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Introducción: la crisis
contemporánea de la misión
Entre el peligro y la oportunidad
Desde la década de 1950 ha aumentado de manera notable el uso de la palabra «misión» entre los cristianos. Junto
con esta tendencia se dio una ampliación del concepto en sí, por lo menos en ciertos círculos. Hasta la década del cin-
cuenta, «misión», aun si no se la usaba con un solo sentido, tenía un número bastante reducido de connotaciones. Se
refería a: (a) mandar a misioneros a un territorio designado, (b) las actividades realizadas por los misioneros, (c) una área
geográfica receptora de actividad misionera, (d) una agencia misionera, (e) el mundo no-cristiano o «campo misionero», o
(f) la sede desde la cual los misioneros operaban en su lugar de actividad (cf. Ohm 1962:52s). En un contexto ligeramente
distinto, el término podía referirse también a (g) una congregación local sin pastor propio, todavía dependiente del apoyo
de una iglesia más antigua y establecida, o (h) una serie de cultos especiales cuyo propósito era profundizar la fe cristiana
o propagarla generalmente en un contexto nominalmente cristiano. Si intentamos un enfoque más teológico de «misión»
en el sentido tradicional, observamos que se lo ha expresado como (a) la propagación de la fe, (b) la expansión del Reino
de Dios, (c) la conversión de los paganos, y (d) la iniciación de nuevas iglesias (cf. Müller 1987:31–34).
Todas estas connotaciones ligadas a la palabra «misión», por familiares que sean, son de origen reciente. Hasta el si-
glo 16 el término se utilizaba [página 16] exclusivamente con referencia a la doctrina de la Trinidad, es decir, al envío del
Hijo por parte del Padre, y al del Espíritu Santo por parte del Padre y el Hijo. Los primeros en emplear la palabra en térmi-
nos de la expansión del cristianismo entre personas no católicas (también protestantes) fueron los jesuitas (cf. Ohm
1962:37–39). Su uso en este nuevo sentido estaba íntimamente ligado a la incursión colonial del mundo occidental en la
tierras hoy conocidas como el Tercer Mundo (o más recientemente el Mundo de los Dos Tercios). El término «misión»
presupone alguien que envía, una persona o personas enviadas por él, otras a quienes ellas son enviadas y una labor. La
terminología en sentido amplio, entonces, presupone que el que envía posee la autoridad para hacerlo. Muchas veces se
presentaba el argumento de que realmente Dios era quien ejercía su autoridad indisputable para decretar el envío de per-
sonas para ejecutar su voluntad. En la práctica, sin embargo, se entendía una autoridad delegada a la Iglesia, una socie-
dad misionera o aun una autoridad civil cristiana.
En las misiones catolicorromanas, en particular, la autoridad jurídica permaneció vigente durante largo tiempo como el
elemento constitutivo de la legitimidad de la empresa misionera (cf. Rütti 1972:228). La misión llegó a ser vista en términos
de un acercamiento global caracterizado por la expansión, la ocupación de campos, la conquista de otras religiones y co-
sas semejantes.
En los capítulos 10 al 13 del presente estudio argumentaré que esta interpretación tradicional de la misión se modificó
de manera gradual a través del siglo 20. Mucho de lo que sigue es una investigación de los factores que han dado paso a
esta modificación. Algunos comentarios introductorios, sin embargo, pueden servir como preparación para nuestra investi-
gación, porque —hoy más que nunca en su historia— la misión cristiana está en plena línea de fuego.
Lo que es nuevo en nuestra época, me parece, es que la misión cristiana —por lo menos como se la ha interpretado
tradicionalmente— se encuentra bajo ataque, no sólo desde afuera, sino desde adentro de sus filas. Uno de los primeros
ejemplos de este tipo de autocrítica misionera es Schütz (1930). Otra aún más aguda, especialmente porque se dio en la
China, fue elaborada por Paton (1953). Siguieron publicaciones similares. En un solo año, 1964, aparecieron cuatro libros
por el estilo, todos escritos por misionólogos o ejecutivos de agencias misioneras: R. K. Orchard, Missions in a Time of
Testing (Las misiones en tiempo de prueba); James A. Scherer, Missionary, Go Home! (¡Fuera, misionero!); Ralph Dodge,
The Unpopular Missionary (El misionero impopular), y John Carden, The Ugly Missionary (El misionero ofensivo). Más
recientemente, James Heisseg (1981), escribiendo en una revista misionera, ha descrito la misión cristiana como «la gue-
rra egoísta».
Estas solas circunstancias requieren y justifican una reflexión sobre la misión y la ponen en la agenda permanente de
la teología. Si la teología es una «consideración reflexiva de la fe» (T. Rendtorff), es parte de la labor teológica considerar
[página 17] críticamente la misión como una de las expresiones (por distorsionada que sea en la práctica) de la fe cristia-
na.
