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CINE

Tres encuentros con “Sunset Boulevard ”


POR Arturo Almandoz Marte

05/11/2022
“Soy grande. Son las películas las que se han hecho pequeñas”.
Norma Desmond en Sunset Boulevard (1950)
1. En uno de los cines de Callao, donde la Gran Vía madrileña se
torna más farandulera, vi en 1988 un filme denominado El
crepúsculo de los dioses. El equívoco título wagneriano en la
marquesina de falso art déco, remanente de los doblajes
franquistas en la España cosmopolita, era reemplazado por el
original al comenzar la proyección. Tan pronto apareció Sunset
Boulevard en el bordillo de la famosa avenida de Los Ángeles,
advertí que se trataba de un clásico blanquinegro que tenía
pendiente por ver. A diferencia de El ángel azul, que había vuelto
a disfrutar la noche anterior, en la misma sala y con la misma
devoción que en Caracas, al promediar la década de 1980, cuando
leyera Profesor basura, de Heinrich Mann.
Desde aquellas matinés adonde mamá me llevara de niño,
conocía sobre Marlene Dietrich y Greta Garbo, quienes
encabezaban por supuesto este ciclo madrileño, dedicado a las
divas del blanco y negro. Sin embargo, nunca había visto yo
actuar a Gloria Swanson, lo que acrecentó seguramente mi
fascinación. Al aparecer con turbante y gafas oscuras, algo
avanzado ya el filme de comienzo entre noir y detectivesco, me
impresionó su estampa sofisticada, como actriz en declive
recluida en la mansión del bulevar. Mientras espera por los
sepultureros del simio que tenía como mascota y reposa sobre un
catafalco, es sorprendida en cambio por la azarosa llegada de Joe
Gillis, un guionista de poca monta que escapa de sus acreedores.
La juventud y apostura de William Holden en el papel –
originalmente pensado para Montgomery Clift – completan los
ingredientes para una de las escenas icónicas de Hollywood: al
reconocerla él como Norma Desmond, “una de las grandes” de las
películas mudas, ella le responde con lo que devino apotegma del
divismo: “Soy grande. Son las películas las que se han hecho
pequeñas”.
El comentario en el programa madrileño decía que Billy Wilder,
director de la cinta estrenada en 1950, había contactado
inicialmente a Pola Negri para ofrecerle el papel de actriz
desplazada por los parlamentos; pero se percató de que su acento
era demasiado polaco, mientras que Mary Pickford y Mae Murray
rechazaron el rol por considerarlo sombrío. Fue entonces cuando
George Cukor sugirió a la Swanson. Al dudar esta sobre aceptar
aquel papel otoñal, engolfada como estaba ya en espacios
menores de radio y televisión, se le recomendó con tino tomarlo,
porque “por él sería recordada”, Cukor dixit.
Fotograma de la película «Sunset Boulevard» (1950).
Quizás no tan venerada como la Negri o la Pickford, pero
catapultada por un sonado romance con el padre de los Kennedy,
Swanson había alcanzado gran esplendor en el cine mudo, lo que
tornaba más verosímil su autorretrato en Sunset Boulevard. Con
ojos ribeteados y boca redondeada, según el estilo impuesto por
Max Factor en el Hollywood temprano; rodeada por candilejas
que daban un fulgor sagrado a su rostro, algunas escenas suyas
en La reina Kelly son vistas en proyecciones privadas
contempladas por la diva en su salón. Aparece entonces
acompañada del guionista que ha contratado para su próximo
proyecto sobre la Salomé bíblica, lo que le sirve de pretexto para
recluirlo en su mansión y seducirlo, con artilugios y ademanes,
reminiscentes de las vampiresas de Friedrich Murnau. Después
leí en la ficha que este homenaje cinematográfico de aires
expresionistas había sido sugerido a los productores de
Paramount por Erich Von Stroheim, quien dirigiera a Swanson en
aquella cinta de 1929. Y este aparece autorretratado también en la
del 50 como Max von Mayerling, el primer esposo de la actriz,
trocado en mayordomo y chofer.
Entre muchas otras referencias del filme, el tributo al cine mudo
es completado en otra escena donde aparece Desmond jugando
cartas con amigos. Ya devenido gigoló, el guionista solo vacía los
ceniceros de los tahúres, mientras contempla impotente cómo los
acreedores retiran del garaje su Plymouth convertible, último
vínculo con su mundo propio, del cual ha sido secuestrado por
la femme fatale. Y uno de los jugadores en cameo es Buster
Keaton, lo cual no noté yo en aquel primer encuentro con Sunset
Boulevard, absorbido como estaba por el divismo de la Swanson.

