helenístico, se acostumbró
al continuo peregrinaje de embajadas, portadoras de reivindicaciones, quejas,
denuncias y rumores, que el senado intentó atender con más o menos imparcialidad y
mejor o peor suerte.
Pero fue aún más grave que Roma hubiera de cumplir su papel hegemónico
sobre un mundo azotado por graves inestabilidades internas, que potenciaban el difícil
equilibrio exterior. En efecto, la crisis política del mundo helenístico se acompañaba de
otra todavía más grave, socio-económica. La intervención romana en los asuntos
domésticos griegos se inclinaba invariablemente hacia la protección de las clases
acomodadas, asentadas en el poder, en perjuicio de las más débiles, y contribuyó a
abrir más profundamente el abismo entre ricos y pobres. No fue difícil para la
oposición antirromana culpar al estado itálico de esta miseria social, que desembocó
en una explosiva mezcla de nacionalismo y reivindicaciones sociales contra Roma.
Así, entre la conciencia de un fracaso y la necesidad de mantener sus
compromisos, el senado cambió su curso, en cierta medida, liberal, por una política
cada vez más dura y opresiva, en la que el control indirecto será sustituido por un
abierto imperialismo de dominio directo.
Todavía quedaba, tras Apamea, la solución en Grecia del problema etolio. En
concierto con Macedonia y la Liga Aquea, el cónsul Fulvio Nobilior reemprendió la
lucha contra la confederación. Sometida, fue obligada a pagar una fuerte
indemnización y a aceptar los mismos amigos y enemigos que el pueblo romano.
La derrota etolia sólo podía favorecer a la Liga Aquea, que se convirtió, bajo la
benevolencia romana, en el Estado más poderoso de Grecia continental. Los aqueos
aprovecharon la coyuntura para incluir en su confederación a todo el Peloponeso: la
resistencia de Esparta fue aplastada con las armas; poco después y por el mismo
procedimiento, se sometía a la vecina Mesenia.
Pero el nudo del problema en Grecia continental seguía siendo Macedonia.
Tras la derrota de Cinoscéfalos, Filipo había concentrado las energías del estado en la
recuperación interna, bajo una escrupulosa observación de la paz de Tempe. Pero
este renacimiento era observado con creciente inquietud por Pérgamo, que aprovechó
cualquier oportunidad para dirigir la atención del estado romano contra Macedonia,
con continuas sospechas y acusaciones.
Tras la muerte de Filipo, en el 179, subió al trono macedonio su hijo Perseo. El
nuevo rey se esforzó, en seguimiento de la política paterna, en reafirmar el prestigio de
Macedonia en Grecia, aunque con métodos conciliadores y abiertos, que pronto le
granjearon popularidad y buen número de simpatías. La profunda crisis socio-
económica que sacudía a Grecia ofreció a Perseo un vasto campo de acción como
campeón de las reivindicaciones de los débiles contra las clases acomodadas,
detentadoras del poder. Pero el hecho de que estas clases fueran filorromanas,
empujaba al rey a un terreno resbaladizo y, aun contra su voluntad, se convirtió en
representante de la creciente opinión antirromana.
La desconfianza que Roma abrigaba contra Perseo sólo necesitaba ya de un
pretexto para intervenir con la fuerza. Y fue Eumenes de Pérgamo quien se prestó al
juego, presentando en Roma una larga serie de absurdos cargos, que el senado
estaba dispuesto a creer. Con estos débiles pretextos, Roma declaró la guerra en el
171, con la evidente determinación de eliminar a Macedonia.
Sin embargo, las tropas con las que el estado romano inició la ofensiva fueron
fácilmente vencidas por Perseo, que se apresuró a iniciar tratos de paz, sobre
condiciones más propias de un vencido que de un vencedor. Las conversaciones, sin
embargo fueron abortadas en su inicio, mientras Perseo se limitó a mantenerse a la
defensiva. Pero la paradójica situación llevó a otros estados, como Epiro e Iliria, a
abrazar la causa macedonia o a mantener una equívoca postura en espera de los
acontecimientos siguientes. Ni siquiera Rodas y Pérgamo pudieron sustraerse a esta
compleja constelación e intentaron pasos de reconciliación entre ambos
contendientes, que el estado romano calificó de abierta traición.
Finalmente, en el 168, la dirección de la guerra fue encomendada al cónsul
Emilio Paulo, que forzó a Perseo a la batalla definitiva en Pidna, donde el ejército
macedonio fue aplastado.
La victoria sobre Perseo enfrentaba al estado romano con una nueva
organización de Oriente. Pero sólo una mayor dureza y una fuerte desconfianza hacia
amigos y enemigos supliría la inexistencia de un proyecto eficiente. Al equilibrio
pluriestatal decidido tras Apamea, seguirá ahora un ensayo de atomización política.
Así, Pidna representa otro momento crucial de la política exterior romana, en el que el
antiguo patronazgo se convierte en intervención directa con métodos imperialistas, que
conducirán a la creación de un imperio.
Las consecuencias de Pidna alcanzaron con especial dureza a Macedonia: la
monarquía fue suprimida y el reino fue dividido en cuatro distritos territoriales
independientes, con prohibición expresa de relacionarse entre sí. También los estados
vecinos que habían apoyado a Perseo, compartieron el mismo duro destino: en Iliria se
abolió la monarquía, y el territorio fue dividido en tres repúblicas independientes; el
Epiro fue destruido a sangre y fuego y 150.000 epirotas vendidos como esclavos.
La guerra con Macedonia había mostrado claramente la existencia, en el
interior de los estados griegos, de una fuerte opinión antirromana. Con la victoria,
emergieron los elementos prorromanos, que viendo llegada la hora del desquite y del
enriquecimiento, se arrogaron el papel de verdugos de sus propios conciudadanos.
Una ola de denuncias se extendió sobre Grecia, que provocaron crímenes y
deportaciones contra las fuerzas políticas convictas o sospechosas de un curso
antirromano. Así, un millar de políticos aqueos -entre ellos, el historiador Polibio-
hubieron de emprender el camino de Italia.
Tampoco Rodas y Pérgamo, los dos fieles aliados en Asia Menor del estado
romano, escaparon a la brutal política de debilitamiento decidida tras Pidna. Apenas si
podía achacárseles tímidos intentos de mediación, que fueron duramente castigados.
Rodas quedó privada de sus territorios continentales en Asia Menor, pero, sobre todo,
su principal fuente de ingresos -el comercio- recibió un golpe mortal con la decisión
romana de declarar Delos puerto franco. En cuanto a Pérgamo, con un irritante
cinismo, el senado intentó minar con métodos equívocos el poder de Eumenes, que
hubo de moverse, a partir de entonces, entre el rencor y el temor inspirado por Roma.
Aunque al margen de los acontecimientos que habían precipitado la última
intervención romana, también Siria hubo de sufrir las consecuencias del nuevo rumbo
político decidido por Roma en Oriente. Desde el 175, el reino estaba en manos de
Antíoco IV, que, por haber sido educado como rehén en Roma, parecía contar con la
benevolencia romana. Desde el 170, Siria se encontraba enfrentada a Egipto en una
guerra, que llevó a Antíoco, en el 168, hasta las puertas de Alejandría, la capital del
reino ptolemaico. Ante la insistente petición de ayuda por parte de Egipto, el senado
envió a Popilio Lenas, amigo de Antíoco, que ordenó al rey sirio abandonar
inmediatamente territorio egipcio. Antíoco no dudó en plegarse al ultimátum. Con la
expeditiva intervención a favor del débil Egipto, Roma extendía sus intereses al
conjunto del mundo helenístico. Egipto languidecerá bajo la protección romana,
mientras el reino seléucida, corroído por contradicciones internas, iniciará una lenta
agonía.
La falta de un programa constructivo en Grecia sólo produjo un caos, en el que
salieron a la luz, aún más virulentas, las profundas contradicciones internas. No podía
dejar de identificarse la miseria social con este desgobierno, imputable a Roma, y,
como consecuencia, volvió a emerger un sentimiento nacionalista, que, en su
desesperación, llegó a asumir formas grotescas.
En Macedonia, un aventurero, Andrisco, supuesto hijo natural de Perseo,
consiguió ser reconocido como rey de todo el país y aglutinó en torno a su persona el
descontento nacionalista de los elementos sociales más desfavorecidos. Sus primeros
éxitos contra las fuerzas romanas enviadas para someterlo no impidieron finalmente
su definitiva derrota en Pidna, en el 148. Roma decidió entonces la ocupación
permanente y, en consecuencia, Macedonia fue declarada provincia romana.
No eran mucho mejores las condiciones políticas y sociales en Grecia, donde la
oligarquía prorromana en el poder ofrecía un triste espectáculo de adulación y avidez,
de envidias y suspicacias. Su propia incapacidad sería el instrumento con el que se
daría fin a la historia griega. La ocasión para ello fue uno más de los estériles
conflictos de fronteras en el Peloponeso. La Liga Aquea, creyéndose con el apoyo
romano, llevó sus armas con éxito contra Esparta.
El gobierno romano intervino finalmente, en el 147, declarando libres de la
confederación a un buen número de ciudades, entre ellas, Esparta. La liga, ignorando
las exigencias romanas, declaró la guerra a Esparta y el senado decidió la intervención
militar. El cónsul Lucio Mummio aplastó en 146 a las fuerzas de la liga y entró en
Corinto, la capital federal. La confederación fue disuelta y la ciudad, saqueada y
destruida. Pero, en Grecia, el gobierno romano no se atrevió a dar el paso definitivo de
Macedonia. Sólo los estados que habían luchado al lado de la confederación fueron
sometidos a la autoridad del gobernador de Macedonia. Los demás permanecieron
jurídicamente libres, aunque, en realidad, no menos sometidos a la dirección romana,
a través de gobiernos títeres.
La destrucción de Corinto tiene el valor de un punto final en la trayectoria de
política exterior romana en Oriente. Los dudosos motivos que habían inspirado la
primera intervención, a finales del siglo III, cristalizaron finalmente en las primera
anexiones y en una presencia armada permanente. Así, el pretendido patronazgo, por
el largo camino de una fracasada hegemonía política, desembocó finalmente en un
abierto imperialismo.

2. Roma en el Mediterráneo occidental

Paralelamente a la progresiva presencia de Roma en Oriente, el escenario en


el que se había desarrollado la segunda guerra púnica siguió manteniendo la atención
del estado romano. Por un lado, la guerra había puesto al descubierto la debilidad de
las fronteras septentrionales de Italia; por otro, en la península Ibérica, tras la
expulsión de los cartagineses, el estado romano decidió permanecer establemente en
su territorio. Además, Cartago, aunque vencido, aún contaba como factor político y
motivo de preocupación para los políticos romanos. Pero, frente a la unidad política y
cultural del mundo helenístico, la presencia de Roma en Occidente tiene unos
presupuestos, móviles y objetivos heterogéneos.

La conquista de la Galia Cisalpina

La invasión de Aníbal destruyó el precario sistema defensivo del gigantesco


arco septentrional de Italia, extendido entre los Alpes Marítimos y el Adriático. Tribus
padanas, como los boyos e ínsubres, incendiaron, hacia el 200, la colonia romana de
Placentia. En el 197, acabada la segunda guerra macedónica, se decidió una enérgica
intervención en el valle medio del Po; los ínsubres fueron obligados a firmar un tratado
y se inició una incipiente colonización de la región transpadana, en torno a
Mediolanum (Milán). Poco después, en el bajo valle del río, la fundación de la colonia
de Aquileya (181), en territorio véneto, fortaleció el extremo oriental de esta frontera
norte.
El territorio de la Galia Cisalpina, al sur del Po, una vez pacificado, fue objeto
de una intensa obra de organización con la fundación de colonias y el tendido de vías
de comunicación. Así, el estado romano ganaba una fértil llanura, extendida entre el
Po, los Apeninos y el Adriático, la Galia Cispadana. Si el avance militar romano se
había iniciado por exigencias de defensa, pronto se convirtió en una política
consciente de expansión. A la política colonizadora oficial, siguió una emigración
espontánea y numerosa. Y de ahí, la rapidez y la extensión del proceso de
romanización en el territorio.
Paralelamente, se llevaron a cabo campañas militares contra las rudas tribus
ligures, que se extendían desde el Arno hasta los Alpes Marítimos, a lo largo de la
costa genovesa y de las montañas del interior. La conquista del territorio era vital para
Roma, que necesitaba proteger el límite occidental de su frontera norte. La ofensiva
romana logró sus primeros resultados en el 181; unos años después (177), se
fundaban en la zona las colonias de Lucca y Luna, aunque el definitivo sometimiento
sólo se alcanzó, a finales de la década, gracias a los esfuerzos de pacificación de
Catón.

La conquista de Hispania

La expulsión de los cartagineses no significó el abandono de los territorios


hispanos que el estado romano había ido controlando en el curso de la guerra, en
parte, por la fuerza, y, en parte, mediante alianzas con las tribus indígenas. El
gobierno romano, decidido a explotar los ingentes y valiosos recursos del territorio,
mantuvo en la península, tras el final de la guerra púnica, fuerzas militares, que pronto
hubieron de enfrentarse a la resistencia indígena. Así se inició la conquista de
Hispania, cuyas peculiares características geopolíticas obligaron a un gigantesco
esfuerzo militar y a continuas guerras, confusas y sangrientas, que se prolongarán casi
un siglo hasta el total aplastamiento de la resistencia.
Apenas unos años después de finalizar la segunda guerra púnica, el gobierno
romano, comprendió la dificultad de mantener un control estable con el simple sistema
de alianzas con las comunidades indígenas. Por ello, decidió incluir los territorios por
donde había extendido su influencia -Cataluña, la costa levantina y el valle del
Guadalquivir- en el sistema provincial (197), con la creación de dos provincias, la
Hispania Citerior y la Hispania Ulterior, al norte y sur, respectivamente del río Júcar.
El sistema no fue muy lejos en sus objetivos: mantenimiento de la paz armada
en el interior de las provincias; explotación sistemática de sus recursos; defensa
agresiva frente a las tribus limítrofes exteriores. Pero la peculiar organización en tribus
independientes de estos pueblos, belicosos y con graves problemas socioeconómicos,
por un lado, y, por otro, la incapacidad de los gobernadores romanos de dar una
solución política a los continuos problemas surgidos en la periferia de su dominio, se
tradujo en una gigantesca e inútil inversión de energías con el único fin de conseguir el
sometimiento total.
Esta decisión, en un mundo político fragmentario e inestable, llevó a una
constante e infructuosa búsqueda de fronteras, que si extendió por el interior el
territorio provincial, lo encadenó a nuevos problemas. Sólo en el bienio 180-179, la
actividad militar y diplomática de Tiberio Sempronio Graco consiguió, con un sistema
de pactos, estabilizar las fronteras provinciales en la línea de la meseta.
Pero esta tregua pacificadora terminó fracasando por la incapacidad de los
gobernadores romanos, que olvidaron pactos y tratados, para atender sólo a sus
ambiciones de enriquecimiento y gloria. La consecuencia inevitable fue el
recrudecimiento de los problemas, que, decidieron al gobierno romano, en el 154, a la
intervención armada. Ahora ya no se intentó la vía de la pacificación, sino la ocupación
permanente del interior de la meseta. Las tribus que la poblaban -celtíberos, a ambas
orillas del alto Duero, y lusitanos, en el curso medio e inferior del Tajo- resistieron, sin
embargo, durante veinte años, en una guerra feroz, con vergonzosos episodios de
crueldad e ineptitud, que pusieron al descubierto las limitaciones del imperialismo
romano y de su instrumento, el ejército.
Tras el asesinato del caudillo lusitano, Viriato, pagado por agentes romanos
(139), remitió la virulencia en el frente sur, y los esfuerzos romanos pudieron
concentrarse en la lucha contra los celtíberos, en torno a su centro principal,
Numancia, que logró resistir año tras año al ataque enemigo. Finalmente, en el 134,
Publio Cornelio Escipión Emiliano, hijo del vencedor de Pidna y nieto por adopción del
Africano, obtuvo el mando de Hispania y, con un ejército reclutado entre sus clientes,
logró conquistar la ciudad (133).
Aunque todavía, hasta finales de siglo, fueron necesarias continuas
operaciones de policía para sofocar los últimos focos de rebelión, Roma consiguió
extender su dominio a la mayor parte de la península, a excepción de la cornisa
cantábrica. Mientras tanto, avanzaba la obra de romanización, en los territorios
pacificados, gracias, sobre todo, a la fundación de centros urbanos, como Gracchurris
(Alfaro) o Corduba, y al creciente establecimiento de colonos itálicos en las tierras de
cultivo del Ebro y Guadalquivir.

La tercera guerra púnica

Cartago, tras la derrota de Zama, se había mantenido fiel a los pactos con
Roma, atenta sólo a su reconstrucción interior. Pero la paz del 201 había incluido
también a otro estado africano, Numidia, cuyo rey Massinisa, irreconciliable enemigo
de Cartago, era la mejor garantía de que el estado vencido permanecería vigilado y
sujeto a control en los márgenes de su espacio vital. Pero Massinisa aprovechó su
condición de amigo de Roma para desarrollar una irritante política de agresiones
contra las fronteras púnicas, resueltas con mediaciones partidistas del gobierno
romano, pacientemente aceptadas por la oligarquía pacifista que dirigía Cartago.
Hacia mitad de siglo, el fracaso de la política exterior romana, tanto en Oriente
como en Occidente, y su reconducción por el elemental camino del uso de la fuerza,
incluyó también, en su horizonte de sospechas y temores, al estado africano, que
había logrado resurgir pujante de sus cenizas. Un amplio sector de la clase dirigente
romana nunca había dejado de considerar obsesivamente a Cartago como un
potencial peligro. Y este sector, encabezado por Marco Porcio Catón, exponente del
tradicionalismo más intransigente, exigía incansablemente su destrucción.
El pretexto para la intervención militar lo ofreció el propio Cartago cuando,
exasperado por una nueva agresión de Massinisa, declaró la guerra a Numidia, sin
autorización romana (151). Catón consiguió así convencer al senado para que
declarara a su vez la guerra a Cartago (149).
Conscientes de su inferioridad, los cartagineses se apresuraron a pedir la paz y
aceptar las condiciones que impusiera Roma. Pero el senado, dispuesto a liquidar
definitivamente el problema, exigió lo inaceptable: la destrucción de la ciudad y su
reconstrucción en el interior, a no menos de quince kilómetros de la costa. Los púnicos
decidieron entonces resistir a ultranza y se encerraron tras los muros de su ciudad,
con armas y víveres.
Durante dos años, Cartago, sometida a sitio, no pudo ser conquistada, en
parte, por la ineptitud de las legiones; finalmente, en el 147, el mando de las
operaciones fue confiado a Escipión Emiliano, el posterior verdugo de Numancia, que,
restaurada la disciplina en sus fuerzas, estrechó el cerco hasta el encarnizado ataque
final. Cartago fue destruida y se maldijo el suelo donde se había levantado. Y, como
había ocurrido en Macedonia tras la rebelión de Andrisco, el gobierno romano optó por
someter el territorio de Cartago a una administración directa, convirtiéndolo en la
nueva provincia de Africa.

3. Estado, sociedad y economía en la época de la expansión

En el curso de medio siglo, Roma asumió el control directo de amplias áreas


del Mediterráneo y plantó las bases de un imperio. Pero esta política no la llevó a cabo
el estado romano en abstracto, ni siquiera el órgano colectivo del senado, sino
individuos concretos, movidos por intereses personales o de grupo. Estos intereses,
políticos y económicos, surgían de las necesidades y motivaciones de la propia
sociedad romana, dinámica y compleja. Por ello, sólo el análisis de esa sociedad
permitirá comprender el trasfondo de la política exterior arriba descrita.

La nobilitas y el gobierno senatorial


El delicado equilibrio entre las tres instituciones básicas de la res publica
senado, magistrados y asambleas populares- fue puesto en entredicho como
consecuencia de la profunda conmoción causada por la segunda guerra púnica. Su
desenlace significó un aumento del papel rector del senado, que había guiado al
Estado en los terribles años de la invasión de Aníbal. Tras la victoria, Roma se lanzó a
una política de expansión por el Mediterráneo, para la que no contaba con una
infraestructura idónea. Fue el senado el que condujo la expansión, como único
elemento estable de una constitución basada en el cambio anual de los magistrados.
Efectivamente, la magistratura no estaba en condiciones de elaborar una
política de largo alcance, pero, además, todos los magistrados entraban a formar parte
del senado y, por ello, se plegaban, normalmente, a las directrices emanadas de la
alta cámara, que aumentó así su prestigio, su auctoritas. Incluso el tribunado de la
plebe perdió su carácter “revolucionario” para convertirse en un instrumento más de
poder de la institución.
En cuanto a las asambleas, existían fuertes limitaciones al ejercicio de su
teórica soberanía -voto no secreto, medios de corrupción, control sacerdotal...- , que
permitían convertirlas en dóciles instrumentos del poder del senado. Pero, sobre todo,
la dispersión de los ciudadanos, en un régimen no representativo, hacía muy difícil el
ejercicio del voto para quienes vivían fuera de Roma o se encontraban lejos de la
ciudad, sirviendo en el ejército. Su composición quedó restringida al proletariado
urbano, que, al estar ligado por vínculos de clientela y dependencia económica a la
nobleza senatorial, podía ser fácil objeto de control y manipulación.
De este modo, el senado, aunque sólo era un consejo asesor, se elevó sobre
asambleas y magistraturas, para decidir en todos los ámbitos de política interior y
exterior, así como en el decisivo campo de las finanzas.
Necesidades e intereses de esta oligarquía política, llevaron, en el curso del
siglo II a C., a encasillarla como aristocracia de propietarios inmuebles. Una lex
Claudia, del año 219 a. C., excluyó a los senadores de las actividades ligadas al
comercio marítimo y a los negocios de capital mueble, por considerarlas indignas de
su rango, fijándolos así a la economía agraria.
De este modo, el estamento senatorial (ordo senatorius) se destacó netamente
del resto de la sociedad romana, con rasgos típicos: el monopolio del poder político y
la limitación de la actividad económica a la propiedad inmueble. Estos rasgos todavía
se subrayarían, a comienzos del siglo II a. C., con signos externos característicos:
túnica orlada con una franja ancha de púrpura (laticlavius), sandalias doradas, anillo
de oro, derecho a exhibir en las ceremonias los bustos de sus antepasados (ius
imaginum), asientos especiales en los teatros...Con esta diferenciación, los miembros
del orden senatorial se separaron también del resto de las clases más acomodadas,
los caballeros (equites), en las que hasta entonces estaban incluidos.
Pero incluso, dentro del propio estamento senatorial, se produjo, en la primera
mitad del siglo II a. C., un proceso de restricción, que limitó el efectivo control del
poder a un número reducido de familias. Esta oligarquía, la nobilitas, extremadamente
cerrada y muy pequeña en número, monopolizó la investidura de la más alta
magistratura -el consulado- e impidió casi por completo la entrada en su estrecho
círculo de nuevos miembros, los llamados homines novi. Entre el 200 y el 146, sólo
cuatro individuos, ajenos a la nobilitas, lograron acceder al consulado e incluirse, así,
en esta cúspide oligárquica.
Esta clase política, cada vez más cerrada, contaba para gobernar con
instrumentos inadecuados, que no cesó de defender para preservar su poder. Pero el
pueblo aceptó el sistema, al que se sentía ligado por vínculos de dependencia social y
moral con los miembros de la aristocracia, como las relaciones de clientela y patronato
o el respeto al mos maiorum, las sagradas costumbres de los antepasados.
En el interior del senado, el modo de hacer política estaba regulado por un
juego variable de alianzas entre individuos, familias y grupos del propio estamento,
movidos por intereses personales, familiares y sociales, que intentaban hacer
prevalecer con el apoyo de fuerzas sociales exteriores a la nobleza, como la plebe
urbana, los propietarios agrícolas o los grupos comerciales y mercantiles. Así, una
clase restringida, convertida en oligarquía cerrada, puso a su servicio los instrumentos
constitucionales del Estado para materializar sus intereses particulares.
El canon de virtud, la virtus, de los miembros de la nobleza romana se
fundamentaba en la aspiración a ver reconocidos sus servicios a la res publica, a
través de la investidura de las más altas magistraturas. La lógica competencia de los
nobiles para lograr su elección en las asambleas populares convirtió esta carrera por
las magistraturas en un juego sucio e interesado, en el que era necesario invertir
enormes fortunas para arrancar el voto favorable de los electores. Esta competencia,
desatada entre los nobles, para acceder a responsabilidades políticas y militares
rentables, tuvo efectos negativos sobre la solidaridad de clase que exigía el sistema de
gobierno oligárquico.
El senado, como corporación, no dejó de percibir los peligros derivados de
estas tendencias e introdujo una serie de medidas, dirigidas a controlar las conductas
de sus miembros y, sobre todo, a frenar la posibilidad de “carreras” espectaculares,
que pusieran en peligro la cohesión y la necesaria igualdad del grupo. En el año 180 a.
C., la lex Villia regulaba el acceso a las magistraturas, para intentar contener los
apresuramientos en la escalada de los altos puestos. Estas medidas de protección
corporativa fueron extendidas a otros campos, como el de la corrupción electoral
(leges de ambitu) o la ostentación incontinente en el ámbito de la vida privada (leges
sumptuariae).
Pero esta política interior de los grupos oligárquicos, basada en el
conservadurismo y en el rígido aferramiento a los valores tradicionales, no pudo
extenderse al ámbito de la política exterior, con sus ilimitadas posibilidades de
promoción personal, difícil de controlar.
Era, sin duda, la actividad pública fuera de Italia -encargos diplomáticos,
comandos del ejército, gobierno de las provincias- la meta política más ambicionada.
Las posibilidades de enriquecimiento, prestigio y gloria que la política exterior abría a
los aristócratas, dio un fuerte impulso al militarismo de la clase senatorial. Todas las
cortapisas legales y morales que podían imponerse a los miembros de la aristocracia
en el interior de Roma, desaparecían en el exterior, donde los magistrados, revestidos
de un ilimitado imperium, escapaban al control senatorial e, impunemente, podían
imponer su voluntad para lograr sus intereses particulares. Se emprendieron así
muchas campañas, provocadas sólo por la ambición de un triunfo o por las
considerables ganancias de botín. Pero fue, sobre todo, el sistema de gobierno
provincial el que más claramente puso de manifiesto la discrepancia entre la estructura
político-social de Roma y el inmenso ámbito de dominio del imperio.

Las transformaciones económicas y sus repercusiones sociales

La expansión de Roma en el siglo II significó para la economía romana una


masiva afluencia de riquezas, que no sólo enriquecieron al Estado, sino a la
aristocracia senatorial, que conducía la política exterior, y a los estratos acomodados.
Este capital fue invertido de acuerdo con las directrices y tendencias de la economía
más evolucionada y productiva del oriente helenístico. Pero el orden social tradicional,
ligado a las viejas estructuras, fue incapaz de acomodarse paralelamente al nuevo
desarrollo de la economía. Este divorcio entre formas económicas y estructura social
precipitarán una múltiple crisis, cuyos primeros síntomas preocupantes comienzan a
hacerse presentes desde mediados del siglo II a. C.
La agricultura constituía la base económica de la sociedad romana. Hasta
comienzos del siglo III a. C., coexistía en Italia una gran propiedad con un numeroso
campesinado, que, asentado en tierras de labranza de mediana y pequeña extensión,
constituía el nervio de la sociedad y del estado, ya que su cualificación como
propietarios les obligaba a servir en el ejército de base ciudadana.
La devastación del territorio italiano en la segunda guerra púnica significó la
ruina de muchas parcelas agrícolas. Durante un cierto tiempo, el estado romano trató
de paliar la angustiosa situación de las masas campesinas con medidas, no obstante
limitadas e insuficientes. Las razones de esta pobre política hay que buscarlas en la
presión del capital, que encontró en la agricultura un amplio horizonte de expansión
económica y social. En efecto, una vez acabada la guerra, la activa política exterior
hizo afluir a Roma un ingente número de riquezas, conseguidas mediante botín,
saqueos, imposiciones y explotación de los territorios conquistados. Pero estos
beneficios, desigualmente repartidos, contribuyeron a acentuar las desigualdades
sociales. Sus beneficiarios fueron, sobre todo, las clases acomodadas y, en primer
término, la oligarquía senatorial, que, legalmente, además, había sido definida como
aristocracia agraria. La más estrecha comunicación con las formas económicas
imperantes en el mundo helenístico y la ampliación de los mercados al conjunto del
Mediterráneo encauzaron las inversiones hacia un nuevo tipo de agricultura capitalista,
que no sólo utilizó las tierras públicas para extenderse, sino que causó la ruina de la
pequeña propiedad privada.
Muchos campesinos habían muerto en la guerra contra Aníbal, y sus tierras
quedaron abandonadas. Pero también los supervivientes se vieron en la imposibilidad
de rehacer sus haciendas, a consecuencia de las exigencias que les impuso la política
exterior romana, apenas terminada la guerra. El campesino, propietario de un modesto
campo de cultivo, estaba obligado a prolongadas ausencias para participar en las
campañas militares. Su propiedad, ya incapaz de competir con los bajos precios de
venta de los productos del latifundio, se veía perjudicada por el abandono. A su
regreso, la reanudación de la explotación agrícola requería medios económicos, que
sólo podía conseguir mediante préstamos y que, en muchas ocasiones, le era
imposible reintegrar. Cargado de deudas, no tenía otra solución que malvender su
campo a los grandes propietarios, dispuestos a comprar, y emigrar a Roma con su
familia, esperando encontrar allí otras posibilidades de subsistencia.
Sería exagerado, sin embargo, afirmar la desaparición de la pequeña
propiedad. Si ya no fue, como hasta entonces, el tipo predominante en la agricultura,
continuó existiendo en las regiones poco productivas del interior y en el norte de Italia,
a lo largo del valle de Po.
La extensión de la gran propiedad y la disponibilidad de grandes capitales
transformó el modo de explotación agrícola. En lugar de la economía de subsistencia,
que trataba de producir lo necesario para el mantenimiento del agricultor, se extendió
ahora la empresa agraria racional, la villa, cuyas característica conocemos por el
tratado De agricultura de Catón. La hacienda descrita por Catón no excluye otros tipos
de explotación, como el latifundio de cultivo extensivo, dedicado fundamentalmente al
cereal, o los grandes pastizales para la cría de ganado, predominantes en el sur de
Italia.
La agricultura de la villa se caracterizaba, frente a la pequeña propiedad, no
tanto por su extensión, sino por el carácter de la producción, destinada no al consumo
directo, sino a la venta. El propietario era absentista. Instalado en Roma o en algunas
de las grandes ciudades de Italia, dirigía sus fincas a través de un hombre de
confianza, el villicus, por lo general, un esclavo. El precepto fundamental del buen
propietario era “ser vendedor, no comprador”. Ello suponía una organización
racionalizada de trabajo y una especialización en productos determinados y rentables,
teniendo en cuenta las necesidades del mercado y las posibilidades de ganancia. La
importación de grano a bajo precio, procedente de las provincias, redujo el cultivo de
cereal en beneficio de la vid, el olivo y los frutales.
Pero, sobre todo, era el trabajo esclavo el que caracterizaba el modo de
producción en estas propiedades, completado en épocas de especial actividad -
siembra y cosecha- por jornaleros libres. El propietario procuraba sacar la mayor
rentabilidad posible, no mediante un aumento de la producción, sino con la baja de los
costes, lo que significaba la explotación de esta mano de obra esclava hasta límites
insospechados.
El esclavo era considerado un simple objeto de derecho, desprovisto de
personalidad jurídica y perteneciente en su corporalidad y fuerza de trabajo a otro
individuo. Su carácter de elemento ideal de explotación, más rentable que el trabajador
libre, extendió su utilización, no sólo a la agricultura, sino también a las otras ramas de
la economía, aunque sin sustituir completamente a la mano de obra libre. Las
diferentes condiciones del trabajo servil no permiten generalizar el fenómeno de la
esclavitud con la consideración simplista de “clase social”, enfrentada a los
“esclavistas” libres.
También las otras ramas de la actividad económica, manufactura y comercio,
experimentaron en Italia un decisivo impulso como consecuencia de las nuevas
relaciones políticas y económicas con todos los países del ámbito mediterráneo.
Las guerras púnicas desarrollaron extraordinariamente el artesanado. Las
necesidades ligadas a la actividad bélica -construcciones navales y armamento- dieron
un gran impulso al sector artesanal. En ciertas regiones de Italia, como Etruria y
Campania, se desarrolló una notable industria metalúrgica. Por otra parte, la corriente
de riquezas, procedente de las guerras de conquista y de la explotación de las
provincias, encauzadas hacia Roma, favorecieron una mayor especialización y
refinamiento, con demanda de mayor cantidad y calidad de productos manufacturados.
Roma, en consecuencia, aunque nunca fue una ciudad industrial, actuó como polo de
atracción de un comercio internacional y ofreció nuevas posibilidades para muchas
familias a las que la crisis de la pequeña propiedad expulsaba de la agricultura.
Pero, sobre todo, el final de la segunda guerra púnica y la intervención romana
en Oriente abrieron al comercio itálico nuevas posibilidades de desarrollo. El
Mediterráneo ofreció a los empresarios procedentes de la península Itálica, los
negotiatores, un amplio campo de negocios, ligado al tráfico de mercancías, productos
agrarios, materias primas y manufacturas, en especial, artículos de lujo; pero también
se incrementaron los negocios monetarios -banca, finanzas, usura- y otras actividades
conexionadas con el capital mueble. Así, simultáneamente a la afirmación de la
oligarquía senatorial y a la destrucción del pequeño campesinado, surgió en Roma una
nueva clase capitalista.
Roma no desarrolló, al compás de su expansión política, un aparato de
funcionarios que cuidara de la gestión de los intereses económicos del estado y de los
servicios públicos. Fue por ello necesario acudir a empresarios, que recibían en
arriendo del estado las tareas públicas (publica), con posibilidad de lucro. De ahí el
nombre de publicani, bajo el que se agrupaban actividades muy variadas, que
interesaban a distintos grupos sociales, en dos vertientes principales: por un lado, las
contratas de servicios estatales, como proveedores del ejército y ejecutores de obras;
por otro, los arrendamientos, tanto de propiedades como de ingresos públicos, y,
sobre todo, la recaudación de impuestos, derechos de aduana y tributos en las
provincias.
Eran los censores los encargados de arrendar estas contratas a particulares
por un período de cinco años, el lustrum, contra el pago previo al erario público de una
suma global, establecida mediante subasta, y un adelanto sobre el total.
Las primeras empresas privadas se remontan a la segunda guerra púnica, pero
se incrementaron, sobre todo, con la expansión romana en el Mediterráneo. El
volumen creciente de negocios trajo consigo la necesidad de una colaboración entre
varios empresarios (socii), puesto que una sola persona no podía ya bastar a dirigir el
negocio, aportar el capital y personal necesarios y la garantía para el erario. Así fueron
formándose compañías (societates) para las grandes actividades económicas
estatales y, en especial, para el arriendo de todos los ingresos públicos de una
provincia en su conjunto.
Estos hombres de negocios pertenecían a las clases acomodadas de Roma.
Reconocidos como el grupo de los más ricos, eran incluidos en las listas del censo,
como equites, en las centurias de caballeros, por encima de la primera clase de
propietarios. En el ejército, servían en la caballería, con un caballo puesto a su
disposición por el estado (equo publico ) o, en número todavía mayor, con armamento
propio (equo privato ). Como vimos, la lex Claudia había excluido a los senadores del
comercio y la banca; posteriormente, otras disposiciones legales los aislaron de las
clases más acomodadas, al obligarles a entregar el caballo del estado (equo publico) y
a votar al margen de las centurias de los caballeros. Este aislamiento de la clase
senatorial sirvió indirectamente para caracterizar a los caballeros como estamento
definido de la sociedad romana, el orden ecuestre (ordo equester).
Mientras los senadores mantenían sólidamente en su poder las magistraturas,
los caballeros, de acuerdo con las actividades de su clase, asumieron el ejercicio de
los asuntos financieros del estado y desarrollaron múltiples negocios comerciales y
banqueros de carácter privado, organizándose como auténtica clase capitalista. Así, la
escisión dentro de la esfera superior de la sociedad romana, que, en principio, era de
carácter profesional -dirección política para los senadores y control del mundo de os
negocios para los caballeros- tomó de inmediato carácter social e importancia política.

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La crisis de la República: de los Gracos a Sila
ISBN: 84-96359-29-8
José Manuel Roldán Hervás

1. Imperialismo y crisis

El sometimiento de amplias zonas del Mediterráneo, conseguido por Roma en


la primera mitad del siglo II a.C., no se acompañó de una paralela adecuación de las
instituciones republicanas, propias de una ciudad-estado, a las necesidades de
gobierno de un imperio. Tampoco el orden social tradicional supo adaptarse a los
radicales cambios económicos producidos por el disfrute de las enormes riquezas,
obtenidas gracias a las conquistas y a la explotación de los territorios sometidos. Este
doble divorcio entre medios y necesidades políticas, entre economía y estructura
social, precipitará una múltiple crisis política, económica, social y cultural, que, iniciada
hacia la mitad de siglo II a.C., sólo se concluirá, a finales del siglo siguiente, con la
liquidación de la República y con la fundación de un régimen monárquico.
Fue en la milicia, el instrumento con el que Roma había construido su imperio,
donde más pronto se hicieron sentir estos problemas. El ejército romano era de
composición ciudadana y para el servicio en las legiones se necesitaba la cualificación
de propietario (adsiduus). El progresivo alejamiento de los frentes y la necesidad de
mantener tropas de forma ininterrumpida sobre un territorio rompieron la tradicional
alternancia cíclica del campesino-soldado y dieron origen a una crisis del ejército.
La solución lógica para superarla -una apertura de las legiones a los no
propietarios (proletarii) - no se dio; el gobierno prefirió recurrir a medidas parciales e
indirectas, como la reducción del censo, es decir, de la capacidad financiera necesaria
para ser reclutado.
Las continuas guerras del siglo II a.C. no sólo transformaron la realidad del
ejército sino las propias bases socio-económicas del cuerpo cívico. Las riquezas del
imperio, desigualmente repartidas, contribuyeron a acentuar las desigualdades
sociales. Sus beneficiarios fueron las clases acomodadas y, en primer término, la
oligarquía senatorial, una aristocracia agraria. Y estas clases encauzaron sus
inversiones hacia una empresa agrícola de tipo capitalista, más rentable, la villa,
destinada no al consumo directo, sino a la venta, y cultivada con mano de obra
esclava.
Los pequeños campesinos, que habían constituido el nervio de la sociedad
romana, se vieron incapaces de competir con esta agricultura y terminaron por
malvender sus campos y emigrar a Roma con sus familias. Pero el rápido crecimiento
de la población de Roma no permitió la creación de las necesarias infraestructuras
para absorber la continua inmigración hacia la ciudad de campesinos desposeídos o
arruinados. La doble tenaza del alza de precios y del desempleo, especialmente grave
para las masas proletarias, aumentaron la atmósfera de inseguridad y tensión en la
ciudad de Roma, con el consiguiente peligro de desestabilización política.
En una época en la que el estado tenía necesidad de un mayor contingente de
reclutas, éstos tendieron a disminuir como consecuencia del empobrecimiento general
y de la depauperación de las clases medias, que empujaron a las filas de los proletarii
a muchos pequeños propietarios. Así, a partir de mitad del siglo II a.C., se hicieron
presentes cada vez en mayor medida dificultades en el reclutamiento de legionarios.
Por otra parte, la explotación de las provincias favoreció la rápida acumulación
de ingentes capitales mobiliarios, cuyos beneficiarios terminaron constituyendo una
nueva clase privilegiada por debajo de la senatorial, el orden ecuestre. En posesión de
un gran poder económico, especialmente como arrendatarios de las contratas del
estado y, sobre todo, de la recaudación de impuestos (publicani), estos caballeros, sin
embargo, no consiguieron un adecuado reconocimiento político y, por ello, se
encontraron enfrentados en ocasiones contra el exclusivista régimen oligárquico
senatorial, aunque siempre dispuestos a cerrar filas con sus miembros cuando podía
peligrar la estabilidad de sus negocios.
Los problemas políticos y sociales que comienzan a manifestarse hacia
mediados del siglo II a.C., afectaron a la cohesión interna de la clase dirigente y
dividieron el colectivo senatorial en una serie de grupos o factiones, enfrentados por
intereses distintos. La pugna trascendió del seno de la nobleza y descubrió sus
debilidades internas, porque estos grupos buscaron la materialización de sus metas
políticas -una despiadada lucha por las magistraturas y el gobierno de las provincias,
fuentes de enriquecimiento- fuera del organismo senatorial, con ayuda de las
asambleas populares y de los magistrados que las dirigían, los tribunos de la plebe.
Esta magistratura, nacida para proteger a los plebeyos del poder patricio,
perdió su carácter “revolucionario” y, como instancia pública, sin perder sus
excepcionales poderes, fue utilizada por el senado para aumentar su control sobre el
estado. Pero las nuevas condiciones políticas y económicas que afloran a mitad del
siglo II a. C., produjeron la emancipación del tribunado de la plebe, que recuperó su
carácter de órgano de protección del pueblo, contra los magistrados y contra el
senado. Sin embargo, las luchas políticas, en el seno de la nobleza senatorial, la
acabaron convirtiendo en instrumento de una u otra facción.

2. El tribunado “revolucionario” de los Gracos


Una de estas facciones, encabezada por Apio Claudio Pulquer, en el año 134 a.C.,
consideró que el momento era especialmente favorable para intentar un golpe de
efecto con el que aumentar el poder y la influencia de sus promotores y utilizó los
servicios de Tiberio Sempronio Graco, un joven representante de la más rancia
nobilitas, proponiéndolo en el 134 a. C. como tribuno de la plebe.
Investido de la magistratura en el 133 a.C., Tiberio, de acuerdo con la factio de
Apio Claudio, asumió la tarea de presentar una ley agraria que limitaba a 1.000 iugera
(500 hectáreas) por ciudadano la cantidad de tierras propiedad del estado (ager
publicus) que podían ser explotadas en usufructo. La tierra sobrante debería ser
devuelta al estado para ser parcelada en pequeñas fincas, inalienables, en la que se
asentaría a ciudadanos sin tierras como colonos a perpetuidad, contra el pago de un
pequeño canon (vectigal). La puesta en marcha de la ley debía ser confiada a una
comisión de tres miembros (tresviri agris iudicandis asignandis). La propuesta no
afectaba en absoluto a la propiedad privada, que era inalienable, pero perjudicaba los
intereses de los grandes latifundistas, que, tras ocupar ilegalmente las tierras del
estado e invertir en ellas capitales, las habían ido transmitiendo, de padres a hijos,
como bienes de familia.
El fin principal de la reforma era político-social y claramente conservador:
trataba de reducir la desigualdad social, aliviar las penurias de la plebe rural, pero,
sobre todo, reforzar el estrato de pequeños propietarios para aumentar las bases de
reclutamiento del ejército. Pero, no obstante los intentos de restauración y de
conservación proclamados por Tiberio, la reforma contenía elementos potencialmente
revolucionarios, porque la medida afectaba a tierras cercanas a Roma o explotadas
por los grandes latifundistas de la clase senatorial. Y los grupos más reaccionarios del
senado se opusieron, con la miopía de una clase política habituada a imponer su
voluntad por encima de cualquier consideración objetiva.
El instrumento de combate de la reacción fue otro tribuno, Octavio, un
latifundista, que, en connivencia con los grupos de poder oligárquicos, en el momento
de votación de la ley, interpuso su veto. De acuerdo con la práctica política, el proyecto
de ley agraria debería haber terminado en este punto. Pero Tiberio contraatacó con un
acto sin precedentes en la historia constitucional de Roma, al proponer a la asamblea
que Octavio fuese depuesto. Eliminado el veto tribunicio, la ley se aprobó, y fueron
elegidos los tres miembros de la comisión encargada de ponerla en funcionamiento: el
propio Tiberio, su hermano Cayo y su suegro, Apio Claudio.
Ejecutar una ley tan compleja requería mucho tiempo, pero, sobre todo, dinero
para ponerla a punto y evitar que se convirtiera en papel mojado. El senado, en señal
de desprecio y venganza, asignó a la comisión una suma ridícula para sus trabajos. Y
Tiberio emprendió un nuevo paso, contrario a la praxis política y a los intereses del
senado. Poco antes, había muerto el rey de Pérgamo, Atalo III, y, en su testamento,
había dejado al pueblo romano su reino, que se convirtió en la nueva provincia de
Asia. Tiberio propuso que el dinero del tesoro de Pérgamo fuese utilizado para la
financiación de la reforma.
Esta intromisión en la política exterior y financiera era intolerable para el
senado, que hasta ahora había monopolizado la gestión de la administración de las
provincias. Así, un programa nacido con finalidad de restauración social, haría explotar
las contradicciones internas latentes en la organización política romana.
Ante los ataques del colectivo senatorial, la reforma sólo podía prosperar si su
promotor, Tiberio, mantenía sus amplios poderes de tribuno para poder supervisar los
trabajos y evitar posibles golpes de mano; pero la magistratura tribunicia sólo duraba
un año y no era reelegible. A pesar de ello, el tribuno volvió a lesionar el orden
constitucional presionando para su obtener un segundo tribunado. Un grupo de
senadores armados irrumpió en la asamblea donde debía decidirse la reelección de
Tiberio, dispuestos a impedirlo por la fuerza. El pánico popular y los golpes de los
senadores dejaron sobre el campo dos o tres centenares de muertos, entre ellos, el
propio Tiberio, atropellado por la masa y rematado por uno de sus colegas de
tribunado. En la represión que siguió, perdieron la vida muchos de sus partidarios.
En este ardiente contexto político, la brutal victoria de la reacción no pudo
impedir que diez años después, Cayo Graco, el hermano menor de Tiberio, lograra su
elección como tribuno de la plebe para el año 123 a. C.
En los dos años de su tribunado -mientras tanto una propuesta de ley había
legalizado la reelección a la magistratura- Cayo iba a dar vida a una compleja
legislación con la que se propuso dar un mayor peso político a las clases populares,
limitar los abusos de la nobilitas y adecuar el sistema de gobierno a las necesidades
del estado imperial.
Dispuesto a reemprender la línea política de su hermano, trató de ampliar, no
obstante, su base social con un programa de reformas que no sólo tuviera en cuenta
los problemas de la plebe rústica, sino los intereses y aspiraciones de estratos mucho
más amplios, susceptibles de alinearse a su lado frente a la prepotencia de la
oligarquía senatorial. Así, además de proponer una lex agraria en la línea emprendida
por Tiberio, decidió encauzar los futuros repartos de tierra no sólo a título individual,
sino colectivo, mediante la fundación de tres colonias, dos en Italia y una en el
emplazamiento de Cartago. Pero también, para atraer a la plebe urbana, Cayo emanó
una lex frumentaria, que establecía la distribución de grano, a cargo del estado, a un
precio fijo, inferior al del mercado libre, para todos los ciudadanos de Roma. Por su
parte, una lex militaris atendía al doble propósito de proteger a los menores de
dieciséis años de la obligación de prestar servicio militar y asegurar a los soldados el
equipamiento a costa del estado.
Cayo no podía esperar de la aristocracia senatorial apoyo financiero para estos
ambiciosos proyectos sociales y, por ello, buscó los medios económicos necesarios en
los ingresos que proporcionaba el imperio y, en concreto, la nueva provincia de Asia.
La lex Sempronia de provincia Asia establecía que los recursos procedentes de Asia
serían arrendados en Roma, mediante subasta y en bloque, a compañías de publicani.
Esta medida, comúnmente se interpreta como un intento de Cayo para atraerse a los
grandes exponentes del capital financiero, identificados con los equites, los caballeros.
Y, efectivamente, la tradición antigua, hostil al tribuno, afirma que introdujo la discordia
en la clase dirigente romana, al romper la unidad entre senado y clase ecuestre,
”dando dos cabezas al Estado”, en frase de Varrón. El expediente utilizado fue su lex
iudiciaria, que daba a los caballeros el control de los tribunales permanentes,
establecidos para juzgar los procesos de malversación y corrupción contra los
magistrados que gobernaban las provincias, hasta ahora compuestos de senadores.
El senado no podía asistir impotente al múltiple ataque contra las instituciones
políticas sobre las que se basaba el poder de la oligarquía y combatió, una vez más,
con los medios demagógicos empleados contra Tiberio. Un colega de tribunado de
Cayo, Livio Druso, bajo una apariencia radical, asumió la tarea de defender los
intereses senatoriales. Aprovechando la ausencia de Graco, urgentemente reclamado
en Cartago para poner en marcha la colonia proyectada, presentó ante la asamblea
una serie de propuestas tan sugestivas como inviables: supresión del canon impuesto
por Tiberio para evitar la venta de los lotes de tierra y, sobre todo, la fundación, no de
tres, sino de doce colonias, todas en Italia. No existía en toda la península tierra
suficiente para el proyecto, pero tampoco importaba, porque sólo se trataba de
eliminar políticamente a Cayo. Los proyectos fueron aprobados y Cayo resultó, en
cierto modo, derrotado.
La actividad desarrollada por los enemigos de Cayo mostraría sus plenos
efectos cuando, en las elecciones para el tribunado de la plebe de 121 a. C., Cayo no
fue elegido. Sólo le quedaba ya al ex tribuno su cargo de triunviro de la comisión
agraria, pero la aristocracia quería un triunfo completo. El pretexto lo ofreció la
colonización de Cartago. Fueron propalados rumores sobre signos desfavorables, que
presagiaban un nefasto futuro para la colonia, y uno de los nuevos tribunos propuso
ante la asamblea la abrogación del proyecto que había dado vida legal a la fundación.
La votación del proyecto dio lugar a violentos tumultos. El senado decidió
entonces, por vez primera, conferir a los cónsules poderes extraordinarios para
restablecer el orden en el interior de la ciudad, decretando el estado de excepción
(senatusconsultum ultimum). Las fuerzas militares del cónsul Opimio asaltaron el
Aventino, donde se habían refugiado Graco y sus partidarios. Muchos de ellos
perecieron, y Cayo, perdida la esperanza de huir, se hizo matar por un esclavo. En los
días siguientes, tres mil de sus seguidores fueron estrangulados en la cárcel.