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La crítica de la misión en sí no debe sorprendernos. Es, en cambio, normal para un cristiano vivir en medio de situa-
ciones de crisis. Nunca debería haber sido distinto. En un tomo escrito para el congreso del International Missionary Coun-
cil (Concilio Internacional Misionero) (IMC) en Tambaram en 1938, Kraemer (1947:24) formuló esta idea en los siguientes
términos: «Hablando con precisión, uno debe decir que la Iglesia permanece en estado de crisis y que su mayor falla es
que solamente se da cuenta de ello de vez en cuando.» Debe ser así, argumenta Kraemer, debido a «la tensión constante
entre la naturaleza fundamental (de la Iglesia) y su condición empírica» (24s). ¿Cómo puede ser entonces que casi nunca
nos percatamos de este elemento de crisis y tensión en la Iglesia? Es porque, según Kraemer, la Iglesia «siempre ha re-
querido del aparente fracaso y del sufrimiento para tomar conciencia de su naturaleza verdadera y su misión» (26). Y por
muchos siglos la Iglesia ha sufrido muy poco y ha aceptado creer en su propio «éxito».
Como su Señor, la Iglesia —en la medida que sea fiel a su naturaleza— siempre será controversial, una «señal que
será contradicha» (Lc. 2:34). Tantos siglos libres de crisis para la Iglesia constituyen una situación de hecho anormal. Aho-
ra, por fin, hemos regresado a un estado normal ¡…y lo sabemos! Y si el ambiente de ausencia de crisis persiste en mu-
chas partes del Occidente es simplemente el resultado de una peligrosa ilusión. Démonos cuenta de que encontrarnos en
crisis implica la posibilidad de llegar a ser verdaderamente la Iglesia. El signo en la escritura japonesa para «crisis» se
hace combinando dos signos: el primero significa «peligro» y el segundo «oportunidad» (o promesa); la crisis, por lo tanto,
no es el fin de la oportunidad sino en realidad su inicio (Koyama 1980:4), el punto donde el peligro y la oportunidad se
encuentran, donde el futuro se pone en la balanza y los eventos pueden inclinarse en cualquier dirección.
La crisis en el sentido más amplio
La crisis a la cual hacemos referencia es, naturalmente, no sólo una crisis respecto a la misión. Afecta a la Iglesia en-
tera; de hecho, al mundo entero (cf. Glazik 1979:152). En lo que concierne a la Iglesia cristiana, la teología y la misión, la
crisis se manifiesta, inter alia, en los siguientes factores:
1. El avance de la ciencia y la tecnología, juntamente con el proceso global de la secularización, parece haber reducido
la fe en Dios a algo redundante. ¿Para qué tomar en cuenta la religión si nosotros mismos tenemos las maneras y los
medios para manejar las exigencias de la vida moderna?
2. Relacionado con lo anterior está el hecho de que el mundo occidental —tradicionalmente no sólo la cuna del cristia-
nismo católico y protestante sino la base de la empresa misionera moderna en su totalidad—poco a poco está llegan-
do [página 18] a un punto de «descristianización». Según los cálculos de David Barrett (1982:7), en Europa y Nortea-
mérica un promedio de 53.000 personas salen de la Iglesia cristiana de manera definitiva entre un domingo y el si-
guiente, confirmando una tendencia identificada hace casi medio siglo cuando Godin y Daniel (1943) sacudieron al
mundo católico con la publicación de France: pays de mission? (Francia: ¿país de misión?) en el cual describen a
Francia como un campo de misión, un país de neopaganos, de gente atrapada por el ateísmo, el secularismo, la in-
credulidad y la superstición.
3. En parte por lo dicho anteriormente, el mundo ya no corresponde a una división en dos territorios, el uno denominado
«cristiano» y el otro «no-cristiano», separados por un océano. Debido a la descristianización del Occidente y a las múl-
tiples migraciones de conglomerados de distintas religiones, hoy vivimos en un mundo pluralista donde musulmanes,
budistas y gente de muchas otras creencias están en contacto diariamente. Esta proximidad ha obligado a los cristia-
nos a reexaminar los estereotipos tradicionales de tales religiones. Además, los devotos de aquellas religiones muchas
veces han resultado ser misioneros más activos y agresivos que los mismos miembros de iglesias cristianas.
4. Debido a su complicidad con la subyugación y explotación de las razas de color, el Occidente —incluyendo a los cris-
tianos occidentales— tiende a sufrir un agudo sentido de culpa. A menudo esta circunstancia conlleva una incapacidad
o falta de voluntad por parte de dichos cristianos para dar «razón de la esperanza» que hay en ellos (cf. 1 P. 3:15) a
personas de otras convicciones.
