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Erich Fromm1

Los dos aspectos de la libertad para el hombre moderno2 [fragmento]

Becas Europa Santander | Tercera fase de selección


Texto para los grupos de trabajo

Las doctrinas protestantes prepararon psicológicamente al individuo para el papel


que le tocaría desempeñar en el moderno sistema industrial. Este sistema, en su
práctica y conforme al espíritu que de ésta debía resultar, al incluir en sí todos los
aspectos de la vida pudo moldear por entero la personalidad humana y acentuar las
contradicciones que hemos tratado en el capítulo anterior: desarrolló al individuo —
y lo hizo más desamparado—; aumentó la libertad —y creó nuevas especies de
dependencia—. No intentaremos describir el efecto del capitalismo sobre toda la
estructura del carácter humano, puesto que hemos enfocado tan sólo un aspecto de
este problema general, a saber, el del carácter dialéctico del proceso de crecimiento
de la libertad. Nuestro fin será, por el contrario, el de mostrar que la estructura de la
sociedad moderna afecta simultáneamente al hombre de dos maneras: por un lado, lo
hace más independiente y más crítico, otorgándole una mayor confianza en sí
mismo, y por otro, más solo, aislado y atemorizado. La comprensión del problema de
la libertad en conjunto depende justamente de la capacidad de observar ambos lados
del proceso sin perder de vista uno de ellos al ocuparse del otro.

1 Erich Fromm (Frankfurt, Alemania, 1990 — Muralto, Suiza, 1980) fue un ensayista, psicoanalista,
psicólogo social y filósofo de origen judío. Su posicionamiento político tendió al marxismo, dentro de
la corriente amplia del socialismo democrático. Estuvo implicado en las primeras investigaciones de la
Escuela de Frankfurt aunque finalmente rompió con ellos al considerar que la interpretación
hegemónica, que pretendía sintetizar a Freud con el marxismo —el freudomarxismo—, era heterodoxa.
Fue uno de los grandes renovadores de la corriente psicoanalítica de mediados del siglo XX.
De entre sus obras fundamentales destacamos las siguientes: El miedo a la libertad (de cuyo capítulo
cuarto hemos extraído este fragmento), El arte de amar, Tener o ser y El corazón del hombre.

2 Erich Fromm, El miedo a la libertad, Paidós Contextos, Madrid 2006, páginas 121-129.

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Esto resulta difícil, pues acostumbramos a pensar de una manera no dialéctica y nos
inclinamos a dudar acerca de la posibilidad de que dos tendencias contradictorias se
deriven simultáneamente de la misma causa. Además, especialmente para aquellos
que aman la libertad, es arduo darse cuenta de su lado negativo, de la carga que ella
impone al hombre. Como en la lucha por la libertad, durante la época moderna, toda
la atención se dirigió a combatir las viejas formas de autoridad y de limitación, era
natural que se pensara que cuanto más se eliminaran estos lazos tradicionales, tanto
más se ganaría en libertad. Sin embargo, al creer así dejamos de prestar atención
debida al hecho de que, si bien el hombre se ha liberado de los antiguos enemigos de
la libertad, han surgido otros de distinta naturaleza: un tipo de enemigo que no
consiste necesariamente en alguna forma de restricción exterior, sino que está
constituido por factores internos que obstruyen la realización plena de la
personalidad. Estamos convencidos de que la libertad religiosa constituye una de las
victorias definitivas del espíritu de libertad. Pero no nos damos cuenta de que, si bien
se trata de un triunfo sobre aquellos poderes eclesiásticos y estatales que prohíben al
hombre expresar su religiosidad de acuerdo con su conciencia, el individuo moderno
ha perdido en gran medida la capacidad íntima de tener fe en algo que no sea
comprobable según los métodos de las ciencias naturales. O, para escoger otro
ejemplo, creemos que la libertad de palabra es la última etapa en la victoriosa marcha
de la libertad. Y, sin embargo, olvidamos que, aun cuando ese derecho constituye
una victoria importante en la batalla librada en contra de las viejas cadenas, el
hombre moderno se halla en una posición en la que mucho de lo que «él» piensa y
dice no es otra cosa que lo que todo el mundo igualmente piensa y dice; olvidamos
que no ha adquirido la capacidad de pensar de una manera original —es decir, por sí
mismo—, capacidad que es lo único capaz de otorgar algún significado a su
pretensión de que nadie interfiera con la expresión de sus pensamientos. Aún más,
nos sentimos orgullosos de que el hombre, en el desarrollo de su vida, se haya
liberado de las trabas de las autoridades externas que le indicaban lo que debía hacer
o dejar de hacer, olvidando de ese modo la importancia de autoridades anónimas,
como la opinión pública y el «sentido común», tan poderosas a causa de nuestra
profunda disposición a ajustarnos a los requerimientos de todo el mundo, y de
nuestro no menos profundo terror de parecer distintos de los demás. En otras
palabras, nos sentimos fascinados por la libertad creciente que adquirimos a
expensas de poderes exteriores a nosotros, y nos cegamos frente al hecho de la
restricción, angustia y miedo interiores, que tienden a destruir el significado de las
victorias que la libertad ha logrado sobre sus enemigos tradicionales. Por ello
estamos dispuestos a pensar que el problema de la libertad se reduce exclusivamente