2. Mario y el movimiento popular de finales del siglo II a.C.

La oligarquía, tras la muerte de Cayo Graco, recuperó momentáneamente las


riendas del poder, pero desperdició su fuerza en una estéril y mediocre reacción, que
se vería muy pronto comprometida por el deterioro de la situación exterior, que, al
mezclarse con los problemas internos, adormecidos, pero no resueltos, daría un nuevo
impulso a la crisis política.
El orden político establecido por el gobierno romano en África tras la
destrucción de Cartago se apoyaba en el reino cliente de Numidia, que tras la muerte
del rey Micipsa, viejo aliado de los romanos, fue dividido para solventar las
desavenencias entre los tres herederos. Uno de ellos, Yugurta, escudado en las
excelentes relaciones personales que mantenía con miembros de la aristocracia
senatorial y decidido a reconstruir el reino como único gobernante, se lanzó a una
despreocupada política de afirmación personal, que culminó en el asalto a la ciudad de
Cirta, donde se había refugiado uno de sus oponentes, y en la masacre de sus
habitantes, entre los que se encontraba gran número de comerciantes itálicos allí
instalados.
La respuesta militar por parte romana era inevitable, pero el desafortunado
tratamiento del problema por el senado, preso entre sus miopes intereses y el
insensato juego de sus rivalidades internas, por una parte, y el comportamiento
ambiguo de los generales durante la campaña, por otra, llevaron a la eternización de la
guerra sin ningún resultado militar concreto. Finalmente, en el 109, bajo la presión de
una opinión pública exasperada, se hizo cargo de las operaciones Quinto Cecilio
Metelo, un genera experimentado que incluyó en su estado mayor a Cayo Mario.
Mario, oriundo del municipio latino de Arpinum, iba a utilizar en provecho propio
la impaciencia y la frustración de los grupos que, en Roma, consideraban ya
demasiado larga la guerra. Y con el desprestigio de la gestión de Metelo y una bien
cultivada popularidad entre la plebe y los soldados logró no sólo su elección como
cónsul para el 107 a.C. sino que se le asignase la dirección de la guerra.
Ante las dificultades concretas en el reclutamiento de las fuerzas necesarias
para la campaña, Mario emprendió un paso de decisiva importancia: aceptar como
voluntarios a proletarii y capite censi, es decir, ciudadanos romanos sin los recursos
económicos mínimos para ser considerados propietarios (adsidui) y, en consecuencia,
aptos para el servicio militar. A partir de entonces, fueron desapareciendo del ejército
los propietarios, sustituidos por proletarios, individuos sin una ocupación fija en la vida
civil, para quienes la milicia representaba una salida a sus problemas económicos: era
el nacimiento del ejército profesional. Pero el general introdujo también en el ejército
reformas tácticas y organizativas, que le dieron un mayor valor combativo: articulación
de la unidad táctica, la legión, en diez cohortes, con la consiguiente mejora en la
capacidad de maniobra, unificación y modernización del armamento, cultivo entre la
tropa de espíritu de cuerpo, introducción de una rígida disciplina y sometimiento de los
soldados a continuos y duros entrenamientos.
Con un ejército así, en apenas un año, Mario liquidó el problema de África
llevando a Yugurta a Roma cargado de cadenas. Mario no sólo fue honrado con el
triunfo sino que obtuvo la magistratura consular por segunda vez, en una coyuntura
exterior amenazadora que iba a poner a prueba de nuevo sus dotes de mando: las
incursiones de tribus germánicas en territorio romano.
Una emigración masiva desde sus sedes en la Europa septentrional había
desplazado, desde unos años antes, a cimbrios y teutones hasta las mismas fronteras
de Italia, ante la impotencia romana. La amenaza de una invasión se hizo más
angustiosa e inmediata tras la derrota en el año 105 de los dos cónsules romanos en
Arausio (Orange), junto al Ródano. En una coyuntura así, la presión popular logró para
Mario su reelección como cónsul, año tras año, cuatro veces consecutivas (104-101
a.C.). Con un ejército concienzudamente entrenado, Mario logró conjurar el peligro
germano en dos decisivas batallas en Aquae Sextiae (Aix-en-Provence) y Vercellae. El
general, convertido en héroe, fue saludado como nuevo fundador de Roma y padre de
la patria.
Era un momento especialmente favorable para intentar desde la plataforma
popular minar el poder de la nobilitas. El protagonista iba a ser en esta ocasión Lucio
Apuleyo Saturnino, apoyado en la alianza con Mario, que, por su parte, necesitaba
obtener para sus veteranos tierras de cultivo que les permitieran reintegrarse en
condiciones favorables a la vida civil.
Desde la plataforma del tribunado de la plebe, Saturnino propuso una serie de
medidas, entre las que se contaba la propuesta de distribución de tierras cultivables en
beneficio de los veteranos del ejército de Mario. Su aprobación convenció a Mario de
la oportunidad de mantener la alianza con Saturnino. Pero, mientras tanto, la nobilitas
no permanecía inactiva, estrechando filas para intentar un ataque frontal contra los
dirigentes populares. En las elecciones para el año 99, en una atmósfera irrespirable
por los odios personales, las rivalidades de facciones y los contrastes entre asamblea
popular y senado, el asesinato de uno de los candidatos al consulado tuvo ante la
opinión pública el efecto de un revulsivo; la nobilitas aprovechó la oportunidad que los
propios demagogos le ofrecían y obligó a Mario, como cónsul, a restablecer el orden,
decretando el estado de excepción (senatusconsultum ultimum ). Mario, ante la difícil
alternativa de faltar a sus deberes o cargar contra sus antiguos aliados, optó por la
segunda. Senadores y caballeros, secundados por la plebe urbana, se lanzaron, bajo
la dirección de los magistrados, contra el Capitolio, donde se habían hecho fuertes
Saturnino y sus compañeros. Mario no pudo impedir su linchamiento y, con el pretexto
de una misión diplomática en Oriente, abandonó Roma.
El movimiento popular de finales del siglo II introdujo en la crisis republicana un
nuevo elemento de vital importancia: la inclusión del ejército en los problemas de
política interior. El problema de los repartos de tierra, suscitado por los Gracos, fue
ahora asumido por el ejército proletario rural, que se separó cada vez más de las
reivindicaciones de la plebe urbana, insensible a la cuestión de la tierra. Pero Mario,
que había creado con el ejército proletario un nuevo factor de poder, no entrevió sus
consecuencias, al reaccionar en el último instante más como senador que como jefe
revolucionario. En todo caso, el nuevo instrumento sería decisivo para la posterior
evolución de la crisis.

3. La guerra de los aliados

Tras los tumultos del año 100, la ficticia concordia que había unido a los
optimates ante el peligro común, volvió a deshacerse en las tradicionales luchas de
facciones, que utilizaron para combatirse el arma de los procesos políticos, tan
ridículos como estériles. Débil y corta de miras, la clase dirigente no fue capaz de
atajar la crisis de estado ni restaurar una unidad de criterio. Esta impotencia generó
una postura reaccionaria, decidida a defender, por comodidad y egoísmos privados,
los viejos privilegios contra cualquier intento renovador.
Pero el senado no podía dar la espalda a los problemas más evidentes, que,
paralelos a sus rencillas internas, amenazaban con comprometer la estabilidad del
estado y la integridad del imperio. Uno de ellos era la cuestión de los aliados itálicos.
En la década de los 90, la mayoría de los aliados itálicos era consciente de que
la adquisición de la ciudadanía romana constituía el único expediente efectivo para
asegurar la igualdad de tratamiento dentro del sistema político romano. Por el
contrario, desde el plano romano, la plebe rústica y urbana no estaba dispuesta a
repartir unos privilegios que creía exclusivos; los grupos ecuestres temían la
competencia de los negotiatores itálicos; la clase política, en fin, no deseaba poner en
peligro el control de poder en las asambleas con un incremento del número de
ciudadanos.
En el año 91, un tribuno de la plebe, Livio Druso, consciente de que la única
solución posible, a corto o largo plazo, era la inclusión de los itálicos en el cuerpo
ciudadano, trató de hacer aprobar sin éxito una ley de ciudadanía; pocos días
después, sucumbía ante el umbral de su casa a manos de un desconocido asesino.
La eliminación de Druso supuso para los dirigentes aliados la pérdida de la
última posibilidad de diálogo con el estado romano. La rebelión de los aliados, también
conocida con el equívoco término de "guerra social" (de socii, "aliados"), no se
extendió a todas las comunidades itálicas. Oscos, umbros, etruscos y latinos
permanecieron fieles a Roma, lo mismo que las colonias del sur de Italia. En realidad,
el núcleo de la insurrección se encontraba en las regiones montañosas de Italia central
y meridional, de etnia sabelia y con organización tribal la mayoría de ellas. Geográfica
y estratégicamente, estas comunidades sabelias se aglutinaron en dos grupos, el
llamado marso, el más septentrional, extendido en el área central italiana, y el samnita,
en el sur de la península. Los insurgentes eligieron como cuartel general la ciudad de
Corfinium, que cambió su nombre por el de Italia, y se dieron una serie de
instituciones, aparentemente copiadas de la organización estatal romana: dos
cónsules, doce pretores y un senado de quinientos miembros. La virulencia de la
sublevación queda reflejada en los tipos de las monedas acuñadas por los rebeldes,
con el lema Italia, en las que se representaba al toro samnita corneando a la loba
romana.
La gran mayoría de los aliados había tomado las armas como último recurso,
frente a un estado que les negaba el derecho de integrarse en él, en pie de igualdad.
Era, precisamente en este hecho, donde se encontraba toda la debilidad de los
aliados, empujados a la trágica paradoja de destruir un estado en el que deseaban
integrarse. Pero, de todos modos, su potencial bélico representaba una fuerza
formidable: los recursos militares de Roma se habían basado de manera fundamental
en el material humano de estas comunidades, familiarizadas con las armas y las
tácticas romanas. Así, por muchos aspectos, la guerra presentaba las características
de un enfrentamiento civil, de italianos contra italianos, que, durante mucho tiempo,
habían combatido como compañeros, bajos las mismas enseñas y voces de mando.
Se trataba de una peligrosa innovación, que ya nadie se asustaría de repetir.
El estado romano reaccionó muy tarde ante la inminente guerra, ocupado en
problemas domésticos. De todos modos, Roma no se encontraba, frente a los itálicos,
en inferioridad de condiciones. Estaba rodeada de comunidades fieles, y sus recursos
eran superiores a los de los sublevados. Contra los cien mil hombres que alineó el
ejército federal, el estado romano opuso catorce legiones, apoyadas por tropas
auxiliares procedentes de África, Hispania y las Galias, en dos ejércitos,
encomendados a los respectivos cónsules, Rutilio Lupo y Lucio Julio César.
Las operaciones comenzaron, el año 90, en los dos frentes, marso y samnita,
con continuos fracasos para las armas romanas. Los resultados negativos de la guerra
convencieron al gobierno romano de que sólo cabía una solución política, que pasaba
por la aceptación de las demandas de los aliados: en el mismo año 90, el cónsul Julio
César ofreció la ciudadanía a todos los latinos y comunidades itálicas que aún no se
hubiesen levantado en armas (lex Iulia); al año siguiente, la lex Plautia Papiria acordó
la ciudadanía romana a todos los itálicos, con domicilio permanente en Italia, que lo
solicitaran ante el pretor urbano en el término de sesenta días; finalmente, la lex
Pompeia, emanada por Pompeyo Estrabón, cónsul en el año 89, otorgaba el escalón
previo a la ciudadanía, el derecho latino (ius Latii), a las comunidades de la Galia
Cisalpina.
Con estas concesiones, que en la práctica significaban la aceptación de todos
los itálicos en el cuerpo ciudadano romano, el movimiento se desmoronó, aunque
todavía quedaron, en los dos frentes, focos desesperados de resistencia. El cónsul
Pompeyo Estrabón, en el año 89, consiguió lentamente recuperar el Piceno y,
finalmente, someter Asculum. Mientras tanto, Sila, en el sur, tras recuperar las
ciudades de la Campania que habían caído en manos rebeldes, se internó en territorio
samnita, acorralando al enemigo en sus dos últimas plazas fuertes, Nola y Aesernia.
La guerra social significó la igualación jurídica de todos los habitantes de Italia,
provistos de las mismas prerrogativas políticas. Sus comunidades, en
correspondencia, abandonaron sus sistemas ancestrales de organización para
adaptarse a los módulos administrativos romanos, como municipia de ciudadanos
romanos. Pero el estado romano, cuyo territorio incluía ahora todo el territorio
peninsular al sur del Po, mantuvo su viejo carácter de ciudad-estado.

4. La guerra contra Mitrídates y el golpe de estado de Sila

Los problemas internos del estado romano, enfrentado a los aliados itálicos,
habían animado a Mitrídates VI, rey del Ponto, a extender por Asia Menor un
movimiento de resistencia antirromano para aumentar su influencia en la zona. El
desarrollo de los acontecimientos en Oriente exigía conducir una guerra en Asia, de la
que debía encargarse a uno de los cónsules del 88. Las elecciones consulares no
estuvieron libres de violencias y, en ellas, vencieron el optimate Quinto Pompeyo Rufo
y Lucio Cornelio Sila, a quien le corrrespondió en suerte la provincia de Asia y la
guerra contra Mitrídates.
En los comicios electorales se había destacado un tribuno de la plebe, Publio
Sulpicio Rufo, que trató de utilizar la magistratura, en la vieja línea de los Gracos, para
intentar lograr sus proyectos y para ello hubo de establecer alianzas con grupos
extrasenatoriales, que le ofrecieran, a cambio de concesiones interesadas, el apoyo
necesario para una acción efectiva. Las fuerzas a las que Sulpicio hubo de recurrir
estaban vinculadas a Mario, que deseaba la dirección de la guerra contra Mitrídates:
se trataba de grupos ecuestres y de comerciantes itálicos, con fuertes intereses
económicos en la provincia de Asia, así como veteranos del viejo general, que
deseaban servir de nuevo bajo su mando en una guerra que prometía sustanciosas
ganancias. Así, para sacar adelante sus propuestas de ley, Sulpicio hubo de incluir
otra, que transfería a Mario la dirección de la guerra contra Mitrídates.
La presentación de las propuestas dio lugar a disturbios callejeros, y los
propios cónsules intentaron suspender la asamblea con pretextos religiosos. Pero, tras
una violenta revuelta, las leyes fueron aprobadas. Sila abandonó Roma de inmediato
para ponerse al frente de su ejército, que asediaba Nola.
La reacción de Sila, ante el decreto popular que lo relevaba del mando,
constituye, sin duda, uno de los hitos decisivos en la historia de la República. Sacando
las consecuencias del proceso de profesionalización del ejército y de las relaciones de
clientela entre comandante y soldados, instó a las tropas a marchar contra Roma para
defender a su general y no dejarse arrebatar por otros soldados -los que, sin duda,
Mario reclutaría entre sus fieles- la gloria y riquezas que aguardaban en Asia. Y Roma
fue ocupada por el ejército de Sila.
Aunque dueño de Roma, Sila sólo tenía tiempo para asegurar su golpe de
mano con medidas de urgencia, ya que la grave situación en Asia exigía el inmediato
traslado de sus tropas a Oriente. Logró que el senado aboliera los proyectos legales
de Sulpicio y que el tribuno, con Mario y algunos de sus más destacados partidarios,
fuesen declarados enemigos públicos. Pero Sila no pudo impedir que, para el año 87,
fuese elegido cónsul, al lado del optimate Cneo Octavio, el demócrata Lucio Cornelio
Cinna, con claras simpatías hacia el grupo de Mario. Sila se limitó a exigir de los
cónsules, mediante solemne juramento, el respeto a las nuevas leyes y partió para
Asia.
Cinna no se consideró obligado a respetar el juramento, y la situación política
volvió al punto interrumpido por el golpe de estado. Su colega Octavio, apoyado por la
mayoría senatorial, expulsó a Cinna de Roma y le desposeyó de su magistratura. La
respuesta fue, de nuevo, militar. Ahora fue Cinna el que marchó contra Roma y su
entrada, al lado de Mario, estuvo acompañada de una sanguinaria revancha, en la que
cayeron destacados miembros de la nobilitas. Mario y Cinna se hicieron elegir
cónsules para el año 86, pero la muerte del viejo general demócrata, poco después,
dejó a Cinna como único beneficiario de una herencia política conquistada por la
fuerza.
Durante tres años (86-84), Cinna, investido ininterrumpidamente como cónsul,
intentó consolidar su posición con iniciativas económicas que contentaran a los grupos
heterogéneos a los que debía su poder. Pero Cinna también tenía que garantizarse,
con una política de conciliación, la colaboración del senado, que, aun débil e indeciso,
seguía controlando importantes resortes del aparato de estado. El precario edificio que
Cinna pretendía levantar, iba a desmoronarse, no obstante, ante la resuelta actitud de
Sila, decidido a derrocar el régimen, que, mientras tanto, resolvía la guerra en Oriente.
La dinastía que reinaba en el Ponto siempre había mantenido apetencias
expansionistas sobre Asia Menor. Desde que Mitrídates VI, hacia el 112, accedió al
trono del Ponto, su política exterior estuvo encaminada a engrandecer su reino hacia
el mar Negro, al norte, y hacia Anatolia, al oeste. Presentándose como libertador, el
rey del Ponto se hizo dueño de la provincia de Asia e instaló su cuartel general en
Éfeso. Allí dio la orden de eliminar a todos los itálicos residentes en la península, que
costó la vida, de creer a las fuentes, a 80.000 personas.
Dueño de Asia Menor, el siguiente objetivo era la ocupación de las islas del
Egeo, como paso previo a la Grecia continental. En Atenas, un demagogo, Aristión,
levantó a la población contra Roma y ofreció la ciudad a Mitrídates. Así, desde Atenas,
las fuerzas del Ponto extendieron su influencia a una parte de Grecia.
En estas circunstancias, Sila desembarcó en el Epiro y dedidió atacar
directamente Atenas, que logró ocupar en el 86. En una campaña muy dura, las
batallas de Queronea y Orcómenos de Beocia, en las que el ejército de Sila resultó
vencedor, decidieron la suerte de Grecia.
Mientras, el senado romano, a instancias de Cinna, decidió el envío de tropas,
al mando del cónsul Valerio Flaco, con el encargo oficial de combatir a Mitrídates, pero
también con el difícil cometido de intentar atraerse a las fuerzas de Sila e impedirle
que se beneficiara en exclusiva de la hipotética victoria. Se produjo, sin embargo, el
efecto contrario: las tropas de Valerio empezaron a pasarse a Sila, por lo que el cónsul
decidió abandonar Grecia, donde ya no quedaba ningún objetivo pendiente, e iniciar
operaciones contra Mitrídates en el Bósforo y Asia Menor. Pero un motín de las tropas
acabó con su vida y el mando pasó a su lugarteniente, Flavio Fimbria.
En una afortunada campaña contra las fuerzas de Mitrídates en Asia Menor,
Fimbria logró apoderarse de Pérgamo. Desde allí ofreció su colaboración a Sila, que
ignoró la oferta, decidido a conseguir una victoria en solitario. Y así, mientras Fimbria,
decepcionado, seguía combatiendo con éxito a Mitrídates, Sila aprovechó astutamente
los triunfos ajenos para forzar al rey del Ponto a una capitulación. El encuentro entre
Sila y Mitrídates tuvo lugar, en la primavera del 85, en Dárdanos: el vencido rey aceptó
retirarse de todos los territorios ocupados, devolver los prisioneros, entregar parte de
la flota y pagar una indemnización de guerra.
No le fue difícil a Sila convencer a los soldados de Fimbria de que desertaran y
se pasaran a sus filas. Fimbria, abandonado, hubo de suicidarse. En cuanto a la
reorganización de Asia, los dictados de Sila, enérgicos y duros, hicieron de la provincia
la verdadera perdedora del conflicto. Librada a la rapiña de los soldados y cargada con
pesados impuestos y contribuciones, ofreció a Sila los recursos necesarios para
garantizarse la fidelidad de un ejército enfervorizado, con el que, a comienzos del 83,
se dispuso a invadir Italia.

5. La dictadura de Sila

La evolución de los acontecimientos en Oriente derrumbó las últimas


esperanzas de un compromiso con Sila y obligó al gobierno de Cinna a plantearse la
cuestión de la defensa de Italia. Muerto Valerio, Cinna se dio, para el año 84, como
colega de consulado, a Cneo Papirio Carbón y comenzaron a disponerse los efectivos
bélicos.
Mientras, Sila se preparaba el retorno con una activa e inteligente campaña de
propaganda, con la que se atrajo a un buen sector del senado. Algunos senadores se
dispusieron incluso a defender activamente su causa y reunieron tropas adictas entre
sus clientelas para ponerlas a su servicio. Cinna y Papirio encontraron serias
dificultades en sus preparativos de defensa. Cuando Cinna, en Ancona, se preparaba
a embarcar sus tropas para enfrentarse a Sila al otro lado del Adriático, un motín
acabó con su vida. Papirio Carbón quedó como único cónsul.
En la primavera del año 83, desembarcó Sila en Brindisi, al frente de un ejército
veterano, enriquecido y absolutamente leal, con el que no tardó en barrer la resistencia
que, en el sur de la península, los dos cónsules opusieron a su avance. Italia, después
de la trágica rebelión de los aliados, iba a sufrir los horrores de una guerra civil, que se
prolongaría a lo largo de casi dos años. Finalmente, en la primavera del 82, Sila entró
en Roma. El último y desesperado intento de ofrecer resistencia a SIla tuvo como
escenario la Porta Collina, muy cerca de Roma, donde cayeron cerca de 40.000
itálicos. Sila era ahora el dueño del estado.
Cuando Sila entró en Roma, la ciudad no tenía gobierno legal. Para poner de
nuevo en marcha la máquina del estado y reformar sus instituciones, el vencedor
creyó necesario recurrir a una magistratura extraordinaria, que estaba en desuso
desde hacía mucho tiempo, la dictadura, aunque sin limitación en el tiempo ni en las
prerrogativas. Una ley, aprobada por la asamblea, dio a Sila el poder real de dictador
“para la promulgación de las leyes y la organización del estado” (dictator legibus
scribundis et rei publicae constituendae). De todos modos, Sila decidió respetar las
instituciones tradicionales y permitió que los comicios eligieran a los correspondientes
cónsules, aunque entre sus candidatos.
Sólo entonces celebró Sila un impresionante triunfo por su victoria sobre
Mitrídates, en el que fue saludado como salvador y padre de la patria. La asamblea
popular le decretaría más tarde el sobrenombre oficial de Felix, estatuas y juegos en
su honor. Con ello, se prestigiaba y envolvía con carácter sobrehumano a quien
pretendía una restauración de la res publica .
Pero esta restauración debía pasar previamente por el capítulo de las medidas
punitivas. El largo período de la guerra civil convenció al dictador de que sólo la
liquidación física del enemigo serviría de sólido cimiento a la estabilización. Es cierto
que, bajo la discutible justificación política, en muchos casos, sólo se escondían
motivos personales, ambición, venganza o sadismo. La impunidad, que esta voluntad
de venganza del dictador daba a sus partidarios, sumió a Roma en tal atmósfera de
terror e inseguridad que el senado se atrevió a pedir a Sila los nombres de los
perseguidos. El arbitrio de los primeros días se reglamentó así mediante proscriptiones
o listas públicas de enemigos del régimen, a los que se tachaba de la comunidad civil:
sus cabezas eran puestas a recompensa; se confiscaban sus bienes, y sus
descendientes eran señalados con la infamia y la pérdida de sus derechos civiles. El
control era sólo aparente, puestos que las listas fueron alargadas a discreción por
venganzas personales o simple codicia. La mayor parte de las víctimas pertenecían al
orden senatorial o ecuestre, es decir, a la clase dirigente; sus bienes, subastados a
precios ridículos, proporcionaron sustanciosos beneficios a los partidarios de Sila.
Más allá de las represalias, era necesario recompensar a los partidarios y, en
especial, a los veteranos de su ejército, deseosos de recibir un lote de tierra para
convertirse en propietarios, de acuerdo con las tendencias nacidas en el nuevo ejército
proletario profesional. Sila asentó a más de 120.000 hombres en tierras cultivables a lo
largo de Italia, en la forma de distribuciones individuales o colonias de veteranos.
A continuación, Sila se dispuso a emprender las reformas del estado, que
afectarían a magistraturas y sacerdocios, a la vida provincial y al campo del derecho,
bajo el principio de intentar un aumento y fortalecimiento del poder del senado,
mediante el restablecimiento de la constitución tradicional.
En el largo período de disturbios civiles, el senado había quedado reducido a la
mitad de sus miembros, pero, sobre todo, había sufrido una progresiva pérdida de
autoridad. Sila comenzó por elevar a seiscientos el número de senadores, duplicando
su número tradicional, y devolvió a la Cámara sus tradicionales poderes. En cuanto a
las magistraturas, una lex Cornelia de magistratibus precisó el orden en el que debían
revestirse los cargos, la edad mínima y el intervalo temporal de investidura entre cada
magistratura y la siguiente. En consonancia con el incremento de competencias del
senado, Sila elevó a ocho el número de pretores y a veinte el de cuestores. La
magistratura del tribunado de la plebe, que, en los últimos tiempos, se había
manifestado tan peligrosa para la estabilidad del régimen oligárquico, sufrió una
drástica restricción de sus poderes: volvió a requerirse la previo autorización del
senado para toda propuesta de ley tribunicia, pero, sobre todo, la investidura del
tribunado incapacitaba para ejercer cualquier otra magistratura.
En el campo de la administración provincial, la lex Cornelia de provinciis
ordinandis intentó, sobre todo, proteger al régimen senatorial de la formación de
complejos de poder duraderos en las provincias y de la amenaza de ejércitos
personales. Entre sus cláusulas, se establecía que, en el futuro, los magistrados
dotados de imperium -los dos cónsules y los ocho pretores- cumplirían su mandato
anual en Roma, y, sólo después, como procónsules o propretores, serían encargados
del gobierno de las provincias. La correspondencia de diez magistrados con otro tanto
número de provincias parecía facilitar esta norma, evitando prórrogas en el mando y,
en consecuencia, la posibilidad de una afirmación de poder en el ámbito provincial.
En esta dirección, una minuciosa lex de maiestate, al tiempo que dictaba
medidas punitivas contra lesiones al orden establecido por Sila, restringía la capacidad
de maniobra de los gobernadores provinciales: a la prohibición de entrar en Italia (cuya
frontera señalaba el río Rubicón) a la cabeza de un ejército, se añadía la de traspasar
con tropas el límite de la provincia que les hubiese sido encomendada, sin expreso
mandato del senado. Pero las necesidades de política exterior obligarían al senado a
autorizar continuas excepciones, en forma de comandos extraordinarios, ofreciendo,
con ello, a cualquier caudillo ambicioso la posibilidad de concentrar mayor poder.
La total reorganización del estado y de la sociedad, perseguida por Sila, se
completó con una minuciosa legislación, que atañía a los más diversos ámbitos:
composición y nombramiento de los colegios sacerdotales, leyes contra el lujo y la
inmoralidad, medidas financieras para incrementar los recursos del estado, abolición
de los repartos de grano a la plebe, reforma de las asambleas populares...
Esta ingente obra fue cumplida por Sila en apenas dos años y fue culminada
con una sorprendente decisión: a comienzos del año 79, el dictador abdicó de todos
los poderes públicos y se retiró, como ciudadano privado, a Puzzoli, en el golfo de
Nápoles, donde le sorprendió la muerte al año siguiente.
La enigmática personalidad de Sila ha generado en la investigación
controvertidos juicios sobre la significación de su obra. Frente a aquellos que le
consideran un político reaccionario, que, como campeón de la oligarquía, trató de
reconstruir y fortalecer el gobierno aristocrático contra la agitación popular, otros
subrayan sus rasgos personalistas, viéndolo como modelo de dictador militar, guiado
sólo por el ansia de concentrar un poder absoluto.
La obra de Sila no puede separarse de la política contemporánea y de la
evolución de la crisis republicana. Aunque con medios audaces, el orden impuesto por
Sila hunde sus raíces en el reformismo conservador, nacido en la década de los 90,
que pretendía, entre concesiones y hechos consumados, devolver al senado la
tradicional autoridad de la nobilitas . Pero el rígido orden sistemático de su obra
constitucional no podía eliminar las causas profundas de una crisis política y social que
estaba destruyendo la República. Y de esa crisis, Sila era precisamente uno de sus
factores esenciales. Devolvió a una oligarquía, incapaz de hacer frente a los
problemas del imperio, el control del estado, pero no logró atajar el problema
fundamental, los personalismos y las ambiciones individuales de poder. Por ello, ya no
dejaría de pesar nunca sobre la res publica el peligro de una dictadura militar, que el
propio Sila había dado a conocer.

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José Manuel Roldán Hervás

1. Los comandos extraordinarios de Pompeyo

La muerte del dictador Sila abre en Roma un período de treinta años, que
contempla la transformación del régimen republicano aristocrático en una autocracia
militar.
Sila había dejado al frente del estado una oligarquía, en gran parte, recreada
por su voluntad, a la que proporcionó los presupuestos constitucionales necesarios
para ejercer un poder, indiscutido y colectivo, a través del senado. Pero el senado
recreado por Sila había nacido ya debilitado: muchos miembros de las viejas familias
de la nobleza habían desaparecido en las purgas de los sucesivos golpes de estado;
buena parte de los que ahora se sentaban en sus escaños eran arribistas y mediocres
criaturas de Sila. Y este débil colectivo hubo de enfrentarse a los muchos ataques,
lanzados contra el sistema por elementos perjudicados o dejados de lado por el
dictador en su reforma. Desde el foro o desde los tribunales, se lanzaban críticas
contra un gobierno del que se dudaba su legitimidad, por representar sólo los intereses
de una estrecha oligarquía, de una camarilla restringida, la factio paucorum.
A estos ataques desde dentro, vinieron a sumarse graves problemas de política
exterior, precariamente resueltos durante la dictadura silana. El gobierno senatorial,
incapaz de hacer frente a estas múltiples amenazas, hubo de buscar una ayuda
efectiva, que sólo podía proporcionar quien estuviese en posesión del poder fáctico, es
decir, de la fuerza militar. Y así, se vio obligado a recurrir a los servicios de un joven
aristócrata, que disponía de estos medios de poder, Cneo Pompeyo.
Pompeyo era hijo de uno de los caudillos de la guerra social, Pompeyo
Estrabón, y había heredado la fortuna y las clientelas personales acumuladas por su
padre, que puso al servicio de Sila. Con un ejército privado participó en la guerra civil y
en la represión de los elementos antisilanos en Sicilia y África. Sila premió sus
servicios con el sobrenombre de "Magno" y el título de imperator. Su poder y autoridad
significaban una evidente contradicción con las disposiciones de Sila; sus ambiciones
políticas, una latente amenaza para el dominio del régimen que el dictador pretendía
instaurar.
La precipitada retirada de Sila estuvo seguida por un bronco desafío al sistema:
campesinos desposeídos, proscritos y víctimas de las confiscaciones nutrieron, de
inmediato, dos focos de resistencia, dirigidos, respectivamente, por Lépido, en Italia, y
Sertorio, en Hispania. Y el régimen silano, impotente para sofocarlos, hubo de solicitar
la ayuda de Pompeyo.
En el año 78, Etruria, una de las regiones más perjudicadas por las
confiscaciones de Sila, se rebeló. El senado dio órdenes a los cónsules de aplastar el
levantamiento, pero uno de ellos, Emilio Lépido, se unió a los sublevados. Las fuerzas
de Catulo, el otro cónsul, eran insuficientes para dominar la situación, por lo que se
decidió adscribirle, como lugarteniente, a Pompeyo, que en esos momentos era un
simple ciudadano privado, sin cualificación legal para dirigir tropas. Catulo y Pompeyo
derrotaron a Lépido, pero no pudieron impedir que una parte del ejército vencido, a las
órdenes de Marco Perpenna, huyera hacia Hispania para unirse a las fuerzas de otro
rebelde al régimen silano, Quinto Sertorio.
Quinto Sertorio, lugarteniente de Mario, tras un largo y accidentado peregrinaje,
logró, en el curso del año 80, con un pequeño ejército de exiliados romanos y con el
apoyo de contingentes lusitanos hacerse fuerte en Lusitania. Con contingentes
lusitanos, a los que entrenó en las tácticas de la guerrilla, formó un estimable ejército y
se abrió camino en el interior de la Meseta. La sublevación alcanzó tales proporciones
que Sila decidió enviar contra Sertorio a su colega de consulado, Metelo Pío, sin
resultados positivos. Muerto el dictador, la gravedad de la situación obligó a recurrir de
nuevo al joven Pompeyo, que fue enviado a Hispania con un imperium proconsular
para someter la sublevación.
Hasta la llegada de Pompeyo, en la primavera del año 76, Sertorio había tenido
tiempo de ordenar el extenso y heterogéneo territorio bajo su control -la mayor parte
de la Citerior, de la Lusitania al Ebro, con algunas plazas de la costa levantina-, con
medidas hábiles. Entre ellas, se contaban la creación de un antisenado con exiliados
romanos, el entrenamiento de los indígenas en tácticas romanas e, incluso, la
fundación de una escuela en Osca (Huesca) para la educación romana de los hijos de
la aristocracia indígena.
La conjunción de Pompeyo y Metelo permitió reconquistar la costa oriental y, a
partir del año 74, el asalto al núcleo de resistencia de Sertorio, la Celtiberia. Tras dos
años de lucha sin cuartel, una vasta conjura de sus más cercanos colaboradores,
dirigida por Perpenna, acabó con la vida de Sertorio en el año 72 Mientras Metelo
regresaba a Roma, Pompeyo permaneció aún unos meses en la península. Sometió
los últimos focos de resistencia y llevó a cabo una reorganización de la administración
del país, con medidas que extendieron su prestigio y poder personal.
Durante la ausencia de Pompeyo, el gobierno senatorial se había visto
enfrentado a un buen número de dificultades. A los continuos ataques a su autoridad
por parte de elementos populares, vino a sumarse, desde el año 74, la reanudación de
la guerra en Oriente contra Mitrídates del Ponto y, poco después, una nueva rebelión
de esclavos en Italia, de proporciones gigantescas.
En una escuela de gladiadores, en Capua, surgió, en el verano del 73, un
complot de fuga guiado por Espartaco, un esclavo de origen tracio. El cuerpo de
ejército, enviado para someter a los fugitivos, se dejó sorprender y derrotar, lo que
contribuyó a extender la fama de Espartaco. Al movimiento se sumaron otros
gladiadores y grupos de esclavos hasta constituir un verdadero ejército, que extendió
sus saqueos al interior de la Italia meridional.
El gobierno de Roma consideró necesario enviar contra Espartaco a los propios
cónsules. Espartaco logró vencerlos por separado y se dirigió hacia el norte para
ganar la salida de Italia a través de los Alpes. Sin embargo, por razones desconocidas,
la muchedumbre obligó a Espartaco a regresar de nuevo al sur. En Roma, las noticias
de estos movimientos empujaron al gobierno a tomar medidas extraordinarias: un
gigantesco ejército, compuesto de ocho legiones, fue puesto a las órdenes del pretor
Marco Licinio Craso, un miembro de la vieja aristocracia senatorial, partidario de Sila,
que se había hecho extraordinariamente rico con las proscripciones y que luego
aumentó su fortuna con distintos medios hasta convertirse en dueño de gigantescos
resortes de poder .
En la conducción de la guerra contra los esclavos, Craso prefirió no
arriesgarse: ordenó aislar a los rebeldes en el extremo sur de Italia, mediante la
construcción de un gigantesco foso, para vencerlos por hambre, lo que obligó a
Espartaco a aceptar el enfrentamiento campal con las fuerzas romanas. El ejército
servil fue vencido y el propio Espartaco murió en la batalla. Sólo un destacamento de
5.000 esclavos consiguió escapar hasta Etruria, a tiempo para que Pompeyo, que
regresaba de Hispania, pudiera participar en la masacre y robara a Craso el mérito
exclusivo de haber deshecho la rebelión.
La liquidación contemporánea de dos graves peligros para la estabilidad de la
res publica -las rebeliones de Sertorio y Espartaco- habían hecho de Pompeyo y Craso
los dos hombres más fuertes del momento. El odio que mutuamente se profesaban no
era obstáculo suficiente para anular una cooperación temporal para obtener juntos el
consulado, con el apoyo de reales y efectivos medios de poder, lo que efectivamente
consiguieron para el año 70. Desde él, se consumaría el proceso de transición del
régimen creado por Sila. Las reformas que introdujeron dieron nuevas dimensiones a
la actividad política en Roma. Una lex Licinia Pompeia restituyó las tradicionales
competencias del tribunado de la plebe. Pero estos tribunos ya no actuarían a
impulsos de iniciativas propias, en la tradición del siglo II, sino como meros agentes de
las grandes personalidades individuales de la época y, en concreto, de Pompeyo. Con
el concurso de estos agentes y como consecuencia de graves problemas reales de
política exterior, Pompeyo lograría aumentar, en los años siguientes, su influencia
sobre el estado.
Era uno de estos problemas la extensión de la piratería en el Mediterráneo. Los
piratas, desde sus bases en el sur de Asia Menor y en Creta hacían peligrar el normal
desarrollo de las actividades comerciales marítimas. Tras continuos y clamorosos
fracasos, la opinión pública, a finales de los años 70, estaba especialmente
sensibilizada ante el problema de la piratería y clamaba por su definitiva solución. Pero
esta solución pasaba por la creación de un comando extraordinario sobre importantes
fuerzas, en manos de un general experimentado. Un agente de Pompeyo, el tribuno de
la plebe Aulo Gabinio, presentó, en enero del 67, una propuesta de ley (lex Gabinia),
que establecía la elección de un consular -evidentemente, Pompeyo-, dotado de
gigantescos medios, para la lucha contra la piratería. El senado se opuso lógicamente
a la propuesta, pero la ley fue aprobada. La campaña, que apenas duró tres meses,
fue un éxito. Esta fulminante acción era la mejor propaganda para nuevas
responsabilidades militares, que sus partidarios en Roma ya preparaban para él para
conducir la lucha contra el viejo enemigo de Roma, Mitrídates del Ponto.
La precaria paz firmada por SIla con Mitrídates era apenas una tregua, que el
rey del Ponto decidió olvidar de inmediato. Con el apoyo de su yerno, Tigranes de
Armenia, creó en Asia Menor un complejo de poder, que sólo esperaba el momento
favorable para una nueva ofensiva. Cuando murió el rey de Bitinia, Nicomedes IV, y
los romanos, siguiendo los expresos deseos del monarca, convirtieron el reino en
provincia. Mitrídates se apresuró a invadir Bitinia, y el senado se vio obligado a
reanudar la guerra.
En las operaciones de esta tercera guerra mitridática (74-64), el gobernador de
Asia, Lúculo, logró no sólo reconquistar Bitinia, sino invadir el Ponto, lo que obligó a
Mitrídates a buscar refugio en Armenia, junto a su yerno Tigranes (72). En el año 69,
Lúculo invadió el reino de Tigranes y se apoderó de la nueva capital de Armenia,
Tigranocerta. Pero cuando intentó proseguir su avance hasta el corazón del reino, sus
soldados se negaron a seguirle (68). Ante la impotencia de Lúculo, Mitrídates y
Tigranes reagruparon sus fuerzas y lograron recuperar sus posesiones.
Los agentes de Pompeyo aprovecharon la magnífica ocasión que ofrecía este
fracaso. Un tribuno de la plebe, Cayo Manilio, presentó, en enero del 66, una ley por la
que se encargaba a Pompeyo la conducción de la guerra contra Mitrídates, con una
concentración de poderes insólita y al margen de la constitución. Aunque la facción
más recalcitrante del senado se opuso con todas sus fuerzas, la ley fue finalmente
aprobada.
En la conducción de la guerra, Pompeyo logró aislar al enemigo de cualquier
ayuda exterior y logró convencer al rey de Partia, Fraartes III, de que invadiera
Armenia por la retaguardia, mientras él atacaba a Mitrídates. Vencido, el rey del Ponto
se retiró a sus posesiones del sur de Rusia, pero una revuelta de su propio hijo,
Farnaces, le obligó a quitarse la vida (63). Vencido Mitrídates, Pompeyo invadió
Armenia. El rey Tigranes se rindió al general romano, que convirtió Armenia en estado
vasallo frente al reino de los partos. A continuación, Pompeyo creyó conveniente
anexionar los últimos jirones del imperio seléucida, entre el Mediterráneo y el Éufrates,
convirtiéndolos en la provincia romana de Siria (64).
La frontera meridional de la nueva provincia obligó a Pompeyo a prestar
atención al estado judío, entre el desierto sirio y el mar. En Palestina tenía lugar una
guerra fratricida entre los dos príncipes de la dinastía asmonea, Hircano y Aristóbulo.
Ambos pretendientes intentaron atraerse a Pompeyo, que se decidió por el menos
peligroso, Hircano. Pero los partidarios de Aristóbulo se hicieron fuertes en Jerusalén,
y Pompeyo hubo de asaltar la ciudadela, donde se hallaba el Gran Templo, que fue
profanado con la presencia romana. Palestina fue convertida en estado tributario de
Roma, bajo el gobierno del sumo sacerdote, Hircano (63).
Se abría ahora ante Pompeyo la ingente obra de reorganización de los
territorios conquistados, que fue completada con una revitalización de la vida municipal
en las provincias romanas y con la creación de más de tres docenas de nuevos
centros urbanos en Anatolia y Siria.
Concluida la guerra y asentado el dominio romano en Oriente sobre nuevas
bases, Pompeyo, con un ejército fiel y con las numerosas clientelas adquiridas, se
disponía a regresar a Roma como el hombre más poderoso del imperio.
Mientras, en Roma acababa de abortarse, gracias al cónsul Cicerón, un
descabellado golpe de estado dirigido por un intrigante silano, Catilina. El senado,
creyéndose fuerte después de haber conjurado el peligro con sus solas fuerzas, se
atrevió a negar a Pompeyo, que acababa de regresar a Italia, la ratificación de sus
medidas en Oriente y la concesión de tierras cultivables a sus veteranos.
Pompeyo nunca pensó en enfrentarse o cambiar un régimen en el que
pretendía integrarse como primera figura. Su idea dominante era ejercer un
"patronato" sobre el estado, gracias a sus méritos militares, y ser reconocido, en el
seno del gobierno senatorial, como princeps, es decir, como el primero y más
prestigioso de sus miembros. En consecuencia, decidió reintegrarse al juego político, a
través de una cooperación con la nobilitas, para conseguir sus dos inmediatas
aspiraciones: la ratificación de las medidas políticas tomadas en Oriente y la
asignación de tierras cultivables para sus veteranos. Pero, fuera de honores vacíos -la
celebración de un fastuoso triunfo por su victoria sobre Mitrídates-, no logró arrancar
del senado, a lo largo de su primer año de reintegración a la vida civil, determinaciones
concretas sobre los estos acuciantes problemas.
La resuelta actitud del senado y, en concreto, de la factio dirigida por un
intransigente optimate, M. Porcio Catón, no le dejaban otra alternativa que el retorno a
la vía popular, intentando conseguir, a través de la manipulación del pueblo y de las
asambleas, lo que el senado le negaba. Desgraciadamente para Pompeyo, los
populares activos en Roma se agrupaban en las filas de su enemigo Craso. Para
superar este callejón sin salida, Pompeyo iba a contar con la valiosa ayuda de César.
C. Julio César, aristócrata de una rancia familia patricia, pero ligado por lazos
familiares a Mario, vio abortada su carrera política por el golpe de estado de Sila. La
oligarquía silana, lógicamente, tampoco le abrió las puertas, y César se convirtió en un
ferviente partidario de los ataques contra el régimen silano. En los años 60, el joven
político se esforzó por ganar popularidad, cultivando precisamente el recuerdo de
Mario, pero sin descuidar las relaciones, tanto con poderosos aristócratas, como con
las personalidades políticas del momento, esto es, con Pompeyo y Craso, entre los
que supo moverse con astuta prudencia. Así pudo iniciar la carrera de los honores,
que le llevó, tras el cumplimiento de las magistraturas edilicia y pretoria, al gobierno,
en el año 61, de la Hispania Ulterior, donde tras una victoriosa campaña contra los
lusitanos, las tropas le aclamaron como imperator, lo que le daba derecho a los
honores del triunfo. A mediados del año 60, Julio César regresaba a Roma para
presentarse a las elecciones consulares, pero su trayectoria política, inequívocamente
popular y de abierta oposición al senado, le hacían esperar una feroz resistencia de
los optimates a su candidatura.
También Craso, por su parte, había fracasado en los proyectos que había
emprendido para crearse una base de poder, como el de la concesión de la
ciudadanía romana a los habitantes de la Transpadana o el intento de ser nombrado
magistrado extraordinario para transformar el reino de Egipto en provincia.
Por diferentes motivos, pues, tres políticos veían en peligro sus respectivas
ambiciones por la actitud del senado. Dos de ellos, Pompeyo y Craso estaban
enemistados; entre ambos, César, debía cumplir el papel de mediador. El acuerdo
efectivamente se logró, dando vida al llamado "primer triunvirato". En sí, el "triunvirato"
no era otra cosa que una alianza, una amicitia entre tres personajes privados, común
en la praxis política tradicional romana. Los tres aliados eran desiguales en cuanto a
los medios que podían invertir en la coalición: Pompeyo contaba con el apoyo de sus
veteranos; Craso, con su influencia en círculos senatoriales y, sobre todo, ecuestres,
pero, sobre todo, con el potencial de su fortuna; César, aunque con menos seguidores,
podía utilizar el poder que le otorgaría la magistratura consular. El pacto era
estrictamente político y con fines inmediatos: César, como cónsul, debía conseguir la
aprobación de las exigencias de Pompeyo y procurar facilidades financieras a Craso y
los publicani que lo apoyaban. Para conseguirlos, era necesario que César alcanzase
la magistratura consular del 59. Y así ocurrió, aunque recibió como colega a un
recalcitrante optimate, Marco Calpurnio Bíbulo.
En primer lugar, era necesario atender a los compromisos de la alianza con
Pompeyo y Craso. Una primera lex agraria procedió a distribuciones de tierras de
cultivo en Italia para los veteranos de Pompeyo. Como César no podía esperar de la
alta cámara un dictamen favorable para el proyecto, decidió presentarlo directamente
ante la asamblea popular, manipulada y mediatizada por el peso de los veteranos, y la
ley fue aprobada. En adelante, el cónsul llevó ante los comicios los restantes
proyectos, incluso cuestiones de política exterior y de administración financiera,
competencias tradicionales del senado. De este modo, se obtuvo tanto la ratificación
de las disposiciones tomadas por Pompeyo en Oriente como beneficios para los
arrendadores de contratas públicas, ligados al círculo de Craso.
Contentados sus compañeros, César consideró llegado el momento de atender
a su propia promoción. En primer lugar, trató de fortalecer sus lazos con Pompeyo con
una alianza matrimonial, al ofrecerle como esposa a su hija Julia. A continuación,
presentó un segundo proyecto de ley agraria, destinado a aumentar su popularidad
entre las masas ciudadanas: en él, se contemplaba la distribución del ager Campanus,
las tierras más fértiles de Italia, entre 20.000 ciudadanos con más de tres hijos.
Finalmente, dio el paso decisivo para procurarse en los años siguientes una
posición real de poder y una fuerte clientela militar. Por medio del tribuno Vatinio, logró
de la asamblea que se le encargase el gobierno de la Galia Cisalpina y del Ilírico -las
costas occidentales del Adriático- durante cuatro años, con un ejército de tres
legiones. A estas provincias, César añadiría la Galia Narbonense, con una legión más.
Las tribus galas habían iniciado movimientos al norte de su frontera y César exageró
cuanto pudo el peligro que corría la provincia. El propio senado autorizó esta
asignación.
Finalizado el año de consulado, César dirigió su ejército hacia la Galia, donde
se desarrollaría el siguiente capítulo de su camino hacia la concentración del poder.