5. Más que nunca hoy estamos conscientes del hecho de vivir en un mundo dividido —algo aparentemente irreversi-
ble— entre ricos y pobres, donde gran parte de los ricos son considerados (o por lo menos son vistos por los pobres
como) cristianos. Además, y según la mayoría de los indicadores, los ricos son cada vez más ricos y los pobres son
cada vez más pobres. Esta circunstancia crea, por un lado, ira y frustración en los pobres y, por el otro lado, reticencia
en los cristianos afluentes a compartir su fe.
6. Durante siglos, la teología, las costumbres y las prácticas del Occidente eran normativas e indisputables aun «allá en
los campos de misión». Las nuevas iglesias se niegan a aceptar estos dictámenes y valoran altamente su «autono-
mía». Además, a la misma teología occidental hoy se la ve con sospecha en muchas partes del globo. Se la percibe
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como irrelevante, especulativa, un producto salido de unas torres de marfil. Es desplazada en muchas partes por teo-
logías del Tercer Mundo: teología de la liberación, teología negra, teología contextualizada, teología minjung, teología
africana, teología asiática, entre otras. Esta circunstancia también contribuye a provocar un profundo sentido de incer-
tidumbre en las iglesias occidentales, incluso en cuanto a la validez de la misión cristiana.
[página 19] Naturalmente estos factores también tienen su lado positivo, el cual exploraré en la parte final de este es-
tudio. De hecho, la tesis propuesta en este libro es que lo acontecido, por lo menos desde la II Guerra Mundial hasta aho-
ra, y la resultante crisis para la misión cristiana no pueden entenderse en términos de algo accidental y reversible. Al con-
trario: lo sucedido en círculos teológicos y misionológicos en las últimas décadas es el resultado de un cambio paradigmá-
tico fundamental no sólo en las áreas de la misión y la teología sino en la experiencia y en la manera de pensar del mundo
entero. Muchos de nosotros somos conscientes únicamente de sus dimensiones más recientes. Buscamos demostrar, sin
embargo, que lo que ocurre actualmente no es el primer cambio paradigmático experimentado por el mundo (o por la Igle-
sia). Ya antes ha habido crisis profundas y cambios paradigmáticos significativos. Cada uno marcaba el final de un mundo
y el nacimiento de otro, donde había que redefinir lo que la gente pensaba y hacía antes. Esos cambios anteriores serán
trazados con cierto detalle en la medida en que influyeron sobre la teoría y la práctica misioneras. Argumentaré además
que tales cambios paradigmáticos —para usar una paráfrasis de Koyama— no sólo representan un peligro sino también
oportunidades. En épocas anteriores la Iglesia ha respondido creativamente frente a cambios paradigmáticos; el desafío
es hacer lo mismo para nuestra época y nuestro contexto.
La misión: su base, su objetivo y su naturaleza
La crisis contemporánea en cuanto a la misión se manifiesta en tres áreas: su fundamento, su razón de ser y objetivo,
y su naturaleza (cf. Gensichen 1971:27–29).
La empresa misionera, toca admitirlo, durante años operaba con una base demasiado frágil. Esto se hace claro, inter
alia, tanto en las publicaciones de Gustav Warneck (1834–1910) como en las de Josef Schmidlin (1876–1944), los funda-
dores respectivamente de la misionología protestante y católica. Warneck, por ejemplo, distinguía entre un fundamento
«sobrenatural» y otro «natural» para la misión (cf. Schärer 1944:5–10). Respecto al fundamento sobrenatural, identificó
dos elementos: la misión se fundamenta en la sagradas Escrituras (especialmente en la «Gran Comisión» de Mt. 18:18–
20) y en la naturaleza monoteísta de la fe cristiana. De igual importancia son las bases «naturales» para misión: (a) el
carácter absoluto y la superioridad de la religión cristiana frente a las demás; (b) la aceptabilidad y adaptabilidad del cris-
tianismo a todas las culturas y a cualquier condición; (c) los mejores logros realizados por las misiones cristianas en los
«campos de misión»; y (d) el hecho de que el cristianismo se ha mostrado más fuerte a través de la historia que las demás
religiones.Reflexiones en torno a los motivos de la misión y su objetivo mostraban ambigüedades similares. Verkuyl
(1978a:168–75; cf. Dürr 1951:2–10) identificó una serie de «motivos impuros»: (a) el motivo imperialista (convertir a los
nativos en sujetos dóciles de las autoridades coloniales; (b) el [página 20] motivo cultural (la misión como la transferencia
de la cultura «superior» del misionero); (c) el motivo romántico (el deseo de encontrarse en un país lejano, rodeado de
personas exóticas); y (d) el motivo de colonialismo eclesiástico (el impulso de exportar una confesión religiosa y unas nor-
mas eclesiásticas a otros territorios).
