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PERSPECTIVAS

La cartera de la reina
POR Arturo Almandoz Marte

08/09/2022
1. Creo que por haberse comprometido ambas en el verano de
1946, según una vez me comentó, mamá se identificaba desde
joven con la entonces princesa Elizabeth Windsor. La familia de
esta era archiconocida, por supuesto, entre la clase media de la
Venezuela despertada del gomecismo. Hasta entonces, para
aquella sociedad amodorrada todavía tras la muerte del
Benemérito, actualizada por los radios Philco y las páginas de El
Universal -como ocurría en casa de mis abuelos Marte, donde
mamá era la única hija casadera- el episodio más sonado y
romántico de la monarquía británica había sido la controvertida
abdicación de Eduardo VIII en 1936. Su cabello engominado y sus
cruzados trajes príncipe de Gales devinieron ideales de apostura
masculina, no solo para los gustos hollywoodenses de mama, sino
también de mi abuela Carmen, admiradora de levitas y pumpás
en los salones gomecistas.
Actualizada por el distinguido Philip Mountbatten, sobrino del
último virrey de la India y primo de Lilibet -como era llamada la
princesa entre familiares y amigos- algo de aquella estampa de
dandi vio mamá en el joven Almandoz Ramos que la cortejara por
las calles de Candelaria, donde ambos residían y casaron en julio
de 1947. A partir de la boda de Isabel en noviembre del mismo
año, la familia Windsor se expandió casi al mismo ritmo y con la
misma composición que la nuestra, con tres varones y una
hembra. De manera que por sobre la pompa monárquica
epitomada en la coronación de 1953, con el cetro y el orbe, era “su
rol de esposa y madre” lo que más admiraba mamá en Isabel II.
Así recuerdo que dijo en 1969, saliendo yo de la niñez, cuando
viera en El Nacional que se había estrenado en Inglaterra el
documental Royal Family. Era la primera vez que se abrían los
portones del palacio de Buckingham y la cotidianidad de los
Windsor a la prensa británica, iniciándose una peligrosa
exposición con los medios hasta el siglo XXI.
2. Como parte de su interés por todo lo concerniente a Isabel de
Inglaterra, mamá con frecuencia se preguntaba, al ver sus
imágenes en actos oficiales, qué cargaría aquella en su cartera
que nunca abandonaba… Una soberana tan atendida,
acompañada siempre de varias damas, secundada por la comitiva
que prepara y supervisa sus apariciones ¿qué podría requerir tan
a mano que no le fuera provisto por su séquito? “Quizás el lápiz
labial, un pañuelo y los anteojos”, bromeaba mamá a veces,
juzgando por los propios adminículos llevados por ella misma en
sus salidas seniles, cuando iba escoltada, en feble cortejo, por la
enfermera y el chofer, remplazado por mí en días feriados. Y no
entraban los celulares entre las suposiciones de mamá, porque
nunca los usó hasta su muerte en 2006, considerándolos por
demás prosaicos para la majestad de Isabel.
En las imágenes de ¡Hola! u otras revistas, las cuales solía leer en
el reposo de las tardes, mamá me hacía notar cómo la reina
siempre llevaba su bolso en el antebrazo o en la mano –rara vez
terciado al hombro- transmitiéndome la inquietud sobre su
significado y función, más allá de ser clásico accesorio femenino.
Ora en las apariciones diurnas, en su consuetudinario estilo de
casacas y sombreros a juego –criticado otrora, pero devenido
icono de la elegancia inglesa– cuando la soberana suele elegir
la handbag en cuero o satén con asa corta. Ora en galas nocturnas
y cenas estatales, vistiendo trajes largos aderezados con diademas
y collares, broches y pulseras, cuando se decanta Isabel por un
carriel de nácar o raso.
Cuando viví en Londres, al promediar la década de 1990, vi un
reportaje televisivo sobre Launer, la marroquinería preferida por
la soberana y su familia. También leí entonces alguna biografía
donde se deslizaba que la cartera infaltable era una de las
primeras lecciones indumentarias transmitidas por la
tres nannies –“Alla”, “Bobo” y “Crawfie”– que tuvieran las
hermanas Windsor durante su educación casera, interrumpida
tan solo por la Segunda Guerra. Pero más allá de esa tesis que
mamá y yo sabíamos insuficiente, heredé su curiosidad que me
sembrara por la cartera de la reina, cuyos modelos y movimientos
siempre observo en tributo a ese culto materno por Isabel II.
3. Al igual que los grandes anteojos que con frecuencia limpia ella
misma con el pañuelo o el suéter, la cartera es otro de los
accesorios que Helen Mirren manipula magistralmente en The
Queen (2006). El filme está centrado, como se sabe, en el mal
manejo mediático que la casa Windsor, y en particular la reina,
hicieran de la trágica muerte de Diana de Gales en agosto de 1997.
Desde la primera entrevista concedida a Tony Blair, quien
reinstaurara el laborismo ese mismo verano, tras la era
conservadora iniciada por Margaret Thatcher en 1979, la monarca
parece controlar el tiempo de la audiencia con el movimiento del
pequeño bolso: bien sea este colocado sobre el piso alfombrado, o
sobre el canapé desde donde instruye al primer ministro novato
los protocolos a seguir. Acaso sea también un mecanismo de
defensa o distracción para lidiar con el hecho de ser “tímida, algo
extraño en alguien de su experiencia, pero a la vez directa”, como
recordara el duodécimo premier de aquel entrecortado encuentro
inicial. Rompió así en sus memorias míster Blair la convención de
confidencialidad pesante sobre todos lo que sirven a la familia
real, quienes no deben develar intimidades de palacio.
Como bien capta el filme de Stephen Frears desde ángulos que
escaparon a la prensa durante aquella semana aciaga, habría de
ser harto difícil mantener esa privacidad en medio de los sucesos
inéditos que siguieron a la muerte de la princesa. Sobre todo para
la soberana que gusta de pasar con discreción sus veranos en
Balmoral. Porque aquella conmoción mundial que ella se negaba
a reconocer suponía la interrupción de las salidas anónimas,
cuando viste chaquetones de gabardina y faldas de tartán,
sustituyendo los sombreros y las diademas de rigor por las
pañoletas anudadas al cuello. Entonces maneja el Land Rover ella
misma para recorrer los caminos y vados escoceses, con una
confianza aprendida de sus cursos en mantenimiento de
vehículos, tomados en Aldershot durante la Segunda Guerra
Mundial. En medio de ese calmo tiempo veraniego, de tés y
barbacoas familiares, las llamadas del primer ministro y su
equipo desde aquel Londres conmocionado -trocado de nuevo en
epicentro del orbe, como en tiempos victorianos- interrumpían la
privacidad de los Windsor, anhelada por Elizabeth acaso más que
por ningún otro miembro de la familia real.

