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TENSIONES HEGEMONICAS EN LA ARGENTINA RECIENTE1

Mabel Thwaites Rey2 y Hernán Ouviña3

INTRODUCCIÓN

Con la llegada del Siglo XXI se abrió en América Latina un nuevo ciclo que llamamos
de “impugnación al neoliberalismo” (CINAL), que en la actualidad parece haber
entrado en un cono de sombras. La Argentina se inscribe claramente en ese ciclo y es
nuestro propósito analizar los rasgos centrales del proceso económico, político y social
que se despliega en el país a partir de la crisis de 2001. Para hacerlo, nos inscribimos en
la senda gramsciana, que nos permite relevar la realidad argentina y latinoamericana a la
luz de categorías clave como hegemonía, Estado ampliado, crisis orgánica, revolución
pasiva, transformismo y otras que conforman en rico entramado conceptual que nos
legara el revolucionario sardo.

Y dicho encuadre tiene especial significación para nosotros, porque si hay una palabra
que resuena en el aire en Argentina, ella es hegemonía: desde los medios masivos de
comunicación hasta los políticos del más diverso pelaje, existe

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Capítulo del libro TRANSFORMACIONES RECIENTES EN EL ESTADO INTEGRAL EN
AMERICA LATINA, Lucio Oliver (coordinador), México: UNAM. Páginas 211/248 ISBN:978-607-02-
0573-6.
2 Dra. en Derecho Político (Area Teoría del Estado) por la Universidad de Buenos Aires.
Profesora Titular Regular de Sociología Política, Carrera de Ciencia Política, Facultad de Ciencias
Sociales-UBA. Investigadora y Directora del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe,
Facultad de Ciencias Sociales-UBA. Coordinadora del Grupo de Trabajo de CLACSO “El Estado en
América Latina: logros y fatigas de los procesos políticos del nuevo siglo”.
3 Dr. en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Profesor Titular del Seminario
Teoría y Praxis Política en Antonio Gramsci. Su pertinencia para el análisis de la realidad latinoamericana
contemporánea, Carrera de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales-UBA. Investigador del
Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe, Facultad de Ciencias Sociales-UBA.
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una inflación del concepto, una utilización casi ordinaria de él por parte de amplios
sectores de la sociedad argentina. Se ha convertido, pues, en una especie de
passepartout. Todos mencionan esta palabra para afirmar o rechazar un acontecimiento
de carácter público, o un proyecto político cuestionado o legitimado. Hegemonía como
sinónimo peyorativo de hegemón o de mera dominación es usual que aparezca en el
lenguaje mediático, mientras que la noción gramsciana, con su riqueza y complejidad,
forma parte del acervo léxico de un amplio espectro de corrientes políticas. Esto nos
obliga a explicitar nuestra perspectiva, que reniega de las lecturas “canónicas”, esas que
se apegan a la letra de un autor sin posibilidad de captar los fondos conceptuales, y que
en lugar de iluminar la nueva realidad con las categorías, intentan encontrar en el
presente las similitudes fácticas que soportaron la creación categorial, como si se tratara
de hacer encajar los acontecimientos en los moldes de los aconteceres de otros tiempos
y/o lugares más o menos remotos. Como supo expresar el propio Gramsci, “la realidad
es rica en combinaciones de lo más extrañas, y es el teórico quien debe encontrar la
prueba de su teoría en estas rarezas, 'traducir' al lenguaje teórico los elementos de la
vida de la historia, y no, en sentido contrario, que sea la realidad quien deba presentarse
según el esquema abstracto” (Gramsci, 1977: 79). Para nosotros, se trata por lo tanto de
pensar con Gramsci, lo que supone partir de un supuesto de crítica radical al sistema
capitalista realmente existente, en cuyo marco se despliega la especificidad
latinoamericana.

Gramsci advertía sobre la complejidad de la dominación en una época en que la


expansión capitalista iba generando la socialización de amplios sectores populares a los
que era preciso integrar para asegurar la persistencia del sistema, tanto en las sociedades
desarrolladas como en las que Juan Carlos Portantiero (1981) ubicó, lúcidamente, como
parte de un “Occidente periférico”. Lejos de superarse, esta tendencia se fue
profundizando y tornando más compleja con el transcurso del Siglo XX. Como lo
explicaba el sardo para su tiempo y se verifica en la actualidad, la supremacía burguesa
se afirma mediante toda una serie de instituciones propias de la sociedad civil, que en la
senda neogramsciana el marxista Lelio Basso (1983) caracterizó como “mecanismos de
integración” (no exentos, por ciertos, de conflictividad en su seno), a través de los cuales
se realiza de modo efectivo la “socialización capitalista”, mientras que los aspectos
represivos aparecen como el límite último de la dominación, de modo variable según la
peculiar conformación de las relaciones de fuerza que se despliegan en cada espacio
territorial nacional. La combinación de coerción y consenso -los polos de “dirección
intelectual y moral” y mero dominio-, a la vez que involucra como parte del Estado
ampliado al entramado de organismos que constituyen a la sociedad civil y resguardan al
núcleo duro del poder político, le da entidad a la compleja noción gramsciana de
hegemonía como campo de fuerzas en disputa, dinámico e inestable, en permanente
metamorfosis y signado por el devenir de la lucha de clases. Como sostiene Bonnet
(2008) “toda hegemonía política remite a determinada estructura de clases y fracciones
de clases y a determinadas relaciones económicas y sociales de fuerza entre esas clases
y esas fracciones de clase”.

La hegemonía neoliberal, desplegada en América Latina en los noventa, se basó en una


relación de fuerzas específica entre las clases fundamentales que operan en el ámbito
nacional, engarzadas en el ciclo global de acumulación de capital que aún persiste. Es lo
que (Oliver et al, 2016) llaman una revolución pasiva de alcance global, es decir, un
fenómeno mediante el cual se introducen grandes cambios modernizadores, que
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modificaron las relaciones sociales, políticas y económicas en beneficio del capital y con
exclusión de la participación activa y autónoma de la gran masa demandante de
derechos. En el nuevo siglo, sin embargo, las relaciones de fuerza se modifican en buena
parte de la región, como resultado de la combinación de diversos factores, entre los
cuales resalta la activación de las lucha de masas, y dan lugar a un período de disputa
hegemónica con el paradigma neoliberal, que adquiere contornos diversos según la
peculiar conformación económica, social y política de cada espacio estatal nacional.
Llamaremos a esta etapa en la que se inscribe el caso argentino, “ciclo de impugnación al
neoliberalismo en América Latina” (CINAL), que tiene características particulares que
han entrado en una nueva fase a partir de la crisis y reestructuración capitalista que se
perfila en la segunda década de los años 2000. Nuestro planteo está en consonancia con
lo que Oliver et al (2016) consignan como proyectos estatales reguladores-defensivos.

En la primera parte del artículo, hacemos un repaso de las principales características que
definen al CINAL, tales como su surgimiento como resultado de demandas y luchas
populares, su desarrollo durante la etapa de boom de los precios de los commodities
exportados por la región, y la recuperación de cierta autonomía estatal con respecto a
factores dominantes externos e internos, para ejercer la conducción económica y social.
En la segunda parte, nos concentramos en analizar cómo cada uno de estos rasgos
aparece de modo particular en Argentina. Comenzamos por revisar el curso de las luchas
populares desde el regreso a la democracia, en 1983, hasta la elección de Néstor
Kirchner. Analizamos luego los dos gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, poniendo el
foco en la estrategia de recuperación económica y social, el pacto de consumo de tipo
neodesarrollista y el papel del Estado. Concluimos con una evaluación general del
proceso nacional en estudio, en vistas al giro conservador que surgió de las elecciones
presidenciales de fines de 2015 y su impacto regional.

I- EL CICLO DE IMPUGNACION AL NEOLIBERALISMO EN AMERICA


LATINA

1. LAS LUCHAS POPULARES

Partimos de afirmar que en el CINAL se condensa y despliega la crisis del proyecto


neoliberal abierta como consecuencia de la creciente activación social y política de los
pueblos de la región, que produjo cambios importantes en la correlación de fuerzas
sociales y políticas. En efecto, a partir de mediados de la década de los noventa, al
compás de los efectos sociales devastadores de las reformas estructurales neoliberales
implementadas en la región, las luchas sociales populares cobran un renovado brío.
Desde el alzamiento zapatista en 1994, movimientos de trabajadores desocupados, de
indígenas, de campesinos sin tierra, de pobladores, de defensa del medioambiente y
otros van gestando procesos de resistencia cada vez más intensos a las políticas de
ajuste y pauperización generalizada impuestas por los gobiernos neoliberales. La
activación popular se desplegó a través de múltiples demandas: un conjunto importante
de ellas, ligadas a los movimientos indígenas, pusieron el eje en la impugnación del
modelo colonial de explotación de la naturaleza y el consumismo, al que le opusieron
formas de vida comunitarias e integradas con el medioambiente, amalgamadas en la
noción de buen vivir o vivir bien. Simultáneamente, irrumpieron con fuerza los
reclamos de amplios sectores populares en torno al trabajo y las condiciones de vida
digna, con demandas dirigidas a la recuperación del empleo tras años de creciente
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desocupación, precarización y debilitamiento sindical y al acceso a consumos básicos y


vitales, largamente postergados o suprimidos por las políticas neoliberales.

Empieza así a configurarse el escenario que desemboca en una serie de gobiernos que
en el nuevo siglo habrían de cuestionar la herencia neoliberal y que redefinirían el mapa
político latinoamericano, especialmente en el cono sur. El primer hito fue la asunción,
en 1999, de Hugo Chávez como presidente de Venezuela, lo que abrió una etapa de
gobiernos que enarbolaron propuestas de confrontación -o al menos de distanciamiento-
con el neoliberalismo: Lula da Silva en Brasil (2002), Néstor Kirchner en Argentina
(2003), Tabaré Vázquez en Uruguay (2004), Evo Morales en Bolivia (2006), Rafael
Correa en Ecuador (2007), Daniel Ortega en Nicaragua (2007), Fernando Lugo en
Paraguay (2008) y Daniel Funes en El Salvador (2009). Todos ellos están inscriptos en
lo que llamamos CINAL y que tiñó de rosa-rojo el mapa de América del Sur,
especialmente. México y Colombia quedan obviamente excluidos del ciclo, y también
Perú (pues la victoria de Ollanta Humala no consumó las expectativas que había
generado su candidatura) y el Chile de la Concertación y del gobierno derechista de
Sebastián Piñera.

Es un dato central que los gobiernos del CINAL internalizaron, con amplitud y
profundidad diversa, las demandas populares que empujaron sus triunfos electorales,
abriendo así un abanico de transformaciones económicas, políticas y sociales, muy
genéricamente definidas como “progresistas”, si se las compara con las modalidades
neoliberales que las precedieron. Dicho esto, más allá de la discusión sobre si cada una
de las medidas que se aplicaron en cada país tuvieron o no un carácter genuinamente
superador de la lógica neoliberal, sea por límites coyunturales o estructurales. En una
misma línea interpretativa, se destaca el sugestivo enfoque de Modonesi (2013), que
caracteriza a los procesos del CINAL como revoluciones pasivas progresivas,
recuperando en clave latinoamericana la construcción teórica de Gramsci. En este
sentido, este autor pone énfasis en cómo la dinámica de protesta y el espíritu de
confrontación antagonista desplegado por las clases populares contra las recetas
neoliberales, logra ser metabolizado por los gobiernos de tipo cesarista progresivo para
garantizar la estabilización y continuidad sistémica, aunque incorporando parte de las
demandas de las clases subalternas. Retomaremos esta hipótesis al analizar el caso
argentino.

2. EL AUGE DE LAS EXPORTACIONES PRIMARIAS

En segundo lugar, el CINAL se enmarca en las condiciones materiales de producción y


reproducción social prevalecientes a escala nacional, regional y global, que irradian sus
pautas de organización social en función de los bienes disponibles. Las tendencias a la
reprimarización y el extractivismo características de toda la región tienen estrecha
relación con las mutaciones del capitalismo global, signadas por el alza de los precios
de los alimentos, la energía y los minerales producidos por nuestras naciones, como
consecuencia de la irrupción de China como actor central en el mercado mundial.

En cada ciclo histórico a escala global, determinados bienes y servicios adquieren


mayor o menor relevancia comercial, e impactan sobre las estructuras productivas de
cada Estado nacional. Durante el CINAL, el contexto favorable a la exportación de los
commodities implicó una reversión parcial del tradicional balance negativo en los
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términos de intercambio, y constituyó la base material de la recuperación de ciertos


márgenes de acción autónoma de los Estados de la región, aunque presentan matices
diferenciales según cada caso nacional, ya que no es idéntica la situación de los países
escasamente diversificados en su estructura económica y que dependen principalmente
de un bien de exportación, que la de los que cuentan con un mayor entramado industrial.

El ascenso de China movió el tablero geopolítico mundial y se instaló como un actor de


creciente implicación en América Latina y el Caribe. Según la CEPAL, China se
transformó en un socio comercial clave para la región: es el primer mercado de destino
de las exportaciones del Brasil y Chile, y el segundo del Perú, Cuba y Costa Rica. Se
convirtió en el tercer país entre los principales orígenes de las importaciones
latinoamericanas, con un valor que representa el 13% del total de las importaciones y, a
su vez, la región se ha transformado en uno de los destinos. Tales intercambios se han
caracterizado por exportaciones latinoamericanas de productos primarios y minerales
(en especial soja, metales y petróleo), mientras que las importaciones desde China se
concentraron en bienes manufacturados (Rosales y Kuwayama, 2012). El “efecto
China” ha impactado de manera diversa según los países de la región. Sus principales
beneficiarios han sido las economías exportadoras de minerales (Bolivia, Chile y Perú),
seguidos por los exportadores de petróleo (Ecuador, México y Venezuela) y las dos
economías más diversificadas de la región (Argentina y Brasil), que exportan
principalmente soja, como Uruguay y Paraguay, aunque en menor escala (Jenkins,
2011).

