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Capítulo 4

EL ETHOS DOCENTE: UNA PROPUESTA DEONTOLÓGICA


Por Francisco Altarejos En: Altarejos, F. et. Al. (1999) Etica Docente Madrid:
Ariel

1. La moral redivida

En las dos últimas décadas, las actitudes predominantes en la educación han


cambiado de signo. El significado y la referencia de las acciones educativas han sufrido un
desplazamiento gradual pero persistente, desde la predominancia de una perspectiva
técnica hasta la reflexión desde un enfoque moral. Los tres mojones más visibles de esta
evolución posiblemente serían El planemiento de la educación, 1Aprender a ser (E. Faure)2
y La educación encierra un tesoro (J. Delors).3 El cambio de rumbo en la navegación de los
organismos internacionales a este respecto, y durante los últimos años, resulta innegable.
Esta transición podría ser objeto de una interesante investigación histórico-descriptiva.
Además, este proceso no es una lenta y pasuda emergencia, sino que- en sintonía con
tantos fenómenos sociales de las dos últimas décadas- es un firme y bullicioso brotar de
los nuevo; en este caso, de la perspectiva u orientación ética en educación. El vigor del
actual renacimiento ético se expresa, más que en la rápida velocidad, en la intensa energía
de su eclosión.
Si la orientación ética en los estudios y las prácticas sociales tiene hoy una vigencia
insospechada hace pocas décadas, la apelación a la deontología no le va a la zaga. Las
profesiones, categorías configuradoras y garantes de la excelencia personal en su
dimensión pública,4 especifican la referencia moral en su deontología o ética profesional.
Mediante ésta se pretende regular —e incluso ennoblecer— la práctica profesional
respecto a los destinatarios del trabajo. La referencia deontológica, en su acepción más
extendida, es extrínseca. La necesidad de la deontología viene determinada por los
conflictos nacidos de la misma práctica profesional en el seno de la comunidad. La inten-
ción profunda que parece sustentar a la deontología es la necesidad de equilibrio entre
derechos individuales y colectivos. El contrapeso a los derechos, obviamente, son los
deberes; de ahí el mismo nombre de la materia: deón, «deber».
Sin embargo, conviene recordar que, al menos etimológicamente, el término deón
es más amplio. No designa sólo una acción a realizar como derivación o consecuencia de
una norma prescriptiva general; de modo más propio y radical, puede explicarse como lo
que conviene hacer, lo que es menester hacer en orden al desarrollo del sujeto agente
particular. Esta más amplia consideración llevaría a definir la deontología —laxa, pero
verazmente— como el «tratado de lo que conviene hacer al hombre, es decir, como un

1
Unesco (1968), El planeamiento de la educación. Informe final (Conferencia Internacional, París, 1968),
Madrid. Ministerio de Educación y Ciencia
2
E. Faure (1975), Aprender a ser, Madrid, Alianza.
3
J. Delors (1996), La educación encierra un tesoro, Madrid, Santillana/Ediciones Unesco.
4
Cfr:V.Camps (1990), Virtudes públicas, Madrid, Esposa-Calpe, P.111
saber o disciplina que se ocupa de determinar aquellas obligaciones y responsabilidades
de tipo ético o moral que surgen en la práctica o ejercicio de alguna profesión».5 El primer
sentido del deber es de raigambre kantiana: la necesidad de la acción por respeto a la ley,
que remite a la consideración formal de las máximas éticas universales. El deber así
entendido viene a ser la limitación que se autoimpone el sujeto en aras de la objetividad
que le sobrepasa: esto es, la ley. El segundo sentido, en cambio, lejos de ser una
limitación, potencia la libertad del sujeto en pro de su perfeccionamiento como agente
moral. El deber, aquí, se vincula a la obligación zubiriana. La razón de ser del deber no está
en la constricción de la capacidad operativa del sujeto, sino precisamente en lo contrario:
en la expansión intensa de su actuación, que es perfectible de suyo. Desde esta
perspectiva carece de sentido la contraposición entre ser y deber: el ser reclama al deber
para realmente ser.
En la cosmovisión kantiana no es así, pues «el hombre es de una madera tan
torcida, que nunca llega a enderezarse». A través de sus escritos, no puede discutirse la
preocupación de Kant por el bien de la humanidad; pero no es tan fácil encontrar rastros
de interés por los seres humanos singulares. Para él resultaba compatible defender el bien
universal del hombre con la ruptura total de relaciones con su hermana, con quien ni
siquiera se saludaba al cruzarse por la calle. Es un talante que se perpetúa hasta nuestros
días: el amor a la humanidad en general junto con el olvido de la gente en particular. Las
revoluciones políticas y sociales de la modernidad no pueden entenderse ---ni hubieran
podido realizarse— prescindiendo de esta singular actitud.
Si el ser humano, en cuanto agente moral, es contemplado desde este pesimismo
básico, su quehacer relacional —por ejemplo, su trabajo profesional— debe ser regulado
desde la estipulación de los deberes, que pasan a ser el núcleo de toda ética posible. La
deontología se resuelve entonces en el código: listado de deberes del profesional por su
relación a los otros, y también de derechos, expresión de los deberes recíprocos que los
demás tienen respecto a mí. Esta visión se ha hecho consustancial a la cultura de la
modernidad, hasta el punto tic que la mención de una deontología profesional sugiere
inmediatamente la explicitación de un código de deberes y derechos. La primacía o
precedencia de unos sobre otros depende, obviamente, del punto de vista: para el cliente
o destinatario del trabajo anteceden los deberes; para el profesional, los derechos.
En principio, todo parece estar bien, en el sentido de estar equilibrado o, mejor
dicho, contrapesado. No obstante, la resolución de la deontología en códigos normativos
promueve más problemas de los que resuelve. El más inmediato, recuerda G. Jover, es la
naturaleza mixta de los códigos deontológicos: «normativamente, los códigos
deontológicos tienen un estatuto peculiar, siendo habitual situarlos en el espacio
intermedio entre lo jurídico y lo ético. La positivación en una norma, procesos formales de

5
C.W.Gichure (1996), La ética de la profesión docente, Pamplona, Eunsa, p.16
adopción, carácter vinculante para los miembros del colectivo profesional, etc., los dota
de cierta naturaleza jurídica».6 Es un efecto de la formalidad del deber, cuya prescripción
concreta se funda en una ley universal de la cual deriva. Se sobredimensiona entonces la
necesidad que comporta el deber que choca con la libertad del agente. Éste puede
efectivamente no cumplir con la prescripción; como puede —por el mismo motivo, la
libertad—excederse e ir más allá de lo prescrito. En ambos casos la eficacia del código es
discutible. «Su operatividad como tal suele ser puesta en en-redicho, al no poder
garantizarse sistemas adecuados de seguimiento y control, ni en última instancia la
preeminencia del interés de los destinatarios de la actividad. Y es probable que la razón
sea, justamente, ese aludido carácter intermedio que deja a los códigos en una zona de
gran ambigüedad, ni estrictamente lo uno, ni totalmente lo otro.»7 Ni naturaleza
puramente jurídica, ni puramente ética.
Por otra parte, la formulación de códigos deontológicos acaba remitiendo a su
problema radical, partiendo de un hecho inmediato, que es su diversidad. En efecto,
existe hoy una amplia y variada oferta de códigos deontológicos que impiden
fácticamente una síntesis operativa, cara a la acción. Se plantea entonces una dificultad: la
elección entre las diferentes listas de derechos y deberes; y esto exige una referencia
explícita a la razón o motivo de elección. Así, por los mismos requerimientos de la
práctica, surge la pregunta por el fundamento de los códigos deontológicos, que no es
más que la concreción de la pregunta esencial por el sentido y la razón de ser de la ética.
Pero, ¿cómo dar respuesta a tal pregunta si se proclama abiertamente que «no hay
naturaleza humana»?8 No queda otro camino para la fundamentación de la deontología
que la afirmación de un consenso formal respecto de los enunciados morales y su
justificación. El criterio decisivo es entonces la validez del consenso o acuerdo, que no
puede valorarse sino en términos cuantitativos, rasgo definitorio de la reciente
modernidad. La diferencia entre unos postulados deontológicos y otros estriba en el
número de aserciones concordantes: más valioso será un código deontológico derivado de
la Declaración Universal de Derechos Humanos que el establecido en un congreso sindical
o asamblea profesional local, sencillamente por el mayor número de suscriptores. Pero en
ninguno de los dos casos puede obviarse el carácter provisional —y por tanto, precario—
de las normas, derechos y deberes estipulados, cuyo valor no es intrínseco ni racional,
sino que depende de una feliz conjunción de afectos, inestable de suyo.
Entonces, el sentido de la deontología es impreciso y su alcance y validez, relativo:
en relación o en función de los individuos que lo consensúan. La dimensión jurídica —