2. La conquista de la Galia

Desde el año 121, el estado romano se había asegurado, con la creación de la


provincia Narbonense, un territorio continuo de comunicación terrestre con las
provincias de Hispania. Pero las cambiantes condiciones políticas, al norte de sus
fronteras, y el creciente interés de los comerciantes romanos en un ámbito muy rico en
posibilidades, hacían de la Galia independiente una fuente de atención constante.
Su territorio, a ambos lados del Rin, estaba habitado por tribus muy populosas:
-aquitanos, arvernos, eduos, secuanos, senones, lingones, belgas y armóricos-, que
no constituían una unidad política. Gobernadas por aristocracias poderosas, sólo en
ocasiones establecían limitadas relaciones de amistad y clientela y, a menudo, se
encontraban enfrentadas entre sí. Para Roma, la situación no era tan amenazante
como para exigir medidas extraordinarias, pero el uso que César hizo de su imperium
llevó a la inclusión en el ámbito de dominio romano de amplios territorios de la Europa
occidental. El relato pormenorizado de esta conquista, debido al propio César -los
Commentarii de bello Gallico-, a pesar de su tendenciosidad, es, sin duda, una de las
obras clave de la literatura latina.
En las largas disputas por el dominio de la Galia central entre las tribus
indígenas, Roma había apoyado a los eduos, que, a finales de los años 60, vieron
peligrar esta hegemonía cuando otra tribu lindante, la de los secuanos, abrió las
hostilidades contra sus vecinos, confiada en la ayuda militar de Ariovisto, un jefe
germano del otro lado del Rin. Los eduos fueron vencidos. Lógicamente, los
derrotados eduos pidieron la ayuda de Roma, que apenas reaccionó con una
satisfacción diplomática. Los eduos, reconciliados con los secuanos, dieron desde
entonces a su política un curso antirromano.
A estos cambios políticos, vino a sumarse un tercer factor, que desataría la
intervención romana. Las tribus de los helvecios, desde el oeste de Suiza, se pusieron
en movimiento, huyendo de la presión germana, para buscar nuevos asentamientos al
otro lado de la Galia, junto al océano. En su camino, debían atravesar la provincia
romana. Pero César se negó rotundamente, temiendo que estos desplazamientos de
pueblos facilitasen nuevas penetraciones germanas. Tras repetidos e inútiles intentos
de lograr una solución pacífica, los helvecios decidieron utilizar las armas. Derrotados
por César en Bibracte (Mont Beauvray), hubieron de volver a sus territorios de partida.
Tras la solución del problema helvecio, las tribus galas solicitaron de César ayuda
contra Ariovisto. Se llegó a un encuentro en Belfort, donde los germanos fueron
derrotados y obligados a traspasar el Rin.
En el curso de tres años, la mayor parte de la Galia había sido sometida por
César. Pero la pesada mano de la dominación, las requisas y exigencias romanas
impulsaron a la rebelión de un buen número de las tribus recientemente sometidas. El
amplio arco de la rebelión obligó a César a desplegar sus tropas de Bretaña al Rin y la
campaña, a lo largo del 56, fue favorable a las armas romanas. Pero la temida
incursión de los germanos se materializó en el invierno del 56/55. Decidido a convertir
el Rin en frontera permanente entre galos y germanos, atacó sus campamentos por
sorpresa y los obligó a reganar la orilla derecha del río.
Sometidos los galos septentrionales y afirmado el flanco oriental renano, César
decidió, en el 55, una expedición contra Britania, cuyos verdaderos motivos se nos
escapan. La expedición, desde el punto de vista práctico fue inútil, pero se repitió al
año siguiente. Las tribus británicas, al menos nominalmente, reconocieron la
supremacía romana.
Pero la expedición a Britania iba a tener un corolario peligroso para la
estabilidad del dominio sobre la Galia. Las imposiciones romanas fueron un revulsivo
que aunó a la nobleza gala contra los odiados intrusos. El foco principal surgió en la
Galia central, donde el arverno Vercingétorix animó a las tribus vecinas a la rebelión.
Aclamado jefe del ejército federal galo, intentó la invasión de la Narbonense, pero
César se adelantó, llevando la guerra a sus territorios de la Arvernia. En la primavera
del 52, César inició operaciones en gran escala, que llevaron finalmente al asedio de
la capital de los arvernios, Gergovia. Vercingétorix logró acudir en auxilio de la ciudad
y venció a las fuerzas romanas, poniendo así en entredicho el mito de la invencibilidad
de César.
A continuación, el teatro de la guerra se trasladó al sur, a territorio secuano, y
tuvo como episodio culminante el sitio de Alesia, donde se hizo fuerte Vercingetorix.
Tras un largo mes de asedio, se llegó a la batalla decisiva: la aplastante victoria
romana obligó al jefe galo a capitular.
Sólo quedaba someter los últimos focos de resistencia en la Galia central y en
territorio de los belgas. Finalmente, en el año 51, la pacificación era un hecho. La
conquista de la Galia puso en manos de César un río de oro, que había de servir para
aumentar su prestigio, popularidad e influencia. Pero, sobre todo, contaba con un
medio de poder sin precedentes en la historia romana: una máquina militar, entrenada
y devota, con la que podía afrontar, sin miedo, cualquier coyuntura política en Roma.

3. La guerra civil

La proletarizada mayoría de los habitantes de Roma, con míseras condiciones


de vida, era un extraordinario caldo de cultivo para cualquier tipo de demagogia, en
manos de políticos sin escrúpulos que supiesen aprovechar sus necesidades y su
ignorancia. A comienzos de los 60, había surgido una nueva práctica, que muestra el
deterioro de la política interior y el creciente papel de estas masas ciudadanas: bandas
armadas, bajo la máscara de asociaciones de carácter religioso, profesional o incluso
político (collegia, sodalitates), dirigidas por un cabecilla, ofrecían sus servicios para
controlar las reuniones políticas o provocar disturbios en las asambleas o en la calle.
Fue Pompeyo el más afectado por esta nueva constelación política, obligado a
permanecer en Roma, en un ridículo papel: mientras su prestigio e influencia disminuía
en el senado, como consecuencia de su antinatural alianza con los populares, uno de
los más activos demagogos, Publio Clodio, sin duda, instigado por Craso, deterioraba
su imagen pública y se atrevía, incluso, a intentar asesinarlo a través de un esbirro.
Fue César, una vez más, quien cumpliría el papel de mediador para superar los
malentendidos entre Craso y Pompeyo y renovar, así, la coalición del 59. El encuentro
de los tres políticos tuvo lugar, en abril del 56, en una localidad de la costa tirrena,
Lucca, donde se ratificó la alianza, con una serie de acuerdos, dirigidos a fortalecer un
poder común y equivalente: Pompeyo y Craso debían investir conjuntamente el
consulado del año 55 y, a su término, obtener un imperium proconsular, de cinco años
de duración, sobre las provincias de Hispania y Siria, respectivamente; como es lógico,
también el mando de César debía ser prorrogado por el mismo período. La
preocupación conjunta por equilibrar la balanza del poder militar, el indispensable
elemento de control político, era manifiesta.
Efectivamente, Pompeyo y Craso obtuvieron su segundo consulado y, fieles a
la alianza, materializaron los acuerdos de Lucca. Tras finalizar el período de
magistratura, Craso marchó a Siria; Pompeyo, por su parte, prefirió permanecer en
Roma, cerca de las fuentes legales del poder, y gobernar Hispania a través de sus
legados.
Los acuerdos de Lucca habían significado para César la superación de un
grave problema: el de la supervivencia política para el día en que, agotado su
proconsulado, hubiera de enfrentarse en Roma a los ataques de sus adversarios. La
prórroga de mando hasta el 1 de marzo del 50 le daba margen suficiente para adquirir
prestigio, poder y riqueza, y, con ellos, presentarse de inmediato a las elecciones
consulares para el 49.
Sin embargo, el pacto quedaría en entredicho muy pronto por una serie de
imponderables, entre ellos, la muerte del tercer aliado, Craso. Desde Siria, Craso inició
una inútil y peligrosa campaña contra los partos: las graves equivocaciones militares
de esta campaña condujeron a un gigantesco desastre del ejército romano junto a
Carrhae, en Mesopotamia, donde Craso perdió la vida (9 de junio del 53).
El distanciamiento de César y la muerte de Craso pusieron a Pompeyo en una
difícil situación: tenía que demostrar su lealtad a las fuerzas senatoriales
anticesarianas, sin llegar a una ruptura irreversible con César. Los optimates,
conscientes de esta delicada situación, procuraron aprovecharla en su beneficio con
una atracción más decidida de Pompeyo a la causa del senado. El creciente deterioro
de la vida política en los años siguientes a Lucca ofreció el necesario pretexto. El
senado, falto de autoridad y sin un aparato de policía, se veía impotente para
mantener el orden en las calles. A comienzos del año 52, no había en Roma ni
cónsules ni pretores, mientras las bandas, que apoyaban a los diferentes candidatos,
en continuos encuentros callejeros, sumían a la ciudad en una atmósfera de terror y
violencia. El senado, atemorizado, decretó el estado de excepción y dio poderes a
Pompeyo, en su calidad de procónsul, para reclutar tropas en Italia con las que
restablecer el orden. Poco después, Pompeyo era propuesto como único cónsul
(consul sine collega).
Con los poderes de su peculiar magistratura, Pompeyo se dispuso a superar la
crisis de estado, con una activa legislación, en la que atendió, sobre todo, a frenar la
causa de los desórdenes recientes, los métodos anticonstitucionales de lucha
electoral. Pero las medidas de Pompeyo se completaron con otras leyes que trataban
de atajar sus causas: la desenfrenada carrera por las magistraturas y el
enriquecimiento que su ejercicio posibilitaba. Entre otras cláusulas, exigían la
presencia física en Roma de los candidatos para las elecciones y establecían que los
ex cónsules y ex pretores podrían obtener el gobierno de una provincia sólo cinco
años después de haber depuesto sus cargos. Sin negar la conveniencia de estas
reformas, su puesta en vigor no podía ser más inoportuna, porque perjudicaba
directamente a César: el 1 de marzo del año 50 corría el peligro de ser sustituido.
Al aproximarse el fatal término, César invirtió gigantescos medios de corrupción
para lograr retrasar el nombramiento de un sucesor para sus provincias. Pero el 1 de
enero del 49 el senado decretó finalmente que César licenciase su ejército en un día
determinado, so pena de ser declarado enemigo público. El veto de dos tribunos de la
plebe -Marco Antonio y Casio Longino- , fieles cesarianos, elevó la tensión al máximo
durante los siguientes días, hasta que, finalmente, el 7 de enero, el senado decretó el
senatusconsultum ultimum y otorgó a Pompeyo y demás magistrados poderes
ilimitados para la protección del estado. Antonio y Casio abandonaron la ciudad para
ponerse bajo la protección de César.
César contaba ahora con un pretexto legal para justificar su marcha sobre
Italia: los optimates habían violado los derechos tribunicios y atentado contra la
libertad del pueblo, que él se manifestaba dispuesto a defender. Así, el 10 de enero
del año 49, tomaba la grave decisión de desencadenar una guerra civil al cruzar con
sus tropas el Rubicón, río que marcaba la frontera entre la Galia Cisalpina e Italia.
La decisión de César de invadir Italia de inmediato tenía el propósito de utilizar
a su favor el factor de la sorpresa. Los planes estratégicos de Pompeyo, en cambio, se
basaban en el abandono de Italia. Su propósito era trasladar la guerra a Oriente, reunir
allí tropas y recursos y reconquistar Italia, como había hecho su maestro Sila;
mientras, el poderoso ejército, que dirigían en Hispania sus legados, atacaría a César
por la retaguardia.
Ante la alternativa de perseguir a Pompeyo, que en esos momentos apenas
disponía de tropas, o afrontar al ejército pompeyano de Hispania, se decidió por la
segunda posibilidad. En su camino hacia Hispania, César hubo de poner sitio a la
ciudad griega de Marsella, que se había declarado filopompeyana. Pero sin esperar al
resultado de las operaciones, que encomendó a su legado Trebonio, continuó la
marcha hasta tomar posiciones junto al río Segre, al pie de la ciudad de Ilerda (Lérida).
En las proximidades acampaban ya las fuerzas reunidas de los legados de Pompeyo,
Afranio y Petreyo, con cinco legiones. Un tercer legado, Varrón, con otras dos, se
mantenía en la retaguardia, al sur del Guadiana, en la provincia Ulterior.
La campaña de Ilerda, entre mayo y agosto del 49, constituye un buen ejemplo
del genio militar de César, que logró forzar a la capitulación a las tropas enemigas sin
entablar combate. Poco después, también se entregaba el ejército de Varrón, mientras
Trebonio lograba la capitulación de Marsella. El Occidente quedaba así
completamente asegurado y dejaba libres las manos a César para acudir al
enfrentamiento personal con Pompeyo.
A finales del año 49, regresaba César a Roma, donde intentó afirmar su
posición política. Nombrado dictador, puso en marcha legalmente el mecanismo de las
elecciones -en las que él mismo fue elegido cónsul- y emanó una serie de
disposiciones, sobre todo, en materia económica, dirigidas a aliviar la angustiosa
situación de los deudores; las comunidades de la Galia Transpadana, por su parte,
recibieron el derecho de ciudadanía. En los últimos días de diciembre, César depuso
la dictadura y, en su condición de cónsul, se dispuso a cruzar el Adriático.
Las primeras operaciones contra las fuerzas senatoriales tuvieron lugar en la
costa del Epiro, en torno a Dirraquio, y terminaron con la victoria de Pompeyo. César
se retiró entonces hacia Tesalia y tomó posiciones en la llanura de Farsalia. El 9 de
agosto tuvo lugar el encuentro decisivo, favorable a César, que, no obstante, no pudo
impedir la huida de Pompeyo, con la mayoría de los senadores, a Egipto.
El reino lágida, último superviviente del mundo político surgido tras la muerte
de Alejandro, mantenía precariamente su independencia con la tolerancia romana. A la
arribada de Pompeyo, se encontraba sumido en una guerra civil, provocada por el
enfrentamiento entre los dos herederos al trono, Ptolomeo XIII y Cleopatra. La
camarilla que rodeaba al débil Ptolomeo XIII había logrado expulsar a Cleopatra, que
se preparaba, con un pequeño ejército, a recuperar el trono. En esta situación, la
solicitud de ayuda que Pompeyo hizo al rey no podía ser más inoportuna; el consejo
real decidió, por ello, asesinar a Pompeyo.
Tres días después, César llegaba a Alejandría para recibir como macabro
presente la cabeza de su rival. Pero aprovechó la estancia en la capital del reino para
sacar ventajas materiales y políticas, invitando a los hermanos a compartir
pacíficamente el trono. La reacción del consejo de Ptolomeo XIII fue inmediata: César
y sus reducidas tropas se encontraron asediadas, con Cleopatra, en el palacio real. La
apurada situación fue resuelta con la llegada de refuerzos, solicitados por César de los
estados clientes de Siria y Asia Menor: el campamento real fue asaltado y Ptolomeo
encontró la muerte en su huida; Cleopatra fue restituida en el trono.
César, superado el escollo egipcio, no podría concentrar todavía su atención en
la liquidación del ejército senatorial estacionado en África. El hijo de Mitrídates VI,
Farnaces, desde sus posesiones del sur de Rusia, aprovechó la coyuntura para
intentar recuperar el reino de su padre e invadió el Ponto. A través de Judea y Siria,
César alcanzó a Farnaces en Zela y lo derrotó, en una campaña fulminante, descrita
por el vencedor con el lacónico comentario veni, vidi, vici, “llegué, vi y vencí”.
César, en su segunda estancia en Roma, a su regreso de Oriente, hubo de
hacer frente, otra vez, al acuciante problema de las deudas, mientras buscaba
desesperadamente recursos para financiar la campaña de África y calmaba a los
veteranos. Pero también se preocupó de estabilizar los órganos públicos: completó el
senado con nuevos miembros fieles y dirigió las elecciones. De nuevo, fue elegido
cónsul para el año 46, y, depuesta la dictadura, embarcó para las costas africanas.
El ejército senatorial contaba en África con respetables fuerzas, compuestas de
no menos de catorce legiones, a cuyo frente se encontraban los principales
representantes del partido optimate, con el rey de Numidia, Juba. Se decidió nombrar
como comandante en jefe a Metelo Escipión; Catón fue encargado de defender la
plaza de Útica.
César, con la ayuda del rey Bocco de Mauretania y la llegada de refuerzos,
logró superar los desfavorables comienzos de la campaña y se dirigió a Thapsos,
donde el grueso de las fuerzas senatoriales fue masacrado (6 de abril del 46). Sólo
quedaba el bastión de Útica, que se prestó a capitular; su defensor, Catón, el "último
republicano", prefirió quitarse la vida. Otros líderes optimates tuvieron también un
trágico fin; sólo un reducido grupo, en el que se encontraban los dos hijos de
Pompeyo, Cneo y Sexto, consiguió alcanzar las costas de Hispania para organizar en
la Ulterior los últimos intentos de resistencia.
La provincia, sometida por César a comienzos de la guerra, se había rebelado
contra el inexperto y arbitrario legado de César, Casio Longino. Y, cuando los restos
del ejército senatorial al mando de Cneo Pompeyo llegaron de África, las ciudades les
abrieron las puertas. César, en una marcha relámpago, acudió desde Roma, a finales
del 46, en ayuda de sus tropas, sitiadas en Obulco (Porcuna). La campaña se
desarrolló en una monótona sucesión de asedios de ciudades, en la región meridional
de Córdoba, salpicados de incendios, matanzas y represalias contra la población civil.
Finalmente, el 17 de marzo del 45, César logró enfrentarse al grueso del ejército
enemigo en Munda, cerca de Montilla. El brutal choque se convirtió en una auténtica
carnicería, en la que cayeron 30.000 pompeyanos. Así terminaban cuatro largos años
de guerra civil.
4. La dictadura de César

Tras la guerra civil, se planteó el dilema entre la restauración de la república


oligárquica o el gobierno totalitario. Cuando se hizo evidente que César aspiraba a
crear, sobre las ruinas del orden tradicional, una posición monocrática, solo quedó el
recurso del asesinato. Pero, en el intervalo, César, mientras afirmaba su poder sobre
el estado, atacaba con energía los múltiples problemas que pesaban sobre Roma y su
imperio. César mismo definió su programa de estabilización con la expresión "crear
tranquilidad para Italia, paz en las provincias y seguridad en el imperio". Para
conseguir la estabilidad y la conciliación, tras los efectos destructivos de la guerra civil,
César no utilizó métodos revolucionarios. Sus medidas sociales, conservadoras,
trataron de garantizar la posición social y económica de los estratos pudientes, aunque
ofreció a las otras clases algunos beneficios, a cambio de renuncias y sacrificios. Esta
política de conciliación llevaría a César a la incomprensión y a la perplejidad incluso de
sus propios partidarios y, finalmente, al aislamiento.
De estas medidas sociales, la más fecunda y, también, la más original fue su
política de colonización y concesión del derecho de ciudadanía romana. Como ya era
costumbre desde finales del siglo II, todo caudillo se veía obligado a repartir tierras
cultivables entre sus veteranos. El problema, hasta el momento, se había resuelto, de
forma cómoda y precaria, mediante la confiscación de tierras en Italia, pertenecientes
al adversario. La política de conciliación, proclamada por César, le impedía apoderarse
de tierras de particulares, pero tampoco existía ager publicus suficiente para repartir
entre sus soldados fieles.
Como solución, César llevó a cabo una vasta política de asentamientos
coloniales fuera de Italia, en el ámbito provincial. Pero las medidas de colonización
provincial no se limitaron al asentamiento de veteranos, sino que sirvieron también
para una política social ambiciosa, que pretendía reducir el proletariado urbano,
continuo foco de disturbios. Se estima que, además de los veteranos, unos 80.000
proletarios de la Urbe se beneficiaron de esta política de colonización, lo que permitió
reducir el número de ciudadanos con derecho a repartos gratuitos de trigo, de 320.000
a 150.000.
La fundación de colonias en las provincias -Hispania, Galia y África, sobre todo-
, además de proporcionar tierras de cultivo a miles de ciudadanos, sirvió para extender
la romanización en amplios territorios y, con ello, uniformar las primitivas sociedades
incluidas bajo el dominio de Roma. En conexión con estas fundaciones, hay que
considerar la política de concesión de ciudadanía romana o de derecho latino, no sólo
a individuos significados, sino a comunidades enteras extraitalianas, como premio a su
lealtad y a sus servicios. Con estos medios -la ciudadanía romana y el escalón previo
del derecho latino-, muchas comunidades de Occidente unificaron su organización
como municipia, a imagen de Roma, y progresaron en un proceso creciente de
romanización.
Las medidas políticas de César tuvieron un alcance mucho menor que las
sociales. La mayoría se redujo a acomodar las instituciones públicas a su posición de
poder sobre el estado, sin pretender reformarlas en profundidad. César reorganizó el
senado, aumentando el número de sus miembros de 600 a 900, al tiempo que
restringía drásticamente las competencias de la cámara para convertirla en un órgano
vacío de poder, en un simple instrumento de aclamación. También las asambleas
apenas mantuvieron sus aspectos formales, utilizadas por el dictador a voluntad. Las
magistraturas, por su parte, perdieron casi por completo su posibilidad de obrar con
independencia, consideradas por el dictador más como un cuerpo de funcionarios que
como portadores de la ejecutiva del estado. En el conjunto de la obra pública de
César, hay que mencionar, finalmente, su reforma del calendario, que, con leves
retoques en el siglo XVI, aún perdura.
En contraste con la múltiple actividad de César en el campo social y
administrativo, no existió una regulación institucional de su papel sobre el estado, que,
de todos modos, culminó en el ejercicio de un poder totalitario. Desde la guerra civil,
César fundamentó sus poderes en dos magistraturas concretas, el consulado y la
dictadura, alternadas anualmente. Tras la batalla de Thapsos, el senado, entre otros
privilegios, le concedió la dictadura por el término de diez años, renovable anualmente,
y la cura morum, es decir, la capacidad censoria de vigilancia sobre las costumbres,
por tres. En el año 45, César, después de investir la magistratura de cónsul único,
renunció a ella en favor de dos candidatos ordinarios y aceptó, en cambio, la dictadura
vitalicia; finalmente, en febrero del 44, eligió el título de dictator perpetuus: se trataba
del último paso hacia la autocracia, con poderes apenas diferentes a los de un
monarca o un tirano.
Pero a las funciones y prerrogativas de estas dos magistraturas republicanas,
se añadieron otros muchos honores y privilegios, que potenciaron este poder personal:
los títulos de "liberador" y "padre de la patria"; la inclusión, como parte integrante de su
nombre, del título de imperator; el uso del manto de púrpura, que los magistrados sólo
podían revestir el día del triunfo; la designación del mes de su nacimiento, julio, como
Iulius; el derecho a sentarse en el senado entre los dos cónsules y ser considerado
como princeps senatus; la inmunidad religiosa (sacrosanctitas), reservada a los
tribunos de la plebe; el derecho a presentar candidatos a las magistraturas -lo que
equivalía a su nombramiento-; el juramento de los senadores a proteger su vida; la
concesión de una guardia personal permanente... No es posible decidir si César
aspiraba o no a la monarquía, odiosa a los romanos, pero la línea de separación entre
la monarquía oficial y su forma de poder autocrático era muy débil. Y, en todo caso, el
tema de la aspiración de César a la realeza desempeñó un papel muy importante en la
propaganda que sus enemigos desplegaron para justificar su determinación a
eliminarle.
Partidarios y opositores habían supuesto que la política de conciliación
proclamada por César era auténtica y que su propósito final era la restauración de la
res publica. Esta esperanza fue deteriorándose de día en día cuando César, en lugar
de restaurar las instituciones tradicionales, las utilizó para imponer su voluntad de
poder. La nobilitas, cuyos ideales seguían siendo republicanos, sólo aceptó
externamente la conciliación, rebelándose en lo íntimo contra la nueva situación y
contra quien la había generado. Pero la forma autoritaria y personal de dirigir el
estado, sin interés por las instituciones y por la tradición, también produjo el
alejamiento o la incomprensión de buena parte de la sociedad romana, que exigía
nuevas instituciones o la restauración de las antiguas.
Sin duda, era la usurpación del poder la más insistente acusación contra César,
que creció en los meses posteriores a Munda. El dictador decidió retrasar la definición
de su gobierno y de sus relaciones con el estado republicano hasta regresar de una
gran expedición militar contra el reino parto, que amenazaba las fronteras de las
provincias de Oriente. Pero unos días antes de partir, el 15 de marzo del 44, César era
asesinado en el senado por un grupo de conjurados.

5. La liquidación de la República: Antonio y Octaviano

El asesinato de César fue un acto de pasión más que de cálculo político. La


consigna de "libertad" que unió a los conjurados al atacar al dictador, sólo significaba
la restauración de un régimen senatorial caduco frente a la necesidad de un nuevo
orden social, necesitado de profundos cambios. La aristocracia senatorial era incapaz
de adoptar una línea política eficaz ante su división, sus incertidumbres y, sobre todo,
su falta de poder real. Este se encontraba en manos del ejército, profundamente
cesariano, dirigido por los lugartenientes del dictador, de quienes esperaban el
cumplimiento de sus aspiraciones: repartos de tierra al final de su servicio.
Así, los asesinos de César comprobaron de inmediato no sólo que les faltaba
apoyo, sino que el tiranicidio comprometía sus propias vidas. Marco Antonio, el colega
de César en el consulado, tomó en sus manos las riendas de la situación y se apoderó
de las disposiciones de César (acta Caesaris), convocando una reunión del senado.
Mientras las tropas cesarianas, dirigidas por el lugarteniente del dictador,
Marco Emilio Lépido, eran alejadas de Roma, el senado y Antonio llegaron a una
solución de compromiso: amnistía general para los conjurados y confirmación de las
acta Caesaris. Pero la indignación general que estalló cuando se conocieron las
generosas disposiciones del dictador en favor de la plebe, obligó a los asesinos a huir
de la ciudad, a pesar de la amnistía. Antonio, por su parte, no tardó en descubrir sus
cartas: con un ejército de 60.000 hombres, reclutado en Campania, logró hacer
aprobar una ley que le concedía por cinco años el mando de las Galias. Pero, en este
camino, claramente cesariano, de acumulación de un poder personal con una fuerte
base militar, Antonio habría de contar con un nuevo factor, absolutamente inesperado:
la llegada a la ciudad de un joven de dieciocho años, Cayo Octavio, dispuesto a
hacerse cargo de la herencia del dictador.
Cayo Octavio estaba ligado por vía materna a la gens Julia: su abuelo había
desposado a una hermana de César; era, por consiguiente, resobrino del dictador.
Desde muy pronto, César había mostrado una fuerte inclinación por el joven Octavio,
hasta el punto de decidir nombrarle hijo adoptivo y heredero. Antonio no supo
reaccionar políticamente ante el nuevo factor y, cuando Octavio le pidió su apoyo, le
respondió con una airada negativa. Octavio, para convertirse en heredero de César,
necesitaba, ante todo, dinero y tropas, pero también un contrapeso político a la
autoridad de Antonio. Un círculo de poderosos consejeros le proporcionó los primeros;
el contrapeso político lo encontraría en la figura de Cicerón.
Se orquestó así una eficaz propaganda contra Antonio entre la plebe y el
ejército, mientras Cicerón lograba, con sus famosas Filípicas, empujar a Antonio a una
acción precipitada y errónea: atacar en Módena a Décimo Bruto, que se negaba a
transferirle el mando de las provincias de las Galias. Antonio partió de Roma con sus
tropas, mientras se cerraba una alianza de Octavio con la mayoría del senado. Se
confirió a Octavio el rango senatorial y, con los dos cónsules, el mando del ejército que
salió al encuentro de Antonio. La llamada “guerra de Módena” acabó con la victoria de
las fuerzas del senado, pero los dos cónsules murieron en la lucha. Antonio escapó
para buscar en la Galia la alianza con Lépido.
El senado, bajo la dirección de Cicerón, se sintió ahora fuerte y logró para los
asesinos de César, Bruto y Casio, el reconocimiento de sus mandos provinciales en
Oriente, mientras la posición de Octavio se debilitó. Cuando el senado rechazó, poco
después, su insólita pretensión de ser investido cónsul, el joven y falto de escrúpulos
Octavio no tuvo reparo en marchar contra Roma al frente de su ejército y forzar su
elección (19 de agosto del 43). Octavio consiguió por ley que se reconociera su
adopción, transformándose en Cayo Julio César Octaviano, y que se declarase
enemigos públicos a los asesinos de su padre adoptivo. Generosos repartos de dinero
entre soldados y plebe redondearon las bases con las que el joven César se dispuso a
emprender la lucha por el poder.
Fue Lépido el encargado de mediar entre Octaviano y Antonio, en un encuentro
cerca de Bolonia, donde los tres jefes cesarianos decidieron repartirse el poder con el
apoyo de un dudoso recurso legal, que los convertía en "triunviros para la organización
de la República" (tresviri rei publicae constituendae), una híbrida componenda entre
dictadura y pacto tripartito privado. El triunvirato significaba colocar a sus titulares
durante cinco años por encima de todas las magistraturas, así como un reparto de las
provincias, con sus correspondientes legiones. Entre sus objetivos también se incluía
la venganza contra los asesinos de César y el cumplimiento de las exigencias de miles
de veteranos, que esperaban repartos de tierra en Italia.
Pero antes, en aras de la concordia, era necesario liquidar a los enemigos
políticos en Roma. Una lex Titia, que daba apariencia de legalidad al crimen político,
desató el horror de las proscripciones, en un río de sangre, en el que cayeron 300
senadores y 2.000 caballeros. Ejemplo y símbolo tanto del envilecimiento de una
legalidad entregada a los más bajos instintos como de la agonía de un régimen y de la
base ideológica en que se sustentaba, fue la muerte de Cicerón. Octavio hubo de
olvidar los muchos servicios que el viejo senador le había prestado para satisfacer la
sed de venganza de Antonio.
Bruto y Casio, mientras tanto, habían logrado concentrar en Tracia, junto a
Filipos, considerables fuerzas, a cuyo encuentro acudieron Antonio y Octaviano. La
batalla acabó con un nuevo desastre para los republicanos; Bruto y Casio se quitaron
la vida. Con la batalla de Filipos desaparecía, en la larga historia de las guerras civiles,
el pretexto de los ideales. A partir de ahora y en los próximos diez años, sólo llevarían
nombres personales: el triunfo sería para quien lograse identificar su nombre con la
causa del estado.
Tras la victoria de Filipos, Antonio y Octaviano acordaron remodelar los
objetivos y las provincias a espaldas del tercer triunviro, Lépido. Se decidió que
Antonio permaneciera en Oriente para preparar la proyectada expedición contra los
partos, mientras Octaviano regresaría a Italia para hacer realidad los prometidos
repartos de tierras a los veteranos.
La tarea de Octaviano era difícil y arriesgada, pero también prometía enormes
ventajas. Si con las expropiaciones corría el riesgo de atraerse el odio de la población
de Italia, el asentamiento de 60.000 veteranos le proporcionaban una plataforma de
poder real absolutamente segura. Antonio se dio cuenta demasiado tarde de su error y
trató de minar la posición de Octaviano en Italia con la ayuda de su hermano, el cónsul
Lucio, hasta los límites del enfrentamiento armado (la llamada “guerra de Perugia”).
Antonio se trasladó a Italia y, en Brindisi, estuvo a punto de producirse un choque de
fuerzas, que los propios soldados de ambos bandos evitaron al exigir una
reconciliación. Tras largas negociaciones, se llegó finalmente a un acuerdo: Octaviano
recibió las provincias occidentales y Antonio, las orientales; Lépido hubo de
conformarse con África. El pacto de Brindisi fue sellado con una alianza matrimonial:
Antonio desposó a Octavia, hermana de Octaviano. Y, aunque era demasiado
antinatural para durar, proporcionó a Octaviano un año de respiro, en el que se dedicó
a consolidar su posición en Italia y en las provincias galas e hispanas.
Los recelos volvieron a aflorar, pero la intervención de Octavia logró que ambos
líderes firmaran un nuevo acuerdo en Tarento, que sólo beneficiaba a Octaviano: a
cambio de una vaga promesa de apoyar con soldados la guerra parta de Antonio, el
joven César tuvo las manos libres para acabar con el largo problema que planteaban,
frente a las costas de Italia, las fuerzas piráticas del hijo menor de Pompeyo, Sexto. La
escuadra de Octaviano, dirigida por Agripa, se enfrentó a las fuerzas de Sexto y logró
una rotunda victoria en aguas de Nauloco (36). Poco después, Octaviano orillaba a su
colega Lépido y se hacía cargo también de la provincia de África.
Octavio era ahora, sin discusión, el dueño de Occidente. Y el senado recibió al
nuevo señor a las puertas de Roma, precipitándose en acumular honores sobre el
vencedor. Con ello terminaba una oscura etapa de la vida de Octaviano, marcada por
la frialdad, la violencia y la falta de escrúpulos, para iniciarse una nueva, como paladín
de la pacificación, del orden y de la preocupación por el bienestar social: miles de
esclavos fueron restituidos a sus dueños; el mar quedó libre de piratas y se inició en
Roma una ambiciosa política de construcciones públicas, como eficaz elemento de
propaganda.
Tras Filipos, Antonio había recibido el encargo de regular las cuestiones de
Oriente, lo que suponía tomar provisiones con respecto a los estados clientes de
Roma. Egipto era uno de ellos, y su reina, Cleopatra, fue convocada a Tarso (Cilicia),
en el 41, para entrevistarse con el triunviro. El encuentro de Cleopatra y Antonio fue el
comienzo de una relación, que, más allá de su vertiente sentimental, tema predilecto
de la novela erótica, significaba ventajas reales para ambos: dinero y provisiones para
Antonio; la poderosa influencia del triunviro, como protector de Egipto, para Cleopatra.
Pero el matrimonio de Antonio con la reina egipcia tensó al máximo las relaciones con
Octaviano hasta el límite del enfrentamiento directo.
Antonio, con los recursos de Egipto, emprendió en el año 36 la proyectada
campaña contra los partos, que hubo de ser abandonada, al no poder contar con los
soldados que Octaviano le había prometido en los acuerdos de Tarento. Antonio
repudió a su mujer, Octavia, la hermana de su colega, y se concentró en el gobierno
de Oriente, con Egipto como núcleo y fundamento de un edificio político nuevo, en el
se contemplaba la distribución de los dominios romanos, e incluso no romanos, de
Oriente entre la reina Cleopatra y sus hijos. Antonio, en la nueva jerarquía de poderes,
mantenía un doble papel equívoco: como magistrado, representaba los intereses
romanos en Oriente; como esposo de la reina de Egipto, asumía el carácter de
soberano helenístico divinizado.
El sistema contenía puntos débiles suficientes para ser convertido por
Octaviano y su camarilla en objeto de una gigantesca campaña de propaganda con un
único objetivo: eliminar a Antonio. Los ataques contra Antonio generaron en Roma un
ambiente de guerra civil, que Octaviano trató de convertir en cruzada nacional. Para
ello necesitaba dos requisitos: en primer lugar, convencer a la opinión pública romana,
conservadora y nacionalista, de que el enemigo no era romano, sino extranjero; a
continuación, concentrar en su propia persona la autoridad moral de la lucha.
Antonio fue convertido en instrumento en manos de una reina extranjera, la
“egipcia” enemiga de Roma, cúmulo de vicios y perversiones, que utilizaba la debilidad
de un romano para destruir el estado; la guerra, así, no sería de romanos contra
romanos, sino una cruzada de liberación nacional. El partido de Octaviano logró, en
cambio, presentar a su líder como el vengador de la nación itálica contra Oriente. Y
consiguió que Italia entera se uniera en un solemne juramento de obediencia a
Octaviano, como comandante militar para la guerra contra Cleopatra. Esta coniuratio
Italiae era un procedimiento inusitado y anticonstitucional, que apenas enmascaraba
su carácter de golpe de estado, pero recibió un apoyo legal, en el año 31, con la
elección de Octaviano por tercera vez como cónsul.
Era el momento de declarar la guerra a Cleopatra; Octaviano atravesó el
Adriático con su ejército al encuentro de su rival, que tomó posiciones en la península
de Actium (Accio). El 2 de septiembre del año 31 se enfrentaron las dos escuadras: en
una total confusión, mientras el ejército de tierra capitulaba, Antonio ordenó seguir a
las naves de Cleopatra, que, abandonando el combate, huyó hacia Egipto. Los dos
pondrían allí fin a su vida. Octaviano, en la larga lucha por el poder, consiguió, así,
monopolizarlo en su persona. Quedaba la gigantesca tarea de institucionalizarlo.

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Augusto y la dinastía julio-claudia
ISBN: 84-96359-31-X
José Manuel Roldán Hervás

1. Los poderes de Augusto y la nueva administración imperial

Tras la victoria de Accio, Octaviano se enfrentaba a la difícil tarea de dar a su


poder personal una base legal, que apuntaba a una única solución: la creación de un
nuevo régimen que él mismo calificó en su testamento político -las Res gestae- con el
nombre de Principado. Este régimen debía ser el fruto de un múltiple compromiso
entre la realidad de un poder absoluto y las formas ideales republicanas; entre las
exigencias y tendencias de los diferentes estratos de las sociedad; entre vencedores y
vencidos.
Las bases legales de Octaviano, en el año 31, eran insuficientes para el
ejercicio de un poder a largo plazo y podían considerarse más morales que jurídicas:
el juramento de Italia y de las provincias occidentales, los poderes tribunicios y la
investidura regular, desde este año, del consulado. La ingente cantidad de honores,
concedidos al vencedor, tras la batalla de Accio, no eran suficientes para fundamentar
este poder con bases firmes. Entre ellos, destacaba el título de imperator, justificado
en las aclamaciones de sus soldados por sus victorias militares, que convirtió en parte
integrante de su nombre personal.
El año 27 a. C., en un teatral acto, cuidadosamente preparado, devolvió al
senado y al pueblo los poderes extraordinarios que había disfrutado, y declaró
solemnemente la restitución de la res publica. El senado, en correspondencia, le
suplicó que aceptara la protección y defensa del estado (cura tutelaque rei publicae) y
le otorgó nuevos honores, entre ellos, el título de Augustus, un oscuro término de
carácter estrictamente religioso, utilizado hasta ahora como atributo de Júpiter, que
elevaba a su portador por encima de las medidas humanas. La protección del estado
autorizaba al Imperator Caesar Augustus a conservar sus poderes militares
extraordinarios, el imperium, sobre las provincias no pacificadas o amenazadas por un
peligro exterior, es decir, aquellas que contaban con la presencia estable de un
ejército.
Pero la ordenación del 27 fue provisional. En el año 23 a. C., razones no del
todo claras empujaron a Augusto a replantear su posición sobre el estado para
conseguir mayores garantías de poder. Depuso el consulado, que había revestido
ininterrumpidamente desde el año 31, y el senado, como compensación, decretó
concederle las competencias de los tribunos de la plebe (tribunicia potestas) a título
vitalicio y un imperium proconsular maius , superior al resto de los magistrados, sobre
todas las provincias del Imperio. Aun sin los poderes de cónsul, el imperium le
proporcionaba el control sobre las provincias y sobre el ejército, mientras la potestad
tribunicia le ofrecía un instrumento eficaz para controlar la vida política en Roma, con
la posibilidad de convocar asambleas, proponer leyes y ejercer el derecho de veto. Al
lado de estos poderes esenciales, otras competencias y honores elevarían aún más su
autoridad: la cura annonae - la responsabilidad del abastecimiento de trigo a Roma-, la
concesión vitalicia de las insignias consulares, los poderes de censor, la investidura
como Pontífice Máximo y el título de “Padre de la Patria”.
La restauración de la res publica puso a Augusto ante una contradicción: la
necesidad de devolver al senado, con su prestigio secular, sus poderes
constitucionales, y la exigencia de convertirlo, al mismo tiempo, en instrumento a su
servicio. El senado, al que Augusto devolvió la res publica en el año 27, poco tenía en
común con la vieja asamblea republicana. La lista de senadores, que Augusto revisó
tres veces a lo largo de su gobierno, significó prácticamente una nueva constitución
del senado, que quedó fijado en 600 miembros. Una serie de medidas trataron de
elevar el prestigio económico y social del orden, como la fijación del censo mínimo
exigido a los senadores en un millón de sestercios o el derecho a usar el latus clavus,
una ancha franja de púrpura en la toga, como distintivo del estamento. El senado
mantuvo y amplió su actividad judicial, como tribunal para juzgar los delitos de alta
traición y de corrupción pública. En materia de administración, se le otorgó el derecho
de acuñar la moneda de bronce y la gestión del tesoro del estado, el aerarium Saturni.
También le fue confiada la administración de las provincias pacificadas, aunque no en
exclusiva, por la presencia en ellas de agentes del emperador.
Al lado de los senadores, también el segundo estamento privilegiado de la
sociedad romana, el orden ecuestre, fue llamado a participar en las tareas públicas.
Los caballeros constituían una fuerza económica y social, que el fundador del
Principado creyó conveniente reorganizar para su mejor control y para su utilización al
servicio del estado. Augusto convirtió el orden ecuestre en una corporación, en la que
incluyó a unos 5.000 miembros, con carácter vitalicio, y atribuyó a estos caballeros un
buen número de funciones en la recién creada administración del Imperio, no sólo en
la dirección de nuevos cuerpos de elite creados por el princeps (prefecturas), sino
también en la administración civil, con una serie de encargos (procuratelas), en un
principio, en relación con el patrimonio del princeps, aunque luego extendidos también
a los bienes públicos.
Las líneas maestras de la administración imperial significaron un compromiso
entre las formas de gobierno republicanas y la sustancia monárquica del Principado,
compromiso fuertemente desequilibrado a favor del detentador del poder real, el
emperador. En general, la política administrativa de Augusto se fundó en el
debilitamiento de las magistraturas republicanas y en la simultánea creación de una
administración paralela, confiada cada vez más al orden ecuestre. Este debilitamiento
de las magistraturas fue acompañado por el desarrollo de un sistema de
administración, prácticamente inexistente en época republicana, para Roma, Italia y
las provincias, fundado sobre una burocracia de servicio, en la que a cada clase o
estamento le fueron confiadas unas precisas tareas. Aunque, a lo largo del Principado,
esta administración sufrió importantes modificaciones, sus líneas esenciales, basadas
en la centralización del poder en manos del princeps, fueron obra de Augusto.
Augusto intervino cada vez más en la administración de la ciudad de Roma,
reservada, en principio, al senado y a los magistrados, a través de funcionarios,
nombrados directamente por él, encargados de los principales servicios. El gobierno
de la ciudad, en ausencia del emperador, fue puesto en las manos de un prefecto de la
Ciudad (praefectus Urbis), del orden senatorial, al mando de tres cohortes urbanae.
Sus competencias eran en la práctica indefinidas y se extendieron progresivamente al
ámbito jurisdiccional y administrativo.
Otra innovación de gran alcance fue la institución permanente de una guardia
de elite, inmediata a la persona del emperador -las nueve cohortes pretorianas-,
dirigidas por un comandante del orden ecuestre, el prefecto del pretorio. Como único
cuerpo armado en Italia y por su proximidad al emperador, la importancia de la guardia
pretoriana y de su comandante crecieron por encima de sus funciones originarias: el
prefecto del pretorio terminaría convirtiéndose en el personaje con mayor prestigio y
poder del Imperio.
Por último, para atender al mantenimiento del orden público y de la seguridad
en Roma, las competencias de policía ordinaria y la lucha contra el fuego fueron
confiadas a un cuerpo de vigiles, siete cohortes dirigidas también por un prefecto
(praefectus vigilum), de extracción ecuestre.
Italia, considerada como una unidad étnica y política, estrechamente ligada a
Roma, no sufrió una modificación esencial en sus relaciones con el gobierno central,
que continuó respetando la autonomía y los poderes jurisdiccionales y administrativos,
reconocidos en época republicana a los órganos municipales. Augusto dividió Italia en
once regiones, sin contar la ciudad de Roma, como base del ordenamiento
administrativo y judicial.
El principio en el que se basaba la administración provincial, estipulado en el
año 27 a. C., contemplaba la división de facto de las provincias en dos grupos o zonas
de influencia entre Augusto y el senado. El princeps asumía el control de las regiones
precisadas de una defensa militar, mientras el senado administraba las que no tenían
necesidad de guarniciones armadas: África, Asia, la Narbonense y la nueva provincia
hispana de la Bética, entre otras. En las provincias devueltas al senado, se mantuvo,
en la elección de gobernadores, la aplicación de las normas republicanas en la
materia. Recibían el título de proconsules, con competencias reducidas a la
administración civil y al ejercicio de la función jurisdiccional. En las provincias
atribuidas al princeps sus gobernadores, entendidos como representantes del
emperador, recibieron el nombre de legati Augusti pro praetore.
El gobierno senatorial republicano, privado de una infraestructura
administrativa, había tenido que dejar en manos de compañías privadas (societates
publicanorum) el arrendamiento de los impuestos provinciales, con sus muchos
inconvenientes y problemas. Sólo dos grupos de magistrados, cuestores y censores,
se ocupaban de los problemas financieros Las medidas de Augusto en esta materia se
basaron también en la coexistencia de instituciones de origen republicano con otras de
nueva creación. Así, se mantuvo el aerarium Saturni, como caja central del estado,
dependiente del senado, donde se ingresaban los tributos de las provincias
“senatoriales”, aunque Augusto se aseguró el control de este tesoro a través de dos
nuevos magistrados, los praetores aerarii. Pero, al mismo tiempo, los ingresos
procedentes de las provincias “imperiales” pasaron a engrosar los recursos de un
nuevo tesoro imperial paralelo, el fiscus, que se desarrollará en reinados sucesivos. La
distinción entre esta caja imperial y las propiedades privadas del emperador, es decir,
su fortuna familiar (patrimonium principis), así como sus respectivas administraciones,
nunca fue muy precisa. En todo caso, este patrimonio privado, continuamente
engrosado con legados hereditarios, ventas y adopciones de miembros de otras
familias, estaba destinado a convertirse en público, cuando su titularidad se identificó
con la propia función imperial: los bienes de este patrimonio pasarían al nuevo
princeps en virtud de la designación o adopción por parte de su predecesor.
La ingente necesidad de recursos que exigía la política imperial de pacificación
y bienestar social, obligaba a contar con reservas estatales cuantiosas. Augusto no
pudo acabar, en principio, con el arrendamiento de tasas, pero impuso un control
efectivo sobre la arbitrariedad de publicanos y gobernadores provinciales y mejoró la
gestión financiera con la presencia de procuradores ecuestres, dependientes
directamente de su voluntad, en las provincias senatoriales e imperiales. Había una
clara distinción entre impuestos directos e indirectos. Los primeros (tributa, en las
provincias imperiales; stipendia, en las senatoriales) fueron puestos en las manos de
los gobernadores provinciales; los segundos (vectigalia) siguieron siendo confiados a
publicanos. Entre los impuestos indirectos, el del portorium o derechos de aduana era
el principal. Existían otras tasas indirectas sobre la manumisión y la venta de esclavos,
sobre la transmisión de herencias y sobre operaciones comerciales.
Especial significación en el ámbito financiero tuvo la creación por Augusto de
un tesoro especial, el aerarium militare, destinado a resolver de forma estable el viejo
problema del licenciamiento de los veteranos. Los tradicionales repartos de tierra
cultivable habían dado lugar en el último siglo de la República a graves problemas de
orden financiero y social. Por ello, Augusto propuso ante el senado premiar a los
veteranos con dinero, en lugar de tierras, y crear esta caja como fuente regular para
atender tal compromiso.

