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Estaba en casa. Acababa de despertar. Todo había sido un sueño.


El chullachaqui, la cabaña incendiada, la inundación por la lluvia, todo
había sido una pesadilla y ahora estaba en casa nuevamente. De vuelta a la
normalidad.
Mi mujer se acercó a saludarme. Era Diomith, una muchacha pequeña
y bonita.
—Vamos, dormilón. Hay café pasado y un par de tamales de maní.
—dijo mi pequeño Jorge.
Sonreí. Tenía una hermosa familia.
Abracé a Diomith de la cintura y la acaricié. Tenía la piel suave. Le di un
beso. Toqué su pierna y bajé suavemente, acariciándola. Me detuve.
Había tocado algo áspero. Me acerqué a mirar y descubrí una pata de venado.
La aparté de un golpe y me eché para atrás. Caí de espaldas contra el
piso de madera de la cabaña. De nuevo estaba solo. Ya no en mi inexistente
hogar ni con mi imposible familia, sino solo, atrapado de nuevo en la casa del
demonio. Y la cabaña siniestra parecía dar vueltas a mi alrededor
echándome en cara mi vida inútil y sin sentido.
Me puse de rodillas, con las manos clavadas en el piso, aferrándome al
minúsculo espacio que me quedaba mientras la cabaña giraba cada vez con más
violencia. Parecía un trompo hecho de tablas, donde el único lugar estable era
el centro en el que yo me encontraba. Unos minutos después, la cabaña se
detuvo. Todo volvió a parecer normal.
Tuve que levantarme con rapidez y correr hacia un rincón, donde
vomité un líquido espeso y verdoso, que salía en abundancia de alguna
parte desconocida de mi cuerpo. Mi estómago era una batidora de ardores.
Cuando p o r f i n r e c u p e r é e l a li e n t o , m e a p a r t é d e l r i n cón y caminé,
tambaleante, hacia donde había estado la puerta de la cabaña.
Estaba exhausto. Me estaba rindiendo. Mejor dicho, poco a poco iba
acostumbrándome a la idea de no presentar pelea y dejar que todo
sucediera.

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Me eché boca arriba sobre el piso. Cerré los ojos. Debía pensar con
rapidez, ordenar m is i de as . R esp i ré h o nd o, m uc h a s v e c es , c o n
lentitud. Mis ideas se fueron aclarando. Tenía dos opciones claras:
1. Todo lo que me ocurría era producto de mi imaginación, pero
inspirado por algo o alguien que lo estaba controlando.
2. Había caído definitivamente en manos del chullachaqui, ese
malévolo duende de la selva, y no tenía ninguna posibilidad de salvación.
Ahora lo comprendía todo. Las historias que contaban sobre la gente
que se extravía para siempre se referían, en realidad, a que ingresaban a un
lugar de ilusiones horripilantes. Por eso nadie los encontraba y
desaparecían de este mundo.
Y mientras razonaba, unas manos huesudas, pellejudas , me tomaron de
los pies y me arrastraron hacia la otra habitación. Tuve cuidado de no abrir
los ojos. Seguí pensando. Un rato después, las mismas manos extrañas,
como garfios de animal de presa, me llevaron por el bosque, entre matorrales
y ramas quebradas que me golpearon todo el cuerpo.

Apreté los ojos cerrados. Me dolía cada hueso golpeado por el arrastre.
Fue ese tremendo dolor lo que me llevó a cometer un error: abrí los ojos.
Estaba en medio de la selva, entre árboles de ramas retorcidas y hojas
oscuras. Parecía un bosque de renacos que se alimentaban entre sí, con los
troncos entreverados y las ramas fantasmales. Entonces, miré mis piernas y
quedé helado.
Tenía las carnes desgarradas, sangrantes, sucias de tierra y hojas
secas; y los huesos estaban expuestos, como desechos inmundos. Miré el
resto de mi cuerpo y tenía las ropas desgarradas, las carnes convertidas en
colgajos sangrantes. Un profundo dolor me penetraba hasta las médulas.
Entonces grité. Ya no pude soportar más el dolor y grité desde el fondo de
mi alma, hasta desgarrar mi garganta.
A lo lejos me pareció oír una carcajada. Eso me hizo cambiar de actitud.
Quizá yo no estaba extraviado. Quizá solo padecía alucinaciones que

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tenían un origen que estaba obligado a averiguar. ¿ Cuándo había


comenzado todo? ¿Cuándo empecé a tener visiones o a perder la noción de
normalidad? Bajé los brazos, ablandé el cuerpo y cerré los ojos. Debía
concentrarme.
Mi jefe me había dado la comisión de entrevistar al brujo Ahuanari
para la edición de aniversario de Yurimaguas. ¿Era mi jefe el chullachaqui?
El motocarrista me había llevado hasta el final de la ciudad y me había
recomendado tener cuidado. ¿Era el motocarrista el chullachaqui?
Luego, en el camino, me había encontrado con una viejita que llevaba
leña en la espalda. Parecía inofensiva. Cuando la dejé, solo me quedaba
la cabaña frente a mí.
A pesar del dolor, sonreí.
La viejita había sido la última persona a la que había visto. Por lo tanto,
era obvio que ella era el chullachaqui. Por supuesto. Después de ese
encuentro todo había cambiado. Acababa de dar con el origen de mis pesadillas.

CINCO
Abrí los ojos nuevamente, con el espíritu más calmado.
Estaba en la cabaña. Tenía el cuerpo completo y sin heridas. Todo el
paisaje del bosque y de mis carnes desgarradas había desaparecido.
Me levanté de un salto, con optimismo. Palpé mis bolsillos:
billetera, grabadora digital, llaves de mi casa. Di una palmada al aire
para darme ánimos y miré las paredes. No había puerta ni ventanas,
como antes; solo paredes de maderas viejas que en situaciones normales
podrían venirse abajo con un estornudo.
Tenía que liberarme de cualquier sentimiento, incluso de
optimismo, para pensar con frialdad. Me tiré al suelo de nuevo y cerré los
ojos. Respiré pausadamente.
Empecé a recordar. Caminaba hacia la cabaña, cuando me encontré
con la ancianita. ¿De dónde había salido? De ninguna parte. Simplemente
apareció. ¿Cojeaba? Llevaba un bastón nudoso y curvo. Y sí cojeaba,
ahora que lo recordaba mejor. Cojeaba. Pero llevaba una larga falda negra
que me impedía verle los pies.
Y fumaba también. Lo había olvidado. Fumaba un grueso mapacho
é

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