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al de lograr un grado aún mayor que aquellas libertades que hemos ido consiguiendo
en el curso de la historia moderna, y creemos que la defensa de nuestros derechos
contra los poderes que se les oponen constituye todo cuanto es necesario para
mantener nuestras conquistas. Olvidamos que, aun cuando debemos defender con el
máximo vigor cada una de las libertades obtenidas, el problema de que se trata no es
solamente cuantitativo, sino también cualitativo; que no sólo debemos preservar y
aumentar las libertades tradicionales, sino que, además, debemos lograr un nuevo
tipo de libertad, capaz de permitirnos la realización plena de nuestro propio yo
individual, de tener fe en él y en la vida.

Toda valoración crítica del efecto del sistema industrial sobre este tipo de libertad
íntima debe comenzar por la comprensión plena del enorme progreso que el
capitalismo ha aportado al desarrollo de la personalidad humana. Por supuesto, todo
juicio crítico acerca de la sociedad moderna que descuide este aspecto del conjunto,
dará con ello pruebas de estar arraigado en un romanticismo irracional y podrá ser
justamente sospechado de criticar al capitalismo, no ya en beneficio del progreso,
sino en favor de la destrucción de las conquistas más significativas alcanzadas por el
hombre en la historia moderna.

La obra iniciada por el protestantismo, al liberar espiritualmente al hombre, ha sido


continuada por el capitalismo, el cual lo hizo desde el punto de vista mental, social y
político. La libertad económica constituía la base de este desarrollo, y la clase media
era su abanderada. El individuo había dejado de estar encadenado por un orden
social fijo, fundado en la tradición, que sólo le otorgaba un estrecho margen para el
logro de una mejor posición personal, situada más allá de los límites tradicionales.
Ahora confiaba —y le estaba permitido hacerlo— en tener éxito en todas las
ganancias económicas personales que fuera capaz de obtener con el ejercicio de su
diligencia, capacidad intelectual, coraje, frugalidad o fortuna. Suya era la
oportunidad del éxito, suyo el riesgo del fracaso, el de contarse entre los muertos o
heridos en la cruel batalla económica que cada uno libraba contra todos los demás.
Bajo el sistema feudal, aun antes de que él naciera, ya habían sido fijados los límites
de la expansión de su vida; pero bajo el sistema capitalista, el individuo, y
especialmente el miembro de la clase media, poseía la oportunidad —a pesar de las
muchas limitaciones—, de triunfar de acuerdo con sus propios méritos y acciones.
Tenía frente a sí un fin por el cual podía luchar y que a menudo le cabía en suerte
alcanzar. Aprendió a contar consigo mismo, a asumir la responsabilidad de sus
decisiones, a abandonar tanto las supersticiones terroríficas como las consoladoras.

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Se fue liberando progresivamente de las limitaciones de la naturaleza; dominó las
fuerzas naturales en un grado jamás conocido y nunca previsto en épocas anteriores.
Los hombres lograron la igualdad; las diferencias de casta y de religión, que en un
tiempo habían significado fronteras naturales que obstruían la unificación de la raza
humana, desaparecieron, y así los hombres aprendieron a reconocerse entre sí como
seres humanos. El mundo fue zafándose cada vez más de la superchería; el hombre
empezó a observarse objetivamente, despojándose progresivamente de las ilusiones.
También aumentó la libertad política. Sobre la base de su fuerza económica, la
naciente clase media pudo conquistar el poder político, y este poder recién adquirido
creó a su vez nuevas posibilidades de progreso económico. Las grandes revoluciones
de Inglaterra y Francia y la lucha por la independencia norteamericana constituyeron
las piedras fundamentales de esta evolución. La culminación del desarrollo de la
libertad en la esfera política la constituyó el Estado democrático moderno, fundado
sobre la igualdad de derecho de todos los ciudadanos para participar en el gobierno
por medio de representantes libremente elegidos. Se suponía así que cada uno sería
capaz de obrar según sus propios intereses, sin olvidar a la vez el bienestar común de
la nación.

