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Historia del asociativismo y de la economía social y comunitaria



en Latinoamérica

Unidad 2 - Los orígenes del asociativismo en América Latina (1860-1930)

Docente: Dra. Natalia Casola

ÍNDICE

PRESENTACIÓN

AMÉRICA LATINA DURANTE LA FORMACIÓN DE LOS ESTADOS NACIONALES Y LA INSERCIÓN AL MERCADO


MUNDIAL
        CIVILIZACIÓN O BARBARIE

LAS SOCIEDADES DE SOCORROS MUTUOS Y EL MUTUALISMO EN AMÉRICA LATINA

¿QUIÉNES FUERON

LOS CONSTRUCTORES DEL ASOCIATIVISMO?

EL CASO DE ECUADOR

LA ARGENTINA DE FINALES DEL SIGLO XIX Y EL ORIGEN DEL ASOCIATIVISMO

EL COOPERATIVISMO

MÉXICO
        MÉXICO A FINALES DEL SIGLO XIX
        LA REVOLUCIÓN MEXICANA
        EL ZAPATISMO
        EL MOVIMIENTO ASOCIATIVISTA
        EL  CICLO DE LA REVOLUCIÓN
        EL COOPERATIVISMO

A MODO DE BALANCE

BIBLIOGRAFÍA

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PRESENTACIÓN

Estimados colegas, a partir de esta unidad nos metemos de lleno en la historia del asociativismo en América
Latina. En esta unidad nos centraremos en el periodo que va desde mediados del siglo XIX hasta las
primeras décadas del siglo XX, etapa en la que comienza a constituirse el movimiento asociativista en la
mayoría de los países de nuestra región.

Para ello seguiremos la siguiente secuencia:

1. Vamos a repasar algunos aspectos generales del contexto internacional y regional. El objetivo es poder
inscribir el desarrollo de las iniciativas asociativas dentro del proceso de expansión del
capitalismo y de la formación del mercado mundial. Vincularemos el origen de las sociedades de
socorros mutuos, mutuales, asociaciones empresariales y profesionales, cooperativas, sociedades de
resistencia y sindicatos al surgimiento de los conflictos propios de la modernidad capitalista y, más
específicamente, a las formas de capitalismo dependiente que se desarrollan en América Latina. En tal
sentido, la lectura del texto de Marcos Roitman les permitirá reflexionar acerca de las características de la
región en el periodo de dominación oligárquica.
2. Luego vamos a analizar el origen del asociativismo tomando los casos de Ecuador, Argentina y
México ¿Por qué estos países? La elección tiene como objetivo mostrar trayectorias diferentes y analizar
las causas de esas diferencias. Veremos que el caso Ecuador ilustra un tipo de asociativismo de
constitución débil y de raigambre urbana, a pesar del peso de su economía agraria y de la existencia de
un campesinado indígena carente de tierras. En este país el asociativismo en el campo fue impulsado por
el sector cooperativo vinculado a la oligarquía terrateniente. Argentina, en cambio, presenta un desarrollo
temprano del movimiento asociativo, el cual comprometió a diversos sectores sociales con especial
participación de los colectivos migrantes. La débil intervención estatal en estas iniciativas –lo que no debe
ser interpretado como indiferencia por parte de la oligarquía- otorgó un margen de autonomía respecto
del Estado que favoreció el florecimiento de todo tipo de organizaciones. Por su parte, México nos 
muestra una tercera trayectoria. La irrupción del proceso revolucionario funcionó como una bisagra que
potenció y al mismo tiempo obturó la expansión y desarrollo del asociativismo. Si, por un lado, la reforma
agraria posibilitó el surgimiento de un movimiento cooperativo vinculado al reparto de la tierra, por otro,
el fortalecimiento del Estado constituyó un factor de regimentación de las iniciativas organizativas de la
sociedad civil.

Como puede verse, la elección de los casos busca complejizar el sentido común que vincula el asociativismo
exclusivamente con la iniciativa de los sectores subalternos (trabajadores, campesinos, indígenas) para mostrar
la intervención de los sectores dominantes. Dicho de otro modo, pensamos que la mayor o menor participación
de un sector u otro, ayuda a explicar en qué casos las organizaciones de la sociedad civil constituyeron
herramientas para la emancipación y en cuales otros formaron parte de los planes de control social y
fortalecimiento económico de las clases dominantes. Por los valores solidarios, propios de la economía social,
suelen resaltarse los aspectos progresistas de este movimiento soslayándose, muchas veces, que la forma en sí
misma no dice todo sobre su contenido.

En este curso, trataremos de pensar en esta naturaleza multifacética de la economía social para
complejizar las herramientas teóricas con las que pensamos la experiencia histórica.

Para resumir, en esta unidad nos centraremos en el estudio de la inserción de América Latina
en el mercado mundial durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX.
Abordaremos las derivas específicas del campo del asociacionismo a partir de rasgos

compartidos y de los casos de Ecuador Argentina y México.

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AMÉRICA LATINA DURANTE LA FORMACIÓN DE LOS ESTADOS


NACIONALES Y LA INSERCIÓN AL MERCADO MUNDIAL

A partir de la mitad del siglo XIX el mundo experimentó un periodo de vertiginosa transformación
como resultado del inicio de la Segunda Revolución Industrial y la estabilización de la División
Internacional del Trabajo.

Desde entonces, los países centrales se especializaron en la producción de manufacturas industriales y los países
dependientes se abocaron a la producción de materias primas y alimentos. La expansión del capitalismo en
América Latina comenzó a dar lugar a un proceso de urbanización, el surgimiento de un sector de servicios y en
el último cuarto del siglo una industrialización incipiente. Sin embargo, en términos generales, puede afirmarse
que las palancas del poder permanecieron en manos de las élites terratenientes.

En palabras de Marcos Roitman: “En América Latina no hubo revolución burguesa, en su lugar asistimos a un
proceso de reformas del Estado en función del tipo de incorporación de las oligarquías al proceso de división
internacional de la producción, el trabajo y los mercados. Reformas políticas coincidentes con la propuesta de
integración dependiente al mercado mundial.” (Roitman: p. 165).

Es decir, que el proceso de ruptura del orden colonial no trajo aparejado una transformación de las
formas principales de tenencia de la tierra (el latifundio) ni se modernizó la economía de acuerdo a

un plan capitalista al estilo del que transformó a los Estados Unidos en una potencia económica una vez resuelta
la guerra entre el Norte y el Sur.

En América Latina fueron los sectores propietarios (más parecidos a los del Sur de Estados Unidos que a la
burguesía del Norte) quienes, desde arriba, es decir, desde la ocupación del Estado, asumieron la
responsabilidad de modernizar las economías. De allí que la gran propiedad terrateniente y la matriz
primaria de la producción no sufrió alteración alguna. Tampoco las dimensiones étnico-raciales de la dominación
colonial fueron puestas en cuestión. Las nociones de igualdad coexistieron con las ideas de segregación racial
que colocaba a los indígenas y negros en la base de la pirámide social. En todo caso, esas diferencias
adquirieron nuevos sentidos en el proceso de proletarización de las masas subordinadas.

A lo largo del siglo XIX el lenguaje de la dominación de castas comenzó a mezclarse, cada vez más, con los
discursos de criminalización de la pobreza, poniendo de relieve el curso de transformación de las viejas formas
de servidumbre en relaciones de explotación asalariadas. De igual modo, se observa un tránsito desde las
luchas políticas basadas en el origen étnico (la lucha por conquistar la igualdad jurídica) hacia otras,
propias de una sociedad dividida en clases sociales. Siguiendo la clásica terminología marxista, campesinos y
obreros que se conforman como clase en sí y que, gradualmente, van adquiriendo una consciencia para sí.

“Paz y administración” sería el lema de los nuevos gobiernos, otra forma de expresar la idea de “orden” y
“progreso”. El “orden” era entendido como el requisito primordial para el “progreso” económico. Según el
pensamiento de los conservadores (autoproclamados liberales) era necesario contar con gobiernos fuertes,
capaces de proteger la unidad política (cuestión nodal de los estados latinoamericanos pos-independencias) y
mantener bajo control a gobernantes y gobernados. Únicamente en ese clima previsible y ordenado podría
prosperar la economía y los hombres de negocios invertir su capital.

Los regímenes conservadores eran partidarios de las ideas positivistas y liberales.



El positivismo es una teoría filosófica que afirma que el único saber verdadero es el científico. El
liberalismo, por su parte, sostiene que el desarrollo de las libertades individuales constituye la base para el

progreso.

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En varios países de América Latina, a fines del siglo XIX, la ideología positivista y liberal desempeñó un papel
importante. Las oligarquías se identificaban con los idearios que afirmaban que el avance de la ciencia y de la
técnica permitiría terminar con la “barbarie” material y cultural. El horizonte de los positivistas era ayudar a
construir sociedades previsibles. De esta manera se justificaba los intentos de suprimir o limitar la
competencia política (propia de las democracias modernas), identificada con la violencia y el caos.

En su reemplazo, se proponía la idea de “administración”, una actividad de rasgos “científicos” llevada a cabo
por una burocracia estatal con saberes específicos. Empleados estatales desapasionados proporcionaban un
modelo de administrador que, en el futuro, debía reemplazar a los políticos. En algunos países el liberalismo
conservador de las oligarquías locales los llevó a enfrentarse con la Iglesia católica que veía con preocupación el
avance de las funciones estatales en la sociedad. En otros, en cambio, se comportó como una aliada funcional a
los objetivos de disciplina social.

