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EL S E NT I DO
DE L A
HI STORI A
IMPLICACIONES TEOLOGICAS
DE LA FILOSOFIA DE LA HISTORIA
U
S
REFUTACIÓN DE LA CONCEPCIÓN CLÁSICA DEL MUNDO
El punto de vista de una interpretación cristiana de la H istoria
está fijado en el futuro como el horizonte tem poral de un objeto y
m eta definitivos; y todos los intentos m odernos de trazar la H is
toria como progreso lleno de significado, au nque ín d efinido , hacia
una consumación, depende de este pensam iento teológico. C onse
cuentem ente, la prueba suprem a del últim o puede encontrarse so
lam ente en una concepción del proceso tem poral que no es ni cris
tiana ni m oderna. El C ristianism o tenía que regular la clásica no
ción del tiem po como un ciclo eterno el m odelo visible del cual es
la revolución cíclica de los cuerpos celestes. N o es un azar que las
exposiciones cristianas m ás explícitas de esta teoría clásica del cosmos
las encontram os en una teología de la historia, preocupada por la fe
licidad del hom bre; porque, en verdad, el lógico em plazam iento para
un tratam iento cristian a de los problem as cosmológicos es, no el U ni
verso, sino Dios y el hom bre, ya que la existencia del m undo depende
enteram ente de Dios y su significado sobre el hom bre como objeto
de la creación divina. Por el contrario, el lugar lógico para un tra
tam iento clásico de Dios y del hom bre es el cosmos, porque, en sí
mismo, es eterno y divino, y dirige la naturaleza y el destino del
hombre. En vista de esta divergencia fundam ental en tre las concep
ciones clásica y cristiana, podem os de antem ano esperar que la
refutación agustiniana de la teoría del eterno retorno — en La Ciudad
de D ios 1— , podría solam ente ten er éxito en cuanto se limita a la
deficiencia moral de la teoría pagana, refutándola, práctica, aunque
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no teóricam ente. La cuestión que San Agustín tra ta de resolver es,
no tanto si el U niverso es una creación de Dios o un cosmos eterno
divino en sí mismo, sino si los supuestos m orales de la creación y
consumación son más satisfactorios que los del eterno retorno sin
principio ni fin. .
El cuarto capítulo del libro XI de La Ciudad de D ios comienza
así: “De todas las cosas visibles, el mundo es la m ayor; de todas
las invisibles, la más grande es Dios. Pero lo que es el mundo, nos
otros lo vem os; lo que es Dios, lo creemos. De que Dios ha hecho el
mundo, de nadie podem os creerlo más fundadam ente que de El
mismo. Pero, ¿quién se lo ha oído? En ninguna parte más indistin
tam ente que en las Sagradas Escrituras, donde su Profeta dijo: En
el principio, Dios hizo los cielos y la tierra.”
Expresión clásica de la posición cristiana, este pasaje nos mues
tra claram ente por qué es irreconciliable con la tesis de los anti
guos, pero tam bién cómo es incapaz de refutarlas con argumentos
teóricos, porque no existe transición alguna de creer a ver a menos
que una directa visión de Dios sea realizada.
Juzgada por los ojos de los sentidos, la fe es, en verdad, ciega. La
theoria griega es literalm ente una contemplación de lo que es visi
ble, y, en consecuencia, demostrable, o capaz de ser dem ostrado; al
par que la fe cristiana o pistis es una confianza firme en lo que es
invisible, y, consecuentem ente, indem ostrable, aunque sí capaz de
adhesión, m ediante un compromiso. El Dios cristiano es inaccesible
a la teología natural. Puesto que Dios es superior a su creación, en
poder y en esencia, el mundo no puede explicarlo satisfactoriamente.
El m undo entero puede o no ser, pues depende de la palabra creativa
de D ios; el m undo cristiano no tiene existencia esencial. El único
testigo auténtico del m undo visible es Dios invisible, que revela su
creación al hom bre por medio de sus profetas.»
