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INTRODUCCIÓN
Con la llegada del Siglo XXI se abrió en América Latina un nuevo ciclo que llamamos
de “impugnación al neoliberalismo” (CINAL), que en la actualidad parece haber
entrado en un cono de sombras. La Argentina se inscribe claramente en ese ciclo y es
nuestro propósito analizar los rasgos centrales del proceso económico, político y social
que se despliega en el país a partir de la crisis de 2001. Para hacerlo, nos inscribimos en
la senda gramsciana, que nos permite relevar la realidad argentina y latinoamericana a la
luz de categorías clave como hegemonía, Estado ampliado, crisis orgánica, revolución
pasiva, transformismo y otras que conforman en rico entramado conceptual que nos
legara el revolucionario sardo.
Y dicho encuadre tiene especial significación para nosotros, porque si hay una palabra
que resuena en el aire en Argentina, ella es hegemonía: desde los medios masivos de
comunicación hasta los políticos del más diverso pelaje, existe
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Capítulo del libro TRANSFORMACIONES RECIENTES EN EL ESTADO INTEGRAL EN
AMERICA LATINA, Lucio Oliver (coordinador), México: UNAM. Páginas 211/248 ISBN:978-607-02-
0573-6.
2 Dra. en Derecho Político (Area Teoría del Estado) por la Universidad de Buenos Aires.
Profesora Titular Regular de Sociología Política, Carrera de Ciencia Política, Facultad de Ciencias
Sociales-UBA. Investigadora y Directora del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe,
Facultad de Ciencias Sociales-UBA. Coordinadora del Grupo de Trabajo de CLACSO “El Estado en
América Latina: logros y fatigas de los procesos políticos del nuevo siglo”.
3 Dr. en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Profesor Titular del Seminario
Teoría y Praxis Política en Antonio Gramsci. Su pertinencia para el análisis de la realidad latinoamericana
contemporánea, Carrera de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales-UBA. Investigador del
Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe, Facultad de Ciencias Sociales-UBA.
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una inflación del concepto, una utilización casi ordinaria de él por parte de amplios
sectores de la sociedad argentina. Se ha convertido, pues, en una especie de
passepartout. Todos mencionan esta palabra para afirmar o rechazar un acontecimiento
de carácter público, o un proyecto político cuestionado o legitimado. Hegemonía como
sinónimo peyorativo de hegemón o de mera dominación es usual que aparezca en el
lenguaje mediático, mientras que la noción gramsciana, con su riqueza y complejidad,
forma parte del acervo léxico de un amplio espectro de corrientes políticas. Esto nos
obliga a explicitar nuestra perspectiva, que reniega de las lecturas “canónicas”, esas que
se apegan a la letra de un autor sin posibilidad de captar los fondos conceptuales, y que
en lugar de iluminar la nueva realidad con las categorías, intentan encontrar en el
presente las similitudes fácticas que soportaron la creación categorial, como si se tratara
de hacer encajar los acontecimientos en los moldes de los aconteceres de otros tiempos
y/o lugares más o menos remotos. Como supo expresar el propio Gramsci, “la realidad
es rica en combinaciones de lo más extrañas, y es el teórico quien debe encontrar la
prueba de su teoría en estas rarezas, 'traducir' al lenguaje teórico los elementos de la
vida de la historia, y no, en sentido contrario, que sea la realidad quien deba presentarse
según el esquema abstracto” (Gramsci, 1977: 79). Para nosotros, se trata por lo tanto de
pensar con Gramsci, lo que supone partir de un supuesto de crítica radical al sistema
capitalista realmente existente, en cuyo marco se despliega la especificidad
latinoamericana.
modificaron las relaciones sociales, políticas y económicas en beneficio del capital y con
exclusión de la participación activa y autónoma de la gran masa demandante de
derechos. En el nuevo siglo, sin embargo, las relaciones de fuerza se modifican en buena
parte de la región, como resultado de la combinación de diversos factores, entre los
cuales resalta la activación de las lucha de masas, y dan lugar a un período de disputa
hegemónica con el paradigma neoliberal, que adquiere contornos diversos según la
peculiar conformación económica, social y política de cada espacio estatal nacional.
Llamaremos a esta etapa en la que se inscribe el caso argentino, “ciclo de impugnación al
neoliberalismo en América Latina” (CINAL), que tiene características particulares que
han entrado en una nueva fase a partir de la crisis y reestructuración capitalista que se
perfila en la segunda década de los años 2000. Nuestro planteo está en consonancia con
lo que Oliver et al (2016) consignan como proyectos estatales reguladores-defensivos.
En la primera parte del artículo, hacemos un repaso de las principales características que
definen al CINAL, tales como su surgimiento como resultado de demandas y luchas
populares, su desarrollo durante la etapa de boom de los precios de los commodities
exportados por la región, y la recuperación de cierta autonomía estatal con respecto a
factores dominantes externos e internos, para ejercer la conducción económica y social.
En la segunda parte, nos concentramos en analizar cómo cada uno de estos rasgos
aparece de modo particular en Argentina. Comenzamos por revisar el curso de las luchas
populares desde el regreso a la democracia, en 1983, hasta la elección de Néstor
Kirchner. Analizamos luego los dos gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, poniendo el
foco en la estrategia de recuperación económica y social, el pacto de consumo de tipo
neodesarrollista y el papel del Estado. Concluimos con una evaluación general del
proceso nacional en estudio, en vistas al giro conservador que surgió de las elecciones
presidenciales de fines de 2015 y su impacto regional.
Empieza así a configurarse el escenario que desemboca en una serie de gobiernos que
en el nuevo siglo habrían de cuestionar la herencia neoliberal y que redefinirían el mapa
político latinoamericano, especialmente en el cono sur. El primer hito fue la asunción,
en 1999, de Hugo Chávez como presidente de Venezuela, lo que abrió una etapa de
gobiernos que enarbolaron propuestas de confrontación -o al menos de distanciamiento-
con el neoliberalismo: Lula da Silva en Brasil (2002), Néstor Kirchner en Argentina
(2003), Tabaré Vázquez en Uruguay (2004), Evo Morales en Bolivia (2006), Rafael
Correa en Ecuador (2007), Daniel Ortega en Nicaragua (2007), Fernando Lugo en
Paraguay (2008) y Daniel Funes en El Salvador (2009). Todos ellos están inscriptos en
lo que llamamos CINAL y que tiñó de rosa-rojo el mapa de América del Sur,
especialmente. México y Colombia quedan obviamente excluidos del ciclo, y también
Perú (pues la victoria de Ollanta Humala no consumó las expectativas que había
generado su candidatura) y el Chile de la Concertación y del gobierno derechista de
Sebastián Piñera.