Además de haberse constituido en el principal comprador de commodities, la capacidad


china de financiamiento para obras de infraestructura y de actuar como prestamista de
última instancia la convirtieron en un factor de contrapeso relevante al tradicional poder
de los centros y organismos financieros internacionales4. Pero a la vez, la exacerbación
de la demanda de productos primarios que fogonea ha conducido a la profundización de
las políticas extractivistas en la región, sea de recursos minerales o agrícolas,
produciendo nuevas tensiones y conflictos en torno a la sustentabilidad medioambiental
y a debates sobre el peligro de una nueva reconfiguración del patrón centro-periferia
perjudicial para la región. Mientras una corriente destaca las posibilidades de la
articulación sur-sur bajo el liderazgo chino puede traer oportunidades para el desarrollo
(Arrighi, 2007; Bruckman y Dos Santos, 2015), otra alerta sobre los peligros de la
reprimarización y la reproducción del patrón centro-periferia (Bolinaga, 2013; Sevares,
2007; Slipak, 2013; Zibechi y Hardt, 2013). Con relación a este patrón de intercambio,
investigadores cepalinos advierten que “es relevante evitar que nuestro creciente
comercio con China reproduzca y refuerce un patrón de comercio de tipo centro-
periferia, donde China aparecería como un nuevo centro y los países de la región como
la nueva periferia” (Rosales y Kuwayama, 2012). Según muestra en un estudio un
investigador argentino “la composición sectorial del comercio bilateral destruye la
lógica discursiva que sostiene el desarrollo de la cooperación sur-sur entre China y
ALC. La relación comercial reproduce el viejo esquema de diálogo centro-periferia en

4 “La actuación de China se hace más audaz: en el plano financiero, China abre la perspectiva del
Banco de los BRICS, con un capital de 100 mil millones de dólares para inversiones y un capital similar
destinado a fondos de contingencia. Al mismo tiempo, se crea el Banco Asiático que dispondrá de un
volumen aún mayor de recursos y que ya abrió la posibilidad de socios occidentales, además de socios
asiáticos. Este proceso tuvo un éxito inesperado al atraer 24 países, casi todos considerados como parte de
la esfera de influencia estadounidense” (Bruckmann y Dos Santos, 2015)
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tanto se acentúa la asimetría de poder a favor del país asiático y conduce a la


reprimarización de las estructuras productivas condicionando, en consecuencia, el
desarrollo de los países de ALC” (Bolinaga, 2013). Esta dinámica, signada por
evidentes reconfiguraciones económicas y productivas que resultan sin duda
fundamentales, de acuerdo a algunos autores dista de reducirse a una transformación
radical de estas dimensiones “estructurales”, ya que involucra un viraje civilizacional a
partir del cual Estados Unidos perdería creciente peso como potencia hegemónica
global, y el centro de gravedad del sistema-mundo, de características cada vez más
multipolares, comenzaría a transitar de Occidente hacia Oriente, teniendo como
referencia clave a China y, en menor medida, a la India (Zibechi y Hardt, 2013).

3. EL ESTADO EN PRIMER PLANO

En tercer lugar, de las loas a la globalización y el papel excluyente del mercado como
articulador de la vida social prototípica del neoliberalismo noventista, en los 2000 se dio
una reacción cuestionadora de la primacía de la lógica mercantil por sobre la voluntad
política y volvió a considerarse al Estado como actor central. Tal como expusimos en
otro trabajo (Thwaites Rey y Ouviña, 2012), la “cuestión del Estado”, en tanto lugar de
concentración de poder, arena privilegiada de disputas y territorio de luchas y
construcción de hegemonía y contra-hegemonía, volvió en los años 2000 al centro del
debate político. Este retorno a “la cuestión estatal” supuso reponer la discusión nodal en
torno al poder: hablar del Estado es referirse al poder, no solo en su dimensión
restringida a “lo político”, sino con relación a la amplia significación económica y
social que expresa. No es casual, en este sentido, que en los momentos históricos de
alza de las luchas populares, la “cuestión del Estado” vuelva a aparecer en el primer
plano, en la medida en que se plantea la disputa sustantiva por el poder social5. En una
misma clave gramsciana, el marxista boliviano René Zavaleta enunció esta estrecha
relación al afirmar que “no es una exageración escribir que la difusión de las
discusiones estatales es una verdadera medida del grado de proximidad de una clase con
relación al poder” (Zavaleta, 1987: 22)

Tanto su conformación como expresión de la relación básica de dominación y


subalternidad, como la dimensión compleja de su textura material (aparatos
administrativos, burocracias) y de su acción e intervención concretas (políticas
públicas), resultan aspectos centrales para el análisis sistemático de la cuestión del
poder estatal. Porque más allá de las mutaciones operadas en los modos de
funcionamiento y relación de los Estados nacionales y su contradictoria conformación y
dinámica, éstos aún retienen resortes clave para hacer posible el despliegue de la
dinámica globalizadora al interior de los espacios territoriales, así como para ejercer el
poder de represión directa contra los disensos que en ellos aparecen. Pero además, la

5 Un ejemplo histórico concreto lo constituye el período de fines de los 60 y comienzos de los


70. Durante los años sesenta y setenta, Ralph Miliband y Nicos Poulantzas reflexionaron sobre las
características que había adoptado la dominación capitalista modelada por la intervención estatal de tipo
keynesiano-benefactor. Sus libros El Estado en la sociedad capitalista y Poder político y clases sociales
en el Estado capitalista se gestaron al tiempo que maduraba un período de gran activación política y
social, que tuvo en el mayo francés de 1968 su expresión más emblemática. Movilizaciones estudiantiles,
huelgas y protestas obreras sacudieron a la mayoría de las ciudades importantes de Europa, incluidas la
Praga del “oriente socialista”, y también de Asia y de América latina. El mundo se agitaba y en el
horizonte parecía posible, una vez más en el convulsionado siglo XX, trascender el capitalismo para
construir alternativas socialistas.
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experiencia latinoamericana reciente muestra que, bajo ciertas circunstancias se torna


factible que desde el propio Estado se desplieguen mecanismos de resistencia a los
aspectos más perversos del capital para la vida de los pueblos, poniéndose de manifiesto
la dimensión contradictoria del Estado. En concreto, cuando las relaciones de fuerzas
permiten que en los Estados se articulen procesos políticos y sociales, nacionales y
regionales, impulsados por movimientos populares, se abre la posibilidad de empujar
políticas favorables a ciertas demandas e intereses de las clases y grupos subalternos. A
su vez, la profundidad de las transformaciones, así como el alcance y significado de las
mismas, se entronca con los marcos que impone la estructura de dominación capitalista
a escala global, y con la maduración de las condiciones subjetivas que hacen o no
posible producir cambios sustantivos. En este sentido, antes que desplegarse una
proyección emancipador empujada desde la sociedad civil, se dio un proceso que
Gramsci caracteriza como “estadolatría”, en el que las masas populares delegan las
tareas de transformación en los nuevos gobiernos de funcionarios autodenominados
progresistas y se inclinan por el cesarismo, es decir, el culto a la personalidad y la
actividad de los nuevos líderes de los gobiernos progresistas, como Evo, Lula, Chávez,
Néstor y Cristina Kirchner, Correa, Lugo, Zelaya (Oliver et al, 2016).
La especificidad latinoamericana

En esta etapa del CINAL la especificidad estatal6 se configuró, por una parte, en torno a
ganar grados de libertad para apropiarse y manejar con relativa autonomía porciones del
capital generado en el espacio territorial nacional. Por la otra, por desplegar sus
márgenes políticos en el marco de la democracia representativa, sometiéndose a
elecciones periódicas que marcaron los ritmos de la legitimación gubernamental y las
posibilidades de implementar cambios.

A partir de las configuraciones de bloques políticos que lograron plasmarse en


coaliciones gubernamentales refractarias -por cierto, en grados diversos- al credo
neoliberal, los Estados viraron hacia un mayor margen de acción, tanto con respecto a
los determinantes de la economía mundial y sus expresiones institucionales de poder,
como en relación a los poderes dominantes al interior del espacio territorial nacional.
Sin embargo, la apuesta al permanente refrendamiento electoral a través de los formatos
clásicos de representación liberal tuvo el paradojal efecto de otorgar una fuerte
legitimidad a los gobernantes, pero también de orientar las acciones hacia medidas de
corto plazo y para obtener resultados inmediatos. Los tiempos electorales no suelen ser
compatibles con transformaciones que requieren largos procesos de maduración y
disputa hegemónica, por lo que la capacidad de maniobra para impulsar cambios
profundos también se encuentra acotada.

6 La clásica interrogación acerca de la especificidad de los Estados en América Latina se inscribe


en esta perspectiva (Thwaites Rey y Ouviña, 2012). El teórico boliviano René Zavaleta (1990) elaboró
dos conceptos para entender tanto la especificad como lo común de cada sociedad latinoamericana: el de
“forma primordial” y el de “determinación dependiente”, como pares contrarios y combinables que
remiten a la dialéctica entre la lógica del lugar (las peculiaridades de cada sociedad) y la unidad del
mundo (lo comparable a escala planetaria). Si la noción de “forma primordial” permite dar cuenta de la
ecuación existente entre Estado y sociedad al interior de un territorio y en el marco de una historia local,
la “determinación dependiente” refiere al conjunto de condicionamientos externos que ponen un límite (o
margen de maniobra) a los procesos de configuración endógenos.
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Una estrategia privilegiada para conquistar autonomía la constituyó el hacerse de una


parte importante del excedente local, proveniente de la renta del recurso nacional
estratégico, fuera esta soja, petróleo, gas, cobre u otros productos mineros (Thwaites
Rey y Castillo, 2008). Tanto por la vía de la nacionalización, la recuperación de la plena
potestad de gestión y apropiación de la renta extraordinaria, la creación de empresas
nacionales o la aplicación de retenciones a las exportaciones, tal estrategia se centró en
aprovechar la coyuntural bonanza a escala mundial -asentada, en parte, en lo que Silvio
Frondizi denominó bonapartismo internacional-7 para generar recursos estatales con los
cuales financiar políticas públicas de redistribución de ingresos hacia los sectores
populares más postergados. Estos recursos permitieron a los gobiernos reponerle al
Estado un papel arbitral entre las fracciones burguesas en pugna y un rol mediador en el
conflicto capital-trabajo (Piva, 2015), sumándole también capacidad de redistribución
del ingreso para reducir la pobreza y, en algunos casos, la desigualdad. Esto significó
una considerable ampliación de derechos y mejoras materiales palpables (vía políticas
de ingresos y subsidios directos) para grandes sectores de la población. Pero ni aún en
los procesos más radicalizados se pudieron superar –o siquiera se intentaron traspasar-
los condicionantes sistémicos.

II- LA ARGENTINA EN EL CINAL: UN GOBIERNO “DE SUTURA”

El caso argentino se inscribe en ese marco de cambios que interpelan la tensión


existente entre las tendencias que empujan hacia una autonomización relativa de los
Estados nacionales -en tanto espacios contradictorios de internalización asimétrica de la
lucha social- y las que tienden hacia la integración irrestricta con respecto a la economía
global, bajo la égida neoliberal. Aquí nos proponemos analizar los rasgos más
relevantes de las mutaciones operadas en Argentina a partir de la crisis de 2001 y hasta
2015. El derrumbe del andamiaje neoliberal dejó al desnudo, a fines de 2001, el

7 El marxista argentino Silvio Frondizi utilizó el concepto de “bonapartismo internacional” para


caracterizar a la coyuntura transitoria de la que supo beneficiarse el peronismo en los primeros años de su
ascenso al poder. Si bien no podemos desarrollarla por falta de espacio, nos parece sugerente para aportar
a delimitar la fase abierta en los últimos quince años en la región. Citamos un extenso fragmento que no
tiene desperdicio, donde Frondizi define a dicho concepto: “a través de su desarrollo, el peronismo ha
llegado a representar a la burguesía argentina en general, sin que pueda decirse que ha representado de
manera exclusiva a uno de sus sectores -industriales o terratenientes. Dicha representación ha sido directa,
pero ejercida a través de una acción burocrática que lo independizó parcial y momentáneamente de dicha
burguesía. Ello le permitió canalizar en un sentido favorable a la supervivencia del sistema, la presión de
las masas, mediante algunas concesiones determinadas por la propia imposición popular, la excepcional
situación comercial y financiera del país, y las necesidades demagógicas del régimen. Precisamente, la
floreciente situación económica que vivía el país al término de la segunda gran guerra, constituyó la base
objetiva para la actuación del peronismo. Este contó, en su punto de partida, con cuantiosas reservas
acumuladas de oro y divisas, y esperó confiadamente que la situación que las había creado mejorara
constantemente, por la necesidad de los países afectados por la guerra y por un nuevo conflicto bélico que
se creía inminente. Una circunstancia excepcional y transitoria más, contribuyó a nutrir ilusiones sobre las
posibilidades de progreso de la experiencia peronista. Nos referimos a la emergencia de una especie de
interregno en el cual el imperialismo inglés vio disminuir su control de la Argentina, sin que se hubiera
producido todavía el dominio definitivo y concreto del imperialismo norteamericano sobre el mundo y
sobre nuestro país. Ello posibilitó cierto bonapartismo internacional -correlativo al que se practicó en el
orden nacional-, y engendró en casi todas las corrientes políticas del país grandes ilusiones sobre las
posibilidades de independencia económica y de revolución nacional. La amplia base material de
maniobras permitió al gobierno peronista, en primer lugar, planear y empezar a realizar una serie de tareas
de desarrollo económico y de recuperación nacional, con todas las limitaciones inherentes a un intento de
planificación en el ámbito capitalista” (Frondizi, 1959, 31 y 32).
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agotamiento de un régimen de acumulación basado en la valorización financiera y la


entronización del libre mercado como demiurgo creador de riqueza y felicidad. La
consigna “que se vayan todos”, que aglutinó las protestas de los más diversos sectores
sociales, resumió la fatiga social frente a las promesas incumplidas del retorno
democrático.