En una palabra, el capitalismo no solamente liberó al hombre de sus vínculos


tradicionales, sino que también contribuyó poderosamente al aumento de la libertad
positiva, al crecimiento de un yo activo, crítico y responsable.

Sin embargo, si bien todo esto fue uno de los efectos que el capitalismo ejerció sobre
la libertad en desarrollo, también produjo una consecuencia inversa al hacer al
individuo más solo y aislado, y al inspirarle un sentimiento de insignificancia e
impotencia.

El primer factor que debemos mencionar a este respecto se refiere a una de las
características generales de la economía capitalista: el principio de la actividad
individualista. En contraste con el sistema feudal de la Edad Media, bajo el cual cada
uno poseía un lugar fijo dentro de una estructura social ordenada y perfectamente
clara, la economía capitalista abandonó al individuo completamente a sí mismo. Lo
que hacía y cómo lo hacía, si tenía éxito o dejaba de tenerlo, eso era asunto suyo. Es
obvio que este principio intensificó el proceso de individualización, y por ello se lo
menciona siempre como un elemento importante en el aporte positivo de la cultura
moderna. Pero al favorecer la «libertad de», este principio contribuyó a cortar todos
los vínculos existentes entre los individuos, y de este modo separó y aisló a cada uno

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de todos los demás hombres. Este desarrollo había sido preparado por las
enseñanzas de la Reforma. En la Iglesia Católica la relación del individuo con Dios se
fundaba en la pertenencia a la Iglesia misma. Esta constituía el enlace entre el hombre
y Dios, y así, mientras por una parte restringía su individualidad, por otra le permitía
enfrentar a Dios, no ya estando solo, sino como formando parte integrante de un
grupo. El protestantismo, en cambio, hizo que el hombre se hallara solo frente a Dios.
La fe, según la entendía Lutero, era una experiencia completamente subjetiva, y,
según Calvino, la convicción de la propia salvación poseía ese mismo carácter
subjetivo. El individuo que enfrentaba al poderío divino estando solo, no podía dejar
de sentirse aplastado y de buscar su salvación en el sometimiento más completo.
Desde el punto de vista psicológico este individualismo espiritual no es muy distinto
del económico. En ambos casos el individuo se halla completamente solo y en su
aislamiento debe enfrentar un poder superior: sea éste el de Dios, el de los
competidores, o el de fuerzas económicas impersonales. El carácter individual de las
relaciones con Dios constituía la preparación psicológica para las características
individualistas de las actividades humanas de carácter secular.

Mientras la naturaleza individualista del sistema económico representa un hecho


incuestionable y tan sólo podría aparecer dudoso el efecto que tal carácter ha ejercido
sobre el incremento de la soledad individual, la tesis que vamos a discutir ahora
contradice algunos de los conceptos convencionales más difundidos acerca del
capitalismo. Según tales conceptos, el hombre, en la sociedad moderna, ha llegado a
ser el centro y el fin de toda la actividad: todo lo que hace, lo hace para sí mismo; el
principio del autointerés y del egoísmo constituyen las motivaciones todopoderosas
de la actividad humana. De lo que se ha dicho en los comienzos de este capítulo se
deduce que, hasta cierto punto, estamos de acuerdo con tales afirmaciones. El
hombre ha realizado mucho para sí mismo, para sus propios propósitos, en los
cuatro últimos siglos. Sin embargo, gran parte de lo que parecía ser su propósito no le
pertenecía realmente, puesto que correspondía más bien al «obrero», al «industrial»,
etc., y no al concreto ser humano, con todas sus potencialidades emocionales,
intelectuales y sensibles. Al lado de la afirmación del individuo que realizara el
capitalismo, también se halla la autonegación y el ascetismo, que constituyen la
continuación directa del espíritu protestante.

