Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
ROLDAN Historia Breve de Roma
ROLDAN Historia Breve de Roma
Isbn- 84-96359-18-2
José Manuel Roldán Hervás
1. La protohistoria italiana
Italia como concepto geográfico, hasta el siglo I a. C., sólo abarcaba parte de la
península italiana, limitada al norte por una línea que corría de Rímini a Pisa. Excluía,
por consiguiente, tanto la llanura del Po y el territorio hasta los Alpes, como las islas de
Sicilia y Cerdeña. El nombre parece proceder de un pueblo de la Italia meridional, los
itali (de vitulus, ’ternero”), con el que los griegos llamaron a los habitantes autóctonos
y a su territorio, cuando establecieron las primeras colonias en la Italia meridional.
Esta denominación, posteriormente, se extendió al resto de la península.
Ya desde el Paleolítico se rastrean huellas humanas en la península Itálica,
que apuntan, por un lado, a una relación con África; por otra, a contactos, al menos
desde el Neolítico, con Europa central. Pero es a mediados de esta etapa, hacia 2500
a.C., cuando se observa una división cultural de la península en dos zonas
diferenciadas, separadas por la cadena montañosa de los Apeninos, con restos que
muestran semejanzas con dos ámbitos distintos de Europa: el norte, entre la barrera
de los Alpes y los Apeninos, está ligado a Centroeuropa, mientras el territorio al sur de
esta cordillera es típicamente mediterráneo.
Estas diferencias entre las dos zonas aún serán más marcadas a partir de los
comienzos del metal (ca. 1800 a.C.) y a lo largo de la Edad del Bronce. Desde
entonces Italia refleja las innovaciones de las culturas que la rodean, aunque son
frecuentes entre las distintas regiones peninsulares fenómenos de ósmosis, que
contribuyen a hacer más complejos los distintos ámbitos.
A partir del 1400 a.C. en el Bronce Pleno las distintas influencias y su impacto
en las diferentes regiones de Italia generan en el sur la llamada civilización apenínica
y en el norte, entre otras manifestaciones, una muy original entre los Apeninos y el Po,
en la Emilia, conocida con el nombre de cultura de terramare. La primera, extendida
a lo largo de la cadena apenínica, con rasgos primitivos ligados a la tradición
neolítica, es una cultura de pastores trashumantes, que practican el rito de la
inhumación en tumbas dolménicas y que utilizan una cerámica a mano de color negro
con decoración en zig-zag y punteado. La segunda, extendida por el valle del Po,
muestra un original tipo de asentamiento en poblados levantados sobre estacas en
tierra firme y rodeados de un foso protector, cuya cronología se extiende desde
comienzos del II milenio a.C. y la Edad del Hierro, y que se explica por el carácter
pantanoso del terreno. Las excavaciones han sacado a la luz numerosos restos de
cerámica de color negro, armas de bronces y utensilios, que señalan una población de
agricultores.
Habría que señalr finalmente en esta primera mitad del II milenio a.C. la
presencia en las costas del sur de Italia, en especial, en torno a Tarento, de
comerciantes micénicos, en establecimientos que alcanzan su plenitud en torno a los
siglos XIV y XIII a.C., cuya influencia sobre los pueblos y culturas indígenas aún no ha
sido suficientemente calibrada.
Con el Bronce final y la transición a la Edad del Hierro, a finales del siglo XIII,
se producen en Italia, como en otros ámbitos del Mediterráneo y del Oriente Próximo,
importantes cambios, ligados a desplazamientos de pueblos. En el norte, desaparece
la cultura de las terramare; en el sur, cesan los intercambios con los micénicos, como
consecuencia de las migraciones dorias que conmueven Grecia. Por toda Italia se
extiende un nuevo tipo de enterramiento: la inhumación es sustituida por la
incineración. Recipientes de cerámica, que contienen las cenizas de los cadáveres, se
entierran en pequeños pozos, formando extensos cementerios, los llamados Campos
de Urnas, difundidos por toda Europa, desde Cataluña a los Balcanes. El nuevo rito
es consecuencia de la llegada a Italia, en diferentes momentos, de nuevos elementos
de población, procedentes de Europa central y del área del Egeo, que se expanden
por distintas regiones en un proceso mal conocido, pero decisivo para la configuración
del mapa étnico y cultural italiano, precisado a partir del siglo IX, en la Edad del
Hierro. El fenómeno más evidente de estos cambios es de carácter lingüístico y se
manifiesta en la imposición progresiva de idiomas indoeuropeos sobre otros, más
antiguos, no indoeuropeos.
Durante un tiempo, se consideró que el carácter indoeuropeo de gran parte de
los idiomas y dialectos de la Italia antigua suponía la existencia de un hipotético
lenguaje común, el ’itálico”, del que habrían derivado aquellos. A esta lengua itálica
debía corresponder un pueblo itálico, con rasgos culturales propios. Hoy sabemos
que, si bien la indoeuropeización de Italia comportó la presencia de inmigrantes, las
vías de penetración fueron múltiples y extendidas en un amplio espacio de tiempo.
Este proceso de migración escapa, en su mayor parte, a nuestro conocimiento, pero lo
importante es que esta serie de aportaciones sucesivas terminaron por configurar los
distintos pueblos, con rasgos culturales definidos, que encontramos en época
histórica.
La manifestación más rica e importante de la Edad del Hierro en Italia es el
villanoviano, una cultura así llamada por una aldea, Villanova, cercana a Bolonia,
cuyos inicios se remontan a la mitad del siglo X y que se extiende en una serie de
fases hasta el último cuarto del siglo VI. Su núcleo fundamental se encuentra en las
regiones de Emilia y Toscana, aunque se expandió por otras regiones de Italia. Sus
características fundamentales son las tumbas de cremación en grandes urnas
bicónicas y el extraordinario desarrollo de la metalurgia.
Los villanovianos construían sus aldeas de cabañas en lugares elevados, entre
dos cursos de agua, que fueron evolucionando, como consecuencia del crecimiento
demográfico, la mejora de la tecnología y el desarrollo de los intercambios, hasta
convertirse en el germen de auténticas ciudades. Paralelamente se produjo una
progresiva transformación hacia formas sociales y políticas más complejas, que
documentan las necrópolis. Hasta el siglo IX, los ajuares de las tumbas son escasos
y, en general, uniformes, lo que indica una escasa diferenciación social, que sólo tenía
en cuenta, en el reparto del trabajo, el sexo y la edad.
Pero a partir del siglo VIII se observan importantes cambios. Algunas tumbas
se destacan del resto por la riqueza de los objetos depositados en ellas, como armas
de metal, adornos de oro y objetos de uso refinado, que incluyen productos de
importación egeos y orientales y, sobre todo, cerámica griega. Asistimos al nacimiento
de una aristocracia, que se eleva sobre una sociedad más compleja y estratificada, en
la que se produce una división y especialización del trabajo. La agricultura se organiza
con métodos más racionales y las actividades artesanales pasan a manos de
especialistas, capaces de producir cerámicas a torno, elaborar objetos de metal y
trabajar la madera, bajo la influencia de los contactos con las primeras colonias
griegas establecidas en territorio itálico.
Las restantes culturas de la Edad del Hierro en Italia tienen como principal
característica su apego a las antiguas formas apenínicas, en una muy lenta evolución.
Citemos, entre ellas, la cultura de fosa, llamada así por la forma de sus tumbas, que
se desarrolla en la costa tirrena, al sur del Lacio; la cultura del Lacio, sobre la que
insistiremos más adelante; la civilización del Piceno, en la costa adriática, y las
manifestaciones culturales del valle del Po, englobadas bajo el nombre de cultura de
Golasecca.
Frente a estas culturas, a partir del siglo VII a. C., es posible individualizar en
Italia una serie de pueblos, con rasgos culturales y lingüísticos precisos, decantados
como consecuencia de la incidencia de distintos elementos étnicos, lingüísticos y
culturales, a lo largo de varios siglos, sobre la base autóctona de la población.
En el norte se individualizan los ligures y los vénetos. Los ligures, establecidos
en la costa tirrena, entre el Arno y el Ródano, presionados por otros pueblos, quedaron
restringidos a las regiones montañosas de los Alpes y del Apenino septentrional. La
base de su población era preindoeuropea, sobre la que incidieron luego elementos
indoeuropeos. Los vénetos, por su parte, población claramente indoeuropea,
ocupaban el ámbito nororiental, con fachada al Adriático, en la región de Venecia, a la
que dieron nombre.
En el centro de Italia, en la región entre el Arno y el Tíber, que mira hacia el
mar Tirreno, donde se había desarrollado la brillante cultura de Villanova, se asentarán
los etruscos, sobre cuyo origen insistiremos más adelante.
El resto de la península aparece habitada por poblaciones que, con el nombre
genérico de itálicos, tienen en común la utilización de lenguas de tipo indoeuropeo,
agrupadas en dos familias de muy distinta extensión territorial, el latino-falisco y el
osco-umbro. Al primer grupo pertenece el pueblo latino, asentado en la llanura del
Lacio y en el curso bajo del Tíber, y la pequeña comunidad falisca, en la orilla
derecha del río. El segundo grupo itálico se extendía, a lo largo de la cadena
apenínica, por toda la península, desde Umbria hasta Lucania y el Brucio, en la punta
sur. Eran poblaciones montañesas, dedicadas al pastoreo trashumante y poco
estables. La más importante en extensión y en historia es la samnita, en los Abruzzos.
Alrededor del Lacio y empujándolo contra el mar, se individualizaban los grupos de
marsos, ecuos, volscos, sabinos y hérnicos, y, al norte de ellos, los umbros.
Finalmente, en la costa adriática, de norte a sur, se desplegaba una serie de pueblos,
como los picenos, frentanos, apulios, yápigos y mesapios.
Las últimas migraciones en Italia llegaron desde los Alpes occidentales, en el
siglo VI a. C. Se trataba de poblaciones celtas, a las que los romanos llamaron galos.
Agrupados en bandas armadas, se extendieron por el valle del Po y la costa
septentrional del Adriático y dieron origen a una serie de tribus, como los ínsubros,
cenomanos, boyos y senones.
Sobre este fragmentado y heterogéneo mapa etno-lingüístico, a partir del siglo
VIII a C., ejercerán una profunda influencia cultural etruscos y griegos.
2. Griegos y etruscos
La presencia de griegos en Italia es consecuencia del vasto movimiento de
colonización que, entre los siglos VIII y V a. C., abarcó a todas las costas del
Mediterráneo. La colonia más antigua de Italia es Cumas, al norte de Nápoles (ca. 770
a. C.), fundada por los calcidios, que trataron con ello de asegurarse el monopolio de
las riquezas metalúrgicas de Etruria, mediante el control de las rutas que conducían a
estas riquezas. Así, establecieron otros puntos de apoyo a lo largo de las costas
tirrena y oriental siciliana, que sirvieron de intermediarios en el tráfico comercial entre
Italia y Grecia.
El ejemplo de los calcidios fue seguido por otras ciudades griegas, que fueron
fundando colonias por las costas sicilianas y de Italia meridional hasta transformar
estas regiones en una nueva Grecia, la ‘Magna Grecia’, con sus mismas fórmulas
políticosociales evolucionadas y su avanzada técnica y cultura, aunque también con
sus mismos problemas políticos, económicos y sociales.
La aportación de estos ’griegos occidentales” para el desarrollo histórico de
Italia se cumplió, sobre todo, en el campo cultural y de forma indirecta. Sus huellas se
aprecian en los campos de las instituciones político-sociales, como la propia
concepción de la polis ; en la economía, con la extensión del cultivo científico de la vid
y el olivo, y en diversas manifestaciones de la cultura: religión, arte, escritura...
La influencia griega alcanzó a amplias regiones de Italia a través de un pueblo
itálico, los etruscos, cuyo desarrollo abre el primer capítulo de la historia de la
península.
En la Antigüedad, se les daba esta denominación a los habitantes de la
Toscana, la región italiana comprendida entre los ríos Arno y Tíber, de los Apeninos al
mar Tirreno, donde precedentemente, desde comienzos de la Edad del Hierro, se
había desarrollado la cultura villanoviana. Se trata de un territorio privilegiado desde el
punto de vista físico, con llanuras y suaves colinas, bien provistas de agua, aptas para
la agricultura y la ganadería, abundantes bosques y buenos yacimientos mineros,
especialmente ricos en mineral de hierro.
En el siglo VIII, en los asentamientos villanovianos de la Toscana, se produjo
una evolución que condujo a la aparición de las primeras estructuras urbanas, proceso
ligado a un importante crecimiento económico y a una mayor complejidad en la
estructura social. La agricultura, dotada de nuevos adelantos técnicos, como la
construcción de obras hidráulicas, produjo cultivos más rentables; se incrementó la
explotación de los yacimientos mineros de la costa y de la vecina isla de Elba, que
favoreció el desarrollo de la industria metalúrgica, y se potenciaron los intercambios de
productos con otros pueblos mediterráneos.
Paralelamente, la población de las antiguas aldeas villanovianas se concentró
en ciudades, tanto en la costa (Cere, Tarquinia, Vulci, Vetulonia...), como en el interior
(Chiusi, Volsinii, Perugia, Cortona...). En el marco de la ciudad, la primitiva sociedad,
asentada sobre bases gentilicias, sufrió un proceso de jerarquización, manifestado en
el nacimiento de una aristocracia, acumuladora de riquezas, que pasó a ejercer el
control sobre el resto de la población.
Todo este proceso coincide con una transformación de los rasgos
característicos de la cultura villanoviana, que se abrió a influencias orientalizantes, es
decir, a elementos culturales procedentes de Oriente, predominantes en toda la
cuenca del Mediterráneo desde finales del siglo VIII. Es a partir de esta fecha cuando
se sedimentan las características propias del pueblo etrusco.
La brusca aparición de un pueblo, con una cultura muy superior a la de las
restantes comunidades itálicas, hizo surgir ya en la Antigüedad (Heródoto, Dionisio
de Halicarnaso) el llamado ’problema etrusco”, polarizado fundamentalmente en dos
cuestiones, sus orígenes y su lengua, sobre los que la ciencia moderna aún discute.
Incluso el propio nombre del pueblo no está bien determinado: los griegos los
conocían como tirsenoi o tirrenoi ; los romanos, como tusci ; ellos, a sí mismos, se
daban el nombre de rasenna.
El problema de los orígenes se centra fundamentalmente en el dilema de
considerar a los etruscos como un pueblo, procedente de Oriente, con rasgos
definidos, que emigró a la península itálica en una época determinada, o suponer que
la cultura etrusca es el resultado de transformaciones internas de la población
autóctona villanoviana, al entrar en contacto con las influencias culturales
orientalizantes, que manifiesta la comunidad (koiné) mediterránea a partir de finales
del siglo VIII.
No puede negarse el paralelismo de muchos rasgos artísticos, religiosos y
lingüísticos de los etruscos con Oriente y, más precisamente, con Asia Menor. Pero,
aun reconociendo la existencia de todos estos elementos orientales en la cultura
etrusca, no es necesario considerar como determinante la presencia de un factor
étnico nuevo. En la formación de cualquier pueblo intervienen elementos étnicos de
muy distinta procedencia, pero el factor determinante es el suelo en el cual adquiere
su conciencia histórica. Desde este punto de vista, el pueblo etrusco sólo alcanzó su
carácter de tal en Etruria, donde la incidencia de factores económicos y sociales
precisos, hizo surgir un conglomerado de ciudades-estado, que, a partir de finales del
siglo VIII, crearon una unidad cultural a partir de distintos elementos, étnicos,
lingüísticos, políticos y culturales.
En cuanto a la lengua, aunque conocemos más de 10.000 inscripciones
etruscas, escritas en un alfabeto de tipo griego, y, por ello, sin dificultades de lectura,
no ha sido posible hasta el momento lograr un satisfactorio desciframiento. En el
estado actual de la investigación, sólo es posible constatar que no está emparentada
con ninguna de las lenguas conocidas de la Italia antigua y, aunque su estructura
básica parece preindoeuropea, contiene componentes de tipo indoeuropeo. Así, la
lengua etrusca, en la que se unen rasgos autóctonos con otros procedentes del
Mediterráneo oriental, vendría a ser un producto histórico, resultado también del
complejo proceso de formación del propio pueblo etrusco.
El comienzo de la historia etrusca está ligado a la aparición en la Toscana de
los motivos de decoración, ricos y complejos, de la koiné orientalizante mediterránea,
que sustituyen a la decoración geométrica lineal villanoviana. Su explicación se
encuentra en el súbito enriquecimiento del país, ligado a la explotación y al tráfico del
abundante metal -cobre y hierro - de la Toscana. Gracias a esta riqueza, las ciudades
etruscas estuvieron pronto en condiciones de competir en el mar con los pueblos
colonizadores del Mediterráneo occidental, fenicios -sustituidos a partir del siglo VI por
los cartagineses - y griegos, mientras extendían por el interior de la península sus
intereses políticos y económicos fuera de sus propias fronteras.
La presencia etrusca en el Tirreno chocó con los intereses de los griegos, que
también buscaban una expansión por el Mediterráneo occidental, y condujo a un
conflicto abierto cuando, en el siglo VI, grupos de griegos, procedentes de Focea,
dieron un nuevo impulso a la colonización con la fundación de centros en las costas de
Francia, Cataluña y Córcega, de los que Massalía (Marsella) sería el más importante.
Esta presencia griega en el ámbito de acción etrusco llevó a un entendimiento entre
etruscos y cartagineses, a los que, en otros radios de acción, también estorbaba la
actividad griega.
Hacia el año 540 a. C., esta alianza púnico-etrusca dirimió sus diferencias con
los griegos en el mar Tirreno, en aguas de Alalía, cuyos resultados, no suficientemente
claros, significaron un nuevo reparto de influencias en el Mediterráneo occidental.
Cartago fue el auténtico vencedor, al lograr ampliar su esfera de influencia en el sur
del mar, que quedó cerrado tanto a las empresas etruscas como a las griegas. Etruria,
aislada y limitada al norte del mar Tirreno, hubo de aceptar la competencia griega, que
terminaría incluso por arruinar su hegemonía sobre las costas de Italia.
La fuerza de expansión de las ciudades etruscas no quedó limitada a su
dominio del Tirreno durante los siglos VII y VI. Paralelamente tuvo lugar una extensión
política y cultural al otro lado de sus fronteras, tanto en el norte como en el sur. La
expansión por el sur llevó a los etruscos hasta las fértiles tierras de Campania, donde
fundaron nuevas ciudades como Capua, Pompeya, Nola o Acerrae. La ruta terrestre
hacia Campania pasaba necesariamente por el Lacio, y los etruscos no descuidaron
su control, al ocupar los puntos estratégicos más importantes, como Tusculum,
Praeneste y Roma, que, en contacto con los etruscos, se convirtieron, de simples
aldeas, en incipientes ciudades.
Por el norte, la expansión llevó a los etruscos por la llanura del Po hasta la
costa adriática y también estuvo acompañada por fundaciones de ciudades, entre las
que sobresalen Mantua, Plasencia, Módena, Rávena, Felsina (Bolonia) y Spina.
Pero en la primera mitad del siglo V, las nueva coyuntura de la política
internacional significó el comienzo de la decadencia etrusca. Las ciudades griegas de
Italia y Sicilia, bajo la hegemonía de Siracusa, vencieron al gran aliado etrusco,
Cartago, en Himera (480), y se dispusieron a luchar contra la competencia etrusca. El
tirano de Siracusa, Hierón, derrotó a los etruscos en aguas de Cumas, lo que significó
el desmoronamiento de la influencia etrusca en el sur de Italia. En el Lacio, las
ciudades latinas -entre ellas, Roma- se independizaron, y, en la Campania, el vacío
político dejado por la debilidad etrusca fue aprovechado por los pueblos del interior,
oscos y samnitas, que ocuparon la fértil llanura. Más tarde, a comienzos del siglo IV,
la invasión de los galos puso fin a la influencia de los etruscos en el valle del Po y la
costa adriática. Por esta época, ya habían comenzado los conflictos con la vecina
Roma, que fue anexionando una a una las ciudades etruscas. Cien años después,
toda Etruria había perdido su independiencia y, a comienzos del siglo I a. C., Roma
anexionó todo el territorio etrusco, que fue perdiendo su identidad cultural y olvidó
incluso su lengua, suplantada por el latín.
En Etruria, cuando se produjo el proceso de urbanización que transformó las
antiguas aldeas villanovianas en auténticas ciudades fortificadas, el sistema político
dominante era el de la ciudad-estado, es decir, núcleos urbanos con un territorio
circundante, políticamente independientes unos de otros y, en ocasiones, incluso
rivales. No obstante, con el tiempo, se introdujo un principio de federación, que
congregaba a las ciudades etruscas en un santuario, cerca del lago de Bolsena, el
Fanum Voltumnae, bajo la presidencia de un magistrado, elegido anualmente por los
representantes de la confederación, el praetor Etruriae. Pero esta liga tuvo un carácter
fundamentalmente religioso y sólo en contados momentos logró una eficaz unión
política y militar.
A la cabeza de cada ciudad en las épocas más primitivas estaba un rey
(lucumo), con atribuciones de carácter político, religioso y militar. Estas monarquías
evolucionaron hacia regímenes oligárquicos, con magistrados elegidos anualmente,
los zilath o pretores, presididos por un zilath supremo. Como en otros regímenes
oligárquicos, las magistraturas se completaban con un senado o asamblea de los
nobles de la ciudad, y, sólo en época tardía y tras violentas conmociones sociales, se
inició una apertura de las responsabilidades políticas al conjunto del cuerpo
ciudadano.
Inicialmente la vida económica de los etruscos se basaba en la agricultura,
como consecuencia tanto de la feracidad de la Toscana como de la posesión de
evolucionados conocimientos técnicos, en especial, la aplicación del regadío en
labores complicadas de canalización. Entre sus productos, habría que destacar los
cereales, vino, aceite, el cultivo del lino y la explotación de los bosques, base de la
industria naval.
Pero fue, sin duda, la riqueza metalífera de Etruria la que en más alto grado
contribuyó al enriquecimiento del pueblo etrusco y a su papel fundamental en el
Mediterráneo. En especial, los yacimientos de cobre y hierro de la isla de Elba y los de
la costa septentrional de Etruria, con sus centros principales en Populonia y Vetulonia,
proporcionaban abundante mineral para desarrollar una evolucionada industria
metalúrgica. Gracias a las excavaciones arqueológicas, conocemos tanto los
procedimientos de extracción y las técnicas de fundición como los productos
manufacturados, que cubrían una amplia gama, desde objetos corrientes de bronce y
hierro a las más refinadas muestras de orfebrería en oro y plata.
Productos agrícolas y manufacturas de metal, con otras mercancías, como la
típica cerámica de bucchero, fueron objeto de un activo comercio. Su radio de acción
alcanzaba tanto al ámbito oriental del Mediterráneo -Grecia, Asia Menor y la costa
fenicia- , como al occidental, hasta la península ibérica. A través de Francia y de los
pasos alpinos, los productos etruscos llegaban incluso a Europa central, junto a otras
manufacturas de distintos orígenes, en cuya distribución el comercio etrusco servía de
intermediario.
La sociedad etrusca era de carácter gentilicio. La pertenencia a una gens, es
decir, a un grupo de individuos que hacían remontar sus orígenes a un antepasado
común, era condición fundamental para el disfrute de los derechos políticos y abría un
abismo social frente a aquellos que no podían demostrarla. Las gentes se articulaban
en familias, que constituían un núcleo no sólo social sino económico, puesto que se
integraban en ellas, además de los miembros emparentados por lazos de sangre, los
clientes, es decir, individuos libres, ligados a la familia correspondiente por vínculos
económicos y sociales, y los esclavos.
En el sistema social originario, un grupo de gentes, se elevó sobre el resto de
la población libre para constituir la nobleza, que terminó monopolizando el aparato
político a través del control de los medios de producción y de su prestigio social.
De esta población libre, que constituía la base de la sociedad etrusca, apenas
contamos con datos. Sólo es posible suponer que el artesanado, ligado a una
economía urbana, jugó un importante papel, a juzgar por la cantidad y calidad de los
trabajos en cerámica, bronce, hierro y orfebrería que ha rescatado la arqueología.
Finalmente, frente a la sociedad de hombres libres, la verdadera clase inferior
estaba representada por un elemento servil, numéricamente importante, adscrito a las
distintas ramas económicas, agricultura, minas, servicio doméstico... Estos siervos
tenían la abierta la posibilidad de alcanzar el estatuto de libres mediante su
manumisión, los llamados lautni .
En su conjunto, pues, la sociedad etrusca se estructuraba en una pirámide,
cuya cúspide estaba constituida por unas pocas familias nobles, que ejercían su
control sobre la masa libre, gracias al monopolio de la riqueza y del poder político, y
cuya base descansaba en la población servil, que, con su trabajo, garantizaba el poder
económico de esta nobleza.
Las evidentes tensiones que una sociedad así generaba, produjo en algunas
ciudades etruscas, hacia mitad del siglo III, revueltas populares, que condujeron a la
transitoria democratización de las instituciones políticas y a la superación de algunos
de los privilegios de la nobleza. Pero este proceso quedó bruscamente interrumpido y
finalmente yugulado por la conquista romana.
4. La monarquía romana
Como hemos visto, según la tradición, Roma estuvo gobernada por siete reyes,
durante un período de alrededor de 250 años, desde la fundación de la ciudad (753 a.
C.) hasta la instauración de la república (509 a. C.): un lapso de tiempo excesivamente
largo para considerarlo digno de crédito. Sin duda, los reyes romanos fueron más de
siete, aunque en las figuras que recuerda la tradición, más bien símbolos de
determinadas virtudes que personajes concretos, existen algunos elementos reales
que pueden ser tomados en consideración.
Rómulo, el fundador, es, sin más, una creación legendaria, al que se le atribuye
la conducción de una guerra contra la vecina población de los sabinos, concluida con
la asociación al trono de su rey Tito Tacio. Y efectivamente, los sabinos constituyeron
un elemento determinante en la constitución del núcleo originario de la ciudad. Su
sucesor, el sabino Numa Pompilio, es considerado el creador de las instituciones
religiosas, frente al tercer rey, Tulo Hostilio, paradigma de guerrero, al que se le
atribuyen las primeras guerras de conquista, que culminan con la destrucción del viejo
centro latino de Alba Longa. El cuarto rey, Anco Marcio, en cambio, es caracterizado
como campeón de la paz y de los valores económicos. Su reinado, según la tradición,
coincide con la última fase de la época preurbana. Se le considera el constructor del
primer puente estable sobre el Tíber, así como del primer puerto en su
desembocadura: ello implica la extensión de la ciudad por la orilla derecha del río, que
la presencia de tumbas, datadas en los últimos años del siglo VII, han venido a
confirmar.
Los últimos tres reyes -Tarquinio Prisco, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio-
señalan un cambio decisivo en la historia de la Roma arcaica: la entronización de
monarcas que la tradición considera etruscos, a finales del siglo VII, y la definitiva
urbanización de la ciudad.
La monarquía aprece como institución política fundamental ya antes de la
fundación de la ciudad, aunque son hipotéticos su carácter, fundamentos de poder,
prerrogativas y funciones. Un primitivo rex ductor, es decir, un comandante, elegido
por sus cualidades personales, jefe accidental o permanente, en una segunda fase,
asumió también funciones religiosas. El reconocimiento de las relaciones entre el rey y
la divinidad contribuyó a consolidar su posición, aunque siguieron manteniendo una
influencia notable los jefes de los grupos gentilicios y familiares, que reunidos en un
senado, constituían el consejo real.
Originariamente, constituían el senado los patres familiae -de ahí, el nombre de
patres que llevarán los senadores-, pero no todos, puesto que, desde el comienzo,
quedó limitado su número por un principio de selección, el de la edad. Formaban,
pues, parte del senado los patres seniores, sinónimo de senes, ’anciano”, de donde
procede el nombre de senatores. Al producirse la diferenciación económica, ligada a la
aparición de la propiedad privada, tuvo lugar una paralela diferenciación social, que
llevó al distanciamiento progresivo de los más ricos, los cuales fortificaron su posición
a través de matrimonios mutuos. Entonces, los patres seniores de las clases altas
exigieron el privilegio exclusivo de ser senadores. De este modo, la entrada al senado
quedó restringida a un estrecho círculo de gentes y familiae, unidas entre sí por lazos
matrimoniales. Los hijos de los senadores, de los patres, fueron llamados patricios y
llenaban los huecos producidos en el senado. Así surgieron las gentes patriciae, el
patriciado romano. La competencia de este senado primitivo, como consejo real, era
asesorar al rey y discutir problemas de culto y de seguridad común.
Junto al senado, la comunidad romana se organizó sobre la base de las curias
(del indoeuropeo *ko-wiriya, ’reunión de varones”). Originariamente tenían un papel
económico ligado a la propiedad inmueble y eran las detentadoras de la propiedad
comunal. Su función era también de base sacral y podían ser convocadas para
asuntos de naturaleza sacro-judicial, los comitia calata, la asamblea más antigua que
conocemos en la historia romana. Como único ordenamiento del cuerpo político
romano en época preurbana, las curias terminaron sirviendo también para fines
militares, como base del reclutamiento y como unidades tácticas. Para ello, las
antiguas curias perdieron su primitivo carácter y se convirtieron en divisiones
artificiales, de índole exclusivamente territorial, cuya función fundamental era la de
servir como cuadros de la leva.
El cuerpo político romano fue dividido en tres tribus, Ramnes, Tities y Luceres,
a cada una de las cuales fueron adscritas diez curias, con un total, pues, de treinta. En
caso de necesidad militar, cada una de las curias debía proporcionar cien infantes y
diez jinetes. Resultaba así un ejército de 3.000 infantes y 300 jinetes, en unidades de
1.100 hombres, dirigido por el propio rey o por dos lugartenientes, el magister populi,
para la infantería, y el magister equitum, para la caballería.
Al lado de su papel militar, las curias cumplían también un papel político. Sus
miembros, reunidos en asamblea, los comitia curiata, cumplían la función de proclamar
la entronización del rey y ratificar a los magistrados elegidos por él.
A partir de finales del siglo VII a. C., la presencia de elementos etruscos,
inscritos en la corriente orientalizante, que se extiende por otras áreas del
Mediterréneo, es tan intensa que puede hablarse con propiedad de una etrusquización
de la cultura lacial o, quizá mejor, de una koiné, una comunidad cultural etrusco-latina.
