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Cine y TV

¿Por qué vivimos una Edad de Oro de las series?


Publicado por Emilio de Gorgot

Twin Peaks. Imagen: ABC.

A nadie se le escapa que la ficción televisiva ha estado viviendo una Edad de Oro en la que las series de televisión han
sido equiparadas con el cine convencional, algo que antes del cambio de siglo parecía sencillamente impensable pero
que hoy es asumido como una realidad. Las cadenas compiten por ofrecer series de calidad como nunca antes; es más:
grandes directores y actores de Hollywood aceptan trabajar en la pequeña pantalla buscando cimentar su prestigio…
cuando no demasiados años atrás, ¡era exactamente al revés! Pero, ¿cómo ha llegado a producirse este giro? ¿Por qué
ahora se realizan series de tanta calidad, sabiendo que son considerablemente más costosas de producir que series
menos cuidadas que también tienen buenas audiencias? Se han proporcionado explicaciones de todo tipo que
involucran a innovaciones tecnológicas como internet o la televisión por cable como moduladores del gusto del público,
pero en realidad, lejos de tratarse de un fenómeno nuevo surgido de la noche a la mañana, es el resultado lógico de un
proceso que duró algo más de tres décadas, entre los años setenta y los noventa, fundamentalmente.

El punto inicial de la actual Edad de Oro se suele situar en el momento en que la cadena HBO se decidió a producir sus
propias series dramáticas de larga duración (primero Oz, después The Sopranos, Six feet under, The Wire, etc.),
abriendo para otras muchas cadenas el melón de una ecuación aparentemente simple: que una serie de calidad gustará
al público porque lo que el público busca son series de calidad. Pero la cosa no es tan simple. El público, en su conjunto,
no necesariamente busca la calidad. La televisión puede ofrecer productos de baja calidad con mucho éxito y una
enorme rentabilidad. Sobre el papel, se diría que las cadenas podrían prescindir de los esfuerzos creativos y monetarios
que requiere producir una serie de calidad. Está comprobado que el público puede ser cautivo de casi cualquier reality
show o programa «del corazón», que reúnen de manera fácil y barata una buena cantidad de espectadores, y lo mismo
con series de ficción no demasiado trabajadas. Así que, ¿por qué tomarse tantas molestias? La respuesta no proviene
de una iluminación artística que algún ejecutivo sintió cual san Pablo en la oficinas de HBO, sino de una larga evolución
en que las cadenas estadounidenses empezaron a intentar poner en práctica nuevos conceptos de marketing a
principios de los setenta.

Pero, ¿a qué llamamos una serie de calidad?

Antes de hablar de un concepto cabría definirlo y la definición estandarizada de «serie de calidad» nos llega desde el
mundo anglosajón. La industria televisiva estadounidense, que fue pionera en tantas cosas, continúa siendo la más
potente, puntera e influyente del mundo y la auténtica consolidación de la serie de calidad como entidad a estudiar ha
tenido lugar en los Estados Unidos. Consecuentemente, mucha de la literatura reciente sobre este asunto está en inglés
y además utiliza términos que pueden llevar al equívoco. Por ejemplo, cuando se intenta definir términos como «serie de
calidad» o «televisión de calidad», se habla más de la intención con que se realiza un programa que del resultado final.
Dicho de otro modo: una «serie de calidad» puede terminar siendo un producto que no guste al público ni a la crítica,
pero que seguirá siendo considerada «de calidad» siempre que cumpla determinados requisitos de producción. Existen
diversas enumeraciones de estos requisitos, pero grosso modo los principales que se suelen mencionar son los
siguientes:

1) La serie de calidad nace de una visión artística: desde el inicio, una serie de calidad es concebida como una obra de
arte que debe cumplir determinados objetivos artísticos y tener una personalidad artística propia.

2) La serie de calidad depende de una mente creativa: donde hay una visión debe haber un visionario, alguien
encargado de dirigir los esfuerzos de todos los implicados hacia la realización final de esa visión. Esto siempre se dio por
hecho en el cine, donde el papel de visionario y aglutinador de esfuerzos lo cumple el director, a menudo compartiendo
la tarea con un productor. Pero en las series de televisión, el papel del visionario o líder creativo absoluto no siempre
existió porque no se creía necesario. Hoy, sin embargo, individuos como David Chase y David Simon son considerados
las piedras angulares de series que no podrían haberse realizado sin que ellos tuviesen un enorme poder de decisión en
el aspecto creativo.

3) La serie de calidad tiene valores altos de producción: hacer las cosas en persecución de una visión artística concreta
requiere una mayor atención al detalle, lo que a su vez conlleva una mayor inversión en selección de personal, en
tiempo, en recursos materiales… Dicho de otro modo: una serie de calidad es por definición más cara de producir que
sencillamente hacer las cosas según los clichés establecidos.

A estos tres criterios centrales que definen la «serie de calidad» como concepto se les podrían sumar otros dos, más
circunstanciales pero también muy citados: cuatro, la serie de calidad trata temas trascendentes, de importancia social o
significado profundo. Y cinco; la serie de calidad toma como referencia obras de prestigio o consideradas cultas.

