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Controversias victorianas

POR Arturo Almandoz Marte

01/09/2022
Sanitas sanitatum, omnia sanitas.
Benjamín Disraeli
1. A mediados de la década de 1990, cuando escribía yo en
Londres mi tesis doctoral sobre urbanismo europeo en Caracas,
entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, hube de leer sobre
las reformas higiénicas en la Inglaterra industrial. Algunas de
estas, como la promulgación del acta de Salud Pública de 1875 –
donde los controles sanitarios fueron incorporados a la vivienda y
al diseño de calles– resonaron en el novecientos entre pioneros
del movimiento higienista venezolano. Para 1904, el doctor
Arturo Ayala formuló la límpida ecuación positivista del siglo
recién estrenado: «los progresos de la civilización son progresos
de la higiene»; por tanto, como en la Gran Bretaña de Benjamín
Disraeli (1804-1881), «el grado de civilización de un pueblo»,
concluía el galeno, «puede medirse por el empeño que tomen sus
gobernantes en mejorar su estado sanitario». No obstante haber
estudiado en la Francia de Pasteur, también Luis Razetti miró a la
Inglaterra victoriana al proponer la creación de una Junta
Superior de Sanidad, «como se estila en los países civilizados».
Impeliendo a Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez a combatir
las endemias y pestes que asolaban al país de marras, el sabio
venezolano señaló además a quien fuera primer ministro
británico, entre 1874 y 1880, como adalid de los estadistas que
asumieron obligaciones en materia de salud pública.
Leyendo sobre aquellas reformas y sus paladines en Inglaterra,
escenario más temprano y dramático de la industrialización y
urbanización, tropecé con uno de los lemas de Disraeli: Sanitas
sanitatum, omnia sanitas. Llevado por su resonancia, barruntaba
yo el sentido general de la divisa, pero tuve curiosidad por
descifrar su significado más preciso, así como su proveniencia.
Entonces apareció una vez más para ayudar mi amigo Gordon,
especialista en inglés medieval y nórdico antiguo, así como
avezado en latín, entre otros atributos de su erudición. En una de
nuestras innúmeras tardes en la Reading Room de la British
Library, se ofreció a investigar, como en ocasiones previas,
buscando ampliar mi comprensión de la Inglaterra que le era tan
cara. Ya lo había hecho al instruirme sobre Moll Franders, de
Daniel Defoe, así como sobre Howards End, de Edward Forster; o
al obsequiarme poesía de Auden y música de Elgar, referencias
todas lejanas para mí, al llegar a vivir en Londres en 1993. Pero
esta vez me advirtió Gordon, con la visión laborista heredada de
su familia obrera, que no era gran admirador de Disraeli, quien
«además de político conservador», había sido «personaje
controversial».
Carátula de Sybil (1845).
2. Mientras Gordon se entretenía con sus pesquisas filológicas a
propósito de la consigna sanitaria, traté yo de leer sobre el
personaje del que vagamente conocía como primer ministro de la
era victoriana. Lo primero que me interesó es que había formado
parte del grupo Young England, en la década de 1840, el cual
buscó alertar al partido Tory para afrontar el debate sobre la
«condición de la gente», enarbolada por el movimiento cartista.
Tal como leí entonces en la Historia de Inglaterra, de E. L.
Woodward, el Chartism cobró fuerza tras las flacas propuestas
contempladas en la Ley de reforma de 1832, la cual «concedía
derechos civiles a nuevas ciudades, aumentaba el electorado en
un cincuenta por ciento, y al menos en los distritos urbanos,
cortaba de raíz el viejo sistema de influencias». Desilusionados
por los pobres resultados a lo largo de la década en que
persistieron los privilegios de los «burgos podridos», en medio
del nuevo paisaje industrial y urbano, los líderes cartistas
llevaron al parlamento en 1839 el Manifiesto del Pueblo; allí
pedían, según Woodward, «el sufragio universal para los varones,
el establecimiento de distritos electorales iguales, la abolición de
la calificación de propietarios para los miembros del parlamento,
el voto secreto y la remuneración de sus miembros».