Es un dato central que los gobiernos del CINAL internalizaron, con amplitud y
profundidad diversa, las demandas populares que empujaron sus triunfos electorales,
abriendo así un abanico de transformaciones económicas, políticas y sociales, muy
genéricamente definidas como “progresistas”, si se las compara con las modalidades
neoliberales que las precedieron. Dicho esto, más allá de la discusión sobre si cada una
de las medidas que se aplicaron en cada país tuvieron o no un carácter genuinamente
superador de la lógica neoliberal, sea por límites coyunturales o estructurales. En una
misma línea interpretativa, se destaca el sugestivo enfoque de Modonesi (2013), que
caracteriza a los procesos del CINAL como revoluciones pasivas progresivas,
recuperando en clave latinoamericana la construcción teórica de Gramsci. En este
sentido, este autor pone énfasis en cómo la dinámica de protesta y el espíritu de
confrontación antagonista desplegado por las clases populares contra las recetas
neoliberales, logra ser metabolizado por los gobiernos de tipo cesarista progresivo para
garantizar la estabilización y continuidad sistémica, aunque incorporando parte de las
demandas de las clases subalternas. Retomaremos esta hipótesis al analizar el caso
argentino.
4 “La actuación de China se hace más audaz: en el plano financiero, China abre la perspectiva del
Banco de los BRICS, con un capital de 100 mil millones de dólares para inversiones y un capital similar
destinado a fondos de contingencia. Al mismo tiempo, se crea el Banco Asiático que dispondrá de un
volumen aún mayor de recursos y que ya abrió la posibilidad de socios occidentales, además de socios
asiáticos. Este proceso tuvo un éxito inesperado al atraer 24 países, casi todos considerados como parte de
la esfera de influencia estadounidense” (Bruckmann y Dos Santos, 2015)
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En tercer lugar, de las loas a la globalización y el papel excluyente del mercado como
articulador de la vida social prototípica del neoliberalismo noventista, en los 2000 se dio
una reacción cuestionadora de la primacía de la lógica mercantil por sobre la voluntad
política y volvió a considerarse al Estado como actor central. Tal como expusimos en
otro trabajo (Thwaites Rey y Ouviña, 2012), la “cuestión del Estado”, en tanto lugar de
concentración de poder, arena privilegiada de disputas y territorio de luchas y
construcción de hegemonía y contra-hegemonía, volvió en los años 2000 al centro del
debate político. Este retorno a “la cuestión estatal” supuso reponer la discusión nodal en
torno al poder: hablar del Estado es referirse al poder, no solo en su dimensión
restringida a “lo político”, sino con relación a la amplia significación económica y
social que expresa. No es casual, en este sentido, que en los momentos históricos de
alza de las luchas populares, la “cuestión del Estado” vuelva a aparecer en el primer
plano, en la medida en que se plantea la disputa sustantiva por el poder social5. En una
misma clave gramsciana, el marxista boliviano René Zavaleta enunció esta estrecha
relación al afirmar que “no es una exageración escribir que la difusión de las
discusiones estatales es una verdadera medida del grado de proximidad de una clase con
relación al poder” (Zavaleta, 1987: 22)
En esta etapa del CINAL la especificidad estatal6 se configuró, por una parte, en torno a
ganar grados de libertad para apropiarse y manejar con relativa autonomía porciones del
capital generado en el espacio territorial nacional. Por la otra, por desplegar sus
márgenes políticos en el marco de la democracia representativa, sometiéndose a
elecciones periódicas que marcaron los ritmos de la legitimación gubernamental y las
posibilidades de implementar cambios.
con las exigencias externas. Así, el gobierno pronto encontró sus propios límites
ideológico-políticos y se allanó a la imposición del establishment local e internacional
de abrirles el juego a los inversores privados y reducir el gasto público. Es decir, quedó
subsumido en el imperativo de acumulación del capital a escala mundial, sintetizado en
el recetario neoliberal. La clase trabajadora, desarmada políticamente por el terrorismo
de Estado, no contaba con fuerza y capacidad organizativa suficiente como para resistir
esa embestida. No obstante, las dificultades para articular intereses en pugna entre las
fracciones capitalistas llevan a una crisis hiperinflacionaria de magnitud sin
precedentes, que acaba con la salida precipitada del gobierno radical en medio del caos
social y la asunción, en julio de 1989, del justicialista Carlos Menem. Si el terror de la
dictadura cívico-militar sentó las bases del disciplinamiento político y social, este
terminó de consumarse con el shock psico-social que supuso la hiperinflación. El
terrorismo político y el económico serían así los prolegómenos ineludibles de una
novedosa concepción del mundo de carácter neoliberal, luego de varias décadas de
ausencia de una hegemonía duradera en el país.
Aquel caudillo peronista, oriundo de una provincia pequeña y pobre del norte del país,
gana las elecciones apelando a un discurso clásico de la tradición nacional-popular, de
promover la industrialización y aumentar los salarios: “revolución productiva” y
“salariazo”. Menen asume en medio de una profunda crisis económica y social, que a la
inflación sin control se le suma un abultado déficit fiscal y un atraso de dos años en los
pagos de la deuda externa. En ese contexto, los organismos financieros internacionales y
los acreedores presionan para una reforma estructural y se va imponiendo la idea de
canjear papeles de la deuda por activos públicos. Ni bien asume, Menem reivindica
como propio el diagnóstico clásico del liberal-conservadorismo vernáculo y, cambiando
sustancialmente su discurso electoral, lanza un programa de ajuste y de reforma del
sector público cuya profundidad no tenía precedentes. En poco tiempo se lleva a cabo
uno de los más audaces y radicalizados procesos de privatización y ajuste del aparato
estatal de todo el mundo, que modifica drásticamente no solo la estructura estatal, sino
las relaciones de poder entre las distintas clases y grupos sociales, a partir de la
consolidación de un pequeño núcleo de propietarios, lo suficientemente fuerte como
para imponer sus condiciones al conjunto de la sociedad. Privatizar y sacarle funciones
de control al Estado resultaron las formas más eficaces para, además de abrir la puerta a
negocios rentables y de ínfimo o nulo riesgo empresario a los capitales concentrados
internos y externos, achicar el gasto público y diluir la capacidad de negociación de las
clases y grupos subalternos, que históricamente habían logrado expresarse, si bien de
manera parcial, a través de algunas instancias estatales. El cuadro se completa con la
sanción de la Ley de Convertibilidad, que al anclar el peso al dólar ($1 = U$S 1) logra
frenar la hiperinflación y otorga un marco de estabilidad redituable en términos
económicos y políticos. La hegemonía neoconservadora del menemismo se asienta
sobre la base del terror inflacionario conjurado por la estabilidad de precios, a partir de
lo cual se articula una nueva alianza burguesa y subordinar el conjunto de las demandas
populares a la satisfacción del sentido primordial de previsibilidad colectiva en la
circulación monetaria, anclada en la disciplina dineraria impuesta por la convertibilidad
(Bonnet, 2008).