6
G. Jover (1995), «Líneas de desarrollo y fundamentación en el campo de la deontología de las profesiones
educativas», Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 7, p. 146.
7
Ibídem
8
J. P. Sartre (1967) L´existencialisme est un humanisme , París, Nagel, p. 22.
expresión de las relaciones entre sujetos— fagocita a la dimensión ética —expresión del
perfeccionamiento del agente—, y así, proclamando genéricamente la naturaleza de la
deontología como una ética particular o aplicada, se acaba concluyendo en un formalismo
que bien podría expresarse como una «ética sin moral».
Es ésta una expresión extraña, casi una paradoja chestertoniana, pues encierra una
realidad efectiva bajo la apariencia de una contradicción lógica. Un código de derechos y
deberes, por bien elaborado que esté, tiene un origen extrínseco respecto del sujeto
agente; aunque se declare humano universalmente, no deja de ser un principio formal
que pretende regir necesariamente la acción humana en su particularidad y contingencia.
Una deontología así concebida puede —en el mejor de los casos— garantizar unas
prácticas correctas entre los miembros de una profesión, supuesto el acatamiento del
código por-éstos; o cuando menos, puede ofrecer la posibilidad de juzgar objetivamente
sobre determinadas acciones de los profesionales en el ejercicio de su trabajo. Lo que no
parece tan claro es que pueda sustentar la realización personal en el trabajo.
Salvaguardadas las exigencias propias de la profesión, y ofreciendo incluso un criterio para
la solución de posibles conflictos entre los destinatarios del trabajo y los profesionales, no
ofrece a éstos unas normas de conducta suficientemente claras, en las cuales se refleje su
modo de ser propio como profesional; si acaso cabe esperar que se caracterice al buen
profesional, sin embargo no es capaz de definir al profesional bueno9. Esta incapacidad es
particularmente peligrosa en el ámbito profesional de la docencia, pues «lo primero que
debe hacer el educador, como profesional de la enseñanza, es conseguir que su propia
tarea sea un acto ético: debe actuar éticamente, como persona que se dirige a personas, y
dar a esa relación recíproca que se establece un sentido moralmente bueno: ha de ser un
acto personal bueno, en sí y en sus consecuencias. Ha de ser un buen profesor, siendo un
profesor bueno».9 Es inexcusable la referencia moral, esto es, la relación a la bondad,
también en el trabajo profesional, pues de lo contrario se podrá llevar en conjunto una
«buena vida», aunque tal vez no sea una vida buena.10
Ésta es una finalidad deontológica irrenunciable. Si la ética profesional es en
verdad una ética particular o aplicada debe ocuparse necesariamente de la bondad del
agente; no puede ceñirse sólo a la correcta relación profesional con el cliente. Esto cabe
expresarlo adecuadamente en un código, pero no aquello, pues el cumplimiento es-
crupuloso de derechos y deberes no garantiza por sí mismo la felicidad. Más aún: un
código moral tiene su fundamento normativo en la acción humana, y ésta se realiza desde
su finalidad propia, de la cual es imposible desgajar el perfeccionamiento operativo del
sujeto agente. Y la mejora o crecimiento del ser humano, en tanto que racional, exige

9
C. Cardona (1990, Ética del quehacer educativo, Madrid, Rialp, p.19
10
Cfr.L.Polo (1996), “La Vida Buena y la Buena Vida: una confusión posible”, en La persona humana y su
crecimiento, Pamplona, Eunsa, pp.161-97
ineludiblemente el conocimiento no sólo de lo que puedo o no puedo hacer, sino —y
sobre todo— de por qué y para qué lo hago: es decir, el conocimiento de qué y quién soy.
No se trata sólo de saber —como profesional— qué debo hacer y cómo debo obrar: se
trata también de saber qué y quién soy por dedicarme a este oficio y no a otro.
Desde esta perspectiva, y contando con el obrar responsable del profesional, los códigos
deontológicos quedan relegados a una función secundaria, de mediación. Pueden —y
deben— cumplir una función de arbitraje objetivo cuando surjan conflictos singulares que,
por su especificidad y concreción, resultan difíciles de resolver analíticamente; también
permiten la necesaria reflexión sobre el quehacer profesional, sobre todo en sus aspectos
comunitarios. Pero al cabo, como afirma F. Bárcena, el profesional «cultivando su carácter
y asumiendo un compromiso en la tarea desempeñada, ni deja de ser eficaz, ni precisa de
códigos de conducta para cumplir con su deber».11

2. La deontología posible: el estudio del ethos profesional

«Deontología docente» significa, radicalmente, estudio del carácter o modo de ser


del profesional de la docencia; secundaria y derivadamente es también el estudio de los
derechos y deberes que la práctica docente conlleva. Para poder ocuparse de estipular
unos débitos y unas obligaciones en la actuación humana, es necesaria la referencia al
agente en cuanto que su práctica los reclama y su condición los justifica. De la misma
manera que el ser humano detenta unos derechos fundamentales en razón de su
humanidad, análogamente el profesional es sujeto de derechos por su profesionalidad.
No es difícil —aparentemente, al menos— conocer el ser humano en cuanto tal.
De dicho conocimiento pueden deducirse los derechos esenciales, o —en la formulación
positivista—, los derechos universales del hombre. Se sabe suficientemente lo que el
honre es en esencia, es decir, lo que originariamente tiene como suyo. Esta propiedad, lo
que tiene como suyo, se expresa en lo que le debe ser reconocido y no enajenado; lo que
tiene el ser humano en cuanto tal no puede ser vulnerado por nadie, sino que debe ser
afirmado y defendido: son los derechos humanos. Del mismo modo, para poder afirmar
unos derechos profesionales, ante todo se requiere una cierta definición de lo que el
sujeto tiene por razón de ese oficio, en cuanto que realiza cierta actividad. Las prácticas
profesionales van generando un carácter o modo de ser, que es tenido por el sujeto; dicho
carácter del agente —poseído por él en cuanto profesional— sustenta sus derechos, que
sólo indirectamente se refieren a los medios o recursos de que debe disponer.
Primariamente, los derechos profesionales se refieren a lo que el profesional tiene como
tal; y dicha tenencia no consiste en un elenco de medios o recursos externos, pues éstos,

11
F. Barcena (1989), “Explicación de la educación como práctica moral”, Revista Española de Pedagogía,
183, p. 266
puestos a disposición de quien no es profesional, no le permiten que realice el trabajo u
oficio concreto. Cuando se dice, por tanto, «lo que tiene el profesional», se está diciendo
de otro modo «lo que es el profesional»; lo inmanente a él y que no se encuentra fuera de
él: no los medios materiales, sino el saber, la experiencia, la destreza, la intención, etc. El
conocimiento del modo de ser profesional es, obviamente, el fundamento de los derechos
de la profesión, y también de los deberes correspondientes; entre los cuales, por cierto, el
primerísimo es la defensa y vindicación de tales derechos radicales, que tienen un carácter
irrevocable, pues su dejación comportaría la renuncia a la condición profesional.
Hay una diferencia destacable entre los derechos esenciales o universales del
hombre y los derechos profesionales. No es sólo la condición de fundamento moral y
jurídico de aquéllos y la naturaleza derivada y secundaria de éstos. Desde la perspectiva
práctica, de la acción, existe otra diferencia: los derechos fundamentales del hombre son
otorgados por el mero hecho de existir; los derechos profesionales, en cambio, son
adquiridos por medio del trabajo, de la práctica del oficio que hace que un ser humano no
sea solamente tal, sino que sea además un profesional. El conocimiento de la actividad y
del carácter o modo de ser que engendra, una vez más, resulta ineludible. La ignorancia
sobre la índole misma de la docencia —mayor que el saber que de ella se tiene—
posiblemente sea la causa directa de la diversidad y variabilidad en los códigos
deontológicos docentes. El mayor acuerdo que suele encontrarse en otras profesiones —
como, por ejemplo, la médica o la jurídica— respecto de los códigos deontológicos, puede
explicarse razonablemente por un mayor conocimiento del carácter o modo de ser propio
de la profesión. Esta ignorancia de la docencia como profesión, desde luego, no es una
ignorancia culpable; no se puede reprochar negligencia a los docentes por ese
desconocimiento de la naturaleza misma de la actividad, que no nos es imputable a
nosotros por falta de estudio o reflexión. La causa de esta ignorancia es sencillamente la
pobreza de tradición. La profesión docente como tal, como profesión establecida y
reconocida socialmente, es un retoño en la historia de la humanidad. Los médicos pueden
remontarse a Hipócrates y los juristas a Cicerón cuando menos, o a Ulpiano, Papiniano y
Paulo con todo rigor; pero ¿cuál es el predecesor seguro de la tradición pedagógica?
Indudablemente, Sócrates es un docente, y más incluso: un pedagogo; y es además uno
de los mejores docentes y mayores pedagogos que hayan existido..., pero ni la docencia ni
la pedagogía eran su profesión, sino sólo su afición; aunque fuera su afición profunda, es
decir, su vocación; pero no era su profesión.
El conocimiento del modo de ser, del carácter humano que forja una profesión, no puede
ser sólo el resultado de la investigación científica, ni la expresión vivencial de la
experiencia de eminentes profesionales, ni tampoco la síntesis de ambas: es y no puede
ser otra cosa
que la figura cultural que la tradición decanta con el correr de los
siglos, y que consta también, por supuesto, de las reflexiones, investigaciones y
experiencias de todos los profesionales, tanto de los brillantes y destacados, como de los
consuetudinarios. Si hay una ignorancia básica sobre el carácter del oficio de enseñar, se
debe al desconocimiento insalvable de la naturaleza de la docencia, causado por la
innegable juventud de la profesión docente. Esto es un hecho, como lo es también, sin
embargo, que del nombre de «profesional» al de «profesor» apenas medie distancia
lingüística apreciable; al menos semánticamente, por el contrario, hay una clara y
palmaria comunidad de origen. El profesional lo es, ante todo, por un saber que profesa, y
que sustenta su acción profesional, distinta del saber; el profesor lo es o lo puede ser por
profesar un saber y comunicarlo. Por otra parte, incluso cabe hablar de la docencia como
«madre de las profesiones"12 en cuanto que cualquier saber profesional se adquiere a
través de la docencia.
Si falta tradición para llegar a conclusiones seguras en la deontologia docente, será
necesario nutrirla desde su cuna. La tarea primaria en la deontología docente aparece así
como estudio y reflexión sobre el modo de ser propio de la enseñanza, la cual, en cuanto
que oficio o actividad profesada socialmente, va configurando el carácter del profesor o
del maestro, el ethos docente. «Delinear un ethos de la profesión docente es así
emprender la tarea de la definición y redefinición de la esencia misma de la docencia, de
lo que supone ser educador o ser profesor-investigador.»13
La reivindicación de la filosofía práctica, característica de la pos- modernidad, tiene
uno de sus puntos focales en el concepto de ethos, lo que hace inevitable la referencia a
Aristóteles. En él, ethos es un predicamento del género cualidad que se refiere a la
conducta. Tiene dos vertientes, discernibles pero no separables:

a) El ethos como inclinación natural o disposición dada para la acción o consecución


de algo determinado; actualmente se te- matiza o comprende como idoneidad o,
en términos psicológicos más técnicos, como aptitud. En Aristóteles la
denominación precisa seria hábito natural, que posteriormente la tradición
medieval definirá como hábito entitativo: se refiere a las capacidades operativas
del in- dividuo, de índole psicosomática, que le son congénitas; son inclinaciones
dadas con independencia de que su origen pueda atribuirse a la herencia genética,
al temperamento psicofísico individual o incluso al instinto específico; un ejemplo
sería la aptitud para la natación ágil y desenvuelta que se da en las focas;

12
T. M. Stineft (1968), The profesional problons of Teaching, Nueva York, Macmillan, p. 55; ( 1 C. W. Gichure,
cit., p. 234.
13
C. W. Gichure, cit., p. 38.
b) El ethos como disposición a la acción, pero no dada congénita y naturalmente, sino
adquirida por el individuo mediante la repetición de actos particulares que van
configurando una capacidad dinámica; por ejemplo, son torpes los movimientos de
la foca sobre tierra, pero son compatibles con la eficaz destreza adquirida para sos-
tener objetos en equilibrio sobre el hocico. Para Aristóteles es la costumbre de
hacer algo, que se tiene a causa del ejercicio; también en este caso se puede
hablar de hábito, pero no entitativo, sino operativo, en razón de su origen:
también el hábito entitativo es una capacidad de acción, pero no adquirida
operativamente, sino dada constitutivamente.

Ambos tipos de cualidades —tanto la primera como la segunda — son poseídas por el
individuo y permanentes y estables en él, pero de modo diverso. Y esta diversidad de
origen se acentúa cuando se trata del ser
pues si bien en el comienzo de la vida —en la infancia— las inclinaciones naturales dadas
son más fácilmente discernibles de las disposiciones adquiridas, a lo largo de la
maduración personal las cualidades adquiridas por el ejercicio se desarrollan
máximamente, por encima de las congénitas; incluso el mismo crecimiento de éstas se
realiza en función de aquéllas: el ethos como disposión natural concluye asumiendo al
ethos como disposición a la acción. El ser humano está constituido originariamente
(ontológicamente) por su esencia racional, pero se autoconstituye dinámicamente (ética-
mente) mediante su obrar libre que va conformando su modo de ser propio, su carácter:
su ethos. Así lo considera A. MacIntyre: «Ciertamente, moralis, como su predecesor griego
ethikos, significa "perteneciente al carácter", en donde el carácter de un hombre no es
más que sus disposiciones estables para conducirse sistemáticamente de un modo y no de
otro, y para llevar un determinado tipo de vida.»14
Con todo rigor, histórico y conceptual, el ethos es ante todo elmodo de ser propio
del-agente, y eminentemente —atendiendo sobre todo al ethos— del agente libre, del
que se autoposee en y a través de su acción deliberada. La ética tiene otra dimensión, más
radical que la normativa, como la deontología la tiene respecto a la estipulación de
derechos y deberes: la del conocimiento del carácter, del modo de ser del sujeto.
La naturaleza ética no es por tanto la naturaleza inicialmente dada, la recibida con
la dotación genética, sino que es esta otra que se adquiero por la particular conquista de
cada uno. Se obtiene como consecuencia de un peculiar modo de dirigir la propia
actividad, y se puede traducir correctamente por el término carácter en cuanto
contrapuesto al simple temperamento. A su vez, donde hay naturaleza ética, el tempe-
ramento queda moldeado por ese carácter; porque configura interiormente a los sujetos

14
A. MacIntyre (1982), After Virtife, Chicago, Notre Dame Press, p. 37.
que lo tienen, de tal modo que se manifiesta por la manera de obrar de ellos. Es decir,
afecta al ser y al actuar de la persona. Pero para que esto ocurra se necesita un esfuerzo,
por el cual puede decirse que el carácter ético es el resultado de una conquista personal,
el hacerse. En esto consiste la condición constitutivamente ética o moral del ser
humano.15

El ethos o carácter es el modo de ser personal autoadquirido en el ejercicio


cotidiano de la propia libertad. La complejidad antropológica y psicológica del ser humano
impiden de hecho comprenderlo en una consideración directa e inmediata y menos aún
permiten expresarlo en proposiciones simples. El conocimiento del ethos sólo puede
realizarse mediante la vía analítica, esto es, a través del estudio de sus elementos
constitutivos: los hábitos. Éstos son las diversas cualidades que muestran al sujeto, en
cuanto resultado del desarrollo de las diferentes capacidades operativas humanas,
congénitas y adquiridas. Hábito es costumbre, pero no sólo ni principalmente eso. El
término «costumbre» tiene hoy una connotación dominante de acción rutinaria que no se
encuentra, por ejemplo, en el latino mos. Además, al mencionar «costumbre» la atención
se dirige espontáneamente a lo primario: a su dimensión significativa de repetición
continuada de actos. Sin embargo, en su raíz antropológica, el hábito es un elemento
primordialmente ético en el sentido señalado: el hábito es la especificación del modo de
ser de una persona.
Si cabe hablar de una dimensión de vida apta como ninguna otra para formar
hábitos, desde esta perspectiva, sin duda que es la del trabajo profesional. Los hábitos
profesionales, según todo lo dicho, se caracterizan entonces por:

a) Ser ineludibles en su formación, pues la profesión supone una


ocupación intensa en el tiempo, y continuada en cuanto a las acciones; el trabajo
profesional puede compararse a otras actividades en diversos sentidos: por ejemplo,
respecto a los hobbies o aficiones, comparte con ellos en cierta forma el carácter de
vocación; pero una afición carece de la intensidad en la dedicación y, por tanto, de la
repetición inevitable de actos que configuran los hábitos; la profesión genera hábitos
necesariamente, que pueden ser perfectivos o defectivos.

b)Ser definitorios operativamente de la naturaleza de la profesión; cabe un estudio de los


fines, recursos, obligaciones y resultados de un trabajo profesional, pero el saber obtenido
es teórico y abstracto, no práctico —de la praxis y de la poíesis— y concreto; mediante el

15
Cfr. C. W. Gichure, cit., p. 35.
saber teórico puede saberse qué es la medicina o la enseñanza, pero no ya quién es un
buen médico o buen profesor, y menos aún quién sea un médico .o un profesor buenos; si
se pretende esto, deberá hacerse una deducción o derivación de los principios y
consideraciones genéricas establecidas en el saber teórico, según el talante ilustrado, pero
no podrá ser un saber propiamente práctico, esto es, un saber constituido en y desde la
acción.16

c)Ser elementos configuradores del carácter profesional propio, de un ethos o modo de ser
determinado, fruto en lo intelectual y en lo más propiamente moral de unas acciones
específicas exigidas por la finalidad y actividades propias de la profesión; dicho ethos
desborda el marco estricto del trabajo profesional, pues los hábitos no son sólo destrezas
o habilidades para ciertas prácticas concretas, sino que conforman las capacidades
humanas en absoluto; un ingeniero o un abogado no sólo son reconocibles en la fábrica o
en los tribunales, pues sus tendencias y tenencias profesionales, al ser hábitos, se
manifiestan también en las acciones de relación social y en su vida entera; desde la
profesión de enseñar se consolida un unitario modo de ser personal, de tal manera que,
según J. A. Ibáñez-Martín, «el educador auténtico pronto descubre que su trabajo no
resbala sobre su personalidad sino que cuando lo realiza correctamente le es utilísimo
para avanzar en su propia humanización».17

d)Ser las nociones centrales de la deontología, entendida ésta como conocimiento práctico
del ethos de la profesión; los hábitos son las cualidades adquiridas por el agente en tanto
que obra y hace de una determinada manera; cualidades que conllevan el perfecciona-
miento de las capacidades mediante su creciente autoposesión; se inscriben plenamente
en el tercer nivel de tenencia, el de la posesión ética; su estudio es, en rigor, el de una
ética aplicada, es decir, el de una
ética profesional.

