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Jacques Rancíere

El destino i
de las imágenes \

Editorial Politopías
Polítopías trabaja en la continuidad
y m ultiplicidad de las crisis, en la
relación entre diferentes realidades
y distintos modelos teóricos. Aspira
a ser instrumento de investigación y
enseñanza para nuevos debates y a
participar en la búsqueda de las raí­
ces y emergencias de nuevos tiem­
pos y espacios públicos.

Politopías está dirigida a la publi­


cación de clásicos de las Ciencias
Sociales; clásicos del pasado y estu­
dios del presente que ayuden a
abrir la actual situación de crisis a su
futuro ciudadano. En la memoria
científica y ciudadana, los clásicos
constituyen una relación entre pre­
sente y futuro.
g a n z l9 1 2
JACQUES RANCIÉRE

EL DESTINO DE LAS IMAGENES

ESTUDIO INTRODUCTORIO Y TRADUCCION


DE PABLO BUSTINDUY AM ADOR

Editorial Politopías
Nigrán (Pontevedra), 2011
Colección Politopias

D irigid a por José M aría O rdóñez

Hanciére, Jacques
El destino de las imágenes / Jacques Randére; estudio introductorio y traducción
de Pablo Bustinduy Am ador. - ed. - Nigrán (Pontevedra) ; Politopias, 20J1. -
Í46 p . ; 21 cm. - {Po)itopías).

índice

Traducción de ; Le destin des ímages.

Arte-Filosofía-S.XX
Bustinduy Amador, Pablo

Politopías (Pontevedra).
ISBN 976-84-938186-0-9
7.01 7,036

O
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización estricta de los titulares del copyright, bajo las sanciones estable­
cidas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o translórmadón total o parda!
de esta obra en cualquier soporte o medio, y por cualquier procedimiento, salvo excepción prevista por la Ley.

imagen de cubíena: Vaso de cristal de las factorías Daum, realizado en técnica «muíticouche» en los
tonos de los cristales-lava. Obra de manufactura entre 1910-1912.

1.®edición: enero de 2011

Título original: Le destín des images


© La Fabrique-Éditions, 2003
© Del Estudio introductorio y de la traducción del francés: Pablo Bustinduy Amador, 2010
© De esta edición; Politopías, S. L.
Rúa Limoeiro. 3 - 36391 Nigrán (Pontevedra)
WWW.p o lito p ias.es
O Fotografía de la imagen de cubierta: María Cordero Aristegui

ISBN: 978-84-938186-0-9
Depósito legal: M-1.694-2011

Diseño la colecdón: Manuel Estrada. Diseño Gréñco


Fotocomposición e impresión: Phoenix comunicación gráfica, S.
c/ Marathón, 6 - 28037 Madrid
g a n z l9 1 2

IN D IC E

E studio introductorio .

1. Topografías, itinerarios. El trabajo estético y político de Jacques R a n d é re ...... 9


2. Obras de Jacques Ranciére......................................................................................... 23

I. El destino de las imágenes . 25

1.1. La akeridad de las im ágenes................................................ 27


1.2. Imagen, semejanza, aichi-semejanza................................... 32
1.3. De un régimen de imageidad a otro .................................... 34
1.4. El ñn de las imágenes está detrás de nosotros................... 40
1.5. imagen desnuda, imagen ostensiva, imagen rnetamórlica 44

11. L a ERASE, LA IMAGEN, LA HISTORIA . 53


11.1. ¿Sin medida común?.......................................... 54
11.2. La frase-imagen y la gran parataxis................ 62
n.3. El ama de llaves, el niño judío y el profesor. 69
11.4. Montaje dialéctico, montaje sim bólico........... 72

III. La pintura en el texto ... 83

IV. La superficie del diseño 101

V, Si existe lo irrepresentable . 115


V.l. Qué significa representación................................ 118
V.2. Qué significa anti-representaeión......................... 122
V.3. La representación de lo inhumano....................... 127
V.4. La hipérbole especulativa de lo irrepreseníahle . 132

O rigen de los t e x t o s ................................. 139

Índice de nombres , obras y conceptos . 141


E S T U D IO IN T R O D U C T O R IO

P a b l o B u s t in d u y A mador

1. TOPOGRAFIAS, ITINERARIOS. EL TRABAJO ESTETICO


Y POLÍTICO DE JACQUES RANCIÉRE

«Los conceptos son caminos móviles trazados .sobre mapas de relaciones


en movimiento»
J.vcouES R a n c ié r e

I. Publicado originalmente por la editorial La Fabrique en el año


2003, El destino de las itnágenes trenza cinco intervenciones, con­
ferencias y artículos concebidos por Jacques Ranciére entre marzo
de 1999 y octubre de 2002. Se trata de cinco textos independientes qne
dialogan entre sí, que no cesan de entrecruzar sus destinos y aporta­
ciones, de buscar respuestas uno en el otro, de mezclar sus voces en
una exploración conjunta y transversal, genealógica y contemporánea,
sobre lo que hace el arte y lo que se hace con el arte. De Sófocles a
Lyotard, de Zola al diseño gráfico, de Matisse a Godard pasando por
las instalaciones del arte contemporáneo, sus páginas combinan el
análisis de obras cinematográficas, pictóricas, filosóficas o literarias
con un sobrevuelo de los pianos de sentido en los que se inscriben,
mapas móviles donde se hacen visibles, pensables, evaluables, com­
prensibles. Una vez tras otra, Ranciére incide en la génesis y los iti­
nerarios de las significaciones del arte, reconstruyendo las relaciones
que se establecen entre las prácticas artísticas, sus formas de visibili­
10 Pablo Busünduy Amador

dad y los tipos de pensamiento que, al tenderse entre unas y otras, las
hacen inteligibles. Anudando el hacer, el ver y el pensar del arte,
Ranciére interroga sin cesar el estatus que se confiere a sus objetos,
las cargas de sentido que se distribuye o se desplaza en su seno, la
genealogía de sus significaciones y las relaciones que mantiene con
otras actividades, con su público, con su crítica y pensamiento, con
su historia y su tradición.
El destino de las imágenes arranca de una cavilación sobre la rea­
lidad de la imagen en el arte contemporáneo. Ocuparse del estatuto de
la imagen, de sus vínculos con la palabra y la representación, de los
trabajos de significación que admite y propone, implica necesariamen­
te una actitud polémica. De hecho, la argumentación se dirige contra
una pluralidad de discursos contemporáneos que han hecho de la ima­
gen el centro de una denuncia global o de una aclamación mesiánica.
Los situacionistas despreciaron la alienación de la sociedad espectacu­
lar, construida sobre imágenes intransitivas que garantizaban la pasivi­
dad idiota del espectador. La sociología crítica, que recogió en mayor
o menor medida el testigo de esa denuncia, se dedicó a desenmascarar
las realidades reprimidas y anuladas por el culto contemporáneo de la
imagen-fetiche. El discurso semiótico enseñaba a descodificar imáge­
nes que se leían como textos, mientras una cierta fenomenología expli­
caba que la imagen había dejado de ser un objeto intencional, conver­
tida en pseudo-realidad sin original e imposible de vivir. Por doquier
se intentaba redimir una cierta inmediatez de la presencia, rescatándo­
la del sepulcro representativo; bajo los escombros de esa realidad
suplantada, un nuevo discurso de inspiración teológica celebraba la
idea del icono para resucitar la trascendencia en una sociedad idólatra
y nihilista. Frente a todos ellos, Ranciere no hace más que plantear
una serie de preguntas sencillas acerca de los trabajos de la imagen,
de sus modos de presencia, de sus usos y funciones en el arte y la
crítica contemporánea. Antes de poner el dogma en movimiento, se
detiene y pregunta: ¿qué hace de las imágenes artel ¿Cómo entra la
imagen en un régimen de sentido determinado? ¿Y cuál es la historia
de esos sentidos? ¿Dónde se originan, cómo evolucionaron? ¿Y de qué
afluentes se nutre el pensamiento que se propone explicarlos?
En otras palabras, Ranciére busca comprender las maneras de hacer
de las imágenes, el trabajo por el que pueden dar lugar a una cierta
Estudio introductorio 11

comprensión, generar un cierto pensamiento. A partir de esta interroga­


ción, el libro construye un relato fascinante sobre la mecánica y la
genealogía de los sentidos del arte. Recorriendo con maestría la historia
de las historias, Ranciére interroga la relación del arte con la palabra,
y recorre los mundos sensibles de los que nacen, que autorizan, que les
dan y a los que dan forma y contenido. Desplazando una voz que sue­
le acudir al arte para cerrar y ocupar espacios, Ranciere no pretende
más que sobrevolar sus lugares, y descubrir las superficies mixtas don­
de el arte, la palabra y e! sentido ejercen conjuntamente su labor.

II. El destino de las imágenes es por tanto un libro de estética.


Salvo que el término «estética» aparece aquí en una dimensión propia:
la estética de Ranciére no es una teoría de lo bello, ni una crítica de
las facultades sensibles, ni una simple evaluación filosófica de la his­
toria, las formas y las palabras del arte. La estética de Ranciére tiene
que ver ante todo con los espacios visibles e invisibles del sentido, con
sus lugares de palabra y percepción. Es un trabajo sobre las condicio­
nes que definen lo que puede ser visto, escuchado, comprendido, pen­
sado, y lo que queda relegado a la cámara contigua de lo incompren­
sible, del raido, de lo que no tiene nombre. Es una topografía que el
filósofo traza sobre la existencia sensible de los seres y las cosas; un
mapa de la materialidad sin cuerpo de esa comunidad sensible que,
enseña Ranciére, le da forma a nuestros mundos al esculpir la fisono­
mía de aquello que podemos ver y en lo que podemos pensar.
La «fábrica de lo sensible» nos hace ver y ser vistos en un espa­
cio común. Cada comunidad establece regímenes compartidos de lo
sensible, planos de sentido que organizan un mundo al establecer las
condiciones, los criterios y los ¡imites bajo los que las cosas son
nombrables, comprensibles, comunicables. Esos planos hacen inteli­
gible la experiencia al asociarla a nombres, categorías, conceptos, y
encarnar a su vez las palabras en el poder de sus efectos. Así se cons­
tituye el modo de ser de cada comunidad, su existencia como lugar
compartido de palabra y de experiencia; los planos de sentido que le
son propios garantizan la coherencia de sus espacios y de sus tiem­
pos, una cierta solidez sensible que se comparte, se ejerce y se trans­
mite sin cesar. Estética, para Ranciére, es ante todo la realidad de este
«común» que se comparte.
12 Pablo Bustinduy Amador

El arte habita y se mueve en ese espacio. Lo propio de su domi­


nio particular (de aquello que se denomina, se percibe y entiende
como arte) es precisamente producir y proponer entramados de sen­
tido, trazar conexiones posibles entre lo que se ve, lo que se dice y lo
que se entiende. Estas intervenciones, que Ranciére denomina «actos
estéticos», tienen la capacidad de anudar un pensamiento con una
poiesis, o modo del hacer, y una aisthesis, o modo del sentir. Tienen
además una potencia transformadora: los actos estéticos son capaces
de alterar las trayectorias de la palabra y de los cuerpos, de reformar
los lenguajes, los gestos y los afectos que se comparten. Trabajando
en los goznes de lo sensible, las intervenciones del arte desplazan sus
fronteras y rehacen sus paisajes, inventan propiedades y significacio­
nes, dan nueva forma y consistencia y generan otros modos de sentir,
pensamiento donde sólo se percibía ruido o no se percibía nada, sen­
tido en lo que carecía de él. El teatro, la página o el coro, nos dice
Ranciére, tienen la capacidad de alterar la percepción de lo común y
de conferir visibilidad a realidades, objetos o sujetos que permane­
cían ocultos en su seno. Esta es su fuerza disruptiva, sísmica, regene­
radora: la fuerza de inscribir lo nuevo en lo visible, de pensar lo que
permanecía excluido, de desincorporar lo establecido en la palabra y
de construir significaciones nuevas, posibles, alrededor de las cuales
la comunidad estética se piensa y se re-piensa, se forma y se reforma
sin cesar. Esa capacidad, en el pensamiento de Ranciére, es en última
instancia una capacidad política.

III, Una política anima la estética, pues la.s transformaciones del


sentido tienen efectos a través y más allá de las palabras. Pero de igual
manera, la estética anima a su vez una política. La razón es que lo
común de lo sensible no sólo se comparte, sino que es también objeto
de un reparto'. Afirmación de la comunidad de experiencia y de pala­
bra, la distribución sensible que organiza los espacios, los tiempos y
los sentidos de lo común implica a su vez una disimetría: la división
que identifica sus partes, las separa y asigna diferencias entre ellas.

' La noción francesa es paitage. que lefíere a la división de un todo en punes. Ranciére ha llamado
a esa repartición le parlare du sensible.
Estudio introductorio 13

La comunidad se organiza dando a cada cual un nombre y un


lugar. Con ello abre o cierra horizontes, establece posibles y capaci­
dades, atribuye palabras, tiempos y acciones desiguales. La razón es
que nombres y lugares, en el reparto sensible de lo humano, suelen
llevar adherida la carga de un trabajo, de una función o de una voz
con la que participar en el todo. En la República, Sócrates excluye de
la actividad política a los artesanos porque su actividad técnica ocupa
todo su tiempo y porque nadie puede hacer con efectividad dos cosas
a la vez. Poco después, Aristóteles negó la capacidad de ejercicio
autónomo del logas a esclavos, niños y mujeres, y de ahí resultaba su
no-participación de lo político; sólo el ser que posee el lenguaje pue­
de ejercer la palabra como miembro de pleno derecho. Artesanos,
esclavos, mujeres, niños; son sólo ios primeros nombres de una serie
infinita y contemporánea, la repartición con que no sólo se determina
quién es quién en la comunidad sino que se asigna siempre algo más:
títulos que cualifican para participar en la palabra común y en sus
trabajos; capacidades que invitan o expulsan de la escena pública;
voces que apoderan por sí mismas o encierran sin solución entre los
bastidores del trabajo. Eu el reparto sensible de lo común no todos
pueden hablar, participar o sentir por igual: hay quienes nombran sin
ser nombrados y quienes se limitan, desprovistos del nombre o la
cualificación necesaria, a observar sin ser observados, a escuchar sin
ser escuchados, a obedecer sin ser prácticamente vistos.
Esta repartición importa porque su orden es objeto de permanen­
te disputa. Por un lado, nos dice Ranciére, en toda ciudad se asienta
una fuerza policial que pretende gestionar la distribución establecida,
blindar sus espacios y eternizarse o naturalizarse como el orden nor­
mal e inmutable de las cosas, como la organización necesaria de un
todo orgánico en sus partes vivas, en funciones, roles y trabajos dife­
rentes. Pero frente al orden policial se da una efervescencia disruptiva
que viene a quebrar su calma «natural»; la política de emancipación
o democracia-. Democracia, para Ranciére, es toda intervención que
pretende alterar la distribución de roles y de espacios en el seno de la

‘ Jugando con la oposición del género en francés, Ranciére distingue entre le polilique, lo político
en cuanto irrumpir anárquico y espontáneo de la democracia, y la poUlique, que designa en general el
mundo de la ley, del derecho y de la razón gubernamental. Así mismo, el término que he traducido por
Afuerza» u «.orden policial» es poiiee.
14 Pablo Bustinduy Amador

comunidad sensible, que reclama la legitimidad de una palabra exclui­


da o la visibilidad de un sujeto imperceptible en lo común. Antes de
mezclarse con el poder y las leyes, la política es un movimiento
de irrupción que periódicamente agita la superficie del mundo sensi­
ble compartido, el momento en el que un colectivo abandona el lugar
y el nombre que le es atribuido, lo rechaza, exige una palabra y una
presencia que se le niega. Por encima de todo lugar y de toda identi­
dad se yergue entonces como una fuerza, irrumpe en la distribución
sensible para deshacer los nombres y las limitaciones que se le impo­
ne, para reclamar una igual visibilidad, una igual participación en la
palabra y sus usos, para reclamar su parte —otra parte, todas las
partes— en el ejercicio de lo común. En este movimiento de intru­
sión, lo invisible se transforma en sujeto político para desmontar y
sacudir las estructuras de lo sensible, su distribución petrificada de
nombres y de funciones, su discurrir normal en tanto que organiza­
ción del mundo compartido. Es la irrupción del demos, que Ranciére
identifica con la parte de los que están de más, de los que no tienen
títulos de acceso o participación en la gestión de lo común, y que
irrumpen sin embargo en la palabra esgrimiendo el único postulado
universal que pueda decirse estrictamente político; el todos somos
iguales, la proclamación de una igualdad fundamental que, carente de
contenido positivo o concreto, es simplemente una presuposición, un
universal vacío^. Al erigirse en parte por encima de todas las partes,
el irmmpir de los invisibles como iguales destroza la apariencia pací­
fica de los nombres y pone en práctica su capacidad, la capacidad de
cualquiera para ocupar cualquier posición, para asumir cualquier
nombre como sujetos políticos de la comunidad sensible. Desde ese
lugar que vacía todos los lugares, podría pensarse que la democracia
no dice de hecho sino la impropiedad última de todo nombre; dice
que ningún orden encoutrará descanso, ninguna palabra fijará el
reparto donde lo común se diga en perfecta quietud, donde no surja
un sin-nombre para desplazar las fronteras de lo sensible.

^ La igualdad de Ranciére no es un presupuesto ontologico o un programa por realizar, sino un enun­


ciado concreto, una declaración que toma cuerpo en la denuncia del daño, del origen de lo desigual. La
igualdad no es por lanío nada más allá de una cierta hipótesis de trabajo social, un decir que inmediata­
mente acarrea efectos y conscciiencias. La declaración de igualdad des-identifica sin referir a nada: no hay
ningún fondo, ningún contenido sustancial que pudiera de.sgranarse, apíicarae o tuaducirsc de otra manera.
La igualdad, en los términos de este análisi.s, no e.s otni cosa que el movimiciilo de lo impropio.
Estudio introductorio 15

En el arte como en la política, e! trabajo de Ranciére escucha la


magnífica fuerza de lo Impropio, ese después que ilumina el antes de
todo uombre. Su voz indica vez tras vez que ningún gesto crea senti­
do en el vacío, sino que necesariamente se inscribe en lo heredado
para desplazar, rehacer o re-habitar sus fronteras. Sin decirlo, muestra
que somos capaces de órdenes y trayectorias infinitas, y que en la
grave magnitud de sus consecuencias y efectos, todos los nombres
con que encontramos cada vez el mundo repartido son, en última
instancia, retrazables.

IV. Hacia el final de sus años de estudio en la École Nórmale


Supérieure de París, y en compañía de otros tres jóvenes filósofos
(Etienne B alibar, PieiTe Macherey y Roger Establet), Ranciere parti­
cipó en un célebre seminario organizado y dirigido por el que era
entonces profesor y secretario general de la Escuela. Ese profesor era
Louis Althusser, figura de proa del pensamiento marxista y del Parti­
do Comunista Francés de la época, y el nombre de su seminario resu­
me el objetivo que se proponía en él; «Leer el Capital». El ejercicio
de lectura de Althusser y sus discípulos dio lugar al libro del mismo
nombre, publicado en 1965 y para el que Ranciere colaboró con un
ensayo titulado «El concepto de “crítica” y la crítica de la “economía
política”».
Ese ejercicio produjo al mismo tiempo una profunda influencia y
una progresiva animadversión en el pensamiento de Ranciére. Por nn
lado, Althusser proponía elaborar un modo de lectura que fuese capaz
de recuperar de entre la letra inmediata del texto el horizonte de las
configuraciones posibles que le subyacían, que fuese capaz por tanto
de leer en sus espacios y en sus silencios, de entender lo que el texto
hace y no hace, dice y no dice respecto de sus contextos y pretextos,
de su tiempo y de su intención. Pero al mismo tiempo, esa lectura
tenía por objetivo y razón de ser la producción reglada de una cien­
cia, de un saber ordenado de lo oculto que el científico ha de revelar
bajo las apariencias y fetiches de que se rodea, descifrando el tejido
sintomático de lo presente para reconstruir la lógica de su voz verda­
dera. La ciencia del materialismo histórico aparecía entonces como el
trabajo de producción de ese saber de la historia, la práctica teórica
que aportaría un conocimiento necesario, pero difícilmente accesible.
16 Pablo Bustinduy Amador

sobre el funcionamiento real de la sociedad y sobre las posibilidades


de acción y conocimiento que se dan en su seno. Un saber científico,
en definitiva, en ausencia del cual no habría acción política realmen­
te revolucionaria.
En 1974 Ranciére publica La lección de Aíthmser y rompe defi­
nitivamente con su mentor y maestro. Los acontecimientos de mayo
del 68 y la revolución cultural china actúan como cristalizador para­
dójico de todas las limitaciones del marxismo althusseriano. Ranciére
denuncia entonces los fundamentos de un pensamiento que esclei'otiza
la espontaneidad de la revuelta al erigirse en aparato teórico de la
historia, una «filosofía del orden» que prescribe la identidad y el sen­
tido de la acción a sus actores, una maquinaria que funciona distribu­
yendo explicaciones, designando y refutando agencias políticas legíti­
mas. Esta ruptura, a la vez filosófica y política, se enmarca en el clima
de debate e intercambio que reina en la vanguardia filosófica francesa
de finales de los 60 y principios de los 70. Presente en el proyecto
experimental de la Universidad de París VIIT (Vincennes-Saint Denis)
prácticamente desde sus inicios, Ranciére trabaja en un ambiente inte­
lectual efervescente, rodeado de figuras como Michel Foucault, primer
director del departamento de Filosofía, Fran^ois Cháteíet (que le suce­
de cuando Foucault es nombrado catedrático del Collége de France),
Gille.s Deleuze, Jean Frangois Lyotard, Alain Badiou, Michel Serres,
Etienne Balibar, Daniel Bensaid o Judith Miller, por citar sólo algunos
de los profesores que enseñaron regularmente en el departamento"^.
Vincennes es un micro-cosmos altamente politizado, pero también
dividido por las diferentes interpretaciones de la agitación política e
intelectual que sacude la Francia de la época, así como por las dife-

* Eí «Centro Universitario Experimenta] de Vincennes» fue creado por el gobierno De Gaiille en


enero de 1969 para dar una vía de escape a la crisis política, social y cultural cristalizada en d ^eno de
la Universidad francesa. En absoluta autonomía, Vincennes nació como un proyecto piurai, pedagógico
y revolnciünazio que buscaba abrir la Universidad a nuevos públicos y transformar la easeftanza disci­
plinaria en un espacio abierto de vanguardia^ intercambio y emancipación. Erigido desde sus orígenes
en símbolo y estandarte del proyecto entero, el departamento de filosofía vivió con especial intensidad
todos los logros y ios fracasos de la experiencia. Tras superar varios pulsos con el Estado y lidiar con
una progresiva marginalización cultural, Vincennes hubo de negociar un lugar de equilibrio dentro del
sistema nnivcrsilario Irancés. Con múltiples problemas de renovaeión. el proyecto mantiene la herencia
de algunas reivindicaciones esenciales: ía desraantelación de los cánones disciplinarios, la movilidad
entre lenguajes y saberes diferentes, la presencia masiva de trabajadores, extranjeros y iio-üiplomados
entre sus estudiantes y, en general, ía voluntad de abrir espacios <ie palabra, intercambio e intervención
social al margen de las estructuras pedagógicas habituales y de la burocracia universitaria.
Estudio introductorio 17

rentes sensibilidades que rigen la relación problemática que muchas de


sus figuras mantienen con el marxismo. El propio Ranciére, que había
comenzado dictando cursos sobre el «Revisionismo-Izquierdismo»
(1968-1969) o sobre la «Teoría de la segunda etapa marxista leninista:
el estalinismo» (1969-1970), desarrolla su ruptura filosófica con
Althusser a partir de una profunda interrogación acerca de los presu­
puestos del pensamiento político marxista. Y es esa misma interroga­
ción quien hará emerger, paulatinamente, su concepción polémica y
original de la palabra y del fenómeno político.
Ranciére se propone estudiar la génesis de la revuelta. Sin embar­
go, su trabajo no busca entender las «condiciones objetivas» en que
se produce la contestación política, ni radiografiar las «técnicas» de
resistencia que se desarrollan frente al poder; su primer objetivo con­
siste en desenterrar las vivencias y aspiraciones manifestadas por sus
protagonistas, rescatar las voces que fueron silenciadas por los dis­
cursos cualificados de la Filosofía y de la Historia. Este interés le
lleva a estudiar la historia del movimiento obrero en el siglo xix:
durante los quince años siguientes, Ranciére no dejará de bucear en
los archivos, en busca no ya de lo que se decía o explicaba entonces
de la emancipación obrera y de las formas de vida del proletariado,
sino de los trabajos de los obreros mismos para constituir una voz
propia, para deshacerse de las identidades que les eran impuestas y
atribuidas verticalmente, de sus luchas para conquistar una visibilidad
y un derecho de palabra que les eran sistemáticamente negados
(empezando sintomáticamente por la ortodoxia marxista, que «pensa­
ba» y «explicaba» en su lugar, hablando en sw nombre según un prin­
cipio de división del trabajo que reservaba la labor teórica para los
intelectuales y atribuía a las masas uu inconsciente «hacer historia»,
una praxis impensada que sólo podría ganar plena conciencia de sí
por obra del trabajo «educador» de los teóricos y de la labor estraté­
gica y directiva del partido). Particularmente representativa de este
proyecto de subversión de las representaciones adquiridas de lo polí­
tico es la Tkese d ’État que Ranciére publica en 1981, bajo el título
de La- noche de los proletarios: precisamente la noche en que, ganán­
dole horas al sueño, los obreros de Ranciére leían y se reunían para
constituir la voz de sus ambiciones y aspiraciones, la voz que se decía
a sí misma, la voz propia que los tiempos y espacios que se les asig­
naba parecían negarles como un destino.
18 Pablo Bustinduy Amador

Fruto de este trabajo, así como de la organización junto a jóvenes


pensadores como Arlette Farge, Joan Borell o Geneviéve Fraisse del
colectivo Révoltes Logiques (cuyas publicaciones fueron recopiladas
en Les scénes du peuple en 2003), Ranciére traza un programa que
pretende repensar las relaciones entre el saber y la acción política,
desestabilizando el vínculo vertical y descendente entre la producción
histórica o filosófica del discurso y la práctica real de las luchas de
emancipación. A través de esta refiexión sobre las relaciones entre el
pensamiento y la acción, entre la voz que representa y las voces
representadas, Ranciére se propone comprender cuál es la fisonomía
de la palabra, cuáles las condiciones que determinan la posibilidad y
la legitimación de su ejercicio. Se trata de observar cómo se consti­
tuye la posición del que habla, y cómo .se garantiza o se impide el
acceso a ese lugar; cuáles son las luchas que se dan en torno a los
espacios que permiten hablar por sí mismo, darse su propio nombre,
forjar una palabra y una visibilidad propias. Su estudio del movi­
miento obrero adquiere entonces una dimensión central: el análisis de
la relación entre emancipación política y emancipación intelectual, tal
y como aparece en las vivencias, aspiraciones y de.seos que expresa­
ban los obreros mismos.
En esta órbita aparecería El filósofo plebeyo, donde Ranciére
recupera los e.scritos inéditos de Louis-Gabriel Gauny, obrero solador
y filósofo, para profundizar en el estudio de la voluntad emancipado­
ra de los obreros del xix; una voluntad que busca ante todo constituir
modos de vida y pensamiento autónomos, deshacerse de los mundos
identitarios impuestos en razón de su origen y condición social, pen­
sar y actuar fuera de esos mundos, al margen de esos mundos, contra
esos mundos. Para El maestro ignorante, desentierra la figura enig­
mática de Joseph Jacotot, educador proletario emigrado a Holanda
en 1818 que intenta enseñar el francés a un grupo de alumnos holan­
deses sin conocer el neerlandés y sin más recursos que una edición
biliugüe del Telémaco de Fénelon. Convirtiéndose en discípulo inac­
tual de Jacotot, Ranciére restituye las conclusiones que el maestro
ignorante sacó de su experiencia holandesa: que existe una autonomía
radical de la inteligencia del alumno respecto de la volnntad o la
explicación del maestro; que todas las inteligencias son necesaria­
mente iguales, la del profesor como la del alumno, la del escritor
como la del lector; que la concepción normal de la enseñanza, en
Estudio introductorio 19

tanto que actividad por la que el maestro que sabe instruye al alumno
que ignora, sólo sanciona una desigualdad, y que en realidad el apren­
dizaje procede de forma contraria, que allí donde se identifica una
ignorancia siempre hay un saber anterior, que nadie tiene un «lugar»
de conocimiento asignado, que todo aprendizaje es desarrollo libre y
autónomo de una inteligencia en ejercicio, y por tanto una emancipa­
ción sin contenido concreto: el único contenido del aprendizaje es el
que desarrolla libremente una inteligencia plenamente emancipada.

Así quedan forjadas las bases que desarrolla la obra más estricta­
mente «política» de Ranciére, que irá desarrollando en Los bordes de
lo político. El desacuerdo y los más recientes La división de lo sensi­
ble y El odio de la democracia. En el centro de sus intereses se sitúa
una triple enunciación. Primero, Ranciére afirma que las formas de
desigualdad y dominación no están únicamente relacionadas con una
realidad «material» de explotación en razón de la actividad que se
desempeña, sino con una determinación de lugares y de espacios, de
posiciones y de cuerpos, de derechos y de títulos para intervenir en el
mundo común de la expresión, de la acción y del pensamiento, que se
impone de forma conjunta con esa actividad. Segundo, que las prácti­
cas políticas de la emancipación tienen que ver tanto con la primera
dominación (emancipación de las actividades, de los espacios y de los
tiempos impuestos) como con esa exclnsión que la acompaña (eman­
cipación de la invisibilidad y del sometimiento de las voces), y por
tanto pretenden deshacerse tanto de la una como de la otra. Tercero,
que estas prácticas se fundamentan sobre la actualización de un prin­
cipio de igualdad inactual que no es tanto una determinación por rea­
lizar o un programa por cumplir como una hipótesis que, esgrimida,
acarrea un cierto número de efectos, de consecnencias prácticas.
Frente al uso inflacionista que las vacía y aseptiza, esta triple
asunción pretende reubicar la.s nociones de «igualdad» y «democra­
cia» en toda su fuerza renovadora y disruptiva. Entre las celebracio­
nes del consenso ilimitado y los pesimismos que anuncian el fin de
la política en un mundo de consumo sin palabra, Ranciére busca res­
catar su primera carga disensual y conflictiva, el potencial emancipa­
dor de aquello que desborda y desplaza, revierte y transforma lo asig­
nado. Por debajo de los nombres y de las voces que ubican, de todos
sus efectos de orden y exclusión, Ranciére apunta a la efervescencia
20 Pablo Bustinduy Amador

de esos procesos sísmicos, imprevistos, concluyentes, que vez tras


vez abren espacios cerrados y deshacen el silencio con sentido. Quizá
buscando observar esos procesos en su primera inmediatez, allá don­
de lo propio engendra sin cesar su propia subversión, el filósofo ha
dedicado al análisis de las prácticas del arte los años más recientes de
su vida filosófica.

V, Paradójicamente, la primera razón de este interés es que el


arte no existe en cuanto tal. Lo que hoy entendemos por «arte», según
Ranciére, es de hecho algo relativamente joven, que no tiene según su
análisis más de dos siglos de historia. El arte no tiene una esencia que
se estire y permanezca en el tiempo, sino que su.s intervenciones son
nombradas y reconocidas cada vez en función de unos «regímenes de
identificación»; campos de sentidos posibles, lugares en los que se
puede intervenir por medio de ciertas prácticas y que actúan como
bloques de referencia, como mapas primeros de la actividad artística.
Son estos regímenes de identificación quienes aportan su visibilidad ai
arte. Son ellos quienes, al garantizar las conexiones entre unas formas
de hacer, unas formas de ver y unas formas de evaluar lo que se ve,
hacen el arte visible, pensable, identiñcable y transformable.
A lo largo de su obra «estética», Ranciére ha descrito tres gran­
des regímenes de identificación. El primero es el régimen ético de
inspiración platónica, que no concibe un «arte» unitario sino una plu­
ralidad de prácticas cuya finalidad común es la producción de «imá­
genes». El origen de las imágenes determina su contenido de verdad,
su grado de adecuación a un modelo inteligible originario; las imáge­
nes «verdaderas» se oponen de esta forma a los «simulacros», meras
imitaciones de imitaciones, tristes sombras de lo sensible. Sólo la.s
imágenes «verdaderas» pueden servir a la finalidad que les es propia;
educar a los ciudadanos y adecuarse a las necesidades de la comuni­
dad. Pues el valor último de las artes, el criterio por el que deben ser
distinguidas y evaluada.s, consiste en su capacidad para servir ai ethos
de la ciudad.
A continuación, el régimen representativo se constituyó en tomo
al acoplamiento aristotélico de la.s nociones de poiesis y mimesis. La
evaluación de la esencia de las imágenes es reemplazada entonces por
Estudio introductorio 21

un trabajo de representación de las actividades humanas: su principio


pasa a ser teatral e independiente de fines externos. El régimen repre­
sentativo, afirma Ranciére, establece una serie de condiciones norma­
tivas que deben ser respetadas para que algo sea reconocido como
perteneciente a un arte. Las formas de expresión deben adaptarse
entonces a dos cosas diferentes: al objeto o tema que se representa,
por un lado, y al género pre-estabiecido al que corresponde su repre­
sentación, Surgen así unos criterios de adecuación entre el acto que
representa y la cosa representada; la verosimilitud, la propiedad, la
correspondencia. En tomo a la representación se forja así el sistema
de las bellas artes, en plural: un conjunto de prácticas dedicadas a la
producción de imitaciones, organizadas y regidas por una serie de nor­
mas y criterios internos, por los que las artes pasan a poseer una cier­
ta autonomía respecto de ios otros dominios de la vida comunitaria.

Al proclamar la abolición de ese sistema, de todas sus restriccio­


nes y jerai'quías, el régimen estético genera al fin un concepto nuevo:
el concepto de arte, en su voz singular. Emancipado de toda regla, de
todo confinamiento a un lugar o un proceder predeterminados, el arte
estético deroga las normas que vinculaban formas y contenidos del
proceso creativo. Sucede, según Ranciére, que el nuevo régimen deja
de ocuparse de ese proceso. Ya no está interesado en la mecánica del
hacer arte, sino en el «modo de ser» de sus objetos, en una cierta
forma de preseucia que suspende lo «ordinario-sensible» de las cosas.
Esa presencia aparece entonces como el lugar de una indiferenciación
esencial entre el lagos y pathos, entre la palabra y el hacer-sentir del
arte. Lo intencional y lo no-intencional, lo activo y lo pasivo, lo ordi­
nario y lo extraordinario se igualan en un mismo plano de fuerza
expresiva; por doquier, lo banal pasa a mezclarse con lo sublime.

Ranciére hace referencia a ese estado neutro de lo sensible doude,


en la imaginación de Schiller, se suspendería la oposición entre la
actividad del pensamiento y la pasividad de la materia. También cita
la manera en que Scheíling, según la teoría kantiana del genio, define
el arte como una conjunción de procesos conscientes e inconscientes.
Pero su mejor ilustración de la revolución estética viene de una fuen­
te inesperada: el análisis del realismo literario. Contra lo que se
entiende habitualmente, para Ranciére el realismo no supone el apo­
geo de la representación figurativa sino más bien una subversión, una
22 Pablo Bustindm Amador

transformación esencial de las regias y condiciones de la producción


de imitaciones. Para los escritores del xix todo deviene igualmente
representable, todos los temas y objetos están en un mismo plano,
todos son portadores de una misma dignidad expresiva. En sus des­
cripciones de lo nimio, de lo que hasta entonces se consideraba banal,
desaparece toda jerarquía de los géneros, toda adecuación obligatoria
de las fomras expresivas a unos contenidos concretos. En su lugar, se
da una circulación masiva de la palabra, una palabra que desborda las
convenciones y desconoce toda institución. Es una verdadera trans­
formación del estatus de lo sensible; la pura presencia de las cosas,
de cualquier cosa, habla, sugiere, permite leer la sociedad y sus gen­
tes, sus hechos y sus sentidos.

La presencia sensible irrumpe primero en la palabra, y poco des­


pués en la fotografía y las nuevas artes de reproducción mecánica,
para afirmar la belleza y el sentido de lo anónimo. Desde entonces,
todo es susceptible de ser objeto del arte, pues todo habla y todo
expresa, todo tiene su palabra, .su propio hacer-sentir, su efectividad
real. Y sin embargo, el régimen que sanciona esa aparición no puede
evitar la paradoja: el mismo movimiento que identifica «el» arte, que
proclama su autonomía y su singularidad, proclama a la vez su iden­
tificación sin resto con las formas de ia vida. El acto que proclama la
singularidad del arte destruye al mismo tiempo todo criterio posible
de singularidad.

