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TODOROV, T. 2007 Nosotros y los otros. (pp. 21-23, 115-121 y 203-208). Siglo XXI,
México.
1. ¿Cómo define el autor al etnocentrismo?
2. ¿Cuáles son las dos facetas que presenta el etnocentrismo? ¿Qué supone cada una
de
ellas?
Pierre Clastres
1 En: Pingaud, B. y otros, Lévi-Strauss: estructuralismo y dialéctica. Editorial Paidós. Buenos Aires, 1968.
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Constructores de Otredad
una diferencia muy clara entre la manera como ocurrían el timo, es que la etnología sea posible! En un extremo de-
encuentro y el contacto de Europa con los primitivos y la pende de la esencia misma de nuestra civilización; en el
función que éstos asumieron, desde su descubrimiento, en otro, de lo que le es más ajeno; y ello revela ante todo una
el pensamiento de ciertos escritores. ¿Mas cabe por ello es- suerte de contradicción insólita entre el origen de la etno-
timar que esos puntos de luz “compensan” de alguna ma- logía y su intención, entre lo que la fundamenta como
nera la naturaleza profunda de la relación civilización-sal- ciencia y lo que investiga, entre ella misma y su objeto. La
vajismo? No lo parece, pues lo que los poetas y los filósofos etnología, el sentido de su proceder, de su nacimiento y de
nos ofrecen, más que una búsqueda confusa de ese diálogo su proyecto, deben comprenderse sin duda a la luz de la
al cual no podía suscribir Occidente, es una crítica política gran división realizada entre Occidente y el mundo de los
o moral de su propia sociedad. Por consiguiente, el hecho hombres primitivos.
de transformarse en tema literario o filosófico no cam- La etnología, ciencia del hombre, mas no de cualquier
biaba en nada lo que el salvaje veía ante todo en Europa: su hombre, se halla de acuerdo por naturaleza, podría decirse,
violencia. con las exigencias del pensamiento científico, pues se
De este modo, en lugar de una debilidad congénita de mueve en el universo de la división: ésta, por otra parte,
las civilizaciones primitivas por la cual se explicaría su de- era quizá la condición de posibilidad para una ciencia de
cadencia tan rápida, lo que la historia de su advenimiento este pensamiento reconocido tan sólo mediante la separa-
deja traslucir aquí es una fragilidad esencial de la civiliza- ción. Y esta cualidad de la etnología se expresa en el hecho
ción de Occidente: la necesaria intolerancia en la cual el de que constituye un discurso sobre las civilizaciones pri-
humanismo de la Razón halla a la vez su origen y su lí- mitivas y no un diálogo con ellas.
mite, el medio de su gloria y la razón de su fracaso. ¿Acaso No obstante, aun cuando sea experiencia de la divi-
no lo es esta incapacidad de hecho, ligada a una posibi- sión, o más bien por ello mismo, la etnología parece ser el
lidad estructural, para iniciar un diálogo con culturas di- único puente extendido entre la civilización occidental y
ferentes? las civilizaciones primitivas. O, si aún es posible un diá-
En este caso no es sorprendente que la relación básica logo entre esos extremos separados, la etnología es la que
entre civilización occidental y civilizaciones primitivas se permitirá que Occidente lo entable. No, sin duda, la etno-
repita de cierta manera, en el nivel de la etnología, para logía “clásica”, marcada inevitablemente por la oposición
conferir a esta ciencia cierta ambigüedad y marcar su posi- –de la cual nació– entre razón e irracionalidad, y que por
ción con un color particular. En nuestra opinión, la ambi- lo tanto incluye en sí el límite adecuado para la negativa al
güedad específica de nuestra disciplina reside en la oposi- diálogo, sino otra etnología a la cual su saber permitiría
ción entre su “tierra natal”, sus medios y su finalidad por forjar un nuevo lenguaje infinitamente más rico; una et-
una parte, signos de nuestra cultura que se despliega, y su nología que, superando esta oposición tan fundamental
objeto por la otra, constituido por el conjunto de esas civi- en torno de la que se ha edificado y afirmado nuestra civili-
lizaciones primitivas, cuyo rechazo del campo de su zación, se transformaría a su vez en un nuevo pensa-
propio lenguaje, precisamente, exige la nuestra. La para- miento. En un sentido pues, si la etnología es una ciencia,
doja de la etnología está en que es al mismo tiempo es al mismo tiempo algo distinto. Este privilegio de la et-
ciencia, y ciencia de los primitivos; en que, absolutamente nología, en todo caso, es lo que nos parece indicar la obra
desinteresada, realiza mejor que cualquier otra actividad la de Claude Lévi-Strauss: como inauguración de un diálogo
idea occidental de ciencia, pero eligiendo como objeto lo con el pensamiento primitivo, encamina nuestra propia
que está más alejado de Occidente: ¡lo asombroso, por úl- cultura hacia un pensamiento nuevo.