El estudio de los hábitos profesionales es un asunto sumamente delicado por su


misma naturaleza. El saber, tras haber reflexionado sobre los principios y elementos de la
acción humana, debe llegar a considerar ésta en y desde sí misma. Es preciso entonces
partir de la misma realidad y atenerse a ella, pero directamente, y no mediante

16
Cfr F. Altarejos (1989), «La practicidad del saber educativo», en AA. VV., Filosofía de la educa- C101 i
hov, Madrid, Dykinson, 1989, p. 362 y ss.; «La naturaleza práctica de la filosofía de la educación», en AA. VV.,
La Filosofía de la educación en Europa, Madrid, Dykinson, 1992, pp. 119-33.
17
J. A. Ibáñez-Martín (1989), «El concepto y las funciones de una filosofía de la educación a la altura
»
de nuestro tiempo , en AA. VV., Filosofía de la educación hoy, Madrid, Dykinson, 1989, p. 416.
consideraciones conceptuales previas. El método o vía para el conocimiento es inductivo,
según el significado clásico. Se parte de los hechos, pero no como quiere la epistemología
contemporánea, contemplándolos desde una hipótesis, derivada de una teoría
cognoscitiva; esta metodología, por otra parte, es plenamente válida para determinadas
modalidades del conocimiento científico experimental. Pero el punto de partida aquí es la
experiencia subjetiva, tanto externa como interna, confrontada con la experiencia ajena; y
buscando la comunidad en la diversidad de las experiencias se establecen los conceptos.
Este procedimiento, obviamente, no proporciona la precisión y exactitud de otros
métodos para el saber. Sin embargo, debe aceptarse esta falta de rigor lógico constitutiva,
o bien renunciar a conocer aspectos de la realidad. Hace más de un siglo que la psicología
abandonó la investigación sobre ciertos elementos del psiquismo humano porque su
estudio le planteaba conflictos epistemológicos insalvables; el caso más destacado es la
proscripción de la voluntad. No obstante, la realidad, echada por la puerta, vuelve a entrar
por la ventana, y hoy la consideración del will se hace ineludible en uno de los campos
más vitales y fecundos de la psicología actual: la motivación. Sencillamente, basta con no
pedir al conocimiento más de lo que éste puede dar en razón de su objeto. Aristóteles ya
lo advirtió con toda claridad, refiriéndose precisamente a estas cuestiones:

no se ha de buscar el rigor por igual en todos los razonamientos, como tampoco en todas
las profesiones manuales [ ... ] Hemos de darnos por contentos con mostrar la verdad de
un modo tosco y esquemático; hablando sólo de lo que ocurre por lo general y partiendo
de tales datos, basta con llegar a conclusiones semejantes. Del mismo modo se ha de
aceptar cuanto aquí digamos: porque es propio del hombre instruido buscar la exactitud
en cada género de conocimiento en la medida en que lo admite la naturaleza del asunto.18

No hay alternativa: o se acepta el asunto como es, con sus condicionantes


metódicos y epistemológicos, o se prescinde de su estudio. Unos optarán por esta
posibilidad; otros no renunciarán a indagar, avisados tal vez por la indicación de Goethe:
«si no pretendiésemos saber todo con tanta exactitud, puede que conociéramos mejor las
cosas».19
En esta situación, como se ha dicho, se parte de la experiencia humana. En primer
lugar de la experiencia individual, no científica, formalizada y selectiva; y continuamente
se contrasta con la experiencia común, esto es, con lo que se ha entendido y sentido en
general, en la mayoría de épocas —también la propia— y lugares. No se trata de
contabilizar casos y decidir en razón de su número; éste es el procedimiento moderno de
la inducción, que aboca en la probabilidad. La inducción en sentido propio es una vía

18
Aristóteles, Ética a Nicómaco, I, 3 1094 b.
19
Goethe, Adagios en prosa, n°. 36
ordinaria del conocimiento humano, por la que se conocen los primeros principios y
algunas proposiciones como «el hombre es libre» o «el hombre es racional»; es decir,
aquello que no es demostrable. La inducción tiene como objeto lo sensible, primario y
complejo. Es, pues, el modo adecuado para el estudio de los hábitos en general, y de los
hábitos profesionales en particular.
Éstos deben estudiarse teniendo en cuenta previamente unas condiciones
preliminares y elementales:

a) Tienen que ser considerados en su conjunto. Para esclarecer el ethos de una


determinada profesión deben estipularse sus hábitos propios, esto es, aquellos
que singularizan a un profesional y lo distinguen de otro. Estos hábitos
profesionales son los que definen el tipo de acciones que el profesional se ve
forzado a realizar frecuente y constantemente en su trabajo, tanto por su voluntad
como porque así lo exige la naturaleza de su labor. Por lo tanto deben
contemplarse en su conjunto, y especialmente atendiendo a las relaciones
particulares entre unos y otros.

b) No son exclusivos de una profesión. Obviamente, entre la diversidad de profesiones


hay empero una comunidad operativa esencial, dimanada de la común naturaleza
de las capacidades humanas. Si éstas se especifican precisamente en el ejercicio de
la profesión, no lo hacen hasta tal punto que se llegue a una distinción excluyente.
Determinados hábitos pueden ser comunes en varias profesiones; de ahí la
conveniencia de atender siempre al elenco en su totalidad, al conjunto de los
hábitos profesionales; pues si hubiera en algún caso plena coincidencia con otro
elenco, entonces se trataría del mismo ethos profesional.

c) Los hábitos profesionales no son los únicos hábitos en cada profesional, en cuanto
tal. Además de los que conforman específicamente el ethos de la profesión, cabe la
posibilidad de que se desarrollen personalmente otros hábitos, e incluso es
exigible que así sea. El ser humano es persona, y como tal excede esencialmente
las condiciones materiales y formales de una actividad, por abarcante e intensiva
que ésta sea. Hay un ethos profesional, pero debe realizarse desde un ethos
personal. Esto no sólo supone la modulación de los hábitos profesionales
propiamente tales, sino también el desarrollo de algunos otros como aportación
subjetiva al quehacer profesional: son los que definen el estilo personal dentro del
ethos profesional.
d) Son especificaciones de los hábitos comunes humanos. La profesión no abarca
todas las dimensiones de la existencia; el profesional actúa también en otros
ámbitos que conllevan otras posibilidades de desarrollo habituales. Por otra parte,
la profesión emplaza de alguna manera a todas las facultades propiamente
humanas; de no ser así, el trabajo será deshumanizados; pues atentará contra la
integridad y la unidad de la persona. Así, los hábitos profesionales pueden contem-
plarse como concreciones, como especificaciones del ethos humano común.
Entonces, la aproximación al tema puede realizarse razonablemente desde la
consideración de las virtudes fundamentales o radicales de la condición humana.
Atendiendo a su objeto y a su ejercicio, tanto al hacer como al obrar, podrá
encontrarse qué aspectos o dimensiones de los hábitos comunes resaltan en un
determinado ethos profesional.

3. El ethos docente: virtudes profesionales básicas

La diferencia entre los términos «hábito» y «virtud» es de naturaleza conceptual, pues


ambos representan una misma realidad; tienen la misma referencia real, pero distinto
significado conceptual. «Hábito» expresa la dimensión de posesión de la facultad, fruto de
la reiteración de actos de la misma; responde, por así decir, a la consideración presente de
la acción, pero desde su antecedente. «Virtud», en cambio, expresa lo mismo, pero
respecto de la potencialidad que añade a la acción para el futuro; es la consideración del
hábito en cuanto que supone una energía operativa en el agente. El término latino virtus
está emparentado etimológicamente con vir («varón», no en el sentido de «macho», sino
como «varonil», es decir, entero y firme) y con vis (fuerza, potencia, energía). Recoge el
sentido del riesgo areté: es una disposición o capacidad operativa específica para algo. El
plexo entre lo adquirido y lo potencial no significa aquí composición, sino unidad real
abierta a una doble consideración intelectual. Así, desde una perspectiva teleológica,
«virtud» es el nombre que indica la culminación en la acción y, en este sentido, más
completo que el de «hábito»; «la virtud significa algo adquirido hasta el punto de que se
convierta en hábito, algo querido por la voluntad y que acaba siendo asimismo objeto del
deseo».20
También desde la perspectiva teleológica, consustancial a la educación, se puede
percibir un elemento característico de la profesión docente que la diferencia netamente
de las restantes: la imprecisión e incertidumbre de sus efectos. Este rasgo parece ser
específico del oficio de educar, pues en ningún otro trabajo se encuentra tan crasa e
inequívocamente. En los trabajos del sector primario y secundario hay un resultado neto y
concreto; se recoge la cosecha, se construye una casa, se fabrica un coche, etc.; siempre

20
V. Camps, p. 24.
hay un objeto material que se muestra incondicionalmente. También en las tareas del
llamado sector terciario hay una acción que concluye inmediatamente en un beneficio
concreto, evaluable objetivamente: el servicio prestado. Caben grados perfectivos en el
trabajo, cuyo efecto es la calidad del producto observable, contrastable y evaluable. Pero
¿cómo ponderar y aquilatar los efectos formativos de la enseñanza? Respecto de los
efectos meramente instructivos, no parece haber problemas de evaluación; más no así
respecto de los efectos formativos, inseparables de aquéllos. Hasta la fecha no se ha
descubierto el modo de saber con razonable certeza el resultado de la enseñanza, salvo en
los aspectos meramente instructivos, que no son desdeñables en absoluto, pero tampoco
definitivos en el potencial de la actividad docente. Es clásica la comparación entre
medicina y educación por la concomitancia de diversos aspectos propios. Pero sólo es una
analogía, no una equiparación: la medicina puede juzgar de modo inequívoco sobre sus
efectos: tras el tratamiento médico, el enfermo se cura o no se cura. Sin embargo, en el
quehacer docente se puede decir a lo sumo que se ha aprendido tal cosa o no se ha
aprendido; pero no cabe respuesta semejante respecto si el alumno se ha formado o no.
En suma, se tiene que realizar una tarea que, por su propia naturaleza, no encuentra es-
timación proporcionada de sus efectos, y por ende, de quien la realiza, del docente; ni
siquiera hay correspondencia adecuada a este respecto por parte del destinatario, esto es,
del alumno.