2. Augusto y el Imperio

Los territorios directamente sometidos a Roma o dependientes en diverso


grado de su control, aumentados a lo largo de los dos últimos siglos de la República
sin unas líneas coherentes, se integran con Augusto en una unidad geográfica, de
fronteras definidas, y en una unidad política, con instituciones estables y homogéneas.
A la muerte de Augusto, esta gran obra imperial era ya una firme realidad, que sus
sucesores se limitarán a conservar con los imprescindibles retoques, e incluye dos
grandes temas: su extensión geográfica -y, por tanto, la política exterior del principado
de Augusto- y la integración de sus territorios en un organismo coherente y articulado.
Augusto, tras trece años de guerra civil, introdujo como elemento de
propaganda una paz (pax Augusta), cuyos beneficios habrían de disfrutar no sólo los
ciudadanos romanos, sino también los pueblos sometidos a Roma, en un imperium
Romanum universal, caracterizado por el dominio de la justicia. A partir de Augusto, el
concepto de imperio universal se convierte en parte integrante de la ideología oficial
del estado: el dominio imperial, extendido por todo el orbe, se manifiesta en la pax
Augusta y está dispuesto siempre a extender a nuevos territorios sus beneficios. Por
consiguiente, esta paz implicaba una pretensión de dominio universal y exigía una
política expansiva e imperialista, en principio, ilimitada. Augusto la mantuvo durante
todo su reinado, aunque hubo de plegarse a limitaciones reales, exigidas por las
circunstancias.
Esta filosofía política estaba también apoyada en consideraciones prácticas: la
necesidad de mantener ocupadas las energías de grandes cantidades de fuerzas
militares, que no podían ser licenciadas tras el final de la guerra civil. Uno de los
fundamentos constitucionales del poder de Augusto -dejando de lado las bases reales
de un ejército fiel- era el imperium proconsular, otorgado por el senado en el año 27 a.
C., que lo convertía en comandante en jefe de las fuerzas armadas. Lógicamente, era
preciso justificar esta responsabilidad con éxitos militares.
Con la concesión del imperium proconsular, se entregaba a Augusto la
administración de aquellas provincias necesitadas de un aparato militar para su
defensa. De cara a la organización militar, esto significaba que el ejército venía a
convertirse en elemento estable y permanente de ocupación de aquellas provincias en
las que Augusto estimó necesaria su presencia. Los diferentes cuerpos militares
repartidos por las provincias del Imperio ya no estarían supeditados a la ambición o al
capricho de los gobernadores provinciales. Augusto era el caudillo, y los mandos
militares actuarían sólo por delegación del emperador.
Pero también el propio ejército estaba necesitado de una enérgica
reorganización, tras el largo período de excepción de las guerras civiles: su
composición era demasiado heterogénea para pretender la deseada eficacia en sus
funciones. Fue mantenido, de hecho, el principio inaugurado por Mario de un ejército
profesional, es decir, reclutado mediante voluntariado o enganches, salvo en
momentos de excepción, cuando las necesidades acuciantes de defensa impusieran la
leva obligatoria. Para nutrir sus efectivos, el ejército quedó abierto a toda la población
libre del Imperio, bajo la premisa de mantener la división jurídica entre ciudadanos
romanos y peregrini o súbditos sin derecho privilegiado mediante su inclusión en
cuerpos diferentes con funciones específicas. Estos cuerpos comprendían los
siguientes elementos: legiones y tropas de elite, reservadas a los ciudadanos
romanos, y cuerpos auxiliares, los auxilia, en donde se integraba la población del
Imperio sin estatuto ciudadano. Salvo las tropas de elite, destinadas a cumplir servicio
en Roma, todos los demás cuerpos serían distribuidos en las diferentes provincias
imperiales, a las órdenes de los legati Augusti propraetore o gobernadores del orden
senatorial, designados directamente por el emperador para cada una de las mismas.
Las legiones continuaron siendo el núcleo del ejército imperial. Augusto
redujo su número, excesivo durante la guerra civil, a veintiocho unidades, unos
150.000 hombres, cifra que se mantendrá con escasas oscilaciones hasta el siglo III.
El comandante en jefe de cada una de las unidades legionarias era el legatus legionis,
perteneciente al orden senatorial, asistido por seis lugartenientes, en parte senadores
y en parte caballeros, los tribuni legionis. Como en la época republicana, la legión
estaba dividida en 60 centurias, encomendadas a sus respectivos centuriones, que,
con su experiencia, constituían la espina dorsal del ejército.
Cada ejército provincial se completaba con una serie de unidades auxiliares,
los auxilia, organizados según módulos romanos en mando, táctica y armamento.
Constaban de unidades de infantería, las cohortes, y de caballería, las alae, con
efectivos entre 500 y 1.000 hombres. Sus componentes eran reclutados en las
distintas provincias del Imperio siguiendo un principio étnico, al menos en el momento
de su creación. Aunque, en principio, estos auxilia estaban adscritos a las legiones,
sufrieron un rápido proceso de independización, con campamentos propios,
establecidos a lo largo de las fronteras del Imperio.
Para hacer más atractivo el servicio, independientemente de las soldada
durante el tiempo de permanencia activa, el auxiliar recibía a su licenciamiento una
serie de privilegios jurídicos, de los cuales los más importantes eran la concesión de la
ciudadanía romana para él y sus hijos y el reconocimiento como matrimonio jurídico
(connubium) de las uniones que hubiesen realizado. El servicio, por tanto, en los
auxilia constituía uno de los medios más efectivos de promoción social y actuó como
importante factor de romanización.
En cuanto a los cuerpos de elite -las cohortes pretorianas y urbanas, de
servicio en Roma-, estaban reservados a ciudadanos romanos, en principio sólo
itálicos y, con el tiempo, de algunas provincias muy romanizadas.
Estas fuerzas de tierra se completaban con otras marítimas, menos estimadas
y de menor importancia estratégica, con flotas permanentes en Italia -Ravena y
Miseno- y en algunas provincias, así como flotillas fluviales en el Rin y Danubio.
Augusto no se encontraba, en el tema de política exterior, libre de problemas
heredados, que era imposible soslayar: la falta de homogeneidad del territorio bajo
dominio romano, por la existencia de bolsas independientes y hostiles, que afectaban
a la necesaria continuidad geográfica del imperio, y el contacto con pueblos real o
potencialmente peligrosos en las fronteras de los territorios recientemente dominados.
En el sector oriental del Imperio estaba en curso desde la derrota de Craso en
Carrhae (53 a. C.) un virtual conflicto entre Roma y los partos: contra ellos había
proyectado una expedición César y había combatido sin éxito Marco Antonio. En su
viaje a Oriente, apoyado por una expedición militar, Augusto logró asentar en Armenia
a un soberano vasallo y amigo e indujo así a los partos a ponerse de acuerdo con los
romanos y restituirles las insignias y los prisioneros, capturados en diversas ocasiones
(20 a. C.). Así, el carácter agresivo de la política de Augusto en Oriente quedó
reducido a consignas programáticas. Existían razones objetivas para la prudencia: por
una parte, la ilimitada extensión del reino parto; por otra, su situación geográfica en la
periferia del Imperio, muy alejado de Roma para significar un peligro real, y su
debilidad, que permitía lograr, de tiempo en tiempo, el reconocimiento de la soberanía
romana por medios diplomáticos.
En Europa, en cambio, la intervención de las armas romanas y la política
decidida de expansión fue un hecho manifiesto durante la mayor parte del principado
de Augusto. Pero no queda claro si Augusto partió en Occidente de una concepción
geopolítica previa, que pretendía extender de forma homogénea y continua el Imperio
hasta fronteras firmes y fáciles de defender, o se lanzó a una expansión ilimitada, que
las propias circunstancias se encargaron de dar forma y carácter.
Los objetivos más obvios y urgentes eran los que afectaban al inmediato
entorno de Italia, en la frontera de los Alpes. Una serie de campañas no continuadas
fue dirigida, entre el 25 y el 9, a garantizar el dominio absoluto de Roma sobre todo el
arco alpino, desde los Alpes Marítimos y los orientales hasta Panonia, correspondiente
más o menos a Austria y Hungría: de este modo se consolidó el límite septentrional de
la península.
Para limitar lo más posible el número de las legiones, Augusto se propuso
además rellenar las fronteras, eliminando las bolsas independientes y fijándolas frente
al mundo germánico en una línea desde el Rin al Elba. Para este fin fue enviado a
Germania Druso, hijastro de Augusto, que entre el 12 y el 9 logró efectivamente
alcanzar los objetivos previstos. Muerto Druso, la empresa fue continuada por su
hermano Tiberio, que en el 5 d. C. pareció haber consolidado la conquista de la
Germania occidental; más tarde, sin embargo, las tribus germánicas, dirigidas por
Arminio, se sublevaron y en el bosque de Teotoburgo destruyeron en una emboscada
las tres legiones mandadas por Publio Quintilio Varo (9 d. C.). Augusto se resignó
entonces a aceptar la frontera renana y conservó al otro lado del río sólo un pequeño
territorio, destinado a servir de puente entre el curso superior del Rin y del Danubio.
En cuanto a las provincias de Occidente, las Galias -Narbonensis y Tres
Galliae (Aquitania, Lugdunensis y Belgica )- y las dos Hispanias -Citerior y Ulterior-
pocos problemas planteaban, a excepción de una bolsa de tribus independientes en el
noroeste de la península Ibérica, los cántabros y astures. Augusto, apenas
sistematizado el nuevo estado, el 27 a. C., decidió su sometimiento. Pero las ingentes
fuerzas, conducidas por el propio Augusto y desplegadas en un amplio frente en las
montañas cantábricas, no dieron resultados definitivos. Tras un año de duros
combates, Augusto, en el 25 a. C., cansado y enfermo, regresó a Roma. El frente
quedó abierto todavía seis años más y, convertido en guerra de exterminio, fue sólo
cerrado por Agripa el 19 a. C. Unos años después, Augusto reorganizaba las
provincias hispanas con la creación de una tercera, la Lusitania, desgajada de la
Ulterior o Baetica.
Así, a la muerte de Augusto, quedó modelada en lo esencial la extensión
territorial del Imperio para los siglos siguientes: un espacio uniforme, alrededor del
Mediterráneo, rodeado por un ininterrumpido anillo de fronteras fácilmente defendibles.
Pero también es obra de Augusto la organización de este espacio, con una política
global, tendente a considerar el imperio como un conjunto coherente y estable sobre el
que debían extenderse los beneficios de la pax Augusta. Esta política imperial no
podía prescindir del único sistema válido de organización conocido por el mundo
antiguo, la ciudad, como realidad política y cultural. Con la extensión y el fomento de la
vida urbana, la política imperial manifestó también una preocupación constante por
tender una red de comunicaciones continua, que permitiera acceder a todos los
territorios bajo control romano. Las numerosas calzadas, construidas durante el
reinado de Augusto, fomentaron la unidad del Imperio, como soporte de las tareas del
ejército y de la administración y como medio de intercambio de hombres y mercancías.
3. La dinastía julio-claudia

Augusto hizo imposible el retorno a la constitución republicana y sentó las


bases de un gobierno monárquico, pero no logró asegurar unos principios válidos de
transmisión del poder. La autoridad de Augusto, conseguida gracias a la ilimitada
acumulación de poderes en su persona, era difícilmente transmisible, al estar inscrita
en los viejos legalismos formales de la República. Augusto, decidido a encontrar un
sucesor en el ámbito de su familia, no se atrevió a afrontar directamente el problema,
contentándose con soluciones precarias, que sus sucesores tampoco lograron
mejorar. La historia del Principado es también, en cierto modo, la historia de la
transmisión del poder: los diversos expedientes utilizados -herencia, adopción,
aclamación militar, elección por el senado, usurpación- muestran la debilidad del
sistema en este punto fundamental.
El expediente utilizado por Augusto fue conseguir que, a su muerte, el
personaje destinado a sucederle se encontrase en una posición de poder, oficialmente
sancionada, semejante a la suya propia. Pero el largo reinado de Augusto y las
circunstancias dramáticas que envolvieron a su familia, obligaron al princeps a
considerar sucesivos candidatos: el marido de su hija Julia, Marco Claudio Marcelo,
muerto en el año 22 a. C.; su fiel colaborador Agripa, casado poco después con Julia y
desaparecido en el 12 a. C.; sus dos nietos, Lucio y Cayo, hijos de este matrimonio,
muertos respectivamente el 2 y el 4; finalmente, su hijastro Tiberio, hijo de su segunda
mujer, Livia, y perteneciente por línea paterna a la ilustre familia Claudia, que, en el
año 13, fue investido con poderes semejantes a los de Augusto: el imperium
proconsular y la potestad tribunicia. Así, cuando Augusto murió, al año siguiente, el
senado pudo transmitir sin sobresaltos el principado a Tiberio.

Tiberio (14-37)
Tiberio Claudio Nerón, hijo de la segunda esposa de Augusto, Livia, y adoptado
por el princeps, era, sin duda, uno de los hombres más capacitados de la vieja
aristocracia romana: sus dotes de estadista y militar habían sido probadas durante el
reinado de Augusto. Pero su carácter, silencioso y huraño por naturaleza, y sus
amargas experiencias y frustraciones -el obligado divorcio de su primera mujer, su
desafortunado matrimonio con Julia, el exilio de Rodas, la conciencia de haber sido
elegido como último recurso- hacían del nuevo príncipe, de 57 años de edad, un
hombre prematuramente viejo, amargado y desilusionado, incapaz de atraer la
simpatía y comprensión de su entorno.
Republicano por convicción, Tiberio aspiraba a un poder descargado del
carácter excepcional que había tenido con Augusto y aceptó, entre dudas y
vacilaciones, el Principado con el tono de un aristócrata que asume una magistratura
extraordinaria en el contexto de la constitución republicana. Preocupado, sobre todo,
por la definición jurídica de su poder, no aceptó ni títulos excepcionales, como el de
pater patriae, ni honores divinos. Más aún, renunció al título de Imperator y prefirió ser
llamado princeps, para subrayar los aspectos civiles de su poder y su intención de
gobernar con la estrecha colaboración del senado.
La filosofía política de Tiberio, empeñada en un programa de colaboración con
el senado, se vio enfrentada a la realidad monárquica del estado, apoyada
necesariamente en el ejército. Por otra parte, el senado había perdido su capacidad de
iniciativa, convertido en un estamento egoísta, preocupado sólo por preservar su
posición, sin riesgos ni aventuras. Los deseos de colaboración del príncipe hubieron
de convertirse en órdenes, y las órdenes generaron rencores e incomprensión por
parte de los miembros del estamento, nacidos de su propia frustración e incapacidad.
El principado de Tiberio representa el desarrollo y consolidación de las
instituciones creadas por Augusto, especialmente en la estructura burocrática, el
sistema financiero y la organización provincial. Sin duda, el problema más crucial era
el financiero, por los enormes gastos que exigía el pago de las fuerzas armadas. Ello
obligó a Tiberio a emprender una política de ahorro, que, al repercutir sobre la plebe
urbana, le atrajo la impopularidad y el odio en Roma.
Esta impopularidad se vio agravada por una serie de fatales acontecimientos,
en el estrecho círculo del entorno imperial, que contribuyeron todavía más a la
transmisión de la imagen de un Tiberio hipócrita, sanguinario y pérfido. Tiberio había
adoptado a su sobrino Germánico, hijo de su hermano Druso. Al frente del ejército
estacionado en el Rin, emprendió dos campañas, entre el 14 y el 16, para intentar el
sometimiento de toda la Germania hasta el Elba. Pero los modestos éxitos militares no
parecían justificar los riesgos de esta conquista, y Tiberio hizo regresar a su sobrino a
Roma con el pretexto de confiarle una misión diplomática en Oriente. Allí Germánico,
en el desempeño de su misión, entró en conflicto con el gobernador de Siria, Cneo
Calpurnio Pisón. Poco después, moría y Pisón fue acusado de haberle envenenado. El
gobernador fue condenado, pero la orgullosa viuda de Germánico, Agripina, hija de
Agripa y Julia, acusó del complot también a Tiberio y concentró en torno a su persona
un partido de oposición contra el príncipe.
En este contexto, iba a intervenir un personaje, que la tradición considera como
una de las figuras más siniestras de la historia romana, el prefecto del pretorio, Lucio
Elio Seyano. Seyano concentró en un acuartelamiento dentro de Roma -los castra
praetoria- a las nueve cohortes pretorianas y, con ello, convirtió el cargo en uno de los
factores de poder más decisivos e imprevisibles del Principado. Gracias a la confianza
con que le honraba Tiberio, puso este poder, ilimitado e irresponsable, al servicio de
su propio interés, con la meta final de conseguir el trono. El ambicioso prefecto trató de
profundizar al máximo el abismo entre el emperador y Agripina y sus hijos, con el
círculo que los apoyaban. Tiberio, misántropo y amargado, decidió abandonar Roma y
retirarse a la isla de Capri, donde, si bien continuó cumpliendo sus deberes de
gobierno, acabó por perder su escasa popularidad. El retiro voluntario significó un
mayor alejamiento entre el senado y el emperador, mientras su favorito desplegaba sin
limitaciones su influencia sobre la capital. Seyano logró comprometer con documentos
a Agripina y a Nerón, su hijo mayor, hasta lograr que fueran enviados al exilio, donde
murieron; también Druso, el hijo menor, acusado de complot, fue retenido prisionero
en el palacio imperial.
Pero la excesiva prisa de Seyano en su camino hacia el poder terminó por
despertar las sospechas de Tiberio. En el año 31, puesto en guardia por Antonia la
Menor, la madre de Germánico, preparó a su antiguo favorito una trampa fatal: tras
nombrar a Sertorio Macrón nuevo prefecto del pretorio, lo envió a Roma con un
despacho, dirigido al senado, en el que denunciaba los manejos de Seyano. La alta
cámara reaccionó de inmediato con el encarcelamiento y posterior muerte del odiado
prefecto. La persecución de los partidarios de Seyano fue despiadada y desató una ola
de terror, en la que pereció el propio Druso, hecho morir de hambre en el palacio,
donde se encontraba prisionero. La anterior desaparición de Nerón, dejaba como
únicos miembros de la familia imperial, susceptibles de acceder al trono, al tercer hijo
de Agripina, Cayo, y al nieto de Tiberio, Gemelo.
Tiberio aún encontró fuerzas suficientes para continuar dirigiendo el Imperio
con mano firme desde su retiro, hasta su muerte en el año 37. Aunque no designaba
sucesor, instituía a Cayo y Gemelo como herederos a partes iguales de su fortuna
privada.
Al margen del trágico destino del emperador, su obra de gobierno permaneció
fiel a los principios de Augusto, y sus decisiones, conservadoras y prudentes, fueron
beneficiosas para la estabilidad y desarrollo del Imperio como sistema político-social,
en el marco de las estructuras romanas.
En la frontera (limes) septentrional del Imperio, tras las expediciones de
Germánico en el interior de Germania, Tiberio decidió interrumpir las acciones militares
y prefirió utilizar los recursos de la diplomacia. Sólo en el Bajo Danubio, en el reino
cliente de Tracia, hubo que reprimir la sublevación, en los años 21 y 26, de las tribus
indígenas. También en el largo confín oriental Tiberio trató de resolver a través de la
diplomacia la relación con los partos: el problema más grave seguía siendo el reino de
Armenia, donde, tras varias vicisitudes, fue entronizado un candidato de los romanos.
Así, con un gobierno firme y una honesta administración, Tiberio logró conservar
intacta la obra del fundador del Imperio y aseguró la continuidad de gobierno en el
ámbito provincial, al margen de las luchas por la conquista del Principado en el centro
de poder, Roma.

Calígula (37-41)
La indecisión de Tiberio en la elección de sucesor fue muy pronto resuelta en
favor del último hijo de Germánico, Cayo, conocido como Calígula, sobrenombre que
los soldados de su padre cariñosamente le daban, cuando, siendo niño, paseaba por
los campamentos con sus pequeñas botas reglamentarias de militar (caligae). A su
subida al trono, Cayo expresó su intención de colaborar con el senado, se preocupó
de acumular honores y privilegios en los miembros de su familia, distribuyó donativos
entre las fuerzas del ejército y la plebe, reclamó a los exiliados políticos y adoptó a
Gemelo, el nieto de Tiberio.
Pero estos comienzos moderados iban a dar muy pronto paso a un despotismo
de corte oriental, arbitrario y cruel, que la tradición achaca a una enfermedad mental,
sufrida por Cayo el mismo año de su subida al poder: tras desembarazarse de
Gemelo, el absolutismo del príncipe se volvió contra el senado, cuyos miembros,
obligados a abyectas bajezas, sufrieron el terror de los procesos de majestad.
Empujados al suicidio o sumariamente ajusticiados, las fortunas de las víctimas
senatoriales sirvieron a Calígula para emprender una política de dilapidación,
extravagante y caprichosa: espectáculos, fiestas, donativos y construcciones inútiles
rompieron el equilibrio financiero y agotaron los recursos del estado, tan
pacientemente ahorrados por Tiberio.
La profunda diferencia entre Cayo y Tiberio, manifestada en las relaciones con
el senado y en la política económica, se mostró también en materia religiosa. La
política religiosa de Tiberio fue tradicionalista y prudente y mantuvo en cauces de
moderación el culto imperial y las manifestaciones de lealtad de los provinciales. Cayo,
en cambio, procuró implantar un culto imperial, no sólo limitado a la apoteosis del
soberano difunto, sino tendente a la divinización del príncipe reinante. Esta
autodeificación se conecta con la intención de Cayo de convertir el Principado en una
monarquía absoluta, al estilo oriental o helenístico, sobre la base de un poder real -
ejército y guardia pretoriana- y la ruptura con las formas republicanas.
Las ofensas y humillaciones a la clase senatorial, el gratuito desprecio hacia
sus más cercanos colaboradores, las dementes medidas de política fiscal, con la
creación de nuevas tasas e impuestos, fueron el caldo de cultivo de conspiraciones
contra su persona. A una primera conjura de senadores y miembros de la propia
familia imperial, en el 39, ahogada en un río de sangre, siguió, en el año 41, una vasta
conspiración, que, con la participación de senadores, caballeros, colaboradores
íntimos y el propio prefecto del pretorio, logró finalmente su propósito: Calígula fue
asesinado.

Claudio (41-54)
La muerte de Cayo no podía significar ya la restauración de la República. Las
dudas del senado en la elección de un sucesor quedaron resueltas por la guardia
pretoriana con la aclamación como imperator de Claudio, el hermano de Germánico.
Claudio, tío de Calígula, tenía 52 años cuando aceptó la designación de la
guardia, a la que el senado se plegó finalmente. Su físico, poco agraciado, había
suscitado en su familia el desprecio y el olvido. Tolerado como inválido e imbécil y
excluido de los asuntos públicos, había vivido en el palacio imperial dedicado al
estudio, hasta convertirse en uno de los hombres más eruditos de su tiempo. Pero su
falta de experiencia en la administración no significaba que el nuevo príncipe
desconociera los deberes de un hombre de estado, que asumió con honradez y
sentido de la responsabilidad.
Augusto y Tiberio trataron de esconder la esencia monárquica del poder con la
apariencia de un principado civil bajo formas republicanas. Claudio, en cambio, en la
dinámica lógica del Principado, acentuaría la imagen del príncipe como cabeza del
ejército y de la administración y como supremo protector del Imperio. Así, dentro del
respeto legal y formal a la tradición, Claudio haría un uso más abierto del poder
monárquico y, por consiguiente, debía chocar necesariamente con la vieja aristocracia
senatorial.
El príncipe, conservador e innovador al mismo tiempo, desplegó durante su
gobierno una actividad múltiple en los distintos ámbitos de gobierno y administración.
Entre sus principales innovaciones está la creación de una administración estatal,
independiente de la autoridad tradicional del senado, en manos de una burocracia
centralizada, con departamentos especializados. Una secretaría general, ab epistulis,
clasificaba la correspondencia oficial, que era enviada a las secciones
correspondientes: a rationibus, encargada de las finanzas; a libellis, que se ocupaba
de todas las peticiones dirigidas al príncipe; a cognitionibus, para preparar la
correspondencia referida a casos jurídicos, directamente remitidos al emperador, y a
studiis, responsable de los proyectos administrativos. Estas oficinas fueron puestas
bajo el control de libertos de la casa imperial, como Narciso y Palante, de origen griego
y oriental, fieles a Claudio y competentes, pero también ambiciosos e intrigantes.
Importancia fundamental tuvo, sobre todo, la centralización del poder
financiero. El emperador cumplió el paso decisivo para la organización de la tesorería
imperial, el fiscus Caesaris, independiente de su patrimonio particular, controlado por
un procurator a patrimonio, cuyos fondos, sin embargo, se mezclarían cada vez con
más frecuencia. Pero también aumentó su intervención en el tesoro dirigido por el
senado, el aerarium Saturni, con el nombramiento de dos cuestores encargados de su
custodia. Esta centralización administrativa exigió el aumento de funcionarios
imperiales, los procuratores, extraídos del orden ecuestre. Así se propició el lento
surgimiento de una nueva nobleza, al margen de la aristocracia senatorial, destinada a
llevar sobre sus hombros el peso de la administración imperial.
También intervino Claudio activamente en la administración de la justicia, que
le gustaba impartir personalmente, al margen del procedimiento ordinario de los
jueces. Los procuratores fueron dotados de poder jurisdiccional, que, aun limitado a
los casos financieros, recortaban un campo tradicional de competencia del senado. En
todo caso, el interés personal del emperador por la jurisdicción promovió una mejor
organización de los tribunales y un considerable cuerpo de legislación, parte integrante
del derecho romano.
La política provincial de Claudio, aunque inspirada en los principios de
prudencia trazados por Augusto, hubo de atender a reparar los errores cometidos
durante el reinado de Calígula. En general, Claudio manifestó su voluntad de
incorporar al ámbito provincial y, por consiguiente, al dominio directo de Roma,
algunos de los viejos estados clientes, como el reino de Mauretania -transformado en
dos provincias, la Tingitana y la Cesariensis-, Licia, Tracia y Judea. Pero, sin duda, el
acontecimiento de política exterior más conocido fue la conquista de Britania. Claudio
personalmente se hizo cargo de la dirección de las operaciones. El territorio
conquistado, extendido a la mitad sur de la isla, fue convertido en provincia, protegida
con un sistema permanente de fortificaciones.
El interés de Claudio por la cohesión del Imperio y por el desarrollo dinámico de
las fuerzas provinciales se manifestó, sobre todo, en la generosa y original actitud del
emperador en materia de derecho de ciudadanía. El emperador fomentó la
romanización no sólo con concesiones individuales de ciudadanía, sino, sobre todo,
con el otorgamiento del estatuto municipal a centros provinciales con una larga
tradición urbana, que extendieron el derecho de ciudadanía pleno o su escalón previo,
el ius Latii, a buen número de ciudades del Imperio. Paralelamente, llevó a cabo
numerosos asentamientos coloniales de veteranos, sobre todo, en Italia, las Galias y
las provincias renanas y danubianas. Uno de ellos, la Colonia Ara Claudia, la actual
Colonia, todavía conserva en su nombre este origen.
El fin del reinado de Claudio estuvo ensombrecido por las intrigas en su íntimo
entorno. Claudio, tras dos primeros matrimonios, volvió a casarse, sucesivamente, con
Valeria Mesalina y Agripina. Mesalina, licenciosa y cruel, sacrificó a un buen número
de víctimas de la clase senatorial y ecuestre para conseguir la satisfacción de sus
deseos y ambiciones. Pero sus crímenes e infidelidades fueron creando alrededor de
ella una oposición, que, finalmente, logró arrancar del emperador su condena a
muerte. La desaparición de la emperatriz dejaba el camino libre a Agripina la Menor,
hermana de Calígula y, por consiguiente, sobrina de Claudio. El libertinaje y la avidez
de Mesalina fueron sustituidos por la ilimitada ambición de Agripina, concentrada en
lograr el trono imperial para su hijo Nerón, nacido de un anterior matrimonio con un
noble de la vieja aristocracia, Cneo Domicio Ahenobarbo.
La nueva emperatriz utilizó a su servicio la máquina del terrorismo judicial para
eliminar a sus rivales o aumentar sus medios de poder, con el expediente de los
procesos de lesa majestad. Claudio tenía un hijo, Británico, de su matrimonio con
Mesalina, pero Agripina logró que el emperador adoptase a Nerón y lo reconociera
como tutor del más joven Británico. Preocupada porque la sucesión se le escapase,
Agripina forzó la situación y, de acuerdo con el prefecto del pretorio, Afranio Burro,
envenenó a Claudio y precipitó la proclamación de su hijo como nuevo princeps por los
propios pretorianos. Al año siguiente era eliminado Británico.
El destino personal de Claudio y las intrigas de corte contarían más, en la
imagen negativa que la tradición nos ha trasmitido sobre el emperador, que los largos
años de atención devota por los problemas del Imperio. Claudio hizo un honesto
esfuerzo por desarrollar los principios implícitos en el régimen de Augusto, que
obligaban a una mayor centralización del poder en manos del princeps y a un paralelo
debilitamiento de las tareas de la tradicional clase gobernante. Con ello, se granjeó el
rencor de la vieja aristocracia senatorial y destruyó en buena medida el delicado
balance del Principado, abriendo el camino a nuevas e inciertas experiencias de
gobierno.

Nerón (54-68)
Nerón tenía diecisiete años cuando fue aclamado imperator por los pretorianos
-que recibieron un donativo de 15.000 sestercios por cabeza- y reconocido, a
continuación, por el senado. Había recibido una educación de príncipe en el palacio
imperial, dirigida por Agripina, con la colaboración de preceptores escogidos, que le
inculcaron los principios de la cultura helenística y el ejercicio de las artes liberales.
Pero la educación política del joven Nerón estuvo, sobre todo, en las manos de dos
protegidos de la emperatriz, el filósofo, de origen hispano, Séneca, y el prefecto del
pretorio, Afranio Burro. Tanto Séneca como Burro eran defensores del despotismo
como condición indispensable de una firme administración del Imperio, aunque dentro
del respeto a la legalidad, que asegurase a la aristocracia senatorial la salvaguardia, al
menos, de su condición social, sus privilegios formales y sus fuentes financieras.
Ambos se aliaron para asumir de común acuerdo las tareas de gobierno, una vez que
Nerón fue elevado al trono.
Y efectivamente, bajo la influencia de Séneca y Burro, Nerón inauguró su
reinado con una escrupulosa observancia formal de la tradición. Así se acuñó en la
tradición la etiqueta del quinquennium aureum, cinco años dorados de moderación,
frente a la espiral de locura y violencia que marca los restantes años del reinado,
cuando, muerto Burro y alejado Séneca, Nerón despliega todos los rasgos negativos
del tirano. Pero el reinado de Nerón no es tanto la contraposición entre dos etapas de
gobierno -unos comienzos dorados y su posterior degeneración-, como la progresiva
emancipación de un joven soberano, educado en los principios del despotismo, que
desarrollará finalmente en una descabellada acción personal.
El programa político de Séneca y Burro tendía a afirmar el absolutismo
monárquico en un difícil compromiso con las aspiraciones senatoriales y en abierta
contraposición con el ideario de la madre del emperador, Agripina, y de sus
partidarios, deseosos de conservar la orientación de gobierno dada por Claudio, con la
pretensión de lograr un real ejercicio del poder. El violento choque de los dos partidos
terminó pronto con la pérdida de influencia política de la emperatriz, que dejó de contar
con una significación real en la gestión de los asuntos públicos y, finalmente, fue
alejada de palacio. Pero el absolutismo monárquico que entrañaba este programa
tenía que obrar necesariamente en detrimento de la autoridad del senado. Y así, en la
práctica, la dirección del gobierno quedó firmemente en manos del emperador y de sus
consejeros.
A finales del año 57, el inestable equilibrio entre el programa de despotismo y
la salvaguardia de los privilegios senatoriales sufriría el primer choque con un oscuro
proyecto de reforma fiscal, que significó la primera fricción seria con el estamento
senatorial. Era lógico que se formase una facción ideológica y política antineroniana,
que echaba por tierra las esperanzas del régimen en un senado dócil, convertido casi
en un cuerpo de funcionarios. Esta actitud debilitó paralelamente la posición de los
consejeros del emperador, partidarios del entendimiento con el senado, y permitió la
entrada en escena de un nuevo personaje, que iba a ejercer una fuerte influencia
sobre Nerón: Popea Sabina. Convertida en amante del príncipe, Popea, ambiciosa y
exclusivista, convenció a Nerón para que se desembarazarse de los obstáculos que le
impedían el despliegue de sus cualidades personales. Y Agripina, enemiga de la
nueva competidora, era el primero de ellos: Nerón planeó, así, la muerte de su madre,
que fue consumada entre detalles siniestros.
La muerte de Agripina rompió un difícil equilibrio de influencias, que actuaban
de contrapeso a la cada vez más decidida voluntad de Nerón de imponer un gobierno
personal de carácter despótico. Y, aunque Séneca y Bruto siguieron conservando su
influencia, Nerón comenzó a desarrollar personalmente un programa "cultural", con la
clara voluntad de transformar no sólo las bases de gobierno, sino la propia sociedad
romana.
Nerón quiso fundamentar su monarquía en bases teocráticas de inspiración
helenística, pero al mismo tiempo trató de imponer una estética, también de raíces
griegas, opuesta al clasicismo tradicional, restaurado por Augusto. En esta mezcla de
programa político y cultural, conocida como "neronismo", el emperador debía
representar el ideal que trataba de imponerse al mundo, y convertirse en el héroe
inimitable, al que habían tendido como modelo los monarcas helenísticos.
El programa chocaba con dos obstáculos insalvables: su abierta contradicción
con la tradición romana y la forma de imposición despótica con que pretendió
desarrollarse. Por ello, la historiografía antigua, influida por los círculos senatoriales,
ha reducido injustamente todo el complejo al insensato capricho de un príncipe vicioso
y exhibicionista, cruel y lascivo, deseoso de mostrar en público sus dudosas
cualidades de actor, poeta y auriga.
Sin embargo, la plebe aceptó con entusiasmo la nueva política cultural, y una
gran parte de la clase ecuestre la apoyó. Sólo, en el ambiente senatorial, surgió un
grupo decididamente adversario de esta política, que Nerón trató de contrarrestar con
el reforzamiento del entorno intelectual, sostenedor del programa: un círculo literario-
filosófico, concebido como grupo ideológico y político, que debía apoyar al emperador
a precipitar la reforma del estado romano en una monarquía greco-oriental.
Estas tendencias sólo podían ir en detrimento de la influencia de los viejos
consejeros, como Séneca, y de la importancia de los senadores tradicionales. El
fortalecimiento del nuevo grupo político e ideológico de Nerón tendrían pronto
repercusiones para la nobleza tradicional. En el 62, se renovaron los procesos de lesa
majestad, y, bajo la instigación del siniestro prefecto del pretorio Tigelino, comenzó
una represión sistemática contra la aristocracia senatorial.
Nerón, frente a una nobleza, herida en su dignidad, hostil y aterrorizada, buscó
todavía más el reconocimiento popular con generosas donaciones, nuevos
espectáculos y costosas construcciones. En el verano del año 64, estalló en Roma un
incendio, probablemente fortuito, que causó numerosas víctimas y destruyó un tercio
de la ciudad. Nerón procedió a su rápida reconstrucción, con un plan urbanístico,
moderno y grandioso, para hacer de Roma una ciudad más bella y más segura. Los
cuantiosos gastos de este proyecto extendieron la hostilidad hacia el emperador, que
fue acusado de haber provocado el incendio. Nerón, sensible a la opinión popular, se
vio en la necesidad de buscar un chivo expiatorio y lo encontró en los cristianos, que,
como grupo religioso, distinguido ya claramente de los judíos, era odiado por sus
prácticas secretas y mal interpretadas. Un buen número de cristianos, acusados de
incendiarios, fueron llevados a juicio y condenados a morir crucificados o devorados
por las fieras en los juegos de circo. La persecución, que estuvo limitada a Roma,
perdió pronto su vigor, pero la tradición cristiana consideraría desde entonces a Nerón
como uno de sus peores enemigos, imagen y encarnación del Anticristo.
Los enormes gastos que generaba la conducción del programa cultural y
populista de Nerón, incrementados por las dificultades de política exterior, generaron
un creciente malestar, que extendido a grupos heterogéneos en el propio entorno del
emperador, se materializó, el año 65, en una conspiración de palacio, con el objetivo
de asesinar a Nerón y sustituirlo por el noble Cayo Calpurnio Pisón, miembro de una
de las viejas familias republicanas supervivientes. Pero la conjura fue descubierta con
una delación y salvajemente reprimida con una ola de condenas a muerte o suicidios
forzados, en los que, con la elite política e intelectual de Roma, desaparecieron
prácticamente todos los restos de la vieja nobleza: el propio Pisón, Séneca, el poeta
Lucano, el refinado Cayo Petronio...
Nerón, enfrentado a la aristocracia senatorial e insensible a los problemas de
la administración provincial y a las necesidades del ejército, persistió en su objetivo de
exaltar la majestad imperial y los ideales de soberano absoluto de corte helenístico-
oriental, con un viaje a Grecia, en el año 66, en el contexto de unos grandiosos e
ilusorios proyectos orientales. Pero el emperador hubo de interrumpir su triunfal viaje,
en enero del 68, por las alarmantes noticias que llegaban de Roma y que, finalmente,
causarían su caída.
El reinado de Nerón parece haber mostrado un escaso interés por las
provincias, que apenas experimentaron iniciativas positivas del gobierno central. La
vida del Imperio siguió discurriendo bajo el signo, ya marcado por Augusto y sus
sucesores, de un desarrollo pacífico y próspero, por los cauces de la simple rutina.
El peso de la política exterior estuvo inclinado hacia Oriente, donde continuaba
el viejo problema de Armenia, que fue solucionado, tras infructuosas acciones bélicas,
con un arreglo diplomático: Tirídates sería entronizado, pero recibiría la corona de
manos de Nerón, en Roma. La teatral ceremonia, que acarreó gigantescos gastos, se
celebró en el año 66, y el inútil gesto significó el virtual abandono de Armenia a la
influencia parta. A finales del reinado, estalló una violenta rebelión en Judea. Nerón,
alarmado, decidió encargar su represión a un soldado experimentado, el futuro
emperador Tito Flavio Vespasiano, que fue sometiendo el país palmo a palmo antes
del asalto final a Jerusalén.
La negligencia de Nerón en la dedicación a los problemas provinciales amplió
el círculo de los descontentos hasta degenerar en rebelión abierta contra el trono. El
movimiento desencadenante de la caída de Nerón partió de la Galia y fue acaudillado
por el propio legado de la Lugdunense, Cayo Julio Vindex, que estaba en contacto con
el gobernador de la Hispania Citerior, Servio Sulpicio Galba, cuyo nombre propuso
como sucesor de Nerón. Pero las legiones del Rin permanecieron fieles al príncipe, y
su legado, Verginio Rufo, acudió a sofocar la revuelta. Por su parte, Galba había ya
tomado la decisión de rebelarse y se preparó a intervenir contra Nerón, arrastrando a
su causa al legado de la vecina provincia de Lusitania, Salvio Otón, el primer esposo
de Popea. El golpe decisivo, sin embargo, tuvo lugar en la propia Roma. Cuando
Nerón se decidió por fin a actuar militarmente, ya Verginio Rufo había decidido
ponerse a disposición del senado, que, por su parte, trató con los emisarios de Galba y
sustrajo al emperador su último recurso, la guardia pretoriana. Nerón, completamente
aislado, fue declarado enemigo público por el senado y, tras huir de Roma, puso fin a
su vida, el 9 de junio del año 68. Con él, desaparecía el último representante de la
casa de Augusto. Tras un año de guerra civil, un nuevo emperador, Tito Flavio
Vespasiano, surgido de la burguesía italiana, implantaría una nueva dinastía, la flavia.

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La dinastía flavia y los emperadores “adoptados”
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José Manuel Roldán Hervás

1. El año de los cuatro emperadores (68-69)

La extinción de la dinastía julio-claudia con la muerte de Nerón en el año 68


d.C. desencadenó la guerra civil: una lucha por la sucesión al Imperio que se prolongó
a lo largo de casi dos años y que se conoce como “el año de los cuatro emperadores”,
expresión que señala el caos de un período en el que, tras la sucesión de tres
efímeros representantes del poder, iba a asentarse en Roma una nueva dinastía, la
flavia.
Fue Sergio Sulpicio Galba, gobernador de la Hispania Citerior, el primero que
fue reconocido como emperador por los pretorianos y el senado. Pero sus intentos de
sanear las maltrechas finanzas del estado con una rígida política de austeridad le
enajeron el apoyo popular y, sobre todo, el de los pretorianos, que finalmente
consiguieron eliminarlo, aclamando como sustituto a Salvio Otón, que había sido
gobernador de Lusitania.
Otón intentó en Roma una política de conciliación, que no satisfizo a nadie:
recompensó generosamente a los pretorianos y proclamó ante el senado sus
propósitos de restablecer el orden y el equilibrio. Pero, mientras tanto, los ejércitos
estacionados en el Rin proclamaron emperador a su legado Aulo Vitelio, que, tras
obtener el reconocimiento de las restantes fuerzas militares estacionadas en
Occidente, dirigió sus ejércitos a Italia. Otón, sin esperar la reacción de los ejércitos de
Oriente, acudió con las tropas de Roma al encuentro de los vitelianos. En el valle del
Po, en Bedriacum, cerca de Cremona, Otón, derrotado, se quitó la vida (abril del 69) y
Roma fue ocupada por un ejército indisciplinado y ávido de botín. Pero la política
corrupta y populista del nuevo emperador, la violenta represión de sus oponentes y los
favores dispensados a las tropas del Rin, a quienes debía el trono, inclinaron contra
Vitelio a los ejércitos de Oriente y del Danubio, que se habían mantenido hasta ahora
a la expectativa, proclamando emperador a Tito Flavio Vespasiano, el general que
Nerón había enviado para reprimir la sublevación judía (1 de julio del 69).
Los ejércitos pronunciados marcharon sobre Italia en nombre de Vespasiano.
Otra vez en pocos meses, la Italia septentrional sería el escenario de la lucha por el
poder. Cerca de Cremona, las tropas desmoralizadas, enviadas por Vitelio, se dejaron
vencer, mientras en Roma la guardia germana, fiel al emperador, sofocaba en sangre
los desórdenes promovidos por los agentes de Vespasiano. Finalmente, la ciudad fue
tomada al asalto y Vitelio fue brutalmente asesinado (diciembre del 69). El senado se
apresuró a reconocer a Vespasiano como emperador.
No obstante, aún era necesario resolver dos focos de rebelión, surgidos en
sendos ámbitos del Imperio en los años precedentes. En el Rin, un jefe bátavo, Julio
Civilis, se aprovechó de la debilidad de los efectivos romanos, para rebelarse contra
Roma con el apoyo de tribus galas y germanas, proclamando un "Imperio de las
Galias", que se deshizo tras el envío a la zona de un ejército de ocho legiones al
mando del enérgico y conciliador Petilio Cerialis. Mientras, en Judea, donde
Vespasiano trataba desde los últimos años del gobierno de Nerón de sofocar una
violenta sublevación, se hizo cargo de las operaciones su hijo Tito. Los últimos
rebeldes se hicieron fuertes en Jerusalén, que fue tomado al asalto, el año 70, tras un
duro asedio. La ciudad fue destruida y el templo, incendiado. Los judíos que no fueron
asesinados o vendidos como esclavos, iniciaron un largo y doloroso exilio, conocido
con el nombre de diáspora (dispersión). Así, cuando Vespasiano llegaba a Roma, en
octubre del 70, estaba restablecido en el Imperio el orden y la paz.
Con la llegada al poder de Vespasiano se cerraba un grave período de crisis,
que, por primera vez, había puesto en tela de juicio el régimen fundado por Augusto.
Si hasta el momento el Principado se había sustentado en un precario equilibrio de
poderes entre el príncipe y el senado, la revuelta que puso fin al reinado de Nerón
mostró que las fuerzas reales del régimen ya no estaban sólo en Roma. La
intervención de los ejércitos provinciales puso al descubierto, como señala Tácito, el
“secreto del Imperio”: los emperadores podían hacerse no sólo fuera de Roma, sino
también al margen de la familia julio-claudia.
Con Vespasiano, un representante de la burguesía municipal italiana, ajeno a
la vieja aristocracia romana, se manifiesta, por vez primera, la fuerza, tradicional y
renovadora al mismo tiempo, de una nueva clase dirigente surgida al servicio del
Principado. Su gobierno utilizará esta fuerza como elemento integrador para llevar a
cabo la necesaria y urgente restauración del régimen político, la paz social y el
bienestar y seguridad del Imperio.

2. Los Flavios

Vespasiano (69-79)
Prudente y honrado, realista y enérgico, el nuevo emperador emprendió tras la
subida al poder un programa de restauración del estado desde la óptica conservadora
y tradicional de la burguesía municipal itálica, con una múltiple actividad en los campos
de la política, la administración, las finanzas, el ejército y el mundo provincial.
Los diferentes experimentos abortados de gobierno, que se suceden tras la
muerte de Nerón, exigían, ante todo, una redefinición del poder imperial para asegurar
la autoridad del príncipe en Roma, Italia y el imperio. Vespasiano, partiendo del
modelo augústeo, decidió institucionalizar este poder con la intención de hacerlo
legalmente absoluto, prescindiendo de las ambigüedades que lo disfrazaban con
viejas formas republicanas. Una lex de imperio confería en bloque al emperador el
imperium maius y la tribunicia potestas, que constituían desde Augusto los pilares del
poder imperial, con otras prerrogativas y privilegios, destinados a convertirlo de facto
en absoluto. Pero también, como Augusto, quiso Vespasiano solucionar el difícil
problema de la transmisión del poder para darle mayor estabilidad, con la voluntad
explícita de fundar una dinastía, proclamando como herederos del Principado a sus
hijos. El mayor, Tito, fue asociado al trono, como coadjutor del emperador, con plenos
poderes; el menor, Domiciano, aunque sin poderes efectivos, recibió los títulos de
César y "príncipe de la juventud" (princeps iuventutis), como sucesor designado. Esta
voluntad dinástica, que llevaba los gérmenes de una monarquía absoluta, fue
subrayada por una cierta tendencia a la exaltación sagrada: la "casa imperial" fue
designada como domus divina; los miembros difuntos de la familia imperial recibieron
el apelativo de divus.
La restauración política exigía también una depuración de los estamentos
privilegiados de la sociedad, los órdenes senatorial y ecuestre, para convertirlos en un
dócil y eficaz instrumento de la administración del Imperio. En el año 73, Vespasiano,
nombrado censor con Tito como colega, modificó profundamente la asamblea
senatorial, con la expulsión de sus miembros indignos y el nombramiento de un buen
número de nuevos senadores, extraídos del mismo medio social de donde él procedía,
la burguesía de las ciudades italianas y la elite "colonial", instalada en las provincias
más romanizadas.
En cuanto al orden ecuestre, se convirtió cada vez más en instrumento
imprescindible de la administración al servicio del emperador. Los caballeros, también
reclutados de las ciudades itálicas y provinciales, sustituyeron a los libertos imperiales
en los cargos directivos de la administración central y en las procuratelas encargadas
de la recaudación de impuestos en las provincias.
La guerra civil había dejado un pesado lastre de ruina y miseria en Roma e
Italia, que era preciso superar para hacer realidad una política de orden y bienestar.
Para ello se necesitaba una enérgica reorganización de las finanzas públicas, que
permitiera aumentar los recursos del estado, y a esta tarea aplicó Vespasiano sus
dotes de prudente y ahorrativo administrador, que le acarrearon injustamente
reputación de avaro. La eficaz gestión de Vespasiano en el ámbito de las finanzas
permitió la inversión de gigantescos medios en obras de interés público, con
beneficiosos efectos para una recuperación económica general. Sobre todo, se
emprendió una ambiciosa política constructiva para aumentar el esplendor de la Urbe,
que, al mismo tiempo, proporcionó abundante trabajo a las masas ciudadanas. Una de
las primeras empresas, con carácter simbólico y emblemático, fue la reconstrucción
del templo de Júpiter, en el Capitolio, destruido durante la guerra civil. A su lado, se
construyeron otros templos, edificios y espacios públicos, como un nuevo Foro, y se
iniciaron las obras de un nuevo palacio imperial en el Palatino y de un gigantesco
anfiteatro, el famoso Coliseo. Vespasiano, también preocupado por el abastecimiento
de una ciudad que había alcanzado el millón de habitantes, levantó grandes depósitos
para el almacenamiento de trigo y otros víveres (horrea Vespasiani). Y, por lo que
respecta a Italia, se reconstruyeron ciudades destruidas y se amplió la red viaria.
Durante los Julio-Claudios, las bases de sustentación del Principado habían
estado en Roma e Italia. El mundo provincial, a pesar de ciertos esfuerzos
intermitentes, constituía, ante todo, un ámbito de explotación económica y una fuente
de enriquecimiento para el estado y para los empresarios romanos e itálicos. Pero, con
la extensión de la paz y de la seguridad en el interior del Imperio, el dominio romano
había generado en las provincias un proceso de aculturación y un creciente desarrollo
económico, que obligaba a considerarlas como parte fundamental y activa del edificio
político del Principado. La política provincial, iniciada por Vespasiano, atenderá a la
integración y a una más activa participación de las provincias en el marco del Imperio.
En la línea de Augusto y de Claudio, Vespasiano trató de favorecer la urbanización y la
promoción jurídica de las ciudades del Imperio, sobre todo en Occidente. Hispania,
que había experimentado un creciente proceso de romanización, recibió de
Vespasiano el ius Latii, esto es, el derecho latino. Conocemos un buen número de
ciudades hispanas que, haciendo uso de este derecho, se organizaron como
municipios, con el apelativo de Flavium, así como fragmentos de leyes, grabadas en
bronce, que regulaban su funcionamiento. Tales son las leyes de los municipios flavios
de Malaca (Málaga), y de Salpensa e Irni, en la provincia de Sevilla.
Aunque menos visible que en Hispania, también las otras provincias
occidentales - África, Britania y las Galias- se beneficiaron de esta política de
integración provincial, con la implantación de colonias y la construcción de nuevas
rutas, que extendieron los modos de vida romanos y favorecieron el desarrollo
económico.
En política exterior, Vespasiano mantuvo los principios de prudencia y
seguridad seguidos por Augusto, si bien hubo de atender a problemas nuevos
surgidos en los límites del Imperio. A excepción de dos unidades, acuarteladas en
provincias interiores - Hispania y Judea- , el grueso de las legiones -veintinueve en
total- fue distribuido a lo largo de las provincias fronterizas en campamentos estables
levantados en piedra, con una misión de vigilancia permanente, como única fuerza de
defensa del Imperio. Con sus correspondientes tropas auxiliares, irán constituyendo
los primeros limites, sistemas defensivos, concebidos como "fuerza de disuasión", en
las diferentes fronteras: África, Britania, el Rin, el Danubio y el amplio frente oriental.
En Occidente, las mayores dificultades estaban en el Rin y el Danubio.
Vespasiano puso los cimientos de un limes fortificado, confiado a ocho legiones,
establecidas a lo largo de la orilla izquierda del Rin. Pero, sobre todo, se preocupó de
ocupar el ángulo entre los altos cursos del Rin y Danubio, al sur de la Selva Negra. La
región fue conquistada y repoblada con indígenas, obligados a pagar un diezmo a
Roma: de ahí, el nombre de "Campos decumados" (agri decumates) con que sería
conocida. Además de un alto valor estratégico, la ocupación de la zona adquirió un
gran significado desde el punto de vista económico, al permitir la comunicación entre
las ciudades de ambos ríos.
En la larga línea del Danubio, una serie de pueblos, de estirpe sueva y
sármata, significaban para el Imperio una amenaza permanente. Vespasiano intentó
fortificar esta frontera con el establecimiento de ocho legiones en las provincias de
Panonia y Mesia y la constante vigilancia del río por dos flotas fluviales. No obstante,
la defensa danubiana dejaría pendiente una zona débil en el curso medio del río, la
actual Rumanía, poblada por tribus dacias, sólo definitivamente resuelta por Trajano.
En la frontera oriental, el latente peligro que significaba el imperio parto decidió
a Vespasiano a sustituir el sistema augústeo de los estados clientes, entre Roma y
Partia, por un territorio provincial compacto y defenderlo con una sólida línea
defensiva, desde el mar Negro al desierto de Arabia. En consecuencia, anexionó los
dos últimos reinos vasallos de Anatolia, Comagene y Armenia Menor, y reorganizó la
administración de las provincias orientales: Comagene fue unida a Siria, Armenia
Menor se convirtió en provincia, y se reagruparon, en una sola unidad administrativa,
Galacia y Capadocia. De este modo, Roma controlaba ahora directamente todos los
pasos del Éufrates y la red de comunicaciones entre Asia Menor, Armenia y Partia.

Tito (79-81)
La muerte de Vespasiano, en el año 79, dejó solo al frente del Imperio a su hijo
mayor Tito, que, desde la guerra civil, había colaborado estrechamente con su padre
en la afirmación del nuevo régimen. Cónsul con Vespasiano en el año 70, fue
investido, más como corregente que como heredero, de todas las prerrogativas del
poder imperial. Apenas reinaría dos años, en los que mostró cualidades de hombre de
estado, que le granjearon la popularidad y la devoción de las masas. La propaganda lo
definió como "delicia del género humano", pero, en contrapartida, otras fuentes
califican su reinado de "feliz por su brevedad".
Numerosas catástrofes marcaron su reinado, como la famosa erupción del
Vesubio del 79, donde quedaron sepultadas las ciudades de Pompeya, Herculano y
Estabia, un nuevo incendio de Roma y una epidemia de peste, a cuyo remedio acudió
con atenta dedicación y generosidad.
Las líneas maestras de gobierno, trazadas por Vespasiano, apenas sufrieron
correcciones y continuó, con mayor prodigalidad, el vasto programa de obras públicas
iniciado por su padre, tanto en Roma -unas termas y el arco de triunfo por la victoria
sobre Judea-, como en las provincias, con la extensión de la red de calzadas. Su
muerte, en el año 81, dejaba el trono en manos de su hermano menor, Domiciano.