Roma, ciudad latina, no es una excepción en este proceso, hasta tal punto que,
tradicionalmente, se viene considerado que la ciudad había sido conquistada por los
etruscos y que los tres últimos reyes romanos constituían la fase de una monarquía
’etrusca”. La investigación actual niega el sometimiento del Lacio por los etruscos
mediante una conquista militar y la llamada etapa etrusca de la monarquía romana.
Roma continúa siendo una ciudad latina, cuya personalidad no quedó ahogada por las
fuertes influencias etruscas, sino que, precisamente de ellas, sacó nuevas fuerzas que
contribuyeron a desarrollar su propia identidad.
Estas influencias provocaron una ruptura de las condiciones inmovilistas,
ligadas al dominio de las gentes, que se plasmó en el resquebrajamiento de la
propiedad comunitaria, base de la consistencia de la gens, y en la creación de una
propiedad individual, en las fronteras de aquélla. La arqueología demuestra cómo,
frente a las monótonas industrias locales del siglo VIII, a partir del siglo siguiente, se
observan trabajos de metal etruscos y cerámica de bucchero, junto a imitaciones de
cerámica griega. Las uniformes tumbas anteriores al siglo VII, muestran ahora, en sus
ajuares, categorías en cuanto a riqueza, lo que indica una diferenciación de fortuna.
Este desarrollo económico de Roma no puede comprenderse sin tener en
cuenta las nuevas relaciones que la ciudad establece con el exterior como
consecuencia de su integración en la koiné etrusco-latina, no sólo a nivel cultural, sino
también político y económico, y de su inclusión en la vía de tránsito de los dos pueblos
más desarrollados de Italia, etruscos y griegos. La nueva situación se tradujo en un
incremento de las actividades artesanales, gracias a la afluencia creciente de
emigrantes, que acuden a establecerse en Roma, y en la trasformación de la ciudad
en un centro comercial de redistribución de productos.
La consecuencia fundamental de esta transformación económica desde el
punto de vista material es la definitiva etapa de urbanización de la ciudad. El irregular
asentamiento aldeano se transformó de manera radical, a partir del 600 a. C.
aproximadamente, en una ciudad conforme a una planificación urbanística, dotada de
calles regulares, como la Sacra via, y de importantes obras públicas y edificios
monumentales, como la muralla defensiva conocida como ’muro serviano”, la Regia, el
Foro Boario, los templos de Vesta, Fortuna o el gran templo de Júpiter en el Capitolio.
La ciudad se organizó en torno al Foro, depresión entre las colinas, que había servido
en época preurbana de necrópolis: pavimentado y saneado con obras de canalización
subterránea, como la famosa Cloaca Maxima, se convirtió en el centro político y
comercial de la urbs.
Junto a esta transformación material que significa la urbanización de las aldeas
y la aparición de edificios públicos, hay paralelamente una trasformación de la
comunidad gentilicia en un estado unitario, en el marco material de la ciudad. La
autonomía de las gentes y familiae se ve poco a poco restringida en beneficio de unos
poderes públicos, que tratan de proteger al individuo como ciudadano. Con ello, se
produce un cambio fundamental en la propia institución monárquica. El poder del rey
pierde su carácter sacral y se fundamenta en la fuerza, en detrimento del papel del
senado.
Como jefe de una comunidad política, el rey, frente al monopolio exclusivista
del patriciado tradicional en la dirección del Estado, tenía en cuenta las aspiraciones y
los intereses de individuos y familias menos poderosos económicamente, en especial,
las nuevas ’clases urbanas”, comerciantes y artesanos establecidos en Roma al calor
del nuevo desarrollo económico.
En resumen, se inicia, a partir del siglo VI, el proceso de constitución de un
estado unitario en el marco de la ciudad, bajo la autoridad del rey, en detrimento de la
primitiva organización gentilicia.
Este proceso ha quedado reflejado, no sin anacronismos y contradicciones, en
los relatos que la tradición ha conservado sobre los tres últimos reyes romanos.
A Tarquinio Prisco, un personaje, según la tradición, procedente de la etrusca
Tarquinia, que, emigrado a Roma, fue aceptado en el patriciado y elegido rey a la
muerte de Anco Marcio, se le atribuye una política de conquista, apoyada en una
reorganización del ejército, que elevó a la ciudad al rango de potencia en el mundo
etrusco-latino. Sin duda, se ha querido subrayar el nuevo carácter de la monarquía -
laica y con un poder basado en el reforzamiento de su posición militar-, en una reforma
del ejército llevada a cabo por Prisco, consistente en la duplicación del número de
reclutas, manteniendo la cifra originaria de las tribus, con lo que los efectivos habrían
pasado a constar de 6.000 infantes y 600 jinetes.
Otras reforma, que muestra la nueva voluntad de asegurar el poder del
monarca en detrimento de la influencia de la aristocracia gentilicia, habría sido un
incremento del número de senadores, que se fijó en 300 miembros, con la inclusión de
los patres minorum gentium, personajes ajenos al patriciado tradicional, más
favorables a los planteamientos políticos del monarca. Con ello, Prisco se enfrentó a la
aristocracia patricia, que transmitió a la posteridad una imagen negativa del rey. De
acuerdo con el relato tradicional, Prisco, enemistado con un importante sector de esta
aristocracia, habría sido asesinado por los hijos de Anco Marcio.
A Prisco le sucedió Servio Tulio, según la tradición romana, por designación de
la casa real. No obstante, tradiciones etruscas lo consideraban un condottiero etrusco,
conocido con el nombre de Macstrna, que, establecido en Roma, se enfrentó a la
familia de Tarquinio y logró acceder al poder. A Servio Tulio se le atribuyen
importantes iniciativas político-institucionales, polarizadas esencialmente en una doble
reforma, que se engloba bajo la etiqueta de ’constitución serviana”: la creación de
distritos territoriales, que suplantan a las antiguas tribus, como base de la organización
político-social de la población romana, y el perfeccionamiento de la organización
militar, a través del ordenamiento centuriado de base timocrática, es decir,
fundamentado en la distinta capacidad económica de los ciudadanos.
La necesidad de unificar a la población libre de todo el espacio romano (ager
Romanus) -residente tanto en el núcleo urbano como en el campo circundante-, en un
núcleo político homogéneo, llevó a Servio a dividir este espacio en distritos
territoriales, denominados tribus , y adscribir a los ciudadanos romanos en uno u otro,
de acuerdo con su domicilio. Así, el núcleo urbanizado fue dividido en cuatro distritos o
regiones, en las que se incluyeron las cuatro tribus urbanas, y el territorio circundante,
en un número indeterminado de tribus rústicas (dieciséis, según la tradición). Con ello,
la primitiva organización gentilicia -es decir, fundamentada en criterios de sangre- del
cuerpo ciudadano fue sustituida por otra de carácter territorial, basada en el lugar de
residencia. Desde ese momento, la condición de ciudadano, es decir, de individuo
dotado de derechos políticos reconocidos, estuvo unida a su pertenencia a una tribu.
Con la reforma, las tribus vinieron a sustituir a las curias en las principales
funciones que éstas cumplían y, aunque no desaparecieron, perdieron toda su
importancia como base de la organización ciudadana y unidades de reclutamiento
militar.
En cuanto a la reforma militar, a Servio se le atribuye la organización de un
ejército de carácter hoplítico, ordenado en su armamento y funciones de acuerdo con
el poder económico de sus componentes, y en la paralela participación política de los
ciudadanos romanos, según los mismos criterios, en unas nuevas asambleas, los
comitia centuriata. Pero su esencia va más allá de una simple reforma del ejército o de
las asambleas: es el punto de llegada de un largo proceso constitucional, en el que la
base del Estado deja de ser la gens, frente al cives o ciudadano. Indica, por tanto, la
superación del fundamento gentilicio de la sociedad por la constitución de la ciudad-
estado.
En el siglo VI, Roma conoció la nueva táctica militar, desarrollada en Grecia en
el siglo anterior, conocida como "hoplítica", y basada en la sustitución del antiguo
combate individual "caballeresco", por choques de unidades compactas, uniformes en
armamento, que basan su fuerza precisamente en la cohesión de la formación.
Naturalmente, la táctica requiere la participación de mayor número de combatientes,
que, en correspondencia con las cargas militares, aspiran a una mayor representación
política. Por consiguiente, esta táctica no fue sino la consecuencia de profundos
cambios en una sociedad, que, debido al desarrollo económico, se hacía cada vez
más compleja.
La reforma del ejército presupone la formación y el afianzamiento de clases
sociales capaces de soportar la obligación de las armas y, al propio tiempo,
interesadas en asumirla para tener acceso a la responsabilidad política. Estas clases
ya no se ordenarían según su base gentilicia, sino por su poder económico, que
constituye el fundamento de la llamada "constitución centuriada", atribuida a Servio.
Aunque la constitución centuriada, tal como la conocemos, corresponde al
estadio final de un proceso que culmina en época posterior, no hay duda de que sus
cimientos se insertan en las nuevas condiciones políticas, económicas y sociales de la
Roma de la segunda mitad del siglo VI. La constitución se basaba en una nueva
distribución de los ciudadanos en dos categorías, classis e infra classem, según sus
medios de su fortuna, divididas en centuriae. No se trataba sólo de una organización
política, sino militar: los ciudadanos contribuían con sus propios recursos a la
formación del ejército y, por ello, de acuerdo con su fortuna, se les exigía un
armamento determinado. Quedó así constituido un ejército homogéneo, compuesto de
un núcleo de infantería pesada, la classis, articulado en sesenta centurias, base de la
legión romana, que, en caso de necesidad, era apoyado por contingentes provistos de
armamento ligero, reclutados entre los infra classem. Por encima de la classis, existían
dieciocho centurias de caballería, los supra classem, designados por el rey entre la
aristocracia.
La constitución centuriada suponía un nuevo esquema social. El teórico
igualitarismo de la organización en curias quedaba superado ahora por la división de
los ciudadanos en propietarios (adsidui), que constituían, de acuerdo con la mayor o
menor extensión de sus tierras de cultivo, la classis y la infra classem, y los proletarii,
es decir, quienes por no contar con propiedades inmuebles, eran considerados sólo
por su prole, su descendencia. Estos últimos, en los que se incluían no sólo los
privados de fortuna, sino aquellos cuyos recursos económicos no procedían de la
tierra -comerciantes, artesanos-, estaban excluidos del servicio en el ejército, pero
también de derechos políticos. Se constituía así una pirámide social, en cuya cúspide
se encontraban los supra classem, los caballeros, seguidos, en segundo y tercer lugar,
respectivamente, por los ciudadanos encuadrados en la classis y en la infra classem,
y, en último lugar, los proletarii.
El reflejo político de esta nueva organización del ejército quedó plasmado en
una nueva asamblea ciudadana, los comicios por centurias (comitia centuriata), en los
que participaban sólo los ciudadanos que contribuían decisivamente a la formación del
ejército, es decir, las centurias ecuestres y las de la classis. Las infra classem y los
proletarios estaban excluidos.
Frente a la monarquía de Tarquinio Prisco, interesado en dar una base popular
a su poder frente a las ambiciones de la aristocracia patricia, la obra de Servio
descubre unos componentes aristocráticos de fortalecimiento de la nobleza, aunque
adaptados a las nuevas circunstancias de la época y a las necesidades del Estado:
robustecimiento de las familias patricias con el incremento de las centurias de
caballería, derechos políticos plenos sólo para los grandes propietarios, marginación
de los medianos y pequeños propietarios -participantes en las cargas militares, pero
no en los derechos políticos- , y exclusión de los proletarios.
Si tenemos en cuenta el carácter conservador y aristocrático de la tradición
romana, no debe extrañar que, frente a la figura de Servio Tulio, considerado padre de
la constitución romana y nuevo fundador de la ciudad, el último rey romano aparezca
como el paradigma de todos los vicios y crueldades, como un tirano, que, con sus
injusticias y crímenes, concitó tal odio hacia la institución de la realeza que Roma
prescindió de ella a lo largo de toda su historia.
Esta tradición sólo puede ser explicada desde el odio del patriciado hacia un
monarca, que, tras las huellas de su antecesor, Tarquinio Prisco, trató de apoyar su
gobierno en bases populares, beneficiando a sus componentes, en contra de los
intereses de la aristocracia. Con una política personalista, al margen de los consejos
del senado, Tarquinio dedicó su atención a la población marginada por la constitución
de Servio Tulio, favoreciendo en especial el desarrollo de las actividades mercantiles y
artesanales, con medidas como la construcción de grandes obras públicas, entre ellas
el monumental templo de Júpiter sobre el Capitolio, o la extensión de los intereses
comerciales de Roma en el mar Tirreno, que documenta el tratado firmado en 509 a.
C. con la potencia marítima de Cartago.
Al destronamiento de Tarquinio ese mismo año por una conjura palaciega,
siguió, según la tradición, la abolición de la monarquía y su substitución por una nueva
forma de gobierno: la res publica.
Bibliografía
Tras la victoria sobre Cartago en la segunda guerra púnica, Roma extendió sus
intereses a todo el ámbito del Mediterráneo, donde, en apenas cincuenta años, afirmó
definitivamente su dominio. Se trata de un proceso de trascendencia histórica, cuya
interpretación ha dado origen a la llamada cuestión del “imperialismo romano”.
El término “imperialismo”, definido como la injustificada tendencia de un estado
a expandirse ilimitadamente por medio de la fuerza, y utilizado, a partir del último tercio
del siglo XIX, para designar la expansión colonial de las potencias europeas, ha sido
aplicado a este proceso de expansión, aunque sin un acuerdo unánime en cuanto a su
origen, carácter y causas de su desarrollo. Por ello y teniendo en cuenta que un
fenómeno tan complejo no puede explicarse de forma esquemática y unitaria, es
preferible describir su discurso, atendiendo a los factores concretos que impulsan, en
cada momento, esta política exterior. Pero, sobre todo, importa conocer las
consecuencias que la creación de un imperio mediterráneo, en el corto espacio de dos
generaciones, tuvo para las instituciones y el cuerpo social del estado romano.
La desmembración del imperio creado por Alejandro Magno dio origen a una
serie de estados, cuyas relaciones políticas se mantenían en un equilibrio internacional
muy inestable. Tres grandes reinos -Macedonia, Egipto y Siria- se disputaban el
control del Mediterráneo oriental, arrastrando en sus cambiantes relaciones al resto de
los entes políticos del área. El Egipto de los Ptolomeos y la monarquía seléucida de
Siria se mantenían enfrentadas por la posesión de las costas de Levante y Asia
Menor, en una serie de interminables conflictos que nunca habían resuelto un
definitivo reparto de influencias. En esta competencia, Macedonia se inclinaba del lado
seléucida, al contemplar a Egipto como rival en la común aspiración al control del
Egeo y de los accesos al mar Negro. Macedonia, por su parte, continuaba su
tradicional política de control sobre las viejas poleis de la Grecia continental, donde
habían surgido formaciones estatales, que, a través de un régimen federal, pretendían
romper el tradicional particularismo de las ciudades-estado, como la Liga Etolia, en la
Grecia central, y la aquea, en el Peloponeso. Las ciudades insulares y de la costa
oriental del Egeo se debatían en una precaria autonomía entre los dos colosos, egipcio
y seléucida; sólo la república mercantil de Rodas estaba en condiciones de perseguir
una política independiente. Por último, en Asia Menor, se habían cimentado una serie
de reinos secundarios, de los que era el principal el de Pérgamo, que pretendía
hacerse con el control de toda la península.
En el año 204 a.C., moría Ptolomeo IV y el reino de Egipto quedó en manos de
un niño de corta edad, Ptolomeo V. Los monarcas macedonio y seléucida, Filipo V y
Antíoco III, vieron en el cambio de dinasta una ocasión favorable para aumentar su
ámbito de influencia y firmaron un acuerdo secreto en el 203 para repartirse las
posesiones egipcias en Asia y el Egeo. Mientras Antíoco dirigía su atención a la Siria
meridional, Filipo se lanzó a operar en el litoral de Asia Menor. La actividad de Filipo
en el Egeo no sólo perjudicaba a Egipto, sino a otros estados de la zona, en especial
Rodas y Pérgamo, que decidieron acudir ante el senado romano en demanda de
ayuda contra la política expansionista del macedonio. El senado, tras muchas
vacilaciones, decidió enviar una comisión a Oriente para imponer a Filipo, en forma de
ultimátum, el cese de las hostilidades contra las ciudades griegas y las posesiones
egipcias, así como el pago de una indemnización a Pérgamo. La negativa de Filipo a
aceptar estas imposiciones, desencadenó la declaración de guerra por parte de Roma
(200). Así se iniciaba un proceso que iba a cambiar radicalmente la situación del
Mediterráneo y que ha sido considerado tradicionalmente como el inicio del
imperialismo romano.
El problema de las causas que empujaron a Roma a involucrarse políticamente
en Oriente, sin un motivo directo y cuando aún estaban vivas las heridas de la guerra
púnica, se ha intentado resolver con múltiples explicaciones. Una de ellas fundamenta
la decisión romana en una “política sentimental”, de protección a los aliados de Roma
contra las arbitrariedades de Filipo. Otra tesis, la del “imperialismo defensivo”, supone
que el estado romano habría reaccionado ante un temor, aunque injustificado, a ver
peligrar la integridad de su territorio o su posición en el Mediterráneo a consecuencia
de la política expansiva de Macedonia. Pero también se esgrimen razones de “política
imperalista”: tendencias belicistas de la clase dirigente o del pueblo, encaminadas a la
expansión; ambiciones de poder, gloria, prestigio y riqueza de la nobilitas; deseo de un
botín inmediato; tendencia de generales y soldados a hacer de la guerra una profesión
lucrativa; expansión de los intereses financieros y comerciales de grupos capitalistas...
Sin duda, se trata de explicaciones parciales que, al pretender reducir a una
razón unitaria la orientación política del senado, no resuelven la cuestión.
Seguramente, en la grave decisión romana se incluyen las razones esgrimidas,
aunque es difícil establecer en qué proporción. Pero, por encima de todo, el estado
romano, tras las segunda guerra púnica, había incluido todo el Mediterráneo, oriental y
occidental, en el horizonte de su política exterior.
En el ámbito oriental, el senado descubrió, como fuente de hipotéticos temores,
la política expansionista de Filipo, un monarca que, en la segunda guerra púnica, tras
su alianza con Cartago, se había enfrentado a los romanos en Iliria, y en cuya corte
había encontrado refugio Aníbal, después de su derrota. El rey macedonio amenazaba
con poner en entredicho el tradicional equilibrio de mundo helenístico, y el gobierno
romano reaccionó con una intervención armada para restablecerlo. Pero esta
intervención llevaba implícita la necesidad de convertirse en árbitro del precario
equilibrio, asumiendo un papel hegemónico. La continua potenciación de esa
hegemonía, entre continuas vacilaciones, conducirá finalmente a Roma por el camino
del imperialismo.
La política expansiva del rey seléucida, Antíoco III, cuyas brillantes dotes
militares no iban acompañadas de una paralela perspicacia política, demostró muy
pronto la insuficiencia de las medidas romanas en Oriente. Antíoco, de acuerdo con el
tradicional juego del mundo helenístico, cometió el error de pensar que el vacío político
dejado por Macedonia en el Egeo podía ser llenado por su presencia y, en
consecuencia, se apoderó de un buen número de plazas costeras macedonias y
ptolemaicas.
La reacción romana, fundamentada en su estricta política de equilibrio en
Oriente, no se hizo esperar: una embajada exigió a Antíoco respetar la libertad de las
ciudades griegas de Asia Menor; el rey sirio, en contestación, pasó a la orilla europea
del Egeo y se fortificó en Tracia. Con ello, las posiciones romanas y sirias se fueron
endureciendo hasta convertirse en una verdadera "guerra fría", que la inestabilidad de
Grecia iba a precipitar en un conflicto armado.
En efecto, las insatisfacciones suscitadas por la política romana en Oriente se
condensaron en la actitud de la Liga Etolia, que, convertida en exponente de los
sentimientos antirromanos, invitó a Antíoco a intervenir en Grecia como "liberador". Y
el monarca sirio se apresuró a desembarcar en Grecia, para comprobar de inmediato
con desilusión el escaso eco de la pretendida coalición. Las modestas alianzas
conseguidas por la entente sirio-etolia eran bien poco frente al poderoso bloque de
estados neutrales o aliados de los romanos, incluida Macedonia. A comienzos del 191,
desembarcaba en Grecia un ejército consular al mando de Acilio Glabrión, que venció
a Antíoco en las Termópilas y le forzó a abandonar Europa.
El peligro estaba conjurado, pero la facción más agresiva del senado,
acaudillada por Escipión el Africano, pretendía una victoria definitiva, que exigía llevar
la guerra a Asia. Unos años antes, el viejo enemigo de Roma, Aníbal, había
encontrado refugio en la corte de Antíoco; era un magnífico pretexto para conseguir
que los comicios votaran el envío de una expedición y confiaran su mando al clan de
los Escipiones. Lucio, el hermano del Africano, fue elegido cónsul y, como tal,
encargado de la guerra; el propio Publio, como legado, sería en la práctica el director
de las operaciones.
La campaña siria, con la ayuda militar prestada por Rodas y Pérgamo, los dos
principales aliados de Roma en Asia, se resolvió definitivamente, a comienzos del 189,
en Magnesia de Sípilo, donde Antíoco fue vencido. La paz se firmó, en el 188, en
Apamea de Frigia y significó la desaparición de Siria como potencia mediterránea:
obligado Antíoco a evacuar todas sus posesiones en Asia Menor hasta el Tauro, el
reino seléucida se convirtió en un factor político secundario.
La sumisión de Oriente
La conquista de Hispania
Cartago, tras la derrota de Zama, se había mantenido fiel a los pactos con
Roma, atenta sólo a su reconstrucción interior. Pero la paz del 201 había incluido
también a otro estado africano, Numidia, cuyo rey Massinisa, irreconciliable enemigo
de Cartago, era la mejor garantía de que el estado vencido permanecería vigilado y
sujeto a control en los márgenes de su espacio vital. Pero Massinisa aprovechó su
condición de amigo de Roma para desarrollar una irritante política de agresiones
contra las fronteras púnicas, resueltas con mediaciones partidistas del gobierno
romano, pacientemente aceptadas por la oligarquía pacifista que dirigía Cartago.
Hacia mitad de siglo, el fracaso de la política exterior romana, tanto en Oriente
como en Occidente, y su reconducción por el elemental camino del uso de la fuerza,
incluyó también, en su horizonte de sospechas y temores, al estado africano, que
había logrado resurgir pujante de sus cenizas. Un amplio sector de la clase dirigente
romana nunca había dejado de considerar obsesivamente a Cartago como un
potencial peligro. Y este sector, encabezado por Marco Porcio Catón, exponente del
tradicionalismo más intransigente, exigía incansablemente su destrucción.
El pretexto para la intervención militar lo ofreció el propio Cartago cuando,
exasperado por una nueva agresión de Massinisa, declaró la guerra a Numidia, sin
autorización romana (151). Catón consiguió así convencer al senado para que
declarara a su vez la guerra a Cartago (149).
Conscientes de su inferioridad, los cartagineses se apresuraron a pedir la paz y
aceptar las condiciones que impusiera Roma. Pero el senado, dispuesto a liquidar
definitivamente el problema, exigió lo inaceptable: la destrucción de la ciudad y su
reconstrucción en el interior, a no menos de quince kilómetros de la costa. Los púnicos
decidieron entonces resistir a ultranza y se encerraron tras los muros de su ciudad,
con armas y víveres.
Durante dos años, Cartago, sometida a sitio, no pudo ser conquistada, en
parte, por la ineptitud de las legiones; finalmente, en el 147, el mando de las
operaciones fue confiado a Escipión Emiliano, el posterior verdugo de Numancia, que,
restaurada la disciplina en sus fuerzas, estrechó el cerco hasta el encarnizado ataque
final. Cartago fue destruida y se maldijo el suelo donde se había levantado. Y, como
había ocurrido en Macedonia tras la rebelión de Andrisco, el gobierno romano optó por
someter el territorio de Cartago a una administración directa, convirtiéndolo en la
nueva provincia de Africa.
Bibliografía
1. Imperialismo y crisis
Tras los tumultos del año 100, la ficticia concordia que había unido a los
optimates ante el peligro común, volvió a deshacerse en las tradicionales luchas de
facciones, que utilizaron para combatirse el arma de los procesos políticos, tan
ridículos como estériles. Débil y corta de miras, la clase dirigente no fue capaz de
atajar la crisis de estado ni restaurar una unidad de criterio. Esta impotencia generó
una postura reaccionaria, decidida a defender, por comodidad y egoísmos privados,
los viejos privilegios contra cualquier intento renovador.
Pero el senado no podía dar la espalda a los problemas más evidentes, que,
paralelos a sus rencillas internas, amenazaban con comprometer la estabilidad del
estado y la integridad del imperio. Uno de ellos era la cuestión de los aliados itálicos.
En la década de los 90, la mayoría de los aliados itálicos era consciente de que
la adquisición de la ciudadanía romana constituía el único expediente efectivo para
asegurar la igualdad de tratamiento dentro del sistema político romano. Por el
contrario, desde el plano romano, la plebe rústica y urbana no estaba dispuesta a
repartir unos privilegios que creía exclusivos; los grupos ecuestres temían la
competencia de los negotiatores itálicos; la clase política, en fin, no deseaba poner en
peligro el control de poder en las asambleas con un incremento del número de
ciudadanos.
En el año 91, un tribuno de la plebe, Livio Druso, consciente de que la única
solución posible, a corto o largo plazo, era la inclusión de los itálicos en el cuerpo
ciudadano, trató de hacer aprobar sin éxito una ley de ciudadanía; pocos días
después, sucumbía ante el umbral de su casa a manos de un desconocido asesino.
La eliminación de Druso supuso para los dirigentes aliados la pérdida de la
última posibilidad de diálogo con el estado romano. La rebelión de los aliados, también
conocida con el equívoco término de "guerra social" (de socii, "aliados"), no se
extendió a todas las comunidades itálicas. Oscos, umbros, etruscos y latinos
permanecieron fieles a Roma, lo mismo que las colonias del sur de Italia. En realidad,
el núcleo de la insurrección se encontraba en las regiones montañosas de Italia central
y meridional, de etnia sabelia y con organización tribal la mayoría de ellas. Geográfica
y estratégicamente, estas comunidades sabelias se aglutinaron en dos grupos, el
llamado marso, el más septentrional, extendido en el área central italiana, y el samnita,
en el sur de la península. Los insurgentes eligieron como cuartel general la ciudad de
Corfinium, que cambió su nombre por el de Italia, y se dieron una serie de
instituciones, aparentemente copiadas de la organización estatal romana: dos
cónsules, doce pretores y un senado de quinientos miembros. La virulencia de la
sublevación queda reflejada en los tipos de las monedas acuñadas por los rebeldes,
con el lema Italia, en las que se representaba al toro samnita corneando a la loba
romana.
La gran mayoría de los aliados había tomado las armas como último recurso,
frente a un estado que les negaba el derecho de integrarse en él, en pie de igualdad.
Era, precisamente en este hecho, donde se encontraba toda la debilidad de los
aliados, empujados a la trágica paradoja de destruir un estado en el que deseaban
integrarse. Pero, de todos modos, su potencial bélico representaba una fuerza
formidable: los recursos militares de Roma se habían basado de manera fundamental
en el material humano de estas comunidades, familiarizadas con las armas y las
tácticas romanas. Así, por muchos aspectos, la guerra presentaba las características
de un enfrentamiento civil, de italianos contra italianos, que, durante mucho tiempo,
habían combatido como compañeros, bajos las mismas enseñas y voces de mando.
Se trataba de una peligrosa innovación, que ya nadie se asustaría de repetir.
El estado romano reaccionó muy tarde ante la inminente guerra, ocupado en
problemas domésticos. De todos modos, Roma no se encontraba, frente a los itálicos,
en inferioridad de condiciones. Estaba rodeada de comunidades fieles, y sus recursos
eran superiores a los de los sublevados. Contra los cien mil hombres que alineó el
ejército federal, el estado romano opuso catorce legiones, apoyadas por tropas
auxiliares procedentes de África, Hispania y las Galias, en dos ejércitos,
encomendados a los respectivos cónsules, Rutilio Lupo y Lucio Julio César.
Las operaciones comenzaron, el año 90, en los dos frentes, marso y samnita,
con continuos fracasos para las armas romanas. Los resultados negativos de la guerra
convencieron al gobierno romano de que sólo cabía una solución política, que pasaba
por la aceptación de las demandas de los aliados: en el mismo año 90, el cónsul Julio
César ofreció la ciudadanía a todos los latinos y comunidades itálicas que aún no se
hubiesen levantado en armas (lex Iulia); al año siguiente, la lex Plautia Papiria acordó
la ciudadanía romana a todos los itálicos, con domicilio permanente en Italia, que lo
solicitaran ante el pretor urbano en el término de sesenta días; finalmente, la lex
Pompeia, emanada por Pompeyo Estrabón, cónsul en el año 89, otorgaba el escalón
previo a la ciudadanía, el derecho latino (ius Latii), a las comunidades de la Galia
Cisalpina.
Con estas concesiones, que en la práctica significaban la aceptación de todos
los itálicos en el cuerpo ciudadano romano, el movimiento se desmoronó, aunque
todavía quedaron, en los dos frentes, focos desesperados de resistencia. El cónsul
Pompeyo Estrabón, en el año 89, consiguió lentamente recuperar el Piceno y,
finalmente, someter Asculum. Mientras tanto, Sila, en el sur, tras recuperar las
ciudades de la Campania que habían caído en manos rebeldes, se internó en territorio
samnita, acorralando al enemigo en sus dos últimas plazas fuertes, Nola y Aesernia.
La guerra social significó la igualación jurídica de todos los habitantes de Italia,
provistos de las mismas prerrogativas políticas. Sus comunidades, en
correspondencia, abandonaron sus sistemas ancestrales de organización para
adaptarse a los módulos administrativos romanos, como municipia de ciudadanos
romanos. Pero el estado romano, cuyo territorio incluía ahora todo el territorio
peninsular al sur del Po, mantuvo su viejo carácter de ciudad-estado.