En todo caso, el resumen sería este: una serie de calidad supedita toda la producción a la materialización de una visión
artística concreta y no tanto al cumplimiento estricto de un presupuesto ajustado, ni tampoco a la simple puesta en
práctica de determinados clichés de género.

Pero la pregunta sigue siendo la misma: ¿por qué iban las cadenas a tomarse la tremenda molestia de producir series de
calidad? Son considerablemente más caras y como bien sabrá cualquiera que trabaje en algún oficio creativo, el éxito no
siempre está garantizado. Además, existen series mediocres que producen dinero de manera más fácil y menos
arriesgada. A primera vista, pues, la producción de series de calidad no tiene demasiado sentido si lo que uno pretende
es ganar dinero con ellas. Pero no todo es tan evidente, como estamos a punto de comprobar.

¿Qué es más importante, cuántas personas ven una serie o quiénes son esas personas?

Hasta finales de los años sesenta, las grandes cadenas estadounidenses (NBC, CBS, ABC) emitían sus series de ficción
con un objetivo claro: congregar la audiencia más extensa posible. Medían el éxito de una serie por el total de
espectadores, y cuantos más espectadores tenía un programa, más dinero publicitario iban a poner los anunciantes.
Esto parece tan lógico que no requiere explicación alguna. En consecuencia, la receta para elaborar una serie de éxito
era bastante sencilla: primero, escribir argumentos simples que llegasen a todas las mentes o niveles culturales.
Segundo, un tono inocuo para llegar a todos los miembros de la familia. Se trataba de no excluir a ningún sector del
público y por eso las series solían ser ligeras, poco complejas y bastante inocentes. Nada de esto requería grandes
inversiones: hacia 1970 se conocían bien los clichés que funcionaban tanto en el drama como en la comedia, la serie
policial y los demás géneros. El que hubiese algo distinto como, pongamos, The Twilight Zone, era más un feliz
accidente debido a la aparición estelar de un genio como Rod Serling y no tanto a una política general de las cadenas.
Lo dicho: la fórmula del éxito consistía en reunir cuantos más espectadores mejor, y de la manera más barata posible.
Este era sistema que imperaba… hasta que los especialistas en marketing de las empresas anunciantes se pusieron a
desmenuzar los datos demográficos de esa audiencia.

Las audiencias se determinaban mediante los famosos índices Nielsen, creados por la empresa del mismo nombre hacia
1920 para ayudar a las compañías anunciantes a decidir en qué programas radiofónicos debían invertir dinero
publicitario. La metodología de los índices Nielsen, lógicamente, iba evolucionando con el tiempo. Primero se adaptó a la
televisión, pero después se adaptó a las nuevas teorías de mercadotecnia. Y esto iba a tener un efecto directo sobre la
ficción televisiva. ¿Qué descubrieron los nuevos estudios de mercado? Que no todos los espectadores «valen» lo mismo
desde un punto de vista publicitario. Que, por ejemplo, anunciar un producto relativamente caro a un público formado por
niños, por ancianos con escaso poder adquisitivo o por familias con presupuesto ajustado no es lo mismo que anunciarlo
ante profesionales de entre veinticinco y cincuenta años, quienes efectivamente disponen de dinero para comprar ese
producto. Además, esos profesionales suelen disponer de más dinero cuanto más cualificados están en su trabajo, lo
cual tiene una alta correlación con su nivel cultural. Dado que un anunciante quiere que los espectadores compren su
producto y no solamente que lo conozcan, empezaron a analizar las audiencias de las series de televisión con otros ojos.

Cuando la CBS cancelaba series de éxito

A finales de los sesenta algunas cadenas comenzaron a notar cambios en la actitud de determinados anunciantes, que
de manera aparentemente inexplicable parecían menos interesados en algunas de las series más exitosas. Los
ejecutivos de la TV notaron con sorpresa que, en cuanto a la ficción televisiva, las cifras de audiencia y las de ingresos
publicitarios ya no correlacionaban de manera perfecta. Este giro inesperado dio mucho que pensar a las cadenas. Algo
debía hacerse. Las series de ficción eran necesarias, no podían sencillamente eliminarse de la programación. Estaba
comprobado que en determinadas franjas horarias eran lo que mejor funcionaba. También los talk shows —mucho más
baratos de producir— pero obviamente no se podía llenar toda la parrilla con talk shows a riesgo de aburrir a la gente y
hacerla cambiar de canal.

Atreverse a dar un paso para cambiar las cosas requería bastante valentía empresarial. La cadena CBS fue
particularmente tajante en este aspecto y la primera en hacer cambios drásticos. De manera sorprendente, anunciaron la
cancelación de algunas series que tenían excelentes audiencias: sobre todo comedias amables y populacheras que tan
solo unos años antes hubieran parecido intocables en la parrilla. Pero ahora CBS eliminaba varias que estaban en el
cénit de su popularidad. No lo hicieron a lo loco. Estas series tenían grandes audiencias, sí, pero eran audiencias
compuestas básicamente por sectores demográficos con baja formación cultural y escaso poder adquisitivo. Lo cual
tenía tres efectos perniciosos: uno, alejaban el interés de ciertos anunciantes clave que ya no estaban dispuestos a
pagar fortunas para comprar espectadores «al peso». Dos, no interesaban al público de mayor nivel cultural y poder
adquisitivo. Y tres, esas series creaban una mala imagen de marca cuando la gente asociaba la CBS con programas
que, pese a su éxito, eran considerados por muchos como anticuados, pasados de moda y con escaso prestigio cultural.
Deseando cambiar el registro, CBS comenzó a pensar que necesitaba atraer a un público rentable; un público quizá
menos numeroso, sí, pero que interesase a los anunciantes clave. Para ello iba a necesitar productos mejor elaborados,
dirigidos a personas con mayor formación cultural, y dando además el paso muy osado de obviar a sectores mayoritarios
de la audiencia. Comenzaron a concebir series con un mayor valor de producción. El mejor ejemplo y un programa
pionero en esta nueva línea fue la comedia Mary Tyler Moore.