Fotogramas de la película «Sunset Boulevard» (1950).


2. Al abrir la década de 1990, tras regresar yo de Madrid a
Caracas, un amigo me invitó una noche a ver en su casa “un
clásico en blanco y negro”, sin darme otros detalles, aparte de
que lo iban “a transmitir por un canal internacional”. No estaba
por entonces difundida la televisión por cable, de manera que ha
debido ser por la parabólica de su quinta en La Florida. Era un
armatoste de esos que erizaban las azoteas de la metrópoli ya
devaluada por el Viernes Negro, sacudida después por el
Caracazo, pero que ostentaba todavía algo de la bonanza por
agotarse con el fin de siglo.
Si bien pensaba yo que habríamos de ver uno de los filmes mudos
venerados por mi amigo en sus cursos de comunicación social,
resultó que el clásico blanquinegro era Sunset Boulevard.
Inicialmente pensó él que yo no lo conocía. Me explicó entonces
que el asesinato de Gillis al inicio del filme, para luego ir
en flashback a la historia original de seis meses atrás, era un
recurso característico del cine negro. Sin dejar de atender a sus
comentarios, y emocionándome de nuevo con la Swanson, esta
vez presté más atención a la interpretación de Holden, a quien
había visto poco antes en Sabrina (1954), del mismo Wilder.
Galana y seductora, sin dejar de ser dramática y decadente, la
metamorfosis del guionista devenido amante de la diva confirma
asimismo features del cine negro, con toques expresionistas que
mi amigo remontó incluso al Nosferatu (1922) de Murnau.
Arrellanados en el auto vetusto de Norma, con tapicería de
leopardo y telefonillo para comunicarse con Max, quien también
funge de chofer, el viaje de la pareja a las tiendas de Los Ángeles
para sofisticar – más que renovar – el vestuario de Joe, antecede
lo que otros gigolos harían en el cine. Pero esa excursión es
también, señalé yo, un compendio de los cambios estilísticos
entre la galantería de los roaring twenties, que Norma trata de
preservar, y el desenfado informal de la segunda posguerra, al
que pertenece Gillis. Tras hacerle escupir a este la goma de
mascar en el trayecto, las preferencias de Norma se imponen en
el ajuar masculino pagado por ella: las camisas de franela, los
trajes de lino, el chaqué y el abrigo de vicuña permiten a
la flapper de otrora, con toques de Pigmalión, recrear su Rodolfo
Valentino.
Una celebración algo lúgubre de aquellos Años Locos
hollywoodenses es arreglada por Norma para la Nochevieja en la
mansión californiana, de altos techos artesonados y pisos
encerados para bailar tangos y valses, tocados por una orquesta
de cámara para la pareja solitaria. Con traje palabra de honor que
realza su gargantilla y tocado de tul -del cual se desprende ella
después, para reposar su cabeza sobre las hombreras del chaqué-
Norma y Joe inician la velada crucial danzando La cumparsita en
el salón. La concluirán horas más tarde en la recámara de ella,
adonde llega el galán tras haber escapado de la mansión para
compartir con amigos, intentando zafarse de los embates de la
mujer fatal. Con las muñecas vendadas después de intentar
suicidarse por el rechazo inicial de Joe, el acercamiento de
Norma hacia la yugular de él, quien permanece de espaldas a la
cámara que se aleja, entroncan la toma con el cine vampírico, me
hizo notar mi amigo en aquel segundo encuentro con Sunset
Boulevard.