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CIVILIZACIÓN O BARBARIE

A mediados del siglo XIX, y de acuerdo al pensamiento racista predominante al que ya nos hemos 
referido, existía consenso en la intelectualidad latinoamericana sobre la necesidad de exterminar, regenerar,
proletarizar (según el caso) a los gauchos y a los pueblos indígenas, porque eran los supuestos portadores de la
“barbarie”. También existía acuerdo, siempre que fuera posible, en reemplazarlos por inmigrantes europeos,
cuyo origen, era garantía de “civilización”. Las elites latinoamericanas eran liberales y creían en la igualdad en
los términos construidos por la modernidad europea: varones, adultos y blancos. Sin embargo, en las últimas
décadas del siglo XIX estas certezas comenzaron a derrumbarse y, más temprano que tarde,
descubrieron que junto a los inmigrantes europeos viajaban los problemas de la modernidad.

Por otro lado, las políticas de poblamiento y proletarización de mano de obra, ya fuera nativa o extranjera,
incorporaban a los trabajadores como mano de obra barata pero lo excluían de la posibilidad de acceder a la
propiedad. De esta manera, fue aumentando la población desocupada y empobrecida. El aumento de la
miseria fue percibido por algunos miembros de los sectores gobernantes como una amenaza al orden y a la
propiedad, y comenzaron a asociar estos problemas a defectos de las razas. En el fondo, lo que aparecía
enmascarado en el racismo era un profundo desprecio hacia la pobreza. Desde entonces los prejuicios contra los
pobres en general (nativos o extranjeros) se multiplicaron.

La literatura de la época da cuenta de este pensamiento xenófobo. Por ejemplo, el argentino Julián
Martel, autor de la novela La Bolsa, condenaba a los “judíos invasores” y los responsabilizaba de

las cíclicas crisis del capitalismo mundial. También Eugenio Cambaceres, escritor de Sin rumbo y En la sangre,
reprobaba a los italianos porque tenían la “rapacidad de los buitres”.

Frente a esta situación, en casi todos los países, los Estados comenzaron a intervenir aumentando la presencia
policial en las calles para controlar a los pobres. También aumentó el presupuesto para las instituciones
carcelarias, asilos para enfermos mentales y para los institutos de menores. De esta manera la solución a la
pobreza comenzó a ser el encierro de los desposeídos. La asociación entre pobre y criminal se consolidó y
se volvió la principal explicación para los conflictos de la modernidad. Quien no trabajaba, era tratado como un
vago, un loco o un delincuente.

Como puede verse, se trata de un contexto en el que el Estado interviene para enfatizar todos sus
rasgos punitivos en desmedro de otras iniciativas posibles como podría haber sido la implementación
de políticas públicas redistributivas. En aquel contexto, cualquier eventualidad de la vida podía
terminar en el desempleo o en fatalidades aun mayores. El grado de indefensión de los trabajadores
era tal que, para encontrar solución a sus necesidades, comenzaron a reunirse en organizaciones de
ayuda mutua que servían para paliar estas situaciones.

Sin embargo, hubo otros sectores de las elites, a quienes genéricamente se los llamó “reformadores”, que
fueron más conscientes sobre la necesidad de intervenir entre la masa, nativa o extranjera, en vías de
proletarización. El propósito era contener el descontento y crear condiciones para promover cierto bienestar e
integración social. La acción de los partidos políticos, de la iglesia y del Estado para promover algunas iniciativas
de organización colectiva que partían de la sociedad civil, pone de relieve que también existió entre las
oligarquías cierta preocupación por contener y canalizar el descontento hacia formas no revolucionarias de la
acción colectiva.

La inmigración según un miembro de la elite “Cada uno de los conventillos de Buenos Aires es
un taller de epidemias. (…) cada una de las inmundas camas es la tálamo en el cual la fiebre
amarilla y el cólera se recrea (…) Aduar del inmigrante avaro que muere en la miseria,

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revolcándose con su cuerpo la libreta de Banco, que representa sus ahorros, cosida a la espalda de
su camisa, adherida por la mugre al cuerpo… es la olla podrida de las nacionalidades y las lenguas.

Estrada Santiago, Viajes y otras páginas literarias, 1889, en Noé Jitrik, el 80 y su mundo,
Buenos Aires: Jorge Alvarez, 1968.

La inmigración según un intelectual



“Sistemáticamente y con obligada insistencia se les habla de la patria, la bandera, de las glorias
nacionales y de los episodios heroicos de la historia; oyen el himno y lo cantan y lo recitan con
ceño y ardores de cómica epopeya, lo comentan a su modo con hechicera ingenuidad. Yo siempre
he adorado las hordas abigarradas de niños pobres, que salen a sus horas de las escuelas públicas
en alegre y copioso chorro. La primera generación es, a menudo, deforme y poco bella hasta cierta
edad; parece el producto de un molde grosero […] Hay un tanto por ciento de narices chatas,
orejas grandes y labios gruesos: su morfología no ha sido modificada aún por el cincel de la
cultura. En la segunda, ya se ven las correcciones que empieza a imprimir la vida civilizada y más
culta que la que traía el labriego inmigrante.” José María Ramos Mejía, Las Multitudes Argentinas,
cap. VII, p 164

* Ver Video en la plataforma

LECTURA OBLIGATORIA:

Marcos Roitman Rosenmann, “La estructura social en el orden oligárquico”, Pensar América Latina. Buenos Aires:
Clacso, 2008.
http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/campus/roitman/04Roit.pdf

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LAS SOCIEDADES DE SOCORROS MUTUOS Y EL MUTUALISMO EN


AMÉRICA LATINA

Desde mediados de siglo XIX en varios países de América Latina comenzó a desarrollarse la
iniciativa asociativa.

Si bien, como destaca Hilda Sábado en el texto que acompaña a esta clase, este tipo de actividades no eran una
novedad, comenzaron a desarrollarse formas de organización distintas a las que habían predominado en la 
época colonial. Mientras en éstas los miembros lo eran por tradición y costumbre, en las nuevas organizaciones
se incorporaban por su propia voluntad, como individuos libres.

Por lo tanto, es importante tener presente que el asociativismo moderno supone como condición
cierto desarrollo de las ideas liberales de igualdad, democracia y libertad. Por esa misma razón,
varios autores sostienen que las organizaciones de este tipo contribuyeron a “republicanizar” a la
sociedad civil. Contribución nada desdeñable si pensamos en el fuerte sesgo autoritario de los regímenes
políticos que prevalecieron en América Latina a finales del siglo XIX y al cual ya nos referimos en la clase
anterior.

En general, durante este periodo las elites gobernantes no tuvieron una actitud contraria a estas organizaciones.
Por el contrario, el asociativismo colaboraba con la obsesión “civilizatoria” que pobló los imaginarios de los
elencos gobernantes decimonónicos y con los esfuerzos de los Estados para construir una masa de personas
proletarizadas, habituadas a la disciplina y la buena convivencia. Solo más tarde y en los casos en los que el
asociativismo adquirió una impronta fuertemente obrerista y confrontativa, las elites gobernantes comenzaron a
mirar con preocupación organizaciones que, precisamente por su carácter solidario, contribuían al proceso de
toma de consciencia de los obreros respecto de su pertenencia de clase.

No obstante, la actitud predominante fue de beneplácito, dado que los gobiernos de la época entendían la
potencialidad de este tipo de organizaciones para contener muchos reclamos económicos de los sectores
trabajadores y de la incipiente pequeña y mediana burguesía del campo y de la ciudad, siempre amenazada por
la ruinosa competencia del gran capital (nacional o extranjero).

La aparición de sociedades de socorros mutuos y mutuales, fue seguida de la conformación de


asociaciones empresariales, profesionales, clubes de barrio y organizaciones culturales que vinieron
a complejizar la vida de las ciudades. Más tarde, hicieron su aparición las sociedades de resistencia
organizadas por oficios y, finalmente, los sindicatos.

En este periodo también comenzó a desarrollarse el cooperativismo, que proponía un tipo de


empresa de nuevo. A su vez, en estas sociedades primará la heterogeneidad social y política,
además de la tendencia a organizarse en función de las afinidades nacionales o étnicas. Sin
embargo, este tipo de organización se distinguía de las anteriores por su capacidad de
transformar la realidad económica de un país. En tal sentido, observar el grado de 
penetración del cooperativismo, las ramas de la economía en las que se expandió, entre otras
cosas, nos permite formarnos una mirada más compleja sobre el modelo económico
desarrollado en un momento determinado.

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¿QUIÉNES FUERON LOS CONSTRUCTORES DEL ASOCIATIVISMO?

El texto de Hilda Sábato está centrado en el caso de Argentina, sin embargo, muchos de sus
señalamientos tienen validez para caracterizar al conjunto de la región.

En tal sentido, afirmamos que desde mediados del siglo XIX el desarrollo del asociativismo resultó de la
iniciativa de prácticamente todos los sectores sociales. Empresarios y profesionales participaron en la
creación de entidades que respondían a sus intereses y promovieron, directa o indirectamente, la organización
de sociedades y cooperativas obreras con propósitos paternalistas. También los colectivos nacionales y étnicos
(cuya heterogeneidad de clase era indiscutible) participaron en la constitución de asociaciones de todo tipo.
Finalmente, los trabajadores del campo y la ciudad: artesanos, obreros calificados y campesinos fueron, cada
vez más, desplazándose de la participación en asociaciones por nacionalidad hacia otras en las que el
componente de clase comenzó a tomar protagonismo. Así, de las sociedades de ayuda mutua nacerían los
sindicatos modernos.

