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Como consecuencia de las luchas internacionales, España cedió

informalmente a Francia, a través del Tratado de Riswick,


firmado en el año 1697, la zona occidental de la isla. Esta cesión
legalizó una posesión de hecho. Los franceses no perdieron
tiempo en organizar la explotación de la colonia, sobre la base de
la esclavitud. Y esta explotación culminó en una creciente prospe-
ridad para los colonos. Pero al advenir la Revolución Francesa,
los esclavos, que constituían una mayoría im- portante, se
rebelaron. Asesinaron a sus antiguos amos y tomaron sus
propiedades. La rebelión fue dirigida por Toussaint Louverture,
un antiguo cochero de raza africana y notable genio político. Y
produjo una revolución económica, política y social. Louverture
consideró que mientras la zona este es- tuviera bajo el dominio de
España, su obra corría el riesgo de ser aniquilada. Quiso, pues,
extender la revolución a esta zona, que también fue cedida a
Francia, en 1797, en virtud del Tratado de Basilea, y de la cual
esta potencia tardaba en tomar posesión. No demoró en llevar a
cabo el propósito: invadió dicha zona en 1801. Los textos
históricos refieren que la resistencia fue escasa; y ponen énfasis
en las atrocidades del ejército invasor. Es indudable que las hubo.
No podía esperarse otra cosa de un cuerpo militar improvisado,
compuesto por hombres que habían vivido bajo el yugo y que se
sintieron repentinamente libres. Por lo demás ¿no son acaso todas
las guerras exponentes de barbarie? ¿No realizaron también los
españoles, en sus incursiones a la región occidental, auténticos
exterminios? Sin duda, las aludidas atrocidades son censurables.
Pero carecen de importancia para nuestro análisis. Lo que nos
importa es extraer la substancia política de los acontecimientos. Y
la aludida invasión y el gobierno a que dio origen, ofrecieron una
substancia nueva. En efecto, la bandera del movimiento fue la
liberación de los esclavos. ¿No implicaba esto una trasmutación
de estructuras? Sería pueril negarlo. La aludida liberación se
produjo. Y junto a ella, otros sucesos de similar significado. Todo
el viejo orden político- jurídico rodó por tierra, siendo substituido
por un nuevo orden que se inspiraba parcialmente en los
principios igualitarios de la Revolución Francesa. La burguesía no
fue destruida como clase; pero su poder —sobre todo su poder
económico— quedó en parte liquidado. Y la integración social
fue un hecho. Hecho —como veremos— transitorio. La
naturaleza inédita de todo eso salta a la vista. Desaparecieron los
antiguos privilegios y la vida comenzó a desenvolverse sobre la
base de la nivelación de las clases. Medidas de tipo económico —
sobre las cuales insistiremos en la sección correspondiente—
provocaron un notorio auge de la producción, para beneficio de la
totalidad del pueblo. El parasitismo y la ociosidad fueron puestos
fuera de la ley. Tales hechos provocaron la solidaridad de casi
toda la clase media con el nuevo régimen. Renunció esta clase a
su secular apoliticidad. Su apoyo a Louverture tuvo, en efecto, un
carácter militante. No advino, como el que brindó antes a la
burguesía, gracias a su entrega a la cosmovisión existente.
Fue, por el contrario, un producto de las nuevas realidades.
Desgraciadamente, esta solidaridad se veía frenada por lo que
seguía significando aquella entrega. Se dio así el caso de que en
los sectores donde esta había obedecido a una mayor
espontaneidad, la solidaridad aparecía en gran parte subordinada a
la aludida cosmovisión. ¿Eran estos sectores minoritarios?
Probablemente… Pues si bien es cierto que esta última había
calado hondo, no debe olvidarse que bajo su égida se desarrolló la
pugna entre los afanes del «para sí» y el «para ellos»; y que pese a
que esta pugna se desvaneció ante la necesidad de la defensa
contra el enemigo común, su existencia reveló inconformidad con
algunos aspectos de la cosmovisión referida. ¿Y la burguesía?