Solo secundariam ente y en respuesta a las objeciones paganas
que supone la eternidad del mundo, sin p rin c i pio ni fin, San Agustín
continúa adm itiendo que, en sí mismo, el m undo dem uestra ya la
marca de la creación, aun cuando las voces de los profetas no
fueran oídas. Por su propia m utabilidad, por el buen ordenado ca
rácter de los cambios, y por la hermosa apariencia de las cosas visi
bles, el m undo es el m ejor testim onio de haber sido creado 2. Lejos,
2 La ciudad de Dios, XI, pág. 4; Conf., XI, pág. 4. El argum ento es lig
ramente diferente, debido al distinto énfasis, ya en el bien ordenado carác
ter de los cambios, o en este como tal. En el segundo caso, cielo y tierra
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sin embargo, de utilizar este segundo argum ento como el decisivo, y
de deducir la existencia de un Dios ordenador e inm utable de la
estructura teológica y de la m utabilidad del mundo, San A gustín
acentúa que toda la grandeza, el orden y la belleza del universo no
son nada, pudiendo incluso decirse que no existen, com parados con
la grandeza, sabiduría y belleza invisible de Dios, que ha creado
cielos y tierra de la n a d a 3. Un m undo creado de la nada carece
a priori de propia existencia. El m enosprecio cristiano del mundo
resulta evidente no solo en el Génesis, sino tam bién e n los Salmos
y en los Cánticos de San Francisco 4.E l m undo bíblico está lleno
de belleza y encanto, y es como un herm ano y una herm ana, porque
m anifiesta al C reador común del m undo, y no simplemente porque
se m anifiesta a sí mismo bello, ordenado y divino 5. Lo que el u ni
verso antiguo pierde en independencia divina, lo gana en perspectiva
cristiana por su dependencia trascendente.
Sim ultáneam ente con el m undo, el tiem po fue creado; ya que
es im posible imaginar un tiempo, antes de la creación, de algo que
se mueve y cambia 6, m ientras que Dios es inm utable e intemporal.
Dios crea el universo, no en el tiem po, sino sim ultáneam ente con él,
como un m undo tem poral. “Porque lo que es hecho en el tiempo,
es hecho antes y después de algún tiem po, después del cual es el
pasado y antes del cual es el futuro. Pero nada podía entonces haber
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pasado, porque no había criaturas por cuyos movimientos pudiera
medirse su duración. Sim ultáneam ente con el tiempo fue hecho el
mundo, si en la creación del m undo el cambio y el m ovimiento fue
ron creados, como parece evidente, por el orden de los prim eros seis
de los siete días” 7. Si, en consecuencia, los filósofos paganos man
tienen que el mundo, con su m ovim iento siempre repetido, es eter
no, sin principio ni fin, se engañan sorprendentem ente, no tanto por
la falta de inteligencia, sino m ediante la “locura de la im piedad”.
Atribuyen al mundo lo que puede ser solamente dicho de Dios, que
es infinitam ente distinto del mundo. Pero San Agustín, lejos de re
futar el error pagano con argum entos teóricos, se refiere a la autori
dad de las Escrituras, cuya verdad considera probada por el cum
plimiento de sus predicciones. De acuerdo con aquellas, no solo el
mundo fiene un principio, sino que el mismo se encuentra d eter
minado. Ni siquiera han transcurrido seis mil años desde la
creación 8. Pero tam poco im portaría calcular la duración del mundo
en seis mil años, porque cualquier período de tiempo finito ima
ginable es como si nada fuera com parado con la eternidad interm ina
ble de un Creador eterno. Cualquier tiem po que tiene un principio
y un térm ino, sea su extensión la que fuere, es incom parablem ente
corto o más bien nada en com paración con Dios, que no tiene
principio ni fin 9.
