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SEMINARIO PONTIFICIO SANTO TOMÁS DE AQUINO

Teol. Moral II: Moral Especial. La persona


Prof. P. José Alberto Tejeda Tejada

La vocación al amor

I. La experiencia amorosa.
La experiencia supone un impacto de la realidad sobre la subjetividad
de la persona, capaz de interpelar su libertad. Nuestro punto de partida en
relación con la experiencia humana es que en ella existe una dimensión
elemental, un contenido de significado originario que la persona no inventa,
y que le permite interpretar la verdad de lo que vive. Digamos que hay una
verdad inscrita y reconocible en las realidades que se experimentan, por la
cual es posible acceder al sentido de las cosas. Esto coincide con el
planteamiento que la revelación muestra sobre la creación, como se vio en
los primeros temas, donde se halla incluida la referencia a un amor originario
que encierra la promesa de un sentido, la plenitud de una vocación. La
Creación, como acto de Amor originario, es un acto que ordena moralmente
la naturaleza y permite comprenderla.
En este marco se desenvuelve la existencia personal, en la que tiene
lugar la experiencia amorosa y desde donde es posible interpretarla, pues no
es posible penetrar en lo profundo del amor sin abrirnos al misterio de su
origen. Esta experiencia del amor comprende siempre la novedad de un
acontecimiento, de un encuentro que, como se detallará en el siguiente
epígrafe, implica de manera integral a la persona. Sin embargo, debido a la
fragmentación interna que la persona padece, no siempre es capaz de
aprehender la experiencia amorosa en su plenitud y en la profundidad que
implica. Y en consecuencia se puede caer en las siguientes reducciones de la
misma:
• La experiencia amorosa y la reacción que genera no serían más que un
simple proceso natural empírico, como pueden ser el latir del corazón,
el fluir de la sangre, la regulación hormonal, la reproducción celular,
etc. Una realidad “instintiva” cuya verdad se agota en la reacción que
provoca. Esto, como se verá más adelante, supone reducir demasiado
las cosas, pues la persona no es una mera observadora de lo que sucede
en la experiencia del amor, sino que ésta provoca su libertad, sea
aceptando o negando lo experimentado.
• La experiencia del amor sería algo puramente emotivo o pulsional. Es
algo que sucede y que no podría enmarcarse en el ámbito de la
racionalidad. Su camino propio sería el de dejarse llevar por lo que se
siente en un determinado momento. Ante esto se verá cómo se integra
la riqueza afectiva suscitada por la experiencia amorosa en una
racionalidad que le otorga orientación. Lo que “se siente” tiene un
sentido y puede ser valorado y juzgado en la verdad que contiene.
Como experiencia verdaderamente humana reclama la posibilidad de
dar razón de ella, por lo que, para vivirla humanamente, requiere el
trabajo compositivo de la razón, que juzga de la plenitud a la que hace
referencia.

• Dicho esto, señalamos también que, en el amor, no todo puede


reducirse a razones en el sentido racionalista del término: aunque
forman parte de la misma dinámica, la parte afectiva de esta
experiencia, que se vive como pasividad, no puede olvidarse. La
relación esencial entre afectividad y racionalidad, como también se
verá, desvela la importancia de estimar que lo que acontece en el
impacto de la experiencia amorosa implica más de lo que somos
capaces de explicar, pues se engarza además en un horizonte de
sentido que en el instante presente no se alcanza a comprender en su
totalidad.

• Por último, hay que decir que no puede reducirse lo que sucede en esta
experiencia a una relación sujeto-objeto. Porque en el caso que nos
ocupa “la realidad que impacta no es “algo”, un objeto, un cuerpo con
determinadas cualidades capaces de excitar nuestro organismo, sino
“alguien”, que en su corporeidad, transparente en su rostro, en sus
ojos, se dirige a nosotros y nos mira y nos habla. Lo que se descubre
en la experiencia amorosa es el encuentro de dos subjetividades”1

II. Implicación de la persona en la experiencia del amor


¿Cuál es la razón por la que la experiencia amorosa parece tan compleja
y frágil? Responder a esta pregunta implica considerar la originalidad de la
persona, que se encuentra involucrada en todas sus dimensiones en tal
experiencia. Veámoslas brevemente, comentando en cada una de ellas qué