Fotograma de «The Queen» (2006), de Stephen Frears.


4. Por sobre el anhelo de mantener la privacidad en medio de
unas vacaciones estivales –lo cual podría ser visto como un
capricho egoísta, especialmente para un personaje tan público
como una monarca– los reclamos de Blair por un regreso a
Londres y un funeral de Estado, entre otros requerimientos
negociados con Robin Janvrin, secretario privado de la reina,
plantearon a esta un conflicto de valores registrado en el guion de
Peter Morgan. En las conversaciones de alcoba con Philip, así
como en los paseos con la reina madre por las afueras del castillo,
Isabel vocea, más que la conveniencia de un funeral privado, su
convicción honda sobre cómo la nación donde ella creció
sobrellevaba el grieving con discreción. Sin embargo, advierte con
tristeza cómo ha ocurrido “un cambio de valores” que ha hecho
que el pueblo que ella encarna y creía conocer, dejándose llevar
por “la avidez por lágrimas y glamour”, participe del vulgar “culto
a las celebridades” imperante en sociedades regidas por top
models y deportistas, cantantes y modistas, como los que se espera
incluir en las exequias.
Apurado por la súbita caída en popularidad de la institución
monárquica, el conflicto de valores dramatizado en esa semana
termina siendo resuelto por el acendrado sentido del deber de
Isabel. Tras haber visitado, todavía en indumentaria veraniega, el
cadáver de un alce formidable con el que ella se topara aquel
verano –cuya contemplación solitaria rezuma el austero
entendimiento del dolor por parte de la Monarca– el deber real se
impone de nuevo, tan pronto se traspasan las verjas del castillo de
Balmoral. Los coloridos buqués dejados por el público acentúan
el contraste con el negro cerrado de la soberana, cuya cartera
cuelga como símbolo de la oficialidad reasumida, antes de
emprender regreso al palacio de Buckingham, según las
indicaciones de un Blair que ya ejerce a plenitud su ministerio.
5. La cartera marca de nuevo el timing de la primera audiencia
oficial del otoño, cuando la soberana, todavía distante con el
ministro novel por las concesiones que hubo de hacer, apenas
asiente a las lisonjas de este por el éxito de la cumbre de la
Commonwealth a finales del verano. Acaso esta referencia le hizo
pensar que, no obstante ser un encuentro incómodo sin duda,
visto en la perspectiva histórica de sus décadas de reinado, era
menos dramático que los sostenidos con primeros ministros que
le reportaron horas más menguadas. Como cuando Anthony Eden
le comunicara, en octubre de 1956, la fallida intervención franco-
británica, tras la nacionalización del canal de Suez por parte del
Egipto de Nasser. Era un fiasco que, como reconocería Margaret
Thatcher en sus memorias, mostraba al mundo de la posguerra la
decadencia de la potencia británica. O también cuando Harold
MacMillan y Alec Douglas-Home, entre 1957 y 1963, le notificaron
la independencia de Malasia y Rodesia, que siguieron a la India
en el desmembramiento de las colonias y los protectorados. Eran
estos los integrantes de esa mancomunidad que ahora Blair veía
como baluarte, pero que fue difícil reconstruir durante buena
parte del reinado isabelino.
1963 fue también aquel año fatídico del Profumo Affair, así
llamado por el secretario de Guerra liado con la corista Christine
Keeler, amante a su vez de un espía soviético. Después de los
perjurios del ministro ante la cámara de los Comunes y su
eventual renuncia al calor de la Guerra Fría, el “escándalo
Profumo” no solo precipitó la renuncia de MacMillan por
supuestos problemas de salud, aquel mismo año, sino también
alertó sobre la vida privada de Buckingham, donde corrían