Los problemas internos del estado romano, enfrentado a los aliados itálicos,
habían animado a Mitrídates VI, rey del Ponto, a extender por Asia Menor un
movimiento de resistencia antirromano para aumentar su influencia en la zona. El
desarrollo de los acontecimientos en Oriente exigía conducir una guerra en Asia, de la
que debía encargarse a uno de los cónsules del 88. Las elecciones consulares no
estuvieron libres de violencias y, en ellas, vencieron el optimate Quinto Pompeyo Rufo
y Lucio Cornelio Sila, a quien le corrrespondió en suerte la provincia de Asia y la
guerra contra Mitrídates.
En los comicios electorales se había destacado un tribuno de la plebe, Publio
Sulpicio Rufo, que trató de utilizar la magistratura, en la vieja línea de los Gracos, para
intentar lograr sus proyectos y para ello hubo de establecer alianzas con grupos
extrasenatoriales, que le ofrecieran, a cambio de concesiones interesadas, el apoyo
necesario para una acción efectiva. Las fuerzas a las que Sulpicio hubo de recurrir
estaban vinculadas a Mario, que deseaba la dirección de la guerra contra Mitrídates:
se trataba de grupos ecuestres y de comerciantes itálicos, con fuertes intereses
económicos en la provincia de Asia, así como veteranos del viejo general, que
deseaban servir de nuevo bajo su mando en una guerra que prometía sustanciosas
ganancias. Así, para sacar adelante sus propuestas de ley, Sulpicio hubo de incluir
otra, que transfería a Mario la dirección de la guerra contra Mitrídates.
La presentación de las propuestas dio lugar a disturbios callejeros, y los
propios cónsules intentaron suspender la asamblea con pretextos religiosos. Pero, tras
una violenta revuelta, las leyes fueron aprobadas. Sila abandonó Roma de inmediato
para ponerse al frente de su ejército, que asediaba Nola.
La reacción de Sila, ante el decreto popular que lo relevaba del mando,
constituye, sin duda, uno de los hitos decisivos en la historia de la República. Sacando
las consecuencias del proceso de profesionalización del ejército y de las relaciones de
clientela entre comandante y soldados, instó a las tropas a marchar contra Roma para
defender a su general y no dejarse arrebatar por otros soldados -los que, sin duda,
Mario reclutaría entre sus fieles- la gloria y riquezas que aguardaban en Asia. Y Roma
fue ocupada por el ejército de Sila.
Aunque dueño de Roma, Sila sólo tenía tiempo para asegurar su golpe de
mano con medidas de urgencia, ya que la grave situación en Asia exigía el inmediato
traslado de sus tropas a Oriente. Logró que el senado aboliera los proyectos legales
de Sulpicio y que el tribuno, con Mario y algunos de sus más destacados partidarios,
fuesen declarados enemigos públicos. Pero Sila no pudo impedir que, para el año 87,
fuese elegido cónsul, al lado del optimate Cneo Octavio, el demócrata Lucio Cornelio
Cinna, con claras simpatías hacia el grupo de Mario. Sila se limitó a exigir de los
cónsules, mediante solemne juramento, el respeto a las nuevas leyes y partió para
Asia.
Cinna no se consideró obligado a respetar el juramento, y la situación política
volvió al punto interrumpido por el golpe de estado. Su colega Octavio, apoyado por la
mayoría senatorial, expulsó a Cinna de Roma y le desposeyó de su magistratura. La
respuesta fue, de nuevo, militar. Ahora fue Cinna el que marchó contra Roma y su
entrada, al lado de Mario, estuvo acompañada de una sanguinaria revancha, en la que
cayeron destacados miembros de la nobilitas. Mario y Cinna se hicieron elegir
cónsules para el año 86, pero la muerte del viejo general demócrata, poco después,
dejó a Cinna como único beneficiario de una herencia política conquistada por la
fuerza.
Durante tres años (86-84), Cinna, investido ininterrumpidamente como cónsul,
intentó consolidar su posición con iniciativas económicas que contentaran a los grupos
heterogéneos a los que debía su poder. Pero Cinna también tenía que garantizarse,
con una política de conciliación, la colaboración del senado, que, aun débil e indeciso,
seguía controlando importantes resortes del aparato de estado. El precario edificio que
Cinna pretendía levantar, iba a desmoronarse, no obstante, ante la resuelta actitud de
Sila, decidido a derrocar el régimen, que, mientras tanto, resolvía la guerra en Oriente.
La dinastía que reinaba en el Ponto siempre había mantenido apetencias
expansionistas sobre Asia Menor. Desde que Mitrídates VI, hacia el 112, accedió al
trono del Ponto, su política exterior estuvo encaminada a engrandecer su reino hacia
el mar Negro, al norte, y hacia Anatolia, al oeste. Presentándose como libertador, el
rey del Ponto se hizo dueño de la provincia de Asia e instaló su cuartel general en
Éfeso. Allí dio la orden de eliminar a todos los itálicos residentes en la península, que
costó la vida, de creer a las fuentes, a 80.000 personas.
Dueño de Asia Menor, el siguiente objetivo era la ocupación de las islas del
Egeo, como paso previo a la Grecia continental. En Atenas, un demagogo, Aristión,
levantó a la población contra Roma y ofreció la ciudad a Mitrídates. Así, desde Atenas,
las fuerzas del Ponto extendieron su influencia a una parte de Grecia.
En estas circunstancias, Sila desembarcó en el Epiro y dedidió atacar
directamente Atenas, que logró ocupar en el 86. En una campaña muy dura, las
batallas de Queronea y Orcómenos de Beocia, en las que el ejército de Sila resultó
vencedor, decidieron la suerte de Grecia.
Mientras, el senado romano, a instancias de Cinna, decidió el envío de tropas,
al mando del cónsul Valerio Flaco, con el encargo oficial de combatir a Mitrídates, pero
también con el difícil cometido de intentar atraerse a las fuerzas de Sila e impedirle
que se beneficiara en exclusiva de la hipotética victoria. Se produjo, sin embargo, el
efecto contrario: las tropas de Valerio empezaron a pasarse a Sila, por lo que el cónsul
decidió abandonar Grecia, donde ya no quedaba ningún objetivo pendiente, e iniciar
operaciones contra Mitrídates en el Bósforo y Asia Menor. Pero un motín de las tropas
acabó con su vida y el mando pasó a su lugarteniente, Flavio Fimbria.
En una afortunada campaña contra las fuerzas de Mitrídates en Asia Menor,
Fimbria logró apoderarse de Pérgamo. Desde allí ofreció su colaboración a Sila, que
ignoró la oferta, decidido a conseguir una victoria en solitario. Y así, mientras Fimbria,
decepcionado, seguía combatiendo con éxito a Mitrídates, Sila aprovechó astutamente
los triunfos ajenos para forzar al rey del Ponto a una capitulación. El encuentro entre
Sila y Mitrídates tuvo lugar, en la primavera del 85, en Dárdanos: el vencido rey aceptó
retirarse de todos los territorios ocupados, devolver los prisioneros, entregar parte de
la flota y pagar una indemnización de guerra.
No le fue difícil a Sila convencer a los soldados de Fimbria de que desertaran y
se pasaran a sus filas. Fimbria, abandonado, hubo de suicidarse. En cuanto a la
reorganización de Asia, los dictados de Sila, enérgicos y duros, hicieron de la provincia
la verdadera perdedora del conflicto. Librada a la rapiña de los soldados y cargada con
pesados impuestos y contribuciones, ofreció a Sila los recursos necesarios para
garantizarse la fidelidad de un ejército enfervorizado, con el que, a comienzos del 83,
se dispuso a invadir Italia.
5. La dictadura de Sila
Bibliografía
BADIAN, E., “Tiberius Gracchus and the beginning of the Roman Revolution”, Aufstieg
und Niedergang der römischen Welt, I, 1, Berlín, 1971, 668-731
BADIAN, E., “Roman Politics and the Italians”, Dialoghi di Archaeologia, IV-V, 1971,
373-421
BADIAN, E., Lucius Sulla, the Deadly Reformer, Sydney, 1970
BERTHIER, A., La Numidie, Rome et le Maghreb, París, 1981
CARCOPINO, J., Des Gracques à Sylla, París, 1935
ID., Autour des Gracques, París, 1967
CHRIST, K., Krise und Untergang der römischen Republik, Darmstadt, 1979
DESIDERI, P., “Mitridate e Roma”, Storia di Roma, II, 1, Turín, 1990
GABBA, E., “Il tentativo dei Gracchi”, Storia di Roma, 2, 1, Turín, 1990
ID., Esercito e società nella tarda repubblica romana, Florencia, 1974
GRUEN, E., Roman Politics and the Criminal Courts, 149-78 B.C., Harvard, 1968
HANTOS, TH., Res Publica constituta. Die Verfassung des Dictators Sulla, Stuttgart,
1988
HARMAND, J., L’armée et le soldat à Rome de 107 à 50 avant notre ère, París, 1967
KEAVENEY, A., Sulla the last Republican, Londres, 1982
MEYER, H. D., “Die Organisation der Italiker im Bundesgenossenkrieg”, Historia, 7,
1958, 74 ss.
NICOLET, Cl., Les Gracques ou crise agraire et revolution à Rome, París, 1971
OOTEGHEM, J.V., Caius Marius, Namur, 1964
PERELLI, L., I populares dai Gracchi alla fine della Repubblica, Turín, 1981
RODRÍGUEZ NEILA, J. F., Los Gracos y el comienzo de las guerras civiles, Madrid,
1991
ROLDÁN, J.M., “Contraste político, finanzas públicas y medidas sociales: la lex
frumentaria de Cayo Graco”, Memorias de Historia Antigua, 4, 1980, 89 ss.
ID., “Un factor exterior en la acción política de Tiberio Graco: el legado de Atalo III”,
Zephyrus, 34-35, 1982, 23 ss.
ROSSI, R. F., Dai Gracchi a Silla, Bolonia, 1980
SAMBITO, V., La dittadura di Silla, Palermo, 1963 VALGIGLIO, E., Sila e la crisi
repubblicana, Florencia, 1956
VALGIGLIO, E., Sila e la crisi repubblicana, Florencia, 1956
WULFF, F., Romanos e itálicos en la Baja República. Estudios sobre sus relaciones
entre la Segunda Guerra Púnica y la Guerra Social, Bruselas, 1991
La agonía de la República
ISBN: 84-96359-30-1
José Manuel Roldán Hervás
La muerte del dictador Sila abre en Roma un período de treinta años, que
contempla la transformación del régimen republicano aristocrático en una autocracia
militar.
Sila había dejado al frente del estado una oligarquía, en gran parte, recreada
por su voluntad, a la que proporcionó los presupuestos constitucionales necesarios
para ejercer un poder, indiscutido y colectivo, a través del senado. Pero el senado
recreado por Sila había nacido ya debilitado: muchos miembros de las viejas familias
de la nobleza habían desaparecido en las purgas de los sucesivos golpes de estado;
buena parte de los que ahora se sentaban en sus escaños eran arribistas y mediocres
criaturas de Sila. Y este débil colectivo hubo de enfrentarse a los muchos ataques,
lanzados contra el sistema por elementos perjudicados o dejados de lado por el
dictador en su reforma. Desde el foro o desde los tribunales, se lanzaban críticas
contra un gobierno del que se dudaba su legitimidad, por representar sólo los intereses
de una estrecha oligarquía, de una camarilla restringida, la factio paucorum.
A estos ataques desde dentro, vinieron a sumarse graves problemas de política
exterior, precariamente resueltos durante la dictadura silana. El gobierno senatorial,
incapaz de hacer frente a estas múltiples amenazas, hubo de buscar una ayuda
efectiva, que sólo podía proporcionar quien estuviese en posesión del poder fáctico, es
decir, de la fuerza militar. Y así, se vio obligado a recurrir a los servicios de un joven
aristócrata, que disponía de estos medios de poder, Cneo Pompeyo.
Pompeyo era hijo de uno de los caudillos de la guerra social, Pompeyo
Estrabón, y había heredado la fortuna y las clientelas personales acumuladas por su
padre, que puso al servicio de Sila. Con un ejército privado participó en la guerra civil y
en la represión de los elementos antisilanos en Sicilia y África. Sila premió sus
servicios con el sobrenombre de "Magno" y el título de imperator. Su poder y autoridad
significaban una evidente contradicción con las disposiciones de Sila; sus ambiciones
políticas, una latente amenaza para el dominio del régimen que el dictador pretendía
instaurar.
La precipitada retirada de Sila estuvo seguida por un bronco desafío al sistema:
campesinos desposeídos, proscritos y víctimas de las confiscaciones nutrieron, de
inmediato, dos focos de resistencia, dirigidos, respectivamente, por Lépido, en Italia, y
Sertorio, en Hispania. Y el régimen silano, impotente para sofocarlos, hubo de solicitar
la ayuda de Pompeyo.
En el año 78, Etruria, una de las regiones más perjudicadas por las
confiscaciones de Sila, se rebeló. El senado dio órdenes a los cónsules de aplastar el
levantamiento, pero uno de ellos, Emilio Lépido, se unió a los sublevados. Las fuerzas
de Catulo, el otro cónsul, eran insuficientes para dominar la situación, por lo que se
decidió adscribirle, como lugarteniente, a Pompeyo, que en esos momentos era un
simple ciudadano privado, sin cualificación legal para dirigir tropas. Catulo y Pompeyo
derrotaron a Lépido, pero no pudieron impedir que una parte del ejército vencido, a las
órdenes de Marco Perpenna, huyera hacia Hispania para unirse a las fuerzas de otro
rebelde al régimen silano, Quinto Sertorio.
Quinto Sertorio, lugarteniente de Mario, tras un largo y accidentado peregrinaje,
logró, en el curso del año 80, con un pequeño ejército de exiliados romanos y con el
apoyo de contingentes lusitanos hacerse fuerte en Lusitania. Con contingentes
lusitanos, a los que entrenó en las tácticas de la guerrilla, formó un estimable ejército y
se abrió camino en el interior de la Meseta. La sublevación alcanzó tales proporciones
que Sila decidió enviar contra Sertorio a su colega de consulado, Metelo Pío, sin
resultados positivos. Muerto el dictador, la gravedad de la situación obligó a recurrir de
nuevo al joven Pompeyo, que fue enviado a Hispania con un imperium proconsular
para someter la sublevación.
Hasta la llegada de Pompeyo, en la primavera del año 76, Sertorio había tenido
tiempo de ordenar el extenso y heterogéneo territorio bajo su control -la mayor parte
de la Citerior, de la Lusitania al Ebro, con algunas plazas de la costa levantina-, con
medidas hábiles. Entre ellas, se contaban la creación de un antisenado con exiliados
romanos, el entrenamiento de los indígenas en tácticas romanas e, incluso, la
fundación de una escuela en Osca (Huesca) para la educación romana de los hijos de
la aristocracia indígena.
La conjunción de Pompeyo y Metelo permitió reconquistar la costa oriental y, a
partir del año 74, el asalto al núcleo de resistencia de Sertorio, la Celtiberia. Tras dos
años de lucha sin cuartel, una vasta conjura de sus más cercanos colaboradores,
dirigida por Perpenna, acabó con la vida de Sertorio en el año 72 Mientras Metelo
regresaba a Roma, Pompeyo permaneció aún unos meses en la península. Sometió
los últimos focos de resistencia y llevó a cabo una reorganización de la administración
del país, con medidas que extendieron su prestigio y poder personal.
Durante la ausencia de Pompeyo, el gobierno senatorial se había visto
enfrentado a un buen número de dificultades. A los continuos ataques a su autoridad
por parte de elementos populares, vino a sumarse, desde el año 74, la reanudación de
la guerra en Oriente contra Mitrídates del Ponto y, poco después, una nueva rebelión
de esclavos en Italia, de proporciones gigantescas.
En una escuela de gladiadores, en Capua, surgió, en el verano del 73, un
complot de fuga guiado por Espartaco, un esclavo de origen tracio. El cuerpo de
ejército, enviado para someter a los fugitivos, se dejó sorprender y derrotar, lo que
contribuyó a extender la fama de Espartaco. Al movimiento se sumaron otros
gladiadores y grupos de esclavos hasta constituir un verdadero ejército, que extendió
sus saqueos al interior de la Italia meridional.
El gobierno de Roma consideró necesario enviar contra Espartaco a los propios
cónsules. Espartaco logró vencerlos por separado y se dirigió hacia el norte para
ganar la salida de Italia a través de los Alpes. Sin embargo, por razones desconocidas,
la muchedumbre obligó a Espartaco a regresar de nuevo al sur. En Roma, las noticias
de estos movimientos empujaron al gobierno a tomar medidas extraordinarias: un
gigantesco ejército, compuesto de ocho legiones, fue puesto a las órdenes del pretor
Marco Licinio Craso, un miembro de la vieja aristocracia senatorial, partidario de Sila,
que se había hecho extraordinariamente rico con las proscripciones y que luego
aumentó su fortuna con distintos medios hasta convertirse en dueño de gigantescos
resortes de poder .
En la conducción de la guerra contra los esclavos, Craso prefirió no
arriesgarse: ordenó aislar a los rebeldes en el extremo sur de Italia, mediante la
construcción de un gigantesco foso, para vencerlos por hambre, lo que obligó a
Espartaco a aceptar el enfrentamiento campal con las fuerzas romanas. El ejército
servil fue vencido y el propio Espartaco murió en la batalla. Sólo un destacamento de
5.000 esclavos consiguió escapar hasta Etruria, a tiempo para que Pompeyo, que
regresaba de Hispania, pudiera participar en la masacre y robara a Craso el mérito
exclusivo de haber deshecho la rebelión.
La liquidación contemporánea de dos graves peligros para la estabilidad de la
res publica -las rebeliones de Sertorio y Espartaco- habían hecho de Pompeyo y Craso
los dos hombres más fuertes del momento. El odio que mutuamente se profesaban no
era obstáculo suficiente para anular una cooperación temporal para obtener juntos el
consulado, con el apoyo de reales y efectivos medios de poder, lo que efectivamente
consiguieron para el año 70. Desde él, se consumaría el proceso de transición del
régimen creado por Sila. Las reformas que introdujeron dieron nuevas dimensiones a
la actividad política en Roma. Una lex Licinia Pompeia restituyó las tradicionales
competencias del tribunado de la plebe. Pero estos tribunos ya no actuarían a
impulsos de iniciativas propias, en la tradición del siglo II, sino como meros agentes de
las grandes personalidades individuales de la época y, en concreto, de Pompeyo. Con
el concurso de estos agentes y como consecuencia de graves problemas reales de
política exterior, Pompeyo lograría aumentar, en los años siguientes, su influencia
sobre el estado.
Era uno de estos problemas la extensión de la piratería en el Mediterráneo. Los
piratas, desde sus bases en el sur de Asia Menor y en Creta hacían peligrar el normal
desarrollo de las actividades comerciales marítimas. Tras continuos y clamorosos
fracasos, la opinión pública, a finales de los años 70, estaba especialmente
sensibilizada ante el problema de la piratería y clamaba por su definitiva solución. Pero
esta solución pasaba por la creación de un comando extraordinario sobre importantes
fuerzas, en manos de un general experimentado. Un agente de Pompeyo, el tribuno de
la plebe Aulo Gabinio, presentó, en enero del 67, una propuesta de ley (lex Gabinia),
que establecía la elección de un consular -evidentemente, Pompeyo-, dotado de
gigantescos medios, para la lucha contra la piratería. El senado se opuso lógicamente
a la propuesta, pero la ley fue aprobada. La campaña, que apenas duró tres meses,
fue un éxito. Esta fulminante acción era la mejor propaganda para nuevas
responsabilidades militares, que sus partidarios en Roma ya preparaban para él para
conducir la lucha contra el viejo enemigo de Roma, Mitrídates del Ponto.
La precaria paz firmada por SIla con Mitrídates era apenas una tregua, que el
rey del Ponto decidió olvidar de inmediato. Con el apoyo de su yerno, Tigranes de
Armenia, creó en Asia Menor un complejo de poder, que sólo esperaba el momento
favorable para una nueva ofensiva. Cuando murió el rey de Bitinia, Nicomedes IV, y
los romanos, siguiendo los expresos deseos del monarca, convirtieron el reino en
provincia. Mitrídates se apresuró a invadir Bitinia, y el senado se vio obligado a
reanudar la guerra.
En las operaciones de esta tercera guerra mitridática (74-64), el gobernador de
Asia, Lúculo, logró no sólo reconquistar Bitinia, sino invadir el Ponto, lo que obligó a
Mitrídates a buscar refugio en Armenia, junto a su yerno Tigranes (72). En el año 69,
Lúculo invadió el reino de Tigranes y se apoderó de la nueva capital de Armenia,
Tigranocerta. Pero cuando intentó proseguir su avance hasta el corazón del reino, sus
soldados se negaron a seguirle (68). Ante la impotencia de Lúculo, Mitrídates y
Tigranes reagruparon sus fuerzas y lograron recuperar sus posesiones.
Los agentes de Pompeyo aprovecharon la magnífica ocasión que ofrecía este
fracaso. Un tribuno de la plebe, Cayo Manilio, presentó, en enero del 66, una ley por la
que se encargaba a Pompeyo la conducción de la guerra contra Mitrídates, con una
concentración de poderes insólita y al margen de la constitución. Aunque la facción
más recalcitrante del senado se opuso con todas sus fuerzas, la ley fue finalmente
aprobada.
En la conducción de la guerra, Pompeyo logró aislar al enemigo de cualquier
ayuda exterior y logró convencer al rey de Partia, Fraartes III, de que invadiera
Armenia por la retaguardia, mientras él atacaba a Mitrídates. Vencido, el rey del Ponto
se retiró a sus posesiones del sur de Rusia, pero una revuelta de su propio hijo,
Farnaces, le obligó a quitarse la vida (63). Vencido Mitrídates, Pompeyo invadió
Armenia. El rey Tigranes se rindió al general romano, que convirtió Armenia en estado
vasallo frente al reino de los partos. A continuación, Pompeyo creyó conveniente
anexionar los últimos jirones del imperio seléucida, entre el Mediterráneo y el Éufrates,
convirtiéndolos en la provincia romana de Siria (64).
La frontera meridional de la nueva provincia obligó a Pompeyo a prestar
atención al estado judío, entre el desierto sirio y el mar. En Palestina tenía lugar una
guerra fratricida entre los dos príncipes de la dinastía asmonea, Hircano y Aristóbulo.
Ambos pretendientes intentaron atraerse a Pompeyo, que se decidió por el menos
peligroso, Hircano. Pero los partidarios de Aristóbulo se hicieron fuertes en Jerusalén,
y Pompeyo hubo de asaltar la ciudadela, donde se hallaba el Gran Templo, que fue
profanado con la presencia romana. Palestina fue convertida en estado tributario de
Roma, bajo el gobierno del sumo sacerdote, Hircano (63).
Se abría ahora ante Pompeyo la ingente obra de reorganización de los
territorios conquistados, que fue completada con una revitalización de la vida municipal
en las provincias romanas y con la creación de más de tres docenas de nuevos
centros urbanos en Anatolia y Siria.
Concluida la guerra y asentado el dominio romano en Oriente sobre nuevas
bases, Pompeyo, con un ejército fiel y con las numerosas clientelas adquiridas, se
disponía a regresar a Roma como el hombre más poderoso del imperio.
Mientras, en Roma acababa de abortarse, gracias al cónsul Cicerón, un
descabellado golpe de estado dirigido por un intrigante silano, Catilina. El senado,
creyéndose fuerte después de haber conjurado el peligro con sus solas fuerzas, se
atrevió a negar a Pompeyo, que acababa de regresar a Italia, la ratificación de sus
medidas en Oriente y la concesión de tierras cultivables a sus veteranos.
Pompeyo nunca pensó en enfrentarse o cambiar un régimen en el que
pretendía integrarse como primera figura. Su idea dominante era ejercer un
"patronato" sobre el estado, gracias a sus méritos militares, y ser reconocido, en el
seno del gobierno senatorial, como princeps, es decir, como el primero y más
prestigioso de sus miembros. En consecuencia, decidió reintegrarse al juego político, a
través de una cooperación con la nobilitas, para conseguir sus dos inmediatas
aspiraciones: la ratificación de las medidas políticas tomadas en Oriente y la
asignación de tierras cultivables para sus veteranos. Pero, fuera de honores vacíos -la
celebración de un fastuoso triunfo por su victoria sobre Mitrídates-, no logró arrancar
del senado, a lo largo de su primer año de reintegración a la vida civil, determinaciones
concretas sobre los estos acuciantes problemas.
La resuelta actitud del senado y, en concreto, de la factio dirigida por un
intransigente optimate, M. Porcio Catón, no le dejaban otra alternativa que el retorno a
la vía popular, intentando conseguir, a través de la manipulación del pueblo y de las
asambleas, lo que el senado le negaba. Desgraciadamente para Pompeyo, los
populares activos en Roma se agrupaban en las filas de su enemigo Craso. Para
superar este callejón sin salida, Pompeyo iba a contar con la valiosa ayuda de César.
C. Julio César, aristócrata de una rancia familia patricia, pero ligado por lazos
familiares a Mario, vio abortada su carrera política por el golpe de estado de Sila. La
oligarquía silana, lógicamente, tampoco le abrió las puertas, y César se convirtió en un
ferviente partidario de los ataques contra el régimen silano. En los años 60, el joven
político se esforzó por ganar popularidad, cultivando precisamente el recuerdo de
Mario, pero sin descuidar las relaciones, tanto con poderosos aristócratas, como con
las personalidades políticas del momento, esto es, con Pompeyo y Craso, entre los
que supo moverse con astuta prudencia. Así pudo iniciar la carrera de los honores,
que le llevó, tras el cumplimiento de las magistraturas edilicia y pretoria, al gobierno,
en el año 61, de la Hispania Ulterior, donde tras una victoriosa campaña contra los
lusitanos, las tropas le aclamaron como imperator, lo que le daba derecho a los
honores del triunfo. A mediados del año 60, Julio César regresaba a Roma para
presentarse a las elecciones consulares, pero su trayectoria política, inequívocamente
popular y de abierta oposición al senado, le hacían esperar una feroz resistencia de
los optimates a su candidatura.
También Craso, por su parte, había fracasado en los proyectos que había
emprendido para crearse una base de poder, como el de la concesión de la
ciudadanía romana a los habitantes de la Transpadana o el intento de ser nombrado
magistrado extraordinario para transformar el reino de Egipto en provincia.
Por diferentes motivos, pues, tres políticos veían en peligro sus respectivas
ambiciones por la actitud del senado. Dos de ellos, Pompeyo y Craso estaban
enemistados; entre ambos, César, debía cumplir el papel de mediador. El acuerdo
efectivamente se logró, dando vida al llamado "primer triunvirato". En sí, el "triunvirato"
no era otra cosa que una alianza, una amicitia entre tres personajes privados, común
en la praxis política tradicional romana. Los tres aliados eran desiguales en cuanto a
los medios que podían invertir en la coalición: Pompeyo contaba con el apoyo de sus
veteranos; Craso, con su influencia en círculos senatoriales y, sobre todo, ecuestres,
pero, sobre todo, con el potencial de su fortuna; César, aunque con menos seguidores,
podía utilizar el poder que le otorgaría la magistratura consular. El pacto era
estrictamente político y con fines inmediatos: César, como cónsul, debía conseguir la
aprobación de las exigencias de Pompeyo y procurar facilidades financieras a Craso y
los publicani que lo apoyaban. Para conseguirlos, era necesario que César alcanzase
la magistratura consular del 59. Y así ocurrió, aunque recibió como colega a un
recalcitrante optimate, Marco Calpurnio Bíbulo.
En primer lugar, era necesario atender a los compromisos de la alianza con
Pompeyo y Craso. Una primera lex agraria procedió a distribuciones de tierras de
cultivo en Italia para los veteranos de Pompeyo. Como César no podía esperar de la
alta cámara un dictamen favorable para el proyecto, decidió presentarlo directamente
ante la asamblea popular, manipulada y mediatizada por el peso de los veteranos, y la
ley fue aprobada. En adelante, el cónsul llevó ante los comicios los restantes
proyectos, incluso cuestiones de política exterior y de administración financiera,
competencias tradicionales del senado. De este modo, se obtuvo tanto la ratificación
de las disposiciones tomadas por Pompeyo en Oriente como beneficios para los
arrendadores de contratas públicas, ligados al círculo de Craso.
Contentados sus compañeros, César consideró llegado el momento de atender
a su propia promoción. En primer lugar, trató de fortalecer sus lazos con Pompeyo con
una alianza matrimonial, al ofrecerle como esposa a su hija Julia. A continuación,
presentó un segundo proyecto de ley agraria, destinado a aumentar su popularidad
entre las masas ciudadanas: en él, se contemplaba la distribución del ager Campanus,
las tierras más fértiles de Italia, entre 20.000 ciudadanos con más de tres hijos.
Finalmente, dio el paso decisivo para procurarse en los años siguientes una
posición real de poder y una fuerte clientela militar. Por medio del tribuno Vatinio, logró
de la asamblea que se le encargase el gobierno de la Galia Cisalpina y del Ilírico -las
costas occidentales del Adriático- durante cuatro años, con un ejército de tres
legiones. A estas provincias, César añadiría la Galia Narbonense, con una legión más.
Las tribus galas habían iniciado movimientos al norte de su frontera y César exageró
cuanto pudo el peligro que corría la provincia. El propio senado autorizó esta
asignación.
Finalizado el año de consulado, César dirigió su ejército hacia la Galia, donde
se desarrollaría el siguiente capítulo de su camino hacia la concentración del poder.
2. La conquista de la Galia
3. La guerra civil
Bibliografía
2. Augusto y el Imperio
Tiberio (14-37)
Tiberio Claudio Nerón, hijo de la segunda esposa de Augusto, Livia, y adoptado
por el princeps, era, sin duda, uno de los hombres más capacitados de la vieja
aristocracia romana: sus dotes de estadista y militar habían sido probadas durante el
reinado de Augusto. Pero su carácter, silencioso y huraño por naturaleza, y sus
amargas experiencias y frustraciones -el obligado divorcio de su primera mujer, su
desafortunado matrimonio con Julia, el exilio de Rodas, la conciencia de haber sido
elegido como último recurso- hacían del nuevo príncipe, de 57 años de edad, un
hombre prematuramente viejo, amargado y desilusionado, incapaz de atraer la
simpatía y comprensión de su entorno.