Fotograma de la película «Sunset Boulevard» (1950).


3. Tras mudarme a Las Palmas en 2012, recibí en mi apartamento
una llamada del operador de televisión satelital, para ofrecerme
una promoción de canales de películas, la cual supuestamente
había ganado por mi fidelidad y solvencia como cliente. Si bien
mi primera reacción fue de rechazo, en vista de los consabidos
costos y la inflación, la insistencia y amabilidad del oferente me
hicieron considerarlo, sobre todo al mencionar él que la parrilla
incluía una emisora de “películas clásicas”. A pocos días de la
contratación, apareció en la etiqueta del nuevo canal el título “El
ocaso de una vida”, con escenas de una cinta en blanco y negro
que al principio no recordé. Pronto me di cuenta, sin embargo, de
que se trataba de Sunset Boulevard, pero según el título con que
fuera exhibida en Argentina y México.
Me emocionó ver de nuevo archiconocidas escenas del filme,
sobre todo la susodicha seducción que hace Norma de Joe, en la
íntima soirée de la Nochevieja. Me sorprendió ahora otra donde
Swanson, de pamela y lentes oscuros combinados con pareo de
leopardo, seca la espalda de William Holden en bañador, recién
salido de la restaurada piscina de la mansión. Y pensé que, vista
en perspectiva, ha debido de ser una de las escenas más audaces
en el Hollywood de finales de los años cuarenta, exhibiendo casi
al desnudo un sex symbol de entonces.
Pero lo que más me atrajo en este tercer encuentro con Sunset
Boulevard fue su autocrítica y reflexión sobre el cine mismo, las
cuales barrunté desde la primera vez que vi el filme, pero ahora
pude apreciar mejor en soledad. Trajeada con sombrero y estola
de piel, Norma regresa a Paramount para reunirse con Cecil B.
DeMille, creyendo ella que la ha hecho llamar para su proyecto
sobre Salomé, cuando lo que en realidad quiere el estudio es
alquilar su carro Isotta-Fraschini para otra película. Entre olvidos
y recuerdos por parte del personal, los actores y míster DeMille –
quien se interpreta a sí mismo – el encuentro del rostro sagrado
de las películas mudas con la maquinaria sonora, en el plató
de Sansón y Dalila; seguido por la compasiva reacción del
productor y director, al percatarse del malentendido de Miss
Desmond, son lecciones vivas sobre las fatuidades y miserias
del star system. También lo son varias reflexiones de Joe Gillis y
Betty Schapper al escribir el guion para otro proyecto, lo cual
demuestra que no todo en el cine son actores, productores y
directores célebres. Los visos románticos de esa subtrama,
protagonizada por Holden con Nancy Olson, iluminan asimismo
la creatividad y honestidad del antihéroe: es más que un chulo,
aunque las intrigas de Norma terminan por frustrar sus intentos
de independencia y regeneración.
Entre los autorretratos cinematográficos de Sunset Boulevard, me
sorprendió esta vez el de Max, director olvidado que recobra su
maestría y protagonismo al final del filme. Habiendo Norma
asesinado a Joe por temor a que la abandonara, es Max quien
entiende que aquella, estupefacta tras el crimen, solo se
entregará a la policía que allana la mansión si se le hace creer que
está filmando de nuevo. Tras enviarle por años miles de fotos
para autografiar, permitiendo a la diva ufanarse de que sus
admiradores no la habían olvidado, el mayordomo pasa al plano
protagónico de primer esposo y director, haciéndola ahora salir
de la recámara para iniciar el rodaje que tanto ha anhelado.
Vestida como Salomé y tomando a Max por DeMille, solo así
Norma desciende la escalinata de la mansión, flanqueada por
reporteros y policías, iluminada por flashes y reflectores, hasta
acercarse a la cámara para el zoom con que cierra el filme. Y así la
figura del director, tanto como la de la diva, junto a la del
guionista ahogado en la piscina, protagonizan la galería de Sunset
Boulevard, noté en este tercer encuentro con la película.
Caracas, octubre de 2022.

