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Programa Terapéutico de Mindfulness “Moldea tu cerebro con meditación inteligente”
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bién puede discurrir a la inversa: los estados de ánimo pueden guiar nuestros pensa-
mientos. Piénsalo un momento. Tus estados de ánimo pueden guiar tus pensamien-
tos. En la práctica, eso significa que incluso unos momentos pasajeros de tristeza pue-
den acabar alimentándose a sí mismos y crear más pensamientos infelices a raíz del
modo en que ves e interpretas el mundo. De la misma manera que un cielo oscuro
puede hacerte sentir así, “oscuro”, la tristeza momentánea es capaz de provocar pen-
samientos y recuerdos perturbadores que empeoran ese estado de ánimo. Lo mismo
ocurre con otros estados de ánimo y emociones. Si te sientes estresado/a, ese estrés
puede alimentarse a sí mismo y provocar más estrés. Y pasa lo mismo con la ansie-
dad, el miedo, la ira y emociones positivas como el amor, la felicidad, la compasión y
la empatía.
No sólo los pensamientos y los estados de ánimo se alimentan mutuamente y
acaban estropeando el bienestar: el cuerpo también está implicado. Se debe a que la
mente no está aislada; es una parte fundamental del cuerpo y ambos comparten con-
tinuamente información emocional. De hecho, gran parte de lo que el cuerpo siente
depende de los pensamientos y las emociones, y todo lo que pensamos depende de lo
que ocurre en nuestro cuerpo. Es un proceso extraordinariamente complejo, lleno de
información de ida y vuelta, pero las investigaciones están demostrando que nuestra
visión global de la vida puede cambiar si provocamos pequeños cambios en nuestro
cuerpo. Gestos tan sutiles como fruncir el ceño, sonreír o cambiar de postura pueden
ejercer un enorme impacto en el estado de ánimo y en el tipo de pensamientos que pasan por
nuestra mente (véase cuadro a continuación).
Para hacernos una idea de lo poderoso que puede ser ese intercambio de in-
formación, los psicólogos Fritz Strack, Leonard Martin y Sabine Stepper pidieron a
un grupo de personas que viesen dibujos animados y puntuasen lo divertidos que
les resultaban. A algunas se les pidió que sujetasen un lápiz entre los labios para
obligarlas a que los frunciesen e imitasen así el gesto de fruncir el ceño. Otras mi-
raron los dibujos con el lápiz entre los dientes, como si estuviesen sonriendo. Los
resultados fueron sorprendentes: a las personas obligadas a sonreír durante el vi-
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sionado, los dibujos les resultaron mucho más divertidos que a las que se vieron
obligadas a fruncir el ceño. Resulta obvio que la sonrisa es una manifestación de
felicidad, pero debemos admitir que resulta un poco extraño darse cuenta de que
el acto de sonreír en sí mismo puede hacernos felices. Esto ilustra a la perfección la
gran conexión entre la mente y el cuerpo. Sonreír, además, es contagioso. Cuando
vemos sonreír a alguien, casi siempre devolvemos la sonrisa. No podemos evitarlo.
Piénsalo un momento: el simple acto de sonreír puede hacerte feliz (aunque sea
forzado), y si sonríes, los demás te devolverán la sonrisa, lo que incrementará tu
propia felicidad. Es un círculo vicioso.
No obstante, existe un círculo vicioso igual pero opuesto: cuando percibimos
una amenaza, nos tensamos con el fin de prepararnos para luchar o huir. La respues-
ta de lucha o huida no es consciente; está controlada por una de las partes más primi-
tivas del cerebro, lo que significa que suele ser bastante simple en su interpretación
del peligro. De hecho, no distingue entre una amenaza externa (por ejemplo, un ti-
gre) y una interna (por ejemplo, un recuerdo perturbador o una preocupación sobre
el futuro). Ambos tipos de amenaza provocan una reacción de lucha o de huida.
Cuando se percibe una amenaza, real o imaginaria, el cuerpo se tensa y se prepara
para la acción. Esa reacción puede manifestarse como un gesto de enfurruñamiento,
molestias en el estómago, tensión en los hombros o empalidecimiento. La mente per-
cibe la tensión del cuerpo y la interpreta como una amenaza (¿recuerdas que fruncir
el ceño puede provocar que te sientas triste?), lo que hace que el cuerpo se tense to-
davía más... Ha comenzado el círculo vicioso.
En la práctica, esto significa que, si te sientes un poco estresado/a o vulnera-
ble, un pequeño cambio emocional puede acabar arruinándote el día (o incluso hun-
diéndote en un periodo prolongado de insatisfacción o preocupación). En general,
esos cambios surgen de la nada y te dejan sin energía y preguntándote: ¿Por qué me
siento tan infeliz?