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Autor: Edmund Leach
Libro: “Un Mundo en explosión” Editorial Anagrama – 1967 – Barcelona
Los temas de violencia nos rodean desde el día en que nacemos (films de televisión
como “Los vengadores”, relatos de muertes súbitas, leyendas sobre Hiroshima...). No
son sólo la naturaleza y la tecnología lo que parece fuera de control, sino nosotros
mismos.
Si medimos la violencia por la cantidad, nos encontramos con certeza en la edad del
terror. Tanto el número de víctimas como el de destructores crecen incesantemente.
Pero las actitudes hacia la violencia cambian muy poco. Los informes de guerra del
Vietnam se recrean en los desastres con un tono parecido al de las sagas islandesas del
siglo XII; los comunicados oficiales informan de las víctimas como si los generales
estuvieran ocupados en una cacería de perdices. Hitler intentó exterminar a los judíos en
cámaras de gas; los ingleses del siglo XVI intentaron exterminar brujas y herejes
enviándolos a la hoguera.
En los estados civilizados modernos, las personas insanas pueden someterse a la cirugía
del cerebro y la terapéutica de descargas eléctricas, bajo la confortable teoría de que
esto “podría” ser benéfico, y de que en cualquier caso la víctima, difícilmente podría
resultar más perjudicada de lo que ya está; por el mismo principio Vesalio y Leonardo
Da Vinci investigaron la anatomía humana mediante la disección de los cuerpos de
criminales sentenciados que todavía estaban vivos. Cuando Stokely Carmichael incita a
sus compañeros negros a matar al opresor blanco, no hace más que el atroz consejo de
Maquiavelo: “Si tienes un enemigo, mátalo”.
Pero, ¿cuál es la razón de que tengamos enemigos? ¿Por qué deberíamos tratar de matar
a nuestros semejantes? De una cosa podemos estar seguros, y es que esto es algo que no
se relaciona con el instinto. Ninguna especie podría haber sobrevivido de haber poseído
una tendencia innata que le llevara a exterminar a todos los miembros de su misma
especie, pues el apareamiento hubiera resultado entonces imposible. La pauta general en
el reino animal es que la agresión esta dirigida hacia afuera, no hacia adentro. Sólo en
situaciones excepcionales, los animales se comportan como caníbales o asesinos; las
aves de rapiña sólo matan miembros de otras especies, no de la propia. La lucha entre
animales de la misma clase es normalmente un juego, una especie de ejercicio habitual
que permite a un individuo dominar sobre otro sin que ninguno de los dos resulte
seriamente dañado. Pueden encontrase símiles humanos, como la esgrima, el boxeo, el
fútbol, pero, además de todo esto, los hombres se matan unos a otros. ¿Por qué ocurre
esto? Mi opinión es que nuestra propensión al crimen es una consecuencia paradójica de
nuestra dependencia de la comunicación verbal; usamos las palabras de tal forma que
llegamos a pensar que los hombres que se comportan de modos diferentes son
miembros de especies diferentes.