Hay cuatro motivos misioneros más adecuados teológicamente, pero todavía ambiguos en su manifestación (cf. Frey-
tag 1961:207–17; Verkuyl 1978a:164–68): a) el motivo de la conversión, el cual enfatiza el valor de una decisión personal y
un compromiso, pero que tiende a limitar el Reino de Dios a lo espiritual e individual, entendiéndolo como la suma total de
las almas convertidas; (b) el motivo escatológico, el cual dirige los ojos de los pueblos hacia el Reino de Dios como una
realidad futura y que, en su afán de provocar la irrupción del Reino final, pierde interés en las exigencias de esta vida; (c)
el motivo de plantatio ecclesiae (plantar iglesias o «church planting»), que enfatiza la necesidad de formar una comunidad
de los comprometidos, pero tiende a identificar la Iglesia con el Reino de Dios; y (d) el motivo filantrópico, a través del cual
la Iglesia recibe el desafío de buscar justicia en el mundo, pero que fácilmente llega a identificar el Reino de Dios con una
sociedad mejor.
Una base inadecuada para la misión y motivos misioneros ambiguos conllevan a una práctica misionera deficiente.
Las iglesias jóvenes «plantadas» en los «campos de misión» eran réplicas de las iglesias en «la tierra natal» de la agencia
misionera, «bendecidas» con todos los bienes colaterales de aquellas iglesias, «desde organetas hasta arcedianos»
(Newbigin 1969:107). Igual que las iglesias en Europa y Norteamérica, eran comunidades bajo la jurisdicción de un pastor
de tiempo completo. Tenían que aceptar confesiones elaboradas en Europa hace siglos frente a desafíos y circunstancias
muy particulares y totalmente ajenos a iglesias jóvenes en la India o el África. Permanecían bajo la tutoría de las agencias
misioneras occidentales, por lo menos hasta que estas últimas se dignaban otorgarles un «certificado de madurez», es
decir, hasta que la iglesia joven había comprobado ser autosostenida, autogobernada y capaz de reproducirse.
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Precisamente este tipo de exportación eclesiástica provocó el grito de protesta de Schütz: «¡Hay un incendio en la
Iglesia! Nuestro acercamiento misionero se parece a un lunático que almacena su cosecha en un granero en llamas»
(1930:195). Schütz no ubicó el problema «afuera», en el campo misionero, sino en el corazón mismo de la Iglesia occiden-
tal. Hace un llamado a la Iglesia para que regrese del campo misionero, donde no ha proclamado el evangelio sino el indi-
vidualismo y los valores occidentales.
Su llamado es a retornar, dejando atrás lo que es para llegar a ser lo que debe ser: la Iglesia de Jesucristo en medio
de los pueblos de la tierra. «¡Intra muros! —gritó él—, los resultados dependen de lo que pasa dentro de la Iglesia, no de
lo que pasa afuera en el campo de misión.»
[página 21] Debido al fundamento inadecuado y los motivos ambiguos de la empresa misionera, pocos de sus defen-
sores y apoyadores estaban en capacidad de apreciar los desafíos presentados por Schütz, o los de David Paton (1953),
escritos veintitrés años más tarde, después del «fiasco misionero» en la China. En su mayoría se sentían complacidos
frente al actuar de las agencias occidentales. Irónicamente, aun llegaron al extremo de utilizar los «logros» de aquéllas
para fortalecer las bases tambaleantes de la misión. Dando su aprobación a las prácticas misioneras, sus promotores
identificaron sus prácticas misioneras con lo que veían en las páginas del Nuevo Testamento, lo cual a su vez se convirtió
en la justificación teológica para seguir adelante con su empresa.
Por medio de esta lógica circular, el éxito de la misión cristiana llegó a ser su propio fundamento. Otras religiones se
percibían como moribundas, a punto de desaparecer. Para mencionar un par de ejemplos de esta forma de razonar: en el
año 1900 el Secretario General de la Sociedad Misionera Noruega, Lars Dahle, habiendo comparado las cifras en términos
de números de cristianos en Asia y África en 1800 y 1900 respectivamente, desarrolló una fórmula matemática para cuan-
tificar la tasa de crecimiento del cristianismo, década por década, durante el siglo 19. Era apenas lógico luego aplicar la
fórmula a las décadas sucesivas del siglo 20. Con esta base, Dahle pudo predecir tranquilamente que hacia 1990 toda la
raza humana sería ganada para Cristo (cf. Sundkler 1968:121). Unos años más tarde, Johannes Warneck, hijo de Gustav
Warneck, escribió un libro titulado Die Lebenskräfte des Evangliums, [La fuerza vital del Evangelio] (2a impresión, 1908),
en el cual demostró el poder de la misión cristiana comparado con el de otras religiones. El traductor estadounidense lo
puso en términos aún más optimistas que Warneck; lo publicó en inglés con el título: The Living Christ and Dying Heat-
henism (El Cristo viviente y el paganismo moribundo) (1909).