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Diversos análisis sobre esta etapa apuntan a demostrar que el Estado no se debilitó en
tanto que capitalista (Ouviña, 2002; Thwaites Rey, 2004; Bonnet, 2008; Piva, 2015a),
sino que cambió de función, y con relación a su aparato y presupuesto, incluso resultó
más fuerte. Más que una “minimización” o una “ausencia” estatal, lo que aconteció fue
una profunda metamorfosis de su entramado institucional, así como de los límites
difusos y porosos entre lo público y lo privado, que redundó en -y a la vez fue condición
de posibilidad para- garantizar un alto grado de cohesión de las diversas fracciones
burguesas al interior del bloque en el poder8. La conformación de un aparato estatal más
receptivo y permeable a las demandas de estos sectores dominantes fue una de las
principales consecuencias del proceso de Reforma del Estado iniciado en 1989 en la
Argentina. Pero a su vez, lo que se debilita es el poder infraestructural, pues se
traspasaron al mercado funciones que antes se concentraban en el Estado. La
Convertibilidad implicó que el Estado renunciara a disponer de la política cambiaria
como factor anticíclico. El anclaje legal del dólar impidió cualquier otra forma de
manejo monetario que pudiera hacer frente a las recesiones (como las de 1995 y 1998-
2002), lo que dejó al país a merced de las condiciones externas no manejables. El tipo
de cambio bajo y atado a la divisa extranjera inhabilitó al Estado para contrapesar el
déficit fiscal y comercial con mecanismos distintos al nuevo endeudamiento que se vio
obligado a usar.
8 Tal como ha hecho notar Henry Renna, durante esta fase neoliberal lo que predomina no es el mero
“libre mercado”, sino una alianza estatal-mercantil basada en la complementariedad entre ambos al
servicio del capital (Renna, 2014).
9 Michael Mann denomina poder infraestructural, a “la capacidad del Estado para penetrar
realmente la sociedad civil, y poner en ejecución logísticamente las decisiones políticas por todo el país”
(Mann, 2006).
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1- Gestación y despliegue
Pero las tensiones acumuladas por las políticas de ajuste y aperturistas derivaron en
crecientes protestas sociales, que minaron la base de sustentación menemista y,
consecuentemente, en un proyecto electoral opositor que logra vencer en las elecciones
presidenciales de 1999. La llamada Alianza conforma una fórmula que integran, como
presidente Fernando de la Rúa -del ala conservadora de la Unión Cívica Radical- y
como vice Carlos “Chacho” Álvarez -líder del Frente Grande, un agrupamiento de
centraizquierda integrado por un núcleo importante de peronistas disidentes. La
propuesta principal de la Alianza apuntaba a una suerte de “regeneración moral” del
sistema democrático –corroído por la corrupción menemista-, pero no atacaba el núcleo
duro del esquema socioeconómico vigente: la Convertibilidad. Es decir, no confrontaba
con la hegemonía neoliberal, sino que se postulaba como una variante más prolija. De
hecho, el contrincante derrotado en esa compulsa fue el peronista Eduardo Duhalde, en
cuyos equipos económicos se planteaba la necesidad de salir del esquema de la
Convertibilidad, alineando en el planteo a varios segmentos de la burguesía industrial de
raíz local, que confrontaba con los sectores dolarizados que se beneficiaban con la
paridad cambiaria, tales como las empresas privatizadas y la gran banca.
Mientras las consecuencias sociales del modelo neoliberal se hacían cada vez más
notorias y la insostenibilidad del esquema convertible se volvía inocultable, el gobierno
aliancista solo atinaba a proponer una modernización estatal cosmética y a profundizar,
al mismo tiempo, los ajustes recesivos. En el plano internacional, el cambio de política
estadounidense a partir de enero de 2000, cuando el republicano George Bush llega a la
presidencia, tuvo un impacto directo sobre la Argentina. Las principales espadas
económicas del país del norte decretaron la inviabilidad del otrora alabado patrón de
cambio fijo y le quitaron el apoyo al gobierno para refinanciar sus deudas, lo que
precipitó la debacle de diciembre de 2001 y la caída del debilitado presidente de la Rúa.
El derrumbe de la totalidad de las variables políticas, sociales y económicas gestadas
por el neoliberalismo dejó al desnudo el agotamiento de un régimen de acumulación
basado en la valorización financiera y la entronización del libre mercado como
demiurgo creador de riqueza y felicidad. A su vez, la lenta pero sostenida resistencia de
los sectores más golpeados por aquellas políticas regresivas derivó en diversas
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puebladas y focos de rebeldía en distintos puntos del país, que tuvieron a los cortes de
ruta y piquetes como uno de sus principales repertorios de protesta. Esta conflictividad
irá en aumento, hasta adquirir dimensión nacional en julio y agosto de 2001, meses
antes del estallido popular. La crisis de representación, como faceta visible de la erosión
de la hegemonía neoliberal en el plano político-electoral, se evidenció de manera
contundente en los comicios legislativos del 14 de octubre, donde el voto en blanco o
impugnado resultó primera fuerza en la Ciudad de Buenos Aires y Santa Fe, registrando
un incremento sin antecedentes históricos en el resto del país. Sobre un padrón de cerca
de 25 millones de votantes, más de 10 millones no habían elegido candidatos, a pesar de
existir alrededor de 20 propuestas en cada uno de los distritos.
El estallido de fines de 2001 se fue gestando a fuego lento, pero ocurrió en un momento
específico: cuando quedó en total evidencia que los sectores dominantes internos y
externos no sólo no estaban dispuestos a hacer los mínimos compromisos necesarios
para permitir un piso de integración social, sino que tampoco sabían -o querían-
disimularlo para preservar su hegemonía. La decisión del FMI de negarle al gobierno
argentino un préstamo de solo 1.400 millones de dólares para salvar la brecha fiscal,
precipitó la fuga final de capitales -que ya se venía produciendo desde comienzos de
año- y derivó en el llamado “corralito” bancario, medida que impedía la salida del
sistema de la totalidad de los depósitos dinerarios de la población. Se produce así la
quiebra de la Convertibilidad, que en su derrumbe anunciado se traga los ahorros e
ilusiones de una clase media que fue seducida por el “efecto riqueza” que produjo el
peso sobrevaluado y sobre el que se cimentaba la hegemonía del neoliberalismo
menemista. Los créditos hipotecarios a tasas bajas, las computadoras, los celulares, las
vacaciones en Miami y las mercancías chinas construyeron la ilusión de pertenecer a un
primer mundo que pareció al alcance de la mano. Esa fue la manera en que las clases
dominantes pudieron mostrar, durante un período, que sus intereses particulares eran
compatibles con los de las mayorías, rasgo central para la construcción hegemónica.