Lo que entonces más llamó mi atención fue la estrategia seguida
por Disraeli, en la Joven Inglaterra, para renovar el
conservadurismo del viejo régimen; a saber: escribir novelas de
denuncia sobre la condición social, de cara a prevenir un
estallido revolucionario, como los que minaban la Europa
posterior a Napoleón. Sabía yo de antemano, como urbanista, de
la función reformadora que, en esa etapa más cruda de la
Revolución industrial, cumpliera la novelística denunciante de
Charles Dickens. También había escuchado sobre la obra de
Elizabeth Gaskell, una de las colaboradoras de aquel en el
periódico All Year Round. Pero fue estudiando en Londres, y
gracias a Gordon, cuando leí North and South, donde la autora
mapea las diferencias de la industrialización y el cambio social
entre ambas regiones. Enterarme empero de que Disraeli había
sido también novelista fue un hallazgo tan estimulante como
desconcertante, pues fue omitido en un librito que, sobre Ciudad
y literatura en la primera industrialización, publiqué yo en vísperas
de viajar a Inglaterra.
De las tres novelas más conocidas de Dizzy, como lo llamaban sus
seguidores, conseguí, en una de las librerías universitarias de
Gower Street, una edición reciente de Sybil, or the Two Nations,
publicada originalmente en 1845, antes que varias de las obras de
Dickens y Gaskell. Prefigurando el mismo tema de esta, aunque
con un abordaje más social que geográfico, el anglicano de
ascendencia judía advertía sobre esas dos naciones
«entre las que no hay relaciones y compasión; las cuales ignoran
los hábitos, pensamientos y sentimientos de una y otra, como si
fueran moradoras en regiones diferentes, o habitaran planetas
distintos; las cuales están formadas en crianzas diferentes,
alimentadas por comida diferente, y ordenadas de maneras
distintas, sin estar gobernadas por las mismas leyes».
Era una suerte de admonición, percibía yo, ante un partido
conservador y un reino que, durante la ambientación de la
novela, entre 1837 y 1844, no terminaban de entender ni salvar las
brechas políticas, sociales y geográficas profundizadas por las
«ciudades del carbón», como las llamó Dickens.
3. En nuestras meriendas vespertinas en las cafeterías cercanas al
Museo Británico, mientras compartíamos scones – que él
acompañaba con té y yo con café (el cual nunca abandoné en mis
años londinenses) – Gordon temperó mi entusiasmo con la
novelística de Disraeli. Advirtiéndome que sus obras tempranas
habían sido escritas para lidiar con las deudas acarreadas por el
dandismo y el costoso tren de vida del joven tory – antes de casar
con la acaudalada viuda Mary Ann Whyndham, en 1848 – apeló
mi amigo a la exigente crítica literaria que ya le conocía yo.
Exhortando al nuevo partido Conservador a ampliar su electorado
allende el miope Torysm, Sybil ciertamente era un clásico de
«sátira social» que reforzaba la agenda dickensiana. Pero sentía
Gordon que la trama de la novela – sobre los amores de la hija de
un líder cartista con el ilustrado aristócrata Charles Egremont –
adolece por momentos de cierto «paternalismo» y un
«romanticismo operático». Siempre respetuoso de sus juicios,
especialmente al tratar temas ingleses, solo me atreví a ripostar
que la historia de amor no podía dejar de ser enmarcada en la
literatura folletinesca de su tiempo.
Más allá de lo literario, Gordon también me advirtió que el grupo
Joven Inglaterra, y Disraeli en particular, con su
conservadurismo monárquico, terrateniente y económico, no
podían ser considerados propiamente como iniciadores de la
renovación tory. Esta había comenzado más bien durante el
segundo gobierno de sir Robert Peel, entre 1841 y 1846, cuando
fueron disminuidas prebendas de las instituciones más rancias,
de cara a prevenir el influjo revolucionario. Decisivas habían sido
las medidas de Peel contra la representación aristocrática en el
parlamento, así como la abolición de las llamadas Corn Laws, que
protegían los cereales y terratenientes británicos. Este giro
librecambista hizo que se le considerara un gobierno tory con un
programa whig, término usado a la sazón para designar, según
el Oxford Companion to British History, al partido que devino
liberal hasta finales del siglo XIX. Y a pesar de la ya famosa
retórica del novelista y parlamentario, Disraeli y su grupo,
recelados por sectores tories, no abrazaron las reformas de Peel,
sino que incluso les hicieron oposición proteccionista, enfatizó
Gordon al obsequiarme una tarde el diccionario oxfordiano.
Thomas Sully, «Victoria», Wallace Colection, Londres.