El planteamiento de aquella nueva comedia era bastante atrevido para su tiempo. No solamente por la temática —una
mujer divorciada que se convierte en profesional de éxito— sino por unos valores de producción que iban a suponer una
inversión considerable para una sitcom de media hora de duración. Necesitando algún gancho comercial que justificase
dicha inversión, le ofrecieron el papel protagonista a una de las actrices más famosas de la cadena, Mary Tyler Moore,
que había alcanzado enorme popularidad gracias a su papel en The Dick Van Dyke Show y cuya personalidad, además,
parecía haber influido en la creación del personaje. Ella sería el reclamo principal; de hecho, la propia serie terminarían
llamándose exactamente como ella.

En un principio, sin embargo, Mary Tyler Moore no vio nada clara la oferta. Pensó que interpretar un papel tan
«diferente» y escenificar unos guiones relativamente osados —y desde luego adelantados a su tiempo— podría
perjudicar su popularidad. En aquella época cualquier atisbo de polémica en la ficción televisiva se consideraba
perniciosa, ni aunque fuese mínima. Nadie quería que su programa crease incomodidad en los hogares de los
televidentes, donde todavía era frecuente que las familias viesen la televisión en grupo. Pero CBS insistía en que la idea
era precisamente conseguir atraer a cierto tipo de televidentes a quienes no ofendería tanto un poco de progresismo.
Aunque la actriz exigió suavizar algunos aspectos del guión como el divorcio (su personaje terminó siendo una mujer
soltera), aceptó no cambiar demasiado el planteamiento de la serie y sus riesgos narrativos. Se involucró en el proyecto
pero hubo un detalle importante: para asegurarse el control creativo fundó su propia productora, MTM, que sería la
encargada de elaborar el programa. De hecho, una típica serie coral de HBO, como The Sopranos, Six Feet Under o The
Wire, sigue en buena parte —y con las debidas diferencias temporales— los patrones marcados por MTM en los años
setenta. Pero no adelantamos acontecimientos. CBS y MTM pusieron un cuidado inusitado en la elaboración de esta
nueva sitcom, particularmente en la decisión insólita de dedicar grandes esfuerzos a reunir un reparto coral en el que los
secundarios iban a tener tanta importancia como la propia protagonista. Además se volcaron en escribir un guión sólido
con diversas líneas argumentales pensadas para fidelizar a los espectadores, pero sin recurrir (más de la cuenta) a los
resortes facilones de la soap opera o «culebrón». Estos esfuerzos por controlar la calidad eran bastante inéditos en la
ficción televisiva, como decimos.

La serie Mary Tyler Moore se estrenó en 1970 con unas audiencias no malas, pero sí discretas, que nunca llegaron a
despegar espectacularmente. No obstante duró siete temporadas y se convirtió en un hito en la historia de la televisión.
Básicamente cumplió todas las esperanzas que la CBS había depositado en ella. Primero porque fue rentable; aun sin
estar en los primeros puestos de los rankings atrajo al público de mayor poder adquisitivo, lo cual satisfizo a los
anunciantes clave. Segundo, porque supuso un triunfo artístico apabullante, ganando nada menos que veintinueve
premios Emmy durante sus siete temporadas, algo que tardaría casi treinta años en ser igualado por la serie Frasier. Y
tercero, porque cimentó también un prestigio más allá de las fronteras estadounidenses, sentando las bases para el éxito
internacional de futuras series cortadas por patrones similares.

Mary Tyler Moore no batió récords de espectadores pero fue un empujón de prestigio para la CBS, algo que nunca
hubiera podido obtenerse con sus antiguas comedias «para todos los públicos». El esfuerzo económico que supuso
crear un producto de calidad había sido recompensado. Además, la CBS aprendió que el gusto por la calidad es un
gusto adquirido. Por ejemplo: en el Reino Unido Mary Tyler Moore fue cancelada por causa de las bajas audiencias
cuando se emitió por primera vez… pero solamente tres años después de esa cancelación, y debido a su creciente
prestigio, las cadenas británicas ¡volvieron a comprar los derechos de emisión! Mary Tyler Moore sentó el precedente de
una nueva forma de producir series, incluyendo una gran atención al guión, pero sobre todo al proceso de casting para
reunir un reparto impactante. Tanto fue así, que tres de los personajes de la serie obtuvieron sus propias series spin off:
Rhoda, Phyllis y la internacionalmente triunfante Lou Grant, que ganó trece premios Emmy, amén de otros importantes
galardones, durante sus cinco temporadas de emisión.

