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John Dewey, Experiencia y Educación (1938)

Hacia 1938, John Dewey, quien es considerado uno de los más importantes
exponentes de la Escuela Nueva o activa, publicaba Experiencia y Educación. Bajo
el brazo ya traía consigo doce publicaciones pedagógicas anteriores. Entre ellas se
destacan La Escuela y la Sociedad (1899) y Democracia y educación (1916).

Fue un filósofo que promovió el Pragmatismo, pero para quien el centro de su


reflexión teórica se hallaba en la pedagogía. Había nacido en Burlington, Vermon,
Estados Unidos, en 1859. En 1896 había creado en la Universidad de Chicago una
“Escuela Experimental” para poner sus ideas a prueba. Pronto, seria conocida
como la “Escuela de Dewey”. Asistían alumnos de familias de profesiones liberales,
muchos hijos de colegas suyos. Allí se experimentaban las hipótesis de la
psicología funcional y la ética democrática de Dewey.

En Experiencia y Educación, Dewey aboga por la necesidad de una “filosofía de


la educación basada en una filosofía de la experiencia”. Y esto es central,
puesto que según él, es necesario construir una filosofía propia para diferenciarse
de la escuela tradicional antes tomar como guía aquello que se rechaza, es decir
una pura oposición. Parte de una crítica no solo hacia la escuela tradicional, sino
también a una forma de proceder de la educación progresiva. Para él, “los
principios generales de la nueva educación no resuelven por si mismos ninguno de
los problemas de la dirección y organización reales o prácticas de las escuelas
progresivas”. Por eso, es necesario desarrollar positiva y constructivamente
métodos y materias sobre “la base de una filosofía de la experiencia”. Y es que,
para el autor, “la unidad fundamental de la nueva pedagogía se encuentra en la
idea de que existe una íntima y necesaria relación entre los procesos de la
experiencia real y la educación”. He aquí la importancia de una idea correcta de la
experiencia.

Sin embargo, no debemos prestarnos a la confusión que Dewey identifica en la


educación progresiva, esto es, creer que “todas las experiencias son verdadera
e igualmente educativas”. Hay experiencias que no son educativas. “Una
experiencia es antieducativa cuando tiene por efecto detener o perturbar el
desarrollo de ulteriores experiencias”. Este género de experiencias es muy
frecuente en la escuela tradicional, puesto que en ella “lo perturbador no es la
ausencia de experiencia sino su defectuoso y erróneo carácter”.

Dewey va a identificar, dentro de la cualidad de cualquier experiencia, dos


aspectos. Por un lado, el aspecto inmediato de agrado o desagrado. Por otro, su
influencia sobre las experiencias ulteriores. He aquí el “problema central” de una
educación basada en la experiencia: “seleccionar aquel género de experiencias
presentes que vivan fructífera y creadoramente en las experiencias subsiguientes”.
Aquello que permitiría diferenciar las experiencias valiosas educativamente de las
que no lo son, es el principio de continuidad experiencial. Este se basa en el
hecho del hábito y, “la característica básica del hábito es que toda experiencia
emprendida y vivida modifica al que actúa y la vive, afectando esta modificación […]
la cualidad de las experiencias siguientes”. Es un principio de aplicación universal,
siempre hay algún género de continuidad. Las experiencias son fuerzas en
movimiento, cuyo valor puede ser juzgado sobre la base de aquello a lo que se
mueve. La misión de quien educa radica, entonces, en ver la dirección en la
que marcha la experiencia. Puede evaluar la del joven ya que como adulto
tiene mayor madurez de experiencia que aquel, pero esto “sin imponer un control
meramente exterior”. El educador debe ser capaz de ver “qué actitudes conducen a
un desarrollo continuado”. Dewey, incluso, observa la necesidad de que el maestro
sea capaz de comprender individualmente a los alumnos.

Por otra parte, toda experiencia “cambia en algún grado las condiciones objetivas
bajo las cuales se ha tenido la experiencia”. Quiere notar la importancia de las
experiencias pasadas en el presente, es decir, que esto es lo que es porque
ha habido experiencias pasadas que han formado y transformado el mundo. Y
además, que ésta “no ocurre en el vacío”. El profesor debe ser especialmente
sensible en este aspecto puesto que debe tener en cuenta tanto la formación
de experiencias por las condiciones del ambiente y, saber “cómo utilizar los
ambientes físicos y sociales que existen, a fin de extraer de ellos todo lo que
poseen para contribuir a fortalecer las experiencias que sean valiosas”.