Republicano por convicción, Tiberio aspiraba a un poder descargado del
carácter excepcional que había tenido con Augusto y aceptó, entre dudas y
vacilaciones, el Principado con el tono de un aristócrata que asume una magistratura
extraordinaria en el contexto de la constitución republicana. Preocupado, sobre todo,
por la definición jurídica de su poder, no aceptó ni títulos excepcionales, como el de
pater patriae, ni honores divinos. Más aún, renunció al título de Imperator y prefirió ser
llamado princeps, para subrayar los aspectos civiles de su poder y su intención de
gobernar con la estrecha colaboración del senado.
La filosofía política de Tiberio, empeñada en un programa de colaboración con
el senado, se vio enfrentada a la realidad monárquica del estado, apoyada
necesariamente en el ejército. Por otra parte, el senado había perdido su capacidad de
iniciativa, convertido en un estamento egoísta, preocupado sólo por preservar su
posición, sin riesgos ni aventuras. Los deseos de colaboración del príncipe hubieron
de convertirse en órdenes, y las órdenes generaron rencores e incomprensión por
parte de los miembros del estamento, nacidos de su propia frustración e incapacidad.
El principado de Tiberio representa el desarrollo y consolidación de las
instituciones creadas por Augusto, especialmente en la estructura burocrática, el
sistema financiero y la organización provincial. Sin duda, el problema más crucial era
el financiero, por los enormes gastos que exigía el pago de las fuerzas armadas. Ello
obligó a Tiberio a emprender una política de ahorro, que, al repercutir sobre la plebe
urbana, le atrajo la impopularidad y el odio en Roma.
Esta impopularidad se vio agravada por una serie de fatales acontecimientos,
en el estrecho círculo del entorno imperial, que contribuyeron todavía más a la
transmisión de la imagen de un Tiberio hipócrita, sanguinario y pérfido. Tiberio había
adoptado a su sobrino Germánico, hijo de su hermano Druso. Al frente del ejército
estacionado en el Rin, emprendió dos campañas, entre el 14 y el 16, para intentar el
sometimiento de toda la Germania hasta el Elba. Pero los modestos éxitos militares no
parecían justificar los riesgos de esta conquista, y Tiberio hizo regresar a su sobrino a
Roma con el pretexto de confiarle una misión diplomática en Oriente. Allí Germánico,
en el desempeño de su misión, entró en conflicto con el gobernador de Siria, Cneo
Calpurnio Pisón. Poco después, moría y Pisón fue acusado de haberle envenenado. El
gobernador fue condenado, pero la orgullosa viuda de Germánico, Agripina, hija de
Agripa y Julia, acusó del complot también a Tiberio y concentró en torno a su persona
un partido de oposición contra el príncipe.
En este contexto, iba a intervenir un personaje, que la tradición considera como
una de las figuras más siniestras de la historia romana, el prefecto del pretorio, Lucio
Elio Seyano. Seyano concentró en un acuartelamiento dentro de Roma -los castra
praetoria- a las nueve cohortes pretorianas y, con ello, convirtió el cargo en uno de los
factores de poder más decisivos e imprevisibles del Principado. Gracias a la confianza
con que le honraba Tiberio, puso este poder, ilimitado e irresponsable, al servicio de
su propio interés, con la meta final de conseguir el trono. El ambicioso prefecto trató de
profundizar al máximo el abismo entre el emperador y Agripina y sus hijos, con el
círculo que los apoyaban. Tiberio, misántropo y amargado, decidió abandonar Roma y
retirarse a la isla de Capri, donde, si bien continuó cumpliendo sus deberes de
gobierno, acabó por perder su escasa popularidad. El retiro voluntario significó un
mayor alejamiento entre el senado y el emperador, mientras su favorito desplegaba sin
limitaciones su influencia sobre la capital. Seyano logró comprometer con documentos
a Agripina y a Nerón, su hijo mayor, hasta lograr que fueran enviados al exilio, donde
murieron; también Druso, el hijo menor, acusado de complot, fue retenido prisionero
en el palacio imperial.
Pero la excesiva prisa de Seyano en su camino hacia el poder terminó por
despertar las sospechas de Tiberio. En el año 31, puesto en guardia por Antonia la
Menor, la madre de Germánico, preparó a su antiguo favorito una trampa fatal: tras
nombrar a Sertorio Macrón nuevo prefecto del pretorio, lo envió a Roma con un
despacho, dirigido al senado, en el que denunciaba los manejos de Seyano. La alta
cámara reaccionó de inmediato con el encarcelamiento y posterior muerte del odiado
prefecto. La persecución de los partidarios de Seyano fue despiadada y desató una ola
de terror, en la que pereció el propio Druso, hecho morir de hambre en el palacio,
donde se encontraba prisionero. La anterior desaparición de Nerón, dejaba como
únicos miembros de la familia imperial, susceptibles de acceder al trono, al tercer hijo
de Agripina, Cayo, y al nieto de Tiberio, Gemelo.
Tiberio aún encontró fuerzas suficientes para continuar dirigiendo el Imperio
con mano firme desde su retiro, hasta su muerte en el año 37. Aunque no designaba
sucesor, instituía a Cayo y Gemelo como herederos a partes iguales de su fortuna
privada.
Al margen del trágico destino del emperador, su obra de gobierno permaneció
fiel a los principios de Augusto, y sus decisiones, conservadoras y prudentes, fueron
beneficiosas para la estabilidad y desarrollo del Imperio como sistema político-social,
en el marco de las estructuras romanas.
En la frontera (limes) septentrional del Imperio, tras las expediciones de
Germánico en el interior de Germania, Tiberio decidió interrumpir las acciones militares
y prefirió utilizar los recursos de la diplomacia. Sólo en el Bajo Danubio, en el reino
cliente de Tracia, hubo que reprimir la sublevación, en los años 21 y 26, de las tribus
indígenas. También en el largo confín oriental Tiberio trató de resolver a través de la
diplomacia la relación con los partos: el problema más grave seguía siendo el reino de
Armenia, donde, tras varias vicisitudes, fue entronizado un candidato de los romanos.
Así, con un gobierno firme y una honesta administración, Tiberio logró conservar
intacta la obra del fundador del Imperio y aseguró la continuidad de gobierno en el
ámbito provincial, al margen de las luchas por la conquista del Principado en el centro
de poder, Roma.
Calígula (37-41)
La indecisión de Tiberio en la elección de sucesor fue muy pronto resuelta en
favor del último hijo de Germánico, Cayo, conocido como Calígula, sobrenombre que
los soldados de su padre cariñosamente le daban, cuando, siendo niño, paseaba por
los campamentos con sus pequeñas botas reglamentarias de militar (caligae). A su
subida al trono, Cayo expresó su intención de colaborar con el senado, se preocupó
de acumular honores y privilegios en los miembros de su familia, distribuyó donativos
entre las fuerzas del ejército y la plebe, reclamó a los exiliados políticos y adoptó a
Gemelo, el nieto de Tiberio.
Pero estos comienzos moderados iban a dar muy pronto paso a un despotismo
de corte oriental, arbitrario y cruel, que la tradición achaca a una enfermedad mental,
sufrida por Cayo el mismo año de su subida al poder: tras desembarazarse de
Gemelo, el absolutismo del príncipe se volvió contra el senado, cuyos miembros,
obligados a abyectas bajezas, sufrieron el terror de los procesos de majestad.
Empujados al suicidio o sumariamente ajusticiados, las fortunas de las víctimas
senatoriales sirvieron a Calígula para emprender una política de dilapidación,
extravagante y caprichosa: espectáculos, fiestas, donativos y construcciones inútiles
rompieron el equilibrio financiero y agotaron los recursos del estado, tan
pacientemente ahorrados por Tiberio.
La profunda diferencia entre Cayo y Tiberio, manifestada en las relaciones con
el senado y en la política económica, se mostró también en materia religiosa. La
política religiosa de Tiberio fue tradicionalista y prudente y mantuvo en cauces de
moderación el culto imperial y las manifestaciones de lealtad de los provinciales. Cayo,
en cambio, procuró implantar un culto imperial, no sólo limitado a la apoteosis del
soberano difunto, sino tendente a la divinización del príncipe reinante. Esta
autodeificación se conecta con la intención de Cayo de convertir el Principado en una
monarquía absoluta, al estilo oriental o helenístico, sobre la base de un poder real -
ejército y guardia pretoriana- y la ruptura con las formas republicanas.
Las ofensas y humillaciones a la clase senatorial, el gratuito desprecio hacia
sus más cercanos colaboradores, las dementes medidas de política fiscal, con la
creación de nuevas tasas e impuestos, fueron el caldo de cultivo de conspiraciones
contra su persona. A una primera conjura de senadores y miembros de la propia
familia imperial, en el 39, ahogada en un río de sangre, siguió, en el año 41, una vasta
conspiración, que, con la participación de senadores, caballeros, colaboradores
íntimos y el propio prefecto del pretorio, logró finalmente su propósito: Calígula fue
asesinado.
Claudio (41-54)
La muerte de Cayo no podía significar ya la restauración de la República. Las
dudas del senado en la elección de un sucesor quedaron resueltas por la guardia
pretoriana con la aclamación como imperator de Claudio, el hermano de Germánico.
Claudio, tío de Calígula, tenía 52 años cuando aceptó la designación de la
guardia, a la que el senado se plegó finalmente. Su físico, poco agraciado, había
suscitado en su familia el desprecio y el olvido. Tolerado como inválido e imbécil y
excluido de los asuntos públicos, había vivido en el palacio imperial dedicado al
estudio, hasta convertirse en uno de los hombres más eruditos de su tiempo. Pero su
falta de experiencia en la administración no significaba que el nuevo príncipe
desconociera los deberes de un hombre de estado, que asumió con honradez y
sentido de la responsabilidad.
Augusto y Tiberio trataron de esconder la esencia monárquica del poder con la
apariencia de un principado civil bajo formas republicanas. Claudio, en cambio, en la
dinámica lógica del Principado, acentuaría la imagen del príncipe como cabeza del
ejército y de la administración y como supremo protector del Imperio. Así, dentro del
respeto legal y formal a la tradición, Claudio haría un uso más abierto del poder
monárquico y, por consiguiente, debía chocar necesariamente con la vieja aristocracia
senatorial.
El príncipe, conservador e innovador al mismo tiempo, desplegó durante su
gobierno una actividad múltiple en los distintos ámbitos de gobierno y administración.
Entre sus principales innovaciones está la creación de una administración estatal,
independiente de la autoridad tradicional del senado, en manos de una burocracia
centralizada, con departamentos especializados. Una secretaría general, ab epistulis,
clasificaba la correspondencia oficial, que era enviada a las secciones
correspondientes: a rationibus, encargada de las finanzas; a libellis, que se ocupaba
de todas las peticiones dirigidas al príncipe; a cognitionibus, para preparar la
correspondencia referida a casos jurídicos, directamente remitidos al emperador, y a
studiis, responsable de los proyectos administrativos. Estas oficinas fueron puestas
bajo el control de libertos de la casa imperial, como Narciso y Palante, de origen griego
y oriental, fieles a Claudio y competentes, pero también ambiciosos e intrigantes.
Importancia fundamental tuvo, sobre todo, la centralización del poder
financiero. El emperador cumplió el paso decisivo para la organización de la tesorería
imperial, el fiscus Caesaris, independiente de su patrimonio particular, controlado por
un procurator a patrimonio, cuyos fondos, sin embargo, se mezclarían cada vez con
más frecuencia. Pero también aumentó su intervención en el tesoro dirigido por el
senado, el aerarium Saturni, con el nombramiento de dos cuestores encargados de su
custodia. Esta centralización administrativa exigió el aumento de funcionarios
imperiales, los procuratores, extraídos del orden ecuestre. Así se propició el lento
surgimiento de una nueva nobleza, al margen de la aristocracia senatorial, destinada a
llevar sobre sus hombros el peso de la administración imperial.
También intervino Claudio activamente en la administración de la justicia, que
le gustaba impartir personalmente, al margen del procedimiento ordinario de los
jueces. Los procuratores fueron dotados de poder jurisdiccional, que, aun limitado a
los casos financieros, recortaban un campo tradicional de competencia del senado. En
todo caso, el interés personal del emperador por la jurisdicción promovió una mejor
organización de los tribunales y un considerable cuerpo de legislación, parte integrante
del derecho romano.
La política provincial de Claudio, aunque inspirada en los principios de
prudencia trazados por Augusto, hubo de atender a reparar los errores cometidos
durante el reinado de Calígula. En general, Claudio manifestó su voluntad de
incorporar al ámbito provincial y, por consiguiente, al dominio directo de Roma,
algunos de los viejos estados clientes, como el reino de Mauretania -transformado en
dos provincias, la Tingitana y la Cesariensis-, Licia, Tracia y Judea. Pero, sin duda, el
acontecimiento de política exterior más conocido fue la conquista de Britania. Claudio
personalmente se hizo cargo de la dirección de las operaciones. El territorio
conquistado, extendido a la mitad sur de la isla, fue convertido en provincia, protegida
con un sistema permanente de fortificaciones.
El interés de Claudio por la cohesión del Imperio y por el desarrollo dinámico de
las fuerzas provinciales se manifestó, sobre todo, en la generosa y original actitud del
emperador en materia de derecho de ciudadanía. El emperador fomentó la
romanización no sólo con concesiones individuales de ciudadanía, sino, sobre todo,
con el otorgamiento del estatuto municipal a centros provinciales con una larga
tradición urbana, que extendieron el derecho de ciudadanía pleno o su escalón previo,
el ius Latii, a buen número de ciudades del Imperio. Paralelamente, llevó a cabo
numerosos asentamientos coloniales de veteranos, sobre todo, en Italia, las Galias y
las provincias renanas y danubianas. Uno de ellos, la Colonia Ara Claudia, la actual
Colonia, todavía conserva en su nombre este origen.
El fin del reinado de Claudio estuvo ensombrecido por las intrigas en su íntimo
entorno. Claudio, tras dos primeros matrimonios, volvió a casarse, sucesivamente, con
Valeria Mesalina y Agripina. Mesalina, licenciosa y cruel, sacrificó a un buen número
de víctimas de la clase senatorial y ecuestre para conseguir la satisfacción de sus
deseos y ambiciones. Pero sus crímenes e infidelidades fueron creando alrededor de
ella una oposición, que, finalmente, logró arrancar del emperador su condena a
muerte. La desaparición de la emperatriz dejaba el camino libre a Agripina la Menor,
hermana de Calígula y, por consiguiente, sobrina de Claudio. El libertinaje y la avidez
de Mesalina fueron sustituidos por la ilimitada ambición de Agripina, concentrada en
lograr el trono imperial para su hijo Nerón, nacido de un anterior matrimonio con un
noble de la vieja aristocracia, Cneo Domicio Ahenobarbo.
La nueva emperatriz utilizó a su servicio la máquina del terrorismo judicial para
eliminar a sus rivales o aumentar sus medios de poder, con el expediente de los
procesos de lesa majestad. Claudio tenía un hijo, Británico, de su matrimonio con
Mesalina, pero Agripina logró que el emperador adoptase a Nerón y lo reconociera
como tutor del más joven Británico. Preocupada porque la sucesión se le escapase,
Agripina forzó la situación y, de acuerdo con el prefecto del pretorio, Afranio Burro,
envenenó a Claudio y precipitó la proclamación de su hijo como nuevo princeps por los
propios pretorianos. Al año siguiente era eliminado Británico.
El destino personal de Claudio y las intrigas de corte contarían más, en la
imagen negativa que la tradición nos ha trasmitido sobre el emperador, que los largos
años de atención devota por los problemas del Imperio. Claudio hizo un honesto
esfuerzo por desarrollar los principios implícitos en el régimen de Augusto, que
obligaban a una mayor centralización del poder en manos del princeps y a un paralelo
debilitamiento de las tareas de la tradicional clase gobernante. Con ello, se granjeó el
rencor de la vieja aristocracia senatorial y destruyó en buena medida el delicado
balance del Principado, abriendo el camino a nuevas e inciertas experiencias de
gobierno.
Nerón (54-68)
Nerón tenía diecisiete años cuando fue aclamado imperator por los pretorianos
-que recibieron un donativo de 15.000 sestercios por cabeza- y reconocido, a
continuación, por el senado. Había recibido una educación de príncipe en el palacio
imperial, dirigida por Agripina, con la colaboración de preceptores escogidos, que le
inculcaron los principios de la cultura helenística y el ejercicio de las artes liberales.
Pero la educación política del joven Nerón estuvo, sobre todo, en las manos de dos
protegidos de la emperatriz, el filósofo, de origen hispano, Séneca, y el prefecto del
pretorio, Afranio Burro. Tanto Séneca como Burro eran defensores del despotismo
como condición indispensable de una firme administración del Imperio, aunque dentro
del respeto a la legalidad, que asegurase a la aristocracia senatorial la salvaguardia, al
menos, de su condición social, sus privilegios formales y sus fuentes financieras.
Ambos se aliaron para asumir de común acuerdo las tareas de gobierno, una vez que
Nerón fue elevado al trono.
Y efectivamente, bajo la influencia de Séneca y Burro, Nerón inauguró su
reinado con una escrupulosa observancia formal de la tradición. Así se acuñó en la
tradición la etiqueta del quinquennium aureum, cinco años dorados de moderación,
frente a la espiral de locura y violencia que marca los restantes años del reinado,
cuando, muerto Burro y alejado Séneca, Nerón despliega todos los rasgos negativos
del tirano. Pero el reinado de Nerón no es tanto la contraposición entre dos etapas de
gobierno -unos comienzos dorados y su posterior degeneración-, como la progresiva
emancipación de un joven soberano, educado en los principios del despotismo, que
desarrollará finalmente en una descabellada acción personal.
El programa político de Séneca y Burro tendía a afirmar el absolutismo
monárquico en un difícil compromiso con las aspiraciones senatoriales y en abierta
contraposición con el ideario de la madre del emperador, Agripina, y de sus
partidarios, deseosos de conservar la orientación de gobierno dada por Claudio, con la
pretensión de lograr un real ejercicio del poder. El violento choque de los dos partidos
terminó pronto con la pérdida de influencia política de la emperatriz, que dejó de contar
con una significación real en la gestión de los asuntos públicos y, finalmente, fue
alejada de palacio. Pero el absolutismo monárquico que entrañaba este programa
tenía que obrar necesariamente en detrimento de la autoridad del senado. Y así, en la
práctica, la dirección del gobierno quedó firmemente en manos del emperador y de sus
consejeros.
A finales del año 57, el inestable equilibrio entre el programa de despotismo y
la salvaguardia de los privilegios senatoriales sufriría el primer choque con un oscuro
proyecto de reforma fiscal, que significó la primera fricción seria con el estamento
senatorial. Era lógico que se formase una facción ideológica y política antineroniana,
que echaba por tierra las esperanzas del régimen en un senado dócil, convertido casi
en un cuerpo de funcionarios. Esta actitud debilitó paralelamente la posición de los
consejeros del emperador, partidarios del entendimiento con el senado, y permitió la
entrada en escena de un nuevo personaje, que iba a ejercer una fuerte influencia
sobre Nerón: Popea Sabina. Convertida en amante del príncipe, Popea, ambiciosa y
exclusivista, convenció a Nerón para que se desembarazarse de los obstáculos que le
impedían el despliegue de sus cualidades personales. Y Agripina, enemiga de la
nueva competidora, era el primero de ellos: Nerón planeó, así, la muerte de su madre,
que fue consumada entre detalles siniestros.
La muerte de Agripina rompió un difícil equilibrio de influencias, que actuaban
de contrapeso a la cada vez más decidida voluntad de Nerón de imponer un gobierno
personal de carácter despótico. Y, aunque Séneca y Bruto siguieron conservando su
influencia, Nerón comenzó a desarrollar personalmente un programa "cultural", con la
clara voluntad de transformar no sólo las bases de gobierno, sino la propia sociedad
romana.
Nerón quiso fundamentar su monarquía en bases teocráticas de inspiración
helenística, pero al mismo tiempo trató de imponer una estética, también de raíces
griegas, opuesta al clasicismo tradicional, restaurado por Augusto. En esta mezcla de
programa político y cultural, conocida como "neronismo", el emperador debía
representar el ideal que trataba de imponerse al mundo, y convertirse en el héroe
inimitable, al que habían tendido como modelo los monarcas helenísticos.
El programa chocaba con dos obstáculos insalvables: su abierta contradicción
con la tradición romana y la forma de imposición despótica con que pretendió
desarrollarse. Por ello, la historiografía antigua, influida por los círculos senatoriales,
ha reducido injustamente todo el complejo al insensato capricho de un príncipe vicioso
y exhibicionista, cruel y lascivo, deseoso de mostrar en público sus dudosas
cualidades de actor, poeta y auriga.
Sin embargo, la plebe aceptó con entusiasmo la nueva política cultural, y una
gran parte de la clase ecuestre la apoyó. Sólo, en el ambiente senatorial, surgió un
grupo decididamente adversario de esta política, que Nerón trató de contrarrestar con
el reforzamiento del entorno intelectual, sostenedor del programa: un círculo literario-
filosófico, concebido como grupo ideológico y político, que debía apoyar al emperador
a precipitar la reforma del estado romano en una monarquía greco-oriental.
Estas tendencias sólo podían ir en detrimento de la influencia de los viejos
consejeros, como Séneca, y de la importancia de los senadores tradicionales. El
fortalecimiento del nuevo grupo político e ideológico de Nerón tendrían pronto
repercusiones para la nobleza tradicional. En el 62, se renovaron los procesos de lesa
majestad, y, bajo la instigación del siniestro prefecto del pretorio Tigelino, comenzó
una represión sistemática contra la aristocracia senatorial.
Nerón, frente a una nobleza, herida en su dignidad, hostil y aterrorizada, buscó
todavía más el reconocimiento popular con generosas donaciones, nuevos
espectáculos y costosas construcciones. En el verano del año 64, estalló en Roma un
incendio, probablemente fortuito, que causó numerosas víctimas y destruyó un tercio
de la ciudad. Nerón procedió a su rápida reconstrucción, con un plan urbanístico,
moderno y grandioso, para hacer de Roma una ciudad más bella y más segura. Los
cuantiosos gastos de este proyecto extendieron la hostilidad hacia el emperador, que
fue acusado de haber provocado el incendio. Nerón, sensible a la opinión popular, se
vio en la necesidad de buscar un chivo expiatorio y lo encontró en los cristianos, que,
como grupo religioso, distinguido ya claramente de los judíos, era odiado por sus
prácticas secretas y mal interpretadas. Un buen número de cristianos, acusados de
incendiarios, fueron llevados a juicio y condenados a morir crucificados o devorados
por las fieras en los juegos de circo. La persecución, que estuvo limitada a Roma,
perdió pronto su vigor, pero la tradición cristiana consideraría desde entonces a Nerón
como uno de sus peores enemigos, imagen y encarnación del Anticristo.
Los enormes gastos que generaba la conducción del programa cultural y
populista de Nerón, incrementados por las dificultades de política exterior, generaron
un creciente malestar, que extendido a grupos heterogéneos en el propio entorno del
emperador, se materializó, el año 65, en una conspiración de palacio, con el objetivo
de asesinar a Nerón y sustituirlo por el noble Cayo Calpurnio Pisón, miembro de una
de las viejas familias republicanas supervivientes. Pero la conjura fue descubierta con
una delación y salvajemente reprimida con una ola de condenas a muerte o suicidios
forzados, en los que, con la elite política e intelectual de Roma, desaparecieron
prácticamente todos los restos de la vieja nobleza: el propio Pisón, Séneca, el poeta
Lucano, el refinado Cayo Petronio...
Nerón, enfrentado a la aristocracia senatorial e insensible a los problemas de
la administración provincial y a las necesidades del ejército, persistió en su objetivo de
exaltar la majestad imperial y los ideales de soberano absoluto de corte helenístico-
oriental, con un viaje a Grecia, en el año 66, en el contexto de unos grandiosos e
ilusorios proyectos orientales. Pero el emperador hubo de interrumpir su triunfal viaje,
en enero del 68, por las alarmantes noticias que llegaban de Roma y que, finalmente,
causarían su caída.
El reinado de Nerón parece haber mostrado un escaso interés por las
provincias, que apenas experimentaron iniciativas positivas del gobierno central. La
vida del Imperio siguió discurriendo bajo el signo, ya marcado por Augusto y sus
sucesores, de un desarrollo pacífico y próspero, por los cauces de la simple rutina.
El peso de la política exterior estuvo inclinado hacia Oriente, donde continuaba
el viejo problema de Armenia, que fue solucionado, tras infructuosas acciones bélicas,
con un arreglo diplomático: Tirídates sería entronizado, pero recibiría la corona de
manos de Nerón, en Roma. La teatral ceremonia, que acarreó gigantescos gastos, se
celebró en el año 66, y el inútil gesto significó el virtual abandono de Armenia a la
influencia parta. A finales del reinado, estalló una violenta rebelión en Judea. Nerón,
alarmado, decidió encargar su represión a un soldado experimentado, el futuro
emperador Tito Flavio Vespasiano, que fue sometiendo el país palmo a palmo antes
del asalto final a Jerusalén.
La negligencia de Nerón en la dedicación a los problemas provinciales amplió
el círculo de los descontentos hasta degenerar en rebelión abierta contra el trono. El
movimiento desencadenante de la caída de Nerón partió de la Galia y fue acaudillado
por el propio legado de la Lugdunense, Cayo Julio Vindex, que estaba en contacto con
el gobernador de la Hispania Citerior, Servio Sulpicio Galba, cuyo nombre propuso
como sucesor de Nerón. Pero las legiones del Rin permanecieron fieles al príncipe, y
su legado, Verginio Rufo, acudió a sofocar la revuelta. Por su parte, Galba había ya
tomado la decisión de rebelarse y se preparó a intervenir contra Nerón, arrastrando a
su causa al legado de la vecina provincia de Lusitania, Salvio Otón, el primer esposo
de Popea. El golpe decisivo, sin embargo, tuvo lugar en la propia Roma. Cuando
Nerón se decidió por fin a actuar militarmente, ya Verginio Rufo había decidido
ponerse a disposición del senado, que, por su parte, trató con los emisarios de Galba y
sustrajo al emperador su último recurso, la guardia pretoriana. Nerón, completamente
aislado, fue declarado enemigo público por el senado y, tras huir de Roma, puso fin a
su vida, el 9 de junio del año 68. Con él, desaparecía el último representante de la
casa de Augusto. Tras un año de guerra civil, un nuevo emperador, Tito Flavio
Vespasiano, surgido de la burguesía italiana, implantaría una nueva dinastía, la flavia.
Bibliografía
AUGUET, R., Caligula ou le pouvoir aux vingt ans, París, 1975
BEAUJEU, J.L., L'Incende de Rome en 64 et les chretiens, Bruselas, 1960
BISHOP, J., Nero, the man and the legend, Londres, 1964
CASCIO, E. LO, "Le tecniche dell'amministrazione", Storia di Roma, II, 2, Turín, 1991,
119 ss.
CIZEC, E., L'epoque de Neron et ses controverses idéologiques, Leiden, 1972
ECK, W., "La riforma dei gruppi dirigenti. L'ordine senatorio e l'ordine equestre", Storia
di Roma, II, 2, Turín, 1991, 73 ss.
FABBRINI, F., L'Impero di Augusto come ordinamento sovrannazionale, Milán, 1974
GARNSEY, P.-SALLER, R., The Early Principat. Augustus to Traian, Oxford, 1982
GARZETTI, A:, From Tiberius to the Antonins. A History of Roman Empire A.D. 14-
192, Londres, 1974
JONES, A.H.M., Augusto, Buenos Aires, 1974
KEPPIE, L., The Making of the Roman Army. From Republic to Empire, Londres, 1984
KORNEMANN, E., Tiberius, Stuttgart, 1960
LEVI, M.A., Il tempo di Augusto, Florencia, 1951
MARAÑÓN, G., Tiberio. Historia de un resentimiento, Madrid, 1952
MASCHKIN, N.A., El principado de Augusto, Madrid, 1977
MIQUEL, J., El problema de la sucesión de Augusto, Santa Cruz de Tenerife, 1968
MOMIGLIANO, A., Claudius. The emperor and his achievement, Cambridge, 1961
PFLAUM, H.G., Les procurateurs equestres, París, 1950
PICARD, G. Ch., Auguste et Neron. Le secret de l'Empire, París, 1962
SEAGER, R., Tiberius, Londres, 1972
STEVENSON, G.H., Roman Provincial Administration till the Age of the Antonins,
Oxford, 1949
SYME, R., La revolución romana, Madrid, 1985
SZRANKLEWITZ, F., Les Gouverneurs de provinces. L'époque augustéenne, París,
1976
VEYNE, P., Le pain et le cirque. Sociologie historique d'un pluralisme politique, París,
1976
WARMINGTON, B.H., Nero: Reality and Legend, Londres, 1969
WEBSTER, G., The Roman Imperial Army of the First and Second Centuries A.D.,
Londres, 1969
ID., The Roman Conquest of Britain A.D. 43-57, Londres, 1965
WELLS, C.M., The German Policy of Augustus, Oxford, 1972
La dinastía flavia y los emperadores “adoptados”
ISBN: 84-96359-32-8
José Manuel Roldán Hervás
2. Los Flavios
Vespasiano (69-79)
Prudente y honrado, realista y enérgico, el nuevo emperador emprendió tras la
subida al poder un programa de restauración del estado desde la óptica conservadora
y tradicional de la burguesía municipal itálica, con una múltiple actividad en los campos
de la política, la administración, las finanzas, el ejército y el mundo provincial.
