Decir que hay una cultura burguesa es falso, porque toda
nuestra cultura es burguesa (y decir que nuestra cultura es bur guesa es una obviedad fatigosa que se arrastra por las universi dades). Decir que la cultura se opone a la naturaleza es incierto, porque no se sabe muy bien dónde están los límites entre la una y la otra: ¿dónde está la naturaleza, en el hom bre? Para llamar se hombre, el hom bre necesita un lenguaje, es decir, necesita la cultura. ¿Y en lo biológico? Actualmente se encuentran en el organismo vivo las mismas estructuras que en el sujeto hablan te: la misma vida está construida como un lenguaje. En resumen, todo es cultura, desde el vestido al libro, desde los alimentos a la imagen, y la cultura está en todas partes, de punta a punta de la escala social. Decididamente, esta cultura resulta ser un objeto bastante paradójico: sin contornos, sin térm ino opositivo, sin resto. Quizá podemos añadir también: sin historia, o al menos sin ruptura, sometida a una incansable repetición. En estos momen tos, en la televisión pasan un serial americano de espionaje: hay un cocktail en un yate, y los personajes se entregan a una especie de comedia de enredo m undana (coqueterías, réplicas de doble sentido, juego de intereses); pero todo ya ha sido visto o dicho antes: y no sólo en los miles de novelas y películas populares, sino en las obras antiguas, pertenecientes a lo que podríamos considerar otra cultura, en Balzac, por ejemplo: se podría pen sar que la princesa de Cadignan se ha limitado a desplazarse, que ha abandonado el Faubourg Saint-Germain por el yate de un arm ador griego. Así que la cultura no es sólo lo que vuelve, sino también, y ante todo, lo que se mantiene aún, como un cadáver incorruptible: un extraño juguete que la Historia no puede llegar nunca a romper. Objeto único, ya que no se opone a ningún otro, objeto eter no, ya que no se rompe jamás, objeto tranquilo, en definitiva, en cuyo seno todo el mundo se reúne sin conflicto, aparentem ente: ¿dónde está entonces el trabajo de la cultura sobre sí misma, dónde sus contradicciones, dónde sus desgracias? Para responder, a pesar de la paradoja epistemológica del ob jeto, nos vemos obligados a correr el riesgo de dar una definición, la más vaga posible, por supuesto: la cultura es un campo de dis persión. ¿De dispersión de qué? De los lenguajes. En nuestra cultura, en la paz cultural, la Pax culturalis a la que estam os sometidos, se da una irredim ible guerra de los len guajes: nuestros lenguajes se excluyen los unos a los otros; en una sociedad dividida (por las clases sociales, el dinero, el origen escolar) hasta el mismo lenguaje produce división. ¿Cuál es la porción de lenguaje que yo, intelectual, puedo com partir con un vendedor de las Nouvelles Galeries? Indudablemente, si ambos somos franceses, el lenguaje de la comunicación-, pero se trata de una p a rte ínfima: podemos intercam biar informaciones y obviedades; pero, ¿qué pasa con el resto, es decir, con el inmenso volumen de la lengua, con el juego entero del lenguaje? Como no hay individuo fuera del lenguaje, como el lenguaje es lo que constituye al individuo de arriba abajo, la separación de los len guajes es u n duelo permanente; y este duelo no sólo se produce cuando salimos de nuestro «medio» (aquel en el que todos hablan el mismo lenguaje), no es simplemente el contacto m aterial con otros hom bres, surgidos de otros medios, de otras profesiones, lo que nos desgarra, sino precisam ente esa «cultura» que, como buena democracia, se supone que poseemos todos en común: en el mismo m omento en que, bajo el efecto de determinaciones aparentem ente técnicas, la cultura parece unificarse (ilusión que la expresión «cultura de masas» reproduce bastante burdam en te), entonces es cuando la división de los lenguajes llega al colmo. Pasemos una simple velada ante el aparato televisor (para limi- taraos a las formas más comunes de la cultura); a lo largo de la velada, a pesar del esfuerzo de vulgarización general que los rea lizadores llevan a cabo, recibiremos varios lenguajes diferentes, de modo que es