Otro frente de activación importante lo constituyeron los sectores medios urbanos, que
se lanzaron a la participación en sus barrios y se fueron nucleando en distintas
actividades. Así se expandieron los “clubes de trueque”, encuentros populares donde
miles de personas se intercambiaban bienes y servicios sin dinero, de modo de paliar los
efectos de la crisis. También se multiplicaron diversas iniciativas solidarias para juntar
comida para los hambreados que se alimentaban de lo que encontraban en los tachos de
basura, o para abrir comedores populares y merenderos. Lo más significativo, en este
segmento, fue la conformación de asambleas barriales autoconvocadas, impulsadas por
los sectores medios más conscientes y activos de las principales ciudades del país. En
ellas convergieron antiguos militantes de la más variada procedencia y jóvenes
estudiantes, con personas de todas las edades que por primera vez se asomaban a la
participación social y política. Muchas de estas asambleas apuntaron a convertirse en el
germen de nuevas formas de participación y articulación política de carácter horizontal
y autónomo.
El núcleo más numeroso y activo de oposición estaba conformado por las clases
populares más pauperizadas. Cientos de miles se vieron empujados a sobrevivir en las
calles de las ciudades -los “cartoneros”- buscando en la basura elementos de
subsistencia, desde cartones y papeles hasta comida. El sector más importante, sin
embargo, estaba constituido por las organizaciones de trabajadores desocupados -los
“piqueteros”-, que potenciaron una experiencia de lucha que venían desarrollando desde
la década anterior. Al compás de la crisis y la expansión de la entrega de planes sociales
destinados a paliar la miseria, proliferaron los agrupamientos que, con perspectivas y
estrategias distintas, conformaron una compleja trama que mantuvo activa la
movilización. Los trabajadores que tuvieron que afrontar la gestión de empresas
quebradas, y que conformaron el movimiento de fábricas recuperadas, desempeñaron
un papel cuantitativamente menor pero muy significativo. Este segmento se había ido
constituyendo al compás de la agudización de la crisis y dio un salto cualitativo muy
importante a comienzos del 2002.
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En este sentido, podemos concluir que, si bien este crisol de experiencias tuvo una
perspectiva autoafirmativa en diversos territorios y “trincheras” de lucha, así como un
“espíritu de escisión” embrionario en términos de la creación de una nueva cultura
militante, no lograron coaligarse en una voluntad de carácter nacional ni irradiar sus
propuestas de salida a la crisis hacia el conjunto de las clases subalternas. Primaron,
pues, destellos de contrahegemonía, pero las disímiles reivindicaciones e intereses
puestos en juego en aquellas luchas no se llegaron a amalgamar en un mismo proyecto
ético-político de carácter integral, ni fue posible edificar una contrahegemonía popular
de corte emancipatorio que sentara las bases de un nuevo bloque histórico.
Los afectados por el “corralito” estuvieron muy lejos de la “toma de conciencia” sobre
las iniquidades del capitalismo y sus beneficiarios que algunas agrupaciones de
izquierda esperaban: poco a poco dejaron de blandir las cacerolas y se refugiaron en sus
intereses corporativos inmediatos. El impulso piadoso, solidario y participativo que
imbuyó a sectores medios al ver a legiones de famélicos comer de la basura, se fue
aquietando a medida que llegaron los planes sociales que alejaron a buena parte de los
indigentes de las calles. Las organizaciones piqueteras consolidaron sus bases y, en
algún sentido, las potenciaron por efectos del aumento de los planes sociales que
lograron obtener y administrar con sus luchas, pero también se afirmaron en sus
respectivas identidades y diferencias sin avanzar cualitativamente en acciones unitarias
y en coordinaciones más efectivas y duraderas, a lo que se sumó una violenta campaña
de estigmatización por parte de los medios masivos de comunicación y del Estado, que
reducían los bloqueos de puentes y rutas a un mero problema de tránsito, invisibilizando
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En cuanto a las asambleas populares en los barrios, constituyeron una muy rica
experiencia de organización colectiva y horizontal, pero también sufrieron límites
propios y externos. Por una parte, el intento de los partidos de izquierda de introducirse
en ellas para lograr su conducción terminó provocando, en muchos casos, el efecto
contrario de disgregar a quienes se resistían a subordinarse a directivas externas y
consignas políticas pre-elaboradas. Por la otra, dejaron al descubierto las dificultades
que atraviesan a los formatos autónomos y horizontales para perdurar organizativamente
y para transformarse en el germen de instancias alternativas de participación
democrática. En un momento de crisis extrema se vio el interés genuino de una porción
significativa de la sociedad de recuperar protagonismo, de recobrar aquello que
supuestamente había entregado a quienes debían representarlo: capacidad de
deliberación y decisión. Grupos y personas de diversa condición dejaron atrás
obligaciones laborales e individuales para abocarse a la acción común en el fragor de
una situación crítica y urgente. Sin embargo, aún bastante antes de que los políticos
profesionales lograran reciclarse y recomponer la conducción, la mayor parte de los
autoconvocados volvieron a refugiarse en sus quehaceres, haciendo balances diversos
de su experiencia participativa. Esto torna más compleja la idea de pasivización
presente en algunos análisis, ya que muestra que la desmovilización y el reflujo no
fueron solo el producto de una estrategia política explícita de generar gobernabilidad
empujando a quienes se encontraban activos, a sus casas. También se perciben
elementos intrínsecos ligados a las modalidades de acción colectiva y a la maduración
de procesos de contestación social y política en momentos de auge y de reflujo.
Más allá de estos reflujos, queremos destacar que la vigencia de las demandas populares
le puso límites muy precisos a la salida capitalista. Frente al desempleo y la pobreza que
iban amplificando la rebeldía y la organización popular, las clases dominantes no tenían
margen político para las clásicas recetas ajustadoras, por eso la devaluación de
comienzos de 2002 fue la respuesta capitalista a la impugnación popular a la vía
neoliberal más ortodoxa, que pretendía profundizar la dolarización, el desempleo y la
pobreza (Piva, 2012). En ese sentido, podemos decir que el impulso de las clases
populares y su irrupción en la arena pública no alcanzaron para producir una ruptura
revolucionaria, fueron lo suficientemente fuertes como para imponer cambios que
incorporaron las demandas populares. Como señala Modonesi refiriéndose a los
procesos de revolución pasiva de tipo progresivo, en sus inicios está
una acción desde abajo -aunque sea, esporádica, elemental, inorgánica y no “unitaria”- la
derrota de un intento revolucionario o, en un sentido más preciso, de un acto fallido, de la
incapacidad de las clases subalternas de impulsar o sostener un proyecto revolucionario
(jacobino o típico o desde abajo según los acentos que encontramos en distintos pasajes de
los Cuadernos) pero capaces de esbozar o amagar un movimiento que resulta amenazante o
que aparentemente pone en discusión el orden jerárquico. En efecto, si bien el empuje desde
abajo no es suficiente para una ruptura revolucionaria sin embargo alcanza a imponer –por
vía indirecta- ciertos cambios en la medida en que algunas de las demandas son
incorporadas y satisfechas desde arriba” (Modonesi, 2013).