1
NORIEGA, El destino del eros, 22
reacción motiva, qué finalismo implica, cuál es su acto propio y qué
repercusión subjetiva provoca. Para ello es imprescindible tener presente que
esta división se hace con la intención de comprender mejor la unidad de los
elementos en juego, pues sin una visión integradora se caería con facilidad
en alguna de las reducciones que acaban de exponerse. Hay que decir
también que cada una de estas dimensiones está implicada en la siguiente, y
que si esta prescindiera de la anterior dejaría de tener sentido2.
Dimensiones de la persona implicadas en la experiencia amorosa
• Dimensión corporal-sensual. En este primer nivel, la reacción peculiar
que se verifica es la excitación ante el cuerpo de una persona de sexo
opuesto que es complementario al nuestro. Se trata de un dinamismo
del cuerpo y de determinados órganos que está finalizado
naturalmente al cuerpo y a los órganos de la persona sexuada en forma
diferente. En virtud de esta finalización, el hombre se dirige a la mujer
y viceversa, buscando una complementariedad corporal-genital. La
persona aparece, a este nivel, bajo la perspectiva de los valores
corpóreo-sensuales que posee. Son ellos los que particularmente
interesan en esta dimensión. Se presenta con una impulsividad fuerte
que orienta, como acto propio, a la unión corporal, que posee a su vez
una intrínseca capacidad reproductiva. Una vez alcanzado el fin que
persigue, produce una satisfacción sensual, el placer carnal, que apaga
el deseo y la necesidad que se generó.

• Dimensión afectivo-psicológica. Esta segunda dimensión involucra


no solamente el cuerpo sino la interioridad humana, e implica también
una reacción peculiar: la emoción ante el modo como la masculinidad
y feminidad encarnan los distintos valores humanos, dándoles su
propia originalidad (seguridad, fortaleza, inteligencia, arrojo, encanto,
ternura, intuitividad, paciencia, simpatía, alegría.). Se trata, ahora, no
tanto de una pulsión cuanto de un estado afectivo o sentimental
sumamente interesante y que abre tantas dimensiones de la persona,
anteriormente desconocidas. Son dimensiones o valores ligados al
hecho de ser hombre o mujer, que generan la posibilidad de una
complementariedad afectiva. El nivel anterior no ha sido eliminado,
porque se mantiene en su justo nivel: la atracción del cuerpo continúa,
pero integrada en una atracción más profunda, donde se atisba la

2
Ibid., 42-46
belleza de lo humano, y donde la misma atracción sensual alcanza un
sentido nuevo, se enriquece.
En este nivel se da también una complementariedad, pero de tipo afectivo,
por la que la persona se ve finalizada no tanto en los valores corporales,
cuanto a la presencia interior del amado en sí mismo. En esta dimensión
aparece el valor simbólico de la vida y de las cosas. Integra la memoria y la
imaginación, se expresa a través de tantos gestos de ternura y cariño:
constituye la trama del amor, la fuente de la simpatía y de la genialidad. Su
acto propio es el amor como unión de sentimientos, vivida como una
complementariedad afectiva. Satisfecha su atracción, surge la complacencia
o resonancia afectiva, como una satisfacción ante lo que implica tal
complementariedad.
• Dimensión personal. La reacción propia de esta nueva dimensión
es la admiración, que implica el nivel superior de la vida psíquica
del hombre: la inteligencia y la voluntad. La admiración nace
cuando se percibe que la atracción que ejerce la persona de sexo
opuesto no está sólo centrada ni dirigida a sus valores sensuales o
afectivos, sino en la persona misma. El valor ahora no es una de
sus cualidades (su cuerpo su inteligencia, su simpatía...) sino la
persona en sí, que nos interpela en las características sexuales de
su cuerpo y en las reacciones emotivas.