3.1. LAS VIRTUDES DE LA RESISTENCIA

Ante esta situación, el profesor debe tener la capacidad necesaria para afrontar el
quehacer con una motivación intrínseca casi exclusivamente; lo cual presenta la tarea
docente como un empeño por el valor y la nobleza propias de su quehacer, de la
enseñanza. Ésta tiene un sentido inmanente; su posible falta de rendimiento es sólo
aparente, y no es razón suficiente para interrumpirla o cesar de impartirla: sólo es motivo
indicativo para intentar mejorarla. El profesional docente lo es precisamente por afrontar
la tarea de enseñar desde su saber científico, su saber práctico y su intención de
comunicar y sólo con una frágil esperanza de conseguir un resultado firme, claro y
concreto. El hondo valor intrínseco de su tarea sostiene su acción principal y casi
totalmente; muy poco o casi nada, lo sostiene el logro de un resultado. Este talante
reclama una virtud que «tienda a lo máximo según la recta razón»;21 que no se detenga
ante los resultados escasos, pues el bien que persigue permanentemente es superior a las
deficiencias e incertidumbres de la acción. Además, al buscar directamente la mejora
personal, el docente se centra en la promoción de las obras y modera su ánimo ante unos
resultados inciertos y pobres; por eso no se alegra excesivamente si los consigue, ni

21
Tomás de Aquino, Sumara. Theologite, 2-2, q. 129, a. 3; q. 130, a. 2.
tampoco se entristece si no los logra.22 La clave de la eficacia no es la habilidad didáctica
del docente, pues depende eminentemente de la capacidad y disposición del alumno;
tampoco es sensato fiarse de la propia capacidad, por alta que sea, pues la formación se
realiza desde múltiples influencias incontrolables por el profesional docente. El profesor
deberá tener entonces la virtud que «en primer lugar se opone a la ambición excesiva y en
segundo lugar a la presunción».23 Todos estos rasgos son propios de la virtud llamada
clásicamente inagnaninúdad; actualmente se la llama por alguna de sus partes o efectos, y
se emplean los nombres de abnegación y, sobre todo, altruismo.
La enseñanza formativa se guía siempre por el fin de la educación, y no sólo por la
consecución de metas parciales y concretas. Más aún: éstas se avaloran como tales —
como metas— por su participación en la finalidad educativa superior; el profesor que
quiere formar mediante su enseñanza no enseña cálculo diferencial, ni sintaxis o historia
por el valor que tengan en sí mismas, sino por su incidencia formativa en los alumnos. La
finalidad formativa aparece siempre lejana y ardua, y por eso contrista el ánimo.
Estrechamente ligadas a la magnanimidad, en razón de estas necesidades y exigencias de
la docencia, está por una parte «la virtud que tensa el ánimo hacia algo distante y
alejado», o longanimidad,24 cuya referencia lingüística en la actualidad es muy borrosa. No
debe sorprender este vacío semántico, pues la expectativa ilusionada del futuro, la
esperanza en definitiva, es posiblemente el bien más escaso en nuestro tiempo; no
obstante, entre los términos en uso, los más próximos serían constancia, perseverancia,
entereza, y tenacidad. Constancia parece ser el nombre más adecuado hoy para la
longanimidad porque, aunque con cierta debilidad respecto de ella, conlleva la referencia
a la distancia espacial y temporal entre la intención y la realización, mejor que los otros
términos.
Por otra parte está la virtud «que conserva la razón de bien frente a la tristeza», o
paciencia,25 por la cual se persiste en el empeño y se sostiene la empresa iniciada, pese a
las adversidades externas y el desánimo interno. Este término —por una vez— tiene plena
vigencia en la actualidad; tal vez por la dureza existencial del propio tiempo que
vivimos.
Estas tres virtudes —magnanimidad, longanimidad y paciencia—parecen ser las
correspondientes al ethos docente respecto de la virtud fundamental de la fortaleza
(andreia para Platón y Aristóteles). Son, en términos de Tomás de Aquino, «partes
potenciales» suyas, diversos modos de darse la virtud de la fortaleza, según el objeto y las
circunstancias de la acción. La fortaleza se expresa adecuada y esencialmente como

22
Cfr. ibídem, 2-2, q. 129, a. 8 ad 2 y 3; q. 132, a. 2 ad 1, 2 y 3.
23
2-2, q. 131, a. 1, ad 1 y 2.
24
1-2, q. 70, a. 3; 2-2, q. 17, a. 5 ad 3; q. 36, a. 5.
25
1-2, q. 66, a. 4, ad 2; 2-2, q. 128; q. 136, a. 1 y a. 5.
resistencia; el acto propio de la virtud de la fortaleza es resistir al mal.26 Esto, lejos de lo
que supone alguna interpretación precipitada, en modo alguno implica pasividad. Aunque
el acto de resistir se manifieste en ocasiones en una quietud o inmovilidad exterior,
conlleva una enérgica actividad interna, un valiente acto de perseverancia en la adhesión
al bien27 «del que se nutre la energía que da arrestos al cuerpo y al alma»28 para sufrir las
adversidades. Todos los docentes saben —y los no docentes lo adivinan— que para
dedicarse profesionalmente a la enseñanza... hay que ser un valiente, y más en nuestros
días. Valiente es el nombre propio del que tiene y cultiva la virtud de la fortaleza.

3.2. LAS VIRTUDES DE LA MODERACIÓN

En toda profesión hay dificultades, obstáculos a veces insalvables que son parte
constitutiva de todo trabajo humano. Pero, una vez más, el oficio docente presenta su
distintiva peculiaridad frente a otros, derivada de su carácter eminentemente práxico y no
poiético. Cualquier profesional debe lidiar con problemas; si no fuera así, no habría trabajo
y no existiría siquiera la profesión. Pero generalmente son problemas dimanados de la
materia objetiva a la que se refiere el trabajo, sean las plagas agrícolas, la resistencia de
materiales para la construcción, la endeblez del organismo para su curación, o la
abstracción de las leyes en orden a su aplicación jurídica. Sin embargo, la raíz de los
problemas docentes señalada —no la única, pero sí la más propia— se da en el mismo
docente y en su relación con los alumnos; por ello le afecta más intensamente a su
persona, a su modo de ser profesional: a su ethos, en definitiva. Magnanimidad,
longanimidad y paciencia son, por así decir, las virtudes de choque en el quehacer do-
cente; pero éstas requieren un respaldo, un substrato individual específico que las
sostenga.
El docente precisa un soporte íntimo de sentido de la realidad, pero también y
sobre todo de sentido de sí mismo ante esa realidad que se le escapa, que difícilmente
puede controlar por carecer de indicadores definitivos sobre su auténtica eficacia
profesional. Es imprescindible «actuar con templanza, que significa tener temple, o tener
un equilibrio psicofísico»,29 una armonía interior sólida que impida desmesuras en la
sensibilidad subjetiva y desorden en las intenciones operativas. Ciertamente, para
dedicarse a la enseñanza, antes que ser un valiente se ha de ser primero una persona
templada. La templanza es la virtud fundamental cuya «significación original del vocablo
griego [sofrosyne], abarca todo lo que es "discreción ordenadora" [ ... ] Éste es el sentido

26
J. Pieper (1997), Las virtudes fundamentales, 5.' ed., Madrid, Rialp, p. 200.
27
Cfr. S. Th., 2-2, q. 123, a. 6 ad 2.
28
J. Pieper, ibídem.
29
C. W. Gichure, p. 271.
propio y primigenio del temperare: hacer un todo armónico de una serie de componentes
dispares».30 Templar significa esencialmente moderar. Es la virtud que realiza el principio
del justo medio en las intenciones y las acciones humanas; sin esa moderación se hace
imposible la ejecución de la justicia, pues no parece que nadie pueda ser ponderado con
los demás cuando es un descontrolado consigo mismo.
La especificación de la virtud de la moderación o templanza al ethos docente se
realiza por medio de tres partes potenciales suyas. Primero que nada es necesario conocer
justamente: conocer la realidad y a sí mismo, en y frente a esa realidad. Tiene que ser un
conocimiento alejado de extremos —templado y moderado—, que no lleve a ver
destacadamente los aspectos positivos ni se obceque en los aspectos negativos de la
realidad; al tiempo, el propio conocimiento debe ser realista y ponderado, sin caer en el
pesimismo por los fracasos, ni en la fatuidad por los éxitos. Este conocimiento sostenido
en el tiempo da lugar a la virtud que «consiste en que el hombre se tenga por lo que
realmente es», esto es, en la humildad.31Actualmente, desde la psicología de la
motivación se la valora crecientemente como autoestima: no apreciarse ni más ni menos
de lo que se es; estimarse justa y moderadamente como efectivamente se es. Desde el
prepotente orgullo que es el filo peligroso del progreso, se ha llegado a entender la hu-
mildad como apocamiento o pusilanimidad, pero no hay nada que permita pensar «que la
humildad tenga algo que ver con una constante actitud de autorreproche, con la
depreciación del propio ser y de los propios méritos o con una conciencia de inferioridad
».32 Por el contrario, es el hábito que mejor puede defender, ética y psíquicamente, contra
esa extendida tendencia depresiva del docente.
La necesidad de la autoestima o humildad destaca otra cualidad necesaria en la
docencia, perceptible directamente y por sí misma como imprescindible en la enseñanza:
el afán de aprender. No se trata del grado o nivel de conocimiento que se posea o se
desee poseer, pues el afán de aprender se sostiene y se tensa desde sí mismo, sin de-
pendencia del resultado cognoscitivo; es una virtud que «no se refiere al conocimiento,
sino al apetito de adquirir el conocimiento”.33 Pero no puede tratarse de un afán de
aprender desbocado, sin capacidad para discernir lo valioso y conveniente de lo frívolo e
inútil. Afán de aprender no es atolondrada y morbosa curiosidad, sino que, en su sentido
recto, precisamente es lo que «se opone a la curiosidad»;34 «es virtud moral que
principalmente refrena y modera el apetito de conocer».35 Su nombre clásico es el de
estudiosidad. Además de ser necesaria inmediatamente para el docente en razón de su

