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El significado de los símbolos de la Pascua

Por Lauro Roybal,

Los apóstoles y seguidores no podían creer que su líder, a quién habían seguido
por casi tres años y medio, ahora estaba anunciando Su muerte inminente y
necesaria (Juan 12:32-33). Les resultó bastante difícil aceptar que éste hombre, a
quien habían visto realizar portentosos e increíbles milagros, no pudiera detener
Su propia muerte, y muerte de cruz, a manos de Sus enemigos.
Poco menos de 24 horas después de celebrar la última Pascua, Jesús estaría
muerto, quedando su cuerpo colgado sobre el artefacto más cruel ideado para
torturar y matar criminales.
En la última Pascua, Jesucristo estableció la ceremonia del pan y el vino como
nuevos símbolos que, desde ese día en adelante, representarían Su cuerpo y Su
sangre. “Tomó el pan; y habiendo dado gracias lo partió, y dijo: Tomad, comed;
esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí.
Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es
el nuevo pacto en mi sangre; haced esto todas las veces que la bebiereis en
memoria de mí” (1 Corintios 11:23-25).
Hoy en día casi todos los miembros de la Iglesia de Dios conocen y entienden lo
que significan los símbolos de la Pascua; sin embargo, en los días de Jesucristo
esos símbolos causaron mucha controversia; muchos de Sus seguidores lo
abandonaran porque no comprendieron lo que significaban las palabras: “Comed
mi carne y tomad mi sangre”.
La Pascua es tal vez para el cristiano la fiesta más importante de las 7 fiestas
santas de Dios. ¿Realmente comprendemos el significado y la importancia de
tomar la Pascua cada año? ¿Entendemos la importancia de la simbología y la
seriedad de la ceremonia que pronto observaremos? Es de vital importancia
comprender el significado de la Pascua.

Ignorantes a la verdad

En el primer siglo algunos miembros de la Iglesia en Corintio no comprendieron el


significado de la Pascua. Peor aún, la estaban observando como una cena común
y corriente; de hecho algunos tomaban la ocasión para tomar y comer en exceso,
por lo que el apóstol Pablo los amonestó duramente diciéndoles que la estaban
observando “indignamente”, “sin discernir el cuerpo del Señor (1 Corintios 11:27-
29).
Pablo les dijo que por esta razón algunos estaban enfermos y otros hasta habían
muerto. El comprender la sobriedad de la ceremonia de la Pascua es vital, no sólo
para renovar nuestro compromiso incondicional con Dios, sino para conservar la
salud y la vida. Podemos perder ambas cosas por no tomar la Pascua o por
tomarla de forma indigna, quedando culpables “del cuerpo y la sangre del Señor”.
Es muy importante que al tomar la Pascua cada año lleguemos humildes, contritos
y arrepentidos de nuestros pecados, habiendo discernido detenidamente lo que
significan los símbolos de la Pascua. Si fallamos de hacer esto bien podríamos
comer y beber “juicio para sí mismos” (1 Corintios 11:27-29). Es pues vital
comprender que estamos conmemorando, de forma muy sobria y especial, la
muerte de nuestro Maestro, Salvador y Creador: Jesucristo (1 Corintios 11:26).
Aunque nuestros pecados se perdonan cuando nos arrepentimos y no
necesariamente en la Pascua, recordemos anualmente, durante la ceremonia, que
al morir Jesús sobre el madero pagó la pena de muerte por nosotros (Efesios 5:2).
Tanto el pan como el vino tienen su propio significado, aunque ambos son
símbolos de la ceremonia. Analicémoslos por separado para comprender lo que
cada uno representa y así estar más enterados y capacitados para tomar la
Pascua de manera digna y entendida.