Acorde con el segundo rasgo del CINAL que planteamos más arriba, la recuperación
económica argentina se basó, principalmente, en la captura del excedente generado por
el sector externo, aprovechando el ciclo de bonanza. El sistema fiscal se organizó para
captar la extraordinaria renta de los sectores agrario y petrolero (y en muy menor
medida al minero), lo que le dio a la administración central una amplia capacidad
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10 La privatización del régimen jubilatorio dispuesta por Carlos Menem en 1994 generó un enorme
déficit fiscal que fue cubierto con deuda.
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vigencia del plan de convertibilidad el promedio había sido del 24%. Este pico
comienza a caer a partir del aumento sostenido de los salarios reales promedio, como
producto de la acción sindical y el establecimiento de negociaciones paritarias libres,
pero que, a su vez, se diluye por el proceso inflacionario moderado que comenzó en
2008 y que expresa desde entonces la puja distributiva para evitar la caída de la tasa de
ganancia. Esta puja es oscurecida por la destrucción de las estadísticas públicas
nacionales a partir de la intervención del gobierno, del Instituto Nacional de Estadísticas
y Censos (INDEC), que empezó a manipular las cifras.
Este esquema afianzó un sistema dual, consolidando una esfera productiva agraria e
industrial altamente tecnificada y de alta productividad ligada a la exportación, y una
economía de sustitución de importaciones y creación de empleo de baja productividad y
de bajos salarios, orientada a un mercado interno protegido por el tipo de cambio real.
De esta manera, el tipo de inserción internacional de la economía nacional tradicional de
la Argentina siguió ocupando un lugar preponderante en el modo de regulación, aunque
el aumento de los precios internacionales de los commodities por el “efecto chino” y la
disminución de la ratio deuda/PBI, amortiguó hasta el 2011 la dependencia del mercado
financiero y de los organismos de crédito internacional. A su vez, la recuperación de los
fondos previsionales fortaleció el sistema financiero local y robusteció la capacidad
fiscal y de financiamiento del Estado (Thwaites Rey y Orovitz Sanmartino, 2011).
3- EL ESTADO PROTAGONISTA
la represión de los años 70, largamente reclamadas por los organismos de DDHH que, a
partir de entonces, tuvieron especial protagonismo en la administración gubernamental.
La renovación de la cuestionada Corte Suprema de Justicia de la Nación, con la
incorporación de juristas independientes y de prestigio, fue otra de las medidas
celebradas por una sociedad que la exigía activamente y que contribuyó a la
construcción de una nueva hegemonía política.
Mientras el sistema hegemónico neoliberal se había sostenido sobre la base del terror a
la inflación y al caos social, y aplicó un programa que entronizó al mercado y
“demonizó” al Estado y desintegró el tejido social y productivo, el que empieza a
emerger tras la crisis de 2001 apostó a generar un tipo de consenso más profundo y
duradero que la superficial aceptación resignada nacida en los noventa del terror
hiperinflacionario. El kirchnerismo basó la recomposición sistémica en reponerle al
Estado un papel central en la conducción del ciclo económico y en promover la creación
de empleo y la ampliación del consumo, con políticas sociales masivas. De hecho,
revertir los altos índices de desocupación dejados por el ciclo neoliberal y lograr avances
en materia de trabajo (formal e informal) se constituyeron en el núcleo central de la
estrategia política oficialista y en la base de su apuesta hegemónica, que podemos
denominar como “pacto por el empleo y el consumo”.
El Estado, desde nuestro punto de vista, adquiere una doble naturaleza con relación con
las clases sociales y, por eso motivo, condensa -en el acertado sentido que le da
Poulantzas cuando retoma a Gramsci- la relación de fuerzas sociales que emergió en
2001. El Estado, desde luego, es mucho más que la condensación de relaciones de
fuerza en un determinado período. Es, sobre todo, un momento privilegiado de la
relación social capitalista, pero también es un conjunto de instituciones, una arena de
lucha, una o múltiples identidades en competencia y un actor que interviene con
intereses propios y que no puede funcionar en tanto sistema de representación
democrático sin una articulación de legitimidades. Es, en tal sentido, una forma
institucional de organización y mantenimiento del poder y un lugar privilegiado en la
sociedad moderna, de creación de consensos, de articulación de intereses divergentes
(Thwaites Rey y Orovitz Sanmartino, 2011).
subversivismo esporádico e inorgánico de la masas populares como 'restauraciones' que acogen cierta
parte de las exigencias populares, o sea 'restauraciones progresistas' o 'revoluciones-restauraciones' o
también 'revoluciones pasivas'” (Gramsci, 1986: 205)
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dominantes y para asegurar sus intereses exclusivos, sino la modalidad que adopta la
lucha de clases y que impone la inclusión de las demandas de las clases subalternas para
posibilitar la dominación. Son las luchas de los sectores populares las que arrancan del
Estado reivindicaciones que mejoran sus condiciones de existencia y es lo que, en todo
caso, produce las llamadas revoluciones pasivas, pues al incorporarse las demandas en
el Estado, el proceso aplacador e integrador opera solo hasta el momento de una nueva
confrontación por nuevas reivindicaciones.
Lo que queremos subrayar es que, sin esta distinción, sin esta compleja definición sobre
la estatalidad, se hace imposible comprender los contornos contradictorios de las
políticas públicas adoptadas por la administración de Néstor y Cristina Kirchner, el
papel del Estado, su articulación con lo social y las transformaciones que se han
operado en las formas de Estado en los años recientes. Quedarnos con el hecho de que
el Estado sigue siendo capitalista, aunque su articulación con las demandas populares
haya cambiado significativamente respecto del período neoliberal, es quedarnos con una
visión puramente teórica y general, ya que la realidad se juega en la existencia de
múltiples determinaciones concretas que la tornan específica y, por ende, rica y
compleja. Aquí nuevamente el prisma gramsciano resulta por demás sugerente, ya que
tiene como premisa el movimiento de lo abstracto hacia lo concreto y una
caracterización de la “ampliación” del Estado en términos dialécticos, donde los nuevos
elementos que introduce como determinaciones, no eliminan el núcleo fundamental de
la teoría marxista clásica en torno a lo estatal, sino que lo conservan y lo modifican al
desarrollarlo (Coutinho, 2011: 46).
Las clases burguesas, es un clásico, desconfían de la acción estatal que no esté dirigida a
proteger sus intereses de forma directa. La función de “capitalista colectivo” del Estado,
que garantiza la estabilidad sistémica, aparece opaca frente a los intereses burgueses
inmediatos, por lo que cualquier medida tomada a favor de las clases populares y para
preservar la legitimación y procurar hegemonía, difícilmente sea aceptada de buen
grado. Por el contrario, toda intervención estatal que tienda a otorgar derechos o
concesiones materiales a los sectores populares -y más aún si las conquistan con sus
luchas- será abierta o veladamente resistida por la burguesía, aún cuando suponga la
preservación del orden que la beneficia como clase. Esto está en la base del rencor, la
inquina y el rechazo irreductible que las clases propietarias sienten por los gobiernos
que las acotan, aunque sus ganancias y niveles de vida no se vean afectados o, incluso,
crezcan. Como en Brasil contra Lula y Dilma o en Venezuela contra Chávez, en
Argentina con el kirchnerismo se dio un fenómeno de abierta hostilidad hacia la figura
presidencial -especialmente contra Cristina Fernández- por parte de importantes
segmentos de las clases medias y altas. Una sucesión de protestas se desplegó desde
2008 en adelante, a partir de la llamada “crisis del campo”, con formatos de piquetes,
caceroleos, marchas y concentraciones, bajo consignas difusas como “justicia”,
“seguridad”, “anti-corrupción”.
