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Fundamento de credibilidad

Por Juan León Cornejo

Los derechos de uno terminan donde empiezan los derechos del otro. Igual que sus
obligaciones respecto de los demás. La sabiduría popular recomienda por eso no hacer a
los otros, lo que no quieres que te hagan.

17 de abril del 2018

Por curioso que parezca, la defensa de las libertades de información, expresión y opinión se
ha convertido en prioritaria, en estos tiempos de vida en democracia. A quienes hicimos de
la profesión más linda del mundo nuestro medio de vida, como la definió alguna vez Gabriel
García Márquez, esa lucha nos recuerda tiempos de dictaduras militares.

Fueron tiempos duros. De persecución política y censura secante en los medios. De prisión
de periodistas en cuarteles de la policía política; de confinamiento en lejanas regiones del
interior y de exilio sin documentos en el exterior. Fueron tiempos en los que los afanes por
recuperar la vida en democracia y por preservar la libertad de prensa estaban directamente
relacionados. Nunca como entonces era tan evidente, para el común de la gente, que la una
sin la otra son imposibles. No hay democracia sin libertad de expresión. No hay libertad de
expresión donde no hay democracia.

Esa realidad se entiende y se valora en su total dimensión sólo cuando se pierden esas
condiciones de la vida en comunidad. Como pasaron ya más de 30 años desde la recuperación
de la democracia tras la larga noche de las dictaduras militares, a las nuevas generaciones se
les hace cada vez más difícil apreciar el valor y el sentido que tiene hablar y defender
democracia y libertad de prensa como un todo.

Los dos conceptos les suenan sin sentido a la mayor parte de los actores de estos tiempos de
cambio, porque no les tocó vivir tiempos duros. Y actúan en consecuencia, ajenos también a
la historia. La experiencia enseña que, con intervalos mayores o menores, las situaciones
políticas se repiten periódicamente. Ajenos también a las leyes de la física: todo lo que sube
baja, cuando llega a su cúspide. El cantautor tarijeño resumió la sabiduría popular al respecto
en La Caraqueña, aquella cueca que compuso en sus tiempos duros del exilio.

Es que lo único permanente en la vida del hombre son los principios y los valores. Porque
están por encima de las personas y de las instituciones. Porque son la base ética, moral y legal
que hace posible la vida en comunidad. Supeditarlos a intereses personales egoístas por
naturaleza o a objetivos coyunturales tiene siempre consecuencias negativas para el conjunto
social. Por eso, los pueblos luchan siempre por volver a su cauce. Y lo seguirán haciendo, en
la medida en que toman conciencia de sus derechos. Con más razón en estos tiempos en que
el desarrollo tecnológico rompe velos de oscurantismo político, cultural o religioso.

El tema es que, en paralelo, la decisión creciente de la gente de ejercer sus derechos de


libertad de expresión y opinión impulsada por las cada vez mayores posibilidades que le
brinda el desarrollo tecnológico (las redes sociales, por ejemplo) demanda también una cada
vez mayor dosis de respeto a esos principios y valores fundamentales.

Los derechos de uno terminan donde empiezan los derechos del otro. Igual que sus
obligaciones respecto de los demás. La sabiduría popular recomienda por eso no hacer a los
otros, lo que no quieres que te hagan.

Es en ese punto de análisis que entran los temas de conducta, moral y ética cuando se habla
de libertades de información, expresión y opinión. Son libertades que atañen a todos los
ciudadanos, por encima de su condición política, económica o social. O de su quehacer
laboral. En el caso de los medios de prensa y de los periodistas, su ejercicio se institucionaliza
sólo por la capacidad de incidir en la opinión pública que tienen sus mensajes.

Por esa razón y para ejercer ese derecho con autoridad moral respecto a los destinatarios de
sus mensajes y a la comunidad en que operan, el derecho viene aparejado a la obligación de
respetar principios éticos fundamentales y normas morales comunes.

El principal de esos principios tiene que ver con la verdad, que se relaciona de manera directa
con la credibilidad. Se trata de un valor ético. Pero sobre todo de un requisito básico de la
profesión. La comunidad adhiere a un medio o a un periodista porque cree lo que dice o lo
que escribe. Cuando menos, porque confía en la buena fe de quien escribe y transmite los
mensajes.

Molesta al sentido común, por eso, constatar en la vida y prácticas diarias que mientras se
predica ética y valores morales desde el aula se prescinde de ellos en aras de intereses
personales políticos o económicos, siempre coyunturales. Y mezquinos. Muchas veces
incluso desde el siempre circunstancial cargo o empleo institucional.

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