Los diferentes experimentos abortados de gobierno, que se suceden tras la
muerte de Nerón, exigían, ante todo, una redefinición del poder imperial para asegurar
la autoridad del príncipe en Roma, Italia y el imperio. Vespasiano, partiendo del
modelo augústeo, decidió institucionalizar este poder con la intención de hacerlo
legalmente absoluto, prescindiendo de las ambigüedades que lo disfrazaban con
viejas formas republicanas. Una lex de imperio confería en bloque al emperador el
imperium maius y la tribunicia potestas, que constituían desde Augusto los pilares del
poder imperial, con otras prerrogativas y privilegios, destinados a convertirlo de facto
en absoluto. Pero también, como Augusto, quiso Vespasiano solucionar el difícil
problema de la transmisión del poder para darle mayor estabilidad, con la voluntad
explícita de fundar una dinastía, proclamando como herederos del Principado a sus
hijos. El mayor, Tito, fue asociado al trono, como coadjutor del emperador, con plenos
poderes; el menor, Domiciano, aunque sin poderes efectivos, recibió los títulos de
César y "príncipe de la juventud" (princeps iuventutis), como sucesor designado. Esta
voluntad dinástica, que llevaba los gérmenes de una monarquía absoluta, fue
subrayada por una cierta tendencia a la exaltación sagrada: la "casa imperial" fue
designada como domus divina; los miembros difuntos de la familia imperial recibieron
el apelativo de divus.
La restauración política exigía también una depuración de los estamentos
privilegiados de la sociedad, los órdenes senatorial y ecuestre, para convertirlos en un
dócil y eficaz instrumento de la administración del Imperio. En el año 73, Vespasiano,
nombrado censor con Tito como colega, modificó profundamente la asamblea
senatorial, con la expulsión de sus miembros indignos y el nombramiento de un buen
número de nuevos senadores, extraídos del mismo medio social de donde él procedía,
la burguesía de las ciudades italianas y la elite "colonial", instalada en las provincias
más romanizadas.
En cuanto al orden ecuestre, se convirtió cada vez más en instrumento
imprescindible de la administración al servicio del emperador. Los caballeros, también
reclutados de las ciudades itálicas y provinciales, sustituyeron a los libertos imperiales
en los cargos directivos de la administración central y en las procuratelas encargadas
de la recaudación de impuestos en las provincias.
La guerra civil había dejado un pesado lastre de ruina y miseria en Roma e
Italia, que era preciso superar para hacer realidad una política de orden y bienestar.
Para ello se necesitaba una enérgica reorganización de las finanzas públicas, que
permitiera aumentar los recursos del estado, y a esta tarea aplicó Vespasiano sus
dotes de prudente y ahorrativo administrador, que le acarrearon injustamente
reputación de avaro. La eficaz gestión de Vespasiano en el ámbito de las finanzas
permitió la inversión de gigantescos medios en obras de interés público, con
beneficiosos efectos para una recuperación económica general. Sobre todo, se
emprendió una ambiciosa política constructiva para aumentar el esplendor de la Urbe,
que, al mismo tiempo, proporcionó abundante trabajo a las masas ciudadanas. Una de
las primeras empresas, con carácter simbólico y emblemático, fue la reconstrucción
del templo de Júpiter, en el Capitolio, destruido durante la guerra civil. A su lado, se
construyeron otros templos, edificios y espacios públicos, como un nuevo Foro, y se
iniciaron las obras de un nuevo palacio imperial en el Palatino y de un gigantesco
anfiteatro, el famoso Coliseo. Vespasiano, también preocupado por el abastecimiento
de una ciudad que había alcanzado el millón de habitantes, levantó grandes depósitos
para el almacenamiento de trigo y otros víveres (horrea Vespasiani). Y, por lo que
respecta a Italia, se reconstruyeron ciudades destruidas y se amplió la red viaria.
Durante los Julio-Claudios, las bases de sustentación del Principado habían
estado en Roma e Italia. El mundo provincial, a pesar de ciertos esfuerzos
intermitentes, constituía, ante todo, un ámbito de explotación económica y una fuente
de enriquecimiento para el estado y para los empresarios romanos e itálicos. Pero, con
la extensión de la paz y de la seguridad en el interior del Imperio, el dominio romano
había generado en las provincias un proceso de aculturación y un creciente desarrollo
económico, que obligaba a considerarlas como parte fundamental y activa del edificio
político del Principado. La política provincial, iniciada por Vespasiano, atenderá a la
integración y a una más activa participación de las provincias en el marco del Imperio.
En la línea de Augusto y de Claudio, Vespasiano trató de favorecer la urbanización y la
promoción jurídica de las ciudades del Imperio, sobre todo en Occidente. Hispania,
que había experimentado un creciente proceso de romanización, recibió de
Vespasiano el ius Latii, esto es, el derecho latino. Conocemos un buen número de
ciudades hispanas que, haciendo uso de este derecho, se organizaron como
municipios, con el apelativo de Flavium, así como fragmentos de leyes, grabadas en
bronce, que regulaban su funcionamiento. Tales son las leyes de los municipios flavios
de Malaca (Málaga), y de Salpensa e Irni, en la provincia de Sevilla.
Aunque menos visible que en Hispania, también las otras provincias
occidentales - África, Britania y las Galias- se beneficiaron de esta política de
integración provincial, con la implantación de colonias y la construcción de nuevas
rutas, que extendieron los modos de vida romanos y favorecieron el desarrollo
económico.
En política exterior, Vespasiano mantuvo los principios de prudencia y
seguridad seguidos por Augusto, si bien hubo de atender a problemas nuevos
surgidos en los límites del Imperio. A excepción de dos unidades, acuarteladas en
provincias interiores - Hispania y Judea- , el grueso de las legiones -veintinueve en
total- fue distribuido a lo largo de las provincias fronterizas en campamentos estables
levantados en piedra, con una misión de vigilancia permanente, como única fuerza de
defensa del Imperio. Con sus correspondientes tropas auxiliares, irán constituyendo
los primeros limites, sistemas defensivos, concebidos como "fuerza de disuasión", en
las diferentes fronteras: África, Britania, el Rin, el Danubio y el amplio frente oriental.
En Occidente, las mayores dificultades estaban en el Rin y el Danubio.
Vespasiano puso los cimientos de un limes fortificado, confiado a ocho legiones,
establecidas a lo largo de la orilla izquierda del Rin. Pero, sobre todo, se preocupó de
ocupar el ángulo entre los altos cursos del Rin y Danubio, al sur de la Selva Negra. La
región fue conquistada y repoblada con indígenas, obligados a pagar un diezmo a
Roma: de ahí, el nombre de "Campos decumados" (agri decumates) con que sería
conocida. Además de un alto valor estratégico, la ocupación de la zona adquirió un
gran significado desde el punto de vista económico, al permitir la comunicación entre
las ciudades de ambos ríos.
En la larga línea del Danubio, una serie de pueblos, de estirpe sueva y
sármata, significaban para el Imperio una amenaza permanente. Vespasiano intentó
fortificar esta frontera con el establecimiento de ocho legiones en las provincias de
Panonia y Mesia y la constante vigilancia del río por dos flotas fluviales. No obstante,
la defensa danubiana dejaría pendiente una zona débil en el curso medio del río, la
actual Rumanía, poblada por tribus dacias, sólo definitivamente resuelta por Trajano.
En la frontera oriental, el latente peligro que significaba el imperio parto decidió
a Vespasiano a sustituir el sistema augústeo de los estados clientes, entre Roma y
Partia, por un territorio provincial compacto y defenderlo con una sólida línea
defensiva, desde el mar Negro al desierto de Arabia. En consecuencia, anexionó los
dos últimos reinos vasallos de Anatolia, Comagene y Armenia Menor, y reorganizó la
administración de las provincias orientales: Comagene fue unida a Siria, Armenia
Menor se convirtió en provincia, y se reagruparon, en una sola unidad administrativa,
Galacia y Capadocia. De este modo, Roma controlaba ahora directamente todos los
pasos del Éufrates y la red de comunicaciones entre Asia Menor, Armenia y Partia.
Tito (79-81)
La muerte de Vespasiano, en el año 79, dejó solo al frente del Imperio a su hijo
mayor Tito, que, desde la guerra civil, había colaborado estrechamente con su padre
en la afirmación del nuevo régimen. Cónsul con Vespasiano en el año 70, fue
investido, más como corregente que como heredero, de todas las prerrogativas del
poder imperial. Apenas reinaría dos años, en los que mostró cualidades de hombre de
estado, que le granjearon la popularidad y la devoción de las masas. La propaganda lo
definió como "delicia del género humano", pero, en contrapartida, otras fuentes
califican su reinado de "feliz por su brevedad".
Numerosas catástrofes marcaron su reinado, como la famosa erupción del
Vesubio del 79, donde quedaron sepultadas las ciudades de Pompeya, Herculano y
Estabia, un nuevo incendio de Roma y una epidemia de peste, a cuyo remedio acudió
con atenta dedicación y generosidad.
Las líneas maestras de gobierno, trazadas por Vespasiano, apenas sufrieron
correcciones y continuó, con mayor prodigalidad, el vasto programa de obras públicas
iniciado por su padre, tanto en Roma -unas termas y el arco de triunfo por la victoria
sobre Judea-, como en las provincias, con la extensión de la red de calzadas. Su
muerte, en el año 81, dejaba el trono en manos de su hermano menor, Domiciano.
Domiciano (81-96)
Aunque designado como heredero al trono, Domiciano no tuvo, durante los
gobiernos de su padre y de su hermano, una participación real en el poder. Las
fuentes, de inspiración aristocrática, le achacan un temperamento orgulloso, violento y
autoritario, mediatizadas por sus experimentos de gobierno, de tendencias
absolutistas, que han dejado en la sombra sus cualidades de buen administrador y
hombre de estado.
Domiciano prosiguió en Roma e Italia la prudente política de administración y el
programa de construcciones y evergetismo de la dinastía. También en las provincias
se prosiguió la política de integración y romanización iniciada por Vespasiano, que
comenzó a dar sus frutos, sobre todo, en lo que respecta al desarrollo de los estatutos
jurídicos municipales. Y por lo que respecta a la política exterior, el emperador trató de
mantener los resultados alcanzados en los años anteriores, con intervenciones en los
sectores más urgentes, que condujeron a resultados positivos, aunque limitados.
En el limes renano, Domiciano llevó a cabo sucesivas campañas contra los
catos, que, aunque sin concluirse con una victoria clamorosa, permitieron el
reforzamiento y la ampliación de las posesiones romanas en el Rin y plantaron las
premisas para la instalación de una línea fortificada (el limes germanicus), que, llevada
a término en el siglo siguiente, sirvió para contener eficazmente la presión de los
bárbaros.
También en la península Balcánica Domiciano, a partir del 86, se empeñó a
fondo en una serie de expediciones militares para garantizar a Roma el dominio de la
Dacia, al norte del Danubio; la inteligente acción de Decébalo, jefe de las tribus dacias
y getas no le permitió sin embargo conseguir los resultados estratégicos previstos; tras
haber intentado repetidamente aniquilar al enemigo, el emperador se resignó a llegar a
un acuerdo con Decébalo (89), que se reconoció aliado de Roma y asumió la tarea de
defender el Danubio a cambio de que Roma le asegurase su contribución técnica y
financiera.
La conducción de esta política exterior, prudente y enérgica, le aseguró a
Domiciano el respeto y la popularidad de las fuerzas militares, compartidos por los
pretorianos y la población de Roma e Italia, que, no obstante, se contrarrestaría con la
encarnizada oposición por parte del estamento senatorial.
Si Vespasiano había tratado de afirmar el poder imperial con su decisión de
fundar una dinastía, Domiciano, en un proceso lógico, daría otro paso adelante con un
intento, complejo y decidido, de modificar en sentido absolutista la figura del príncipe.
Los mismos círculos aristocráticos e intelectuales que habían criticado el régimen
autoritario de Vespasiano, se volvieron ahora contra su sucesor, que subrayaba con
mayor intensidad los caracteres absolutistas de su gobierno proclamándose
oficialmente dominus et deus, "señor y dios". Estas tensas relaciones entre el
emperador y la aristocracia senatorial terminarían en abierta ruptura tras el abortado
levantamiento militar del legado de Germania Superior, Antonio Saturnino, en el año
89, ferozmente reprimido. Y la persecución se extendió, incluso, al propio entorno
inmediato del emperador, con una ola de sospechas y delaciones, que desataron la
violencia política más arbitraria. En el año 96, se fraguó finalmente la conspiración
definitiva, en la que, con varios miembros del orden senatorial y libertos de la casa
imperial, participó la propia emperatriz y los dos prefectos del pretorio. Domiciano fue
apuñalado en su cámara, y los conjurados ofrecieron el trono a un viejo senador,
Marco Coceyo Nerva. Se extinguía así la dinastía flavia tras permanecer en el poder
veintisiete años.
3. El principado adoptivo
Trajano (98-117)
Con Trajano llega al poder por vez primera un romano procedente del mundo
provincial. Nacido en Itálica (Santiponce, cerca de Sevilla), procedía de una antigua
familia, de origen italiano, establecida en la Bética. Hijo de un prestigioso general, era,
ante todo, un homo militaris, un militar experto, con amplia popularidad en el ejército.
Aceptado sin discusión como nuevo príncipe, Trajano, desde los comienzos de su
reinado, mantuvo, en la línea de Nerva, las apariencias formales de respeto al senado,
que otorgó al príncipe, en correspondencia, el título de Optimus.
Pero bajo estas apariencias tradicionalistas el gobierno de Trajano continuó
siendo absoluto. Trajano propuso el modelo de emperador que, al margen de un
despotismo arbitrario, sirve a los intereses del estado, como supremo administrador.
Con su múltiple y eficaz actividad en los campos de la política exterior y de la
administración, el emperador contribuyó en gran medida a la materialización de esta
imagen del buen gobernante y a la calificación de su reinado como la época más feliz
del Imperio.
Su reinado dio un paso adelante en la transformación del régimen imperial en
una monarquía administrativa. Continuó aumentando el papel de la administración
imperial, en detrimento de las competencias del senado, con la multiplicación del
número de funcionarios imperiales, los procuratores ecuestres, tanto en las oficinas
centrales como en la gestión financiera de las provincias. Los grandes gastos que
exigía el funcionamiento de la máquina imperial obligaban a prestar una atención
preferente a la administración financiera, que Trajano logró mejorar sin tener que
recurrir a una mayor presión fiscal. Estas mejoras, unidas a una política exterior
conquistadora y rentable, permitieron continuar la política estatal de bienestar, por
encima de las posibilidades reales de un Imperio que daba ya las primeras señales de
una crisis económica generalizada.
Trajano afrontó el múltiple problema con distintas provisiones. Obligó a los
senadores de origen provincial a invertir un tercio de sus bienes en Italia, en
propiedades agrícolas, pero, sobre todo, desarrolló la institución asistencial de los
alimenta, ideada por Nerva: préstamos perpetuos a bajo interés -el 5 %- , concedidos
a agricultores italianos con la garantía de sus tierras, cuyos réditos se dedicaban a la
manutención de niños pobres. Se atendía, así, al doble fin de promover la agricultura
en Italia y favorecer el crecimiento demográfico.
Por lo demás, el interés demostrado por Italia se extendió a las provincias, con
un estricto control de la gestión de gobierno y el favorecimiento del desarrollo urbano y
de la red viaria, que contribuyeron a un mayor desarrollo del comercio.
Por última vez en la historia del Imperio, con Trajano se desarrollaría una
política exterior agresiva, de fines imperialistas, con dos objetivos: el Bajo Danubio y la
frontera oriental, frente al imperio parto. Un conjunto de factores, tanto de carácter
estratégico como económico, explican las grandes guerras de este emperador,
formado en el ejército y de excelentes dotes militares.
La primera empresa fue la conquista de la Dacia, en dos campañas militares
(101-102 e 105-106), que llevaron a término el intento fracasado de Domiciano. Las
consecuencias económicas de la guerra fueron muy positivas: las riquísimas minas de
oro de Transilvania garantizaron al estado romano los medios para continuar la política
de expansión y para lanzar una ambiciosa obra de colonización. La Dacia fue cubierta
de una red de asentamientos que determinaron una penetración en profundidad de la
cultura romana.
Pacificadas las fronteras septentrionales, Trajano dirigió su atención a Oriente.
Un ejército romano derrotó fácilmente a los nómadas nabateos y se apoderó de su
reino: así surgió en el 106 la provincia de Arabia, que aseguraba a los romanos el
control de las rutas caravaneras que se dirigían hacia el mar Rojo.
Más dificultades encontró el emperador con el viejo enemigo de Roma, el
imperio parto. Entre el 114 y el 116 Trajano logró conquistar Armenia, Mesopotamia y
Asiria e incluso ocupar la propia capital enemiga, Ctesifonte. Pero estas regiones sólo
estuvieron en manos de Roma un breve tiempo: una violenta revuelta de los judíos
estalló en Palestina, mientras surgían focos de insurrección en otras provincias
orientales. De esta situación se aprovecharon los partos para reemprender la lucha.
Trajano, cansado y enfermo, renunció a reconquistar los territorios al este del Tigris y
partió hacia Roma a comienzos del año 117, dejando en manos del nuevo legado de
Siria, Adriano, el mando del ejército y la tarea de reprimir la sublevación. Meses
después moría en Asia Menor durante el viaje de regreso, sin haber resuelto
claramente el problema de la sucesión.
Adriano (117-138)
Publio Elio Adriano, también oriundo de Itálica y pariente de Trajano, era
legado de Siria cuando recibió la noticia, con dos días de diferencia, de su adopción y
de la muerte del emperador. Se corrió la noticia de que habían sido la emperatriz
Plotina y el prefecto del pretorio, Elio Atiano, quienes habían amañado la sucesión al
trono, aunque Trajano, en cuyo entorno inmediato se había educado Adriano, parecía
mostrar la intención, nunca expresada oficialmente, de convertirlo en su heredero: su
matrimonio con Sabina, nieta de una hermana de Trajano, y su excepcional carrera,
promocionada por el emperador, así parecían confirmarlo. En todo caso, el ejército de
Siria lo reconoció como príncipe y el senado aceptó la designación.
No obstante, la condena a muerte de cuatro ilustres miembros del senado,
todos ellos prestigiosos generales, ordenada por Elio Atiano bajo el pretexto de haber
conjurado contra el nuevo emperador, muestra la existencia de intrigas en un sector de
la asamblea, que, sin duda, había contado con elevar a alguno de ellos al trono. El
senado, en todo caso, mantuvo, durante todo el reinado, una cierta hostilidad hacia un
emperador cuyos actos de gobierno, en una línea más marcadamente autocrática,
perjudicaban a sus tradicionales intereses y privilegios.
Adriano es, después de Claudio, el auténtico organizador de la administración
imperial. Desde Augusto, había existido un consejo privado, los amici principis,
libremente elegido por el emperador como órgano de asesoramiento. Adriano lo
convertirá en un consejo oficial, el consilium principis, como órgano estable de
gobierno, con la misión fundamental de asistir al emperador en materia jurídica. Sus
miembros, senadores y caballeros, reciben un sueldo y celebran sesiones regulares,
en las que se promueven las leyes y se determinan las reglas permanentes de
Derecho, con decisiones que reciben el nombre genérico de constitutiones. De ahí, la
existencia, entre los consiliarii, de juristas, elegidos en razón de su competencia.
Esta centralización jurídica se corresponde con una codificación del Derecho.
Desde el siglo II a. C., las decisiones de los magistrados competentes en materia
jurídica, los pretores, se habían convertido en una de las bases oficiales del derecho
civil. Estas decisiones o "edictos", teóricamente, sólo tenían vigencia durante el año de
permanencia en el cargo del magistrado que las había promulgado, aunque, por lo
general, eran respetadas por los sucesivos pretores. Adriano encargó a un prestigioso
jurista, Salvio Juliano, la redacción de un "Edicto perpetuo", en el que se resumieran
todos los edictos de los anteriores pretores. Se suprimía así la iniciativa de los
magistrados, en beneficio exclusivo de la legislación imperial, desarrollada en la
cuádruple forma de edicta (prescripciones imperativas), decreta (sentencias de
justicia), rescripta (respuestas a casos jurídicos concretos) y mandata (instrucciones a
los gobernadores provinciales).
La complicación creciente de las tareas administrativas, no sólo en Roma, sino
también en Italia y en las provincias, exigía una especialización en los servicios y un
número creciente de procuratores, reclutados entre los miembros del orden ecuestre.
Adriano se encargará de fijar sus carreras, mediante la gestión sucesiva de
procuratelas de creciente importancia, con sueldos progresivamente más altos, que se
reflejan en las correspondientes titulaturas Por lo demás, en materia financiera, el
gobierno de Adriano reemplazó el sistema de arriendo de impuestos por el de la
percepción directa, con una gestión más estricta y justa.
La profunda reorganización administrativa y judicial alcanzó también a Italia,
que, con este emperador provincial, tiende a uniformarse con respecto a las
provincias. A este propósito, Italia fue dividida en cuatro distritos, confiados a otros
tantos consulares, personajes del orden senatorial, encargados de juzgar los procesos
civiles en sus correspondientes circunscripciones, para descargar a los magistrados de
Roma de una tarea en la que se veían desbordados por la insuficiencia de tribunales.
Pero la decisión podía ser interpretada por las ciudades italianas como una
equiparación con las provinciales, sometidas a la autoridad de un gobernador, frente a
las competencias del senado y de las magistraturas tradicionales. Y, sobre todo, debía
suscitar el rencor del senado, por más que el emperador diera señales exteriores de
respeto a la asamblea y a la dignidad de sus miembros.
Es cierto que el Imperio no descansaba ya sobre Italia, sino, en un grado cada
vez mayor, en el mundo provincial. Adriano lo comprendió así y actuó en
consecuencia, con una preocupación constante por fortalecer las bases económicas y
la prosperidad de las provincias, no sólo desde la sede central del gobierno, en Roma,
sino con su presencia física en todos los rincones del Imperio.
Este interés personal del emperador por conocer de cerca las necesidades
provinciales e intentar dar soluciones inmediatas a sus problemas, queda reflejado en
sus numerosos viajes: más de la mitad de su reinado, Adriano estuvo ausente de
Roma, recorriendo largamente casi todo el Imperio. Visitó inicialmente las provincias
occidentales (121-125) y, luego, las orientales en dos ocasiones (128-129; 132-133),
aunque fue Grecia y, sobre todo, Atenas, su meta predilecta.
No obstante este filhelenismo, Adriano se preocupó por mantener y fomentar
las características propias de las diversas regiones, impulsando una política
sistemática de urbanización y de construcciones monumentales, que reflejaran la
civilización y el progreso de la paz romana. Muchas ciudades fueron elevadas al rango
de municipio o de colonia, como Itálica, su lugar de nacimiento.
La preocupación por mejorar las condiciones económicas de los habitantes del
Imperio y, sobre todo, de los pequeños agricultores se manifiesta en una ley (lex
Hadriana de rudibus agris), que concedía la propiedad e importantes exenciones
fiscales a los que pusiesen en explotación tierras incultas o abandonadas,
pertenecientes a los dominios imperiales o de propiedad privada. Este deseo por
incrementar la producción se extendió también al campo de la minería. Gracias a una
inscripción en bronce, la lex metallis Vipascensis (Aljustrel, Portugal), conocemos las
facilidades que el estado daba a particulares para participar en la explotación de los
pozos mineros, propiedad imperial, en régimen de arriendo.
Pero no menos importante que la producción era la distribución de bienes para
garantizar el abastecimiento del ejército y de las masas ciudadanas (annona). Adriano
estableció un sistema de ventas obligatorias al estado para determinados productos
básicos, como trigo y aceite, y exoneró de la obligación de cumplir funciones públicas
municipales -que entrañaban enormes gastos- a quienes pusiesen sus medios de
transporte al servicio del estado.
Frente a la política exterior agresiva de Trajano, Adriano propuso como ideal de
su gobierno el mantenimiento de la paz. Consciente de las dificultades que entrañaba
una ilimitada extensión de las conquistas, Adriano volvió a la política de defensa
armada, que permitiera un desarrollo pacífico en el interior de las fronteras del Imperio.
En primer lugar, con medios diplomáticos. En Oriente, puso fin de inmediato a
las hostilidades con los partos, con la firma de una paz formal: la provincia de
Mesopotamia fue evacuada y Armenia volvió a su condición de estado vasallo entre
los dos imperios. Adriano buscó la amistad de los reinos iberos y albanos del Cáucaso,
que ofrecían excelentes puntos de apoyo en la vecindad del imperio parto. Se
mantuvieron, en cambio, las provincias, conquistadas por Trajano, de Arabia y Dacia.
Esta última, fue dividida en dos y, luego, en tres provincias. Por lo demás, al otro lado
de las líneas defensivas del Rin y el Danubio, Adriano extendió el sistema de estados
vasallos y, con él, la influencia política y económica romana más allá de las fronteras
del Imperio.
Pero, sobre todo, la protección de las fronteras debía asegurarse con un
ejército bien equipado y disciplinado. Las dificultades económicas que suponía un
aumento de las fuerzas armadas, fue compensada con importantes reformas para
mejorar la calidad de las tropas, en especial, con un entrenamiento y disciplina
rigurosos y con la obligatoria permanencia de los soldados en sus campamentos de
destino, convertidos en auténticas fortalezas. Esta necesaria inmovilidad en lugares
permanentes de acuartelamiento comenzó a transformar el carácter del ejército
romano, convirtiéndolo en un conjunto de ejércitos regionales
El limes, como sistema de defensa en las fronteras del Imperio, alcanza con
Adriano su definitiva organización. La frontera se convierte así en una línea continua
de fortificaciones y puestos de vigilancia, protegidos en vanguardia por fosos o
empalizadas. El modelo más completo de este sistema defensivo fue levantado en
Britania: una muralla continua de piedra, precedida de un foso, con fuertes y torres de
vigilancia a intervalos regulares, que cruzaba toda la isla, de este a oeste. Pero,
aunque no tan completo, el mismo sistema fue aplicado en el limes germánico, en el
Bajo Danubio, en Siria y, sobre todo, en África, con un foso de 800 kilómetros de
longitud (el fossatum Africae), que protegía el sur de Numidia de las tribus del desierto.
No obstante esta actitud defensiva, el reinado de Adriano no estuvo libre de
guerras en el Bajo Danubio y en Britania. Pero el más sangriento episodio del reinado
de Adriano fue la rebelión judía, desencadenada por la intención del emperador de
levantar sobre las ruinas de Jerusalén, destruida por Tito en el año 70, la colonia
romana de Aelia Capitolina. La ira de los judíos por la profanación de su ciudad
sagrada, repoblada por paganos, estalló finalmente en el 132. Los revoltosos, guiados
por el sacerdote Eleazar y su sobrino Simón Bar Kochba ("Hijo de la Estrella"), se
apoderaron de Jerusalén e iniciaron una guerra de guerrillas, que sólo fue posible
apagar con el empleo de ingentes fuerzas y una feroz brutalidad. Masacres y
esclavizaciones en masa señalaron el final de la rebelión (135). Se prohibió a los
judíos bajo pena de muerte visitar Jerusalén, definitivamente convertida en Elia
Capitolina. La provincia de Judea fue reorganizada bajo el nuevo nombre de Siria-
Palestina y ocupada con dos legiones.
La rica personalidad de Adriano no se agota en su capacidad de atento
administrador y firme gobernante. Es también, al mismo tiempo, un intelectual y un
filósofo, un artista y un literato, empujado por un carácter inquieto, a la búsqueda
continua de nuevos conocimientos y experiencias Sinceramente atraído por la cultura
y la ciencia griegas, su nombre se encuentra ligado al primer renacimiento del
helenismo, extendido entre las clases cultas del Imperio de forma paralela al
renacimiento económico de las ciudades de Oriente. Durante su estancia en Atenas,
Adriano reunió en la ciudad a las elites intelectuales de Oriente en torno al
Panhellenion, y embelleció la capital espiritual del mundo griego con espléndidas
construcciones, como el Olympeion. Pero también levantó numerosos templos en
otras ciudades de Grecia y se hizo iniciar en los Misterios de Eleusis.
Espíritu profundamente religioso, su interés por las religiones orientales no
impidió que prestara también una particular atención por los dioses y los cultos
tradicionales romanos. En Roma, reconstruyó el Panteón de Agripa y, sobre todo,
levantó un templo a Venus y Roma, en el que el culto al estado se asociaba al de la
divinidad protectora de los Césares. Pero, al lado de la religión tradicional, Adriano
promovió, como los otros emperadores del siglo II, el culto imperial, que resaltaba la
imagen divina del emperador y su familia. La monarquía, ya aceptada como hecho
consumado, recibía con este culto un cierto carácter sobrenatural.
La práctica de este culto en las provincias tenía lugar en asambleas anuales,
donde cada ciudad enviaba un representante, elegido por su prestigio y riqueza. Estas
reuniones (concilia), más allá de su carácter cultual, fueron adquiriendo durante el
siglo II un cierto significado político, ya que eran la ocasión para un intercambio de
opiniones sobre cuestiones referentes al gobierno y a la administración de sus
respectivas provincias, que podían hacer llegar al emperador. Las asambleas se
convirtieron así, en cierto modo, en fuente de orientación para la administración central
sobre la gestión de los gobernadores provinciales.
Adriano, lo mismo que Trajano, no tuvo hijos, y la sucesión al trono imperial
comenzó a preocupar seriamente a raíz de una grave enfermedad del emperador en el
año 135. La cuestión quedó momentáneamente resuelta con la adopción de Lucio
Ceyonio Cómodo Vero, que recibió el nombre de Lucio Elio César. Pero la muerte de
Elio, a comienzos del año 138, multiplicó las intrigas en el entorno del emperador, que
reaccionó violentamente con la condena a muerte de varios supuestos pretendientes.
Decidió entonces asociar al trono a Arrio Antonino, un personaje ya maduro, con
experiencia en el gobierno y en la administración, con el nombre de Tito Elio Adriano
Antonino. Antonino tampoco tenía hijos y, por ello, Adriano le obligó a adoptar a su vez
a Marco Anio Vero (el futuro emperador Marco Aurelio), sobrino de Antonino, y al hijo
de Elio César, Lucio Vero. Meses después moría Adriano y sus cenizas eran
depositadas en el enorme mausoleo, construido por el emperador en la orilla derecha
del Tíber, frente al Campo de Marte, el actual castillo de Sant'Angelo.