La recomposición hegemónica producida a partir del gobierno de Néstor Kirchner aunó


elementos simbólicos y materiales. Una de las primeras marcas de su gestión fue la
reconstitución de la autoridad presidencial y de la legitimidad de la política institucional.
Es decir, logró suturar la profunda crisis de representación que había derivado en las
protestas sociales y en la caída del gobierno constitucional en 2001, con miras a la
recomposición de la hegemonía política, pero bajo otros elementos. Por una parte, se
planteó una retórica en torno a la recuperación de la dignidad y soberanía nacionales, el
rechazo al neoliberalismo y sus políticas y, sobre todo, una fuerte reivindicación de los
derechos humanos a través de políticas concretas, tales como el impulso a los juicios a
los militares involucrados en la represión y desaparición forzada de personas de los años
70. También la renovación de la Corte Suprema de Justicia con jueces reconocidos por su
capacidad e independencia, apuntaron en igual sentido. Al mismo tiempo, basó su
recomposición en promover una política que hizo eje en crear empleo y ampliar el
consumo, a partir de promover ciertas políticas sociales inclusivas y de defensa del
trabajo. De hecho, revertir los altos índices de desocupación dejados por el ciclo
neoliberal y lograr avances en materia de empleo (tanto formal como informal) se
constituyeron en el núcleo central de la estrategia kirchnerista y en la base de su
propuesta de recomposición hegemónica.

1- UN CAMINO DE LUCHAS, DERROTAS Y CONQUISTAS POPULARES

Adscribimos a la hipótesis de que el gobierno de Néstor Kirchner, de manera similar a


los otros gobiernos del CINAL, es el resultado de un proceso de activación de luchas
populares. Pero esta afirmación requiere algunas precisiones y una breve
contextualización histórica.

A- El rumbo neoliberal: apogeo y crisis

1- El regreso a la democracia y sus traumas

La recuperación de la democracia en la Argentina llegó en 1983 de la mano del


presidente socialdemócrata Raúl Alfonsín. Una ola de optimismo abrió enormes
expectativas respecto de las posibilidades que tendría ante sí un gobierno legal y
legítimamente constituido para superar la herencia dictatorial. Sin embargo, los
escenarios internacional y nacional habían cambiado profundamente y lejos del
beneplácito esperado, la crudeza de los cambios de tendencia mundial no tardó en
hacerse sentir. La era neoliberal iniciada en los ochenta, con el liderazgo de Margaret
Thatcher y Ronald Reagan, traería profundas consecuencias regresivas para la mayoría
de los pueblos del mundo. La novel democracia argentina, endeudada y con una
inflación desbordada, pronto se encontró con obstáculos externos e internos difíciles de
sortear para implementar un proyecto económico relativamente autónomo y viable. La
inflación, más el peso de la deuda externa cuya renegociación impuso severos
condicionantes, fueron delineando las políticas públicas hacia un mayor alineamiento
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con las exigencias externas. Así, el gobierno pronto encontró sus propios límites
ideológico-políticos y se allanó a la imposición del establishment local e internacional
de abrirles el juego a los inversores privados y reducir el gasto público. Es decir, quedó
subsumido en el imperativo de acumulación del capital a escala mundial, sintetizado en
el recetario neoliberal. La clase trabajadora, desarmada políticamente por el terrorismo
de Estado, no contaba con fuerza y capacidad organizativa suficiente como para resistir
esa embestida. No obstante, las dificultades para articular intereses en pugna entre las
fracciones capitalistas llevan a una crisis hiperinflacionaria de magnitud sin
precedentes, que acaba con la salida precipitada del gobierno radical en medio del caos
social y la asunción, en julio de 1989, del justicialista Carlos Menem. Si el terror de la
dictadura cívico-militar sentó las bases del disciplinamiento político y social, este
terminó de consumarse con el shock psico-social que supuso la hiperinflación. El
terrorismo político y el económico serían así los prolegómenos ineludibles de una
novedosa concepción del mundo de carácter neoliberal, luego de varias décadas de
ausencia de una hegemonía duradera en el país.

Aquel caudillo peronista, oriundo de una provincia pequeña y pobre del norte del país,
gana las elecciones apelando a un discurso clásico de la tradición nacional-popular, de
promover la industrialización y aumentar los salarios: “revolución productiva” y
“salariazo”. Menen asume en medio de una profunda crisis económica y social, que a la
inflación sin control se le suma un abultado déficit fiscal y un atraso de dos años en los
pagos de la deuda externa. En ese contexto, los organismos financieros internacionales y
los acreedores presionan para una reforma estructural y se va imponiendo la idea de
canjear papeles de la deuda por activos públicos. Ni bien asume, Menem reivindica
como propio el diagnóstico clásico del liberal-conservadorismo vernáculo y, cambiando
sustancialmente su discurso electoral, lanza un programa de ajuste y de reforma del
sector público cuya profundidad no tenía precedentes. En poco tiempo se lleva a cabo
uno de los más audaces y radicalizados procesos de privatización y ajuste del aparato
estatal de todo el mundo, que modifica drásticamente no solo la estructura estatal, sino
las relaciones de poder entre las distintas clases y grupos sociales, a partir de la
consolidación de un pequeño núcleo de propietarios, lo suficientemente fuerte como
para imponer sus condiciones al conjunto de la sociedad. Privatizar y sacarle funciones
de control al Estado resultaron las formas más eficaces para, además de abrir la puerta a
negocios rentables y de ínfimo o nulo riesgo empresario a los capitales concentrados
internos y externos, achicar el gasto público y diluir la capacidad de negociación de las
clases y grupos subalternos, que históricamente habían logrado expresarse, si bien de
manera parcial, a través de algunas instancias estatales. El cuadro se completa con la
sanción de la Ley de Convertibilidad, que al anclar el peso al dólar ($1 = U$S 1) logra
frenar la hiperinflación y otorga un marco de estabilidad redituable en términos
económicos y políticos. La hegemonía neoconservadora del menemismo se asienta
sobre la base del terror inflacionario conjurado por la estabilidad de precios, a partir de
lo cual se articula una nueva alianza burguesa y subordinar el conjunto de las demandas
populares a la satisfacción del sentido primordial de previsibilidad colectiva en la
circulación monetaria, anclada en la disciplina dineraria impuesta por la convertibilidad
(Bonnet, 2008).
11

2- Cambio de funciones estatales

Diversos análisis sobre esta etapa apuntan a demostrar que el Estado no se debilitó en
tanto que capitalista (Ouviña, 2002; Thwaites Rey, 2004; Bonnet, 2008; Piva, 2015a),
sino que cambió de función, y con relación a su aparato y presupuesto, incluso resultó
más fuerte. Más que una “minimización” o una “ausencia” estatal, lo que aconteció fue
una profunda metamorfosis de su entramado institucional, así como de los límites
difusos y porosos entre lo público y lo privado, que redundó en -y a la vez fue condición
de posibilidad para- garantizar un alto grado de cohesión de las diversas fracciones
burguesas al interior del bloque en el poder8. La conformación de un aparato estatal más
receptivo y permeable a las demandas de estos sectores dominantes fue una de las
principales consecuencias del proceso de Reforma del Estado iniciado en 1989 en la
Argentina. Pero a su vez, lo que se debilita es el poder infraestructural, pues se
traspasaron al mercado funciones que antes se concentraban en el Estado. La
Convertibilidad implicó que el Estado renunciara a disponer de la política cambiaria
como factor anticíclico. El anclaje legal del dólar impidió cualquier otra forma de
manejo monetario que pudiera hacer frente a las recesiones (como las de 1995 y 1998-
2002), lo que dejó al país a merced de las condiciones externas no manejables. El tipo
de cambio bajo y atado a la divisa extranjera inhabilitó al Estado para contrapesar el
déficit fiscal y comercial con mecanismos distintos al nuevo endeudamiento que se vio
obligado a usar.

A su vez, la privatización de las empresas públicas productivas, como YPF, le quitó


recursos fiscales propios, así como el traspaso a manos privadas de los servicios
públicos, la eliminación de las juntas reguladoras de los mercados de granos y carnes, o
la liquidación de la flota mercante nacional, le restringieron sustancialmente el control
sobre variables importantes en la formación de precios. El Estado también entregó el
manejo del crédito resultante de los ingresos previsionales, que privatizó en favor de las
administradoras privadas de fondos de pensión (AFJP), mientras el crédito externo
quedó a merced del monitoreo constante del FMI y otras agencias externas, con tasas de
interés fijadas internacionalmente. A esto se sumó la firma de múltiples convenios
bilaterales de promoción y protección "recíproca" de inversiones extranjeras, que
otorgaron prerrogativas inéditas a los inversores y que redujeron, en consecuencia, la
capacidad soberana del Estado y las regulaciones defensivas de la clase trabajadora.
Todos estos factores debilitaron no al Estado como Estado capitalista sino su poder
infraestructural, aumentando su poder despótico9.

Es esas circunstancias, y tras la espiral hiperinflacionaria -que llevó a la virtual


desaparición de la moneda y de los contratos-, la debacle y el vaciamiento de los entes
estatales y de servicios públicos, y el colapso financiero que sobrevino entre 1989 y
1991, la legitimidad del Estado pasó a estar dada por la reestabilización del papel de la
moneda y la “vuelta a la normalidad”, algo que en esas circunstancias políticas y
sociales dependía del apoyo de las entidades de crédito externo y su concomitante plan

8 Tal como ha hecho notar Henry Renna, durante esta fase neoliberal lo que predomina no es el mero
“libre mercado”, sino una alianza estatal-mercantil basada en la complementariedad entre ambos al
servicio del capital (Renna, 2014).
9 Michael Mann denomina poder infraestructural, a “la capacidad del Estado para penetrar
realmente la sociedad civil, y poner en ejecución logísticamente las decisiones políticas por todo el país”
(Mann, 2006).
12

neoliberal. La crisis de representatividad, la eclosión del sistema político, el default y la


ruptura de los contratos fueron el resultado de la descomposición de una forma de
Estado de bajísimo poder infraestructural y dependiente de condiciones favorables
excepcionales que no se dieron a largo plazo. Piva (2015) sostiene que la forma de
Estado que se despliega durante el período menemista materializa institucionalmente el
consenso negativo en torno a la estabilidad económica, y que denomina “hegemonía
débil”. Esto suponía la represión de las demandas obreras y populares, a las que se les
impuso la restricción de hecho de los aumentos salariales. “La “hegemonía débil”
refiere al predominio de mecanismos de producción de “consenso negativo” por sobre el
otorgamiento de concesiones y satisfacción de demandas. En este sentido, durante el
menemismo se apoyaba en la renuncia de amplias capas de la población a perseguir sus
demandas sectoriales, para preservar la “estabilidad económica” o no perder el empleo
(Piva 2009 y 2012).

B- “Que se vayan todos”

1- Gestación y despliegue

Pero las tensiones acumuladas por las políticas de ajuste y aperturistas derivaron en
crecientes protestas sociales, que minaron la base de sustentación menemista y,
consecuentemente, en un proyecto electoral opositor que logra vencer en las elecciones
presidenciales de 1999. La llamada Alianza conforma una fórmula que integran, como
presidente Fernando de la Rúa -del ala conservadora de la Unión Cívica Radical- y
como vice Carlos “Chacho” Álvarez -líder del Frente Grande, un agrupamiento de
centraizquierda integrado por un núcleo importante de peronistas disidentes. La
propuesta principal de la Alianza apuntaba a una suerte de “regeneración moral” del
sistema democrático –corroído por la corrupción menemista-, pero no atacaba el núcleo
duro del esquema socioeconómico vigente: la Convertibilidad. Es decir, no confrontaba
con la hegemonía neoliberal, sino que se postulaba como una variante más prolija. De
hecho, el contrincante derrotado en esa compulsa fue el peronista Eduardo Duhalde, en
cuyos equipos económicos se planteaba la necesidad de salir del esquema de la
Convertibilidad, alineando en el planteo a varios segmentos de la burguesía industrial de
raíz local, que confrontaba con los sectores dolarizados que se beneficiaban con la
paridad cambiaria, tales como las empresas privatizadas y la gran banca.

Mientras las consecuencias sociales del modelo neoliberal se hacían cada vez más
notorias y la insostenibilidad del esquema convertible se volvía inocultable, el gobierno
aliancista solo atinaba a proponer una modernización estatal cosmética y a profundizar,
al mismo tiempo, los ajustes recesivos. En el plano internacional, el cambio de política
estadounidense a partir de enero de 2000, cuando el republicano George Bush llega a la
presidencia, tuvo un impacto directo sobre la Argentina. Las principales espadas
económicas del país del norte decretaron la inviabilidad del otrora alabado patrón de
cambio fijo y le quitaron el apoyo al gobierno para refinanciar sus deudas, lo que
precipitó la debacle de diciembre de 2001 y la caída del debilitado presidente de la Rúa.
El derrumbe de la totalidad de las variables políticas, sociales y económicas gestadas
por el neoliberalismo dejó al desnudo el agotamiento de un régimen de acumulación
basado en la valorización financiera y la entronización del libre mercado como
demiurgo creador de riqueza y felicidad. A su vez, la lenta pero sostenida resistencia de
los sectores más golpeados por aquellas políticas regresivas derivó en diversas
13

puebladas y focos de rebeldía en distintos puntos del país, que tuvieron a los cortes de
ruta y piquetes como uno de sus principales repertorios de protesta. Esta conflictividad
irá en aumento, hasta adquirir dimensión nacional en julio y agosto de 2001, meses
antes del estallido popular. La crisis de representación, como faceta visible de la erosión
de la hegemonía neoliberal en el plano político-electoral, se evidenció de manera
contundente en los comicios legislativos del 14 de octubre, donde el voto en blanco o
impugnado resultó primera fuerza en la Ciudad de Buenos Aires y Santa Fe, registrando
un incremento sin antecedentes históricos en el resto del país. Sobre un padrón de cerca
de 25 millones de votantes, más de 10 millones no habían elegido candidatos, a pesar de
existir alrededor de 20 propuestas en cada uno de los distritos.

La consigna prototípica del “argentinazo” de diciembre de 2001: “que se vayan todos”,


resumió la fatiga social frente a las promesas incumplidas del retorno democrático y
logró expresar el rechazo absoluto y virtualmente unánime al derrumbe caótico del
gobierno de la Alianza y el modelo neoliberal. En ella estaba contenida la demanda de
que desapareciera toda la dirigencia (política, sobre todo, pero también sindical,
judicial, económica) que había conducido al desastre. El abanico de protestas, en ese
plano, iba desde el cuestionamiento a las bases mismas de la representación
democrático-burguesa, al reclamo exacerbado de recambio político-institucional.

