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PERSPECTIVAS

Postal micénica
POR Arturo Almandoz Marte
06/10/2022

Puerta de los Leones, Micenas


A Ángel J. Cappelletti (1927-1995), in memoriam
“Ya para los griegos era un enigma cómo pudieron ser movidos
aquellos pesados bloques de roca. Atribuían este trabajo a los
cíclopes, los gigantes de la época primitiva”.
Wilhelm Ziehr, Esplendor del mundo antiguo (1977)
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Había escuchado sobre la librería Soberbia desde mi infancia en
San Bernardino, cuando el local, que era también papelería y
miscelánea, se encontraba en la planta baja de un edificio en
Puente Anauco, en Candelaria, al frente del hotel Waldorf. Tras
haberle perdido el rastro durante la adolescencia, mi primera
visita a Soberbia ocurrió a comienzos de los años ochenta, cuando
estaba ubicada en la mezzanina de un edificio entre Puente Yánez
y Tracabordo, en el corazón de una Candelaria algo deteriorada.
Me sorprendió entonces que las dueñas, las hermanas Pardo,
hablaban entre ellas francés, cuyas largas vocales nasales se
colaban en el español gangoso que dirigían a la clientela. Siempre
envueltas en bocanadas de humo, mientras manipulaban
mercancía en los secreteres de la entrada, no sé si debido a las
comisuras tan marcadas de los labios, o a las largas ondas del
cabello canoso, las asemejaba yo a Simone Signoret y Michèle
Morgan. Quizás por ser estas divas frecuentes en ciclos
blanquinegros sobre Marcel Carné y René Clair, entre otros
clásicos galos revisitados a la sazón en la Cinemateca de plaza
Morelos.
Descubrí entonces que, además de las postales de arte, añejadas
en los cajones de los secreteres, muchas otras reproducían viajes
y ciudades. Estas últimas me atraían especialmente en aquellos
años ochenta, cuando habiendo concluido los estudios de
urbanismo en la Universidad Simón Bolívar, iniciaba la maestría
en filosofía en la misma alma mater. Estaba inmerso en las clases
de historia de Ángel J. Cappelletti (1927-1995), profesor argentino
radicado en Venezuela desde finales de la década de 1960, con
quien cursé tutoriales sobre la ciudad antigua y medieval. Me
deslumbraron entonces aquellas imágenes sepia de Menfis y
Tebas, que podían servir de bastidores a los descubrimientos de
Howard Carter. Sabiendo, por la lectura de Lewis Mumford, que
Creta inició la revolución urbana en el Egeo neolítico, los
propileos del palacio de Cnosos, como acaso los contemplara sir
Arthur Evans, estuvieron entre las primeras postales que adquirí.
Y también una imagen a color de la puerta de los Leones en
Micenas, junto a alguna de las ciudadelas excavadas en Troya por
Heinrich Schliemann, en el auge de la arqueología imperialista.
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Las postales troyanas pasaron a marcar mis ejemplares de La
Ilíada y La Odisea, que por entonces leí completas por vez
primera, tras los pasajes apurados en el bachillerato. Llevado por
el impulso de compra que siguió a mis primeras visitas a
Soberbia, adquirí la traducción que, en 1879, hiciera José Gómez
Hermosilla de La Ilíada, en tres tomos. Sin embargo, atendiendo a
recomendaciones de Cappelletti en uno de nuestros seminarios,
conseguí las versiones de los clásicos homéricos hechas por Luis
Segalá y Estalella, directamente desde el griego; porque como
comentaban en clase nuestros profesores de filosofía: si no
podíamos leer el original, debíamos procurarnos la versión más
literal y directa, apoyada en aparatos críticos modernos.
En el marco de los tutoriales con el erudito argentino, pero
también de los cursos de historia y cultura urbana que ya
comenzaba a preparar en la USB, atravesé los clásicos homéricos
tratando de escudriñar, como en un palimpsesto, las ciudades
superpuestas y su conformación incipiente. Con la ayuda de
Cappelletti entendí que el término polis, sobre todo en pasajes
iniciales de La Ilíada, connotaba el poblado alto, lugar de reunión
religiosa y también política, cuando todavía el ágora no estaba
diferenciada espacialmente; sin embargo, en cantos posteriores
de la obra, así como en La Odisea, la polis suele designar la ciudad
en su conjunto. De modo que en Homero asoma el término polis
en un sentido primigenio, comprensivo de la ciudadela sagrada
que era a la vez lugar de deliberación del consejo de ancianos,
cuando todavía el mármol no había reemplazado a la madera y la
piedra caliza en las construcciones.