Cómodo (180-192)
No se puede reprochar a Marco Aurelio la elección de su único hijo
superviviente como sucesor al trono imperial. Desde Nerva, el sistema de la adopción
había estado facilitado por la falta de descendencia directa de los emperadores y, ni
siquiera así, se habían eliminado por completo las dificultades e intrigas en la
transmisión del poder. La “elección del mejor” no dejaba de ser otra cosa que un ideal
vacío, defendido por las corrientes senatoriales estoicas, que no podía perdurar
indefinidamente, y, menos aún, ante la presencia de herederos directos. Pero también
es cierto que, si aceptamos los datos de la historiografía antigua, la elección de Marco
Aurelio no pudo ser más desafortunada.
Esta historiografía considera a Cómodo como el prototipo del tirano, cruel,
demente y violento, y le hace responsable de haber desencadenado la crisis del
Imperio, que explotará en el siglo siguiente. Sin duda, la imagen de Cómodo ha sido
deformada y exagerada en sus rasgos negativos por una tradición senatorial
irreductiblemente hostil al emperador, y, por otra parte, ya desde mediados del siglo II,
se estaban incubando los gérmenes de esta crisis, al margen de la contribución
personal de Cómodo a su aceleración.
Aclamado por el ejército del Danubio, el nuevo emperador, que sólo contaba 19
años de edad, aún permaneció en el frente siete meses hasta concluir
apresuradamente una paz con los bárbaros, que le permitió regresar a Roma. Marco
Aurelio había procurado rodearlo de un círculo de valiosos consejeros, escogidos entre
sus amigos personales, que, durante un corto tiempo, mantuvieron vigentes las
tradiciones del reinado anterior.
Pero, en el año 182, una conjura palaciega, en la que participó la propia
hermana de Cómodo, Lucila, dio un radical vuelco a la situación. El emperador
descargó su odio y su miedo contra los miembros de la familia imperial, pero, sobre
todo, contra el senado. Sucesivas conjuras, reales o supuestas, fueron el pretexto para
la eliminación de innumerables senadores, entre ellos, muchos de los viejos amigos de
Marco Aurelio. El senado, como corporación, hubo de soportar continuos desprecios y
extravagancias de un príncipe obsesionado por humillarlo y envilecerlo; sus miembros
buscaron, con una servidumbre obligada, escapar a la muerte.
Los colaboradores de la primera época, muertos o caídos en desgracia, fueron
suplantados por favoritos, que aprovecharon el total desinterés de Cómodo por los
asuntos de estado para ganar influencia y poder, al servicio de sus ambiciones e
intereses personales.
Durante un tiempo (182-185), fue el prefecto del pretorio, Perenne, el hombre
de confianza del emperador, a cuya influencia pusieron fin las intrigas de un nuevo
favorito, el inquietante Cleandro, un antiguo esclavo frigio, que ocupó el puesto de
Perenne al frente del pretorio y ejerció el poder delegado del príncipe aún con mayor
desvergüenza y arbitrariedad (185-189). Un motín popular, provocado por la falta de
trigo en Roma, del que fue malignamente hecho responsable, obligó a Cómodo a
deshacerse del favorito.
Nuevos personajes se disputaron la influencia sobre el emperador en los
últimos años de su reinado: el prefecto del pretorio, Emilio Leto, la concubina de
Cómodo, Marcia, y su marido, el chambelán Eclecto. Cómplices y rivales a un tiempo,
cuando su intento de poner fin a las locuras de Cómodo se volvió contra ellos mismos,
decidieron para salvarse poner fin a la vida del emperador, que fue estrangulado el
último día del año 192.
Las demencias de la corte, sin embargo, apenas afectaron a la administración
del Imperio, que continuó el proceso de burocratización y profesionalización de los
reinados anteriores. Se incrementó aún más el número de los procuradores ecuestres,
mientras aumentaban los senadores de origen oriental y africano.
Las fronteras del Imperio permanecieron, en general, tranquilas, después de
las duras guerras de Marco Aurelio. Incidentes de fronteras en la Dacia, África y
Britania pudieron ser fácilmente resueltos gracias a la firme actitud de generales
experimentados y ambiciosos, que se disputarán, a la muerte de Cómodo, el control
del poder.
La crisis financiera del estado y el empeoramiento de las condiciones
económicas generales incidió en una mayor pauperización de las clases más humildes
y en la aparición de movimientos de protesta social, como el de Materno, que con una
cuadrilla de salteadores sembró el pánico en numerosas ciudades de la Galia y de
Hispania.
El acentuado absolutismo de Cómodo derivó hacia una obsesiva insistencia en
subrayar el carácter divino de su persona. Fanático de los cultos mistéricos orientales,
terminó por identificarse con Hércules y exigir del senado su reconocimiento como
dios. Y como Hercules romanus se exhibió en el anfiteatro como gladiador, cazador de
fieras y atleta. Un complot, como sabemos, acabó con estas fantasías místicas y con
el último representante de una “dinastía”, que se había podido mantener en el poder
durante un siglo.
Bibliografía
1. La estructura social
Los ordines
El más alto estamento de la sociedad romana imperial era, como en época
republicana, el ordo senatorial. El número de sus miembros, que, a finales de la
República, había superado el millar, fue fijado por Augusto en seiscientos; constituía,
pues, un estamento numéricamente insignificante y exclusivista: senadores y
miembros directos de sus familias apenas suponían el dos por mil de la población del
Imperio. Su riqueza era pareja a su prestigio. Se exigía a sus miembros un censo
mínimo de un millón de sestercios, pero la mayor parte lo superaba ampliamente, al
tratarse de los mayores latifundistas del Imperio, sin desdeñar otras actividades
económicas que pudieran reportarles buenos beneficios.
Pero en el caso de los senadores, no era tanto la riqueza como otros factores
sociales, políticos e ideológicos los que proporcionaban al estamento su sentimiento
de cohesión y exclusividad. La educación tradicional que se les transmitía de
generación en generación -jurisprudencia, oratoria y artes bélicas- , inculcaba en sus
miembros un modo de pensamiento y acción uniformes. Matrimonios internos,
relaciones familiares, adopciones y vínculos de amistad contribuían a cerrar el
estrecho círculo del ordo.
No obstante esta exclusividad, el estamento, a lo largo del Alto Imperio,
experimentó cambios en su composición con la entrada de buen número de homines
novi, procedentes de las capas altas de Italia y de las provincias y promovidos al rango
por sus servicios a la casa imperial. La Galia meridional y la Bética proporcionaron los
primeros senadores provinciales, en época de Nerón y, sobre todo, de los Flavios. Con
los Antoninos accedieron al senado orientales y, posteriormente, africanos. Y bajo
Marco Aurelio, el número de senadores provinciales superaba al de italianos.
El régimen instaurado por Augusto, al respetar formalmente la constitución
republicana y, con ella, las magistraturas tradicionales de la res publica, mantuvo el
ideal de vida del ordo, basado en la dedicación a las tareas de estado, y aun aumentó
sus funciones y prestigio, ciertamente a cambio de plegarse al servicio del emperador.
Se instituyó así un cursus honorum, en el que los senadores iban alternando grado por
grado el cumplimiento de las viejas magistraturas republicanas con el desempeño de
las nuevas funciones de administración y gobierno creadas por el régimen imperial.
En definitiva y a pesar de cierta oposición al nuevo régimen por parte de la
vieja nobilitas de tradición republicana, el estamento senatorial terminó por integrarse
en el gobierno del Imperio y aceptó la realidad de la monarquía imperial, a cambio de
ver reconocida su primacía social y económica.
Los equites Romani o miembros del orden ecuestre constituían el segundo
estamento privilegiado del Imperio. La condición de eques Romanus o eques equo
publico se alcanzaba por concesión del emperador a título individual, lo que confería al
ordo ecuestre un carácter de nobleza personal y no hereditaria, al servicio del régimen,
aunque en la práctica era frecuente que se aceptase como equites a los hijos de los
caballeros.
El ordo contaba alrededor de 20.000 miembros bajo Augusto, número que
aumentó a lo largo del Imperio, por la creciente admisión de provinciales en el
estamento, aunque no llegó a superar el uno por ciento del total de la población. Eran
las familias ecuestres la fuente más importante de reclutamiento del ordo senatorial y
mantenían, por ello, frecuentes relaciones de parentesco y amistad con sus miembros,
estrechadas por medio de matrimonios mixtos.
El acceso al ordo era tan variado como los orígenes y ocupaciones de los
candidatos. Muchos de ellos, de baja extracción, debían la promoción a su habilidad
en el mundo de los negocios o a sus buenas relaciones sociales. En otros casos, y por
lo que respecta a las aristocracias indígenas provinciales, esta promoción se obtenía
tras el ejercicio de las magistraturas locales en sus lugares de origen. Pero también
fue cada vez más frecuente el acceso al rango tras una larga carrera militar: el soldado
que, a través de los distintos grados de suboficial, alcanzaba el rango de primer
centurión (primipilus), podía esperar ser incluido en el ordo por el favor imperial.
También fue modelándose a lo largo del Imperio un cursus honorum ecuestre,
aunque menos estricto que el senatorial. Generalmente, comenzaba con el
cumplimiento de un número determinado de puestos de mando en el ejército, tras los
que se abría la carrera civil, como procuratores imperiales, en los altos puestos de la
administración económica y financiera, tanto en Roma como en las provincias. Incluso
era posible acceder al gobierno de algunas provincias de rango menor como
praesides. La carrera se coronaba con las jefaturas de los grandes servicios centrales
(praefecturae) hasta el empleo más ambicionado, la prefectura del pretorio.
Pero no todos los caballeros aprovecharon las posibilidades de promoción que
ofrecía el ordo. Una gran mayoría se limitó a gozar en su localidad del prestigio social
que le otorgaba el rango, y a ocuparse de sus negocios y propiedades. Eran estos
miembros del sector ecuestre, ligados a sus comunidades de origen, los que
constituían, con las aristocracias locales pertenecientes al orden decurional, las
oligarquías municipales del Imperio. Su prestigio social, jurídicamente reconocido y
reglamentado, estaba basado en sus recursos económicos, ya que para acceder al
ordo era condición precisa estar en posesión de una fortuna superior a 400.000
sestercios. Estas fortunas, si bien en parte estaban ligadas al capital mueble, durante
el Imperio y especialmente en el caso de los caballeros ligados a sus comunidades
originarias, se basaban en la propiedad inmueble, como dueños de extensas parcelas
dedicadas a la explotación agrícola.
El tercer lugar en el conjunto de los estamentos privilegiados lo ocupaba el
ordo decurionum, como organismo de control de la administración de las ciudades,
organizadas según el modelo romano, y como conjunto de familias elevadas del resto
de la población por prestigio social y capacidad económica; en suma, como oligarquía
municipal de terratenientes.
El ordo de los decuriones no era, como el senatorial y el ecuestre, una
institución unitaria de todos los miembros, cualificados socialmente como tales en el
ámbito del Imperio, sino corporaciones independientes y autónomas, que,
consecuentemente, tenían rasgos y composición distintos, según la categoría y
características económicas de la ciudad correspondiente. Formaba parte del mismo
cualquier ciudadano acaudalado que, por desempeñar las magistraturas municipales,
fuera integrado en el consejo local (curia), que, en cada ciudad, venía a contar
aproximadamente con cien miembros. Condición previa era estar en posesión de un
censo mínimo determinado, de una renta anual, que oscilaba según las ciudades y
que era, por término medio, de unos cien mil sestercios.
Esta cualificación económica era imprescindible para poder hacer frente a las
obligaciones y funciones que les estaban encomendadas. Sobre sus espaldas pesaba
la responsabilidad de garantizar el funcionamiento autónomo de las ciudades en la
administración financiera, el abastecimiento de trigo, las construcciones, juegos y
espectáculos públicos y otras liberalidades.
Aunque la pertenencia al ordo decurional era a título personal, puesto que se
trataba de un consejo municipal al que se accedía por investidura de una magistratura
o por votación entre sus miembros, ya en época temprana imperial se fijaron una serie
de familias privilegiadas, que, de generación en generación, se sucedieron en el
senado local hasta darle un auténtico carácter hereditario.
Hay que tener en cuenta que, en comunidades pequeñas, donde no podía
esperarse un número excesivo de familias con condiciones económicas desahogadas,
debía resultar en ocasiones difícil encontrar los cuatro o seis magistrados anuales
exigidos por la normativa legal, a los que había que sumar los miembros de los
colegios sacerdotales locales.
Por ello, no es de extrañar, por una parte, que se transgredieran las normas
respecto a edad mínima y periodicidad en el desempeño de los cargos; por otra, que el
restringido grupo de familias ricas de la ciudad monopolizase las magistraturas y
sacerdocios.
Por supuesto, este conjunto de familias notables no era tampoco homogéneo
en el interior de cada ciudad. Como ocurre con los ordines senatorial y ecuestre,
terminó formándose una jerarquía social en el estamento decurional, del que destacó
una elite, que, por sus liberalidades y por la frecuencia en la investidura de las
magistraturas, constituyó el grupo de familias más prestigiadas, cuyo relieve fue
creciendo parejo a sus posibilidades financieras.
Pero, en el transcurso del siglo II, comenzaron a hacerse presentes dificultades
financieras para muchos de los decuriones, que se encontraron cada vez menos en
situación de correr con los gastos que exigía el cargo. Así, empezó a resultar difícil
encontrar candidatos voluntarios para la curia y dio comienzo un proceso de creciente
reglamentación por parte del estado, que responsabilizó obligatoriamente a los
decuriones de la recaudación de los impuestos exigidos por el fisco. Las cargas
económicas empezaron a pesar más que los honores y privilegios legales del ordo y
terminaron ahogando a estas "burguesías" municipales.
El fenómeno está, sin duda, en relación con el proceso de concentración de la
propiedad agrícola, que arruinó las economías de los pequeños o medianos
propietarios, mientras los miembros más influyentes y ricos de las comunidades
conseguían por distintos medios sustraerse a las cargas municipales: promoción a los
ordines senatorial y ecuestre, con la consiguiente exención de cargas fiscales o
abandono de las ciudades para residir en el campo, en sus latifundios.
La decadencia de las oligarquías municipales, que habían cargado con el peso
de la administración local, significó también la del propio sistema en el que se
sustentaba la prosperidad del Imperio, basada en el florecimiento económico de las
ciudades, y contribuyó a acelerar los grandes cambios en los que se fundamenta la
sociedad del Bajo Imperio.
Aunque sin el carácter de grupo privilegiado jurídicamente, había en el Imperio
un estrato social, que por su riqueza e influencia, debería ser incluido entre las capas
altas de la sociedad romana. Se trata de los esclavos y libertos imperiales (familia
Caesaris), que, con la extensión de la burocracia y de las propiedades imperiales en
Italia y en las provincias, cumplieron una amplia gama de funciones, con una posición
privilegiada y medios de fortuna, en ocasiones, considerables. Es cierto que el estigma
del nacimiento los situaba al margen de los auténticos grupos dirigentes,
imponiéndoles una traba insalvable para su promoción a los ordines privilegiados de la
sociedad, no obstante su poder y riqueza.
También, en las ciudades, llegó a formarse con los libertos ricos una
seudoaristocracia de dinero, cuyas fuentes de enriquecimiento estaban tanto en la
producción agrícola como, sobre todo, en el mundo de los negocios, la manufactura, el
comercio o la banca. El Satiricón de Petronio nos ofrece, en el personaje de
Trimalción, una excelente caricatura de las posibilidades de promoción social y
económica en época altoimperial, infrecuentes pero no excepcionales.
Si la mácula de su nacimiento esclavo les cerraba, a pesar de sus fortunas, el
acceso a la aristocracia municipal, encontraron la posibilidad de distinguirse de sus
conciudadanos, constituyendo una corporación propia. Era esta el collegium o
corporación de los Augustales, dedicados al culto al emperador y gravados con
cuantiosos dispendios, que estos libertos satisfacían con gusto a cambio de ver
reconocida y elevada su imagen social.
Los humiliores
La inmensa mayoría de la población libre del Imperio no pertenecía a los
ordines privilegiados. Sus estatutos presentaban marcadas diferencias, tanto en el
ámbito político como en el económico, lo que lógicamente, se traducía en las
correspondientes condiciones de vida. Así, el carácter de cives o municeps, ciudadano
de pleno derecho en las colonias o municipios, proporcionaba una serie de privilegios,
de los que no gozaban los incolae, habitantes libres sin derechos políticos. Sólo los
primeros formaban parte de las asambleas ciudadanas y eran beneficiarios de los
juegos, espectáculos y donaciones en dinero o en especie. Esta población podía
residir en la ciudad -la plebs urbana- o en el territorium o medio rústico que dependía
de ella, la plebs rustica.
Conocemos muy mal las particularidades de este sector social, que, a pesar de
su volumen numérico, cuenta con una escasa documentación. En su inmensa
mayoría, era en el sector agropecuario donde esta población ejercía sus actividades
económicas, aunque no faltaban comerciantes y artesanos, así como un porcentaje de
desheredados, que vivían de las liberalidades públicas proporcionadas por las
oligarquías municipales o se alquilaban como jornaleros para faenas agrícolas
temporales. La pequeña parcela familiar era el tipo de propiedad más común en estos
estratos bajos de hombres libres, completada con el aprovechamiento de las tierras
comunales.
La evolución del sector agrícola a lo largo del Imperio, con una concentración
creciente de la propiedad agraria, afectó negativamente, como es lógico, a estos
estratos de población, que, al perder sus tierras, o bien emigraron a la ciudad para
incluirse entre la plebe urbana, dependiente de las liberalidades públicas, o
permanecieron en el campo como jornaleros o colonos, es decir, agricultores al
servicio de los grandes propietarios o en las tierras del emperador. Constituían, sin
duda, la capa social más deprimida del estado romano y, aunque nominalmente libres,
su situación, sin tierras ni recursos, apenas difería de la de buena parte del elemento
servil.
La producción artesanal ocupaba a una gran parte de la población residente en
las ciudades, no perteneciente a los ordines. Generalmente, era el pequeño taller la
unidad de producción, en el que, con el propietario, trabajaba su familia, en ocasiones,
ayudado por uno o varios esclavos. Su posición social era, en conjunto, más favorable
que la de las masas campesinas, ya que los núcleos urbanos ofrecían mejores
condiciones de trabajo, mayores posibilidades de promoción social y atractivos que el
campo no poseía, como los espectáculos y las liberalidades públicas de magistrados y
particulares.
Un campo no muy grande pero interesante de trabajo lo constituía la
contratación de libres como funcionarios subalternos de la administración, que, con el
nombre de apparitores, incluían los oficios de pregoneros, flautistas, recaderos,
ordenanzas y contables, entre otros. También constituía un medio de promoción social
-y de los más interesantes- el servicio en los cuadros legionarios o auxiliares del
ejército, que, desde comienzos del Imperio, se abrió tanto para quienes gozaban de la
ciudadanía romana como para los libres sin estatuto jurídico privilegiado, originarios de
las provincias.
De todos modos, las condiciones de vida de la plebe urbana -escasez de
alimentación y vestido, condiciones ingratas de trabajo y pobreza de recursos- no
eran, por lo general, muy diferentes a las de la inmensa mayoría de la población
agrícola.
Los pertenecientes a las capas bajas urbanas tenían la posibilidad de
organizarse en collegia o asociaciones de diferente carácter, que, controladas por el
estado o por la administración local, permitían a sus integrantes cumplir una serie de
funciones o disfrutar de ciertos beneficios. Estas asociaciones, puestas bajo la
advocación de una divinidad protectora, independiente de su carácter, no precisaban
de un determinado estatuto social para incluirse en ellas, aunque sus miembros
debían someterse a un criterio de selección. En su mayoría, estos collegia eran de
carácter religioso y funerario y, en menor término, de profesionales.
Los de finalidad estrictamente religiosa, semejantes a las actuales cofradías,
reunían a los devotos de una divinidad particular, tanto romanas (Júpiter, Mercurio,
Diana o Minerva), como extranjeras (Isis, Serapis, Osiris...), o se dedicaban a rendir
culto al emperador vivo o difunto. Disponían, por lo general, de un templo propio y
efectuaban los ritos correspondientes al culto de que se tratara, mediante magistrados
o sacerdotes, organizados jerárquicamente.
Los collegia tenuiorum, es decir, asociaciones de gentes humildes, con un
carácter religioso-funerario, eran cofradías, que, bajo la advocación de una divinidad,
se reunían para cubrir las necesidades de funerales y enterramiento. Para ello, los
asociados pagaban, además de un derecho de entrada, una cuota mensual, que les
daba derecho a recibir honores funerarios y sepultura.
Los collegia iuvenum, aun constituyendo colegios religiosos, tenían como
finalidad celebrar fiestas y juegos y, frente a los tenuiorum, sus miembros pertenecían
a las clases altas de la sociedad. Con esta dedicación a juegos y deportes, los
colegios de jóvenes cumplían una función de iniciación a la vida política, en estrecha
vinculación con las aristocracias municipales, así como de formación militar, de
preparación para una futura carrera en la milicia.
Las asociaciones profesionales reunían a miembros unidos por los lazos de
una profesión común y tomaban el nombre de la industria o el oficio que ejercían.
Aunque su carácter era privado, tenían también una funcionalidad pública, dado que
sus actividades estaban conectadas con organismos oficiales. Su finalidad era la de
fortalecerse mediante la unión para poder defender mejor sus intereses comunes.
Tanto en Roma como en las ciudades del Imperio existían colegios de toda clase de
profesiones y oficios: prestamistas de dinero para la adquisición de trigo, zapateros,
fabricantes y comerciantes de mechas para lámparas, obreros adscritos a las legiones
para la construcción de vías militares, agrimensores y, con especial relevancia,
comerciantes, almacenistas y transportistas de productos, como el vino, el trigo y el
aceite, necesarios par el aprovisionamiento del ejército, la annona imperial. Estas
corporaciones, sin embargo, a lo largo del Imperio, vieron restringida su libertad de
actuación, presionados por el estado, que necesitaba cada vez en mayor medida sus
servicios, convertidos en corporaciones obligatorias y hereditarias.
La base de la pirámide social romana en época imperial seguía estando
constituida por los esclavos. El cese de las guerras de conquista a comienzos del
Imperio y la limpieza de los mares hicieron disminuir las tradicionales fuentes de
aprovisionamiento, la esclavización de prisioneros y el comercio pirático. Otras fuentes
continuaron existiendo: la venta de los hijos por sus padres, la autoventa, la condena
y, por supuesto, la reproducción natural, puesto que los hijos de madre esclava
heredaban la condición materna. No obstante, cada vez se hizo más difícil a lo largo
del Imperio reemplazar a las masas de esclavos, sobre todo, en las grandes
propiedades agrícolas. En consecuencia, los esclavos agrícolas fueron siendo
sustituidos en los latifundios por colonos, agricultores libres, que arrendaban una
parcela de tierra a cambio del pago de una determinada renta en productos de cultivo.
De todos modos, aún siguieron empleándose esclavos en las labores agrícolas,
en las propiedades grandes y medianas o en los latifundios imperiales. Un villicus,
esclavo de confianza, dirigía como capataz los trabajos agropecuarios. Pero también
se generalizó la utilización de esclavos en el campo, con el mismo régimen de
aparcería de los colonos libres.
Como en época republicana, las explotaciones mineras estatales contaban con
una mano de obra en su mayoría servil, en condiciones de trabajo muy duras.
En cuanto a los esclavos, dedicados por sus dueños a trabajos ajenos a la
producción agropecuaria o minera, tenemos testimonios de artesanos -zapateros,
carpinteros, alfareros, albañiles, barberos...-, pero también de otros, que
desempeñaban actividades liberales, como pedagogos, médicos, artistas,
administradores...
Si bien recaían en la mano de obra servil las tareas más duras y vejatorias, no
siempre las relaciones amo-esclavo -sobre todo, en el caso de siervos domésticos,
públicos e imperiales- tenían un carácter absolutamente negativo. Era el sistema, más
que la crueldad generalizada de los amos, el responsable de la lamentable condición
servil, que no podemos considerar desde el punto de vista sentimental o moral. Las
mejoras legales introducidas por la legislación imperial, la filosofía estoica, con su
doctrina de la igualdad de los hombres, la esperanza de conseguir la libertad mediante
la manumisión y la propia diversidad de condiciones de vida de los esclavos
contribuyeron a mantener el sistema y a impedir su concienciación como clase, con
sus secuelas de carácter revolucionario.
Así, desde las duras condiciones de época republicana, en las que el
esclavismo constituyó el modo predominante de producción, la institución se mantuvo
a lo largo de los primeros siglos del Imperio; el sistema, no obstante, fue derivando, sin
desaparecer, hacia otras formas de dependencia, que caracterizan la sociedad del
Bajo Imperio.
Sin duda, fue esta posibilidad de sustraerse a la condición servil, mediante la
manumisión, la que, con la esperanza de libertad y de promoción social, dio su
carácter al sistema. La manumisión, por otra parte, también beneficiaba a los antiguos
amos, porque la liberación no significaba la ruptura de los lazos de dependencia. La
relación amo-esclavo se sustituía por otros lazos de vinculación de los libertos con
patronos, estipulados en el acto de la manumisión, que comportaban obligaciones
económicas y morales.
Las ventajas recíprocas de la manumisión para amos y esclavos y, en
consecuencia, la frecuencia de las liberaciones, obligaron a Augusto a introducir una
legislación restrictiva, que trataba de defender los derechos de los ciudadanos y la
estabilidad del sistema. Pero ello no impidió que creciera el número de esclavos
liberados -más en la ciudad que en el campo, que lograban frecuentemente una
posición desahogada e incluso una relevante posición económica, como prueba la
institución antes señalada de los Augustales.
Bibliografía
A.A.V.V., El modo de producción esclavista, Madrid, 1978
ABBOT, F.-JOHNSON, A.C., Municipal administration in the Roman Empire, Princeton,
1926
ALFÖLDY, G., Historia social de Roma, Madrid, 1987
AMPOLO, C., La città antica. Guida storica e critica, Bari, 1980
BANDELL, G., La agricultura en la Roma antigua, Madrid, 1951
BLÁZQUEZ, J.M., Agricultura y minería romanas durante el Alto Imperio, Madrid, 1991
ID., Artesanado y comercio durante el Alto Imperio, Madrid, 1990
BLÁZQUEZ, J.M.-REMESAL, J. et alii, Producción y comercio del aceite en la
Antigüedad, 2 vols., Madrid, 1980-1983
CHEVALIER, R., Les voies romaines, París, 1973
DESIDERI, P., "La romanizzazione dell'Impero", Soria di Roma, II, 2, Turín, 1991, 577
ss.
FINLEY, M.I., The Ancient Economy, Londres, 1973
FRIEDLÄNDER, L., La sociedad romana, México, 1947
GAGÉ, J., Les classes sociales dans l'Empire romain, París, 1964
GARNSEY, P.-SALLER, R., El Imperio romano. Economía, sociedad y cultura,
Barcelona, 1991
HARMAND, H., L’Occident romain. Gaule, Espagne, Bretagne, Afrique du Nord (31 av.
J.C. à 235 apr. J.C.), París, 1970
HEICHELHEIM, F.M., Storia economica del mondo antico, Bari, 1972
HOPKINS, K., Conquistadores y esclavos, Barcelona, 1981
MARTINO, F. DE, Historia económica de Roma antigua, II, Madrid, 1985
MUÑIZ, COELLO, J., Las finanzas públicas del estado romano durante el Alto Imperio,
Madrid, 1990
REMESAL, J., La annona militaris y la exportación de aceite bético a Germania,
Madrid, 1986
ROSTOVTZEFF, M., Historia social y económica del Imperio romano, 2 vols., Madrid,
1972-73
ROUGÉ, J., Recherches sur l'organisation du commerce maritime dans le
Méditerranée sous l'Empire romain, París, 1966
SARTRE, M., El Oriente romano. Provincias y sociedades provinciales del
Mediterráneo oriental, de Augusto a los Severos (31 a. C.-235 d. C.), Madrid, 1994
VEYNE, P., Le pain et le cirque. Sociologie historique d’un pluralisme politique, París,
1976
WEBER, M., Historia agraria romana, Madrid, 1982
YAVETZ, Z., Slaves and Slavery in Ancient Rome, Leiden, 1988
Los Severos y la crisis del siglo III
ISBN: 84-96359-34-4
José Manuel Roldán Hervás
Caracalla (211-217)
La muerte de Septimio Severo dejó el poder conjuntamente en manos de sus
dos hijos, Caracalla, de 23 años, y Geta, unos años más joven. Los ímprobos
esfuerzos del emperador y de su esposa, Julia Domna, por lograr la concordia entre
los dos hermanos, que se detestaban mutuamente, no impidieron la muerte de Geta, a
manos de Caracalla, un año después de acceder al trono (212), a la que siguió un
baño de sangre contra los partidarios y colaboradores de su hermano. Julia Domna, no
obstante, logró mantener su influencia en la vida pública, como auténtica corregente, y
los excelentes jurisconsultos de su entorno continuaron desarrollando su actividad en
la tradición de Septimio Severo, con una obra considerable y positiva en los ámbitos
del derecho y de la administración general del Imperio.
Sin duda alguna, la medida más importante de su reinado es la llamada
Constitutio Antoniniana o "Edicto de Caracalla", promulgada en el 212, por la que se
concedía la ciudadanía romana a todos los habitantes libres del Imperio. El
otorgamiento no suponía la supresión de los derechos tradicionales y de los diferentes
géneros de vida existentes en el Imperio, y de él sólo quedaban excluidos los dediticii,
las poblaciones bárbaras, establecidas dentro de las fronteras romanas. Con el Edicto
se culminaba la política progresiva de concesión de los derechos de ciudadanía,
iniciada por Roma siglos atrás en su ámbito de dominio, y se cumplía finalmente la
igualación jurídica de romanos, italianos y provinciales y, con ella, la unidad de
derecho en el mundo romano, sin suprimir las "patrias particulares".
Pero este mundo estaba afectado por graves problemas económicos,
agravados por el mantenimiento de una máquina estatal gigantesca y costosa. La
moneda base de plata, el denario, ya había perdido bajo Cómodo un 30% de su valor
real y su depreciación fue aumentando progresivamente. Caracalla, sin suprimirlo,
creó una nueva moneda, el antoninianus, también de plata baja, con un valor efectivo
de denario y medio y nominal de dos denarios, que siguió circulando en reinados
sucesivos, cada vez más depreciado, hasta contar apenas con un 5% de plata.