En los cinco textos de este libro, Ranciére describe ese mundo en


el que la condición del arte se convirtió en su principal problema. Es
un mundo de posibilidades infinitas, casi injustificables, en el que sin
embargo las imágenes tuvieron un destino, y el arte pudo aspirar a la
revolución. Es el mismo mundo paradójico donde seguimos viviendo,
donde la libertad absoluta del arte equivale a una cierta banalidad, su
poder a la forma más frágil y su palabra, allá donde todo la tiene, a
un lugar al que lo impropio no cesa de retomar como amenaza. Pues
en toda la inmensidad de su riqueza, el potencial del régimen estético
es también su vacío. Es el vacío de un sentido que se multiplica y se
devora a sí mismo a velocidad inusitada, donde todo está y todo que­
da, en lo más esencial, siempre por hacer. Es el vacío de un arte al
que ningún límite amenaza, en el que nada corresponde sin fisuras,
para el que todo es posible, pero nada necesario.
Estudio introductorio 23

En este reino estético de lo impropio, Ranciére narra las múltiples


vidas y muertes del sentido. Su interés se dirige siempre hacia los
puntos de fractura, hacia las fallas donde se re-agencia sin descanso
las relaciones entre lo visible y lo decible, entre la palabra y los cuer­
pos a que se refiere. Como en los terremotos democráticos de lo polí­
tico, Ranciére lee en las prácticas artísticas la pulsión vital que anima
ios paisajes sensibles en que vivimos. Son paisajes que deben ser
reflotados: el contexto en el que se escribe, las líneas que se desplaza,
los cuerpos que se manipula, y sobre todo, el hacia dónde y el para
qué del movimiento. Si el arte importa, parece decirnos Ranciére, es
porque podemos ver que sus espacios cambian, y con ellos los tipos
de percepción y pensamiento que pugnan por su propiedad —para
nunca terminar de ganarla. Este es por tanto el fin último de su topo­
grafía; reconstruir, en la complejidad de sus relieves y orientaciones,
los mapas de sentido con los que se hace y se ve nuestros mundos
sensibles. En sintonía, el Destino pretende recorrer los espacios en
que las palabras y las imágenes, el decir y el ver, el hacer y el com­
prender tienden sus puentes y se anudan entre sí. Para ello, Ranciére
se detiene en los lugares y las obras dd arte de ayer, pero también
sobre las palabras y las gestos de quienes lo realizaron, lo vieron, lo
entendieron, y sobre las nuestras; nos demuestra que el sentido del
arte, como el de todo hacer o decir, nunca se fosiliza entero en un
lugar, sino que depende de relaciones flexibles, móviles, complejas,
cambiantes. Trazar los itinerarios de esos sentidos, reparar en sus tra­
yectorias, despejar sus intercambios y sus lugares de reposo: este es
d propósito del trabajo topográfico que Jacques Ranciére traza sobre
la ciudad sensible. En su estructura indiciarla, El destino de las imá­
genes es una magnífica introducción a los sentidos y las formas de
ese trabajo.

2. OBRAS DE JACQUES RANCIERE

E d ic io n e s o r ig in a l e s e n f r a n c é s

La legón d ’Althusser, Gallimard, 1974.


La nuit des prolétcdres: archives du reve ouvrier, Fayard, 1981.
24 Pablo Biistinduy Amador

Louis-Gabriel Gauny: le philosophe píéhéien, Presses Universitaires


de Vincennes, 1985.
Le maitre ignorant: cinq legons sur Vémancipation intellectuelle,
Fayard, 1987.
Aux bords du politique, Osiris, 1990.
Gourts voyages au pays du peuple. Le Seuil, 1990.
Les Noms de I'histoire. Essai de poétique du savoir. Le Seuil, 1992.
La mésentente: politique et philosophie, Galilée, 1995.
Mallarmé, la politique de la siréne, Hachette, 1996.
La chair des mots: politique de l ’écriture, Galilée, 1998.
La parole muette: essai sur les contrad.ictions de la littérature,
Hachette, 1998.
Le partage du sensible. La Fabrique, 2000.
L ’Inconscient esthétique. La Fabrique, 2001.
La Fable cinématographique. Le Seuil, 2001.
Le deslin des images. La Fabrique, 2003.
Les scénes du peuple, Horlieu, 2003.
Malaise dans Vesthétique, Galilée, 2004.
La haine de la démocratie, La Fabrique, 2005.
L’espace des mots: De Mallarmé á Broodthaers, Musée des Beaux
Arts de Nantes, 2005.
Chronique des temps consensuéis. Le Seuil, 2005.
Politique de la üttérature, Galilée, 2007.
Le Spectateur ¿mancipé. La Fabrique, 2008.

E d ic i o n e s en españ o l

La división de lo sensible: estética y política, traducción de Antonio


Fernández Lera, Centro de Arte de Salamanca, 2002.
El maestro ignorante, traducción de Nuria Estrach Mira, Laertes,
2003.
La fábula cinematográfica: reflexiones sobre la ficción en el cine,
traducción de Caries Roche Suárez, Paidós, 2005.
Sobre políticas estéticas, traducción de Manuel Arranz Lázaro, Uni­
versidad Autónoma de Barcelona, 2005.
El odio a la democracia, traducción de Irene Agoff, Amorrortu Edi­
tores, 2006,
I. E L D E S T IN O D E L A S IM A G E N E S

Mi título podría sugerir otra odisea nueva de la imagen, que con­


dujera de la gloria auroral de las pinturas de Lascaux al crepúsculo
contemporáneo de una realidad devorada por la imagen mediática y
de un arte entregado a los monitores y a las imágenes de síntesis. Mi
propósito es sin embargo completamente diferente. Al examinar cómo
una cierta idea del destino y una cierta idea de la imagen se entrela­
zan en esos discursos apocalípticos, tan en boga en los tiempos que
corren, me gustaría formular la siguiente pregunta: ¿se nos está ver­
daderamente hablando de una realidad simple y unívoca? ¿No es cier­
to que bajo el nombre único de imagen existen diversas funciones,
cuyo reajuste problemático constituye precisamente el trabajo del
arte? A partir de aquí tal vez sea posible reflexionar, sobre una base
más sólida, acerca de lo que son las imágenes del arte, así como de
las transformaciones contemporáneas de su estatus.
Comencemos entonces por el principio. ¿De qué se está hablando
y qué se nos dice exactamente cuando se afirma que hoy en día ya no
hay una realidad sino solamente imágenes, o de modo inverso, que ya
no hay imágenes sino solamente una realidad que se representa a sí
misma incesantemente? Estos dos discursos parecen opuestos. Sin
embargo, sabemos que ambos no cesan de transformarse el uno en el
otro en nombre de una razón elemental: si ya sólo existen imáge­
nes, ya no existe el «otro» de la imagen. Y si ya no existe el otro de
la imagen, la noción misma de imagen pierde su contenido, ya no
hay imagen. Diversos autores contemporáneos oponen en conse­
cuencia la imagen, que se refiere a un Otro, y lo Visual, que no se
refiere más que a sí mismo.
26 Jacques Ranciére

Este simple razonamiento suscita de por sí una pregunta. Es sen­


cillo comprender que lo Mismo es lo contrario de lo Otro. ¿Es menos
sencillo comprender qué es ese Otro del que se habla? En primer
lugar, ¿a través de qué signos se reconoce su presencia o su ausen­
cia? ¿Qué nos permite decir que hay otredad en una fonna visible en
la pantalla, y que no la hay en otra distinta? ¿Que la hay, por ejem­
plo, en un plano de Au hasard Baithazar, y que no lo hay en un
episodio de Questions pour un Champion*! La respuesta más fre­
cuente que esgrimen los críticos de lo «visual» es la siguiente: la
imagen televisiva no tiene alteridad por causa de su naturaleza mis­
ma; a diferencia de la imagen cinematográfica, que recibe la luz de
una fuente exterior, la imagen televisiva lleva su luz en sí misma. Es
lo que resume Regis Debray en un libro que tiene por título Vida y
muerte de la imagen: «La Imagen tiene aquí incorporada su propia
luz, se revela a sí misma. Encontrando en sí misma su propia fuente,
hela aquí causa de sí ante nuestros ojos. Definición espinozista de
Dios o de la substanciad»
Evidentemente, la tautología que se presenta así como la esencia
de lo visual no es más que la tautología del discurso mismo. El dis­
curso nos dice sencillamente que lo Mismo es mismo y que lo Otro
es otro. A través de un juego retórico que hace chocar proposiciones
independientes, se hace pasar por algo más que una tautología, iden­
tificando las propiedades generales de los universales con las carac­
terísticas de un dispositivo técnico. Pero las propiedades técnicas del
tubo catódico son una cosa; las propiedades estéticas de las imáge­
nes que vemos sobre la pantalla .son otra bien distinta. De hecho, la
pantalla se presta a acoger tanto las actuaciones de Questions pour
un Champion como las de la cámara de Bresson. Queda claro pues
que son esas actuaciones quienes son intrínsecamente diferentes. La

* Questions pour un Champion es. un programíi de televisión que, desde finales de los años 80,
obtuvo un gran éxito de audienda en Francia. Siguiendo el formato clásico de concunio, el parliciputue
debe acertar sucesivas rondas de preguntas de complejidad creciente. Un buen ejemplo del rol que
juega este programa en eJ imaginario televisivo francés contemporáneo puede encontrarse en el comien­
zo de Plataforma, de Michel Hoiidicbecq {traducción de Encarna Castejon, Auagrania, Panorama de
Níiirativas 2007). [N. del T.: Todas las notas marcadas con asterisco son del traductor.]
' Regis Debray, Vk et mort de Gallimard. París, 1992, p. 382 {Vida y muerte de la Imagen,
traducción de Ramón Hervás, Paidós Comunicación, 1994). [N. del T : Las referencias numeradas
corresponden siempre a las ediciones citadas poi' el autor en el original. Allá donde es posible, he refe­
rido a conlinuación y entre paréntesis a las edicione.s en castellano de Jas obras citadas].
El destino de las imágenes 27

naturaleza dei juego que nos propone la televisión, y de los afectos


que suscita en nosotros, es independiente de la proveniencia de la
luz: da igual que tenga origen en nuestro aparato. Y la naturaleza
intrínseca de las imágenes de Bresson permanece inalterada, ya vea­
mos las bobinas proyectadas en una sala, una cinta o un disco en
nuestra pantalla de televisión o una vídeo-proyección. Lo mismo no
está de un lado y lo otro del otro. Identidad y alteridad se anudan de
forma diferente la una a la otra. Nuestro aparato de luz incorporada
y ia cámai'a de Questions pour un Champion nos hacen asistir a una
actuación de memoria y de agilidad mental que les es en sí misma
extranjera. En cambio la película de la sala de proyección, o la cinta
de Au hasard Balthazar que vemos en nuestra pantalla, nos hacen
ver imágenes que no remiten a nada más, a niugúu «otro», que son
ellas mismas la actuación.

I.l. LA ALTERIDAD DE LAS IMAGENES

Esas imágenes no remiten a nada más. Esto no quiere decir que


sean, como se dice a menudo, intransitivas. Esto quiere decir que la
alteridad entra en la composición misma de las imágenes, pero tam­
bién que esa alteridad se debe a algo distinto de las propiedades
materiales del médium cinematográfico. Las imágenes de Au hasard
Balthazar no son, en primer lugar, manifestaciones de las propieda­
des de un cierto me'dium técnico, sino operaciones: relaciones entre
un todo y unas partes, entre una visibilidad y un potencial de signi­
ficación y de afecto que le es asociado, entre unas expectativas y
aquello que viene a colmarlas. Observemos el comienzo de la pelí­
cula. El Juego de las «imágenes» ya ha comenzado cuando la pan­
talla todavía está en negro, con las notas cristalinas de una sonata
de Scbubert. El juego prosigue cuando, mientras los títulos de cré­
dito desfilan sobre un fondo que evoca una muralla rocosa, un muro
de piedras secas o de cartón-piedra, un bramido se sustituye a la
sonata; después la sonata retoma su curso, cubierta a continuación
por un ruido de cascabel que se encadena con el primer plano de la
película: la cabeza de un pequeño asno mamando de .su madre en
28 Jacques Rancié re

primer plano. Una mano muy blanca desciende entonces a lo largo


del cuello en sombra del pequeño asno, mientras la cámara asciende
en sentido invenso hacia la niña propietaria de esa mano, su herma­
no y su padre. Un diálogo acompaña este movimiento («Lo necesi­
tamos» —«Dánoslo»— «Hijos míos, es imposible») sin que nunca
veamos la boca que pronuncia esas palabras: los niños se dirigen a
su padre dándonos la espalda, sus cuerpos ocultan su rostro durante
la respuesta. Un fundido encadenado introduce entonces un plano
que nos muestra lo contrario de aquello que las palabras anuncia­
ban: de espaldas, en plano largo, el padre y los niños descienden
llevando consigo el asno. Otro fundido encadena con el bautizo del
asno: otro primer plano que nos permite ver sólo la cabeza del ani­
mal, el brazo del chico que vierte el agua y el busto de la niña que
sostiene un cirio.
En unos títulos de crédito y tres plano.s tenemos un régimen ente­
ro de «imageidad»=’y es decir, un régimen de relaciones entre elemen­
tos y entre funciones. Se trata, en primer lugar, de la oposición entre
la neutralidad de la pantalla en negro, o en gris, y el contraste sonoro.
La melodía que avanza recta en notas bien separadas y el bramido
que la interrumpe producen de inicio toda la tensión de la historia que
seguirá. Este contraste es prolongado por la oposición visual de una
mano blanca sobre un pelo negro, y por la separación de las voces y
los rostros, Y esta oposición es prolongada a su vez por el encadena­
miento de una decisión verbal con su contradicción visual, y del pro­
cedimiento técnico del fundido encadenado, que intensifica la conti­
nuidad, con el contra-efecto que se nos muestra.
Las «imágenes» de Bresson no son un asno, dos niños y un adul­
to; tampoco son únicamente la técnica del plano corto y los movi­
mientos de cámara o los fundidos que lo ensanchan. Son operaciones
que juntan y separan lo visible y su significación o la palabra y su
efecto, que producen y de.svían unas expectativas. Estas operaciones
no derivan de las propiedades del médium cinematográfico. De hecho,
suponen incluso una distancia sistemática respecto de su uso ordina­
rio. Un cineasta «normal» nos daría una pista, por ligera que fuese.*

* El término usado por Rancicre es un neologisrno: ¿magéité. En los caso.s similares he intentado
permanecer siempre cerca del original calcando el término en castellano.
El destino de las imágenes 29

del cambio de decisión del padre. Y encuadraría con un plano más


genera] la escena de] bautizo, haría que la cámara se aproximase o
introduciría un plano suplementario para mostrar la expresión del ros­
tro de los niños durante la ceremonia.
¿Podría decirse qne la fragmentación bressoniana nos presenta,
en lugar del encadenamiento narrativo de quienes alinean el cine con
el teatro o la novela, las puras imágenes propias del arte cinematográ­
fico? Sin embargo, ia fijación de la cámara sobre la mano que vierte
el agua, o sobre aquella que sostiene la vela, no es más propia del
cine que la fijación de la mirada del doctor Bovary sobre las uñas de
la señorita Emma, o la de Madame Bovary sobre las del pasante del
notario, lo son de la literatura. Además, la fragmentación no quiebra
definitivamente la encadenación narrativa, sino que opera a su respec­
to un doble juego. Al separar las manos de la expresión del rostro,
reduce la acción a su esencia; un bautizo es un conjunto de palabras
y unas manos que vierten agua sobre una cabeza, Al restringir la
acción a la encadenación de las percepciones y de los movimientos,
y al producir el cortocircuito de la explicación de las razones, el cine
bressoniano no realiza una esencia propia del cine. El cine de Bres-
son se inscribe en la continuidad de la tradición novelesca iniciada
por Flaubert: una ambivalencia en la que los mismos procedimientos
producen y retiran sentido, garantizan y deshacen la conexión de las
percepciones, de las acciones y de los afectos. La inmediatez sin fra­
se de lo visible radicaliza sin duda el efecto, pero esta radicalidad
opera a su vez por obra de ese poder que separa el cine de las artes
plásticas y lo acerca a la literatura: el poder de anticipar un efecto
para desplazarlo o contradecirlo mejor.

La imagen nunca es una realidad simple. Las imágenes del cine


son en primer lugar operaciones, relaciones entre lo visible y lo deci­
ble, maneras de jugar con el antes y el después, la causa y el efecto.
Estas operaciones implican funciones-imágenes diferentes, sentidos
diferentes de la palabra imagen. Dos planos o encadenamientos de
planos cinematográficos pueden pertenecer a órdenes de imageidad
diferentes. Y de forma inversa, un plano cinematográfico puede per­
tenecer al mismo tipo de imageidad que la frase de una novela, o que
un cuadro. Esta es la razón por la que Eisenstein pudo buscar en Zola
o Dickens, como en El Greco o Piranesi, los modelos del montaje
30 Jacques Ranciére

cinematográfico, y Godard componer un elogio del cine con las frases


de Elie Faure sobre la pintura de Rembrandt.
La imagen del cine no se opone entonces a la teledifusión como
la alteridad a la identidad. La teledifusión también tiene su otro; la
actuación efectiva en el plató, Y el cine también reproduce una actua­
ción efectuada delante de una cámara. Cuando se habla de las imáge­
nes de Bresson, simplemente no se alude a esa relación: no se trata
del víncnlo entre lo qne ha sucedido en otra parte y lo que ha suce­
dido ante nuestros ojos, sino de las operaciones que hacen la natura­
leza artística de lo que vemos. Imagen designa así dos cosas diferen­
tes. Por un lado se da la relación simple que produce la semejanza a
un origina); no necesariamente su copia fiel, sino simplemente aque­
llo que basta para ocupar su lugar. Por el otro se da el juego de ope­
raciones que produce aquello que llamamos arte: es decir, precisa­
mente una alteración de semejanza. Esta alteración puede asumir mil
formas; puede tratarse de la visibilidad que se da a pinceladas inútiles
para hacemos saber a quién representa el retrato; un alargamiento de
los cueipos expresa su movimiento en detrimento de sus proporcio­
nes; un giro del lenguaje exacerba la expresión de un sentimiento, o
hace más compleja la percepción de una idea; una palabra o un plano,
en el lugar de aquellos que parecieran deber venir...
Sólo en este sentido el arte está hecho de imágenes, ya sea figu­
rativo o no, ya reconozcamos en él o no la forma de personajes y de
espectáculos identificables. Las imágenes del arte son operaciones
que producen una distancia^*', una desemejanza. Palabras que descri­
ben aquello que el ojo podn'a ver o expresan aquello que jamás verá,
que adrede aclaran u oscurecen una idea. Formas visibles que propo­
nen una significación por construir, o la retiran. Un movimiento de
cámara anticipa un espectáculo y descubre otro diferente, un pianista
ataca una frase musical «detrás» de una pantalla en negro. Todas
estas relaciones definen imágenes. Esto quiere decir dos cosas. Pri­
mero, que las imágenes del arte son, en cuanto tales, desemejanzas.
Segundo, que la imagen no es algo exclusivo de lo visible. Hay un
visible que no hace imagen, hay imágenes que son todo palabra. Pero

El ténriino original es écarí, que puede implicar también un desvío, una separación o una simple
tiifercncLa.
El destino de las imíígenes 31

el régimen más corriente de la imagen es aquel que escenifica una


relación de lo decible a lo visible, una relación que actúa al mismo
tiempo sobre su aualogía y sobre su desemejanza. Esta relación no
exige en modo alguno la presencia material de los dos términos. Lo
visible se deja disponer en tropos significativos, la palabra despliega
uua visibilidad que puede ser cegadora.

Podría parecer superfino recordar cosas tan simples. Y sin embar­


go es necesario hacerlo, pues estas cosas simples no cesan de difu-
minarse, pues la alteridad identitaria de la semejanza ha interferido
desde siempre en el juego de las relaciones constitutivas de las imá­
genes del arte. El semejar se consideró durante mucho tiempo como
lo propio del arte, y aun así una infinidad de espectáculos y de for­
mas de imitación estaban proscritos de sus dominios. El no-semejar
se considera en nuestros días su imperativo, y aun así los vídeos,
fotografías y muestrarios de objetos parecidos a los de cada día han
ocupado en las galerías y los museos el lugar de los lienzos abstrac­
tos. Sin embargo, este imperativo formal de no-semejanza es a su
vez presa de una dialéctica singular. Pues la inquietud se impone;
¿no es e! no-semejar un renunciar a lo visible, o bien un someter su
riqueza concreta a operaciones y artificios que encuentran su matriz
en el lenguaje? Un contra-movimiento se esboza entonces: aquello
que se opone a la semejanza no es la operatividad del arte sino la
presencia sensible, el espíritu hecho carne, lo absolutamente otro que
es también absolutamente mismo. «La Imagen vendrá en el tiempo
de la Resurrección» dice Godard: la Imagen, es decir, la «primera
imagen» de la teología cristiana, el Hijo que no es «semejante» al
Padre sino partícipe de su naturaleza. Ya no nos matamos los unos a
los otros por el iota que separa esta imagen de la otra*. Pero segui­
mos viendo en ella una promesa de carne, capaz de disipar conjun­
tamente los simulacros de la semejanza, los artificios del arte y la
tiranía de la letra.

* Riíiiciere hace referencia a la ■.tcontroversia del iota» d d primer Concilio de Nicea (325 d. C.)- Este
Concilio cUriniió d problema cristológico de la consustancialiüaU, estableciendo la docrrina según, la cual
d Hijo era de subsiancki bimikir (0 |JO!.ouai.Oí - ho?noiousíos), pero no igual (ouoacn<aiog - homoousiüs)
al Padre: los dos términos .sólo se distinguían por una iota. EJ Congreso terminó por excomulgar a los
arrianos, quienes sostenían que d Hijo fue creado por el Padre y, por tanto, no podía participar de su
eternidad ní de la plena identidad con Dios.
32 Jacques Ranciére

1.2. IMAGEN, SEMEJANZA, ARCHÍ-SEMEJANZA

La imagen, en pocas palabras, no es solamente doble sino triple.


La imagen del arte separa sus operaciones de la técnica que produce
semejanzas. Pero a continuación vuelve a encontrar en su camino otra
semejanza, aquella que define la relación de un ser con su proceden­
cia y su destinación, aquella que destierra el espejo en beneficio del
vínculo inmediato entre el progenitor y lo engendrado: visión cara a
cara, cuerpo glorioso de la comunidad o marca de la cosa misma.
Llamémosla archi-semejanza. La archi-semejanza es la semejanza
originaria, la semejanza que no da la réplica de una realidad sino que
testimonia del otro-Iugar del que proviene. Esta archi-semejanza es
la alteridad que nuestros contemporáneos reivindican en nombre de la
imagen, o cuyo desvanecer con ella deploran: en realidad, nunca des­
vanece. En efecto, la archi-semejanza no cesa de deslizar su propio
Juego en la distancia misma que separa las operaciones del arte de las
técnicas de reproducción, disimulando sus razones en las del arte o
en las propiedades de las máquinas de reproducción, dispuesta en
ocasiones a aparecer incluso, en primer plano, como la razón última
de las unas y de las otras.
Es la archi-semejanza quien aparece tras la insistente voluntad
contemporánea de distinguir la verdadera imagen de su simulacro a
partir del modo mismo de su producción material. Ya no se opone en
consecuencia la mala imagen a la forma pura. A ambas se opone esa
impronta del cuerpo que la luz graba sin quererlo, sin referirse a los
cálculos del pintor ni a los juegos lingüísticos de la significación.
Frente a la imagen «causa de sí» del ídolo televisivo, el lienzo o la
pantalla se convierten en una verónica donde acude a estamparse
la imagen del dios que se ha hecho carne o la de las cosas en el
momento de su nacimiento. Y la fotografía, acusada otrora de oponer
a la carne colorida de la pintura sus simulacros mecánicos y carentes
de alma, ve cómo su imagen se invierte: frente a los artificios pictó­
ricos, la imagen fotográfica es percibida hoy en día como la emana­
ción misma de un cuerpo, como una piel separada de su superficie,
que substituye positivamente las apariencias de la semejanza y des­
orienta las iniciativas del discurso que quiere hacerle expresar una
significación.
El destino de las imágenes 33

La impronta de la cosa, la identidad desnuda de su alteridad en


vez de su imitación, la materialidad sin frase, insensata, de lo visible
en vez de las figuras del discurso, tales son las cosas que reivindica
la celebración contemporánea de la imagen o su evocación nostálgi­
ca: una trascendencia inmanente, una esencia gloriosa de la imagen
garantizada por el modo mismo de su producción material. Sin lugar
a dudas, nadie ha expresado esta visión mejor que el Barthes de La
chambre claire, obra que se ha convertido por ironía del destino en el
breviario de aquellos que quieren pensar el arte fotográfico, cuando
lo que se intenta demostrar en él es precisamente que la fotografía no
es un arte. Barthes quiere afirmar, frente a la múltiple dispersión de
las operaciones del arte y de los juegos de significación, la inmediata
alteridad de la imagen, es decir, stricto sensu, la alteridad de lo Uno.
Barthes quiere establecer una relación directa entre la naturaleza indi­
ciaría de la imagen fotográfica y el modo sensible por el que nos
afecta: es el punctum, ese efecto de pathos inmediato que él opone al
studium, es decir, a las informaciones que transmite la fotografi'a y a
las significaciones que adopta. El studium hace de la fotografía un
material por descifrar y explicar. El punctum, por su parte, nos golpea
con la potencia efectiva del eso-ha-sido: eso, es decir, ese ser que
estuvo sin duda alguna frente al agujero de la cámara oscura, ese ser
cuyo cuerpo emitió las radiaciones, captadas e impresas en la habita­
ción oscura, que vienen a tocarme aquí y ahora a través del «medio
camal» de la luz «como los rayos diferidos de una estrella»^.

Es poco probable que el autor de las Mitologías creyera en la


fantasmagoría para-científica que hace de la fotografía una emanación
directa del cuerpo expuesto. Es más verosímil, sin embargo, que ese
mito le haya servido para expiar el pecado del mitólogo de ayer: el
pecado de haber querido despojar el mundo visible de sus prestigios,
de haber transformado sus espectáculos y sus placeres en un gran
tejido dé síntomas y en un turbio comercio de signos. El semiólogo
se arrepiente de haber pasado buena parte de su vida diciendo: ¡Cui­
dado! Aquello que tomáis por una evidencia sensible es de hecho un
mensaje cifrado a través del cual una sociedad o un poder se legitima

^ Roland Banhes, La chambre claire, Éditions de l’Étoile, París, 1980, p. 126 (La cámara lúcida:
nota sobre la fotografía, traducción de Joaquím Sala Sanahuja, Paidós Comunicación, 2007).
34 Jacques Ranciere

al naturalizarse, al fundamentarse en la evidencia sin frase de lo visi­


ble. Ahora tuerce el bastón en el otro sentido, valorizando bajo el
título de punctum la evidencia sin frase de la fotografía, condenando
el descifre de los mensajes a la banalidad del studium.
Pero el semiólogo que leía el mensaje cifrado de las imágenes y
el teórico del punctum de la imagen sin frase se apoyan sobre un
mismo principio: un principio de equivalencia reversible entre la
mudez de las imágenes y su palabra. El primero mostraba que
la imagen era en realidad el vehículo de un discurso mudo que él se
empeñaba en traducir en frases. El segundo nos dice que la imagen
nos habla en el momento en que calla, cuando ya no nos transmite
ningún mensaje. Uno y otro conciben la imagen como una palabra
que calla. Uno hacía hablar su silencio, el otro hará de ese silencio la
anulación de toda charlatanería. Pero los dos juegan sobre la misma
convertibilidad entre dos potencias de la imagen: la imagen como
presencia sensible bruta y la imagen como discurso que cifra una
historia.

1.3. DE UN REGIMEN DE IMAGEIDAD A OTRO

Sin embargo, una tal duplicidad está lejo.s de ser evidente. Esta
duplicidad define un régimen específico de imageidad, un régimen
particular de articulación eutre lo visible y lo decible, aquel en cuyo
seno nació la fotografía y que le permitió desarrollarse como produc­
ción de semejanza y como arte. La fotografía no se convirtió en arte
al hacer funcionar un dispositivo que opondría la impronta de los
cuerpos a su copia. Se convirtió en arte al explotar una doble poética
de la imagen, a) hacer de sus imágenes, simultánea o separadamente,
dos cosas: los testimonios leíbles de una historia escrita sobre los
rostros o los objetos y puros bloques de visibilidad, impermeable.s a
toda narrativización, a toda travesía del sentido. Esta doble poética de
la imagen como cifra de una historia escrita en formas visibles y
como realidad obtusa, torcedura del sentido y de la historia, no fue
inventada por el dispositivo de la cámara oscura. Su nacimiento es
anterior: se produjo cuando la escritura novelesca redistribuyó las
El destino de las imágenes 35

relaciones de lo visible y de lo decible propias del régimen represen­


tativo de las artes y ejemplificadas por ia palabra dramática.
El régimen representativo de las artes no es el régimen de la
semejanza, al que podría oponerse la modernidad de un arte no figu­
rativo o de un arte de lo in'epresentable. Es el régimen de una cierta
alteración de la semejanza, es decir, de un cierto sistema de relacio­
nes entre lo decible y lo visible, entre lo visible y lo invisible. La idea
de la pictoricidad del poema que implica el célebre Ut pictura poesis*
define dos relaciones esenciales: primero, la palabra hace ver, a través
de la narración y de la descripción, un visible no presente. Segundo,
la palabra hace ver aquello que no pertenece a lo visible, reforzando,
atenuando o disimulando la expresión de una idea, haciendo sentir
la fuerza o la retención de un sentimiento. Esta doble función de la
imagen supone un orden de relaciones estable entre lo visible y lo invi­
sible, por ejemplo, entre un sentimiento y los tropos lingüísticos que
lo expresan, pero también los trazos de expresión mediante los cuales
la mano del dibujante traduce el primero y transpone los segundos.
Podemos referimos a la demostración de Diderot en la Lettre sur les
sourds-muets: basta alterar el sentido de una palabra en los versos
que Homero presta a Ajax moribundo y la angustia de un hombre que
sólo pedía morir frente a los dioses se transforma en el desafío de un
rebelde que les planta cara al morir. Los grabados adjuntos al texto
aportan la evidencia al lector, que ve cómo se metamorfosea no sólo
la expresión del rostro de Ajax, .sino también la actitud de los brazos
y la disposición misma del cuerpo. Una palabra cambiada es otro
sentimiento, cuya alteración puede y debe ser exactamente transcrita
por el dibujante-’.
La ruptura con este sistema no consiste en pintar cuadrados blan­
cos o negros en el lugar de los antiguos guerreros. Tampoco significa,
como piensa el credo modernista, que se deshaga toda corresponden­
cia entre el arte de las palabras y el de las formas visibles. Significa
que las palabras y las formas, lo decible y lo visible, lo visible y lo

Enunciada en el Arí poética de Horacio, esta máxima establece un paralelismo formal y material
entre la pintura y la poesía.
Diderot, CEuvrei' compléies. Le Club Frangais du Livre, París, 1969, t. IL pp. 554-555 y 590-601
(una selección de la obra estética de Diderot fue publicada en Siruela; Escritos sobre e¡ arte, traducción
de Elena del Amo, La biblioteca azul, 1994).
36 Jacques Ranciére

invisible se relacionan los unos con los otros según procedimientos


nuevos. En el nuevo régimen —el régimen estético de las artes que
se constituye en el siglo xix— la imagen deja de ser la expresión
codificada de un pensamiento o de un sentimiento. Ya no es un doble
o una traducción, sino una manera en que las cosas mismas hablan o
callan. En un cierto modo, la imagen llega pai'a alojarse en el corazón
de las cosas como su palabra muda.
Palabra muda se entiende en dos sentidos. En un primer sentido,
la imagen es la significación de las cosas inscritas directamente sobre
sus cuerpos, su lenguaje visible por descifrar. Así es como Balzac nos
sitúa frente a las grietas, las vigas oblicuas y el letrero en semi-ruina
en que se lee la historia de la MaLson du chai qui pelote, o nos hace
ver el spencer* pasado de moda del Cousin Pons, que resume al mis­
mo tiempo un período de la historia, una fatalidad social y un destino
individual. La palabra muda es entonces la elocuencia de aquello que
es verdaderamente mudo, la capacidad de exhibir los signos escritos
sobre un cuerpo, las marcas directamente grabadas por su historia,
más verídicas que todo discurso proferido por una voz.
Pero en un segundo s'entido, la palabra muda de las cosas es de
modo inverso su mutismo obstinado, Al spencer elocuente del primo
Pons se opone el discurso mudo de otro accesorio indumentario de la
novela, la gorra de Charles Bovary, esa gorra cuya fealdad tiene una
profundidad de expresión muda como el rostro de un imbécil. La
gorra y su propietario no intercambian aquí más que su imbecilidad,
que ya no es entonces la propiedad de una persona o de una cosa,
sino el estatus mismo de la relación indiferente de la una a la otra, e!
estatus del arte «estúpido» que hace de esta imbecilidad —de esta
incapacidad para la transferencia adecuada de las significaciones— su
potencia misma.
No ha lugar pues a oponer al arte de las imágenes quién sabe qué
intransitividad de las palabras del poema o de las pinceladas del cua­
dro. Es la imagen misma quien ha cambiado, y con ella el arte, que
se ha convertido en un desplazamiento entre esas dos funciones-imá­
genes, entre el despliegue de las inscripciones que portan los cuerpos

De lord Spenccr: prenda de vestir ajustada y sin faldones.


El destino de las imágenes 37

y la función interruptiva de su presencia desnuda, sin significación.


Esta potencia doble de la imagen, la palabra literaria la adquirió al
tejer una nueva relación con la pintura. Quiso trasponer entonces
al arte de las palabras la vida anónima de los cuadros de género, que
un ojo nuevo descubría más rica en historia que las acciones heroicas
de los cuadros de historia, obedientes de las jerarquías y de los códigos
expresivos impuestos por las artes poéticas de antaño. La fachada de
la Maison du chat qui pelote o el comedor que el joven pintor descu­
bre por su ventana toman prestada a los cuadros holandeses reciente­
mente redescubiertos su profusión de detalles, ofreciendo la expresión
muda, íntima, de una forma de vida. La gorra de Charles o la vista
del mismo Charles en su ventana, abierta sobre la gran inacción de
las cosas y los seres, les toman prestado, a la inversa, el esplendor
de lo insignificante.
Pero la relación es igualmente inversa; los escritores «imitan»
los cuadros holandeses sólo en la misma medida en que confieren a
estos cuadros su visibilidad nueva, que .sus frases instruyen una mira­
da nueva al enseñar a leer, en la superficie de los lienzos que narraban
episodios de la vida cotidiana, otra historia diferente de aquella de los
hechos grandes o pequeños, la historia del proceso pictórico mismo,
del nacimiento de la figura emergente de los golpes de brocha y de
los chorros de color de la materia opaca.
La fotografía se convirtió en un arte al poner sus recursos técni­
cos propios al servicio de esta doble poética, al hacer hablar dos
veces el rostro de los anónimos, como testigos mudos de una condi­
ción inscrita directamente sobre sus rasgos, sus hábitos, su marco de
vida, y como detentadores de un secreto que nunca conoceremos, un
secreto ocultado por la imagen misma que nos lo entrega. La teoría
indiciarla de la fotografía, como piel separada de las cosas, no hace
sino proporcionar la carne del fantasma a la poética romántica del
todo habla, de la verdad grabada sobre el cuerpo mismo de las cosas.
Y la oposición del studium al punctum separa arbitrariamente la pola­
ridad que hace viajar incesantemente la imagen estética entre el jero­
glífico y la presencia desnuda sin sentido. Para salvaguardar en la
fotografía la pureza de un afecto, virgen de toda significación ofreci­
da al semiólogo como de todo artificio del arte, Barthes borra la
genealogía misma del eso-ha-sido. Al proyectar la inmediatez del
38 Jacques Ranciere

eso-ha-sido sobre el proceso de la impresión maquinal, su gesto hace


desaparecer todas las mediaciones entre lo real de la impresión
maquinal y lo real del afecto; las mediaciones, precisamente, que
hacen ese afecto sensible, nombrable, fraseable.
Borrar esa genealogía que hace que nuestras «imágenes» sean
sensibles y pensables, borrar, para guardar la fotografía libre de todo
arte, los trazos que hacen que una cosa en nuestro tiempo sea perci­
bida como arte; este es el elevado precio con que se paga la voluntad
de liberar el goce de las imágenes de la autoridad semiológica. Vin­
cular de manera simple la impresión maquinal al punctum supone
borrar la historia entera de las relaciones entre tres cosas: las imáge­
nes del arte, las formas sociales de! imaginario y los procedimientos
teóricos de la crítica de ese mismo imaginario*.
De hecho, el momento del siglo xix en que las imágenes del arte
se redefinieron en una relación móvil de la presencia bruta con la
historia cifrada es también el tiempo en que se creó el gran comercio
del imaginario colectivo, cuando se desarrollaron las formas de un
arte dedicado a un conjunto de funciones a la vez dispersas y com­
plementarias; otorgar a los miembros de una «sociedad» de referen­
cias indecisas los medios para verse y reírse de sí mismos bajo la
forma de tipos definidos; constituir, alrededor de productos mercanti­
les, un haz de palabras y de imágenes que los hacen deseables; reunir,
gracias a las imprentas mecánica.s y al procedimiento nuevo de la
litografía, una enciclopedia del patrimonio humano común: formas de
vida lejanas, obras de arte, conocimientos vulgarizados. El momento
en que Balzac hace del descifrado de los signos escritos sobre la
piedra, los vestidos y los rostros el motor de la acción novelesca y en
que los críticos de arte empiezan a ver un caos de golpes de brocha
en las representaciones de la burguesía holandesa del siglo de oro es
también aquel en que se lanzan el Magasin pittoresque, las fisono-

* El termino original — fundamental a panir de aqní en el argumento de Ranciere— es imagerie, que


en francés puede aludir tanto a un conjunto determinado de imágenes (ya sea en el aite, en el lenguaje,
o en una realidad psíquica individual o colectiva) como a la prodncción y el comercio social de las imá­
genes en general. He preferido mantener el artículo determinado masculino, en lugar del neutro (lo
imaginario), para preservar esa dimensión económica y social del ténnino a la que sin duda se refiere
Ranciere. Donde el contexto parecía fomentar la duda, he añadido d término «.social» o «colectivo» con
el mismo propósito.
El destino de las imágenes 39

mías del estudiante, de la lorette, del fumador, del tendero y de todos


los tipos sociales imaginables*. Es el tiempo en que empiezan a pro-
liferar sin límites las viñetas y las historietas con que una sociedad
aprende a reconocerse a sí misma, en el doble espejo de los retratos
significativos y de las anécdotas insignificantes que dibujan las meto­
nimias de un mundo, trasponiendo a la negociación social de las
semejanzas las prácticas artísticas de la imagen/jeroglífico y de la
imagen suspensiva. Balzac y un buen número de sus pares no temie­
ron dedicarse ellos mismos a este ejercicio, a asegurar la relación de
doble sentido entre el trabajo de las imágenes de la literatura y la
fabricación de viñetas en el imaginario colectivo.