Obviamente, ¡los logros del cristianismo comprobaban que era superior! Hoy, en cambio, es obvio que tales pronósti-
cos optimistas carecían de fundamento. Se acabaron los rastros de aquel «paganismo moribundo». Virtualmente toda
religión mundial demuestra un vigor que nadie habría podido admitir hace algunas décadas. Las arrogantes predicciones
de Dahle y otros acerca de la marcha triunfal y la inminente victoria total del cristianismo quedaron nulas. La fe cristiana
sigue siendo una religión minoritaria, luchando aún para retener el terreno ganado. Surge la pregunta: ¿Qué significa en
cuanto a su veracidad y su singularidad el hecho de que ya no sea una religión tan exitosa?
De la confianza al malestar
Circunstancias como estas han llevado a algunos a reemplazar su confianza en una victoria inminente por el profundo
malestar evidente en algunos círculos misioneros. Hacia el final de su vida Max Warren, Secretario General de la Church
[página 22] Missionary Society (Sociedad Misionera Eclesiástica) en Gran Bretaña durante muchos años, se refirió a lo
que él denominó «un terrible colapso nervioso frente a la empresa misionera».
En algunos círculos el malestar ha llevado a una parálisis casi total y a una retirada completa de cualquier actividad
tradicionalmente asociada con la misión en cualquiera de sus formas. Otros han decidido meterse en una serie de proyec-
tos que ciertas agencias seculares podrían llevar a cabo con más eficiencia.
Mientras tanto, en otros círculos no hay evidencia de tal colapso nervioso. Al contrario, sigue adelante «a todo tren» el
flujo misionero en una sola dirección, del Occidente al Tercer Mundo, con la proclamación de un evangelio poco interesado
en las condiciones de los oyentes porque la única preocupación del predicador parece ser la de salvar almas de la conde-
nación eterna. Para ellos el derecho del cristiano a proclamar su religión es indiscutible simplemente porque la misión a
todo el mundo es un mandamiento bíblico. Aun sugerir la idea de una posible crisis de fundamento en la misión se inter-
pretaría como una especie de capitulación frente a las presiones del «liberalismo teológico» o como un desafío a la validez
incambiable de nuestra fe de antaño.
Mientras el celo por la misión y la dedicación sacrificial evidentes en estos círculos son loables, uno no puede dejar de
preguntar si realmente ofrecen una solución válida y duradera. Quizás podríamos perdonarles a nuestros antepasados
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espirituales el no haberse percatado de la crisis que encaraban. Las generaciones presentes, sin embargo, no tienen ex-
cusa para semejante falta de percepción.
Un «pluriverso» de misionología
Si es imposible ignorar la crisis actual en la misión, y no hay sentido en tratar de pasarla por alto, el único camino váli-
do es el de enfrentarla con toda sinceridad sin dejarse llevar por una actitud de derrota. Una vez más: crisis es el punto
donde se encuentran el peligro y la oportunidad. Algunos ven sólo la oportunidad y se precipitan sin darse cuenta de la
multitud de escollos ocultos alrededor. Otros sólo ven el peligro y se paralizan de tal modo que abandonan la tarea. Para
responder con altura a nuestro noble llamado, hay que admitir la doble presencia de peligro y oportunidad, para luego
proceder a ejecutar nuestra misión con plena consciencia de la tensión entre los dos.
Sugiero, por lo tanto, que la solución al problema antes presentado por el colapso nervioso no reside en un simple re-
torno a la conciencia y la práctica misioneras de antaño. Un poco de consuelo será el único resultado de aferrarnos a las
imágenes de ayer. Practicar la respiración artificial dará poco más que la apariencia del retorno a la vida. La solución tam-
poco se encuentra en adoptar los valores del mundo contemporáneo ni en intentar responder según las propuestas que
cualquier individuo o grupo decide denominar misión. Es imprescindible, por lo tanto, [página 23] alcanzar una nueva vi-
sión para salir del presente hacia un nuevo tipo de participación en la misión, lo cual no implica necesariamente tirar a la
basura la experiencia acumulada de generaciones ni condenar con altivez los errores cometidos.
