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El aragonés que desenterró Pompeya

Javier Ramos. Periodista. Autor de 'Eso no estaba en mi libro de Historia de Roma'


javier.ramos.desantos@gmail.com

Tras la erupción del volcán Vesubio en el año 79 de nuestra era, la ciudad romana de Pompeya
quedó cubierta de lava y cenizas. El mundo se olvidó de ella hasta que en 1748 el monarca español
Carlos III (que por aquel entonces era Carlos VII rey de Nápoles y Sicilia) patrocinó expediciones
arqueológicas para desenterrar los misterios de aquella ciudad fantasma. Fue uno de sus más leales
servidores, Roque Joaquín de Alcubierre, un ingeniero militar aragonés destinado en Nápoles, quien
protagonizaría uno de los hallazgos más importantes de todos los tiempos: el descubrimiento de la
fascinante ciudad de Pompeya, Patrimonio de la Humanidad.

Palabras clave: Roque Joaquín de Alcubierre, Pompeya, Carlos III, Erupción del Vesubio,
Herculano, Edad Moderna

Roque Joaquín de Alcubierre nació en Zaragoza en el verano de 1702. Tras cursar sus primeros
estudios en la capital aragonesa, ingresó como voluntario en el cuerpo de ingenieros militares, por
entonces de reciente creación. Después de que el futuro Carlos III de España recuperara Nápoles del
dominio austriaco, Roque Joaquín de Alcubierre embarcó para la ciudad italiana y comenzó a
trabajar en las obras relacionadas con el palacio real de Portici. Pero sus inquietudes iban más allá:
reclamó una solicitud de autorización para comenzar labores de búsqueda de tesoros antiguos.
Influido por su condición de ingeniero militar, Alcubierre excavó pozos y túneles subterráneos, y no
trabajaba a cielo abierto. Primero halló el teatro de Herculano, la otra gran ciudad romana sepultada
por la erupción del Vesubio. Una lápida mencionaba al arquitecto del recinto: Publio Numisio. Los
duros trabajos en la zona repercutieron en su salud; aunque terminó por recobrarse de sus dolencias,
el aragonés perdió casi toda su dentadura y su vista quedó seriamente dañada.
En 1748 el ingeniero aragonés obtuvo permiso real para excavar en otra zona relativamente
próxima, famosa también por encontrarse en ella frecuentes restos arqueológicos. Alcubierre creyó
haber dado con la ciudad de Estabia. Sin embargo, nunca un error proporcionó mayor gloria a la
historia de la arqueología. Una lápida encontrada en las excavaciones decía: Res Publica
Pompeianorum. Lo que Roque Joaquín de Alcubierre había localizado era la ciudad de Pompeya en
el año 1763. No acabaron ahí sus logros. Tras los descubrimientos de Herculano y Pompeya,
Alcubierre halló y excavó sucesivamente los restos de Estabia, Cumas, Sorrento, Mercato di Sabato
y Bosco de Tre Case. Roque Joaquín de Alcubierre murió en Nápoles el 14 de marzo de 1780,
gozando del grado de mariscal de campo del cuerpo de ingenieros militares.

Unos hallazgos prolijos

La pericia que demostró Carlos III al permitir a Alcubierre que desenterrara Pompeya no se la
transmitió a su vástago Fernando I de Borbón, rey de las dos Sicilias, quien no supo apreciar
demasiado el valor de los materiales extraídos de las excavaciones. Cambió dieciocho de los
papiros descubiertos en 1785 en Herculano por el mismo número de canguros para el jardín
temático de su amante, especializado en animales procedentes de Australia.
Desde entonces, los arqueólogos han logrado desenterrar numerosos edificios casi intactos,
espectaculares pinturas murales y cuerpos de pompeyanos, muchos de ellos recuperados en la
postura que tenían en el momento de su muerte, gracias una técnica que consiste en rellenar con
yeso los huecos dejados por la carne, lo que nos permite contemplar sus rostros lúgubres. Al escritor
estadounidense Mark Twain le embargó una profunda tristeza al ver el primer pobre esqueleto
cubierto de ceniza y lava, aunque se alivió un poco cuando pensó que aquel individuo tal vez fuera
el concejal de obras públicas. Hoy Pompeya, meta turística mundial, es una planicie de sesenta
hectáreas de ruinas, desenterradas parcialmente.
El sorprendente óptimo estado de conservación de los edificios de Pompeya y de los numerosos
graffitis que adornan sus paredes nos permite conocer la cotidianeidad de sus habitantes. Entre los
curiosos mensajes que nos llegan del siglo I después de Cristo podemos encontrar anuncios
particulares: “Una cacerola de cobre ha sido sustraída de eta tienda. Quien la devuelva recibirá un
premio de 65 sestercios”. También hay piropos a la amada: “Llévame a Pompeya donde está mi
dulce amor”; y otros más picantes y ardorosos: “Sucesa, la esclava, tiene un buen polvo”; incluso
arrogantes: “Restituto ha puesto los cuernos a montones de chicas”.
También los había de índole política que pueden llamar la atención del lector, como alguno de estos
que no eran nada favorables: “Los chorizos piden el voto como edil para Vatia”, o “Todos los que
beben hasta altas horas de la noche piden el voto como edil para Marco Cerrinio Vatia”.
La propaganda electoral en forma de graffitis se plasmaba en lo alto de las paredes de las calles más
transitadas para suscitar el interés de los votantes. Las primeras palabras de La Eneida (Arma
virumque cano; Canto a las armas y al héroe), aparecen reproducidas diecisiete veces en Pompeya.