ARTURO ALMANDOZ MARTE


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• Tr

05/11/2022
“Soy grande. Son las películas las que se han hecho pequeñas”.
Norma Desmond en Sunset Boulevard (1950)
1. En uno de los cines de Callao, donde la Gran Vía madrileña se
torna más farandulera, vi en 1988 un filme denominado El
crepúsculo de los dioses. El equívoco título wagneriano en la
marquesina de falso art déco, remanente de los doblajes
franquistas en la España cosmopolita, era reemplazado por el
original al comenzar la proyección. Tan pronto apareció Sunset
Boulevard en el bordillo de la famosa avenida de Los Ángeles,
advertí que se trataba de un clásico blanquinegro que tenía
pendiente por ver. A diferencia de El ángel azul, que había vuelto
a disfrutar la noche anterior, en la misma sala y con la misma
devoción que en Caracas, al promediar la década de 1980, cuando
leyera Profesor basura, de Heinrich Mann.
Desde aquellas matinés adonde mamá me llevara de niño,
conocía sobre Marlene Dietrich y Greta Garbo, quienes
encabezaban por supuesto este ciclo madrileño, dedicado a las
divas del blanco y negro. Sin embargo, nunca había visto yo
actuar a Gloria Swanson, lo que acrecentó seguramente mi
fascinación. Al aparecer con turbante y gafas oscuras, algo
avanzado ya el filme de comienzo entre noir y detectivesco, me
impresionó su estampa sofisticada, como actriz en declive
recluida en la mansión del bulevar. Mientras espera por los
sepultureros del simio que tenía como mascota y reposa sobre un
catafalco, es sorprendida en cambio por la azarosa llegada de Joe
Gillis, un guionista de poca monta que escapa de sus acreedores.
La juventud y apostura de William Holden en el papel –
originalmente pensado para Montgomery Clift – completan los
ingredientes para una de las escenas icónicas de Hollywood: al
reconocerla él como Norma Desmond, “una de las grandes” de las
películas mudas, ella le responde con lo que devino apotegma del
divismo: “Soy grande. Son las películas las que se han hecho
pequeñas”.
El comentario en el programa madrileño decía que Billy Wilder,
director de la cinta estrenada en 1950, había contactado
inicialmente a Pola Negri para ofrecerle el papel de actriz
desplazada por los parlamentos; pero se percató de que su acento
era demasiado polaco, mientras que Mary Pickford y Mae Murray
rechazaron el rol por considerarlo sombrío. Fue entonces cuando
George Cukor sugirió a la Swanson. Al dudar esta sobre aceptar
aquel papel otoñal, engolfada como estaba ya en espacios
menores de radio y televisión, se le recomendó con tino tomarlo,
porque “por él sería recordada”, Cukor dixit.

Fotograma de la película «Sunset Boulevard» (1950).


