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RELACIÓN DE AYUDA EN LA

TERMINALIDAD

Vicente Madoz
Relación de Ayuda en la Terminalidad

INTRODUCCIÓN

Desde el punto de vista de la metodología asistencial, resulta difí-


cil decir algo nuevo en el tema que nos ocupa. Existen excelentes
aportaciones al respecto y tendría poco sentido incidir sobre ellas. La
propia Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos tiene publicaciones
muy interesantes acerca de esta cuestión.
En el tiempo, breve, de que dispongo, me gustaría hacer algunas
reflexiones en voz alta, apuntando cuando menos ideas, sugerencias
inacabadas, estrellas fugaces, tendentes –mas que nada– a suscitar el
ánimo adecuado y la actitud idónea, de cara a ayudar mejor a nues-
tros pacientes moribundos. Tienen el valor de la desnudez y de la
experiencia de lo vivido.

PREMISAS

La primera duda que me asalta es si cabe practicar una verdade-


ra “relación de ayuda” con un moribundo, por cuanto ello supondría
que quien la oferta tiene que ser un “experto” (que tiene experiencia)
en el morir, y tal pretensión –en cualquiera de nosotros– se me anto-
ja no sólo pretenciosa sino, sin duda, incierta.
Desechando, no obstante, esta pega teórica, extensible por otro
lado a otros muchos ámbitos en los que también se aplica la relación
de ayuda, conviene centrar los dos conceptos concadenados en el
enunciado:
– Entendemos por relación de ayuda la que se establece entre un
ser humano que ocupa una posición de superioridad en el saber
del contenido de la ayuda, y otro ser humano en estado de nece-
sidad en dicho campo.
Se trata de que el primero ayude al segundo a crecer y a madu-
rar en el ámbito correspondiente, de forma que llegue a ser autó-
nomo para sacar adelante su propio proyecto en el tema.
El objetivo único de la relación es obtener el bien del ayudado y,
para ello, quien le ayuda tiene que tener un genuino interés por
él, en cuanto ser humano integral y con vocación de integridad.

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Solo así, se dará la disposición altruista por parte de quien otor-


ga la ayuda, que debe presidir cualquier relación de ayuda: bus-
car el bien del ayudado sin esperar, y por tanto sin solicitar, nada
personal a cambio.
El destino de toda relación de ayuda es la ruptura y la disolución
de la misma, una vez logrado el objetivo perseguido: la autono-
mía y libertad de quien es objeto de socorro.
– La terminalidad hace referencia al límite y al proceso de alcan-
zar el mismo.
En el caso concreto que nos ocupa, la terminalidad implica un
período vital fundamental para la persona. El ser humano que lo
discurre es un sujeto que “está llegando” a su término pero aun
no está en él. Es un alguien que no está “dejando de ser”, como
muchas veces –errónea y aviesamente– formulamos, fantaseando
su disolución o lisis, sino que se trata de un ser humano que se
afana por “llegar a ser”, sabiendo que le falta poco para alcanzar
su verdadera libertad, su definitivo y perenne “ser”.

EL MARCO

La relación de ayuda que nos ocupa se produce, por tanto, en el


proceso del “morir” de una persona, con todo lo que tal realidad
conlleva.
El “morir” –muerte es, o debería ser, un acto plenamente huma-
no, posiblemente uno de los más fundamentales, si no el supremo,
de cada persona.
La muerte, así entendida, es un fenómeno único, irrepetible, e
intransferible, en el que se plasma y desemboca toda la existencia de
la persona, para el que unos llegan mejor preparados que otros, en fun-
ción de su propia dedicación anterior a la misma. Ser capaz de “morir”
humanamente requiere haber prestado antes una cierta atención pre-
via al hecho de morir, porque –como dice José Hierro, en su poema
“La Muerte Tarde”, “la muerte no se da al que sale tarde en su busca”.
Un dato importante, por consiguiente, a resaltar en el escenario
de un enfermo terminal, es que la muerte forma parte de toda la vida

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y es un capítulo más –muy importante– de la misma. Pero también