En el mundo no humano, el conjunto de las especies funciona como una unidad. Los
lobos “no” se matan entre sí, porque “todos” los lobos se “comportan” con el mismo
lenguaje.
Enfoquemos este punto de una forma más general. Debido al modo en que se organiza
nuestro lenguaje y al modo en que estamos educados, cada uno de nosotros se sitúa
constantemente en una actitud de contienda. “Yo” me identifico a mí mismo con un
colectivo “nosotros” que entonces se contrasta con algún “otro”. Lo que “nosotros”
somos, o lo que el “otro” es, dependerá del contexto. Si “nosotros” somos ingleses,
entonces los “otros” son franceses o americanos o alemanes. Si “nosotros” somos los
defensores de la libre empresa capitalista, entonces los “otros” son comunistas. Si
“nosotros” somos los ciudadanos medios normales, entonces el “otro” es un misterioso
“ellos”, la burocracia gubernamental. En cualquier caso “nosotros” atribuimos
cualidades a los “otros”, de acuerdo con su relación para con nosotros mismos. Si el
“otro” aparece como algo muy remoto, se le considera como benigno y se le dota con
los atributos del “Paraíso”. La China imaginada por los aristócratas europeos del siglo
XVII y los nobles salvajes imaginados por Rousseau eran benignos y remotos “otros”
de esta clase. Con la tecnología moderna, el mundo se ha empequeñecido de tal forma
que este tipo de lejanía ha dejado casi de existir.
En el extremo opuesto, el “otro” puede ser algo tan a mano y tan relacionado conmigo
mismo, como mi señor, o mi igual, o mi subordinado. En la vida diaria podemos
reconocer docenas de estas relaciones de dependencia: padres-hijos, empleados-dueños,
doctores-pacientes, profesor-alumno, hombre de negocios-cliente... y así sucesivamente.
En todos estos casos, las reglas del juego están perfectamente definidas. Ambas partes
conocen exactamente como se “espera” que el “otro” se comporte y, en tanto en cuanto
estas expectativas se cumplen, todo funciona con disciplina y orden. Pero a mitad de
camino entre el “otro” celestialmente remoto y el “otro” próximo y predecible, hay una
tercera categoría que despierta un tipo de emoción totalmente distinto. Se trata del
“otro” que estando próximo es incierto. Todo aquello que está en mi entorno inmediato
y fuera de mi control se convierte inmediatamente en un germen de temor. Esto vale
para personas así como para objetos. Si el señor X es alguien con el que no puedo
comunicarme, está fuera de mi control y le trato por tanto como a un animal salvaje en
lugar de como a un ser humano. Se convierte en un bruto. Su presencia genera la
ansiedad, pero esta falta de humanidad me libera de toda restricción moral: las
respuestas paralizadoras que podrían impedir que reaccionase violentamente contra
alguien de mi propia especie dejan de tener efecto.
Se cuentan por centenares los ejemplos que ilustran este principio. En el siglo XVIII,
con la exaltación de la razón, la locura tomó proporciones escalofriantes, y los dementes
eran conducidos en rebaños a las mazmorras y encarcelados como bestias salvajes.
Cuando los primeros colonos británicos llegaron a Tasmania, exterminaron a los
habitantes locales como si se tratase de gusanos, justificándose en la idea de que
aquellos tasmanianos de ningún modo podían ser considerados como seres humanos.