En Colombia artesanos y trabajadores comenzaron a canalizar esfuerzos en organizaciones de ayuda


mutua destinadas a proporcionar un mínimo de seguridad social ante la total desprotección del Estado. La
primera organización de este tipo fue la Sociedad de Socorros Mutuos formada en 1872 por artesanos
asociados con el Partido Conservador. Su objetivo era la protección de los oficios y la provisión para la
seguridad social. Estas se convirtieron en organizaciones bastante estables al menos hasta las primeras
décadas del siglo XX, cuando la clase obrera urbana comenzó a crecer y hegemonizar la presencia en el
mundo del asociativismo.
En Perú también se dio un desarrollo precoz de las sociedades de socorro mutuo con la formación de la
Sociedad de Ayuda Mutua de Artesanos en Lima en 1860. Una vez finalizada la guerra con Chile (1879 a
1983) este tipo de organización se expandió hasta convertirse en un bastión importante.
En Chile, las primeras sociedades de socorro mutuo surgieron en Santiago en 1885 entre imprenteros,
panaderos, sastres, albañiles, trabajadores ferroviarios y otros. Estas organizaciones jugaron un papel
clave en la promoción de la causa del trabajo organizado en Santiago y Valparaíso, inclusive, luego de la
ola de huelgas 1905-1907, cuando otras formas de organización de clase trabajadora comenzaron a
reemplazarlas.
En México, las sociedades de socorro mutuo fueron la forma predominante de organización laboral 
durante el porfiriato. Se calcula que hacia 1906 había alrededor de 60 sociedades de ayuda mutua en la
Ciudad de México, algunas como la de los sastres cuyos orígenes se remontan a la década de 1860. Estas
eran principalmente organizaciones masculinas y dedicadas al alivio económico durante los periodos de
enfermedad o desempleo.

En términos políticos también veremos que el asociacionismo estuvo vinculado a tendencias


diferentes. Conservadores y liberales, católicos y agnósticos, socialistas y anarquistas vieron
en estas organizaciones un campo de intervención apropiado en un contexto en el que la
creencia en el progreso y la civilización estaba muy extendida en todo el arco político.

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EL CASO DE ECUADOR

En Ecuador el desarrollo del asociativismo fue más tardío. Si bien en las últimas décadas del siglo XIX
comenzó a desarrollarse el mutualismo, este fue expresión de los sectores urbanos vinculados a los
trabajadores, con exclusión del campesinado. El texto de Giuseppina Da Ros explica esta situación a partir de
la indefensión en la que se hallaba el campesinado indígena de Ecuador. Describe el contexto de fuerte
concentración de la tierra y vincula el origen del cooperativismo a la iniciativa de los terratenientes de la Costa a
partir de 1910. Como en otros países de América Latina, en las últimas décadas de fines del siglo XIX los
empresarios del cacao dieron inicio a un proceso de fuerte concentración de tierras mediante la apropiación de
las extensiones pertenecientes a comunidades indígenas y la usurpación de tierras estatales. Es decir que, 
desde el punto de vista de los grupos originarios, el proceso de expansión de las relaciones capitalistas, cuyo
pilar era la propiedad privada, representó un fuerte retroceso de sus intereses y un empobrecimiento
generalizado, toda vez que no poseían títulos legales con los que respaldar la pertenencia de la tierra. La
extensión de la miseria colocó al campesinado ecuatoriano en una situación de desprotección que los desarmó
ante el avance de los grupos oligárquicos.

Las ideas del cooperativismo agrario, por tanto, fueron llevadas adelante por la clase
terrateniente que utilizó este tipo de organización como una herramienta de defensa
económica ante el capital extranjero y de presión política hacia los gobiernos del
periodo.

Recién a partir de los años veinte empieza a manifestarse a nivel oficial un creciente interés por impulsar la
creación de cooperativas agrícolas con el objetivo de ampliar la frontera agrícola y atraer a colonos extranjeros
para que suplieran la supuesta carencia de mano de obra tal como había ocurrido en otros países de la región
como Argentina y Brasil. Lo cierto, es que el plan oficial excluía a los indígenas de participar en la expansión
económica. Por otro lado, el fomento de la pequeña propiedad también perseguía el propósito de descomprimir
la conflictividad social que comenzaba a llegar al agro mediante levantamientos y otras medidas de 
organización.

En 1931, por caso, se organizó en Cambaye el primer congreso de comunidades indígenas, con el objeto
de dar alcance nacional a las luchas reivindicativas del campesinado ecuatoriano. Como reflejo de esa
preocupación, en los círculos liberales y católicos empezó a registrarse un creciente interés por impulsar a
los trabajadores hacia la organización cooperativa, considerada un mal menor frente al peligro de
revolución social. En consecuencia, en 1932 el Ministerio de Agricultura presentó un proyecto de Ley de
Cooperativas que perseguía las siguientes finalidades: crear núcleos de agricultores e industriales modernos y
eficientes, potenciar la pequeña propiedad y garantizar una mayor estabilidad social.

LECTURA OBLIGATORIA:

Guissepina Da Ros, “Orígenes del cooperativismo agrícola en el Ecuador” en, El cooperativismo agrario
ecuatoriano. Sus orígenes, situación actual y perspectivas de desarrollo, Quito: Pontificia Universidad Católica del
Ecuador, 1987. Pp. 15-26.

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LA ARGENTINA DE FINALES DEL SIGLO XIX Y EL ORIGEN DEL


ASOCIATIVISMO

A partir del último tercio del siglo XIX Argentina comenzó a registrar un aumento demográfico
sorprendente.

Miles de inmigrantes europeos llegaban diariamente buscando trabajo y mejorar las condiciones de vida. Si en
1869 la población total del país sumaba aproximadamente 1.800.000 personas, en 1895, el censo nacional
informaba que la Argentina había superado los 4.000.000 de habitantes. Hacia 1914 la población había vuelto a
duplicarse hasta alcanzar un total de casi 7.900.000 personas.

El fomento de la inmigración fue, desde 1853, una preocupación común tanto del gobierno de Buenos
Aires como del de la Confederación. También lo sería del reunificado Estado Argentino a partir de
1862 en adelante.

Desembarco de inmigrantes en el puerto de Buenos Aires (1909)

Sin embargo, la ausencia de una infraestructura y estímulos reales para los inmigrantes, hacía que
las medidas que se tomaban tuvieran poca efectividad. En 1857 Buenos Aires construyó un edificio

para alojar a los inmigrantes sin recursos y en 1876 el gobierno nacional sancionó la llamada Ley de Inmigración
o Ley Avellaneda. Cuatro años antes se había creado una oficina gubernamental que centralizaba la oferta y
demanda de mano de obra y obtenía de las compañías ferroviarias pasajes gratis para trasladar a  los
inmigrantes al interior del país.

En teoría, bajo la premisa de “gobernar es poblar el desierto”, el Estado se proponía crear las
condiciones que permitieran el surgimiento de un sector de pequeños propietarios. La idea era,
siguiendo el ejemplo de Estados Unidos, fundar pueblos agrícolas que acompañaran el paso del
ferrocarril.

Para 1895, existían en el país 709 colonias agrícolas, concentradas en el sur de la provincia de Santa Fe, Entre
Ríos y Córdoba. Solo 9 se habían radicado en los Territorios Nacionales. Sin embargo, progresivamente, el
acceso de la propiedad de la tierra se iría cerrando para los inmigrantes. En la práctica, el predominio del
latifundio, o sea, el reparto de grandes extensiones de tierra entre pocos propietarios, chocaba fuertemente con

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los planes de colonización. Para los terratenientes, la tierra fue un negocio que les permitió enriquecerse
explotándola directamente o poniéndola en arriendo.

De este modo, los inmigrantes que no podían convertirse en propietarios, se transformaban en


“arrendatarios”, es decir, en inquilinos que pagaban mensualmente un monto de dinero.

Dadas las pocas posibilidades que ofrecía el campo, la mayoría de los inmigrantes decidió quedarse en las zonas
urbanas del Litoral del país: Buenos Aires y la Capital, Córdoba, Entre Ríos y Santa Fe. Hacia 1914 concentraban
nada menos que el 72% de la población total del país. En aquellos años, estas ciudades atravesaban un proceso
de acelerado crecimiento, y por eso, las ocupaciones ligadas a la construcción, la alimentación y el vestido,
absorbían mucha mano de obra. Pero como la economía estaba centrada en la exportación, fueron los
transportes y servicios las ramas que proporcionaron mayor nivel de empleo.

En Buenos Aires, el núcleo de este sector lo constituían los trabajadores ferroviarios y portuarios. Este mundo de
obreros crecía en condiciones laborales muy penosas. Como no existían leyes que protegieran al trabajador, los
patrones los sometían a extensas jornadas, que muchas veces incluía el trabajo nocturno y entornos con higiene
deficiente que provocaban enfermedades y accidentes. La situación de las mujeres trabajadoras era aun peor, 
ya que recibían salarios inferiores. El trabajo femenino se ubicaba en el comercio, el servicio doméstico y sobre
todo en el trabajo a domicilio.

En los últimos años del siglo XIX, Buenos Aires, se había convertido en un hormiguero
cosmopolita. La mitad de la población hablaba distintos idiomas y sostenía hábitos culturales muy

diversos. Los italianos constituían una amplia mayoría, seguidos de los españoles y franceses. En general, se
trataba de campesinos pobres que provenían de las zonas económicamente más atrasadas de Europa. En menor
medida, también ingresaron ingleses, suizos y alemanes, expulsados por el exceso de mano de obra que creaba
la industrialización en sus países. Estos, solían ser obreros con algún grado de calificación e instrucción
educativa.