En cuanto al género hum ano, que algunos filósofos antiguos han
creído que ha existido siempre, ya que la experiencia dem uestra que
el hom bre no puede existir si no es producido por el hom bre, res
ponde San Agustín que estos filósofos “dicen lo que piensan, no lo
que conocen”. El sabe que el hom bre tiene un principio real, inde
pendiente de los otros hom bres, porque conoce, por los ojos de la
fe, que el hom bre no es un m ero producto de la procreación, sino
una creación única y absoluta. El hecho prim ario de la existencia
humana no es, ni la generación, ni la identidad a través de las gene
raciones, sino el hecho de que cada individuo y cada generación son
débiles e ignorantes, decadentes y agonizantes, y, sin embargo, capa
ces de ser renovados por la generación espiritual. Lo que realm ente
im porta en este corto intervalo de la existencia hum ana es la alter-
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nativa entre ser eternam ente salvado o condenado. Es verdad, ta m
bién, que los filósofos paganos se refieren a una renovación, pero
ello relacionándola con la N aturaleza y con ciclos fijos de tiem po.
Dichos ciclos, afirman, se repetirán incesantem ente, de igual m odo
que salida .y puesta del sol, verano e invierno, generación y m uerte.
Esta teoría de repetición eterna, m anifestada n aturalm ente a la m ente
griega como u n orden inm utable y racional que regulaba los cam bios
temporales, aseguróles la firmeza del cosmos 10. P ara San A gustín
no es más que una vicisitud que debe ser refutada, cuan to más que
ni siquiera exceptúa el alm a eterna y el d estino ded hom bre.
En consecuencia, su argum ento final contra la concepción clá
sica del tiem po es de carácter m o ral: la doctrina pagana es una
desesperanza, porque la esperanza y la fe se refieren esencialm ente
al futuro, y este no puede existir sí los tiem pos pasados y los ve
nideros son fases iguales de un ciclo, sin com ienzo ni fin. Sobre la
base de una sucesión incesante de ciclos definidos, podría esperarse
únicam ente una revolución ciega de miseria y felidad, esto es: de
engañosa felicidad y m iseria real, pero no b ienaventuranza; solo
una repetición incesante de lo mismo, pero nada nuevo, redentor
y final. La fe cristiana prom ete, verdaderam ente, la salvación y la
eterna bienaventuranza a aquellos que aman a Dios, al paso que
las doctrinas ateas de los ciclos fútiles paralizan a la esperanza y
al mismo amor. Si algo fuera a suceder, una y otra vez, a intervalos
fijos, la esperanza cristiana de una nueva vida se convertiría en fútil.
¿Quién, digo yo, puede escuchar tales cosas?; ¿quién puede acep
tar o sufrir que sean pronunciadas? Si verdad fueran no sería única
m ente prudente el guardar silencio a su resp ec to ...; sería sabiduría no
conocerlas siquiera. P orque si en el m undo fu tu ro no recordarem os
estas cosas, y serem os por este olvido salvados, ¿cóm o podríam os in
crem entar ahora nu estra m iseria, ya bastante agobiante, por el hecho
de conocerla? Si, p or otra parte, en el futuro nos veríam os obligados
a conocerla, perm ítasenos, ahora al menos, perm anecer en la ignoran
cia, ya que en la esperanza presente podemos gozar de una bienaven
turanza que la realidad fu tura no nos concederá, po rque en esta exis
tencia estamos esperando obtener la vida eterna, pero en el m undo
futuro vamos a descubrir la vida bienaventurada, no la e te r n a 11.
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Así, en últim o análisis, la exclusión de la verdadera felicidad hace
“abominable y hostil” para la fe cristiana la teoría de los ciclos
eternos. La fe cristiana es una fe en novedad radical traída al mundo
y a su H istoria por el Salvador.