La política de CBS se convierte en el nuevo estándar

CBS se puso manos a la obra para crear otras comedias en la misma línea: temáticas atrevidas con mezcla de comedia
y drama, repartos corales muy cuidados, argumentos inteligentes, altos valores de producción, etc. Primero fue All in the
family, que trataba asuntos nunca antes aireados en televisión por ser considerados controvertidos, como la
homosexualidad. Triunfó por todo lo alto, siendo la serie más vista de América en cinco de sus ocho temporadas de
emisión, algo que solamente ha vuelto a ocurrir un par de veces en la historia de la TV estadounidense. Mary Tyler
Moore había cimentado el prestigio, pero All in the family estaba llenando las arcas. Con All in the family la CBS aprendió
algo nuevo: que si una serie atraía primero al sector más «culto» de la audiencia y cultivaba una imagen de prestigio, se
podía conseguir que el resto de la audiencia se subiera al carro. A nadie le amarga un dulce y un programa prestigioso
era un plato apetecible para casi todo el mundo, incluso para gente más conservadora o menos exigente que de otro
modo nunca se hubiese puesto a ver ese programa.

Pero como decimos no hay una fórmula segura del éxito y las cosas no siempre fueron fáciles para la CBS y su nueva
política. En 1972, estrenó su tercera gran baza de ficción, M*A*S*H, una comedia bélica, adaptación de un largometraje
de Robert Altman, aunque formalmente trataba de seguir los patrones establecidos por Mary Tyler Moore y All in the
family. Sin embargo, M*A*S*H tuvo muy malos índices de audiencia durante su primera temporada, lo cual amenazaba
con terminar en cancelación. Sin embargo, en CBS no solamente no la cancelaron sino que en la segunda temporada
cambiaron su horario de emisión, situándola justo después de All in the family para fidelizar ese mismo público. La
jugada funcionó y M*A*S*H fue creándose una audiencia propia. Duró once años en antena, durante los que recibió toda
clase de premios y elogios, amén de un público creciente. Su último episodio, emitido en 1983, batió todas las marcas de
audiencia conocidas, convirtiéndose en el programa más exitoso en la historia de la televisión estadounidense. La noche
de su emisión reunió ¡un 77% de la audiencia! y todavía hoy bate las cifras de cualquier final de fútbol de la Super Bowl,
que es habitualmente el programa más cotizado por los anunciantes de aquel país.

La CBS, pues, había tomado la decisión insólita de renunciar a series baratas y exitosas, sustituyéndolas con series de
calidad… y obteniendo triunfos, además de una considerable mejora de su imagen de marca. Aquello tuvo dos
consecuencias importantísimas. Primero, el establecimiento de unos determinados parámetros de trabajo a la hora de
confeccionar una serie, parámetros que continúan imperando en las series actuales. Segundo, el descubrimiento de que
una serie de calidad es un gusto adquirido y que no siempre un fracaso inicial debe conducir a la cancelación temprana,
incluso cuando se habla de producciones muy costosas. Todo esto marcó un antes y un después en la historia de la
televisión, y es el germen de las políticas empresariales que muchos creen equivocadamente han sido inventadas por
cadenas de cable como la HBO.

También las miniseries requieren atención

Las cadenas rivales ABC y NBC tomaron nota de lo que había hecho CBS y empezaron a dedicar parte de su parrilla (y
de su presupuesto) a emitir series elaboradas con un mayor cuidado, incluso en franjas horarias consideradas menos
propicias a la experimentación, o en series que no estaban destinadas a prolongarse demasiado. La calidad se impuso
incluso en las miniseries. Pongamos un buen ejemplo, conocido de todos: en 1977 la ABC estrenó una miniserie de ocho
episodios emitidos a lo largo de una sola semana, en días consecutivos. Una serie tan breve, según la lógica tradicional
del negocio, no hubiese merecido un especial cuidado en su elaboración. Pero la necesidad de tener programas con
prestigio artístico era algo que se había inoculado en la mentalidad de los ejecutivos. La ABC encargó la producción a la
división televisiva de Warner Bros aplicando una máxima: no iban a reparar en gastos, incluyendo un reparto extenso y
espectacular. Antes del estreno, anunció la miniserie a bombo y platillo como el primer programa de ficción que trataba
de manera realista un tema tan controvertido como el de la esclavitud y el racismo. Roots, que así se llamaba, obtuvo
unos índices de audiencia descomunales: su último episodio es aún hoy el tercer programa más visto en la historia de la
TV estadounidense, solamente por detrás de los finales de M*A*S*H y Dallas, y también por encima de cualquier final de
la Super Bowl. Además, ese éxito arrollador entre la audiencia nacional traspasó fronteras y Roots barrió donde quisiera
que se la emitiese, porque el público sentía que estaba viendo algo completamente inédito. En España, por ejemplo, se
tituló Raíces y tuvo un impacto tal que durante años el personaje de Kunta Kinte fue tan popular aquí como cualquier
gran icono de ficción, léase Don Quijote o el que a ustedes se les ocurra. Tras aquella única y brevísima temporada de
ocho episodios emitidos en una sola semana, Roots recibió ¡treinta y nueve nominaciones a los premios Emmy! El
impacto que generó demostró dos cosas: que el público estaba preparado para temáticas más duras y que la calidad en
televisión podía resultar recompensada incluso cuando se presentaba en formato más pequeño. ABC ya había tenido
experiencias similares con largometrajes, como aquella Duel de 1971 dirigida por un joven Steven Spielberg al que
habían fichado un par de años antes, pero estos ocasionales aciertos de talentos aislados ya no iban a ser felices
accidentes. Ahora las miniseries eran creadas con toda la intención de dejar huella y no solamente para rellenar huecos
en la parrilla.