El estallido de fines de 2001 se fue gestando a fuego lento, pero ocurrió en un momento
específico: cuando quedó en total evidencia que los sectores dominantes internos y
externos no sólo no estaban dispuestos a hacer los mínimos compromisos necesarios
para permitir un piso de integración social, sino que tampoco sabían -o querían-
disimularlo para preservar su hegemonía. La decisión del FMI de negarle al gobierno
argentino un préstamo de solo 1.400 millones de dólares para salvar la brecha fiscal,
precipitó la fuga final de capitales -que ya se venía produciendo desde comienzos de
año- y derivó en el llamado “corralito” bancario, medida que impedía la salida del
sistema de la totalidad de los depósitos dinerarios de la población. Se produce así la
quiebra de la Convertibilidad, que en su derrumbe anunciado se traga los ahorros e
ilusiones de una clase media que fue seducida por el “efecto riqueza” que produjo el
peso sobrevaluado y sobre el que se cimentaba la hegemonía del neoliberalismo
menemista. Los créditos hipotecarios a tasas bajas, las computadoras, los celulares, las
vacaciones en Miami y las mercancías chinas construyeron la ilusión de pertenecer a un
primer mundo que pareció al alcance de la mano. Esa fue la manera en que las clases
dominantes pudieron mostrar, durante un período, que sus intereses particulares eran
compatibles con los de las mayorías, rasgo central para la construcción hegemónica.

En la pueblada de diciembre se conjugaron varios sectores. A la larga lucha de las


organizaciones piqueteras -que desde mediados de los noventa fueron ganando en
organización y capacidad de acción para lograr conquistas para sus bases- se le fue
agregando la rabia sin canales de los “nuevos pobres”, antiguos miembros de una clase
media que había sido expulsada sin atenuantes del paraíso del consumo por las
consolidadas desocupación y precarización laborales. El efecto del “corralito” fue
devastador, porque no solo incautó los ahorros, sino que restringió hasta límites
extremos el uso del dinero en efectivo, lo que redundó en un corte drástico de todos los
canales informales de la economía. Ello resultó un golpe muy fuerte para la subsistencia
de amplios sectores vulnerables, porque dejaron de estar disponibles las monedas y
billetes de baja denominación con los que sobrevivían a diario. Como respuesta al
14

conjunto de medidas implementadas por el gobierno, las tres centrales sindicales


convocan a un paro activo nacional para el 13 de diciembre, que además de lograr un
alto acatamiento culmina con varios incidentes y enfrentamientos. En los días sucesivos,
los “saqueos” a comercios y supermercados, que en un comienzo eran focos aislados, se
extienden a varias provincias argentinas. Las grandes movilizaciones autoconvocadas de
los días 19 y 20 de diciembre, que terminaron con trágicas muertes y con el gobierno de
Fernando De la Rúa, mostraron la potencia de la rabia y el límite de dignidad que fue
capaz de poner una sociedad agraviada y exhausta.

El descontento se expresó a través de muchas consignas distintas e, incluso,


contradictorias e inconciliables entre sí. Porque a los pauperizados y excluidos se les
agregaron, en una mezcla de acciones multiplicadas en el país, los reclamos frente a los
bancos de los ahorristas que pretendían recuperar sus dólares en efectivo y de los
deudores hipotecarios que pedían la pesificación de sus impagables deudas dolarizadas.
Sectores medios y altos se manifestaban desconsolados al ver caer el sueño de vivir en
el capitalismo primermundista. Era inocultable, ya entonces, que muchos de estos
noveles caceroleros eran capaces de aceptar cualquier concesión democrática si les
prometían que les serían satisfechas de inmediato sus demandas materiales individuales.

Otro frente de activación importante lo constituyeron los sectores medios urbanos, que
se lanzaron a la participación en sus barrios y se fueron nucleando en distintas
actividades. Así se expandieron los “clubes de trueque”, encuentros populares donde
miles de personas se intercambiaban bienes y servicios sin dinero, de modo de paliar los
efectos de la crisis. También se multiplicaron diversas iniciativas solidarias para juntar
comida para los hambreados que se alimentaban de lo que encontraban en los tachos de
basura, o para abrir comedores populares y merenderos. Lo más significativo, en este
segmento, fue la conformación de asambleas barriales autoconvocadas, impulsadas por
los sectores medios más conscientes y activos de las principales ciudades del país. En
ellas convergieron antiguos militantes de la más variada procedencia y jóvenes
estudiantes, con personas de todas las edades que por primera vez se asomaban a la
participación social y política. Muchas de estas asambleas apuntaron a convertirse en el
germen de nuevas formas de participación y articulación política de carácter horizontal
y autónomo.

El núcleo más numeroso y activo de oposición estaba conformado por las clases
populares más pauperizadas. Cientos de miles se vieron empujados a sobrevivir en las
calles de las ciudades -los “cartoneros”- buscando en la basura elementos de
subsistencia, desde cartones y papeles hasta comida. El sector más importante, sin
embargo, estaba constituido por las organizaciones de trabajadores desocupados -los
“piqueteros”-, que potenciaron una experiencia de lucha que venían desarrollando desde
la década anterior. Al compás de la crisis y la expansión de la entrega de planes sociales
destinados a paliar la miseria, proliferaron los agrupamientos que, con perspectivas y
estrategias distintas, conformaron una compleja trama que mantuvo activa la
movilización. Los trabajadores que tuvieron que afrontar la gestión de empresas
quebradas, y que conformaron el movimiento de fábricas recuperadas, desempeñaron
un papel cuantitativamente menor pero muy significativo. Este segmento se había ido
constituyendo al compás de la agudización de la crisis y dio un salto cualitativo muy
importante a comienzos del 2002.
15

Una característica de la situación de “vacío de poder” fue, precisamente, la proliferación


de demandas superpuestas, que buscaban su legitimación en el espacio público. El
espontaneísmo reactivo e inmediato de una amplia gama de sectores se conjugaba con la
presencia de ciertos núcleos más organizados y conscientes que, sin embargo, no
lograron articularse de manera eficaz y transversal como para conducir el proceso hacia
formas radicales de reorganización social. La consigna “piquete y cacerola, la lucha es
una sola”, coreada en las marchas como síntesis de una alianza entre sectores populares
y medios no lograba, sin embargo, ocultar las diferencias profundas entre intereses,
demandas y visiones antitéticas en el conjunto de reclamantes por la crisis.

En este sentido, podemos concluir que, si bien este crisol de experiencias tuvo una
perspectiva autoafirmativa en diversos territorios y “trincheras” de lucha, así como un
“espíritu de escisión” embrionario en términos de la creación de una nueva cultura
militante, no lograron coaligarse en una voluntad de carácter nacional ni irradiar sus
propuestas de salida a la crisis hacia el conjunto de las clases subalternas. Primaron,
pues, destellos de contrahegemonía, pero las disímiles reivindicaciones e intereses
puestos en juego en aquellas luchas no se llegaron a amalgamar en un mismo proyecto
ético-político de carácter integral, ni fue posible edificar una contrahegemonía popular
de corte emancipatorio que sentara las bases de un nuevo bloque histórico.

2. Estabilización y recomposición política

El riquísimo período de efervescencia social abierto en diciembre de 2001 tuvo como


punto culminante la movilización piquetera nacional del 26 de junio de 2002 que derivó
en una tragedia. La policía bonaerense asesinó a sangre fría a los militantes populares
Maximiliano Kosteki y Darío Santillán durante una ruda represión, que dejó además
numerosos heridos de bala de plomo. Tras el asesinato, filmado y fotografiado por la
prensa, el clima político se tensó al punto de que el gobierno provisional de Eduardo
Duhalde se vio obligado a llamar a elecciones anticipadas. Se abrió una etapa signada
por la relativa estabilización económica, afianzada por el “efecto aplacador” de los
planes sociales distribuidos entre los sectores más castigados, y obtenidos por las
organizaciones piqueteras a través de su lucha. Todo esto dio espacio para la
recomposición de la élite política y sus proyectos tradicionales, en la medida en que al
interior del conglomerado heterogéneo que animó las protestas decembrinas se fueron
operando diversas mutaciones.

Los afectados por el “corralito” estuvieron muy lejos de la “toma de conciencia” sobre
las iniquidades del capitalismo y sus beneficiarios que algunas agrupaciones de
izquierda esperaban: poco a poco dejaron de blandir las cacerolas y se refugiaron en sus
intereses corporativos inmediatos. El impulso piadoso, solidario y participativo que
imbuyó a sectores medios al ver a legiones de famélicos comer de la basura, se fue
aquietando a medida que llegaron los planes sociales que alejaron a buena parte de los
indigentes de las calles. Las organizaciones piqueteras consolidaron sus bases y, en
algún sentido, las potenciaron por efectos del aumento de los planes sociales que
lograron obtener y administrar con sus luchas, pero también se afirmaron en sus
respectivas identidades y diferencias sin avanzar cualitativamente en acciones unitarias
y en coordinaciones más efectivas y duraderas, a lo que se sumó una violenta campaña
de estigmatización por parte de los medios masivos de comunicación y del Estado, que
reducían los bloqueos de puentes y rutas a un mero problema de tránsito, invisibilizando
16

sus genuinos reclamos. El movimiento de empresas recuperadas, si bien tuvo una


repercusión importante y logros destacables, no pudo consolidarse como alternativa
productiva ni articular su propuesta con otras instancias organizativas y sectoriales más
amplias, en la medida en que se iba recuperando la trama industrial y comercial
tradicional. Los clubes de trueque fueron decayendo al compás de la normalización de
la economía formal y de la circulación de dinero.

En cuanto a las asambleas populares en los barrios, constituyeron una muy rica
experiencia de organización colectiva y horizontal, pero también sufrieron límites
propios y externos. Por una parte, el intento de los partidos de izquierda de introducirse
en ellas para lograr su conducción terminó provocando, en muchos casos, el efecto
contrario de disgregar a quienes se resistían a subordinarse a directivas externas y
consignas políticas pre-elaboradas. Por la otra, dejaron al descubierto las dificultades
que atraviesan a los formatos autónomos y horizontales para perdurar organizativamente
y para transformarse en el germen de instancias alternativas de participación
democrática. En un momento de crisis extrema se vio el interés genuino de una porción
significativa de la sociedad de recuperar protagonismo, de recobrar aquello que
supuestamente había entregado a quienes debían representarlo: capacidad de
deliberación y decisión. Grupos y personas de diversa condición dejaron atrás
obligaciones laborales e individuales para abocarse a la acción común en el fragor de
una situación crítica y urgente. Sin embargo, aún bastante antes de que los políticos
profesionales lograran reciclarse y recomponer la conducción, la mayor parte de los
autoconvocados volvieron a refugiarse en sus quehaceres, haciendo balances diversos
de su experiencia participativa. Esto torna más compleja la idea de pasivización
presente en algunos análisis, ya que muestra que la desmovilización y el reflujo no
fueron solo el producto de una estrategia política explícita de generar gobernabilidad
empujando a quienes se encontraban activos, a sus casas. También se perciben
elementos intrínsecos ligados a las modalidades de acción colectiva y a la maduración
de procesos de contestación social y política en momentos de auge y de reflujo.

En tal sentido, consideramos que el énfasis que en muchos análisis se pone en el


elemento de “cooptación”, obtura la posibilidad de entender la compleja relación
entablada por ciertos movimientos, agrupaciones y militantes que, tras haber resistido
en las calles las políticas neoliberales durante los años noventa, optaron por integrarse o
apoyar al bloque político encarnado en el kirchnerismo. Esta caracterización no niega,
desde ya, que se hayan vivido, desde 2002 a 2015, procesos moleculares emparentados
con lo que Gramsci denominó “transformismo”. No obstante, la idea de una mera
“cooptación” desde arriba, opaca la capacidad “mítica” del kircherismo como
recreación y actualización de ciertas tradiciones históricas, matrices culturales y anhelos
truncados, que tuvieron al peronismo como referencia fundante, a la vez que niega la
vocación de varios de aquellos movimientos y organizaciones de sumarse activamente y
por propia voluntad a dicho proyecto. De ahí que si bien los gobiernos sucesivos de la
pareja presidencial no constituyeron la expresión directa del ascenso popular desatado
en la coyuntura de 2001-2002, sino su canalización institucional a través del único
partido nacional (Partido Justicialista), con arraigo y vasos comunicantes con las clases
subalternas que quedó en pie luego de aquella aguda crisis, pudieron hacerlo a
condición de absorber, conjurar y a la vez reconocer -cierto es, en muchos casos de
manera mediatizada y parcial- los motivos incandescentes que la sociedad dejó
pendientes en las multitudinarias jornadas del 2001. Lo que desde una lectura
17

superficial se percibe como un mero proceso de manipulación y “cooptación”, en


realidad da cuenta de una dinámica relacional, a partir de la cual la recomposición
hegemónica lograda a partir de 2003 fue tal, en la medida en que el kirchnerismo supo
capitalizar y reformular ciertas expectativas culturales, sociales y económicas de los
grupos subordinados, por lo que la fuerza de las arengas y medidas políticas
desplegadas por estos gobiernos han dependido en buena medida del grado de
resonancia que supieron encontrar en las clases subalternas.

También es preciso destacar que se perciben elementos intrínsecos ligados a las


modalidades de acción colectiva y a la maduración de procesos de contestación social y
política en momentos de auge y de reflujo. La voluntad participativa no suele
mantenerse en un nivel constante ni parejo y muestra oscilaciones que dependen de
múltiples variables de la lucha política y de las diversas modalidades de funcionamiento
organizacional. Pese a eso, el caso argentino muestra que la dinámica asamblearia, en
tanto modalidad organizativa de carácter horizontal, logró irradiarse más allá de estas
experiencias barriales, hacia otras latitudes y resistencias que comenzaron a tener cada
vez mayor protagonismo en el nuevo ciclo de luchas emergentes durante el
kirchnerismo, como en el caso de las asambleas de autoconvocados en defensa del
ambiente y contra la instalación de proyectos mega-mineros, en particular en las
provincias cordilleranas.

