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Tomás Melendo
José Carlos Rodríguez Navarro
Universidad de Málaga
tmelendo@uma.es
jjoossee@inicia.es
Resumen
En el sentido que aquí le otorgo, solo existe afectividad en las personas, cuyas facultades superio-
res están abiertas hacia un crecimiento sin término. La clave de la educación de toda la afectividad
es la voluntad inteligente, potenciada por los hábitos adecuados: la vida afectiva de una persona
cumplirá mejor su función en la proporción en que el amor electivo sea de más entidad y categoría.
Palabras claves: afectividad, espíritu, voluntad, amor, educación de la afectividad
Abstract
In the meaning given here, affectivity only exists in persons, whose superior faculties are capable
of endless growth. The key to the education of affectivity is an intelligent will. Affectivity will fulfil
its mission better inasmuch as elective love is better and more intense.
Keywords: affectivity, spirit, will, love, education of affectivity
1 El presente artículo es continuación de Esbozo de una metafísica de la afectividad (II), publicado en el número anterior
de Metafísica y persona. Como indiqué en él, por razones de estilo, utilizamos los verbos en primera persona del
singular, pese a ser dos los autores.
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Esbozo de una metafísica de la afectividad (III)
2 Yepes Stork, Ricardo: Fundamentos de antropología: Un ideal de la excelencia humana. Pamplona: Eunsa, 1996, p. 59.
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Y añade:
Así, a partir de ahora no hablamos ya únicamente de pasión, pues interesa ver tal fenómeno en
conjunción con las demás facultades, y en particular con la voluntad; por ello se habla aquí de
afectividad como aquella relación existente entre pasión y razón —inteligencia y voluntad—
que hace tender al sujeto a la acción.5
La afectividad es, por tanto, para Roqueñi, un fenómeno más complejo y abarca-
dor que las simples emociones y sentimientos, al menos por tres motivos:
2.1. Porque reconoce de manera expresa la presencia del espíritu en toda la diná-
mica emotivo-sentimental del ser humano.
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Esbozo de una metafísica de la afectividad (III)
2.2. Porque son justo los complejos resultados de ese influjo los que llevan a ha-
blar de afectividad, como algo global y propia y estrictamente humano-personal, y no
simplemente de emociones, sentimientos, pasiones… o incluso afectos.
2.3. Y porque precisamente así, en cuanto penetrada por la inteligencia y la vo-
luntad, la afectividad da razón de buena parte del dinamismo humano, con las carac-
terísticas que le son propias y a las que me he venido refiriendo y todavía explicitaré.
Modificando levemente la terminología: se habla aquí de afectividad como el
resultado de la relación existente entre pasión y espíritu-nóus —inteligencia y volun-
tad—, que hace tender al sujeto a la acción.
Variedad en la infinitud
3. No obstante, considero que todavía debe acentuarse otro atributo —el más
decisivo— de la afectividad en cuanto tal, al menos, como pretendo aquí entenderla,
al margen de la mayor o menor idoneidad del término: el que refuerzan unas facul-
tades virtualmente abiertas e inclinadas a actos cada vez más intensos, vigorosos,
enriquecedores y cercanos al infinito. Y esto, en los dos ámbitos:
3.1. En el propiamente espiritual, modificando y habilitando progresivamente el
entendimiento y la voluntad hacia actos más perfectos (origen a su vez de nuevos
o más intensos hábitos), en virtud del ánimo o empuje derivado del reflujo gozoso
que generan las respectivas operaciones cada vez más perfectas.
3.2. En la esfera psíquica, gracias a su participación de la infinitud virtual de las
facultades espirituales. Por cuanto la misma sensibilidad resulta en cierto modo to-
cada por tal infinitud; y, de manera quizá más definitiva, en la medida en que, en el
hombre, incluso las operaciones formalmente espirituales resultarían incompletas,
cuando no inviables, sin el apoyo de los dominios sensibles.
4. Con lo que asimismo resaltan dos modos principales de participación de lo
psíquico en la afectividad personal:
4.1. Como complemento ineludible del ejercicio de las facultades superiores.
4.2. Como impulso y aliento para tales operaciones y, más propiamente, para las de
todo el compuesto; pero impulso y aliento que nacen, tal como ahora los contemplo,
de los sentimientos placenteros de la propia psique, que, como más de una vez he
comentado, suelen ser los más notorios para el hombre contemporáneo.
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Tal vez de todo lo anterior puedan extraerse algunos principios capaces de guiar
la educación o adecuada estructuración de la vida afectiva.