El momento de este intercambio nuevo entre las imágenes del


arte y el comercio social de las imágenes es también aquel en que se
formaron los elementos de las grandes hermenéuticas que han queri­
do aplicar a la proliferación de las imágenes sociales y mercantiles
los procedimientos de asombro y desciframiento iniciados por las
nuevas formas literarias. Es el momento en que Marx nos enseña a
descifrar los jeroglíficos escritos sobre los cuerpos aparentemente sin
historia de la mercancía y a penetrar en el infierno productivo escon­
dido detrás de las frases de la economía, como Balzac nos enseñaba
a descifrar una historia en una pared o en un vestido y a entrar en los
círculos subterráneos que guardan el secreto de las apariencias socia­
les. Más tarde Freud aparecerá para mostramos, resumiendo la litera­
tura de un siglo, cómo se puede encontrar en los detalles más insig­
nificantes la clave de una historia y la fórmula de un sentido, aun a
riesgo de que este sentido se origine él mismo en algún sin-sentido
irreductible.

Así se tejió una solidaridad entre las operaciones del arte, las
formas del imaginario y la discursividad de los síntomas. Esta solida­
ridad se hizo aún ntás compleja a medida que las viñetas de la peda­
gogía, los iconos de la mercancía y los muestrarios mercantiles en
desuso fueron perdiendo su valor de uso y de cambio. Todos ellos

Fundada en 1833 por Édouard Chartoii, el Magasin Piilorcsquc fue una de las primeras revisla.s
populares que incluía iluslracioncs — por lo general retratos de los arquetipos sociales a que se refiere
Ranciere. La Joreiie, por ejemplo, designaba el tipo social de una mujer joven, elegante y de reputación
fácil. El término nació por cJ bariio parisino de Notre Dame de Loreiíe,
40 Jacques Ranciére

recibieron entonces en contrapartida un valor nuevo de imagen que


no es otra cosa que la doble potencia de las imágenes estéticas: la
inscripción de los signos de una historia y el poder de afección de
la presencia bruta que ya no se intercambia por nada. Este es el doble
aspecto bajo el que los objetos e iconos en desuso aparecieron, en el
tiempo del dadaísmo y del surrealismo, para poblar los poemas, lien­
zos, montajes y collages del arte, haciendo figurar en ellos tanto la
burla de una sociedad radiografiada por el análisis marxista como lo
absoluto del deseo, descubierto en los escritos del doctor Freud.

1.4. EL FIN DE LAS IMAGENES ESTA DETRAS DE NOSO­


TROS

Lo que puede llamarse entonces con propiedad destino de las imá­


genes es el destino de este entrelazado lógico y paradójica entre las
operaciones del arte, los modos de circulación social de las imáge­
nes y el discurso crítico que refiere a su verdad escondida las opera­
ciones del uno y las formas de la otra. Este entrelazado del arte y del
no-arte, del arte, de la mercancía y del discurso es lo que intenta borrar
el discurso mediológico* contemporáneo, entendiendo por este nom­
bre, más allá de la disciplina que se declara como tal, el conjunto de
los discursos que pretenden deducir de las propiedades de los aparatos
de producción y de difusión las forma.s de identidad y de alteridad
propias de las imágenes. Lo que se propone con las oposiciones sim­
ples de la imagen y de lo visual, o del punctum y el studium, es el
duelo por una cierta era de este entrelazado, la era de la semiología
como pensamiento crítico de las imágenes. La crítica de las imágenes,
tal como la ilustra ejemplannente el Barthes de las Mitologías, era ese
modo de discurso que sitiaba los mensajes de la mercancía y de) poder
disimulados en la inocencia del imaginario mediático y publicitario o
en la pretensión de autonomía del arte. Ese discurso se encontraba él
mismo en el centro de un dispositivo ambiguo. Por un lado, pretendía
apoyar los esfuerzos del arte por liberarse de ese imaginario, por

Métáiologique en el original. Se traía de un neologismo.


El destino de las imágenes 41

adquirir un control de sus propias operaciones, de su propio poder de


subversión respecto de la dominación política y mercantil. Por el otro,
parecía sintonizar con una conciencia política que perseguía un más
allá en el que las formas del arte y las formas de la vida no estuvieran
ligadas por las formas equívocas de lo imaginario, sino que tendieran
a identificarse directamente las unas con las otras.

Sin embargo, el duelo declarado por este dispositivo parece olvi­


dar que el dispositivo mismo era a su vez el duelo por un cierto
programa: el programa de un cierto fin de las imágenes. Porque el
«fin de las imágenes» no es la catástrofe mediática o mediúmuica,
frente a la cual habría que resucitar hoy en día no se sabe qué tras­
cendencia incluida en el proceso mismo de impresión química y ame­
nazada por la revolución digital. El fin de las imágenes es más bien
un proyecto histórico que queda detrás de nosotros, una visión del
devenir moderno del arte que se dio entre la década de 1880 y la
de 1920, entre el tiempo del simbolismo y el del constructivismo. En
efecto, fue a lo largo de este período cuando se afirmó de múltiples
maneras el proyecto de un arte liberado de las imágenes, es decir,
liberado no sólo de la figuración antigua, sino también de la tensión
nueva entre la presencia desnuda y la escritura de la historia sobre las
cosas, liberado de la tensión entre las operaciones del arte y las for­
mas sociales de la semejanza y del reconocimiento. Este proyecto
tomó dos grandes formas, más de una vez entremezcladas la una con
la otra: el arte puro, concebido como arte en que las ejecuciones ya
no harían imagen, sino que realizarían directamente la idea en forma
sensible auto-suficiente; o bien el arte que se realiza al suprimirse,
que suprime la distancia de la imagen para identificar sus procedi­
mientos a las formas de una vida toda entera en acto, una vida que
ya no separa el arte del trabajo o de la política.
La primera idea encontró su formulación exacta en la poética de
Mallarmé, tal como la resume una frase célebre de su artículo sobre
Wagner: «El Moderno desprecia el imaginar; mas experto en servirse
de las artes, espera que cada una le conduzca hasta allí donde estalla
un poder especial de ilusión, y ahí consiente»^. Esta fórmula propone

^ «Richard Wagner. Réveríes d’un poete frangíais», in; Diva¡^uíicfi.'j. G allim ard, París, 1976, p. 170.
42 Jacques Ranciére

un arte enteramente separado del comercio social del imaginario


—del reportaje universal del periódico o del juego de reconocimiento
en espejo del teatro burgués; un arte de la ejecución, tal como lo
simboliza el trazo luminoso que se auto-desvanece del fuego artificial
o incluso el arte de una bailarina que, como él dice, ni baila ni es una
mujer, sino que traza solamente la forma de una idea con sus pies
«iletrados» -o incluso sin sus pies, si se piensa en el arte de Lo'ie
Fuller, cuya «danza» consiste en los pliegues y despliegues de un
vestido iluminado por juegos de proyectores. A ese mismo proyecto
pertenece el teatro soñado por Edward Gordon Craig; un teatro que
ya no representaría «obras» sino que crearía las suyas propias*
—obras tal vez sin palabras, como ese «teatro de los movimientos»
en el que la acción consiste exclusivamente en el desplazamiento de
elementos móviles que constituyen lo que antes se llamaba el deco­
rado del drama. Es incluso el sentido de la clara oposición que esbo­
za Kandinsky: de un lado la habitual expo.sición de arte, dedicada de
hecho al imaginario de un mundo, donde el retrato del consejero N y
de la baronesa X tiene por vecinos un vuelo de patos o una siesta de
bueyes a la sombra; del otro, un arte cuyas formas serían la expresión
en signos de color de una necesidad ideal interior.

Como ilustración de la segunda forma, podemos pensar en las


obras y en los programas de la época simultaneísta, futurista y cons-
tructivista: una pintura, como la conciben Boccioni, Baila o Delau-
nay, una pintura cuyo dinamismo plástico desposa los movimientos
acelerados y las metamorfosis de la vida moderna; una poesía futu­
rista, en fase con la velocidad de los coches o el crepitar de las metra­
lletas; un teatro a la Meyerhold, inspirado en las puras actuaciones
del circo, o inventor de las formas de la biomecánica para homoge-
neizar los juegos escéuicos con los movimieutos de la producción y
de la edificación socialistas; un cine del ojo-rnáquina vertoviano, que
hace síncronas todas las máquinas: las pequeñas máquinas de los bra­
zos y las piernas del animal humauo y las grandes máquinas de las
turbinas y los pistones; un arte pictórico de las puras formas supre-

^ En el original se esíabJece una distinción clara entre las piéces (obra.s de teatro) y las ccnvres
(termino más noble y general para designar la creación, como en (Euvre d'ar()\ [«un théálre qui ne
jouerait plus de pi&cc.s mais crccraii ses propres ccuvrea»].
El destino de las imágenes 43

matistas, homogéneo con la construcción arquitectural de las formas


de la vida nueva; un arte gráñco a la Rodtchenko, que confiere a las
letras de los mensajes transmitidos y a las formas de los aviones
representados el mismo dinamismo geométrico, en armonía con el
dinamismo tanto de los constructores y pilotos de la aviación sovié­
tica como de los constructores del socialismo.
Una y otra forma se proponían suprimir la mediación de la ima­
gen, es decir, no sólo la semejanza sino el poder de las operaciones
de desciframiento y de suspensión, así como el juego de las operacio­
nes del arte, el comercio de las imágenes y el trabajo de las exégesis.
Suprimir esta mediación suponía realizar la inmediata identidad del
acto y de la forma. Este es el programa común a partir del cual
las dos figuras del arte puro —del arte sin imágenes— y del devenir-
vida del arte —de su devenir no-arte— pudieron entrelazarse en los
años 1910-1920, de modo que los artistas simbolistas y suprematistas
pudieron aliarse con los denigradores futuristas o constructivistas del
arte para identificar las formas de un arte puramente arte con las for­
mas de una vida nueva que suprimiera la especificidad misma del
arte. Este fin de las imágenes, el único que haya sido rigurosamente
pensado y perseguido, está detrás de nosotros, aunque arquitectos,
diseñadores urbanos, coreógrafos u hombres de teatro persigan a
veces su sueño disminuido. Su proyecto concluyó cuando los poderes
a los que era ofrecido este sacrificio de las imágenes hicieron saber
claramente que no sabían qué hacer con los artistas constructores,
que ellos mismos se ocupaban de la constmcción y que lo único que
demandaban de los artistas eran precisamente imágenes, entendidas
en un sentido bien circunscrito: ilustraciones que encarnaran sus pro­
gramas y sus órdenes.
La separación de la imagen se impuso entonces de nuevo, en
la absolutización surrealista de la «explosante fixe»* o en la crítica
marxista de las apariencias. Guardar el duelo por el «fin de las imáge­
nes»: es lo que hacía la energía dedicada por el semiólogo a la perse­

* Tropo de la poética surrealista que, referida a la belleza, pretendía significar la labilidad de sus
formas, así como rendir cuenta de las aportas que la habitan. En el Nadja de Bretón, por ejemplo, la
«belleza convulsiva» se define como el íhjto de la contradicción interna entre la exph>saiüe-fixe y la éwti-
que-voilée (traducción de José Ignacio Velázquez, Cátedra, Letras Universales, 1997).
44 Jacques Ranciére

cución de los mensajes escondidos en las imágenes para purificar en


un mismo momento las superficies de inscripción de las formas del
arte y la conciencia de los actores de las revoluciones por venir. Super­
ficies por purificar y conciencias por instruir eran los membra disjecta
de la identidad «sin imagen», de la identidad perdida de las formas del
arte y las formas de la vida. El trabajo de duelo fatiga, como todos los
trabajos. Y llega el momento en que el semiólogo descubre que el
goce perdido de las imágenes es un precio demasiado elevado a pagar
por el beneficio de transformar indefinidamente el duelo en saber.
Sobre todo cuando ese mismo saber pierde su credibilidad, cuando el
movimiento real de la historia que apostaba por la travesía de la apa­
riencia revela ser él mismo una apariencia. No se lamenta entonces
que las imágenes escondan secretos que ya no lo son para nadie,
sino que, por el contrario, ya no esconden nada. Algunos inician el
largo llanto por la imagen perdida. Otros reabren sus álbumes para
encontrar de nuevo el encanto puro de las imágenes, es decir, la iden­
tidad mítica entre la identidad del eso y la alteridad del ha-sido, entre
el placer de la presencia pura y el mordisco del Otro absoluto.
Pero el juego a tres bandas de la producción social de las seme­
janzas, de las operaciones artísticas de desemejanza y de la discursi-
vidad de los síntomas no se deja reducir a este simple latir del prin­
cipio de placer y de la pulsión de muerte. Tal vez testimonie de ello
la tripartición que nos presentan hoy en día las exposiciones dedica­
das a las «imágenes», pero también la dialéctica que afecta a cada
tipo de imagen y mezcla sus legitimaciones y sus poderes a aquellos
de los otros dos.

1.5. IMAGEN DESNUDA, IMAGEN OSTENSIVA, IMAGEN


METAMÓRFICA

Las imágenes que nuestros museos y galerías exponen hoy en día


pueden en efecto ordenarse en tres categorías. Hay en primer lugar
aquello que podríamos llamar la imagen desnuda: la imagen que no
hace arte, pues aquello que nos muestra excluye los prestigios de la
desemejanza y la retórica de las exégesis. Es el caso de una reciente
El destino de las imásenes 45

exposición, Memoria de los campos, que consagraba una de sus sec­


ciones a las fotografías hechas tras el descubrimiento de los campos
nazis. Estas fotografías incluían a menudo firmas ilustres —Lee
Miller, Margaret Bourke-White...—, pero la idea que las ensamblaba
era aquella de la huella de historia, del testimonio a propósito de una
realidad sobre la que es comúnmente admitido que no tolera ninguna
otra forma de presentación.
De la imagen desnuda se distiugue aquello que yo llamana ima­
gen ostensiva. También esta imagen afirma su potencia como la de
una presencia bruta, sin significación. Pero esta vez la reivindica en
nombre del arte. La imagen ostensiva plantea esa presencia como lo
propio del arte, frente a la circulación mediática del imaginario, pero
también frente a las potencias de sentido que alteran esa presencia:
los discursos que la presentan y la comentan, las instituciones que la
escenifican, los saberes que la historifican. Esta posición puede resu­
mirse en el título de una exposición organizada recientemente en el
Palacio de Bellas Artes de Bruselas por Thierry de Duve para exponer
«cien años de arte contemporáneo»: Voici**. Aquí, el afecto de! eso-
ha-sido es aparentemente remitido a la identidad sin resto de una
presencia cuya esencia misma es la «contemporaneidad». La presen­
cia obtusa que interrumpe historias y discursos se transforma aquí en
la potencia luminosa de un cara a cara; facingness, dice el comisario,
oponiendo esta noción, por supuesto, a líflatness de Clement Green-
berg. Sin embargo, la oposición misma revela el sentido de la opera­
ción. La presencia se desdobla en presentación de la presencia. Fren­
te al espectador, la potencia obtusa de la imagen como ser-ahí-sin-razón
se transforma en el resplandor de un rostro, concebido según el mode­
lo del icono, como la mirada de la trascendencia divina. Las obras de
los artistas —pintores, escultores, videastas, instaladores— quedan
aisladas en su simple «ecceidad». Pero esta «ecceidad» se desdobla
en seguida. Las obras son otros tantos iconos que atestan de un modo
singular de la presencia sensible, distinto de las otras maneras en que
las ideas y las intenciones disponen los datos de la experiencia sensi­
ble. «Me voici», «Nous voici», «Vous voici»**, las tres rúbricas de

E¡ termino Voici podría traciiicirse como «helo aquí» o «aquí está».


* De igual forma: «Heme aquí», «Henos aquí» y «Heos aquí».
46 Jacques Ranciere

la exposición les hacen testimoniar de una co-presencia originaria de


los hombres y de las cosas, de las cosas entre ellas y de los hombres
entre ellos. Y el infatigable orinal de Duchamp vuelve a la actividad
por medio del zócalo sobre el que fue fotografiado por Stieglitz, con­
vertido en un expositor de la presencia que permite identificar las
desemejanzas de) arte con ios juegos de la archi-semejanza.
A esta imagen ostensiva se opone la imagen que yo llamaría
metamórfica. Su potencia de arte puede resumirse en el exacto anta­
gónico del Voici: ese Voilá que dio título a una exposición reciente
del Museo de Arte Moderno de la Ciudad de París, subtitulada «El
mundo en la cabeza». Este título y este subtítulo implican una idea
de las relaciones entre el arte y la imagen que inspira de forma mucho
más amplia un buen número de exposiciones contemporáueas. Según
esta lógica, resulta imposible circunscribir una esfera específica de
presencia que aísle las operaciones y los productos del arte de las
formas de circulación del imaginario social y mercantil y de las ope­
raciones de interpretación de ese imaginario. No existe una naturale­
za propia de las imágenes del arte, que las separe de forma estable de
la negociación de las semejanzas y de la discursividad de los sínto­
mas. El trabajo del arte consiste entonces en jugar con la estabilidad
de las semejanzas y la inestabilidad de las desemejanzas, en operar
una redisposición local, una reconfiguración singular de las imágenes
circulantes. En un cierto sentido, la construcción de estos dispositivos
atribuye al arte las tareas que otrora fueron propias de la «crítica de
las imágenes». Salvo que esta crítica, dejada en manos de los artistas
mismos, deja de estar enmarcada en una historia autónoma de las
formas o en una historia de los gestos transformadores del mundo. La
crítica se ve así obligada a interrogarse sobre la radicalidad de sus
poderes, a dedicar sus operaciones a tareas más modestas. Y pretende
jugar con las formas y con los productos del imaginario social en vez
de llevar a cabo su demistificación. Este desplazamiento entre dos
actitudes era perceptible en una exposición reciente, presentada en
Minneapolis cou el título Entretengamos y en París bajo el de Más
allá del espectáculo*. El título americano invitaba al mismo tiempo
a entrar en el juego de un arte deslastrado de su seriedad crítica y a

Los títulos originales son L e fs entertain y Au-cJeíá áu specíade.


El destino de las imágenes 47

marcar ¡a distancia crítica frente a la industria del entretenimiento. El


título francés jugaba, por su parte, con la teorización del juego como
opuesto activo del espectáculo de la pasividad en los textos de Guy
Debord. El espectador se veía así llamado a dar su valor metafórico
al tiovivo de Charles Ray o al futbolín gigante de Maurizio Cattelan,
y a asumir la media distancia del juego ante las imágenes mediáticas,
sonidos disco o mangas comerciales reprocesados por otros artistas.
El dispositivo de la instalación también puede ser transformado
en un teatro de la memoria, y hacer del artista un coleccionista, archi­
vista o escaparatista que dispone frente al visitante no tanto una coli­
sión crítica de elementos heterogéneos, como un conjunto de testimo­
nios a partir de una historia y de un mundo comnnes. Así se entiende
que la exposición Voilá pretendiera recapitular un siglo e ilustrar la
idea misma de siglo, alineando, entre otros, las fotografías toma­
das por Hans-Peter-Feldmann de cien personas entre 0 y 100 años,
la instalación de los Abonados del teléfono de Christian Boltanski,
las 720 cartas de Afganistán de Alighiero e Boetti o la sala de los
Martin, consagrada por Bertrand Lavier a la exposición de cincuenta
lienzos unidos únicamente por el apellido de sus autores.
El principio unificador de estas estrategias parece ser el de hacer
intervenir, a partir de un material no específico del arte, a menudo
indiscernible de la colección de objetos de uso o del desfile de las
formas del imaginario social, una doble metamorfosis, correspondien­
te a la doble naturaleza de la imagen estética: la imagen como cifra
de historia y la imagen como inteiTupción. Se trata, por un lado, de
transformar las producciones finalistas, inteligentes, del imaginario
social en imágenes opacas, estúpidas, que interrumpan el flujo mediá­
tico, Se trata, por el otro, de despertar los aletargados objetos de uso
o las imágenes indiferentes de la circulación mediática, para suscitar
el poder de las huellas de historia común que todos ellos coutieneu. El
arte de la instalación hace así intervenir una naturaleza metamórfica,
inestable de las imágenes. Las imágenes circulan entre el mundo del
arte y el del imaginario social. Y son interrumpidas, fragmentadas,
recompuestas por una poética de la palabra aguda que busca instaurar
entre estos elementos inestables nuevas diferencias de potencial.
Imagen desnuda, imagen ostensiva, imagen metamórfica: tres
formas de imageidad, tres maneras de ligar o desligar el poder de
4S Jacques Rancieve

mostrar y el poder de significar, la atestación de presencia y el testi­


monio de historia. Tres maneras también de sellar o de recusar la
relación entre arte e imagen. Con todo, resulta asombroso que nin­
guna de las tres formas así definidas pueda funcionar en la cerrazón
de su propia lógica. Cada una de ellas encuentra a lo largo de su
funcionamiento un punto de indecibilidad que le obliga a tomar algo
prestado a las otras.

Esta indecibilidad aparece incluso en la imagen que mejor pare­


ciera poder y deber desterrarla, la imagen «desnuda» dedicada al
mero testimonio. Pues el testimonio apunta siempre más allá de aque­
llo que presenta. Las imágenes de los campos no dan únicamente
cuenta de los cuerpos supliciados que nos muestran, sino también de
aquello que no nos muestran; los cuerpos desaparecidos, por supues­
to, pero sobre todo el proceso mismo de la aniquilación. Los clichés
de los reporteros de 1945 invocan, en consecuencia, dos miradas dis­
tintas. La primera percibe la violencia infligida por unos seres huma­
nos invisibles a otros cuyo dolor y agotamiento nos plantan cara y
suspenden toda apreciación estética. La segunda no percibe la violen­
cia y el dolor sino un proceso de deshumanización, la desaparición de
las fronteras entre lo humano, io animal y lo mineral. Sin embargo,
esta segunda mirada es en sí misma el producto de una educación
estética, de una cierta idea de la imagen. Una fotografía de James
Rodger, presentada en la exposición Memoria de los campos, nos
muestra la espalda de un cadáver del que no alcanzamos a ver la
cabeza, cargado por un SS prisionero, cuya cabeza inclinada sustrae
la mirada a nuestra mirada. Este ensamblaje monstruoso de dos cuer­
pos truncados nos presenta una imagen ejemplar de la deshumaniza­
ción común de la víctima y del verdugo. Pero la presenta sólo porque
nosotros la percibimos con una mirada que ha pasado por la contem­
plación del buey despellejado de Rembrandt y por todas esas formas
de representación que han igualado la potencia del arte al eclipse de
las fronteras entre lo humano y lo inhumano, lo vivo y lo muerto, lo
animal y lo mineral, confundidos por igual en la densidad de la frase
o en el espesor de la pasta pictórica^.

^ Cf. Clément Chéroux éd., Mémoire des camps. Photograpkies des camps de concentration ei
d'exterminafion nazis (I933-J945), Marval (la fotografía se encuentra en la página 123).
El destino de las imágenes 49

La misma dialéctica marca las imágenes metamórficas. Estas


imágenes, es cierto, se apoyan sobre un postulado de indiscernibiii-
dad. Se proponen solamente desplazar las figuras del imaginario,
mudándolas de soporte, insertándolas en un dispositivo de visión
diferente, puntuándolas o contándolas de otra manera. Sin embargo,
la cuestión que se plantea entonces es la siguiente; ¿qué es exacta­
mente aquello que se produce como diferencia, aquello que da cuen­
ta de! trabajo específico de las imágenes del arte sobre las formas
sociales del imaginario? Esta pregunta inspiró las consideraciones
desencantadas de los últimos textos de Serge Daney: ¿no han sido
todas las formas de crítica, de juego o de ironía que pretendían per­
turbar la circulación ordinaria de las imágenes, anexionadas por esa
misma circulación? El cine moderno y crítico ha pretendido interrum­
pir el flujo de imágenes mediáticas y publicitarias suspendiendo las
conexiones de la narración y del sentido. La imagen congelada que
concluye los Cuatrocientos golpes de Truffaut se ha erigido en emble­
ma de esa suspensión. Pero la marca así infringida a la imagen termi­
na por servir a la causa de la imagen de marca. Los procedimientos
del corte y del humor se han convertido ellos mismos en lo ordinario
de la publicidad, el medio por el que esta produce al mismo tiempo
la adoración de sus iconos y la buena disposición hacia ellos que nace
de la posibilidad de hacer ironía con esa misma adoración®.

Sin duda este argumento no tiene un valor decisivo. Lo indecidi-


ble, por definición, se deja interpretar en dos sentidos. Pero es nece­
sario entonces tomar discretamente prestados los recursos de la lógi­
ca inversa. Para que el montaje ambiguo suscite la libertad de la
mirada crítica o Mdica, es necesario organizar el encuentro según la
lógica del cara a cara ostensivo, re-presentar las imágenes publicita­
rias, sonidos disco o series televisivas en el espacio del museo, aisla­
das detrás de una cortina, eu pequeñas cabinas oscuras que les con­
fieren el aura de la obra al detener los flujos de la comunicación. Y
aun así el efecto no queda nunca asegurado, pues a menudo hay que
colocar en la puerta de la cabina un pequeño cartel especificando al
espectador que, en el espacio en el que va a penetrar, reaprenderá a

^ Serge Dariey. «Uarret sur image». en: Passa^es de Vimage, Centro George Pompidoii, París 1990.
y L ’exercictí a éié profitable MonyieuK P. O. L., París, 1993, p. 345.
50 Jacques Ranciére

percibir y a distanciar el flujo de mensajes mediáticos que de ordina­


rio le subyugan. Este poder exorbitante conferido a las virtudes del
dispositivo responde en sí mismo a una visión en cierto modo sim­
plista del pobre cretino de la sociedad del espectáculo, aquel que se
baña sin resistencia en el flujo de las imágenes mediáticas. Las inte­
rrupciones, derivaciones y redisposiciones que modifican, menos
pomposamente, la circulación de las imágenes no tienen santuario.
Ocurren en cualquier lugar y en cualquier momento.
Pero son sin duda las metamorfosis de la imagen ostensiva quie­
nes mejor manifiestan la dialéctica contemporánea de las imágenes.
De hecho, aquí resulta decididamente difícil proveer los criterios
capaces de distinguir el cara a cara reivindicado, de hacer presente la
presencia. La mayor parle de las obras dispuestas sobre el pedestal
del Voici no se distinguen en nada de aquellas que concurren en los
muestrarios documentales del Voilá. Retratos de estrellas de Andy
Warhol, documentos de la mítica sección de las Aguilas del Museo
de Marcel Broodthaers, instalación por Joseph Beuys de un lote de
mercancías de la difunta RDA, álbum de familia de Christian Boltan-
skl, carteles despegados de Raymond Hains o espejos de Pistoletto;
todos parecen mediocremente adecuados para glorificar la presencia
sin frase del Voici.

Una vez más, algo debe ser tomado en préstamo de la lógica


inversa. El suplemento del discurso exegético se revela necesario para
transformar un ready-made duchampiano en un expositor místico, o
un paralelepípedo bien liso de Donald Judd en espejo de relaciones
cruzadas. Imágenes pop, décollages neo-realistas, pinturas monocro­
mas o esculturas minimalistas: todos deben ser colocados bajo la auto­
ridad común de una escena primitiva ocupada por el padre putativo de
la modernidad pictórica, Manet. Pero este padre de la pintura moderna
debe a su vez ser conducido bajo la autoridad del Verbo hecho carne.
Su modernismo y el de sus descendientes son en efecto definidos por
Thierry de Duve a partir de un cuadro de su período «español»: el
Cristo muerto sostenido por los ángeles, inspirado de una tela de
Ribalta. A diferencia de su modelo, el Cristo muerto de Manet tiene
los ojos abiertos y se enfrenta al espectador. De esta forma alegoriza
la tarea de substitución que la «muerte de Dios» ha conferido a la
pintura. El Cristo muerto resucita en la pura inmanencia de la presen-
El destino de las imágenes 51

cia pictórica^. Esta pura presencia no es la presencia del arte, sino la


pura presencia de la Imagen que salva. La imagen ostensiva, celebrada
por la exposición del Void, es la carne de la presencia sensible eleva­
da, en su inmediatez misma, al rango de Idea absoluta. A partir de
aquí, ready-made e imágenes pop en serie, esculturas minimalistas o
museos de ficción son incluidos de antemano en la tradición del icono
y de la economía religiosa de la Resurrección. Pero la demostración
posee evidentemente un doble filo. El Verbo no se hace carne más que
a través de una narración. Siempre hace falta una operación de más
para transformar los productos de las operaciones del arte y del senti­
do en testigos del Otro originario. El arte del Voici debe fundarse
sobre aquello que recusaba. Necesita de una puesta en escena discur­
siva para transformar una «copia», es decir, una relación compleja de
lo nuevo a lo antiguo, en origen absoluto.
Sin duda las Historia(s) del cine de Godard ofrecen la demostra­
ción más ejemplar de esta dialéctica. El cineasta sitúa su Museo ima­
ginario del cine bajo la enseña de la Imagen que debe venir en el
tiempo de la Resurrección. Sus disquisiciones oponen al poder mor­
tífero del texto la virtud viva de la Imagen, concebida como una tela
de Verónica donde vendría a imprimirse el rostro originario de las
cosas. A las hi.storias caducas de Alfred Hitchcock oponen las pnras
presencias pictóricas que constituyen las botellas de Pommard de
Notorius, las aspas de molino de Foreign Correspondent, el bolso de
Marnie o el vaso de leche de Suspicion. He mostrado en otro lugar
cómo estos puros iconos tenían que ser a su vez extraídos por el arti­
ficio del montaje, desviados de su disposición hitchcockiana para ser
reinsertados, por los poderes de fusión de la vídeo-incrustación, en un
puro reino de imágenes* *^. La producción visual de la pura presencia
icónica, reivindicada por el discurso del cineasta, no es en sí misma
posible sino por el trabajo de su contrario: la poética schlegeliana de
la agudeza* que inventa, entre los fragmentos de películas, titulares
de noticiarios, fotos, reproducciones de cuadros y otros, todas las

^ Thicrr>' de Duve, Voici. cent ans d'art contemporaiu. LudioniPlammanon, 2000, pp. 13-21.
^ Cf. Jaeques Rancicrc. La fable cinémaiographiqüe. Le Seuil, Parí.s, 2001, pp. 218-222 {La fábula
cinematográfica: reflexiones sobre la ficción en e! cine, traducción de Caries Roche Suárez, Paidós
Cornunicadón, 2005).
* Ranciere usa Vd palabra mot d'esprit. El término original de Schlegel es Witz.
52 Jacques Ranciére

combinaciones, todas las distancias y las aproximaciones, capaces de


suscitar formas y significaciones nuevas. Esto supone la existencia
de un Almacén/Bibiioteca/Museo infinito donde todas las películas,
todos los textos, las fotografías y los cuadros coexistan, y donde todos
puedan ser descompuestos en elementos dotados cada uno de una
triple potencia: la potencia de singularidad (el punctum) de la imagen
obtusa; el valor de enseñanza (el síudium) del documento que lleva la
marca de una historia y la capacidad combinatoria del signo, suscep­
tible de asociarse con cualquier elemento de otra serie para componer
hasta el infinito nuevas frases-imágenes.
El discurso que quiere celebrar las «imágenes» como unas som­
bras perdidas, fugitivamente convocadas de la profundidad de los
Infiernos, no parece poder mantenerse más que a costa de contrade­
cirse, de transformarse en un inmenso poema que haga comunicar sin
límite las artes y los soportes, las obras de arte y las ilustraciones del
mundo, el mutismo de las imágenes y su elocuencia. Tras la aparien­
cia de la contradicción, hay que observar más de cerca el juego de
esos intercambios.
II. L A F R A S E , L A IM A G E N , L A H IS T O R IA

Las Historia(s) del cine de Godard están dictadas por dos princi­
pios aparentemente contradictorios. El primero opone la vida autóno­
ma de la imagen, concebida como presencia visual, a la convención
comercial de la historia y a la letra muerta del texto. Las manzanas
de Cézanne, los ramilletes de Renoir o el mechero de Extraños en un
tren dan testimonio de la potencia singular de la forma muda. Esta
forma destierra a lo no-esencial la composición de las tramas, here­
dadas de la tradición novelesca y dispuestas para satisfacer los deseos
del público y los intereses de la industria. El segundo principio, a la
inversa, hace de estas presencias visibles elementos que, como ios
signos del lenguaje, valen solamente en función de las composiciones
que autorizan: combinaciones con otros elementos visuales y sonoros,
pero también frases y palabras dichas por una voz o escritas sobre
una pantalla. Extractos de novelas o de poemas, o títulos de libros y
películas, efectúan a menudo los acercamientos que dan sentido a las
imágenes, o mejor, que transforman fragmentos visuales ensamblados
en «imágenes», es decir, en relaciones entre una visibilidad y una
significación. Siegfried et le Limousin, el título de la novela de Girau-
doux, escrito en sobreimpresión sobre los tanques de la invasión ale­
mana y sobre un plano de los Nibelungen de Fritz Lang, basta para
hacer de esta secuencia una imagen conjunta de la derrota de los
ejércitos franceses en 1940 y de la derrota de los artistas alemanes
frente al nazismo, de la capacidad de la literatura y del cine de pre­
decir los desastres de su tiempo y de su incapacidad para prevenirlos.
Por un lado, la imagen aparece entonces como potencia desvinculan­
te, forma pura y puro patitos que deshace el orden clásico de la dis-
54 Jacques Rancié re

posición de acciones ficcionales, de las historias. Por el otro, aparece


como elemento de un vínculo que compone la figura de una historia
común. Por un lado es una singularidad inconmensurable, por el otro
es una operación de puesta en comunidad.

ILl. ;SIN MEDIDA COMUN?

Reflexionar sobre esta doble potencia reunida bajo el único nom­


bre de imagen es a lo que nos invita, con toda naturalidad, el marco
de una exposición consagrada a las relaciones de las imágenes y las
palabras. Esta exposición tiene por nombre Sin medida común^.
Semejante título hace algo más que describir los ensamblajes de ele­
mentos verbales y visuales presentados en la exposición. Se presenta
más bien como una declaración prescriptiva que define e! criterio de
la «modernidad» de las obras. El título presupone en efecto que la
inconmensurabilidad es un carácter distintivo del arte de nuestro
tiempo, que lo propio del arte contemporáneo es la separación entre
las presencias sensibles y las significaciones. Esta declaración posee
a su vez una genealogía bastante larga: valorización surrealista del
imposible encuentro entre el paraguas y la máquina de coser, teoriza­
ción por Benjamin del choque dialéctico de las imágenes y los tiem­
pos, estética adorniana de la contradicción inherente a la obra moder­
na, filosofía lyotardiana de la distancia sublime entre la Idea y toda
presentación sensible. La continuidad misma de esta valorización de
lo Inconmensurable amenaza con volvemos indiferentes a la pertinen­
cia del juicio que hace entrar tal o tal obra en su dominio, pero tam­
bién a la significación misma de lo.s términos. De esta forma, yo
tomaría este título como una invitación a replantear las preguntas, a
preguntarnos: ¿qué quiere decir exactamente «sin medida común»?
¿En relación a qué idea de medida y a qué idea de comunidad? Tal

^ La exposición Sin medida común, organizada por Régis Durand, íuvo lugar de septiembre a
diciembre de 2002 en tres escenarios distintos: ei Centro Nacio?ial de Fotografía — donde este texto fue
pronunciado— , el Mu.^eo de. arte moderno de VUleneave d'Ascy y el E.studio nacional de artes crmtetn-
poráneas del Fresnoy.
El destino de las imágenes 55

vez haya varias formas de inconmensurabilidad. Tal vez cada una de


esas inconmensurabilidades sea en sí misma la puesta en práctica
de una cierta idea de comunidad.
La aparente contradicción de las Historia(s) del cine podría
entonces sernos de ayuda en este conflicto de las medidas y las comu­
nidades. Querna demostrarlo a partir de un pequeño episodio extraído
de su última parte. Esta parte lleva por título Los signos entre noso­
tros. El título, tomado de Ramuz, implica en sí mismo una doble
«comunidad». Es en primer lugar la comunidad entre «los signos» y
«nosotros»: los signos se ven dotados de una presencia y de una
familiaridad que hacen de ellos algo más que simples útiles a nuestra
disposición o un texto sometido a nuestro desciframiento; habitantes
de nuestro mundo, personajes que nos hacen un mundo. Es a conti­
nuación la comunidad comprendida en el concepto de signo, tal y
como funciona aquí. De hecho, los elementos visuales y textuales
quedan aprehendidos de forma conjunta, enlazados los unos a los
otros en este concepto. Hay signos «entre nosotros». Esto quiere decir
que las formas visibles hablan y que las palabras tienen el peso de las
realidades visibles, que los signos y las formas reavivan mutuamente
sus poderes de presentación sensible y de signiflcación.

Sin embargo, el cineasta da a esta «medida común» de los sig­


nos una forma concreta que parece contradecir su propia idea,
Godard la ilustra a través de elementos visuales heterogéneos, cuyo
ensamblaje sobre la pantalla es enigmático, y a través de palabras,
cuya relación con lo que vemos somos incapaces de establecer. Tras
un extracto de Alexandre Nevsky se abre un episodio al que la insis­
tencia de imágenes en sobreimpresión, respondiéndose unas a otras
de dos en dos, da una unidad cotroborada por la continuidad de dos
textos, aparentemente tomados uno de un discurso, otro de un poe­
ma. Este pequeño episodio aparece fuertemente estructurado por
cuatro elementos visuales. Dos de entre ellos son fácilmente identi-
ficables. Pertenecen en efecto al almacén de imágenes significativas
de la historia y del cine del siglo xx. Son, al principio de la secuen­
cia, la fotografía del niño judío que levanta los brazos en la rendi­
ción del gueto de Varsovia, y ai final, una sombra negra que resume
todos los fantasmas y vampiros de la era expresionista dei cine; el
No.sferatu de Murnau. No sucede lo mismo con los dos elementos
56 Jacques Rancié re

con los que están acoplados. Sobre la imagen del niño del gueto se
ve sobreimpresa una figura cinematográfica misteriosa: es una joven
mujer que desciende una escalera, llevando una vela que recorta
espectaculantiente su sombra sobre la pared. En cuanto a Nosferatu,
se enfrenta de forma extraña con una sala de espectáculos donde una
pareja ordinaria, en primer plano, ríe con todas sus fuerzas, en el
anonimato de un público igualmente hilarante que se descubre por
el retroceso de la cámara.