Más allá de estos reflujos, queremos destacar que la vigencia de las demandas populares
le puso límites muy precisos a la salida capitalista. Frente al desempleo y la pobreza que
iban amplificando la rebeldía y la organización popular, las clases dominantes no tenían
margen político para las clásicas recetas ajustadoras, por eso la devaluación de
comienzos de 2002 fue la respuesta capitalista a la impugnación popular a la vía
neoliberal más ortodoxa, que pretendía profundizar la dolarización, el desempleo y la
pobreza (Piva, 2012). En ese sentido, podemos decir que el impulso de las clases
populares y su irrupción en la arena pública no alcanzaron para producir una ruptura
revolucionaria, fueron lo suficientemente fuertes como para imponer cambios que
incorporaron las demandas populares. Como señala Modonesi refiriéndose a los
procesos de revolución pasiva de tipo progresivo, en sus inicios está

una acción desde abajo -aunque sea, esporádica, elemental, inorgánica y no “unitaria”- la
derrota de un intento revolucionario o, en un sentido más preciso, de un acto fallido, de la
incapacidad de las clases subalternas de impulsar o sostener un proyecto revolucionario
(jacobino o típico o desde abajo según los acentos que encontramos en distintos pasajes de
los Cuadernos) pero capaces de esbozar o amagar un movimiento que resulta amenazante o
que aparentemente pone en discusión el orden jerárquico. En efecto, si bien el empuje desde
abajo no es suficiente para una ruptura revolucionaria sin embargo alcanza a imponer –por
vía indirecta- ciertos cambios en la medida en que algunas de las demandas son
incorporadas y satisfechas desde arriba” (Modonesi, 2013).

2- LA RECUPERACIÓN ECONOMICA Y SOCIAL

Acorde con el segundo rasgo del CINAL que planteamos más arriba, la recuperación
económica argentina se basó, principalmente, en la captura del excedente generado por
el sector externo, aprovechando el ciclo de bonanza. El sistema fiscal se organizó para
captar la extraordinaria renta de los sectores agrario y petrolero (y en muy menor
medida al minero), lo que le dio a la administración central una amplia capacidad
18

redistributiva. El ingreso fundamental lo constituyó el sistema de retenciones a las


exportaciones de productos agropecuarios (soja, girasol, maíz, trigo, aceites derivados),
el petróleo y otros productos. Este impuesto se estableció, centralmente, para recuperar
para el Estado el plus de ganancia de las exportaciones generado por el tipo de dólar alto
y para poder moderar el impacto sobre los alimentos y la energía de los altos precios de
bienes que son consumidos por la población. Porque uno de los rasgos centrales de la
economía argentina es que sus mayores bienes de exportación han sido históricamente
los alimentos, por lo que el aumento de su precio en el exterior tiene un inmediato
impacto sobre los precios internos y debe ser compensado.

La pronunciada devaluación del tipo de cambio implementada en 2002 (que trajo


aparejada una gran reducción de los costos salariales para el conjunto de la clase
burguesa, más aún en una coyuntura de enorme desocupación que ascendía al 25%) dio
lugar a una pronta y sostenida recuperación de la actividad productiva nacional que, a la
vez, permitió recomponer las arcas públicas. A partir de 2003, la economía empezó a
crecer al ritmo del 9% anual, en un contexto internacional muy favorable para el país y
la región, con bajas tasa de interés y precios en alza de los bienes primarios exportables,
empujados principalmente por la constante demanda china. Este proceso, caracterizado
como “etapa de transición” (Basualdo, 2006) o como neodesarrollista (Sanmartino,
2011; Féliz y López, 2012; Katz, 2014a; Piva, 2015) supuso la reversión parcial del
ciclo desindustrializador de los noventa y se apoyó en la utilización de la capacidad
fabril ociosa, en el abaratamiento inicial de la fuerza de trabajo por efectos de la
devaluación y en el alza internacional de los precios de materias primas y alimentos.
Pero a diferencia del modelo desarrollista de los años 50 y 60, el Estado no tuvo un
papel central en la conducción del proceso ni en las inversiones necesarias para generar
o incentivar la acumulación.

Nuestro análisis enfoca los problemas de la acumulación desde el punto de vista


articulado de la lógica del capital y la lógica de la lucha de clases, cuyas combinaciones
diferenciadas crean modelos y formas de Estado diferentes. Para el estudio de las
formas de Estado esto es fundamental, porque expresan relaciones de fuerza
cristalizadas institucionalmente. Ello puede estudiarse, en parte, analizando las formas
institucionales que proponen los regulacionistas, constituidas, básicamente, por el
régimen monetario, la relación salarial, las formas de la competencia, las modalidades
de integración en el sistema internacional y las formas del Estado.

El patrón de acumulación de la primera parte del ciclo kirchnerista (2003-2008) se basó


en aprovechar el boom de los commodities -a tono con el CINAL de la región-,
potenciado por el tipo de cambio real alto. A partir de allí, la administración del tipo de
cambio, el sistema fiscal adaptado para captar y redirigir la renta agraria y petrolera (vía
retenciones), y la acumulación de divisas, junto con la nacionalización del sistema de
previsión social (AFJP)10, entre otras medidas, consolidaron un modelo dirigido a la
creación de empleo -con una primera etapa de salarios reales bajos-, en un esquema
productivo orientado a la exportación. Así, la tasa de ganancia aumentó, hasta 2007, a
un promedio del 35% (Manzanelli, 2010; Michelena, 2009), mientras que durante la

10 La privatización del régimen jubilatorio dispuesta por Carlos Menem en 1994 generó un enorme
déficit fiscal que fue cubierto con deuda.
19

vigencia del plan de convertibilidad el promedio había sido del 24%. Este pico
comienza a caer a partir del aumento sostenido de los salarios reales promedio, como
producto de la acción sindical y el establecimiento de negociaciones paritarias libres,
pero que, a su vez, se diluye por el proceso inflacionario moderado que comenzó en
2008 y que expresa desde entonces la puja distributiva para evitar la caída de la tasa de
ganancia. Esta puja es oscurecida por la destrucción de las estadísticas públicas
nacionales a partir de la intervención del gobierno, del Instituto Nacional de Estadísticas
y Censos (INDEC), que empezó a manipular las cifras.

Este esquema afianzó un sistema dual, consolidando una esfera productiva agraria e
industrial altamente tecnificada y de alta productividad ligada a la exportación, y una
economía de sustitución de importaciones y creación de empleo de baja productividad y
de bajos salarios, orientada a un mercado interno protegido por el tipo de cambio real.
De esta manera, el tipo de inserción internacional de la economía nacional tradicional de
la Argentina siguió ocupando un lugar preponderante en el modo de regulación, aunque
el aumento de los precios internacionales de los commodities por el “efecto chino” y la
disminución de la ratio deuda/PBI, amortiguó hasta el 2011 la dependencia del mercado
financiero y de los organismos de crédito internacional. A su vez, la recuperación de los
fondos previsionales fortaleció el sistema financiero local y robusteció la capacidad
fiscal y de financiamiento del Estado (Thwaites Rey y Orovitz Sanmartino, 2011).

El auge de la demanda externa de granos, para alimentación y biocombustibles creó las


condiciones para que se diera una nueva confrontación en torno a la renta producida.
Recién asumida, en enero de 2008 la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner decide
aumentar el porcentaje del impuesto a la renta agraria (retenciones) proveniente de la
exportación de cereales y oleaginosas (en especial, soja), para regular los precios
internos y financiar el gasto social, y se enfrenta con la cerrada y belicosa resistencia de
los sectores del “campo”, encabezados por las patronales de producción y transporte
pero sostenida por sectores medios urbanos, que se extiende por varios meses. Estos
sectores, impulsados también por un clima social enrarecido por el crecimiento de la
inflación, emprendieron una muy fuerte embestida por la conducción del ciclo
económico y social, que puso en tela de juicio el papel del Estado para definir gastos e
ingresos y planteó una disputa hegemónica de rasgos inéditos, ya que se mostraba capaz
de encolumnar a amplios segmentos de la sociedad detrás de los intereses de los núcleos
agrarios. El interés particular del sector agropecuario se proyectaba como interés
general y aunque no ganó completamente la pulseada política, logró que el oficialismo
perdiera las elecciones legislativas de 2009.

3- EL ESTADO PROTAGONISTA

En términos políticos, la llegada de Néstor Kirchner al gobierno produjo la resolución


de la crisis de legalidad institucional -expuesta en la ruptura de todos los contratos
bancarios y financieros, la sucesión de cuatro presidentes en pocos días y el
cuestionamiento al orden vigente-, a partir de la recomposición de la autoridad
presidencial, extinguida durante el gobierno de la Alianza. Aunando elementos
materiales y simbólicos, Kirchner planteó una retórica en torno a la recuperación del
papel rector del Estado, la dignidad y soberanía nacionales, el rechazo al neoliberalismo
y sus políticas y, sobre todo, una fuerte reivindicación de los derechos humanos a través
de políticas concretas, tales como el impulso a los juicios a los militares involucrados en
20

la represión de los años 70, largamente reclamadas por los organismos de DDHH que, a
partir de entonces, tuvieron especial protagonismo en la administración gubernamental.
La renovación de la cuestionada Corte Suprema de Justicia de la Nación, con la
incorporación de juristas independientes y de prestigio, fue otra de las medidas
celebradas por una sociedad que la exigía activamente y que contribuyó a la
construcción de una nueva hegemonía política.

Mientras el sistema hegemónico neoliberal se había sostenido sobre la base del terror a
la inflación y al caos social, y aplicó un programa que entronizó al mercado y
“demonizó” al Estado y desintegró el tejido social y productivo, el que empieza a
emerger tras la crisis de 2001 apostó a generar un tipo de consenso más profundo y
duradero que la superficial aceptación resignada nacida en los noventa del terror
hiperinflacionario. El kirchnerismo basó la recomposición sistémica en reponerle al
Estado un papel central en la conducción del ciclo económico y en promover la creación
de empleo y la ampliación del consumo, con políticas sociales masivas. De hecho,
revertir los altos índices de desocupación dejados por el ciclo neoliberal y lograr avances
en materia de trabajo (formal e informal) se constituyeron en el núcleo central de la
estrategia política oficialista y en la base de su apuesta hegemónica, que podemos
denominar como “pacto por el empleo y el consumo”.

Como ya señalamos, el proceso de recuperación de la tasa de ganancia y de la


acumulación expresa de manera combinada, al darse mediante un tipo de cambio real
alto y diversas medidas de política económica regulada, una recomposición de sectores
de la clase capitalista, pero, al mismo tiempo, una recuperación de los niveles de vida de
las clases subalternas. En efecto, al sustituir importaciones y generar empleo,
implementar políticas sociales semi universales, captar renta agraria y petrolera que,
entre otras medidas, subsidia a las empresas, pero también a los hogares, se fortalece
también a la clase trabajadora y a los sindicatos y se cristalizan institucionalmente
relaciones de fuerza sociales que emergieron de la rebelión del 2001. Si nos quedáramos
con un solo aspecto de esta recuperación, por ejemplo, la creación de empleo y el
fortalecimiento de los sindicatos como actores relevantes en la dinámica de la lucha de
clases en Argentina (signada por la reapertura de paritarias y la vigencia de convenios
colectivos de trabajo), estaríamos obviando un componente fundamental del carácter
dual de este proceso, a saber, que una fracción concentrada de la clase capitalista logró
salir del impasse y aprovechar al máximo las condiciones del mercado mundial y el
abaratamiento en dólares de los salarios nacionales, así como la gestación de puestos de
trabajo de carácter precario, lo que permitió un aumento de la explotación y el
beneficio. Por el contrario, si nos quedáramos sólo con que en este período aumentó la
tasa de ganancia, producto de la devaluación, estaríamos asimilando el componente del
capital, pero no el hecho de que la forma que adquiere este proceso de recomposición
capitalista reconstruye, al mismo tiempo, muchas de las instituciones que el
neoliberalismo había arrasado, precisamente porque implicaban una barrera para el libre
desarrollo del capital y constituían una muralla defensiva (si bien relativa) de la clase
trabajadora (Thwaites Rey y Orovitz Sanmartino, 2011). Este es un aspecto que puede
asimilarse al concepto de “revolución pasiva” de tipo progresivo que utiliza Modonesi
(2012) actualizando el aporte de Gramsci11.

11 En palabras de Gramsci: “Tanto la 'revolución-restauración' de Quinet como la 'revolución


pasiva' de Cuoco expresarán el hecho histórico de la falta de iniciativa popular en el desarrollo de la
historia italiana, y el hecho de que el progreso tendría lugar como reacción de las clases dominantes al
21

El Estado, desde nuestro punto de vista, adquiere una doble naturaleza con relación con
las clases sociales y, por eso motivo, condensa -en el acertado sentido que le da
Poulantzas cuando retoma a Gramsci- la relación de fuerzas sociales que emergió en
2001. El Estado, desde luego, es mucho más que la condensación de relaciones de
fuerza en un determinado período. Es, sobre todo, un momento privilegiado de la
relación social capitalista, pero también es un conjunto de instituciones, una arena de
lucha, una o múltiples identidades en competencia y un actor que interviene con
intereses propios y que no puede funcionar en tanto sistema de representación
democrático sin una articulación de legitimidades. Es, en tal sentido, una forma
institucional de organización y mantenimiento del poder y un lugar privilegiado en la
sociedad moderna, de creación de consensos, de articulación de intereses divergentes
(Thwaites Rey y Orovitz Sanmartino, 2011).

El Estado, al mismo tiempo, no es un sujeto unitario, sino un ámbito heterogéneo de


instituciones, un “campo de fuerzas” desde ya no neutral, aunque desgarrado por pujas,
muchas veces con intereses y acciones contradictorias en su seno y, por lo tanto, un
concierto polifónico de grupos e intereses; está localizado territorialmente y su
organización espacial difiere grandemente entre unos y otros espacios estatales; es,
también, un conglomerado de entes con múltiples relaciones con la sociedad y con
fronteras móviles y nunca del todo precisables; posee distintas instancias federativas,
regionales y una inserción específica a nivel internacional. Como se ve, es mucho más
que una relación de fuerzas, de la misma manera que es mucho más que una relación
social. Esta articulación a la que hacíamos mención más arriba y su propia función
como “capitalista colectivo ideal” exige, repetimos, que adquiera un carácter
distanciado de -pero a la vez en estrecha conexión con- las relaciones económicas de
producción, y que esté obligado a reconocer, de alguna forma, las presiones y demandas
sociales, a arbitrar y aparecer como por encima de las particularidades.