En definitiva, y de acuerdo en esto con Platón, Aristóteles y tantos otros, lo que
normalmente conocemos como educación de la afectividad consiste en lograr que los
apetitos sensibles tiendan espontánea o naturalmente —mediante la segunda natu-
raleza configurada por la virtud— hacia el bien propiamente humano:6 con pronti-
tud, facilidad y experimentando gusto o satisfacción (dimensión esta última la más
estrictamente afectiva, pero aparejada a las dos anteriores, según se desprende de lo
expuesto hasta ahora).
O, con otras palabras, en que al hombre le apetezca y resulte agradable hacer lo
que es en sí mismo bueno y que por eso, ¡por amor al bien!, debe ser hecho, y no por
una suerte de obligación fría y arbitraria.
En concreto, refiriéndose a la educación correcta, sostiene Platón:
[…] afirmo que placer y dolor son la primera percepción infantil, y es en ellos [placer y dolor]
en quienes surge por primera vez la virtud y el vicio del alma. En lo que atañe a la inteligencia
y las opiniones firmes verdaderas, tiene fortuna aquel al que se le añadieran aunque no fuera
sino en la vejez. En todo caso, perfecto es el hombre que las posee a ella y a todos los bienes
que hay en ellas.
Llamo educación a la virtud que surge en los niños por primera vez. Si en las almas de los
que aún no pueden comprender con la razón se generan correctamente placer, amistad, dolor
y odio y si, cuando pueden captar la razón, coinciden con ella en que han sido acostumbrados
correctamente por las costumbres adecuadas, esta concordancia plena es la virtud.
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Esbozo de una metafísica de la afectividad (III)
Y, por tanto, la voluntad justa ama a Dios por encima de todas las cosas, con todas sus
fuerzas, puesto que esta es la única medida adecuada al Ser divino, mientras que ama todas
las otras realidades en la medida en que participan de la bondad de Dios.
En esta rectificación del querer, todo bien es querido (también el bien sensible), pero de
manera ordenada. Toda volición y todo movimiento hacia cualquier bien se halla subordinado
a la voluntad que ama a Dios sobre todas las cosas, está integrado en la subjetividad espiritual,
de tal modo, que nada se opone a la volición racional con la que el hombre ama a Dios sobre
todas las cosas.9
Todo lo cual, asumido con la seriedad que merece, corrige y parcialmente invali-
da la afirmación, meramente psicológica, de que un sentimiento no puede cambiar-
se mediante la intrusión de la voluntad.
2. Sin duda, en la mayoría de los casos esto no puede lograrse mediante un inten-
to de intervención directa y puntual en un instante determinado de una concreta
biografía, pero sí, antes que nada, en la medida en que la rectitud de la voluntad,
mediante las operaciones que realiza o impera, configura la calidad del temple de
la persona toda.
9 Caffarra, Carlo: Ética general de la sexualidad. Barcelona: Ediciones Internacionales Universitarias, 1995, p. 44.
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Así lo sostiene Quiroga, apelando a su vez a Annas, una de las mejores especia-
listas de la doctrina aristotélica en este punto:
Se ha afirmado muchas veces que los sentimientos escapan de nuestro control voluntario; que
no se puede “mandar al corazón”. Estas apreciaciones son verdaderas solo en parte. Nuestras
formas habituales de responder afectivamente a las incidencias del vivir son las que corres-
ponden al modo de ser que hemos hecho propio, a lo que hemos querido realmente ser.
Como dice Julia Annas, “aunque pueda parecer obvio, este es un elemento de enorme impor-
tancia (…): una virtud (o un vicio) es el modo en que me he ‘cultivado’, es el modo de ser que he ele-
gido”. Nadie tiene virtudes o vicios “a pesar suyo”, sino como resultado de sus elecciones libres.10
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Esbozo de una metafísica de la afectividad (III)
3.3. Por fin, con la ayuda de Tomás de Aquino, esbozando los mecanismos por
los que todo lo precedente se lleva a término:
Hay una conexión interna en el hombre, y la voluntad ejerce el dominio existencial de todo
el dinamismo humano. “En las potencias superiores ordenadas mutuamente acontece que el
movimiento intenso de una de ellas, sobre todo de la superior, redunda en las otras. Por esto
cuando el movimiento de la voluntad se dirige por elección deliberada a algo, el apetito sensi-
tivo, concupiscible e irascible, sigue el movimiento de la voluntad. Por eso dice el Filósofo en
el libro III De Anima, que el apetito mueve el apetito, como en los cuerpos celestes una esfera
mueve a la otra” (De Verit. 25, 4).