¿Cómo pensar la relación entre ese claroscuro cinematográfico y


la exterminación de los judíos polacos? ¿Entre ese gentío bonachón
de película hollywoodiense y el vampiro de los Cárpatos que parece,
desde la esceua, orquestar su goce? Las visiones fugitivas de rostros
y de jinetes que pueblan el intervalo no nos aclaran nada a este res­
pecto. Buscamos entonces indicios en las palabras dichas y escritas
que los unen. Son, al fintil del episodio, unas letras que se ensamblan
y desensamblan sobre la pantalla: el enemigo público, el público; es,
hacia la mitad, un texto poético que nos habla de un sollozo que cre­
ce y vuelve a caer; es, sobre todo, al principio, confiriendo su tonali­
dad al conjunto del episodio, un texto cuya solemnidad oratoria es
acentuada por la voz sorda y ligeramente enfática de Godard. Este
texto nos habla de una voz por la que el orador habría deseado ser
precedido, en la que su voz habría podido fundirse. El hablante nos
dice comprender ahora su dificultad para comenzar un momento antes.
Y nosotros comprendemos así, por nuestra parte, que este texto que
introduce el episodio e.s de hecho una peroración. El texto nos dice
cuál es la voz que le habría permitido comenzar. Forma de hablar, por
supuesto: en lugar de decírnoslo lo da a entender a otro auditorio, un
auditorio que precisamente no necesita que se le diga, puesto que la
circunstancia del discurso basta para hacérselo saber.
Este discurso es en efecto un discurso de entronización, género
en el que se requiere hacer el elogio del difunto al que se sucede.
Esto puede hacerse de forma más o menos elegante. El orador en
cuestión ha sabido elegir la forma más elegante, aquella que identifi­
ca el elogio circunstancial del anciano desaparecido con la invocación
esencial de la voz anónima que hace posible toda palabra. Tales
dichas de idea y de expresión son escasas y señalan a su autor, Michel
Foucauk es el autor de esas líneas. Y la «voz» así magnificada es la
El destino de las imágenes 57

de Jean Hyppolite, a quien sucede, ese mismo día, en la cátedra de


Historia de los Sistemas de Pensamiento en el Colegio de Francia*.
La peroración de la lección inaugural de Foucault es por tanto
quien debe aportar el vínculo entre las imágenes. Godard la ha coloca­
do aquí de la misma forma que había introducido, veinte años antes, en
La chinoise, otra peroración igualmente brillante: aquella con que Louis
Althusser había concluido el más inspirado de sus textos, su artículo de
Esprit sobre el Piccolo Teatro, Bertolazzi y Brecht: «Me doy la vuelta.
Y de nuevo me asalta la pregunta...»^. Era entonces Guillaiime Meister,
el militante/autor teatral encamado por Jean-Pierre Le'aud, quien daba
un efecto literal a estas palabras al revolverse efectivamente para enfa­
tizar el texto, clavando la mirada en los ojos de un entrevistador imagi­
nario. Esta pantomima servía para representar el poder de las palabras
del discurso maoísta sobre los jóvenes cuerpos de los estudiantes pari­
sinos. A esta literaíización, de espíritu surrealista, responde ahora una
relación enigmática del texto a la voz y de la voz a los cuerpos visibles.
En lugar de la voz clara, seca y ligeramente risueña de Michel Foucault,
escuchamos la voz grave de Godard, habitada por un énfasis a la Mal-
raux. El indicio nos deja entonces en la indecisión. ¿Cómo puede el
acento de ultratumba puesto sobre este brillante fragmento, ligado a una
situación institucional de investidura, poner en relación a la joven mujer
de la vela y al niño del gueto, las sombras del cine y la extermina­
ción de los judíos? ¿Qué hacen las palabras del texto respecto de los
elementos visuales? ¿Cómo se ajustan aquí el poder de conjunción,
presupuesto por el montaje, y la potencia de disyunción implicada por
la heterogeneidad radical de un plano nocturno en el que aparece una
escalera no identificada, del testimonio sobre el final del gueto de Var-
sovia y de la lección inaugural de un profesor del Colegio de Francia
que no se ocupó ni del cine ni de la exterminación nazi? Aquí ya pode­
mos entrever que ¡o común, la medida y la relación eutre ambos se
dicen y se conjugan de varias maneras diferentes.
Comencemos por el comienzo. El montaje de Godard presupone
la presencia de aquello que algunos llaman modernidad y que yo pre-

“ Michcl Foucault, L'ordre da dis.(:ours, Gallimard, París. 1971 {E\ orden de! discurso, traducción
de Albeno González Troyano. Tusqucls, Fábula, 1999).
^ Louid Althiídsei', «Notes sur un théáíre maiérialisíc», Pour Marx, La Découvene, Pans. 1986, p. 152.
58 Jacques Ranciére

fiero, para evitar las teleologías inherentes a los indicadores tempora­


les, llamar régimen estético del arte. Esta presencia presupuesta corres­
ponde a la distancia asumida en relación a una cierta forma de medida
común, la forma que expresaba el concepto de historia. La historia era
aquel «ensamblaje de acciones» que, desde Aristóteles, definía la
racionalidad del poema. Esta medida antigua del poema según un
esquema de causalidad ideal —el encadenamiento por la necesidad o
la verosimilitud— era también una cierta forma de inteligibilidad de
las acciones humanas. Era ella quien instituía una comunidad entre
«los signos» y «nosotros»; combinación de elementos según unas
reglas generales y comunidad entre la inteligencia productora de esas
combinaciones y las sensibilidades convocadas a experimentar en ellas
un placer. Esta medida implicaba una relación de subordinación entre
una función dirigente, la función textual de inteligibilidad, y una fun­
ción imaginante* puesta a su servicio. Imaginar significaba llevar a su
más alta expresión sensible los pensamientos y sentimientos a través
de los cuales se manifestaba el encadenamiento causal. Significaba
también suscitar unos afectos específicos que reforzaban el efecto de
la percepción de este encadenamiento. Esta subordinación de la «ima­
gen» al «texto» en el pensamiento del poema fundaba también la
correspondencia de las artes bajo su legislación.
Si uno da por sentado que este orden jerárquico ha sido abolido,
que la potencia de las palabras y aquella de lo visible se han emanci­
pado, desde hace dos siglos, de esa medida común, entonces se plan­
tea una pregunta: ¿cómo pensar el efecto de una tai desvinculación?
Conocemos la respuesta más frecuente a la pregunta. Ese efecto,
dice, correspondería simple y llanamente a la autonomía del arte de
las palabras, del arte de las formas visibles y de todas las otras artes.
Esta autonomía habría sido una vez por todas demostrada en la déca­
da de 1760, a través de la imposibilidad de traducir a la piedra, sin
hacer de la estatua algo repulsivo, la «visibilidad» conferida por el
poema de Virgilio al sufrimiento de Laocoonte. Esta ausencia de
medida común, esta constatación de una disyunción entre los regis-

* Rancicrc usa aquí d participio presente ¡imagecmte] y a continuación el míinitivo del verbo ima-
ger: literalmente producir, ornamemar o decorar con imágenes. El verbo es de utilización poco frecuenic,
y corresponde a la acepción aicaica d d verbo imaginar: «Adornar con imágenes un sitióle- (DRAE).
El destino de las imágenes 59

tros de expresión y por consiguiente entre las artes, fonnulada en el


Laocoon de Lessing, es el núcleo común de la teorización «moder­
nista» del régimen estético de las artes, el pensamiento que trata la
ruptura con el régimen representativo en términos de autonomía del
arte y de separación entre las artes.
Este núcleo común se deja resumir en tres versiones que resumo
a grandes rasgos. En primer lugar se da la versión racionalista opti­
mista. Lo que sucede a las historias, y a las imágenes que les estaban
subordinadas, son las formas. Es la potencia de cada materialidad
específica —verbal, plástica, sonora u otra— revelada por una serie
de procedimientos específicos. Esta separación de las artes se ve
garantizada no ya por la simple ausencia de medida común entre la
palabra y la piedra, sino por la racionalidad misma de las sociedades
modernas. La sociedad moderna se caracteriza por la separación de
las esferas de experiencia y de las formas de racionalidad que son
propias de cada una, separación que el vínculo de la razón comuni-
cacional debe simplemente completar. Se reconoce aquí la teleología
de la modernidad que un discurso célebre de Habermas todavía opo­
ne a las perversiones del estetismo «post-estructuralista», aliado del
neo-conservadurismo.
Se da a continuación la versión dramática y dialéctica de Adorno.
Aquí, la modernidad artística pone en escena el conflicto de dos sepa­
raciones, o si se prefiere, de dos inconmensurabilidades. Pues la sepa­
ración racional de las esferas de experiencia es de hecho obra de una
cierta razón, la razón calculadora de Ulises que se opone al canto
de las sirenas, la razón que separa el trabajo del goce. La autonomía de
las formas artísticas, la separación de las palabras y de las formas,
de la música y de las formas plásticas, del arte docto y de las formas de
entretenimiento, adquieren entonces otro sentido: separan las puras
formas del arte de las formas de la vida cotidiana, mercantil y esteti-
zada, que disimulan la fractura. Y se permite así que la tensión soli­
taria de esas formas autónomas manifieste la separación primera que
las funda, que haga aparecer la «imagen» de lo reprimido y recuerde
la exigencia de una vida no separada.
Se da por fin la versión patética de la que dan testimonio los
últimos libros de Lyotard. Aquí, la ausencia de medida común se
llama catástrofe. Y se trata entonces de oponer no ya dos separacio­
60 Jacques Ranciére

nes sino dos catástrofes. La separación de i arte es en efecto asimilada


a la fractura original de lo sublime, a la defección de toda relación
estable entre idea y presentación sensible. Esta inconmensurabilidad
es pensada en sí misma como la marca de esa potencia del Otro, cuya
denegación, en la razón occidental, ha producido la locura extermina-
dora. El arte moderno debe preservar la pureza de sus separaciones,
pero debe hacerlo para inscribir la marca de esa catástrofe sublime,
cuya inscripción testimonia también de la catástrofe totalitaria —la
de los genocidio.s, pero también la de la vida estetizada, es decir, de
hecho, anestesiada.
¿Cómo situar la conjunción disyuntiva de las imágenes de Godard
en relación con estas tres figuras de lo inconmensurable? Sin duda
Godard tiene simpatías por la teleología modernista de la pureza,
sobre todo, por supuesto, bajo su forma catastrofista. A lo largo de
todas las Historia(s) del cine, Godard opone la virtud redentora de la
imagen/icono al pecado original que ha malogrado el cine y su poten­
cia de testimonio: la sumisión de la «imagen» al «texto», de lo sen­
sible a la «historia». Sin embargo, los «signos» que nos presenta aquí
son una serie de elementos visuales dispuestos en forma de discurso.
El cine que nos cuenta aparece como una serie de apropiaciones de
las otras artes. Y nos lo presenta en una ajaraca de palabras, de frases
y de textos, de pinturas metamorfoseadas, de planos cinematográficos
mezclados con fotografías o imágenes de noticiarios, a veces religa­
das por citaciones musicales. En definitiva, las Historials) del cine
estcín de principio a fin tejidas con e.stas «pseudomorfosis», con estas
imitaciones de un arte por otro que recusa la pureza vanguardista. Y
en este amontonamiento la noción misma de imagen, a pesar de las
declaraciones iconódulas de Godard*, aparece para designar esa ope-
ratividad metamórfica, que atraviesa las fronteras de las artes y niega
la especificidad de los materiales.
La pérdida de medida común entre los medios** de las artes no
significa pues que en adelante cada cual permanezca en su esfera
propia, atribuyéndose su propia medida. Significa más bien que toda

* íconodiiies en d original. Eiimológicamente, aquello relativo a la veneración de imágenes (y


opuesto por ende a la iconodasiri),
Moyens, por oposición á milieux, Rtílativo a ios recurso.s de las aite.^ para servir sus fines.
Et destino de las imágenes 61

medida común es a partir de ahora una producción singular, y que


esta producción es posible únicamente al precio de afrontar, en su
radicalidad, lo sin-medida de la mezcla. De la imposibilidad de tra­
ducir sin resto el sufrimiento del Laocoonte de Virgilio a ¡a piedra del
escultor no se deduce que la.s palabras y las formas se separen, que
unos se consagren al arte de las palabras mientras otros trabajan los
intervalos de los tiempos, las superficies coloreadas o los volúmenes
de la materia resistente. Tai vez se deduzca todo lo contrario. Cuando
se encuentra amenazado el hilo de la historia, es decir, la medida
común que regulaba la distancia entre el arte de los unos y el de los
otros, ya no son simplemente las formas quienes se vuelven análogas:
son las materialidades quienes se mezclan directamente.

La mezcla de las materialidades es ideal antes de ser real. Sin


duda ha sido necesario esperar la época cubista y dadaísta para ver
aparecer sobre las telas de los pintores las palabras de los periódicos,
de los poemas o de los billetes de autobús; la época de Nam June Paik
para transformar en esculturas los altavoces concebidos para la difu­
sión de los sonidos y las pantallas destinadas a la reproducción de
imágenes; la época de Wodiczko o de Pipilloti Rist para proyectar
imágenes móviles sobre las estatuas de los Padres fundadores o sobre
los brazos de un sillón, y la de Godard para inventar contraplanos en
un cuadro de Goya. Sin embargo, ya en 1830 Balzac puede poblar sus
novelas de cuadros holandeses y Hugo transforaiar un libro en cate­
dral o una catedral en libro. Veinte años más tarde Wagner puede cele­
brar la unión camal del poema masculino y de la música femenina en
una misma materialidad sensible y la prosa de los Goncourt convertir
al pintor contemporáneo (Decamps) en albañil, antes de que Zola
transforme a su pintor de ficción, Glande Lantier, en escaparatista/
instalador, decretando como su obra más bella la efímera redisposición
de los pavos, las salchichas y las morcillas de la charcutería Quenu.
Ya en la década de 1820 un filósofo, Hegel, se había ganado por
anticipado la execración motivada de todos los modernismos venide­
ros al mostrar que la separación de las esferas de racionalidad supo­
nía no ya la autonomía gloriosa del arte y de las artes, sino la pérdida
de su potencia de pensamiento común, de pensamiento que produce
o expresa lo común, y que de la reivindicada separación sublime tal
vez no resultara más que el despropósito indefinidamente repetido del
62 Jacques Ranciére

«faiitasista», capaz de unir toda cosa a cualquier otra. Poco importa


que los artistas de la generación siguiente lo hayan leído, no leído o
leído mal. Respondían sin duda a su demostración ai buscar el prin­
cipio de su arte no en una medida que sería la propia de cada uno,
sino allí donde, al contrario, todo «propio» se hunde, donde todas las
medidas comunes de que se nutren las opiniones y las historias son
abolidas en beneficio de una gran yuxtaposición caótica, de una gran
mezcla indiferente de las significaciones y de las materialidades.

II.2. LA FRASE-IMAGEN Y LA GRAN PARATAXIS

Llamémoslo la gran parataxis. En el tiempo de Flaubert, la gran


parataxis puede corresponder al hundimiento de todos los sistemas de
razones de los sentimientos y de las acciones, en beneficio del azar
de las combinaciones indiferentes entre átomos. Un poco de polvo
que brilla al sol, una gota de nieve fundida cayendo sobre el muaré
de una sombrilla, una brizna de follaje en el hocico de un asno, tales
son ios tropos de la materia que inventan amores al igualar su razón
a la gran ausencia de razón de las cosas. En el tiempo de Zola, se
trata de los apilamientos de verduras, embutidos, pescados y quesos
del Vientre de París, o de las cascadas de tejidos blancos abrasados
por el fuego del consumo de El paraíso de las damas. En el tiempo
de Apollinaire o de Blaise Cendrars, de Boccioni, de Schwitters o de
Várese, es un mundo donde todas las historias son disueltas en frases,
a su vez disueltas en palabras, intercambiables con las líneas, las pin­
celadas o los «dinamismos» en los que se ha disuelto todo sujeto
pictórico, o con las intensidades sonoras en las que las notas de la
melodía se funden con las sirenas de los buques, los ruidos de los
coches y el crepitar de las metralletas. Así es, por ejemplo, el «pro­
fundo hoy», celebrado en 1917 por Blaise Cendrars en unas frases
que tienden a reducirse a yuxtaposiciones de palabras, reconducidas
hacia medidas sensoriales elementales; «Prodigioso hoy. Sonda. Ante­
na. Puerta-rostro"*'. Torbellino. Tú vives. Excéntrico. En la soledad

Porte-viaa^e en el originíil.
El destino de las imágenes 63

integral. En la comunión anónima (...) El ritmo habla. Quimismo. Tú


eres». O también; «Aprendemos. Bebemos. Ebriedad. Lo real no tie­
ne ya ningún sentido. Ninguna significación. Todo es ritmo, palabra,
vida (...) Revolución. Juventud del mundo. Ahora"^.» Este hoy de las
historias abolidas en provecho de los micro-movimientos de una
materia que es «ritmo, palabra y vida» es el mismo que, cuatro años
más tarde, consagrará el joven arte cinematográfico en las frases
igualmente paratáxicas a través de las cuales un joven amigo de Blai-
se Cendrars, el químico y cineasta Jean Epstein, se empleará para
exprimir la potencia sensorial nueva de los planos del séptimo arte’’.
La nueva medida común, que se opone de esta forma a la antigua,
es la medida del ritmo, del elemento vital de cada átomo sensible
desligado que hace pasar la imagen en la palabra, la palabra en la
pincelada, la pincelada en la vibración de la luz o del movimiento.
Puede decirse de otro modo: la ley del «profundo hoy», la ley de la
gran parataxis, es que ya no hay medida, ya sólo hay común. Lo
común de la desmedida o del caos es quien aporta ahora al arte su
potencia.
Pero este común-sin-medida del caos o de la gran parataxis no
está separado más que por una frontera casi-indiscemíble de dos terri­
torios en los que corre un mismo riesgo de perderse. A un lado está
la gran explosión esquizofrénica, donde la frase se destroza en el
grito y el sentido en el ritmo de los estados del cuerpo; al otro, la
gran comunidad identificada a la yuxtaposición de las mercancías y
de sus dobles, o a la repetición de frases vacías, o incluso a la ebrie­
dad de las intensidades manipuladas, de los cuerpos que marchan al
unísono. Esquizofrenia o consenso. De un lado, la gran explosión, el
«horrible reír del idiota», nombrado por Rimbaud pero experimenta­
do o temido por toda la época que va de Baudelaire a Artaud, pasando
por Nietzsche, Maupassant, Van Gogh, Andréí Biely o Virginia Woolf.
Del otro, el consentimiento a la gran igualdad mercantil y lingüís­
tica o a la gran manipulación de los cuerpos ebrios de comunidad. La
medida del arte estético hubo de construirse entonces como medida

^ Blaise Ceudríirs, A uiourd’hui. G¡^u\ires compiéíes; Denoel, París, 1991. t. TV, pp. 144-145 y
162-166.
^ Jcan Epstein, «Bonjour einéma», en: Gíüvres completes, Seghers; París, 1974, t. 1, pp. 85-102.
64 Jacques Ranciére

contradictoria, alimentada de la gran potencia caótica de los elemen­


tos desligados pero capaz, por esa misma razón, de separar ese caos
—o esa «necedad»— del arte de los furores de la gran explosión o de
la toppeza del gran consentimiento.

Yo propondría poner a esta medida el nombre de frase-imagen.


Por frase-imagen concibo algo distinto de la unión de una secuencia
verbal y de una forma visual. La potencia de la frase-imagen puede
expresarse en frases de novela, pero también en formas de puesta en
escena teatral o de montaje cinematográfico, o en la relación entre lo
dicho y lo no-dicho de una fotografía. La frase no es lo decible, la
imagen no es lo visible. Frase-imagen es para mí la unión de dos
funciones que deben ser definidas estéticamente, es decir, a partir del
modo en que deshacen el vínculo representativo del texto a la ima­
gen. En el esquema representativo, la parte del texto correspondía al
encadenamiento ideal de las acciones, y la parte de la imagen al
suplemento de presencia que le daba carne y consistencia. La frase-
imagen trastorna esta lógica. La función-frase sigue siendo la del
encadenamiento. Pero ahora la frase sólo encadena en la medida en
que es ella lo que da carne. Y esta carne o esta consistencia es, para­
dójicamente, la de la gran pasividad de las cosas sin razón. La ima­
gen, por sn parte, se ha convertido en la potencia activa, disruptiva,
del sallo, la potencia del cambio de régimen entre dos órdenes sen.so-
riales. La frase-imagen es la unión de estas dos funciones. Es la uni­
dad que desdobla la fuerza caótica de la gran parataxis en potencia
de continuidad de la frase y potencia de ruptura de la imagen. Corno
frase, acoge la potencia paratáxica y repele así la explosión esquizo­
frénica. Como imagen, repele con su fuerza disruptiva el gran sopor
de la repetición indiferente o la gran ebriedad de comunión de los
cuerpos. La frase-imagen retiene la potencia de la gran parataxis e
impide que se pierda en la esquizofrenia o en el consenso.
Podríamos pensar en esas redes tendidas sobre el caos a través de
las cuales Deleuze y Guattari definen la potencia de la filosofía o del
arte. Sin embargo, puesto que aquí estamos hablando de historias
del cine, ilustraré más bien la potencia de la frase-imagen a través de
una secuencia célebre de una película cómica, Al principio de Ufia
noche en Casablanca, un policía observa con aire de sospecha la
extraña actitud de Harpo, inmóvil y con la mano apoyada contra una
El destino de las imágenes 65

pared. El policía le pide entonces que se mueva y salga de allí. Con


un movimiento de cabeza, Harpo le indica que no puede. «Tal vez
pretende usted que crea que está usted sujetando el muro» le dice con
ironía el policía. Con un nuevo movimiento de cabeza, Harpo indica
que ese es precisamente el caso. Furioso porque el mudo se burle de
él de esa manera, el policía desplaza a Harpo de su puesto. Y por
.supuesto, el muro se hunde con gran estrépito. Este gag del mudo que
sujeta la pared es la parábola más propia para hacernos sentir la
potencia de la frase-imagen que separa el todo se sostiene del arte del
todo se toca de ¡a locura explosiva o de la necedad consensual. Y yo
la relacionaría de buen grado con la fórmula oximorónica de Godard
«O dulce milagro de nuestros ojos ciegos». Lo haría solamente a
través de una mediación, la del escritor que se dedica más que ningún
otro a separar la necedad del arte de la necedad del mundo, el mismo
que debe leer en voz alta su.s propias fra.ses, ya que de otra manera
no ve «más que fuego». Flaubert «no ve» en sus frases porque escri­
be en la edad de la videncia, y porque la edad de la videncia es pre­
cisamente aquella en la que una cierta «vista» se ha perdido, en la
que el decir y el ver han entrado en un espacio de comunidad sin
distancia y sin correspondencia. El resultado es que no se ve nada: no
se ve qué dice lo que se ve, ni qué hace ver lo que se dice. Hay que
escuchar pues, hay que confiarse al oído. Es el oído quien, al reco­
nocer una repetición o una asonancia, hará saber que la frase es
falsa, es decir, que no tiene el ruido de lo verdadero, el soplo del caos
atravesado y controlado^. La frase justa es aquella que transmite la
potencia del caos separándola de la explosión esquizofrénica y del
atontamiento consensúa!.

La virtud de la frase-imagen justa es en definitiva la de una sin­


taxis paratáxica. También podríamo.s llamar a esta sintaxis montaje,
ampliando la noción más allá de su significado cinematográfico res­
tringido. Los escritores del siglo xtx que descubrieron, detrás de las
historias, la fuerza desnuda de los remolinos de polvo, de las hume­
dades opresivas, de las cascadas de mercancías o de las intensidades
de la locura, inventaron también el montaje como medida de lo sin-

^ Cf.. cii panicular, la carta u Madcmoiselle Leroy&r lie Chantepie de 12 de diciembre de 1857 y
la cana a George Sand ele marzo de 1876-
66 Jacques Ranciére

medida o disciplina del caos. El ejemplo canónico es la escena de


los Comicios* de Múdame Bovary, donde la potencia de ia frase-
imagen se eleva entre los dos discursos vacíos del seductor profesio­
nal y del orador oficial, a la vez extraída del torpor ambiental en el
que uno y otro se igualan y sustraída a ese mismo torpor. Pero me
parece aún más significativo, para la cuestión que me ocupa, el mon­
taje que presenta en El vientre de París el episodio de la preparación
de las morcillas. Recuerdo el contexto; Florent, republicano de 1848,
deportado tras el golpe de Estado de 1851 y evadido de un presidio
guyanés, vive, bajo una falsa identidad, en la charcutería de su her­
manastro Quenu, donde suscita la curiosidad de su sobrina, la peque­
ña Pauline, quien le ha escuchado por casualidad evocar recuer­
dos de un compañero que fue devorado por las fieras, y la reprobación
de su cuñada. Lisa, cuyo comercio florece en la prosperidad impe­
rial**. Lisa querría que él aceptara, bajo su identidad ficticia, una
plaza de inspector que ha quedado vacante en Les Halles***, com­
promiso que rechaza el íntegro republicano. En esas llega uno de lo.s
mayores acontecimientos de la vida de la charcutería, la preparación
de las morcillas, construida por Zola en montaje alterno. Al relato
lírico de la cocción de la sangre y del entu.siasmo que añora entre
actores y espectadores ante la promesa de una excelente morcilla se
mezcla en efecto el relato del «hombre devorado por las fieras» que
Pauline le demanda a su tío. Florent narra entonces, en tercera per­
sona, el relato terrible de la deportación, del presidio, de los sufri­
mientos de la evasión y de la deuda de sangre así contraída entre ia
República y sus asesinos. Pero a medida que este relato de miseria,
de hambruna y de injusticia va creciendo, el alegre crepitar de la
morcilla, el olor a grasa, el calor embriagador de la atmósfera acu­
den para desmentirlo, para transformarlo en una historia increíble,
narrada por alguien resucitado de otra era. Esa historia de sangre
derramada y de muertos de hambre que reclaman justicia es refutada
por el lugar y la circunstancia. Es inmoral morir de hambre, inmoral

La escena alndida se desarrolla en una feria de ganado y agricultura.


La prospéritp impÉJÍale es un término con que .se ideníifica el ciclo de bonanza económica que
vivió Francia en el período deí Segundo Imperio ('I8.S2-70), sobre rodo en el quinquenio 1852-1857, y
que fue enmarcada y ensalzada por un progrania de auto-cclcbrdción cultural cuyo punto culminante fue
la Exposición Univerbal de Pans de 1855.
Mercado central de abatitos de París.
El destino de las imágenes 67

ser pobre y amar la justicia; esa es la lección que Lisa aprende de la


historia, la misma lección que ya imponía el canto alegre de la mor­
cilla. Al final del episodio, Florent, desposeído de su realidad y de
su justicia, se queda sin fuerzas ante el calor del ambiente, cede ante
su cuñada y acepta la plaza de inspector.
Así, la conspiración de los Poderosos y de la grasa* parece
triunfar sin contestación, y la lógica misma del montaje alterno pare­
ce consagrar la pérdida común de las diferencias del arte y de las
oposiciones de la política en el gran conseutimiento a la cálida inti­
midad de la mercancía-reina. Pero el montaje no es una simple opo­
sición de dos términos en la que triunfa necesariamente el término
que da su tono al conjunto. La consensualidad de la frase en que se
resuelve la tensión del montaje alteruo coexiste con el choque paté­
tico de la imagen que restablece la distancia. No evoco por simple
analogía la complementariedad conflictiva de lo orgánico y de lo
patético, conceptualizada por Eisenstein. No es coincidencia que el
mismo Eisenstein hiciera de los veinte tomos de los Rougon-
Macquart los «veinte pilares» del montaje^. El golpe de genialidad
del montaje operado aquí por Zola consiste en haber contradicho la
victoria sin contestación de los Poderosos, la asimilación de la gran
parataxis al gran consentimiento, por medio de una sola imagen. En
efecto, Zola dio al discurso de Florent un oyente privilegiado, alguien
que le refuta visualmente con su prosperidad disimulada y su mirada
desaprobadora. Este contradictor silenciosamente elocuente es el
gato Mouton. El gato es, ya se sabe, el animal fetiche de ios dialéc­
ticos del cine, desde Sergei Eisenstein a Chris Marker, el animal que
convierte una tontería en otra, que proyecta las razones triunfantes
en supersticiones tontas o en el enigma de una sonrisa. Aquí el gato
que subraya el consenso lo deshace al mismo tiempo. Convirtiendo
la razón de Lisa en su simple pereza sin frase, el gato transforma
también, por condensación y contigüidad, a la propia Lisa en vaca
sagrada, figura irrisoria de la Juno sin voluntad ni preocupación en
la que Schiller resumía la libre apariencia, la apariencia estética que

* En d francés, R andére juega con la oposición de Gm.\, en sentido figurado y con mayúscula
(opulento, rico, importante;» y gras (grasa).
^ Sergei Eisenstein, «Los veinte pilares de sostenimiento», en; La no-indiferente naturaleza, 10/18,
París, 1976, pp. 141-213.
68 Jacques Ranciére

suspende e) orden del mando fundado sobre la relación ordenada de


los fines a los medios y de lo activo a lo pasivo. El gato, con Lisa,
condenaba a Florent a consentir al lirismo de la mercancía triunfan­
te. Pero el mismo gato se transforma y transforma a Lisa en divini­
dades mitológicas de derrisión que reducen este orden triunfante a su
contingencia idiota.
Esta misma potencia de la frase-imagen, más allá de las oposi­
ciones convenidas entre el texto muerto y la imagen viva, anima
también las Historiáis) del cine de Godard y en especial nuestro
episodio. Pudiera ser que este discurso de recepción aparentemente
desplazado juegue en efecto un rol comparable a aquel del gato de
Zola, pero también al del mudo que sujeta el muro que separa la
parataxis artística del hundimiento indiferente de los materiales en
desorden, el todo se sostiene del todo se toca. Sin duda Godard
no se enfrenta al reino sin complejo de los Poderosos*. Pues preci­
samente ese reino ha sabido, desde Zola, seguir una dieta de merean-
cías estetizadas y refinamiento publicitario. El problema de Godard
está precisamente ahí; .su práctica del montaje se formó en la época
pop, la época en la que la indistinción de fronteras entre el arriba y
el abajo, entre lo serlo y la derrisión, y la práctica de saltar de un
tema a otro de forma indiscriminada, parecían oponer su virtud crí­
tica al reino de la mercancía. Sin embargo, desde entonces la mer­
cancía ha entrado a su vez en la edad de la derrisión y del salto sin
criterio. El ensamblaje de toda cosa con cualquier otra, que pasaba
ayer por subversivo, es hoy en día cada vez más homogéneo con el
reino del todo está en todo periodístico y de la comba publicitaria.
Se hace necesario entonces que algún gato enigmático o algún mudo
burlesco vuelvan a traer desorden al montaje. Eso es quizá lo que
haga nuestro episodio, aun careciendo de toda tonalidad cómica. Una
cosa es segura en todo caso; algo evidentemente imperceptible para
el espectador de las Historiáis) que no conoce de la joven de la vela
más que su silueta nocturna. Esa joven mujer tiene por lo menos dos
trazos en común con Harpo, En primer lugar ella también sostiene,
al menos en sentido figurado, una casa que se hunde. En segundo
lugar ella también es muda.

De nuevo, Oras.
El destino de las imá<renes 69

II.3. EL AMA DE LLAVES, EL NIÑO JUDÍO Y EL PROFESOR

Es e! momento de decir algo más sobre la película a la que per­


tenece ese plano. T/te spiml staircase cuenta la historia de un asesino
que elige a sus víctimas entre mujeres con distintas discapacidades.
Por lo tanto la heroína, muda como consecuencia de un traumatismo,
es una víctima perfecta para el asesino, sobre todo si se tiene en
cuenta que este vive en la misma casa en la que ella trabaja como
ama de llaves, dedicada al cuidado de una vieja dama enferma y
atrapada en la atmósfera de odio engendrada por la rivalidad de dos
hermanastros. Una noche, habiéndose quedado sola y sin más ayuda
que el número de teléfono del doctor que la ama —lo que evidente­
mente no era el recurso más eficaz para una muda—, la chica habría
asumido su destino de víctima prometida de no ser porque el asesino,
en el momento decisivo, cae abatido por su madrastra —nuevo trau­
matismo gracias al cual ella recupera la palabra.

¿Qué relación con el niño del gueto y con el discurso de entro­


nización del profesor? Esta, en apariencia; el asesino no es la simple
víctima de pulsiones irresistibles. Es un metódico hombre de cien­
cia, cuyo proyecto consiste en suprimir, por su bien y por el bien de
todos, a los seres que la naturaleza o el azar ha hecho inválidos,
incapaces por tanto de una vida plenamente normal. No hay duda de
que la trama está tomada de una novela inglesa de 1933, cuyo autor
no parece haber tenido ninguna intención política en particular. Sin
embargo, la película llega a las pantallas en 1946, lo que deja pensar
que haya sido rodada en 1945. Y el director se llama Robert Siod-
mak, uno de los colaboradores del legendario Menschen am Sonn-
tag, pelícuia/diagnóstico de 1928 sobre una Alemania dispuesta a
entregarse a Hitler, uno de aquellos cineastas y operadores que
huyeron del nazismo y que vinieron a transponer en el cine negro
americano las sombras plásticas y en ocasiones políticas del expre­
sionismo alemán.
Todo parece pues explicarse; ese extracto está ahí, en sobreimpre­
sión sobre la imagen de la rendición del gueto, porque un cineasta
que ha huido de la Alemania nazi nos había a través de él, por medio
de una analogía ficcionai transparente, del programa nazi de extermi­
70 Jacques Ranciére

nación de los seres «infrahumanos». Esta película americana de 1946


remite a la Alemania, año cero que un cineasta italiano, Rossellini,
consagrará poco después a otra transposición del mismo programa, el
asesinato por el pequeño Edmund de su padre enfermo. Testimonia,
a su manera, del modo en que el cine ha hablado de la exterminación
a través de fábulas ejemplares, el Fausto de Murnau, La Regla del
juego de Renoir o El gran Dictador de Chaplin. A partir de aquí,
resulta fácil completar el puzzle, darle su sentido a cada uno de los
elementos que se acoplan en el episodio. El público riente que se
enfrenta a Nosferatu está tomado de los últimos planos de The Crowd*
de King Vidor. Poco importa aquí el contenido de ficción de este film
de los últimos días del cine mudo: la reconciliación final en un mnsic-
hall de una pareja ai borde de la ruptura. El montaje de Godard es
claramente simbólico. Nos muestra la captación de la multitud de las
salas oscuras por la industria de Hollywood, la alimentación de las
masas con un imaginario caldeado con la quema de lo real, un real
que no tardará en reclamar su cuenta de verdadera sangre y de verda­
deras lágrimas. Las letras que aparecen en la pantalla (El enemigo
público, el público) lo dicen a su manera. El enemigo público es el
título de una película de Wellman, una historia del hampa interpreta­
da por James Cagney y poco posterior a The Crowd. Pero también es
el título que Godard atribuye en las Historiáis) al productor de The
Crowd, Irvin Thalberg, la encarnación de la potencia de Hollywood
que vampirizó a las masas de los cines y liquidó a los artistas/profetas
del cine al estilo de Murnau.
El episodio plantea pues un estricto paralelo entre dos captacio­
nes: la captación de las masas alemanas por la ideología nazi y la de
las masas cinematográficas por Hollywood, En este paralelo se inscri­
ben los elementos intermedios: un plano de hombre/pájaro tomado
del Judex de Franju; un plano corto de los ojos de Antonioni, el
cineasta paralizado, afásico, cuya potencia se ha retirado entera a su
mirada; el perfil de Eassbinder, el cineasta ejemplar de la Alemania
de después de la catástrofe, aterrorizada por espectros que son encar­
nados aquí en una serie de apariciones casi-subliminales de caballe-

* EJ título de esta película ííic iraducrdo ai español como El mundo marcha (¡92H-1929). El original
«The Crowd» (la «masa» o el «gentío», traducido al francés como La Joule) se enmarca mucho mejor en
el contexto que analiza Randcrc.
El destino de ¡as imágenes 71

ros tomados de La Muerte de Siegfried de Fritz Lang**. El texto que


acompaña estas apariciones furtivas está tomado de Simple agonie de
fules Laforgue, es decir, no solamente de un poeta muerto a los veiu-
tiséis años sino de un escritor francés ejemplarmente formado en la
cultura alemana en general y en el nihilismo schopenhaueriano en
particular.
Todo se explica por tanto, de no ser porque la lógica que acaba­
mos de reconstruir resulta estrictamente indescifrable eu ia simple
silueta de Dorothy McGuire, una actriz tan desconocida para el espec­
tador normal de las Hisíoria(s) como la película misma. No es por
tanto la virtud alegórica de la trama quien debe conectar, para ese
espectador, el plano de la joven y la foto del niño del gueto. Es la
virtud de la frase-imagen en sí misma, es decir, el nudo misterioso de
dos relaciones enigmáticas. Es en primer lugar la relación material
de la vela sostenida por la muda de ficción y del niño judío demasiado
real, que parece iluminado por ella. Esta es en efecto la paradoja. La
exterminación no es quien debe aclarar la historia puesta en escena
por Siodmak, sino todo lo contrario; es el blanco y negro del cine
quien debe proyectar sobre la imagen del gueto esa potencia de histo­
ria que heredó de los grandes operadores alemanes a la Karl Freund
(que fueron los primeros, nos dice Godard, en inventar los efectos de
luz de Nuremberg), y que ellos heredaron a su vez de Goya, de Callot
o de Rembrandt y de su «terrible blanco y negro». Y lo mismo sucede
en la segunda relación enigmática que comporta la frase-imagen; la
relación de las frases de Foucault con el plano y con la foto que se
supone que deben hilvanar. Según la misma paradoja, no es el vínculo
evidente que aporta la trama de la película lo que debe unir los ele­
mentos heterogéneos, sino el no-vínculo de esas frases. Lo interesante,
en efecto, no es que un director alemán en 1945 subraye las analogías
entre el guión que se le confía y la realidad contemporánea de la gue­
rra y de ia exterminación, sino la potencia de la finse-imagen en cuan­
to tal, la capacidad que tiene el plano de la escalera de entrar directa­
mente en contacto con la fotografía del gueto y con las frases del
profesor. Potencia de contacto, no de traducción o de explicación;
capacidad de exhibir una comunidad construida por la «fraternidad de

Gracias a Beniard Eisenschilz por la idejiliticación de estos elemento.s.


