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KARL LOWITH

EL S E NT I DO
DE L A

HI STORI A
IMPLICACIONES TEOLOGICAS
DE LA FILOSOFIA DE LA HISTORIA

Traducción del inglés por


JUSTO FER N AN D EZ BUJAN
IX
SAN AGUSTIN

U
S
REFUTACIÓN DE LA CONCEPCIÓN CLÁSICA DEL MUNDO
El punto de vista de una interpretación cristiana de la H istoria
está fijado en el futuro como el horizonte tem poral de un objeto y
m eta definitivos; y todos los intentos m odernos de trazar la H is­
toria como progreso lleno de significado, au nque ín d efinido , hacia
una consumación, depende de este pensam iento teológico. C onse­
cuentem ente, la prueba suprem a del últim o puede encontrarse so­
lam ente en una concepción del proceso tem poral que no es ni cris­
tiana ni m oderna. El C ristianism o tenía que regular la clásica no­
ción del tiem po como un ciclo eterno el m odelo visible del cual es
la revolución cíclica de los cuerpos celestes. N o es un azar que las
exposiciones cristianas m ás explícitas de esta teoría clásica del cosmos
las encontram os en una teología de la historia, preocupada por la fe­
licidad del hom bre; porque, en verdad, el lógico em plazam iento para
un tratam iento cristian a de los problem as cosmológicos es, no el U ni­
verso, sino Dios y el hom bre, ya que la existencia del m undo depende
enteram ente de Dios y su significado sobre el hom bre como objeto
de la creación divina. Por el contrario, el lugar lógico para un tra ­
tam iento clásico de Dios y del hom bre es el cosmos, porque, en sí
mismo, es eterno y divino, y dirige la naturaleza y el destino del
hombre. En vista de esta divergencia fundam ental en tre las concep­
ciones clásica y cristiana, podem os de antem ano esperar que la
refutación agustiniana de la teoría del eterno retorno — en La Ciudad
de D ios 1— , podría solam ente ten er éxito en cuanto se limita a la
deficiencia moral de la teoría pagana, refutándola, práctica, aunque

1 Citamos de la trad u cció n inglesa de La ciudad de Dios, de M. Dods


(“Nicene and Post-N icene F athers o f the C hurch” , vol. II, Buffalo, 1887), t o­
m ándonos la libertad de revisarla cuando nos ha parecido conveniente.

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no teóricam ente. La cuestión que San Agustín tra ta de resolver es,
no tanto si el U niverso es una creación de Dios o un cosmos eterno
divino en sí mismo, sino si los supuestos m orales de la creación y
consumación son más satisfactorios que los del eterno retorno sin
principio ni fin. .
El cuarto capítulo del libro XI de La Ciudad de D ios comienza
así: “De todas las cosas visibles, el mundo es la m ayor; de todas
las invisibles, la más grande es Dios. Pero lo que es el mundo, nos­
otros lo vem os; lo que es Dios, lo creemos. De que Dios ha hecho el
mundo, de nadie podem os creerlo más fundadam ente que de El
mismo. Pero, ¿quién se lo ha oído? En ninguna parte más indistin­
tam ente que en las Sagradas Escrituras, donde su Profeta dijo: En
el principio, Dios hizo los cielos y la tierra.”
Expresión clásica de la posición cristiana, este pasaje nos mues­
tra claram ente por qué es irreconciliable con la tesis de los anti­
guos, pero tam bién cómo es incapaz de refutarlas con argumentos
teóricos, porque no existe transición alguna de creer a ver a menos
que una directa visión de Dios sea realizada.
Juzgada por los ojos de los sentidos, la fe es, en verdad, ciega. La
theoria griega es literalm ente una contemplación de lo que es visi­
ble, y, en consecuencia, demostrable, o capaz de ser dem ostrado; al
par que la fe cristiana o pistis es una confianza firme en lo que es
invisible, y, consecuentem ente, indem ostrable, aunque sí capaz de
adhesión, m ediante un compromiso. El Dios cristiano es inaccesible
a la teología natural. Puesto que Dios es superior a su creación, en
poder y en esencia, el mundo no puede explicarlo satisfactoriamente.
El m undo entero puede o no ser, pues depende de la palabra creativa
de D ios; el m undo cristiano no tiene existencia esencial. El único
testigo auténtico del m undo visible es Dios invisible, que revela su
creación al hom bre por medio de sus profetas.»
Solo secundariam ente y en respuesta a las objeciones paganas
que supone la eternidad del mundo, sin p rin c i pio ni fin, San Agustín
continúa adm itiendo que, en sí mismo, el m undo dem uestra ya la
marca de la creación, aun cuando las voces de los profetas no
fueran oídas. Por su propia m utabilidad, por el buen ordenado ca­
rácter de los cambios, y por la hermosa apariencia de las cosas visi­
bles, el m undo es el m ejor testim onio de haber sido creado 2. Lejos,

2 La ciudad de Dios, XI, pág. 4; Conf., XI, pág. 4. El argum ento es lig
ramente diferente, debido al distinto énfasis, ya en el bien ordenado carác­
ter de los cambios, o en este como tal. En el segundo caso, cielo y tierra