Fervor a los dioses

Los restos arqueológicos encontrados nos dan una idea de cómo era la vida por aquel entonces en
esta urbe. Como por ejemplo, la devoción que sus lugareños tributaban a los dioses. La gente los
temía porque eran justos y vengadores. Por eso Pompeya estaba plagada de estatuillas y pequeños
templos en honor de todo un ejército de divinidades mayores y menores. En el Foro de Pompeya se
encontraba el templo de Júpiter, Juno y Minerva, y muchas calles y rincones exhibían una
sorprendente variedad de falos de todos los tamaños. Se podían ver en las puertas de las casas,
tallados en la calzada y en las entradas de muchos negocios. Era un símbolo de vigor y fertilidad.
En la Vía de la Abundancia, el pompeyano tenía a mano un buen número de tabernas donde bebía
vino y comía guisos de legumbres, entre otras actividades. Una de las tabernas más populares fue la
de Aselina, cuyo mostrador en forma de L daba a la calle. En Pompeya también había espacio para
los lupanares. Uno de los más conocidos se situaba detrás de las termas Estabianas, que tenía cinco
habitaciones, cada una de ellas provista de una cama empotrada y una serie de pinturas al fresco de
alto contenido erótico.
Resulta complicado indicar en una rápida visita todo lo que se puede ver de las ruinas de Pompeya.
Algunos lugares clave que no se pueden olvidar son el Foro, centro político, religioso y económico
de Pompeya; la elegante Basílica y el Templo de Apolo, que no ha perdido ninguna de sus
columnas; el severo Templo de Vespasiano; las Termas del Foro; la sugerente Vía de los Sepulcros;
la estupenda y rica Villa de los Misterios; la Casa de los Amorcillos; la Casa de los Vetii, así como
el Teatro Grande y el Teatro Pequeño.
Viajemos en el tiempo para rememorar la tragedia que puso fin a la prosperidad de Pompeya como
urbe del Imperio. La erupción comenzó la mañana del 24 de agosto del año 79 con una espesa lluvia
de polvo y ceniza, acompañada de leves temblores de tierra. Ante tales acontecimientos, a algunos
ciudadanos les dio tiempo para salir de sus casas y huir a la costa. Otros se quedaron en la ciudad
para salvaguardar su patrimonio. Pero lo peor estaba por llegar. De repente surgió del cráter del
Vesubio una densa columna eruptiva que se elevó a unos treinta kilómetros. Sobre las 7.30 de la
mañana se produjo una enorme explosión que desencadenó una gigantesca nube de gases
sofocantes, cenizas y fragmentos de materia volcánica que barrieron la ciudad y acabaron con los
que todavía permanecían en ella. La furia volcánica también embistió mortalmente al escritor y
científico Plinio el Viejo, que había cruzado en barco el golfo de Nápoles para contemplar de cerca
la cólera asesina del volcán.

Una fuerza devastadora


Se calcula que la erupción del Vesubio tuvo una fuerza unas quinientas veces superior a la de la
bomba atómica lanzada sobre Hirosima en 1945. No se sabe cuánta gente murió a consecuencia de
la erupción, aunque se supone que los restos de las aproximadamente mil quinientas personas que se
han recuperado representan apenas un pequeño porcentaje del total de víctimas.
La furia volcánica también se llevó por delante a la pequeña ciudad de Herculano, que sigue
emergiendo poco a poco de los doce metros de lava que la recubrían y que, paradójicamente, han
conservado casi intactos no solo sus muros, sino incluso la madera de las jambas de las puertas, de
los muebles y de los objetos de adorno. Hay mucho que ver en Herculano, pero lo más sobresaliente
es la Villa de los Papiros. El arqueólogo alemán J.J. Winckelmann, citando un proverbio italiano, se
lamentaba injustamente de que el director de las excavaciones de Herculano tenía tanto que ver con
las antigüedades “como la luna con los cangrejos”.
Tras la recuperación de las casi cuatro quintas partes de la ciudad, sobre todo gracias al empeño de
un tozudo aragonés, Pompeya y sus hermanas han adquirido la categoría de tesoros de la
humanidad. Más de dos millones de visitantes acuden cada año para admirar esta rara joya de la
Antigüedad. Hoy en día se sigue trabajando sobre el terreno para rescatar lo mucho que todavía
queda por desenterrar y para conservar lo que ya se ha descubierto. Que no es poco.

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