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Doctrina Ética de Aristóteles:


Fin Supremo, Felicidad e Idea de Bien

De: Joseph Moreau


En: Aristóteles y su Escuela: El Problema Moral.
Edit. Universitaria, Bs. As.
pp. 193 - 196

El fin supremo. Al examinar la actividad voluntaria, Aristóteles considera que el


deseo es irreductible al conocimiento: la deliberación se reduce a un cálculo que pone
en la balanza los placeres y las penas; el bien, objeto de la ‘eudaimonía’, no se
distingue del placer, objeto del apetito, más que por una estimación más exacta,
fundada en una información más amplia. Aristóteles parece, pues, atenerse al criterio
del empirismo utilitario, adoptado ocasionalmente por Sócrates en el Protágoras; pero
cuando plantea el problema moral en su generalidad, al comienzo de la Ética a
Nicómaco, adopta ante todo un punto de vista que corresponde al idealismo platónico:
se pregunta cuál es el bien supremo y absoluto que es el fin de todas nuestras
actividades. “Con razón, dice, se ha defendido el bien: lo que todos anhelan”. Si cada
una de las actividades particulares, cada una de las técnicas tiene su fin específico da
medicina tiene por fin la salud, el arte militar la victoria, el del financista la riqueza), cada
uno de esos fines no es buscado más que a titulo de medio para conseguir otro fin más
elevado; y así, todos los fines particulares se subordinan jerárquicamente a un fin
supremo único, que no es ya medio para otro fin ulterior, sino que es buscado por sí
mismo, y todos los demás por él. Sin lo cual, sin ese fin único y absoluto, la facultad de
desear se ejercerla en el vacío y en vano. Ese fin se denomina el bien supremo o
absoluto.

Diversidad de las concepciones acerca de la felicidad. Así definido el objeto de la


investigación, si se pregunta Aristóteles cuál es ese bien más excelso entre los objetos
de la voluntad, todos, tanto la multitud como los más selectos, estarán de acuerdo en
responder que lo es la felicidad; pero es un acuerdo puramente verbal; las divergencias
reaparecen cuando se trata de precisar en qué consiste la felicidad. Cada cual la
concibe a su manera: para unos reside en el placer, para otros en la riqueza; para otros,
en la gloria; ocurre incluso que el mismo individuo la concibe diversamente según las
circunstancias: si está enfermo, ansía por encima de todo la salud; si es pobre, la
riqueza. No obstante, hay quienes pretenden que al margen de esos distintos bienes
que ansían los hombres, hay otro, un bien en sí mismo, principio de todo lo demás y
causa de que sean ellos buenos. Hay pues, por una parte, concepciones subjetivistas
de la felicidad, que corresponden a la diversidad de las índoles humanas: así, una
tradición pitagórica, reanudada por Platón, distinguía afanosos del placer o de la ri -
queza, afanosos de la gloria y afanosos de la sabiduría; y por otra parte, una con-
cepción que afirma la objetividad de un bien ideal y absoluto, trascendente a todos los
bienes empíricos, y en el cual se reconoce la Idea del Bien de Platón.

¿Cuál es la actitud de Aristóteles a propósito de esas dos clases de


concepciones? En lo que concierne a las primeras, denuncia la insuficiencia de la
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mayor parte de ellas: hacer del placer el fin de la vida es rebajarse a nivel de los
animales; la riqueza no - es, evidentemente, más que un medio y no puede constituir un
fin; la afición a los honores hace nuestra felicidad dependiente - de otros; además, no
buscamos la estima pública más que para convencernos de nuestro propio valor; es,
pues, más bien en éste en el que consistiría nuestra dicha. En cuanto a la sabiduría
contemplativa, Aristóteles remite su examen para más adelante; verá en ella la felicidad
suprema, una felicidad sobrehumana, que se situará por encima de la excelencia del
ciudadano y de los éxitos del hombre de acción; pero es el método seguido por
Aristóteles en el estudio de las cuestiones morales lo que de momento nos interesa.