rumores de infidelidades principescas. Y si se trataba de asuntos
palaciegos, también era esta con Blair una audiencia menos
incómoda que la sostenida con John Major en 1992, annus
horribilis de los divorcios familiares y del incendio del castillo de
Windsor, cuando la soberana aceptó que habría de pagar
impuestos para sufragar la reconstrucción de aquel, entre otros
gastos de la corona cuestionados por los taxpayers.
De manera que, con esa perspectiva aquilatada en casi sesenta
años de reinado, se impuso de nuevo el temple de la soberana y
su sentido del deber –“duty first, self second”, como entonces
comenta a Blair– cuando decide invitar a este a conversar la
agenda en los jardines de Buckingham. Así le propuso hacer
Winston Churchill otra tarde de otoño, al inicio de su reinado en
1952. Fueron años duros cuando la joven Isabel II no sabía del
todo cómo manejar los encuentros privados y los actos públicos,
no obstante las innumerables lecciones de oratoria y protocolo
por parte de institutrices y mayordomos. Fue entonces cuando
algunos miembros de la prensa y aristocracia, como lord
Artincham, se atrevieron a calificarla de “colegiala mojigata”,
haciendo referencia a su voz algo atiplada que siempre conservó.
Pero ahora, no obstante lo difícil de este verano de 1997, cuando
su pericia real fuera de nuevo cuestionada tras décadas, trató de
ganar control de la situación, aplicando la veterana lección de sir
Winston e invitando al joven Tony a un paseo, “porque siempre se
piensa mejor al caminar que al estar sentada”. Sustituyendo así la
cartera por uno de sus perros corgi, mientras los otros los
escoltan, una Isabel más relajada y segura, conversando con Blair
entre los parterres de palacio, cierra el filme de Frears, con el
soberbio protagonismo de Mirren secundado por Michael Sheen.
6. Esas escenas finales de la película y el simbolismo de la cartera
fueron tópicos que, entre una miríada de temas acumulados,
conversé con mi tutor de la Architectural Association, en
encuentros sostenidos en septiembre de 2012, después de casi
veinte años de que nos conociéramos en Londres. Entonces me
confirmó que la handbag de la reina conlleva un sutil protocolo en
sus audiencias, a juzgar por una que con ella tuvieron miembros
de la AA, de la que Isabel II es patron o mecenas. Antes de la
reunión, fueron recordadas a los asistentes las instrucciones que
son más o menos conocidas; a saber: vestimenta de traje formal,
cortesía para los caballeros y genuflexión para las damas como
salutación, usar el mad’m al dirigirse a la soberana, sin dar la
espalda al retirarse… Pero ya en la audiencia, la cartera
transmitió, según los circunstantes captaron, “un código tácito
pero contundente”, me confirmó Nick al evocar el encuentro en
Santiago de Chile.
Principalmente con temas propuestos por la soberana, la
audiencia fluyó distendidamente, me dijo, “mientras el bolso
estaba en su regazo o colocado sobre el piso”; pero todas las
conversaciones del grupo cesaron cuando fue subido a la mesa,
gesto que fungió, al menos en aquella ocasión, como
“terminación del encuentro”. Huelga decir cuánto me satisfizo
esta anécdota contada por mi tutor, que confirmaba mis
sospechas sobre el significado protocolar de la “royal handbag”,
como la llamó Nick, mientras saboreábamos un merlot chileno.
Solo lamenté que mamá no me acompañara ya, para compartir la
respuesta a su curiosidad atávica sobre la cartera de la reina.
***
Este texto fue publicado por primera vez en Prodavinci el 16 de marzo
de 2014.

ARTURO ALMANDOZ MARTE


https://prodavinci.com/la-cartera-de-la-reina/
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