Refiriéndose al período kirchnerista, pero aludiendo a esta dinámica general entre


Estado y clases dominantes, Guillermo Gigliani dirá que “existe una tensión inherente
entre la intervención del Estado y la masa de plusvalor de la que puede apropiarse el
gobierno con esos fines. Se trata de una constante histórica de resistencia del capital a
todo régimen económico que busque poner en marcha los mecanismos del arbitraje
social. Su expresión en la Argentina ha sido muy marcada, a pesar de los niveles de
ganancia acumulados” (Gigliani, 2015:14).

Precisamente, desde el otro polo, la internalización de las demandas de las clases


subalternas en el Estado es lo que subraya su carácter doblemente contradictorio.
Porque a la par que tal internalización supone el reconocimiento del poder de las clases
subalternas para hacer valer sus intereses, según la variable relación de fuerzas sociales,
puede implicar la renovación de su sumisión en tanto subalternas. No es solo el efecto
pasivizador procurado expresamente por la conducción estatal para garantizar la
gobernabilidad desde una perspectiva “integrativa”, sino un modo de funcionamiento
característico del capitalismo actual, incluida la periferia. La ampliación del Estado, en
tal sentido, no es una mera decisión tomada en la cúspide por voluntad de las clases

subversivismo esporádico e inorgánico de la masas populares como 'restauraciones' que acogen cierta
parte de las exigencias populares, o sea 'restauraciones progresistas' o 'revoluciones-restauraciones' o
también 'revoluciones pasivas'” (Gramsci, 1986: 205)
22

dominantes y para asegurar sus intereses exclusivos, sino la modalidad que adopta la
lucha de clases y que impone la inclusión de las demandas de las clases subalternas para
posibilitar la dominación. Son las luchas de los sectores populares las que arrancan del
Estado reivindicaciones que mejoran sus condiciones de existencia y es lo que, en todo
caso, produce las llamadas revoluciones pasivas, pues al incorporarse las demandas en
el Estado, el proceso aplacador e integrador opera solo hasta el momento de una nueva
confrontación por nuevas reivindicaciones.

Lo que queremos subrayar es que, sin esta distinción, sin esta compleja definición sobre
la estatalidad, se hace imposible comprender los contornos contradictorios de las
políticas públicas adoptadas por la administración de Néstor y Cristina Kirchner, el
papel del Estado, su articulación con lo social y las transformaciones que se han
operado en las formas de Estado en los años recientes. Quedarnos con el hecho de que
el Estado sigue siendo capitalista, aunque su articulación con las demandas populares
haya cambiado significativamente respecto del período neoliberal, es quedarnos con una
visión puramente teórica y general, ya que la realidad se juega en la existencia de
múltiples determinaciones concretas que la tornan específica y, por ende, rica y
compleja. Aquí nuevamente el prisma gramsciano resulta por demás sugerente, ya que
tiene como premisa el movimiento de lo abstracto hacia lo concreto y una
caracterización de la “ampliación” del Estado en términos dialécticos, donde los nuevos
elementos que introduce como determinaciones, no eliminan el núcleo fundamental de
la teoría marxista clásica en torno a lo estatal, sino que lo conservan y lo modifican al
desarrollarlo (Coutinho, 2011: 46).

A diferencia del ciclo neoliberal de los noventa, en la etapa kirchnerista se produjo un


reconocimiento de la dimensión política que entraña toda definición y estrategia
económica de crecimiento y desarrollo, lo que implica diversas opciones en disputa y la
existencia de conflicto y antagonismo. Los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, con
el tizón aún encendido de la rebelión popular de 2001, reinstalaron el lugar de la política
en sentido amplio, como fundamento del gobierno y del Estado, asumiendo que no hay
ámbito técnico a salvo de la disputa política acerca de los objetivos, los programas, la
orientación de cada una de las áreas de intervención estatal. Si en los noventa el
discurso gubernamental apuntaba a conformar una idea del Estado como conjunto de
aparatos técnicos, despolitizado en su funcionamiento y orientación (lo cual no dejaba
de ser, por cierto, una modalidad encubierta de hacer política, acorde al credo
neoliberal), con los Kirchner el Estado -sus instituciones y sus políticas- se empieza a
presentar como un sujeto con racionalidad propia y capacidades y recursos para
ejercerla, por encima de intereses sectoriales y aún en contra de ellos.

En contraste con la represión y el ajuste de los años precedentes, Kirchner apostó a


encauzar la protesta social internalizando algunas demandas populares, tolerando las
manifestaciones públicas, institucionalizando a parte de la dirigencia de los
movimientos sociales y dando más espacio al sindicalismo. La reactivación económica
y el crecimiento del empleo hicieron posible la desactivación paulatina de la alta
conflictividad del período precedente y la reconducción del proceso social sobre otras
bases, en las que las luchas sindicales empezaron a tener un nuevo protagonismo. Se
configuró una coyuntura que permitió inscribir una modalidad de poder gubernamental
con mayores márgenes de acción con relación a los sectores dominantes, a partir de
ocupar el vacío dejado por la disolución de la vieja estructura política y el empate social
23

irresuelto. Se generó un ciclo de autonomización estatal relativa, bajo las nuevas


condiciones económicas internacionales y las relaciones de fuerza sociales
reconfiguradas a partir de la rebelión popular de 2001-2002.

Las clases burguesas, es un clásico, desconfían de la acción estatal que no esté dirigida a
proteger sus intereses de forma directa. La función de “capitalista colectivo” del Estado,
que garantiza la estabilidad sistémica, aparece opaca frente a los intereses burgueses
inmediatos, por lo que cualquier medida tomada a favor de las clases populares y para
preservar la legitimación y procurar hegemonía, difícilmente sea aceptada de buen
grado. Por el contrario, toda intervención estatal que tienda a otorgar derechos o
concesiones materiales a los sectores populares -y más aún si las conquistan con sus
luchas- será abierta o veladamente resistida por la burguesía, aún cuando suponga la
preservación del orden que la beneficia como clase. Esto está en la base del rencor, la
inquina y el rechazo irreductible que las clases propietarias sienten por los gobiernos
que las acotan, aunque sus ganancias y niveles de vida no se vean afectados o, incluso,
crezcan. Como en Brasil contra Lula y Dilma o en Venezuela contra Chávez, en
Argentina con el kirchnerismo se dio un fenómeno de abierta hostilidad hacia la figura
presidencial -especialmente contra Cristina Fernández- por parte de importantes
segmentos de las clases medias y altas. Una sucesión de protestas se desplegó desde
2008 en adelante, a partir de la llamada “crisis del campo”, con formatos de piquetes,
caceroleos, marchas y concentraciones, bajo consignas difusas como “justicia”,
“seguridad”, “anti-corrupción”.

4- NEODESARROLLISMO Y PACTO DE CONSUMO

1- Re-industrialización acotada

En la etapa kirchnerista, se produjo un cambio en el modelo de acumulación, de uno


típicamente neoliberal a otro que adquiere rasgos neodesarrollistas. Este modo de
acumulación, también contradictorio y no consolidado, se inscribe en nuevas
instituciones, ideologías y relaciones sociales bajo una forma de Estado que podríamos
denominar “de compromiso débil” (Orovitz Sanmartino, 2009). Este modelo mantiene
líneas de continuidad con el neoliberalismo, pero también de ruptura, en la medida en
que supone la rearticulación conflictiva del bloque en el poder y la inclusión, aunque de
modo pasivo, de intereses y demandas populares modeladas en la crisis de 200112.

El esquema económico del kirchnerismo inicialmente benefició la producción de bienes


exportables, pero también la creación de pequeñas industrias de baja productividad, que
brotaron por efecto del tipo de cambio. Por un lado, se profundizó el perfil orientado a
las ventajas comparativas estáticas clásicas de los años 90 y ampliado en los 2000 con la
expansión china, asociadas con la dotación de recursos naturales y explotación creciente
de los bienes comunes. En efecto, entre 2003 y 2015 la actividad vinculada a la
megaminería aumentó un 1700%, al tiempo que si al momento de asumir Néstor
Kirchner la soja ocupaba 12 millones de hectáreas del territorio argentino, hoy involucra

12 Este es, sin duda, uno de los ejes de debate abierto en torno a la caracterización del kirchnerismo
aún sin resolver. Así, mientras algunos autores argumentan que se vivió una mutación en la composición
del bloque en el poder (Castellani y Schorr, 2004), otros postulan que la discontinuidad con respecto al
neoliberalismo está dada ante todo por la menor cohesión política de ese bloque después de la crisis de
2001 (Bonnet, 2012).
24

22 millones de hectáreas. Asimismo, desde antes de la estatización parcial de la empresa


YPF se ha experimentado una ampliación de la frontera hicrocarburífera, en particular
la centrada en la explotación a través de métodos no convencionales como el fracking.
Tanto el Plan Estratégico Agroalimentario como la más reciente Ley de Hidrocarburos y
el acuerdo con la empresa transnacional Chevron (todas ellas, iniciativas impulsadas
durante el ciclo kirchnerista), tienden a agudizar esta tendencia (Aranda, 2015). En este
sentido, podría encuadrarse -aunque con matices problemáticos- en el perfil extractivista
y reprimarizador que caracteriza al CINAL. Por otro lado, el tipo de cambio alto
favoreció la sustitución de importaciones, lo que dio un impulso parcialmente re-
industrializador sobre ramas de actividad desarticuladas en la década anterior. Lo que
nos interesa subrayar aquí son los efectos políticos de este proceso de creación de
empleo, capacidad fiscal ampliada y promoción del consumo. Un aumento de la masa
salarial total que integra al empleo a una cantidad de hogares antes excluidos del
mercado laboral -aunque con bajos salarios, que son compensados con una cantidad
mayor de integrantes del hogar que salen a trabajar-, creó las bases de un pacto tácito
por el empleo y el consumo entre los sectores asalariados y el gobierno, pues dio una
sensación de riqueza con relación a la recesión del período 1998-2002, y también con
referencia al crecimiento con alto desempleo del período 1996-1998.

Aquí se encuentra la base del apoyo que tuvo el gobierno hasta el 2012 de la estructura
sindical tradicional y consolidada (que además, al representar a los segmentos
sindicalizados de más altos ingresos y capacidad de presión, se constituye en uno de los
beneficiados de la política económica), pero también de sectores excluidos de las
organizaciones gremiales, como los trabajadores precarizados, cuentapropistas o
trabajadores formales de pequeñas empresas13. Aunque al compás del crecimiento
económico también creció la conflictividad obrera y se expandieron las asociaciones
gremiales y comisiones internas combativas e independientes de la burocracia sindical,
podemos decir que, en general, los trabajadores formales e informales constituyeron un
sostén central de la hegemonía de esta versión vernácula del “neodesarrollismo” hasta
2012. Sin embargo, el impulso que los primeros dos gobiernos kirchneristas le dan a la
recomposición sindical de matriz peronista (y para quitar protagonismo tanto a las
organizaciones piqueteras más autónomas y combativas, como a las nuevas comisiones
anti-burocráticas fabriles14), se trastoca en una ruptura con los jefes de las centrales de
trabajadores, al compás de una redefinición de alianzas que requiere la subordinación
obrera (Katz, 2013). Porque el sostén que el gobierno dio a las convenciones colectivas
de trabajo permitió que los trabajadores organizados lograran recomponer y hasta
aumentar los salarios reales (sobre todo de los empleados y obreros del sector privado),

13 Diversos estudios han demostrado que la fragmentación y precarización de la fuerza de trabajo


durante este período, ha llevado a que una parte considerable de la clase trabajadora quede excluida de la
representación sindical directa, y que tenga ingresos laborales por debajo del Salario Mínimo Vital y
Móvil, que redunda en un modelo fundamentado -entre otros pilares- en la superexplotación de la fuerza
de trabajo (véase Félix y López, 2012; Piva, 2015)
14 Como nos recuerda Modonesi, Gramsci utiliza la categoría transformismo para describir el
dispositivo, vinculado a la revolución pasiva, destinado a modificar “la correlación de fuerzas en forma
molecular en función de drenar –por medio de la integración institucional- fuerzas y poder, hacia un
proyecto de dominación en aras de garantizar la pasividad y de promover la desmovilización de las clases
subalternos” (Modonesi, 2012), que podría ayudar a pensar provechosamente el caso de ciertas
agrupaciones piqueteras y sindicales argentinas. No obstante, como ya hemos mencionado, tal análisis
requiere introducir matices importantes, así como una lectura rigurosa anclada en las especificidades
nacionales en la región, que exceden el propósito de estas páginas.
25

lo que agudizó la puja distributiva. Esto, a su vez, exigió del Estado una intervención
mayor en los niveles de la circulación y fijación de precios, circunstancia que afectaba
el recorte de la tasa de beneficio empresario que era necesario recomponer en la nueva
etapa de crisis capitalista.

A su vez, la capacidad fiscal expandida por la bonanza económica de la primera parte


del ciclo permitió el aumento no solo de los montos de las pensiones, sino de la cantidad
de jubilados, por la decisión gubernamental de incluir en el sistema previsional a la
población que no había hecho aportes suficientes y que no tenía cobertura. Otra medida
clave fue la implementación del subsidio “Asignación Universal por Hijo”15, que
financiada con fondos de la seguridad social alcanza a los sectores pobres e indigentes
que el esquema productivo dual, segmentado, ligado a la exportación y de bajos salarios
no alcanza a eliminar. Estas son las bases materiales en las que se funda la construcción
de consenso y el despliegue hegemónico de la etapa kirchnerista y que desde 2013, al
compás de la crisis, se hicieron más difíciles de sostener.