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sin embargo, de utilizar este segundo argum ento como el decisivo, y
de deducir la existencia de un Dios ordenador e inm utable de la
estructura teológica y de la m utabilidad del mundo, San A gustín
acentúa que toda la grandeza, el orden y la belleza del universo no
son nada, pudiendo incluso decirse que no existen, com parados con
la grandeza, sabiduría y belleza invisible de Dios, que ha creado
cielos y tierra de la n a d a 3. Un m undo creado de la nada carece
a priori de propia existencia. El m enosprecio cristiano del mundo
resulta evidente no solo en el Génesis, sino tam bién e n los Salmos
y en los Cánticos de San Francisco 4.E l m undo bíblico está lleno
de belleza y encanto, y es como un herm ano y una herm ana, porque
m anifiesta al C reador común del m undo, y no simplemente porque
se m anifiesta a sí mismo bello, ordenado y divino 5. Lo que el u ni­
verso antiguo pierde en independencia divina, lo gana en perspectiva
cristiana por su dependencia trascendente.
Sim ultáneam ente con el m undo, el tiem po fue creado; ya que
es im posible imaginar un tiempo, antes de la creación, de algo que
se mueve y cambia 6, m ientras que Dios es inm utable e intemporal.
Dios crea el universo, no en el tiem po, sino sim ultáneam ente con él,
como un m undo tem poral. “Porque lo que es hecho en el tiempo,
es hecho antes y después de algún tiem po, después del cual es el
pasado y antes del cual es el futuro. Pero nada podía entonces haber

proclam an q ue fueron creados porque están sujetos a cambios, y lo que es


m udable no es eterno. La presuposición es la tesis clásica de que lo que es
perfecto y divino está exento de cambios.
3 Con f.. X I , pág. 5. (Existe traducción española publicada por Aguilar, M a­
drid. Col. Joya.)
4 E l famoso Cántico del Sol, de San Francisco, es una alabanza del Señor
de la Creación, y no debe confundirse con sentim iento alguno pagano o pan-
teísta. (Cfr. el ensayo de M athew Arnold sobre “P agan and Christian Reli­
gious S entim ent” , en Essays Literary and Critical, Everym an’s Library, pá­
ginas 127 y sgs.)
5 Cfr. Cicerón, De natura deorum, II. págs. 2, 5, 7, 8, 11-15, 17, en donde
se deduce directam ente la divinidad del m undo de su propia naturaleza y
estructura cósmicas.
6 El concepto asustiniano del t iempo en relación con el m ovimiento y con
el cambio ( La ciudad de Dios. XI . pág. 6) es un descubrim iento griego (Aris-
tóteles, Física. IV, págs. 10-14). La revolución cristiana en la comprensión del
tiempo se origina con la cuestión de San A gustín, “ donde” el tiempo está
originalm ente en su elem ento. Su contestación es: en la distensión invisible
de la m ente hum ana (su atención, presencia presente; su recuerdo, presente
pasado; su expectación, futuro presente), no en el exterior, en el universo,
esto es, en los m ovim ientos de los cuerpos celestes, que son el modelo visible
del concento clásico del m ovim iento y tiem po (véase Confesiones, de San
Agustín, XI, págs. 24 y 28 y sgs.).

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pasado, porque no había criaturas por cuyos movimientos pudiera
medirse su duración. Sim ultáneam ente con el tiempo fue hecho el
mundo, si en la creación del m undo el cambio y el m ovimiento fue­
ron creados, como parece evidente, por el orden de los prim eros seis
de los siete días” 7. Si, en consecuencia, los filósofos paganos man­
tienen que el mundo, con su m ovim iento siempre repetido, es eter­
no, sin principio ni fin, se engañan sorprendentem ente, no tanto por
la falta de inteligencia, sino m ediante la “locura de la im piedad”.
Atribuyen al mundo lo que puede ser solamente dicho de Dios, que
es infinitam ente distinto del mundo. Pero San Agustín, lejos de re­
futar el error pagano con argum entos teóricos, se refiere a la autori­
dad de las Escrituras, cuya verdad considera probada por el cum­
plimiento de sus predicciones. De acuerdo con aquellas, no solo el
mundo fiene un principio, sino que el mismo se encuentra d eter­
minado. Ni siquiera han transcurrido seis mil años desde la
creación 8. Pero tam poco im portaría calcular la duración del mundo
en seis mil años, porque cualquier período de tiempo finito ima­
ginable es como si nada fuera com parado con la eternidad interm ina­
ble de un Creador eterno. Cualquier tiem po que tiene un principio
y un térm ino, sea su extensión la que fuere, es incom parablem ente
corto o más bien nada en com paración con Dios, que no tiene
principio ni fin 9.
En cuanto al género hum ano, que algunos filósofos antiguos han
creído que ha existido siempre, ya que la experiencia dem uestra que
el hom bre no puede existir si no es producido por el hom bre, res­
ponde San Agustín que estos filósofos “dicen lo que piensan, no lo
que conocen”. El sabe que el hom bre tiene un principio real, inde­
pendiente de los otros hom bres, porque conoce, por los ojos de la
fe, que el hom bre no es un m ero producto de la procreación, sino
una creación única y absoluta. El hecho prim ario de la existencia
humana no es, ni la generación, ni la identidad a través de las gene­
raciones, sino el hecho de que cada individuo y cada generación son
débiles e ignorantes, decadentes y agonizantes, y, sin embargo, capa­
ces de ser renovados por la generación espiritual. Lo que realm ente
im porta en este corto intervalo de la existencia hum ana es la alter-