Oliver Burkeman lo descubrió recientemente por sí solo. En su columna del
The Guardian describió cómo las sensaciones corporales aparentemente sin importan-
cia se alimentaban en ocasiones a sí mismas y le empujaban hacia una espiral emo -
cional.
En general, me considero una persona feliz, pero de vez en cuando me sorprende un es-
tado pasajero de infelicidad o ansiedad que se intensifica rápidamente. En un día realmente
malo puedo pasarme horas bloqueado en divagaciones cargadas de angustia, preguntándome si
necesito introducir grandes cambios en mi vida. Es entonces cuando me doy cuenta de que me
he olvidado de comer. Un sándwich de atún más tarde, ese estado se ha desvanecido. Sin em-
bargo, “Tengo hambre” no es nunca mi primera respuesta al hecho de sentirme mal: aparente-
mente, mi cerebro prefiere angustiarse con reflexiones sobre la insignificancia de la existencia
humana que dirigir mi cuerpo a un restaurante para comer.
Por supuesto, y como Oliver Burkeman ha descubierto por sí mismo en repeti-
das ocasiones, esas “divagaciones cargadas de angustia” desaparecen en poco tiem-
po. Algo nos llama la atención y nos hace sonreír, un amigo nos telefonea y nos ale-
gra el día, o vemos una película y nos vamos pronto a la cama con una taza de choco-
late. Casi cada vez que nos asalta un mal momento, ocurre algo que nos hace recupe -
rar el equilibrio. Pero no siempre es así. En ocasiones, el peso de nuestra propia histo-
ria provoca una tormenta emocional porque nuestros recuerdos pueden ejercer una
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cáneres cerebrales lo confirman: las personas que se pasan el día corriendo de aquí
para allá sin prestar atención, a las que les cuesta estar presentes y se centran tanto en
objetivos que pierden el contacto con el mundo exterior, poseen una amígdala (la
parte primitiva del cerebro implicada en la reacción de lucha o huida) que está en
“alerta máxima” de manera permanente. Por tanto, cuando recordamos viejas ame-
nazas y pérdidas, los sistemas de lucha o huida del cuerpo no se desactivan una vez
pasado el peligro. A diferencia de las gacelas, no dejamos de correr.
Así, nuestra manera de reaccionar puede transformar las emociones tempora-
les e inocuas en otras persistentes y problemáticas. En resumen, la mente puede aca-
bar empeorando mucho las cosas. Esto es así para la mayoría de sentimientos cotidia-
nos. Veamos, por ejemplo, el cansancio:
Mientras estás sentado, leyendo estas páginas, intenta conectar con la posible
sensación de cansancio en tu cuerpo. Nota tu nivel de cansancio. Cuando tengas esa
sensación en mente, plantéate algunas preguntas al respecto. ¿Por qué me siento can-
sado/a? ¿Qué me pasa? ¿Qué dice de mí esta sensación? ¿Qué va a pasar si no me
deshago de ella?
Piensa un momento en todas esas preguntas. Deja que revoloteen en tu mente:
¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Qué significa este cansancio? ¿Cuáles serán las consecuen-
cias? ¿Por qué?
Y ahora, ¿Cómo te sientes? Probablemente, peor. Le pasa a casi todo el mundo.
Se debe a que bajo esas preguntas subyace el deseo de librarse del cansancio, y de ha-
cerlo intentando, encontrar las razones por las que ha aparecido, su significado y las
posibles consecuencias si no te libras de él. El impulso comprensible de explicar o
desterrar el cansancio consigue que te sientas más cansado.
Y lo mismo ocurre con toda una serie de sentimientos y emociones humanos,
incluyendo la infelicidad, la ansiedad y el estrés. Cuando estamos infelices, por ejem-
plo, es natural intentar averiguar por qué nos sentimos así y tratar de hallar una ma-
nera de resolver el problema de la infelicidad. Sin embargo, la tensión, la infelicidad o
el agotamiento no son problemas que puedan resolverse. Son emociones. Reflejan es-
tados de la mente y el cuerpo. Y, como tales, no pueden ser resueltos: sólo podemos
sentirlos. Cuando los hayas sentido (es decir, cuando reconozcas su existencia) y pres-
cindas de la tendencia a explicarlos o a librarte de ellos, será mucho más fácil que se
desvanezcan de forma natural, como la niebla en una mañana de primavera.
Permítenos que expliquemos esta idea aparentemente contrapuesta. ¿Por qué
tus esfuerzos para deshacerte de sentimientos desagradables provocan todo lo con-
trario?
