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La insumisión francesa: París

ya no es la ciudad de las luces


ni el amor
El País,
24/04/2022 Madrid. Por:
Nere Basabe

Vallas publicitarias con carteles del presidente francés y candidato a la reelección


Emmanuel Macron y la candidata del partido Rassemblement National Marine Le Penjunto a
un colegio electoral. EFE/EPA/YOAN VALAT

No ha habido ninguna toma de la Bastilla, y las guillotinas se


han sustituido por guilets (los de los chalecos de reflectores
amarillos), pero Francia está hoy tan patas arriba como lo
estuvo en aquella primavera de 1789.
La confusión es tal que uno de nuestros periódicos de tirada
nacional, supongo que desconcertado, dio los resultados de
la primera vuelta a las elecciones presidenciales del pasado
10 de abril "aclarando" entre paréntesis la orientación
ideológica de cada candidato: y si a Macron lo tildaban de
centro-izquierda y a Pécresse (candidata del equivalente al
Partido Popular) de centro, Le Pen e incluso Zemmour eran
simplemente calificados como "de derechas". Allí no había
más extremismo que el de la Francia Insumisa del
izquierdista Mélenchon, candidato que se quedó a las
puertas de poder pasar a segunda vuelta. Así que en el
ballotage de hoy, a los franceses no les queda otra que
elegir entre lo malo y lo peor; o Napoleón, o el caos. O la
derecha, o la ultraderecha: aunque las urnas son inodoras,
habrá que acercarse a ellas tapándose la nariz.

Stéphane Hesse llamó a la indignación popular en 2010 y, a


falta de un 15M, ocho años después aquella indignación
estalló en cólera. ¿De qué se quejan los franceses? Su tasa
de desempleo, prácticamente un pleno empleo técnico, se
situaba en el último trimestre en torno al 7,5%, la más baja
de los últimos 15 años. El sueldo mínimo interprofesional
francés está en los 1302 euros y la edad de jubilación, en los
62 años (que Macron pretende ampliar progresivamente
hasta los 65 y Le Pen bajar hasta los 60; para que luego
digan que el fascismo es malo). Francia mantiene todavía
hoy un Estado del bienestar que para nosotros quisiéramos,
y los dos grandes problemas a los que se enfrenta ahora y
que pueden echar todo el sistema abajo parecen ser estos:
la inflación, causada primero por la escasez de oferta
postpandémica y ahora por la guerra de Ucrania (alza de
precios que en todo caso se sitúa por debajo de la
española), y el fantasma de la inmigración, que no alcanza el
13% del total de la población y en cifras similares a las
nuestras.

Pero ya sabemos que no protesta y se rebela quien quiere,


sino quien puede. El relato sobre la situación social y su
percepción es siempre más una cuestión de expectativas (o,
a menudo, resultado de la comparación con un pasado
idealizado en el que todos éramos más jóvenes) que dé
condiciones objetivas. No en vano la famosa Revolución
Francesa comenzó con una insumisión de los privilegiados,
que se negaban a pagar impuestos, y solo cuatro años más
tarde, bajo la República de Robespierre, la nueva
Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano
consagraba que "la insurrección es para el pueblo el más
sagrado de sus derechos y el más indispensable de sus
deberes". Y los franceses se lo tomaron al pie de la letra.

Los chalecos amarillos se echaron a la calle un sábado de


octubre de hace tres años, cortaron las carreteras, se
enfrentaron a la policía en los Campos Elíseos, rompieron
escaparates y algo de material urbano. Durante meses,
repitieron cada sábado aquel ritual de guerrilla urbana.
¿Pedían libertad, igualdad o fraternidad? ¿Rompían los
adoquines para encontrar la playa que se esconde debajo?
Las revoluciones del siglo XXI ya no sirven para engordar
nuestros sueños: exigían que bajara el precio de la gasolina.
Transportistas, camioneros, clases medias desterradas a los
suburbios de las grandes urbes, el mundo rural que depende
del coche o del tractor para ganarse la vida. La Francia real
que ya no aspira a lo imposible, sino tan solo a llegar a fin de
mes. Un movimiento espontáneo, transversal y sin líderes,
dijeron. Protestaban por los impuestos, la pérdida de poder
adquisitivo, exigían la dimisión inmediata del Presidente. Una
violencia callejera que amparaba en el anonimato a todo
aquel que quisiera dar rienda suelta a su rabia particular.

Aquel cabreo difuso, sin rostro, engordó nuevas opciones


políticas en los márgenes del sistema de la Quinta República,
siempre pendiente de un hilo desde que se quedó huérfana
de papá De Gaulle. El Frente Nacional de Le Pen (ahora
llamado Reagrupamiento Nacional, como si cambiando de
siglas o de sede se pudiera mudar de naturaleza) se hizo
fuerte en muchos de los antiguos feudos comunistas
desindustrializados. Mientras, un antiguo ministro socialista
arrastró a los votantes del partido de Mitterrand mucho más
a la izquierda. Macron, exministro socialista también, se
quedó con los restantes, y sumó a los republicanos de la
derecha. Ese es el "centro-izquierda" de Macron: el de un
niño prodigio del neoliberalismo, que pretendía gobernar la
República como si fuera una empresa en busca de eficiencia
y beneficios y acabó modulando sus políticas públicas a
demanda del consumidor, aunque nunca se creyera aquello
de que el cliente siempre tiene razón y alguna que otra vez
se le haya escapado en público llamarle imbécil.