Quizás no tan venerada como la Negri o la Pickford, pero
catapultada por un sonado romance con el padre de los Kennedy,
Swanson había alcanzado gran esplendor en el cine mudo, lo que
tornaba más verosímil su autorretrato en Sunset Boulevard. Con
ojos ribeteados y boca redondeada, según el estilo impuesto por
Max Factor en el Hollywood temprano; rodeada por candilejas
que daban un fulgor sagrado a su rostro, algunas escenas suyas
en La reina Kelly son vistas en proyecciones privadas
contempladas por la diva en su salón. Aparece entonces
acompañada del guionista que ha contratado para su próximo
proyecto sobre la Salomé bíblica, lo que le sirve de pretexto para
recluirlo en su mansión y seducirlo, con artilugios y ademanes,
reminiscentes de las vampiresas de Friedrich Murnau. Después
leí en la ficha que este homenaje cinematográfico de aires
expresionistas había sido sugerido a los productores de
Paramount por Erich Von Stroheim, quien dirigiera a Swanson en
aquella cinta de 1929. Y este aparece autorretratado también en la
del 50 como Max von Mayerling, el primer esposo de la actriz,
trocado en mayordomo y chofer.
Entre muchas otras referencias del filme, el tributo al cine mudo
es completado en otra escena donde aparece Desmond jugando
cartas con amigos. Ya devenido gigoló, el guionista solo vacía los
ceniceros de los tahúres, mientras contempla impotente cómo los
acreedores retiran del garaje su Plymouth convertible, último
vínculo con su mundo propio, del cual ha sido secuestrado por
la femme fatale. Y uno de los jugadores en cameo es Buster
Keaton, lo cual no noté yo en aquel primer encuentro con Sunset
Boulevard, absorbido como estaba por el divismo de la Swanson.
Fotogramas de la película «Sunset Boulevard» (1950).
2. Al abrir la década de 1990, tras regresar yo de Madrid a
Caracas, un amigo me invitó una noche a ver en su casa “un
clásico en blanco y negro”, sin darme otros detalles, aparte de
que lo iban “a transmitir por un canal internacional”. No estaba
por entonces difundida la televisión por cable, de manera que ha
debido ser por la parabólica de su quinta en La Florida. Era un
armatoste de esos que erizaban las azoteas de la metrópoli ya
devaluada por el Viernes Negro, sacudida después por el
Caracazo, pero que ostentaba todavía algo de la bonanza por
agotarse con el fin de siglo.
Si bien pensaba yo que habríamos de ver uno de los filmes mudos
venerados por mi amigo en sus cursos de comunicación social,
resultó que el clásico blanquinegro era Sunset Boulevard.
Inicialmente pensó él que yo no lo conocía. Me explicó entonces
que el asesinato de Gillis al inicio del filme, para luego ir
en flashback a la historia original de seis meses atrás, era un
recurso característico del cine negro. Sin dejar de atender a sus
comentarios, y emocionándome de nuevo con la Swanson, esta
vez presté más atención a la interpretación de Holden, a quien
había visto poco antes en Sabrina (1954), del mismo Wilder.
Galana y seductora, sin dejar de ser dramática y decadente, la
metamorfosis del guionista devenido amante de la diva confirma
asimismo features del cine negro, con toques expresionistas que
mi amigo remontó incluso al Nosferatu (1922) de Murnau.
Arrellanados en el auto vetusto de Norma, con tapicería de
leopardo y telefonillo para comunicarse con Max, quien también
funge de chofer, el viaje de la pareja a las tiendas de Los Ángeles
para sofisticar – más que renovar – el vestuario de Joe, antecede
lo que otros gigolos harían en el cine. Pero esa excursión es
también, señalé yo, un compendio de los cambios estilísticos
entre la galantería de los roaring twenties, que Norma trata de
preservar, y el desenfado informal de la segunda posguerra, al
que pertenece Gillis. Tras hacerle escupir a este la goma de
mascar en el trayecto, las preferencias de Norma se imponen en
el ajuar masculino pagado por ella: las camisas de franela, los
trajes de lino, el chaqué y el abrigo de vicuña permiten a
la flapper de otrora, con toques de Pigmalión, recrear su Rodolfo
Valentino.
Una celebración algo lúgubre de aquellos Años Locos
hollywoodenses es arreglada por Norma para la Nochevieja en la
mansión californiana, de altos techos artesonados y pisos
encerados para bailar tangos y valses, tocados por una orquesta
de cámara para la pareja solitaria. Con traje palabra de honor que
realza su gargantilla y tocado de tul -del cual se desprende ella
después, para reposar su cabeza sobre las hombreras del chaqué-
Norma y Joe inician la velada crucial danzando La cumparsita en
el salón. La concluirán horas más tarde en la recámara de ella,
adonde llega el galán tras haber escapado de la mansión para
compartir con amigos, intentando zafarse de los embates de la
mujer fatal. Con las muñecas vendadas después de intentar
suicidarse por el rechazo inicial de Joe, el acercamiento de
Norma hacia la yugular de él, quien permanece de espaldas a la
cámara que se aleja, entroncan la toma con el cine vampírico, me
hizo notar mi amigo en aquel segundo encuentro con Sunset
Boulevard.

Fotograma de la película «Sunset Boulevard» (1950).