• Dimensión transcendente. Aparece en esta dimensión la


posibilidad de que dos personas de sexo opuesto se atraigan no
solamente por sus valores corporales o afectivos, o por ser quienes
son, sino porque descubren un misterio que les trasciende, pero que
en ambos se halla presente: se trata del misterio de Dios. Es
entonces cuando surge el estupor, como reacción ante el misterio.
Es aquí donde se explica el origen último de la irrepetibilidad y el
ser irremplazable de la persona humana, porque es amada
singularmente por Dios. La finalización que produce esta reacción
va dirigida no sólo a la comunión con la persona, sino sobre todo a
la comunión con Dios, presente en la persona. El acto propio de
esta dimensión de la atracción entre hombre y mujer es la
veneración. Tal veneración de la persona, como templo santo de
Dios, hace posible que el hombre participe ya de la beatitud misma.
Es el “gozo” propio de los bienaventurados, la beatitudo, anticipo
de la plenitud eterna.
En síntesis, la experiencia amorosa implica a la persona en su
totalidad, lo cual implica cada una de sus dimensiones. La perspectiva
adecuada para poder interpretarla según su verdadero significado tendrá que
ser integradora, sin dejar fuera ninguno de los ámbitos expuestos, pero sin
hacer tampoco un absoluto de alguno de ellos. Es importante insistir en este
aspecto, pues actualmente existen mediaciones culturales que pueden
distorsionar esta labor interpretativa. Destacamos ahora algunas de ellas, no
para rechazarlas o ponerlas en evidencia, sino para manifestar su
insuficiencia y rescatar aquellos elementos verdaderos que cada cual posee
y han de ser integrados en una hermenéutica que estime la experiencia del
amor en su globalidad.
Interpretaciones insuficientes de la experiencia amorosa
• Interpretación funcionalista. La experiencia amorosa se valora en
relación con el carácter biológico del ser humano y el desarrollo
natural de sus funciones. Es decir, todo lo que rodea e implica esta
realidad se mide por la función que desempeña en el desarrollo social
y de la especie. Olvida que la experiencia de la que tratamos implica
la interioridad y la libertad de la persona. Es cierto que implica una
funcionalidad propia de la estructura biológica y unos fines precisos,
pero ésta no agota ni configura globalmente su sentido. Por lo que toca
a la sexualidad, todo actuar se justificaría por la perpetuación de la
especie y la posibilidad de que las personas vivan unidas desarrollando
una función en la sociedad, la economía, etc.

• Interpretación romántica. El romanticismo surge con fuerza en el siglo


XIX como reacción ante el racionalismo y su exaltación de la razón
como único principio unificador de la persona. Reivindica el papel de
la propia interioridad, del sentimiento. Es cierto que consiguió resaltar
un elemento olvidado en la experiencia del amor: el sentimiento, que
tiene algo decisivo que decir. Porque la experiencia amorosa no es
sólo cuestión de una funcionalidad y utilidad, ni de decisión, sino
también de vivencia emotiva, de interioridad. El problema de la
interpretación romántica es la absolutización de este elemento de tal
modo que hace imposible que la persona encuentre en su experiencia
amorosa algo más que una experiencia sentimental, haciéndola
incapaz de interpretarla en un horizonte global de sentido que
involucre toda la historia de su vida. Es decir, del sentimiento
romántico se excluye toda racionalidad, así como la posibilidad de
situarse en el tiempo, en el contexto de una historia personal que se va
construyendo en el actuar común.

• Interpretación freudiana. Freud puso de relieve aspectos que no


pueden olvidarse, como el influjo del subconsciente sobre la conducta
humana, o el papel de la pulsión en su actuar, sobre todo en aquel que
pone en juego la sexualidad. Pero olvida que la experiencia del amor
no puede reducirse a una cuestión energética, a una fuerza ciega que
se radicara de modo exclusivo a nivel orgánico o genital; si bien su
origen es inconsciente, no puede reducirse al instinto, pues no es una
realidad que busque una simple satisfacción en la mera descarga de
tensiones. Desde esta perspectiva se olvida que la experiencia amorosa
implica siempre la dimensión personal. Resulta también reductora su
hermenéutica del deseo, al entender que surge del interior de la
persona sin relación con una presencia real con la que ella se
encuentra.

• Interpretación de la “revolución sexual”. En el contexto cultural que


invade la mentalidad actual se trasmite una idea clara sobre la
experiencia del amor y el actuar que motiva. Su implicación principal
sería la sexualidad como pura energía, cuestión de genitalidad, como
juego de tensión-distensión. Para vivirla en plenitud, sería necesario
liberarse de las ataduras y atavismos que la han invadido durante
muchos años de historia, ligaduras que se focalizan en la institución
matrimonial y en la fecundidad. La experiencia amorosa y el actuar
sexual que motiva pasan a ser un objeto de disfrute para las personas,
un bien de consumo, cuyo referente último es el placer sensual que
produce. Sin embargo, lejos de entrar en el proceso de
personalización, las experiencias vividas acaban aburriendo en su
monotonía, siendo necesario buscar estímulos cada vez más fuertes
para encontrar en ella el sosiego esperado.