Domiciano (81-96)
Aunque designado como heredero al trono, Domiciano no tuvo, durante los
gobiernos de su padre y de su hermano, una participación real en el poder. Las
fuentes, de inspiración aristocrática, le achacan un temperamento orgulloso, violento y
autoritario, mediatizadas por sus experimentos de gobierno, de tendencias
absolutistas, que han dejado en la sombra sus cualidades de buen administrador y
hombre de estado.
Domiciano prosiguió en Roma e Italia la prudente política de administración y el
programa de construcciones y evergetismo de la dinastía. También en las provincias
se prosiguió la política de integración y romanización iniciada por Vespasiano, que
comenzó a dar sus frutos, sobre todo, en lo que respecta al desarrollo de los estatutos
jurídicos municipales. Y por lo que respecta a la política exterior, el emperador trató de
mantener los resultados alcanzados en los años anteriores, con intervenciones en los
sectores más urgentes, que condujeron a resultados positivos, aunque limitados.
En el limes renano, Domiciano llevó a cabo sucesivas campañas contra los
catos, que, aunque sin concluirse con una victoria clamorosa, permitieron el
reforzamiento y la ampliación de las posesiones romanas en el Rin y plantaron las
premisas para la instalación de una línea fortificada (el limes germanicus), que, llevada
a término en el siglo siguiente, sirvió para contener eficazmente la presión de los
bárbaros.
También en la península Balcánica Domiciano, a partir del 86, se empeñó a
fondo en una serie de expediciones militares para garantizar a Roma el dominio de la
Dacia, al norte del Danubio; la inteligente acción de Decébalo, jefe de las tribus dacias
y getas no le permitió sin embargo conseguir los resultados estratégicos previstos; tras
haber intentado repetidamente aniquilar al enemigo, el emperador se resignó a llegar a
un acuerdo con Decébalo (89), que se reconoció aliado de Roma y asumió la tarea de
defender el Danubio a cambio de que Roma le asegurase su contribución técnica y
financiera.
La conducción de esta política exterior, prudente y enérgica, le aseguró a
Domiciano el respeto y la popularidad de las fuerzas militares, compartidos por los
pretorianos y la población de Roma e Italia, que, no obstante, se contrarrestaría con la
encarnizada oposición por parte del estamento senatorial.
Si Vespasiano había tratado de afirmar el poder imperial con su decisión de
fundar una dinastía, Domiciano, en un proceso lógico, daría otro paso adelante con un
intento, complejo y decidido, de modificar en sentido absolutista la figura del príncipe.
Los mismos círculos aristocráticos e intelectuales que habían criticado el régimen
autoritario de Vespasiano, se volvieron ahora contra su sucesor, que subrayaba con
mayor intensidad los caracteres absolutistas de su gobierno proclamándose
oficialmente dominus et deus, "señor y dios". Estas tensas relaciones entre el
emperador y la aristocracia senatorial terminarían en abierta ruptura tras el abortado
levantamiento militar del legado de Germania Superior, Antonio Saturnino, en el año
89, ferozmente reprimido. Y la persecución se extendió, incluso, al propio entorno
inmediato del emperador, con una ola de sospechas y delaciones, que desataron la
violencia política más arbitraria. En el año 96, se fraguó finalmente la conspiración
definitiva, en la que, con varios miembros del orden senatorial y libertos de la casa
imperial, participó la propia emperatriz y los dos prefectos del pretorio. Domiciano fue
apuñalado en su cámara, y los conjurados ofrecieron el trono a un viejo senador,
Marco Coceyo Nerva. Se extinguía así la dinastía flavia tras permanecer en el poder
veintisiete años.

3. El principado adoptivo

Con la llegada al poder de Nerva, el sistema hereditario de gobierno es


sustituido por el nuevo principio de la adopción. De acuerdo con él, la designación al
trono no tiene en cuenta consideraciones dinásticas, sino sólo los méritos personales.
El nuevo sistema, posibilitado por la falta de descendencia directa de los sucesivos
príncipes, permitió desarrollar el principio de la “adopción del mejor”, mantenido por la
aristocracia senatorial, de acuerdo con las teorías políticas de la filosofía estoica: la
sucesión al poder no debía estar determinada por vínculos de parentesco, sino sólo
por las virtudes morales y la capacidad política del designado. Por muchas razones, la
época es considerada como la edad áurea del Imperio, en la que el sistema imperial
alcanza su plena madurez en los ámbitos político, económico, social y cultural. No
obstante, en esta época de equilibrio y de bienestar general, se incuban gérmenes
desestabilizadores, que se harán presentes en el siglo III.
Nerva (96-98)
Nerva, un anciano representante de la aristocracia senatorial, no contaba con
el apoyo de los pretorianos y el ejército. Ante las amenazas de sublevación, Nerva
decidió adoptar, asociándolo al trono, a uno de sus generales más prestigiosos, el
legado de Germania Superior Marco Ulpio Trajano, que logró mantener la lealtad de
las tropas. El senado fue el principal beneficiario del cambio de régimen, que, según
Tácito, venía a combinar dos cosas inconciliables, el Principado y la libertad. Así,
cuando murió, a comienzos del año 98, Trajano, gracias a la previsión de Nerva, era
ya dueño del poder.

Trajano (98-117)
Con Trajano llega al poder por vez primera un romano procedente del mundo
provincial. Nacido en Itálica (Santiponce, cerca de Sevilla), procedía de una antigua
familia, de origen italiano, establecida en la Bética. Hijo de un prestigioso general, era,
ante todo, un homo militaris, un militar experto, con amplia popularidad en el ejército.
Aceptado sin discusión como nuevo príncipe, Trajano, desde los comienzos de su
reinado, mantuvo, en la línea de Nerva, las apariencias formales de respeto al senado,
que otorgó al príncipe, en correspondencia, el título de Optimus.
Pero bajo estas apariencias tradicionalistas el gobierno de Trajano continuó
siendo absoluto. Trajano propuso el modelo de emperador que, al margen de un
despotismo arbitrario, sirve a los intereses del estado, como supremo administrador.
Con su múltiple y eficaz actividad en los campos de la política exterior y de la
administración, el emperador contribuyó en gran medida a la materialización de esta
imagen del buen gobernante y a la calificación de su reinado como la época más feliz
del Imperio.
Su reinado dio un paso adelante en la transformación del régimen imperial en
una monarquía administrativa. Continuó aumentando el papel de la administración
imperial, en detrimento de las competencias del senado, con la multiplicación del
número de funcionarios imperiales, los procuratores ecuestres, tanto en las oficinas
centrales como en la gestión financiera de las provincias. Los grandes gastos que
exigía el funcionamiento de la máquina imperial obligaban a prestar una atención
preferente a la administración financiera, que Trajano logró mejorar sin tener que
recurrir a una mayor presión fiscal. Estas mejoras, unidas a una política exterior
conquistadora y rentable, permitieron continuar la política estatal de bienestar, por
encima de las posibilidades reales de un Imperio que daba ya las primeras señales de
una crisis económica generalizada.
Trajano afrontó el múltiple problema con distintas provisiones. Obligó a los
senadores de origen provincial a invertir un tercio de sus bienes en Italia, en
propiedades agrícolas, pero, sobre todo, desarrolló la institución asistencial de los
alimenta, ideada por Nerva: préstamos perpetuos a bajo interés -el 5 %- , concedidos
a agricultores italianos con la garantía de sus tierras, cuyos réditos se dedicaban a la
manutención de niños pobres. Se atendía, así, al doble fin de promover la agricultura
en Italia y favorecer el crecimiento demográfico.
Por lo demás, el interés demostrado por Italia se extendió a las provincias, con
un estricto control de la gestión de gobierno y el favorecimiento del desarrollo urbano y
de la red viaria, que contribuyeron a un mayor desarrollo del comercio.
Por última vez en la historia del Imperio, con Trajano se desarrollaría una
política exterior agresiva, de fines imperialistas, con dos objetivos: el Bajo Danubio y la
frontera oriental, frente al imperio parto. Un conjunto de factores, tanto de carácter
estratégico como económico, explican las grandes guerras de este emperador,
formado en el ejército y de excelentes dotes militares.
La primera empresa fue la conquista de la Dacia, en dos campañas militares
(101-102 e 105-106), que llevaron a término el intento fracasado de Domiciano. Las
consecuencias económicas de la guerra fueron muy positivas: las riquísimas minas de
oro de Transilvania garantizaron al estado romano los medios para continuar la política
de expansión y para lanzar una ambiciosa obra de colonización. La Dacia fue cubierta
de una red de asentamientos que determinaron una penetración en profundidad de la
cultura romana.
Pacificadas las fronteras septentrionales, Trajano dirigió su atención a Oriente.
Un ejército romano derrotó fácilmente a los nómadas nabateos y se apoderó de su
reino: así surgió en el 106 la provincia de Arabia, que aseguraba a los romanos el
control de las rutas caravaneras que se dirigían hacia el mar Rojo.
Más dificultades encontró el emperador con el viejo enemigo de Roma, el
imperio parto. Entre el 114 y el 116 Trajano logró conquistar Armenia, Mesopotamia y
Asiria e incluso ocupar la propia capital enemiga, Ctesifonte. Pero estas regiones sólo
estuvieron en manos de Roma un breve tiempo: una violenta revuelta de los judíos
estalló en Palestina, mientras surgían focos de insurrección en otras provincias
orientales. De esta situación se aprovecharon los partos para reemprender la lucha.
Trajano, cansado y enfermo, renunció a reconquistar los territorios al este del Tigris y
partió hacia Roma a comienzos del año 117, dejando en manos del nuevo legado de
Siria, Adriano, el mando del ejército y la tarea de reprimir la sublevación. Meses
después moría en Asia Menor durante el viaje de regreso, sin haber resuelto
claramente el problema de la sucesión.

Adriano (117-138)
Publio Elio Adriano, también oriundo de Itálica y pariente de Trajano, era
legado de Siria cuando recibió la noticia, con dos días de diferencia, de su adopción y
de la muerte del emperador. Se corrió la noticia de que habían sido la emperatriz
Plotina y el prefecto del pretorio, Elio Atiano, quienes habían amañado la sucesión al
trono, aunque Trajano, en cuyo entorno inmediato se había educado Adriano, parecía
mostrar la intención, nunca expresada oficialmente, de convertirlo en su heredero: su
matrimonio con Sabina, nieta de una hermana de Trajano, y su excepcional carrera,
promocionada por el emperador, así parecían confirmarlo. En todo caso, el ejército de
Siria lo reconoció como príncipe y el senado aceptó la designación.
No obstante, la condena a muerte de cuatro ilustres miembros del senado,
todos ellos prestigiosos generales, ordenada por Elio Atiano bajo el pretexto de haber
conjurado contra el nuevo emperador, muestra la existencia de intrigas en un sector de
la asamblea, que, sin duda, había contado con elevar a alguno de ellos al trono. El
senado, en todo caso, mantuvo, durante todo el reinado, una cierta hostilidad hacia un
emperador cuyos actos de gobierno, en una línea más marcadamente autocrática,
perjudicaban a sus tradicionales intereses y privilegios.
Adriano es, después de Claudio, el auténtico organizador de la administración
imperial. Desde Augusto, había existido un consejo privado, los amici principis,
libremente elegido por el emperador como órgano de asesoramiento. Adriano lo
convertirá en un consejo oficial, el consilium principis, como órgano estable de
gobierno, con la misión fundamental de asistir al emperador en materia jurídica. Sus
miembros, senadores y caballeros, reciben un sueldo y celebran sesiones regulares,
en las que se promueven las leyes y se determinan las reglas permanentes de
Derecho, con decisiones que reciben el nombre genérico de constitutiones. De ahí, la
existencia, entre los consiliarii, de juristas, elegidos en razón de su competencia.
Esta centralización jurídica se corresponde con una codificación del Derecho.
Desde el siglo II a. C., las decisiones de los magistrados competentes en materia
jurídica, los pretores, se habían convertido en una de las bases oficiales del derecho
civil. Estas decisiones o "edictos", teóricamente, sólo tenían vigencia durante el año de
permanencia en el cargo del magistrado que las había promulgado, aunque, por lo
general, eran respetadas por los sucesivos pretores. Adriano encargó a un prestigioso
jurista, Salvio Juliano, la redacción de un "Edicto perpetuo", en el que se resumieran
todos los edictos de los anteriores pretores. Se suprimía así la iniciativa de los
magistrados, en beneficio exclusivo de la legislación imperial, desarrollada en la
cuádruple forma de edicta (prescripciones imperativas), decreta (sentencias de
justicia), rescripta (respuestas a casos jurídicos concretos) y mandata (instrucciones a
los gobernadores provinciales).
La complicación creciente de las tareas administrativas, no sólo en Roma, sino
también en Italia y en las provincias, exigía una especialización en los servicios y un
número creciente de procuratores, reclutados entre los miembros del orden ecuestre.
Adriano se encargará de fijar sus carreras, mediante la gestión sucesiva de
procuratelas de creciente importancia, con sueldos progresivamente más altos, que se
reflejan en las correspondientes titulaturas Por lo demás, en materia financiera, el
gobierno de Adriano reemplazó el sistema de arriendo de impuestos por el de la
percepción directa, con una gestión más estricta y justa.
La profunda reorganización administrativa y judicial alcanzó también a Italia,
que, con este emperador provincial, tiende a uniformarse con respecto a las
provincias. A este propósito, Italia fue dividida en cuatro distritos, confiados a otros
tantos consulares, personajes del orden senatorial, encargados de juzgar los procesos
civiles en sus correspondientes circunscripciones, para descargar a los magistrados de
Roma de una tarea en la que se veían desbordados por la insuficiencia de tribunales.
Pero la decisión podía ser interpretada por las ciudades italianas como una
equiparación con las provinciales, sometidas a la autoridad de un gobernador, frente a
las competencias del senado y de las magistraturas tradicionales. Y, sobre todo, debía
suscitar el rencor del senado, por más que el emperador diera señales exteriores de
respeto a la asamblea y a la dignidad de sus miembros.
Es cierto que el Imperio no descansaba ya sobre Italia, sino, en un grado cada
vez mayor, en el mundo provincial. Adriano lo comprendió así y actuó en
consecuencia, con una preocupación constante por fortalecer las bases económicas y
la prosperidad de las provincias, no sólo desde la sede central del gobierno, en Roma,
sino con su presencia física en todos los rincones del Imperio.
Este interés personal del emperador por conocer de cerca las necesidades
provinciales e intentar dar soluciones inmediatas a sus problemas, queda reflejado en
sus numerosos viajes: más de la mitad de su reinado, Adriano estuvo ausente de
Roma, recorriendo largamente casi todo el Imperio. Visitó inicialmente las provincias
occidentales (121-125) y, luego, las orientales en dos ocasiones (128-129; 132-133),
aunque fue Grecia y, sobre todo, Atenas, su meta predilecta.
No obstante este filhelenismo, Adriano se preocupó por mantener y fomentar
las características propias de las diversas regiones, impulsando una política
sistemática de urbanización y de construcciones monumentales, que reflejaran la
civilización y el progreso de la paz romana. Muchas ciudades fueron elevadas al rango
de municipio o de colonia, como Itálica, su lugar de nacimiento.
La preocupación por mejorar las condiciones económicas de los habitantes del
Imperio y, sobre todo, de los pequeños agricultores se manifiesta en una ley (lex
Hadriana de rudibus agris), que concedía la propiedad e importantes exenciones
fiscales a los que pusiesen en explotación tierras incultas o abandonadas,
pertenecientes a los dominios imperiales o de propiedad privada. Este deseo por
incrementar la producción se extendió también al campo de la minería. Gracias a una
inscripción en bronce, la lex metallis Vipascensis (Aljustrel, Portugal), conocemos las
facilidades que el estado daba a particulares para participar en la explotación de los
pozos mineros, propiedad imperial, en régimen de arriendo.
Pero no menos importante que la producción era la distribución de bienes para
garantizar el abastecimiento del ejército y de las masas ciudadanas (annona). Adriano
estableció un sistema de ventas obligatorias al estado para determinados productos
básicos, como trigo y aceite, y exoneró de la obligación de cumplir funciones públicas
municipales -que entrañaban enormes gastos- a quienes pusiesen sus medios de
transporte al servicio del estado.
Frente a la política exterior agresiva de Trajano, Adriano propuso como ideal de
su gobierno el mantenimiento de la paz. Consciente de las dificultades que entrañaba
una ilimitada extensión de las conquistas, Adriano volvió a la política de defensa
armada, que permitiera un desarrollo pacífico en el interior de las fronteras del Imperio.
En primer lugar, con medios diplomáticos. En Oriente, puso fin de inmediato a
las hostilidades con los partos, con la firma de una paz formal: la provincia de
Mesopotamia fue evacuada y Armenia volvió a su condición de estado vasallo entre
los dos imperios. Adriano buscó la amistad de los reinos iberos y albanos del Cáucaso,
que ofrecían excelentes puntos de apoyo en la vecindad del imperio parto. Se
mantuvieron, en cambio, las provincias, conquistadas por Trajano, de Arabia y Dacia.
Esta última, fue dividida en dos y, luego, en tres provincias. Por lo demás, al otro lado
de las líneas defensivas del Rin y el Danubio, Adriano extendió el sistema de estados
vasallos y, con él, la influencia política y económica romana más allá de las fronteras
del Imperio.
Pero, sobre todo, la protección de las fronteras debía asegurarse con un
ejército bien equipado y disciplinado. Las dificultades económicas que suponía un
aumento de las fuerzas armadas, fue compensada con importantes reformas para
mejorar la calidad de las tropas, en especial, con un entrenamiento y disciplina
rigurosos y con la obligatoria permanencia de los soldados en sus campamentos de
destino, convertidos en auténticas fortalezas. Esta necesaria inmovilidad en lugares
permanentes de acuartelamiento comenzó a transformar el carácter del ejército
romano, convirtiéndolo en un conjunto de ejércitos regionales
El limes, como sistema de defensa en las fronteras del Imperio, alcanza con
Adriano su definitiva organización. La frontera se convierte así en una línea continua
de fortificaciones y puestos de vigilancia, protegidos en vanguardia por fosos o
empalizadas. El modelo más completo de este sistema defensivo fue levantado en
Britania: una muralla continua de piedra, precedida de un foso, con fuertes y torres de
vigilancia a intervalos regulares, que cruzaba toda la isla, de este a oeste. Pero,
aunque no tan completo, el mismo sistema fue aplicado en el limes germánico, en el
Bajo Danubio, en Siria y, sobre todo, en África, con un foso de 800 kilómetros de
longitud (el fossatum Africae), que protegía el sur de Numidia de las tribus del desierto.
No obstante esta actitud defensiva, el reinado de Adriano no estuvo libre de
guerras en el Bajo Danubio y en Britania. Pero el más sangriento episodio del reinado
de Adriano fue la rebelión judía, desencadenada por la intención del emperador de
levantar sobre las ruinas de Jerusalén, destruida por Tito en el año 70, la colonia
romana de Aelia Capitolina. La ira de los judíos por la profanación de su ciudad
sagrada, repoblada por paganos, estalló finalmente en el 132. Los revoltosos, guiados
por el sacerdote Eleazar y su sobrino Simón Bar Kochba ("Hijo de la Estrella"), se
apoderaron de Jerusalén e iniciaron una guerra de guerrillas, que sólo fue posible
apagar con el empleo de ingentes fuerzas y una feroz brutalidad. Masacres y
esclavizaciones en masa señalaron el final de la rebelión (135). Se prohibió a los
judíos bajo pena de muerte visitar Jerusalén, definitivamente convertida en Elia
Capitolina. La provincia de Judea fue reorganizada bajo el nuevo nombre de Siria-
Palestina y ocupada con dos legiones.
La rica personalidad de Adriano no se agota en su capacidad de atento
administrador y firme gobernante. Es también, al mismo tiempo, un intelectual y un
filósofo, un artista y un literato, empujado por un carácter inquieto, a la búsqueda
continua de nuevos conocimientos y experiencias Sinceramente atraído por la cultura
y la ciencia griegas, su nombre se encuentra ligado al primer renacimiento del
helenismo, extendido entre las clases cultas del Imperio de forma paralela al
renacimiento económico de las ciudades de Oriente. Durante su estancia en Atenas,
Adriano reunió en la ciudad a las elites intelectuales de Oriente en torno al
Panhellenion, y embelleció la capital espiritual del mundo griego con espléndidas
construcciones, como el Olympeion. Pero también levantó numerosos templos en
otras ciudades de Grecia y se hizo iniciar en los Misterios de Eleusis.
Espíritu profundamente religioso, su interés por las religiones orientales no
impidió que prestara también una particular atención por los dioses y los cultos
tradicionales romanos. En Roma, reconstruyó el Panteón de Agripa y, sobre todo,
levantó un templo a Venus y Roma, en el que el culto al estado se asociaba al de la
divinidad protectora de los Césares. Pero, al lado de la religión tradicional, Adriano
promovió, como los otros emperadores del siglo II, el culto imperial, que resaltaba la
imagen divina del emperador y su familia. La monarquía, ya aceptada como hecho
consumado, recibía con este culto un cierto carácter sobrenatural.
La práctica de este culto en las provincias tenía lugar en asambleas anuales,
donde cada ciudad enviaba un representante, elegido por su prestigio y riqueza. Estas
reuniones (concilia), más allá de su carácter cultual, fueron adquiriendo durante el
siglo II un cierto significado político, ya que eran la ocasión para un intercambio de
opiniones sobre cuestiones referentes al gobierno y a la administración de sus
respectivas provincias, que podían hacer llegar al emperador. Las asambleas se
convirtieron así, en cierto modo, en fuente de orientación para la administración central
sobre la gestión de los gobernadores provinciales.
Adriano, lo mismo que Trajano, no tuvo hijos, y la sucesión al trono imperial
comenzó a preocupar seriamente a raíz de una grave enfermedad del emperador en el
año 135. La cuestión quedó momentáneamente resuelta con la adopción de Lucio
Ceyonio Cómodo Vero, que recibió el nombre de Lucio Elio César. Pero la muerte de
Elio, a comienzos del año 138, multiplicó las intrigas en el entorno del emperador, que
reaccionó violentamente con la condena a muerte de varios supuestos pretendientes.
Decidió entonces asociar al trono a Arrio Antonino, un personaje ya maduro, con
experiencia en el gobierno y en la administración, con el nombre de Tito Elio Adriano
Antonino. Antonino tampoco tenía hijos y, por ello, Adriano le obligó a adoptar a su vez
a Marco Anio Vero (el futuro emperador Marco Aurelio), sobrino de Antonino, y al hijo
de Elio César, Lucio Vero. Meses después moría Adriano y sus cenizas eran
depositadas en el enorme mausoleo, construido por el emperador en la orilla derecha
del Tíber, frente al Campo de Marte, el actual castillo de Sant'Angelo.

Antonino Pío (138-161)


Antonino, nacido en Roma, procedía de una familia senatorial, originaria de
Nîmes, en la Galia Narbonense, y contaba con el beneplácito del senado, que
saludaba en el nuevo emperador a uno de sus miembros más ricos y distinguidos,
después de un reinado lleno de suspicacias y tensiones entre el poder imperial y la
alta asamblea. Pero Antonino, como primer acto de gobierno, quiso honrar a su padre
adoptivo con honores divinos y arrancó del senado el decreto de su apoteosis. Este
acto de piedad filial le valió el sobrenombre de Pío, con el que ha pasado a la historia.
Excelentes relaciones con el senado, generosidad, equilibrio, honestidad,
sentido del deber, atención a los grandes intereses del Imperio, firmeza y
perseverancia... Sus cualidades personales y de hombre de estado le convirtieron en
un modelo a imitar por sus sucesores, que tomaron su nombre y contribuyeron con ello
a calificar todo el siglo II como "época de los Antoninos".
Antonino tuvo la oportunidad de reinar en un momento privilegiado y hacerlo
con dignidad, subrayando los componentes humanísticos del poder imperial, basados
en la bondad y en la justicia. Por ello, su reinado es considerado el período por
excelencia de la "paz romana": el Imperio, protegido de los bárbaros por sólidas
fronteras, desarrolla pacíficamente las múltiples actividades económicas y garantiza el
bienestar a todos sus habitantes.
El reinado de Antonino marca el apogeo de la administración, en las líneas
trazadas por Adriano y fue particularmente eficaz en la administración financiera. El
emperador utilizó su inmensa fortuna para mostrar su generosidad con repetidos
repartos de dinero al pueblo (congiaria) y al ejército (donativa), distribuciones gratuitas
de trigo y aceite y celebración de espléndidos espectáculos. Pero tras esta fachada
aparentemente brillante, continuaban creciendo las dificultades económicas de las
ciudades del Imperio, sobre todo, en Occidente. Y, como en los reinados anteriores, el
estado se vio obligado a multiplicar los curatores, para acudir en ayuda de las
precarias finanzas municipales. Las provincias orientales, en cambio, con una
población urbana más nutrida y activa, mantuvieron un ritmo continuo de crecimiento
económico, potenciado por un tráfico comercial, sobre todo, de productos exóticos o
de lujo, procedentes del Lejano Oriente. Y, con ello, el peso del Imperio se fue
trasladando cada vez más de Occidente a Oriente.
Antonino procuró mantener la política de paz seguida por Adriano,
fundamentada en una diplomacia, activa y firme, y en la vigilante defensa de las
fronteras del Imperio, confiada a un ejército que sigue avanzando por el camino de la
regionalización. Cuando Antonino murió, en el año 161, dejaba bien asegurada la
sucesión en manos de Anio Vero, el mayor de los dos hijos que había adoptado, a
instancias de Adriano, en el año 138.

Marco Aurelio (161-180)


Marco Anio Vero (Imperator Caesar Marcus Aurelius Antoninus Augustus),
aunque nacido en Roma, procedía de una familia de Ucubi (Espejo, provincia de
Córdoba), en la Bética, emparentada con Adriano. Cuidadosamente educado, desde
muy temprana edad había mostrado una particular inclinación por la filosofía estoica, a
la que se mantuvo fiel toda su vida. Sobre su formación intelectual, su entorno familiar,
sus gustos e ideas, tenemos un excepcional testimonio en sus Soliloquios (Tà eis
eautón), escritos en griego. No obstante su cuidada formación y su temprana
asociación al gobierno, Marco Aurelio no tenía experiencia alguna en el mando del
ejército y en la administración del Imperio. Y, sin embargo, las circunstancias hicieron
que su reinado se viera complicado por múltiples guerras y desastres, que le exigieron,
a pesar de su mediocre salud y de sus tendencias de filósofo introvertido, agotadores
esfuerzos, cumplidos con un escrupuloso sentido del deber.
Marco Aurelio comenzó su gobierno pidiendo al senado autorización para
asociar al poder a su hermano adoptivo, Lucio Vero, no como heredero designado,
sino como corregente. Las razones de esta insólita colegialidad no son claras, sobre
todo, teniendo en cuenta el débil carácter y las escasas cualidades de Lucio Vero, al
que el propio Antonino había mantenido conscientemente en la sombra.
Consideraciones dinásticas, respeto a la voluntad de Adriano, deseo de contar con el
apoyo de un colaborador más joven...En todo caso, Vero no planteó dificultades,
satisfecho con su posición de segundo emperador, al margen de cualquier intriga o
ambición, hasta su muerte, en el año 169.
Las convicciones estoicas de Marco Aurelio, en quien se materializaba el ideal
senatorial del "filósofo coronado", no impidieron que el Principado prosiguiera su
conversión en una monarquía administrativa: la influencia del senado, cada vez más
débil, fue sustituida por una poderosa y anónima burocracia, dependiente del poder
absoluto imperial; una burocracia, lenta, formalista y rutinaria.
No obstante, las relaciones con el senado fueron excelentes. Marco Aurelio
multiplicó sus gestos de deferencia y respeto hacia la Cámara, y sus miembros
aceptaron su nuevo papel de obedientes colaboradores a las órdenes del príncipe. Por
otra parte, su composición había cambiado profundamente: a los viejos aristócratas
romanos e italianos se habían ido sumando, en número creciente, homines novi,
procedentes de las elites provinciales de Occidente y, luego, también de Oriente.
Marco Aurelio aumentará el número de senadores orientales y africanos y
promocionará la entrada en el orden de nuevos miembros, en atención a sus méritos
personales, al margen de sus orígenes humildes o su escasa fortuna familiar.
La centralización y creciente complicación del mecanismo administrativo obligó
a aumentar sensiblemente el número de los procuradores ecuestres, encargados de
los intereses financieros del estado en el conjunto del Imperio. Pero también el
formalismo cada vez más acentuado de la administración llevó a la introducción de
titulaturas oficiales y obligatorias, ligadas al cargo y al rango social, para los miembros
de las clases elevadas: los senadores serán clarissimi viri ; los caballeros, según su
dignidad creciente, egregii, perfectissimi o eminentissimi.
Bajo la influencia de juristas eminentes, el derecho civil prosiguió la línea de
equidad y humanidad de los reinados anteriores. El Consejo imperial, en su mayoría
compuesto por juristas, emanó una legislación, en la línea de equidad y humanidad de
Adriano y Antonino, preocupada, sobre todo, por la suerte de los humildes y
desfavorecidos.
Las conquistas de Trajano había permitido, por última vez, sostener la
prosperidad del Imperio con recursos imperialistas, basados en la depredación de los
pueblos vecinos. Definitivamente orientado a la defensiva y obligado a vivir de sus
propios recursos, el Imperio no pudo superar el desequilibrio entre el estancamiento o,
incluso, el descenso en la producción de bienes y el aumento de consumo
improductivo. A pesar de todo, todavía, bajo Marco Aurelio, pudo mantenerse, gracias
una cuidadosa administración y al estricto control de las finanzas, la tradicional política
de generosidad con el pueblo de Roma y la atención a las ciudades del Imperio,
castigadas por desastres.
Pero el reinado del emperador filósofo está, sobre todo, marcado por
agotadoras guerras: primero, en Oriente contra los partos, del 161 a 166; desde ese
año, hasta su muerte (180), en la frontera del Danubio, para rechazar la presión de
pueblos germánicos y sármatas.
Fue, una vez más, la cuestión armenia la que provocó la guerra entre Roma y
los partos. La iniciativa partió de Vologeso III, que, a la muerte de Antonino, invadió
Armenia para instalar en el trono al príncipe arsácida Pacoro. Los intentos romanos de
recuperar el país terminaron en una desastrosa derrota y permitieron a los partos
entrar en la provincia de Siria, donde volvieron a vencer a las fuerzas romanas (161).
Para hacer frente a la situación, Marco Aurelio confió el mando nominal de las
operaciones a Lucio Vero, con el concurso de dos excelentes generales, Estacio
Prisco y Avidio Casio, cuyos éxitos militares hasta el corazón de Media empujaron a
los partos a pedir la paz (166), que supuso ventajas territoriales para los romanos al
este del Éufrates, en la Alta Mesopotamia: Marco Aurelio y Lucio Vero recibieron los
títulos de Armeniacus, Parthicus y Medicus ; Avidio Casio, el auténtico artífice de la
victoria, recibió un alto mando sobre todo el Oriente. Pero la guerra tuvo también
funestas consecuencias. Los soldados romanos trajeron consigo, a su regreso de la
campaña, la peste, que, extendida por todo el Imperio, causaría gran número de
víctimas en los siguientes años.
Mientras tanto, se perfilaba en la frontera septentrional del Imperio, en el sector
danubiano, una amenaza mucho más grave. Desplazamientos en Europa central de
pueblos germanos -godos, vándalos y burgundios-, desde las riberas del mar Báltico y
el Vístula hasta las llanuras del sur de Rusia, desencadenaron un movimiento general,
que terminó afectando a las tribus germanas (cuados y marcomanos) y sármatas
(yácigos), establecidas en el medio y bajo Danubio, en la vecindad del limes romano.
Presionados desde el norte por otros pueblos bárbaros y bloqueados en el sur
por la frontera romana, estos pueblos, faltos de tierras, forzaron violentamente las
defensas del limes a la búsqueda de nuevos asentamientos (167). El gigantesco
aluvión avanzó por territorio romano y, después de atravesar los Alpes, descendió
hacia la región de Venecia. Marco Aurelio, en compañía de Lucio Vero, acudió al norte
de Italia para salvar a Roma, castigada por la peste, del peligro bárbaro. La invasión
fue rechazada y ambos emperadores se dispusieron a volver a Roma. En el camino de
regreso, a comienzos del 169, murió Lucio Vero.
Cuados y marcomanos reanudaron sus ataques en el 169, penetrando en Italia
hasta la región de Aquileya. La contraofensiva romana fue dirigida por el propio
emperador y tenemos de ella un excepcional documento gráfico en los bajorrelieves
que cubren la columna de Marco Aurelio, en Roma. Tras duros combates al otro lado
del Danubio, cuados y marcomanos se avinieron a pedir la paz (174); al año siguiente,
también los yácigos eran sometidos. Los bárbaros hubieron de evacuar una franja de
siete kilómetros, al norte del río y aceptar en su territorio guarniciones romanas.
Probablemente para debilitar la cohesión de los bárbaros, pero también para
repoblar las zonas devastadas por la peste, Marco Aurelio emprendió una peligrosa
innovación: prisioneros de guerra e inmigrantes pacíficos, procedentes del norte del
Danubio, fueron aceptados en el interior del Imperio con el doble carácter de colonos
agrícolas y de reserva militar contra hipotéticos ataques de sus propios congéneres.
Marco Aurelio, sin duda, consideraba la paz con los bárbaros sólo como una
solución transitoria y comenzó los preparativos de un vasto proyecto, cuyo objetivo era
la anexión del país de los yácigos y la sumisión total de cuados y marcomanos. Estos
planes los echaría por tierra la sublevación en Oriente de Avidio Casio. En el año 175,
la falsa noticia de la muerte de Marco Aurelio, le empujó a proclamarse emperador, y
la mayor parte de las provincias orientales lo reconocieron. El senado declaró al
usurpador enemigo público y Marco Aurelio hubo de abandonar precipitadamente el
frente del Danubio para acudir a Oriente. A su llegada, no obstante, recibió la noticia
de la violenta muerte de Avidio Casio a manos de sus propios soldados. El emperador,
tras visitar las provincias sublevadas, regresó a Roma, en el 176, para celebrar el
triunfo sobre los germanos y asegurar la sucesión al trono contra cualquier otra
contingencia con la proclamación de su hijo Cómodo como Imperator y Augustus, esto
es, con su asociación al trono como corregente.
Tras un paréntesis de dos años, cuados y marcomanos reanudaron sus
agresiones en el 177. Los dos emperadores se trasladaron al Danubio para ponerse al
frente de las operaciones, que todavía duraban cuando Marco Aurelio murió en Viena,
víctima de la peste (marzo del 180).

Cómodo (180-192)
No se puede reprochar a Marco Aurelio la elección de su único hijo
superviviente como sucesor al trono imperial. Desde Nerva, el sistema de la adopción
había estado facilitado por la falta de descendencia directa de los emperadores y, ni
siquiera así, se habían eliminado por completo las dificultades e intrigas en la
transmisión del poder. La “elección del mejor” no dejaba de ser otra cosa que un ideal
vacío, defendido por las corrientes senatoriales estoicas, que no podía perdurar
indefinidamente, y, menos aún, ante la presencia de herederos directos. Pero también
es cierto que, si aceptamos los datos de la historiografía antigua, la elección de Marco
Aurelio no pudo ser más desafortunada.
Esta historiografía considera a Cómodo como el prototipo del tirano, cruel,
demente y violento, y le hace responsable de haber desencadenado la crisis del
Imperio, que explotará en el siglo siguiente. Sin duda, la imagen de Cómodo ha sido
deformada y exagerada en sus rasgos negativos por una tradición senatorial
irreductiblemente hostil al emperador, y, por otra parte, ya desde mediados del siglo II,
se estaban incubando los gérmenes de esta crisis, al margen de la contribución
personal de Cómodo a su aceleración.
Aclamado por el ejército del Danubio, el nuevo emperador, que sólo contaba 19
años de edad, aún permaneció en el frente siete meses hasta concluir
apresuradamente una paz con los bárbaros, que le permitió regresar a Roma. Marco
Aurelio había procurado rodearlo de un círculo de valiosos consejeros, escogidos entre
sus amigos personales, que, durante un corto tiempo, mantuvieron vigentes las
tradiciones del reinado anterior.
Pero, en el año 182, una conjura palaciega, en la que participó la propia
hermana de Cómodo, Lucila, dio un radical vuelco a la situación. El emperador
descargó su odio y su miedo contra los miembros de la familia imperial, pero, sobre
todo, contra el senado. Sucesivas conjuras, reales o supuestas, fueron el pretexto para
la eliminación de innumerables senadores, entre ellos, muchos de los viejos amigos de
Marco Aurelio. El senado, como corporación, hubo de soportar continuos desprecios y
extravagancias de un príncipe obsesionado por humillarlo y envilecerlo; sus miembros
buscaron, con una servidumbre obligada, escapar a la muerte.
Los colaboradores de la primera época, muertos o caídos en desgracia, fueron
suplantados por favoritos, que aprovecharon el total desinterés de Cómodo por los
asuntos de estado para ganar influencia y poder, al servicio de sus ambiciones e
intereses personales.
Durante un tiempo (182-185), fue el prefecto del pretorio, Perenne, el hombre
de confianza del emperador, a cuya influencia pusieron fin las intrigas de un nuevo
favorito, el inquietante Cleandro, un antiguo esclavo frigio, que ocupó el puesto de
Perenne al frente del pretorio y ejerció el poder delegado del príncipe aún con mayor
desvergüenza y arbitrariedad (185-189). Un motín popular, provocado por la falta de
trigo en Roma, del que fue malignamente hecho responsable, obligó a Cómodo a
deshacerse del favorito.
Nuevos personajes se disputaron la influencia sobre el emperador en los
últimos años de su reinado: el prefecto del pretorio, Emilio Leto, la concubina de
Cómodo, Marcia, y su marido, el chambelán Eclecto. Cómplices y rivales a un tiempo,
cuando su intento de poner fin a las locuras de Cómodo se volvió contra ellos mismos,
decidieron para salvarse poner fin a la vida del emperador, que fue estrangulado el
último día del año 192.
Las demencias de la corte, sin embargo, apenas afectaron a la administración
del Imperio, que continuó el proceso de burocratización y profesionalización de los
reinados anteriores. Se incrementó aún más el número de los procuradores ecuestres,
mientras aumentaban los senadores de origen oriental y africano.
Las fronteras del Imperio permanecieron, en general, tranquilas, después de
las duras guerras de Marco Aurelio. Incidentes de fronteras en la Dacia, África y
Britania pudieron ser fácilmente resueltos gracias a la firme actitud de generales
experimentados y ambiciosos, que se disputarán, a la muerte de Cómodo, el control
del poder.
La crisis financiera del estado y el empeoramiento de las condiciones
económicas generales incidió en una mayor pauperización de las clases más humildes
y en la aparición de movimientos de protesta social, como el de Materno, que con una
cuadrilla de salteadores sembró el pánico en numerosas ciudades de la Galia y de
Hispania.
El acentuado absolutismo de Cómodo derivó hacia una obsesiva insistencia en
subrayar el carácter divino de su persona. Fanático de los cultos mistéricos orientales,
terminó por identificarse con Hércules y exigir del senado su reconocimiento como
dios. Y como Hercules romanus se exhibió en el anfiteatro como gladiador, cazador de
fieras y atleta. Un complot, como sabemos, acabó con estas fantasías místicas y con
el último representante de una “dinastía”, que se había podido mantener en el poder
durante un siglo.

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El Alto Imperio: sociedad y economía
ISBN: 84-96359-33-6
José Manuel Roldán Hervás

La estructura socio-económica durante los dos primeros siglos de la época


imperial -el Principado o Alto Imperio- no experimentó radicales transformaciones con
respecto a los últimos tiempos de la República, aunque se vio modificada por dos
nuevos factores: el establecimiento de un nuevo marco político -la monarquía imperial-
y el proceso de integración de las provincias en el sistema económico y social romano.
Con el desarrollo de un régimen autocrático, el emperador, provisto de un
poder ilimitado y convertido en el hombre más rico del Imperio, se erigió en cabeza de
la jerarquía social. La realidad de este hecho afectó, ante todo, a los grupos dirigentes
de la sociedad. La aristocracia senatorial hubo de acomodarse a las nuevas funciones
públicas, dependientes del poder imperial, y aceptar la formación y el desarrollo de
una nueva aristocracia de funcionarios -los caballeros-, al servicio de la máquina
burocrática del Imperio. Pero, sobre todo, el emperador se convirtió en un nuevo y
poderoso canal de movilidad social, mediante la utilización de su favor personal para
integrar en los estratos dirigentes a nuevos miembros, en reconocimiento de sus
servicios o méritos personales.
Por su parte, la paulatina integración de las provincias en el sistema socio-
económico y cultural romano fue consecuencia de la extensión a todo el ámbito del
Imperio de las estructuras e instituciones típicas de Roma, favorecida por la paz
interior y exterior, tras el final de las guerras civiles. Las vías de integración fueron
múltiples: introducción de una administración unitaria, ampliación de la red viaria,
extensión de la urbanización, reclutamiento de provinciales en el ejército romano,
concesión del derecho de ciudadanía romana, entre otras, contribuyeron a la
homogeneización de las estructuras del Imperio.

1. La estructura social

Como en la tardía República, la principal actividad económica continuó siendo


la agricultura, a la que se dedicaba tres cuartas partes de la población del Imperio -de
cincuenta a ochenta millones de habitantes-, a pesar del auge experimentado por la
manufactura y el comercio La naturaleza relativamente estable de la agricultura como
fuente de riqueza explica que la jerarquización de la sociedad permaneciera también
relativamente constante. No obstante, la estructura social del Imperio, mediatizada por
el sistema económico, estuvo sometida, entre Augusto y Marco Aurelio, a lentos
cambios, hasta desembocar en una crisis, donde se crearán las bases de una nueva
fundamentación de la sociedad en el Bajo Imperio.
La estructura social romana altoimperial era el reflejo de la propia estructura
económica, pero también dependía de factores político-jurídicos y sociales. Esta
sociedad estaba formada por dos estratos, netamente delimitados por una línea de
separación social: los honestiores o estratos altos y los humiliores o estratos bajos.
Esta línea de separación social, que ignoraba formaciones intermedias
semejantes a nuestras llamadas clases, estaba marcada en los estratos superiores por
relaciones económicas, prestigio y fórmulas organizativas, que autorizan a
considerarlos como "estamentos". Los estamentos u ordines eran unidades sociales,
cerradas y corporativas, ordenadas por criterios jerárquicos, con funciones, prestigio
social y cualificación económica específicos.
Frente a estas unidades u ordines, los estratos inferiores -los humiliores-
estaban formados por heterogéneos grupos de masas de población urbanas y
rústicas, que no constituían estamentos, sino capas sociales. Tenían características
diferenciadas de acuerdo con su actividad económica en la ciudad o en el campo, con
su cualificación jurídica -ingenui (libres de nacimiento), libertos (esclavos manumitidos)
o esclavos- y con su condición jurídico-política, según se tratase de cives romani,
ciudadanos romanos de pleno derecho, o de peregrini, carentes de derechos cívicos.
Dos criterios fundamentales determinaban la pertenencia a los estratos
superiores de la sociedad: la riqueza, con las subsiguientes secuelas de poder y
prestigio, y, sobre todo, la inclusión en un ordo, en uno de los estamentos
privilegiados, ordenados jerárquicamente.
En correspondencia con la función económica esencial de la agricultura, el
criterio económico más importante para el ordenamiento social no era simplemente el
dinero, sino la propiedad agraria. Así, el auténtico estrato superior de la sociedad no
estaba constituido por hombres de negocios, grandes comerciantes y banqueros -
aunque formaran parte de él-, sino por terratenientes, que eran, al mismo tiempo, las
elites urbanas.
En el conjunto de criterios económicos definitorios de la sociedad, tan decisivo
como la propiedad inmueble era la extrema diferencia entre ricos y pobres. Frente al
restringido número de terratenientes del Imperio, que concentraban la mayor parte de
las tierras cultivables y, en correspondencia, enormes fortunas, la inmensa mayoría de
la población vivía precariamente, cuando no se debatía en la miseria.
Pero la posición social elevada estaba determinada, sobre todo, por la
pertenencia a uno de los tres ordines -senatorial, ecuestre o decurional, entre los que
se reclutaban, de forma cerrada y jerárquica, las diferentes clases directoras de la
sociedad y del estado. Para ingresar en un ordo no era suficiente cumplir los
presupuestos económicos y sociales exigidos a todo aspirante. Era necesario además
un acto formal de recepción; tras él, la pertenencia al ordo correspondiente se
expresaba mediante signos externos y títulos específicos (la franja de púrpura en la
toga, el anillo de oro, asientos de honor en los espectáculos...).
El origen personal era uno de los factores determinantes para pertenecer a los
estratos privilegiados o quedar relegado a los inferiores, en una sociedad, como la
romana, fundamentalmente aristocrática. A través de la familia se transmitían los
estatutos sociales privilegiados y se heredaban privilegios e inferioridades, ya que el
nacimiento en una u otra familia no sólo incluía un estatuto social, sino diferentes vías
de acceso al poder público. No obstante, la capacidad individual, talento, educación y
méritos personales eran factores que, si no podían anular la determinación de la
posición social, contribuían a modificarla.

