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P á g i n a | 11
Me eché boca arriba sobre el piso. Cerré los ojos. Debía pensar con
rapidez, ordenar m is i de as . R esp i ré h o nd o, m uc h a s v e c es , c o n
lentitud. Mis ideas se fueron aclarando. Tenía dos opciones claras:
1. Todo lo que me ocurría era producto de mi imaginación, pero
inspirado por algo o alguien que lo estaba controlando.
2. Había caído definitivamente en manos del chullachaqui, ese
malévolo duende de la selva, y no tenía ninguna posibilidad de salvación.
Ahora lo comprendía todo. Las historias que contaban sobre la gente
que se extravía para siempre se referían, en realidad, a que ingresaban a un
lugar de ilusiones horripilantes. Por eso nadie los encontraba y
desaparecían de este mundo.
Y mientras razonaba, unas manos huesudas, pellejudas , me tomaron de
los pies y me arrastraron hacia la otra habitación. Tuve cuidado de no abrir
los ojos. Seguí pensando. Un rato después, las mismas manos extrañas,
como garfios de animal de presa, me llevaron por el bosque, entre matorrales
y ramas quebradas que me golpearon todo el cuerpo.
Apreté los ojos cerrados. Me dolía cada hueso golpeado por el arrastre.
Fue ese tremendo dolor lo que me llevó a cometer un error: abrí los ojos.
Estaba en medio de la selva, entre árboles de ramas retorcidas y hojas
oscuras. Parecía un bosque de renacos que se alimentaban entre sí, con los
troncos entreverados y las ramas fantasmales. Entonces, miré mis piernas y
quedé helado.
Tenía las carnes desgarradas, sangrantes, sucias de tierra y hojas
secas; y los huesos estaban expuestos, como desechos inmundos. Miré el
resto de mi cuerpo y tenía las ropas desgarradas, las carnes convertidas en
colgajos sangrantes. Un profundo dolor me penetraba hasta las médulas.
Entonces grité. Ya no pude soportar más el dolor y grité desde el fondo de
mi alma, hasta desgarrar mi garganta.
A lo lejos me pareció oír una carcajada. Eso me hizo cambiar de actitud.
Quizá yo no estaba extraviado. Quizá solo padecía alucinaciones que
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CINCO
Abrí los ojos nuevamente, con el espíritu más calmado.
Estaba en la cabaña. Tenía el cuerpo completo y sin heridas. Todo el
paisaje del bosque y de mis carnes desgarradas había desaparecido.
Me levanté de un salto, con optimismo. Palpé mis bolsillos:
billetera, grabadora digital, llaves de mi casa. Di una palmada al aire
para darme ánimos y miré las paredes. No había puerta ni ventanas,
como antes; solo paredes de maderas viejas que en situaciones normales
podrían venirse abajo con un estornudo.
Tenía que liberarme de cualquier sentimiento, incluso de
optimismo, para pensar con frialdad. Me tiré al suelo de nuevo y cerré los
ojos. Respiré pausadamente.
Empecé a recordar. Caminaba hacia la cabaña, cuando me encontré
con la ancianita. ¿De dónde había salido? De ninguna parte. Simplemente
apareció. ¿Cojeaba? Llevaba un bastón nudoso y curvo. Y sí cojeaba,
ahora que lo recordaba mejor. Cojeaba. Pero llevaba una larga falda negra
que me impedía verle los pies.
Y fumaba también. Lo había olvidado. Fumaba un grueso mapacho
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