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mo creerlo, porque C risto m urió una vez p or nuestros pecados, y
levantándose de entre los m uertos no m urió m ás.” N o es por ac
cidente por lo que la discusión de la repetición eterna que se refiere
a la identidad y a la persistencia de los acontecim ientos cósmicos
term ine así; con el argum ento sobrenatural de que ambas, la apa
rición de C risto y su resurrección, constituyen acontecimientos úni
cos y, sin embargo, universales. P orque el p o d e r devolver a los
m uertos a una vida eterna es, en verdad, la m ás alta prueba del
poder de Dios y—para un creyente cristiano— de trascendencia in
finitam ente mayor que la existencia eterna del mundo. En el milagro
de la resurrección, el milagro de la creación es una vez más plan
teado e in ten sificad o 14. La doctrina correcta conduce a una meta
futura, m ientras que “los perversos cam inan en círculo” 15. El círcu
lo, la más perfecta de las figuras, en opinión de los antiguos, es un
círculo vicioso si la Cruz es la v irtu d de la vida y su significado
tiene que ver con un fin.
El hom bre m oderno vive todavía del capital de la Cruz, y el
círculo, de C ristianism o y antigüedad; y la historia intelectual del
hom bre occidental es un continuo intento para reconciliar revelación
con razón. Este intento nunca ha tenido éxito y nunca pasará de
simple compromiso. N ietzsche y K ierkegaard han dem ostrado que la
decisión inicial entre C ristianism o y paganism o sigue siendo decisiva,
porque ¿cómo se podrá reconciliar la teoría clásica de que el mundo
es eterno con la fe cristiana en la creación; el ciclo con un eschaton,
y la aceptación pagana de la fatalidad con el deber cristiano de la
esperanza? 16.Ello es irreconciliable, porque la concepción clásica
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del mundo es una concepción de cosas visibles, m ientras que la cris
tiana es, después de todo, no una concepción, sino m ateria de es
peranza y fe en cosas invisibles. Y lo invisible es necesariamente
también el principio de La Ciudad de Dios, de San A gustín, como
una historia de salvación.
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a variaciones y cambios. N o es necesario decir que es para San
Agustín evidente que todo en este saeculum está sujeto a cam bios;
por esta misma razón, la historia profana n o tiene im portancia inm e
diata para la fe en las cosas eternas. Lo que pueda aún suceder entre
ahora y el final, como finis y tam bién como telos, es inapreciable si
se le compara con las alternativas religiosas de aceptar o rechazar
a Cristo y, por su interm edio, n uestra redención. La fe de San A gus
tín no necesita elaboración histórica alguna a causa de que el proceso
histórico como tal no puede nunca establecer ni absorber el m isterio
central de la Encarnación. La fe en él p rescinde de todo desarrollo
líneaL A parte de tales piedras fundam entales de la fe cristiana, como
Abrahán, Moisés y C risto, ni San A gustín ni Santo T om ás 18 cono
cieron, como Joaquín, una historia de la religión cristiana en el sen
tido de una articulación sucesiva de etapas significativas del ínterin
entre la prim era y la segunda venida de Cristo. En com paración con
la absoluta m odernidad del único acontecim iento de Cristo, nada
realm ente nuevo puede suceder. Lo que San A gustín logra en La
Ciudad de Dios es, en consecuencia, una integración, n o de la teolo
gía en la H istoria, sino de la fe de la Iglesia prim itiva en la doctrina
de la Iglesia establecida. De esta forma, él defendió la últim a contra
las expectaciones persistentes chiliásticas (cristianas, ju d ías y paga
nas) que fueron m ucho m ás históricas que lo fue la doctrina de la
Iglesia, que ya no esperaba la inm ensidad histórica de los aconte
cim ientos ú ltim o s 19. Por otra parte, San A gustín pudo construir la
historia universal desde el principio como un procursus lleno de sig
nificado desde principio a fin sin un milenio interm edio, debido a la
eliminación de las expectaciones mesiánicas, apocalípticas y chiliás
ticas en el tiem po histórico. Los acontecim ientos profanos y la
meta trascendente están, en la concepción agustiniana, separados en
18 Santo Tomás, Sum m a theol., II, 2, qu. 1, a. 7. Los articuli fidei no pue
den ser desarrollados históricam ente, porque son, en sí mismos, perfectos
e intemporales. Pueden ser solam ente explicados.