Desde hace algún tiempo los pensadores misioneros más valientes han podido percibir los primeros brotes indicado-
res de un nuevo paradigma misionero. Más de treinta años atrás Hendrik Kraemer ([1959] 1970:70) habló de la necesidad
de reconocer una crisis en la misión, aun un «impase». Al mismo tiempo afirmó que «no nos encontramos al final de la
misión»; más bien «nos encontramos al final definitivo de un período o una época, y mientras más claro veamos esto, y lo
aceptemos de todo corazón, mejor». Estamos llamados a la realización de una nueva «labor pionera, que será más exi-
gente y menos romántica que las hazañas heroicas de la época anterior».
El mundo de la década del noventa sin duda es diferente del de Edimburgo en 1910 (cuando los promotores de misión
creían en la inminencia de un mundo enteramente cristianizado), o aun del de 1960 (cuando muchas venían prediciendo
con toda confianza la llegada de un mundo libre de hambre e injusticia). Ambas manifestaciones de optimismo han sido
demolidas total y permanentemente a raíz de los eventos subsecuentes. Las duras realidades de hoy nos instan a recon-
cebir y reformular la misión de la Iglesia con valentía e imaginación, mientras mantenemos la continuidad con lo mejor de
la misión en las décadas y los siglos pasados.
La tesis planteada por esta obra es que no es ni posible ni correcto intentar revisar la definición de misión sin hacer
una investigación exhaustiva de la vicisitudes de las misiones y del concepto de misión a través de los veinte siglos de
historia de la Iglesia cristiana. Una buena parte de la obra, por lo tanto, se dedicará a trazar los perfiles sucesivos de para-
digmas de la misión desde el primer siglo hasta el vigésimo. No será necesario avanzar mucho antes de percatarnos del
hecho que en ninguna época de los dos milenios pasados existía una sola «teología de la misión»; ni siquiera en la Iglesia
primitiva en su estado prístino (espero ilustrar esto en los siguientes cuatro capítulos). Sin embargo distintas teologías de
la misión no necesariamente se excluyen; llegan a formar un mosaico multicolor de distintos y desafiantes marcos de refe-
rencia que se enriquecen y se complementan. En vez de tratar de articular un único punto de vista sobre la misión, debe-
mos intentar bosquejar los perfiles de «un ‘pluriverso’ de misionología en un universo de misión» (Soares-Prabhu
1986:87).
Lejos estamos de sugerir que cada modelo de misión vaya a ser coherente con cada uno de los demás. Frecuente-
mente los distintos conceptos de misión están en desacuerdo. Por eso la necesidad de mirar con sentido crítico la evolu-
ción del concepto de misión para poder pronunciarse a favor o en contra de las distintas interpretaciones. Implica, por su-
puesto, que el mismo investigador trae al proceso sus propias presuposiciones (¡que debe estar dispuesto a revisar!), y es
correcto aclararlas de antemano. Esto propongo llevar a cabo en las páginas que siguen. Es [página 24] temprano para
emprender la tarea de justificar en detalle mis convicciones en cuanto a misión: ellas saldrán a la luz en el transcurso del
libro. Sin embargo, no creo justo iniciar un estudio de esta índole sin compartir con el lector algunas de las presuposicio-
nes operantes al examinar y evaluar las vicisitudes de la misión y del pensamiento sobre ella a lo largo de estos veinte
siglos. Soy consciente de que por esta vía he adelantado, en parte por lo menos, ciertas opiniones que sólo se irán acla-
rando en la parte final de la obra. Sin embargo, allí las desarrollaré en el contexto de un marco de referencia de lo que
denominaré el emergente paradigma ecuménico de la misión.
Misión: una definición provisional
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1. Propongo que la fe cristiana es intrínsecamente misionera. No es la única creencia que es misionera. Antes bien,
comparte esta característica con varias otras religiones, notablemente con el islamismo y el budismo, al igual que con una
variedad de ideologías como el marxismo (cf. Jongeneel 1986:6s). Las religiones de índole misionera tienen un elemento
en común que las distingue de las ideologías misioneras: todas «creen haber presenciado la eliminación del velo que cu-
bría una verdad primordial de gran significado universal» (Stackhouse 1988:189). La fe cristiana, por ejemplo, percibe a
«todas las generaciones de la tierra» como objetos de la voluntad salvífica de Dios y de su plan de salvación o, en térmi-
nos neotestamentarios, considera que el «Reino de Dios» ha venido en Jesucristo como algo destinado a «toda la huma-
nidad» (cf. Oecumenische inleiding 1988:19). Esta dimensión de la fe cristiana no es opcional: el cristianismo es misionero
por su misma naturaleza, de otro modo niega su misma raison d’ótre.