III. El amor como pasión y la elección de amar


El amor como pasión
Hablar de “pasión” supone remitirse a un acontecimiento objetivo que afecta
a la persona y pone en marcha un proceso afectivo. En la experiencia del
amor tiene lugar un singular dinamismo que vamos a poner de relieve.
Aunque esta descripción de lo que implica para la persona la pasión de amor,
es aplicable a todo tipo de “amor”, es decir, a toda experiencia en la que
acontece en el interior de la persona la unión con un bien que la inmuta
transformándola más allá de la vivencia personal que cada cual perciba en
sus mismos sentimientos, aquí tomamos como paradigma el que venimos
planteando hasta ahora: la relación interpersonal que surge en el encuentro
hombre/mujer. Considerar estas cuestiones desde esta perspectiva permite ir
asentando las bases para el posterior desarrollo de la moral sexual, a la que
se dedicará la siguiente unidad didáctica.
• La unión afectiva. El amor empieza siempre “fuera de mí”, en aquel
bien que me interpela, me seduce y me llama. Implica, en primer lugar,
una especie de impacto sufrido por la persona. Hay “algo” o “alguien”
que nos toca, nos afecta; es lo que se denomina inmutatio. Esta
seducción despierta en la persona como una armonía, una afinidad de
sentimientos, una transformación original. Hay algo en mí que
cambia, que se transforma, que se “adapta” a la realidad que me ha
inmutado, compenetrándose la persona con aquello que le ha
seducido, y originando una intencionalidad que orienta el afecto hacia
dicho bien. Es lo que se llama la coaptatio. Esta transformación
interior del sujeto genera una repercusión cognoscitiva que implica
una alegría interior, una complacentia respecto de aquello que ha
sucedido. Es la sacudida psicológica que el bien amado provoca la
persona, quien se alegra de lo que ha ocurrido.

• El deseo. La presencia del amado en el amante no es una cuestión


meramente estética, sino una presencia dinámica que mueve a salir de
uno mismo. Por eso la unión afectiva que hemos detallado es un
primer momento en la dinámica del amor en el que la persona que ha
sido enriquecida se abre a la búsqueda de la obtención en plenitud de
aquello que se le ha anunciado. Se experimenta entonces este segundo
aspecto generado por la unión afectiva, llamado intentio o desiderium.
Según afecte a una dimensión u otra se experimentará con una
intensidad diversa. Pero debido a su carácter de fuerza y a la
intencionalidad que desvela suele ser lo primero de lo que la persona
es consciente: nos descubrimos deseando. Lo importante, pues, no es
sólo reconocer su intensidad, sino también estimar el hecho de que el
deseo es la respuesta a la atracción que ejerce el bien.