El Pan
Jesucristo cambió el símbolo del pan durante la ceremonia de la Pascua haciendo
que desde ese momento en adelante representara Su cuerpo, que fue entregado
por nosotros. “Mientras comían, tomó Jesús el pan, y bendijo, y lo partió, y dio a
sus discípulos diciendo: “Tomad, comed; esto es mi cuerpo” (Mateo 26:26). El pan
representa el cuerpo de Cristo que fue dado como ofrenda perfecta por todos los
pecados de la humanidad. Este sacrificio voluntario y perfecto fue hecho una vez y
para siempre por el pecado y nos da la oportunidad de ser santificados, es decir,
ser separados para un propósito muy especial para Dios (Hebreos 10:10-14).
Es vital que comprendamos, al comer un pequeño trozo de pan ázimo durante la
ceremonia de la Pascua, que Jesucristo pagó la pena por todos nuestros pecado;
que nuestros pecados han sido borrados por Su sacrificio voluntario, “por el
sacrificio de sí mismo” (Hebreos 9:26).
Cristo nunca fue culpable de pecado y por esto es el único sacrificio que puede
salvar a toda la humanidad. Además Su vida, que es eterna, vale mucho más que
todas las vidas humanas combinadas. El sacrificio que Cristo hizo por nosotros
borra nuestros pecados y nos santifica ante Su padre, dándonos también acceso a
la vida eterna (Hebreos 9:26).
Debemos acercarnos a la Pascua sumamente agradecidos porque Cristo murió
voluntariamente por nosotros para el perdón de nuestros pecados. Además,
debido a que sufrió una muerte extremadamente dolorosa, Su sufrimiento también
nos da acceso a la sanidad: “Llevó el mismo nuestros pecado en su cuerpo sobre
el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la
justicia; y por cuya herida fuisteis sanados” (1 Pedro 2:24).
Jesús fue extremadamente torturado durante muchas horas antes de morir. Con
ese sufrimiento llevó sobre Su cuerpo el sufrimiento de las enfermedades físicas
que nos acarrea el pecado. Por eso cada vez que enfermamos podemos acudir
delante del trono de Dios y pedirle, por medio de la unción e imposición de manos,
que nos aplique el sacrificio de Jesús para que podamos ser sanos y nuestros
pecados pasados sean perdonados (Santiago 5:14-15).
El sacrificio y muerte de nuestro Creador y Señor debe ayudarnos a comprender
cuán grave es el pecado y qué tremendo dolor y muerte le causa a toda la
humanidad. Cristo sufrió en lugar nuestro las terribles consecuencias del pecado
para que nosotros no tengamos que hacerlo. Andábamos como ovejas
descarriadas, sin pastor y sin esperanza alguna de vida eterna. “Ciertamente llevó
él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por
azotado, por herido de Dios y abatido. Más él herido fue por nuestras rebeliones,
molido por nuestros pecados, el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga
fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada
cual se apartó de su camino; mas el Eterno cargó en Él el pecado de todos
nosotros” (Isaías 53:4-6).
Viviendo una vida diferente
El sacrificio de Cristo nos otorga la oportunidad de tener una vida diferente; una
vida llena de propósito, y más importante, con la esperanza de obtener vida eterna
de parte de Dios. Su sacrificio nos introduce a una nueva relación estrecha y
especial con Dios, y como resultado ahora caminamos como peregrinos, con la
promesa de llegar a formar parte de la familia divina para siempre como hijos
amados.
El amor de Dios se revela al llamarnos hijos de Dios, y “aunque aún no se
manifiesta lo que hemos de ser después, sabemos que cuando él se manifieste
seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene
esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:1-3).
Es sacrificio de Jesucristo debe recordarnos que ahora, siendo libres de la paga
del pecado--que es muerte eterna--tenemos el compromiso de vivir una vida
diferente: santa, pura y sin pecado. Hemos sido llamados para ser hijos de Dios y
vivir como Él vive, eternamente, gracias al gran sacrificio que voluntariamente hizo
nuestro Sumo Sacerdote y Señor Jesucristo. Cristo nos enseña que el pan es
símbolo del verdadero pan que bajó del cielo de parte del Padre para otorgarnos
vida eterna: “…mi padre os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es
aquel que descendió del cielo y da vida al mundo… Yo soy el pan de vida, el que a
mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás” (Juan
6:32-33,35). También dijo: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida
eterna; y yo le resucitaré en el día postrero… el que como mi carne y bebe mi
sangre, en mí permanece, y yo en él” (Juan 6:54-56).