Caracalla trató de subrayar ante todo su carácter de vir militaris, de rudo
soldado, atento sólo a su popularidad en el ejército, y de ahí la política exterior
expansiva, que tendría desastrosas consecuencias para la precaria economía de la
sociedad imperial. En el año 213, la presión sobre el Danubio de una amplia
confederación de tribus germánicas, agrupadas en torno a los alamanes, obligó al
emperador a un enorme esfuerzo militar, cuyo resultado fue la consolidación del limes
renano-danubiano, en parte también conseguido gracias a una generosa distribución
de subsidios entre los bárbaros.
Pero su auténtico sueño debía ser la conquista de Oriente, a imitación de su
héroe Alejandro, con una gigantesca campaña contra el reino parto. La campaña
comenzó en el año 216 con un espectacular avance romano en territorio parto, que
Caracalla intentó repetir al año siguiente. Cuando se disponía a reemprender las
operaciones, el emperador fue asesinado por un oficial pretoriano a instigación de
Macrino (217).
Macrino (217-218)
Marco Opelio Macrino fue aclamado emperador por los soldados, sorprendidos
y desesperados por la pérdida de Caracalla, al que querían. Africano y de origen
humilde, fue el primer emperador de rango ecuestre, sólo aceptado por el senado a
regañadientes y con escasa popularidad entre los soldados.
Urgía liquidar el problema parto. Macrino, tras largas negociaciones, concluyó
una paz, que garantizaba el statu quo fronterizo con Partia y la soberanía nominal de
Roma sobre Armenia, a cambio de una considerable suma de dinero. Este acuerdo de
compromiso, tan poco glorioso, y la decisión de disminuir el salario de los nuevos
reclutas extendieron el malestar entre el ejército. Macrino, jugando en todos los
frentes, trató de ganarse el favor general con diferentes medidas, que no contentaron
a nadie: deferencia ante el senado, reducción de los impuestos, donaciones a la
plebe..., en suma, una política de buena voluntad, pero sin programa definido,
destinada a ser breve.
Julia Domna apenas había sobrevivido unas semanas a su hijo Caracalla. Pero
en Emesa, su patria de origen, se había refugiado el resto de la familia imperial: su
hermana Julia Mesa, con sus dos hijas, Soemia y Mamea, madres respectivamente de
Vario Avito y Alexiano, los dos últimos descendiente masculinos de la dinastía. Avito,
de catorce años, ejercía el gran sacerdocio hereditario del "dios-montaña" El-Gabal, la
divinidad solar de Emesa, de la que recibió el nombre de Elagabal (transcrito en latín
como Heliogábalo).
Interesadamente, la familia extendió el rumor de que Avito era hizo ilegítimo de
Caracalla, y se prometió a las legiones estacionadas en Siria generosos donativos si
apoyaban su causa. El joven sacerdote, finalmente, fue proclamado Augusto por los
soldados con el nombre de Marco Aurelio Antonino. Macrino reaccionó, nombrando,
por su parte, Augusto a su hijo Diadumediano, y se dirigió a aplastar la rebelión.
Vencido en Antioquía, fue asesinado unos días más tarde cuando huía hacia Europa,
mientras su hijo corría la misma suerte en su intento de buscar refugio en la corte de
los partos.
Heliogábalo (218-222)
Tras el intermedio de Macrino, volvía al poder la dinastía africana de los
Severos, convertida ahora en siria. Heliogábalo, demasiado joven para reinar, apenas
se interesó por otra cosa que la exaltación de su dios. Sanguinariamente eliminados
los amigos de Macrino y reprimidos varios motines militares en Siria, Heliogábalo inició
el camino hacia Roma, llevando con él, en solemne procesión, la piedra negra,
símbolo del dios de Emesa. La población romana hubo de contemplar, sorprendida y
escandalizada, la entrada en la Ciudad de un emperador adiposo, cubierto de
maquillaje, adornado con extravagantes joyas y cubierto de chillones ropajes, que
pretendía subordinar a este culto exótico los viejos cultos romanos. Un nuevo templo
en el Palatino, el Elagabalium, acogió, bajo la presidencia del nuevo dios, los
emblemas sagrados más representativos de la religión romana, en un intento de
sincretismo, esto es, de asimilación de todos los cultos al de la suprema divinidad
solar.
Sin capacidad ni deseos de gobernar, Heliogábalo abandonó el poder en las
manos de Julia Mesa, su abuela, y de Julia Soemias, su madre, mientras se
abandonaba a los excesos de su locura mística y a los caprichos y depravaciones de
una mente, probablemente enferma, rodeado por una corte poblada de comediantes,
prostitutas y eunucos, si hacemos caso a la tradición senatorial, abiertamente hostil al
emperador.
La creciente impopularidad de Heliogábalo, en una coyuntura financiera cada
vez más degradada y con nuevas presiones bárbaras sobre las fronteras
septentrionales, decidieron a la vieja dama siria, Mesa, a buscar un recambio, que
pudiera asegurar el porvenir de la dinastía. Heliogábalo aceptó así la adopción de su
primo Alexiano, el hijo de Julia Mamea, con el nombre de Marco Aurelio Alejandro
(221). Cuando el emperador advirtió su error, ya era demasiado tarde: un motín de los
pretorianos, probablemente preparado por Mamea con la aprobación de Mesa, acabó
con las vidas de Heliogábalo y de su madre (222) y elevó al trono a Alejandro, que
incluyó entre sus nombres el programático de Severo.
La “Anarquía militar”
Maximino, llamado el Tracio (235-238), campesino de humilde origen, como
primer y auténtico “emperador-soldado”, dirigió de inmediato una campaña victoriosa
al otro lado del Rin, en la Germania libre, y, a continuación, se trasladó al Danubio
para luchar, también con éxito, contra dacios y sármatas. Pero, exhausto el Tesoro,
hubo de aplicar con brutalidad una auténtico terrorismo fiscal, con continuas requisas,
extorsiones y confiscaciones, que, al repercutir sobre los estratos acomodados -orden
senatorial, grandes terratenientes y burguesías municipales-, suscitó el malestar
general y la resuelta oposición de las capas altas de la población del Imperio.
Tras el efímero reinado de Gordiano I y su hijo, Gordiano II, proclamados
emperadores en África y pronto eliminados, el senado eligió a dos de sus miembros,
Pupieno y Balbino, como emperadores conjuntos, mientras Maximino, que marchaba
sobre Italia, fue detenido asesinado por sus propios soldados. Pero no había
terminado el infortunado año 238 cuando Pupieno y Balbino fueron asesinados a su
vez por la guardia pretoriana. Así subió al poder el quinto emperador del año, el joven
Gordiano III (238-244), proclamado por los pretorianos y aceptado por el senado.
Demasiado joven para una acción de gobierno personal, pudo mantenerse durante
cierto tiempo en el trono gracias a la firmeza y eficacia de su principal consejero,
Timesiteo, que asumió en nombre del emperador, como prefecto del pretorio, la
dirección de los asuntos públicos y, entre ellos, el más urgente de todos, la defensa
del Imperio.
En el año 240, Sapor I había sucedido en el trono persa a Artajerjes. Fiel
intérprete del programa nacionalista y expansionista de la dinastía, inició su reinado
con una ofensiva contra la provincia romana de Mesopotamia. Gordiano y Timesiteo
hubieron de dirigirse a Oriente, al frente de un gran ejército, restableciendo a su paso
el orden sobre la frontera danubiana en lucha contra godos y sármatas.
La campaña contra los persas fue un éxito, pero, en el 243, cuando se
iniciaban los preparativos para una nueva campaña, Timesiteo murió, y el nuevo
prefecto del pretorio, Filipo, instigó un motín de los soldados contra el emperador, que
fue asesinado en el curso de la campaña. Acto seguido, el ejército proclamó a Filipo
(244). Otros ejércitos en distintas provincias intentaron por la misma vía elevar a sus
comandantes a la púrpura imperial. Se multiplicaron así los usurpadores en la periferia
del Imperio, mostrando cómo los métodos tradicionales de gobierno, basados en la
débil legitimidad que confería el senado en Roma, no eran capaces de poner un freno
a las fuerzas centrífugas, que impulsaban un movimiento de disgregación, cuyos
intérpretes eran los ejércitos provinciales. Pero todavía era más grave la situación
exterior. Las debilitadas defensas del Danubio fueron impotentes para resistir el
empuje de las tribus bárbaras y, especialmente, de los godos, que avanzaron por
territorio romano, ante la impotencia del gobierno central, en manos de efímeros
emperadores: Trajano Decio, Treboniano Galo, Volusiano y Emiliano (253), más
atentos a hacerse con el poder en Roma que a frenar la amenaza goda.
Bibliografía
BELLEZA, A., Massimino il Trace, Génova, 1964
BERCHEM, D. VAN, L'annone militaire dans l'Empire romain au IIIe. siècle, París,
1937
BIRLEY, A., The African Emperor Septimius Severus, Londres, 1988
CALDERINI, A., I Severi. La crisi dell'Impero nel Terzo Secolo, Bolonia, 1949
CALLU, J.P., La politique monétaire des empereurs romains de 238 à 311, París, 1969
CAVUOTO, P., Macrino, Nápoles, 1983
CLEVE, R.L., Severus Alexander and the Severan Women, Ann Arbor, 1982
CREES, J.H.E., The Reign of the Emperor Probus, Roma, 1966; VITUCCI, G.,
L’imperatore Probo, Roma, 1952
DAMERAU, P., Kaiser Claudius II Gothicus, Leipzig, 1934
DODDS, E.R., Paganos y cristianos en una época de angustia, Madrid, 1975
FORQUET DE DOME, C., Les Césars africaines et syriens et l'anarchie militaire,
Roma, 1970
HOMO, L., Essai sur le règne de l'empereur Aurelien, Roma, 1967
JARDÉ, A., Études critiques sur la vie et le règne de Sévère Alexandre, París, 1925
KÖNIG, I., Die gallischen Usurpatoren von Postumus bis Tetricus, Munich, 1981
LETTA, C., "La dinastia dei Severi", Storia di Roma, II, 2, Turín, 1991, 639 ss.
MacMULLEN, R., Roman Government's Response to Crisis A.D. 235-337, New Haven,
1976
MAZZA, M., Lotte sociali e restaurazione autoritaria nel III secolo d. C., Roma-Bari,
1973
MELONI, M., Caro, Numeriano e Carino, Cagliari, 1948
PUGLIESE-CARRATELLI, G., L’età di Valeriano e di Gallieno. Appunti di storia
romana, Pisa, 1951
REMONDON, R., La crisis del Imperio romano de Marco Aurelio a Anastasio,
Barcelona, 1967
SORACI, R., L’opera legislativa e amministrativa dell’imperatore Severo Alessandro,
Catania, 1974
THOMPSON, G. R., Elagabalus: Priest Emperor of Rome, Ann Arbor, 1972
TURCAN, R., Héliogabale ou le Sacre du Soleil, París, 1985
TURTON, G., The Syrian Princesses: The Women who ruled Rome A.D. 193-235,
Londres, 1974
UBIÑA; J., la crisis del siglo III y el fin del mundo antiguo, Madrid, 1982
ID., El Imperio romano bajo la anarquía militar, Madrid, 1990
WALBANK, F.W., La pavorosa revolución. La decadencia del Imperio Romano de
Occidente, Madrid, 1978
El Bajo Imperio y el fin de la Antigüedad
ISBN: 84-96359-35-2
José Manuel Roldán Hervás
1. Diocleciano y la Tetrarquía
Se denomina como Bajo Imperio o Antigüedad tardía los dos últimos siglos de
la historia del Imperio -IV y V-, entre la restauración de Diocleciano y la desaparición,
en el caos de las invasiones bárbaras, del poder romano en Occidente.
De origen ilirio, Diocleciano, en el 285, se apoderó del trono imperial con la
voluntad de restablecer el prestigio y la autoridad del poder central y lograr una eficaz
administración. Para ello, una premisa necesaria era poner remedio al mal crónico del
estado, la inestabilidad política, que había sacudido el Imperio durante casi un siglo,
en un vertiginoso sucederse de efímeros emperadores, juguetes del ejército o de los
pretorianos y víctimas de conjuras de palacio o de enfrentamientos contra
pretendientes y usurpadores. La solución de Diocleciano fue el ejercicio colegiado del
poder, con dos Augustos y dos Césares que sucederían automáticamente a los
emperadores, a su muerte o tras veinte años de ejercicio del poder, la llamada
Tetrarquía. Los ayudantes estaban ligados a los emperadores por lazos de adopción y
los cuatro se vincularon entre sí por uniones matrimoniales. No podía haber
coparticipación en el poder sin la redistribución entre ellos de los territorios en los que
poder ejercerlo. Diocleciano conservó el gobierno de Oriente, Egipto y Asia; su César,
Galerio, administró Grecia y las provincias danubianas; Maximiano, el segundo
Augusto, se quedó con Occidente, mientras su César, Constancio Cloro, gobernaba la
Galia y Britania. La auctoritas de Diocleciano, el Augusto senior, aceptada por todos,
daba unidad y cohesión a la Tetrarquía por su capacidad de intervención en los
territorios de los demás.
Muy pronto se notaron los efectos positivos de esta coparticipación con
distintas operaciones militares favorables a las armas romanas. En Occidente se pudo
neutralizar una rebelión de campesinos, los llamados bagaudas, que aterrorizaban las
Galias, y frenar las constantes amenazas en la frontera renana de alamanes y los
francos. En Oriente, a las victorias de Diocleciano contra las tribus bárbaras del
Danubio se añadió, frente a los persas, la conquista de Mesopotamia.
Restablecido el orden y la paz, Diocleciano acometió un radical reorganización
de la administración y de la economía del Imperio.
La necesidad de defender las fronteras llevó a Diocleciano a una profunda
reforma del ejército. Se aumentó el número de las legiones de 39 a 60 y esta
duplicación de los efectivos fue acompañada de la reorganización y distribución de las
tropas. A costas de grandes esfuerzos económicos, Diocleciano intentó hacer del
Imperio una verdadera fortaleza, con sólidas murallas, fortificaciones y castillos,
ocupados y defendidos por importantes contingentes de tropas legionarias, federadas
y auxiliares, los ripenses o limitanei.
Diocleciano concibió un organigrama político-administrativo en el que todas las
provincias quedaban enlazadas e integradas en la administración central del prefecto
del pretorio mediante la creación de doce nuevas unidades territoriales intermedias,
las diócesis, que incluían un número variable de provincias: Oriente, Mesia, Asia, Italia,
Galia, el Ponto, Panonia, Viennense, Tracia, Hispania, África y Britania. La
burocratización de la jerarquía administrativa fue llevada a sus extremos y un ejército
de funcionarios dependientes de la voluntad del soberano constituyó el esqueleto del
estado; las funciones militares fueron rigurosamente distinguidas de las civiles y el
cuerpo de burócratas se constituyó como una casta, tendente a crearse privilegios de
grupo, como el típico de sustraerse a los juicios normales. Las provincias fueron
aumentas de número y reducidas en extensión para evitar que sus gobernadores
tuviesen a su disposición milicias y recursos económicos relevantes. En la nivelación
general, Italia se convirtió en una provincia como las demás, a excepción de Roma,
que con su territorio circundante permaneció exenta de impuestos.
El mantenimiento del ejército y de la creciente burocracia, con sus exorbitantes
gastos, obligaron a Diocleciano a acometer también una profunda reforma fiscal. Los
impuestos se satisfacían, en función de las necesidades, a través de una asignación
colectiva, la annona, que ahora se combinó con la capitatio para configurar el sistema
fiscal conocido con el nombre de iugatio-capitatio, mediante el cual se pasaba, de un
impuesto elaborado en función de las necesidades y redistribuido por asignaciones
colectivas, a un impuesto organizado como tasa fiscal por unidad de riqueza
imponible. Todos los elementos económicos y humanos sujetos a tributación fueron
valorados y gravados con una unidad fiscal fija, que era igual para todos los elementos
imponibles de una misma circunscripción impositiva. Uno de los aspectos
fundamentales de la reforma de Diocleciano consistió en la equivalencia establecida
entre el caput y el iugum, con arreglo a la cual una unidad trabajadora imponible
(caput) equivalía, a efectos tributarios, a una unidad imponible de superficie (iugum)
cultivada por una unidad trabajadora.
Esta reforma se combinó con una política monetaria, incapaz de frenar el alza
de los precios. Precisamente, para luchar contra la elevación del coste de la vida,
producto de la devaluación monetaria resultante de la desconfianza y de la
especulación, Diocleciano promulgó en el 301 el Edictum de pretiis rerum venalium,
con el que se fijaba el precio máximo a pagar por los distintos productos, trabajos,
transportes... El decreto, que pretendía con su techo de precios máximos mantener el
poder adquisitivo de la amplia masa social, estaba condenado al fracaso y no duró
mucho tiempo. Los comerciantes ocultaron sus mercancías y los precios
reemprendieron su carrera alcista.
Diocleciano en su empeño por restaurar los valores tradicionales quiso poner
su sistema bajo los fundamentos ideológicos de una nueva teología política. Conforme
a ella, él mismo se proclamó descendiente de Júpiter, tomando el título de Jovius,
mientras que su colega Maximiano se vinculaba a la estirpe de Hércules, asumiendo el
denominativo de Herculius. Las titulaciones sintetizaban la nueva dimensión ideológica
del régimen, que fundamentaba su legitimación del poder en la relación que los dos
Augustos guardaban con esos dioses. Esta cimentación ideológica y sacral del poder
tuvo su reflejo en signos externos (uso de gemas en el vestido imperial, utilización de
insignias y diademas) y en el ceremonial cortesano adoptado, con la proskynesis,
genuflexión realizada ante el emperador al mismo tiempo que se besaba la parte baja
de su vestido.
La obligatoriedad del culto oficial al emperador tenía que provocar
necesariamente el rechazo de las comunidades cristianas, que, tras períodos
intermitentes de persecución, se habían extendido por el Imperio incluso entre las
clases altas. La defensa de los valores tradicionales, imprescindibles para la unidad
del Imperio, que Diocleciano consideraba amenazados por la renuente actitud
cristiana, fue determinante para que entre el 303 y el 304 se publicaran una serie de
edictos contra los cristianos, el último de los cuales imponía a todos los habitantes del
Imperio la obligación de sacrificar a los dioses, si no querían ser ejecutados o
condenados a las minas. La persecución fue más dura en Oriente, donde existían
muchos más cristianos, que en Occidente y fueron muchos los cristianos que dieron
testimonio de su fe.
Un año después de haber emitido estos decretos, Diocleciano abdicó y se retiró
a Split, cerca de Salona, su ciudad natal. Con arreglo a lo convenido, los dos Augustos
debían de renunciar al mismo tiempo. El 1 de mayo del 305, Maximiano, en Milán, y
Diocleciano, en Nicomedia, renunciaron formalmente al poder. En esa misma fecha,
Galerio y Constancio Cloro fueron proclamados Augustos, nombrando Césares a
Maximino Daya y a Severo. En estos nombramientos se dejó de lado a Majencio, hijo
de Maximiano, y a Constantino, hijo de Constancio Cloro. Cuando, en julio del 306,
Constacio Cloro murió en Britania, Constantino fue proclamado emperador por las
tropas de su padre, volviendo así al sistema de la sucesión dinástica. La situación
provocó el caos, que se prolongó durante varios años, en un estado de confusión tal
que hubo momentos en los que el Imperio llegó a contar con cuatro Augustos -Galerio,
Constantino, Licinio y Maximino Daya- y un César, Majencio, ante la impotencia del
propio Diocleciano, incapaz de resolver como árbitro el conflicto. Sólo en el 212,
Constantino, tras lograr controlar Occidente, descendió sobre Italia y venció a su
directo rival Majencio sobre el Tíber, en el puente Milvio. En Oriente, mientras tanto,
Licinio había logrado el título de Augusto.
Constantino
Constantino, tras la victoria, se reunió con Licinio en Milán para llegar a un
acuerdo, que se selló, a la vieja usanza tetrárquica, con una alianza familiar: Licinio se
desposó con Constanza, hermana de Constantino. La convicción de que la política
religiosa de Diocleciano había constituido un rotundo fracaso, impulsó la proclamación
por los dos Augustos del denominado Edicto de Milán, que concedía la libertad de
culto, con objeto de que cada uno adorase a su manera “lo que hay de divino en el
cielo”. Se ordenaba también que las comunidades cristianas recuperasen los bienes
que les habían sido confiscados o vendidos.
Pero Constantino no se limitó a conceder plena libertad de culto: aun sin ser
cristiano (sólo se hizo bautizar en su lecho de muerte) comprendió que el cristianismo
estaba animado de una fuerza moral que podía dar vigor a la sociedad y, en
consecuencia, hizo todos los esfuerzos para incluir a la Iglesia en el estado,
concediendo derechos y privilegios al clero e incluso interviniendo con su autoridad en
la preservación de la propia unidad de la Iglesia, amenazada por discordias teológicas
y herejías. Así, en el 325, Constantino convocó el Concilio de Nicea, que examinó las
cuestiones objeto de controversia, en especial la doctrina del sacerdote alejandrino
Arrio sobre el problema de la naturaleza divina. Los padres conciliares redactaron el
Credo de Nicea, que establecía doctrinalmente que el Hijo era homousios, esto es, de
la misma naturaleza que el Padre. No todos los obispos y fieles aceptaron ese
doctrina, y el arrianismo, con momentos de efervescencia y de calma, pervivió y siguió
creando problemas durante mucho tiempo a la iglesia católica a través de los
bárbaros, como los visigodos, ganados por la fe arriana.
El apoyo dado por Constantino a los cristianos hizo cada vez más tensas las
relaciones entre el emperador y su colega de Oriente, Licinio, hasta el punto de que en
el 316 los dos Augustos decidieron que cada uno, independientemente del otro,
pudiera emanar leyes y decretos que interesaran sólo a una de las dos partes del
Imperio; se dibujaba así una ruptura que, en cierto modo, anunciaba, aunque todavía
vagamente, la división del Imperio en dos estados independientes. En el 324, en fin, se
llega a la ruptura completa, entre otras cosas porque Licinio, a despecho de la política
constantiniana, hostilizaba abiertamente a los cristianos. Licinio fue derrotado (324) y
Constantino se convirtió en el único emperador.
Poco después de su victoria sobre Licinio, Constantino decidió trasladar la
capital del Imperio de Roma a Bizancio, que, engrandecida con espléndidos
monumentos, fue consagrada en el 330 con el nombre de Constantinópolis. En la
importante decisión intervinieron, sobre todo, razones geopolíticas, debido al creciente
peso de la parte oriental del Imperio.
En su conjunto, las reformas de Constantino continuaron las líneas maestras
trazadas por Diocleciano o precisaron algunos de sus aspectos. Y, en primer lugar, los
militares.
Las guerras internas, tan frecuentes y numerosas, acarreaban inevitablemente
una merma significativa en el potencial militar que defendía las fronteras. Por eso no
puede resultar extraño que Constantino desarrollara el ejército de maniobra, las tropas
comitatenses, integradas por legiones y tropas auxiliares de infantería y caballería, a
disposición inmediata del emperador. Las tropas comitatenses, por su preparación,
adiestramiento y movilidad, resultaban más eficientes y gozaban de mayor capacidad
operativa que las tropas de los limitanei, que ocupaban las aldeas, fortines y castella a
lo largo de las fronteras.
Los gastos ocasionados por las frecuentes guerras, los costos de
mantenimiento de un ejército numeroso, los privilegios fiscales dispensados a los
veteranos, a la Iglesia y al clero, las inversiones, sin rentabilidad inmediata, en la
construcción de una nueva capital, unidos a la prodigalidad del emperador y de su
familia, repercutieron irremisiblemente en el crecimiento desmesurado del gasto
público, que obligó a la creación de nuevos impuestos .El sistema tributario, necesario
pero gravoso, era un factor más a sumar a aquellos otros que contribuían a agravar los
males económicos que aquejaban al Imperio, algunos de ellos ocasionados por el
sistema monetario. Durante el Alto Imperio, el denario de plata había sido la moneda
base. El estado constantiniano hizo del oro el nuevo patrón del sistema monetario. La
nueva moneda base, el solidus de oro, facilitó y agilizó con su estabilidad las
operaciones comerciales. Pero las clases pobres, que no disponían de esa moneda
fuerte, quedaron condenadas a soportar los inconvenientes de una moneda divisional
depreciada. De esta forma, el abismo económico y social existente entre los ricos y
poderosos (potentes y honestiores) y las clases inferiores (humiliores y tenuiores) se
fue agrandando desmesuradamente, provocando el deterioro de las clases medias.
Los hijos de Constantino
La muerte de Constantino en el 337 generó un período lleno de
confusión por las luchas entre sus tres hijos para hacerse con el poder. Tras la
eliminación de uno de ellos, Constantino II, en Aquileya (340), los otros dos hermanos,
Constancio y Constante, se repartieron respectivamente la parte oriental y occidental
del Imperio. Durante una década (340-350), gobernaron en frágil armonía, ya que
ambos hermanos mantenían posturas muy diferentes en materia religiosa: Constante
era defensor de la ortodoxia y Constancio, paladín del arrianismo.
Constante, en Occidente, hubo de enfrentarse, en una caótica situación
marcada por las revueltas de carácter social, a la usurpación de Magnencio, que fue
proclamado Augusto, mientras él mismo era asesinado cuando huía hacia Hispania.
Magnencio fue reconocido rápidamente en las Galias, en África y luego en Roma, pero
no por Constancio, que, desde el Oriente emprendió una lucha, que tras dos años de
feroces enfrentamientos, se decidió en la batalla de Mursa (351). Tras la victoria,
Constancio conquistó Italia y luego las Galias, quedando como único Augusto. No
obstante, obligado por los múltiples y graves problemas que amenazaban la
estabilidad del Imperio, Constancio decidió, en el 355, nombrar César a su primo
Flavio Claudio Juliano y lo envió a las Galias a combatir a los alamanes. Cuando
Constancio, por su parte, preparaba una expedición contra los persas murió de
repente el 3 de noviembre del 361.
Los Valentinianos
Juliano, muerto a la edad de 32 años, tras dos de reinado, no dejaba herederos
ni había designado sucesor. Un grupo de altos dignatarios civiles y militares elegieron
como emperador a Joviano (363-364), un cristiano moderado y militar poco significado.
La elección tuvo lugar en unas circunstancias dramáticas para el Imperio, que podían
agravarse todavía más si el ejército se veía forzado a una retirada difícil y arriesgada
del frente persa. Por ello, Joviano concluyó una paz desventajosa con los persas,
aunque oportuna, ya que el nuevo emperador cristiano, que estaba decidido a romper
con la política religiosa de Juliano, necesitaba de ese respiro militar para poder
centrarse en los asuntos internos de índole religiosa.
Entre las medidas que tuvo tiempo de disponer, se cuentan la reposición de los
bienes confiscados a las iglesias, la restitución a los clérigos de las antiguas
subvenciones retiradas por Juliano, la protección del monacato y las medidas legales
contra la magia, los encantamientos y los sacrificios paganos de carácter cruento. No
tuvo tiempo para más. Tras un reinado de apenas ocho meses, murió de improviso en
la ruta que de Ancira llevaba a Constantinopla.
Para decidir la sucesión, se reunió en Nicea un grupo de prohombres civiles y
militares, que eligieron como Augusto a Valentiniano, un oficial panonio de reciente
promoción. Aclamado emperador, eligió como segundo Augusto a su hermano
Valente, que ocupaba el insignificante puesto de protector domesticus. Los Augustos
se dividieron las dos partes del Imperio y el mismo poder imperial: Valentiniano I
gobernó las dos prefecturas occidentales y Valente lo hizo en la oriental, como dos
ramas dinásticas hermanadas, que, gobernando en paralelo, estaban dispuestas a
seguir sus propios proyectos sucesorios.
En la parte oriental del Imperio, Valente hubo de hacer frente al
pronunciamiento de Procopio, que aprovechó el descontento producido por la política
fiscal del emperador. Su condena y muerte fue seguida de purgas terribles entre sus
partidarios. En cuanto a la parte occidental del Imperio, Valentiniano I tuvo que
dirigirse a las Galias para rechazar las infiltraciones de los bárbaros del Rin, mientras
su general Teodosio el Viejo, que ya había combatido a los pictos, escotos y sajones
en Britania, marchó a África para sofocar el movimiento separatista de Firmo.
En materia religiosa, ambos hermanos se preocuparon por la dimensión social
que estaban alcanzando las prácticas mágicas. Los dos eran fervientes cristianos,
pero de dogmas distintos. Valentiniano profesaba la ortodoxia niceana. Con él y con su
hijo Graciano, al que asoció al trono en el 367, el cristianismo niceano se propagó
ampliamente por Occidente. Al tiempo que creció el prestigio de la sede de Roma en lo
que se refiere a influencia doctrinal y canónica, el poder temporal del emperador se
convirtió en eficaz instrumento al servicio de la Iglesia. Valente, por el contrario, se
inspiró y apoyó en el arrianismo, persiguiendo a los paganos por sus artes mágicas y a
los católicos por su doctrina niceana.
En el 375, Valentiniano I murió. Las tropas ilíricas nombraron Augusto a
Valentiniano II, de apenas cuatro años. Graciano se resignó y aceptó que Iliria,
desgajada de la prefectura de Italia, pasara a las manos de Valentiniano II.
Entre tanto, los asuntos de Oriente se agravaron por causa de los godos,
asentados en territorios del Imperio y obligados a sufrir vejaciones, arbitrariedades y
sustracciones de los alimentos a ellos destinados por parte de los funcionarios
romanos. Agotada su paciencia, los godos se sublevaron y, forzando la entrada a
nuevos congéneres, sometieron la Tracia y los Balcanes a un duro pillaje. Graciano
envió tropas en ayuda de Valente, pero este último, impaciente y celoso, presentó
batalla en las cercanías de Adrianópolis (378), sin esperar la llegada de los refuerzos
enviados. El ejército romano fue destruido y el emperador murió en el combate.
Teodosio
Tras Adrianópolis, Graciano nombró Augusto al hispano Teodosio, que recibió
el encargo de regir los destinos de la parte oriental del Imperio. Varios encuentros con
los godos, con suerte desigual, hicieron sentir la necesidad de llegar a una
negociación. En el año 382, los godos que habían penetrado en territorio del Imperio
suscribieron una alianza con Roma, con la obligación de servir como federados bajo el
mando de sus jefes. Como compensación por ese servicio, recibían las tierras situadas
entre el Danubio y el Hemus, que quedaban libres de tributación.