La pertenencia a una comunidad unida por la nacionalidad de origen era muy importante para que, los recién
llegados, encontraran puntos de apoyo. Este fenómeno contribuyó a que, en Buenos Aires y Rosario, se
formaran barrios por nacionalidad. En caso de enfermedades o accidentes, la ayuda comunitaria
compensaba las malas condiciones de trabajo y vivienda.

La primera sociedad de socorro mutuos registrada en la Argentina fue L'Union et Secours mutuels
formado por inmigrantes franceses en Buenos Aires en 1854. Esto fue seguido, dos años más tarde, por la
sociedad de San Crispín formado por trabajadores del calzado de italiano origen. Los inmigrantes italianos 
pronto organizaron una red muy bien estructurada de ayuda mutua para apoyar a los artesanos recién llegados
y a los trabajadores rurales. La Unione e Benevoleza se formó en 1860.

Por 1916, había 15 sociedades de ayuda mutua de origen italiano.

Las mutuales en Argentina tenían funciones similares a sus homólogas en otras partes, esto era la atención
médica y gastos funerarios. Sus funciones eran de ayuda primaria e incluían pensiones, educación y la ayuda de
emergencia. Algunas se componían con asociados que pertenecían a un único oficio pero la mayoría de las
sociedades eran abiertas a todos los oficios. Más común era las restricciones de nacionalidad lo que da
cuenta del peso que tenían los colectivos inmigrantes en la definición de este espacio. Podríamos
argumentar que, además de las funciones manifiestas que se ha indicado anteriormente, las mutuales y
asociaciones de ayuda mutua en Argentina tenían la función de integrar a los inmigrantes y ayudarlos
a tramitar la transición en el nuevo entorno.

Las influencias ideológicas sobre el movimiento mutualista eran bastante diversas. Hubo una fuerte
corriente masónica, una gran influencia de la Iglesia Católica a través de los Círculos de Obreros,

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además de la prédica de Proudhon y otras figuras políticas que tanto influyeron en el discurso
mutualista.

Como la inmigración carecía de un sistema estatal de prestación social básica era natural que buscasen asociarse
con sus connacionales. Sin embargo, estos inmigrantes pertenecían predominantemente a la clase obrera y, por
eso, es difícil separar el origen nacional de la extracción social y, aunque las sociedades de socorros mutuos
tuvieron un fuerte anclaje étnico, desempeñarían un papel considerable en la construcción lazos de
solidaridad propiamente de clase y en la creación de los primeros sindicatos.

Aunque la información es escasa, en general se reconoce que las sociedades de socorro mutuos
entran en un período de declive después de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, a
pesar de su relativo estancamiento respecto del periodo anterior, debe tenerse en cuenta la gran
influencia alcanzada por aquellas de mayor trayectoria y la importancia otorgada por los propios
empleadores, que en muchos casos participaron en su creación. Conspicuos miembros de la clase
alta de la ciudad abogaron abiertamente por el crecimiento de las sociedades de ayuda mutua, y
otras organizaciones similares después de la ola de protestas laborales ocurridas entre 1917 y
1919.

Con todo, la principal causa fue la transformación de las asociaciones de ayuda mutua en 
sindicatos. La intensificación de la lucha de clases en las primeras décadas del siglo XX, fue

obligando a las sociedades de socorros mutuos a adoptar un papel más combativo.

Desde la huelga general de 1905 a la Semana Trágica de 1919, los trabajadores de la Argentina
participaron en feroces enfrentamientos con el capital y el estado. Anarquistas, sindicalistas y
corrientes socialistas contribuyeron a un nivel sin precedentes al fermento ideológico. Las
sociedades de ayuda mutua no podían permanecer inmunes a este flujo.

En el último cuarto del siglo XIX, una forma de transición entre estas organizaciones y los sindicatos fueron las
sociedades de resistencia que conservaron algunas características mutualistas, mientras que presagiaban a los
sindicatos del siglo XX.

En la transformación influyeron decididamente los socialistas y anarquistas que fueron hostiles a las
organizaciones basadas en el origen étnico. Sin embargo, como señala Munck (2012), será necesario 
añadir a este elemento de competencia ideológica, el grado de complementariedad entre las sociedades de
ayuda mutua y las organizaciones de clase del movimiento obrero. En este sentido podemos tomar la conclusión
de Fernando Devoto (1999) para quien las sociedades de ayuda mutua pueden ser vistas como espacios de
práctica democrática.

En el último tercio del siglo XIX, Hilda Sábato demuestra que la iniciativa asociativista fue muy intensa y abarcó
también a los sectores propietarios que se dieron a la creación de entidades propias como la Sociedad Rural o la
Unión Industrial.

También muestra cómo estos sectores vinculados a la oligarquía, conforme pasaba el tiempo, fueron
acrecentando su interés por intervenir en el mundo de las asociaciones obreras con el objetivo manifiesto de
incidir en su curso y contrarrestar la influencia política del socialista y del anarquismo. En esta dirección parece
inscribirse la experiencia de los Círculos Obreros propiciados por el catolicismo a comienzos del siglo XX,
siguiendo la política diseñada por la Rerum Novarum.

Como pueden ver, y a pesar de nuestros propios esfuerzos por simplificar los procesos
históricos, abordar el asociativismo en este periodo requiere atender a muchas iniciativas
diferentes que difícilmente puedan encuadrarse en un único tipo.

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EL COOPERATIVISMO

Al analizar las características de las incipientes entidades cooperativas argentinas, se observa que
corresponden a dos tipos de experiencias diferentes:

un grupo de las mismas fue creado por sectores obreros con el fin de liberarse de la explotación capitalista
o, por lo menos, atenuar sus efectos;
mientras que otras fueron promovidas por integrantes de las capas medias y la pequeña y mediana
burguesía con el objetivo de buscar soluciones a sus problemas sociales y económicos y poder desarrollar
su actividad comercial o industrial.

Cooperativas de consumo

Las primeras manifestaciones del movimiento cooperativo desarrolladas en Argentina corresponden a la rama 
del consumo. La referencia más antigua remite a la Asociación Panadería del pueblo, fundada en Paraná (Entre
Ríos) en octubre de 1857, que funcionó hasta 1860. En 1875, un grupo de inmigrantes franceses creó la
Sociedad Cooperativa de Producción y Consumo de Buenos Aires, auspiciada por el sociólogo francés Adolfo
Vaillant, que impulsó el cooperativismo en Argentina y Uruguay. Desde entonces, muchas otras fueron
constituidas siguiendo estos ejemplos.

La influencia socialista

En 1887, se creó una cooperativa en la sede porteña del Club Vorwaerts, fundado por inmigrantes socialistas
alemanes llegados al país para escapar a las leyes de excepción dictadas contra los socialistas en 1882. La
misma inició sus operaciones como cooperativa de consumo de pan y, si bien incorporó luego otras mercaderías,
su actividad fue decayendo hasta que dejó de operar en 1896.

Un nuevo ensayo en la ciudad de


Buenos  Aires  fue  la  Cooperativa
Obrera de Consumo, fundada en 1898 por
iniciativa del dirigente socialista Juan B. Justo,
quien redactó sus estatutos. La cooperativa operó
en el local central del Partido Socialista hasta su
cierre, en 1902. Finalmente, podemos considerar
que este ciclo de ensayos cooperativos se cierra
con la creación en 1905 de El Hogar Obrero,
nuevamente a instancias del Dr. Juan B. Justo. Su
fundación coincide con la resolución adoptada  en
el tercer Congreso de la Unión General de Trabajadores, de tendencia socialista, que invitaba a los asalariados
sindicalmente organizados a constituir cooperativas con el objetivo de “mejorar las condiciones de trabajo y
hacer más intensa la propaganda obrera, procurando excluir de ellas el sentimiento de estrecho espíritu de
corporación [y contribuir a] robustecer su resistencia al capitalismo”.

El Partido Socialista había sido fundado en 1896 y su principal dirigente era Juan B. Justo. Entre sus
principales propuestas estaba la ampliación de las libertades y derechos democráticos, entre los cuales se incluía
el voto secreto y universal. La creencia en que la democracia podía transformar la realidad los llevó a impulsar
la nacionalización de los inmigrantes, motivo por el cual el PS se oponía a la organización de
sociedades de ayuda mutua y cooperativas en base a los criterios étnicos. Para el socialismo, esta
actitud era contraria a los intereses del país y al objetivo de construir una ciudadanía comprometida con los
problemas políticos. La organización en base a la nacionalidad, en su visión, acentuaba los rasgos sectarios y

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aislaban a las masas, actitud que solo podía beneficiar a la oligarquía poco interesada en democratizar la
sociedad. Además, el PS proponía un programa de reformas para mejorar la situación de los
trabajadores.

Entre las proposiciones más importantes se contaban las siguientes:

jornada de trabajo de 8 horas;


prohibición del trabajo nocturno;
descanso de un día semanal;
salario mínimo vital;
igualdad salarial entre hombres y mujeres;
responsabilidad patronal en los accidentes de trabajo;
comisiones obreras para inspeccionar talleres;
escuelas gratuitas profesionales y secundarias; educación laica, obligatoria y gratuita hasta los 14 años.

El objetivo final del PS era establecer una sociedad socialista por la vía de las reformas y de la
ampliación de los derechos democráticos. En la visión de Juan B. Justo, las reformas graduales e
ininterrumpidas llevarían por sí solas a la superación de la explotación establecida por el capitalismo
y a su reemplazo por el socialismo. La visión del cooperativismo que tenían los socialistas debe, por
tanto, comprenderse en esa visión de mundo y en la fe en el desarrollo del capitalismo como vía
necesaria para la construcción de una sociedad de nuevo tipo. Entre estas iniciativas la más
emblemática fue la creación de la cooperativa El Hogar Obrero (EHO).