7 La ciudad de Dios, XI, pág. 6; cfr. Conf., XI, pág. 13.


8 San Agustín sigue la cronología de Eusebio, que contaba cinco mil seis­
cientos once años desde la creación a la tom a de Roma por los godos.
9 La ciudad de Dios, XII, págs. 10 y 12. La siguiente presentación se basa
en XII, págs. 10-13 y 17-20; XI, págs. 4 y 6.

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nativa entre ser eternam ente salvado o condenado. Es verdad, ta m ­
bién, que los filósofos paganos se refieren a una renovación, pero
ello relacionándola con la N aturaleza y con ciclos fijos de tiem po.
Dichos ciclos, afirman, se repetirán incesantem ente, de igual m odo
que salida .y puesta del sol, verano e invierno, generación y m uerte.
Esta teoría de repetición eterna, m anifestada n aturalm ente a la m ente
griega como u n orden inm utable y racional que regulaba los cam bios
temporales, aseguróles la firmeza del cosmos 10. P ara San A gustín
no es más que una vicisitud que debe ser refutada, cuan to más que
ni siquiera exceptúa el alm a eterna y el d estino ded hom bre.
En consecuencia, su argum ento final contra la concepción clá­
sica del tiem po es de carácter m o ral: la doctrina pagana es una
desesperanza, porque la esperanza y la fe se refieren esencialm ente
al futuro, y este no puede existir sí los tiem pos pasados y los ve­
nideros son fases iguales de un ciclo, sin com ienzo ni fin. Sobre la
base de una sucesión incesante de ciclos definidos, podría esperarse
únicam ente una revolución ciega de miseria y felidad, esto es: de
engañosa felicidad y m iseria real, pero no b ienaventuranza; solo
una repetición incesante de lo mismo, pero nada nuevo, redentor
y final. La fe cristiana prom ete, verdaderam ente, la salvación y la
eterna bienaventuranza a aquellos que aman a Dios, al paso que
las doctrinas ateas de los ciclos fútiles paralizan a la esperanza y
al mismo amor. Si algo fuera a suceder, una y otra vez, a intervalos
fijos, la esperanza cristiana de una nueva vida se convertiría en fútil.

¿Quién, digo yo, puede escuchar tales cosas?; ¿quién puede acep­
tar o sufrir que sean pronunciadas? Si verdad fueran no sería única­
m ente prudente el guardar silencio a su resp ec to ...; sería sabiduría no
conocerlas siquiera. P orque si en el m undo fu tu ro no recordarem os
estas cosas, y serem os por este olvido salvados, ¿cóm o podríam os in­
crem entar ahora nu estra m iseria, ya bastante agobiante, por el hecho
de conocerla? Si, p or otra parte, en el futuro nos veríam os obligados
a conocerla, perm ítasenos, ahora al menos, perm anecer en la ignoran­
cia, ya que en la esperanza presente podemos gozar de una bienaven­
turanza que la realidad fu tura no nos concederá, po rque en esta exis­
tencia estamos esperando obtener la vida eterna, pero en el m undo
futuro vamos a descubrir la vida bienaventurada, no la e te r n a 11.

10 En la perspectiva cristiana no puede suponerse ninguna seguridad in­


trínseca del Cosmos, except o a trav és de la de la voluntad divina. Dios dice,
como si fuera, cada m añana al sol: "H azlo otra vez” (véase G. K. Chesterton,
O rthodoxy [Nueva York, 19091, cap. IV).
11 La ciudad de Dios, X II, pág. 20.

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Así, en últim o análisis, la exclusión de la verdadera felicidad hace
“abominable y hostil” para la fe cristiana la teoría de los ciclos
eternos. La fe cristiana es una fe en novedad radical traída al mundo
y a su H istoria por el Salvador.

Porque si el alma, una vez libre como jamás lo fuera, no ha de


retornar nunca a la miseria, entonces sucede en su experiencia algo
que nunca ha sucedido antes y, en verdad, algo de la mayor impor­
tancia; el ingreso seguro en la felicidad eterna. Y si en una naturale­
za inmortal puede ocurrir una novedad que nunca ha sido ni será re­
producida por ciclo alguno, ¿por qué dudar de que lo mismo puede
ocurrir en las naturalezas mortales?12.