1- Re-industrialización acotada
12 Este es, sin duda, uno de los ejes de debate abierto en torno a la caracterización del kirchnerismo
aún sin resolver. Así, mientras algunos autores argumentan que se vivió una mutación en la composición
del bloque en el poder (Castellani y Schorr, 2004), otros postulan que la discontinuidad con respecto al
neoliberalismo está dada ante todo por la menor cohesión política de ese bloque después de la crisis de
2001 (Bonnet, 2012).
24
Aquí se encuentra la base del apoyo que tuvo el gobierno hasta el 2012 de la estructura
sindical tradicional y consolidada (que además, al representar a los segmentos
sindicalizados de más altos ingresos y capacidad de presión, se constituye en uno de los
beneficiados de la política económica), pero también de sectores excluidos de las
organizaciones gremiales, como los trabajadores precarizados, cuentapropistas o
trabajadores formales de pequeñas empresas13. Aunque al compás del crecimiento
económico también creció la conflictividad obrera y se expandieron las asociaciones
gremiales y comisiones internas combativas e independientes de la burocracia sindical,
podemos decir que, en general, los trabajadores formales e informales constituyeron un
sostén central de la hegemonía de esta versión vernácula del “neodesarrollismo” hasta
2012. Sin embargo, el impulso que los primeros dos gobiernos kirchneristas le dan a la
recomposición sindical de matriz peronista (y para quitar protagonismo tanto a las
organizaciones piqueteras más autónomas y combativas, como a las nuevas comisiones
anti-burocráticas fabriles14), se trastoca en una ruptura con los jefes de las centrales de
trabajadores, al compás de una redefinición de alianzas que requiere la subordinación
obrera (Katz, 2013). Porque el sostén que el gobierno dio a las convenciones colectivas
de trabajo permitió que los trabajadores organizados lograran recomponer y hasta
aumentar los salarios reales (sobre todo de los empleados y obreros del sector privado),
lo que agudizó la puja distributiva. Esto, a su vez, exigió del Estado una intervención
mayor en los niveles de la circulación y fijación de precios, circunstancia que afectaba
el recorte de la tasa de beneficio empresario que era necesario recomponer en la nueva
etapa de crisis capitalista.
Pero, ¿por qué motivo habríamos de creer que la estructura básica del patrón de
acumulación de tipo “neodesarrollista” en la Argentina incorpora una relación de
fuerzas político-social y no es sencillamente una estructura funcional a la reproducción
del capital? El caso no puede resolverse desde el punto de vista teórico, sino bajo el
recuento globular de las luchas económicas y políticas del período. Esto involucra no
sólo la dimensión económica, sino también política e ideológica, que puede remitirnos
al concepto de revolución pasiva que plantea Modonesi (2012). Al incorporar demandas
y expectativas populares, aún leyéndolo como “reformismo preventivo”, el
kirchnerismo logra internalizar el conflicto y darle un curso que posibilita, a su vez, la
15 La AUH reconoce el derecho de todo trabajador desocupado o informal con salario mínimo, a
percibir una asignación monetaria por cada hijo. Implica un corte respecto de los esquemas de asistencia
social neoliberales: suplanta los parámetros restrictivos de los esquemas de asignación focalizada, amplía
la población destinataria con parámetros más objetivos, limita el carácter discrecional en la asignación y
reduce los manejos clientelares. Aún con sus limitaciones (entre las cuales se destacan que exige
contraprestación por parte de las/os destinatarios/as y excluye a población vulnerable, como
trabajadores/as precarios/as con ingresos superiores al salario mínimo), la AUH representó la mayor
ampliación de derechos sociales de las últimas décadas y concitó un apoyo significativo en la población a
la par que dinamizó el consumo. Para un análisis detallado de esta y otras políticas sociales impulsadas
por el kirchnerismo, véase Borghini, Bressano y Logiudice (2012).
26
Ya durante el final del primer mandato de Cristina Fernández, los dilemas económicos
se fueron agudizando frente a un escenario internacional oscilante entre el crecimiento
débil y una crisis mundial en pleno despliegue. Las mismas condiciones que a partir de
2002 habían posibilitado una estrategia política de crecimiento de la producción y el
consumo -tipo de cambio alto, precios elevados de las mercancías de exportación,
costos salariales iniciales históricamente bajos y acumulación predominantemente
extensiva-, con el tiempo fueron mostrando sus límites. El alza de la inflación, la suba
y/o recomposición de los salarios conseguida en paritarias libres, la apreciación
cambiaria y el agotamiento de los llamados “superávit gemelos” (fiscal y comercial)
fueron minando los pilares del “modelo” del kirchnerismo. En ese cuadro, la aplicación
del impuesto a las ganancias a los asalariados de mayores ingresos nominales generó un
punto de tensión con los sindicatos, que se iría acentuando con el tiempo ante la
intransigencia gubernamental para reemplazar esa fuente de ingresos estatales de fácil
cobro, por otras menos regresivas pero más complejas de recaudar (como el impuesto a
las transacciones financieras.
La disputa por los dólares en la economía doméstica fue adquiriendo renovado vigor,
convirtiendo a la presión sobre el mercado de divisas y la fuga de capitales en uno de
los problemas más serios a gestionar. A fines de 2011, frente a la aceleración de la fuga,
el gobierno restringe la compra de dólares para empresas y particulares (el llamado
“capo cambiario”). Con esta decisión logra contener parcialmente el drenaje, pero
genera una serie de complicaciones en el funcionamiento cotidiano de una economía
muy acostumbrada a funcionar en términos de dólares, en un grado de permeabilidad
hacia el conjunto de los sectores sociales poco conocido en otros países de la región.