En el 383, el ejército de Britania se sublevó y nombró Augusto al español
Magno Máximo, comes de esa provincia. El nuevo usurpador se trasladó rápidamente
a las Galias para asumir contra los bárbaros la defensa de la romanidad y recabar la
ayuda del ejército del Rin. Graciano, abandonado por sus tropas, fue asesinado en
Lyon (383). Justina, la viuda de Valentiniano I, aprovechó esa situación confusa para,
con la ayuda de la aristocracia pagana y de algunos jefes del ejército, declarar que el
título del Augusto desaparecido pasaba a su hijo Valentiniano II, joven de trece años.
Así, por la vía de los pronunciamientos, el Imperio contó simultáneamente con tres
emperadores.
La desunión de Occidente, con dos emperadores, frente a la unidad y
continuidad de Oriente de la mano de Teodosio, produjo un equilibrio precario, que se
rompió en el 387 cuando las tropas de Máximo invadieron Italia: Valentiniano II y su
familia se embarcaron para Tesalónica. Teodosio dudó en intervenir, pero acudió en
ayuda del joven emperador. Derrotadas las tropas de Máximo, sus propios soldados le
dieron muerte en Aquileya.
Valentiniano, que estaba bajo la tutela del pagano Arbogasto, obtuvo todo el
Occidente, pero pronto surgieron problemas entre ambos, que el emperador zanjó con
la destitución de Arbogasto. Al poco tiempo, el emperador apareció ahorcado. El
general Arbogasto nombró emperador (año 392) a un antiguo profesor de retórica,
Eugenio, hombre culto y rico, que volvió a favorecer a los paganos de Roma. Tanto el
apoyo de Eugenio al paganismo como la dura represión de Teodosio hacia los cultos
paganos eran la instrumentalización de un enfrentamiento soterrado, que las armas
debían dilucidar. Las tropas de Eugenio fueron derrotadas junto al rio Frígido. El
usurpador y su mentor, Arbogasto, encontraron la muerte. De este modo, Teodosio
quedaba como único emperador, aunque sólo por unos meses: el 17 de enero del 395
moría en Milán.
Teodosio moría confiando sus dos hijos, Arcadio, de dieciocho años, y Honorio,
de diez, al cuidado de su fiel amigo y compañero, el semibárbaro Estilicón. Arcadio
recibía la parte oriental del Imperio, Honorio, la occidental.
Estilicón no tenía muchas posibilidades de mantener unido el Imperio. La parte
oriental mantenía una cerrada resistencia a las pretensiones tutelares de Estilicón,
quien, pese a su buena voluntad, fracasó en sus intentos de acercamiento, no sólo por
las ambiciones de la aristocracia oriental, sino porque en Oriente había tomado cuerpo
una actitud “nacionalista” antibárbara, que contrastaba profundamente con el
panorama existente en la parte occidental del Imperio.
Hasta el 406, Estilicón pudo sostener la situación en las fronteras, pero el 31
de diciembre de ese año el terrible azote de los vándalos, alanos, suevos y burgundios
cayó sin piedad sobre la parte occidental del Imperio. Ese momento puede
considerarse como el inicio del derrumbamiento del Imperio de Occidente. Estilicón
intentó pactar con el jefe bárbaro Alarico y permitió que sus hordas deambularan por
las Galias. El sector senatorial que se le oponía, logró sublevar a las tropas y
asesinarle (408). Su muerte precipitó la catástrofe. Las Galias fueron presa de los
bárbaros, que, en el 409, penetraron en Hispania.
Economía
Existen una serie de cuestiones polémicas en el análisis de las características
de la economía bajoimperial, especialmente en lo que se refiere a las cuestiones
relacionadas con la productividad, el estancamiento tecnológico, la recesión
económica y la posible regresión hacia una economía natural.
Se supone que durante el Bajo Imperio la productividad del trabajo del esclavo
era inferior a la del trabajo libre: la consecuencia fue una progresiva sustitución de la
mano de obra esclava por la de los colonos. Esta sustitución no sólo estuvo motivada
por la disminución del número de esclavos, sino también por razones económicas: los
costos de la compra y mantenimento de los esclavos se habían elevado, recortándose
con ello los beneficios que se obtenían con su trabajo, mientras que los sueldos de los
trabajadores libres parece que estuvieron siempre por debajo de los precios de los
productos. Por estas razones, la sustitución del trabajo servil por el libre no comportó
un gran dispendio económico.
Durante el Bajo Imperio se produjeron innovaciones tecnológicas. El anónimo
De rebus bellicis describe algunos de los artefactos de la época. Se conoció, por otra
parte, el molino de agua, y en las Galias se utilizó una especie de segadora. Cuando
se habla, por tanto, de estancamiento tecnológico no se puede decir con ello que no
hubiera avances, sino que éstos no incidieron, decisivamente, en la transformación de
los procesos productivos hasta tal punto que condujesen a un ahorro significativo de
mano de obra, susceptible de ser destinada a otros menesteres.
Por lo que hace a la posible recesión económica, hay que tener presente que la
agricultura, pilar económico fundamental del Imperio, pasaba por dificultades. Grandes
extensiones de tierras -más de 130.000 hectáreas de Italia y 285.000 de África- fueron
borradas de los registros del impuesto por improductivas. Sin llegar a las cotas
indicadas, en otros lugares del Imperio, también se produjo este abandono de tierras
por falta de productividad y de disponibilidad de mano de obra. De ahí, la sensación de
recesión económica. Pero el fenómeno de abandono de tierras y de falta de
productividad no fue general. Incluso algunas provincias pasaron por momentos de
prosperidad; por otra parte, el asentamiento de los bárbaros contribuyó a paliar la falta
de mano de obra agraria.
Consecuentemente, el fenómeno de la despoblación y de la recesión
económica resulta difícil de determinar en sus aspectos concretos y en sus diferencias
regionales. Incluso puede decirse que, tras la crisis del siglo III, en muchos lugares del
Imperio, dependiendo de las circunstancias, renacieron las actividades artesanales y
comerciales, si bien con un desarrollo desigual a favor de Oriente, cuyos productos de
lujo, recogidos en el decreto de precios máximos y en la Expositio totius mundi, eran
exportados a Occidente por mercaderes orientales.
No se puede sacar, por tanto, la conclusión de una recesión económica ni
tampoco de un posible retorno a la economía natural, por efecto de la inflación y de la
depreciación de la moneda. Es cierto que en esa época no eran pocas las
prestaciones y requisas que se hacían en especie, que el impuesto de la iugatio-
capitatio se pagaba en especie y que el sueldo de los funcionarios y soldados se
suministraba, parcialmente, también en especie. Estos datos hacen suponer a algunos
investigadores que durante el Bajo Imperio se estaba produciendo un regreso a la
economía natural estatal, en razón a que los funcionarios preferían ser pagados en
productos, mientras que los contribuyentes deseaban satisfacer sus impuestos en
moneda devaluada. Pero la sustitución de los productos por pagos en efectivo
(adaeratio), de valor equivalente, no era un procedimiento tan sencillo. Unido a él,
estaba la operación contraria: la venta forzada de los productos (coemptio), según un
baremo determinado. Desde Valentiniano, se establecieron baremos oficiales
frecuentes de la adaeratio, con la idea de impedir los abusos a los que se prestaba el
sistema, ya que los funcionarios preferían percibir en dinero el sueldo, si el baremo de
la adaeratio era alto, para luego comprar los productos en el mercado a precios más
bajos o utilizando la presión de la coemptio. Pero estos procedimientos a los que se
prestaba el sistema, eran utilizados a conveniencia por el estado, los funcionarios y los
contribuyentes. Fue Juliano quien trató de mejorar la situación, bajando en las Galias
el precio de la adaeratio.
Era la conveniencia, y no la suposición de que se estaba volviendo a una
economía natural, la que había desarrollado el fenómeno. El hecho de que la adaeratio
pasase a ser un procedimiento frecuente, indica que la economía monetaria estaba
plenamente vigente y desarrollada. Diocleciano, al intentar restablecer la confianza en
la moneda de plata y de cobre plateado, no hizo mas que seguir una política
conservadora, que, difícilmente, podía sacar al estado de sus crisis monetarias.
Constantino, por su parte, siguió el camino opuesto y, abandonando a su suerte a la
moneda divisional, eligió el patrón oro como base monetaria, creando el solidus de
1/72 por libra, con un peso de 4,55 gramos, que no sufrió ninguna alteración de peso a
lo largo de ese siglo. El solidus, como moneda con valor intrínseco y como moneda de
cuenta, intervino cada vez más en las transacciones comerciales, en los impuestos y
en los pagos. Se siguieron acuñando monedas de plata, la miliarensis y la silica (3,45
gramos). Lo mismo se hizo con la acuñación de monedas de cobre, pero el estado
renunció a imponerle un curso fiduciario forzado o sobrevalorado.
Esta política monetaria condujo a una serie de inflaciones, marcadas por
acuñaciones abundantes de monedas de cobre, que algunos emperadores, como
Constancio y Juliano, trataron de paliar con intentos deflacionistas: acuñación por el
primero de cobres con más peso (la maiorina y la centenonialis), e intento del segundo
en dar confianza a la moneda de plata, la siliqua (22 por cada solidus). Con Teodosio,
las monedas divisionales sufrieron enormes devaluaciones; al mismo tiempo, se
realizaron importantes acuñaciones de pequeñas piezas de plata y abundante moneda
de oro -el tremissis (1,51 gramos)- , que resultaban más cómodas para las
transacciones corrientes.
Es imposible conocer el peso que la fiscalidad tenía dentro del volumen de la
economía romana. Es normal que los testimonios literarios, reflejo de la opinión
común, la consideren muy elevada. Incluso algunas imposiciones complementarias
produjeron alborotos sangrientos, como los de Antioquía, del 387. El contribuyente
siempre considera elevada la cantidad que paga al estado, aunque sea pequeña. En sí
misma y fuera de su contexto económico y social, es posible que la carga impositiva
romana no fuese muy alta. Pero, desgraciadamente, hacía ya tiempo que el Imperio
mantenía un equilibrio precario entre los ingresos y los gastos, entre los sectores
sociales productivos y los improductivos. Consecuentemente, una parte de la carga
impositiva resultaba, por tanto, gravosa.
Lo que producía la amplia masa trabajadora apenas daba para algo más que
su subsistencia y el pago de sus impuestos. Para ella, el peso impositivo era
abrumador. El estado no podía pedirle sacrificios mayores, sin destruir con ello el
propio sistema impositivo. Pero si el estado, por razones obvias, no podía elevar
desmesuradamente los impuestos, sí podía lograr que todos, o casi todos, pagasen,
con lo que un mayor intervencionismo estatal sujetó con sus tentáculos al conjunto de
las fuerzas productivas y de la masa social del Imperio.
El fisco tenía también otras fuentes de ingresos. Estaban las tierras y los
latifundios pertenecientes a la Corona y al patrimonio privado del emperador. A estos
bienes hay que añadir las minas y canteras, que, en su inmensa mayoría, eran
patrimonio del estado.
Suele designarse a la organización económica de época bajoimperial con el
apelativo de socialismo estatal. La denominación no es acertada, porque la
construcción político-social característica del Bajo Imperio no pretendió imponer ni
desarrollar la igualdad entre todos los ciudadanos. Lo que se produjo en realidad fue
un totalitarismo estatal, que, en su vertiente económica, se caracterizó por un
minucioso dirigismo y, en la vertiente social, por la adscripción de las personas a su
clase o a su oficio.
Aunque muchas ciudades, focos de gran actividad económica y cultural, se
mantuvieron florecientes, sobre todo en Oriente, el hecho incontestable es que la
sociedad tardo-romana se hizo cada vez más rural. La gran propiedad se expandió por
doquier, más en Occidente que en Oriente. El tamaño de las propiedades de los
grandes terratenientes, que, como el caso de Santa Melania, poseían latifundios en
Italia, Sicilia, África e Hispania, variaba en sus dimensiones. En líneas generales, el
tamaño medio de una propiedad puede situarse en unas 260 hectáreas. Pero,
indudablemente, las había muchísimo más extensas. Algunas villae de las Galias, y
posiblemente también de Hispania, llegaban hasta las 1.500 hectáreas. Pero hay que
tener presente que los grandes terratenientes, además de la gran propiedad, poseían
parcelas de tierras separadas y diseminadas por diversos lugares del Imperio. Incluso
en las provincias occidentales, en las que la gran propiedad tuvo una fuerte
implantación, ésta fue compatible con el mantenimiento de las medianas y pequeñas
propiedades.
No parece que los propietarios medianos dispusiesen de una sola finca. Las
fuentes apuntan más bien a un número variable de parcelas, de diferente extensión,
dispersas por varios pueblos. Y por lo que se refiere a la pequeña propiedad, las
innegables pérdidas producidas en el sector, debido a la enajenación de las tierras de
los pequeños propietarios en dificultades, estuvieron compensadas con las donaciones
de tierras a soldados y veteranos en las provincias fronterizas.
Los pequeños propietarios agrícolas, que estaban más expuestos a las
variables condiciones climáticas, al azote de las invasiones y a la opresiva corrupción
de los funcionarios, se agrupaban, normalmente, en aldeas (vici). Su número y
vitalidad era muy grande en Oriente; por el contrario, en la parte occidental del
Imperio, parece que la presión de los grandes propietarios fue mayor, y Salviano de
Marsella nos informa (hacia la segunda mitad del siglo V) que muchos pequeños
propietarios de la Galias perdieron sus tierras a manos de los grandes propietarios.
En cierta manera, el estado veló por el mantenimiento de la pequeña
propiedad, ya que consideraba a estas aldeas como entidades compuestas por un
consortium: los miembros de la comunidad aldeana (consortes) tenían derecho de
preferencia a la hora de quedarse con la tierra del coterráneo al que la necesidad
obligaba a vender.
Aspectos sociales
El decreto de Caracalla, que concedía la ciudadanía romana a todos los
habitantes libres del Imperio, tuvo la virtud de acabar con las diferencias entre
ciudadanos de derecho romano, de derecho latino y peregrinos. Esta generalización
de la ciudadanía, que servía para otorgar a todas las personas libres algunos derechos
comunes, no hizo iguales a todos los habitantes del Imperio. Conforme avanza el Bajo
Imperio, se van agrandando cada vez más las diferencias de prestigio, poder,
importancia y situación jurídica existentes entre las clases ricas (potentes, honestiores)
y los pobres (humiliores).
A la cabeza de estas clases poderosas se encontraba la clase senatorial.
Símaco define el senado de Roma como la “elite del género humano”, que acogía en
su seno a algunos miembros de la vieja nobleza senatorial. Bien es verdad que la
mayor parte de esas familias de rancio abolengo no remontaban su origen más allá del
siglo III, ya que muchas de las viejas familias senatoriales habían perecido en las
purgas del Alto Imperio. Esa vieja aristocracia era más poderosa por fortuna, prestigio
social y por ser depositaria de las tradiciones romanas que por gozar de un poder
político efectivo, bastante menguado si lo comparamos con épocas anteriores. En el
Bajo Imperio, la clase de los clarissimi se fue acrecentando con las personas que el
emperador inscribía en el orden senatorial.
El prestigio político-administrativo, perdido por la clase senatorial a lo largo del
siglo III, como consecuencia de la llamada masiva de miembros del orden ecuestre
para ocupar cargos en la administración civil y militar, fue recuperado en tiempos de
Constantino: este emperador dispuso que muchas de las funciones que
desempeñaban miembros del orden ecuestre fuesen la puerta de acceso al
clarisimado. Los hijos de Constantino siguieron con esta política, permitiendo la
entrada en el orden a categorías enteras de funcionarios, que constituían la capa de
los altos dignatarios del estado, cuyo prestigio no se cimentaba en el nacimiento o en
su cultura, sino en el puesto desempeñado. A los clarissimi, herederos de viejas
familias, y a los funcionarios en activo o cumplido ya el período del cargo,
promocionados al clarisimado, hay que añadir una tercera categoría, constituida por
los altos cargos militares, algunos todavía romanos y la mayoría de origen bárbaro,
que fueron gratificados con esta dignidad.
Los miembros de la clase senatorial se diferenciaban, pues, por origen
(miembros o no de viejas familias), por procedencia geográfica (núcleo de Italia y de
las diversas provincias), por fortuna (repartidos en tres categorías para pagar el
impuesto de la glebalis collatio, a las que Teodosio añadió una cuarta), y en razón a
las funciones desempeñadas: desde Valentiniano I, los simples clarissimisi se
dintinguen de los “respetables” (spectabiles o antiguos procónsules) y los “ilustres”
(illustres, antiguos prefectos y cónsules).
Para los hijos de los miembros de la clase senatorial, el desempeño de la
cuestura y la pretura era el requisito previo que les abría las puertas al senado. Los
hombres nuevos alcanzaban el senado por gracia del emperador, a la espera del
desempeño de una magistratura, y por su inscripción imperial (adlectio) en las
categorías senatoriales, entre los antiguos cuestores, pretores y consulares. Para los
futuros senadores, la cuestura y la pretura eran magistraturas muy costosas, ya que
obligaban a grandes desembolsos en la organización de juegos y en diversas
liberalidades. Por esa razón, tales nombramientos se hacían tras la pertinente
información de los censuales, que, por razones de su cargo, estaban en óptimas
condiciones para conocer la situación económica de cada familia senatorial. El
consulado, que había perdido la mayor de su antiguo prestigio, era la coronación de
una carrera senatorial. De las antiguas funciones senatoriales, sólo la prefectura de la
Ciudad mantenía todavía una gran importancia política, en razón a que velaba por el
mantenimiento del orden en la ciudad y retenía todavía competencias sobre un gran
número de asuntos.
Constantino, cuando fundó la ciudad de Constantinopla para que fuese capital
de la parte oriental del Imperio, transformó la curia de esa ciudad en un senado
semejante al de Roma, pero sin su rancio lustre. Constancio le dio ese brillo a partir
del prestigio de los grandes personajes e intelectuales que Temistio se encargó de
reclutar. Pero todavía carecía de un núcleo de viejas familias, que era el orgullo del
senado romano. Para conseguirlo parcialmente, Constancio ordenó que los senadores
originarios de Macedonia y de Dacia fueran transferidos al senado de Constantinopla.
Aunque dentro de la clase senatorial se daban diferencias de diversa índole,
disponer de una gran fortuna y disfrutar de un género de vida exquisito, que permitiera
dedicarse a la cultura y a las letras, eran elementos comunes en su seno. Sin una
cantidad determinada de riqueza, no se podía pertenecer al orden senatorial. Pero la
inmensa mayoría de los senadores superaba con creces ese mínimo. Como elemento
indicativo, se acostumbra a ofrecer el dato de que Símaco gastó 2.000 libras de oro en
la organización de los juegos celebrados con ocasión del nombramiento de su hijo
como pretor y, sobre todo, la referencia de Olimpiodoro (comienzos del siglo V) de que
muchas casas romanas obtenían de sus dominios unas rentas anuales que podían
elevarse a 4.000 libras de oro, sin contar el trigo, aceite y otros productos, que, tras su
venta, alcanzaban un tercio de la cifra en oro.
Sería superfluo insistir que la propiedad territorial era el fundamento económico
de la clase senatorial. Tenían amplias propiedades (praedia) en Italia y en otras
provincias del Imperio. Santa Melania, heredera de las antiguas familias de los
Ceyonios y de los Valerios, contaba con propiedades en casi todas las provincias
occidentales. Los Símacos, una familia senatorial reciente, disponía de muchas
propiedades diseminadas por el sur de Italia y por África.
Desde mediados del siglo III, las invasiones, destrucciones, inflaciones y
progresiva ruralización redujeron el poder y el bienestar económico de las ciudades.
Por otra parte, la necesidad de controlar los medios de producción llevó a un mayor
intervencionismo estatal, que limitó la autonomía de las ciudades. Durante el Bajo
Imperio, la clase decurional mantuvo ficticiamente su viejo esplendor. Así, la relación
de los magistrados(album decurionum) recogida en una tabla de Timgad, del 363,
registra, en orden decreciente, a los patronos (miembros honorarios, clarissimi, por lo
general), a diversos cargos religiosos, a los personajes investidos de cargos
municipales, a los que ya los habían desempeñado y a sus hijos, como futuros
notables de la ciudad.
Tal minuciosidad y jerarquización de los cargos daba la sensación de plena
vitalidad funcional de las instituciones, que, en realidad, era sólo aparente. Hacía ya
tiempo que las magistraturas habían pasado a ser cargas pesadas. El orden
decurional, que estaba separado de la clase de los humiliores por normas jurídicas,
sufrió mayores demandas, que afectaban a su doble condición de entidad con
obligaciones para con su ciudad y con responsabilidades frente al estado.
Con relación a sus ciudades, no sólo estaban obligados a realizar las mismas
prestaciones anteriores -mantenimiento de edificios, baños públicos, suministros,
infraestructura...-, sino que debían atender a las nuevas necesidades, surgidas en
unos momentos en los que las arcas municipales estaban mermadas como
consecuencia de las confiscaciones de tierras públicas efectuadas por las
administración central.
Por su parte, también el estado redobló sus exigencias. Los curiales ya estaban
obligados a satisfacer, solidariamente, al estado los impuestos por las tierras
abandonadas; luego se les hizo responsables de la recaudación de los impuestos que
pesaban sobre toda la comunidad. Padecían los efectos de la delicada situación que
acompaña a todos aquellos que se encuentran entre dos fuegos: por un lado, se
sentían impotentes a la hora de hacer frente a las exigencias de los corruptos
recaudadores de impuestos y, por otra, eran odiados por los ciudadanos en razón a la
desagradable función recaudatoria, que cumplían por imposición del estado.
En el 368, Valentiniano nombró en las ciudades patronos oficiales, bien para
que defendiesen a la parte de la población urbana más desposeída, presa fácil de todo
tipo de abusos, bien para que velasen por la buena administración de las ciudades.
Estos defensores plebis, que llevaban también el nombre de defensores civitatis, se
eligieron entre honorati independientes. Tenían jurisdicción en asuntos menudos,
sobre todo en aquellos que se referían a la defensa de los pobres contra los impuestos
excesivos.
Conforme la rentabilidad de las propiedades rústicas, medianas y pequeñas,
iba decayendo, la presión fiscal aumentaba, especialmente para los curiales, que eran
los que debían hacer frente con sus bienes a los impuestos no pagados por su ciudad.
El agravamiento de la situación económica de los curiales les empujaba a desertar de
la curia municipal, buscando un puesto en la administración central o provincial, en el
clero, en el ejército, entre las profesiones liberales, si tenían condiciones y
conocimiento para ello, o, en último caso, convirtiéndose en trabajadores o en
arrendatarios.
Para evitarlo, se prohibió a los curiales dedicarse a esas profesiones, al mismo
tiempo que se dieron normas reguladoras de sus ausencias. Con Teodosio, la
normativa aplicada a los curiales se endureció, al negarse validez legal a la venta de
sus propiedades y esclavos si, previamente, no se justificaba ante el gobernador la
conveniencia de dicha venta (386). Mediante el control de las fortunas y las ventas de
los bienes de los curiales, se controlaba su huida.
La curias estaban compuestas por personas que, teniendo el origo de la ciudad
o siendo descendientes de curiales de esa localidad, contaban con las propiedades
rurales o inmuebles requeridas. Los comerciantes, los funcionarios, los miembros de
los collegia y todos aquellos que contaban con las dispensas pertinentes, quedaban
excluidos.
Las limitaciones legales existentes y el éxito de los procedimientos utilizados
por los curiales para librarse de esos cargos, llevó al estado a modificar los criterios
utilizados hasta entonces en su reclutamiento. Constantino amplió el requisito del origo
(nacimiento de la ciudad en cuestión), incluyendo como tal el simple domicilium
(residencia). Así, los extranjeros que residían en una ciudad y que poseían las
propiedades requeridas, podían ser obligados a formar parte de la curia. De este
modo, los consejos locales podía disponer del número de miembros proporcional a la
importancia de la ciudad. Pero, en situaciones normales, el nacimiento y el disponer de
la fortuna fundiaria requerida, variable según las ciudades, predestinaba al cargo de
curial, que se hizo hereditario.
Aunque es cierto que, en términos globales, durante el Bajo Imperio, decayó la
actividad urbana en muchos lugares, todavía se mantuvieron florecientes en las
ciudades algunas parcelas de la actividad económica. El estado, por razones obvias,
tuvo un gran interés en tener bajo su control aquellos productos y materiales que
resultaban esenciales al ejército y a la administración. Pero todavía quedaba en las
ciudades mucho terreno para la actividad comercial y artesanal.
Estos oficios y actividades quedaban en manos de personas, que, sin
pertenecer a las clases elevadas de las ciudades, manejaban importantes sumas de
dinero, que les proporcionaba reconocimiento y distinción social. También podían ser
los propietarios de pequeñas y variadas industrias artesanales, atendidas por ellos
mismos con sus parientes y esclavos.
Durante el Alto Imperio, la mayoría de estos artesanos se agrupaban,
libremente, en collegia, esto es, en corporaciones profesionales. Pero en el siglo IV, el
estado, al mismo tiempo que concedía graciosamente privilegios a los miembros de
algunos gremios que consideraba importantes, excluyéndolos, por ejemplo, de cargos
y sacerdocios, se vio en la necesidad de vincularlos hereditariamente a esos gremios y
corporaciones con sus persona y bienes. De esta forma, las ciudades y el estado
retenían en sus manos los resortes legales para influir, decisivamente, en la
producción de mercancías y en la regulación del mercado.
La clase baja de la población agrícola bajoimperial presentaba un panorama
complejo: pequeños propietarios, agrupados en aldeas; campesinos que sólo
disponían de casa o insignificantes parcelas y que, por ello, precisaban del arriendo de
otras tierras para vivir, y, sobre todo, colonos, la forma de trabajo agrícola más usual y
característica del Bajo Imperio.
El colono bajo-imperial se diferenciaba bastante del colono de los siglos II y III,
arrendatario voluntario, por tiempo definido, de una tierra, que, acabado el tiempo del
arriendo, podía abandonar. A cambio de la entrega de una parte de la cosecha y de la
prestación al dueño de un cupo determinado de tareas obligatorias, estos colonos
recibían en arriendo lotes de tierras de cultivo. Uno de los rasgos más significativos del
colonato era su adscripción a la tierra bajo la dependencia de su amo-arrendatario.
No todos los colonos estaban sometidos a las mismas condiciones. El
colono más dependiente era el adscripticius, que figuraba registrado en el censo con el
predio y el dueño del mismo. No podía tener tierra propia, ni cultivar al mismo tiempo
la de otro, ni tampoco casarse sin conocimiento de su señor. Sólo poseía, en la
práctica, una apariencia de libertad jurídica que lo separaba del esclavo. Estaban
también los coloni originales, vinculados a la tierra por su nacimiento (origo) y por el
censo. En la propia denominación de colonus originalis resalta suficientemente su
grado de dependencia y la hereditariedad de su condición.
En esencia, el régimen fiscal fue la verdadera causa del desarrollo del colonato
y de la adscripción de los colonos a la tierra. Era evidente que, en el siglo IV, hubo una
apremiante necesidad de mano de obra que se dedicase a las tareas agrícolas. Como
resultado de las destrucciones, guerras y movilizaciones militares, muchas zonas
geográficas sufrieron un inquietante descenso demográfico. La cantidad de tierras
dejadas de cultivar corroboraría esa falta de mano de obra. En tales condiciones, si se
quería garantizar a los terratenientes la mano de obra agrícola necesaria para la
explotación de unas tierras de las que el estado obtenía sus impuestos, era
imprescindible proceder a las adscripción de los colonos a la tierra, a su dependencia
y a hacer el oficio hereditario.
Bibliografía
ANDERSON, P., Transiciones de la Antigüedad al feudalismo, Madrid, 1979
BAJO, F., La formación del poder económico y social de la Iglesia durante los siglos
IV-V en el Occidente del Imperio, Madrid, 1986
BRAVO, G., Diocleciano y las reformas administrativas del Imperio, Madrid, 1991
ID., Coyuntura sociopolítica y estructura social de la producción en la época de
Diocleciano, Salamanca, 1980
ID., Revueltas internas y penetraciones bárbaras en el Imperio, Madrid, 1991
CHASTAGNOL, A., L'evolution politique, social et économique du monde romain (284-
363), París, 1982
ID., Histoire du Bas-Empire, París, 1984
DEMOUGEOT, E., La formación de Europa y las invasiones bárbaras, Barcelona,
1982
DODDS, E.R., Paganos y cristianos en una época de angustia, Madrid, 1975
FASOLINO, M., Valentiniano I. L'opera e i problemi storiografici, Nápoles, 1976
FORTINA, M., L'imperatore Graziano, Turín, 1953
JIMENEZ DE GARNICA, A., La desintegración del Imperio romano de Occidente,
Madrid, 1990
JONES, A.H.M., The Later Roman Empire 284-602. A social, economic and
administrative Survey, Oxford, 1964
LIPPOLD, A., Theodosius der Grosse und seine Zeit, Munich, 1980
LOT, F., La fin du monde antique et le début du moyen âge, París, 1951
MAIER, G., Las transformaciones del mundo mediterráneo, siglos III-VIII, Madrid, 1972
MARROU, H.I., Decadenza romana e tarda antiquità(III-IV secolo), Roma, 1979
MUSSET, L., Las invasiones. Las oleadas germánicas, Barcelona, 1973
PARETI, L., Storia di Roma e del mondo romano VI: Da Decio a Constantino (251-337
d. Chr.), Turín, 1961
REMONDON, R., La crisis del Imperio romano de Marco Aurelio a Anastasio,
Barcelona, 1973
SCHIAVONE, A. (dir.), Storia di Roma, III: L'età tardoantica, 2 vols., Turín, 1993
TEJA, R., La época de los Valentinianos y de Teodosio, Madrid, 1991
WALBANK, F.W., La pavorosa revolución. La decadencia del Imperio romano de
Occidente, Madrid, 1981
ROSTOVTZEFF, M., Historia social y económica del Imperio romano, Madrid, 1967
VOGT, J., la decadencia de Roma. Metamorfosis de la cultura antigua. 200-500,
Madrid, 1968