Es de im portancia secundaria que San Agustín siga arguyendo


que la novedad de ciertos acontecim ientos no es extraña al “orden
de la N aturaleza” , porque concibe este, no como una physis, sino
como un orden providencial dispuesto por Dios, creador de la Na­
turaleza y del hom bre. “Dios puede crear cosas nuevas—nuevas para
el m undo, no para El—que no haya creado nunca antes, pero que
haya previsto desde toda la eternidad.” Para un alma cristiana re­
generada, la m iseria y la felicidad del alma son algo nuevo, siendo
la razón de ser de la prim era el pecado; la de la segunda, el im­
pulso a liberarse de este. Y si al decir que no hay nada nuevo bajo
el sol ha querido dar a entender la repetición pagana del mismo (su­
posición que San Agustín rechaza), entonces el mismo Eclesiastés
sería de un incrédulo, en lugar de un sabio.
San Agustín no intenta de ningún modo refutar teóricam ente la
teoría del cíclico retorno y de la eternidad del mundo. Aunque uti­
liza todos los recursos de su mente para destruir la teoría cíclica
de los antiguos, dice que la fe se sonreiría a su argum ento “aun
cuando la razón no podría refutar a los sin Dios, que se esfuerzan
en desviar a nuestra simple piedad del camino recto ” 13. R epentina­
mente pone térm ino a la discusión, al decir: “Lejos de nuestro áni­

12 La ciudad de Dios, XII, pág. 20.


13Id.. X II , 17. Una solución teórica del antagonismo entre la teoría
del m ovim iento continuo y la doctrina de la creación ha sido intentada nor
Santo Tomas, den tro de su general intento de reconciliar la física aristotéli­
ca con el Génesis, m ientras que los averroístas oponían la eternidad del mo­
vimiento a la doctrina de la creación (Sum m a theol.. I, qu. 46; S u m ma contra
gentiles, II, pág. 34; Sobre la eternidad del m undo. Cfr. tam bién Egidio
Romano, Errores philosophorum, ed. J. Koch, traducción de J. O. Reid [Mil­
waukee, M arquette U niversity Press, 1944]).

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mo creerlo, porque C risto m urió una vez p or nuestros pecados, y
levantándose de entre los m uertos no m urió m ás.” N o es por ac­
cidente por lo que la discusión de la repetición eterna que se refiere
a la identidad y a la persistencia de los acontecim ientos cósmicos
term ine así; con el argum ento sobrenatural de que ambas, la apa­
rición de C risto y su resurrección, constituyen acontecimientos úni­
cos y, sin embargo, universales. P orque el p o d e r devolver a los
m uertos a una vida eterna es, en verdad, la m ás alta prueba del
poder de Dios y—para un creyente cristiano— de trascendencia in ­
finitam ente mayor que la existencia eterna del mundo. En el milagro
de la resurrección, el milagro de la creación es una vez más plan­
teado e in ten sificad o 14. La doctrina correcta conduce a una meta
futura, m ientras que “los perversos cam inan en círculo” 15. El círcu­
lo, la más perfecta de las figuras, en opinión de los antiguos, es un
círculo vicioso si la Cruz es la v irtu d de la vida y su significado
tiene que ver con un fin.
El hom bre m oderno vive todavía del capital de la Cruz, y el
círculo, de C ristianism o y antigüedad; y la historia intelectual del
hom bre occidental es un continuo intento para reconciliar revelación
con razón. Este intento nunca ha tenido éxito y nunca pasará de
simple compromiso. N ietzsche y K ierkegaard han dem ostrado que la
decisión inicial entre C ristianism o y paganism o sigue siendo decisiva,
porque ¿cómo se podrá reconciliar la teoría clásica de que el mundo
es eterno con la fe cristiana en la creación; el ciclo con un eschaton,
y la aceptación pagana de la fatalidad con el deber cristiano de la
esperanza? 16.Ello es irreconciliable, porque la concepción clásica

14 Cfr. R om ., 4 : 17, en donde el poder creativo es incluso secundario a


de la resurrección.
15 Ps. 12: 8. Las versiones m odernas (King James, American Revised. Go
odspeed, M offatt) traducen el “círculo” de los textos latino, hebreo y griego
por un “en todo lado”, “aquí y allí” y “alrededor de nosotros” sin sentido.
Después de la restauración nietzscheana de la teoría cíclica, fue intentada una
refutación radical de la misma con argum entos puram ente éticos, por O. Weí-
ninger. en un ensayo interesantísim o sobre “la irreversibilidad del tiem po” ,
aparecido en Über die letzten Dinge (Viena, 1907). Las fuentes principales de
la concepción clásica de la repetición eterna son: Heráclito, fragmentos 30.
31. 51, 63, 67, 88; Empédocles, 115; casi todos los m itos platónicos; A ristó­
teles. M et., X II, 8; Del cielo, I, 3 y 14, y Problem as, XVII, 3; Eudemo, f. 51 ;
Nemesio, De nat. hom„ 38, 147; M arco Aurelio, XI, 1; Séneca, Ep. ad Lu-
cilium. 24. Las fuentes principales para la discusión cristiana de la misma son,
además, de San Agustín, Justino, Diálogo con Trifón, I. Introducción: Orí­
genes, Contra Celso, IV, 67, y V, 220; y De principiis, II, 3.
16 R om ., 8: 24. La esperanza cristiana, lejos de constituir un don natu­

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del mundo es una concepción de cosas visibles, m ientras que la cris­
tiana es, después de todo, no una concepción, sino m ateria de es­
peranza y fe en cosas invisibles. Y lo invisible es necesariamente
también el principio de La Ciudad de Dios, de San A gustín, como
una historia de salvación.