2. La misionología, como una rama de la disciplina denominada teología cristiana, no es una empresa desinteresada o
neutral: busca una cosmovisión que abarca un compromiso con la fe cristiana (ver también Oecumenische inleiding
1988:19s). Tal acercamiento no implica la ausencia de crítica en el proceso de investigar; de hecho, precisamente por
causa de la misión cristiana, será necesario sujetar cada definición y cada manifestación de la misión cristiana a un análi-
sis y una evaluación rigurosos.
3. Nunca, entonces, podremos pretender delinear con precisión o exceso de confianza el concepto de misión. Al fin y al
cabo, la misión no admite definición; no debe ser encerrada dentro de los estrechos confines de nuestras predilecciones.
Lo mejor que podemos esperar es formular algunas aproximaciones a lo que la misión abarca.
4. La misión cristiana expresa la relación dinámica entre Dios y el mundo, en primer lugar a través del relato del pueblo del
pacto, Israel, y más tarde en forma plena a través del nacimiento, muerte, resurrección y exaltación de Jesús de [página
25] Nazaret. Una fundamentación teológica para la misión, dice Kramm, «será posible si nos remontamos continuamente a
la base de nuestra fe: la autocomunicación de Dios en Jesucristo» (1979:213).
5. No podemos utilizar la Biblia como una cuenta bancaria de verdades sobre la cual podemos girar al azar. No existen
«leyes de misión» inmutables y objetivamente correctas, a las cuales tenemos acceso al hacer exégesis de la Escritura,
que nos provean de planos aplicables a cualquier contexto. No hay una continuidad ininterrumpida entre nuestra práctica
misionera y el testimonio de las Escrituras; de hecho, la misión es una empresa que se ejecuta en el contexto de la tensión
entre la providencia divina y la confusión humana (cf. Gensichen 1971:16). La participación de la Iglesia en la misión es un
acto de fe sin garantía en el mundo.
6. La totalidad de la existencia cristiana debe caracterizarse como existencia misionera (Hoekendijk 1967a:338) o, en
palabras del Concilio Vaticano II, «la Iglesia en la tierra es misionera por naturaleza» (AG 2). Por lo tanto, es redundante
hablar de un «evangelio universal» (Hoekendijk 1967a:309). La Iglesia empieza a ser misionera, no a través de su procla-
mación del evangelio, sino por la universalidad del evangelio proclamado (Frazier 1987:13).
7. Teológicamente, la «misión foránea» no existe como ente separado. La naturaleza misionera de la Iglesia no sólo
depende de la situación en la cual se encuentra en un momento determinado, sino que se fundamenta en el evangelio
mismo. La justificación y el fundamento para cualquier misión llevada a cabo en el extranjero o en territorio nacional «radi-
can en la universalidad de la salvación y la indivisibilidad del Reino de Cristo» (Linz 1964:209). La diferencia entre misión
nacional y misión al extranjero no es de principios sino de alcance, por lo cual repudiamos enteramente la doctrina mística
de «las aguas saladas» (Bridston 1965:32); es decir, la idea de que el viajar a otro país es el sine qua non para cualquier
tipo de actividad misionera, la prueba definitiva y el criterio final para evaluar si un proyecto es verdaderamente misionero
(:33). Godin y Daniel publicaron en 1943 un estudio serio que fue el primero en destruir este «mito geográfico» (Bridston)
de misión: presentaron evidencias contundentes de que Europa también era un «campo misionero». Su libro, sin embargo,
se quedó corto. Al concepto de misión como la primera predicación del evangelio a un grupo de paganos, añadió la idea
de misión como una nueva presentación del evangelio a los neopaganos. Siguió definiendo misión, no en términos de su
naturaleza sino con referencia a sus oyentes, lo cual supone que una vez (re)introducido el evangelio a un grupo de per-
sonas, la misión de hecho ha concluido.
8. Es esencial distinguir entre misión (singular) y misiones (plural). La primera se refiere básicamente a la missio Dei (la
misión de Dios), es decir, a la autorevelación de Dios como el que ama al mundo; el compromiso mismo de Dios en [pági-
na 26] este mundo y con este mundo; la naturaleza y la actividad de Dios que abarca a la Iglesia y al mundo, y en la cual
la Iglesia tiene el privilegio de participar. Missio Dei enuncia las buenas nuevas de que es un «Dios para el pueblo». El
término misiones (las missiones ecclesiae: los proyectos misioneros de la Iglesia), se refiere a modos particulares de parti-
cipación en la missio Dei, relacionados con períodos, lugares y necesidades específicos (Davies 1966:33; cf. Hoekendijk
1967a:346; Rütti 1972:232).