Los ordines
El más alto estamento de la sociedad romana imperial era, como en época
republicana, el ordo senatorial. El número de sus miembros, que, a finales de la
República, había superado el millar, fue fijado por Augusto en seiscientos; constituía,
pues, un estamento numéricamente insignificante y exclusivista: senadores y
miembros directos de sus familias apenas suponían el dos por mil de la población del
Imperio. Su riqueza era pareja a su prestigio. Se exigía a sus miembros un censo
mínimo de un millón de sestercios, pero la mayor parte lo superaba ampliamente, al
tratarse de los mayores latifundistas del Imperio, sin desdeñar otras actividades
económicas que pudieran reportarles buenos beneficios.
Pero en el caso de los senadores, no era tanto la riqueza como otros factores
sociales, políticos e ideológicos los que proporcionaban al estamento su sentimiento
de cohesión y exclusividad. La educación tradicional que se les transmitía de
generación en generación -jurisprudencia, oratoria y artes bélicas- , inculcaba en sus
miembros un modo de pensamiento y acción uniformes. Matrimonios internos,
relaciones familiares, adopciones y vínculos de amistad contribuían a cerrar el
estrecho círculo del ordo.
No obstante esta exclusividad, el estamento, a lo largo del Alto Imperio,
experimentó cambios en su composición con la entrada de buen número de homines
novi, procedentes de las capas altas de Italia y de las provincias y promovidos al rango
por sus servicios a la casa imperial. La Galia meridional y la Bética proporcionaron los
primeros senadores provinciales, en época de Nerón y, sobre todo, de los Flavios. Con
los Antoninos accedieron al senado orientales y, posteriormente, africanos. Y bajo
Marco Aurelio, el número de senadores provinciales superaba al de italianos.
El régimen instaurado por Augusto, al respetar formalmente la constitución
republicana y, con ella, las magistraturas tradicionales de la res publica, mantuvo el
ideal de vida del ordo, basado en la dedicación a las tareas de estado, y aun aumentó
sus funciones y prestigio, ciertamente a cambio de plegarse al servicio del emperador.
Se instituyó así un cursus honorum, en el que los senadores iban alternando grado por
grado el cumplimiento de las viejas magistraturas republicanas con el desempeño de
las nuevas funciones de administración y gobierno creadas por el régimen imperial.
En definitiva y a pesar de cierta oposición al nuevo régimen por parte de la
vieja nobilitas de tradición republicana, el estamento senatorial terminó por integrarse
en el gobierno del Imperio y aceptó la realidad de la monarquía imperial, a cambio de
ver reconocida su primacía social y económica.
Los equites Romani o miembros del orden ecuestre constituían el segundo
estamento privilegiado del Imperio. La condición de eques Romanus o eques equo
publico se alcanzaba por concesión del emperador a título individual, lo que confería al
ordo ecuestre un carácter de nobleza personal y no hereditaria, al servicio del régimen,
aunque en la práctica era frecuente que se aceptase como equites a los hijos de los
caballeros.
El ordo contaba alrededor de 20.000 miembros bajo Augusto, número que
aumentó a lo largo del Imperio, por la creciente admisión de provinciales en el
estamento, aunque no llegó a superar el uno por ciento del total de la población. Eran
las familias ecuestres la fuente más importante de reclutamiento del ordo senatorial y
mantenían, por ello, frecuentes relaciones de parentesco y amistad con sus miembros,
estrechadas por medio de matrimonios mixtos.
El acceso al ordo era tan variado como los orígenes y ocupaciones de los
candidatos. Muchos de ellos, de baja extracción, debían la promoción a su habilidad
en el mundo de los negocios o a sus buenas relaciones sociales. En otros casos, y por
lo que respecta a las aristocracias indígenas provinciales, esta promoción se obtenía
tras el ejercicio de las magistraturas locales en sus lugares de origen. Pero también
fue cada vez más frecuente el acceso al rango tras una larga carrera militar: el soldado
que, a través de los distintos grados de suboficial, alcanzaba el rango de primer
centurión (primipilus), podía esperar ser incluido en el ordo por el favor imperial.
También fue modelándose a lo largo del Imperio un cursus honorum ecuestre,
aunque menos estricto que el senatorial. Generalmente, comenzaba con el
cumplimiento de un número determinado de puestos de mando en el ejército, tras los
que se abría la carrera civil, como procuratores imperiales, en los altos puestos de la
administración económica y financiera, tanto en Roma como en las provincias. Incluso
era posible acceder al gobierno de algunas provincias de rango menor como
praesides. La carrera se coronaba con las jefaturas de los grandes servicios centrales
(praefecturae) hasta el empleo más ambicionado, la prefectura del pretorio.
Pero no todos los caballeros aprovecharon las posibilidades de promoción que
ofrecía el ordo. Una gran mayoría se limitó a gozar en su localidad del prestigio social
que le otorgaba el rango, y a ocuparse de sus negocios y propiedades. Eran estos
miembros del sector ecuestre, ligados a sus comunidades de origen, los que
constituían, con las aristocracias locales pertenecientes al orden decurional, las
oligarquías municipales del Imperio. Su prestigio social, jurídicamente reconocido y
reglamentado, estaba basado en sus recursos económicos, ya que para acceder al
ordo era condición precisa estar en posesión de una fortuna superior a 400.000
sestercios. Estas fortunas, si bien en parte estaban ligadas al capital mueble, durante
el Imperio y especialmente en el caso de los caballeros ligados a sus comunidades
originarias, se basaban en la propiedad inmueble, como dueños de extensas parcelas
dedicadas a la explotación agrícola.
El tercer lugar en el conjunto de los estamentos privilegiados lo ocupaba el
ordo decurionum, como organismo de control de la administración de las ciudades,
organizadas según el modelo romano, y como conjunto de familias elevadas del resto
de la población por prestigio social y capacidad económica; en suma, como oligarquía
municipal de terratenientes.
El ordo de los decuriones no era, como el senatorial y el ecuestre, una
institución unitaria de todos los miembros, cualificados socialmente como tales en el
ámbito del Imperio, sino corporaciones independientes y autónomas, que,
consecuentemente, tenían rasgos y composición distintos, según la categoría y
características económicas de la ciudad correspondiente. Formaba parte del mismo
cualquier ciudadano acaudalado que, por desempeñar las magistraturas municipales,
fuera integrado en el consejo local (curia), que, en cada ciudad, venía a contar
aproximadamente con cien miembros. Condición previa era estar en posesión de un
censo mínimo determinado, de una renta anual, que oscilaba según las ciudades y
que era, por término medio, de unos cien mil sestercios.
Esta cualificación económica era imprescindible para poder hacer frente a las
obligaciones y funciones que les estaban encomendadas. Sobre sus espaldas pesaba
la responsabilidad de garantizar el funcionamiento autónomo de las ciudades en la
administración financiera, el abastecimiento de trigo, las construcciones, juegos y
espectáculos públicos y otras liberalidades.
Aunque la pertenencia al ordo decurional era a título personal, puesto que se
trataba de un consejo municipal al que se accedía por investidura de una magistratura
o por votación entre sus miembros, ya en época temprana imperial se fijaron una serie
de familias privilegiadas, que, de generación en generación, se sucedieron en el
senado local hasta darle un auténtico carácter hereditario.
Hay que tener en cuenta que, en comunidades pequeñas, donde no podía
esperarse un número excesivo de familias con condiciones económicas desahogadas,
debía resultar en ocasiones difícil encontrar los cuatro o seis magistrados anuales
exigidos por la normativa legal, a los que había que sumar los miembros de los
colegios sacerdotales locales.
Por ello, no es de extrañar, por una parte, que se transgredieran las normas
respecto a edad mínima y periodicidad en el desempeño de los cargos; por otra, que el
restringido grupo de familias ricas de la ciudad monopolizase las magistraturas y
sacerdocios.
Por supuesto, este conjunto de familias notables no era tampoco homogéneo
en el interior de cada ciudad. Como ocurre con los ordines senatorial y ecuestre,
terminó formándose una jerarquía social en el estamento decurional, del que destacó
una elite, que, por sus liberalidades y por la frecuencia en la investidura de las
magistraturas, constituyó el grupo de familias más prestigiadas, cuyo relieve fue
creciendo parejo a sus posibilidades financieras.
Pero, en el transcurso del siglo II, comenzaron a hacerse presentes dificultades
financieras para muchos de los decuriones, que se encontraron cada vez menos en
situación de correr con los gastos que exigía el cargo. Así, empezó a resultar difícil
encontrar candidatos voluntarios para la curia y dio comienzo un proceso de creciente
reglamentación por parte del estado, que responsabilizó obligatoriamente a los
decuriones de la recaudación de los impuestos exigidos por el fisco. Las cargas
económicas empezaron a pesar más que los honores y privilegios legales del ordo y
terminaron ahogando a estas "burguesías" municipales.
El fenómeno está, sin duda, en relación con el proceso de concentración de la
propiedad agrícola, que arruinó las economías de los pequeños o medianos
propietarios, mientras los miembros más influyentes y ricos de las comunidades
conseguían por distintos medios sustraerse a las cargas municipales: promoción a los
ordines senatorial y ecuestre, con la consiguiente exención de cargas fiscales o
abandono de las ciudades para residir en el campo, en sus latifundios.
La decadencia de las oligarquías municipales, que habían cargado con el peso
de la administración local, significó también la del propio sistema en el que se
sustentaba la prosperidad del Imperio, basada en el florecimiento económico de las
ciudades, y contribuyó a acelerar los grandes cambios en los que se fundamenta la
sociedad del Bajo Imperio.
Aunque sin el carácter de grupo privilegiado jurídicamente, había en el Imperio
un estrato social, que por su riqueza e influencia, debería ser incluido entre las capas
altas de la sociedad romana. Se trata de los esclavos y libertos imperiales (familia
Caesaris), que, con la extensión de la burocracia y de las propiedades imperiales en
Italia y en las provincias, cumplieron una amplia gama de funciones, con una posición
privilegiada y medios de fortuna, en ocasiones, considerables. Es cierto que el estigma
del nacimiento los situaba al margen de los auténticos grupos dirigentes,
imponiéndoles una traba insalvable para su promoción a los ordines privilegiados de la
sociedad, no obstante su poder y riqueza.
También, en las ciudades, llegó a formarse con los libertos ricos una
seudoaristocracia de dinero, cuyas fuentes de enriquecimiento estaban tanto en la
producción agrícola como, sobre todo, en el mundo de los negocios, la manufactura, el
comercio o la banca. El Satiricón de Petronio nos ofrece, en el personaje de
Trimalción, una excelente caricatura de las posibilidades de promoción social y
económica en época altoimperial, infrecuentes pero no excepcionales.
Si la mácula de su nacimiento esclavo les cerraba, a pesar de sus fortunas, el
acceso a la aristocracia municipal, encontraron la posibilidad de distinguirse de sus
conciudadanos, constituyendo una corporación propia. Era esta el collegium o
corporación de los Augustales, dedicados al culto al emperador y gravados con
cuantiosos dispendios, que estos libertos satisfacían con gusto a cambio de ver
reconocida y elevada su imagen social.

Los humiliores
La inmensa mayoría de la población libre del Imperio no pertenecía a los
ordines privilegiados. Sus estatutos presentaban marcadas diferencias, tanto en el
ámbito político como en el económico, lo que lógicamente, se traducía en las
correspondientes condiciones de vida. Así, el carácter de cives o municeps, ciudadano
de pleno derecho en las colonias o municipios, proporcionaba una serie de privilegios,
de los que no gozaban los incolae, habitantes libres sin derechos políticos. Sólo los
primeros formaban parte de las asambleas ciudadanas y eran beneficiarios de los
juegos, espectáculos y donaciones en dinero o en especie. Esta población podía
residir en la ciudad -la plebs urbana- o en el territorium o medio rústico que dependía
de ella, la plebs rustica.
Conocemos muy mal las particularidades de este sector social, que, a pesar de
su volumen numérico, cuenta con una escasa documentación. En su inmensa
mayoría, era en el sector agropecuario donde esta población ejercía sus actividades
económicas, aunque no faltaban comerciantes y artesanos, así como un porcentaje de
desheredados, que vivían de las liberalidades públicas proporcionadas por las
oligarquías municipales o se alquilaban como jornaleros para faenas agrícolas
temporales. La pequeña parcela familiar era el tipo de propiedad más común en estos
estratos bajos de hombres libres, completada con el aprovechamiento de las tierras
comunales.
La evolución del sector agrícola a lo largo del Imperio, con una concentración
creciente de la propiedad agraria, afectó negativamente, como es lógico, a estos
estratos de población, que, al perder sus tierras, o bien emigraron a la ciudad para
incluirse entre la plebe urbana, dependiente de las liberalidades públicas, o
permanecieron en el campo como jornaleros o colonos, es decir, agricultores al
servicio de los grandes propietarios o en las tierras del emperador. Constituían, sin
duda, la capa social más deprimida del estado romano y, aunque nominalmente libres,
su situación, sin tierras ni recursos, apenas difería de la de buena parte del elemento
servil.
La producción artesanal ocupaba a una gran parte de la población residente en
las ciudades, no perteneciente a los ordines. Generalmente, era el pequeño taller la
unidad de producción, en el que, con el propietario, trabajaba su familia, en ocasiones,
ayudado por uno o varios esclavos. Su posición social era, en conjunto, más favorable
que la de las masas campesinas, ya que los núcleos urbanos ofrecían mejores
condiciones de trabajo, mayores posibilidades de promoción social y atractivos que el
campo no poseía, como los espectáculos y las liberalidades públicas de magistrados y
particulares.
Un campo no muy grande pero interesante de trabajo lo constituía la
contratación de libres como funcionarios subalternos de la administración, que, con el
nombre de apparitores, incluían los oficios de pregoneros, flautistas, recaderos,
ordenanzas y contables, entre otros. También constituía un medio de promoción social
-y de los más interesantes- el servicio en los cuadros legionarios o auxiliares del
ejército, que, desde comienzos del Imperio, se abrió tanto para quienes gozaban de la
ciudadanía romana como para los libres sin estatuto jurídico privilegiado, originarios de
las provincias.
De todos modos, las condiciones de vida de la plebe urbana -escasez de
alimentación y vestido, condiciones ingratas de trabajo y pobreza de recursos- no
eran, por lo general, muy diferentes a las de la inmensa mayoría de la población
agrícola.
Los pertenecientes a las capas bajas urbanas tenían la posibilidad de
organizarse en collegia o asociaciones de diferente carácter, que, controladas por el
estado o por la administración local, permitían a sus integrantes cumplir una serie de
funciones o disfrutar de ciertos beneficios. Estas asociaciones, puestas bajo la
advocación de una divinidad protectora, independiente de su carácter, no precisaban
de un determinado estatuto social para incluirse en ellas, aunque sus miembros
debían someterse a un criterio de selección. En su mayoría, estos collegia eran de
carácter religioso y funerario y, en menor término, de profesionales.
Los de finalidad estrictamente religiosa, semejantes a las actuales cofradías,
reunían a los devotos de una divinidad particular, tanto romanas (Júpiter, Mercurio,
Diana o Minerva), como extranjeras (Isis, Serapis, Osiris...), o se dedicaban a rendir
culto al emperador vivo o difunto. Disponían, por lo general, de un templo propio y
efectuaban los ritos correspondientes al culto de que se tratara, mediante magistrados
o sacerdotes, organizados jerárquicamente.
Los collegia tenuiorum, es decir, asociaciones de gentes humildes, con un
carácter religioso-funerario, eran cofradías, que, bajo la advocación de una divinidad,
se reunían para cubrir las necesidades de funerales y enterramiento. Para ello, los
asociados pagaban, además de un derecho de entrada, una cuota mensual, que les
daba derecho a recibir honores funerarios y sepultura.
Los collegia iuvenum, aun constituyendo colegios religiosos, tenían como
finalidad celebrar fiestas y juegos y, frente a los tenuiorum, sus miembros pertenecían
a las clases altas de la sociedad. Con esta dedicación a juegos y deportes, los
colegios de jóvenes cumplían una función de iniciación a la vida política, en estrecha
vinculación con las aristocracias municipales, así como de formación militar, de
preparación para una futura carrera en la milicia.
Las asociaciones profesionales reunían a miembros unidos por los lazos de
una profesión común y tomaban el nombre de la industria o el oficio que ejercían.
Aunque su carácter era privado, tenían también una funcionalidad pública, dado que
sus actividades estaban conectadas con organismos oficiales. Su finalidad era la de
fortalecerse mediante la unión para poder defender mejor sus intereses comunes.
Tanto en Roma como en las ciudades del Imperio existían colegios de toda clase de
profesiones y oficios: prestamistas de dinero para la adquisición de trigo, zapateros,
fabricantes y comerciantes de mechas para lámparas, obreros adscritos a las legiones
para la construcción de vías militares, agrimensores y, con especial relevancia,
comerciantes, almacenistas y transportistas de productos, como el vino, el trigo y el
aceite, necesarios par el aprovisionamiento del ejército, la annona imperial. Estas
corporaciones, sin embargo, a lo largo del Imperio, vieron restringida su libertad de
actuación, presionados por el estado, que necesitaba cada vez en mayor medida sus
servicios, convertidos en corporaciones obligatorias y hereditarias.
La base de la pirámide social romana en época imperial seguía estando
constituida por los esclavos. El cese de las guerras de conquista a comienzos del
Imperio y la limpieza de los mares hicieron disminuir las tradicionales fuentes de
aprovisionamiento, la esclavización de prisioneros y el comercio pirático. Otras fuentes
continuaron existiendo: la venta de los hijos por sus padres, la autoventa, la condena
y, por supuesto, la reproducción natural, puesto que los hijos de madre esclava
heredaban la condición materna. No obstante, cada vez se hizo más difícil a lo largo
del Imperio reemplazar a las masas de esclavos, sobre todo, en las grandes
propiedades agrícolas. En consecuencia, los esclavos agrícolas fueron siendo
sustituidos en los latifundios por colonos, agricultores libres, que arrendaban una
parcela de tierra a cambio del pago de una determinada renta en productos de cultivo.
De todos modos, aún siguieron empleándose esclavos en las labores agrícolas,
en las propiedades grandes y medianas o en los latifundios imperiales. Un villicus,
esclavo de confianza, dirigía como capataz los trabajos agropecuarios. Pero también
se generalizó la utilización de esclavos en el campo, con el mismo régimen de
aparcería de los colonos libres.
Como en época republicana, las explotaciones mineras estatales contaban con
una mano de obra en su mayoría servil, en condiciones de trabajo muy duras.
En cuanto a los esclavos, dedicados por sus dueños a trabajos ajenos a la
producción agropecuaria o minera, tenemos testimonios de artesanos -zapateros,
carpinteros, alfareros, albañiles, barberos...-, pero también de otros, que
desempeñaban actividades liberales, como pedagogos, médicos, artistas,
administradores...
Si bien recaían en la mano de obra servil las tareas más duras y vejatorias, no
siempre las relaciones amo-esclavo -sobre todo, en el caso de siervos domésticos,
públicos e imperiales- tenían un carácter absolutamente negativo. Era el sistema, más
que la crueldad generalizada de los amos, el responsable de la lamentable condición
servil, que no podemos considerar desde el punto de vista sentimental o moral. Las
mejoras legales introducidas por la legislación imperial, la filosofía estoica, con su
doctrina de la igualdad de los hombres, la esperanza de conseguir la libertad mediante
la manumisión y la propia diversidad de condiciones de vida de los esclavos
contribuyeron a mantener el sistema y a impedir su concienciación como clase, con
sus secuelas de carácter revolucionario.
Así, desde las duras condiciones de época republicana, en las que el
esclavismo constituyó el modo predominante de producción, la institución se mantuvo
a lo largo de los primeros siglos del Imperio; el sistema, no obstante, fue derivando, sin
desaparecer, hacia otras formas de dependencia, que caracterizan la sociedad del
Bajo Imperio.
Sin duda, fue esta posibilidad de sustraerse a la condición servil, mediante la
manumisión, la que, con la esperanza de libertad y de promoción social, dio su
carácter al sistema. La manumisión, por otra parte, también beneficiaba a los antiguos
amos, porque la liberación no significaba la ruptura de los lazos de dependencia. La
relación amo-esclavo se sustituía por otros lazos de vinculación de los libertos con
patronos, estipulados en el acto de la manumisión, que comportaban obligaciones
económicas y morales.
Las ventajas recíprocas de la manumisión para amos y esclavos y, en
consecuencia, la frecuencia de las liberaciones, obligaron a Augusto a introducir una
legislación restrictiva, que trataba de defender los derechos de los ciudadanos y la
estabilidad del sistema. Pero ello no impidió que creciera el número de esclavos
liberados -más en la ciudad que en el campo, que lograban frecuentemente una
posición desahogada e incluso una relevante posición económica, como prueba la
institución antes señalada de los Augustales.

2. La ciudad y la vida urbana

Sin duda, se puede caracterizar el Imperio romano como urbano. A lo largo de


los dos primeros siglos de nuestra era, el fenómeno urbano, que había sido desde
mucho antes en Oriente la forma de vida más extendida, se desarrolla en Occidente y
termina por constituir la célula fundamental e irreemplazable -la civitas- del edificio
político mundial levantado por Roma. Hasta tal punto, que la crisis de la ciudad es
también la crisis del propio Imperio, y la decadencia de la cultura urbana, el punto de
partida de una oscura época de transformaciones, que, a través de la propia disolución
del orden estatal romano, conducen de la Antigüedad al mundo medieval.
Las ciudades del Imperio -alrededor de un millar- presentaban grandes
diferencias entre sí. La mayoría contaba con una población de 10.000 a 15.000
habitantes, pero muchas de ellas apenas llegaban a los 2.000 o 3.000. Sólo una media
docena, como Pérgamo o Éfeso, alcanzaba de 50.000 a 100.000 habitantes.
Densamente pobladas estaban Alejandría y Antioquía, con cerca de medio millón. Y,
por encima de todas, estaba Roma, con un millón.
Pero, más allá de su tamaño, de sus distintas tradiciones y caracteres, todas
tenían unos rasgos comunes, que las diferenciaban de otras aglomeraciones urbanas
de rango inferior. Una ciudad era esencialmente una comunidad urbana, dotada de
autogobierno, con una constitución y unas instituciones regulares -consejo local y
magistrados- y con un territorio rural, situado bajo su jurisdicción y su control.
En consecuencia, la distinción entre la ciudad y las comunidades de rango
inferior en época imperial residía básicamente en la constitución política y en la
relación con el territorio circundante. En el Oriente griego, de larga tradición urbana, la
política imperial se limitó a seguir favoreciendo su desarrollo, ampliándolo a regiones
marginales de tradición rural. En Occidente, en cambio, hubo una notable propagación
de ciudades romanas, no sólo en las provincias interiores, sino en las zonas
fronterizas.
La multiplicación y expansión de estas comunidades urbanas autónomas no
respondía a un idealismo cultural, sino a la necesidad de crear centros de gobierno
local, con funciones administrativas, al servicio del poder imperial, aunque también
como puntos de romanización en zonas recién conquistadas.
Características comunes presentaba su aspecto físico. Dos grandes calles
perpendiculares formaban el entramado urbano, el cardo y el decumanus, constituido
por manzanas de casas individuales (domus) o colectivas (insulae). En el centro de
intersección de las dos calles principales se levantaba el foro, una gran plaza, rodeada
de pórticos, donde se concentraba la vida pública de la ciudad. El foro incluía la
mayoría de los edificios públicos, tanto civiles -basilicae o lugares de reunión y
tribunales públicos y curia, sede del senado municipal-, como religiosos. La mayor
parte de los foros estaban enmarcados en uno de sus lados por un mercado público
(macellum). Las instalaciones públicas se completaban con otros edificios de carácter
utilitario: termas, gimnasios, teatros y anfiteatros, y con una gran profusión de obras
decorativas: estatuas, arcos de triunfo y columnas conmemorativas.
Los diferentes estatutos de las ciudades eran herencia de época republicana.
En Occidente, las formas de organización principales eran la colonia y el municipium.
Aunque distintas por su origen -colonia, como establecimiento de veteranos del
ejército, y municipio, como comunidad indígena dotada de un estatuto idéntico al de
las ciudades italianas-, sus instituciones político-administrativas eran semejantes. Es
cierto que, en los municipios, se distinguían aquellos en los que todos sus habitantes
libres poseían la ciudadanía romana, frente a otros, en los que este privilegio se
restringía a los magistrados o consejeros locales (municipios de derecho latino). Sólo
unos cuantos estaban dotados de “derecho italiano” (ius Italicum), que comportaba la
exención del impuesto territorial, a semejanza de los municipios de Italia.
Las constituciones de las restantes ciudades del Imperio eran tan diversas
como las propias ciudades. Existían varias categorías privilegiadas: civitates
foederatae, con derechos reconocidos como consecuencia de un tratado formal con
Roma; liberae, no sometidas al arbitrio del gobernador provincial; liberae et immunes,
que incluían además la exención de impuestos. Pero, en general, durante el Imperio
se tendió a suprimir estos privilegios en favor de un mayor intervencionismo estatal. La
mayor parte, por ello, de las ciudades del Imperio eran stipendiariae, es decir,
sometidas a la autoridad del gobernador provincial y obligadas al pago de un tributo al
estado.
La administración imperial descargaba sobre las ciudades una serie de
importantes funciones: la recaudación de impuestos, el reclutamiento de soldados y el
mantenimiento de la ley y el orden. Pero, además de estas cargas, impuestas por el
estado, las ciudades y sus gobiernos locales tenían que ocuparse de las tareas
regulares de funcionamiento interno: construcción y mantenimiento de edificios de
interés común, organización de juegos y espectáculos, administración de la justicia,
abastecimiento de productos de primera necesidad y mantenimiento del orden público.
Para atender a estas exigencias y necesidades, los miembros más
acomodados de la comunidad debían aportar sumas de dinero y prestar servicios
personales (liturgias), además de encargarse del gobierno de la ciudad, como
magistrados regulares o miembros del consejo local. No era raro que, además de
estas cargas, algunos ciudadanos contribuyeran voluntariamente al bienestar de su
comunidad con donaciones o liberalidades (evergetismo).
El sistema de liturgias y liberalidades legitimaba la dominación de la sociedad y
de la política locales por parte de los ricos, y les permitía competir entre ellos en
honores, prestigio y cargos. Pero también les interesaba el bienestar de sus
respectivas comunidades al brindarles mayores oportunidades de aumentar sus
patrimonios.
La historia de las ciudades del Imperio romano está así ligada a la historia de
sus elites locales: su prosperidad significaba la prosperidad de la ciudad; sus
dificultades económicas, la decadencia de la vida comunal; su desaparición, la ruina
del sistema municipal y su sustitución por otras formas de organización social, con las
que se abre la Edad Media.
Para su organización, la ciudad contaba con unas instituciones municipales,
uniformes, sobre todo, en Occidente, ya que en el Oriente griego la política imperial
admitió las viejas instancias de la polis, con sus complejas y tradicionales
constituciones.
El municipio era un ente jurídico, como colectividad de ciudadanos con leyes
propias, patrimonio específico y derecho de elegir magistrados, exigir tributos y
administrar bienes propios. Sus elementos integrantes eran el populus, el conjunto de
ciudadanos de pleno derecho: los magistrados, elegidos por la asamblea popular
(ediles y cuestores), y el consejo municipal (curia), compuesto por los ex magistrados
y ciudadanos ricos, que se agrupaban en un estamento, el ordo decurionum.
El ordo, como consejo municipal, estaba encargado de ocuparse de todas las
cuestiones importantes de interés general concernientes a la administración de la
ciudad: gestión de los capitales, trabajos públicos y tributos, ceremonias y sacrificios,
fiestas y juegos, otorgamiento de honores y privilegios...
Durante los dos primeros siglos del Imperio, el estado, a través de la ciudad,
resolvió el difícil problema de la administración del Imperio y obtuvo los recursos
materiales para su sostenimiento. Pero, desde mediados del siglo II, cuando aparecen
los primeros síntomas de crisis económica, el estado, para paliar los graves problemas
financieros, no vio otro recurso que presionar sobre las ciudades. Estas, a su vez,
castigadas también por la crisis general, vieron derrumbarse los presupuestos que
habían hecho posible la construcción y el desarrollo del régimen municipal. Ante la
creciente dificultad en encontrar candidatos dispuestos a hacerse cargo de las
magistraturas, con sus correspondientes cargas económicas, los miembros del ordo
hubieron de responsabilizarse obligatoriamente de estas cargas (munera),
convirtiéndose en un estamento cerrado y hereditario (curiales).
Las grandes dificultades financieras repercutieron también sobre la autonomía
municipal. El gobierno central intervino en la gestión ciudadana con el nombramiento
de curatores, encargados de controlar las inversiones de fondos municipales,
administrar las tierras de la ciudad, hacer cumplir el pago de las deudas y restringir, en
general, el gasto público.

3. Las condiciones económicas

El nuevo régimen imperial apenas significó un cambio en las condiciones


económicas, modeladas en época republicana tras la expansión del imperialismo. Es
cierto que la paz, instaurada por Augusto y mantenida casi ininterrumpidamente hasta
el reinado de Marco Aurelio, fomentó el incremento de la población, con el
consiguiente aumento de la demanda, y estimuló la expansión económica, como
consecuencia de los nuevos factores de seguridad y estabilidad.
No obstante, la economía romana imperial mantuvo los caracteres típicos de
las sociedades preindustriales subdesarrolladas. Eso significa que la tierra siguió
siendo la principal fuente de riqueza, en la que estaban empleadas la inmensa
mayoría de las fuerzas productivas y en la que encontraban la principal inversión los
capitales acumulados por la industria o el comercio.
El Imperio, por otra parte, modificó las relaciones económicas entre Italia y el
mundo provincial. Todavía, durante la primera mitad del siglo I, la península italiana
ostentaba la primacía en la producción, pero, a partir de los Flavios, las provincias
desempeñaron un papel cada vez mayor en la economía del mundo romano.
Como fuente de prestigio y de poder político, las minorías rectoras continuaron
el proceso de concentración de la propiedad. Esta evolución, iniciada en la República,
tuvo su apogeo durante el Imperio y alcanzó su concentración máxima en el siglo I.
Puesto que la agricultura era la principal actividad económica, esta concentración de la
propiedad en manos de una mínima parte de la población del Imperio frente a ingentes
masas con muy pocas posibilidades de consumo, que vivían en un mero nivel de
subsistencia, tuvo consecuencias negativas para el desarrollo de la producción.
Un fenómeno característico fue la formación de los grandes dominios
imperiales: la confiscación de bienes de los condenados por motivos políticos,
herencias, legados y sucesivas adquisiciones convirtieron al emperador en el mayor
propietario del Imperio. Estos dominios estaban desigualmente repartidos por la
mayoría de las provincias del Imperio y eran especialmente importantes en África,
Egipto y las regiones interiores de Asia Menor.
La organización de las explotaciones agrícolas en la Italia del siglo I, de las que
se nos escapan muchos aspectos por falta de información, la conocemos, sobre todo,
gracias a la obra de Columela. El proceso de concentración de la propiedad y, con él,
la existencia de grandes latifundios, no había hecho desaparecer las explotaciones
medianas y pequeñas. Aún existía la agricultura de carácter intensivo, con fincas de
tamaño medio, explotadas con métodos racionales con mano de obra esclava y la
pequeña propiedad de carácter familiar.
No obstante, a partir del siglo II, la agricultura racional cultivada por esclavos a
las órdenes de un villicus, según el modelo republicano descrito por Catón, entró en
decadencia. En su lugar, los grandes dominios fueron divididos en pequeñas parcelas,
confiadas a campesinos libres, coloni. El término, que en época republicana se
aplicaba al agricultor propietario, pasó, pues, en época imperial, a designar al
arrendatario, que cultivaba tierras de los grandes propietarios a cambio de la entrega
de parte de la cosecha.
Se ha señalado, como causa de esta transformación del régimen de cultivo, la
disminución del número de esclavos, como consecuencia del agotamiento de las
fuentes de aprovisionamiento. Pero probablemente intervinieron otros factores, como
la escasa productividad de la agricultura intensiva y el aumento del absentismo entre
los latifundistas, que prefirieron desentenderse de las preocupaciones del campo y
confiar sus fincas a colonos libres e incluso a esclavos, en el mismo régimen de
arriendo. Así, las fuerzas de trabajo en la agricultura durante época altoimperial fueron
mixtas, libres y esclavas, aunque con tendencia a un incremento de la población libre.
Pero la situación social y jurídica de estos colonos empeoró, a lo largo del siglo III,
hasta convertirse en fuerzas de trabajo vinculadas obligatoriamente a la tierra que
cultivaban, en un régimen -el colonato-, equiparable al de la población servil.
También en la agricultura de las provincias se dejaron sentir de modo negativo
los efectos de la concentración de la propiedad. La condición de los trabajadores y la
estructura de la población agraria provincial es menos conocida, pero, al parecer,
adquirió caracteres semejantes a los de Italia.
En general, el régimen de la tierra era, en buena parte, de carácter latifundista.
En las grandes propiedades se difundió también el arrendamiento de las fincas a
campesinos libres o se recurrió a esclavos como arrendatarios. Pero esta nueva forma
de gestión, que sustituía a la explotación directa por parte del propietario, no mejoró
las condiciones del campo. El colono, obligado a sacar de la tierra tanto lo que
necesitaba para su subsistencia como las rentas que debía entregar al propietario,
arrastraba una existencia precaria.
Tampoco eran mejores las condiciones del campesino libre, que trabajaba sus
pequeñas parcelas. No es, pues, extraño que se generalizara la tendencia a
abandonar la tierra, para escapar a la presión fiscal de los funcionarios imperiales y a
las arbitrariedades de los arrendadores. Los datos que tenemos sobre quejas de los
campesinos, agitaciones, abandono de las tierras y aumento del bandolerismo
prueban la honda crisis del sistema.
En los dominios imperiales, se introdujo, a partir de los Flavios, una
organización, que pretendía favorecer los cultivos y defender, al mismo tiempo, los
intereses de los trabajadores. Una parte pequeña de estos dominios era cultivada
directamente con mano de obra esclava, pero la mayor fue dividida en pequeñas
explotaciones, confiadas a colonos libres, que pagaban un arriendo.
Conocemos esta organización por la lex Manciana, dictada por Vespasiano,
que Adriano completó con otras medidas para favorecer los cultivos en tierras incultas
o abandonadas. Pero no se trató de una política agraria consecuente, encaminada a
transformar radicalmente las relaciones de propiedad y, por ello, no pudo frenar la
crisis de la agricultura ni mejorar la suerte de los campesinos. Así, tanto en las
grandes propiedades privadas como en los dominios imperiales, terminaría
imponiéndose, a lo largo del siglo III, el duro régimen del colonato.
Tampoco las actividades de carácter industrial sufrieron muchos cambios con
respecto al período republicano. El modo de producción continuó siendo el taller
individual artesano o la pequeña fábrica con pocos empleados, libres o esclavos. Un
buen número de factores impedían el desarrollo de la industria: desinterés por los
avances técnicos, falta de medios rápidos y baratos de transporte, carencia de
inversiones y, sobre todo, ausencia de un nivel de vida de consumo elevado, que
restringía la producción masiva a artículos baratos y de poca calidad, como cerámica,
artículos de vidrio y utensilios de uso corriente.
Italia, que, durante gran parte del siglo I, había ostentado la primacía en la
producción manufacturera, hubo de sufrir, a partir del siglo II, la competencia de las
provincias occidentales. La famosa cerámica sigillata (con marcas estampilladas), de
centros como Arezzo, fue paulatinamente sustituida en los mercados occidentales -
Hispania, Galia, Germania y provincias danubianas- por productos galo-romanos,
como los elaborados en La Graufesenque o Lezoux.
Se produjo así una descentralización de la industria, que favoreció la
producción local y, en consecuencia, impidió la producción masiva. Las razones eran
múltiples: producción más cercana a los lugares de consumo -lo que reducía el
problema de los transportes- y ventajas en calidad y precio. Estas industrias,
elaboradas en los grandes dominios, copiaban productos sencillos y baratos,
adaptados a las necesidades de un mercado pobre en recursos económicos. También
la fabricación de lámparas de arcilla (lucernas), productos de orfebrería y metalurgia,
utensilios y mobiliario fueron objeto de esta dispersión de la producción.
En las provincias orientales, donde la actividad industrial ya contaba con una
larga tradición antes de la conquista romana, la producción manufacturera se vio
favorecida por el paso a través de sus territorios de las más importantes rutas del
comercio: terracotas, vidrios, textiles, papiro, bronces, perfumes y especias se
elaboraban o se comercializaban en distintos centros orientales de Siria, Egipto y Asia
Menor.
No obstante, dentro de los limitadas condiciones socio-económicas de la
época, los siglos I y II fueron, en general, de desarrollo y prosperidad para la
producción industrial, que se vio afectada al final del período por las mismas
desfavorables condiciones que sufría la agricultura.
Entre las actividades de carácter industrial hay que hacer referencia a la
explotación de minas y canteras. La mayor parte de las minas se encontraban fuera de
Italia y contaban con formas de explotación diversas: administración directa por parte
del estado, concesiones a grandes empresarios o arriendo a pequeños concesionarios
de un número limitado de vetas y pozos, contra el pago de un alquiler o la entrega de
parte del metal extraído. El gobierno trató de regular estas explotaciones con una
legislación específica, de la que tenemos un magnífico ejemplo en la lex metalli
Vipascensis , procedente de Aljustrel (Portugal).
El comercio, en un sistema económico como el romano, poco desarrollado y
basado en la agricultura, estaba destinado, sobre todo, a un mercado bastante pobre,
en el que la prioridad correspondía a los productos alimenticios. El gran comercio
alimentario era, en gran parte, por cuenta del estado y estaba destinado a satisfacer
las necesidades de abastecimiento del ejército y de la población de Roma. La annona
imperial, el servicio que garantizaba este abastecimiento, recurría a medios de
transporte privados, proporcionados por comerciantes y hombres de negocios -los
navicularii- , agrupados en corporaciones o collegia, protegidos por el estado.
El gobierno altoimperial apenas manifestó interés por el mundo de los tráficos
ni introdujo innovaciones en la organización del comercio, que, sin nuevos avances
técnicos, siguió desarrollándose con las mismas modalidades de época republicana.
Pero favoreció los intercambios con una amplia política de construcción de calzadas,
puertos y faros, al tiempo que velaba por la seguridad de los mares contra la
proliferación de la piratería.
Los mayores puertos del Mediterráneo eran los de Ostia, el puerto de Roma;
Alejandría, nudo de los tráficos entre el Mediterráneo y el Extremo Oriente, y Cartago,
donde se embarcaba el cereal africano.
La red de calzadas que cruzaba el Imperio experimentó un vigoroso desarrollo
desde época de Augusto. Aunque, en gran medida, prevista para facilitar el
desplazamiento del ejército y del correo imperial (cursus publicus), favoreció, como es
lógico, las relaciones comerciales. Muchas de estas calzadas estaban pavimentadas,
señalizadas y provistas de paradas (mansiones) para el abastecimiento de víveres y
animales de tiro. Un documento excepcional, el llamado Itinerario de Antonino, de
comienzos del siglo III, nos ofrece la relación pormenorizada de las principales
calzadas del Imperio.
El comercio, que utilizaba vías terrestres, marítimas y fluviales, tenía carácter
interprovincial y exterior. El primero, de mayor volumen, pero también más modesto en
cuanto al valor de las mercancías alimentos y utensilios de uso corriente-, convergía
en Roma e Italia, con dos áreas distintas, una oriental y otra occidental.
El comercio exterior, centrado en bienes y artículos de lujo, atravesaba las
fronteras del Imperio, hacia el Norte y el Extremo Oriente.
Las rutas del norte alcanzaban la Germania libre, los países escandinavos y
Rusia meridional tanto por vía marítima, a través de los puertos de la Galia, como
terrestre-fluvial, desde el Danubio hasta el Vístula y el Dnièper, que abrían el acceso
respectivamente a la costa báltica y al sur de Rusia: se comerciaba con vino, aceite y
productos de la industria a cambio de pieles, animales y, sobre todo, ámbar.
Una parte del comercio con el Medio y Extremo Oriente era marítimo,
procedente de regiones más allá del mar de Arabia -la China y la India-, y
desembocaba en el puerto de Alejandría. El restante comercio oriental se concentraba
en Siria y Fenicia, adonde confluían las caravanas procedentes de Asia Central y
Arabia, que atravesaban el desierto sirio. Ello explica la prosperidad de las llamadas
ciudades “caravaneras”, como Petra o Palmira. Seda, perlas, perfumes, ungüentos,
especias y otros artículos de lujo entraban en el Imperio para abastecer un mercado
muy selecto, a cambio de oro y plata.
Naturalmente, aparte de este comercio interprovincial y exterior, había otro
interior, variopinto y modesto, que ofrecía sus mercancías en pequeñas tiendas
urbanas, mercados y ferias o a través de vendedores ambulantes.
Aunque desconocemos el volumen de cambios, no era infrecuente el
enriquecimiento con el ejercicio de actividades comerciales, sobre todo, de productos
de lujo. Por lo demás, los tráficos se beneficiaban de un sistema aduanero, que,
aunque complejo, exigía tasas (portoria) que no superaban el 2,5 por ciento, a las que
se añadían modestos impuestos sobre la actividad mercantil, de un uno por ciento
sobre las ventas.
El régimen imperial contribuyó a desarrollar en todos el ámbito de dominio la
circulación monetaria. Augusto, que reorganizó el sistema monetario, fijó la relación
entre los metales utilizados para la acuñación de moneda: oro, plata y bronce. Este
sistema se mantuvo sin apenas variaciones hasta una primera devaluación durante el
reinado de Nerón. Tras ciertas oscilaciones bajo los Flavios, la conquista de la Dacia
por Trajano, con sus ricas minas de oro, introdujo una revalorización. Pero las
crecientes dificultades financieras, presentes en el Imperio a partir de la segunda mitad
del siglo II, afectaron al peso y ley (contenido de metal fino) de la moneda, hasta las
dramáticas circunstancias del siglo III.

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Los Severos y la crisis del siglo III
ISBN: 84-96359-34-4
José Manuel Roldán Hervás

La muerte de Cómodo, el hijo y sucesor de Marco Aurelio, desencadenó en


Roma una crisis, a la que puso fin, tras cuatro años de guerra civil, un hombre
enérgico, el africano Lucio Septimio Severo, fundador de una nueva dinastía, que se
mantendría en el poder hasta el año 235. Considerada unas veces como continuación
de la época de los Antoninos y otras, como puente de transición a la gran crisis del
siglo III, la dinastía de los Severos posee características propias, que la definen como
una etapa crucial en la historia del Imperio romano. Las originales soluciones,
aplicadas por la dinastía, a los múltiples problemas que se habían gestado en los
decenios anteriores, serán determinantes en los acontecimientos que siguen a la
desaparición de su último representante.

1. La guerra civil (193-197)

En Roma, los conjurados, que habían puesto fin a la vida de Cómodo,


ofrecieron el trono al senador Publio Helvio Pértinax. Bajo la promesa de un generoso
donativo, los pretorianos no pusieron obstáculos a su aclamación, que fue aceptada
por el senado (1 de enero del 193). Pértinax consideró como tarea más urgente
restaurar las finanzas públicas y hacer frente a la crisis económica, pero los
pretorianos, exasperados por la intención del emperador de reducir el importe del
donativo prometido y por su voluntad de imponerles una rígida disciplina, lo
asesinaron, apenas tres meses después de su aclamación (28 de marzo).
Su muerte abrió un período de anarquía en Roma, donde los pretorianos
creyeron poder disponer del trono a su antojo, ofreciéndolo al mejor postor. Dos viejos
senadores, Flavio Sulpiciano, suegro de Pértinax, y el rico milanés Didio Juliano
pujaron por la púrpura, y los pretorianos se decidieron por el segundo, que ofreció el
precio más alto. Didio apenas tuvo tiempo de instalarse en el trono: aceptado a
regañadientes por el senado y mal visto por el pueblo, hubo de enfrentarse de
inmediato al triple pronunciamiento militar de los ejércitos de Panonia, Britania y Siria,
que, simultáneamente, aclamaron a sus respectivos jefes, Lucio Septimio Severo,
Décimo Clodio Albino y Cayo Pescenio Níger. Era el comienzo de la guerra civil, que
asumía el carácter de guerra interprovincial por la pluralidad de los focos y por el
propio origen provincial de los competidores.
Septimio Severo, legado de Panonia superior, aclamado imperator por sus
soldados en el campamento de Carnuntum, recibió muy pronto la adhesión de los
ejércitos renano-danubianos y emprendió de inmediato el camino hacia Italia, para
ganar por la mano a sus rivales apoderándose de Roma. Ante su proximidad, los
pretorianos abandonaron a Didio Juliano, que fue asesinado, mientras Severo entraba
en la ciudad, sin lucha, a la cabeza de sus legiones (junio del 193), proclamándose
vengador de Pértinax. Previamente, para tener las manos libres en Occidente, había
neutralizado al pretendiente de Britania, el gobernador Clodio Albino, ofreciéndole el
título de César y, con él, su designación como legítimo heredero.
Mientras, en Siria, Pescenio Níger había logrado atraer a su causa a la mayoría
de las provincias orientales. La imposibilidad de un acuerdo con Níger obligaba a
Severo a marchar contra el pretendiente, que había establecido una cabeza de puente
en Europa, ocupando Bizancio. El asedio de la ciudad por las tropas de Severo y sus
sucesivas victorias decidieron la suerte de Níger, que fue asesinado, mientras
intentaba buscar refugio en territorio parto (finales del 194). Pero, mientras tanto,
Clodio Albino, comprendiendo que su designación como heredero por parte de Severo
sólo había sido una treta para orillarlo, se hizo proclamar Augusto por las tropas de
Britania (comienzos del 196) y, con ellas, pasó a la Galia. La respuesta de Severo fue
fulminante: hizo declarar a Clodio enemigo público y emprendió la marcha contra su
oponente desde Mesopotamia. Para consolidar su posición dinástica, se proclamó hijo
de Marco Aurelio y afirmó su voluntad de fundar él mismo una dinastía, otorgando a su
hijo mayor, Basiano - el futuro emperador Caracalla-, el título de César, con el nombre
de Marco Aurelio Antonino.
El encuentro decisivo con las tropas de Severo se produjo en los alrededores
de Lyon. Albino, vencido, prefirió suicidarse (febrero del 197). Dueño único del poder,
Severo desencadenó una sangrienta represión contra los partidarios de Albino, en la
que perecieron una treintena de senadores y numerosos caballeros. Sus propiedades,
confiscadas por el emperador, le convirtieron en el mayor terrateniente del Imperio,
pero el régimen de terror impuesto en Roma le alienó las simpatías del senado, que,
no obstante, se vio obligado a declarar a Severo hermano de Cómodo y a rehabilitar
su memoria.

2. La dinastía de los Severos

Septimio Severo (193-211)


Septimio Severo había nacido en Leptis Magna (Tripolitania), de una familia de
ascendencia libio-púnica y, por tanto, puramente provincial, que en sólo tres
generaciones pasó de la oscuridad al trono imperial. Su carrera, apoyada por parientes
del orden senatorial y ecuestre y por personajes influyentes, africanos como él, le
proporcionó una amplia experiencia en la administración y en el ejército, aunque no
descollara por sus cualidades de brillante militar.
Su vida y la del Imperio iban a estar marcadas por su estancia en Siria, como
legado legionario, donde esposó a Julia Domna, hija del gran sacerdote de ElGabal, el
dios solar local de Emesa. Inteligente y ambiciosa, habría de ejercer un significativo
papel en la política, como compañera inseparable del emperador, colmada de honores
y títulos, como los de Augusta, Pia, Felix y "madre de los Augustos", "del senado, de
los campamentos y de la patria" (mater Augustorum y mater castrorum, senatus et
patriae). Fue asimilada a un buen número de divinidades -Deméter, Hera, Cibeles, la
africana Juno Celeste- y llevó con ella a Roma a numerosos sirios, miembros de su
familia, en especial, a su hermana, Julia Mesa, y a sus sobrinas, Julia Soemias y Julia
Mamea, madres respectivamente de los futuros emperadores Heliogábalo y Alejandro
Severo. Su influencia se extendió también al ámbito de la cultura, como promotora de
un círculo de intelectuales, filósofos y escritores, en su mayor parte de origen oriental.
A esta fuerte influencia siria, el emperador añadiría, con personajes de origen
itálico, que ya habían revestido cargos importantes durante los reinados anteriores, un
buen número de hombres nuevos de origen africano, entre los que destaca Cayo
Fulvio Plautiano, nombrado por Severo prefecto del pretorio. Plautiano adquirió un
enorme poder e influencia, que le llevó incluso a emparentar con la familia imperial
mediante el matrimonio de su hija, Plautila, con Caracalla, el hijo mayor de Severo.
Una desmedida ambición, sin embargo, precipitó su caída y su muerte, ordenada por
su yerno con el beneplácito del emperador (205).
La irregular subida de Severo al poder, como consecuencia de un
pronunciamiento militar y del apoyo del ejército, exigía de entrada fundamentarla con
unas bases legales. De ahí, la afirmación de la idea dinástica y del carácter hereditario
del Principado, en una línea continua de legitimidad con los Antoninos. Esta idea
dinástica, que pretendía convertir el Principado en un bien de familia, transmisible de
padres a hijos, se completó con la asociación de los hijos de Severo al poder. El
mayor, Basiano, recibió, sólo con diez años, el título de César, como heredero al trono,
y, en el 198, fue proclamado Augusto. Su hermano menor, Septimio Geta, fue
proclamado César ese mismo año, y, en el 209, Augusto. Por primera vez en la
historia del Imperio hubo tres Augustos, ocupando conjuntamente el poder.
Con los hijos, toda la familia imperial se incluyó en esta política dinástica de
exaltación de la legitimidad. Como "casa divina" (domus divina), sus miembros -y, en
especial, las mujeres- gozaron de las ventajas y honores del poder imperial y
participaron del culto al soberano: la emperatriz Julia Domna, su hermana, Julia Mesa,
y sus sobrinas, Soemnias y Mamea, jugaron un papel de primer plano en la vida
pública. Un nuevo palacio imperial, la domus severiana, levantado en el Palatino, se
convirtió en el centro de una corte de estilo oriental, fastuosa, de minuciosa etiqueta y
con un innumerable servicio doméstico. El propio Principado, por efectos de esta
influencia oriental, se iba transformando en monarquía absoluta: el emperador no es
ya sólo el princeps, sino "nuestro señor" (dominus noster), "nuestro dios" (deus
noster). Así, con la continuidad programática, anclada en los Antoninos, la ideología
imperial introducía elementos renovadores e incluso revolucionarios, llamados a
desarrollarse en el futuro.
Estas tendencias no dejaron de manifestarse en el nuevo curso que Septimio
Severo imprimió a la realidad política del Imperio y al ámbito de la administración.
Tradicionalmente, se considera que con Severo se inaugura la serie de los
"emperadores soldados", que regirán el Imperio a lo largo del siglo III, con un marcado
carácter autoritario, burocrático y militarista, contrapuesto al tono "liberal", moderado y
civil de la administración de los Antoninos. No obstante, las reformas de Severo no
permiten afirmar una distinción tan drástica, puesto que se encuadran en una
evolución inscrita en épocas precedentes.
Sin duda, el gobierno severiano acentuó el carácter autoritario de la monarquía
y la naturaleza sagrada de la función imperial, con una fuerte concentración de los
poderes reales de decisión en la persona del emperador, en detrimento de los que
tradicionalmente disfrutaba el senado.
Severo no manifestó una oposición de principio a la alta cámara. Las
numerosas purgas de miembros del estamento, a comienzos del reinado, estuvieron
encaminadas a afirmar la autoridad del emperador con el miedo y le sustrajeron el
favor del senado. Pero Severo promocionó la entrada de nuevos miembros, en su
mayoría, originarios de las provincias africanas y orientales, a los que confió los cargos
más importantes de la administración.
Si bien el senado, como corporación, perdió gran parte de su prestigio y de su
papel político, sus miembros se convirtieron, desde el punto de vista social, en una
clase superior: el senador del siglo III es en un hombre rico, sin antepasados, que a
menudo vive en sus posesiones y en su patria de origen, sin pisar Roma, elevado al
rango de clarissimus por el favor imperial.
La promoción al orden senatorial de estos provinciales, procedentes del orden
ecuestre, no significó, pues, una democratización o barbarización del senado, aunque
puso en evidencia el papel creciente de los caballeros frente al orden senatorial. Con
los Severos, se instaura una cierta confusión entre las carreras de los dos órdenes, en
detrimento del senatorial: el mando de las nuevas legiones creadas por Severo se
otorga a caballeros, lo mismo que el gobierno de algunas provincias imperiales.
Esta preponderancia del orden ecuestre fue, en gran medida, producto de la
multiplicación de los puestos de procurador, que las crecientes necesidades de la
administración exigían. La consiguiente ampliación del número de oficinas y de
empleados condujo a una creciente burocratización de la cobertura administrativa del
Imperio, que todavía, no obstante, no alcanzó los asfixiantes niveles del siglo
siguiente. Otra característica del gobierno de Severo fue su atención a la
jurisprudencia, que conoció con la dinastía uno de sus más fecundos períodos.
Numerosos juristas, en el consejo imperial y en las oficinas de la administración, se
esforzaron por interpretar el derecho bajo principios de equidad y de atención por las
exigencias de las clases humildes.
Severo había llegado al poder gracias a un pronunciamiento militar y sabía a
quién debía el trono. No es, pues, extraño que el ejército ocupara un lugar
preeminente en la atención del emperador, preocupado por los problemas que, desde
el reinado de Marco Aurelio, afectaban al sistema defensivo y al ejército: insuficiencia
de un sistema estático frente a las crecientes presiones de los pueblos exteriores, y
deficiente grado de competencia de un ejército, minado por serios problemas de
reclutamiento, calidad y moral de las tropas.
La reforma de Severo no afectó tanto a la estrategia fronteriza, en la que se
mantuvo el viejo sistema defensivo del limes, como a conseguir los recursos humanos
necesarios para poner en práctica esta estrategia en cantidad y calidad. En lo que
respecta a los efectivos y el reclutamiento, Severo licenció a la guardia pretoriana y la
reemplazó por soldados fieles de las legiones del Danubio. También creó tres nuevas
legiones, las párticas, una de las cuales -la II- fue acantonada en las cercanías de
Roma. Pero, sobre todo, atendió Severo a mejorar la situación jurídica y material de
los hombres, encargados de la defensa del Imperio: aumento de la paga, permiso de
matrimonio legal para los soldados en servicio y otros privilegios, tendentes a
conseguir una promoción social del elemento militar. Y este ejército renovado permitió
hacer frente con éxito a los problemas de defensa del Imperio.
Tras la victoria sobre Albino y la afirmación de la autoridad imperial en
Occidente, Severo partió hacia Oriente para emprender una nueva guerra contra los
partos (197-199, cuyo resultado fue la creación de una nueva provincia, Mesopotamia,
al otro lado del Éufrates. Una segunda expedición militar, en el año 208, le llevaría
hasta Britania, en compañía de sus hijos, para hacer frente en la frontera a los ataques
de las tribus de la Baja Escocia. Fue una dura guerra, que aún no estaba terminada
cuando el emperador, enfermo, murió en su cuartel general de Eburacum (York), en
211. El muro de Adriano quedó definitivamente como frontera del dominio romano en
la isla.