El Vino
El vino, aunque parte de la misma ceremonia de la Pascua, tiene un significado
diferente. Representa la sangre derramada de Jesús por nuestros pecados.
“Tomando la copa, y habiendo dado gracias, les dio diciendo: Bebed de ella todos;
porque este es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para
remisión de los pecados. Y os digo que desde ahora no beberé más del fruto de la
vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre”
(Mateo 26:27-29).
Cristo quiso que recordáramos cada año, al tomar la copa, que el vino representa
Su sangre; Su muerte por nuestros pecados: “Haced esto todas las veces que la
bebiereis, en memoria de mí” (1 Corintios 11:25). La Pascua, al igual que las
demás fiestas santas de Dios, se celebra una vez al año. Por esta razón el vino de
la Pascua, al igual que el pan, se toma una vez al año y no varias, como muchos
equivocadamente acostumbran.
El apóstol Juan nos recuerda que la sangre de Cristo limpia todos nuestros
pecados y transgresiones: “Nos amó y nos lavó de nuestros pecado con su
sangre” (1 Juan 1:7 y Apocalipsis 1:5). La sangre es un símbolo importante que
tiene que ver, desde tiempos del Antiguo Testamento, con la purificación. El libro
de Hebreos nos dice: “casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin
derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22).
La antigua Israel ofrecía sacrificios con derramamiento de sangre para recordar
que la sangre limpia y purifica al pueblo de sus pecados. También era una
representación escenificada por los sacerdotes de lo que sería el perfecto sacrifico
de Jesucristo.
Dios le instituyó a Israel todo un sistema de limpieza ritual de los pecados: el
“Antiguo Pacto”. Fue un sistema temporal hasta la venida de Jesucristo, quién se
convirtió en el verdadero sacrificio vivo al derramar Su propia sangre una vez y
para siempre (Hebreos 9:9-10).
Bajo el Antiguo Pacto los pecados del pueblo no podían ser realmente perdonados
(por el sacrificio de animales), pero servía como símbolo temporal del verdadero
sacrificio que Cristo haría con Su muerte (Hebreos 10:1-4).
La muerte de Jesucristo era representada por los corderos sacrificados. Él vino a
ser el verdadero Cordero de Dios que quita los pecados del mundo (Juan 1:29).
Como la vida está en la sangre (Génesis 9:4) y cuando uno la pierde muere, la
sangre viene a ser una representación adecuada de la expiación del pecado por
nosotros (Levíticos 17:11). Al derramar Cristo Su sangre sobre la cruz fue
muriendo poco a poco (Lucas 22:20 y Colosenses 1:20). La vida se le fue
desvaneciendo hasta que murió (Isaías 53:12), entregando así Su vida por
nosotros.
El apóstol Pablo nos dice que la sangre de Cristo fue derramada para que
podamos recibir el perdón de nuestros pecados (Efesios 1:7). En la ceremonia de
la Pascua recordamos que esa sangre derramada fue la misma que fluía en el
Creador del universo, que nos limpia del pecado y nos da acceso a la vida eterna.
Esto debería ser un fuerte incentivo para desear no pecar más y vivir una vida de
entrega a Dios, quien nos amó hasta la muerte.
La magnitud del sacrificio de Jesucristo nos ayuda a arrepentirnos de nuestros
pecados (Romanos 2:4). Esto, aunado al bautismo y el recibimiento del Espíritu
Santo de Dios, nos permite tener la fuerza y la convicción para vivir una vida santa.
Dejando la culpa atrás
La sangre derramada de Cristo borra también la culpabilidad de los pecados
cometidos. El libro de hebreos nos dice que la sangre de Cristo hizo esto posible:
“No por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró
una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención.
Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la
becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne,
¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí
mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para
que sirvamos al Dios vivo?” (Hebreos 10:4).
Qué gran bendición saber que no tenemos que cargar para siempre con el
remordimiento por los pecados que cometemos, sabiendo que Cristo nos limpia del
pecado y la culpa por medio de Su sangre.
Aunque Dios nos perdona y nos limpia de toda culpa, tenemos remordimientos
porque nuestra conciencia nos condena. Por esta razón Pablo nos dice que la
sangre de Cristo limpia nuestras conciencias de obras muertas para que podamos
servir al Dios vivo (Hebreos 9:14).
Nuestras conciencias sirven para recordarnos que hemos hecho mal. Si no las
cauterizamos (1 Timoteo 4:2), es decir, si no perdemos la capacidad de discernir
entre el bien y el mal, entre lo justo y la injusto, nuestras conciencias nos
reprueban Hechos (2:36-37). Este es el arrepentimiento que viene de parte de
Dios, el que nos conduce hacia el bautismo.
Conocer la verdad nos ayuda a concientizar lo mucho que necesitamos el perdón
de Dios (Romanos 5:6-8). Cuando llegamos a comprender que Cristo murió por
nuestros pecados y lo que representa el sacrificio tan enorme que hizo por
nosotros, sentimos el impulso de obedecer a Dios y ser perdonados (Romanos
7:20-21).
Al arrepentirnos y bautizarnos estamos confiando en que el sacrificio de Cristo por
nuestros pecados y transgresiones nos lavó completamente. Ahora, después del
bautismo, sólo debemos recordar este tremendo sacrificio durante la ceremonia de
la Pascua cada año para vivir con una consciencia limpia y una vida libre del
pecado que nos condena. Tanto los pecados como la culpabilidad son borrados. Al
ser perdonados nuestros pecados podemos peregrinar hacia la vida eterna
confiados, con la consciencia limpia de la culpa del pecado. ¡Qué tremenda paz y
cuán grande bendición!
Dios nos otorga la verdadera libertad cada vez que nos arrepentimos. Aunque no
tenemos que esperar hasta la Pascua para que nuestros pecados sean
perdonados, la ceremonia nos sirve de recordatorio anual que todos nuestros
pecados y toda la culpa son borrados por medio de la sangre de nuestro Salvador
Jesucristo (1 Juan 1:9; 3:19-20).
Al tomar el vino en la ceremonia de la Pascua demostramos nuestra fe en que por
medio de la sangre de Cristo nuestros pecados han sido totalmente perdonados.
Celebramos la Pascua con la misma fe de los patriarcas y todos los verdaderos
cristianos a través del tiempo. Recordemos que no estamos condenados ante Dios
porque Cristo ya pagó por nosotros (Juan 3:18). Esto es lo que significa lo que
escribió el autor del libro de los Hebreos acerca de tener “purificados los corazones
de mala conciencia” (Hebreos 10:22).
Al tomar el vino durante la ceremonia de la Pascua también recordamos que,
siendo Cristo nuestro continuo sacrificio y estando a la diestra de nuestro padre,
tenemos acceso directo a Dios y podemos vivir una relación íntima, cercana y
permanente con nuestro padre.
La sangre del pacto
Cristo, por medio del derramamiento de Su sangre, hizo un Nuevo Pacto con
nosotros. Al decir, “Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto”
(Mateo 26:27-28), Cristo entra en una relación nueva con cada uno de nosotros.
La sangre siempre ha representado y servido como símbolo de un acuerdo—un
pacto entre dos partes (Éxodo 24:3-8; Hebreos 9:18-20). Al ser llamados por Dios
Su Espíritu nos guía hacia el arrepentimiento. Cuando esto sucede y nos sentimos
culpables de las transgresiones pasadas, por medio de nuestras conciencias que
nos condenan, buscamos el bautismo. Al bautizarnos, entramos en un nuevo
acuerdo o pacto con Dios, ya que es allí donde se aplica por primera vez la sangre
de Cristo que nos redime de la pena de muerte eterna por la transgresión de
nuestros pecados.