27
A medida que emergían las tensiones y que la crisis global se manifestaba en el país, al
ritmo del desarrollo histórico de las disputas intra e inter clasistas, las políticas estatales
asumieron modalidades y caminos crecientemente contradictorios. Por una parte, el
gobierno hace grandes esfuerzos por reintegrar la economía argentina en el mercado
global e intenta resolver las deudas pendientes con los acreedores externos que se
arrastraban desde la crisis de los 2000, como las contraídas con el Club de París. Volver
a tomar deuda en el mercado financiero internacional estaba nuevamente en la agenda
del ministerio de Economía, y se realizó a costa de la transferencia de recursos hacia el
exterior, lo cual, sumado a la creciente fuga de capitales operada por las empresas
transnacionales y la burguesía local, trajo aparejado un panorama cada vez más signado
por una escasez de divisas y un enfriamiento de la economía, sobre todo a partir de
2011. A la vez, se buscó eludir las recetas de la ortodoxia neoliberal y gestionar las
tensiones del proceso de crecimiento, sin apelar a medidas que pudieran repercutir de
modo directo y negativo en los sectores populares, como aumentos de tarifas o recortes
de presupuestos sociales. Y seguir apostando a niveles de consumo aceptables para
sostener materialmente la apuesta hegemónica.
contenido para desenmascarar sus objetivos reproductivos, sino que expresa una nueva
articulación hegemónica más profunda en el plano económico, político e ideológico-
cultural, que además arraiga en la tradición histórica que encarna el peronismo. La
interpelación neodesarrollista no es sólo una interpelación discursiva, sino práctica,
intrínseca, a la forma que adquiere el régimen de acumulación, interna al modo de
desarrollo que crea empleo y amplía la seguridad social. No tienen relevancia aquí las
contradicciones, flaquezas y puntos ciegos del régimen de acumulación; tampoco el
resultado final de una experiencia de compromiso, pues la historia revela que el mismo,
al asumir políticas de integración, más fuertes o más débiles, puede suprimir el “espíritu
de escisión” y adormecer las tendencias radicales hacia la autonomía. Es aquí donde la
idea de revolución pasiva adquiere un significado especialmente sugerente.
Bajo el Estado neoliberal, durante los años 90, las estrategias políticas de los
movimientos populares, sindicatos opositores y partidos de izquierda, apuntaron al
desarrollo de una lucha de resistencia, unificación de reclamos aislados y parciales y su
transformación en movimiento político de masas y en levantamientos provinciales,
rebeliones y colapso del Estado neoliberal en crisis. En ese sentido, la hipótesis
estratégica de asedio y caída del gobierno ilegítimo era justa porque respondía a la
dinámica de los acontecimientos. Tal hipótesis se encontró con un límite a partir del
ascenso y consolidación del kirchnerismo, porque se debió tomar en cuenta la nueva
morfología del Estado, sus elementos de continuidad y de cambio y la relación de
fuerzas que se expresó tanto fuera como al interior del Estado. Toparse con un gobierno
de tipo cesarista progresivo, que incorpora demandas populares mientras subalterniza y
pasiviza los impulsos más confrontativos, siempre configura un escenario complejo para
las fuerzas anti-capitalistas. Y reactualiza el dilema de que las mismas conquistas de las
luchas populares devienen en elementos de soporte de la dominación burguesa. El
dilema político central reside en cómo hacer que las conquistas impresas en la
materialidad estatal (derechos, instituciones, políticas públicas) se vuelvan un escalón
hacia nuevas reivindicaciones y derechos más amplios y generales y no sirvan
meramente para la construcción hegemónica capitalista.
Pero podemos agregar algo más. El efecto pasivizador de ciertos beneficios otorgados
por políticas estatales puede ser más complejo aún, si en lugar de servir de piso para
ulteriores confrontaciones de carácter popular y superador, aquellos se constituyen en la
base de malestares capitalizados por las derechas sociales y políticas. Porque los
29
Jefe del gobierno porteño durante dos mandatos consecutivos e integrante de uno de los
grupos empresarios más importantes de Argentina, Mauricio Macri asumió como
presidente el 10 de diciembre de 2015, en medio de un clima de desconcierto y zozobra
por parte de las fuerzas progresistas y de izquierda, tanto nacionales como a nivel
continental. Su flamante Ministro de Hacienda y Finanzas, Alfonso Prat-Gay, expresó
aquella mañana ante los medios de comunicación: “no vamos a abrumar a nadie con un
paquete de medidas” (La Nación, 11/12/2015). Sin embargo, con el correr de los días
esa frase -que dejaba traslucir las desavenencias al interior de la élite gobernante, en
torno a quienes pugnaban por una aplicación más “gradualista” del ajuste y aquellos que
abogaban por el “shock” inmediato- quedó totalmente desdibujada ante la cruda
realidad de los hechos.
En los pocos meses que han transcurrido desde ese entonces, el presidente Macri optó
por la segunda alternativa e implementó una serie de medidas y políticas económicas
profundamente regresivas, que parecen retrotraernos al recetario neoliberal más duro de
los años noventa. En primer lugar, la liberalización y unificación del tipo de cambio que
equivalió a una devaluación del peso de alrededor del 40% (y que a la fecha del cierre
de este capítulo asciende a más del 70%), junto con la eliminación de las retenciones a
las exportaciones agropecuarias y mineras, y la reducción de las de la soja y sus
derivados, lo cual implicó una transferencia de ingresos brutal hacia el polo del capital,
en particular el vinculado con los agronegocios y la megaminería a cielo abierto. En
paralelo a este proceso, el gobierno autorizó un aumento del precio del transporte y de
los servicios públicos (centralmente del agua, la electricidad y el gas), con incrementos
de hasta un 500%.
16
Este es el término popular que se utiliza para designar a los empleados que cobran un sueldo y no van a
trabajar. Los ñoquis son una popular pasta italiana que en la Argentina se suele comer los días 29 de cada
mes, con un billete debajo del plato para traer buena suerte. Por eso se les llama “ñoquis” a los empleados
que aparecen solo a fin de mes a cobrar.
30
Pública con criterios similares a los de una empresa privada. De ahí que no resulte
casual el anuncio por parte de Macri de un “Plan de Modernización del Estado”, que
será ejecutado por un flamante Ministerio creado para tal fin, y que apuntará a
considerar, por ejemplo, a los empleados públicos como “recursos humanos” en una
especie de reedicion de los preceptos tecnocráticos del New Public Managment
difundidos en los noventa.
El tercer lugar, concretó un acuerdo con los holdouts (los llamados “fondos buitres”),
votado en ambas cámaras legislativas (con acuerdo de un sector considerable de los
senadores del bloque kirchnerista, otrora contrarios a esta modalidad de resolución del
conflicto), para cancelar la deuda con un reducido núcleo de acreedores que
demandaban a la Argentina desde la justicia de Estados Unidos, lo que ha traído
aparejado una nueva deuda pública de 12.500 millones de dólares. En este plano de la
política internacional, la asunción de Macri parece haber abierto una nueva fase a nivel
regional. Hasta ese momento, en varios países donde existían gobiernos de izquierda y/o
progresistas, la derecha había intentado acceder al poder a través de métodos
destituyentes (Bolivia, Ecuador y Venezuela). En esta ocasión, se conquistó el gobierno
mediante una elección transparente, lo cual torna más complejo aún el panorama
continental, por el efecto en cadena que puede producir al fortalecer opciones similares.