Caracalla (211-217)
La muerte de Septimio Severo dejó el poder conjuntamente en manos de sus
dos hijos, Caracalla, de 23 años, y Geta, unos años más joven. Los ímprobos
esfuerzos del emperador y de su esposa, Julia Domna, por lograr la concordia entre
los dos hermanos, que se detestaban mutuamente, no impidieron la muerte de Geta, a
manos de Caracalla, un año después de acceder al trono (212), a la que siguió un
baño de sangre contra los partidarios y colaboradores de su hermano. Julia Domna, no
obstante, logró mantener su influencia en la vida pública, como auténtica corregente, y
los excelentes jurisconsultos de su entorno continuaron desarrollando su actividad en
la tradición de Septimio Severo, con una obra considerable y positiva en los ámbitos
del derecho y de la administración general del Imperio.
Sin duda alguna, la medida más importante de su reinado es la llamada
Constitutio Antoniniana o "Edicto de Caracalla", promulgada en el 212, por la que se
concedía la ciudadanía romana a todos los habitantes libres del Imperio. El
otorgamiento no suponía la supresión de los derechos tradicionales y de los diferentes
géneros de vida existentes en el Imperio, y de él sólo quedaban excluidos los dediticii,
las poblaciones bárbaras, establecidas dentro de las fronteras romanas. Con el Edicto
se culminaba la política progresiva de concesión de los derechos de ciudadanía,
iniciada por Roma siglos atrás en su ámbito de dominio, y se cumplía finalmente la
igualación jurídica de romanos, italianos y provinciales y, con ella, la unidad de
derecho en el mundo romano, sin suprimir las "patrias particulares".
Pero este mundo estaba afectado por graves problemas económicos,
agravados por el mantenimiento de una máquina estatal gigantesca y costosa. La
moneda base de plata, el denario, ya había perdido bajo Cómodo un 30% de su valor
real y su depreciación fue aumentando progresivamente. Caracalla, sin suprimirlo,
creó una nueva moneda, el antoninianus, también de plata baja, con un valor efectivo
de denario y medio y nominal de dos denarios, que siguió circulando en reinados
sucesivos, cada vez más depreciado, hasta contar apenas con un 5% de plata.
Caracalla trató de subrayar ante todo su carácter de vir militaris, de rudo
soldado, atento sólo a su popularidad en el ejército, y de ahí la política exterior
expansiva, que tendría desastrosas consecuencias para la precaria economía de la
sociedad imperial. En el año 213, la presión sobre el Danubio de una amplia
confederación de tribus germánicas, agrupadas en torno a los alamanes, obligó al
emperador a un enorme esfuerzo militar, cuyo resultado fue la consolidación del limes
renano-danubiano, en parte también conseguido gracias a una generosa distribución
de subsidios entre los bárbaros.
Pero su auténtico sueño debía ser la conquista de Oriente, a imitación de su
héroe Alejandro, con una gigantesca campaña contra el reino parto. La campaña
comenzó en el año 216 con un espectacular avance romano en territorio parto, que
Caracalla intentó repetir al año siguiente. Cuando se disponía a reemprender las
operaciones, el emperador fue asesinado por un oficial pretoriano a instigación de
Macrino (217).

Macrino (217-218)
Marco Opelio Macrino fue aclamado emperador por los soldados, sorprendidos
y desesperados por la pérdida de Caracalla, al que querían. Africano y de origen
humilde, fue el primer emperador de rango ecuestre, sólo aceptado por el senado a
regañadientes y con escasa popularidad entre los soldados.
Urgía liquidar el problema parto. Macrino, tras largas negociaciones, concluyó
una paz, que garantizaba el statu quo fronterizo con Partia y la soberanía nominal de
Roma sobre Armenia, a cambio de una considerable suma de dinero. Este acuerdo de
compromiso, tan poco glorioso, y la decisión de disminuir el salario de los nuevos
reclutas extendieron el malestar entre el ejército. Macrino, jugando en todos los
frentes, trató de ganarse el favor general con diferentes medidas, que no contentaron
a nadie: deferencia ante el senado, reducción de los impuestos, donaciones a la
plebe..., en suma, una política de buena voluntad, pero sin programa definido,
destinada a ser breve.
Julia Domna apenas había sobrevivido unas semanas a su hijo Caracalla. Pero
en Emesa, su patria de origen, se había refugiado el resto de la familia imperial: su
hermana Julia Mesa, con sus dos hijas, Soemia y Mamea, madres respectivamente de
Vario Avito y Alexiano, los dos últimos descendiente masculinos de la dinastía. Avito,
de catorce años, ejercía el gran sacerdocio hereditario del "dios-montaña" El-Gabal, la
divinidad solar de Emesa, de la que recibió el nombre de Elagabal (transcrito en latín
como Heliogábalo).
Interesadamente, la familia extendió el rumor de que Avito era hizo ilegítimo de
Caracalla, y se prometió a las legiones estacionadas en Siria generosos donativos si
apoyaban su causa. El joven sacerdote, finalmente, fue proclamado Augusto por los
soldados con el nombre de Marco Aurelio Antonino. Macrino reaccionó, nombrando,
por su parte, Augusto a su hijo Diadumediano, y se dirigió a aplastar la rebelión.
Vencido en Antioquía, fue asesinado unos días más tarde cuando huía hacia Europa,
mientras su hijo corría la misma suerte en su intento de buscar refugio en la corte de
los partos.

Heliogábalo (218-222)
Tras el intermedio de Macrino, volvía al poder la dinastía africana de los
Severos, convertida ahora en siria. Heliogábalo, demasiado joven para reinar, apenas
se interesó por otra cosa que la exaltación de su dios. Sanguinariamente eliminados
los amigos de Macrino y reprimidos varios motines militares en Siria, Heliogábalo inició
el camino hacia Roma, llevando con él, en solemne procesión, la piedra negra,
símbolo del dios de Emesa. La población romana hubo de contemplar, sorprendida y
escandalizada, la entrada en la Ciudad de un emperador adiposo, cubierto de
maquillaje, adornado con extravagantes joyas y cubierto de chillones ropajes, que
pretendía subordinar a este culto exótico los viejos cultos romanos. Un nuevo templo
en el Palatino, el Elagabalium, acogió, bajo la presidencia del nuevo dios, los
emblemas sagrados más representativos de la religión romana, en un intento de
sincretismo, esto es, de asimilación de todos los cultos al de la suprema divinidad
solar.
Sin capacidad ni deseos de gobernar, Heliogábalo abandonó el poder en las
manos de Julia Mesa, su abuela, y de Julia Soemias, su madre, mientras se
abandonaba a los excesos de su locura mística y a los caprichos y depravaciones de
una mente, probablemente enferma, rodeado por una corte poblada de comediantes,
prostitutas y eunucos, si hacemos caso a la tradición senatorial, abiertamente hostil al
emperador.
La creciente impopularidad de Heliogábalo, en una coyuntura financiera cada
vez más degradada y con nuevas presiones bárbaras sobre las fronteras
septentrionales, decidieron a la vieja dama siria, Mesa, a buscar un recambio, que
pudiera asegurar el porvenir de la dinastía. Heliogábalo aceptó así la adopción de su
primo Alexiano, el hijo de Julia Mamea, con el nombre de Marco Aurelio Alejandro
(221). Cuando el emperador advirtió su error, ya era demasiado tarde: un motín de los
pretorianos, probablemente preparado por Mamea con la aprobación de Mesa, acabó
con las vidas de Heliogábalo y de su madre (222) y elevó al trono a Alejandro, que
incluyó entre sus nombres el programático de Severo.

Severo Alejandro (222-235)


Pero el nuevo príncipe no tenía ni la firmeza de Severo ni la fogosidad de
Alejandro. Apenas fue un juguete en las manos de las "emperatrices sirias" -su abuela,
Mesa, y su madre, Mamea-, que gobernaron el Imperio en su nombre. Fue una fortuna
que, en el entorno imperial, ocuparan los principales puestos grandes juristas,
discípulos de Papiniano: Ulpiano, Paulo y Modestino, que, con otros expertos en
derecho, jugaron un importante papel en el consilium principis, como consejeros del
emperador. Y a su actividad hay que adscribir una apreciable serie de medidas
legales, que intentaron restablecer el espíritu liberal y humanitario de época
antoniniana. La corte imperial acogió, por otra parte, a un nutrido grupo de
intelectuales, entre los que se cuentan el historiador Dión Casio, el filósofo Diógenes
Laercio o el erudito cristiano Julio Africano, que fue encargado por el emperador de
organizar en Roma una gran biblioteca.
Bajo la dirección de Ulpiano, como prefecto del pretorio, los primeros años del
reinado de Severo Alejandro estuvieron marcados por positivos, aunque parciales,
intentos estabilizadores, frente a los graves problemas socio-económicos que
afectaban al Imperio. El asesinato de Ulpiano, a manos de los pretorianos, en una
fecha indeterminada (¿224?), y la muerte de Julia Mesa, en el 226, señalaron el inicio
de la caída del régimen y, con él, de la propia dinastía severiana. Los problemas
surgidos en la corte fueron el detonante de un proceso de descomposición general,
cuyas principales manifestaciones fueron la indisciplina de los soldados, descontentos
por las forzadas economías del fisco, y la inestabilidad social, que extendió una ola de
inseguridad en todos los rincones del Imperio.
El problema más grave vendría, sin embargo, del exterior, como consecuencia
de una doble conmoción, que afectó gravemente a la frontera oriental y a la renano-
danubiana.
En territorio parto, se estaban desarrollando profundos cambios, que iban a
arrastrar al vecino Imperio romano. Un vasallo de los partos, el persa Artajerjes, tras
apoderarse violentamente del trono, sustituyó, en el año 224, la dinastía arsácida por
la sasánida. Los sasánidas, ferozmente nacionalistas, pretendían restablecer el
imperio persa en sus antiguos límites. Creadores de un estado fuertemente
centralizado, los persas encontraron un sólido lazo de unión en el fanático seguimiento
de la religión predicada por Zoroastro, exclusiva e intolerante. Artajerjes invadió la
provincia romana de Mesopotamia y penetró en Capadocia. Severo Alejandro se vio
obligado a acudir en persona a Oriente. Después de fracasados ofrecimientos de paz
a Artajerjes, las fuerzas romanas invadieron Mesopotamia y, aunque a duras penas,
lograron restablecer la situación (232). Pero, apresuradamente, el emperador hubo de
regresar a Roma, alarmado por las noticias procedentes de la frontera renano-
danubiana, donde alamanes, carpos, yácigos y dacios sometían a pillaje las tierras
fronterizas del Imperio. Alejandro creyó poder comprar la paz ofreciendo a los
bárbaros subsidios. La deshonrosa propuesta exasperó a los soldados y suscitó un
motín militar contra el incompetente emperador, dirigida por un rudo oficial de origen
tracio, Maximino, que fue aclamado por las tropas. Severo Alejandro y su madre
fueron asesinados (235).
Era el final de una dinastía que había gobernado cuarenta años. Con ella,
desaparecía también la continuidad del régimen imperial, que Septimio Severo había
tratado de mantener, al menos en el plano ideal, proclamándose sucesor legítimo de
los Antoninos. El Imperio sería ahora patrimonio exclusivo de los soldados.
3. La crisis del siglo III (235-284)

Entre la muerte de Severo Alejandro y la subida al poder de Diocleciano se


extiende uno de los períodos más críticos de la Historia de Roma, caracterizado por la
acumulación simultánea de graves problemas, que conmocionan la estabilidad y la
propia integridad del Imperio: en el exterior, Roma ha de defenderse de los ataques de
los persas en el Éufrates y de la presión de los pueblos bárbaros sobre las fronteras
septentrionales; mientras, en el interior, la falta de una autoridad central, regular y
estable, abre el camino al ejército, que impone a su antojo a los emperadores, en
medio del caos económico y de una grave crisis social y espiritual. De ahí, el nombre
de Anarquía militar con el que se conoce el período, en el que se suceden una
veintena de emperadores legítimos y más de medio centenar de usurpadores,
elevados en su mayoría por el capricho de los soldados. No obstante, gracias, sobre
todo, a la energía de los llamados emperadores ilirios, se inicia, al final del período, la
superación de esta múltiple crisis, para dar paso a una nueva época, denominada
tradicionalmente como Antigüedad tardía o Bajo Imperio , en la que se cumple una
radical transformación del aparato de estado, de las estructuras socio-económicas y
de las propias mentalidades.

La “Anarquía militar”
Maximino, llamado el Tracio (235-238), campesino de humilde origen, como
primer y auténtico “emperador-soldado”, dirigió de inmediato una campaña victoriosa
al otro lado del Rin, en la Germania libre, y, a continuación, se trasladó al Danubio
para luchar, también con éxito, contra dacios y sármatas. Pero, exhausto el Tesoro,
hubo de aplicar con brutalidad una auténtico terrorismo fiscal, con continuas requisas,
extorsiones y confiscaciones, que, al repercutir sobre los estratos acomodados -orden
senatorial, grandes terratenientes y burguesías municipales-, suscitó el malestar
general y la resuelta oposición de las capas altas de la población del Imperio.
Tras el efímero reinado de Gordiano I y su hijo, Gordiano II, proclamados
emperadores en África y pronto eliminados, el senado eligió a dos de sus miembros,
Pupieno y Balbino, como emperadores conjuntos, mientras Maximino, que marchaba
sobre Italia, fue detenido asesinado por sus propios soldados. Pero no había
terminado el infortunado año 238 cuando Pupieno y Balbino fueron asesinados a su
vez por la guardia pretoriana. Así subió al poder el quinto emperador del año, el joven
Gordiano III (238-244), proclamado por los pretorianos y aceptado por el senado.
Demasiado joven para una acción de gobierno personal, pudo mantenerse durante
cierto tiempo en el trono gracias a la firmeza y eficacia de su principal consejero,
Timesiteo, que asumió en nombre del emperador, como prefecto del pretorio, la
dirección de los asuntos públicos y, entre ellos, el más urgente de todos, la defensa
del Imperio.
En el año 240, Sapor I había sucedido en el trono persa a Artajerjes. Fiel
intérprete del programa nacionalista y expansionista de la dinastía, inició su reinado
con una ofensiva contra la provincia romana de Mesopotamia. Gordiano y Timesiteo
hubieron de dirigirse a Oriente, al frente de un gran ejército, restableciendo a su paso
el orden sobre la frontera danubiana en lucha contra godos y sármatas.
La campaña contra los persas fue un éxito, pero, en el 243, cuando se
iniciaban los preparativos para una nueva campaña, Timesiteo murió, y el nuevo
prefecto del pretorio, Filipo, instigó un motín de los soldados contra el emperador, que
fue asesinado en el curso de la campaña. Acto seguido, el ejército proclamó a Filipo
(244). Otros ejércitos en distintas provincias intentaron por la misma vía elevar a sus
comandantes a la púrpura imperial. Se multiplicaron así los usurpadores en la periferia
del Imperio, mostrando cómo los métodos tradicionales de gobierno, basados en la
débil legitimidad que confería el senado en Roma, no eran capaces de poner un freno
a las fuerzas centrífugas, que impulsaban un movimiento de disgregación, cuyos
intérpretes eran los ejércitos provinciales. Pero todavía era más grave la situación
exterior. Las debilitadas defensas del Danubio fueron impotentes para resistir el
empuje de las tribus bárbaras y, especialmente, de los godos, que avanzaron por
territorio romano, ante la impotencia del gobierno central, en manos de efímeros
emperadores: Trajano Decio, Treboniano Galo, Volusiano y Emiliano (253), más
atentos a hacerse con el poder en Roma que a frenar la amenaza goda.

La culminación de la crisis: Galieno


El caos político se resolvió con la subida al poder de Valeriano (253-260), un
viejo senador de rancia familia, con quien parecía retornar una relativa estabilidad
institucional. No obstante, su reinado y el de su hijo Galieno coinciden con la fase más
aguda de la crisis del Imperio. La intensidad de los problemas internos y externos -
dificultades económicas, miseria social, violentos ataques de los bárbaros,
recrudecimiento de la presión en la frontera oriental, usurpaciones, pérdida de control
de las regiones periféricas por parte del poder central- parecen empujar a Roma al
borde del abismo. Y, sin embargo, entre gigantescas dificultades, en estos años
centrales del siglo III, comienzan a apuntarse soluciones en el terreno militar y social,
que serán decisivas en la evolución del Imperio.
En la maraña de problemas, era, sin duda, la defensa de las fronteras la tarea
más urgente: continuaban las incursiones bárbaras en las provincias septentrionales
del Imperio, pero todavía era más preocupante la frontera oriental, donde el rey persa
Sapor I había invadido Mesopotamia y Siria. Valeriano afrontó con energía la múltiple
amenaza. Confió la defensa de Occidente a su hijo y corregente, Galieno, mientras él
mismo concentraba su atención sobre Oriente. Pero su ejército, diezmado por la peste,
fue vencido, y el propio Valeriano cayó prisionero de Sapor cerca de Edesa cuando
trataba de pactar un armisticio (260). El rey persa aprovechó el éxito e invadió con sus
tropas las provincias de Siria, Cilicia y Capadocia, destruyendo ciudades y logrando un
gigantesco botín.
La captura de Valeriano dejó a Galieno solo al frente del Imperio (260-268), en
una situación extremadamente crítica. La noticia de la catástrofe de Edesa provocó la
anarquía general y una serie interminable de pronunciamientos militares en las
provincias, donde los soldados proclamaron emperadores a sus respectivos
comandantes. La mayoría apenas son otra cosa que nombres, en una confusa lista de
usurpadores, que la Historia Augusta reúne bajo el nombre de los “Treinta tiranos”.
Sólo interesan dos de ellos -Póstumo y Odenato-, que, en la Galia y Oriente
respectivamente, dieron vida a sendas formaciones políticas de real significación para
la historia del Imperio.
En Colonia, las legiones germánicas proclamaron emperador a Póstumo, que
fue reconocido no sólo en las provincias galas y germanas, sino también en Britania y
parte de Hispania. Galieno, impotente, hubo de reconocer la autoridad de Póstumo
sobre las provincias occidentales, castigadas por las correrías de los francos. Póstumo
dedicó los diez años de su gobierno (260-268/9) a limpiar de bárbaros sus dominios
con la fuerza y la diplomacia. Los brillantes resultados alcanzados le decidieron a
proclamar un “Imperio de las Galias” (Imperium Galliarum). No obstante, cuando se
disponía a enfrentarse con Galieno para proclamarse único emperador legítimo, fue
asesinado por sus soldados, descontentos por la masiva incorporación al ejército de
elementos bárbaros.
Mientras, en Oriente, para neutralizar el peligro persa y luchar contra nuevos
usurpadores, Galieno nombró a Odenato, un príncipe árabe de Palmira, comandante
en jefe de todas las fuerzas de Oriente (262). Palmira era una rica ciudad caravanera,
que había sido incorporada al Imperio por Trajano, pero sus príncipes indígenas
conservaban una notable influencia. Entre el estado romano y el persa, la ciudad
mantenía una vida activa y próspera, gracias al control del comercio oriental. Odenato,
fortalecido por sus éxitos sobre los persas, asumió una actitud independiente del poder
central, organizando un original reino, formalmente vasallo de Roma, pero en la
práctica autónomo. A su muerte, su viuda, Zenobia, asumió el poder como regente y
en nombre de su hijo Vabalato se declaró independiente de Roma.
El desmembramiento de las provincias occidentales y el forzado traspaso del
Oriente a la responsabilidad de Palmira dejaron a Galieno las manos libres para
concentrarse en el reforzamiento de las defensas del Danubio. Pero Galieno no pudo
rematar su obra, obligado a regresar a Italia para enfrentarse a la rebelión de un
usurpador, donde cayó víctima de un complot de sus oficiales (268).

Los emperadores ilirios: Aureliano


La obra de Galieno, aunque inacabada y forzada por las circunstancias, había
permitido superar los graves peligros que amenazaban con la desintegración del
Imperio. Los emperadores que le sucederán, de extracción militar y modesto origen
social, y, en su mayoría, de procedencia iliria (Dalmacia, Panonia, Mesia), se pondrán
al servicio de un programa de restauración, frente a las amenazas exteriores y a los
intentos de disgregación, para devolver la unidad al Imperio. Con las bases creadas
por ellos, Diocleciano y Constantino emprenderán, a comienzos del siglo siguiente,
una completa renovación del estado y de la sociedad.
Los asesinos de Galieno proclamaron emperador a Marco Aurelio Claudio,
enérgico militar de origen dálmata, que dedicó sus esfuerzos a contener la presión
bárbara sobre la fronteras del Danubio, venciendo a los godos, de donde el nombre de
Gótico con el que ha pasado a la Historia. Su muerte, víctima de la peste, abrió el
camino del trono a Lucio Domicio Aureliano, el más representativo de los emperadores
ilirios: con él, se logrará la reunificación del Imperio y proseguirán las reformas político-
administrativas e ideológicas, destinadas a devolverle su cohesión interna.
Desgraciadamente, los múltiplos frentes en los que hubo de combatir y su temprana
desaparición impidieron a Aureliano completar una obra que lo califica como excelente
militar y estadista.
Los problemas de defensa se acumularon apenas llegado al poder: vándalos y
godos continuaban presionando sobre Panonia y Mesia, mientras, en el alto Danubio,
los alamanes unidos a nuevos bárbaros, los yutungos, atravesaron los Alpes y cayeron
sobre el norte de Italia, invadiendo el valle del Po. En Oriente, Zenobia firmó un
acuerdo con los persas y proclamó emperador a su hijo Vabalato.
Aureliano acudió desde Panonia al norte de Italia, pero, vencido cerca en
Placentia, no pudo impedir que los bárbaros siguieran avanzando en el interior de
Italia. La determinación del emperador, no obstante, logró conjurar el peligro: de
acuerdo con el senado, emprendió una gigantesca obra de fortificación de la ciudad de
Roma, rodeándola de una muralla de casi ocho metros de altura, flanqueada por 350
torres, que todavía se conserva en parte, el llamado “Muro de Aureliano”. A
continuación, se enfrentó a los yutungos: vencidos en sucesivas batallas, los que no
fueron aniquilados, regresaron al otro lado del Danubio (271).
Era preciso, más que nunca, fortalecer la frontera danubiana. Aureliano, tras
vencer a los pueblos que amenazaban el curso inferior del río -vándalos, sármatas,
godos, carpos y bastarnos- y asentarlos en territorios despoblados de la provincia de
Mesia, decidió evacuar la provincia transdanubiana de la Dacia, conquistada por
Trajano. La frontera volvió a estar marcada, como en época augústea, por el curso del
Danubio. La población fue transferida a territorios de Mesia y Tracia, que heredaron el
nombre de la provincia abandonada, organizados en dos circunscripciones
administrativas, la Dacia ripensis y la Dacia mediterranea.
Asegurado el Danubio, Aureliano podía ahora intentar la restauración de la
autoridad romana en Oriente, donde, como sabemos, Zenobia había proclamado
emperador a su hijo Vabalato, después de haber ocupado Egipto, Siria y la mayor
parte de Asia Menor. El emperador encomendó a su lugarteniente, Probo, la
reconquista de Egipto, mientras él mismo, tras liberar Asia Menor y Siria, avanzó por el
desierto hasta las puertas de Palmira. La ciudad fue sometida a asedio y tuvo que
capitular, a pesar del débil socorro enviado por los persas; Zenobia fue capturada
mientras trataba de buscar refugio al otro lado del Éufrates (272).
Palmira fue respetada, pero, apenas unos meses después, volvió a sublevarse.
Aureliano decidió entonces someterla a saqueo: expoliada y destruida, la próspera
ciudad del desierto no volvería a recuperarse. Mientras, en Egipto, Probo había
logrado restablecer la autoridad imperial. Pero un rico comerciante, Firmo, se sublevó
en Alejandría, aprovechando la inestabilidad social. Aureliano puso fin a la revuelta, y
Firmo fue ejecutado.
Sólo quedaba el "Imperio de las Galias" para restablecer completamente la
unidad del Imperio. Tras la desaparición de Póstumo (269), asesinado por sus tropas,
una larga lista de pretendientes habían intentado ocupar su puesto, mientras se
deshacía la relativa prosperidad económica entre los desmanes de los soldados y las
incursiones de los germanos. Victorino, contemporáneo de Claudio el Gótico, logró
imponerse durante cierto tiempo, sin poder evitar que las provincias de Hispania
regresaran a la obediencia del poder central. Asesinado en el 270, fue reemplazado
por el senador Tétrico, que representaba los intereses de la Galia meridional, urbana y
romanizada, frente a los territorios militarizados y semibárbaros del norte. Incapaz de
restablecer el orden, Tétrico pactó con Aureliano y permitió que sus legiones fueran
derrotadas (273). Así se reintegraban de nuevo al Imperio la Galia y Britania.
Aseguradas las fronteras y restablecida la unidad del Imperio, pudo Aureliano
emprender en Roma un ambicioso programa de reformas internas.
En el ámbito de la administración, se achaca a Aureliano la responsabilidad de
haber iniciado la “provincialización” de Italia, con la imposición de correctores, que
introducirían en la península el mismo régimen aplicado a las provincias. Al parecer,
no se trató de una medida general y sistemática, sino de reformas parciales, que ya se
habían hecho presentes en época de los Severos y que se completarán con
Diocleciano Por lo demás, Aureliano trató de asegurar el abastecimiento de la
población de Roma con distribuciones gratuitas de productos de primera necesidad, lo
que obligó a la imposición de prestaciones obligatorias, mediante la utilización de los
collegia o corporaciones de profesionales armadores, transportistas, carniceros,
panaderos...- como “servicios públicos” militarizados. Esta política de
“intervencionismo estatal” en ámbitos vitales afectó también a otros sectores, como el
de la construcción, cuyos collegia se vieron obligados a participar en las obras de
fortificación y defensa de las ciudades, de las que es un buen ejemplo la muralla de
Roma.
Es cierto que, en correspondencia con estos sacrificios, exigidos a artesanos y
comerciantes, la política fiscal de Aureliano, que se ha tildado de “democrática”, trató
de cargar sobre los ricos el peso de los impuestos, al tiempo que condonaba las
deudas al estado de los estratos más humildes.
Pero, sobre todo, interesa el intento de reforma monetaria, emprendido por
Aureliano para devolver a la moneda de plata parte de su valor, dramáticamente
envilecido en el curso de los decenios anteriores. Las causas de esta depreciación
eran muchas: la escasez de metal noble y las crecientes necesidades del estado, pero
también las manipulaciones fraudulentas de los obreros, que, en los talleres
monetarios y con la complicidad de los senadores, falsificaban las piezas -menos
pesadas y con aleaciones que contenían una mínima cantidad de plata- en detrimento
del estado. Aureliano, en su determinación de restaurar la disciplina, hubo de
enfrentarse a una rebelión de los talleres de Roma, que reprimió en sangre. Retiró al
senado y a las ciudades el derecho de acuñar moneda de bronce, dio mayor
estabilidad a la moneda de oro y bronce, pero, sobre todo, creó un nuevo antoninianus
de plata con el valor de cinco denarios. Las reformas, sin embargo, tuvieron un
limitado alcance, y el problema de la depreciación de la moneda continuó pesando
gravemente sobre la vida económica del Imperio.
Aureliano prosiguió también la reforma del ejército, iniciada por Galieno. Se
multiplicaron las unidades de caballería pesada (cataphractarii), a imagen de los
jinetes acorazados persas, pero, sobre todo, aumentaron en número e importancia las
unidades militares de germanos -vándalos, yutungos, alamanes-, como foederati,
"federados", al servicio del emperador. La utilización masiva de bárbaros en la defensa
de las fronteras hizo del ejército un cuerpo extraño dentro del Imperio, cada vez más
alejado del contacto con el pueblo.
Gran significación tuvo la política religiosa del emperador, tendente, como en
otros ámbitos, a restablecer la unidad del Imperio, pero también a reforzar el carácter
divino de la monarquía absoluta, como base ideológica para consolidar con nuevos
fundamentos el poder imperial. Este poder procedía de los soldados, pero Aureliano
trató de darle un contenido divino. Para ello, organizó en Roma un culto oficial al sol -
una divinidad que contaba con una amplia aceptación en los medios militares
danubianos-, que, bajo la advocación de Sol Invictus, fue considerado como dios
supremo y protector del Imperio.
Los ideales unitarios y absolutistas de la concepción monárquica recibieron así
el apoyo de la religión: Aureliano se proclamó dominus et deus, "señor y dios", y fue el
primer emperador que ciñó sobre su cabeza la diadema, como autócrata, investido
"por la gracia de Dios". Al antiguo princeps, elevado al poder por el senado o el
ejército, sucedía ahora el dominus, legitimado por voluntad divina. Se cumplía así, en
la evolución de la idea imperial, el paso del Principado augústeo al Dominado
bajoimperial.
Esta ambiciosa obra de regeneración quedaría interrumpida por el asesinato de
Aureliano, cuando preparaba una campaña contra el imperio persa (275). Se trató de
una venganza privada, y el ejército, desorientado, descargó la responsabilidad de
elegir un nuevo emperador en el senado, que se decidió por un viejo miembro del
estamento, Tácito (275-276). Las circunstancias favorecieron así el retorno a una
práctica anacrónica, que necesariamente sólo podía ser de breve duración. Una nueva
incursión de los piratas godos del mar Negro en las costas de Asia Menor obligó al
emperador a abandonar Roma, en compañía de su hermano Floriano, nombrado
prefecto del pretorio. La victoria sobre los bárbaros no impidió que fuera asesinado por
los soldados. Floriano ocupó su lugar y logró ser reconocido en todo el Imperio, pero
las tropas de Siria y Egipto se pronunciaron por su jefe, Marco Aurelio Probo. No fue
preciso el enfrentamiento entre los dos rivales: las tropas de Floriano se pasaron a las
filas de Probo y asesinaron al emperador, apenas después de tres meses de gobierno
(276).
Tras el corto intervalo senatorial, Probo (276-282), originario de Sirmium, en
Panonia, reanudó la tradición de los emperadores ilirios, con larga experiencia militar.
Pronunciamientos militares, revueltas internas y masivas ofensivas de los bárbaros en
las fronteras del Rin y el Danubio obligaron a Probo a poner esa experiencia al servicio
de una infatigable actividad bélica, durante los seis años de su reinado.
Desde el año 275 y aprovechando el desguarnecimiento de la frontera del Rin,
francos y alamanes habían invadido la Galia, sometiendo a saqueo un buen número
de ciudades. Probo logró restablecer la situación tras dos años de duros combates
(277), pero su marcha hacia el frente del Danubio suscitó sucesivos intentos de
usurpación: Bonoso, en Colonia, y Próculo, en Lyon, utilizaron a su favor la ruina y el
caos provocados por las invasiones para proclamarse emperadores, si bien fueron
rápidamente eliminados por oficiales leales a Probo.
Mientras, el emperador, consolidaba la defensa del Danubio y acudía a Oriente
para reducir, en el sur de Asia Menor, a los isaurios, pueblo salvaje, que atrincherado
en sus montañas, había hecho del bandolerismo su modo de vida. Resueltos también
otros problemas suscitados en Oriente -las incursiones de nómadas blemios en la
frontera meridional de Egipto; el intento de usurpación del gobernador de Siria,
Saturnino-, Probo, una vez restablecida la paz en el Imperio, creyó llegado el momento
de reanudar los proyectos de ofensiva contra los persas, interrumpidos por la muerte
de Aureliano. Pero los soldados, agotados y enfurecidos por la férrea disciplina
impuesta por el emperador, lo asesinaron en las cercanías de Sirmium, su ciudad natal
(282).
Durante su corto reinado y a pesar de la intensa actividad militar, Probo dedicó
también su atención a los problemas económicos del Imperio, con una serie de
medidas, tendentes a reactivar la producción en el campo de la agricultura. Sobre
todo, intentó poner en cultivo nuevas tierras en Panonia, recurriendo a las tropas
establecidas en la provincia, que, como sabemos, se rebelaron contra la imposición
del emperador y lo asesinaron.
Probo prosiguió también en las provincias fronterizas la política de
establecimiento de contingentes bárbaros en tierras vírgenes o abandonadas, para
remediar la alarmante despoblación y aumentar así la mano de obra rural. Ligados así
al Imperio, estos bárbaros contribuían a frenar la presión de sus congéneres sobre las
fronteras y se convirtieron en una importante base de reclutamiento militar, que se
desarrollará en épocas posteriores.
Tras la muerte de Probo fue proclamado emperador el prefecto del pretorio,
Caro (282-283), un militar de la Narbonense, que se apresuró a asociar al poder a sus
hijos Carino y Numeriano. Sin molestarse siquiera en pedir la protocolaria aprobación
del senado, Caro, dejando la responsabilidad del gobierno de Occidente a Carino,
marchó de inmediato a Oriente, en compañía de Numeriano, para dirigir una campaña
contra los persas, debilitados por la muerte de Sapor.
El avance del ejército romano en territorio persa fue interrumpido por la muerte
del emperador en circunstancias oscuras. Numeriano, enfermizo y débil, decidió poner
término a la campaña y, en el camino de regreso, fue asesinado a instigación de su
suegro, el prefecto del pretorio, Aper. Descubierto el complot, los oficiales del ejército
proclamaron Augusto a Diocleciano, comandante de los protectores, la guardia de
corps del emperador (284).
Carino, que, mientras tanto, en Occidente, había tenido que reprimir el intento
de usurpación de Juliano, marchó de inmediato contra Diocleciano. Aunque resultó
vencedor, poco después era asesinado por oficiales de su ejército, y todas las tropas
reconocieron a Diocleciano como emperador (285). Su gobierno marcaría un decisivo
hito en la historia del Imperio.

4. Las transformaciones económicas y sociales del siglo III

A pesar de las interminables guerras civiles y pronunciamientos que


caracterizan el período de la “Anarquía militar”, la energía de los emperadores ilirios
logró preservar, mal que bien, la integridad del Imperio frente al recrudecimiento de la
presión bárbara en sus fronteras. Es cierto que hubo pérdidas territoriales en algunos
puntos: los germanos ocuparon los Campos Decumates; Dacia fue abandonada en
época de Aureliano; los godos extendieron su influencia a la costa septentrional del
mar Negro; en el desierto oriental, se perdieron ciudades como Dura-Europos o
Palmira, que servían de glacis protector a las provincias de Siria y Arabia. Pero la
crisis que debilitaba al Imperio, aunque potenciada por el gigantesco esfuerzo bélico
frente al exterior, tenía sus raíces en problemas internos, que afectaron gravemente a
la economía y al tejido social.
Sin duda, la economía se resintió de los continuos disturbios causados por las
guerras exteriores y las contiendas civiles: numerosas ciudades fueron destruidas o
saqueadas y regiones enteras quedaron arruinadas. A sus efectos desastrosos
vinieron a sumarse los producidos por catástrofes naturales, como la peste, que,
desde el 250, sacudió vastas regiones del Imperio durante veinte años.
La primera consecuencia fue una fuerte recesión de la población: numerosas
tierras fueron abandonadas y las ciudades se redujeron en extensión, rodeándose,
como en el caso de Roma, de murallas. La crisis demográfica produjo una general
falta de mano de obra, que afectó sobre todo a la agricultura, la base económica del
Imperio, y al reclutamiento militar, en una época necesitada de un mayor esfuerzo
bélico.
Los emperadores, siguiendo una tendencia ya iniciada por Marco Aurelio y que,
como hemos visto, Probo potenció, recurrieron a la instalación de bárbaros en las
regiones fronterizas para repoblar los espacios vacíos y volver a poner en cultivo
tierras abandonadas. Estos grupos de población procuraron al Imperio campesinos y
soldados, ya que los pactos concluidos con ellos les obligaban también a servir en el
ejército (foederati, laeti o gentiles). El expediente no estaba exento de peligros, al
tratarse de cuerpos extraños, poco asimilables, que introducían en el Imperio un
principio de desunión.
Pero, en cualquier caso, es evidente un empobrecimiento de la población. Las
guerras y las invasiones no sólo afectaron a la población campesina; también las
ciudades se resintieron de la inseguridad general: el colapso de las comunicaciones, la
inflación monetaria y la contracción de la demanda produjeron graves trastornos en la
producción de mercancías y en los intercambios comerciales. La disminución de los
cambios favoreció la tendencia a la autarquía en las grandes propiedades rústicas y a
la sustitución de la moneda por una economía natural, de trueque.
La recesión afectó, sobre todo, a las oligarquías municipales, que habían
contribuido con sus liberalidades al bienestar de sus respectivas ciudades. Las
dificultades de abastecimiento obligaron al estado a responsabilizar a las burguesías
de su buen funcionamiento, así como del pago de los impuestos, lo que significó la
ruina de amplios estratos acomodados de la población.
No eran menores las dificultades financieras del estado. La necesidad de
mantener la tradicional política de liberalidad con las masas urbanas y los creciente
gastos ocasionados por el abastecimiento y entretenimiento del ejército contribuyeron
al despliegue de un auténtico terrorismo fiscal, que también cayó sobre las espaldas
de las burguesías municipales.
Quizá el signo más evidente de la crisis económica del estado es la moneda.
Las crecientes necesidades financieras obligaron a la emisión desordenada e
incoherente de piezas monetarias de baja calidad, sobre todo, de plata, base de los
cambios, y favoreció la inestabilidad y el alza ininterrumpida de los precios. La inflación
se disparó y, como salarios y sueldos no experimentaron la misma evolución, empeoró
la suerte de los pequeños funcionarios y de los trabajadores a sueldo. Los limitados
esfuerzos de algunos emperadores, como Aureliano, para restituir a la moneda su
valor no impidieron que se generalizara la práctica del trueque y el abandono de la
moneda por productos naturales, incluso para las exigencias fiscales. Las
dificultades económicas tuvieron importantes repercusiones en la vida social. La
monarquía absoluta y militar del siglo III propició el desarrollo de una sociedad, en
parte nueva, tendente a la fijación de las clases y a una agravación del contraste entre
ricos y pobres. Se produjo así una simplificación y bipolarización de la estructura
social, en contraste con la sociedad abierta y relativamente equilibrada de los dos
primeros siglos del Imperio.
En el nivel inferior de la pirámide social, el fenómeno más llamativo fue la
decadencia de la esclavitud, como base del trabajo agrícola, en beneficio del
trabajador autónomo, aunque dependiente, y, sobre todo, del colono, adscrito a las
grandes propiedades privadas o del emperador. En esta decadencia no fue tan
importante el debilitamiento de las fuentes de la esclavitud -cese de las guerras de
conquista o falta de mercados- como las trasformaciones en la estructura de la tierra.
El acaparamiento de amplias extensiones de tierras por parte del emperador o de
minorías sociales privilegiadas contribuyó, desde finales del siglo II, a la creciente
extensión de la gran propiedad autárquica, para cuya explotación era más rentable la
utilización de colonos que el trabajo servil o el arrendamiento por dinero.
Con el establecimiento en estas propiedades de colonos, a los que se
aseguraba un lote de tierra, contra el pago de una parte de la cosecha, los grandes
latifundistas se aseguraban una mano de obra estable y sin graves problemas de
vigilancia, frente a las condiciones tradicionales del trabajo servil.
Si bien, en principio, los colonos -pequeños propietarios endeudados, antiguos
esclavos, inmigrantes, bárbaros-, eran libres y autóctonos, a lo largo del siglo III, su
condición tendió a agravarse: las exigencias de los propietarios, las exacciones de los
agentes del fisco y las requisas de los soldados presionaban con insoportable dureza
sobre los colonos y provocaron en muchos casos el abandono de las tierras. Para
asegurar la continuidad en el trabajo del campo, se generalizó la tendencia de ligar a
los colonos a la propiedad, con contratos vitalicios e incluso hereditarios, que los
convirtieron en campesinos dependientes, no muy diferentes a los esclavos, en un
régimen generalizado de servidumbre.
No era mucho mejor la situación de los campesinos libres. Presionados en la
misma medida por el estado y endeudados, hubieron de entregar sus tierras a la gran
propiedad y se convirtieron también en trabajadores dependientes.
También las condiciones de vida en la ciudad tendieron a degradarse: el
estancamiento de la producción artesanal y la regresión del comercio empobrecieron a
las clases medias de las ciudades, sobre las que recayó además la presión de las
cargas impuestas por el estado. Las burguesías municipales -el ordo decurionum-, que
habían sostenido con sus liberalidades el bienestar de sus conciudadanos, fueron
responsabilizadas con sus bienes de la recaudación de los impuestos y del
abastecimiento de ejército, convirtiéndose en funcionarios gratuitos. Las corporaciones
gremiales -transportistas, panaderos, mercaderes de aceite y vino, herreros...- fueron
convertidas en auténticos organismos del estado, responsabilizadas de asegurar el
abastecimiento de ciertos géneros y el funcionamiento de los servicios públicos. Si a
ello añadimos la imposición del trabajo obligatorio para obras de carácter público, no
es extraño que los afectados trataran de sustraerse con todos los medios posibles a
estas cargas. Es sintomático el desarrollo en el siglo III del bandolerismo como medio
desesperado de resistencia y el recrudecimiento de la tensión social.
La consecuencia necesaria debía ser la decadencia de las ciudades,
documentada por la pobreza de construcciones y la reducción de las superficies
habitadas, y una paralela “ruralización”: la riqueza y la actividad económica se
desplazan hacia el campo, donde los ricos propietarios pueden sustraerse más
fácilmente a las imposiciones que el estado carga sobre los ciudadanos.
En resumen, se produce una “nivelación de las clases inferiores”: pequeños
campesinos, colonos y plebe urbana, igualados en un régimen de vida cercano a la
servidumbre.
Frente a esta base depauperada, la desaparición de las clases medias, deja,
frente a frente, en el otro extremo de la pirámide social, a una nueva aristocracia,
constituida por los miembros del orden senatorial y los altos funcionarios ecuestres.
El senado, fuertemente provincializado, pierde su carácter de órgano principal
de gobierno para convertirse en una casta aristocrática, un orden social dirigente.
Parcialmente apartados de los grandes puestos políticos, militares y administrativos,
los senadores son civiles que se desentienden progresivamente de los asuntos de
estado para convertirse en propietarios de grandes latifundios, que les proporcionan
poder, riqueza y prestigio social. Su lugar, en los puestos claves del estado y de la
administración, es ocupado por el orden ecuestre, reclutado casi en exclusiva de las
filas del ejército, que se convierte así en el principal motor de promoción social. Estos
advenedizos, a su vez, utilizados por la monarquía absoluta y militar para sustituir al
senado como clase política, tenderán a convertirse en aristocracia agrícola y
hereditaria para compartir con los senadores la cúspide de la sociedad.

Bibliografía
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El Bajo Imperio y el fin de la Antigüedad
ISBN: 84-96359-35-2
José Manuel Roldán Hervás

1. Diocleciano y la Tetrarquía

Se denomina como Bajo Imperio o Antigüedad tardía los dos últimos siglos de
la historia del Imperio -IV y V-, entre la restauración de Diocleciano y la desaparición,
en el caos de las invasiones bárbaras, del poder romano en Occidente.
De origen ilirio, Diocleciano, en el 285, se apoderó del trono imperial con la
voluntad de restablecer el prestigio y la autoridad del poder central y lograr una eficaz
administración. Para ello, una premisa necesaria era poner remedio al mal crónico del
estado, la inestabilidad política, que había sacudido el Imperio durante casi un siglo,
en un vertiginoso sucederse de efímeros emperadores, juguetes del ejército o de los
pretorianos y víctimas de conjuras de palacio o de enfrentamientos contra
pretendientes y usurpadores. La solución de Diocleciano fue el ejercicio colegiado del
poder, con dos Augustos y dos Césares que sucederían automáticamente a los
emperadores, a su muerte o tras veinte años de ejercicio del poder, la llamada
Tetrarquía. Los ayudantes estaban ligados a los emperadores por lazos de adopción y
los cuatro se vincularon entre sí por uniones matrimoniales. No podía haber
coparticipación en el poder sin la redistribución entre ellos de los territorios en los que
poder ejercerlo. Diocleciano conservó el gobierno de Oriente, Egipto y Asia; su César,
Galerio, administró Grecia y las provincias danubianas; Maximiano, el segundo
Augusto, se quedó con Occidente, mientras su César, Constancio Cloro, gobernaba la
Galia y Britania. La auctoritas de Diocleciano, el Augusto senior, aceptada por todos,
daba unidad y cohesión a la Tetrarquía por su capacidad de intervención en los
territorios de los demás.
Muy pronto se notaron los efectos positivos de esta coparticipación con
distintas operaciones militares favorables a las armas romanas. En Occidente se pudo
neutralizar una rebelión de campesinos, los llamados bagaudas, que aterrorizaban las
Galias, y frenar las constantes amenazas en la frontera renana de alamanes y los
francos. En Oriente, a las victorias de Diocleciano contra las tribus bárbaras del
Danubio se añadió, frente a los persas, la conquista de Mesopotamia.
Restablecido el orden y la paz, Diocleciano acometió un radical reorganización
de la administración y de la economía del Imperio.
La necesidad de defender las fronteras llevó a Diocleciano a una profunda
reforma del ejército. Se aumentó el número de las legiones de 39 a 60 y esta
duplicación de los efectivos fue acompañada de la reorganización y distribución de las
tropas. A costas de grandes esfuerzos económicos, Diocleciano intentó hacer del
Imperio una verdadera fortaleza, con sólidas murallas, fortificaciones y castillos,
ocupados y defendidos por importantes contingentes de tropas legionarias, federadas
y auxiliares, los ripenses o limitanei.
Diocleciano concibió un organigrama político-administrativo en el que todas las
provincias quedaban enlazadas e integradas en la administración central del prefecto
del pretorio mediante la creación de doce nuevas unidades territoriales intermedias,
las diócesis, que incluían un número variable de provincias: Oriente, Mesia, Asia, Italia,
Galia, el Ponto, Panonia, Viennense, Tracia, Hispania, África y Britania. La
burocratización de la jerarquía administrativa fue llevada a sus extremos y un ejército
de funcionarios dependientes de la voluntad del soberano constituyó el esqueleto del
estado; las funciones militares fueron rigurosamente distinguidas de las civiles y el
cuerpo de burócratas se constituyó como una casta, tendente a crearse privilegios de
grupo, como el típico de sustraerse a los juicios normales. Las provincias fueron
aumentas de número y reducidas en extensión para evitar que sus gobernadores
tuviesen a su disposición milicias y recursos económicos relevantes. En la nivelación
general, Italia se convirtió en una provincia como las demás, a excepción de Roma,
que con su territorio circundante permaneció exenta de impuestos.
El mantenimiento del ejército y de la creciente burocracia, con sus exorbitantes
gastos, obligaron a Diocleciano a acometer también una profunda reforma fiscal. Los
impuestos se satisfacían, en función de las necesidades, a través de una asignación
colectiva, la annona, que ahora se combinó con la capitatio para configurar el sistema
fiscal conocido con el nombre de iugatio-capitatio, mediante el cual se pasaba, de un
impuesto elaborado en función de las necesidades y redistribuido por asignaciones
colectivas, a un impuesto organizado como tasa fiscal por unidad de riqueza
imponible. Todos los elementos económicos y humanos sujetos a tributación fueron
valorados y gravados con una unidad fiscal fija, que era igual para todos los elementos
imponibles de una misma circunscripción impositiva. Uno de los aspectos
fundamentales de la reforma de Diocleciano consistió en la equivalencia establecida
entre el caput y el iugum, con arreglo a la cual una unidad trabajadora imponible
(caput) equivalía, a efectos tributarios, a una unidad imponible de superficie (iugum)
cultivada por una unidad trabajadora.
Esta reforma se combinó con una política monetaria, incapaz de frenar el alza
de los precios. Precisamente, para luchar contra la elevación del coste de la vida,
producto de la devaluación monetaria resultante de la desconfianza y de la
especulación, Diocleciano promulgó en el 301 el Edictum de pretiis rerum venalium,
con el que se fijaba el precio máximo a pagar por los distintos productos, trabajos,
transportes... El decreto, que pretendía con su techo de precios máximos mantener el
poder adquisitivo de la amplia masa social, estaba condenado al fracaso y no duró
mucho tiempo. Los comerciantes ocultaron sus mercancías y los precios
reemprendieron su carrera alcista.
Diocleciano en su empeño por restaurar los valores tradicionales quiso poner
su sistema bajo los fundamentos ideológicos de una nueva teología política. Conforme
a ella, él mismo se proclamó descendiente de Júpiter, tomando el título de Jovius,
mientras que su colega Maximiano se vinculaba a la estirpe de Hércules, asumiendo el
denominativo de Herculius. Las titulaciones sintetizaban la nueva dimensión ideológica
del régimen, que fundamentaba su legitimación del poder en la relación que los dos
Augustos guardaban con esos dioses. Esta cimentación ideológica y sacral del poder
tuvo su reflejo en signos externos (uso de gemas en el vestido imperial, utilización de
insignias y diademas) y en el ceremonial cortesano adoptado, con la proskynesis,
genuflexión realizada ante el emperador al mismo tiempo que se besaba la parte baja
de su vestido.
La obligatoriedad del culto oficial al emperador tenía que provocar
necesariamente el rechazo de las comunidades cristianas, que, tras períodos
intermitentes de persecución, se habían extendido por el Imperio incluso entre las
clases altas. La defensa de los valores tradicionales, imprescindibles para la unidad
del Imperio, que Diocleciano consideraba amenazados por la renuente actitud
cristiana, fue determinante para que entre el 303 y el 304 se publicaran una serie de
edictos contra los cristianos, el último de los cuales imponía a todos los habitantes del
Imperio la obligación de sacrificar a los dioses, si no querían ser ejecutados o
condenados a las minas. La persecución fue más dura en Oriente, donde existían
muchos más cristianos, que en Occidente y fueron muchos los cristianos que dieron
testimonio de su fe.
Un año después de haber emitido estos decretos, Diocleciano abdicó y se retiró
a Split, cerca de Salona, su ciudad natal. Con arreglo a lo convenido, los dos Augustos
debían de renunciar al mismo tiempo. El 1 de mayo del 305, Maximiano, en Milán, y
Diocleciano, en Nicomedia, renunciaron formalmente al poder. En esa misma fecha,
Galerio y Constancio Cloro fueron proclamados Augustos, nombrando Césares a
Maximino Daya y a Severo. En estos nombramientos se dejó de lado a Majencio, hijo
de Maximiano, y a Constantino, hijo de Constancio Cloro. Cuando, en julio del 306,
Constacio Cloro murió en Britania, Constantino fue proclamado emperador por las
tropas de su padre, volviendo así al sistema de la sucesión dinástica. La situación
provocó el caos, que se prolongó durante varios años, en un estado de confusión tal
que hubo momentos en los que el Imperio llegó a contar con cuatro Augustos -Galerio,
Constantino, Licinio y Maximino Daya- y un César, Majencio, ante la impotencia del
propio Diocleciano, incapaz de resolver como árbitro el conflicto. Sólo en el 212,
Constantino, tras lograr controlar Occidente, descendió sobre Italia y venció a su
directo rival Majencio sobre el Tíber, en el puente Milvio. En Oriente, mientras tanto,
Licinio había logrado el título de Augusto.