Pues bien: los burgueses que no pudieron emigrar, se rindieron
ante el invasor. Y colaboraron con este. Pero ello no obedeció a la
identificación de propósitos. Nació de los hechos. En su
intimidad espiritual, los miembros de esta clase —clase que vio la
base agraria de su poder económico casi destruida— alentaron
una notoria hostilidad contra el nuevo régimen, y fueron
preparando con sigilo el clima para el futuro dominio francés.
Hubo, naturalmente, excepciones a esta regla. Impresionados y
beneficiados por el auge global de la economía, algunos
burgueses fueron sinceros en la colaboración. Los textos
históricos nada dicen sobre esto último. Dan a entender que la
oposición de la burguesía fue unánime. Y olvidando las
atrocidades cometidas antaño por esta, fundamentan el hecho en
el carácter bárbaro del nuevo régimen. Llegan más lejos…
Tienden a negar la solidaridad que a este hubo de prestar el
esclavo liberado. Afirman, basados en aseveraciones de escritores
de la época —miembros, claro está, de la burguesía— que el
buen trato que el amo de la zona oriental daba a sus esclavos,
explica esta supuesta ausencia de solidaridad. No vamos a negar
dicho buen trato. Existió.
Pero de ningún modo puede decirse que fuera un fenómeno
generalizado. Hubo allí amos crueles y amos bondadosos. Como
también los hubo, con seguridad, en la zona occidental. Es más:
hay que admitir que la crueldad fue la regla. Pues solo ella
garantizaba la sumisión total. Esta desapareció al advenir el nuevo
régimen. Repentinamente, el esclavo se encontró sin amo. ¿Se
concibe, acaso, que no se solidarizara con su libertador?
Admitirlo sería caer en el absurdo. Los cambios referidos se
produjeron repentinamente: implicaron un salto histórico.
Louverture rompió de hecho con Francia. Pero temeroso del
poderío francés, fingió lealtad al gobierno de París. Mientras
tanto, se vinculó estrechamente con Inglaterra y los Estados
Unidos. Es indudable que obró con ausencia de escrúpulos y una
habilidad notoria. Se veía, a las claras, que procuraba ganar
tiempo para consolidar su obra, libre de amenazas exteriores. Pero
Napoleón descubrió su juego. Y para someterlo envió a la isla,
bajo el mando de su cuñado Leclerc, en el año 1802, la
expedición más poderosa que había zarpado de Europa. Al tener
noticias de este acontecimiento, Louverture decidió quemar las
etapas, destruyendo los últimos remanentes del coloniaje. Fue
entonces cuando se enfrentó de lleno al clero católico así como a
los sectores hostiles de la debilitada burguesía. Para él, se trataba
ya de una guerra a muerte, cuyo precio pagaron inocentes y
culpables. Su régimen cobró entonces características típicamente
tiránicas. Pese a que contaba con el apoyo del pueblo y respondía
a un programa revolucionario, la evolución hacia la tiranía fue
fácil, ya que —demás está decirlo— nunca acusó dicho régimen
los rasgos característicos de las democracias incipientes de la
época. Fue por el contrario, expresión del absolutismo. El
dirigente lo era todo… Y contaba para la realización de sus
objetivos, con una importante organización militar. Como entre la
oligarquía y el gobierno absolutista las diferencias son de matices,
—puesto que ambos traducen un poder total en manos
minoritarias— puede afirmarse que hubo continuidad entre la
antigua colonia y el nuevo régimen, en lo que respecta a la
substancia y naturaleza del poder político. Lo que varió
radicalmente fue el espíritu y la orientación de este poder.
Variación que se expresó en los cambios ya señalados y que,
obviamente, delataban la existencia de una revolución en marcha.