Algo parecido dijo Hitler de los judíos. En la Sudáfrica contemporánea, el apartheid se
basa en la teoría de que los negros son miembros de especies inferiores y por lo tanto
incapaces de entender la ley y el orden civilizados. La mayor parte de nosotros
reaccionamos con repulsión ante tales actitudes y, sin embrago, nos comportamos de
una manera muy similar. Expulsamos de la sociedad a los criminales, lunáticos y
personas de edad avanzada, simplemente Por qué se les ha declarado anormales, pero
una vez que esta anormalidad se ha establecido, nuestra violencia puede ejercerse sin
límites. Es cierto que hasta ahora no hemos tenido que recurrir al exterminio, pero las
prisiones, las comisarías de policía y muchas otras clases de instituciones cerradas,
pueden llegar a ser consideradas como lugares horribles donde resulta muy difícil
distinguir entre el castigo y el “tratamiento”. Las represalias contra el débil siempre ha
proporcionado al fuerte una profunda satisfacción; momentáneamente por lo menos
alivian el miedo. En este punto asistimos a una horrible confusión general. Queremos
persuadirnos de que el castigo tiene una finalidad disuasoria, cuando en realidad su
móvil es la venganza.
Se pretende que nuestros sanatorios mentales y reformatorios tienen como misión curar
al enfermo y al delincuente; pero “curar”, en este contexto, significa simplemente forzar
la adaptación del no ortodoxo a las nociones convencionales de la normalidad. Curar es
la imposición de la disciplina por la fuerza; es el mantenimiento de los valores del orden
existente contra las amenazas que surgen de sus propias contradicciones internas.
Notemos en este punto como, en cada generación, los fallos particulares de la sociedad
se reflejan en la forma en que el ortodoxo tiende a asignar las culpas. Antes de la última
guerra mucha gente próspera daba por sentado que los causantes de las crisis
económicas eran los sin empleo, de los que se decía que “vivían ociosamente de la
limosna”. Hoy día, nuestro fracaso en la creación de un mundo adaptado a las
necesidades de vida de los jóvenes se traduce en una feroz hostilidad hacia los mismos
jóvenes; se les considera culpables de la situación que les ha creado.
Una verdadera coalición de moralistas, políticos, jueces de tribunales supremos y
periodistas, están creando un clima verdaderamente ingrato para el adolescente. Debido
a las drogas y estupefacientes, los cabellos largos y el LSD, las minifaldas y el amor
libre, las algaradas de estudiantes y las manifestaciones políticas, todo ello mezclado
con la confusión general sobre los particulares casos de desviaciones sexuales que
tienen por escenario las comisarías de la policía, el resultado es una imagen de
Inglaterra en total depravación. Se habla de los jóvenes como de una quinta columna
anarquista. La reacción de los mayores es de consternación. ¿Deberían tomar venganza
estricta o más bien ofrecer una fórmula de apaciguamiento, permitiendo por ejemplo el
voto de los jóvenes a los dieciocho años?. Ésta es una situación muy singular.
En cualquier sociedad, la tensión entre generaciones puede considerarse normal; todo
hijo es un usurpador potencial del trono paterno; todo padre se siente amenazado; sin
embargo, la actual tensión existente en Gran Bretaña a este respecto, parece tomar un
carácter completamente desproporcionado.
Se trata a los jóvenes como una categoría alienada (“bestias salvajes con las que no
podemos comunicarnos”). No se trata de vulgares rebeldes, sino de revolucionarios
declarados que pretenden la destrucción de todo aquello que la vieja generación
considera como sagrado.
Lo que debe considerarse, entonces, no es, “¿por qué los jóvenes atentan contra el
orden?” sino “¿qué es lo que hace pensar a los mayores que los jóvenes lo hacen?”.
Existe la posibilidad de mostrar la relación entre esta problemática y lo establecido en
anteriores capítulos.