Como se ve, a mediados de los setenta las cadenas ya no eran tan rácanas a la hora de financiar determinados
programas que consideraban necesarios para reforzar su prestigio. También habían aprendido que había que dejar
libertad creativa a las productoras, que eran las que realmente fabricaban las series. Un ejemplo: desde el éxito de la
pionera Mary Tyler Moore en CBS, la productora MTM había desarrollado un estilo propio bajo el control creativo de la
actriz y de su marido Grant Tinker; estilo que imprimieron a otras series producidas por ellos y que, insisto, es el
esqueleto básico de lo que hoy podríamos llamar «estilo HBO».

MTM desembarca en la NBC

La productora MTM fue la responsable de algunos de los mayores hitos de ficción de principios de los ochenta y
difícilmente se puede exagerar su importancia cuando hablamos de continuar definiendo los patrones de calidad de la
ficción en televisión. El mejor ejemplo fue Hill Street Blues, una serie policial que la NBC encargó a MTM. La productora
siguió imponiendo sus criterios típicos: especial cuidado por unos guiones sólidos; un casting trabajado y selectivo para
elaborar repartos corales con una alta definición de los personajes secundarios; una inversión generosa en el aspecto
técnico y cinematográfico, y por último unos argumentos relativamente complejos con distintos arcos que se
entrecruzaban, tratando —con la precaución justa de acuerdo a su época— asuntos delicados pero de relevancia social,
ya fuesen violencia, racismo, sexo, drogas, alcohol, etc. Las características que antes citábamos como asociadas a una
«serie de calidad» moderna estaban ya presentes: primero, había una intención artística clara, la de renovar el género
policíaco siguiendo un mayor realismo y dureza. Segundo, había una mente visionaria detrás: Steven Bochco. Aunque
en la práctica la productora MTM situaba los parámetros artísticos generales de la serie acuerdo a los gustos de Mary
Tyler Moore de manera similar a como habían hecho los productores más creativos de los estudios de Hollywood, se le
dio un grado amplio de libertad a Steven Bochco, quien ejercía un papel similar al del director de cine, es decir, conseguir
que su visión inicial quedase plasmada. Y tercero: se acordó un presupuesto suficiente para llevar a cabo esas visiones
con su debida excelencia técnica. Resumiendo: el proceso creativo de una serie de televisión empezaba a parecerse
mucho al del cine convencional. Y sus resultados artísticos también.

Hill Street Blues se estrenó en 1981 y recibió un aluvión de críticas verdaderamente entusiastas, que la aplaudían casi
como al advenimiento de una nueva era en la pequeña pantalla. Pero tuvo malas audiencias. No obstante, la NBC había
aprendido muy bien las lecciones de CBS: cuando tienes una serie de calidad, hay que darle dos, tres y cuatro
oportunidades si hace falta. Además, la NBC no estaba en sus mejores momentos y no tenía grandes alternativas como
para desechar una inversión tan importante, así que se probaron diferentes horarios de emisión tratando de salvar Hill
Street Blues. Los malos números de aquel primer año no le impidieron ganar ocho premios Emmy de un total de
veintiuna nominaciones. Aquellos premios fueron el espaldarazo definitivo y finalmente Hill Street Blues encontró su
público. Duró siete temporadas; como Mary Tyler Moore nunca tuvo audiencias enormes pero sentó las bases para una
nueva década en la ficción televisiva. Se convirtió en una de las series más aclamadas y premiadas de todos los
tiempos, estableciendo un nuevo listón de calidad para lo que tenía que venir. Además, su repercusión internacional
ayudó a que en el resto del mundo se percibiese la ficción televisiva estadounidense como puntera, en un momento
donde estaba muy de moda, por ejemplo, alabar la ficción británica como la verdaderamente excelente y desdeñar la
americana por demasiado comercial. En realidad, en aspectos de producción, programas como Hill Street Blues
demostraban que los Estados Unidos llevaban la delantera y no la iban a ceder. En la BBC podían crear algunas
magníficas series con guiones atrevidos, pero no podían competir con el despliegue de medios artísticos de las cadenas
americanas. En los años ochenta, MTM fue lo que la HBO es hoy, la punta de lanza… aunque por entonces el público no
reparaba en las siglas de la productora y por ello no se habla de una «era MTM». Sin series como aquellas no se
conciben otras como, por citar un ejemplo paradigmático, Homicide: Life in the Street (1993-1997), basada en un libro de
David Simon y antecedente de The Corner y The Wire.