• El gozo de la comunión. No basta con la presencia afectiva, no basta


con el deseo, cuyo impulso ardiente manifiesta una carencia: el que
ama quiere gozar de la presencia del amado en la unión real con él.
Estamos aquí en la frontera de lo que será la construcción voluntaria
del actuar en el ámbito del amor: en lo que se refiere a la elección de
amar. Es ahora cuando lo original del amor, que está en la primera
unión que se crea, en esa presencia del amado en el amante que es
precaria pero rica en promesas, resuelve su tensión por la acción, que
hará posible la comunión real y no sólo intencional.
“Amar” como elección
Amar es un verbo. Significa “querer”, nos habla de la elección de
acciones concretas. Estamos ante un acto de la libertad que se ve precedido
de un don, de un enriquecimiento previo. El acto de amar no brota de la nada,
sino que está precedido de la experiencia afectiva que venimos de describir.
La elección de amar, como acto de la voluntad que quiere un bien, está unido
íntimamente a la apertura hacia ese bien que nos ha transformado
interiormente. Ahora, las dimensiones afectivo/desiderativa y
voluntario/intencional implicadas en el actuar personal entran en juego,
situándose en un ámbito que sólo es posible en el ser humano: el de la
construcción de la propia vida.
Los dos “objetos” del acto de amar: el ámbito de la amistad
Profundizando en lo que significa realmente querer a una persona,
destacamos un hecho decisivo: la intencionalidad del acto de amar implica
un doble objeto. Es decir, tiende a dos realidades: la persona amada y el bien
que para ella se quiere. Es la definición clásica de Aristóteles, que Santo
Tomás recoge: Amar es querer para alguien un bien. Se trata del mismo acto
de amor, no de dos diferentes, pero es un acto en el que están implicadas
ambas cosas. La tendencia que orienta hacia la persona amada se dirige a ella
de manera total, es decir, es amada por sí misma, y no por lo que tiene o por
el beneficio que de ella pueda obtenerse de modo egoísta. Esto se denomina
“amor de amistad”, por el que se desea el “bien de la persona”; es decir, que
ella alcance la plenitud de su vocación e identidad personal en una vida
lograda.
Este bien de la persona que se quiere para el otro, implica la mediación
de una serie de bienes para la persona, necesarios para que este fin pueda
realizarse: bienes como la posibilidad de gestionar económicamente una
vida, tener un hogar, formar una familia, abrirse a una intimidad en la unión
conyugal, expresar el aprecio por la otra persona en un gesto de ternura. Son
bienes, diversos y muy variados, porque perfeccionan a la persona amada, le
permiten alcanzar la plenitud que anhela. Sin estos “bienes”, no existe el bien
de la persona, pues éste no es algo abstracto, o un mero sentimiento vacío y
desencarnado. Esto es muy importante tenerlo claro para no caer en una
idealización de la relación amorosa en la que las acciones concretas en que
se expresa dicho amor no tuvieran importancia o fueran secundarias, pues
son expresión del bien de la persona el cual se refracta en los diversos
ámbitos de la existencia personal y en las diferentes dimensiones de la vida
en común.
Los bienes relevantes para la persona, que son las acciones concretas
en que el acto de amar cristaliza, tienen su lugar y adquieren su verdadero
significado en el contexto de una singular relación entre personas: la amistad.
Pero, ¿qué significa la amistad y por qué constituye el ámbito apropiado para
la construcción de una vida en común en el horizonte del amor? Hay que
decir, ante todo, que este término encierra un contenido semántico en
conexión con el “amor”, mucho más amplio del que se le suele asignar
actualmente, donde ha sido reducido a una especie de camaradería o a un
sentimiento de mutua simpatía. Además, no estamos ante un término
unívoco, pues la amistad puede predicarse, por ejemplo, de la relación entre
padres e hijos, entre hermanos, o entre esposos. La amistad es el ámbito en
el que la relación interpersonal puede ser construida según su verdad, ya que
la reciprocidad no es completa más que en la amistad, donde el uno estima
al otro tanto como a sí mismo.
En resumen, la construcción de una vida en común, que brota de la
fuente de la vocación al amor, no es, pues, la realización de un proyecto
idealista, sino que atañe a la existencia personal en su globalidad, en un
horizonte de significado simbólico en el que ocupa un lugar eminente el
actuar. En la interpretación cristiana del amor, su verdad no se encuentra en
la intensidad con que se experimenta, sino que: “La verdad del amor está en
ser una promesa. El amor es verdadero cuando promete una vida y una vida
plena; y es esa promesa de amor lo que nos hace entregar la vida en él. […]
La promesa del amor supone dejarlo todo ante un futuro que hemos de
construir. Es ahí donde está la verdad de la vida de los hombres, lo que
realmente hay detrás de esa entrega es una grandísima esperanza, que nos
hace vivir para ella. Y es allí donde podemos encontrar cómo esa verdad del
amor responde al deseo más profundo de nuestro corazón”3.

3
J.J. PÉREZ-SOBA, El corazón de la familia (Publicaciones de la Facultad de Teología “San
Dámaso”, Madrid 2006) 299-300.
ACTIVIDAD

1. 1. ¿De qué manera implica a la persona la experiencia amorosa? ¿Qué le revela


en relación con la construcción de su propia historia?

2. Extrae los puntos acertados y los límites de las diferentes interpretaciones


parciales de la experiencia amorosa.

3. Lee los siguientes números del CCE: 1768 y 1770, y razona la siguiente
pregunta: ¿Qué relación existe entre el amor como pasión, que interpela la
afectividad de la persona, y amar como elección, que implica la generación de
acciones concretas?

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