De nuevo, debe procederse con cautela ante posibles razonamientos estereotipados. Hay
quien asegura que el desorden de los jóvenes no es más que un síntoma del
resquebrajamiento de la vida familiar. No parece que esto sea justificado. Prácticamente
todos los cambios sociales en gran escala que han tenido lugar durante el siglo pasado,
han sido de tal suerte que debieran haber consolidado la unión de padres e hijos, en vez
de al revés. El acortamiento en el número de horas de trabajo, las mejoras en las
condiciones de vivienda, las pagas de las vacaciones, la prohibición del trabajo de los
niños, la generalización de la educación escolar, la desaparición de la servidumbre
doméstica, en fin, son factores que, en principio, deberían ser favorables a la
intensificación de la cohesión familiar. Pero la experiencia parece demostrar lo
contrario; los adultos tienden ahora a tratar a los adolescentes como a rufianes extraños,
y no de una forma totalmente injustificada. Las bandas de adolescentes y el destrozo
sistemático de los bienes públicos son una realidad. ¿Cual es la causa de todo esto?.
En primer lugar y hasta cierto punto, los adultos parecen responder a simples estímulos
visuales. Los jóvenes, de una forma consciente, salen a la calle en una actitud que les
caracteriza de despreocupados y no convencionales, y los adultos reaccionan creyendo
que en realidad los jóvenes no son convencionales.
Una gran parte de la alarma proviene de “ovejas disfrazadas de lobos”. Pero incluso
estando de acuerdo en que los jóvenes no son realmente tan rebeldes como parecen,
queda el derecho a exigir una explicación. ¿Qué pretenden los jóvenes? ¿Por qué tratan
de resultar ofensivos?.
Quizás ellos mismos no lo saben, se imitan simplemente unos a otros. Pero los líderes,
los que saben, constituyen un perfecto problema político. Pretenden ser los herederos
involuntarios de una generación de ineptos. Sus mayores, que conservan las riendas del
poder, lo han confundido lamentablemente todo. Son estos adultos incompetentes los
que dirigen el sistema de educación y establecen las reglas que se supone que los
jóvenes deben aprender. El sistema total está construido sobre la idea de que cuando los
jóvenes crezcan y lleguen al poder, también seguirán queriéndolo desempeñar como
ahora. Esta hipótesis imposibilita toda cooperación. Si los adultos esperan que los
jóvenes participen en la planificación del futuro, podrían al menos tomarse la molestia
de averiguar qué tipo de futuro les gustaría vivir a los jóvenes. Puede asegurarse que
éstos no desean heredar un sistema social en el que el poder está exclusivamente
reservado a aquellos que resultan ser hijos de padres influyentes, o bien a los que se
muestran dóciles y obedientes de acuerdo con las expectativas de los padres.
Los políticamente conscientes son, sin embargo, una minoría y el temperamento
anárquico que prevalece, con intensidad variable, en amplios sectores de la generación
“pop” británica, debe sin duda reflejar algo más sustancial. Mi opinión es que esto
representa un ataque, realmente básico y potencialmente muy saludable, a los valores
ingleses de clase. Los símbolos adquieren significado por su relación son otros
símbolos. El “desorden agresivo” de los jóvenes sólo puede ser entendido en términos
de su opuesto, la “sumisión ordenada”.
En el siglo XIX, el sistema de educación de los hijos de la alta clase media inglesa creó
una categoría social nueva muy significativa: “el niño inglés de escuela pública”, el
prototipo de la conformidad disciplinada, carente de imaginación. Del mismo modo, la
educación escolar de los niños del resto de la sociedad en el siglo XX ha creado una
nueva categoría, el “teenager” que es simplemente el polo opuesto de la anterior.
En privado estos dos tipos no tienen comportamientos muy dispares, aunque los jóvenes
de hoy comienzan a adoptar actitudes adultas ante el sexo mucho antes de que lo
hicieron sus predecesores. Existe, sin embargo, un acusado contraste con el
comportamiento formal público. Mientras que el muchacho típico de la escuela pública
acostumbra a ser pulcro, educado y respetuoso de la moralidad establecida, el
“teenager” aparece como un petrimetre desaliñado, un vocinglero antimoral,
despreciativo de todo convencionalismo. La cuestión es que, en un sentido profundo, el
muchacho de la escuela pública dio por supuestos los valores de una sociedad
momificada y clasista, y aceptó con alegría la idea de continuar la tradición sin más que
aspirar tranquilamente al puesto que le reservaba la sociedad; en un sentido igualmente
radical, su antagónico, el “teenager”, se rebela contra el principio de un orden social
predeterminado. Incluso las modas y estilos de hace sólo tres años ya son caducos.