19 Véase W. Nigg, Das ewige R eich, Zürich, 1944, págs. 123 y sgs., y
el estudio, m ucho más penetrante, de J. Taubes, Abendländische Eschatologie,
Berna, 1947. Cfr. tam bién G rundm ann, obra citada, págs. 70 y sgs., con refe
rencia a la actitud de Joaquín hacia el esquema tradicional de la historia,
en particular el de San Agustín. Tam bién E. Lewalter, “Eschatologie und
W eltgeschichte bei A gustín” , en Zeitschrift für K irchengeschichte, vol. LII
(1934). El tratam iento más explícito de la relación entre historia y escatología
se encuentra en dos cartas de San A gustín (núms. 197 y 199) al obispo
Hexychius.
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principio, aunque se relacionen, a través de la peregrinatio o pere
grinaje in hoc saeculo, del creyente hacia un telos últim o.
El título com pleto de la obra de San Agustín De Civitate Dei
contra paganos, indica su objeto crítico y apologético. Fue motivada
por el saqueo de R om a por Alarico en el año 410, acontecimiento
que causó una enorme im presión en todos los pueblos del Imperio
Romano, comparable a la causada entre los judíos por la destrucción
de Jerusalen, y a la producida entre el Occidente cristiano por la
caída de C onstantinopla en el siglo XV. En nuestros días, la ocupa
ción de Viena y Berlín por los rusos debió haber producido un efec
to sem ejante en E uropa Central. Después del saco de Roma, los
rom anos argüyeron que los dioses paganos habían abandonado la
ciudad, debido a la intrusión de aquellos ateos llamados cristianos,
que suprim ieran, aboliéndolo, el culto a los dioses romanos. La res
puesta de San Agustín fue que mucho antes de la aparición del Cris
tianismo, los rom anos habían sufrido desastres semejantes, y que
Alarico (que era cristiano) se había conducido relativam ente bien. El
culto politeísta, m antiene San Agustín, no aseguró la prosperidad del
mundo, y las conquistas rom anas debiéronse, después de todo, no so
lam ente a la virtud del pueblo romano, sino a una política sin escrú-
pulos, que no retrocedió ni ante la exterm inación en masa de pobla
ciones inofensivas.
El juicio agustiniano del Im perio Romano se distingue por su
notable franqueza y sobriedad. Juzgó los acontecim ientos de su tiem
po con tan ta simpatía como desapasionam iento. Rechazó la inter
pretación tradicional de Rom a como el cuarto imperio de la profecía
de Daniel, porque en principio rechaza toda escatología historico-
m undial, esto es, política. Personalm ente, San Agustín, creía en la
supervivencia del Imperio Romano, pero no consideraba ello, ni su
decadencia, m ateria de prim ordial im portancia en el orden de las
últimas cosas. En lugar de elevar la urbs a una entidad sagrada,
como lo habían hecho Símaco, Claudiano y Prudencio, e identificar
la con el orbis Rom anum , San Agustín señala que las invasiones bár
baras no pusieron en peligro a Constantinopla, la capital oriental del
Imperio. La ironía del sermón ciento cinco está dirigida contra los
creyentes, paganos o cristianos, en la im portancia singular y en la
naturaleza sagrada de Roma. Los prim eros diez libros de La Ciudad
de Dios son como un intencionado menosprecio del orgullo tradicio
nal de los rom anos, paganos o cristianos. D entro del orden de la
genuina historia de la salvación, la im portancia real de la Roma
190
imperial es la de preservar la p az terren a como condición para la
difusión del Evangelio (XVIII, 46). Los im perios y los estados no son
ni obra del diablo ni están justificados por la ley natural como con
secuencia de ser buenos. Su origen hay que buscarlo en los pecados
de los hom bres, y su valor relativo, en la conservación de la paz y
de la justicia.