Alerta, por otra parte, sobre la necesidad de no subordinar las condiciones


objetivas a lo que ocurre dentro del individuo en pos de no imponer un control
externo o limitar la libertad.

El segundo principio para interpretar la experiencia es el de interacción. Esta


alude al juego reciproco entre las condiciones objetivas y las condiciones
internas del individuo. Estas “series de condiciones”, tomadas en su interacción
constituyen una situación. Interacción y situación son inseparables: “una
experiencia es siempre lo que es porque tiene lugar una transacción entre un
individuo y lo que, en el momento, constituye su ambiente, y si este último consiste
en personas con las que está hablando sobre algún punto o suceso, el objeto sobre
el que se habla forma parte también de la situación”, el ambiente es todo aquello
que interactúa con las “necesidades, propósitos y capacidades personales para
crear la experiencia que se tiene”.

Tampoco pueden separarse los principios de continuidad e interacción. Los


conocimientos y habilidades extraídos de una situación se convierten en
“instrumentos” en la experiencia próxima. El educador debe tener aquí como
preocupación directa “las situaciones en que tiene lugar la interacción”. El factor de
las condiciones objetivas, está dentro de las “posibilidades de regulación por el
educador”. Comprenden las “condiciones objetivas” para Dewey, lo que hace
quien educa y el modo como lo hace, no solo las palabras habladas, sino
también el tono de la voz; el equipo, los libros, aparatos, juguetes y juegos
empleados; materiales y “la total estructuración social de las situaciones en que
se halla la persona”, y todo ello “para crear una experiencia valiosa”. Siempre
considerando las “capacidades y propósitos de los enseñados”, es decir, separarse
de la concepción tradicional donde es la materia per se lo que se considera
educativo y donde cada materia se aprende aisladamente. Para nuestro autor “no
existe nada que sea un valor educativo en abstracto” el verdadero sentido del
crecimiento, la continuidad y la reconstrucción de la experiencia es que esta
debe hacer algo para preparar a una persona para ulteriores experiencias más
profundas.

Y es que él defiende un aprendizaje que sirva para la vida, que no sacrifique las
potencialidades del presente a un futuro hipotético, porque para Dewey “el presente
afecta al futuro de algún modo”. Crear experiencias valiosas, como tarea de
quien educa, es depositar en él la responsabilidad de un futuro de plena
madurez, de la capacidad de extraer de la experiencia un conocimiento que
sea capaz de mejorar las condiciones objetivas en que se desarrollaran las
futuras experiencias.

De este libro a la vez sencillo y profundo, extraemos también la apuesta de Dewey


por la democracia. ¿Por qué, en definitiva deberíamos preferir la educación
progresiva a la tradicional? La educación progresiva, para el filósofo, es la que
está más cerca de la democracia y la razón (y no la causa) por la que él la
prefiere es porque “la consulta mutua y las convicciones logradas por persuasión
hacen posible una mejor cualidad de experiencia en una escala más amplia que la
que puede ofrecerse de otro modo”.

A modo de conclusión destacamos que Dewey cree en un educador, que lejos de


dejar librada la experiencia de los niños a sus necesidades e intereses, como suele
pensarse y decirse para defender una educación progresiva, valora profundamente
e incluso le otorga una enorme responsabilidad al educador y no por ello
desmereciendo los intereses y capacidades del niño ya que sino negaría el principio
de interacción. Asimismo da importancia a los conocimientos pasados. El problema
no es que los conocimientos pertenezcan a este, el problema se centra en la forma
en que estos se relacionan con la propia experiencia de los alumnos.

John Dewey, aun hoy, constituye una referencia insoslayable para quien desee
pensar en otra forma de educar, quien desee otro tipo de experiencia educativa,
pero también, para quien desee una sociedad mejor. Ante una realidad educativa
fragmentada, sufriendo todavía las consecuencias de las políticas neoliberales,
abre y reabre la posibilidad de preguntarse, al menos, por la relación entre
educación y democracia (como se llamara uno de sus libros), entre la posibilidad no
solo de una educación más democrática, sino también sobre la posibilidad y la
necesidad de educar para una sociedad más democrática.

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