imposible que todos eilos respondan, no tan sólo a nuestro deseo (empleo la palabra en el sentido más fuerte) sino incluso a nuestra capacidad de intelección: en la cultura siem pre hay una parte de lenguaje que el otro (o sea, yo) no com prende; a mi vecino le parece aburrido ese concierto de Brahms y a mí me parece vulgar aquel sketch de variétés, y el folletón sentimental, estúpido: el aburrim iento, la vulgaridad, la estupi dez son los distintos nombres de la secesión de los lenguajes. El resultado es que esta secesión no sólo separa entre sí a los hom bres, sino que cada hombre, cada individuo se siente despedaza do interiorm ente; cada día, dentro de mí, y sin comunicación posible, se acumulan diversos lenguajes aislados: me siento frac cionado, troceado, desperdigado (en otra ocasión, esto pasaría por ser la definición misma de la «locura»), Y aun cuando yo consiguiera hablar sólo un único lenguaje durante todo el día, ¡cuántos lenguajes diferentes me vería obligado a recibir! El de mis colegas, el del cartero, el de mis alumnos, el del comentaris ta deportivo de la radio, el del autor clásico que leo por la no che: considerar en pie de igualdad la lengua que se habla y la que se escucha, como si se tratara de la misma lengua, es una ilusión de lingüista; habría que recuperar la distinción funda mental, propuesta por Jakobson, entre la gram ática activa y la gramática pasiva: la prim era es monocorde, la segunda heteró- clita, ésa es la verdad del lenguaje cultural; en una sociedad dividida, incluso si se llega a unificar la lengua, cada hom bre se debate contra el estallido de la escucha: bajo la capa de una cultura total institucionalm ente propuesta, día tras día, se le im pone la división esquizofrénica del individuo; la cultura es, en cierto modo, el campo patológico po r excelencia en el cual se inscribe la alienación del hombre contemporáneo (la palabra, a la vez social y mental, es la acertada). Así pues, parece ser que lo que persiguen todas las clases so ciales no es la posesión de la cultura (tanto para conservarla como para adquirirla), pues la cultura está ahí, por todas partes, y pertenece a todo el mundo, sino la unidad de los lenguajes, la coincidencia de la palabra y ia escucha. ¿Con qué m irada miran el lenguaje del otro, hoy en día, en nuestra sociedad occidental, dividida en cuanto al lenguaje y unificada en cuanto a la cultura?, ¿con qué m irada lo m iran nuestras clases sociales, las que el m ar xismo y la sociología nos han enseñado a reconocer? ¿En qué juego de interlocución (muy decepcionante, me temo) están inser tas, históricam ente? La burguesía detenta, en principio, toda la cultura, pero hace ya mucho tiem po (hablo de Francia) que se ha quedado sin voz cultural propia. ¿Desde cuándo? Desde que sus intelectuales y sus escritores la han abandonado; el affaire Dreyfuss parece haber sido en nuestro país la sacudida básica para este alejamien to; por otra parte, ése es el momento en que aparece la palabra «intelectual»: el intelectual es el clérigo que intenta rom per con la buena conciencia de una clase, que, si no es la de su origen, es al menos la de su consumación (el que algún escritor haya surgi do individualmente de clase trabajadora no cambia en nada el problema). E n esta cuestión, hoy no se está inventando nada: el burgués (propietario, patrón, cuadro, alto funcionario) ya no accede al lenguaje de la investigación intelectual, literaria, artís tica, porque este lenguaje le contesta; dimite en favor de la cultu ra de m asas; sus hijos ya no leen a Proust, ya no escuchan a Chopin, sino en todo caso a Boris Vian y la música pop. No obs tante, el intelectual que lo amenaza no por ello recibe ningún triunfo; por más que se erija en representante, en fraile oblato de la causa socialista, su crítica de la cultura burguesa no puede evitar el uso de la antigua lengua de la burguesía, transm itida a través de la enseñanza universitaria: la misma idea de contesta ción se convierte en una idea burguesa; el público de los escrito res intelectuales quizás ha podido desplazarse (aunque no sea en