Clase social es un concepto muy confusionario. En un sentido muy general se puede
dividir la población británica en determinadas clases sociales, mediante el uso de toscas
distinciones como las referentes a los tipos de familia, la situación económica y la
ocupación. Pero esto no indica nada; son simples etiquetas. La clase, tal como afecta
nuestro comportamiento cotidiano, es algo mucho más íntimo y a una escala mucho más
pequeña. No se reconoce a nadie como de nuestra misma clase, por lo que gana
mensualmente, sino se sabe lo que es. Esto es debido a que el comportamiento de clase
que se exhibe es siempre una respuesta a estímulos externos. Cuando los animales
humanos se confrontan, tienden a comportarse como cualquier otro tipo de animal;
reaccionan ante los signos que el otro emite. Pero según se dijo antes, el caso humano es
peculiar debido a nuestra dependencia del lenguaje y de la cultura material. Cualquier
lobo puede comunicarse con cualquier otro, comportándose del modo correcto; pero un
ser humano sólo puede comunicarse cómodamente con un número muy restringido de
otros seres humanos, concretamente con aquellos que hablan del modo correcto y usan
los símbolos culturales correctos. En la Inglaterra contemporánea, las señales que
neutralizan las reacciones que inhiben la libre comunicación, son cosas tales como el
acento, el modo de vestir, la decoración de las habitaciones, los gustos en la comida y la
bebida y las horas en que se consumen; resumiendo, todo aquello que se entiende con el
ambiguo término “maneras”. Todo lo que no resulta familiar en cualquiera de estos
aspectos, define inmediatamente, a la persona en cuestión, como un extraño; alguien
con el que toda relación amistosa de igualdad es imposible. Si las diferencias en la
forma de entenderse son excesivamente marcadas, decimos que el extraño es un
extranjero; si son pequeñas buscamos la solución al compromiso: si, quizá sea inglés,
pero “no de nuestra clase”.
Los viejos, que viven bajo este sistema, se proponen perpetuarlo; y los jóvenes, sus
herederos, buscan su destrucción. Esto se relaciona con lo que decíamos algunas líneas
atrás acerca de que la gente atribuye el desorden en la juventud a una “descomposición
de la vida familiar”. Sobre la base familiar, se nos ha enseñado cuidadosamente a
reconocer y reaccionar ante los signos que indican diferencias de clases, de modo que
cualquier ataque a las clases sociales se identifica con un ataque a los valores de la
familia. Del mismo modo, muchas de las más fútiles y desagradables formas de protesta
juvenil (vandalismo en las iglesias y parques públicos, por ejemplo) son actos
intencionales de sacrilegio destinados a perturbar al respetable padre de familia. “Dios
mío, ¿a dónde vamos a llegar? ¡Ya podían los padres preocuparse de fomentar en sus
hijos un mínimo sentido de decencia pública!” Estas críticas son comentarios justos,
puesto que los valores de la familia se han concentrado cada vez más sobre el status
privado en vez de sobre el bien público.
La realidad es mucho más variada. Por un lado, los grupos domésticos experimentan por
lo general un ciclo de desarrollo que dura como mínimo treinta años. La familia
comienza por componerse de una pareja de adultos; cuando nacen niños aumenta de
tamaño y, por último, degenera cuando crecen los niños y los padres mueren. La
estructura de las relaciones internas es continuamente cambiante y difiere de unas
familias a otras dependiendo del número, distribución del sexo y edades de los hijos, y
ocupación de los padres. No existe una pauta típica. Pero además de esto, el vinculo
entre las familias individuales y el mundo externo adopta muy distintos aspectos. Las
relaciones externas de la familia pueden basarse en cualquier tipo de interés común
(política, deportes, actividades de tiempo libre, etc.) pero, como regla general, los lazos
más fuertes son los de parentesco, vecindad y profesionales o de ocupación. Es por lo
tanto altamente significativo que hoy, en enormes áreas del país, los vecinos de una
misma calle no trabajen en empleos del mismo tipo, o no estén relacionados por
vínculos de parentesco.