Carátula de Gustave Glotz, La cité grecque (1928)


En las postrimerías de la Edad de Bronce, eran aquellos tiempos
arcaicos y monárquicos sobrepuestos en la épica homérica, en
cuyos palimpsestos asoman asimismo capas del pasado micénico
y aqueo, antes de la invasión dórica y la edad oscura
consiguiente. Y a través de esos estratos temporales fue
cristalizando la polis, resultante de la asociación o “sinecismo”
entre las diferentes tribus y fratrías comunitarias, bien fuera con
propósitos bélicos o militares, pero también para dirimir
conflictos y administrar justicia. Colocando a los griegos por
delante de las antiguas teocracias orientales, la helena fue una
dilatada secularización socio-política que ya había yo entrevisto
en la lectura de La Cité antique (1864), de Numa-Denis Fustel de
Coulanges, pero que Cappelletti me pidió completar con La cité
grecque (1928), de Gustave Glotz.
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A desenredar ese dédalo me ayudó la Introducción al estudio de
Grecia (1932), de Alexander Petrie, tal como me recomendó
asimismo mi tutor argentino. Afortunadamente tenía en casa la
traducción al español elaborada por Alfonso Reyes en 1946, la
cual me había legado una de mis tías, Virginia Almandoz Ramos,
profesora de historia y geografía en liceos caraqueños. Con sus
palacios y murallas ciclópeas, sus tholos y tesoros, Micenas y
Tirinto, entre mediados del siglo XV y el XII antes de Cristo,
fueron nodos de la civilización “micenia”, continuación en parte
de la cretense, “pero más militar y menos refinada”; y Troya
puede verse, continúa Petrie, como un “foco semejante, aunque
de desarrollo independiente”. De manera que, para el profesor
británico, el mundo homérico es el del “micenio reciente”,
aunque el bardo, ubicado por Petri a mediados del siglo IX,
también refiere a los aqueos como los “helenos” y griegos,
quienes habrían llevado la guerra a Troya, entre el 1192 y el 1183
antes de Cristo.
Sin embargo, en La Grecia primitiva: Edad del Bronce y era arcaica –
cuya traducción al español, de 1983, también adquirí durante los
seminarios con Cappelletti – Moses Finley retrotrae la fecha
estimada de la conflagración ilíaca: “porque no era posible una
invasión organizada contra Troya en el año 1200, pues las
naciones griegas por entonces eran objeto de ataque o ya estaban
aniquiladas”, advierte el académico angloamericano. “Si esta
tradición tiene algún fondo histórico”, hubo de ser hacia el siglo
XIII, considerando “la gran coalición formada en el continente
que invadió y saqueó” la ciudad de Asia Menor. Y ello coincidiría,
para sir Moses, con Troya VII a, según la nomenclatura de las
excavaciones iniciadas por Schliemann.

Carátula de Moses Finley, La Grecia primitiva: Edad del Bronce y


era arcaica (1983)
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Mucho de ese palimpsesto griego vino a mi mente meses atrás, al
ver un documental en The History Channel 2, donde, entre otras
cuestiones, se discute la hipótesis de que el caballo de Troya ha
podido ser un navío con proa de hipocampo. Como no se puede
concluir al respecto, debido en parte a las imprecisiones
temporales, recordé entonces lo que siempre me advertía
Cappelletti: la historia helénica abarca miles de años, incluso sin
contar las civilizaciones de Creta y las Cíclades. De manera que
no es posible hablar de un solo tipo de “polis griega”, sino de
varios estadios, multiplicados por la pléyade de ciudades, aparte
de Atenas, me prevenía el sabio rosarino, cuando yo simplificaba,
de cara a preparar mis cursos.
Tras ver el documental, sentí la urgencia de rescatar las postales
troyanas que había adquirido en Soberbia. Pero pronto recordé
que estaban en los tres volúmenes de La Ilíada, los cuales doné al
mudarme de la casa de San Bernardino al apartamento de Las
Palmas, donde mi biblioteca hubo de reducirse. Si bien encontré
otras reproducciones de ánforas y relieves, junto a un busto de
Homero, solo conservo, entre las urbanas, una postal del palacio
de Cnosos, así como la puerta de los Leones en Micenas. En el
reverso de esta encontré una cita tomada de Esplendor del mundo
antiguo (1977), de Wilhelm Ziehr, probablemente transcrita
durante aquellos cursos y tutoriales con Cappelletti, los cuales
valoro como un tesoro micénico:
“Gigantescos bloques de piedra están ensamblados y las junturas
rellenas con barro y tierra. El dintel de la puerta pesa unas veinte
toneladas. La entrada estaba cerrada antiguamente por una
puerta de madera. Ya para los griegos era un enigma cómo
pudieron ser movidos aquellos pesados bloques de roca.
Atribuían este trabajo a los cíclopes, los gigantes de la época
primitiva”.
Caracas, septiembre de 2022

ARTURO ALMANDOZ MARTE


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