Lo que im porta realm ente en la H istoria, dice San Agustín, no
es la grandeza tran sitoria de los im perios, sino la salvación o con
denación de un m undo futuro. Su inconm ovible pun to de vista para
la inteligencia de los acontecim ientos p resentes y pasados es la
consum ación final en el fu tu ro : Juicio Final y Resurrección. Esta
meta final corresponde al prim er com ienzo de la historia humana en
la creación y pecado original. Con referencia a estos tem as supra-
históricos de origen y destino, la h istoria m ism a es un ínterin
entre la anterior revelación de su sagrado significado y su futu
ra consum ación. Solam ente d en tro de esta perspectiva y de
una H eilsgeschechen decisiva, se incluye la historia profana en el
punto de vista de San A gustín. En consecuencia, solamente cuatro
libros, de un total de veintidós, tratan en parte de lo que nosotros
llam aríam os historia, cuyo significado dependa de la prehistoria y de
la poshistoria en el cielo, en un com ienzo trascendente y en un final.
La H istoria como un todo solo tiene un significado con referencia
aun comienzo absoluto y a un fin. Por o tra parte, comienzo y fin no
son tam poco significativos en sí mismos, sino con referencia a la
H istoria que comienzan y term inan, y el acontecim iento central de
esta H istoria es la venida de Jesucristo, el acontecim iento escato
lógico.
La sustancia de la historia del hom bre, que es universal porque
está unida y dirigida por un solo Dios y a un solo fin, es un conflicto
entre la C ivitas Dei y la Civitas Terrena. E stas ciudades no son
idénticas a la Iglesia visible y al E stado, sino dos sociedades m ísti
cas constituidas por dos especies antagónicas de hombres. En la
tierra, la Civitas Terrena com ienza con Caín, el fratricida; la Civitas
Dei, con su herm ano Abel. Com o las dos ciudades, sus representan
tes deben tam bién ser entendidos alegóricam ente. Caín es el “ciuda
dano de este saeculum ” y, por su crim en, el fundador de la ciudad
terrena. Abel, peregrinans en este saeculum, en un peregrinaje hacia
una m eta no terrena. Los descendientes espirituales de Abel viven
in hoc saeculo, en la ciudad de Caín, pero sin ser sus fundadores y
m oradores perm anentes (Heb. 13: 14). De aquí que la histo-
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r i a de la Ciudad de D ios no se coordine con la de la C iudad del
Hombre, sino que es la única verdadera historia de salvación, y el
curso histórico (procursus) de la Ciudad de Dios consiste en su
peregrinatio. Para San A gustín, y para todos los que piensan genui-
namente en cristiano, el progreso no es más que un peregrinaje.
Como civitas p e r e g r i n a n s,la Iglesia se relaciona con los aconteci
m ientos profanos teniendo en cuenta su utilidad relativa para el ser
vicio del propósito trascendente de la construcción de la casa de
Dios. Pero la C ivitas Terrena, juzgada por sus propias norm as, está
gobernada por la conveniencia, el orgullo y la am bición; la Civitas
Dei, por regeneración sobrenatural; una es tem poral y m ortal; la
otra, eterna e inm ortal. U na se define por el amor a Dios, aun en
propio m enosprecio; la otra, por amor propio, aun en menosprecio
de Dios. Los hijos de la luz consideran su existencia terrena como
un medio para gozar de D io s; los de la oscuridad, consideran sus
dioses como medio para gozar del mundo. De este m odo, la H istoria
es una lucha incesante entre la fe y la falta de ella 20.