30
J. Pieper, p. 222.
31
S. Th., 2 -2, q. 161, a. 6; q. 162, a. 3, ad 2.
32
J. Pieper, p. 277..
33
-2, q. a. 2, ad 2; q. 167, a. 1.
34
-2, q. 160, a. 2
35
2-2, q. 166, a. 2; q. 167, a. 1.
propio perfeccionamiento profesional, lo es también como refuerzo afectivo para la
misma tarea docente, pues no sólo se enseña el saber; también se muestran las actitudes
ante el saber y, en general, la actitud ante el aprendizaje; como dijo J. Rassam, «se educa
por lo que se es, más que por lo que se dice; se enseña también lo que se es más que lo
que se sabe».36 «Aprender a conocer» es uno de «los cuatro pilares básicos de la
educación», según el último informe de la Unesco, y según se dice en el texto, «como fin,
su justificación es el placer de comprender, de conocer, de descubrir».37 Incentivar este
afán de aprender en los alumnos, como objetivo educativo, se potencia desde la
estudiosidad del profesor.
Con la humildad o autoestima y la estudiosidad o afán de aprender se especifica la
virtud de la templanza o moderación, principalmente y por así decir, en el interior del
sujeto, en la misma persona del profesional docente. Pero éstas revierten al exterior de un
modo concreto en la relación con los alumnos. Teniendo la templanza un sentido propio,
que es «realizar el orden en el propio yo»,38 tiene su sentido derivado en la acción
comunicativa con los demás, la cual, si se da obviamente en todas las profesiones, en la
docencia es su quicio o eje esencial. La moderación en el trato con los otros supone unas
disposiciones afectivas como la simpatía o la afabilidad que potencian dicho trato; pero no
es ésta la cuestión ahora, sino cómo, partiendo de esas cualidades, se realiza en concreto
la relación humana, materia prima del quehacer docente. En esta relación, el principal
obstáculo es la resistencia al aprendizaje de los alumnos, natural e inevitable por el
supremo esfuerzo que supone aprender, y que no logra anular —y ni siquiera aminorar—
la «pedagogía lúdica». Todos los recursos didácticos que pretenden hacer amable y
“facilitar” el aprendizaje —como se ha llegado a decir con expresión sorprendente por su
ingenuidad—no pueden eliminar el trabajo individual de comprensión y ejercitación en lo
aprendido por parte del alumno; éste, como todo ser humano, siente una repulsa natural
hacia el esfuerzo gravoso, en su caso, hacia el esfuerzo de aprender. Muy unida a esta
dificultad para la enseñanza, está también la diversidad personal: un mismo acto docente
se dirige a diferentes intereses, niveles de conocimiento y competencia, capacidades
intelectuales, estados emotivos, etc. Es otra dimensión más de la singularidad de la
profesión docente, originada en este caso por la voluntad libre de quienes aprenden; no
cabe uniformidad en el tratamiento ni en la respuesta a las lecciones. En otros oficios se
puede afrontar la variedad por separado, particularizando la acción; por ejemplo, un
médico o un abogado tratan a un paciente o a un cliente uno a uno, pero un profesor
debe ocuparse de varios alumnos a la vez: hasta un padre de familia puede singularizar su
trato, y con él, otros profesionales de la educación. No así el profesor, que requiere para
36 ,
J. Rassam (1979), «1,( 1 )”Le professeur et les éléves”, Revue Thomiste 76, p. 64.
37
J. Delors, p. 97.
38
J. Pieper, p. 225.
ello una energía especial, un impulso anímico que acoja esta dificultad y se crezca ante
ella. Esta energía humana contiene, por otra parte, la posibilidad de un efecto negativo,
pues ante la adversidad constante, el coraje puesto en su superación suscita la capacidad
de irritarse; el quehacer docente propicia de suyo la irritación, más que la desazón,
inquietud o preocupación. En nuestro tiempo, suena extraño el nombre clásico de esta
fuerza, espiritual y sensible a un tiempo, proclive al enojo, pero sin la cual no es posible
acometer las grandes dificultades; grandes, más por su presencia constante y permanente
que por su fuerza inhibidora aislada: se trata de la ira.
Un cierto «angelismo» o espiritualismo desencarnado ha llevado a tina absoluta
consideración negativa de la ira, reduciéndola a la agresividad, que ciertamente es uno de
sus efectos. Sin embargo, «en la capacidad de irritarse es donde mejor se manifiesta la
energía de la naturaleza humana. La ira va dirigida hacia objetivos difíciles de alcanzar,
hacia aquello que se resiste a los intentos fáciles; es la energía que hace acto de presencia
cuando hay que conquistar un bien que no se rinde, un bien arduo».39 Un deportista de
competición es inconcebible sin esta energía psíquica —mental, afectiva y sensible— que
le impulsa a alcanzar la meta aun con el riesgo de irritarse; un profesor, igual. No
obstante, su dinamismo no culmina en el enojo, sino en su sujeción; pues de lo contrario
la energía se quema y malgasta inútilmente, haciéndole perder el control y el dominio de
sí. Cuando esto sucede con frecuencia, se va generando el hábito, que en este caso no es
virtud, sino vicio: la iracundia. «La persona iracunda convierte todo su ser en un látigo que
maneja su mano airada; pero cuando lo usa contra la templanza fracasa por necesidad en
aquello mismo que se proponía: tener en su mano el dominio y el empleo de un caudal de
energías.»40 La parte potencial de la virtud de la templanza que modera la agresividad o
ira, recibía clásicamente el nombre de mansedumbre y actualmente el de tolerancia. Esta
virtud templa la ira pero no la anula, y por eso no debe confundirse con «la ingenuidad de
cara pálida», en palabras de Pieper, que procede de un carácter castrado y una voluntad
famélica. Aristóteles no es menos rotundo: «Los que no se irritan por lo debido son, en
efecto, tenidos por necios, así como los que lo hacen cuando y como no deben y por las
causas que no deben.»41
Quedan así establecidas las virtudes propuestas como propias del ethos docente y
que se han llamado básicas, en cuanto que obran de modo dispositivo respecto a la
enseñanza: altruismo, constancia y paciencia por parte de la fortaleza, y autoestima, afán
de aprender y tolerancia por parte de la templanza.

39
Ibídem, p. 282.
40
Ibídem, p. 285.
41
Ética a Nicómaco, IV, 5, 11261.
4. El ethos docente: virtudes profesionales superiores

Además de las virtudes básicas que sustentan la enseñanza, que son como el
soporte elemental de la acción docente, hay un segundo grupo que se refiere
directamente a la realización didáctica y son pertinentes al mismo acto de enseñar. Unas y
otras son obviamente propias del profesor y definen por igual su ethos profesional; pero
respecto de la misma relación comunicativa que constituye la enseñanza, parece que unas
se refieren más a sus condiciones y otras a su realización. Aquéllas resultan entonces
básicas y éstas superiores, aunque en modo alguno excluyentes de las básicas. Por otra
parte, las virtudes que aquí se denominan superiores, se corresponden con las que en
toda consideración ética general figuran -como más eminentes: la justicia y la prudencia.

4.1. LA ESPECIFICACIÓN DOCENTE DE LA JUSTICIA

Es innecesario resaltar las razones por las que el profesor requiere la virtud de la
justicia como elemento esencial de su ethos profesional. Pero tras esta evidencia late un
complejo problema; una vez más emerge el carácter singular de la profesión docente
frente a otras profesiones. La distinción clásica entre las tres formas de justicia sigue
siendo válida, porque responde a un esquema lógico de la realidad más que a la
concepción sobre la naturaleza de la justicia. Pues, en efecto, se entienda lo que se
entienda teóricamente por justicia, al menos su realización práctica debe tener tres
formas por la misma índole de las relaciones humanas que regula:

a) Las relaciones de los individuos entre sí o justicia conmutativa.


b) Las de la comunidad para con los individuos o justicia distributiva.
c) Las del individuo con la comunidad: justicia legal o general.