72 Jacques Ranciére

las metáforas». No se trata de mostrar que el cine habla de su tiempo.


Se trata de afirmar que el cine hace mundo, que habría debido hacer
mundo. La historia del cine es la de una potencia de hacer historia. Su
tiempo, nos dice Godard, es aquel en el que las frase-imágenes han
tenido el poder, suspendiendo las historias, de escribir la historia,
encadenando directamente con su «afuera». Esta potencia de encade­
namiento no es la potencia de lo homogéneo —no la de servirse de
una historia de terror para hablamos del nazismo y del exterminio. Es
la potencia de lo heterogéneo, del choque inmediato entre tres soleda­
des: la soledad del plano, la de la foto y la de las palabras que hablan
de algo completamente distinto en un contexto completamente dife­
rente. Es el choque de los heterogéneos quien da la medida común.
¿Cómo pensar este choqne y sus efectos? Para comprenderlo no
basta con invocar las virtudes de la fragmentación y del intervalo que
deshacen la lógica de la acción. Fragmentación, intervalo, corte,
collage, montaje; todas estas nociones tomadas a menudo como cri­
terios de la modernidad artística pueden recibir significaciones muy
diversas, opuestas incluso. Dejo de lado el caso en que la fragmenta­
ción, cinematográfica o novelesca, no es más que la manera de apre­
tar con mayor fuerza si cabe el nudo representativo. Pero aun omi­
tiendo este caso, quedan dos grandes maneras de entender el modo en
que lo heterogéneo hace medida común; la manera dialéctica y la
manera simbólica.

ÍI.4. MONTAJE DIALECTICO, MONTAJE SIMBOLICO

Tomo estos dos términos en un sentido conceptual que desborda


las fronteras de esta o aquella escuela o doctrina. La manera dialéctica
aplica la potencia caótica a la creación de pequeñas maquinarias de lo
heterogéneo. Fragmentando continuos y alejando términos que se lla­
man entre sí, o a la inversa, acercando heterogéneos y asociando
incompatibles, la manera dialéctica crea choques. Y hace de los cho­
ques así elaborados pequeños instrumentos de medida. Esta pequeña
maquinaria puede ser el encuentro de la máquina de coser y del para­
guas sobre una mesa de disección, o el de los bastones y las sirenas
El deslino de las Imágenes 73

del Rhin en la vitrina anticuada del Passage de l’Opéra®, o el de cual­


quier otro equivalente de estos accesorios en la poesía, la pintura o el
cine surrealistas. El encuentro de incompatibilidades pone en eviden­
cia el poder de una comunidad distinta, que impusiera otra medida, e
impone la realidad absoluta del deseo y del sueño. Pero también pue­
de ser el foto-montaje militante a la manera de John Heartñeld, que
hace aparecer e! oro capitalista en las fauces de Adolf Hitier, —es
decir, la realidad de la dominación económica detrás del lirismo de la
revolución nacional, o cuarenta años más tarde, el de Martha Rosler,
que «transporta a domicilio» la guerra vietnamita al mezclar sus imá­
genes con las de la publicidad de la felicidad doméstica americana.
Puede ser, aún más cerca de nosotros, la serie de imágenes de home-
less que Krzystof Wodiczo proyecta sobre los monumentos oficiales
americanos o los cuadros que Hans Haacke acompaña de pequeñas
notas que indican las sumas que han costado a cada uno de sus com­
pradores sucesivos. En todos estos casos, se trata de hacer aparecer un
mundo detrás de otro; el conflicto lejano detrás del confort del home,
los homeless expulsados por la renovación urbana tras los nuevos buil-
dings* y los emblemas antiguos de la ciudad, el oro de la explotación
tras las retóricas de la comunidad o las sublimidades del arte, la comu­
nidad del capital detrás de todas las separaciones entre dominios y la
guerra de clases detrás de todas las comunidades. Se trata de organizar
un choque, de poner en escena una extrañeza de lo familiar, para hacer
aparecer otro orden de medida que no se descubre sino por la violen­
cia de un conflicto. La potencia de la frase-imagen que une los hete­
rogéneos es entonces la potencia de la distancia y del choque que
revela el secreto de un mundo, es decir, el otro mundo cuya ley se
impone detrás de sus apariencias anodinas o gloriosas.
La manera simbolista también pone en relación los heterogéneos
y constntye pequeñas máquinas a través del montaje de elementos sin
relación entre ellos. Pero los ensambla según una lógica inversa.
Entre los elementos extraños, se emplea en efecto en establecer una
familiaridad, una analogía ocasional, testimoniando de una relación
más fundamental de co-pertenencia, de un mundo común en el que

^ Cf. Loüis Aragón. Ld Paysan de Pans, Gallimard. París, 1966, pp. 29-33 {El campesino de París,
iraducción de Noede Boer. Brugivera, Libro amigo, 1979).
* En inglés en cí original.
74 Jacques Ranciére

los heterogéneos están imbricados en un mismo tejido esencial, siem­


pre susceptibles de ensamblarse, en consecuencia, bajo la fraternidad
de una metáfora nueva. Mientras la manera dialéctica busca, a través
del choque de las diferencias, el secreto de un orden heterogéneo, la
manera simbolista ensambla los elementos bajo la foraia del misterio.
Misterio no quiere decir enigma o misticismo. Misterio es una cate­
goría estética, elaborada por Mallarmé y explícitamente retomada por
Godard, El misterio es una pequeña máquina de teatro que fabrica
analogía, que permite reconocer el pensamiento del poeta en los pies
de la bailarina, el pliegue de una estola, el despliegue de un abanico,
el brillo de un lustre o el movimiento inesperado de un oso erguido.
Es él quien permite también al escenógrafo, Appia, traducir el pensa­
miento del músico/poeta, Wagner, no ya en decorados pintados que
se asemejen a aquello de que habla la ópera, sino en las formas plás­
ticas abstractas de los practicables o en el haz de luz que esculpe
el espacio, o a la bailarina estática, Loíe Fuller, transformarse, por el
único artificio de sus velos y de los proyectores, en figura luminosa
de flor o de mariposa. La máquina de misterio es una máquina de
hacer común, no ya de oponer mundos, sino de poner en escena, por
las vías más imprevistas, una co-pertenencia. Y es este común quien
da la medida de los inconmensurables.
La potencia de la frase-imagen queda así tendida entre dos polos,
dialéctico y simbólico, entre el choque que opera un desdoblamiento
de los sistemas de medida y la analogía que da forma a la gran comu­
nidad, entre la imagen que separa y la frase que tiende hacia el fraseo
continuo. El fraseo continuo e.s el «sombrío pliegue que retiene el
infinito»*, la línea flexible que puede ir de todo heterogéneo a todo
heterogéneo, la potencia de lo desligado, de aquello que nunca
comenzó, que nunca estuvo ligado y puede atraerlo todo en su ritmo
sin tiempo. Es ía frase del novelista que, aun cuando no se «ve» nada,
demuestra al oído que se está en lo cierto, que la frase-imagen
es justa. La imagen «justa», Godard lo recuerda citando a Reverdy, es
aquella que establece la relación justa entre dos lejanías asidas en
su máxima distancia, Pero decididamente, esta justeza de la imagen
no puede verse. Es necesario que la frase haga escuchar su música.

L a frase es de M allarm é, en «L’acción |■cstleinte■>■>.


El destino de las imágenes 75

Aquello que puede ser percibido como justo es la frase, es decir,


aquello que se da como siempre-precedido por otra frase, precedido
por su propia potencia: la potencia del caos fraseado, la de la indife­
rente mezcla flaubertiana de ¡os átomos, del arabesco de Mallarmé,
del «bisbiseo» originario, cuya idea Godard toma prestada de Her­
mano Broch. Y esta potencia de lo no-comenzado, esta potencia de lo
desligado que redime y consagra el artificio de toda ligación, es pre­
cisamente lo que las frases de Foucaulí vienen aquí a expresar,
¿Qué conexión entre el homenaje al ausente de la Lección inau­
gural, tas sombras de un plano de cine negro y la imagen de los
condenados del gueto? Podemos responder: la relación entre la pura
oposición del blanco y del negro y la pura continuidad del fraseo
desligado. Las frases de Foucault dicen aquí lo que las frases de
Godai'd —^las frases que toma prestadas de Broch o de Baudelaire,
de Elie Faure, de Heidegger o de Denis de Rougemont— hacen, a lo
largo de las Historiáis) del cine: poner en práctica la potencia ligante
de lo desligado, la potencia de aquello que siempre se precede a sí
mismo. El párrafo de Foucault no dice aquí nada más. Dice lo mismo
que la frase de Althusser decía veinte años antes. Invoca la misma
potencia del fraseo continuo, la potencia de aquello que se da como
continuación de una frase siempre ya comenzada. Esta potencia,
mejor incluso que en la peroración citada por Godard, queda expre­
sada por el exordio al que se refiere: «En lugar de tomar la palabra,
habría querido ser envuelto por ella y llevado mucho más allá de todo
comienzo posible. Habría querido descubrir que a la hora de hablar
una voz sin nombre me precedía desde hace mucho tiempo: me habría
bastado entonces con encadenar, con seguir la frase, con alojarme sin
ser advertido en sus intersticios, como si ella me hubiera hecho una
señal al quedarse, un instante, en suspenso»^®.
La simple conexión de dos elementos visibles es aparentemente
incapaz de producir este poder de encadenamiento. Lo visible no con-

Michel Fouciault, El orden del discurso, op. cit. p. 16. Comparado con Althusser sobre ei mismo
tema de la fríise ya comenzada: «Me doy la vuelta. Y de pronto me asalta la pregunta: ¿y si estas pocas
páginas, a su manera, torpe y ciega, no fueran más que esa obra desconocida de una noche de junio,
nost Milariy persiguiendo en mí su sentido inacabado, buscando en mí, una vez abolidos lodos los acto­
res y lodos los discvirsos, el advenimiemo de su di.scurso mudo? Pour Marx, La Découverte, Parí.s,
19%, p. 152.
76 Jacque.í Ranciére

sigue frasearse en continuo, dar la medida de lo «sin medida común»,


la medida del misterio. E! cine, dice Godard, no es un arte, no es una
técnica. Es un misterio. Yo diría por mi parte que el cine no es un
.misterio por esencia, que lo es tal y como es fraseado aquí por
Godard. No existe un arte que pertenezca espontáneamente a una
u otra forma de combinación de los heterogéneos. Hay que añadir que
estas dos formas no cesan de entremezclar sus lógicas. Trabajan los
mismos elementos, siguiendo procedimientos que pueden ir hasta e!
límite de lo indiscernible. El montaje de Godard ofrece sin duda el
mejor ejemplo de la proximidad extrema de las lógicas opuestas.
Muestra cómo las mismas formas de conjunción de los heterogéneos
pueden desplazarse del polo dialéctico a! polo simbolista. Conectar
sin fin, como él lo hace, un plano de una película con el título o el
diálogo de otra, una frase de novela, el detalle de un cuadro, el estri­
billo de una canción, una fotografía de actualidad o un mensaje publi­
citario, es siempre hacer dos cosas al mismo tiempo; organizar un
choque y construir un continuum. E! espacio de ios choques y aquel
del continuum pueden llevar el mismo nombre, el nombre de Histo­
ria, La Historia puede ser en efecto dos cosas contradictorias: la línea
discontinua de ios choques reveladores o e! continuum de la co-pre-
sencia. La conexión de los heterogéneos construye y refleja al mismo
tiempo un sentido de historia que se desplaza entre estos dos polos.
La carrera de Godard ilustra ejemplarmente este desplazamiento.
En realidad él nunca dejó de practicar el collage de los heterogéneos.
Sin embargo, durante mucho tiempo ese collage era espontáneamente
percibido como dialéctico. La razón es que el choque de ios hetero­
géneos poseía en sí mismo una especie de automaticidad dialéctica.
Remitía a una visión de la historia en tanto que lugar de conflicto. Es
lo que resume una frase de Made in USA: «Tengo la impresión, dice
el héroe, de vivir en una película de Walt Disney interpretada por
Humphrey Bogart, o sea, en una película política». Deducción ejem­
plar: la ausencia de conexión entre los elementos asociados bastaba
para testimoniar del carácter político de la asociación. Toda conexión
de elementos incompatibles podía pasar por un «desvío» crítico de la
lógica dominante y todo salto de un tema a otro por una «deriva»
situacionista. Pierrot le fou nos aporta el mejor ejemplo. El tono
venía dado de entrada por la visión de Belmondo en su bañera con su
cigarrillo, leyendo a una niña pequeña la Historia del arle de Elle
E¡ destino de las imágenes 11

Faure. Veíamos a continuación a la esposa de Ferdinand-Pierrot reci­


tar la estrofa publicitaria de las ventajas que ofrecía la faja Scandale
y ie escuchábamos ironizar sobre la «civilización del culo». Esta
derrisión era a su vez prolongada por la noche en casa de los suegros,
cuando los invitados, sobre un fondo monocromo, repetían frases
publicitarias. Despue's podía comenzar la huida del héroe con la baby-
sitter, es decir, con la enamorada reencontrada. El mensaje político
adherido a esta introducción era cualquier cosa menos evidente. Pero
la secuencia «publicitaria», al remitir a una gramática adquirida de la
lectura «poh'tica» de los signos, bastaba para asegurar una visión dialéc­
tica de la película, y para ubicar la huida amorosa en el registro de la
deriva crítica. Contar una historia policíaca sin pies ni cabeza, mos­
trar a los dos jóvenes huidos desayunando con un zorro y un papaga­
yo, todo eso entraba sin problemas en una tradición crítica de denun­
cia de la alienada vida cotidiana.
Esto también quería decir que la insólita unión dei texto de la
«gran cultura» y del despreocupado estilo de vida de un joven de los
tiempos de la Nouvelle Vague bastaba para volvemos indiferentes al
contenido del texto de Elie Faure leído por Ferdinand. Ahora bien,
ese texto dedicado a Velázquez ya decía, a propósito de la pintura, io
mismo que Godard hará decir veinte años más tarde al texto de
Foiicault sobre el lenguaje. Velázquez, dice en el fondo Elie Faure,
puso sobre la tela que «representaba» a los soberanos y a las prince­
sas de una dinastía decadente una cosa bien distinta; la potencia del
espacio, el polvo imponderable, las caricias impalpables del aire, la
expansión progresiva de la sombra y de la claridad, las palpitaciones
coloreadas de la atmósfera*'. La pintura es en Velázquez el fraseo del
espacio, y la escritura de la historia del arte practicada por Elie Faure
resuena en eco como el fraseo de la historia.
Este fraseo de la historia imaginariamente extraído del fraseo pic­
tórico del espacio, Godard lo invocaba y lo ocultaba al mismo tiempo
en la época de las provocaciones pop y situacionistas. Lo vemos
triunfar plenamente, sin embargo, en el sueño del gran bisbiseo ori­
ginario que habita las Hisíoria(s) del cine. Los métodos de «desvia-

" Elie Faure, Hiitoire de l ’ari, Livre de poche, París. 1976. l. IV, pp. 167-183 {Hisioriti def Arle,
lrñ<Jucción de Jorge Segovia Lago, AUavjza, Libio de Bolsillo, 1990-J99'2., 3 lomo.s).
78 Jacques Ranciére

ción» que veinte años atrás producían, aun careciendo de contenido,


choques dialécticos, asumen entonces la función inversa. Sirven para
asegurar la lógica del misterio, el reino del fraseo continuo. Así, el
capítulo de Elie Faure sobre Rembrandt se transforma, en la primera
parte de las Historia(s), en un elogio del cine. Y así Foucault, el filó­
sofo que nos explicó cómo las cosas y las palabras se habían separa­
do, es llamado a demostrar positivamente la ilusión que su texto evo­
caba y disipaba, a hacernos escuchar el bisbiseo original en que lo
decible y lo visible están aún confundidos. Los procedimientos de
unión de los heterogéneos que aseguraban el choque dialéctico pro­
ducen ahora su exacto contrario: la gran capa homogénea del misterio
donde todos los choques de ayer se convierten inversamente en mani­
festaciones de co-presencia fusional.
A las provocaciones de ayer podemos por tanto oponer las con­
tra-provocaciones de hoy. He comentado en otro lugar’' el episodio
en el que Godard nos demuestra —con ayuda de la Mana-Magdalena
de Giotto, que él transforma en ángel de la Resurrección— que el
«lugar al sol» de Elisabeth Taylor en la película homónima fue posi­
ble porque, unos años antes, el director de la película, George Stevens
había filmado a los supervivientes y a los muertos de Ravensbrück y
redimido así el cine de su ausencia de los lugares de la extermina­
ción. Ahora bien, si la pelícnla hubiera sido rodada en la época de
Pierrot le fou, el vínculo entre las imágenes de Ravensbrück y el
idilio de Un lugar al sol no habría podido tener más que un solo
modo de lectura: la lectura dialéctica que denunciara esa felicidad
americana en nombre de las víctimas de los campos. Esta lógica dia­
léctica inspira todavía, en los años 70, ios fotomontajes de Martha
Rosler que ligan la felicidad americana al horror vietnamita. Sin
embargo, y por muy anti-americano que sea el Godard de las
Historiáis), su lectura es estrictamente inversa: Elisabeth Taylor no es
culpable de su felicidad egoísta, indiferente ante los horrores del
mundo. Ella ha merecido positivamente esa felicidad porque George
Stevens ha filmado positivamente los campos, y ha cumplido así la
tarea de la frase-imagen cinematográfica: constituir no ya el «vestido
sin costuras de la realidad» sino el tejido sin agujeros de la co-pre-

Cl'. Jacqucs Rííncicrc, L a fa b le cinéinciíographigue, op. cit.


El destino de las imágenes 79

sencia, ese tejido que autoriza y borra a la vez todas las costuras;
constituir el mundo de las «imágenes» como mundo de la co-perte-
nencia y de la entre-expresión generalizadas.
Deriva y desviación son así neutralizadas, absorbidas por la con­
tinuidad del fraseo. La fra.se-imagen simboli,sta ha devorado la frase-
imagen dialéctica. Lo «sin medida común» conduce ahora a la gran
fraternidad o comunidad de las metáforas. Este movimiento no es
propio únicamente de un cineasta conocido por su temperamento par­
ticularmente melancólico. Eí movimiento traduce a su manera un des
plazamiento de la frase-imagen, desplazamiento del que dan testimo­
nio las obras de hoy en día, aunque sigan presentándose bajo
legitimaciones tomadas del léxico dialéctico. Es el caso, por ejemplo,
de la exposición Moving Pictures que presentó recientemente en Nue­
va York el Museo Gnggenheim. La retórica de la exposición pretendía
inscribir las obras de hoy en una tradición crítica de los años 60 y 70,
según la cual los medios del cineasta y del artista plástico, del fotó­
grafo y dei videasta se habrían unido en una misma radicalidad para
cuestionar los estereotipo.s del discurso y de la visión dominantes. Sin
embargo, las obras presentadas hacen algo diferente. Así, el vídeo de
Vanesa Beecroft, en el que la cámara gira alrededor de cuerpos feme­
ninos erguidos y desnudos en el espacio de ese mismo museo, ya no
se ocupa, pese a las similitudes formales, de denunciar el vínculo de
los estereotipos artísticos con los estereotipos femeninos. La extrañe-
za de esos cuerpos desplazados parece más bien suspender toda inter­
pretación de este tipo y dejar esas presencias en su misterio, misterio
que va entonces a unirse a aquel de unas fotografías dedicadas a su
vez a recrear las fórmulas pictóricas del realismo mágico; retratos de
adolescentes de sexo, edad e identidad social ambiguos de Rineke
Dijkstra, fotografías de Gregory Crewdson que muestran extrarradios
ordinarios captados en esa indecisión entre el color apagado de lo
cotidiano y el color glauco del drama con que el cine ha jugado tan­
tas veces... Entre vídeos, fotos y vídeo-in.stalaciones se ve la interro­
gación, siempre invocada, de los estereotipos perceptivos desplazarse
hada un interés completamente distinto por las fronteras indecisas
entre lo familiar y lo extraño, lo real y lo simbólico. Este desplaza­
miento quedaba en el Gnggenheim espectacnlarmente acentuado por
la presencia en el mismo momento, en las mismas paredes, de la
vídeo-instalación de Bill Viola, titulada Going forth by Doy: cinco
80 Jacques Rancié re

vídeo-proyecciones simultáneas que cubren las paredes de una sala


rectangular oscura donde los visitantes se instalan sobre una alfombra
central. Alrededor de la puerta de entrada, un gran fuego originario
del que confusamente emerge una mano y un rostro humano; sobre
la pared opuesta, por el contrario, un diluvio va a invadir a una mul­
titud de pintorescos personajes urbanos cuyos desplazamientos la
cámara nos ha narrado primero, detallando lentamente sus trazos. La
pared de la izquierda está completamente ocupada por el decorado de
una selva aireada por la que interminablemente pasan y vuelven a
pasar con lentitud personajes, cuyos pies apenas rozan el suelo. La
vida es un pasaje, lo hemos entendido, y podemos entonces volvernos
hacia la cuarta pared, que comparten dos superficies de proyección.
La de la izquierda está dividida en dos: en un pequeño edículo del
estilo de Giotto, un viejo agoniza velado por sus hijo.s, mientras que
en una terraza a la Hopper, un personaje escruta una mar nórdica
donde, lentamente, mientras el viejo muere y la luz se apaga en la
habitación, un barco se carga y zarpa. A la derecha, los salvadores
agotados de un pueblo inundado descansan mientras en el borde del
agua una mujer espera la mañana y el renacimiento.
Bill Viola no intenta esconder una cierta nostalgia por la gran
pintura y los ciclos de frescos de antaño, y declara haber querido
crear aquí un equivalente de los frescos de Giotto en la capilla de la
Arena de Padua. Pero este ciclo hace más bien pensar en esos gran­
des frescos de las edades y las estaciones de la vida humana a los que
se tenía tanto afecto en la época simbólica y expresionista, en ia épo­
ca de Puvis de Chavannes, de Klimt, de Edvard Munch o de Erich
Heckel. Sin duda se dirá que la tentación simbolista es inherente al
videoarte. Y de hecho, la inmaterialidad de la imagen electrónica ha
reanimado con toda naturalidad ia admiración de la época simbolista
por los estados inmateriales de la materia, admiración suscitada
entonces por los progresos de la electricidad y el éxito de las teorías
sobre la disipación de la materia en energía. Esta admiración había
respaldado, en tiempos de lean Epstein y de Riccioto Canudo, el
entusiasmo por el joven arte cinematográfico. Y también el vídeo
ofrece con toda naturalidad a Godard sus nuevas capacidades para
hacer aparecer, desaparecer y entremezclarse la imágenes, y para
componer el puro reino de su co-pertenencia y la virtualidad de su
entre-expresión hasta el infinito.
El destino de las imágenes

Pero la técnica que permite esta poética no la crea. Y el mismo


desplazamiento desde el choque dialéctico hacia la comunidad sim­
bolista marca obras e instalaciones que siguen recurriendo a los
materiales y a los medios de expresión tradicionales. La exposi­
ción Sin medida común presenta, por ejemplo, en tres salas, el trabajo
de Ken Lum. Este artista todavía reivindica la tradición crítica nor­
teamericana de los años pop. Sobre letreros y paneles publicitarios,
Lum introduce enunciados subversivos que proclaman el poder del
pueblo o la liberación de un militante indio encarcelado. Pero la
materialidad hiperrealista del lettero devora la diferencia de los tex­
tos, coloca sin distinción las placas y sus inscripciones en el museo
imaginario de los objetos-testigos de la vida ordinaria de la América
profunda. En lo que respecta a los espejos que tapizan la sala siguien­
te, ya no tienen nada en común con los que, veinte años antes y
grabando a veces en ellos una silueta conocida, Pistoletto colocaba
en e! lugar de los cuadros esperados, para preguntar a los visitantes
obligados a verse reflejados qué es lo que venían a buscar a ese
lugar. Con las pequeñas fotos de familia que los adornan, parecen al
contrario esperarnos, incitarnos a reconocernos en la imagen de la
gran familia de los humanos.
He comentado anteriormente la oposición contemporánea de los
iconos del «Voici» y de los muestrarios del «Voilá», subrayando que
los mismos objetos o ensamblajes podían pasar indiferentemente de
una lógica de exposición a la otra. A la luz de la complementariedad
godardiana del icono y del montaje, estas dos poéticas de la imagen
aparecen ante nosotros como las dos formas de una misma tendencia
fundamental. Hoy en día, las series fotográficas, los monitores o
vídeo-proyecciones, las instalaciones de objetos familiares o extraños
que ocupan el espacio de nuestros museos y galerías buscan menos
suscitar el sentimiento de distancia entre dos órdenes —entre las apa­
riencias cotidianas y las leyes de la dominación— que avivar una
sensibilidad nueva para con los signos y las huellas que testimonian
de una historia y de un mundo comunes. Se puede dar el caso en que
las formas de arte se declaren explícitamente en ese sentido, que
invoquen la «pérdida de mundo» o la defección del «vínculo social»
para atribuir a los ensamblajes y composiciones del arte la tarea de
recrear' los vínculos sociales y un sentido de mundo. La proyección
de la gran parataxis sobre el estado ordinario de las cosas lleva enton­
82 Jacques Ranciére

ces la frase-imagen hacia su grado Cero: la pequeña frase que crea


vínculo o invita al vínculo. Pero más allá de estas formas declaradas
y ai abrigo de legitimaciones tomadas todavía de la doxa crítica, las
formas contemporáneas del arle se dedican cada vez más al inventario
unanimista de las huellas de comunidad o a una nueva figuración
simbolista de las potencias de la palabra y de lo visible o de los ges­
tos arquetipales y de los grandes ciclos de la vida humana.
La paradoja de las Historiáis) no se situaría pues allí donde pare­
cía en un principio: en la conjunción de una poética anti-textual del
icono y de una poética del montaje que hace de esos iconos los ele­
mentos indefinidamente combinables e intercambiables de un discur­
so. La poética de las Historiáis) no hace más que radicalizar la poten­
cia estética de la frase-imagen como combinación de los opuestos. La
paradoja está en otro lugar: este monumento era como un adiós, un
canto fúnebre a la gloria de un arte y de un mundo del arte desapare­
cidos, en el quicio de entrada de la catástrofe última. Ahora bien, las
Historiáis) podían haber señalado algo completamente distinto: no ya
la entrada en una especie de crepúsculo de lo humano, sino esta ten­
dencia neo-simbolista y neo-humanista del arte contemporáneo.
III. L A P IN T U R A E N E L T E X T O

«Demasiadas palabras». El diagnóstico se repite en todos los


lugares donde se denuncia la crisis del arte o su sumisión al discurso
estético: demasiadas palabras sobre la pintura, demasiadas palabras
que comentan y devoran su práctica, que revisten y transfiguran ese.
«cualquier cosa» en que se ha convertido o se sustituyen a ella en los
libros, los catálogos o los informes oficiales, hasta ganar las superfi­
cies mismas en las que la pintura se expresaba y donde, en su lugar,
.se escribe la pura afirmación de su concepto, la auto-denuncia de su
impostura o la constatación de su final.
No tengo intención de responder a estas aserciones en su terreno.
Desearía más bien interrogarme sobre la configuración de ese terreno
y sobre la manera en que los elementos del problema se disponen en
su interior. A partir de aquí, desearía darle la vuelta al juego, pasar de
la denuncia polémica de las palabras que obstruyen la pintura a la
inteligencia teórica de Ja articulación entre las palabras y las formas
visuales que define un régimen del arte.
En un primer momento las cosas parecen claras: de un lado tene­
mos las prácticas, del otro sus interpretaciones; de un lado el hecho
pictórico, del otro la masa de discursos que los filósofos, los escrito­
res o los mismos artistas han vertido encima, desde que Hegel y
Schelling hicieran de la pintura la forma de manifestación de un con­
cepto de arte identificado a su vez con una forma de despliegue de lo
absoluto. Pero esta simple oposición empieza a enturbiarse una vez
que nos planteamos la siguiente pregunta; ¿en qué consiste ese «hecho
pictórico» que se opone al suplemento del discurso?
84 Jacques Ranciére

La respuesta más extendida se presenta bajo la forma de una tau­


tología aparentemente irrefutable. Lo propio del hecho pictórico es
utilizar únicamente los medios propios de la pintura: los pigmentos
de color y la superficie plana en dos dimensiones. La simplicidad de
esta respuesta ha sido la clave de su éxito, desde Maurice Denis a
Clemení Greenberg. A pesar de ello, la respuesta deja subsistir un
cierto número de equívocos. Todo el mundo admitirá que lo propio
de una actividad es servirse de los medios que le son propios. Pero
un medio es propio de una actividad en la medida en que es adecua­
do para realizar su fin, el fin propio de esa actividad. El fin propio del
trabajo de un albañil no se define a partir de la materia y de los ins­
trumentos que utiliza, ¿Cuál es entonces el fin propio que se realiza
al disponer pigmentos de color sobre una superficie plana? La res­
puesta a esta pregunta es, de hecho, un redoblamiento de la tautolo­
gía; el fin propio de la pintura es el de disponer sólo pigmentos de
color sobre ia superficie plana, en lugar de poblarla de figuras repre­
sentativas, referidas a existencias exteriores situadas en un espacio de
tres dimensiones. «Los impresionistas, dice así Clement Greenberg,
renunciaron a las primeras capa.s y a la veladura para recordamos sin
cesar que los colores utilizados vienen de botes y de tubos de pintura
real»'. Admitamos que esa haya sido en realidad la intención de los
impresionistas, lo que es dudoso. Aun así, hay muchas maneras de
mostrar que uno se está sirviendo de tubos de pintura real: puede
mencionarse en la tela o al lado de la tela; se pueden pegar' los tubos
en el lienzo, sustituir la tela por una pequeña vitrina que los contenga,
disponer en el centro de una sala vacía grandes botes de pintura aeri­
fica o incluso organizar un happening en el que el pintor se empape
en la pintura. Todas estas maneras, empíricamente probadas, recuer­
dan que el artista se sirve de una materia «real», pero lo hace en
detrimento de esa superficie plana en la que debía efectuarse la
demostración de la pintura «misma». Estas maneras separan de hecho
los dos términos, cuya unidad substancial debían demostrar: la mate­
ria —pigmentaria o de otro tipo— y la superficie bi-dimensional. Y
plantean así la pregunta; ¿por qué el pintor debe «recordar» que uti­
liza tubos de pintura real? ¿Por qué el teórico de la «pura» pintura

^ Clement Greenberg, «La pintura modernista», en: Charles Harrison and Paul Wood ed.. Arte en
teoría, 1900-1990, Kazan. París. 1997, p. 833.
Eí destino de las imágenes 85

debe mostramos que el uso impresionista de los colores puros tiene


ese recordatorio por fin?
Lo que sucede es que esta definición del hecho pictórico es en
realidad la articulación de dos operaciones contradictorias. La defini­
ción quiere asegurar la identidad de la materia pictórica y de la for­
ma-pintura. El arte de la pintura aparece así como la actualización
específica de los únicos posibles incluidos en la materialidad misma
de la materia coloreada y del soporte. Pero esta actualización debe
asumir la forma de una auto-demostración. La misma superficie
debe cumplir una doble tarea: no debe ser más que ella misma, y debe
ser la demostración de que no es más que ella misma. El concepto
de médium asegura esta identidad clandestina de los contrarios. «Uti­
lizar solamente el médium propio de un arte» quiere entonces decir
dos cosas. Por un lado, significa acometer una pura operación técnica:
el gesto de esparcir una materia pictórica sobre una superficie apro­
piada. Queda por saber qué es lo «propio» de esta apropiación y qué
es lo que permite, en consecuencia, designar la operación como arte
pictórico. Pero para ello es preciso que la palabra médium designe
algo completamente distinto de una materia y de un soporte. Es pre­
ciso que designe ei espacio ideal de su apropiación. La noción debe
entonces desdoblarse discretamente. Por un lado, el médium es el
conjunto de los medios materiales disponibles para una actividad téc­
nica. «Conquistar» el médium significa entonces: limitarse al ejerci­
cio de esos medios materiales. Pero por el otro, la insistencia se con­
centra sobre la relación misma entre fin y medio. Conquistar el
médium quiere decir aquí lo inverso: apropiarse de ese medio para
hacer de él un fin en sí mismo, negar esa relación de medio a fin que
es la esencia de la técnica. La esencia de la pintura —no hacer otra
cosa sino proyectar materia de color sobre una superficie plana—
consiste en suspender esa apropiación de los medios por un fin que
es la esencia de la técnica.
La idea de la especificidad de la técnica pictórica sólo es consis­
tente a condición de ser asimilada a algo bien distinto: la idea de la
autonomía del arte, de la excepción del arte respecto de la racionali­
dad técnica. Si hace falta mostrar que se utilizan tubos de color —y
no simplemente utilizarlos—, es para demostrar dos cosas: primero,
que esta utilización de tubos de color no es sólo la utilización de
86 Jacques Ranciére

tubos de color, sólo técnica; segundo, que es algo completamente


distinto de la utilización de tubos de color, que es arte, es decir, anti­
técnica.

De hecho, y contra lo que pretende la tesis, siempre es necesario


mostrar que ia materia expuesta sobre una superficie es arte. No hay
arte sin mirada que lo vea como arte. En contradicción con la sana
doctrina que pretende que un concepto sea la generalización de las
propiedades comunes a un conjunto de prácticas o de objetos, resulta
estrictamente imposible exhibir un concepto de arte capaz de definir
las propiedades comunes a la pintura, la música, la danza, el cine o
la escultura. El concepto de arte no es la exhibición de una propiedad
común a un conjunto de prácticas, ni siquiera de una de esas «seme­
janzas de familia» que los discípulos de Wittgenstein convocan como
último recurso. Es el concepto de una disyunción —y de una disyun­
ción inestable, históricamente determinada— entre las artes, entendi­
das en el sentido de prácticas, de maneras de hacer. El Arte, tal como
lo nombramos, existe sólo desde hace dos siglos. Y no nadó gracias
al descubrimiento del principio común a todas las artes —en cuya
ausencia se harían necesarias proezas superiores a las de Clement
Greenberg para hacer coincidir su emergencia con la conquista por
cada arte de su «médium» propio. El Arte nació en un largo proceso
de ruptura con el sistema de las bellas artes, es decir, con otro régi­
men de disyunción en el seno de las artes.

Ese otro régimen quedó resumido en el concepto de mimesis.


Aquel que no ve en la mimesis más que el imperativo de la semejan­
za puede constituir una idea simple de ia «modernidad» artística
como emancipación de lo propio del arte respecto de las limitaciones
de la imitación: reino de las franjas de color en el lugar de las muje­
res desnudas y los caballos de combate. Se pierde así lo esencial; la
mimesis no es la semejanza, sino un cierto régimen de la semejanza.
La mimesis no es la limitación exterior que pesaba sobre las artes y
las encerraba en la semejanza. Es el pliegue en el orden de las mane­
ras de hacer, y de las ocupaciones sociales, que las hacía visibles y
pensables, la disyunción que las hacía existir como tales. Esta disyun­
ción es doble: por un lado, separaba las «bellas artes» de las otras
artes —simples «técnicas»— en razón de su fin específico —la imi­
tación. Pero también sustraía las imitaciones de las artes a los crite-
El destino de las imágenes 87

ríos religiosos, éticos o sociales, que regulaban normalmente los usos


legítimos de las semejanzas. La mimesis no es la semejanza entendi­
da como relación de una copia a un modelo. Es una manera de hacer
funcionar las semejanzas dentro de un conjunto de relaciones entre
unas maneras de hacer, unos modos de la palabra, unas formas de
visibilidad y unos protocolos de inteligibilidad.