La teología de la H istoria de San A gustín

La Ciudad de Dios de San Agustín (412-426) es el modelo de


cualquier imaginable concepción histórica que pueda ser rectam ente
considerada como cristiana. N o es una filosofía de la H istoria, sino
una interpretación dogm atico-h istórica del Cristianismo. A unque la
verdad de la doctrina cristiana se m uestra en ella, con materiales
de la H istoria Sagrada y de la profana, la historia del m undo no
tiene para él interés intrínseco ni significado17. La Ciudad de Dios
no es un ideal que se puede convertir en real en la H istoria, como
la tercera edad de Joaquín de Fiore, y la Iglesia en su existencia te­
rrena solo es una representación significativa de la ciudad verdadera
y transhistórica. Para San Agustín, la labor histórica de la Iglesia
no consiste en el desarrollo de la verdad cristiana a través de etap
sucesivas, sino la difusión de la misma, ya que, como tal verdad, es
algo ya establecido. En tan to en cuanto la Iglesia está en relación
con la H istoria, San Agustín se contenta con los hechos que Eusebio
había ya presentado. La concepción mística de la Iglesia como el
cuerpo de C risto está muy alejada del concepto de la Edad Media, en
la cual la Iglesia engloba, a su vez, como una institución, los medios
de salvación, y todavía más alejada de la noción m oderna, en la cual
es parte de la historia de la civilización y, en consecuencia, sujeta

ral de un tem peram ento jovial, es un deber religioso, y no en m enor medida


cuando las cosas se m uestran desesperadas. Es, como la fe y la caridad, una
virtud mística de la gracia, al par que todas las virtudes paganas son razo­
nables (véase G. K. C hesterton, H eretics, Nueva York, 1906, cap. X II. Existe
traducción española, publicada por Calleja, Madrid). Para una m oderna ver­
sión de la doctrina cristiana sobre la esperanza, véase el gran poema L'Espé-
rance, de Ch. Péguy (traducción inglesa, en Men and Saints, N ueva York,
1944).
17 Vcase H. Sholz, Glaube u n d Unglaube in der W eltgeschichte, Liepzig,
1911; E. Troeltsch, A u g u stin, die christliche A ntike un das M ittelalter, Mu­
nich y Berlin, 1915; H. G rundm ann, Studien über Joachim von Floris, Leipzig.
1927, páss. 74 y sgs. Cfr. tam bién J. B. B ury, The Idea of Progress, Nueva
York, 1932, pág. 21.

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a variaciones y cambios. N o es necesario decir que es para San
Agustín evidente que todo en este saeculum está sujeto a cam bios;
por esta misma razón, la historia profana n o tiene im portancia inm e­
diata para la fe en las cosas eternas. Lo que pueda aún suceder entre
ahora y el final, como finis y tam bién como telos, es inapreciable si
se le compara con las alternativas religiosas de aceptar o rechazar
a Cristo y, por su interm edio, n uestra redención. La fe de San A gus­
tín no necesita elaboración histórica alguna a causa de que el proceso
histórico como tal no puede nunca establecer ni absorber el m isterio
central de la Encarnación. La fe en él p rescinde de todo desarrollo
líneaL A parte de tales piedras fundam entales de la fe cristiana, como
Abrahán, Moisés y C risto, ni San A gustín ni Santo T om ás 18 cono­
cieron, como Joaquín, una historia de la religión cristiana en el sen­
tido de una articulación sucesiva de etapas significativas del ínterin
entre la prim era y la segunda venida de Cristo. En com paración con
la absoluta m odernidad del único acontecim iento de Cristo, nada
realm ente nuevo puede suceder. Lo que San A gustín logra en La
Ciudad de Dios es, en consecuencia, una integración, n o de la teolo­
gía en la H istoria, sino de la fe de la Iglesia prim itiva en la doctrina
de la Iglesia establecida. De esta forma, él defendió la últim a contra
las expectaciones persistentes chiliásticas (cristianas, ju d ías y paga­
nas) que fueron m ucho m ás históricas que lo fue la doctrina de la
Iglesia, que ya no esperaba la inm ensidad histórica de los aconte­
cim ientos ú ltim o s 19. Por otra parte, San A gustín pudo construir la
historia universal desde el principio como un procursus lleno de sig­
nificado desde principio a fin sin un milenio interm edio, debido a la
eliminación de las expectaciones mesiánicas, apocalípticas y chiliás­
ticas en el tiem po histórico. Los acontecim ientos profanos y la
meta trascendente están, en la concepción agustiniana, separados en

18 Santo Tomás, Sum m a theol., II, 2, qu. 1, a. 7. Los articuli fidei no pue­
den ser desarrollados históricam ente, porque son, en sí mismos, perfectos
e intemporales. Pueden ser solam ente explicados.
19 Véase W. Nigg, Das ewige R eich, Zürich, 1944, págs. 123 y sgs., y
el estudio, m ucho más penetrante, de J. Taubes, Abendländische Eschatologie,
Berna, 1947. Cfr. tam bién G rundm ann, obra citada, págs. 70 y sgs., con refe­
rencia a la actitud de Joaquín hacia el esquema tradicional de la historia,
en particular el de San Agustín. Tam bién E. Lewalter, “Eschatologie und
W eltgeschichte bei A gustín” , en Zeitschrift für K irchengeschichte, vol. LII
(1934). El tratam iento más explícito de la relación entre historia y escatología
se encuentra en dos cartas de San A gustín (núms. 197 y 199) al obispo
Hexychius.