Macron, la opción que ahora representa la estabilidad y el


continuismo, la salvaguarda de Europa, pero que fue el
primero en romper el sistema del bipartidismo clásico con un
partido que se agota en sí mismo. Y en el otro lado del
cuadrilátero, una mujer que tuvo que matar al padre para
rescatar al partido de la familia de las telarañas del desván y
romper un tabú histórico francés: el de que no todos fueron
heroicos partisanos de La Résistance, porque eran
igualmente franceses los colaboracionistas que auparon al
mariscal Pétain y hoy se cuentan entre esos diez millones de
ciudadanos que votaron en primera vuelta por Le Pen o
cosas peores.

Aunque ambos candidatos hallan fulminado el sistema


clásico de partidos, ninguno de ellos es un antisistema, sino
productos perfectos del sistema. Basta echar un vistazo a
sus biografías para reconocerlos: nacidos en los suburbios
donde se atrinchera la burguesía blanca (Neuilly, Saint-
Cloud, la Picardie), educados en la media docena de liceos y
universidades que actúan como granjas de producción de
nuevas élites dirigentes desde hace generaciones: el
Panteón de la Sorbona o la Escuela Nacional de
Administración. Una milla de oro que no ocupa más
superficie en el corazón de París que el de aquella pequeña
e irreductible aldea gala que resiste ayer y siempre al
invasor, pero un enorme universo mental desconectado del
resto del vasto territorio hexagonal. Y que ahora le hacen
guiños al populismo porque es lo que se lleva.

Hace 20 años ya de la primera vez que la ultraderecha de Le


Pen (padre, en aquella ocasión) llegó a segunda vuelta de
las presidenciales: aquel espanto colectivo logró que los
franceses se unieran por última vez. Pusieron en marcha un
cordón sanitario antifascista, Chirac determinó tajante que
con la intolerancia y el odio no se debate y logró un
resultado histórico aglutinando el 82% de los votos. En 2017
ya no hubo cordón sanitario y sí debate televisivo con Le Pen
hija, y Macron retuvo un 66% del sufragio. En el debate de
esta última semana, Macron evitó llamar al partido de Le Pen
"ultraderecha" no fuera a ser que los votantes de
ultraderecha se ofendieran; entre los bloques temáticos
sobre la mesa, uno llamado "Inmigración y Seguridad", así
todo junto: con independencia de los resultados de hoy, que
se auguran con una diferencia mucho más estrecha que en
2017, la República Francesa ya ha perdido. Hablan de
normalización y moderación: es fácil parecer moderada en
un país que se permite el lujo del Moët Chandon y un
candidato a la derecha de la ultraderecha calcadito a un
siniestro villano de dibujos animados que ha llamado a su
partido La Reconquista: para una vez que nos copian algo.
Porque Marine Le Pen no se ha moderado, solo ha sido
blanqueada por los medios de forma lenta pero inexorable, y
ahora se ha empolvado con un poco de burdo colorete. Pero
en el fondo de su corazón sigue considerándose la
reencarnación de su idolatrada Juana de Arco que siempre
le acompaña en los mítines, fanática católica y belicista
como aquella niña mártir.

Todo apunta a que Macron saldrá reelegido, pero los


resultados de la primera vuelta ponen en evidencia algunos
aspectos inquietantes: el porcentaje de votos obtenido por
los dos partidos históricos (conservadores y socialistas)
apenas suma un 6% y los condena a la extinción. El actual
presidente quedó a la cabeza con un 27,8%, pero la suma de
las dos opciones ultraderechistas ya supera el 30%. La
Francia Insumisa de Mélenchon y el Reagrupamiento
Nacional lepenista son sin duda polos opuestos, pero atraen
por igual el voto del malestar y el hartazgo de los perdedores
de la globalización, y coinciden en algunos puntos
fundamentales: ambos están en contra de esa Unión
Europea construida sin embargo a la medida de Francia,
cuestionan a la OTAN y solo aciertan a proponer, frente a
desafíos tan complejos, la receta del repliegue soberanista y
el proteccionismo. Ambos quieren expulsar a Macron del
Elíseo por encima de todo. Y sus votantes suman casi la
mitad del electorado francés. ¿Qué harán hoy los votantes
insumisos de Mélenchon? ¿A dónde irán los besos que no
damos? Su jefe de filas pidió que ningún voto fuera para Le
Pen, pero tampoco pidió el voto explícito para Macron. Una
encuesta interna vaticina en torno a un 30% de esos
electores de izquierda migrando hacia lo malo conocido,
pero se imponía la opción de la abstención o el voto nulo. La
encuesta ni siquiera preguntaba por la posibilidad de
decantarse por la ultraderecha, pero es un trasvase rojipardo
que sin duda ocurrirá, habrá que ver en qué medida.