hay que señalar que, de alguna manera, el “morir” de cada cual
puede ser entendido como el fruto o resultado –premio o don, quizá
castigo– de toda su vida. Tal es el sentido del poema de Rainer María
Rilke citado por Lain Entralgo en su libro “Alma, Cuerpo, y Persona”,
ofrecido aquí en otra traducción, a mi entender más inteligible (la de
Jaime Ferrer en la “Nueva Antología Poética” del poeta mencionado,
editada en la Colección Austral:
“Señor, da a cada uno su muerte propia,
el morir que de aquella vida brota,
en donde él tuvo amor, sentido y pena”
Entendida así, en su realidad existencial, la muerte –el morir– se
transforma en el momento cumbre de todo el devenir humano,
mediante el cual el “ser” alcanza su plenitud y se constituye como
tal por vez primera en toda su trayectoria vital, pasando el sujeto del
“estoy siendo” al “soy”.
Tal conquista no es el resultado de un acaecer pasivo y gratuito.
Exige una dinámica de participación activa y comprometida, que
sólo se activa –cuando se hace– al tomar la persona plena concien-
cia de la realidad de la vida y de la muerte humana, y de la perti-
nencia de ello en su caso. Por eso, como dice Carlos Castilla del
Pino, en su trabajo “El Duelo ante la Muerte Propia”, verdaderamen-
te “solo muere el que se sabe moribundo”.
Es necesario resaltar, por otra parte, que el proceso de morir, tal
y como lo estamos desvelando, no supone un quehacer de recogida,
eliminación, y progresiva limitación por liquidación. Por el contrario,
exige tareas detallistas de cumplimentación y terminación, que
requieren bastante atención y mucha dedicación. Por consiguiente,
el moribundo es un ser que vive, en toda la aceptación del término.
Un sujeto-autor que tiene que asumir y actualizar su pasado y que,
viviendo el presente, el día a día, tiene que afrontar su futuro, posi-
blemente breve pero lleno de exigencias.
El desahucio biológico, el ya “no hay nada que hacer” desde la
perspectiva médica, no solamente no anula su disposición personal
sino que la urge y realiza. Quien está muriendo retiene su identidad
y abriga sus deseos, sus necesidades y sus esperanzas, con un mayor

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calor y entusiasmo si cabe. Le queda, aun, un (existencialmente)


largo camino que recorrer, en el que la dimensión “tiempo” se ve
sustituida por la premura de la “compleción”, que le apela a vivir la
existencia que es, despegándose de lo circunstancial y apostando
por lo esencial.
De este modo, el morir se instaura como un medio de revivir, de
subrayar la vida, en la hondura de lo auténtico y de la radicalidad.
Fruto de ello será el sosiego y la paz que inunda a no pocos de los
que, eufemísticamente, denominamos “enfermos terminales”. Y es
que, como afirma R. Tagore en su aforismo: “la fuente de la muerte
hace fluir el agua quieta de la vida”.
Los profesionales tenemos que imbuirnos de todo lo que antece-
de y hacerlo nuestro, participando de la vivencia de que la muerte
no significa el final de lo absoluto, sino un paso más de un proceso
en marcha, cualquiera que pueda ser la interpretación cognitiva que
queramos dar a este hecho (trascendente, ecológica, evolucionista, u
otra). Debemos hacer nuestro el sentir del poema “Y la muerte no
tendrá dominio”, de Dyland Thomas:
“Y la muerte no tendrá dominio
Los muertos desnudos se confundirán
con el hombre en el viento y en la luna poniente;
cuando sus huesos se limpien
y estos huesos limpios se desvanezcan,
tendrán estrellas en sus codos y en sus piés;
aunque se vuelvan locos, serán cuerdos,
aunque se hundan en el mar, surgirán de nuevo,
aunque los amantes se pierdan,
el amor no se perderá.
Y la muerte no tendrá dominio”

PECULIARIDADES

Lo mencionamos en las premisas. En la mayoría de las ocasiones,


quien oferta una relación de ayuda ha transitado antes el camino por
el que el otro discurre ahora. Es el caso de unos padres con un hijo,
de un profesor con un alumno, o el de cualquier experto con un prin-
cipiante.

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No ocurre esto en el ámbito del morir. La muerte representa el


mismo misterio para el ayudado que para quien le ayuda. A ambos
angustia y a los dos sobrecarga. Como todo misterio, la muerte es
incomprensible para uno y para otro, y solo es, y aparece, como
experiencia –única y singular– por vivir.
Por esto, la relación de ayuda en la terminalidad se instala en un
estilo peculiar: el acompañamiento entre iguales, en situación desi-
gual. Se trata de configurar una “diada” en el final de la vida, que
rememore la diada madre-hijo del inicio, a través de la cual quien
ayuda conforta y alienta al otro en el esfuerzo, apoyándole para que
aspire a su triunfo final y lo alcance, como si se tratara de un cam-
peón ciclista moralmente empujado por su gregario.
Configurar una “diada” con el que está muriendo, una “pareja de
dos seres especialmente vinculados entre sí”, como reza el
Diccionario de la Lengua Española, es algo más que un oficio e,
incluso, que un quehacer. Conmueve y remueve profundamente a
nivel personal, porque demanda compromiso, servicialidad, y dona-
ción. Se trata de un ejercicio muy particular de la “beneficencia” pre-
conizada por Laín Entralgo: un darse al necesitado de ayuda, sumién-
dose en su mundo, para poder así, desde allí, conocerlo verdadera-
mente y contribuir a su permanente alumbramiento. Tarea noble y
generosa, pero por la que quien la ejerce también “deja de ser él
mismo”, como diría Gadamer, reconociéndose en la desolación del
otro, sufriendo con él, y reconstituyéndose con él. Un precio caro que
bastantes profesionales no quieren pagar, aunque la contraprestación
del mismo sea muy valiosa, incluso a título individual.