El modo de desarrollo no es un mero conjunto de medidas económicas, que en países


dependientes se adaptan pasivamente al rol exigido por la división internacional del
trabajo, sino que hay que entenderlo como una forma específica de organización de la
conflictividad social, cuyo resultado es, en parte, incontrolado y responde a la síntesis
de fuerzas divergentes. En este sentido, puede decirse que el ‘neodesarrollismo’
kirchnerista incorpora como propia la demanda más sentida y punto fundamental de la
crisis orgánica del período previo: la creación de empleo. En un país con tasas
históricamente bajas de desocupación, la destrucción del tejido productivo local operado
por el régimen convertible de los noventa generó un nivel de desocupación y
pauperización tal que, llegado a un punto, hizo inviable su continuación y legitimidad.
La organización y movilización popular articuladas alrededor de la demanda de trabajo
y la exigencia de planes sociales que permitieran paliar, de algún modo, la carencia de
ingresos provenientes de la inserción productiva, pusieron en jaque el modelo neoliberal
(Thwaites Rey y Orovitz Sanmartino, 2011).

Pero, ¿por qué motivo habríamos de creer que la estructura básica del patrón de
acumulación de tipo “neodesarrollista” en la Argentina incorpora una relación de
fuerzas político-social y no es sencillamente una estructura funcional a la reproducción
del capital? El caso no puede resolverse desde el punto de vista teórico, sino bajo el
recuento globular de las luchas económicas y políticas del período. Esto involucra no
sólo la dimensión económica, sino también política e ideológica, que puede remitirnos
al concepto de revolución pasiva que plantea Modonesi (2012). Al incorporar demandas
y expectativas populares, aún leyéndolo como “reformismo preventivo”, el
kirchnerismo logra internalizar el conflicto y darle un curso que posibilita, a su vez, la

15 La AUH reconoce el derecho de todo trabajador desocupado o informal con salario mínimo, a
percibir una asignación monetaria por cada hijo. Implica un corte respecto de los esquemas de asistencia
social neoliberales: suplanta los parámetros restrictivos de los esquemas de asignación focalizada, amplía
la población destinataria con parámetros más objetivos, limita el carácter discrecional en la asignación y
reduce los manejos clientelares. Aún con sus limitaciones (entre las cuales se destacan que exige
contraprestación por parte de las/os destinatarios/as y excluye a población vulnerable, como
trabajadores/as precarios/as con ingresos superiores al salario mínimo), la AUH representó la mayor
ampliación de derechos sociales de las últimas décadas y concitó un apoyo significativo en la población a
la par que dinamizó el consumo. Para un análisis detallado de esta y otras políticas sociales impulsadas
por el kirchnerismo, véase Borghini, Bressano y Logiudice (2012).
26

estabilidad sistémica en un nuevo contexto. Las transformaciones operadas, que no


revoluciones, asumen la necesidad de incluir concesiones materiales a las clases
subalternas para sostener la dominación capitalista. Pero, aunque dichas
transformaciones no son sustantivas en cuanto a que no alteran la estructura social
capitalista, impactan de un modo positivo sobre las condiciones de vida y, de ese modo,
consiguen aceptación y apoyo en base al cual se despliega la hegemonía. Mediante el
ejercicio del arbitraje laboral relativamente favorable a los trabajadores, la desactivación
del movimiento piquetero por medio de concesiones parciales, la creación del subsidio
con espíritu universalista de la AUH y otros programas sociales, el gobierno fue capaz
de internalizar la conflictividad social y relanzar la actividad económica.

Pero estas medidas no pueden computarse como solo y estrictamente funcionales a la


reproducción del capital y constituyen, en cambio, un gasto social improductivo que
tiene que ver más con la necesidad de construir hegemonía que con la “racionalidad”
económica. El gasto fiscal en programas sociales o los subsidios a los servicios públicos
de los hogares (y empresas), también aumentan los costos fiscales del Estado, que deben
financiarse mediante impuestos como el de las retenciones a las exportaciones
agropecuarias, recortando ganancias empresarias. Su contracara ha sido un tipo de
cambio beneficioso para empresarios rurales e industriales durante un largo período,
subsidios a la inversión exportadora y a la provisión energética empresaria o
simplemente la generación de condiciones económicas proclives al aumento de las
ganancias. Este carácter contradictorio de la intervención estatal es expresión de una
racionalidad arbitral de la que el ejecutivo saca provecho en su propio beneficio y que, a
su vez, le ha generado conflictos con los sectores dominantes.

Ya durante el final del primer mandato de Cristina Fernández, los dilemas económicos
se fueron agudizando frente a un escenario internacional oscilante entre el crecimiento
débil y una crisis mundial en pleno despliegue. Las mismas condiciones que a partir de
2002 habían posibilitado una estrategia política de crecimiento de la producción y el
consumo -tipo de cambio alto, precios elevados de las mercancías de exportación,
costos salariales iniciales históricamente bajos y acumulación predominantemente
extensiva-, con el tiempo fueron mostrando sus límites. El alza de la inflación, la suba
y/o recomposición de los salarios conseguida en paritarias libres, la apreciación
cambiaria y el agotamiento de los llamados “superávit gemelos” (fiscal y comercial)
fueron minando los pilares del “modelo” del kirchnerismo. En ese cuadro, la aplicación
del impuesto a las ganancias a los asalariados de mayores ingresos nominales generó un
punto de tensión con los sindicatos, que se iría acentuando con el tiempo ante la
intransigencia gubernamental para reemplazar esa fuente de ingresos estatales de fácil
cobro, por otras menos regresivas pero más complejas de recaudar (como el impuesto a
las transacciones financieras.

La disputa por los dólares en la economía doméstica fue adquiriendo renovado vigor,
convirtiendo a la presión sobre el mercado de divisas y la fuga de capitales en uno de
los problemas más serios a gestionar. A fines de 2011, frente a la aceleración de la fuga,
el gobierno restringe la compra de dólares para empresas y particulares (el llamado
“capo cambiario”). Con esta decisión logra contener parcialmente el drenaje, pero
genera una serie de complicaciones en el funcionamiento cotidiano de una economía
muy acostumbrada a funcionar en términos de dólares, en un grado de permeabilidad
hacia el conjunto de los sectores sociales poco conocido en otros países de la región.
27

Desde la restricción a las importaciones de bienes de consumo masivo hasta la


imposibilidad de ahorrar –aún poco- en moneda estadounidense para protegerse de la
inflación, contribuyeron a profundizar el malestar de segmentos sociales mucho más
amplios que las clases altas.

2- La apuesta hegemónica y sus límites

A medida que emergían las tensiones y que la crisis global se manifestaba en el país, al
ritmo del desarrollo histórico de las disputas intra e inter clasistas, las políticas estatales
asumieron modalidades y caminos crecientemente contradictorios. Por una parte, el
gobierno hace grandes esfuerzos por reintegrar la economía argentina en el mercado
global e intenta resolver las deudas pendientes con los acreedores externos que se
arrastraban desde la crisis de los 2000, como las contraídas con el Club de París. Volver
a tomar deuda en el mercado financiero internacional estaba nuevamente en la agenda
del ministerio de Economía, y se realizó a costa de la transferencia de recursos hacia el
exterior, lo cual, sumado a la creciente fuga de capitales operada por las empresas
transnacionales y la burguesía local, trajo aparejado un panorama cada vez más signado
por una escasez de divisas y un enfriamiento de la economía, sobre todo a partir de
2011. A la vez, se buscó eludir las recetas de la ortodoxia neoliberal y gestionar las
tensiones del proceso de crecimiento, sin apelar a medidas que pudieran repercutir de
modo directo y negativo en los sectores populares, como aumentos de tarifas o recortes
de presupuestos sociales. Y seguir apostando a niveles de consumo aceptables para
sostener materialmente la apuesta hegemónica.

Precisamente, la “inclusión social” impulsada por el kirchnerismo no importa tanto por


los verdaderos y limitados alcances de las transformaciones registradas en el esquema
de producción y desarrollo nacional y ni siquiera por los contornos reales de la
disminución del desempleo, la pobreza y la desigualdad, sino por la percepción
subjetiva que tuvieron las clases subalternas de las distintas medidas económicas y
sociales del gobierno. Excluidas sistemáticamente del mercado laboral durante los
noventa, cuando a partir de 2003 pudieron acceder a un empleo -aún precario-,
comienzan a percibirse incluidas, y hasta segmentos importantes recuperan el sentido
perdido de progreso personal. Esta percepción, desde luego, es el resultado principal y
directo del contraste entre las tendencias de una década y otra, pero es uno de los pilares
de la construcción del proyecto político kirchnerista y de su productividad hegemónica
(Thwaites Rey y Orovitz Sanmartino, 2011).

El tipo de Estado neoliberal difiere grandemente del Estado “de compromiso” o


neodesarrollista, sobre todo con relación a los efectos ideológicos que cada una de las
interpelaciones ejerce. El menemismo neoliberal puso el eje para construir hegemonía
en la estabilidad de precios, el superávit fiscal, las relaciones amistosas con las
potencias internacionales, el alineamiento con el FMI y el Banco Mundial para no
aislarse del mundo y la mercantilización de los servicios públicos como condición de
eficiencia, y colocó al salario como variable dependiente de la productividad. El
esquema neodesarrollista, en cambio, interpela a las clases subalternas apelando al
empleo y la industria, la integración e inclusión social, la soberanía y la independencia
respecto al FMI, la seguridad social y la integración latinoamericana. Esta interpelación
no es simple “demagogia”, en el sentido de que basta con develar su verdadero
28

contenido para desenmascarar sus objetivos reproductivos, sino que expresa una nueva
articulación hegemónica más profunda en el plano económico, político e ideológico-
cultural, que además arraiga en la tradición histórica que encarna el peronismo. La
interpelación neodesarrollista no es sólo una interpelación discursiva, sino práctica,
intrínseca, a la forma que adquiere el régimen de acumulación, interna al modo de
desarrollo que crea empleo y amplía la seguridad social. No tienen relevancia aquí las
contradicciones, flaquezas y puntos ciegos del régimen de acumulación; tampoco el
resultado final de una experiencia de compromiso, pues la historia revela que el mismo,
al asumir políticas de integración, más fuertes o más débiles, puede suprimir el “espíritu
de escisión” y adormecer las tendencias radicales hacia la autonomía. Es aquí donde la
idea de revolución pasiva adquiere un significado especialmente sugerente.

Justamente por todo esto lo fundamental es comprender el carácter y contenido


hegemónico de la interpelación neodesarrollista del peronismo en su variante
kirchnerista y leerla en clave de revolución pasiva. Al incorporar como parte de su
esquema reproductivo demandas populares mediadas por el Estado, asimila factores de
la lucha de clases que exigen, como sugería Gramsci, una batalla posicional y una
táctica oblicua que la forma de Estado neoliberal no requería, evidenciando la
importancia de caracterizar si el Estado “de compromiso”, en comparación con el
neoliberal, se ha “ampliado” y se ha vuelto más integral o si, por el contrario, la forma
que adquiere la reproducción del capital es lo fundamental y su “ampliación” debería
tenernos sin cuidado respecto de una estrategia anti-capitalista o incluso acecharía como
una sombra más amenazante aún, como han caracterizado desde siempre ciertas
corrientes políticas al Estado keynesiano, atendiendo a su carácter opresor, estatista y
burocrático (Thwaites Rey y Orovitz Sanmartino, 2012).

Bajo el Estado neoliberal, durante los años 90, las estrategias políticas de los
movimientos populares, sindicatos opositores y partidos de izquierda, apuntaron al
desarrollo de una lucha de resistencia, unificación de reclamos aislados y parciales y su
transformación en movimiento político de masas y en levantamientos provinciales,
rebeliones y colapso del Estado neoliberal en crisis. En ese sentido, la hipótesis
estratégica de asedio y caída del gobierno ilegítimo era justa porque respondía a la
dinámica de los acontecimientos. Tal hipótesis se encontró con un límite a partir del
ascenso y consolidación del kirchnerismo, porque se debió tomar en cuenta la nueva
morfología del Estado, sus elementos de continuidad y de cambio y la relación de
fuerzas que se expresó tanto fuera como al interior del Estado. Toparse con un gobierno
de tipo cesarista progresivo, que incorpora demandas populares mientras subalterniza y
pasiviza los impulsos más confrontativos, siempre configura un escenario complejo para
las fuerzas anti-capitalistas. Y reactualiza el dilema de que las mismas conquistas de las
luchas populares devienen en elementos de soporte de la dominación burguesa. El
dilema político central reside en cómo hacer que las conquistas impresas en la
materialidad estatal (derechos, instituciones, políticas públicas) se vuelvan un escalón
hacia nuevas reivindicaciones y derechos más amplios y generales y no sirvan
meramente para la construcción hegemónica capitalista.

Pero podemos agregar algo más. El efecto pasivizador de ciertos beneficios otorgados
por políticas estatales puede ser más complejo aún, si en lugar de servir de piso para
ulteriores confrontaciones de carácter popular y superador, aquellos se constituyen en la
base de malestares capitalizados por las derechas sociales y políticas. Porque los
29

momentos de revolución pasiva no son estáticos ni congelan las relaciones de fuerza


sociales. Antes bien, las contradicciones y los límites que exhiben los proyectos de
internalización parcial en el Estado de las demandas populares, suelen impulsar a las
clases dominantes a desplegar todos sus recursos materiales y simbólicos para recuperar
aquello que consideran perdido en ambos niveles. La reacción, con vocación
hegemónica, que llevó a la presidencia al conservador Mauricio Macri, a fines de 2015,
es un ejemplo de tales tensiones y contradicciones.

III-A MODO DE CIERRE: LA REACCION CONSERVADORA

Jefe del gobierno porteño durante dos mandatos consecutivos e integrante de uno de los
grupos empresarios más importantes de Argentina, Mauricio Macri asumió como
presidente el 10 de diciembre de 2015, en medio de un clima de desconcierto y zozobra
por parte de las fuerzas progresistas y de izquierda, tanto nacionales como a nivel
continental. Su flamante Ministro de Hacienda y Finanzas, Alfonso Prat-Gay, expresó
aquella mañana ante los medios de comunicación: “no vamos a abrumar a nadie con un
paquete de medidas” (La Nación, 11/12/2015). Sin embargo, con el correr de los días
esa frase -que dejaba traslucir las desavenencias al interior de la élite gobernante, en
torno a quienes pugnaban por una aplicación más “gradualista” del ajuste y aquellos que
abogaban por el “shock” inmediato- quedó totalmente desdibujada ante la cruda
realidad de los hechos.