A partir de ese momento vivimos por fe. Sin embargo, aunque nuestro deseo sea
nunca más pecar, nuestra naturaleza humana nos domina con frecuencia y
caemos en pecado. Cuando esto sucede nos basta arrepentirnos sinceramente
ante Dios y pedirle perdón para que nuestras culpas y conciencias queden de
nuevo limpias. Durante la ceremonia de la Pascua recordamos la gran importancia
que tiene estar dentro de este tremendo nuevo pacto con Dios.
La sangre derramada de Cristo, simbolizada en la pequeña copa que tomamos
durante la ceremonia de la Pascua, representa los términos del pacto que
absuelve nuestros pecados (Hebreos 9:11-12,15). La Pascua sirve como
recordatorio y como una renovación de este pacto.
Cristo cumple Su parte del pacto olvidándose de nuestros pecados y
transgresiones. “Este es el pacto que haré con ellos después de aquellos días,
dice el Señor; pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribiré,
añade: Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones” (Hebreos
10:16-17).
El perdón de los pecados nunca pudo haberse logrado por medio de la sangre de
animales que sacrificaba Israel en el Antiguo Pacto. Sólo la sangre de Dios mismo
hace posible el total perdón de los pecados para siempre.
Las leyes de Dios ahora han sido escritas en nuestros corazones, no en tablas de
piedra como lo estaban bajo el primer pacto. Israel jamás tuvo la capacidad de
cumplir con su parte ante Dios (Éxodo 24:7-8), pero ahora nosotros podemos tener
acceso al poder que hace que todas las cosas nos sean posibles cuando las
pedimos en el nombre del quien murió por nosotros—en el nombre de nuestro
salvador Jesucristo.
Las leyes escritas en nuestros corazones
El pueblo de Israel jamás tuvo un corazón dispuesto a guardar fielmente los
mandamientos de Dios y Él ya se los había dicho (Deuteronomio 5:29). Pero
ahora, bajo el Nuevo Pacto, estas leyes quedan grabadas en nuestros corazones y
nos enseñan la verdadera adoración a Dios (Romanos 7:12).
Al tomar el vino del Nuevo Pacto reconocemos que tenemos un acuerdo con Dios
que se ratificó por medio de la sangre de Cristo; confesamos delante de Dios que
estamos dispuestos a vivir una vida nueva, purificada y apartada del pecado, por
medio del poder del Espíritu Santo en nuestras mentes.
La Pascua nos recuerda que ahora guardamos las leyes de Dios con una actitud
agradecida por el sacrificio de Cristo que pagó por nuestros pecados, tanto por
medio de Su cuerpo quebrantado como por el derramamiento de Su sangre. Nos
recuera que ahora somos hijos de Dios, “elegidos para obedecer y ser rociados
con la sangre de Cristo” (1 Pedro 1:2).
La Pascua es, para nosotros los llamados y elegidos ahora, una renovación anual
de nuestro pacto con Dios. Por esto es el sucedo más importante del año en la
vida de un cristiano.
No incurramos en la apatía ni en el descuido de acercarnos a la Pascua
indignamente, sin haber discernido el cuerpo y la sangre del excelso sacrificio que
hizo por nosotros nuestro Señor Jesucristo. Más bien acerquémonos con acción de
gracias y profundo entendimiento del verdadero significado de Sus acciones.
Permitamos que esta Pascua produzca un cambio permanente y duradero en
nuestras vidas que nos ayude a profundizar más que nunca en la magnitud y las
implicaciones espirituales que encierra para nosotros (1 Corintios 11:27-29).
Participemos este año en la ceremonia de la Pascua cabal y dignamente, porque
el significado espiritual y nuestra participación en ella son de trascendencia y
consecuencias eternas.

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