2. Constantino y la dinastía constantiniana

Constantino
Constantino, tras la victoria, se reunió con Licinio en Milán para llegar a un
acuerdo, que se selló, a la vieja usanza tetrárquica, con una alianza familiar: Licinio se
desposó con Constanza, hermana de Constantino. La convicción de que la política
religiosa de Diocleciano había constituido un rotundo fracaso, impulsó la proclamación
por los dos Augustos del denominado Edicto de Milán, que concedía la libertad de
culto, con objeto de que cada uno adorase a su manera “lo que hay de divino en el
cielo”. Se ordenaba también que las comunidades cristianas recuperasen los bienes
que les habían sido confiscados o vendidos.
Pero Constantino no se limitó a conceder plena libertad de culto: aun sin ser
cristiano (sólo se hizo bautizar en su lecho de muerte) comprendió que el cristianismo
estaba animado de una fuerza moral que podía dar vigor a la sociedad y, en
consecuencia, hizo todos los esfuerzos para incluir a la Iglesia en el estado,
concediendo derechos y privilegios al clero e incluso interviniendo con su autoridad en
la preservación de la propia unidad de la Iglesia, amenazada por discordias teológicas
y herejías. Así, en el 325, Constantino convocó el Concilio de Nicea, que examinó las
cuestiones objeto de controversia, en especial la doctrina del sacerdote alejandrino
Arrio sobre el problema de la naturaleza divina. Los padres conciliares redactaron el
Credo de Nicea, que establecía doctrinalmente que el Hijo era homousios, esto es, de
la misma naturaleza que el Padre. No todos los obispos y fieles aceptaron ese
doctrina, y el arrianismo, con momentos de efervescencia y de calma, pervivió y siguió
creando problemas durante mucho tiempo a la iglesia católica a través de los
bárbaros, como los visigodos, ganados por la fe arriana.
El apoyo dado por Constantino a los cristianos hizo cada vez más tensas las
relaciones entre el emperador y su colega de Oriente, Licinio, hasta el punto de que en
el 316 los dos Augustos decidieron que cada uno, independientemente del otro,
pudiera emanar leyes y decretos que interesaran sólo a una de las dos partes del
Imperio; se dibujaba así una ruptura que, en cierto modo, anunciaba, aunque todavía
vagamente, la división del Imperio en dos estados independientes. En el 324, en fin, se
llega a la ruptura completa, entre otras cosas porque Licinio, a despecho de la política
constantiniana, hostilizaba abiertamente a los cristianos. Licinio fue derrotado (324) y
Constantino se convirtió en el único emperador.
Poco después de su victoria sobre Licinio, Constantino decidió trasladar la
capital del Imperio de Roma a Bizancio, que, engrandecida con espléndidos
monumentos, fue consagrada en el 330 con el nombre de Constantinópolis. En la
importante decisión intervinieron, sobre todo, razones geopolíticas, debido al creciente
peso de la parte oriental del Imperio.
En su conjunto, las reformas de Constantino continuaron las líneas maestras
trazadas por Diocleciano o precisaron algunos de sus aspectos. Y, en primer lugar, los
militares.
Las guerras internas, tan frecuentes y numerosas, acarreaban inevitablemente
una merma significativa en el potencial militar que defendía las fronteras. Por eso no
puede resultar extraño que Constantino desarrollara el ejército de maniobra, las tropas
comitatenses, integradas por legiones y tropas auxiliares de infantería y caballería, a
disposición inmediata del emperador. Las tropas comitatenses, por su preparación,
adiestramiento y movilidad, resultaban más eficientes y gozaban de mayor capacidad
operativa que las tropas de los limitanei, que ocupaban las aldeas, fortines y castella a
lo largo de las fronteras.
Los gastos ocasionados por las frecuentes guerras, los costos de
mantenimiento de un ejército numeroso, los privilegios fiscales dispensados a los
veteranos, a la Iglesia y al clero, las inversiones, sin rentabilidad inmediata, en la
construcción de una nueva capital, unidos a la prodigalidad del emperador y de su
familia, repercutieron irremisiblemente en el crecimiento desmesurado del gasto
público, que obligó a la creación de nuevos impuestos .El sistema tributario, necesario
pero gravoso, era un factor más a sumar a aquellos otros que contribuían a agravar los
males económicos que aquejaban al Imperio, algunos de ellos ocasionados por el
sistema monetario. Durante el Alto Imperio, el denario de plata había sido la moneda
base. El estado constantiniano hizo del oro el nuevo patrón del sistema monetario. La
nueva moneda base, el solidus de oro, facilitó y agilizó con su estabilidad las
operaciones comerciales. Pero las clases pobres, que no disponían de esa moneda
fuerte, quedaron condenadas a soportar los inconvenientes de una moneda divisional
depreciada. De esta forma, el abismo económico y social existente entre los ricos y
poderosos (potentes y honestiores) y las clases inferiores (humiliores y tenuiores) se
fue agrandando desmesuradamente, provocando el deterioro de las clases medias.
Los hijos de Constantino
La muerte de Constantino en el 337 generó un período lleno de
confusión por las luchas entre sus tres hijos para hacerse con el poder. Tras la
eliminación de uno de ellos, Constantino II, en Aquileya (340), los otros dos hermanos,
Constancio y Constante, se repartieron respectivamente la parte oriental y occidental
del Imperio. Durante una década (340-350), gobernaron en frágil armonía, ya que
ambos hermanos mantenían posturas muy diferentes en materia religiosa: Constante
era defensor de la ortodoxia y Constancio, paladín del arrianismo.
Constante, en Occidente, hubo de enfrentarse, en una caótica situación
marcada por las revueltas de carácter social, a la usurpación de Magnencio, que fue
proclamado Augusto, mientras él mismo era asesinado cuando huía hacia Hispania.
Magnencio fue reconocido rápidamente en las Galias, en África y luego en Roma, pero
no por Constancio, que, desde el Oriente emprendió una lucha, que tras dos años de
feroces enfrentamientos, se decidió en la batalla de Mursa (351). Tras la victoria,
Constancio conquistó Italia y luego las Galias, quedando como único Augusto. No
obstante, obligado por los múltiples y graves problemas que amenazaban la
estabilidad del Imperio, Constancio decidió, en el 355, nombrar César a su primo
Flavio Claudio Juliano y lo envió a las Galias a combatir a los alamanes. Cuando
Constancio, por su parte, preparaba una expedición contra los persas murió de
repente el 3 de noviembre del 361.

Juliano el Apóstata (361-363)


Educado en el cristianismo, Juliano se afanó en la lectura de las obras clásicas
y en la frecuentación de los filósofos, oradores y gramáticos de Asia Menor y de
Atenas, que le introdujeron en el conocimiento de las tradiciones religiosas del
paganismo. Dueño del poder, Juliano otorgó libertad de culto a todas las religiones del
Imperio. El paganismo se vio libre de las trabas cristianas, y las sectas cristianas,
proscritas por Constancio, reiniciaron sus antiguas querellas. Para reactivar el
paganismo, Juliano no necesitó recurrir a duras medidas contra los cristianos: bastaba
con suprimir los privilegios que los emperadores cristianos habían concedido a los
obispos y clérigos, ayudar desde la administración central a aquellas ciudades que
mantenían vivo el espíritu pagano, y promocionar a paganos valiosos a los puestos
importantes, prescindiendo de los cristianos.
Juliano, al igual que Constantino con el cristianismo, emprendió una política de
ayuda material al paganismo: se acogió a muchos paganos en los puestos
administrativos, las monedas dejaron a un lado los símbolos de identidad cristiana
para reflejar las imágenes de los dioses, las inmunidades fiscales y los privilegios
otorgados por Constantino al clero cristiano se transfirieron a los sacerdotes paganos,
los templos recuperaron sus bienes, se fomentó la construcción de otros nuevos y los
sacrificios paganos se multiplicaron. De esta forma, se dotaba al paganismo de las
bases materiales y sociales para recuperar su pasado prestigio y vitalidad, siempre
que fuese capaz de colmar las necesidades espirituales y las aspiraciones religiosas
más íntimas de una amplia masa social pagana y no se limitase a ser un elemento de
lucubración religiosa, dentro del círculo, selecto pero reducido, de la intelectualidad
pagana.
En política interior, Juliano intentó moralizar la administración pública, a la que
trató de llamar a hombres cultos y dignos de estima, con una política fiscal que
contemplaba una disminución importante de los impuestos y un intento de reforma
monetaria que pretendía volver a la plata como metal referencial de cambio, frente al
solidus constantiniano de oro, con una moneda divisional, la siliqua, creada por él.
Pero no tuvo tiempo de comprobar los efectos de sus reformas: el 26 de junio del 363,
Juliano caía herido de muerte, combatiendo contra los persas.

3. Los Valentinianos y Teodosio

Los Valentinianos
Juliano, muerto a la edad de 32 años, tras dos de reinado, no dejaba herederos
ni había designado sucesor. Un grupo de altos dignatarios civiles y militares elegieron
como emperador a Joviano (363-364), un cristiano moderado y militar poco significado.
La elección tuvo lugar en unas circunstancias dramáticas para el Imperio, que podían
agravarse todavía más si el ejército se veía forzado a una retirada difícil y arriesgada
del frente persa. Por ello, Joviano concluyó una paz desventajosa con los persas,
aunque oportuna, ya que el nuevo emperador cristiano, que estaba decidido a romper
con la política religiosa de Juliano, necesitaba de ese respiro militar para poder
centrarse en los asuntos internos de índole religiosa.
Entre las medidas que tuvo tiempo de disponer, se cuentan la reposición de los
bienes confiscados a las iglesias, la restitución a los clérigos de las antiguas
subvenciones retiradas por Juliano, la protección del monacato y las medidas legales
contra la magia, los encantamientos y los sacrificios paganos de carácter cruento. No
tuvo tiempo para más. Tras un reinado de apenas ocho meses, murió de improviso en
la ruta que de Ancira llevaba a Constantinopla.
Para decidir la sucesión, se reunió en Nicea un grupo de prohombres civiles y
militares, que eligieron como Augusto a Valentiniano, un oficial panonio de reciente
promoción. Aclamado emperador, eligió como segundo Augusto a su hermano
Valente, que ocupaba el insignificante puesto de protector domesticus. Los Augustos
se dividieron las dos partes del Imperio y el mismo poder imperial: Valentiniano I
gobernó las dos prefecturas occidentales y Valente lo hizo en la oriental, como dos
ramas dinásticas hermanadas, que, gobernando en paralelo, estaban dispuestas a
seguir sus propios proyectos sucesorios.
En la parte oriental del Imperio, Valente hubo de hacer frente al
pronunciamiento de Procopio, que aprovechó el descontento producido por la política
fiscal del emperador. Su condena y muerte fue seguida de purgas terribles entre sus
partidarios. En cuanto a la parte occidental del Imperio, Valentiniano I tuvo que
dirigirse a las Galias para rechazar las infiltraciones de los bárbaros del Rin, mientras
su general Teodosio el Viejo, que ya había combatido a los pictos, escotos y sajones
en Britania, marchó a África para sofocar el movimiento separatista de Firmo.
En materia religiosa, ambos hermanos se preocuparon por la dimensión social
que estaban alcanzando las prácticas mágicas. Los dos eran fervientes cristianos,
pero de dogmas distintos. Valentiniano profesaba la ortodoxia niceana. Con él y con su
hijo Graciano, al que asoció al trono en el 367, el cristianismo niceano se propagó
ampliamente por Occidente. Al tiempo que creció el prestigio de la sede de Roma en lo
que se refiere a influencia doctrinal y canónica, el poder temporal del emperador se
convirtió en eficaz instrumento al servicio de la Iglesia. Valente, por el contrario, se
inspiró y apoyó en el arrianismo, persiguiendo a los paganos por sus artes mágicas y a
los católicos por su doctrina niceana.
En el 375, Valentiniano I murió. Las tropas ilíricas nombraron Augusto a
Valentiniano II, de apenas cuatro años. Graciano se resignó y aceptó que Iliria,
desgajada de la prefectura de Italia, pasara a las manos de Valentiniano II.
Entre tanto, los asuntos de Oriente se agravaron por causa de los godos,
asentados en territorios del Imperio y obligados a sufrir vejaciones, arbitrariedades y
sustracciones de los alimentos a ellos destinados por parte de los funcionarios
romanos. Agotada su paciencia, los godos se sublevaron y, forzando la entrada a
nuevos congéneres, sometieron la Tracia y los Balcanes a un duro pillaje. Graciano
envió tropas en ayuda de Valente, pero este último, impaciente y celoso, presentó
batalla en las cercanías de Adrianópolis (378), sin esperar la llegada de los refuerzos
enviados. El ejército romano fue destruido y el emperador murió en el combate.

Teodosio
Tras Adrianópolis, Graciano nombró Augusto al hispano Teodosio, que recibió
el encargo de regir los destinos de la parte oriental del Imperio. Varios encuentros con
los godos, con suerte desigual, hicieron sentir la necesidad de llegar a una
negociación. En el año 382, los godos que habían penetrado en territorio del Imperio
suscribieron una alianza con Roma, con la obligación de servir como federados bajo el
mando de sus jefes. Como compensación por ese servicio, recibían las tierras situadas
entre el Danubio y el Hemus, que quedaban libres de tributación.
En el 383, el ejército de Britania se sublevó y nombró Augusto al español
Magno Máximo, comes de esa provincia. El nuevo usurpador se trasladó rápidamente
a las Galias para asumir contra los bárbaros la defensa de la romanidad y recabar la
ayuda del ejército del Rin. Graciano, abandonado por sus tropas, fue asesinado en
Lyon (383). Justina, la viuda de Valentiniano I, aprovechó esa situación confusa para,
con la ayuda de la aristocracia pagana y de algunos jefes del ejército, declarar que el
título del Augusto desaparecido pasaba a su hijo Valentiniano II, joven de trece años.
Así, por la vía de los pronunciamientos, el Imperio contó simultáneamente con tres
emperadores.
La desunión de Occidente, con dos emperadores, frente a la unidad y
continuidad de Oriente de la mano de Teodosio, produjo un equilibrio precario, que se
rompió en el 387 cuando las tropas de Máximo invadieron Italia: Valentiniano II y su
familia se embarcaron para Tesalónica. Teodosio dudó en intervenir, pero acudió en
ayuda del joven emperador. Derrotadas las tropas de Máximo, sus propios soldados le
dieron muerte en Aquileya.
Valentiniano, que estaba bajo la tutela del pagano Arbogasto, obtuvo todo el
Occidente, pero pronto surgieron problemas entre ambos, que el emperador zanjó con
la destitución de Arbogasto. Al poco tiempo, el emperador apareció ahorcado. El
general Arbogasto nombró emperador (año 392) a un antiguo profesor de retórica,
Eugenio, hombre culto y rico, que volvió a favorecer a los paganos de Roma. Tanto el
apoyo de Eugenio al paganismo como la dura represión de Teodosio hacia los cultos
paganos eran la instrumentalización de un enfrentamiento soterrado, que las armas
debían dilucidar. Las tropas de Eugenio fueron derrotadas junto al rio Frígido. El
usurpador y su mentor, Arbogasto, encontraron la muerte. De este modo, Teodosio
quedaba como único emperador, aunque sólo por unos meses: el 17 de enero del 395
moría en Milán.
Teodosio moría confiando sus dos hijos, Arcadio, de dieciocho años, y Honorio,
de diez, al cuidado de su fiel amigo y compañero, el semibárbaro Estilicón. Arcadio
recibía la parte oriental del Imperio, Honorio, la occidental.
Estilicón no tenía muchas posibilidades de mantener unido el Imperio. La parte
oriental mantenía una cerrada resistencia a las pretensiones tutelares de Estilicón,
quien, pese a su buena voluntad, fracasó en sus intentos de acercamiento, no sólo por
las ambiciones de la aristocracia oriental, sino porque en Oriente había tomado cuerpo
una actitud “nacionalista” antibárbara, que contrastaba profundamente con el
panorama existente en la parte occidental del Imperio.
Hasta el 406, Estilicón pudo sostener la situación en las fronteras, pero el 31
de diciembre de ese año el terrible azote de los vándalos, alanos, suevos y burgundios
cayó sin piedad sobre la parte occidental del Imperio. Ese momento puede
considerarse como el inicio del derrumbamiento del Imperio de Occidente. Estilicón
intentó pactar con el jefe bárbaro Alarico y permitió que sus hordas deambularan por
las Galias. El sector senatorial que se le oponía, logró sublevar a las tropas y
asesinarle (408). Su muerte precipitó la catástrofe. Las Galias fueron presa de los
bárbaros, que, en el 409, penetraron en Hispania.

4. El Bajo Imperio: economía y sociedad

Economía
Existen una serie de cuestiones polémicas en el análisis de las características
de la economía bajoimperial, especialmente en lo que se refiere a las cuestiones
relacionadas con la productividad, el estancamiento tecnológico, la recesión
económica y la posible regresión hacia una economía natural.
Se supone que durante el Bajo Imperio la productividad del trabajo del esclavo
era inferior a la del trabajo libre: la consecuencia fue una progresiva sustitución de la
mano de obra esclava por la de los colonos. Esta sustitución no sólo estuvo motivada
por la disminución del número de esclavos, sino también por razones económicas: los
costos de la compra y mantenimento de los esclavos se habían elevado, recortándose
con ello los beneficios que se obtenían con su trabajo, mientras que los sueldos de los
trabajadores libres parece que estuvieron siempre por debajo de los precios de los
productos. Por estas razones, la sustitución del trabajo servil por el libre no comportó
un gran dispendio económico.
Durante el Bajo Imperio se produjeron innovaciones tecnológicas. El anónimo
De rebus bellicis describe algunos de los artefactos de la época. Se conoció, por otra
parte, el molino de agua, y en las Galias se utilizó una especie de segadora. Cuando
se habla, por tanto, de estancamiento tecnológico no se puede decir con ello que no
hubiera avances, sino que éstos no incidieron, decisivamente, en la transformación de
los procesos productivos hasta tal punto que condujesen a un ahorro significativo de
mano de obra, susceptible de ser destinada a otros menesteres.
Por lo que hace a la posible recesión económica, hay que tener presente que la
agricultura, pilar económico fundamental del Imperio, pasaba por dificultades. Grandes
extensiones de tierras -más de 130.000 hectáreas de Italia y 285.000 de África- fueron
borradas de los registros del impuesto por improductivas. Sin llegar a las cotas
indicadas, en otros lugares del Imperio, también se produjo este abandono de tierras
por falta de productividad y de disponibilidad de mano de obra. De ahí, la sensación de
recesión económica. Pero el fenómeno de abandono de tierras y de falta de
productividad no fue general. Incluso algunas provincias pasaron por momentos de
prosperidad; por otra parte, el asentamiento de los bárbaros contribuyó a paliar la falta
de mano de obra agraria.
Consecuentemente, el fenómeno de la despoblación y de la recesión
económica resulta difícil de determinar en sus aspectos concretos y en sus diferencias
regionales. Incluso puede decirse que, tras la crisis del siglo III, en muchos lugares del
Imperio, dependiendo de las circunstancias, renacieron las actividades artesanales y
comerciales, si bien con un desarrollo desigual a favor de Oriente, cuyos productos de
lujo, recogidos en el decreto de precios máximos y en la Expositio totius mundi, eran
exportados a Occidente por mercaderes orientales.
No se puede sacar, por tanto, la conclusión de una recesión económica ni
tampoco de un posible retorno a la economía natural, por efecto de la inflación y de la
depreciación de la moneda. Es cierto que en esa época no eran pocas las
prestaciones y requisas que se hacían en especie, que el impuesto de la iugatio-
capitatio se pagaba en especie y que el sueldo de los funcionarios y soldados se
suministraba, parcialmente, también en especie. Estos datos hacen suponer a algunos
investigadores que durante el Bajo Imperio se estaba produciendo un regreso a la
economía natural estatal, en razón a que los funcionarios preferían ser pagados en
productos, mientras que los contribuyentes deseaban satisfacer sus impuestos en
moneda devaluada. Pero la sustitución de los productos por pagos en efectivo
(adaeratio), de valor equivalente, no era un procedimiento tan sencillo. Unido a él,
estaba la operación contraria: la venta forzada de los productos (coemptio), según un
baremo determinado. Desde Valentiniano, se establecieron baremos oficiales
frecuentes de la adaeratio, con la idea de impedir los abusos a los que se prestaba el
sistema, ya que los funcionarios preferían percibir en dinero el sueldo, si el baremo de
la adaeratio era alto, para luego comprar los productos en el mercado a precios más
bajos o utilizando la presión de la coemptio. Pero estos procedimientos a los que se
prestaba el sistema, eran utilizados a conveniencia por el estado, los funcionarios y los
contribuyentes. Fue Juliano quien trató de mejorar la situación, bajando en las Galias
el precio de la adaeratio.
Era la conveniencia, y no la suposición de que se estaba volviendo a una
economía natural, la que había desarrollado el fenómeno. El hecho de que la adaeratio
pasase a ser un procedimiento frecuente, indica que la economía monetaria estaba
plenamente vigente y desarrollada. Diocleciano, al intentar restablecer la confianza en
la moneda de plata y de cobre plateado, no hizo mas que seguir una política
conservadora, que, difícilmente, podía sacar al estado de sus crisis monetarias.
Constantino, por su parte, siguió el camino opuesto y, abandonando a su suerte a la
moneda divisional, eligió el patrón oro como base monetaria, creando el solidus de
1/72 por libra, con un peso de 4,55 gramos, que no sufrió ninguna alteración de peso a
lo largo de ese siglo. El solidus, como moneda con valor intrínseco y como moneda de
cuenta, intervino cada vez más en las transacciones comerciales, en los impuestos y
en los pagos. Se siguieron acuñando monedas de plata, la miliarensis y la silica (3,45
gramos). Lo mismo se hizo con la acuñación de monedas de cobre, pero el estado
renunció a imponerle un curso fiduciario forzado o sobrevalorado.
Esta política monetaria condujo a una serie de inflaciones, marcadas por
acuñaciones abundantes de monedas de cobre, que algunos emperadores, como
Constancio y Juliano, trataron de paliar con intentos deflacionistas: acuñación por el
primero de cobres con más peso (la maiorina y la centenonialis), e intento del segundo
en dar confianza a la moneda de plata, la siliqua (22 por cada solidus). Con Teodosio,
las monedas divisionales sufrieron enormes devaluaciones; al mismo tiempo, se
realizaron importantes acuñaciones de pequeñas piezas de plata y abundante moneda
de oro -el tremissis (1,51 gramos)- , que resultaban más cómodas para las
transacciones corrientes.
Es imposible conocer el peso que la fiscalidad tenía dentro del volumen de la
economía romana. Es normal que los testimonios literarios, reflejo de la opinión
común, la consideren muy elevada. Incluso algunas imposiciones complementarias
produjeron alborotos sangrientos, como los de Antioquía, del 387. El contribuyente
siempre considera elevada la cantidad que paga al estado, aunque sea pequeña. En sí
misma y fuera de su contexto económico y social, es posible que la carga impositiva
romana no fuese muy alta. Pero, desgraciadamente, hacía ya tiempo que el Imperio
mantenía un equilibrio precario entre los ingresos y los gastos, entre los sectores
sociales productivos y los improductivos. Consecuentemente, una parte de la carga
impositiva resultaba, por tanto, gravosa.
Lo que producía la amplia masa trabajadora apenas daba para algo más que
su subsistencia y el pago de sus impuestos. Para ella, el peso impositivo era
abrumador. El estado no podía pedirle sacrificios mayores, sin destruir con ello el
propio sistema impositivo. Pero si el estado, por razones obvias, no podía elevar
desmesuradamente los impuestos, sí podía lograr que todos, o casi todos, pagasen,
con lo que un mayor intervencionismo estatal sujetó con sus tentáculos al conjunto de
las fuerzas productivas y de la masa social del Imperio.
El fisco tenía también otras fuentes de ingresos. Estaban las tierras y los
latifundios pertenecientes a la Corona y al patrimonio privado del emperador. A estos
bienes hay que añadir las minas y canteras, que, en su inmensa mayoría, eran
patrimonio del estado.
Suele designarse a la organización económica de época bajoimperial con el
apelativo de socialismo estatal. La denominación no es acertada, porque la
construcción político-social característica del Bajo Imperio no pretendió imponer ni
desarrollar la igualdad entre todos los ciudadanos. Lo que se produjo en realidad fue
un totalitarismo estatal, que, en su vertiente económica, se caracterizó por un
minucioso dirigismo y, en la vertiente social, por la adscripción de las personas a su
clase o a su oficio.
Aunque muchas ciudades, focos de gran actividad económica y cultural, se
mantuvieron florecientes, sobre todo en Oriente, el hecho incontestable es que la
sociedad tardo-romana se hizo cada vez más rural. La gran propiedad se expandió por
doquier, más en Occidente que en Oriente. El tamaño de las propiedades de los
grandes terratenientes, que, como el caso de Santa Melania, poseían latifundios en
Italia, Sicilia, África e Hispania, variaba en sus dimensiones. En líneas generales, el
tamaño medio de una propiedad puede situarse en unas 260 hectáreas. Pero,
indudablemente, las había muchísimo más extensas. Algunas villae de las Galias, y
posiblemente también de Hispania, llegaban hasta las 1.500 hectáreas. Pero hay que
tener presente que los grandes terratenientes, además de la gran propiedad, poseían
parcelas de tierras separadas y diseminadas por diversos lugares del Imperio. Incluso
en las provincias occidentales, en las que la gran propiedad tuvo una fuerte
implantación, ésta fue compatible con el mantenimiento de las medianas y pequeñas
propiedades.
No parece que los propietarios medianos dispusiesen de una sola finca. Las
fuentes apuntan más bien a un número variable de parcelas, de diferente extensión,
dispersas por varios pueblos. Y por lo que se refiere a la pequeña propiedad, las
innegables pérdidas producidas en el sector, debido a la enajenación de las tierras de
los pequeños propietarios en dificultades, estuvieron compensadas con las donaciones
de tierras a soldados y veteranos en las provincias fronterizas.
Los pequeños propietarios agrícolas, que estaban más expuestos a las
variables condiciones climáticas, al azote de las invasiones y a la opresiva corrupción
de los funcionarios, se agrupaban, normalmente, en aldeas (vici). Su número y
vitalidad era muy grande en Oriente; por el contrario, en la parte occidental del
Imperio, parece que la presión de los grandes propietarios fue mayor, y Salviano de
Marsella nos informa (hacia la segunda mitad del siglo V) que muchos pequeños
propietarios de la Galias perdieron sus tierras a manos de los grandes propietarios.
En cierta manera, el estado veló por el mantenimiento de la pequeña
propiedad, ya que consideraba a estas aldeas como entidades compuestas por un
consortium: los miembros de la comunidad aldeana (consortes) tenían derecho de
preferencia a la hora de quedarse con la tierra del coterráneo al que la necesidad
obligaba a vender.

Aspectos sociales
El decreto de Caracalla, que concedía la ciudadanía romana a todos los
habitantes libres del Imperio, tuvo la virtud de acabar con las diferencias entre
ciudadanos de derecho romano, de derecho latino y peregrinos. Esta generalización
de la ciudadanía, que servía para otorgar a todas las personas libres algunos derechos
comunes, no hizo iguales a todos los habitantes del Imperio. Conforme avanza el Bajo
Imperio, se van agrandando cada vez más las diferencias de prestigio, poder,
importancia y situación jurídica existentes entre las clases ricas (potentes, honestiores)
y los pobres (humiliores).
A la cabeza de estas clases poderosas se encontraba la clase senatorial.
Símaco define el senado de Roma como la “elite del género humano”, que acogía en
su seno a algunos miembros de la vieja nobleza senatorial. Bien es verdad que la
mayor parte de esas familias de rancio abolengo no remontaban su origen más allá del
siglo III, ya que muchas de las viejas familias senatoriales habían perecido en las
purgas del Alto Imperio. Esa vieja aristocracia era más poderosa por fortuna, prestigio
social y por ser depositaria de las tradiciones romanas que por gozar de un poder
político efectivo, bastante menguado si lo comparamos con épocas anteriores. En el
Bajo Imperio, la clase de los clarissimi se fue acrecentando con las personas que el
emperador inscribía en el orden senatorial.
El prestigio político-administrativo, perdido por la clase senatorial a lo largo del
siglo III, como consecuencia de la llamada masiva de miembros del orden ecuestre
para ocupar cargos en la administración civil y militar, fue recuperado en tiempos de
Constantino: este emperador dispuso que muchas de las funciones que
desempeñaban miembros del orden ecuestre fuesen la puerta de acceso al
clarisimado. Los hijos de Constantino siguieron con esta política, permitiendo la
entrada en el orden a categorías enteras de funcionarios, que constituían la capa de
los altos dignatarios del estado, cuyo prestigio no se cimentaba en el nacimiento o en
su cultura, sino en el puesto desempeñado. A los clarissimi, herederos de viejas
familias, y a los funcionarios en activo o cumplido ya el período del cargo,
promocionados al clarisimado, hay que añadir una tercera categoría, constituida por
los altos cargos militares, algunos todavía romanos y la mayoría de origen bárbaro,
que fueron gratificados con esta dignidad.
Los miembros de la clase senatorial se diferenciaban, pues, por origen
(miembros o no de viejas familias), por procedencia geográfica (núcleo de Italia y de
las diversas provincias), por fortuna (repartidos en tres categorías para pagar el
impuesto de la glebalis collatio, a las que Teodosio añadió una cuarta), y en razón a
las funciones desempeñadas: desde Valentiniano I, los simples clarissimisi se
dintinguen de los “respetables” (spectabiles o antiguos procónsules) y los “ilustres”
(illustres, antiguos prefectos y cónsules).
Para los hijos de los miembros de la clase senatorial, el desempeño de la
cuestura y la pretura era el requisito previo que les abría las puertas al senado. Los
hombres nuevos alcanzaban el senado por gracia del emperador, a la espera del
desempeño de una magistratura, y por su inscripción imperial (adlectio) en las
categorías senatoriales, entre los antiguos cuestores, pretores y consulares. Para los
futuros senadores, la cuestura y la pretura eran magistraturas muy costosas, ya que
obligaban a grandes desembolsos en la organización de juegos y en diversas
liberalidades. Por esa razón, tales nombramientos se hacían tras la pertinente
información de los censuales, que, por razones de su cargo, estaban en óptimas
condiciones para conocer la situación económica de cada familia senatorial. El
consulado, que había perdido la mayor de su antiguo prestigio, era la coronación de
una carrera senatorial. De las antiguas funciones senatoriales, sólo la prefectura de la
Ciudad mantenía todavía una gran importancia política, en razón a que velaba por el
mantenimiento del orden en la ciudad y retenía todavía competencias sobre un gran
número de asuntos.
Constantino, cuando fundó la ciudad de Constantinopla para que fuese capital
de la parte oriental del Imperio, transformó la curia de esa ciudad en un senado
semejante al de Roma, pero sin su rancio lustre. Constancio le dio ese brillo a partir
del prestigio de los grandes personajes e intelectuales que Temistio se encargó de
reclutar. Pero todavía carecía de un núcleo de viejas familias, que era el orgullo del
senado romano. Para conseguirlo parcialmente, Constancio ordenó que los senadores
originarios de Macedonia y de Dacia fueran transferidos al senado de Constantinopla.
Aunque dentro de la clase senatorial se daban diferencias de diversa índole,
disponer de una gran fortuna y disfrutar de un género de vida exquisito, que permitiera
dedicarse a la cultura y a las letras, eran elementos comunes en su seno. Sin una
cantidad determinada de riqueza, no se podía pertenecer al orden senatorial. Pero la
inmensa mayoría de los senadores superaba con creces ese mínimo. Como elemento
indicativo, se acostumbra a ofrecer el dato de que Símaco gastó 2.000 libras de oro en
la organización de los juegos celebrados con ocasión del nombramiento de su hijo
como pretor y, sobre todo, la referencia de Olimpiodoro (comienzos del siglo V) de que
muchas casas romanas obtenían de sus dominios unas rentas anuales que podían
elevarse a 4.000 libras de oro, sin contar el trigo, aceite y otros productos, que, tras su
venta, alcanzaban un tercio de la cifra en oro.
Sería superfluo insistir que la propiedad territorial era el fundamento económico
de la clase senatorial. Tenían amplias propiedades (praedia) en Italia y en otras
provincias del Imperio. Santa Melania, heredera de las antiguas familias de los
Ceyonios y de los Valerios, contaba con propiedades en casi todas las provincias
occidentales. Los Símacos, una familia senatorial reciente, disponía de muchas
propiedades diseminadas por el sur de Italia y por África.
Desde mediados del siglo III, las invasiones, destrucciones, inflaciones y
progresiva ruralización redujeron el poder y el bienestar económico de las ciudades.
Por otra parte, la necesidad de controlar los medios de producción llevó a un mayor
intervencionismo estatal, que limitó la autonomía de las ciudades. Durante el Bajo
Imperio, la clase decurional mantuvo ficticiamente su viejo esplendor. Así, la relación
de los magistrados(album decurionum) recogida en una tabla de Timgad, del 363,
registra, en orden decreciente, a los patronos (miembros honorarios, clarissimi, por lo
general), a diversos cargos religiosos, a los personajes investidos de cargos
municipales, a los que ya los habían desempeñado y a sus hijos, como futuros
notables de la ciudad.
Tal minuciosidad y jerarquización de los cargos daba la sensación de plena
vitalidad funcional de las instituciones, que, en realidad, era sólo aparente. Hacía ya
tiempo que las magistraturas habían pasado a ser cargas pesadas. El orden
decurional, que estaba separado de la clase de los humiliores por normas jurídicas,
sufrió mayores demandas, que afectaban a su doble condición de entidad con
obligaciones para con su ciudad y con responsabilidades frente al estado.
Con relación a sus ciudades, no sólo estaban obligados a realizar las mismas
prestaciones anteriores -mantenimiento de edificios, baños públicos, suministros,
infraestructura...-, sino que debían atender a las nuevas necesidades, surgidas en
unos momentos en los que las arcas municipales estaban mermadas como
consecuencia de las confiscaciones de tierras públicas efectuadas por las
administración central.
Por su parte, también el estado redobló sus exigencias. Los curiales ya estaban
obligados a satisfacer, solidariamente, al estado los impuestos por las tierras
abandonadas; luego se les hizo responsables de la recaudación de los impuestos que
pesaban sobre toda la comunidad. Padecían los efectos de la delicada situación que
acompaña a todos aquellos que se encuentran entre dos fuegos: por un lado, se
sentían impotentes a la hora de hacer frente a las exigencias de los corruptos
recaudadores de impuestos y, por otra, eran odiados por los ciudadanos en razón a la
desagradable función recaudatoria, que cumplían por imposición del estado.
En el 368, Valentiniano nombró en las ciudades patronos oficiales, bien para
que defendiesen a la parte de la población urbana más desposeída, presa fácil de todo
tipo de abusos, bien para que velasen por la buena administración de las ciudades.
Estos defensores plebis, que llevaban también el nombre de defensores civitatis, se
eligieron entre honorati independientes. Tenían jurisdicción en asuntos menudos,
sobre todo en aquellos que se referían a la defensa de los pobres contra los impuestos
excesivos.
Conforme la rentabilidad de las propiedades rústicas, medianas y pequeñas,
iba decayendo, la presión fiscal aumentaba, especialmente para los curiales, que eran
los que debían hacer frente con sus bienes a los impuestos no pagados por su ciudad.
El agravamiento de la situación económica de los curiales les empujaba a desertar de
la curia municipal, buscando un puesto en la administración central o provincial, en el
clero, en el ejército, entre las profesiones liberales, si tenían condiciones y
conocimiento para ello, o, en último caso, convirtiéndose en trabajadores o en
arrendatarios.
Para evitarlo, se prohibió a los curiales dedicarse a esas profesiones, al mismo
tiempo que se dieron normas reguladoras de sus ausencias. Con Teodosio, la
normativa aplicada a los curiales se endureció, al negarse validez legal a la venta de
sus propiedades y esclavos si, previamente, no se justificaba ante el gobernador la
conveniencia de dicha venta (386). Mediante el control de las fortunas y las ventas de
los bienes de los curiales, se controlaba su huida.
La curias estaban compuestas por personas que, teniendo el origo de la ciudad
o siendo descendientes de curiales de esa localidad, contaban con las propiedades
rurales o inmuebles requeridas. Los comerciantes, los funcionarios, los miembros de
los collegia y todos aquellos que contaban con las dispensas pertinentes, quedaban
excluidos.
Las limitaciones legales existentes y el éxito de los procedimientos utilizados
por los curiales para librarse de esos cargos, llevó al estado a modificar los criterios
utilizados hasta entonces en su reclutamiento. Constantino amplió el requisito del origo
(nacimiento de la ciudad en cuestión), incluyendo como tal el simple domicilium
(residencia). Así, los extranjeros que residían en una ciudad y que poseían las
propiedades requeridas, podían ser obligados a formar parte de la curia. De este
modo, los consejos locales podía disponer del número de miembros proporcional a la
importancia de la ciudad. Pero, en situaciones normales, el nacimiento y el disponer de
la fortuna fundiaria requerida, variable según las ciudades, predestinaba al cargo de
curial, que se hizo hereditario.
Aunque es cierto que, en términos globales, durante el Bajo Imperio, decayó la
actividad urbana en muchos lugares, todavía se mantuvieron florecientes en las
ciudades algunas parcelas de la actividad económica. El estado, por razones obvias,
tuvo un gran interés en tener bajo su control aquellos productos y materiales que
resultaban esenciales al ejército y a la administración. Pero todavía quedaba en las
ciudades mucho terreno para la actividad comercial y artesanal.
Estos oficios y actividades quedaban en manos de personas, que, sin
pertenecer a las clases elevadas de las ciudades, manejaban importantes sumas de
dinero, que les proporcionaba reconocimiento y distinción social. También podían ser
los propietarios de pequeñas y variadas industrias artesanales, atendidas por ellos
mismos con sus parientes y esclavos.
Durante el Alto Imperio, la mayoría de estos artesanos se agrupaban,
libremente, en collegia, esto es, en corporaciones profesionales. Pero en el siglo IV, el
estado, al mismo tiempo que concedía graciosamente privilegios a los miembros de
algunos gremios que consideraba importantes, excluyéndolos, por ejemplo, de cargos
y sacerdocios, se vio en la necesidad de vincularlos hereditariamente a esos gremios y
corporaciones con sus persona y bienes. De esta forma, las ciudades y el estado
retenían en sus manos los resortes legales para influir, decisivamente, en la
producción de mercancías y en la regulación del mercado.
La clase baja de la población agrícola bajoimperial presentaba un panorama
complejo: pequeños propietarios, agrupados en aldeas; campesinos que sólo
disponían de casa o insignificantes parcelas y que, por ello, precisaban del arriendo de
otras tierras para vivir, y, sobre todo, colonos, la forma de trabajo agrícola más usual y
característica del Bajo Imperio.
El colono bajo-imperial se diferenciaba bastante del colono de los siglos II y III,
arrendatario voluntario, por tiempo definido, de una tierra, que, acabado el tiempo del
arriendo, podía abandonar. A cambio de la entrega de una parte de la cosecha y de la
prestación al dueño de un cupo determinado de tareas obligatorias, estos colonos
recibían en arriendo lotes de tierras de cultivo. Uno de los rasgos más significativos del
colonato era su adscripción a la tierra bajo la dependencia de su amo-arrendatario.
No todos los colonos estaban sometidos a las mismas condiciones. El
colono más dependiente era el adscripticius, que figuraba registrado en el censo con el
predio y el dueño del mismo. No podía tener tierra propia, ni cultivar al mismo tiempo
la de otro, ni tampoco casarse sin conocimiento de su señor. Sólo poseía, en la
práctica, una apariencia de libertad jurídica que lo separaba del esclavo. Estaban
también los coloni originales, vinculados a la tierra por su nacimiento (origo) y por el
censo. En la propia denominación de colonus originalis resalta suficientemente su
grado de dependencia y la hereditariedad de su condición.
En esencia, el régimen fiscal fue la verdadera causa del desarrollo del colonato
y de la adscripción de los colonos a la tierra. Era evidente que, en el siglo IV, hubo una
apremiante necesidad de mano de obra que se dedicase a las tareas agrícolas. Como
resultado de las destrucciones, guerras y movilizaciones militares, muchas zonas
geográficas sufrieron un inquietante descenso demográfico. La cantidad de tierras
dejadas de cultivar corroboraría esa falta de mano de obra. En tales condiciones, si se
quería garantizar a los terratenientes la mano de obra agrícola necesaria para la
explotación de unas tierras de las que el estado obtenía sus impuestos, era
imprescindible proceder a las adscripción de los colonos a la tierra, a su dependencia
y a hacer el oficio hereditario.

5. La desintegración del Imperio romano de Occidente

Desde el desastre de Adrianópolis, que abrió las fronteras romanas a las


oleadas germánicas, el Imperio de Occidente se debatirá en una larga agonía, con
períodos críticos y momentáneas e inestables recuperaciones. No es preciso insistir en
el número de usurpadores, en la reiterada sucesión de emperadores de poca o nula
entidad y en la creciente importancia de los bárbaros, que asolaron una y otra vez las
tierras occidentales, conscientes de los serios problemas que atravesaba esta parte
del Imperio.
De hecho, hacía ya tiempo que no eran los romanos sino los bárbaros los
principales protagonistas de la Historia. Por eso, cuando en el 476 se destituyó al
último emperador romano, Rómulo Augústulo, los contemporáneos no creyeron que
estaban asistiendo a ningún vuelco histórico. Son los historiadores modernos los que,
con deformación pedagógica, gustan de proponer fechas-hito para iniciar, a partir de
cualquiera de ellas, una nueva etapa histórica: año 313, Edicto de Milán; 378, batalla
de Adrianópolis; 395, muerte de Teodosio; 409-410, invasiones bárbaras; 476,
destitución del último emperador romano. Ninguna de ellas, sin embargo, se revela
como fecha decisiva, ya que sólo ofrecen aspectos parciales y acontecimientos que,
aunque importantes, afectan a una sociedad que sigue siendo plenamente romana.
Desde la instalación de los bárbaros en el Imperio con Valente (375) hasta el
476, discurre un siglo, marco histórico de profundas transformaciones que anuncian el
advenimiento de un nuevo tipo de sociedad. En este sentido, es más correcto hablar
de “transformación” y “evolución” que de “ocaso”, “fin” o “caída”.
En general, los procesos de transformación requieren tiempo y, por ello,
resultan difíciles de percibir en un momento concreto. En cambio, es evidente el
impacto psicológico producido por el derrumbamiento de una civilización, como la
romana, que fue capaz de levantar un Imperio como nunca hasta entonces se había
conocido. La indagación de la causa o causas por las que el Imperio romano se
degradó y derrumbó, han atraído, por ello, la atención de los especialistas de las
diversas ramas del saber a lo largo de la historia, que han dado pie a un conjunto de
teorías más o menos afortunadas. Veamos sumariamente algunas de ellas.
Edward Gibbon, en su obra History of the decline and fall of the Roman Empire,
comenzada en 1776, uniendo bajo un mismo punto de vista metodológico la
progresiva crisis del mundo romano y la victoria del cristianismo, hace culpable a este
último de la caída cuando afirma que “asistimos al triunfo de la religión y de la
barbarie”. Se trata de un planteamiento interesante, pero excesivamente radical, que
no responde plenamente a la realidad. La Iglesia no volvió la espalda al Imperio y, si
algunos cristianos contribuyeron a debilitar la resistencia imperial, otros apelaron al
patriotismo romano. Además, durante el Bajo Imperio, el cristianismo triunfante sirvió
de aglutinante a la sociedad romana.
A finales del siglo XIX, en su obra Geschichte des Untergangs der antiken Welt,
Otto Seeck desarrolló el concepto de la “eliminación de los mejores”, introduciendo un
aspecto biológico, implícito en todas las teorías antiguas sobre las edades de las
civilizaciones. La decadencia se explicaría por el desinterés de las clases dirigentes en
reproducirse y por su debilitamiento, desgastadas por mezclas continuas. El error de
fondo subyace en la creencia de que hay razas superiores e inferiores.
Miguel Rostovtzeff, en su Social and economic history of the Roman Empire,
obra publicada en el 1926, explica el declive de la civilización antigua como resultado
de un conflicto social entre campesinos y “burguesía” urbana. Las clases superiores
fracasaron en su intento de extender su cultura a las clases bajas de la ciudad y del
campo.
Hubo un tiempo en el que el materialismo histórico mostró la decadencia bajo
el prisma explicativo de que los movimientos de esclavos condujeron a la destrucción
del Imperio romano. Era una teoría, apoyada por el marxismo oficial, que no se
justificaba en los hechos. Con posterioridad, la ciencia marxista ha puesto el acento en
el hecho de que el paso de la denominada “sociedad esclavista” al mundo medieval
está caracterizado no por el trabajo del esclavo, sino por el de los colonos, adscritos a
la tierra bajo la autoridad de sus amos. Pero esto no es resultado de una “revolución”,
sino de un proceso de transformación.
Todas estas teorías y muchas otras más, que tratan de explicar con mayor o
menor acierto las causas de la “decadencia” y de la “caída”, tienen el inconveniente de
someter a consideración, exagerándolo, sólo un aspecto parcial de la cuestión, al que
se le otorga el carácter de explicación única o principal. Por ello, todas estas teorías
podrían integrarse, en cierta manera, en explicaciones unitarias, de las que se deduce,
según autores y casos, una visión pesimista o una visión de continuidad.
La primera encuentra en Ferdinand Lot uno de sus representantes más lúcidos.
Para él, el estado romano murió por efecto de sus males internos, contra los que no se
encontraron remedios decisivos. Sin los esfuerzos de los emperadores del Bajo
Imperio, el enfermo hubiese muerto antes, “en un ardiente proceso febril”. Los
bárbaros no hicieron más que asestar el golpe definitivo a un cuerpo moribundo.
Contra esta postura insostenible, que, uniendo estrechamente los males
internos del Imperio a la decadencia, consideraba la caída del Imperio un fenómeno
inevitable, reaccionaron todos aquellos autores que sostenían que el Imperio se
encontraba en pleno desarrollo cultural: consecuentemente, -por decirlo con palabras
de André Piganiol, uno de sus representantes- “la civilización romana no murió de
muerte natural, fue asesinada” por el violento asalto de los bárbaros.
Existe, por tanto, continuidad y “decadencia condicionada”, como señala Santo
Mazzarino. Pero en la valoración de esta continuidad, se señalan también los puntos
débiles del sistema, los factores de crisis, que no indican, sin embargo, una
decadencia general de todos los elementos de una civilización: masa social oprimida
por la burocracia, huida del pago de tributos, campesinos que se acogen al patrocinio
de los poderosos, predominio de las clases improductivas...

Bibliografía
ANDERSON, P., Transiciones de la Antigüedad al feudalismo, Madrid, 1979
BAJO, F., La formación del poder económico y social de la Iglesia durante los siglos
IV-V en el Occidente del Imperio, Madrid, 1986
BRAVO, G., Diocleciano y las reformas administrativas del Imperio, Madrid, 1991
ID., Coyuntura sociopolítica y estructura social de la producción en la época de
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