La historia sagrada de la salvación no es un hecho empírico al
alcance de la mano, sino una sucesión de fe; al par que la historia
de los imperios, esto es, de pecado y muerte, alcanza un real y
definitivo fin, que es, al propio tiempo que una consum ación de la
H istoria, una redención de la misma. El proceso histórico como tal,
el saeculum, nos m uestra únicam ente el ineluctable suceder y final
de las generaciones. Si se contem pla el entero proceso histórico de
historia sagrada y profana con los ojos de la fe, se nos presenta
como una ord inatio D ei predeterm inada.
Por ello, todo el esquem a de la obra de San A gustín se dirige
a adivinar a Dios en la H istoria. N o obstante, la H istoria permanece
definitivam ente distinta de Dios, que no es un Dios hegeliano en
la H istoria, sino el Señor de la misma. La intervención de Dios en la
H istoria excede de n u estra comprensión, y su providencia (como el
“ardid de la razón”, de Hegel) predom inada sobre las intenciones de
los hombres. Es, particularm ente, el destino histórico de los judíos
lo que revela a San A gustín la historia del mundo como un tribunal
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de justicia y, en consecuencia, su significativo designio de la H is
t o r ia 21. E sto no significa que seamos capaces, con la propia sabi
duría, de juzgar m éritos y dem éritos de los reinos terrenales que
Dios concede a los hom bres, píos e impíos. Podem os discernir so
lam ente fragm entos aislados de su significado, aquellos que Dios se
complace en m anifestarlos. La H istoria es una pedagogía decretada
por la divinidad, que actúa principalm ente por m edio del sufri
miento,
A base de este marco teológico, San A gustín distingue seis
épocas, ajustadas a los seis días de la creación. La prim era se extien
de desde A dán al Diluvio U niversal; la segunda, desde Noé a
A brahán; la tercera, desde este a David (con N em rod y Nimo como
sus correspondencias perversas); la cuarta, de David al exilio de
Babilonia; la quinta, de aquí al nacim iento de Jesucristo, y, en fin,
la sexta y últim a, de la prim era a la segunda venida de C risto al fin
del mundo.
En esta división tradicional, todavía aceptada por Santo T o
más, San A gustín considera indefinida la duración de la época cris
tiana. Lactancio aun contaba que el m undo podría term inar alrede
dor del año 500. San Agustín se abstiene de ningún, cálculo apoca
líptico sobre la duración de la últim a época. Lo que desde un punto
de vista escatológico im porta no es la diferencia de poca m onta de
algunos cientos o miles de años, sino el hecho de que el mundo ha
sido creado y es tem poral. Además de la división en seis épocas y de
su analogía con las seis edades individuales— infancia, niñez, juven
tud, estado adulto, m adurez y vejez— , hay tam bién una división en
tres épocas, según el proceso espiritual de la H istoria: primera, an
tes de la ley (niñez); segunda, bajo la ley (estado adulto), y ter
cera, “gracia” (vejez), o m undus senescens, que corresponde a la
Greisenalter des Geistes, de Hegel.
Teniendo en cuenta su punto de vista estrictam ente religioso, no
podemos esperar de San A gustín un particular interés en la historia
profana, en cuanto tal. Dos imperios representan en su libro la his
toria te rre s tre : el d e los asirios, en el Este, y el de los romanos,
en el O este; anticipación de la tesis hegeliaira de que toda la his-
21 La ciudad de D ios, IV, pág. 34; V, págs. 12, 18, 21; XVI, pág. 43;
XVI II, págs. 45 y sgs. Cfr. la interpretación teológica de la historia de los
judíos, por Bossuet, Discours sur l'histoire universelle, parte III, cap. XX;
y la debida a Newm ann, A Grammar of A ssent, Nueva York, 1898, cap. X,
sección 2.