Algunos psicólogos han intentado, no obstante, apoyarse en el espíritu para tratar al hom-
bre. La logoterapia de V. Frankl es un bello ejemplo, como lo es la psiquiatría moral de Baruk.
En ambos casos se trata de curar las enfermedades del ánimo o neurosis (y aun otras en-
fermedades) apoyándose en las fuerzas espirituales. Su éxito dependerá, por cierto, de la pro-
fundidad del desorden y de su mayor o menor estructuración en la persona, pero también del
vigor del punto espiritual de apoyo.12
11 Lobato, Abelardo: La antropología de Santo Tomás de Aquino y las antropologías de nuestro tiempo, en Lobato, Abelar-
do (Dir.), El pensamiento de Santo Tomás de Aquino para el hombre de hoy. I. El hombre en cuerpo y alma. Valencia: Edicep,
1994, pp. 216-217.
12 Pithod, Abelardo: El alma y su cuerpo. Buenos Aires: Grupo Editor Latinoamericano, 1994, p. 191.
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Es bien sabido que sobre este punto —el del posible influjo de la voluntad y de
la razón en los apetitos y tendencias, y viceversa— se han ocupado, con matices
distintos y a veces contrapuestos, la mayoría de los autores que han tratado el tema:
desde Aristóteles, pasando por los medievales y las posteriores posturas dualistas o
monistas, hasta los contemporáneos.
Y que, entre algunos de estos, por una suerte de ley del péndulo derivada de la
baja estima racionalista de los sentimientos, se acentúa en ocasiones desmesurada-
mente la autonomía, e incluso una presunta independencia, de la vida afectiva.
En mi opinión, las posturas más equilibradas son las que, tras las huellas de la
distinción aristotélica entre dominio despótico y político,13 aseguran una capacidad
de intervención indirecta de la voluntad en los apetitos inferiores y en los afectos
consiguientes.
Por ejemplo:
[…] Hildebrand dirá que la voluntad en su libre ejercicio llega a influir sobre las respuestas
afectivas: sancionando o desautorizando las ya existentes, o favoreciendo que surjan otras no
existentes. Son las formas de libertad que Hildebrand llama, respectivamente, “cooperadora”
e “indirecta”.14
No es difícil advertir, con solo analizar estas dos citas, hasta qué punto las sim-
ples diferencias de matices acabarán por desembocar en posturas significativamen-
te diversas.
En cualquier caso, lo que más me interesa subrayar es algo a lo que no suele
atenderse en exceso: el influjo ontológico-intrínseco entre las facultades espirituales y
psíquico-sensibles, con sus respectivas manifestaciones, como fruto de la continui-
dad que en el hombre establece la existencia de un único acto de ser.
Y también desearía poner de manifiesto la conclusión a la que de este modo
se arriba. A saber, que, aunque no su totalidad —y esto debería quedar claro—, el
fundamento y la clave de la educación de la afectividad psíquico-sensible radica pa-
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Esbozo de una metafísica de la afectividad (III)
A lo que agrega:
Para querer a los demás es necesario antes quererse uno a sí mismo, porque este acto volitivo
es unificador y vertebrador y posibilita desde el punto de vista psicológico la estructuración
de la persona humana.17
Y también:
Se trata de tener una idea asumida de la propia identidad y sentir un auténtico afecto hacia ella,
para que fruto de ese conocimiento-autoestima nazcan también unas relaciones afectuosas con los
demás.18
Para concluir:
16Martí García, Miguel-Ángel: La afectividad: Los afectos son la sonrisa del corazón. Madrid: Ediciones Internaciona-
les Universitarias, 2000, pp. 19-20.
17 Ib., p. 21.
18 Ib., p. 22.
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La primera obligación que tenemos todos es sentirnos a gusto con nosotros mismos.19
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Por tanto, aunque tal vez deba atribuirse cierta primacía a la formación de la
voluntad, es imprescindible agregar, con la misma fuerza, la necesidad imperiosa
de educar las tendencias sensibles y los sentimientos que de ella derivan, si lo que
pretende obtenerse es el crecimiento del hombre en su condición íntegra y, como
vengo repitiendo, el de las propias facultades espirituales.
De acuerdo de nuevo con Colom y Rodríguez Luño, me opongo a:
[…] la idea de algunas corrientes de pensamiento —los estoicos y Kant, por ejemplo— que
ven en las pasiones cierto peligro, por cuanto arruinarían el juicio de la inteligencia y serían
incompatibles con una auténtica pureza moral, cosa que solo ocurre con las pasiones desorde-
nadas; las pasiones ordenadas, por el contrario, contribuyen al buen comportamiento moral.