Esto explica por qué Diderot puede hacerle a Greuze los repro­
ches paradójicos de haber oscurecido la piel de su Septiinio Severo y
representado a Caracalla como un verdadero bandido^. Septimio
Severo es el primer emperador romano de origen africano, y su hijo
Caracalla era realmente un bandido. El cuadro en cuestión de Greuze
lo representa en el momento en que se demuestra su culpabilidad en
una tentativa de parricidio. Pero las semejanzas de la representación
no son las reproducciones de la realidad. Un emperador es emperador
antes de ser africano y un hijo de emperador es príncipe antes de ser
un crápula. Ennegrecer el rostro de uno, acusar la bajeza del otro, es
transformar el género noble del cuadro de historia en género común
del cuadro justamente dicho de género. La correspondencia entre el
orden del cuadro y el de ¡a historia es la adecuación de dos órdenes
de magnitud. Y esa correspondencia inscribe la práctica del arte, y las
ñguras que ese arte hace ver, en un orden global de relaciones entre
ei hacer, el ver y el decir.
Hay arte en general gracias a un régimen de identificación —de
disyunción— que otorga visibilidad y significación a unas prácticas
de distribución de las palabras, de esparcimiento de los colores, de
modelado de los volúmenes o de evolución de los cuerpos, que deci­
de, por ejemplo, qué es una pintura, qué se hace al pintar y qué se ve
sobre una pared o una tela pintadas. Pero una decisión de estas carac­
terísticas siempre supone el establecimiento de un régimen de equi­
valencia de una práctica con lo que no es ella. Para saber si la músi­
ca o la danza eran artes, Batteux se preguntaba si eran imitaciones,
si, como la poesía, contaban historias, acciones entrelazadas. El ut
pictura poesis/ut poesis pictura no definía sencillamente la subordi­
nación de un arte —la pintura— a otro —la poesía. Definía una reía-

■ Deuis Diderot, el Sa/ón da 1769. en: CEuwes Completes, op. cit. t. VIH, p. 449.
88 Jacqiies Ranciére

üión entre el orden dd hacer, el orden del ver y el orden del decir en
qué esas artes —y eventualmente otras— eran artes. La cuestión de
la planicidad'*' en la pintura, de la imitación de la tercera dimensión
y del rechazo de esa imitación, no es en ningún caso una cuestión de
delimitación entre lo propio del arte pictórico y lo propio del arte
escultórico. La perspectiva no fue adoptada para demostrar la capa­
cidad de la pintura para imitar la profundidad del espacio y el mode­
lado de los cuerpos. La pintura no se habría convertido en «arte
bella» gracias a esa mera prueba de capacidad técnica. La virtuosidad
del pintor nunca ha bastado para abrirle las puertas de la visibilidad
artística. Si la perspectiva fue lineal y teatral antes de ser aérea y
escultural, es porque la pintura debía mo.strar primero su capacidad
poética —su capacidad de contar historias, de poner en escena cuer­
pos que hablan y que actúan. El vínculo de la pintura con la tercera
dimensión es un vínculo de la pintura con ia potencia poética de las
palabras y de las fábulas. Para deshacer ese vínculo, para asignar a
la pintura una relación privilegiada no sólo con el uso de lo plano
sino con una afirmación de la planeidad, se necesita otro tipo de
relación entre lo que la pintura efectúa y lo que las palabras hacen
ver en su superficie.

Para que la pintura se consagre a la planicidad hace falta verla


como plana. Para que sea vi.sla como plana, hace falta que se aflojen
los lazos que ceñían sus figuras a las jerarquías de la representación.
No es necesario que la pintura ya no «asemeje». Basta que sus seme­
janzas sean desligadas del sistema de relaciones que subordinaban la
semejanza de las figuras al encadenamiento de las acciones, lo visible
de ia pintura a lo casi-visible de las palabras del poema y el poema
mismo a la jerarquía de los temas y de las acciones. La destrucción
del orden mimético no significa que, a partir del siglo xix, las artes
hagan «cualquier cosa», ni que se entreguen libremente a la conquis­
ta de las posibilidades de su propio médium. Un médium no es un
medio o un material «propio». Es una superficie de conversión: una
superficie de equivalencia entre las maneras de hacer de las diferentes
artes, un espacio ideal de articulación entre esas diferentes maneras

f^ianéiié en el original. «Planicidad» es una nueva entrada zn la vigdsima tercera edición del
Eí destino de las imágenes 89

de hacer y unas formas de visibilidad y de inteligibilidad que deter­


minan el modo en que pueden ser vistas y pensadas. La destrucción
del régimen representativo no define una esencia por fin encontrada de!
arte como tal. Define un régimen estético de las artes que es una
articulación diferente entre prácticas, formas de visibilidad y modos
de inteligibilidad.

Lo que hizo entrar la pintura en este nuevo régimen no fue el


rechazo de la figuración, ni una revolución en la práctica de los pinto­
res. Fue, en primer lugar, una manera diferente de ver la pintura del
pasado. La destrucción del régimen representativo de la pintura
comienza, a inicios del siglo xtx, con la revocación de la jerarquía de
los géneros, con la rehabilitación de la «pintura de género» —esa
representación de gentes vulgares ocupadas en actividades vulgares
que se oponía a la dignidad de la pintura de historia como la comedia
a la tragedia. Esa destrucción comienza por tanto con la revocación de
la sumisión de las formas pictóricas a las jerarqnías poéticas, de una
cierta relación entre el arte de las palabras y el de las formas. Pero esta
liberación no supone una separación de la pintura y las palabras, sino
otra manera de anudarlas. La potencia de las palabras ya no es el
modelo que la representación pictórica debe tomar por norma. Es la
potencia que excava la superficie representativa para hacer aparecer en
ella la manifestación de la expresividad pictórica. Esto quiere decir
que esa expresividad sólo aparece representada en la superficie en la
medida en que una mirada la socava, que las palabras la recalifican
haciendo aparecer otro objeto bajo el objeto representativo.

Es lo que hace ejemplarmente Hegel en su empresa de rehabili­


tación de la pintura holandesa, pionera de ese trabajo de reconstruc­
ción que, a ¡o largo de toda la época romántica, elaboró, frente a las
obras de Gerard Dou, de Teniers o de Adrián Brouwer, o a las de
Rubens y Rembrandt, la visibilidad nueva de una pintura «plana», de
una pintura «autónoma». El verdadero objeto de esos cuadros despre­
ciados, explica Hegel, no es lo que se da a ver eu un primer momen­
to. No son las escenas de albergue, los epi.sodios de vida burguesa o
los accesorios domésticos. Es la autonomización de esos elementos,
la ruptura de los «hilos de la representación» que los ataban a la
reproducción de un modo de vida repetitivo. Es la substitución de
esos objetos por la luz de su aparición. Lo que tiene lugar .sobre la
90 Jacques Ranciére

tela a partir de ese momento es una epifanía de lo visible, una auto­


nomía de la presencia pictórica. Pero esta autonomía no es la instala­
ción de la pintura en la soledad de su técnica propia. Es a su vez la
expresión de otra autonomía, aquella que el pueblo holandés ha sabi­
do conquistar en su triple lucha contra la naturaleza hostil, la monar­
quía española y la autoridad papaP.
Para que la pintura alcance su planeidad hace falta que la super­
ficie del cuadro sea desdoblada, que un segundo objeto sea mostrado
bajo el primero. Greenberg opone a la ingenuidad del programa anti­
representativo de Kandinsky la idea, según la cual, lo importante no
es el abandono de la figuración, sino la conquista de la superficie. Sin
embargo, esta conquista es a su vez obra de una desfiguración: un
trabajo que hace visible de otra forma la misma pintura, que convier­
te las figuras de la representación en tropos de expresión. Aquello que
Deleuze llama lógica de la sensación es más bien un teatro de la
desfiguración, donde las figuras son arrancadas del espacio de la repre­
sentación y reconfiguradas en otro espacio distinto. Proust llama a esa
desfiguración denominación, al calificar el arte de la sensación pura
de Elstir: «Si Dios Padre creó las cosas nombrándolas, Elstir las
recrea despojándolas del nombre o dándoles uno nuevo»'^.
La superficie reivindicada como el médium propio de la pura pin­
tura es en realidad otro médium. Es el teatro de una desfiguración/
denominación. El formalismo de Greenberg, que quiere remitir el
médium ai material, y el espiritualismo de Kandinsky, que hace de
él un medio espiritual, son dos maneras de interpretar esa desfigura­
ción. La pintura es plana en la medida en que las palabras cambian
de función en relación a ella. En el orden representativo, le servían de
modelo o de norma. Como poemas, como historia profana o sagrada,
diseñaban la articuiacióu que debía traducir la composición del cua­
dro. Jonathan Richardson podía así recomendar al pintor que escribie­
ra primero la historia del cuadro para saber si merecía la pena pintar­
lo. Como discurso crítico, comparaban lo que había sido pintado con

’ Cr. G. F. W. Hegei. Curso de estética, Aubier, París. 1996, t. T, pp. 226-227, t, II pp. 212-216 y
í. Jíl, pp, 116-119 [Lecciones sobre ¡a estética, traducción de AlJredo Broíons Muñoz, Akal, 2007).
■' Maree! Prousit, A í ’ombre ¿Ies Jeunes filies en fieurs, Gailimard, París, 1954, t. 1, p. 835 (A la
sotnbra ¿Ic ¡as muchach¿is en flor, rradneción de Carlos Man7.tiTití de Fruto<t, Lumen, Palabra en el
tiempo, 2 0 0 1).
El destino de las imágenes 91

lo que habría debido serlo: la misma historia traducida a actitudes y


fisionomías más apropiadas, o bien una historia más digna de ser
pintada. Se dice a menudo que la crítica estética, aquella que emerge
en la época romántica, deja de proceder normativamente, que ya no
compara el cuadro con lo que debería haber sido, Pero la oposición
de la norma a su ausencia o de la norma externa a la norma interna
esconde lo esencial: la oposición de dos modos de identificación. El
texto crítico, en la época estética, ya no dice lo que el cuadro debe o
habría debido ser. Dice lo que es o lo que ha hecho el pintor. Pero ai
decir esto imbrica de manera diferente la relación de lo decible y
de lo visible, ¡a relación del cuadro con lo que no es él. Refomula de
otra forma el como del ut pictura poesis, el como por el que el arte
es visible, por el que su práctica se engarza con una mirada y con­
cierne un pensamiento. Ese como no ha desaparecido. Ha cambiado
de posición y de función. Trabaja en la desfiguración, en la modifica­
ción de lo que es visible sobre su superficie, en definitiva, en su visi­
bilidad como arte.
Ver algo como arte, ya sea un Descenso de la cruz o un Cuadra­
do blanco sobre fondo blanco, quiere decir ver en ese algo dos cosas
a! mismo tiempo. Ver dos cosas al mismo tiempo no tiene nada que
ver con trampantojos o efectos especiales. Tiene que ver con las rela­
ciones entre la superficie de exposición de las formas y la superficie
de inscripción de las palabras. Sin embargo, ese nudo nuevo de los
signos y de las formas que se llama crítica, y que nace al mismo
tiempo que la proclamación de la autonomía del arte, no opera bajo
la simple forma del discurso a posteriori que vendría a añadir sentido
a la desnudez de las formas. La crítica trabaja en primer lugar en la
constitución de una visibilidad nueva. Una pintura nueva es una pin­
tura que se ofrece a una mirada formada para ver de otra manera,
formada para ver lo pictórico aparecer sobre la superficie representa­
tiva, bajo la representación. La tradición fenomenológica y la filoso­
fía deleuziana asignan de buen grado al arte la tarea de suscitar la
presencia bajo la representación. Pero la presencia no es la desnudez
de la cosa pictórica en oposición a las significaciones de la represen­
tación. Presencia y representación son dos regímenes de trenzado de
las palabras y de las formas. El régimen de visibilidad de las «inme­
diateces» de la presencia se configura una vez más a través de la
mediación de las palabras.
92 Jacques Ranciére

Querría mostrar cómo procede este trabajo en dos textos de la


crítica del siglo xix, dos textos que reconfiguran la visibilidad de lo
que hace la pintura. Al colocar una pintura representativa del pasado
bajo el régimen nuevo de la presencia, el primero de ellos constimye
el nuevo modo de visibilidad de lo pictórico, apto para acoger una
pintura contemporánea que, sin embargo, desdeña. Al celebrar una pin­
tura nueva, el segundo la proyecta en el porvenir «abstracto» de la
pintura que no existe todavía.
Tomo prestado mi primer ejemplo de la monografía sobre Char-
din que los hermanos Goncourt publican en 1864; «Sobre uno de esos
fondos sordos y turbios que tan bien sabe estregar y en los que se
mezclan vagamente frescuras de gruta y sombras de aparador, sobre
una de esas mesas con tonos de musgo, de mármol terroso, acostum-
brada.s a llevar su firma, Chardin sirve los platos de un postre —y así
aparece el terciopelo afelpado del melocotón, la transparencia de
ámbar de la uva blanca, la escarcha de azúcar de la ciruela, la púrpu­
ra húmeda de las fresas, el grano recio del moscatel y su vaho azula­
do, las arrugas y lo verrugoso de la piel de naranja, el encaje de los
melones bordados, la caparrosa de las manzanas viejas, los nudos de
la corteza del pan, la cáscara lisa de la castaña y hasta la madera
de la avellana (...). Aquí, en esta esquina, basta un grumo de adobe del
pincel, el golpe de una brocha que se seca, y he aquí que en ese ado­
be una nuez se abre, se retuerce en su crujido, enseña todos sus car­
tílagos, aparece con todos los detalles de su forma y de su color»^.
Un propósito ordena todo este texto: la transformación de los
datos figurativos en acontecimientos de la materia pictórica, que tra­
ducen a su vez estados metamórñcos de la materia. Podríamos resumir
cómodamente la operación a partir de las últimas líneas: la apertura de
la nuez, la aparición de la figura en el grumo del pincel y en el golpe
de brocha que se seca. El «matierismo» de la descripción de los Gon­
court prefigura una gran fomia de visibilidad de la «autonomía» pic­
tórica; el trabajo de la materia, de la pasta de color que afirma su
dominio sobre el espacio del cuadro. Configura sobre el cuadro de
Chardin todo un porvenir de impresionismo, de expresionismo abs-

^ Edmoiítl y Jiiles de Goncourt, E\ arie del si^lo XVIIL textos reunidos y presentados por J.P. Boui-
llon. Heníiajifi. 1967, pp. 82-S4.
El deslino de las imágenes 93

tracto o de action-painting. Prefigura también todo un porvenir de


descripciones y de construcciones teóricas; pensamiento de lo informe
en Bataílle, de la mimesis originaria en Merleau-Ponty o de! diagrama
deleuziauo, operación de una mano que anula un visible para producir
otro: una visibilidad «táctil», la visibilidad del gesto de la pintura que
se substituye a la de su resultado. La naturaleza muerta doméstica no
tiene, a este respecto, ningún privilegio. La descripción de los grandes
cuadro.s religiosos de Rubens obedece ai mismo principio; «Jamás un
pincel enrolló y desenrolló pedazos de carne, ni ató y desató racimos
de cuerpos, ni torturó tipos y grasa con tanto furor»**'.
Esta transformación de lo visible en táctil y de lo figurativo en
figural sólo es posible gracias a un trabajo determinado de las palabras
del escritor. Se trata en primer lugar del modo deíctico del enunciado,
modo de la presencia manifestada, por obra de una literalización* que
nos muestra a Chardin «sirviendo» los platos, es decir, transformando
la representación de la mesa en un gesto de proyección que hace equi­
valentes el acto de expandir el color y e! de poner la mesa. Se trata a
continuación del torbellino de los adjetivos y de las metáforas, que
consiguen articular dos operaciones contradictorias. Adjetivos y metá­
foras transfomian las cualidades de las frutas representadas en estados
substanciales de la materia. El ámbar, la escarcha, el vaho, la madera
o el musgo de una materia viva toman el lugar de la uva, de las cirue­
las, de las avellanas y de la mesa de la naturaleza muerta representada.
Pero al mismo tiempo, los mismos adjetivos y metáforas enturbian
sistemáticamente las identidades de los objetos y las fronteras entre
los reinos. Así, el encaje del melón, las arrugas de la naranja o la
caparrosa de la manzana prestan a las plantas los rasgos del rostro o
de los trabajos humanos, mientras que el musgo, el frescor y el vaho
transforman el elemento sólido en elemento líquido. Una y otra ope­
ración concurren en el mismo resultado. Los tropos del lenguaje cam­
bian el estatus de los elementos pictóricos. Transforman las represen­
taciones de frutas en tropos de la materia.
Esta transformación es mucho más que una relectura de esteta.
Los Goncourt registran y configuran a la vez una visibilidad nueva

^ Ib'id. p. 59.
* LinémHsaiion en el original.
94 Jacques Ranciére

del hecho pictórico, una visibilidad de tipo estético donde la rela­


ción de coalescencia entre el espesor de la materia pictórica y la
materialidad del gesto de pintar se impone en detrimento del privi­
legio representativo de la forma que organizaba y anulaba la mate­
ria. Los Goncourt elaboran el nuevo régimen de visibilidad que
hace posible una práctica pictórica nueva. Para eso no es necesario
que ellos aprecien personalmente la nueva pintura. Se ha subrayado
a menudo; los Goncourt elaboran a propósito de Chardin, Rubens o
Watteau la visibilidad de las telas impresionistas. Sin embargo, nin­
guna ley de concordancia necesaria les obliga a acomodar en los
lienzos de los innovadores la máquina de visión que han construido.
Para ellos la novedad pictórica ya se ha realizado, ya está presente
en el presente tejido por el entrelazado de sus tropos de lenguaje
con ios golpes de brocha y las figuras de Chardin. Cuando los inno­
vadores quieren hacer equivaler directamente los juegos físicos de
la luz y los trazos* del color, están corto-circuitando el trabajo de la
metáfora. Podría decirse, en términos deleuzianos, que están hacien­
do diagramas que se quedan en diagramas. Pero si Deleuze nos
permite comprender por qué Edmond de Goncourt no puede ver
los cuadros que él mismo ha hecho visibles, tal vez este último nos
permita, a la inversa, comprender lo que Deleuze, para preservar la
idea de la pintura como trabajo de la sensación sobre la sensación,
intenta no ver: que el diagrama pictórico sólo hace visible si su
trabajo se hace equivalente al de la metáfora, si una palabra cons­
truye esa equivalencia.
Construir esa equivalencia significa instaurar la solidaridad de
una práctica y de una forma de visibilidad. Pero esa solidaridad no
es una contemporaneidad necesaria. La solidaridad .se afirma al contra­
rio a través de un juego de desajustes temporales que alejan la pre­
sencia pictórica de toda epifanía del presente. Los Goncourt ven el
impresionismo ya realizado en Chardin. Lo ven porque ellos mismos
han producido su visibilidad mediante un trabajo de des-figuración.
La desfiguración ve la novedad en pasado. Pero es ella quien consti­
tuye el espacio discursivo que vuelve ia novedad visible, que le cons­
truye una mirada en el desajuste mismo de las temporalidades. El

Rariciere utiliza eJ término hachures, que correspondena estrictamente al término «plumeado».


El destino de las imágenes 95

desajuste es entonces tan prospectivo como retrospectivo. Él no ve la


novedad sólo en pasado. También puede ver en la obra presente posi­
bles aún no realizados de la pintura.

Es lo que nos muestra otro texto crítico, el que Albert Aurier


consagra en 1890 a la Visión del sermón de Gauguin (también cono­
cida como La lucha de Jacob con el ángel). Este texto es el manifies­
to de una nueva pintura, una pintura que deja de reproducir la reali­
dad para traducir ideas en símbolos. Sin embargo, este manifiesto no
procede a través de una argumentación polémica. Procede, él tam­
bién, a través de una descripción des-figurativa. La descripción emplea
artificios del relato de enigma. Juega sobre el desajuste entre lo que
se ve y lo que no se ve para imponer un estatus nuevo a lo visible de
la pintura:

«Lejos, muy lejos, sobre una fabulosa colina, cuya tierra parece de
bermellón mtilante, se da la lucha bíblica de Jacob con el Angel.

Mientras esos dos gigantes de leyenda, que el alejamiento transfor­


ma en pigmeos, combaten su fonnidable combate, unas mujeres obser­
van, interesada.s e ingenuas, sin comprender demasiado, sin duda, lo
que pasa allá lejos, sobre aquella fabulosa colina empurpurada. Son
campesinas. Y por la envergadura de sus cofias blancas desplegadas
como a)a.s de gaviota, y por el típico abigarramiento de sus pañoletas,
y por las formas de sus vestidos o de sus camisetas interiores, se las
imagina originarias de la Bretaña. Las dos tienen las actitudes respetuo­
sas y los rostros atónitos de las criaturas simples que escuchan cuentos
extraordinario.s y algo fantá.sticos enunciados por alguna voz incontes­
table y reverenciada. Se diría que están en una iglesia, tan silenciosa es
su atención, tan recogida, tan arrodillada, tan devota su compostura; se
diría que están en una iglesia y que un vago olor de incienso y de ple­
garia revolotea entre las alas blancas de sus cofias y que una voz re.s-
petada de cura viejo planea sobre sus cabezas... Sí, sin duda, en una
iglesia, en alguna iglesia pobre de algún pobre pueblo bretón,,. ¿Pero
dónde están entonces los pilares mohosos y verduzcos? ¿Dónde los
muros lechosos con el minúsculo vía crucis monolitográfico? ¿Dónde
el piilpito de pino? Donde el viejo enra predicando (...) ¿Y por qué allá,
lejos, muy lejos, el surgimiento de aquella colina fabnlosa, cuya tierra
parece de mtilante bermellón?,
96 Jacques Rancié re

¡Ah! ¡Lo que sucede es que los pilares mohosos y verduzcos y los
muros lechosos y el pequeño vía crucis cromolitográfico y el pulpito de
pino y el viejo cura predicando, desaparecieron hace mucho tiempo,
dejaron de existir para los ojos y para las almas de esas buenas campe­
sin a s bretonas!... ¿Qué acento maravillosamente conmovedor, qué lumi­
nosa hipótesis, extrañamente adecuados a los bastos oídos de su tosco
auditorio, ha conseguido ese balbuceante Bossuet* de pueblo? Todas las
materialidades del ambiente se han disipado en vapores, han desapareci­
do: él mismo, el evocador, ha desaparecido, y es ahora su Voz, su pobre
vieja lastimera Voz balbuceante, quien se ha hecho visible, imperiosa­
mente visible, y es su Voz lo que contemplan con esa atención ingenua
y devota, esas campesinas de cofia blanca, y es su Voz, esa visión aldea­
namente fantástica, surgida, allí, muy lejos, su Voz, aquella colina fabu­
losa, cuya tierra es de color bennellón, ese país de sueño infantil, en que
dos g ig a n te s bíblicos, transformados en pigmeos por el alejamiento,
combaten su duro y formidable combate!...»^
Esta descripción está construida a través de la creación de un
enigma y de un juego de substituciones, ubicando así tres cuadros en
uno. Hay un primer cuadro: unas campesinas en un prado que obser­
van a unos luchadores a lo lejos. Pero este aparecer se denuncia a sí
mismo como incoherente y apela a un segundo cuadro; al estar así
vestidas y tener esas actitudes, las campesinas no deben estar en un
prado. Deben estar en una iglesia. Encontramos entonces evocado lo
que normalmente sería el cuadro de esa iglesia: un cuadro de género
de decorado miserable y personajes grotesco.s. Pero este segundo cua­
dro, que aportaría a los cuerpos recogidos de las campesinas un cier­
to marco —el marco de una pintura de costumbres realista y regiona-
lista— no está presente. Precisamente, el cuadro que vemos es su
refutación. Necesitamos entonces, a través de esa refutación, ver un
tercer cuadro, es decir, ver el cuadro de Gauguin bajo un aspecto
nuevo. El espectáculo que se nos presenta no tiene un lugar reai. Es
puramente ideal Las cajnpesinas no ven ninguna escena realista de
prédica y de lucha. Ven —y vemos nosotros— la Voz del predicador,
es decir, la palabra del Verbo que pasa a través de esa voz. Esa pala-

Jacqiies-Bénigíie Bossuel (1627-1704) fue un clérigo y predicador francés celebre por sns sermo­
nes y oraciones fúnebres.
7 G. A lbert Auricr, E l sim bolism o en pitHura, L 'Échoppe, 1991, pp. 15-16.
El destino de las imágenes 97

bra dice el combate legendario de Jacob con el Ángel, de la materia­


lidad terrestre con la idealidad celeste.
De esta forma, la descripción es una substitución: coloca una esce­
na de palabra en el lugar de otra. Suprime la historia con que concor­
daba la pintura representativa, y la escena de palabra a la que se ajus­
taba la profundidad espacial. Las substituye por otra «palabra viviente»,
la palabra de la Escritura. Y el cuadro aparece así como el lugar de
una conversión. Lo que vemos, nos dice Aurier, no es ninguna escena
de la vida campesina, es una pura superficie ideal en la que unas ideas
se expresan a través de signos, haciendo de las formas figurativas las
palabras de un alfabeto propio de la pintura. La descripción deja
entonces su lugar a un discurso neo-platónico que nos muestra, en el
cuadro de Gauguin, la novedad de un arte abstracto en el que las for­
mas visibles no son más que los signos de la idea invisible: nn arte en
ruptura con la tradición realista y con su última novedad, el impresio­
nismo. Al evacuar el cuadro de género que habría debido estar allí,
Aurier lo substituye por la correspondencia entre la pureza «ideal» del
cuadro abstracto y la visióu beatífica del auditorio «iugenuo». Aurier
.substituye la relación representativa por la relación expresiva entre la
idealidad abstracta de la forma y la expresión de un contenido colec­
tivo de conciencia. Este espiritualismo de la forma pura es la contra­
partida del matierismo del gesto pictórico, tal como lo ejemplificaban
los Goncourt. La oposición recorre con certeza todo el siglo xix:
Rafael y la pureza italiana de la forma contra Rembrandl/Rubens y la
epifanía holandesa de la materia sensible. Sin embargo, esta oposición
no se limita a repetir la vieja querella entre el dibujo y el color. La
querella misma queda implicada en la elaboración de una visibilidad
nueva de la pintura. Ideísmo y matierismo contribuyen por igual a
formar la visibilidad de una pintura «abstracta» —no necesariamente
una pintura sin figuración, sino una pintura que oscila entre la pura
actualización de las metamorfosis de la materia y la traducción a líneas
y colores de la pura fuerza de la «necesidad interior».

Objetaríamos de buen grado a la demostración de Aurier que lo


que vemos sobre la tela no son signos, sino formas figurativas perfec­
tamente ideniificables. Los rostros y la pose de las campesinas están
esquematizadas. Pero precisamente ese esquematismo las acerca
menos a la Idea platónica que a la.s figuras publicitarias que aún ador­
98 Jacques Ranciére

nan hoy en día las galletas de Pont-Aven’^. La escena del combate


queda a una distancia indecisa, pero la relación de la visión cou el
semi-círculo de las campesinas queda ordenada según una lógica
representativa coherente. Y los espacios compartimentados del cuadro
siguen estando hilvanados los unos con los otros por una lógica visual
coherente con la lógica narrativa. Para afirmar la ruptura radical entre
la antigua pintura «materialista» y una nueva pintura ideal, Antier
tiene que exceder notablemente lo que vemos sobre la tela. Debe
liberar con el pensamiento las franjas de color aún coordenadas según
una lógica narrativa, y transformar en esquemas abstractos las figuras
esquematizadas. En el espacio de visibilidad que su texto le constru­
ye, el cuadro de Gauguln ya es un cuadro como los pintará y justifi­
cará Kandinsky: una superficie en la que las líneas y los colores se
han transformado en signos expresivos, obedeciendo a la única limi­
tación de la «necesidad interior».
En última instancia, la objeción supondría simplemente verificar
lo siguiente: la «necesidad interior» de la tela abstracta sólo se cons­
truye en un dispositivo, en el que las palabras trabajan la superficie
pintada para construirle un plano distinto de inteligibilidad. Esto sig­
nifica que la superficie plana del cuadro es algo completamente dis­
tinto de la evidencia, por fin conquistada de la ley de un médium. Es
una superficie de disociación y de desfiguración. El texto de Aurier
instala de antemano un propio de la pintura, una pintura «abstracta».
Pero el texto también sustrae de antemano toda identificación de ese
«propio» con la ley de una superficie o de un material. La destitución
de la lógica representativa no corresponde a la simple afirmación de
la materialidad sensible del cuadro, al rechazo de toda sumisión
al discurso. Se trata de un nuevo modo de la correspondencia, del
«como» que ligaba la pintura a la poesía, las figuras plásticas al
orden del discurso. Las palabras ya no prescriben, como historia o
como doctrina, lo que deben ser las imágenes. Se hacen ellas mismas
imágenes para dar movimiento a las figuras del cuadro, para construir
esa superficie de conversión, esa superficie de las formas-signos que
es el verdadero médium de la pintura, un médium que no se identifi­
ca con la propiedad de ningún soporte ni de ningún material. Las

Producto típico de fa repostería bretona (jue se produce en ía ¡ncaíidad del mismo nombre.
El deslino de las imágenes 99

formas-signos que e! texto de Aurier hace ver en la superficie del


cuadro de Gauguin se prestan a ser refiguradas de diversas maneras,
en la pura planeidad del «lenguaje de las formas» abstracto, pero
también en todas ¡as combinaciones de lo visual y de lo lingüístico
que presentarán los collages cubistas o dadaístas, las desviaciones*
del pop art, los «decollages» de los nuevos realistas o las escritu­
ras desnudas del arte conceptual. Ei plano ideal del cuadro es un
teatro de la desfiguración, un espacio de conversión en el que la rela­
ción de las palabras y de las formas visuales anticipa las desfiguracio­
nes visuales aún por venir.
He hablado de teatro. No se trata de una «simple metáfora». La
disposición en círculo de las campesinas que vuelven la espalda a los
espectadores, absorbidas por el espectáculo lejano, nos recuerda evi­
dentemente los ingeniosos análisis de Michael Fried, inventor de una
modernidad pictórica concebida como anti-teatro, como inversión del
movimiento de los actores hacia el público. La paradoja reside evi­
dentemente en que este anti-teatro viene a su vez directamente del
teatro, precisamente de esa teoría naturalista de la «cuarta pared»
inventada por un contemporáneo de Gauguin y de Aurier; la teoría de
una acción teatral que simulara ser invisible, no ser observada por
ningún público, ser solamente la vida en su pura similitud a sí misma.
Pero la vida en su pura similitud, la vida no «observada», no consti­
tuida en espectáculo... ¿qué necesidad tendría de hablar? El sueño
«formalista» de una pintura que volviera la espalda al espectador para
cerrarse sobre sí misma, para adherir a la superficie que le es propia,
podría perfectamente no ser más que la otra cara del mismo sueño
identitario. Haría falta una pintura pura, nítidamente separada del
«espectáculo». Pero el teatro no es en primer lugar el «espectáculo»,
no es ese lugar «interactivo» que denuncia Fried, ese lugar que llama
al público a terminar la obra. El teatro es en primer lugar el espacio
de visibilidad de la palabra, el espacio de las traducciones problemá­
ticas de lo que se dice en lo que se ve. El teatro es entonces, con
certeza, el lugar de manifestación de la impureza del arte, el «médium»
que muestra con claridad que no hay un propio del arte ni de ningún

El termino francés es déioumements, e implica a la ve/, la desviación y la reapropiación de] obje­


to en cuestión,
100 Jacques Ranciere

arte, que las formas no van sin las palabras que las instalan en la
visibilidad. La disposición «teatral» de las campesinas de Gauguin
sólo instaura la «planicidad» del cuadro en ia medida en que hace de
esa superficie un interfaz que desplaza las figuras hacia el texto y el
texto hacia las figuras. La superficie no existe sin las palabras, sin las
«interpretaciones» que la hacen pictórica. En cierto modo, esta ya era
la lección de Hegel y el sentido del «fin del arte». Cuando la super­
ficie ya no se desdobla, cuaudo ya no es más que el lugar de proyec­
ción de los pigmentos, euseñaba Hegel, ahí ya no hay arte. Es común
interpretar esta tesis hoy en día en un sentido nihilista. Hegel habría
condenado de antemano el arte por el arte al destino del «cualquier
cosa», o mostrado que, en lugar de obras, ya no hay «más que inter­
pretaciones». La tesis me parece invitar a otra lectura. Es sin duda
cierto que, en lo que le concierne, Hegel pasó la página del arte, que
puso el arte en su página, la del libro que dice en pasado el modo de
su presencia. Esto no quiere decir que pasara de antemano la página
por nosotros. Hegel nos advierte más bien de lo siguiente; el presen­
te del arte siempre está en pasado y en futuro. Su presencia siempre
está en dos lugares a la vez. Nos dice, en suma, que el arte está vivo
en la medida en que está fuera de sí mismo, que hace algo distinto de
sí mismo, en la medida en que se desplaza sobre una escena de visi­
bilidad que es siempre una escena de desfiguración. Lo que Hegel
desalienta de antemano no es el arte, es el sueño de su pureza. Es esa
modernidad que pretende dar a cada arte su autonomía y a la pintura
su superficie propia. Ahí se dan, en efecto, razones para el resenti­
miento contra los filósofos que «hablan demasiado».
IV. L A S U P E R F IC IE D E L D IS E Ñ O

Si hablo aquí del diseño'^, no lo hago en calidad de historiador


del arte ni de filósofo de la técnica. No soy ni lo uno ni lo otro. Lo
que me interesa es la manera en que, trazando líneas, disponiendo
palabras o repartiendo superficies, se diseña también reparticiones del
espacio común. Es la manera en que, al ensamblar palabras o formas,
no se define simplemente formas del arte sino ciertas configuracio­
nes de lo visible y de lo pensable, ciertas formas de habitación del
mundo sensible. Estas configuraciones, que son a la vez simbólicas y
materiales, atraviesan las fronteras entre las artes, los géneros y las
épocas. Atraviesan las categóricas de una historia autónoma de la téc­
nica, del arte o de la política. Este e.s el punto de vista desde el que
abordaré la cuestión; ¿cómo la práctica y la idea del diseño, tal como
se desarrollan a inicios del siglo xx, redefinen el lugar de las activi­
dades del arte en el conjunto de prácticas que configuran el mundo
sensible compartido*'*' —las de los creadores de mercancías, de aque­
llos que las disponen en las vitrinas o colocan sus imágenes en los
catálogos, las de los constructores de edificios o de carteles, que edi­
fican el «mobiliario urbano», pero también de los políticos que pro­
ponen formas nuevas de la comunidad en torno a ciertas instituciones,
prácticas o equipamientos ejemplares, por ejemplo, la electricidad y

* Ranciére usa eJ término inglés design.


El {crmíno original es paríage, ana noción fundamental en la obra de Ranciére. Implica la idea
de división, de participación a un compartm pero anuncia también iina practica de diferenciación: esta­
blecer un reparto supone neccsariameTiie una sanción de diferencias, }■en la mayor parte de ios casos, de
exclusiones. El mundo sensible que se comparte, pera en cuyo seno trabajan, incesantemente, diferencias
de ücción y de posición.
102 Jacques Ranciére

los sovietsl Esta es la perspectiva que orientará mi interrogación. En


cuanto al método, será aquel de las adivinanzas infantiles en las que
se pregunta qué semejanza o qué diferencia existe entre dos cosas.
En este caso, la pregunta podría enunciarse así; ¿qué semejanza
hay entre Stéphane Mallarmé, poeta francés que escribe en 1897 Una
tirada de dados jamás abolirá el azar, y Peter Behrens, arquitecto,
ingeniero, diseñador alemán que, diez años más tarde, se ocupa de
diseñar los productos, los anuncios publicitarios e incluso los edificios
de la compañía de electricidad AEG (AUgemeine Elektrizitats Gesells-
chaftyi Es una pregunta aparentemente idiota. Stéphane Mallarmé es
conocido por ser autor de poemas cada vez más esporádicos, cada vez
más breves y quintaesenciados, a medida que elabora su arte poético.
Generalmente, su poesía se resume por la oposición de dos estados de
la lengua; un estado bruto que sirve para la comunicación, para la
descripción, para el aprendizaje, en definitiva, para un uso de la pala­
bra análogo a la circulación de las mercancías y de lo numerario, y un
estado esencial que «transpone un hecho natural en su casi desapari­
ción vibratoria» para hacer aparecer la «noción pura».

¿Qué relación hay entre este poeta y Peter Behrens, ingeniero al


servicio de una gran marca productora de bombillas, de hervidores o
de aparatos de calefacción? En el extremo opuesto al poeta, Behrens
se ocupa de la producción en serie de equipamientos utilitarios. Y es
además partidario de una visión unificada y funcionalista. Quiere
someterlo todo a un mismo principio de unidad, desde la construc­
ción de los talleres hasta el logograma y las campañas de publicidad
de la marca. Quiere reconducir los objetos producidos a un cierto
número de formas «típicas». Lo que él llama «dar estilo» a la produc­
ción de su empresa supone aplicar a los objetos y a los iconos que
los proponen al público un mismo principio; despojar los objetos y
SU.S imágenes de toda belleza decorativa, de lodo aquello que respon­
de a las rutinas de los consumidores o de los vendedores y a sus
sueños un tanto bobos de lujo y voluptuosidad. Quiere reconducir
objetos e iconos a formas esenciales, motivo.s geométricos, curvas
simplificadas. Siguiendo este principio, quiere que el diseño de los obje­
tos quede lo más cerca posible de su función, y el diseño de los
iconos que los representan lo más cerca posible de la información que
deben aportar sobre ellos.
El destino de las imágenes 103

¿Qué tienen pues en común el príncipe de los estetas simbolistas


y el ingeniero de la gran producción utilitaria? Dos cosas esenciales.
En primer lugar, una denominación común que sirve para conceptua-
lizar lo que hacen el uno y el otro. Peter Behrens opone sus formas
simplificadas y funcionales a las formas recargadas o a las tipografías
góticas que gozaban del favor de la Alemania de su época. Beherens
llama a esas formas simplificadas «tipos». Este término parece bien
alejado del poema simbolista. Evoca a priori la estandardización de los
productos, como si el artista ingeniero anticipara la cadena de produc­
ción. El culto de la linea pura y funcional une en efecto tres sentidos
de la misma palabra. Retoma el viejo privilegio clásico del dibujo
sobre el color, pero lo desvía. Pone en efecto este culto «cM.sico» de
la línea al servucio de otra línea, la línea de productos que distribuye
la unidad de la marca AEG para la que trabaja. Y opera así un des­
plazamiento de los grandes cánones clásicos. El principio de unidad
en la diversidad se transforma en el de la imagen de marca que se
distribuye en el conjunto de los productos de esa marca. Finalmente
esa línea, que es a la vez el diseño gráfico y la línea de los productos
puestos a disposición del público, consagra la una y la otra, en última
instancia, a una tercera línea, a saber esa cadena automatizada que se
llama en buen inglés assembly Une.
Y, sin embargo, Peter Behrens tiene algo en común con Stépha-
ne Mallarmé: la palabra, pero también ia idea de «tipo». Porque
Mallarmé también propone «tipos». El objeto de su poética no es el
ensamblaje de palabras preciosas y de perlas raras, sino el trazado
de un dibujo. Todo poema es para él un trazado que abstrae un
esquema fundamenta] de los espectáculos de la naturaleza o de los
accesorios de la vida y los transforma así en unas pocas formas
esenciales. Ya no se trata de espectáculos que son vistos ni de his­
torias que son contadas, sino de esquemas de mundo. En Mallarmé
todo poema loma así una forma analógica típica: el abanico que se
pliega y se despliega, la espuma que se franjea, el pelo que se suel­
ta, el humo que se disipa. Son siempre esquemas de aparición y de
desaparición, de presencia y de ausencia, de pliegue y de desplie­
gue. Ahora bien, a estos esquemas, a estas formas reducida.s o sim­
plificadas, Mallarmé también les da el nombre de «tipos». Y el poe­
ta va a buscar su principio en el ámbito de una poesía gráfica: una
poesía idéntica a una escritura del movimiento en el espacio cuyo
104 Jacques Ranciére

modelo le es brindado por la coreografía, por una cierta idea del


ballet. El ballet es para Mallarmé una forma de teatro en la que ya
no se produce personajes psicológicos, sino tipos gráficos. Junto
con la historia y el personaje, desaparece entonces ese juego de la
semejanza en el que los espectadores se reúnen para gozar del
espectáculo de su propia imagen adornada sobre el escenario.
Mallarmé opone a ese juego la danza concebida como una escritura
de tipos, una escritura de gestos, más esencial que cualquier escri­
tura trazada por una pluma.
La definición de Mallarmé puede permitirnos cernir la relación
entre el propósito del poeta y el del ingeniero. «¡El juicio, o el axio­
ma que afirmar en realidad sobre el ballet! A saber que la bailarina
no es una mujer que baila, por estos motivos yuxtapuestos: que no es
una mujer, sino una metáfora que resume uno de los aspectos elemen­
tales de nuestra forma: espada, copa, flor, etc., y que no baila, sino
que sugiere, por un prodigio de encogimientos o de impulsos, con
una escritura corporal, algo que nece.sitaría de párrafos en prosa tanto
dialogada como descriptiva para ser expresado en la redacción. Poe­
ma liberado de toda pompa de escriba.»
Este poema, despojado de todo aparato de escriba, puede ser
comparado con aquellos productos y símbolos de la industria, abs­
tractos, separados del consumo de semejanzas y bellezas, ese consu­
mo «estético» que sirve de complemento a lo ordinario de la circula­
ción de las mercancías, de la palabra y de lo numerario. Y el poeta,
como el ingeniero, quiere oponer a ese consumo un lenguaje de la
forma simplificada, un lenguaje gráfico.
La necesidad de sustituir con estos tipos la ornamentación* de los
objetos o de las historias se explica porque las formas del poema,
como las del objeto, son también formas de la vida. Es el segundo
aspecto que acerca al «poeta del casi nada» y al ingeniero artista que
fabrica en serie. Para uno como para el otro ios tipos trazan la figura
de una cierta comunidad sensible. El trabajo de diseñador de Behrens
aplica los principios del Werkbund, que ordenan restaurar «el estilo»
contra la multiplicación de los estilos ligada a la anarquía capitalista

Décorum, en el original, implica la doble idea de decoración y decoro.