3. Tras mudarme a Las Palmas en 2012, recibí en mi apartamento
una llamada del operador de televisión satelital, para ofrecerme
una promoción de canales de películas, la cual supuestamente
había ganado por mi fidelidad y solvencia como cliente. Si bien
mi primera reacción fue de rechazo, en vista de los consabidos
costos y la inflación, la insistencia y amabilidad del oferente me
hicieron considerarlo, sobre todo al mencionar él que la parrilla
incluía una emisora de “películas clásicas”. A pocos días de la
contratación, apareció en la etiqueta del nuevo canal el título “El
ocaso de una vida”, con escenas de una cinta en blanco y negro
que al principio no recordé. Pronto me di cuenta, sin embargo, de
que se trataba de Sunset Boulevard, pero según el título con que
fuera exhibida en Argentina y México.
Me emocionó ver de nuevo archiconocidas escenas del filme,
sobre todo la susodicha seducción que hace Norma de Joe, en la
íntima soirée de la Nochevieja. Me sorprendió ahora otra donde
Swanson, de pamela y lentes oscuros combinados con pareo de
leopardo, seca la espalda de William Holden en bañador, recién
salido de la restaurada piscina de la mansión. Y pensé que, vista
en perspectiva, ha debido de ser una de las escenas más audaces
en el Hollywood de finales de los años cuarenta, exhibiendo casi
al desnudo un sex symbol de entonces.
Pero lo que más me atrajo en este tercer encuentro con Sunset
Boulevard fue su autocrítica y reflexión sobre el cine mismo, las
cuales barrunté desde la primera vez que vi el filme, pero ahora
pude apreciar mejor en soledad. Trajeada con sombrero y estola
de piel, Norma regresa a Paramount para reunirse con Cecil B.
DeMille, creyendo ella que la ha hecho llamar para su proyecto
sobre Salomé, cuando lo que en realidad quiere el estudio es
alquilar su carro Isotta-Fraschini para otra película. Entre olvidos
y recuerdos por parte del personal, los actores y míster DeMille –
quien se interpreta a sí mismo – el encuentro del rostro sagrado
de las películas mudas con la maquinaria sonora, en el plató
de Sansón y Dalila; seguido por la compasiva reacción del
productor y director, al percatarse del malentendido de Miss
Desmond, son lecciones vivas sobre las fatuidades y miserias
del star system. También lo son varias reflexiones de Joe Gillis y
Betty Schapper al escribir el guion para otro proyecto, lo cual
demuestra que no todo en el cine son actores, productores y
directores célebres. Los visos románticos de esa subtrama,
protagonizada por Holden con Nancy Olson, iluminan asimismo
la creatividad y honestidad del antihéroe: es más que un chulo,
aunque las intrigas de Norma terminan por frustrar sus intentos
de independencia y regeneración.
Entre los autorretratos cinematográficos de Sunset Boulevard, me
sorprendió esta vez el de Max, director olvidado que recobra su
maestría y protagonismo al final del filme. Habiendo Norma
asesinado a Joe por temor a que la abandonara, es Max quien
entiende que aquella, estupefacta tras el crimen, solo se
entregará a la policía que allana la mansión si se le hace creer que
está filmando de nuevo. Tras enviarle por años miles de fotos
para autografiar, permitiendo a la diva ufanarse de que sus
admiradores no la habían olvidado, el mayordomo pasa al plano
protagónico de primer esposo y director, haciéndola ahora salir
de la recámara para iniciar el rodaje que tanto ha anhelado.
Vestida como Salomé y tomando a Max por DeMille, solo así
Norma desciende la escalinata de la mansión, flanqueada por
reporteros y policías, iluminada por flashes y reflectores, hasta
acercarse a la cámara para el zoom con que cierra el filme. Y así la
figura del director, tanto como la de la diva, junto a la del
guionista ahogado en la piscina, protagonizan la galería de Sunset
Boulevard, noté en este tercer encuentro con la película.
Caracas, octubre de 2022.

ARTURO ALMANDOZ MARTE

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