Esta marcha fue detenida por el triunfo del soldado francés en la
zona oriental. Es más: con el gobierno de Ferrand, que surgió a
principios de enero de 1804, se produjo una notoria regresión
histórica. Basta, para fundamentar esta tesis, el hecho siguiente: la
esclavitud fue restaurada. Y con ella, muchas otras expresiones
típicas del coloniaje. Se volvió, por tanto, a este, bajo otra
bandera. La burguesía criolla le abrió los brazos al gobernante
galo. Y diversos sectores de la clase media, que fueron pilares del
régimen anterior, hicieron lo mismo. Lo hizo en el fondo, la gran
mayoría de esta clase. Pero su solidaridad con el francés,
demostrada por una constante colaboración, no fue un producto
del imperio de la cosmovisión añeja. Ya no se trataba, en efecto,
de mostrar lealtad a la Corona española y ciega obediencia a la
dogmática católica. Lo primero no tenía entonces razón de ser. Y
lo segundo había sido violentamente socavado por el régimen de
Louverture. Más aún: cabe afirmar que Ferrand dejó vigente
cuanto en el orden espiritual acarreó este régimen. No fue mucho.
Los acontecimientos ulteriores demostraron que más que una
substitución de las estructuras mentales viejas por otras nuevas, lo
que se efectuó fue una parcial desintegración de las primeras, que
dejó en los ánimos un hondo confusionismo. La burguesía quedó,
claro está, al margen de este. Siguió alentando la antigua
cosmovisión, aun cuando la adaptó a las nuevas circunstancias. La
solidaridad de la clase media con el gobernante francés tuvo, por
tanto, otra raíz. En realidad, ella nunca fue antiesclavista. Hay que
pensar, en consecuencia, que aceptó la abolición de la esclavitud
y la consiguiente integración social como hechos inevitables.
Luego, al ser partícipe de los beneficios de la prosperidad, se
inclinó gozosa ante las nuevas realidades, brindando respaldo a
Louverture. Pero el viejo sentimiento esclavista quedó latente. Y
brotó a la luz cuando Ferrand anuló la abolición. Brotó,
probablemente, con fuerza… ¿No era acaso intención del régimen
galo consagrarse al fomento de las riquezas insulares? ¿No era
lógico que dicha clase se beneficiara de este fomento en cuantía
mayor que bajo el gobierno revolucionario, en razón de que iba a
contar con el brazo esclavo? De todos modos, hay ciertos hechos
que precisa tener en cuenta, en relación con el punto. Si bien
cuando se inició el gobierno de Ferrand la población oriental no
había sufrido una gran merma, esta se produjo a los pocos meses,
con motivo de la invasión de Dessalines, sucesor de Louverture.
Este último había caído prisionero y fue enviado a Francia. Pero
sus tenientes continuaron su obra —que en gran parte adulteraron
— y se impusieron en la zona occidental sobre los ejércitos de
Napoleón. En 1804, Dessalines proclamó la Independencia de
Haití. Claro está: consideró que el dominio francés en la zona este
era una amenaza para el nuevo Estado. Acordó invadirla y
someter a Ferrand por la fuerza. Fracasó en su empeño. Pero
produjo depredaciones y degüellos tales, que solo pueden ser
comparados con los que realizaron los conquistadores y primeros
colonizadores con la raza indígena. Para este hombre de
espiritualidad bárbara, más que un movimiento revolucionario, la
rebelión del negro tenía el carácter de una guerra de razas. Vio,
por consiguiente, en todo mulato o criollo oriental, a un enemigo
que había que destruir. Y así, olvidando la colaboración sincera
que la clase media del este había ofrecido a Louverture, desató
sus furias contra ella, lo mismo que contra la burguesía. Advino,
por obra de esto y de la extensión de las emigraciones, una caída
importante del índice demográfico. Indudablemente, estos hechos
contribuyeron a reafirmar la solidaridad de ambas clases con el
régimen francés. Quiso este producir la rehabilitación económica
del país. Pero faltaba lo básico: el elemento humano. De ahí que
extendiera invitaciones a los que habían emigrado, para que
regresaran. Muchos lo hicieron. Vinieron, además, algunas
familias francesas que de inmediato se dedicaron a la agricultura,
sobre la base del trabajo esclavo. Pero no se creó una oligarquía
francesa. Fue sobre todo con los burgueses criollos que gobernó el
nuevo régimen. Traducía este, sin embargo, principios contrarios,
en ciertos aspectos, a la antigua cosmovisión, lo que no podía ser
del agrado de la burguesía, hostil, por lo demás, al jacobinismo.