absoluto el proletariado el que los lee), no así su lenguaje; claro está que la inteligentsia pretende inventar lenguajes nuevos, pero esos lenguajes siguen siendo cotos cerrados: así que nada ha cambiado en la interlocución social. El proletariado (los productores) no tiene cultura propia; en los llamados países desarrollados usa el lenguaje de la peque ña burguesía, que es el lenguaje que le ofrecen los medios de comunicación de masas (prensa, radio, televisión): la cultura de masas es pequeñoburguesa. La clase interm edia entre las tres clases típicas es, hoy en día, y quizá porque es el siglo de su promoción histórica, la más interesada en elaborar una cultura original, en cuanto que sería su cultura: es indiscutible que se está haciendo un trabajo im portante al nivel de la cultura llama da de m asas (es decir, de la cultura pequeñoburguesa), y por ello sería ridículo ponerle mala cara. Pero, ¿qué vías utiliza? Las vías ya conocidas de la cultura burguesa: la cultura pequeño burguesa se hace y se implanta a base de tom ar los modelos (los patterns) del lenguaje burgués (sus relatos, sus tipos de razona miento, sus valores psicológicos) y de defraudarlos. La idea de degradación puede parecer moral, procedente de un pequeño- burgués que echa de menos las excelencias de una cultura ya pasada; pero yo, por el contrario, le doy un contenido objetivo, estructural: hay degradación porque no hay invención; los mo delos se repiten sobre la m archa, vulgarizados, en la medida en que la cultura pequeñoburguesa (censurada por el Estado) exclu ye hasta la contestación que el intelectual puede aportar a la cul tura burguesa: la inmovilidad, la sumisión a los estereotipos (la conversión de los mensajes en estereotipos) es lo que define la degradación. Podría afirmarse que con la cultura pequeñobur guesa, en la cultura de masas, se da el retorno de la cultura bur guesa al escenario de la Historia, pero en forma de farsa (ya conocemos esta imagen de Marx). De m anera que la guerra cultural parece regulada por una especie de juego de la sortija: los lenguajes están completamente separados, como los participantes en el juego, los unos sentados junto a los otros; pero lo que se pasan, lo que hacen correr, es siempre el mismo anillo, la misma cultura: una trágica inmovili dad de la cultura, una dram ática separación de los lenguajes, ésa es la doble alienación de nuestra sociedad. ¿Podemos confiar en que el socialismo disuelva esta contradicción, fluidifique y, a la vez, pluralice la cultura, y ponga fin a la guerra de los sentidos, a la exclusión de los lenguajes? Tenemos que hacerlo, ¿qué otra esperanza nos queda? Sin dejarnos cegar, sin embargo, por la amenaza de un nuevo enemigo que acecha a todas las sociedades modernas. En efecto, parece ser que ha aparecido una nueva entidad histórica, y que se ha instalado y se está desarrollando insultantemente, y esta entidad está complicando (sin dejarlo ca duco) el análisis m arxista (después de establecido por Marx y Lenin): esta nueva figura es el Estado (éste era, por otra parte, el punto enigmático de la ciencia m arxista): el aparato estatal es más coriáceo que las revoluciones, y la llam ada cultura de masas es la expresión más directa de este estatalism o: p o r ejemplo, ac tualmente, en Francia, el Estado quiere abandonar la Universi dad, desentenderse de ella, cedérsela a los comunistas y a los contestatarios, porque sabe perfectamente que no es ahí donde se hace la cultura imperante; pero por nada del mundo se desen tendería de la televisión, de la radio; al poseer estas vías cultura les está regentando la cultura real y, al regentarla, la convierte en su cultura: una cultura en cuyo seno están obligadas a encontrar se la clase intelectualm ente dimisionaria (la burguesía), la clase promocional (la pequeñoburguesía) y la clase muda (el proleta riado). Así se explica que, al otro lado, a pesar de que el proble ma del Estado dista mucho de estar solucionado, la China popu lar haya llamado precisam ente «revolución cultural» a la trans formación radical de la sociedad que ha puesto en marcha.