El destino de las imágenes 105

y mercantil'. El Werkhund aspira a la adecuación de la forma y el


contenido. Quiere que la forma del objeto sea adecuada a su cuerpo,
y adecuada a la función que debe cumplir. Quiere que las formas de
existencia de una sociedad traduzcan el principio interior que la hace
existir. Esa adecuación de la forma de los objetos a su función y de
sus iconos a su naturaleza está en la raíz de la idea de «tipo». Los
tipos son los principales formadores de una nueva vida común en la
que las formas materiales de la vida estarían animadas por un princi­
pio espiritual común. En el tipo, la forma industrial y la forma artís­
tica se reúnen. La forma de los objetos es entonces un principio for­
mad or de formas de vida.

Los tipos de Mallarmé implican unas preocupaciones similares.


Se cita a menudo el texto sobre Villiers de Llsle-Adam en el que
Maüarmé habla del «gesto insensato de escribir». Se emplea para
ilustrar el tema del poeta nocturno del silencio y de lo imposible.
Pero hay que leer la frase en su contexto. ¿En qué consiste ese «ges­
to insensato de escribir»? Mallarmé responde: «recrearlo todo con
reminiscencias para comprobar que se está bien allí donde se debe
estar». «Recrearlo todo con remini.scencias» es el principio del poema
de la quintaesencia, pero también el del grafismo o el del esquema­
tismo publicitario. El trabajo poético es para Mallarmé un trabajo de
simplificación. Como los ingenieros, el poeta sueña con un alfabeto
de formas esenciales, extraídas de las forma.s ordinarias de la natura­
leza y del mundo social. Estas reminiscencias, esta.s creaciones de
formas condensadas responden a la exigencia de constituir una estan­
cia en la que el hombre esté en su hogar. Esta inquietud entra en
resonancia con la unidad de la forma y del contenido de la existencia
a la que aspira el concepto de estilo de Behrens. El mundo de Mallar­
mé es un mundo de artefactos que representan esos dpos, esas formas
esenciales. Ese mundo de artefactos debe consagrar la estancia huma­
na, comprobar que se está bien donde se está. Porque, en la época en
que escribe Mallarmé, esa certeza está en cuestión. Con las pompas
antiguas de la religión y de la monarquía se pierden las formas tradi-

‘ Los ftindacnenloí, dcj pensamiento del Werkbund y dei de Behrens son analizados en d libro de
Frederic J. Schwarlz: The Werkhund. Design Theory and .Wüsy Culture before the First World War, Ya)e
University Press, 1996.
106 Jacques Ranciére

cionales de simbolización de una grandeza común. Y el problema


consiste en rempiazarlos para darle a la comunidad su «sello»*.
Un texto célebre de Mallarmé habla de sustituir «la sombra de
antaño» —es decir, la religión y en particular el cristianismo— por
una «magnificencia cualquiera»: una grandeza humana que estaría
constituida por cualquier co.sa, por una reunión de objetos, de elemen­
tos tomados al azar para darles una forma esencial, la forma de un
tipo. Los tipos de Mallarmé son entonces el substituto de los sacra­
mentos de la religión, con la única diferencia de que no se consume
con ellos la carnq^y la sangre de ningún salvador. Al sacrificio euca-
rístico se opone en-, efecto el puro gesto de la elevación, la consagra­
ción del artificio ^ m an o y de la quimera humana en cuanto tales.
Entre, Mallarmé y Behrens, entre el poeta puro y el ingeniero
funcionalista, existe en definitiva este nexo singular: una misma idea
de las formas simplificadas y una misma función atribuida a esas
formas —definir una textura nueva de la vida común. Sin duda esas
preocupaciones comunes se expresan por canales muy diferentes. El
ingeniero diseñador pretende regresar a un punto anterior a la dife­
rencia entre arte y producción, utilidad y cultura, hacia la identidad
de una forma primordial. Behrens busca el alfabeto de los tipos en el
orden del trazado geométrico y del acto productivo, en la primacía de
la producción sobre el consumo y sobre el intercambio. Mallarmé,
por su parte, asocia el mundo natural y e! mundo social con un uni­
verso de artefactos específicos que pueden ser ¡os fuegos artificiales
del 14 de julio, los trazados evanescentes del poema o los accesorios
de que se rodea la vida privada. Y sin duda el ingeniero diseñador
definiría el proyecto de Mallarmé como una iconografía simbolista,
la del JugendstU donde se ve una simple decoración del mundo mer­
cantil, pero con quien comparte pese a todo la inquietud de estiliza­
ción de la vida a través de la estilización de su mobiliario.
Una figura intermediaria podría ayudamos a pensar esta proximi­
dad en la distancia, o esta distancia en la proximidad, entre el poeta
Mallarmé y el ingeniero Behrens: una figura que permanece en la

* Sceuu en el original. l_a palabra ñaue una evidenie connotación política para el oído francés (como
en Carde des sceaux): un. térnúno que tiene su origen en la cancillcna medieval y con el que todavía hoy
se refiere al ministro de íusilcla, <.<.g,uardían» de loi selloti de la República Francesa.
E¡ destino de las imágenes 107

frontera entre el poema coreográfico y la imagen publicitaria. Entre


los espectáculos coreográficos donde busca el modelo nuevo del poe­
ma, Mallarraé se queda con el de Lote Fuller, Lo'íe Fuller es un per­
sonaje prácticamente olvidado hoy en día. Y sin embargo, en el paso
del siglo XIX al siglo xx, esta mujer representó un papel emblemático
en la elaboración de un nuevo paradigma del arte. Su danza es de
hecho de uua naturaleza muy particular. Lote Fuller no dibuja figuras
con sus pies. Se queda estática. Baila con su vestido, que pliega y
despliega haciéndose fuente, llama o mariposa. Los juegos de proyec­
tor inflaman esos pliegues y despliegues, los transforman en fuegos
de artificio y hacen de Lote Fuller una estatua luminosa que une la
danza, la escultura y el arte de la luz en una obra hipermediática.
Fuller se erige así en emblema gráfico ejemplar de la edad eléctrica.
Pero su icono no se limita a eso. Lote Fuller fue en su día indefini­
damente reproducida, bajo todas las formas. Aparece ante nosotros
como mujer-mariposa, ejemplar del estilo Secesión, en los dibujos de
la pluma de Koloman Moser. Se transforma en jarrón o lámpara
antropomórfica en las producciones del art-déco. Se convierte tam­
bién en icono publicitario, y así la encontramos en los carteles de la
marca Odol según un principio simple: las letras de la palabra Odol,
en efecto, aparecen proyectadas sobre los pliegues del vestido como
si fueran las proyecciones luminosas del escenario.
Evidentemente, no he tomado este ejemplo al azar. Esta figura
nos permite pensar la proximidad y la distancia entre los tipos del
poeta y los tipos del ingeniero. Odol, marca alemana de colutorios,
era entonces, como AEG, una firma pionera por sus investigaciones
en materia de grafismo publicitario, por la elaboración de su imagen
de marca. En este sentido, el caso de Odol ofrece un paralelo intere­
sante con los principios del diseño de Behrens. Por un lado, su diseño
se aproxima a esos principios: la botella es de un diseño simple y
funcional, intocable durante decenios. Pero por el otro, sin duda se
opone a ellos: en los carteles publicitarios, la botella es asociada a
menudo con paisajes románticos. Un cartel hace aparecer sobre el
frasco un paisaje de Boklin. En otro, las letras de la palabra Odol
dibujan un anfiteatro griego en un paisaje que recuerda las ruinas de
Delfos. A la unidad funcionalista del mensaje y de la forma se opo­
nen estas formas de sensibilización extrínsecas, que asocian el garga­
rismo utilitario a decorados de ensueño. Pero tal vez haya un tercer
1 08 Jacques Ranciére

nivel en el que los antagonismos confluyan. De hecho las formas


«extrínsecas», en un cierto sentido, no lo son tanto. El grafista de
Odol utiliza en efecto el carácter casi-geométrico de las letras de la
marca para tratarlas como elementos plásticos. Estas letras toman
la forma de objetos tridimensionales que pasean por el espacio, se
repínten por el paisaje griego y dibujan las ruinas del anfiteatro. Esta
transformación del significante gráfico en volumen plástico anticipa
cierto^ usos de la pintura, y tal vez Magritte se inspirara del anfiteatro
de Odol para su Arte de la conversación, en el que una arquitectura de
ruinas es construida, de forma parecida, con letras.
Esta equivalencia de lo gráfico y de lo plástico puede ejercer de
nexo entre los tipos del poeta y los del ingeniero. De hecho, la equi­
valencia hace visible la idea que atormenta a ambos, la idea de una
superficie sensible común en la que los signos, las formas y los actos
se igualan. En los carteles Odol, los signos alfabéticos quedan Mdi-
camente transformados en objetos tridimensionales sometidos a un
principio de ilusión perspeclivisla. Pero esta tridimensionalización de
los signos produce precisamente una inversión del ilusionismo pictó­
rico; el mundo de las formas y el de los objetos se abaten sobre una
misma superficie plana, la superficie de los signos alfabéticos. Sin
embargo, esta superficie de equivalencia de las palabras y de las for­
mas no propone un simple juego formal; propone una equivalencia
entre las formas del arte y las formas del material de la vida*. Esta
equivalencia ideal se hace literal en esas letras que son al mismo
tiempo formas. La equivalencia unifica el arte, el objeto y la imagen
más allá de la oposición entre los ornamentos del poema o del grafis-
mo simbolista, gobernados por la idea del «misterio», y el rigor
geométrico y funcional del diseño del ingeniero.
Tal vez obtengamos así la solución de un problema que se plantea
a menudo. Los comentadores que estudian el nacimiento del diseño y
su relación con la industria y la publicidad se interrogan sobre la
ambivalencia de sns formas y sobre el desdoblamiento de personali­
dad de sus inventores. Así, un hombre como Behrens aparece en pri­
mer lugar en el rol funcional del consejero artístico de la compañía de
electricidad, cuyo arte consiste en diseñar objetos que se vendan bien

El Irancés dict; «üu malériei de la vie». Podría txaducírse tarobién como «de lo material de la vida».
El destino de las imágenes 109

y en hacer catálogos y carteles que estimulen la venta. Él mismo


actúa, además, como pionero de la estandardización y de la raciona­
lización del trabajo. Pero al mismo tiempo, Behrens sitúa toda su
actividad bajo el signo de una misión espiritual; dar a la sociedad, a
través de la forma racional del proceso de trabajo, de los productos
fabricados y del diseño, su unidad espiritual. La simplicidad del pro­
ducto, su estilo adecuado a su función, es mucho más que una «ima­
gen de marca», es la marca de una unidad espiritual que debe unificar
la comunidad. Behrens se refiere a menudo a los escritores y teóricos
ingleses del siglo xix ligados al movimiento Arts and Crafts. Este
movimiento pretendía reconciliar arte e industria por medio de las
artes aplicadas y de la levalorización del artesanado. Para explicar su
trabajo de ingeniero-racionalizador, Behrens invoca las grandes figu­
ras de esa corriente, Ruskin y William Morris. ¿Pero qué hicieron
Ruskin y Morris sino elaborar en pleno siglo XIX una fantasía de apa­
riencia neo-gótica que oponía a! mundo de la industria, a la fealdad
de sus productos y a la servidumbre de sus trabajadores, una visión
nostálgica de artesanos asociados en gremios, dedicados a un trabajo
bello, confeccionando con alegría y piedad de artista objetos que apa­
recen al mismo tiempo como el decorado artístico de la vida modesta
y como los medios de su educación?
¿Cómo es posible, se pregunta entonces, que esta ideología nos­
tálgica, neo-gótica y espiritualista haya alimentado en William Morris
una idea del socialismo y un compromiso socialista que no fue un
simple entusiasmo de esteta, sino una práctica de militante presente
sobre el terreno de las luchas sociales? ¿Cómo pudo esta idea, al
pasar de Inglaterra a Alemania, transformarse en la ideología moder-
nista-funcionalista del Werkbund y de la Bauhaus, y eu el caso de
Behrens, en la ideología de una ingeniería funcional, puesta al servi­
cio de los fines precisos de un cártel industrial?

La primera respuesta consiste en decir que una ideología es la


cobertura cómoda de la otra. Las fantasías de artesanos reconciliados
con el trabajo bello y con la fe colectiva de antaño serían la mistifi­
cación espiritualista capaz de esconder una realidad absolutamente
opuesta: una sumisión a los principios de la racionalidad capitalista.
En el momento en que Peter Behrens empieza a trabajar como con­
sejero artístico de AEG y utiliza los principios de Ruskin para diseñar
lio Jacques Ranciére

los logos y los anuncios publicitarios de la firma, el idilio neo-gótico


confesaría su verdad prosaica, a saber, la cadena de producción.
Es una forma de explicar las cosas, pero no es la más interesante.
En vez de oponer la realidad y la ilusión, la mistificación y su verdad,
se debería buscar el elemento común entre la «fantasía neo-gótica» y
el principio modemista/productivista. Ese elemento común es la idea
de la reconfiguración de un mundo sensible común a partir del trabajo
sobre los elementos de base, sobre la forma de los objetos de la vida
cotidiana. Esta idea común puede traducirse en una vuelta al artesana­
do y en el socialismo, en estética simbolista y en funcionalismo indus­
trial. Neo-goticismo y funcionalismo, simbolismo e industrialismo
tienen un mismo adversario. Todos ellos denuncian la relación insti­
tuida entre la producción sin alma del mundo mercantil y el alma de
pacotilla introducida en los objetos por su adomo pseudo-artístico.
Hay que recordar que, en efecto, los «neo-góticos» del Arts and
Crafts fueron los primeros en enunciar ciertos principios recogidos
más tarde por la Bauhaus: un sillón es bello si responde en primer
lugar a su función, y en consecuencia, si se simplifica y purifica sus
formas y se suprime esas tapicerías de follajes, niños, animales, que
constituían la decoración «estética» de la vida pequeño-burguesa
inglesa. Algo de esto sobrevive en la idea común de símbolo; el sím­
bolo en sentido estricto —e incluso publicitario— de Behrens —y el
símbolo de Malí armé o de Ruskin.
Un símbolo es en primer lugar un signo abreviador. Se puede
cargar de espiritualidad y darle un alma; se puede, al contrario, aba­
tirlo sobre su función de forma simplificadora. Pero los dos tienen un
núcleo conceptual común que autoriza todos los desplazamientos. Es
lo qne evocaba a propósito del texto de Albert Aurier, que hace de La
visión del sermón de Gauguin un manifiesto del simbolismo en pin­
tura, Las campesinas misteriosas hechas icono en formas abreviadas,
que Aurier convierte en símbolos neo-platónicos, son también las
mujeres bretonas con cofia y cuello blanco que figuran desde hace
casi un siglo como iconos publicitarios en las cajas de galletas de
Pont-Aven. Una misma idea del símbolo abreviador, una misma idea
dei tipo une la forma ideal y el icono publicitario.
Existe así un núcleo conceptual común que autoriza los desplaza­
mientos entre el arabesco simbolista y la simbolización publicitaria
El deslino de las imágenes in

funcional. Poetas o pintores, simbolistas y diseñadores industriales


hacen por igual del símbolo el elemento abstracto común a la cosa,
a la forma y a su idea. La misma idea de una escritura señalética de
las formas suscita prácticas e interpretaciones múltiples. Entre 1900
y 1914 los grafistas de la Secesión pasan de las curvas de flores vene­
nosas a construcciones geométricas rigurosas, como si una sola idea del
símbolo abreviador informara las dos prácticas. Son también los mis­
mos principios y los mismos pensadores de la forma artística quienes
permiten teorizar la abstracción pictórica y el diseño funcional. Maes­
tros como AIoís Riegl —con la teoría del ornamento orgánico— y
Wilhelm Wórringer —con la teoría de la línea abstracta— fueron, por
una serie de malentendidos, los garantes teóricos del devenir-abstracto
de la pintura: un arte que no expresa más que la voluntad —la idea—
del artista, a través de símbolos que son los signos-traductores de una
necesidad interior. Pero sus textos también sirvieron como base para
la elaboración de un lenguaje abreviado del diseño, donde no se trata­
ba de constituir un alfabeto plástico de signos puros, sino al contrario
un alfabeto motivado de las formas de los objetos usuales.
Esta comunidad de principio del signo y de la forma, de la forma
de arte y de la forma del objeto usual, que concretiza el grafismo de la
primera década del siglo xx, puede conducimos a reevaluar los para­
digmas dominante.s de la autonomía modernista del arte y de la rela­
ción entre las formas del arte y las formas de la vida. Sabemos que la
idea de ia superficie plana ha sido asociada, a partir de Clement Green-
berg, a una idea de la modernidad artística pensada como una conquis­
ta por el arte de su propio médium, como la ruptura de su sumisión a
fines exteriores y a la obligación mimética. Cada arte se pondría enton­
ces a explotar sus medios, su médium, su material propio. Así, el para­
digma de la superficie plana ha servido para constituir una historia
ideal de la modernidad; la pintura habría renunciado a la ilusión de la
tercera dimensión, ligada a la imposición mimética, para constituir el
plano bidimensional de la tela como su espacio propio. Y el plano
pictórico así concebido ejemplificaría la autonomía moderna del arte.
La infelicidad de esta concepción tiene una causa, y es que esa
modernidad artística ideal no cesa de ser saboteada por perturbadores
diabólicos. Malevich o Kandinsky habían apenas planteado su principio
cuando el ejército de los dadaístas y de los futuristas llegó para trans­
112 Jacques Ranciére

formar la pureza del plano pictórico en su contrario: la superficie de la


mezcla de las palabras y las formas, de las formas del arte y las cosas
del mundo. A menudo se atribuye a la presión de los lenguajes publi­
citario y propagandístico esa perversión que vemos reproducirse en los
años 60, cuando el Pop Art viene a derrocar la realeza de la pintura
bidimensional, reconquistada por ia abstracción lírica, e inicia una con­
fusión nueva y duradera de las formas del arte con la manipulación de
los objetos de uso y la circulación de los mensajes del comercio.

Tal vez se lograra salir de estos escenarios de perversión diabólica


si se comprendiera que el paraíso perdido en realidad nunca existió. La
planeidad pictórica nunca fue sinónimo de una autonomía de! arte.
La superficie plana ha sido siempre una superficie de comunicación
en la que las palabras y las imágenes deslizan unas sobre otras. Y la
revolución anti-mimética nunca significó el abandono de la semejanza.
La mimesis no era el principio de semejanza, sino el de una cierta
codificación y distribución de las semejanzas. Así, la tercera dimensión
pictórica no tenía tanto por principio la voluntad de reflejar la tercera
dimensión «tal cual» como el esfuerzo de la pintura por ser «como la
poesía», por presentarse como el teatro de una historia e imitar el poder
de la palabra retórica y dramática. El orden mimético estaba fundado
sobre la separación y la correspondencia de las artes. Pintura y poesía
se imitaban, manteniéndose la una a distancia de la otra. El principio
de la revolución estética anti-miinética no supone entonces un «cada
uno en su lugar» que consagrara cada arte a su médium propio. Supo­
ne por el contrario un «cada uno en el lugar del otro». La poesía ya no
imita la pintura, la pintura ya no imita la poesía. Esto no significa: las
palabras de un lado, las formas del otro. Significa todo lo contrario; la
abolición del principio que repartía el lugar y los medios de cada uno,
separando el arte de las palabras y el de las fonnas, las artes del tiem­
po y las del espacio. Significa la constitución de una superficie común
en lugar de los dominios de imitación separados.
Superficie debe ser entendido en dos sentidos. En el sentido lite­
ral primero. La comunidad entre el poeta simbolista y el diseñador
industrial se hace posible por las mezclas de letras y formas operadas
por la renovación romántica de la tipografía, por las nuevas técnicas
del grabado o por el desarrollo del arte del cartel. Pero esta superficie
de comunicación entre las artes es tan ideal como material. Esta es la
El destino de las imágenes 113

razón por la cual la bailarina muda, que evoluciona con toda certeza
en la tercera dimensión, puede ofrecer a Mallarmé el paradigma de
una idealidad gráfica, asegurando el intercambio entre !a disposición
de las palabras y el trazado de las formas, entre el hecho de hablar y
el de diseñar un espacio. De aquí extraerá principalmente el poeta la
disposición tipográfica/coreográfica de la Tirada de dados, el mani­
fiesto de una poesía devenida arte del espacio.

Lo mismo es observable en la pintura. No existe una pureza autó­


noma que habría sido conquistada entre Maurice Denis y Kandinsky
para ser perdida de inmediato en las mezclas —simultaneístas, dadaís-
tas o futuristas— de las palabras y las formas inspiradas por el frene­
sí publicitario o la estética industrialista. La pintura «pura» y la pin­
tura «impura» reposan sobre los mismos principios. Aludí antes a la
referencia de los promotores del diseño a los mismos autores —Riegí
o Worringe— que legitiman la pureza abstracta de la pintura. En un
plano más general, una misma idea de superficie funda la pintura que
pone sobre la tela «abstracta» los signos expresivos de la «necesidad
interior» y aquella que mezcla en el lienzo formas puras, extractos de
periódico y tickets de metro o ruedas de relojería. La pintura pura y
la pintura «descarriada» son dos configuraciones de una misma super­
ficie hecha de deslizamientos y de mezclas.

Esto también quiere decir que no existe un arte autónomo y un


arte heterónomo. Aquí, una cierta idea de la modernidad se traduce
una vez más en escenario de perversión diabólica: la autonomía con­
quistada frente a la imposición mimética habría sido pervertida de
forma inmediata por el activismo revolucionario, que enroló el arte al
servicio de la política. Más vale economizar la hipótesis de esa pureza
perdida. La superficie común sobre la que las formas de la pintura, al
mismo tiempo, se autonomizan y se mezclan con las palabras y las
cosas es también una superficie común a! arte y al no-arte. La ruptura
estética moderna, anti-mimética, no es la ruptura con un arte sometido
a la semejanza. Es la ruptura con un régimen del arte en el que las
imitaciones eran a la vez autónomas y heterónomas: autónomas en la
medida en que constituían una esfera de producciones verbales o plás­
ticas no sometidas a los criterios de utilidad o verdad que funcionaban
en otros ámbitos; heterónomas en la medida en que imitaban en su
orden propio —especialmente a través de la separación y la jerarquía
114 Jacques Ranciere

entre los géneros— la repartición social de los lugares y de las digni­


dades. La revolución estética moderna produjo una ruptura respecto de
este doble principio: es la abolición del paralelismo que alineaba las
jerarquías del arte sobre las jerarquías sociales, la afirmación de que
no hay sujetos de arte nobles o impuros, que todo es objeto del arte.
Pero es también la abolición del principio que separaba las prácticas
de imitación de las formas y los objetos de la vida ordinaria.
La superficie del grafismo es entonces tres cosas: primero, el pla­
no de igualdad sobre eJ que cualquier cosa se presta al arte; segundo,
la superficie de conversión donde las palabras, las formas y las cosas
intercambian sus roles; tercero, la superficie de equivalencia en la que
la escritura simbólica de las formas se presta tanto a las manifestacio­
nes del arte como a las esquematizaciones del arte utilitario. Esta
ambivalencia no indica una captación de lo artístico por lo político.
Las «formas abreviadas» son en su principio mismo una disfiibución*
estética y política del mundo común: diseñan la figura de un mundo
sin jerarquía en el que las funciones se deslizan las unas sobre las
otras. La ilustración más bella podría encontrarse tal vez en los car­
teles diseñados por Rodtchenko para las líneas aéreas Dobrolet, Las
formas estilizadas del avión y las letras de la marca se unen en for­
mas geométricas homogéneas. Pero esta homogeneidad gráfica es
también la homogeneidad entre las formas que construyen los cua­
dros suprematistas y aquellas que simbolizan conjuntamente el impul­
so de los aviones Dobrolet y el dinamismo de una sociedad nueva. El
mismo artista produce cuadros abstractos y carteles utilitarios, y en
ambos casos, trabaja de forma idéntica para construir nuevas formas
de la vida. Es él también quien utilizó el mismo principio de homo-
geneización por el plano, para los collages que ilustran los textos de
Maiakovski y para tas fotografías de perspectiva descentrada de los
gimnastas preparándose para la manifestación. En todos estos ca.sos,
la pureza del arte y la asociación de sus formas con las formas de la
vida van juntas. Esta es la respuesta visual a la pregunta teórica que
planteaba. El poeta simbolista y el ingeniero funcionalista confirman
sobre una misma superficie la comunidad de su principio.

La noción origina!, es découpage: su iTaducción literal sería «recorte»^ o «desglose». He elegido


«dislñbución» porejue Ranciéie implica la repartición o división de xm lodo en parles. Fragmentación y
unidad son, de nuevo, inseparables eif este Cüncetplo.
V. SI E X IS T E L O IR R E P R E S E N T A B L E

La pregunta planteada por mi título no busca ser respondida, evi­


dentemente, por un sí o por un no. Se trata más bien de interrogarse
sobre las formas del sí: ¿bajo qné condiciones se puede declarar ime-
presentables ciertos acontecimientos? ¿Bajo qué condiciones se pnede
dar a ese irrepresentable una figura conceptual específica? No cabe
duda de que esta investigación no es neutra. De hecho, está motivada
por una cierta intolerancia respecto del uso inflacionista de la noción
de irrepresentable y de la constelación de nociones vecinas; lo impre­
sentable, lo impensable, lo intratable, lo irredimible. Este uso inflacio­
nista hace caer sobre un mismo concepto y rodea de un mismo anra
de terror sagrado todo tipo de fenómenos, de procesos y de nociones,
que van desde la prohibición mosaica de la repre.sentación hasta la
Shoah, pasando por el sublime kantiano, la escena primitiva freudiana,
el Granel Yerre de Duchamp o el Cuadrado blanco sobre fondo blanco
de Malevich. Se trata entonces de saber cómo y bajo qué condiciones
es posible construir un concepto tal, un concepto que se propone cubrir
de forma unívoca todas las esferas de la experiencia.
Querría introducir esta cuestión general a partir de una investi­
gación más reducida, que trata de la representación como régimen
de pensamiento del arte. ¿Qué se dice exactamente cuando se dice de
ciertos seres, acontecimientos o situaciones que son irrepresentables
por los medios del arte? Dos cosas diferente,s, me parece. Se dice, en
un primer sentido, que es imposible hacer presente el carácter esen­
cial de la cosa en cuestión. No se puede presentar ante los ojos ni
encontrar un representante a su medida. No se puede encontrar una
forma de presentación sensible adecuada a su idea, o a la inversa, un
116 Jacques Ranciére

esquema de inteligibilidad igual a su potencia sensible. Esta primera


imposibilidad alega pues un no-poder del arte.
La segunda, en cambio, pone en cuestión el ejercicio de su poder.
Dice que algo es irrepresentable por los medios del arte en razón de
la naturaleza misma de esos medios, en razón de tres propiedades
características de la presentación artística. En primer lugar, la presen­
tación artística se caracteriza por su exceso de presencia, un exceso
que traiciona la singularidad del acontecimiento o de la situación,
rebelde a toda presentación sensible integral. En segundo lugar, este
exceso de presencia material tiene por correlato un estatus de irreali­
dad que sustrae a la cosa representada su peso de existencia. Final­
mente, este juego del exceso y del defecto se desarrolla según un
modo de destinación específico, que entrega la cosa representada a
afectos de placer, de juego o de distancia, incompatibles con la gra­
vedad de la experiencia que encierra aquello que se quiere represen­
tar. Ciertas cosas, se dice entonces, no son de la incumbencia del arte.
No pueden adaptarse al exceso de presencia y a la sustracción de
existencia que le son propios y que definen, en términos platónicos,
su carácter de simulacro.

Al simulacro Platón opone el relato simple, sin artificio, exento


del juego de la presencia aumentada y de la existencia disminuida,
exento también de toda duda sobre la identidad de su enunciador, Y
es esta misma oposición del relato simple al artificio miniético quien
impone hoy en día, bajo sus dos formas, la valorización de la palabra
del testigo. La primera valoriza el relato simple, que no hace arte sino
traduce solamente la experiencia de un individuo. La segunda ve por
el contrario en el «relato del testigo» un modo nuevo del arte. Se
trata menos entonces de contar el acontecimiento que de testimoniar
de un ha habido que excede el pensamiento, no sólo en razón de su
propio exceso, sino porque exceder el pensamiento es lo propio del
ha habido en general. Esta es la razón por la que, en Lyoíard en par­
ticular, la existencia de acontecimientos que exceden lo peusable
invoca un arte que testimonie de lo impensable en general, del des­
acuerdo esencial que existe entre aquello que nos afecta y aquello
que, en su seno, puede ser controlado por nuestro pensamiento. Lo
propio de un modo nuevo del arte —el arte sublime— es entonces
inscribir la huella de este impresentable.
El destino de las imágenes ni

Así se establece una configuración de pensamiento que revoca la


representación, ya sea en beneficio del simple relato platónico o de
ese nuevo arte sublime que se coloca bajo el patronato de Burke y
de Kant. Esta configuración juega sobre un doble plano. Por un lado,
argumenta la imposibilidad interna de la representación, la existencia
de un cierto tipo de objeto que la arruina haciendo estallar roda rela­
ción harmoniosa entre presencia y ausencia, entre sensible e inteligi­
ble. Este imposible apela por tanto, desde el modo representativo del
arte, a otro modo del arte. Por el otro lado, argumenta su indignidad.
Se sitúa entonces en un marco completamente distinto, un marco éti­
co platónico en el que la noción de arte no interviene, en el que sólo
se juzga imágenes, examinando únicamente la relación de esas imá­
genes con su origen (¿son dignas de aquello que representan?) y con
su destino (¿qué efectos producen sobre aquellos que las reciben?).

De este modo dos lógicas se encuentran entremezcladas. La pri­


mera concierne a la di.stinción entre diferentes regímenes de pensa­
miento del arte, es decir, diferentes formas de relación entre presencia
y ausencia, sensible e inteligible, mostración y significación. El
segundo no conoce el arte en cuanto tal. Sólo conoce diferentes tipos
de imitaciones, diferentes tipos de imágenes. La intrincación de estas
dos lógicas heterogéneas tiene un efecto bien preciso: transforma los
problemas de reglaje de la distancia representativa en problemas de
imposibilidad de la representación. La prohibición se desliza entonces
en este imposible al mismo tiempo que se niega a sí misma, presen­
tándose como simple consecuencia de las propiedades del objeto.

El objetivo de mi trabajo será comprender esta intrincación e


intentar desanudarla. Para desenredar sus elementos, comenzaré por
un caso simple de irrepresentabilidad que es un caso de reglaje de la
representación. Ya he tenido ocasión de analizar los problemas que
encuentra Comeille en la composición de su Edipo. El Edipo de
Sófocles se reveló, en sentido estricto, irrepresentable en la escena
francesa por tres razones principales; el horror físicamente provocado
por los ojos reventados de Edipo, el exceso de los oráculos que anti­
cipan el desarrollo de la trama y la ausencia de una intriga amorosa’.

‘ Jacques Randére, L ' inconscient enthetiqua, Galilée, París, 200L


118 Jacques Ranciére

He intentado mostrar que el asunto no incumbía únicamente la deli­


cadeza de las damas, invocada por Corneille, ni la relación empírica
con el público de su tiempo. El problema concierne a la representa­
ción en cuanto tal. Concierne la mimesis en tanto que relación entre
dos términos: una poiesis y una aisthesis, es decir, una manera de
hacer y una economía de los afectos. Los ojos reventados, el exceso
de evidencia de los oráculos y la ausencia de interés amoroso depen­
den, en efecto, de un mismo desajuste. Por un lado, hay algo dema­
siado visible, un visible que no está regido por la dependencia de la
palabra, que se impone por sí mismo. Por el otro, hay algo demasia­
do inteligible. Los oráculos hablan demasiado. Hay demasiado saber,
un saber que llega demasiado pronto y que se mantiene suspendido
sobre algo que sólo la acción trágica debería desvelar, poco a poco,
por medio de la peripecia. Entre ese visible y ese inteligible hay un
nexo que falta, un tipo específico de interés capaz de asegurar la
buena relación entre lo visto y lo no-visto, lo sabido y lo no-sabido,
lo esperado y lo imprevisto, capaz también de regular la relación de
distancia y proximidad entre la escena y la sala.

V.L QUE SIGNIFICA REPRESENTACION

Este ejemplo nos permite comprender qué significa la representa­


ción en tanto que modo específico del arte. La limitación representa­
tiva consiste en efecto en tres cosas. Consiste primero en una depen­
dencia de lo visible respecto de la palabra. La palabra tiene aquí por
esencia el hacer ver, ordenar lo visible desplegando un casi-visible en
el que se tunden dos operaciones: una operación de substitución (que
coloca «ante los ojos» lo que está alejado en e! espacio o en el tiempo)
y una operación de manifestación (que hace ver lo que está intrínse­
camente escoudido a la vista, las energías íntimas que mueven a los
personajes y los acontecimientos). Los ojos reventado.s de Edipo no
son sólo un espectáculo repulsivo para las damas. Representan la
imposición brutal, en el campo de )a visión, de algo que excede
la sumisión de lo visible a ese hacer-ver de la palabra. Y este exceso
denuncia el doble juego ordinario de la representación: por un lado la
El destino de las imágenes 119

palabra hace ver, designa, convoca lo ausente, revela lo escondido.


Pero ese hacer-ver funciona de hecho por medio de su propio fracaso,
de su propia restricción. Es la paradoja que Burke hace explícita en su
Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo
sublime y de lo bello. Las descripciones del Infierno y del ángel de!
mal en el Paraíso perdido producen una impresión sublime porque no
nos dejan ver las formas que evocan y fingen mostramos. A la inversa,
cuando la pintura nos hace visibles los monstruos que asedian el reti­
ro de san Antonio, lo .sublime se toma en grotesco. La razón es que la
palabra «hace ver», pero sólo según un régimen de snb-determinación,
sin hacemos «realmente» ver. En su desarrollo ordinario, la represen­
tación se sirve de esta sub-determinación, disimulándola. Pero la figu­
ración gráfica de los monstmos o la exhibición de los ojos reventados
del ciego rompe brutalmente ese compromiso tácito entre el hacer ver
y el no hacer ver de la palabra.

A este reglaje de la visión corresponde un segundo reglaje que


concierne a la relación entre saber y no saber, entre actuar y padecer.
Este es el segundo aspecto de la limitación representativa. La repre-
.sentación es un despliegue ordenado de las significaciones, una pro­
porción reglada entre lo que se comprende o anticipa y lo que sobre­
viene por sorpresa, según la lógica paradoxal que analiza la Poética de
Aristóteles. Esta lógica de la revelación progresiva y limitada descarta
la irrupción brutal de la palabra que dice demasiado, que dice dema­
siado pronto y que hace saber demasiado. Esto es precisamente lo que
caracteriza el Edipo-rey de Sófocles. Aristóteles hizo de él el ejemplo
de la lógica del desenlace por la peripecia y el reconocimiento. Pero
esta lógica está a su vez implicada en un juego de escondite constante
con la verdad. Edipo encarna en ese juego la figura de aquel que quie­
re saber más allá de lo razonable, que identifica el saber con la ilimi­
tación de su poder. Ahora bien, este delirio singulariza de entrada a
Edipo como el único al que el oráculo y la deshonra pueden concernir.
Frente a él hay, a la inversa, un personaje, Piresias, que sabe, se niega
a decir lo que sabe, lo dice de todos modos sin decirlo, y provoca así,
en Edipo, la inversión del deseo de saber en rechazo de escuchar.