Una historia similar sucedió con el drama médico St. Elsewhere, estrenado al año siguiente en la NBC y también
producido por MTM. Su primera temporada tuvo malos índices de audiencia, pero la NBC la mantuvo en antena hasta
que se hizo un hueco, cosechando buenas críticas, nominaciones a premios y durando seis temporadas. Pese a que no
llegaba a la calidad de Hill Street Blues y pese a su polémico (y más bien cutre) final, ayudó a seguir extendiendo el
prestigio de la NBC a nivel internacional. En el Reino Unido, por ejemplo, fue muy exitosa. En aquella serie, por cierto, se
dio a conocer un joven Denzel Washington, lo cual ilustra que como resultado del mayor cuidado en los procesos de
casting, las series de televisión estaban descubriendo actores y actrices con potencial para triunfar en el cine
convencional.

La nueva herramienta de las series: generar un culto

La importancia percibida del prestigio artístico hizo de la segunda mitad de los años ochenta y los años noventa una
época de experimentación. Se jugó con toda clase de elementos para generar en el público un culto hacia las series:
desde los elementos narrativos hasta los que eran pura y simplemente estéticos. Por ejemplo, en 1984 la NBC estrenó
Miami Vice, una serie policial que otorgaba un nuevo significado al concepto «valores de producción», incluyendo la
aparición de costosísimos modelos de Ferrari Testarossa y parafernalia lujosa de lo más variopinto. Esto, que hoy puede
parecer un detalle sin importancia, causó mucho impacto en su momento y era una decisión creativa que no se había
tomado a la ligera. Los Ferraris de Miami Vice eran algo nunca visto en televisión y constituían algo más que una
anécdota: eran un claro mensaje de que «aquí ya no se repara en gastos». Coches caros, trajes caros, accesorios caros,
casas caras… se trataba de hacer visible un presupuesto que antes era «invisible». Así, la ficción en televisión sumaba a
su arsenal de recursos el viejo truco hollywoodiense de generar un culto estético consistente en mostrar al público cómo
era (o cómo creía que era) la vida de los ricos.

Claro que no a todo el mundo le interesaban los Ferrari, así que otra manera de generar culto era el de rodearse de una
aureola arty y vanguardista. Cuando en 1990 la ABC estrenó Twin Peaks, rompió toda clase de moldes contratando
como mente creativa a un director cinematográfico de prestigio, David Lynch, bien conocido por una manera peculiar de
hacer las cosas que, en principio, no casaba bien con la pequeña pantalla. Además esto se hizo en una época donde se
consideraba la televisión un medio inferior en el que tenían que buscarse la vida quienes no podían hacerlo a lo grande
(esto es, en el cine). Pero en ABC estudiaron bien la jugada y le dieron a Lynch una libertad artística inédita, aunque sin
dejar de aplicar sui géneris los sabios principios del «método MTM». La primera temporada de Twin Peaks tuvo
audiencias muy discretas —sobre todo por la dura competencia de Cheers, que se emitía a la misma hora en la NBC—
pero obtuvo los parabienes universales de la crítica, amén de diversos premios. Si Miami Vice había servido para hacer
explícito que el presupuesto ya no tenía límites, Twin Peaks sirvió para hacer explícito que tampoco se ponían límites
artísticos.

Los críticos, a quienes por descontado enamoró este concepto tanto o más que la serie propiamente dicha, dedicaron
miles de páginas a lo que consideraban un eslabón evolutivo decisivo en la historia del medio. Pero la importancia de
Twin Peaks residió no tanto en constituir una revolución narrativa, que lo era, sino en ser considerada una revolución por
la crítica y el público: el prestigio percibido. Hizo que a la ficción televisiva se la mirase de otro modo, aunque se llevaban
ya veinte años de costosa evolución. Eso sí, Twin Peaks era tan vanguardista que en la ABC no supieron gestionar el
invento, arruinándolo cuando intentaron captar audiencia a toda costa a base de intromisiones artísticas durante la
segunda temporada. Nunca hubo una tercera. Pero pese al tropiezo, por entonces hacía ya años que las productoras y
cadenas tenían claro que el futuro estaba en expandir sus límites creativos. Y con Twin Peaks, de repente, el público y
los críticos se enteraban de lo que en el negocio era ya una filosofía imperante desde hacía dos décadas.

El desembarco de las cadenas pequeñas

Desde 1970 a 1990, la lógica de la evolución de la ficción televisiva estadounidense había sido esta: las grandes
cadenas que emitían en abierto intentaban atraer un público cualificado, que era el más apreciado por los anunciantes
clave. Y la manera de hacerlo había sido la de incrementar la calidad media de sus series, ofreciendo productos con
valor añadido que además daban buena imagen de marca. Pero las cadenas de cable, que no dependían de los
anunciantes sino de las ventas directas de su producto mediante suscripción, empezaron a plantearse si también
podrían llegar a hacer rentables estos productos de valor añadido. Especialmente gracias a la repercusión internacional
que estaban teniendo las series estadounidenses, que habían abierto —más que nunca antes, que ya es decir—
importantísimos mercados en otras partes del mundo.