La idea del bien. En lo que atañe a la concepción platónica de un bien universal y


absoluto, sabido es que Aristóteles, pese al apego a su maestro y sus antiguos
condiscípulos, se declara constreñido a repudiarla: la amistad tiene que ceder el paso
ante la verdad. No podría haber una noción universal del bien como no hay tampoco un
concepto general del ser. El bien, como el ser, no es un género, sino un término
trascendental; no tiene una unidad genérica, sino solamente una unidad de analogía. El
bien, como el ser, se manifiesta en todas las categorías: en el, es Dios o el intelecto; en
la cualidad, son las virtudes; en la cantidad, el justo medio; en la relación, lo útil; en el
tiempo, la ocasión; en el lugar, la morada templada, etcétera. Por tanto, prosigue
Aristóteles, no hay una ciencia del bien en general, y hasta considerado en una sola
categoría, el bien depende a veces de distintas ciencias: la ocasión, en la guerra, es
reconocida por la estrategia; en la enfermedad, por la medicina; el justo medio en la
alimentación es determinado por la medicina; en los ejercicios corporales, por la
gimnasia.
Si se pregunta, sin embargo, por qué no puede haber una ciencia del bien en
cuanto tal, como hay una ciencia del ser en cuanto ser, responderá Aristóteles que no
sería de ninguna utilidad. Aun admitiendo que hubiese un bien cogido en su unidad,
predicado común o entidad separada y subsistente, un tal bien no sería algo que
pudiera realizar y conquistar el hombre. Pero acaso, se alegará, el conocimiento de
este bien ideal y trascendente sirviera para la determinación de los fines concretos
propuestos a nuestra acción: vendría a ser como un paradigma capaz de orien tar la
investigación. Un tal razonamiento, lo reconoce Aristóteles, no deja de tener su fuerza
persuasiva; pero claro es que en la práctica las distintas artes, aplicadas todas ellas a la
realización de algún bien particular (salud, victoria militar), no se cuidan del bien en
general; aún más, no es por la salud en general por lo que el médico se preocupa, sino
por la del hombre y hasta por la de tal o cual individuo.

El empirismo moral. Tales observaciones denotan en Aristóteles una gran


desconfianza respecto de las consideraciones abstractas y las especulaciones a priori
en el terreno de la práctica. Sería quimérico, a su modo de ver, tratar de introducir en
ese ámbito métodos de demostración y exigencias críticas que sólo en los estudios
teóricos son valederos: si no se puede contentar en geometría con la simple
persuasión, a la inversa, tampoco en el orden práctico debe pedirse al orador que
demuestre sus asertos. En este ámbito, en que la complejidad es máxima, no se puede
partir de principios a priori; hay que apoyarse en las más constantes enseñanzas de la
experiencia: es en los hechos donde reside el principio; y si se comprueba que tal o
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cual conducta, tal o cual género de vida, es de hecho el que conviene al hombre de
bien y con el cual encuentra él su dicha, no habrá que indagar ya el porqué.

Síguese de ello que el método en moral no puede ser rigurosamente científico;


sería más bien dialéctico, consistente en inferir la verdad del cotejo de las opiniones de
los hombres más experimentados y sabios. El empirismo de Aristóteles parece pues re-
chazar las exigencias a priori de la razón práctica, el ideal formal de Platón; lo que hay
que retener, por lo menos, de su método, es la necesidad de tomar en cuenta la
experiencia, es decir, las posibilidades de la naturaleza humana, las condiciones de la
vida social, para llenar el ideal con quehaceres precisos. Sin ese contacto con la vida y
la experiencia, la especulación moral corre el riesgo de erigir en categoría de absolutos
reglas puramente abstractas, engendrando así el fanatismo o desalentando, por el
contrario, la buena voluntad.

El bien del hombre. Esa preocupación por lo concreto que caracteriza la moral de
Aristóteles, lo induce a precisar que el objeto de la ética es definir el bien del hombre,
esto es, un bien práctico realizable, y realizable por el hombre. Se puede llegar a esa
definición preguntándose cuál es la función del hombre - Platón había mostrado, en
efecto, hacia el final del libro I de la República (352 d - 353 e), que el bien de un ser
cualquiera (útil, órgano, artesano, animal doméstico), lo que hace bueno al útil, bueno al
obrero, bueno al caballo y hasta buenos unos ojos, es la cualidad, la virtud o excelencia
propia, que los hace aptos para cumplir cada uno su función propia. Ahora bien, la
función o actividad propia del hombre no puede ser más que la actividad del alma
razonable, la que lo distingue del animal, como la sensación distingue al animal dc la
planta. En consecuencia, la virtud del hombre es su aptitud para la vida razonable; es
esa aptitud la que lo hace bueno, y su dicha no puede consistir más que en el ejercicio
de esa aptitud o, lo que es lo mismo, en la vida razonable misma. Se podrá definir, por
tanto, la felicidad: la actividad del alma ejerciéndose conforme a la virtud.

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