En los pocos meses que han transcurrido desde ese entonces, el presidente Macri optó
por la segunda alternativa e implementó una serie de medidas y políticas económicas
profundamente regresivas, que parecen retrotraernos al recetario neoliberal más duro de
los años noventa. En primer lugar, la liberalización y unificación del tipo de cambio que
equivalió a una devaluación del peso de alrededor del 40% (y que a la fecha del cierre
de este capítulo asciende a más del 70%), junto con la eliminación de las retenciones a
las exportaciones agropecuarias y mineras, y la reducción de las de la soja y sus
derivados, lo cual implicó una transferencia de ingresos brutal hacia el polo del capital,
en particular el vinculado con los agronegocios y la megaminería a cielo abierto. En
paralelo a este proceso, el gobierno autorizó un aumento del precio del transporte y de
los servicios públicos (centralmente del agua, la electricidad y el gas), con incrementos
de hasta un 500%.

En segundo término, instrumentó el despido masivo de miles de empleados estatales,


que al combinarse con los del ámbito privado, sumaron al mes de abril casi 150 mil
personas echadas de sus trabajos en sólo 120 días. La arremetida -que en las
dependencias públicas se vio facilitada por las condiciones de precariedad laboral
mantenidas e inclusive agudizadas bajo el ciclo kirchnerista- supo realizarse en medio
de un discurso gubernamental y mediático de estigmatización de los trabajadores
estatales en tanto “ñoquis16” y “militantes”, a tono con la reinstalación de la percepción
neoliberal del mundo como nuevo sentido común, que estipula la necesidad de
“despolitizar” al Estado y gestionar (o mejor aún, “gerenciar”) la Administración

16
Este es el término popular que se utiliza para designar a los empleados que cobran un sueldo y no van a
trabajar. Los ñoquis son una popular pasta italiana que en la Argentina se suele comer los días 29 de cada
mes, con un billete debajo del plato para traer buena suerte. Por eso se les llama “ñoquis” a los empleados
que aparecen solo a fin de mes a cobrar.
30

Pública con criterios similares a los de una empresa privada. De ahí que no resulte
casual el anuncio por parte de Macri de un “Plan de Modernización del Estado”, que
será ejecutado por un flamante Ministerio creado para tal fin, y que apuntará a
considerar, por ejemplo, a los empleados públicos como “recursos humanos” en una
especie de reedicion de los preceptos tecnocráticos del New Public Managment
difundidos en los noventa.

El tercer lugar, concretó un acuerdo con los holdouts (los llamados “fondos buitres”),
votado en ambas cámaras legislativas (con acuerdo de un sector considerable de los
senadores del bloque kirchnerista, otrora contrarios a esta modalidad de resolución del
conflicto), para cancelar la deuda con un reducido núcleo de acreedores que
demandaban a la Argentina desde la justicia de Estados Unidos, lo que ha traído
aparejado una nueva deuda pública de 12.500 millones de dólares. En este plano de la
política internacional, la asunción de Macri parece haber abierto una nueva fase a nivel
regional. Hasta ese momento, en varios países donde existían gobiernos de izquierda y/o
progresistas, la derecha había intentado acceder al poder a través de métodos
destituyentes (Bolivia, Ecuador y Venezuela). En esta ocasión, se conquistó el gobierno
mediante una elección transparente, lo cual torna más complejo aún el panorama
continental, por el efecto en cadena que puede producir al fortalecer opciones similares.
La derrota del chavismo en el mes de diciembre de 2015, también en las urnas; el
frustrado intento de modificar la Constitución de Bolivia, en febrero de 2016, a través
de un referéndum impulsado por el propio Evo Morales; el gravísimo cuadro político de
Brasil a partir de las denuncias por corrupción y el avance del impeachment de carácter
golpista que jaquean al gobierno de Dilma Rousseff y al ex presidente Lula, son datos
incontrastables de estos aires de cambio. Esta tendencia regresiva y notoriamente anti-
popular repercutirá de manera ineludible en los diversos bloques regionales y las
alternativas de integración intentadas en las últimas décadas, tales como el ALBA, la
UNASUR y la CELAC. La coyuntura que se abre augura, con Argentina como posible
punta de lanza para la disputa por reinstalar a escala continental el proyecto
hegemónico neoliberal, una mayor predisposición a la firma de acuerdos bilaterales con
los Estados Unidos y el Mercado Común Europeo, o bien la ampliación de la Alianza
del Pacífico con la incorporación de países que, hasta hoy, priorizaban otras vías de
cooperación.

Tanto en el escenario externo como fronteras adentro, en tanto empresario próspero


Macri adscribe a los valores del mercado libre y la iniciativa privada y no se ha cansado
de expresar que es preciso restaurar la confianza del polo del capital para atraer las
inversiones que el país necesita para crecer. La elección de su gabinete ostenta un peso
central de figuras provenientes de multinacionales y de universidades privadas, al punto
tal que de acuerdo a algunos estudios, ellas se elevan a más del 70% del total de sus
funcionarios, si se contempla a quienes tienen vínculos directos e indirectos con estos
ámbitos (CIFRA, 2016), lo que expresa con claridad sus orientaciones y preferencias, a
la vez que nos obliga a pensar en la posibildad de la apertura de un momento que René
Zavaleta -retomando las reflexiones de Ralph Milband- supo denominar “situación
instrumental”, en la medida en que estaríamos en presencia de un vínculo más
inmediato y orgánico entre la élite política y la económica17, resintiéndose por tanto el

17 Según Zavaleta, “La inmediata ocupación del Estado por parte de hombres
personalmente pertenecientes a una clase dominante no indica una visión o interpretación
31

mayor margen de autonomía (siempre) relativa del Estado, lograda en la fase


kirchnerista.

Desde ya, este nuevo momento estatal no implica la renuncia a una vocación
hegemónica por parte del gobierno de Macri (y en un plano más amplio, del bloque de
poder), sino que, por el contrario, la presupone. Resignificar y actualizar, sobre las
endebles bases simbólico-materiales heredadas del kirchnerismo, la capacidad de
irradiación de los valores y pautas de comportamiento propios de estos núcleos de la
clase dominante que han arribado a porciones importantes del aparato estatal, de manera
que se internalicen como propios por las clases subalternas, constituye un ejercicio
ineludible de esta nueva etapa que se ha inaugurado en Argentina y en la región. Sin
embargo, la coyuntura recesiva interna y el fin de la bonanza global de los commodities,
limitan la capacidad de prolongar aquel “pacto por consumo” enhebrado en la fase
anterior por el Estado de “compromiso débil” que ayudó a forjar el kirchnerismo.

Como supo indicar Gramsci, la posibilidad misma de ejercer una “supremacía


hegemónica” y no un mero dominio depende, en última instancia, de las posibilidades
de hacer avanzar a la sociedad en su conjunto hacia adelante, de asegurar la
“incorporación” de las clases subalternas al desarrollo y expansión económico-social, o
bien de sostener en el tiempo ciertas cristalizaciones materiales que fueron producto de
la intrincada dialéctica concesión-conquista propia de la lucha de clases. En este punto,
no puede obviarse que la fórmula gramsciana remite, de manera ineludible, al momento
estructural en su sentido más profundo. Porque la superación del economicismo vulgar -
lo que implica destacar la importancia y complejidad de la dimensión “intelectual y
moral” de la hegemonía burguesa- no significa caer en una versión idealista que
suponga la posibilidad de construcción de consenso y de dirección más allá de toda
referencia a las condiciones materiales en que se expresan las relaciones de poder social.
Y a la vez, también presupone la incorporación subordinada de los sectores populares,
vale decir, su condición subalterna en tanto integrantes de un mismo universo de
significación que asumen como propio.

En este sentido, consignas lanzadas en plena campaña electoral por el PRO y


amplificadas en los últimos meses, tales como “en todo estás vos”, pueden leerse en
términos discursivos como una puesta en práctica del “narcisismo a escala de masas”
(Crisis et al, 2016), que busca apelar al involucramiento liberal y atomizado de los
sectores populares, en este horizonte de sentido restaurador delineado desde el nuevo
gobierno. Sin embargo, en un contexto signado por ajustes y restricción del gasto
público, el carácter bifronte del Estado del que supo hablar Gramsci (hegemonía
acorazada de coerción), cobra más vigencia que nunca. No casualmente, Macri ha
impulsado la aprobación de un “Protocolo de actuación en las manifestaciones públicas”
(popularmente conocido como “protocolo anti-piquete”), previendo la agudización de la

instrumentalista del Estado sino una situación instrumental” (Zavaleta, 1990: 176). En efecto, el
término mismo intenta describir más bien datos factuales que un marco metodológico o una
concepción general del Estado que niegue los límites de sus determinaciones o su carácter de
clase. En el caso específico del gobierno de Macri, a tal punto esto se percibe así que el propio
presidente y los medios hegemónicos llegaron a hacerse eco de esta lectura instalada en el
imaginario de buena parte de la sociedad. Al respecto, véase la nota publicada en el diario
Clarín, titulada precisamente “La Rosada busca disipar la idea de que Macri gobierna para los
ricos”, 21/02/2016.
32

conflictividad social y política en función del paquete de medidas que viene


desplegando. La pregunta que queda flotando en el aire es qué nivel de reversibilidad y
reestructuración conservadora tienen las conquistas parciales -cristalizadas en políticas
públicas y normativas- obtenidas tras la debacle neoliberal que siguió a la crisis de
2001-2002, y en qué medida el macrismo logrará construir una nueva hegemonía a
través del consenso activo, o privilegiará el dominio (si bien selectivo, en grados cada
vez más amplios) ante el cambio de coyuntura. La construcción de un país “normal” a
partir del incremento de las fuerzas de seguridad con carácter preventivo (en este caso,
para “luchar contra el flagelo del narcotráfico”, como nuevo relato épico que justifica el
control territorial de la población pobre por parte de los aparatos represivos del Estado),
cuenta con cierta legitimidad tejida -aunque pueda resultar paradójico- durante el
kirchnerismo, en particular por su derrotado candidato a presidente Daniel Scioli como
gobernador de la provincia de Buenos Aires.

A pesar de la imagen de que por fin el país será atendido directamente por sus propios
dueños, sin molestas mediaciones, el gobierno de la alianza Cambiemos no significa, sin
embargo, que se esté planteando una vuelta sin más a los años noventa, como la
exhumación de ciertas figuras emblemáticas parecería indicar. En primer lugar, porque
después de la década explícitamente neoliberal de los años noventa, se abrió en la
región una etapa de impugnación al Consenso de Washington que supuso un cambió en
las bases de sustentación para los proyectos políticos con pretensión hegemónica.
Mientras las políticas pro-mercado y de despojo de derechos colectivos se erigieron
sobre la tierra arrasada de la derrota del campo popular infligida por la dictadura a
sangre y fuego, el proceso que surge tras la crisis del 2001 es hijo -por cierto, a
destiempo- de las luchas populares de resistencia. Ese ciclo de auge de movilización y
participación activa tuvo su declive y reabsorción por mediaciones institucionales, pero
logró materializarse en conquistas sociales que constituyen un piso fundamental, tanto
en términos materiales como simbólicos, muy distinto al momento de derrota defensiva
noventista. Además, los sectores populares acumularon experiencia y formatos
organizativos en los que apoyarse para activar la resistencia ante medidas regresivas que
se intentaran en su contra, lo que conforma un escenario bastante diferente al
inaugurado con la hiperinflación de finales de los años ochenta en Argentina.
Claramente, la llegada de Macri al gobierno no es fruto de una derrota inapelable del
campo popular y allí reside una diferencia fundamental con relación al ciclo menemista.

En segundo lugar, en los noventa existía un recetario neoliberal uniforme que bajaba
“llave en mano” desde los organismos financieros internacionales, que otorgaba
homogeneidad, apoyo y coherencia lógica para implementar medidas de ajuste
estructural y apertura económica previamente diseñadas y bendecidas por el “saber
técnico” hegemónico. Las clases propietarias confiaban en ese molde, aún cuando en la
práctica no resultara provechoso, incluso, para los intereses inmediatos y mediatos de
varias de sus fracciones. Disciplinar a las clases subalternas era su punto de unidad y
tras este objetivo posponían sus conflictos internos. Hoy el llamado “Consenso de
Washington” ha quedado devaluado y en un mundo en crisis, multipolar y en mutación
de hegemonías, no está disponible un formulario articulado de medidas incuestionables
que otorguen una brújula definida para navegar en las inciertas aguas de la acumulación
del capital a escala nacional. Aunque los determinantes estructurales del ciclo neoliberal
no fueron removidos durante estos años “impugnadores”, la hoja de ruta actual no es tan
clara y presenta matices para la disputa intra-burguesa. Hoy la palabra mágica parece
33

ser “desarrollismo”, como otrora lo fue el ajuste estructural, pero basado en la idea de
crecer por el lado de la inversión y la oferta, incentivando la innovación y las
exportaciones y relegando el consumo interno como motor privilegiado del crecimiento.
Esto supone fuertes contradicciones con los sectores capitalistas ligados a la actividad
interna y, necesariamente, con las clases populares.

Por ello, a pesar del panorama sombrío que se avisora en Argentina, no estamos en
presencia de un pueblo trabajador derrotado en términos políticos. La movilización
convocada de manera conjunta el 29 de abril de 2016 por las cinco centrales sindicales
más importantes del país, contó con la presencia de más de 300 mil personas del mundo
del trabajo y resultó un llamado de atención, por parte de sectores organizados (algunos
de ellos con larga tradición de lucha), frente a la embestida del nuevo gobierno en
materia de despidos y precarización laboral. El escenario de simultánea recesión interna,
puja distributiva e inflación y la coyuntura mundial adversa, constituyen el contexto en
el que se desenvolverá, sin dudas de manera cada vez más aguda, la lucha de clases en
el corto plazo. Y se sabe: el límite de todo ajuste no es otro que la reacción de los
ajustados. Como en otros momentos históricos similares -nunca idénticos, por cierto,
salvo en clave de farsa o de tragedia- las clases subalternas demostrarán en la praxis
misma de su experiencia colectiva, cómo se resolverá en esta ocasión el apotegma. Una
vez más, habrá que saber sopesar en clave gramsciana el pesimismo de la inteligencia
con el optimismo de la voluntad. En suma: pensar y actuar en clave dialéctica, sin dejar
de cabalgar con la contradicción a cuestas.

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