4. Al calor de nuestras controversias victorianas, un mediodía de
verano apareció Gordon en la British Library, entusiasmadísimo
por haber descifrado el motto del primer ministro. Desconcertado
al comienzo por los genitivos y el plural, mi amigo supuso por un
momento que se trataba de un «genitivo intensivo», como el de
«rey de reyes», lo cual calzaría con las frecuentes apelaciones de
Disraeli a sus orígenes hebreos. Pero después se dio cuenta de
que era una alusión, acaso chistosa por el juego gramatical, al
versículo segundo del primer capítulo del Eclesiastés: «Vanidad
de vanidades, y todo es vanidad». Ello se correspondía por demás
con la vena literaria y cultura proverbial del primer ministro
favorito de Victoria.
A pesar de lo básico de la observación, me atreví a señalar que el
proverbio también inspira Vanity Fair, suerte de anverso burgués
de la narrativa obrera de Dickens; estaba consciente yo, sin
embargo, de que la novela de Thackeray se ambienta en la
Europa napoleónica. Gordon no solo acogió la observación, sino
también añadió, que además de haber sido publicada en 1848, la
sátira hacía guiños a la pompa y circunstancia del reinado de
Victoria, iniciado diez años antes y llevado a su zénit por Disraeli.
No era casual que, en el apogeo del expansionismo británico – el
cual, durante su gestión, incorporó Suez y Chipre – fuera Dizzi,
como la Monarca lo llamaba también, quien la hiciera coronar
como Emperatriz de la India en 1876. En retribución, esta le
permitió acceder a la cámara de los Lores, al convertirlo en conde
de Beaconsfield. Y era este, por cierto, un título tomado de Vivian
Grey, una temprana novela de Disraeli que Gordon me obsequió
por aquellos días.
La reina y el político conservador no habían congeniado desde el
primer ministerio de este en 1868, leí después en la semblanza
victoriana del profesor J. A. Cannon, especulándose incluso sobre
el rechazo por parte de aquella. Pero abonando el terreno de la
común antipatía de ambos por Palmerston y Gladstone, Disraeli
fue soporte de la Monarca en su prolongado duelo, tras fallecer el
príncipe Alberto en 1861, al tiempo que esta lo consoló cuando
muriera la esposa de aquel en 1872. Durante su segunda
magistratura, fue Disraeli quien hizo regresar a Victoria a la vida
pública en Londres, después de su aislada viudez en Escocia; los
buenos oficios del primer ministro aplastaron así los brotes
republicanos y rumores crecientes sobre la desatención de
asuntos de palacio, mientras la reina había sido consolada por
John Brown, uno de sus ayudantes en Balmoral. Como para dar
pábulo a nuestras controversias, indiqué a Gordon que no era por
tanto adecuado el sentido de austero y pudoroso que el término
«victoriano» conlleva a veces español, cuando se aplica a la
moral… Rubbish!, replicó, desestimando el supuesto
conservadurismo de marras, al tiempo que descendíamos en la
estación South Kensington, justo frente al Museo Victoria &
Albert.
5. Mientras tomábamos vinos en las inmediaciones del Royal
Albert Hall, le confirmé a Gordon, después de semanas de
controversias victorianas, mi admiración por el primer
ministro tory, sobre todo en vista de la ley de Salud Pública que
llamara mi atención inicialmente. Sin embargo, habiendo leído
una biografía de Disraeli escrita por Bruce Coleman, estaba ahora
consciente de que buena parte de esa legislación proletaria se
debía a su ministro del interior, Richard Cross, así como que su
agenda social se había «quedado muy corta» frente al
desiderátum de la Joven Inglaterra. El profesor de la Universidad
de Exeter también señalaba que más significativa había sido la así
llamada Tory Democracy del primer ministro devenido líder
conservador, aunque hubiese sido algo «mitificada» a finales del
siglo XIX, cuando se configuraba la agenda de asistencia pública
enarbolada por el laborismo en el XX.
Por su parte, Gordon reconoció que nuestras controversias
victorianas lo habían tornado menos crítico de Disraeli, cuya
«democracia tory» tildó de «antecesora» del partido Laborista,
consolidado en la década de 1920. Insistió empero en recordarme
que la renovación conservadora venía de Peel y su abolición de
las leyes de los Cereales y otros privilegios aristocráticos. Junto a
los avances liberales, ello había permitido que, en el crisol de las
revueltas europeas de los treinta y cuarenta, Gran Bretaña
confirmara su naturaleza «evolucionista antes que
revolucionaria». Brindamos por ello, a pesar de provenir yo de un
continente donde la revolución ha permanecido como panacea. Y
también celebré el influjo de las reformas de Disraeli en países de
Latinoamérica, así como entre los higienistas venezolanos de
entre siglos, admiradores por cierto del evolucionismo británico.
Caracas, agosto de 2022.

ARTURO ALMANDOZ MARTE

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