Cuando tratas de resolver el problema de la infelicidad (o cualquier otra emo-
ción negativa), utilizas una de las herramientas más poderosas de la mente: el pensa-
miento crítico racional. Funciona así: te ves a ti mismo en un lugar (la infelicidad) y
sabes dónde quieres estar (la felicidad). A continuación, tu mente analiza el hueco
entre los dos e intenta encontrar la mejor manera de unirlos. Para ello utiliza el modo
<hacer> (se llama así porque se le da bien resolver problemas y terminar tareas). El
modo <hacer> reduce progresivamente el hueco entre el lugar donde estás y el lugar
donde quieres estar. Lo hace de manera subconsciente, descomponiendo el problema
en piezas, cada una de las cuales se resuelve en tu imaginación. La solución se reana -
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liza para comprobar si te has acercado a tu objetivo. Por lo general, ocurre en un ins-
tante y no somos conscientes del proceso. Es una manera muy poderosa de resolver
problemas. Así encontramos las rutas para recorrer ciudades, conducir y organizar
programas de trabajo frenéticos. En una forma más refinada, así se construyeron las
pirámides y se exploró el mundo en veleros, y está ayudando a la humanidad a resol-
ver muchos de nuestros problemas más apremiantes.
Es perfectamente natural, por tanto, aplicar este enfoque para resolver el pro-
blema de la infelicidad. Sin embargo, es lo peor que puedes hacer, porque te obliga a
concentrarte en el hueco entre cómo estás y cómo te gustaría estar. Al hacerlo, te
planteas preguntas críticas del tipo: ¿Qué me pasa? ¿En qué me he equivocado? ¿Por
qué siempre cometo esos errores? Esas preguntas no sólo son duras y autodestructi-
vas; además, también exigen que la mente aporte pruebas para explicar su malestar.
Y la mente es muy brillante cuando se trata de proporcionar esas pruebas.
Imagina que estás paseando por un parque precioso en un día de primavera.
Te sientes feliz, pero por algún motivo desconocido, un atisbo de tristeza atraviesa tu
mente. Podría ser el resultado del hambre, ya que te has saltado la comida, o tal vez
has desencadenado sin quererlo algún recuerdo que te perturba. Al cabo de unos mi-
nutos, es posible que empieces a sentirte un poco bajo de ánimo. En cuanto te das
cuenta, empiezas a sondearte: Hace un día estupendo. Es un parque precioso. Me
gustaría sentirme más feliz de lo que me siento ahora.
Piénsalo un momento: “Me gustaría sentirme más feliz”.
¿Cómo te sientes ahora? Probablemente, peor. Es porque te has centrado en el
hueco entre cómo te sientes y cómo quieres sentirte. Y centrarse en el hueco lo intensi-
fica. La mente ve el hueco como un problema que resolver. Este enfoque resulta de-
sastroso cuando se trata de emociones, debido a la estrecha interconexión entre tus
pensamientos, tus emociones y tus sensaciones corporales. Se alimentan mutuamen-
te, y si no se controlan pueden llevar a tu pensamiento en direcciones muy estresan-
tes. Puedes verte atrapado rápidamente en tus propios pensamientos. Empiezas a
darle vueltas, a pensar demasiado. Comienzas a hacerte una y otra vez las mismas
preguntas afiladas que exigen respuestas inmediatas: ¿Qué me pasa hoy? Debería es-
tar feliz, ¿Por qué no lo controlo?
Tu ánimo se hunde un poco más. Es posible que tenses el cuerpo, que frunzas
el ceño y que te sientas desanimado. Podrían aparecer algunas molestias y dolores.
Esas sensaciones llegan a tu mente, que entonces se siente más amenazada y un poco
más pesimista. Si tu ánimo baja todavía más, empezarás a preocuparte realmente y a
perderte las pequeñas y maravillosas cosas que en situación normal suponen un mo-
tivo de alegría: dejas de observar que los narcisos han empezado a florecer, a los pa-
tos que juegan en el lago, las sonrisas inocentes de los niños.
Por supuesto, nadie da vueltas a los problemas por que considere que es una
forma tóxica de pensar. La gente realmente cree que, si se preocupa lo suficiente por
su infelicidad, acabará encontrando una solución. Solo se necesita un último esfuer-
zo, pensar un poco más sobre el problema. Pero las investigaciones demuestran lo
contrario: dar vueltas a las cosas reduce nuestra capacidad de resolver problemas, y
es absolutamente inútil para enfrentarse a las dificultades emocionales.
La prueba está clara: dar muchas vueltas a las cosas es el problema, no la solución.
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