Sin embargo, esta clara clasificación se oscurece cuando se repara en que toda
profesión educativa debe trascender necesariamente el carácter de individuo para
referirse inmediatamente a la condición de persona, con todo lo que esto supone.
Cualquier trabajo tiene relación con seres humanos, pero unos de manera indirecta o
remota, y otros de forma directa y próxima; así, por ejemplo, es distinto el trabajo del
arquitecto que el del médico, entre otras cosas porque éste no opera en materiales
inertes, y aquél sí. La consideración del otro como persona, «el paso del él al tú», como
decía expresivamente G. Marcel, no está excluido de ninguna profesión, pero algunas,
como la medicina o incluso la abogacía, lo propician más que otras. Pero en todas ellas la
relación verdaderamente personal es una gracia, un exceso sobre las exigencias normales
de la profesión. Un médico o un abogado tratan a sus pacientes como individuos en
cuanto que las diferencias personales no dicen nada respecto a su trabajo; el abogado,
claramente; el médico, menos rotundamente. Sin duda, éste cura a una persona, pero de
ella, dicho con más rigor, cura a su cuerpo; incluso en la especialidad médica de la
psiquatría, donde su acción terapéutica apunta a la mente, pero opera primero en el
cuerpo.
La razón es principio sustantivo de la persona, y es el objeto de la enseñanza. Por ello,
la referencia al otro como persona es una exigencia de la docencia si es que ésta quiere
ejercerse eminentemente como enseñanza formativa; no es una graciosa merced que se
otorga al alumno, sino un derecho esencial suyo como «cliente» de la enseñanza. Este
principio, aplicado en su seca literalidad, llevaría la docencia al paroxismo en sus actuales
condiciones laborales. Es imposible personalizar real y efectivamente todas las relaciones
docentes; a veces por falta de capacidad del profesor, pero siempre por falta de tiempo,
dado el número de alumnos, habitualmente elevado. Pero el acto docente puede
permanecer abierto o no a la personalización de la relación comunicativa, y esto depende
sólo y exclusivamente del profesor.
La virtud de la justicia exige la consideración del otro como individuo y no como
persona; de lo contrario es inconcebible su misma posibilidad porque se hace imposible la
igualdad. La consideración personal se asienta sobre la acogida y la afirmación de la
diversidad individual dimanada de la condición de unicidad en la persona. No es que la
justicia niegue la realidad personal de los individuos, pero debe quedarse en éstos como
tales, y no como personas, porque no puede sustentarse en la diversidad; condición de
posibilidad es la igualdad, que sostiene y se expresa en la ley. Al profesor, como a todo
educador, le compete vivir la justicia de modo que pueda realizarse desde y para la
diversidad personal, afirmando ésta desde los actos de la justicia. El ethos docente se
configura con esa forma de la justicia que «conserva la intención de la ley en aquello que
la ley no alcanza».42La experiencia común atestigua que, precisamente para mantener la
ley en su esencia y espíritu, debe desbordársela; que hay una especie eminente de justicia,
«pero no en el sentido de la ley, sino como una rectificación de la justicia legal. La causa
de ello es que toda ley es universal, y hay cosas que no se pueden tratar rectamente de un
modo universal».43 Se trata del frecuente conflicto entre el espíritu y la letra de la ley que,
en toda tarea educativa, llega a ser constante y habitual, y que debe resolverse desde una
especificación perfectiva de la justicia que es la equidad. Mediante ella —la epikéia que
tanto destaca Aristóteles— se intentar concretar operativamente la abstracción estática
de la ley general, que no puede atender a la diversidad personal. «Aquel que elige y
practica esta clase de justicia y no exige una justicia minuciosa en el mal sentido, sino que

42
S. Th., 2-2, q. 120,, a. 1.
43
Ética a Nicómaco, V, 10, 1137b.
sabe ceder aun cuando tiene la ley de su parte, es equitativo; y esta disposición de
carácter es la equidad, que es una clase de justicia y no una disposición de otra índole.»44
Otra parte potencial de la justicia, conformadora del ethos docente, y que tampoco
precisa de justificación, es la veracidad, que no es otra cosa que la sinceridad pero referida
directamente a la verdad conocida y no sólo a la intención de decirla. Aparentemente es
una diferencia insustancial de matiz, pero en la práctica no es tan ligera. Veraz, según el
diccionario de la Real Academia de la Lengua, es «el que dice, usa o profesa siempre la
verdad»; sincero viene del latín sincerus, que significa intacto, puro, no corrompido. La
sinceridad se refiere a la integridad y honestidad personal; por eso, en determinados
momentos, no desdice de la sinceridad el guardar silencio, pues puede mantenerse neta la
intención veraz. Sin embargo, en cuanto que la veracidad se refiere directamente a la
verdad, y no a la intención, profesarla es una obligación. De todos modos, esta diferencia
es sutil, y evanescente. Puede entreverse que la veracidad tiene un carácter más formal y
objetivo que la sinceridad, y por ello parece ser más idónea para el ethos docente que la
sinceridad, más subjetiva y afectiva; pero la frontera entre ambas es tenue. En los textos
aristotélicos, por ejemplo, no se puede concluir que se hable de veracidad más que de sin-
ceridad; pero, eso sí, no cabe ninguna duda de que, sea una u otra, es considerada como
encomiable. El veraz es el hombre «que es sincero en sus palabras y en su vida cuando el
serlo no supone diferencia alguna, y por el mero hecho de tener tal carácter, tal hombre
parecería ser un hombre cabal. Pues el que ama la verdad y la dice cuando da lo mismo
decirla o no, la dirá aún más cuando no da lo mismo».45
Por último, la justicia también se realiza particularmente en el ethos docente como
rectitud. Es la justicia en la intención del agente; más que del docente es virtud del ethos
educativo, exigida por la misma naturaleza de la acción formativa. La formación es tarea
de toda la vida. Siempre se ha entendido así en los ambientes pedagógicos; pero, en la
actualidad, también fuera de ellos por la necesidad de formación permanente que plantea
la llamada sociedad del conocimiento., No obstante, hay tiempos y espacios concretos en
que las personas se dedican más exclusivamente a formarse, principalmente en la infan-
cia, la adolescencia y la juventud. La escasa experiencia de la vida en esas etapas conlleva
una cierta incapacidad para entender las acciones de sus semejantes en su complejidad
vital. No alcanzan aún las razones de la prudencia, pero entienden bien el sentido de la
justicia. Es imprescindible entonces que quienes les enseñan muestren un obrar recto en
todo momento, que no se retraiga ni desvíe respecto del derecho y la razón; que otorgue
lo que corresponde y corrija lo indebido. Sobre todo, el docente debe ser recto porque
sólo así puede rectificar al alumno y a sí mismo. La rectificación de los propios errores es

44
Ibídem.
45
IV, 7, 1127 b.
la mejor enseñanza posible respecto al valor de la justicia; no merma la autoridad
docente, sino que suscita respuestas de respeto y estimación. Pero tal capacidad de
rectificar, necesaria para la acción formativa de corregir, no es factible sin la virtud de
realizar «el débito ordenado al fin»46 que es la rectitud. Es una virtud muy «exigente»
pues, como enseña la experiencia, un solo acto incorrecto le resta consistencia y
esplendor; perjudica al docente y a la percepción de los alumnos del valor de la rectitud.
Tomás de Aquino expresa esto —cosa infrecuente en él— mediante una metáfora,
geométrica en este caso, cuando dice que «la rectitud puede disminuir si lo recto se curva
en alguna parte».47 De ahí el gran valor que tiene la rectificación de los errores por parte
del docente, pues reactualiza e incluso potencia la repercusión formativa en los alumnos,
quienes al margen del aumento de simpatía hacia el profesor que rectifica públicamente
—afecto que no siempre se da— siempre perciben el valor que se otorga a la justicia al
rectificar.
Equidad, veracidad y rectitud especifican la virtud de la justicia en el ethos docente; la
primera en cuanto que la justicia se aplica con la referencia de la condición personal de los
alumnos, ineludible para una enseñanza formativa; la segunda es la misma justicia, pero
en su referencia al saber que se profesa y a su comunicación docente; la tercera es la
realización práctica y personal de la justicia. Contempladas en relación con las virtudes
básicas, especificaciones de la templanza y la fortaleza, se percibe una íntima trabazón
entre todas ellas, e incluso un cierto orden jerárquico de precedencia y eminencia. El pro-
fesional docente con autoestima, afán de aprender y tolerancia está en excelentes
condiciones para vencer las dificultades que le plantea la enseñanza, y que deben ser
superadas mediante el altruismo, la constancia y la paciencia. Así se encontrará en
inmejorables condiciones para poder comunicar el saber verazmente, tratando a los
alumnos con equidad y obrando personalmente con rectitud. Con una conducta perfilada
éticamente por estas virtudes, se muestra además la unidad íntima de bien y verdad, de
vida y saber, cuya integración cada vez es más difícil de percibir en unos tiempos en que la
fama y el poder marcan el rumbo de la vida social e individual.