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principio, aunque se relacionen, a través de la peregrinatio o pere­
grinaje in hoc saeculo, del creyente hacia un telos últim o.
El título com pleto de la obra de San Agustín De Civitate Dei
contra paganos, indica su objeto crítico y apologético. Fue motivada
por el saqueo de R om a por Alarico en el año 410, acontecimiento
que causó una enorme im presión en todos los pueblos del Imperio
Romano, comparable a la causada entre los judíos por la destrucción
de Jerusalen, y a la producida entre el Occidente cristiano por la
caída de C onstantinopla en el siglo XV. En nuestros días, la ocupa­
ción de Viena y Berlín por los rusos debió haber producido un efec­
to sem ejante en E uropa Central. Después del saco de Roma, los
rom anos argüyeron que los dioses paganos habían abandonado la
ciudad, debido a la intrusión de aquellos ateos llamados cristianos,
que suprim ieran, aboliéndolo, el culto a los dioses romanos. La res­
puesta de San Agustín fue que mucho antes de la aparición del Cris­
tianismo, los rom anos habían sufrido desastres semejantes, y que
Alarico (que era cristiano) se había conducido relativam ente bien. El
culto politeísta, m antiene San Agustín, no aseguró la prosperidad del
mundo, y las conquistas rom anas debiéronse, después de todo, no so­
lam ente a la virtud del pueblo romano, sino a una política sin escrú-
pulos, que no retrocedió ni ante la exterm inación en masa de pobla­
ciones inofensivas.
El juicio agustiniano del Im perio Romano se distingue por su
notable franqueza y sobriedad. Juzgó los acontecim ientos de su tiem ­
po con tan ta simpatía como desapasionam iento. Rechazó la inter­
pretación tradicional de Rom a como el cuarto imperio de la profecía
de Daniel, porque en principio rechaza toda escatología historico-
m undial, esto es, política. Personalm ente, San Agustín, creía en la
supervivencia del Imperio Romano, pero no consideraba ello, ni su
decadencia, m ateria de prim ordial im portancia en el orden de las
últimas cosas. En lugar de elevar la urbs a una entidad sagrada,
como lo habían hecho Símaco, Claudiano y Prudencio, e identificar­
la con el orbis Rom anum , San Agustín señala que las invasiones bár­
baras no pusieron en peligro a Constantinopla, la capital oriental del
Imperio. La ironía del sermón ciento cinco está dirigida contra los
creyentes, paganos o cristianos, en la im portancia singular y en la
naturaleza sagrada de Roma. Los prim eros diez libros de La Ciudad
de Dios son como un intencionado menosprecio del orgullo tradicio­
nal de los rom anos, paganos o cristianos. D entro del orden de la
genuina historia de la salvación, la im portancia real de la Roma

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imperial es la de preservar la p az terren a como condición para la
difusión del Evangelio (XVIII, 46). Los im perios y los estados no son
ni obra del diablo ni están justificados por la ley natural como con­
secuencia de ser buenos. Su origen hay que buscarlo en los pecados
de los hom bres, y su valor relativo, en la conservación de la paz y
de la justicia.
Lo que im porta realm ente en la H istoria, dice San Agustín, no
es la grandeza tran sitoria de los im perios, sino la salvación o con­
denación de un m undo futuro. Su inconm ovible pun to de vista para
la inteligencia de los acontecim ientos p resentes y pasados es la
consum ación final en el fu tu ro : Juicio Final y Resurrección. Esta
meta final corresponde al prim er com ienzo de la historia humana en
la creación y pecado original. Con referencia a estos tem as supra-
históricos de origen y destino, la h istoria m ism a es un ínterin
entre la anterior revelación de su sagrado significado y su futu­
ra consum ación. Solam ente d en tro de esta perspectiva y de
una H eilsgeschechen decisiva, se incluye la historia profana en el
punto de vista de San A gustín. En consecuencia, solamente cuatro
libros, de un total de veintidós, tratan en parte de lo que nosotros
llam aríam os historia, cuyo significado dependa de la prehistoria y de
la poshistoria en el cielo, en un com ienzo trascendente y en un final.
La H istoria como un todo solo tiene un significado con referencia
aun comienzo absoluto y a un fin. Por o tra parte, comienzo y fin no
son tam poco significativos en sí mismos, sino con referencia a la
H istoria que comienzan y term inan, y el acontecim iento central de
esta H istoria es la venida de Jesucristo, el acontecim iento escato­
lógico.
La sustancia de la historia del hom bre, que es universal porque
está unida y dirigida por un solo Dios y a un solo fin, es un conflicto
entre la C ivitas Dei y la Civitas Terrena. E stas ciudades no son
idénticas a la Iglesia visible y al E stado, sino dos sociedades m ísti­
cas constituidas por dos especies antagónicas de hombres. En la
tierra, la Civitas Terrena com ienza con Caín, el fratricida; la Civitas
Dei, con su herm ano Abel. Com o las dos ciudades, sus representan­
tes deben tam bién ser entendidos alegóricam ente. Caín es el “ciuda­
dano de este saeculum ” y, por su crim en, el fundador de la ciudad
terrena. Abel, peregrinans en este saeculum, en un peregrinaje hacia
una m eta no terrena. Los descendientes espirituales de Abel viven
in hoc saeculo, en la ciudad de Caín, pero sin ser sus fundadores y
m oradores perm anentes (Heb. 13: 14). De aquí que la histo-