Con razón se afirma que las pasiones constituyen energías inmensas, a las que no hay por
qué sofocar, sino solo finalizarlas según el orden de la recta razón, asumiéndolas en las distintas
virtudes, de modo que el bien se realice de manera espontánea. Disciplinados de este modo, los
sentimientos tornan más fáciles unas correctas relaciones interpersonales, nos permiten valorar
y decidir con prudencia y nos hacen posible mantener la paz en las contrariedades.
Lo que realmente está de acuerdo con la naturaleza humana es ordenar todos los movimientos pasio-
nales de forma que el hombre en su plenitud se comprometa y empeñe en realizar el bien.20
En resumen
20 Colom, Enrique; Rodríguez Luño, Ángel: Elementi di Teologia Morale Fondamentale. Roma: Edizioni Università
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Estimo que esta puntualización es importante y por eso reclama una atención
adicional: entre los hombres, por lo que otras veces he denominado «principio de la
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En general, la razón, mediando la voluntad y la cogitativa, puede ejercer cierto control sobre la
afectividad inferior, reduciendo los apetitos sin represión en el sentido freudiano.
Pero como las emociones sensitivas son de naturaleza orgánica, también se puede ejercer
influjo sobre ellas por la excitación o inhibición de los órganos correspondientes del sistema
neuro-endócrino. El alcohol relaja las tensiones (cuyo origen hay que basar en el irascible) o
puede excitar la agresividad. Los psicofármacos actúan análogamente. La parte orgánica es
“quasi causa material” de la emoción. Cuando la tristeza aprieta, un baño o un vaso de vino, o
una música apropiada, puede calmar esta pasión.
23 Cf. Melendo, Tomás: Metafísica de lo concreto. Madrid: Ediciones Internacionales Universitarias, 2ª ed., 2009,
cap. V.
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Pero solo podrá ser controlada eficazmente si la razón la asume. A veces la razón encuentra difi-
cultades graves porque las disposiciones afectivas profundas —que tienen sus últimas raíces
en lo orgánico— prácticamente no son accesibles al influjo racional. El electro-shock puede
ser interpretado como el intento de remoción de las bases orgánicas —nerviosas— de las dis-
posiciones afectivas o imaginativas perturbadoras, aflojando los “nudos” que puedan estar
impidiendo a la razón el tomar su liderazgo “político” sobre la afectividad, y en general sobre
las potencias inferiores.
Por desconocimiento de estos hechos, Freud pudo creer inicialmente que bastaba la con-
cientización del trauma psíquico para curarlo.24
24 Pithod, Abelardo: El alma y su cuerpo. Buenos Aires: Grupo Editor Latinoamericano, 1994, pp. 201-202. Cur-
siva mía.
25 Cf. San Alfonso María de Ligorio: Práctica del amor a Jesucristo. Madrid: Rialp, 6ª ed., 1992, p. 284.
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Cito muy a menudo una frase de Bismark […], al escribir a su joven esposa, ya que ella,
tímida criatura, no le habla acompañado en todas las vicisitudes de su brillante carrera. Ella
había escrito: “Me olvidarás a mí que soy una provincianita, entre tus princesas y tus em-
bajadoras”. El respondió “¿Olvidas que te he desposado para amarte?”. Esta frase me parece
definitiva. No simplemente “porque te amaba”, sino “para amarte”. Lo que significa echar el
ancla en el porvenir. Separar una realidad eterna de las emociones fugaces de los sentidos y
de la imaginación.26
Fundamentos metafísicos
26 Thibon, Gustave: Entre el amor y la muerte. Madrid: Rialp, 1977, pp. 59-60.
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27 Aunque obviamente no me puedo poner a su nivel de especialistas, considero que el hecho normalmente acep-
tado de que la neurosis no provoca una lesión orgánica (cf., por ejemplo, Cardona pescador, Juan: Los miedos del
hombre. Madrid: Rialp, 1988, pp. 25 ss.) no invalida lo que acabo de apuntar. Más bien me parece que el carácter
absolutamente único de la cogitativa, como «puente» entre el psiquismo y la espiritualidad en sentido estricto,
haga muy difícil localizar su(s) órgano(s) propios y, por ello, advertir la correspondiente lesión.
28En el fondo, la quiebra se produce por transformar voluntaria y habitualmente en temático lo que por naturaleza
no sería sino un conocimiento concomitante.
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Así pues, debemos estar siempre vigilantes ante el uso fácil y descuidado del término
“histérico”.30
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La tercera, recentísima, viene avalada por la autoridad del actual Sumo Pontífice.