El cooperativismo en el campo

En el sector rural, la primera experiencia parece haber sido una empresa apícola llamada.

El Colmenar, creada por dos naturalistas franceses en Paraná, en 1865. También puede considerarse entre las
precursoras la Sociedad Cooperativa de Seguros Agrícolas y Anexos Ltda. El Progreso agrícola, de Pigüé,
provincia de Buenos Aires, fundada en 1898 y que aún continúa operando bajo el nombre El Progreso Agrícola
Coop. de Seguros Ltda.

En 1900, un grupo de colonos judíos traídos al país por la Jewish Colonization Association

(JCA) funda en Basavilbaso (Entre Ríos) la primera cooperativa estrictamente agraria del país: la Primera
Sociedad Agrícola Israelita Argentina (Der Ersshter Idisher land-virs-.)

Todas las entidades mencionadas fueron creadas a partir de la acción difusora de un grupo de dirigentes
comunitarios de las colonias judías entre los que se destacaron Miguel Sajaroff, Miguel Kipen y David Merener.
Conocedores del sistema cooperativo observado y practicado en Alemania y Rusia, llegaron al convencimiento 
de su necesaria introducción en las colonias desde dos vertientes ideológicas diferentes: el idealismo tolstoiano y
el socialismo.

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Aniversario de fundación de la Colonia Moises Ville (1964)

Muy tempranamente, el cooperativismo agrario inició un proceso de integración que lo llevó a crear federaciones
y/o cooperativas de segundo grado. La primera fue la Confederación Entrerriana de Cooperativas, fundada en
1913, que si bien tuvo una vida muy breve fue reconstruida en 1930 con el nombre de Federación de
Cooperativas Entrerrianas. En 1922, nace la Asociación de Cooperativas Rurales de Zona Central, en Rosario
(Santa Fe), que cambia posteriormente su nombre por Asociación de Cooperativas Argentinas (ACA) y, en 1928,
se crea la Unión de Cooperativas Ltda. San Carlos, que agrupaba a cooperativas tamberas.

Cooperativa agrícola “Baron Hirsch”

Cooperativas de crédito

La referencia más antigua en nuestro país sobre el cooperativismo de crédito es un artículo sin firma publicado
en el periódico socialista El Artesano en marzo de 1863, en el que se afirmaba que para fomentar la prosperidad
del país era necesario rehabilitar a los obreros fundando una caja de crédito popular. El Artesano, 28 de marzo
de 1863, en Grela (1965). Sin embargo, el autor suponía que semejante proyecto solo podía ser llevado a cabo
por hombres de gran fuerza y voluntad y, entendiendo que tales hombres no abundaban, presumía que esa idea
sería calificada de utópica. Pocos años después, el cooperativismo de crédito comenzó a desarrollarse a partir de
cuatro tipos de experiencias diferentes: bancos populares, cajas rurales, cajas regionales de préstamos y
ahorro, y cajas de crédito. A esto se sumaban las secciones de crédito que desarrollaron algunas cooperativas

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agropecuarias, de consumo y de edificación. En estos casos, el crédito estaba vinculado a la actividad principal
de la entidad, y al ser operaciones complementarias carecían de gran envergadura y operaban generalmente en
forma irregular. En el ámbito urbano, existían en 1914 cuatro entidades de estas características: el ya
mencionado El Hogar Obrero, La Casa Popular propia (1407 asociados, fundada en 1906), la Cooperativa de
Artes y Oficios (50 asociados, fundada en 1906) y el Banco el Hogar Propio (1150 asociados, fundado en 1910).

La primera entidad cooperativa de crédito en Argentina fue el Banco Popular Argentino, creado en Buenos
Aires en 1887 según el modelo de los bancos populares promovidos por Luzzatti en Italia. Este había
desarrollado sus ideas sobre el cooperativismo de crédito en Sulla diffusione del crédito e le banche populari,
publicado en 1962. Planteó allí que las entidades cooperativas debían apartarse de la caridad y la filantropía y
basarse en una combinación de acciones económicas y sociales. La cooperación debe ser filantrópica en los fines
sociales que se propone alcanzar, pero financiera en cuanto a los medios técnicos con que ha de valerse, es
decir, los principios económicos que la rigen no han de ser diferentes de aquellos que son alma y garantía de
toda sociedad comercial bien organizada.

El Banco Popular Argentino tuvo un importante desarrollo, llegando en 1924 a tener más de 3.200 asociados,
pero hacia 1927 se transforma en sociedad anónima. Otro tipo de experiencia en el desarrollo de organizaciones
cooperativas de crédito fue la propiciada por la Liga Social Argentina a partir de 1909. Esta entidad tenía por
objeto la difusión de los ideales social-cristianas para sustentar la organización “natural” de la  sociedad,
combatir “las tendencias subversivas” en el terreno social e instruir a los sectores populares. La Liga estimuló la
creación de organizaciones cooperativas similares a las creadas en Alemania por Raiffeisen desde 1864, con
fines solidarios y basados en la ayuda mutua. Entre 1911 y 1915, fundó cajas rurales de crédito en las 
provincias de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba, las que nunca alcanzaron a tener un gran desarrollo.

Las cajas de crédito, también llamadas sociedades de crédito cooperativo, cajas populares o
cooperativas de crédito, nacieron a principios del siglo XX como entidades mutuales de la
colectividad judía ashkenazi procedente de Europa oriental, donde se nucleaban los inmigrantes de
acuerdo a su actividad económica o su lugar de origen.

Estos inmigrantes se instalaron fundamentalmente en las colonias agrícolas entrerrianas y en las grandes
ciudades del país, donde se desempeñaron como artesanos, obreros o pequeños comerciantes e Industriales. El
primer ensayo registrado de este tipo de entidad fue la Cooperativa de Crédito La Capilla (Entre Ríos), creada en
1913 por comerciantes y artesanos e impulsada por funcionarios de la cooperativa agraria Fondo Comunal,
fundada por colonos de la Jewish Colonization Association.

La primera experiencia netamente urbana se desarrolló en el barrio porteño de Villa Crespo, donde en 1918 se
constituyó la Primera Caja Mercantil. Rápidamente, las instituciones se multiplicaron en diferentes barrios y
localidades del Gran Buenos Aires, y más lentamente, en algunas otras ciudades. En los primeros momentos,
estas entidades tuvieron un funcionamiento informal organizado en torno a un farein y se ocupaban de juntar
dinero entre los inmigrantes ya asentados para entregarles herramientas, mercadería e incluso ropa y comida a
los recién llegados. Esta ayuda no se devolvía, sino que cuando los beneficiarios podían comenzaban a aportar
para ayudar a los próximos en arribar.

La mayoría de estas cajas de crédito funcionaba en horario nocturno, en el domicilio personal o comercial de
alguno de sus asociados o en el interior de una institución comunitaria. Sostenían, además, la actividad de esas
instituciones: bibliotecas, escuelas, clubes, hospitales, etc. Paulatinamente, y en la medida en que sus miembros
iban desarrollándose económicamente, las cajas empezaron a funcionar con capital propio o formas inorgánicas
de ahorro, mezclando características cooperativas y mutuales y cubriendo las necesidades financieras de la
actividad artesanal y comercial de sus asociados.

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Legislación cooperativa

La primera mención legislativa al cooperativismo se encuentra en la Ley Nº 1.420 de Educación


Común, sancionada en julio de 1884.

La misma establece, al referirse a las facultades de los Consejos Escolares de Distrito, que debían “promover por
los medios que crea conveniente, la fundación de sociedades cooperativas de educación y de las bibliotecas
populares de distrito”, mientras que entre las atribuciones y deberes del Consejo Nacional de Educación estaba
“promover y auxiliar la formación de (...) asociaciones y publicaciones cooperativas de la educación común”.

En 1889, una reforma del Código de Comercio legalizó entre otras cuestiones algunos de los conceptos más
esenciales de la cooperación, con la incorporación de los artículos 392, 393 y 394. Hasta 1926, las cooperativas
se rigieron en Argentina por las disposiciones del mismo. Si bien el Código consideraba a las cooperativas como
sociedades comerciales, introducía el principio rochdaleano de que las acciones son individuales y nominales y
concedía a cada socio un solo voto en las asambleas. Por otra parte, asimilaba la organización y administración
de las cooperativas a la de las sociedades comerciales y dejaba librado al Estatuto Social todo lo relacionado con
las condiciones para ser socio, la fijación del capital y la manera de formarlo o aumentarlo. Todo esto motivaba
la fácil confusión de las cooperativas con entidades de diversa índole y que se pudiera usar la denominación de
cooperativa sin serlo en la práctica. El defecto más grave del Código era que no obstante haber adoptado para
las cooperativas la obligación de agregar a su nombre las denominaciones “cooperativa” y “sociedad de
responsabilidad limitado” o simplemente “limitada”, no disponía ningún tipo de sanción contra las sociedades 
que no siendo auténticamente cooperativas se daban esa denominación.

Habrá que esperar hasta 1915 para que se presente el primer proyecto de Ley General de
Cooperativas, a iniciativa del diputado Juan B. Justo. Finalmente, el 20 de diciembre de 1926  fue

sancionada y promulgada la Ley Nº 11.388 sobre “Régimen Legal de las Sociedades Cooperativas”. Si bien su
texto no desarrollaba una definición de cooperativa, la ley expresaba un auténtico sentido doctrinario y reflejaba
conocimiento de la experiencia argentina. Su artículo segundo, de carácter enumerativo, expresa fielmente los
principios rochdaleanos: democracia; asociación libre y voluntaria; indivisibilidad de las reservas sociales;
ausencia de privilegios para los fundadores; no tener por finalidad la propaganda de ideas políticas, religiosas o
nacionales; no conceder créditos para consumo; operar solo con los socios; interés limitado al capital y fomento
de la educación.