191
r i a de la Ciudad de D ios no se coordine con la de la C iudad del
Hombre, sino que es la única verdadera historia de salvación, y el
curso histórico (procursus) de la Ciudad de Dios consiste en su
peregrinatio. Para San A gustín, y para todos los que piensan genui-
namente en cristiano, el progreso no es más que un peregrinaje.
Como civitas p e r e g r i n a n s,la Iglesia se relaciona con los aconteci­
m ientos profanos teniendo en cuenta su utilidad relativa para el ser­
vicio del propósito trascendente de la construcción de la casa de
Dios. Pero la C ivitas Terrena, juzgada por sus propias norm as, está
gobernada por la conveniencia, el orgullo y la am bición; la Civitas
Dei, por regeneración sobrenatural; una es tem poral y m ortal; la
otra, eterna e inm ortal. U na se define por el amor a Dios, aun en
propio m enosprecio; la otra, por amor propio, aun en menosprecio
de Dios. Los hijos de la luz consideran su existencia terrena como
un medio para gozar de D io s; los de la oscuridad, consideran sus
dioses como medio para gozar del mundo. De este m odo, la H istoria
es una lucha incesante entre la fe y la falta de ella 20.
La historia sagrada de la salvación no es un hecho empírico al
alcance de la mano, sino una sucesión de fe; al par que la historia
de los imperios, esto es, de pecado y muerte, alcanza un real y
definitivo fin, que es, al propio tiempo que una consum ación de la
H istoria, una redención de la misma. El proceso histórico como tal,
el saeculum, nos m uestra únicam ente el ineluctable suceder y final
de las generaciones. Si se contem pla el entero proceso histórico de
historia sagrada y profana con los ojos de la fe, se nos presenta
como una ord inatio D ei predeterm inada.
Por ello, todo el esquem a de la obra de San A gustín se dirige
a adivinar a Dios en la H istoria. N o obstante, la H istoria permanece
definitivam ente distinta de Dios, que no es un Dios hegeliano en
la H istoria, sino el Señor de la misma. La intervención de Dios en la
H istoria excede de n u estra comprensión, y su providencia (como el
“ardid de la razón”, de Hegel) predom inada sobre las intenciones de
los hombres. Es, particularm ente, el destino histórico de los judíos
lo que revela a San A gustín la historia del mundo como un tribunal

20 Véase la notable n ota de G oethe en W estöstlicher Divan (Israel in der


W üste), de que “el m ás apropiado, único y profundo tema de toda la H isto­
ria” es el conflicto en tre la fe y la incredulidad. Pero tam bién es notable
esta nota por la m odificación de la fe cristiana en una fe “sea la que fuere”.
En últim o análisis, las épocas de la fe son para Goethe todas aquellas que
son “productivas” .

192
de justicia y, en consecuencia, su significativo designio de la H is­
t o r ia 21. E sto no significa que seamos capaces, con la propia sabi­
duría, de juzgar m éritos y dem éritos de los reinos terrenales que
Dios concede a los hom bres, píos e impíos. Podem os discernir so­
lam ente fragm entos aislados de su significado, aquellos que Dios se
complace en m anifestarlos. La H istoria es una pedagogía decretada
por la divinidad, que actúa principalm ente por m edio del sufri­
miento,
A base de este marco teológico, San A gustín distingue seis
épocas, ajustadas a los seis días de la creación. La prim era se extien­
de desde A dán al Diluvio U niversal; la segunda, desde Noé a
A brahán; la tercera, desde este a David (con N em rod y Nimo como
sus correspondencias perversas); la cuarta, de David al exilio de
Babilonia; la quinta, de aquí al nacim iento de Jesucristo, y, en fin,
la sexta y últim a, de la prim era a la segunda venida de C risto al fin
del mundo.
En esta división tradicional, todavía aceptada por Santo T o­
más, San A gustín considera indefinida la duración de la época cris­
tiana. Lactancio aun contaba que el m undo podría term inar alrede­
dor del año 500. San Agustín se abstiene de ningún, cálculo apoca­
líptico sobre la duración de la últim a época. Lo que desde un punto
de vista escatológico im porta no es la diferencia de poca m onta de
algunos cientos o miles de años, sino el hecho de que el mundo ha
sido creado y es tem poral. Además de la división en seis épocas y de
su analogía con las seis edades individuales— infancia, niñez, juven­
tud, estado adulto, m adurez y vejez— , hay tam bién una división en
tres épocas, según el proceso espiritual de la H istoria: primera, an­
tes de la ley (niñez); segunda, bajo la ley (estado adulto), y ter­
cera, “gracia” (vejez), o m undus senescens, que corresponde a la
Greisenalter des Geistes, de Hegel.
Teniendo en cuenta su punto de vista estrictam ente religioso, no
podemos esperar de San A gustín un particular interés en la historia
profana, en cuanto tal. Dos imperios representan en su libro la his­
toria te rre s tre : el d e los asirios, en el Este, y el de los romanos,
en el O este; anticipación de la tesis hegeliaira de que toda la his-