Afirma Benedicto XVI casi en el inicio de la Caritas in veritate:
Sólo en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente. La verdad es luz que
da sentido y valor a la caridad. Esta luz es simultáneamente la de la razón y la de la fe, por me-
dio de la cual la inteligencia llega a la verdad natural y sobrenatural de la caridad, percibiendo
su significado de entrega, acogida y comunión. Sin verdad, la caridad cae en mero sentimen-
talismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Este es el
riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad. Es presa fácil de las emociones y las opiniones
contingentes de los sujetos, una palabra de la que se abusa y que se distorsiona, terminando
por significar lo contrario. La verdad libera a la caridad de la estrechez de una emotividad que
la priva de contenidos relacionales y sociales, así como de un fideísmo que mutila su horizonte
humano y universal. En la verdad, la caridad refleja la dimensión personal y al mismo tiempo
pública de la fe en el Dios bíblico, que es a la vez «Agapé» y «Lógos»: Caridad y Verdad, Amor
y Palabra.32
31 Polo, Leonardo: Presente y futuro del hombre. Madrid: Rialp, 1993, pp. 83-84.
32Benedicto XVI, Caritas in veritate. Libreria Editrice Vaticana, 2009, núm. 3. Afirmaciones reforzadas por estas
otras, de un párrafo casi contiguo y dotadas de más alcance: « Un cristianismo de caridad sin verdad se puede
confundir fácilmente con una reserva de buenos sentimientos, provechosos para la convivencia social, pero mar-
ginales. De este modo, en el mundo no habría un verdadero y propio lugar para Dios. Sin la verdad, la caridad es
relegada a un ámbito de relaciones reducido y privado. Queda excluida de los proyectos y procesos para construir
un desarrollo humano de alcance universal, en el diálogo entre saberes y operatividad» (Núm. 4).
33 Cf. Tomás de Aquino: S. Th. I-II, q. 77, a. 1 c.
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vehemente que viene como a reunir en sí los bríos operativos que dimanan del (acto
de ser a través del) alma… disminuyendo de esta manera los que quedan en poder de
la voluntad misma.
Lo cual, a mi modo de ver, reviste una particular importancia porque la voluntad
es reflexiva y, volviendo sobre sí misma, puede generar energías casi infinitas: el
célebre querer-querer. Mientras que los apetitos sensibles, por su carácter intrínseca-
mente orgánico no gozan de esa propiedad fundamental.
De modo que, mientras el ejercicio amoroso de la voluntad desata y en cierto
modo da a luz e incrementa la capacidad total de obrar en pos del bien, los apetitos
sensibles, desligados de la recta voluntad, desgastan ese poder originario-originante
y van dejando a su sujeto como anémico, excepto en lo que al apetito en cuestión se
refiere; con el agravante de que el vigor de esa tendencia particular desordenada-
mente des-atada, al cortar la relación con su fuente, acaba por desgastarse y desgas-
tar a la persona toda.
5.2. Turbando el conocimiento, sobre todo en su vertiente práctica. Es decir, ha-
ciendo que en un momento concreto aparezca como bueno (mejor, como conveniente)
lo que en realidad no lo es: bien aparente, en cuanto connatural al deseo actual de
la persona, desviado e incrementado por la pasión, incluso en contra de una virtud
poseída y que en condiciones normales inclinaría a actuar de una manera diversa
o contraria.34
Por fin, también en los dominios de la beneficencia (hacer el bien) resultan impres-
cindibles los sentimientos sensibles (entusiasmo, ira santa)… justo por la debilidad
de la voluntad humana.
Son necesarios, tantas veces, simplemente para pasar a la acción, así como para
mantener y apuntalar el empuje voluntario a lo largo de una tarea dilatada y ardua.
En todo caso, siempre como complemento, y no arrogándose el papel que a la vo-
luntad compete.
Pues, como afirma Yepes a continuación de la frase que antes transcribí, en la
que deja constancia del papel de los sentimientos como refuerzo de las tendencias,
[…] el peligro que tenemos respecto de ellos es más bien un exceso en esta valoración positiva
de ellos, el cual conduce a otorgarles la dirección de la conducta, tomarlos como criterio para la
34 Cf. Aristóteles: Ética a Nicómaco, lib. III, 1114 a 31 – 1114 b 2, y la glosa, más clara, de Tomás de Aquino: Comentario
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acción y buscarlos como fines en sí mismos: esto se llama sentimentalismo, y es hoy corrientísimo,
sobre todo en lo referente al amor.35
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Yepes Stork, Ricardo: Fundamentos de antropología, Un ideal de la excelencia humana. Pamplona: Eunsa, 1996, p. 59.
Cursivas del propio autor.
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