La Ley 11.388 rigió la vida de las entidades cooperativas hasta la sanción, en mayo de 1973, de la Ley 20.337,
actualmente vigente. A partir de la sanción de la Ley Nº 11.388 sobre “Régimen Legal de las Sociedades
Cooperativas”, que estableció los requisitos que debía llenar una entidad para poder ser considerada
cooperativa, se produjo una aparente disminución del número de dichas entidades. Lo que ocurrió en realidad es
que la ley sacó del medio una cantidad de sociedades que parasitariamente se disimulaban detrás de la
cooperación.

Por otra parte, entre 1930 y 1946, el Estado no tuvo una política activa frente al tema cooperativo, salvo para
frenar su desarrollo cuando se ponían en riesgo ciertos intereses privados, como en el caso de las cooperativas
eléctricas. Correlativamente, las cooperativas tampoco ven en el apoyo estatal un factor fundamental para su
desarrollo, o directamente lo evitan. Las décadas del 30 y 40 señalan un lento crecimiento general de la
cantidad y operatoria de las entidades cooperativas.

En una carta dirigida a Sajaroff en 1909, Merener afirmaba:



“Tenemos que pasar a una vida más justa, en que los intereses de todos los compañeros sean los
de cada socio en particular y en que los intereses de cada uno sean contemplados como cosa de
todos. Nuestras dificultades económicas no devienen solamente del hecho de que se nos cobra muy
caro lo que consumimos, o de que se nos suele pagar por la producción menos de lo que vale, sino
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que en ambos casos las mayores ganancias quedan en manos de quienes están situados
superfluamente entre los dos factores: productores y consumidores. Por ello, el productor y el
consumidor deben hermanarse, vincularse directamente, crear en primer lugar una gran familia de
cooperativistas en el país y unirse más tarde también con otros compañeros de allende las
fronteras de la República, a quienes se enviaría la producción en naves cooperativas que cruzarían
los mares y traerían, al regresar, en trueque, los productos e implementos que los cooperativistas
de otras latitudes elaborasen y crearan. De esta manera, las personas y los pueblos se unirán bajo
la bandera del cooperativismo, es la justicia e igualdad de todos.”

Para completar esta sección de la unidad sugerimos ver la primera parte de la película Los
gauchos judíos (1975)
https://www.youtube.com/watch?v=TL4G2aCEod4

LECTURA OBLIGATORIA:

VV.AA, De las cofradías a las organizaciones de la sociedad civil..., Capítulo2: “Estado y sociedad civil”
1860-1920”, Buenos Aires: Gadis, 2002.pp. 101-163
http://www.unsam.edu.ar/escuelas/politica/centro_historia_politica/material/HistdelasAsociaciones.pdf

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MÉXICO

Nuestro tercer caso de estudio es México. Veremos que el caso mexicano nos mostrará una tercera vía de
armado y apropiación del asociativismo. Indudablemente esta particularidad no puede disociarse de la
experiencia de la revolución mexicana que fue un parteaguas en la historia de ese país. El desarrollo de la
revolución liberó fuerzas sociales y políticas de todo tipo que atravesaron y transformaron al conjunto de la
sociedad. Desde el punto de vista del asociativismo el impacto de la revolución fue ambivalente:

Si por un lado, el proceso de movilización y radicalización social impulsó iniciativas de todo tipo, en
especial allí donde existían tradiciones comunitarias arraigadas,  por otro, dio lugar a la constitución
de un Estado fuerte que contuvo los reclamos de las masas y al mismo tiempo se erigió como una
herramienta de clausura de esas aspiraciones.  Este carácter debe ser analizado en particular para
comprender por qué la intervención del Estado puede ser acicate o asfixia de las organizaciones

de la sociedad civil.

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MÉXICO A FINALES DEL SIGLO XIX

El periodo que ocupa las últimas décadas del siglo XIX mexicano es recordado como el “Porfiriato”,
denominado así en referencia al presidente Porfirio Díaz que accedió a ese cargo en 1876.

En este tiempo, se llevaron adelante varias reformas que sirvieron de marco para favorecer la concentración de
tierras en manos de unos pocos terratenientes. Los campesinos, en su gran mayoría indígenas, fueron
expropiados de sus tierras y obligados a trabajar en las haciendas. El gobierno de Díaz, como la mayoría de los
gobiernos oligárquicos de finales del siglo XIX, favoreció la inversión extranjera. Buena parte del capital 
invertido en México era de origen francés, sobre todo en la banca, el comercio, la producción de textiles y la
actividad minera. En los ferrocarriles, la minería y el petróleo también eran de gran importancia las inversiones
inglesas, estadounidenses, alemanas y españolas. Minas, petróleo, ferrocarriles, textiles, plantaciones  de
azúcar: todos estos sectores estaban en manos del capital extranjero.

Como ocurría en otros países de la región, en apariencia, el país se encontraba en medio de un


proceso de expansión y prosperidad. Sin embargo, a largo plazo, se consolidaba un modelo

económico que sumía a México en una brutal dependencia y mutilaba su capacidad de desarrollo autónomo.
Además, la mayor parte de la sociedad seguía viviendo en su miseria ancestral.

En 1904 Porfirio Díaz fue reelegido, pero, esta vez, amplió su mandato 
a seis años en lugar de cuatro. En teoría su plan era no volver a
presentarse a elecciones. En los medios de la época declaraba, una y
otra vez, que México estaba listo para la democracia. Algunos
personajes le tomaron la palabra y se presentaron a las elecciones de
1910. Pero, pocos días después de la  postulación  de  Francisco 
Madero por el Partido Nacional Antirreeleccionista, fue encarcelado en
San Luis Potosí por las fuerzas de Díaz. En respuesta al atropello,
Madero lanzó el Plan de San Luis por el cual convocaba a levantarse en
armas el día 20 de noviembre de 1910 para derrocar a Porfirio Díaz y
establecer elecciones libres y democráticas. También se comprometía a
restituir a los campesinos las tierras que les habían sido arrebatadas
por los hacendados. Como respuesta a la proclamación de Madero,   en
noviembre de 1910 comenzaron a surgir levantamientos armados a lo largo de todo México. Finalmente Porfirio
Díaz renunció y Madero obtuvo el triunfo en las elecciones presidenciales.

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LA REVOLUCIÓN MEXICANA

Formalmente, la revolución comienza con el llamado de Madero al levantamiento armado.

En el estado de Morelos, la convocatoria fue respondida por Emiliano Zapata y sus tropas de indígenas que
reclamaban la restitución de las tierras. Díaz finalmente dimitió en mayo de 1911.

En noviembre de ese año Madero obtuvo la presidencia. Pero en febrero de 1913 Victoriano Huerta dio un golpe
de Estado contra Madero, a quien mandó asesinar. Desde entonces gobernó como dictador hasta 1914. Contra
él, se levantaron numerosos grupos de las más diversas clases sociales y enarbolando las más variadas
banderas: en el noroeste, Álvaro Obregón encabezó la revuelta de los pequeños propietarios campesinos; en
Chihuahua Pancho Villa; en Coahuila, el gobernador Venustiano Carranza se levantó al frente de los
Constitucionalistas. Cuando logró la alianza con Obregón, éste encabezó su ejército.

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EL ZAPATISMO

Hacia 1911 el ejército revolucionario se dividió en dos facciones: una, encabezada por Carranza y Obregón,
moderada y vinculada con los intereses de la burguesía norteña; y la otra, con Zapata y Villa, más radicales y
vinculados con los intereses de los campesinos. El movimiento zapatista es clave para comprender la
transformación de la revolución política en una verdadera revolución social. Las comunidades indígenas
tenían una larga experiencia en la organización colectiva, la cual sería aprovechada en el contexto de la
revolución para encarar sus propios reclamos en cuanto a la recuperación de la tenencia de la tierra. Al iniciarse
el levantamiento maderista, los zapatistas apoyaron las medidas con el compromiso de que, una vez en el
poder, se produciría el anhelado reparto de tierras. Pero a poco andar quedó en evidencia que Madero no tenía
intenciones de cumplir con lo pactado. Entonces comenzó la revolución dentro de la revolución, el zapatismo.

Como afirma el historiador John Womack:

“[la revolución zapatista iniciada en el Estado de Morelos es la historia de] unos campesinos que no
querían cambiar y que, por eso mismo, hicieron una revolución. Nunca imaginaron un destino tan
singular. Lloviera o tronase […] lo único que querían era permanecer en sus pueblos y aldeas,
puesto que en ellos habían crecido y en ellos, sus antepasados, por centenas de años, vivieron y
murieron: en ese diminuto estado de Morelos del centro-sur de México.” (John Womack, p.XI)

Para las comunidades indígenas, hostigadas durante los


siglos de la dominación colonial, el avance de las
relaciones sociales capitalistas implicaba una nueva
expoliación. El desmembramiento de los espacios de
tierra de uso común y su expropiación en favor del
proceso de concentración latifundista. En ese contexto,
los pueblos indígenas llevaron adelante una serie de
reclamos que comenzaron siendo enunciados  en
defensa del orden tradicional pero que, con el andar de
la revolución, fueron fisonomizando un programa de
reformas que incorporaba los avances propios del
capitalismo  pero,  a  la  vez,  proponía  su superación.

Dicho programa quedó asentado en el famoso Plan de Ayala (1911) y la Ley Agraria (1915) cuyos principales
artículos adjuntamos a continuación.