ACTITUDES

Lo importante en una relación de ayuda con un enfermo termi-


nal no es “saber qué hacer” ni “saber qué decirle”. Lo que vale es
saber “ser”, con él, y saber “estar” a su lado, haciéndose presencia
tranquilizadora y fuente de energía instigadora, para ayudarle a vivir
su muerte y para no abandonarlo en un estéril “pasar”.
Para ello, el profesional debe empezar por ahuyentar los fantas-
mas acerca de su propia muerte, amistándose con ella, para poder

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así ser capaz de apaciguar al moribundo y situarlo en disposición de


aceptarse. Tarea que exige preparación y dedicación.
Desde la paz así gestada, quien ofrece la ayuda podrá desarrollar
actitudes auténticamente beneficiosas para el moribundo: escuchar
lo que dice; tolerar y comprender lo que expresa y hace; aguantar
todo ello sin angustiarse ni desmoronarse.
Los objetivos de tales posturas son claramente definibles:
– “acoger” al que está muriendo: es decir, admitirlo, aceptarlo y
aprobar su vida, para ayudarle a descubrirse y ser él.
– “sosegarlo”: lograr que se asiente y descubra sus raíces, para
aspirar de ellas fortaleza y vida.
– “mantenerlo en paz”, para que pueda reconocerse y remirarse en
las “aguas tranquilas” de su corazón.
– “serenarlo”, alejando de él nubes –neuróticas y frívolas– distrac-
toras de su tarea fundamental.
– “autorizarlo” a ser él mismo, animándole a su propia integridad
y al perdón con los demás, para restañar los desperfectos de una
vida insuficiente.

MODOS
Un profesional que dedica parte de su tiempo a la ayuda a
pacientes terminales, conoce muy bien en qué consiste la metodolo-
gía básica a aplicar en tal empeño.
De forma resumida, la podemos sintetizar en tres pasos sucesivos:
1. Evitar los propios mecanismos de defensa, marginar el falso
pudor paralizante, y ahuyentar la “profesionalidad” formalista e
hierática, necia e insultante.
2. Cultivar los tres fundamentos de la relación de ayuda:
• el “respeto” por el otro, en su sentido estricto (esencial en el
caso que nos ocupa, por cuanto supone priorizar la unicidad,
la autonomía, y la autoría del moribundo).
• la “verdad”, en su doble acepción de una información adecua-
da y de un compromiso con la propia intimidad (el “fondo
insobornable” de Ortega y Gasset), para confrontar al que

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muere con su realidad y para ayudarle a ser fiel a sí mismo y a


su historia.
• el “amor”, profundo y auténtico, que apuesta y confía en que
quien está viviendo su muerte se convierta en sí mismo y lle-
gue a ser ella/él al final de sus días.
3. Utilizar tres instrumentos de resultados probados:
• La “ternura” hacia el moribundo, contemplando su búsqueda
final con cariño, con risueña conmiseración, y con espíritu de
protección. Postura quizá evocadora, por su talante suave, del
breve poema de Dulce María Loynaz, que ella titula “Actitud”:
“Inclinada estoy sobre tu vida
como el sauce sobre el agua”
• “sentido del humor”, que ayuda a relativizar y a penetrar en lo
profundo sin incomodar ni herir.
• La “mano”, parte esencial de la sede del ser, que es el cuerpo,
a través de la cual podemos transmitir la confortación y el
adiós, sobre todo cuando llega ese momento, que siempre ocu-
rre, en el que la persona receptora de la ayuda indefectible-
mente manifiesta, a quien pretende apoyarle, lo que R. Tagore
pone en boca de su personaje:
“Cuando las horas del crepúsculo
ensombrecen mi vida,
no te pido ya que me hables,
amigo mío,
sino que me tiendas tu mano.
Déjame tenerla,
y sentirla,
en el vacío
cada vez más grande
de mi soledad”.

RESUMEN

La relación de ayuda en la terminalidad reúne características


peculiares, pues exige una interacción personal muy profunda y par-
ticular que demanda una disposición y una preparación especial por
parte de los profesionales o del personal voluntario que desee prac-

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ticarla. Para ello resulta fundamental que quien oferta la ayuda abri-
gue un concepto claro del sentido del morir y de su aportación al
conjunto de la vida personal del enfermo en fase terminal, así como
que ella/él mismo hayan resuelto adecuadamente la relación con su
propia muerte. Supuesto lo que antecede, se sugiere que lo impor-
tante es saber ser y estar junto al moribundo, apoyándole en el pro-
ceso de afrontar las últimas, y muy importantes, responsabilidades de
su vida, mediante unas actitudes y unos medios, así como con unos
objetivos claramente definidos, que se explicitan en el texto.

BIBLIOGRAFÍA:

MADOZ V. La Muerte. En: Diez Palabras Clave Sobre los Miedos Del
Hombre Moderno. Estella: Editorial Verbo Divino. 1998.
MADOZ V. Apuntes de Tanatología. Edición Privada. Pamplona: Fundación
ARGIBIDE.2000.

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