Para explicar esta tesis debemos mencionar en primer lugar un hecho que ya ha sido
descrito en el capítulo anterior. Dentro del sistema medieval, el capital era siervo del
hombre; dentro del sistema moderno se ha vuelto su dueño. En el mundo medieval

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las actividades económicas constituían un medio para un fin, y el fin era la vida
misma, o —como lo entendía la Iglesia católica— la salvación espiritual del hombre.
Las actividades económicas son necesarias; hasta los ricos pueden servir los
propósitos divinos, pero toda actividad externa sólo adquiere significado y dignidad
en la medida en que favorezca los fines de la vida. La actividad económica y el
apetito de ganancia como fines en sí mismos parecían cosa tan irracional al pensador
medieval, como su ausencia lo es para los modernos.

En el capitalismo, la actividad económica, el éxito, las ganancias materiales, se


vuelven fines en sí mismos. El destino del hombre se transforma en el de contribuir
al crecimiento del sistema económico, a la acumulación del capital, no ya para lograr
la propia felicidad o salvación, sino como un fin último. El hombre se convierte en un
engranaje de la vasta máquina económica —un engranaje importante si posee mucho
capital, uno insignificante si carece de él—, pero en todos los casos continúa siendo
un engranaje destinado a servir propósitos que le son exteriores. Esta disposición a
someter el propio yo a fines extrahumanos fue de hecho preparada por el
protestantismo, a pesar de que nada se hallaba más lejos del espíritu de Calvino y
Lutero que tal aprobación de la supremacía de las actividades económicas. Pero
fueron sus enseñanzas teológicas las que prepararon el terreno para este proceso al
quebrar el sostén espiritual del hombre, su sentimiento de dignidad y orgullo, y al
enseñarle que la actividad debía dirigirse a fines exteriores al individuo.

Como ya vimos en el capítulo anterior, uno de los puntos principales de la enseñanza


de Lutero residía en su insistencia sobre la maldad de la naturaleza humana, la
inutilidad de su voluntad y de sus esfuerzos. Análogamente, Calvino colocó el acento
sobre la perversidad del hombre e hizo girar todo su sistema alrededor del principio
según el cual el hombre debe humillar su orgullo hasta el máximo; afirmó, además,
que el propósito de la vida humana reside exclusivamente en la gloria divina y no en
la propia. De este modo, Calvino y Lutero prepararon psicológicamente al individuo
para el papel que debía desempeñar en la sociedad moderna: sentirse insignificante y
dispuesto a subordinar toda su vida a propósitos que no le pertenecían. Una vez que
el hombre estuvo dispuesto a reducirse tan sólo a un medio para la gloria de un Dios
que no representaba ni la justicia ni el amor, ya estaba suficientemente preparado
para aceptar la función de sirviente de la máquina económica—y, con el tiempo, la de
sirviente de algún Führer.

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La subordinación del individuo como medio para fines económicos se funda en las
características del modo capitalista de producción, que hacen de la acumulación del
capital el propósito y el objetivo de la actividad económica. Se trabaja para obtener
un beneficio, pero éste no es obtenido con el fin de ser gastado, sino con el de ser
invertido como nuevo capital; el capital así acrecentado trae nuevos beneficios que a
su vez son invertidos, siguiéndose de este modo un proceso circular infinito.
Naturalmente, siempre hubo capitalistas que gastaban su dinero con fines de lujo o
bajo la forma de «derroche ostensible» 3 . Pero los representantes clásicos del
capitalismo gozaban del trabajo —no del gasto—. Este principio de la acumulación
del capital en lugar de su uso para el consumo, constituye la premisa de las
grandiosas conquistas de nuestro moderno sistema industrial. Si el hombre no
hubiera asumido tal actitud ascética hacia el trabajo y el deseo de invertir los frutos
de éste con el propósito de desarrollar las capacidades productivas del sistema
económico, nunca se habría realizado el progreso que hemos logrado al dominar las
fuerzas naturales; ha sido este crecimiento de las fuerzas productivas de la sociedad
el que por primera vez en la historia nos ha permitido enfocar un futuro en el que
tendrá fin la incesante lucha por la satisfacción de las necesidades materiales. Sin
embargo, aun cuando el principio de que debe trabajarse en pro de la acumulación
de capital es de un valor enorme para el progreso de la humanidad, desde el punto
de vista subjetivo ha hecho que el hombre trabajara para fines extrapersonales, lo ha
transformado en el esclavo de aquella máquina que él mismo construyó, y por lo
tanto le ha dado el sentimiento de su insignificancia e impotencia personales.

3Conspicous waste, alusión al conocido concepto de TH. Veblen en Teoría de la clase ociosa. Traducción al
castellano: México, Fondo de Cultura Económica, 1944 [N. del T.]

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