Con el tiempo los Constitucionalistas triunfaron y Carranza promulgó la Constitución de 1917 que rige
actualmente en México. En ella fueron incorporadas varias de las demandas sociales reivindicadas por los
movimientos revolucionarios y sus antecesores (jornada de ocho horas, libertad de cultos, salario mínimo,
reparto agrario, nacionalización de los recursos naturales, etc) como forma de desactivar el movimiento rebelde.
No obstante, Zapata fue asesinado en Chinameca en 1919 y cuatro años más tarde la misma suerte tuvo Villa.

Ley agraria promovida por los zapatistas.



Art. 1 Se restituyen a las comunidades e individuos, los terrenos, las montañas y aguas de que
fueron despojados, bastando que aquellos posean los títulos legales de fecha anterior al año de
1856, para que entren inmediatamente en posesión de sus propiedades.

Art. 3 La Nación reconoce el derecho tradicional e histórico que tienen los pueblos, rancherías y
comunidades de la República, a poseer y administrar sus terrenos de común repartimiento, y sus
ejidos, en la forma que juzguen conveniente.
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Art. 4 La  Nación reconoce el derecho indiscutible que asiste a todo mexicano para poseer y cultivar
una extensión de terreno, cuyos productos le permitan cubrir sus necesidades y las de su familia;
en consecuencia y para el efecto de crear la pequeña propiedad, serán expropiadas por causa de
utilidad pública y mediante la correspondiente indemnización, todas las tierras  del país, con la sola
excepción de los terrenos pertenecientes a los pueblos, rancherías y comunidades, y de aquellos
predios que, por no exceder del máximum que fija esta ley, deben permanecer en poder de sus
actuales propietarios.

Art. 5 Los propietarios que no sean enemigos de la Revolución, conservarán como terrenos no
expropiables, porciones que no excedan de la superficie que, como máximo, fija el cuadro siguiente
[…]

Art. 10 La superficie total de tierras que se obtenga en virtud de la confiscación […] se dividirá en
lotes que serán repartidos entre los mexicanos que lo soliciten, dándose preferencia, en todo caso,
a los campesinos. Cada lote tendrá una extensión que permita satisfacer las necesidades de una
familia.

Art. 28 Los propietarios de dos o más lotes  podrán unirse para formar Sociedades Cooperativas,
con el objeto de explotar sus propiedades o vender en común los productos de éstas, pero sin que
esas asociaciones puedan revestir la forma de sociedades por acciones, ni constituirse entre
personas que no estén dedicadas directa o exclusivamente al cultivo de los lotes. Las sociedades
que se formen en contravención de lo dispuesto en este artículo serán nulas de pleno derecho y
habrá acción popular para denunciarlas.

Art. 29 El Gobierno Federal expedirá leyes que reglamenten la constitución y funcionamiento de las
referidas cooperativas.

Art. 33 En todo aprovechamiento de aguas se dará siempre preferencia a las exigencias de la


agricultura y sólo cuando éstas estén satisfechas se aprovecharán en fuerzas u otros usos.

Vean el documental ¡Zapata Vive! Del History Channel 1/5


https://www.youtube.com/watch?v=OplERr3fiKg

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EL MOVIMIENTO ASOCIATIVISTA

Como ya hemos establecido anteriormente, el asociativismo moderno se diferencia de las


formaciones de otro tipo, en cuanto su base es la voluntad individual y busca dar respuesta a
problemas propios de la formación social capitalista.

En tal sentido, hacia mediados del siglo XIX existían prácticas de organización colectiva que reflejaban la
persistencia de un mundo tradicional cuyos mecanismos de integración remitían fundamentalmente al sentido
primordial de pertenencia de un pueblo indígena, de un pueblo mestizo enclavado en alguna región específica o
de grupos de orden religioso, no plurales, cuyo eje articulador era la propia Iglesia como institución.

El asociativismo civil de matriz urbano-cultural que podía encontrarse en la segunda mitad


del siglo XIX se limitaba entonces a las logias masónicas y los escasos grupos culturales de
corte periodístico y literario, los cuales estaban formados por personas vinculadas a una
minoría liberal que detentaba el poder. Por tanto, la debilidad del asociativismo reflejaba la
ausencia de clases sociales modernas, el carácter oligárquico del régimen político y la
inexistencia de un Estado poco interesado en fomentar la modernización de la sociedad civil.

En 1873, a 30 años del movimiento histórico de los Pioneros de Rochdale, nació en México la
primera cooperativa de producción, formada por sastres, a la que siguieron otras, de
carpinteros y sombrereros. En 1876, los obreros ferroviarios de la Estación Buenavista del Distrito Federal,
constituyeron la primera sociedad cooperativa de consumo. Hacia 1889, las cooperativas obtuvieron un
reconocimiento legal en el código de comercio que las definía como “unidades económicas, con características de
organización y funcionamiento diferentes a las de la empresa privada.”

Sin embargo, al iniciarse el siglo XX, las actividades cooperativas y las asociativas, en general, seguían siendo
escasas y poco significativas. Los largos años de dictadura del Presidente Porfirio Díaz habían adormecido y
frenado las iniciativas de organización civil. No casualmente, un antecedente revolucionario del cooperativismo
fue el “Centro Mutuo Cooperativo de México”, cuyos miembros eran decididos partidarios de don Francisco I.

Podría decirse que los conflictos sociales que atravesaban a la sociedad aun estaban delimitados por
la defensa de un modo de vida pre-capitalista (pueblos indígenas, Iglesia, algunos sectores del
Ejército), contra un Estado modernizador que requería de toda suerte de intermediarios políticos y
culturales para establecer intercambios lingüísticos y negociaciones políticas con sus interlocutores.

La crisis de la dictadura de Porfirio Díaz en la primera década del siglo XX constituyó el momento de mayor auge
de asociaciones civiles en la época del régimen oligárquico-liberal. Grupos protestantes reclamaron democracia,
clubes liberales radicales emergieron en el centro y el norte del país, y la prensa regional se consolidó como el
eje de la opinión pública en las áreas urbanas. Sin embargo, la represión de la dictadura acabó con los clubes o
los obligó a radicalizarse, como en el caso del Partido Liberal Mexicano (PLM) de los hermanos Flores Magón.

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EL CICLO DE LA REVOLUCIÓN

El siglo XX mexicano está definido por la formación, consolidación y crisis del régimen que resultó
de la Revolución mexicana.

Este régimen tuvo su origen histórico en una auténtica revolución social que destruyó hasta sus cimientos la
dictadura de los liberales decimonónicos. Por tratarse de una revolución a través de una guerra civil, los grupos
políticos se expresaron como ejércitos, además de como partidos, y atrajeron a sus filas a los miembros de las
asociaciones, líderes de sindicatos y jefes de pueblos indios. La confrontación armada politizó y radicalizó
enormente la sociedad, pero una vez superado el primer ciclo revolucionario, el Estado intentó cancelar la
convulsión social mediante un proceso de centralización que tendió a cercenar los espacios de libertad y
autonomía que precisa cualquier movimiento genuino de asociativismo civil.

El nuevo régimen se institucionalizó poco a poco en sus primeros veinte años de existencia. Sus principios
programáticos quedaron plasmados en la Constitución de 1917, la cual combinó la conocida imitación
institucional de las constituciones latinoamericanas (forma de gobierno democrática, representativa y federal)
con el reconocimiento de la existencia de actores sociales colectivos tradicionales (garantía del derecho a la
tierra de las comunidades indígenas y de los campesinos en general) y modernos (legislación laboral extensiva).
Además, la primacía de la nación frente a la propiedad privada fue explícitamente señalada, al igual que la
misión del Estado de procurar la justicia social.

Como hemos dicho, el nuevo régimen concentró todo el poder en el Estado y dejó pocos
espacios para la libertad asociativa. Es indudable que muchas medidas tomadas por el Estado
en estos años mejoraron el nivel y calidad de vida de las personas. Sin embargo, esa misma
intervención estatal redundó en un proceso de mayor regimentación de las  iniciativas
sociales. De hecho, la sociedad empezó a ser organizada desde el propio Estado,
especialmente en materia de organizaciones campesinas, o bien a ser controlada cuando
despuntaban aspiraciones autonómicas, como en el caso del sindicalismo. El Estado en
formación absorbió en su seno las iniciativas de la sociedad y buscó deliberadamente
monopolizar todas las arenas de acción.

El monopolio total del espacio público-político fue garantizado por medio de la representación corporativa de la
sociedad. Durante el gobierno del general Lázaro Cárdenas (1934- 1940) el régimen culminó su
institucionalización política al dotar al partido oficial, creado en 1929, de una estructura formal y permanente. El
Partido de la Revolución Mexicana (PRM), reorganizado por Cárdenas en mayo de 1938, contó desde entonces
con un sector campesino, nucleado en la Confederación Nacional Campesina (CNC); un sector obrero, centrado
en la Confederación de Trabajadores de México (CTM), y, desde 1941, un sector popular, cuyos miembros se
agruparon en la Confederación Nacional de Organizaciones Populares (CNOP), que representaba desde pequeños
empresarios urbanos hasta habitantes de colonias marginadas. La simultaneidad de funciones de las
confederaciones, que eran al mismo tiempo organizaciones para la defensa de los intereses gremiales y para la
representación política partidaria, expresaba la fusión entre el Estado y la sociedad que caracterizaba al  modelo
corporativo-populista.