Sumisión es el título que el novelista Houellebecq eligió para


su distopía política, en la que la necesidad de frenar al
fascismo forzaba una alianza de izquierdas y musulmanes en
los comicios presidenciales. Los izquierdoislamistas, los
llama Marine Le Pen. Y así se hacía realidad ese fantasma
conspiranoico de una Francia islámica, temor sin
fundamento que tan buenos réditos electorales está dando.
Houellebecq es un escritor machista, racista, obsceno y
pesimista; Houellebecq es un genio porque lleva años
tomándole el pulso a la sociedad francesa contemporánea
como nadie. Ojalá los del bando de la insumisión entiendan
sin embargo que es solo una ficción, y que rechazar el
sometimiento tampoco significa votar a la ultraderecha
xenófoba. La semana pasada, los estudiantes de la Sorbona
y otros establecimientos de educación superior se rebelaron
al grito de "Ni Macron ni Le Pen", y destrozaron algunos
ordenadores del profesorado. La abstención nunca cuenta,
pero esta vez será determinante.

Porque hace tiempo que París dejó de ser la ciudad del amor
que publicitan las agencias de viajes, y mucho menos se
parece a la película de Amélie. Para sus habitantes es un
campo de batalla, un territorio hostil en el que se libra cada
día una lucha sin cuartel. La France en colère es más que un
lema y el nombre de un grupo de Facebook, es una realidad
social. Los franceses de hoy odian todos esos clichés que
tanto gustan a Woody Allen y otro puñado de nostálgicos
allende sus fronteras. Están hartos de la sombra alargada de
aquel mayo del 68 y los intelectuales existencialistas o
postestructuralistas con foulard que tomaban café en las
carísimas terrazas de Saint-Germain, hoy pobladas de
turistas orientales; de los pintores de Montmatre, de la
Chanson Française y la Nouvelle Vague, del mismo modo
que nosotros no nos reconocemos en el toro de Osborne y
la gitanilla, la paella, la sangría y el olé. Si tuvieran que salvar
algún tópico, tal vez sería el de la mantequilla; pero es que
hasta este producto básico de la gastronomía gala escasea
hoy en los supermercados porque se exporta
mayoritariamente a China.

El cine que mejor retrata esa nueva realidad ya no es el


protagonizado por Belmondo o Antoine Doinel, sino el que
recogió Kassovitz en su premiada y exitosa película La Haine
(El Odio) en las postrimerías del siglo XX, incluso cuando
parecía que, como cantaba Édith Piaf, la vida era color de
rosa. Pero en las Cités de los HLM (barrios de viviendas de
protección oficial de las periferias, convertidas en la práctica
en guetos de marginación) todo transcurría en blanco y
negro, y así lo recogió su cámara mientras seguía durante 24
horas las desventuras de tres de esos jóvenes desarraigados
(un judío, un árabe y un africano) crecidos en medio de la
delincuencia, las drogas y los abusos policiales, sin
perspectivas ni oportunidades para escapar de allí. La
película de culto, que no ha perdido su vigencia, comenzaba
con una voz en off contando ese chiste sin gracia que todos
nos sabemos de memoria: un hombre se precipita al vacío
desde un piso quincuagésimo y mientras cae, se repite sin
cesar "hasta aquí, todo va bien. Hasta aquí, todo va bien.
Pero lo importante no es la caída, es el aterrizaje".

Siento contrariarle, pero el proceso de la caída también es


crucial porque es irreversible, y es en el que se haya sumido
Francia desde hace algún tiempo y amenaza con
arrastrarnos a los países vecinos y demás socios
comunitarios. Así que no nos conformemos con repetirnos
"hasta aquí, todo va bien". Hace mucho tiempo que la
República Francesa dejó de erigir templos a la diosa de la
Razón y los descendientes de El Odio, la rabia de aquellos
que no tienen nada que perder estalla periódicamente y
salen de madrugada a quemar coches en las afueras de las
grandes ciudades. Del otro lado, también cunde el odio,
porque cuando salen temprano para ir a trabajar se
encuentran con su coche calcinado por los disturbios
nocturnos, y el RER (tren de cercanías) siempre está de
huelga, o sufre una avería y acumula retrasos y vagones
atestados. Porque aunque su automóvil se haya librado del
incendio, el precio de la gasolina está por las nubes, y el de
la luz y el alquiler de la vivienda es prohibitivo, lo acribillan a
impuestos y su matrimonio no va bien, no soporta a su
compañero de trabajo y ha discutido con la tipa de la
ventanilla de la administración y con el camarero del bistrot,
que también están cabreados y se muestran agresivos y a la
defensiva.

Hoy domingo, ese ciudadano francés votará por un


candidato que detesta. Y mañana lunes, cuando suene de
nuevo el despertador, se sentirá un poco más enfadado y
estafado aún. Y en 2027 una Marine Le Pen cualquiera
estará esperándole con cantos de sirenas y los brazos
abiertos. Yo, mientras espero el desenlace de esta noche, iré
descorchando por si acaso una botella de agua de Vichy.

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