El problema para la TV de cable (o satélite) siempre había sido el coste de producción. Tradicionalmente, las cadenas en
abierto encargaban las series a las productoras, comprándolas por un precio que solía equivaler al 70%-80% del coste
total de producción. La productora recuperaba casi toda su inversión inicial y completaba el resto con derechos de
distribución, mientras que la cadena se valía sobre todo de la publicidad para conseguir que su compra fuese rentable
(había acuerdos de todo tipo y muchos matices, pero sirva esto como esquema general). Sin embargo, una cadena de
cable no iba a tener grandes ingresos por publicidad y su éxito iba a depender de las suscripciones. Pero en el fondo la
lógica era la misma: ¿quién se suscribe a la TV por cable? El público con poder adquisitivo. ¿Qué le interesa al público
con poder adquisitivo? Como había demostrado la amplia experiencia en los años setenta y ochenta, le interesaban las
series de calidad. ¿Era suficiente el valor añadido de las series de calidad para atraer a los suscriptores? Teniendo en
cuenta que se sumarían las posibilidades de explotación en el extranjero, la respuesta era: sí, merecía la pena el intento.

Al principio, eso sí, las cadenas de cable lo hicieron con más precaución y astucia estratégica que con grandes
despliegues, y sobre todo se fijaron en lo que había hecho la Fox con la serie X-Files, estrenada en 1990. En 1989 ya
habían obtenido un inesperado éxito con una producción propia, The Simpsons, pero una cosa era una serie cómica de
dibujos animados que había caído en gracia y otra muy distinta un drama con actores reales y la gran inversión que eso
conlleva. Para tener el control sobre el coste, la cadena misma se encargó de producir la serie. La inversión no era tan
elevada ni el proyecto tan ambicioso en cuanto a calidad como los proyectos punteros de las grandes cadenas rivales
(CBS, NBC, ABC), pero en Fox supieron jugar las bazas adecuadas: las de generar un culto. La temática paranormal,
frecuentemente tratada por programas de no-ficción con cierto éxito, fue astutamente utilizada como gancho. X-Files era
una serie que no cumplía todos los requisitos de lo que hemos llamado «escuela MTM»: no había un reparto coral
cuidadísimo, ni múltiples líneas argumentales que se solapaban implicando un complejo mapa de personajes, ni siquiera
un marcado trasfondo social. Se parecía bastante más bien al típico procedural (serie de resolver crímenes por
episodios) de toda la vida. Pero jugaba hábilmente con sus temáticas para despertar el interés de un público diana
cuidadosamente escogido, del que se esperaba generase un culto extra televisivo. Y así sucedió.

.
X-Files estuvo ocho temporadas en pantalla, durante las cuales, además, llegó a disfrutar de un nuevo fenómeno: la
súbita expansión de internet. En 1990, cuando se empezó a emitir X-Files, internet era una red en la que había apenas
unos tres millones de usuarios. Pero en 1996 había ya unos veinte millones de internautas solamente en los Estados
Unidos, cantidad suficiente como para considerar que la red era una importante herramienta a la hora de afianzar el culto
en torno a las series de televisión, porque muchos usuarios de internet lo eran también de TV por cable y discutían entre
sí asuntos relacionados con esas series, lo cual ayudaba a retroalimentar la expectación (es lo que hoy llamaríamos el
«síndrome Lost»). No es casualidad que justo por entonces comenzase lo que ahora denominamos la Edad de Oro de
las series y que lo hiciese precisamente en la televisión por cable.

Y voilà: todos los vientos soplan a favor para que surja el fenómeno HBO

Hasta 1997, HBO era una cadena de cable de modesto prestigio, principalmente conocida por sus retransmisiones
deportivas históricas, pero poco más. Antes de ese año, a nadie en su sano juicio se le hubiese ocurrido anticipar que
iba a transformarse en la Meca de la ficción en la pequeña pantalla. Las grandes series de la historia habían sido
producto de cadenas convencionales que emitían en abierto: CBS, NBC, ABC y de productoras como MTM en Estados
Unidos. O cadenas como BBC y productoras como Thames en el Reino Unido, etc. Emisoras como Fox habían hecho
sus aportaciones, aunque menos ambiciosas, y las mejores series eran todavía cosa de la televisión en abierto «de toda
la vida».

Sin embargo, en la cadena de cable HBO decidieron que había llegado el momento de elaborar su propia ficción. En su
caso no se anduvieron por las ramas y fueron ambiciosos desde el principio. Decidieron fabricar productos de alto valor
añadido que no tuviesen nada que envidiar a CBS, NBC o ABC. En 1997 estrenaron su primera gran serie dramática de
producción propia: Oz, un drama que trasladaba a una cárcel los típicos ecosistemas de personajes de la antigua
escuela MTM, con repartos corales muy cuidados, con varias tramas paralelas y con atrevimiento tanto en la temática
como en el tono. Oz, desde luego, era más violenta y sexualmente explícita que como acostumbraban a ser las series
hasta entonces. Programas como Hill Street Blues se habían emitido en abierto y por tanto habían estado sujetos a
ciertas restricciones, pero en HBO no tenían ese problema. Su público iba a estar formado por suscriptores, esto es, por
personas adultas, así que podían forzar la nota. Y lo hicieron de un modo que otras cadenas no se hubiesen atrevido a
hacer. Oz, además, fue una de las primeras series en quebrantar reglas hasta entonces básicas como la de tener un
personaje que sirviera como referente emocional del público o como la de procurar cierta «justicia» en la trama que
tranquilizase al espectador. No, Oz era definitivamente incómoda de ver no tanto porque traspasaba líneas morales sino
porque requería del espectador un considerable esfuerzo emocional para superar esa incomodidad. Por lo demás, la
estructura narrativa era casi exactamente la misma que la de las viejas series MTM al estilo Hill Street Blues (de hecho
en Oz estaban involucrados productores de St. Elsewhere). Además había un concepto artístico previo, un visionario
(Tom Fontana), una gran inversión económica y desde luego más que suficiente profundidad y trasfondo social. Con Oz,
la alta narración había llegado a las emisoras por suscripción y HBO inauguraba una nueva era en que las series de
calidad eran, además, más atrevidas que nunca.