La derrota del chavismo en el mes de diciembre de 2015, también en las urnas; el
frustrado intento de modificar la Constitución de Bolivia, en febrero de 2016, a través
de un referéndum impulsado por el propio Evo Morales; el gravísimo cuadro político de
Brasil a partir de las denuncias por corrupción y el avance del impeachment de carácter
golpista que jaquean al gobierno de Dilma Rousseff y al ex presidente Lula, son datos
incontrastables de estos aires de cambio. Esta tendencia regresiva y notoriamente anti-
popular repercutirá de manera ineludible en los diversos bloques regionales y las
alternativas de integración intentadas en las últimas décadas, tales como el ALBA, la
UNASUR y la CELAC. La coyuntura que se abre augura, con Argentina como posible
punta de lanza para la disputa por reinstalar a escala continental el proyecto
hegemónico neoliberal, una mayor predisposición a la firma de acuerdos bilaterales con
los Estados Unidos y el Mercado Común Europeo, o bien la ampliación de la Alianza
del Pacífico con la incorporación de países que, hasta hoy, priorizaban otras vías de
cooperación.
17 Según Zavaleta, “La inmediata ocupación del Estado por parte de hombres
personalmente pertenecientes a una clase dominante no indica una visión o interpretación
31
Desde ya, este nuevo momento estatal no implica la renuncia a una vocación
hegemónica por parte del gobierno de Macri (y en un plano más amplio, del bloque de
poder), sino que, por el contrario, la presupone. Resignificar y actualizar, sobre las
endebles bases simbólico-materiales heredadas del kirchnerismo, la capacidad de
irradiación de los valores y pautas de comportamiento propios de estos núcleos de la
clase dominante que han arribado a porciones importantes del aparato estatal, de manera
que se internalicen como propios por las clases subalternas, constituye un ejercicio
ineludible de esta nueva etapa que se ha inaugurado en Argentina y en la región. Sin
embargo, la coyuntura recesiva interna y el fin de la bonanza global de los commodities,
limitan la capacidad de prolongar aquel “pacto por consumo” enhebrado en la fase
anterior por el Estado de “compromiso débil” que ayudó a forjar el kirchnerismo.
instrumentalista del Estado sino una situación instrumental” (Zavaleta, 1990: 176). En efecto, el
término mismo intenta describir más bien datos factuales que un marco metodológico o una
concepción general del Estado que niegue los límites de sus determinaciones o su carácter de
clase. En el caso específico del gobierno de Macri, a tal punto esto se percibe así que el propio
presidente y los medios hegemónicos llegaron a hacerse eco de esta lectura instalada en el
imaginario de buena parte de la sociedad. Al respecto, véase la nota publicada en el diario
Clarín, titulada precisamente “La Rosada busca disipar la idea de que Macri gobierna para los
ricos”, 21/02/2016.
32
A pesar de la imagen de que por fin el país será atendido directamente por sus propios
dueños, sin molestas mediaciones, el gobierno de la alianza Cambiemos no significa, sin
embargo, que se esté planteando una vuelta sin más a los años noventa, como la
exhumación de ciertas figuras emblemáticas parecería indicar. En primer lugar, porque
después de la década explícitamente neoliberal de los años noventa, se abrió en la
región una etapa de impugnación al Consenso de Washington que supuso un cambió en
las bases de sustentación para los proyectos políticos con pretensión hegemónica.
Mientras las políticas pro-mercado y de despojo de derechos colectivos se erigieron
sobre la tierra arrasada de la derrota del campo popular infligida por la dictadura a
sangre y fuego, el proceso que surge tras la crisis del 2001 es hijo -por cierto, a
destiempo- de las luchas populares de resistencia. Ese ciclo de auge de movilización y
participación activa tuvo su declive y reabsorción por mediaciones institucionales, pero
logró materializarse en conquistas sociales que constituyen un piso fundamental, tanto
en términos materiales como simbólicos, muy distinto al momento de derrota defensiva
noventista. Además, los sectores populares acumularon experiencia y formatos
organizativos en los que apoyarse para activar la resistencia ante medidas regresivas que
se intentaran en su contra, lo que conforma un escenario bastante diferente al
inaugurado con la hiperinflación de finales de los años ochenta en Argentina.
Claramente, la llegada de Macri al gobierno no es fruto de una derrota inapelable del
campo popular y allí reside una diferencia fundamental con relación al ciclo menemista.
En segundo lugar, en los noventa existía un recetario neoliberal uniforme que bajaba
“llave en mano” desde los organismos financieros internacionales, que otorgaba
homogeneidad, apoyo y coherencia lógica para implementar medidas de ajuste
estructural y apertura económica previamente diseñadas y bendecidas por el “saber
técnico” hegemónico. Las clases propietarias confiaban en ese molde, aún cuando en la
práctica no resultara provechoso, incluso, para los intereses inmediatos y mediatos de
varias de sus fracciones. Disciplinar a las clases subalternas era su punto de unidad y
tras este objetivo posponían sus conflictos internos. Hoy el llamado “Consenso de
Washington” ha quedado devaluado y en un mundo en crisis, multipolar y en mutación
de hegemonías, no está disponible un formulario articulado de medidas incuestionables
que otorguen una brújula definida para navegar en las inciertas aguas de la acumulación
del capital a escala nacional. Aunque los determinantes estructurales del ciclo neoliberal
no fueron removidos durante estos años “impugnadores”, la hoja de ruta actual no es tan
clara y presenta matices para la disputa intra-burguesa. Hoy la palabra mágica parece
33
ser “desarrollismo”, como otrora lo fue el ajuste estructural, pero basado en la idea de
crecer por el lado de la inversión y la oferta, incentivando la innovación y las
exportaciones y relegando el consumo interno como motor privilegiado del crecimiento.
Esto supone fuertes contradicciones con los sectores capitalistas ligados a la actividad
interna y, necesariamente, con las clases populares.
Por ello, a pesar del panorama sombrío que se avisora en Argentina, no estamos en
presencia de un pueblo trabajador derrotado en términos políticos. La movilización
convocada de manera conjunta el 29 de abril de 2016 por las cinco centrales sindicales
más importantes del país, contó con la presencia de más de 300 mil personas del mundo
del trabajo y resultó un llamado de atención, por parte de sectores organizados (algunos
de ellos con larga tradición de lucha), frente a la embestida del nuevo gobierno en
materia de despidos y precarización laboral. El escenario de simultánea recesión interna,
puja distributiva e inflación y la coyuntura mundial adversa, constituyen el contexto en
el que se desenvolverá, sin dudas de manera cada vez más aguda, la lucha de clases en
el corto plazo. Y se sabe: el límite de todo ajuste no es otro que la reacción de los
ajustados. Como en otros momentos históricos similares -nunca idénticos, por cierto,
salvo en clave de farsa o de tragedia- las clases subalternas demostrarán en la praxis
misma de su experiencia colectiva, cómo se resolverá en esta ocasión el apotegma. Una
vez más, habrá que saber sopesar en clave gramsciana el pesimismo de la inteligencia
con el optimismo de la voluntad. En suma: pensar y actuar en clave dialéctica, sin dejar
de cabalgar con la contradicción a cuestas.
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