193
LÓWITH.— 13
toria significativa se mueve progresivam ente de Este a Oeste. Egip
to, Grecia y M acedonia son apenas mencionados. A lejandro el
Grande figura solamente como un gran ladrón que profanó el tem
plo de Jerusalén movido por su im pia v anitas. Jerusalén simboliza
la Ciudad de D ios; Babilonia y Rom a (la segunda Babilonia), la
C iudad del H ombre,
Como un ciudadano romano, educado en Virgilio y Cicerón,
San A gustín no fue insensible a la grandeza y virtud romanas, cuya
historia fue tam bién un medio para el designio divino. Pero en
comparación con Orígenes y Eusebio, su concepción resulta en ex
trem o desapasionada 22. Se abstiene de señalar la armonización tra
dicional del Im perio Rom ano con la difusión del Cristianism o. “En
cuanto se refiere a esta vida de los m ortales, que pasa y term ina
en pocos días, no es muy im portante el dominio bajo el que vive
un hom bre m oribundo, si los que gobiernan no le fuerzan a la impie
dad y a la iniquidad” 23. Su tem a y preocupación central es la esca-
tológica historia de la fe, que es, por así decirlo, una historia secreta
dentro de la historia secular, invisible y enterrada para aquellos
que carecen de los ojos de aquella. Todo el acontecer histórico tó r
nase progresivo, significativo e inteligible únicam ente por la expec
tación de un triunfo final más allá del tiempo histórico, de la Ciudad
de Dios sobre la Ciudad de los hom bres pecadores.
Para un hombre como San Agustín, todas nuestras lucubracio
nes acerca del progreso, de las crisis y del orden mundial le hu
bieran parecido pueriles, porque desde un punto de vista cristiano,
no existe más que un progreso: aquel dirigido a una más marcada
distinción entre la fe y la falta de ella, entre Cristo y A nticristo.
Solo hay dos crisis de real im portancia: Edén y Calvario, y única
mente un orden del m undo: la dispensación divina, m ientras que
el orden de los im perios “es un desenfreno en una variedad infinita
de torpes placeres”.
Los filósofos modernos, y aun los teólogos, se lam entan fre
cuentem ente de que el esbozo agustiniano de la H istoria del mundo
es la parte más débil de su obra, y de que el santo no ha hecho
justicia al intrínseco problem a de los procesos h istó ric o s24. Es ver-
194
dad que San Agustín descuida el relacionar la prim era causa, esto
es, el designio providencial de Dios, a las “causas secundarias” , que
actúan en el proceso como tal. P ero es precisam ente la ausencia de
una correlación detallada entre acontecim ientos profanos y sagrados
lo que distingue la apología cristiana de San Agustín de la teología
de la historia política de B ossuet, m ás elaborada, y de la filosofía
de la historia de Hegel, las cuales prueban demasiado, al encontrar
garantías de salvación y éxito en los acontecim ientos históricos. Lo
que nos parece una falta en la inteligencia agustiniana de la his
toria profana, y en su valoración de ella, se explica por su incondi
cional reconocim iento de la soberanía de Dios en la prom oción,
frustración o desnaturalización del designio humano.
Esperar del autor de las C onfesiones una crítica histórica de los
hechos empíricos estaría tan fuera de lugar como esperar de un his
toriador moderno un interés en el problem a de la resurrección de
los cuerpos, al cual San A gustín dedicó todo el últim o libro de La
Ciudad de Dios. N o es en verdad muy difícil im aginar la fe apa
sionada, la creencia en los m ilagros y el cum plim iento de las pro
fecías que inspiraron su trabajo. Para la com prensión de una mente
como la de San A gustín, tenem os que olvidarnos de las norm as de
la H istoria, en cuanto ciencia, y de su suprema ambición de regir
los acontecim ientos futuros, y tenem os que recordar la autoridad
de la Biblia, en particular la de las predicciones proféticas y la de la
Providencia divina, que no adm ite direcciones.