La jugada salió bien: Oz duró seis temporadas y aunque no tuvo tanto éxito como otras producciones posteriores de
HBO (e incomprensiblemente fue bastante ignorada por los jurados de diversos premios… desde luego, ¡hay cosas
difíciles de explicar!) sentó nuevos precedentes tanto en dureza y lenguaje explícito como en calidad, consiguiendo algo
que solamente puede obtenerse con un buen producto: prestigio e imagen de marca. Los suscriptores acudieron a la
llamada de la calidad sabiendo que en HBO podían ver un tipo de series que no resultaban factibles en las grandes
cadenas. La antigua lucha de NBC, CBS o ABC por atraer al público cualificado iba a ser ganada por una emisora de
cable que había sabido hacer lo indicado en el momento justo. Porque, envalentonados por el buen resultado de Oz, en
HBO decidieron echar el resto con una nueva producción que iba a llevar al extremo tanto los principios del «método
MTM» como los atrevimientos temáticos. Una serie que iba a marcar un antes y un después. Hablamos, cómo no, de
The Sopranos.

The Sopranos fue estrenada en 1999 en un entorno que era ya absolutamente propicio: un público ávido de nuevas
sensaciones (y más de doscientos millones de usuarios de internet dispuestos a crear un culto a su alrededor), una
crítica entusiasmada por la ruptura de barreras que había supuesto Oz y una creciente e inesperada sensación de
competencia entre el cable y la TV en abierto, competencia que también fascinaba a los analistas. The Sopranos fue la
demostración definitiva de que HBO había decidido tirar la casa por la ventana. Primero, no hubo reparos a la hora de
buscar realismo, desde un arriesgado proceso de casting digno de Hollywood pero que no dudó en contar con
numerosos actores poco conocidos (¡incluyendo al protagonista!), hasta la filmación on location con los sobrecostes
aparentemente innecesarios que ello suponía. Segundo, le ofrecieron total libertad creativa al visionario David Chase
para crear un programa que rompía toda clase de estereotipos. Y tercero, no dudaron en poner todos los recursos
posibles al servicio del concepto artístico. ¿El resultado? Seis temporadas en las que le llovieron premios,
reconocimientos y halagos, generándose un culto internacional y haciendo que los críticos de medio mundo la califiquen
ahora como el punto de corte de una nueva era en la ficción televisiva (cuando, en realidad, The Sopranos fue como
vemos la brillante culminación de una era comenzada mucho tiempo antes). El estándar de calidad establecido por The
Sopranos no fue suficiente para la HBO, que siguió intentando rizar el rizo, primero con Six Feet Under, estrenada en
2001. Y consiguiéndolo definitivamente en 2002 con The Wire, que hoy muchos críticos consideran una firme candidata
a ser nombrada mejor serie de ficción de todos los tiempos. También The Wire, con sus debidos matices, sigue
religiosamente las características básicas de la escuela MTM.

Desde aquel momento, la HBO ha sido el referente a seguir y la cadena a imitar. No solamente porque sus series son de
una calidad excepcional, sino porque al contrario de lo que sucedió con MTM, han conseguido que el público identifique
unas siglas con el producto. Además, han roto todas las restricciones habidas y por haber. En los setenta, CBS y MTM
llevaron el drama complejo a la pequeña pantalla. En los ochenta NBC llevó los grandes presupuestos, ABC llevó el arte
de vanguardia, y Fox llevó los elementos de culto propios de la literatura de género o el cómic. Pero HBO se atrevió a
dar un puñetazo sobre la mesa demostrando que no había emisora pequeña a la hora de crear televisión con medios de
producción más propios del cine. El resultado es que hoy la gente afirma sin complejos que la ficción televisiva mira de tú
a tú a la cinematográfica y desde luego sabemos que directores, guionistas y actores buscan en la TV un prestigio que
antes solamente podían obtener «graduándose» en la gran pantalla. Pero como vemos, HBO y sus imitadoras o
competidoras se han limitado a concluir un largo proceso que se había iniciado a principios de los setenta, y de hecho
HBO lo hizo sin necesidad de aportar demasiada filosofía original. No pocas de las series actuales más reputadas —
incluso algunas muy buenas que provienen de Europa y otros lugares— aplican los mismos principios que fueron
descubiertos con aquellas series de los setenta y ochenta que ahora se nos antojan tan lejanas.

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