El modelo corporativo de fusión Estado-sociedad contó también con una notable capacidad de integración política
de las clases medias urbanas. Diversas asociaciones profesionales, culturales y deportivas fueron también
promovidas desde el Estado e incorporadas en la CNOP. El hecho de que el propio Estado fuera el principal
empleador de profesionales y técnicos, así como el principal promotor de políticas sociales, favoreció el control
estatal  de  las  asociaciones  de  abogados,  médicos,  ingenieros,  economistas,  profesores  y  otros   gremios
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profesionales. La única excepción a este modelo fue la de los grupos conservadores creados o promovidos por la
Iglesia católica, desde asociaciones de padres de familia hasta grupos de lectura y discusión de la Biblia, la
Asociación Cívica Femenina, clubes culturales católicos y diversos grupos creados en torno a las escuelas y
universidades que administraban el conjunto de órdenes religiosas presentes en el país.

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EL COOPERATIVISMO

A la llegada del nuevo siglo, el desarrollo del sector cooperativo era débil pero, al triunfar la
revolución el movimiento tuvo una oportunidad de avance y expansión. Poco a poco, comenzaron a
surgir cooperativas que se convirtieron en un elemento importante dentro de la organización de la
naciente clase obrera y campesina.

En 1917 se conformó el Partido Cooperativista Mexicano que en 1920 llegó a contar con 60 diputados y 5
gobernadores en los Estados. El partido estaba formado por obreros especialmente de la industria textil,
ferroviarios, trabajadores de tranvías, estudiantes y profesores motivados por los principios cooperativos. Como
organización política comenzaron a cuestionar las condiciones de desigualdad. Para enero de 1927 aparecía la
primera Ley de sociedades cooperativas que comenzó a regular su formación y funcionamiento. Por todo el país
surgieron cooperativas dedicadas a la pesca, transportes, artes gráficas, consumo y servicios diversos. El
cooperativismo mexicano reiniciaba así su trayectoria histórica, al buscar alcanzar planos superiores, por tanto
tiempo anhelado. Seis años después, en 1933, el Presidente Abelardo L. Rodríguez promulgó la segunda Ley
Cooperativa, con la intención de mejorar el sentido social de la primera. En 1938, el Presidente Lázaro Cárdenas
promulgó la Ley General de Sociedades Cooperativas, que originó un mayor desarrollo del sector.

De los grandes retos que tuvo que enfrentar el cooperativismo mexicano surgieron ideólogos y líderes sociales
que fincaron las bases de la doctrina cooperativa. Entre ellos, podemos mencionar a: Rosendo Rojas Coria,
Antonio Salinas Puente, Gerardo Gómez Castillo, Joaquín Cano Jáuregui y Salvador Loredo Torres. Destaca
también la figura de Isauro Alfaro Otero, principal fundador de la Cooperativa Alijadores de Tampico, constituida
en 1917. Otro lugar especial en la historia del cooperativismo mexicano lo ocupa el dirigente Guillermo Álvarez
Macías. Su pensamiento y su obra, plasmadas en la cooperativa Cruz Azul, sirvió como ejemplo a seguir por las
siguientes generaciones de cooperativistas.

Sin embargo, y por los motivos expuestos en el apartado anterior, el cooperativismo mexicano no pasó de ser un
movimiento de dimensión modesta, sometido a una fuerte tutela estatal. De hecho, muchos de los principales
referentes cooperativistas mencionados más arriba, estuvieron relacionados con el gobierno, más que con 
grupos políticamente independientes. Lo cual conduce a observar una característica fundamental del
cooperativismo mexicano: éste, más que ser propiciado en el seno de las masas, fue una política o un
experimento impulsado desde arriba.

Con todo, el cooperativismo es fundamental para entender el desarrollo de la clase obrera en


México, ya que involucra no sólo la ideología, sino las formas de negociación entre clases. Es
interesante observar cómo este sistema de organización se convierte en un instrumento de
legitimación de poder y control estatal. Por tanto su contribución, más allá de ser cuantitativa
(unidades de producción, socios en cooperativas, producción, etc.), es cualitativa (su legado
ideológico y la preservación de éste hasta la actualidad).

LECTURA OBLIGATORIA:

Juan José Rojas Herrera, “Las cajas cooperativas rurales de ahorro y préstamo durante la revolución mexicana de
1910-17”, en Valeria Mutuberría y Daniel Plotinsky (comps.) La Economía social y solidaria en la historia de
América Latina y el Caribe. Tomo 2.pp. 211 -234
https://www.idelcoop.org.ar/sites/default/files/u15/congreso_de_historia_y_economia_social_-_tomo_2.pdf

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A MODO DE BALANCE

En esta unidad nos centramos en el periodo que va desde mediados del siglo XIX hasta las primeras décadas del
siglo XX, etapa en la que comienza a constituirse el movimiento asociativista en la mayoría de los países de
nuestra región. Para ello, inscribimos el desarrollo de las iniciativas asociativas dentro del proceso de expansión
del capitalismo y de la formación del mercado mundial. En forma resumida podríamos decir que, en casi toda la
región, la resolución de las disputas entre las oligarquías regionales no trajo aparejado una transformación de
las formas principales de tenencia de la tierra (el latifundio) ni se modernizó la economía de acuerdo a un plan
capitalista al estilo del que transformó a los Estados Unidos en una potencia industrial. La clausura de las 
guerras civiles internas se dio a partir de pactos entre las diferentes oligarquías locales, que  acordaron  un
acceso privilegiado al Estado. La modernización de la América Latina, por tanto, no fue llevada adelante por un
sujeto nuevo, una burguesía revolucionaria, como en el caso de Europa, sino por un sujeto viejo. Las oligarquías
locales que se modernizan para sobrevivir en los nuevos tiempos. Por eso, algunos autores, hablan de una
“revolución por arriba”.

Durante este periodo, América Latina queda inserta en el mundo como una región que se especializa en la
producción de materias primas y alimentos. Las necesidades de este modelo económico basado en la actividad
primaria orientada a la exportación requería de la proletarización de miles de personas. Este proceso,  en
general, fue muy violento y supuso, según el caso nacional, de la expropiación de tierras al campesinado,
generalmente conformado por distintos pueblos indígenas, cuyas formas de organización comunal ya se habían
visto transformadas durante el periodo colonial y ahora volvían a sufrir un nuevo cimbronazo. Esta masa de
desposeídos fue incorporada al trabajo como peones rurales, como trabajadores de las actividades extractivas y
también como mano de obra disponible para las actividades urbanas y la modernización de la infraestructura de
los países (por ejemplo el tendido del ferrocarril). En otros países, los requerimientos de mano de obra fueron
cubiertos con inmigración europea cuyas condiciones de vida se desarrollaban en la miseria total. En este
contexto de conformación de una sociedad de clases, el Estado asumió una actitud hostil hacia los reclamos y
necesidades de los sectores populares, que fueron abandonados a su propia suerte.

En este contexto debemos analizar el surgimiento del asociativismo. Como hemos dicho, se trata de
un campo de organizaciones muy heterogéneo. Ahora bien, si nos detenemos en las iniciativas
desarrolladas por los sectores populares debemos tomar en cuenta:

1. El grado de indefensión de los trabajadores era tal que, para encontrar solución a sus necesidades,
comenzaron a reunirse en organizaciones de ayuda mutua, mutuales, cooperativas, hacia principios de
siglos algunos clubes sociales, todas iniciativas que servían para paliar estas situaciones.
2. En los países en los que había un gran aporte inmigrante, las organizaciones solían conservar su base
étnica, una base que con el paso del tiempo tendió a perderse, al menos relativamente, en función de una
mayor presencia de la identidad de clase. En los países en los que había un fuerte campesinado indígena,
serán estas las identidades aglutinantes. En todos los casos, queda claro que en América Latina el
asociativismo agrario tendrá un peso muy grande en la medida que la región se especializa en la
producción de productos primarios.
3. Hasta finales del siglo XIX, contradictoriamente, aunque no se trataba de un resultado buscado
deliberadamente por las elites, lo cierto es que varios autores sostienen que las organizaciones de este
tipo contribuyeron a “republicanizar” y democratizar a la sociedad al permitir el desarrollo de las
organizaciones de la sociedad civil no regimentadas por el Estado. PARADOJA.
4. Pero en un segundo momento, sobre todo cuando los trabajadores comenzaron a mostrar rasgos de
confrontación, hubo mayor consciencia entre algunos sectores de las elites, a quienes genéricamente se
los llamó “reformadores”, sobre la necesidad de contener el descontento y crear condiciones para

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promover cierto bienestar e integración social. La acción de los partidos políticos, de la iglesia y del
Estado para promover algunas iniciativas de organización colectiva muestran una temprana preocupación
por regimentar al movimiento asociativo.
5. También hubo un asociativismo de las elites, de carácter defensivo frente al enorme peso del capital
extranjero. De allí que el primer caso que estudiamos en esta unidad sea el de Ecuador y la formación del
cooperativismo agrario vinculado a la oligarquía terrateniente.
6. Argentina, en cambio, presenta un desarrollo temprano del movimiento asociativo, el cual comprometió a
diversos sectores sociales con especial participación de los colectivos migrantes. La débil intervención
estatal en estas iniciativas –lo que no debe ser interpretado como indiferencia por parte de la oligarquía-
otorgó un margen de autonomía respecto del Estado que favoreció el florecimiento de todo tipo de
organizaciones.
7. Por su parte, México nos muestra una tercera trayectoria. La irrupción del proceso revolucionario funcionó
como una bisagra que potenció y al mismo tiempo obturó la expansión y desarrollo del asociativismo. Si,
por un lado, la reforma agraria posibilitó el surgimiento de un movimiento cooperativo vinculado al
reparto de la tierra, por otro, el fortalecimiento del Estado constituyó un factor de regimentación de las
iniciativas organizativas de la sociedad civil.

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BIBLIOGRAFÍA

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