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Concepto de Nacionalidad

La nacionalidad es el vínculo jurídico y de pertenencia entre una


persona y un Estado, el cual implica derechos y deberes entre ambas
partes de forma recíproca. Es decir, la nacionalidad es la relación entre
un individuo y un Estado, por el cual tiene obligaciones como el pago
de impuestos, pero también recibe beneficios como los servicios
públicos (seguridad, justicia, etc.) Asimismo, la nacionalidad juega un
importante papel en el sentido de ser la condición necesaria para
acceder a la protección diplomática de los derechos de los nacionales de
un país cuando se encuentran en el extranjero. Es decir, todo nacional
de un Estado tiene derecho a que los órganos diplomáticos de su país le
ofrezcan protección y asesoramiento durante sus estancias en el
extranjero. La nacionalidad es un vínculo sociológico, político y
jurídico que une a una persona con un Estado determinado. Es un
vínculo sociológico por cuanto implica la existencia de una serie de
factores culturales, históricos, raciales y geopolíticos los cuales hacen
que exista una comunidad espiritual que aspira a un destino común. En
el Estado moderno se dice que la nacionalidad no se impone, ya que no
se puede obligar a una persona a formar parte de un Estado en tanto no
lo quiera. En la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU (10
de diciembre de 1948) se establece en el artículo 15 que “Todo
individuo tiene derecho a una nacionalidad, nadie podrá ser
arbitrariamente privado de su nacionalidad ni del derecho a cambiar de
nacionalidad.
HISTORIA
Desde los albores de la civilización, los grupos humanos organizados han
manifestado una tendencia a garantizar su seguridad separándose de los otros
grupos y trazando los límites entre “ciudadanos” y “extranjeros”. Y en su
interior, cada grupo ha pretendido darse una estructura jerárquica,
diferenciando los poderes y las responsabilidades colectivas. La ciudadanía,
sostiene Aristóteles en el Libro III de la Política, debe ser concedida
únicamente a los hombres adultos y libres: libres también en el sentido de
que la libertad del trabajo servil le permite participar en la ekklesia —la
asamblea en la cual se toman las decisiones políticas fundamentales— y de
asumir los cargos públicos más altos, como aquellos de los jueces,
magistrados, sacerdotes. No muy distinta es la concepción de la ciudadanía
romana en la época republicana. También en Roma el ciudadano se identifica
con el hombre adulto que es libre, y que es, además, un pater familias que
ejerce su potestad sobre todo el grupo familiar, compuesto por la mujer, los
hijos, los libres y los clientes. El civis romanus no se opone únicamente al
extranjero no residente, sino también a los extranjeros residentes, a las
mujeres, a los hijos, a los esclavos. La concepción moderna de la ciudadanía
surge gracias a los teóricos del absolutismo monárquico que escriben entre el
siglo XVI y XVII, como Jean Bodin y Thomas Hobbes. El concepto de
ciudadanía pierde su significad de participación en las funciones públicas y
en la honorabilidad que dichas funciones conllevan. Ser ciudadano equivale a
ser súbdito y obediente del soberano, sujetado a las mismas leyes y
costumbres, independientemente de las diferencias de religión, de lengua y de
origen étnico. Sin embargo, es con las grandes revoluciones burguesas del
siglo XVII y XVIII —y con las obras de autores como John Locke y Jean-
Jacques Rousseau— que la concepción moderna de la ciudadanía se afirma
como igualdad jurídica de todos los ciudadanos en tanto sujetos de derecho,
detentadores de la soberanía y miembros de la nación. La única exclusión
“obvia” respecta al género femenino (e incluso, por mucho tiempo, a los no
propietarios). A pesar de estas incongruencias, la ciudadanía moderna se
consolida como el contenedor de una serie abierta de derechos subjetivos que
pueden ser válidos incluso contra las autoridades del Estado. Aquí es donde
se encuentra el profundo significado filosófico y antropológico, que se
inspira en la concepción ilustrada eiusnatural del individuo. Los hombres son
seres racionales, libres, moralmente responsables, iguales frente a la ley e
independientes desde el punto de vista económico. Hoy, en pleno inicio del
siglo XXI, después de la victoria planetaria de la economía de mercado, el
optimismo social democrático parece haber perdido fuerza: los derechos
sociales gradualmente han perdido los requisitos de la universalidad y de la
accionabilidad jurídica. Y no faltan autores, como Loic Wacquant, que
sostienen que los procesos de globalización, vaciando a los Estados de una
parte relevante de sus prerrogativas, van hacia la tendencia de reservarles (a
los Estados) la sola garantía del orden público. En este cuadro también el
Estado social asumiría una función represiva dominante, volviéndose un
“Estado penal”. Otros autores subrayan la creciente tensión entre los
derechos de los ciudadanos y las expectativas de las crecientes masas de
migrantes que se agrupan en las periferias de los países industrializados en
busca de una mejor vida.
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