El efecto de este cambio es tanto psicológico como social. En el pasado, los parientes y
vecinos prestaron al individuo un soporte moral continuo a lo largo de toda su vida. Hoy
en día el hogar familiar está aislado. La familia se repliega sobre sí misma; hay una
intensificación de las tensiones emocionales entre marido y mujer, y entre padres e
hijos. La tensión es mayor de lo que podemos soportar. Lejos de ser la base de una
sociedad sana, la familia, con su estrecha vida privada y sus secretos sucios y ridículos,
es la fuente de todas nuestras insatisfacciones.
Se necesita un cambio en los valores, pero no es nada obvio qué tipo de cambio. La
historia y la etnografía proporcionan muy pocos ejemplos de sociedades construidas en
torno a ensamblajes sueltos de grupos aislados de padres e hijos. Las unidades
domésticas son normalmente mucho más amplias y basadas en relaciones de parentesco.
Pero dichos grupos sólo pueden funcionar eficientemente si la mayor parte de sus
miembros se agrupan en un mismo lugar, y este requerimiento entra en conflicto con
uno de los dogmas básicos de la libre empresa capitalista: la libertad de movimiento
para tener acceso a los mercados más idóneos.
No pretendo conocer la respuesta: todo lo que digo es que de aquí a cien años parece
muy probable que la pauta general de la vida doméstica en Inglaterra sea
completamente distinta de lo que es ahora, y que no debiéramos sorprendernos
demasiado de que los primeros síntomas estén comenzando a aparecer. Nuestra
sociedad actual es muy insatisfactoria desde el punto de vista emocional. Padres e hijos,
sumidos en la soledad, se piden demasiado entre sí. Los padres luchan; los hijos se
rebelan. Los hijos necesitan de grupos domésticos más amplios y relajados, centrados
en la comunidad en vez de en la cocina de la madre; algo parecido a un kibbutz israelita
o a una comunidad china.
Sin embargo, cualquier cambio a estos niveles no vendrá con facilidad. Es significativo
que la mayor parte de nosotros nos sintamos tan determinados a permanecer solitarios
en un mundo superpoblado que el problema se invierte: nos preocupamos acerca de la
vida privada, en vez de acerca de la soledad. Yo entiendo perfectamente este
sentimiento. Cuando los antropólogos como yo tratan de adaptarse a una vida menos
fragmentada en el contexto de la sociedad primitiva, la primera cosa de que se lamentan
es de la “falta de la posibilidad de retiro y de vida privada”. Los visitantes occidentales
de la Europa oriental reaccionan a veces de esta misma manera. Pero somos nosotros los
que necesitamos cambiar, no los otros. Este tipo de aislamiento es la fuente del miedo y
la violencia. La violencia aparece en el mundo porque nosotros, seres humanos, estamos
continuamente creando barreras artificiales entre los hombres que son como nosotros y
hombres que no lo son. Clasificamos a los hombres como si fueran especies distintas, y
es entonces cuando tememos a los demás. Estamos aislados, solitarios y asustados,
porque el vecino es nuestro enemigo. Los jóvenes, sin embargo, han descubierto lo
absurdo que es esto y, al menos hoy por hoy, han tomado la determinación de no dejarse
corromper por nuestro sistema de valores autodestructor. Merecen aliento, no reproches.
GUÍA DE LECTURA para el texto:
“Nosotros y los demás”, de Edmund Leach