Se sintió esta inconforme. Es cierto que se había vuelto al sistema
colonial y que ella gozaba de amplias facilidades para su
enriquecimiento, que dependía del desarrollo agrícola y el
comercio exterior. Pero veía en el nuevo régimen una expresión
del aludido jacobinismo y una amenaza contra lo que ella
consideraba exclusivamente suyo. Todo esto, y otras cosas más,
acentuaron el confusionismo a que hicimos referencia. Se habían
sucedido con notoria rapidez un cambio tras otro; y cada uno de
ellos había dejado un saldo de lágrimas. La tónica era en el fondo,
la violencia. Lógico fue, por consiguiente, que tanto en la
burguesía como en la clase media surgiera la incertidumbre sobre
el destino final del país. América, por otra parte, comenzaba
entonces a despertar. Miranda inició en esa época el movimiento
emancipador de Venezuela. Y los ecos de este acontecer llegaban
a la isla. Sucedió lo que se produce generalmente en tales
circunstancias. La desorientación y la incertidumbre condujeron a
la reafirmación de los viejos valores. Estos no habían
desaparecido… Eran los de la antigua cosmovisión, amenazada
por el haitiano y también por el dominio francés. La burguesía
criolla no había renunciado a ella. Y estimó que solo restaurando
su total imperio podía advenir una paz sin riesgos. Fue, pues,
imperioso para esta clase el retorno a la colonia española. Juan
Sánchez Ramírez, un criollo rico, encabezó el movimiento. Sin
embargo, era tal el confusionismo, que hay datos indicadores de
que la finalidad acariciada en los inicios por los conjurados era
proclamar la Independencia. Parece que a última hora se renunció
a esta tesis. Y se abrazó la otra. El hecho causa asombro. ¿Cómo
era posible que se produjera tan radical viraje? La razón la brinda
el referido confusionismo, que revelaba, además, la complejidad
de la situación. Había tres corrientes importantes en pugna: la
«afrancesada», la española, y otra que asomaba con timidez: la
independentista. A la postre, la burguesía se inclinó hacia la
segunda. Y arrastró a la clase media. La razón esgrimida aparece
en los textos históricos: el dominio francés entrañaba una
permanente amenaza de invasión haitiana. Lo increíble del caso
es que, para sacudirlo, la burguesía no tuvo reparos en solicitar la
ayuda del Presidente de Haití, que lo era a la sazón Petión.
Olvidó, al obrar de ese modo, que este mandatario dirigió los
ejércitos que obedeciendo las órdenes de Dessalines, penetraron
en la zona oriental por el Sur. La Independencia no era para esta
clase una solución. No tanto porque envolvía el peligro de que el
nuevo Estado fuese absorbido por Haití, sino más bien porque la
lealtad a la vieja cosmovisión la vedaba. En el fondo, dicha clase
se sentía católica y española. Y consideraba que solo bajo el
dominio de España podía recobrar su antiguo poder político y
económico y mantenerlo a perpetuidad. Como habremos de ver,
ante el impacto de nuevas realidades, esta postura varió
parcialmente luego. Pero su esencia —o sea el colonialismo—
siguió viva. La rebelión contra Francia se produjo. Y triunfó en el
1808. Dato importante: triunfó con el apoyo de la clase media.
¿Cómo explicar el hecho? ¿No había sido esta clase favorecida,
en la esfera económica, por el dominio francés? Sí. Pero su
españolismo —expresión de su atadura al espíritu de lo antiguo—
pesó más que el favor recibido. Nuevos ideales, no obstante,
brotaron luego de su seno. El triunfo de la rebelión contra Francia
reafirmó, naturalmente, el coloniaje. Puede afirmarse que fue una
victoria del colonialismo extremista.

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