4.2. LA ESPECIFICACIÓN DOCENTE DE LA PRUDENCIA

La tarea de especificar la prudencia en el ethos docente es ardua y comprometida,


por ser la virtud que culmina prácticamente a las demás. Al cabo, todo pensamiento o
intención debe resolverse en la acción particular; pero ésta no depende sólo de la
inteligencia y la voluntad del agente, sino también de las circunstancias que la envuelven y

46
S. Th., 1-2, q. 55, a. 4, ad 4.
47
De malo, q. 2, a. 11 ad 34.
de las personas a quienes afecta. Juntamente con la decisión a obrar hay una elección de
los mejores medios disponibles. Esta elección es el acto propio de la prudencia, «virtud
intelectual por su esencia, pero moral por su materia»,48 y que es por ello «la regla general
y la perfección de las virtudes morales, pues las modifica y conforma».49 Desde la elección
de los medios se realizan todas las demás virtudes, siempre dependiendo de ellos para la
ejecución. La prudencia ayuda a ver prácticamente la esencia de la acción moral, que no se
orienta por la decisión entre lo bueno y lo malo, sino entre lo mejor y lo peor. Es, al cabo,
la virtud que realiza eminentemente la perfección operativa humana.
Por ello, cabría decir que el ethos docente reclama la virtud de la prudencia, pero
no tanto por las exigencias profesionales específicas, sino por el deber universal de
humanizar toda profesión. En otras palabras, cualquier profesional requiere la prudencia
en su integridad, pues en todo momento debe escoger la mejor acción respecto del fin en
el obrar ético. (No se trata aquí de la elección del mejor medio para el quehacer didáctico;
esto es asunto de la técnica, que también puede considerarse hábito, pero intelectual y no
moral.) No obstante, hay unos aspectos del obrar prudente que son requeridos por la
tarea de enseñar más frecuentemente que otros, y por eso destacan más en lo que cabría
expresar imprecisamente como «prudencia docente».
Así, por ejemplo, el profesional docente necesita capacidad de improvisación en su
enseñanza cotidiana. El discurso didáctico no es científico, sino más bien retórico, en el
noble y propio sentido del tér- , mino. La docencia no pretende reexponer el orden y el
sistema de la ciencia que enseña, pues no se dirige a los que pueden comprenderlo, sino a
los que ignoran esa ciencia o saber. Es uno de los problemas técnicos, clave para la
enseñanza; hace años se formuló parcialmente como «el orden lógico y el orden
psicológico de la enseñanza». La tarea docente exige postergar aspectos lógico-formales
del saber en pro (le su comprensión discente; así, por ejemplo, aunque no se discute que
la matemática se funda en una teoría axiomática, se ha tenido que abandonar la
enseñanza iniciada en dicha teoría, pues de la posible comprensión de la teoría de
conjuntos —comprensión muy discutible, por otra parte— no había forma de pasar a la
comprensión de las operaciones matemáticas básicas. Esta posibilidad, que se dio en
nuestro país hace unos años, como es sabido, fue «un triunfo de la esperanza sobre la
experiencia», en palabras de G. Bernard Shaw. Sin merma del rigor conceptual y del orden
discursivo, es evidente que un saber no puede ni debe ser enseñado como es constituido.
Esto supone que el profesor debe atender más al proceso de aprendizaje
individual, cambiante y en buena medida imprevisible, que a la exposición según la
estructura lógica del saber, inalterable y metódica. Se requiere entonces una disposición

48
S. TIZ, 1-2, q. 58, a. 3, ad 1; q. 61, a. 1; 2-2; q. 181, a. 2, ad 3.
49
2-2, q. 166, a. 2 ad 1.
especial de flexibilidad e improvisación para poder acoger prontamente las variaciones
suscitadas en la actividad docente, bien por las demandas del alumnado, o bien por la
propia iniciativa de quien enseña, que objetiva su saber en su discurso docente y puede
reflexionar sobre él; o bien por la concurrencia de ambos factores. Pero esta posibilidad
de improvisar se ejerce con rectitud y veracidad precisamente; esto es, sin desviarse de la
verdad ni del objetivo formativo. Esta capacidad de la improvisación flexible pero recta y
prudente, recibe clásicamente el nombre de solercia, nombre que figura en el diccionario,
pero está claramente en desuso. No obstante, que el término esté olvidado no significa
que no sea parte de la prudencia «la facultad de captar de una sola ojeada la situación
imprevista y tomar al instante la decisión».50El primer elemento de la situación, la agudeza
que capta la realidad inesperada, podría significarse bien con el término perspicacia; pero
le falta la dimensión voluntaria de la decisión igualmente pronta y sin demoras. En
multitud de situaciones imprevisibles que plantea la docencia cotidiana, se demanda una
respuesta rápida, que no puede dilatarse: esta virtud de «la objetividad ante lo
inesperado»51 se llama solercia o perspicacia.
Por otra parte, y ateniéndose a la misma naturaleza de la prudencia, hay otra
dimensión suya inexcusable para el profesor, suscitada por la imperiosa y creciente
necesidad —de siempre, pero más si cabe en nuestros días— de tomar consejo, y oír otras
campanas, generalmente las más expertas, antes de tañer la propia. La enorme comple-
jidad del oficio docente (cada clase, un mundo de diversidad personal; cada persona, un
mundo de vivencias y expectativas) desborda prácticamente el obrar solitario de un
profesional. Las propuestas educativas de los organismos sobre la tarea docente,
recogidas en las legislaciones educativas, proponen insistentemente el trabajo en equipo
del profesor; en ocasiones, como en la reciente LOGSE española (Ley de Ordenación
General del Sistema Educativo), el trabajo cooperativo del profesorado llega a ser conditio
sine qua non de la enseñanza. Para poder trabajar en equipo se requieren diversas
cualidades y habilidades, así como una progresiva habituación. Pero el primer y esencial
requisito es saber escuchar; oír atentamente las opiniones ajenas, pero no para discutir o
confrontarlas con las propias. La verdadera capacidad de escuchar que fecunda el trabajo
cooperativo es la que busca lo que haya de valioso y sensato en la opinión ajena, por
pequeño que sea, pasando por alto las disonancias y buscando la integración de sensi-
bilidades. Quien escucha con plena voluntad de hacerlo no recoge las discrepancias como
carnaza de disputa, sino que se detiene en los juicios estimables y los acoge como
consejos. Esta capacidad podría designarse como atención, en su sentido más amplio y a la
vez profundo: «tender-a», «estar por él», en este caso, por sus palabras; metafóricamente

50
J. Pieper, p. 45.
51
Ibídem, p. 50.
podría utilizarse «acechar», por la intensidad de la atención que supone, pero no es
aconsejable por su indisociable referencia cinegética. No hay aquí tampoco un nombre
idóneo y vivo en la actualidad para designar la capacidad de escuchar que, además, es va-
liosísima también para la relación profesor/alumno. Sin embargo, el nombre clásico está
bien claro, aunque hoy suena como algo, más que distinto, casi opuesto a su significado
primigenio: docilidad.
Originariamente, el dócil nunca fue el espíritu aborregado ni el tímido y obediente
esclavito, sino, y según el diccionario, «el que aprende con facilidad»; su etimología,
efectivamente, remite a docere: enseñar. Docilidad es «la aptitud de adquirir buenas
opiniones de los otros».52
Por docilitas no se ha de entender la docilidad y el celo inconsciente del «buen
escolar». El término alude más bien a esa disciplina que se enfrenta con la polifacética
realidad de las situaciones y cosas que brinda la experiencia, renunciando a la absurda
autarquía de un saber de ficción. Por docilitas debe entenderse el saber -dejarse-decir-
algo, aptitud nacida no de una vaga «discreción», sino de la simple voluntad de
conocimiento real.53

Virtudes fundamentales
Virtudes básicas Virtudes superiores
Templanza Fortaleza Justicia Prudencia
Autoestima Altruismo Equidad Perspicacia
Humildad Magnanimidad Solercia
Tolerancia Constancia Veracidad Atención
Mansedumbre Longanimidad Docilidad
Afán dePaciencia Rectitud
Estudiosidad

Sería demasiado intrincado explicar las razones del descrédito del término «docilidad»,
pero pueden imaginarse, y en el fondo son las mismas de la devaluación del término
«prudencia». Podrían resumirse en la prepotente negación de la firme declaración
tomista: «en las cosas que atañen a la prudencia nadie hay que se baste siempre a sí
mismo».54 El deseo actual de autenticidad, referente ético generalmente aceptado, lleva a
desdeñar los consejos por considerarlos cortapisas a la autonomía individual. Se olvida
lamentablemente que un consejo es distinto de una orden, que no obliga en la acción,

52
J. Pieper, p. 49.
53
J. Pieper, p. 49.
54 54
S. Th., 2-2, q. 49, a. 3 ad 3.
sino que robustece de diversas maneras la decisión personal que siempre puede ser libre
en razón de la voluntad subjetiva.

Las virtudes éticas que conforman el ethos profesional docente forman un


entramado, discernible teóricamente, pero indisociable en la práctica. Conviene tener
presente las primeras advertencias: estas virtudes no son exclusivas del ethos docente;
algunas, e incluso muchas, pueden conformar el ethos de otras profesiones, pero no
tendrán el mismo nivel de prioridad o precedencia. Además, estas virtudes deben ser
consideradas en su conjunto: ninguna de ellas por separado, ni tampoco la selección de
las que puedan considerarse más valiosas o estimables, podrán definir por sí solas el ethos
docente; de lo contrario, se renunciará a la unidad de vida ética que reclama toda pro-
fesión para promover eficazmente la integración personal, esto es, la humanización de la
vida laboral. Un oficio del que se proclame que ofrece la posibilidad de desarrollar la
fortaleza o la prudencia, pero no la templanza y la justicia a la vez, es sencillamente un
fraude: la supuesta fortaleza será temeridad, y la prudencia no será realmente tal, sino
astucia. Con la finalidad de facilitar esta visión comprensiva, las virtudes que configuran el
ethos profesional docente se reseñan en el cuadro sinóptico de la página anterior.
Es una propuesta primeriza. Su principal valor, sin duda, está en las rectificaciones
y mejoras que pueda suscitar. Como se apuntaba anteriormente, es muy difícil vivir la
virtud de la rectitud; por eso, generalmente, además de aspirar a ser rectos, tenemos que
aceptar paciente y «autoestimativamente» el ser correctos, esto es, corregidos.

Bibliografía

Altarejos F., Ibañez J., Jordán J., Jover G. (1998) Ética docente. Barcelona. Editorial Ariel
S.A

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