21 La ciudad de D ios, IV, pág. 34; V, págs. 12, 18, 21; XVI, pág. 43;
XVI II, págs. 45 y sgs. Cfr. la interpretación teológica de la historia de los
judíos, por Bossuet, Discours sur l'histoire universelle, parte III, cap. XX;
y la debida a Newm ann, A Grammar of A ssent, Nueva York, 1898, cap. X,
sección 2.

193
LÓWITH.— 13
toria significativa se mueve progresivam ente de Este a Oeste. Egip­
to, Grecia y M acedonia son apenas mencionados. A lejandro el
Grande figura solamente como un gran ladrón que profanó el tem ­
plo de Jerusalén movido por su im pia v anitas. Jerusalén simboliza
la Ciudad de D ios; Babilonia y Rom a (la segunda Babilonia), la
C iudad del H ombre,
Como un ciudadano romano, educado en Virgilio y Cicerón,
San A gustín no fue insensible a la grandeza y virtud romanas, cuya
historia fue tam bién un medio para el designio divino. Pero en
comparación con Orígenes y Eusebio, su concepción resulta en ex­
trem o desapasionada 22. Se abstiene de señalar la armonización tra ­
dicional del Im perio Rom ano con la difusión del Cristianism o. “En
cuanto se refiere a esta vida de los m ortales, que pasa y term ina
en pocos días, no es muy im portante el dominio bajo el que vive
un hom bre m oribundo, si los que gobiernan no le fuerzan a la impie­
dad y a la iniquidad” 23. Su tem a y preocupación central es la esca-
tológica historia de la fe, que es, por así decirlo, una historia secreta
dentro de la historia secular, invisible y enterrada para aquellos
que carecen de los ojos de aquella. Todo el acontecer histórico tó r­
nase progresivo, significativo e inteligible únicam ente por la expec­
tación de un triunfo final más allá del tiempo histórico, de la Ciudad
de Dios sobre la Ciudad de los hom bres pecadores.
Para un hombre como San Agustín, todas nuestras lucubracio­
nes acerca del progreso, de las crisis y del orden mundial le hu­
bieran parecido pueriles, porque desde un punto de vista cristiano,
no existe más que un progreso: aquel dirigido a una más marcada
distinción entre la fe y la falta de ella, entre Cristo y A nticristo.
Solo hay dos crisis de real im portancia: Edén y Calvario, y única­
mente un orden del m undo: la dispensación divina, m ientras que
el orden de los im perios “es un desenfreno en una variedad infinita
de torpes placeres”.
Los filósofos modernos, y aun los teólogos, se lam entan fre­
cuentem ente de que el esbozo agustiniano de la H istoria del mundo
es la parte más débil de su obra, y de que el santo no ha hecho
justicia al intrínseco problem a de los procesos h istó ric o s24. Es ver-

22 La ciudad de Dios, V, pág. 21.


23 Id., pág. 17.
24 Véase el estudio sobre San Agustín, de Scholz, op. c it.: Figgs, The
Political A sp ects of A g ustine's City of God, Londres y Nueva York, 1921;

194
dad que San Agustín descuida el relacionar la prim era causa, esto
es, el designio providencial de Dios, a las “causas secundarias” , que
actúan en el proceso como tal. P ero es precisam ente la ausencia de
una correlación detallada entre acontecim ientos profanos y sagrados
lo que distingue la apología cristiana de San Agustín de la teología
de la historia política de B ossuet, m ás elaborada, y de la filosofía
de la historia de Hegel, las cuales prueban demasiado, al encontrar
garantías de salvación y éxito en los acontecim ientos históricos. Lo
que nos parece una falta en la inteligencia agustiniana de la his­
toria profana, y en su valoración de ella, se explica por su incondi­
cional reconocim iento de la soberanía de Dios en la prom oción,
frustración o desnaturalización del designio humano.
Esperar del autor de las C onfesiones una crítica histórica de los
hechos empíricos estaría tan fuera de lugar como esperar de un his­
toriador moderno un interés en el problem a de la resurrección de
los cuerpos, al cual San A gustín dedicó todo el últim o libro de La
Ciudad de Dios. N o es en verdad muy difícil im aginar la fe apa­
sionada, la creencia en los m ilagros y el cum plim iento de las pro­
fecías que inspiraron su trabajo. Para la com prensión de una mente
como la de San A gustín, tenem os que olvidarnos de las norm as de
la H istoria, en cuanto ciencia, y de su suprema ambición de regir
los acontecim ientos futuros, y tenem os que recordar la autoridad
de la Biblia, en particular la de las predicciones proféticas y la de la
Providencia divina, que no adm ite direcciones.

F. W. Loetscher, “A gustine’s City of G od” , en Theology Today, vol, I, oc­


tubre 1944.

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