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9. La tarea misionera es tan amplia, profunda y coherente como las necesidades y exigencias de la vida humana (Gort
1980a:55). Desde la década del cincuenta, varios congresos internacionales empezaron a formular este concepto en tér-
minos de «toda la Iglesia que lleva todo el evangelio a todo el mundo». Toda persona se desenvuelve en medio de una
serie de relaciones; por lo tanto, divorciar la esfera espiritual o personal de la material y social es señal de una antropolo-
gía y una sociología falsas.
10. Por consiguiente, la misión es el «sí» de Dios al mundo (cf. Günther 1967:20s.). Al hablar de Dios, implícitamente se trae
a colación el mundo como el escenario de la actividad divina (Hoekendijk 1967a:344). El amor y la atención de Dios se
dirigen primordialmente hacia el mundo, y la misión es «participar en la existencia de Dios en el mundo» (Schütz
1930:245). En nuestra época, el «sí» de Dios se revela, en gran parte, a través de la participación misionera de la Iglesia
en las realidades de injusticia, opresión, pobreza, discriminación y violencia. Cada vez más nos encontramos en una situa-
ción apocalíptica en la cual los ricos se hacen más ricos y los pobres más pobres; donde la violencia y la opresión, tanto
de la derecha como de la izquierda, aumentan. La Iglesia-en-misión no puede cerrar los ojos ante semejante realidad por-
que «el modelo de la Iglesia en medio del caos de nuestros tiempos es político hasta los tuétanos» (Schütz 1930:246).
11. La misión incluye la evangelización como una de sus dimensiones esenciales. La evangelización es la proclamación de
la salvación en Cristo a los que no creen en él, que los llama al arrepentimiento y la conversión, que les anuncia el perdón
de pecados y los invita a ser miembros vivientes de la comunidad terrenal de Cristo, iniciando así una vida de servicio a
otros en el poder del Espíritu Santo.
12. La misión es también el «no» de Dios al mundo (Günther 1967:21s). Anteriormente propusimos que la misión es el «sí»
de Dios al mundo. Nos basamos en la convicción de que hay continuidad entre el Reino de Dios, la misión de la Iglesia y
las necesidades de justicia, paz y plenitud en la sociedad, y que la salvación abarca todo lo relacionado con las personas
en este mundo. Sin embargo, la provisión de Dios en Jesucristo, y aquello que la Iglesia proclama y encarna en su misión
y evangelización, no debe limitarse simplemente a lo mejor que se puede esperar en este mundo en términos de salud,
libertad, paz [página 27] y ausencia de pobreza. El Reino de Dios rebasa el concepto del progreso humano en el plano
horizontal. Entonces, si por un lado afirmamos el «sí» de Dios al mundo como una expresión de la solidaridad del cristiano
con la sociedad, también tenemos que afirmar la misión y la evangelización como el «no» de Dios, como la expresión
misma de nuestra oposición al mundo y, a la vez, nuestro compromiso con él. Si el cristianismo llega a mezclarse con
movimientos sociales y políticos hasta el punto de identificarse completamente con ellos, «la Iglesia volverá a ser lo que
llamamos una religión de la sociedad… Pero ¿puede la Iglesia del hombre crucificado de Nazaret convertirse en una reli-
gión política, sin olvidarse de él, y sin perder su identidad?» (Moltmann 1975:3).
Sin embargo, el «no» de Dios al mundo no encierra ningún dualismo, como tampoco el «sí» de Dios implica una conti-
nuidad ininterrumpida entre este mundo y el Reino de Dios (cf. Knapp 1977:166–168). Por lo tanto, ni una iglesia seculari-
zada (es decir, una iglesia preocupada únicamente por las actividades y los intereses de este mundo) ni una iglesia sepa-
ratista (es decir, una iglesia involucrada únicamente en la tarea de ganar almas y prepararlas para el más allá) puede arti-
cular fielmente la missio Dei.
13. Como argumentaremos más detalladamente luego, podríamos describir a la Iglesia-en-misión haciendo uso de los
conceptos de sacramento y señal. Es una señal en el sentido de ser indicador, símbolo, ejemplo o modelo; es un sacra-
mento en el sentido de mediación, representación o anticipación (cf. Gassmann 1986:14). La Iglesia no es idéntica al Re-
ino de Dios, pero tampoco es ajena a él; es «un anticipo de su venida, el sacramento de sus expectativas para la historia»
(Memorándum 1982:461). Vive en una tensión creativa: ha sido llamada a salir del mundo al mismo tiempo que es enviada
al mundo; desafiada a actuar como el terreno experimental de Dios en el mundo, un fragmento del Reino de Dios, mos-
trando «las primicias del Espíritu» (Ro. 8:23) como «las arras» de lo venidero (2 Co. 1:22).

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