Se da pues, antes de que intervenga cualquier lógica ordenada de


ia peripecia, el juego entre un querer saber, un no querer decir, un
decir sin decir y un rechazo de escuchar. Hay todo un pathos del saber
120 Jacques Ranciére

que caracteriza el universo ético de la tragedia. Es el universo de Sófo­


cles, pero también el de Platón, aquel en que se trata de saber cuál es,
para el común de los mortales, la utilidad de conocer las cosas que
dependen de los Inmortales. Este es el universo del que Aristóteles
intentaba extraer la tragedia. Y en esto consistió precisamente la cons­
titución del orden representativo; transferir el pathos ético del saber a
una relación reglada entre una poiesis y una aisthesis, entre una dis­
posición autónoma de las acciones y la puesta en juego de afectos
específicos y exclusivos de la situación representativa.
Ahora bien, Corneille estima que Aristóteles no logró su propósi­
to. El pathos edípico desborda la intriga de saber aristotélica. Hay un
exceso de saber que contraría el despliegue ordenado de las significa­
ciones y de las revelaciones. Hay, correlativamente, un exceso de
pathos que contraría el libre juego de los afectos del espectador. Cor-
neiíle debe lidiar, en sentido estricto, con este irrepresentable. Se
dedica entonces a reducirlo, a hacer representables la historia y el
personaje. Para regular la relación entre mimesis, poiesis y asithesis,
toma dos medidas negativas y una medida positiva. Saca de la escena
lo demasiado visible de los ojos reventados, pero también el saber
excesivo de Tiresias, cuyas palabras de oráculo apenas son mencio­
nadas. Pero sobre todo, somete el pathos del saber a una lógica de la
acción que pueda paliar el tercer «defecto» de Sófocles: la falta de
interés amoroso. Inventa así una hermana para Edipo, Dirce, hija
de Layo, privada del trono por la elección de Edipo. Y a Dirce le inven­
ta un pretendiente, Teseo. Como Teseo tiene dudas sobre su filiación
y Dirce se considera responsable del viaje que costó la vida a su
padre, tenemos tres hijos reales o posibles de Layo, tres personas que
el oráculo puede designar y, sobre todo —según la lógica de Cornei­
lle—, tres personas que se disputan el honor de e.sa identificación. De
esta forma la relación entre efectos de saber y efectos de pathos que­
da sometida a una forma de inteligibilidad específica, la del encade­
namiento causal de las acciones. Al identificar las dos causalidades
que Aristóteles separaba, la de las acciones y la de los caracteres,
Corneille logra la reducción del pathos ético de la ti'agedia a la lógi­
ca de la acción dramática.
Así quedan unidas la cuestión «empírica» del público y la de la
lógica autónoma de la representación. Y este es el tercer aspecto de
El destino de las imágetws 121

la limitación representativa. La representación define un cierto regla­


je de la realidad. Este reglaje toma la forma de una doble acomodación.
Por un lado, los seres de la representación son seres ficticios, exentos
de todo juicio de existencia, sustraídos por tanto al cuestionamiento
platónico sobre su consistencia oníológica y su ejemplaridad ética,
Pero esos seres ficticios son en igual medida seres de semejanza,
cuyos sentimientos y acciones deben ser compartidos y apreciados.
La «invención de las acciones» actúa al mismo tiempo como frontera
y pasaje entre dos cosas: los acontecimientos, a la vez posibles e
increíbles, que la tragedia encadena, y los sentimientos, voluntades y
conflictos de voluntades reconocibles y compartibles que se propone
al espectador. Actúa así como frontera y pasaje entre el goce suspen­
sivo de la ficción y el placer real del reconocimiento. Y a través de
ese doble juego de distancia y de identificación, actúa también como
frontera y pasaje entre la escena y la sala. Esta relación no es empí­
rica. Es constitutiva. La representación elige el teatro como su lugar,
un espacio de manifestación dedicado por completo a la presencia,
pero sometido por esa misma presencia a una doble contención: la
contención de lo visible bajo lo decible, y la contención de las signi­
ficaciones y de los afectos bajo el poder de la acción —una acción,
cuya realidad es idéntica a su irrealidad.

Las dificultades de un autor frente a su objeto nos permiten, por


tanto, definir un régimen específico del arte, un régimen que merece
para sí el nombre de régimen representativo. Este sistema regula las
relaciones entre lo visible y lo decible, entre el despliegue de los
esquemas de inteligibilidad y el de la.s manifestaciones sensibles. De
aquí se puede deducir que, si existe lo irrepresentable, ha de ser pre­
cisamente en el interior de este régimen. De hecho, es este régimen
quien define las compatibilidade.s y las incompatibilidades de princi­
pio, las condiciones de receptividad y los criterios de no-receptividad.
Esta es la razón por la que el personaje edípico, a pesar de satisfacer
ejemplarmente el criterio aristotélico del príncipe que conoce los
reveses de su fortuna según un encadenamiento lógico paradoxal, se
revela irrepresentable para Corneille, porque falsea el sistema de rela­
ciones que definen los fundamentos del orden representativo mismo.

Sin embargo, una tal irrepresentabilidad es doblemente relativa.


Es relativa a! orden representativo, pero es relativa también en el seno
122 Jacques Ranciére

de ese mismo orden. Si el personaje y la acción de Edipo no convie­


nen, es posible cambiarlos. Es de hecho lo que hace Corneille al
inventar una lógica de ficción y unos personajes nuevos. Esta inven­
ción no sólo vuelve representable a Edipo. Hace también de esta
representación una obra maestra de la lógica representativa. El públi­
co, nos dice Corneille, ha estimado que esta era, de entre todas mis
tragedias, la que más arte contenía. En efecto, no hay otra que pre­
sente una combinación tan perfecta de invenciones destinadas a hacer
entrar lo que no entraba en el marco representativo.
La consecuencia es que esta tragedia, en nuestro tiempo, nunca
se representa. No por una cuestión de azar, sino en razón de ese mis­
mo exceso de arte, de esa perfección de un cierto arte y del presu­
puesto que lo fundamenta. Ese presupuesto afirma que existen temas
que son, o no son, propios de la representación artística; que convie­
nen, o no convienen, a uno u otro de sus géneros. Y afirma también
que es posible producir la serie de transformaciones que vuelvan pro­
pio el objeto impropio y establezcan la conveniencia que no se daba.
Todo el arte del Edipo de Corneille reposa sobre esta doble presupo­
sición. Su obra ya no se representa porque nuestra percepción deí arte
reposa, desde el romanticismo, sobre presuposiciones estrictamente
inversas, que definen no ya una escuela o una sensibilidad en particu­
lar, sino un nuevo régimen del arte.

V.2. QUE SIGNIFICA ANTI-REPRESENTACIÓN

En este nuevo régimen ya no hay «temas apropiados»'*' para el


arte. Como lo resume Flaubert, «Yvetot vale Constantinopla»**, y los
adulterios de la hija de un granjero valen lo mismo que los de Teseo,
Edipo o Clitemnestra. Ya no hay regla de conveniencia entre tal objeto
y tal forma, sino una disponibilidad general de todos los temas y obje­
tos para cualquier forma artística. En cambio, hay ciertos personajes e

* Hons sajéis, liieraimenie «sujetos buenos», en el originíil.


** Yvciot ra una lociilidaü frnncesñ, situada en el departamento de Seine-Maritime. I-a «boulade» de
riauberi se encuentra en su correspondencia.
E¡ destino de las imágenes 123

historias que no se puede modificar libremente, pues no son simple­


mente «objetos» disponibles, sino mitos fundadores. Se puede hacer
equivaler Yvetot y Constantinopla, pero no se puede hacer cualquier
cosa con Edipo. Pues la figura mítica de Edipo, que concentra todo lo
que rechazaba el régimen representativo, emblematiza por el contrario
todas las propiedades que el nuevo régimen del arte —el régimen esté­
tico— confiere a las cosas del arte. ¿En qué consiste de hecho esa
«enfemiedad» de Edipo que arruinaba la distribución equilibrada de
los efectos de saber y de los efectos de pathos, propia del régimen
representativo del arte? Consiste en ser aquel que sabe y no sabe, que
actúa absolutamente y padece absolutamente. Ahora bien, esta doble
identidad de los contrarios es precisamente lo que la revolución estéti­
ca opone al modelo representativo, sometiendo las cosas del arte al
nuevo concepto de estética. Por un lado, la revolución estética opone a
las normas de la acción representativa una potencia absoluta del hacer
de la obra, que pa.sa a depender de su propia ley de producción y de
su auto-demostración, Pero por el otro, identifica la potencia de esta
producción incondicionada con una absoluta pasividad. Esta identidad
de los contrarios es lo que resume la teoría kantiana del genio. El genio
es el poder activo de la naturaleza que se opone a toda norma, que es
su propia norma. Pero genio es también aquel que no sabe lo que
hace ni cómo lo hace. Este es el punto a partir del cual se deduce, en
Schelling y Hegel, la conceptnaiización del arte como unidad de un
proceso consciente y de un proceso inconsciente. La revolución estéti­
ca instituye como definición misma del arte esta identidad de un saber
y de una ignorancia, de un actuar y de un padecer. El fenómeno artís­
tico se identifica así como la identidad, en una forma sensible, del
pensamiento y del no-pensamiento, de la actividad de una voluntad que
quiere realizar su idea y de una ininteucionalidad, de una pasividad
radical del ser-ahí sensible*. Edipo es con toda naturalidad el héroe de
este régimen de pensamiento que identifica las cosas del arte como
cosas de pensamiento en la medida en que son modos de un pensa­
miento inmanente a su otro y por tanto habitado por su otro.
Lo que se opone ai régimen representativo del arte no es pues un
régimen de la no-representación, en el sentido de la no-figuración.

^ He iíiKniado calcar loii términos oríginaJes: inintentiomadté y étre-lá sensible.


124 Jacques Ranciére

Una fábula cómoda identifica ia ruptura anti-representativa con una


transición del realismo de la representación a la no-figuración: una pin­
tura que deja de proponer semejanzas, una literatura que ha con­
quistado su intransitividad sobre el lenguaje de la comunicación. De
esta forma, la fábula alinea la revolución estética con un destino glo­
bal de la «modernidad», ya sea identificando la modernidad con el
principio positivo de una autonomía generalizada, de la que formaría
parte la emancipación anti-figurativa, ya sea identificándola al fenó­
meno negativo de una pérdida de la experiencia, que vendría precisa­
mente a inscribirse en la retirada de la figuración.

Esta fábula es cómoda, pero inconsistente. El régimen represen­


tativo del arte no es aquel en cuyo seno el arte tiene por tarea la
fabricación de semejanzas. Es el régimen en el que las semejanzas
están sometidas a la triple limitación que hemos visto; un modelo de
visibilidad de la palabra que organiza al mismo tiempo una cierta
contención de lo visible; un reglaje de las relaciones entre efectos de
saber y efectos de paíhos, dirigido por la primacía de la «acción»,
que identifica el poema o el cuadro a una historia; un régimen de
racionalidad propio de la ficción, que sustrae sus actos de palabra a
los criterios de autenticidad y de utilidad normales de las palabras y
de las imágenes, para someterlas a criterios intrínsecos de verosimi­
litud y de conveniencia. Esta separación entre la razón de las ficcio­
nes y la razón de los hechos empíricos es uno de los elementos esen­
ciales del régimen representativo.
De aquí se deduce que la ruptura con la representación en arte no
equivale a la emancipación respecto de ia semejanza, sino a la eman­
cipación de la semejanza respecto de esa triple limitación. En la rup­
tura anti-representativa, la no-figuración pictórica es precedida por
algo aparentemente muy distinto: el realismo literario. Ahora bien,
¿qué es el realismo literario? Es la emancipación de la semejanza
respecto de la representación. Es la pérdida de las proporciones y de
las conveniencias representativas. Este es precisamente el vuelco que
los críticos contemporáneos de Flaubert denuncian bajo el cargo de
realismo; todo está ahora en un mismo plano, los grandes y los
pequeños, los acontecimientos importantes y los episodios insignifi­
cantes, los hombres y las cosas. Todo está en igualdad, todo es igual­
mente representable. Y ese «igualmente representable» es la ruina de)
El destino de las imágenes 125

sistema representativo. Al escenario representativo de visibilidad de


la palabra se opone una igualdad de lo visible que invade el discurso
y paraliza la acción. De hecho, este nuevo visible tiene unas propie­
dades bien particulares. Es un visible que no hace ver, sino que impo­
ne su presencia. Pero esa presencia es a su vez singular. Por un lado
la palabra deja de ser identificada con el gesto que hace ver. La pala­
bra manifiesta su opacidad propia, el carácter sub-determinado de su
poder de «hacer ver». Y esta sub-determinación se convierte en el
modo mismo de la presentación sensible propia del arte. Pero al mis­
mo tiempo, la palabra se ve invadida por una propiedad específica de
lo visible, su pasividad. El ejercicio de la palabra es golpeado por esa
pasividad, esa inercia de lo visible que paraliza la acción y absorbe
las significacioues.
Esta transformación es lo que está en juego eu la querella de la
descripción en el siglo xix. A esta nueva novela, a la novela llamada
realista, se le reprocha la primacía de la descripción sobre la acción.
Ahora bien, la primacía de la descripción es de hecho la de un visible
que no hace ver, un visible que destituye a la acción de sus poderes
de distribución ordenada de los efectos de saber y de los efectos de
pathos. La potencia de la acción es absorbida por el pathos apático
de la descripción, que funde voluntades y significaciones en una suce­
sión de pequeñas percepciones en la que la acüvidad y la pasividad ya
no son distinguibles. Aristóteles oponía el kath’olon, la totalidad orgá­
nica de la intriga poética, al kath’ekaston del historiador que sigue
la sucesión empírica de los acontecimientos. En el uso «realista» de la
semejanza se da la vuelta a esta jerarquía. El kath’olon es absorbido
en el kath’ekaston, absorbido en las pequeñas percepciones, afectada
cada una de la poteucia del todo, en la medida en que en cada una la
potencia del pensamiento fabricador y significante se iguala a la pasi­
vidad de la sensación. Por eso el realismo literario en el que algunos
ven el acmé del arte representativo es de hecho todo lo contrario. Es
la revocación de las mediaciones y de las jerarquías representativas.
En su lugar se impone un régimen de identidad inmediata entre la
decisión absoluta del pensamiento y la pura factualidad.
A partir de aquí se ve revocado también el tercer gran aspecto de
la lógica representativa, el que asigna a la representación un espacio
específico. Es lo que podría simbolizar un poema en prosa de Mallar-
126 Jacques Ranciére

mé que lleva un título emblemático, «El espectáculo interrumpido»


nos muestra a un clown que exhibe su oso amaestrado. Pero la exhi­
bición se ve perturbada por un incidente imprevisto: el oso erguido
planta sus patas sobre los hombros del clown. Sobre este incidente
que el clown y el público viven como una amenaza, el poeta/especta-
dor compone su poema: en el cuerpo a cuerpo del oso y del clown ve
una interrogación, lanzada por la bestia al hombre sobre el secreto de
sus poderes. Y el poeta hace del episodio el emblema mismo de la
relación de la sala a la escena, donde la pantomima del animal es
elevada a la altura estelar de su homónimo, la Osa Mayor. Este «acci­
dente de la representación» funciona como emblema de la revocación
estética del régimen representativo. El «espectáculo interrumpido»
revoca el privilegio del espacio teatral de visibilidad, de ese espacio
separado en el que la representación se daba a ver como una activi­
dad específica. De aquí en adelante habrá poema en todas partes, en
la actitud de un oso como en el despliegue de un abanico o el movi­
miento de una cabellera. Hay poema allí donde un espectáculo cual­
quiera puede simbolizar la identidad de lo pensado y de lo no-pensa­
do, de lo querido y de lo no-querido. Queda así revocada, al mismo
tiempo que el espacio específico de la visibilidad del poema, la sepa­
ración representativa entre la razón de los hechos y la razón de las
ficciones. La identidad de lo querido y de lo no-querido es íocalizable
en cualquier lugar. Y se recusa así la separación entre un muudo de
los hechos propios del arte y un mundo de los hechos ordinarios. Esta
es, en efecto, la paradoja del régimen estético de las artes. El nuevo
régimen establece la autonomía radical del arte, su independencia res­
pecto de toda regla externa. Pero la establece con el mismo gesto que
hace desaparecer la cerca mimética que separaba la razón de las fic­
ciones de la de los hechos, la esfera de la representación de las otras
esferas de la experiencia,
¿En un tal régimen del arte, cuál puede ser la consistencia y la
significación de la noción de lo irrepresentable? Esta noción puede
marcar la diferencia entre dos regímenes del arte, la sustracción
de las cosas del arte al régimen de la representación. Pero ya no
puede significar, como en el interior de ese régimen, que existan
acontecimientos y situaciones sustraídos por principio a la conexión
adecuada de un proceso de mostración y de un proceso de significa­
ción. En efecto, los objetos y los temas ya no están sometidos al
El destino de las imágenes ni

reglaje representativo de lo visible de la palabra, a la identificación


del proceso de significación con la construcción de una historia. Si se
quiere, todo ello puede resumirse en la fórmula de Lyotard, cuando
habla de una «insuficiencia del reglaje estable entre lo sensible y lo
inteligible». Pero esta «insuficiencia» significa precisamente la salida
dei universo representativo, es decir, de un universo que define crite­
rios de irrepresentabilidad. Que se dé una insuficiencia del reglaje
representativo quiere decir, a diferencia de lo que propone Lyotard,
que mostración y significación pueden acordarse infinitamente, que
su punto de concordancia está en todas partes y en ninguna. Está en
cualquier lugar donde se pueda hacer coincidir una identidad entre
sentido y no-sentido* con una identidad entre presencia y ausencia.

V.3. LA REPRESENTACION DE LO INHUMANO

Ahora bien, esta posibilidad no entiende de objetos que la anulen


en razón de su propia singularidad. Y se ha demostrado además per­
fectamente adecuada para la representación de esos fenómenos que se
dice irrepresentables, los campos de concentración y de exterminio.
Querría demostrarlo tomando a propósito dos ejemplos muy conoci­
dos de obras consagradas al horror de los campos y de la extermina­
ción. Tomo prestado el primero al inicio de La especie humana, de
Robert Antelme; «Fui a mear; aún era de noche. Al lado mío otros
también meaban; no nos hablábamos. Detrás deTmeadero estaba la
fosa de las letrinas, con su pequeño muro sobre el que otros tipos
estaban sentados, con el pantalón bajado. Un pequeño techo cubría la
fosa, no el meadero. Detrás nuestro, ruidos de chancletas, toses, eran
otros que llegaban. Las letrinas nunca estaban desiertas. A esa hora
un vapor fiotaba por encima del meadero (...) La noche de Buchenwaid

* Non-^ens significa en francés «contrasentido» o «sinsentido». Aquí, el prefijo non adquiere por
tanto una doble significación: la primera como pura negación del .sustantivo sens (como en otros términos
de esta argumentación.: no-visto, no-sabido, no-receptividad, no-qucrído, etc.), la segunda como pane
integrante del sustantivo /ton-iens. He preferido guardar aquí la simetría con las formas de negación
anteriores, para subrayar la pura, y bruta ausencia de sentido que entiendo que evoca el pasaje. En las
oirás apariciones del término, me ha parecido nids adecuado traducirlo como «sinsentido».
128 Jacques Ranciére

era tranquila. El campo era una inmensa máquina donnida. De vez en


cuando los proyectores se encendían desde las torres de vigilancia. El
ojo de las SS se abría y se cerraba. En los bosques que rodeaban el
campo, las patrullas hacían rondas. Sus perros no ladraban. Los cen­
tinelas estaban tranquilos.»

A menudo se aprecia en este pasaje una escritura que correspon­


de a una experiencia específica, la experiencia de una vida reducida
a su aspecto más elemental, privada de todo horizonte de espera, una
vida que encadena unos de.spués de otros los pequeños actos y las
pequeñas percepciones. A esta experiencia corresponde el encadena­
miento paratáxico de las pequeñas percepciones. Y esta escritura tes­
timonia de esa forma específica de resistencia que Roberí Antelme
quiere resallar: aquella que transforma la reducción concentracionaria
a la vida desnuda en afirmación de una pertenencia fundamental a la
especie humana, hasta en sus gestos más elementales. Sin embargo,
es evidente que esta escritura paratáxica no nació de la experiencia de
los campos. Es la misma escritura de El extranjero de Camus, es la
escritura de la novela behaviourista americana. Remontando más
atrás, es la escritura flaubertiana de las pequeñas sensaciones acopla­
das. Ese silencio nocturno de los campos nos recuerda en efecto otros
silencios, los silencios que caracterizan en Flaubert los momentos
amorosos. Propongo escuchar como eco uno de esos momentos que
marcan en Madame Bovary el encuentro de Charles y de Emma: «Se
volvió a sentar y retomó su labor, una media de algodón blanco a la
que hacía algunos zurcidos; trabajaba con la frente baja; no hablaba.
Charles tampoco. El aire que pasaba por debajo de la puerta levanta­
ba un poco de polvo sobre las baldosas; él observaba su movimiento,
y escuchaba sólo el latido interior de su cabeza, con el grito de una
gallina a lo lejos, que estaba poniendo en el corral.»
Sin duda en el texto de Robert Antelme el tema es más trivial y
el lenguaje más básico que en el de Flaubert (pero no deja de ser
notable que la primera línea de esta escena de meadero y del libro
mismo sea un alejandrino: Je sais alié pisser; il faisait encore nuit).
El estilo paratáxico de Flaubert se convierte en su texto, por así decir­
lo, en una sintaxis paratáxica. Pero este relato de la espera antes de
la partida del grupo se apoya .sobre la misma relación entre mostra­
ción y significación, el mismo régimen de rarefacción de la una y de
El destino de (as imágenes 129

la otra. La experiencia concentración aria vivida de Robert Antelme y


la experiencia sensorial inventada de Charles y de Emnaa se expresan
según la misma lógica de pequeñas percepciones agregadas las unas
a las otras, percepciones que hacen sentido de la misma manera, por
su mutismo, por su recurso a una experiencia auditiva y visual míni­
ma (la máquina dormida y el patio de una granja adormecida; los
perros que no ladran y el grito de las gallinas a lo lejos).

Por tanto, la experiencia de Robert Antelme no es «irrepresenta-


ble», como si el lenguaje no existiera para decirla. El lenguaje existe,
la sintaxis existe. No como lenguaje y sintaxis de la excepción, sino
al contrario, como modo de expresión propio del régimen estético de
las artes en su generalidad. El problema seria más bien el inverso. El
lenguaje que traduce esta experiencia no le es propio en modo alguno.
La experiencia de una deshumanización programada se dice en el mis­
mo modo que la identidad flaubertiana entre lo humano y lo inhuma­
no, entre el auge de un sentimiento que une a dos seres y un poco de
polvo arrastrado por el viento en un salón de granja. Antelme quiere
traducir una e.xperiencia vivida e incomparable de disección de la
experiencia. Pero el lenguaje que escoge, por su conveniencia con esta
experiencia, es el lenguaje común de la literatura, en el que desde hace
un siglo la absoluta libertad del arte se identifica con la absoluta pasi­
vidad de la materia sensible. E,sta experiencia extrema de lo inhumano
no conoce ni imposibilidad de representación ni lengua propia. No
existe una lengua propia del testimonio. Allí donde el testimonio debe
expresar la experiencia de lo inhumano, se encuentra naturalmente con
un lenguaje ya constituido del devenir inhumano, de la identidad entre
sentimientos humanos y movimientos inhumanos. Es el mismo len­
guaje con el que la ficción estética se opuso a la ficción representati­
va. Y podría decirse que, en última instancia, aquí yace precisamente
lo irrepresentable, en esta imposibilidad para una experiencia de decir­
se en su propia lengua. Pero esta identidad de principio entre lo propio
y lo impropio es la marca misma del régimen estético del arte.
Es lo que nos puede mostrar otro ejemplo, tomado de otra obra
significativa. Se trata del inicio de Shoah, de Claude Lanzmann, pelí­
cula alrededor de la cual flota, sin embargo, todo un discurso de lo
irrepresentable o de la prohibición de la representación. ¿Pero en qué
sentido testimonia esta película de un «irrepresentable»? El film no
i 30 Juegues Ranciére

afirma que el hecho del exterminio escape a la presentación artística, a


la producción de un equivalente artístico. Se limita a negar que ese
equivalente pueda ser producido por una encamación ficticia de los
verdugos y de las víctimas. Aquello que debe ser representado no son
unos verdugos y unas víctimas, sino el proceso de una doble supresión;
la supresión de los Judíos y la supresión de las huellas de su supre­
sión. Este proceso es perfectamente representable. Sencillamente, no lo
es bajo la forma de la ficción o del testimonio que, al hacer «revivir»
el pasado, renuncian a representar la segunda supresión. Es represen­
table bajo la forma de una acción dramática específica, como anuncia
la provocadora primera frase de la película: «La acción comienza hoy
en día...». Si lo que ha ocurrido, aquello de lo que no queda nada,
puede ser representado, sólo puede serlo a través de una acción, una
ficción inventada desde cero que comienza hic et nunc. Sólo a través
de la confrontación de la palabra proferida aquí y ahora sobre lo que
fue con la realidad materialmente presente y ausente en este lugar.
Pero esta confrontación no se limita a la relación negativa entre
el contenido del testimonio y el vacío del lugar. Todo el episodio
inicial del testimonio de Simón Srebnik en el claro de Chelmno* está
con.struido a partir de un juego mucho más complejo de la semejanza
y la desemejanza. La escena de hoy se parece a la exterminación de
ayer en el silencio, el mismo silencio, la misma calma del lugar; en
el hecho que hoy, en el desarrollo del rodaje, como ayer, en el fun­
cionamiento de la máquina de muerte, cada uno se ocupa de su tarea,
con toda sencillez, sin hablar de lo que hace. Pero esta semejanza
desnuda la desemejanza radical, la imposibilidad de conciliar la cal­
ma de hoy con la calma de ayer. La inadecuación del lugar desierto
con la palabra que lo rellena confiere a la semejanza un carácter alu-
cinatorio. Este sentimiento, expresado por la voz del testigo, es comu­
nicado de otra forma al espectador a través de los planos largos que
muestran a Srebnik minúsculo en medio del claro inmenso. La impo­
sible adecuación del lugar con ia palabra y con el cuerpo mismo del
testigo toca el corazón de esa supresión que debe ser representada.
Toca lo increíble del acontecimiento, programado por la lógica mis­
ma de la exterminación —y corroborado por la lógica negacionista:

La escena se desarrolla en el lugar vacío i]ue aníes ocupaba el campo de conccníiación de Chelmno.
El destino de kis imágenes 131

a u n q u e q u e d e u n o d e v o s o t r o s p a r a c o n ta r lo , n o s e le c r e e r á , es
decir; n o p o d r á c r e e r s e e l lle n a d o d e e s te v a c ío p o r lo q u e d ir é is . S e
t o m a r á p o r u n a a l u c i n a c i ó n . A esto responde la palabra del testigo
enfocada por la cámara. Corrobora lo increíble, corrobora la alucina­
ción, la imposibilidad de que las palabra.s llenen ese lugar vacío. Pero
la palabra del testigo le da la vuelta a esa lógica. Es el a q u í a h o r a
quien se tiñe de alucinación, de incredulidad; «No me creo estar
aquí», dice Simón Srebnik. Lo real del holocausto que se filma es
entonces lo real de su desaparición, lo real de su carácter increíble.
La palabra del testigo dice ese real de lo increíble en el dispositivo
de lo semejante/desemejante. La cámara le hace recorrer, minúsculo,
el claro inmenso. Le hace recorrer así el tiempo y la relación incon­
mensurable entre lo que la palabra dice y aquello de que testimonia
el lugar. Pero este recorrido de lo inconmensurable y de lo increíble
no es posible a su vez sin un artificio de la cámara. Al leer a los his­
toriadores del exterminio, que nos aportan sus dimensiones exactas,
se puede comprobar que el claro de Chelmno no era tan grande^. La
cámara ha debido ensancharlo subjetivamente para marcar la despro­
porción, para hacer una acción a medida del acontecimiento. La
cámara debió trucar la representación del lugar para dar cuenta de lo
real del exterminio y de la desaparición de sus huellas.

Este breve ejemplo nos muestra que S h o a h no plantea más que


problemas de irrepresentabilidad relativa, de adaptación de los medios
y de los fines de la representación. Cuando se sabe qué se quiere
representar —a saber, para Claude Lanzmaun, lo real de lo increíble,
la igualdad de lo real y de lo increíble— no hay propiedad del acon­
tecimiento que prohíba la representación, que prohíba el arte, en el
sentido mismo del artificio. No existe lo in'epresentable como propie­
dad del acontecimiento. Sólo exislen elecciones. Elección del presen­
te contra la historicización; elección de representar la contabilidad de
los medios, la materialidad del proceso, contra la representación de
las causas. Hay que dejar en suspenso las causas que vuelven el acon­
tecimiento rebelde a toda explicación por un principio de razón sufi­
ciente, ya sea ficcionai o documental.

^ La misma percepción se da en la película de Pascal Kunc Lc\ leoríci def fnnínsma, en que el
cineasta descubre el lugar en que dcsaparecierun varios miembro.s de familia.
132 Jacques Ranciére

Pero el respeto de esa suspensión no se opone en modo alguno a


los medios de arte de que dispone Lanzmann. No se opone en modo
alguno a la lógica del régimen estético de las artes. Indagar sobre
algo que ha desaparecido, sobre un acontecimiento cuyas huellas se
han borrado, encontrar a los testigos, hacerles hablar de la materiali­
dad del acontecimiento sin borrar su enigma; es una forma de inda­
gación seguramente inasimilable a la lógica representativa de la vero­
similitud que conducía al Edipo de Corneille a ser reconocido
culpable. Sin embargo, es una forma perfectamente congruente con la
relación entre la verdad del acontecimiento y la invención de ficción
propia del régimen estético de las artes. Y la indagación de Lanzmann
se inscribe en una tradición cinematográfica muy reconocida, aquella
que opone a la ilustración de la ceguera de Edipo el enigma a la vez
disuelto y mantenido de Rosebud, que es la «razón» de la locura de
Kane: la revelación al final de la indagación, al margen de la indaga­
ción, de la vacuidad de la «causa». Según la lógica propia del régi­
men estético, esta forma/investigación suprime la frontera entre el
encadenamiento de los hechos de ficción y el de los acontecimientos
reales. Es la razón por la cual el esquema Rosebud ha podido ser
recientemente empleado, en nna película «documental» como Repri-
se, para la investigación destinada a encontrar a la obrera del pequeño
documental de 1968 sobre la vuelta al trabajo en la fábrica Wonder.
La forma de la investigación que reconstituye la materialidad de un
acontecimiento dejando su causa en suspenso se demuestra conve­
niente para lo extraordinario del holocausto sin serle por ello especí­
fico. Una vez más, la forma propia es también aquí una forma impro­
pia, El acontecimiento no impone ni prohíbe por sí mismo ningún
medio de arte. Y no impone tampoco al arte ningún deber de repre­
sentar o de no representar de esta o de aquella manera.

V.4. LA HIPERBOLE ESPECULATIVA DE LO IRREPRESEN-


TABLE

De esta forma, la «insuficiencia de la relación estable entre lo


sensible y lo inteligible» puede entenderse perfectamente como la ili­
mitación de los poderes de la representación. Para interpretarlo en el
El destino de las imágenes 133

sentido de lo «irrepresentable» y plantear ciertos acontecimientos


como irrepresentables, es necesario operar una doble subrepción: una
que tiene que ver con el concepto de acontecimiento, la otra con el
concepto de arte. Esta doble subrepción está presente en la construc­
ción lyotardiana de la coincidencia entre un impensable en el corazón
del acontecimiento y un impresentable en el corazón del arte. Heide-
gger y «los Judíos» pone en paralelo un destino inmemorial del pue­
blo judío y un destino moderno anti-representaíivo del arte. Uno y
otro testimoniarían, presumiblemente, de una miseria primera del
espíritu. El espíritu sólo se pone en marcha movido por un terror
primero, por un shock inicial que lo transforma en rehén del Otro, ese
otro ingobernable que, en el psiquismo individual, se llama simple­
mente proceso primario. El afecto inconsciente, que no sólo penetra
el espíritu sino que en realidad lo abre, es el extraño de la casa, siem­
pre olvidado: el espíritu debe incluso olvidar el olvido para poder
presentarse como dueño de sí mismo. Ese Otro, en la tradición occi­
dental, habría tomado el nombre del Judío, el nombre del pueblo
testigo del olvido, testigo de la condición original del pensamiento
que es rehén del Otro. De aquí se deduce que la exterminación de los
Judíos está inscrita en el proyecto de dominio de sí** del pensamiento
occidental, en su voluntad de acabar con el testigo del Otro, el testigo
de lo impensable en el corazón del pensamiento. Esta condición iría
entonces en paralelo con el deber moderno del arte. La construcción
de ese deber del arte en Lyotard hace que se recubran dos lógicas
heterogéneas; una lógica intrínseca de los posibles y de los imposi­
bles propios de un régimen del arte y una lógica de denuncia del
hecho mismo de la representación.
En Lyotard ese recubrimiento se hace efectivo por medio de la
simple identificación de la fractura entre dos regímenes del arte con
la distinción de una estética de lo bello y una estética de lo sublime.
«Con la estética de lo sublime, escribe en Lo Inhumano, el desafío
de las artes consiste en hacerse testigos de que existe lo indetermi­
nado», El arte se haría testigo del «sucede»** que sucede siempre
antes de que su naturaleza, de que su quid sea perceptible, testigo de
que hay un impresentable en el corazón del pensamiento que quiere

Mailrise de soi en cl original: capacidad de gobernarse, conocerse y controlarse.


* // arrive: alude y remarca la impersonalidad radical del hecho.
134 Jacques Ranciere

darse forma sensible. El destino de las vanguardias consistiría en


testimoniar de este impresentable que desampara el pensamiento,
en inscribir la conmoción de lo sensible y testimoniar de la separa­
ción originaria,
¿Cómo se construye la idea de ese arte sublime? Lyotard se refie­
re al análisis kantiano de la impotencia de la imaginación: ante cier­
tos espectáculos, la imaginación se siente llevada más allá de su
dominio, conducida a ver en el espectáculo sublime —que se dice
sublime— una presentacióu negativa de esas Ideas de la razón que
nos elevan más allá del orden de la naturaleza fenomenal. Esas ideas
manifiestan su sublimidad por la impotencia de la imaginación para
llevar a cabo una presentación positiva de ellas. Kant compara esta
presentación negativa con la sublimidad del mandamiento mosaico
«No harás imágenes talladas». El problema es que de aquí no se
deduce ninguna idea de un arte sublime, dedicado a testimoniar de la
distancia entre Idea y presentación sensible. La idea de lo sublime en
Kant no es la idea de un arte. Es una idea que nos saca fuera del
dominio del arte, y nos hace pasar de la esfera del juego estético a la
de las ideas de la razón y de la libertad práctica.
El problema del «arte sublime» se plantea entonces en términos
simples; no se puede tener la sublimidad a la vez bajo forma del
mandamiento que prohíbe la imagen y de una imagen testigo de lo
prohibido. Para resolver el problema, hay que identificar la sublimi­
dad del mandamiento que prohíbe la imagen con el principio de un
arte no representativo. Pero para eso hay que identificar el sublime
extra-artístico de Kant con un sublime definido en el interior del arte.
Es lo que hace Lyotard ai identificar el sublime moral kantiano con
el sublime poético analizado por Burke.
¿En qué consiste para Burke la sublimidad del retrato de Satán
en el Paraíso perdido! En el hecho de juntar «las imágenes de una
torre, de un arcángel, del sol que se alza a través de ¡a bruma y, en
un eclipse, la ruina de los monarcas y la revolución de los impe­
rios». Esta acumulación de imágenes creaba el sentimiento de lo
sublime por su multitud y su confusión, es decir, por la sub-deter-
minación de las «imágenes» que proponía la palabra. Hay, notaba
Burke, una potencia de afección de las palabras que se comunica
directamente al espíritu, corto-circuitando la presentación sensible
El destino de las imágenes 135

imaginada*. La contra-prueba viene a confirmarlo cuando la visua-


lización pictórica transforma en imaginario grotesco las «imágenes»
sublimes del poema. Ese sublime se define entonces a partir de los
principios mismos de la representación y, especialmente, de las pro­
piedades específicas de lo «visible de la palabra». Ahora bien, en
Lyotard esa sub-determinación —esa relación laxa de lo visible a lo
decible— es llevada hasta el límite donde se transforma en la inde­
terminación kantiana de la relación entre idea y presentación sen­
sible. El collage de estos dos «sublimes» permite construir la idea
del arte sublime concebido como presentación negativa, testimonio del
Otro que habita el pensamiento. Pero esta indeterminación es en
realidad una sobre-determinación: aquello que viene a ocupar el
lugar de la representación es, en efecto, la inscripción de su condi­
ción primera, la huella exhibida del Otro qne la habita.
Este es el precio que hay que pagar para ajustar dos testimonios,
dos «deberes de testimonio». El arte sublime es aquello que resiste al
imperialismo del pensamiento olvidadizo del Otro, de la misma forma
que el pueblo judío es el pueblo que recuerda el olvido, que coloca en
el fundamento de su pensamiento y de su vida esa relación fundacio­
nal con el Otro. El exterminio es el término del proceso de una razón
dialéctica dedicada a suprimir de su seno toda alteridad, a excluirla y,
cuando se trata de un pueblo, a exterminarlo. El arte sublime es por
tíinto el testigo contemporáneo de esa muerte programada y ejecutada.
Es un arte que atestigua de lo impensable de la conmoción primera y
del impensable proyecto de eliminar ese impensable. Lo hace testimo­
niando no ya del horror desnudo de los campos, sino de ese terror
primero del e.spíritu que el terror de los campos pretende borrar. Y no
testimonia por medio de la representación de cuerpos amontonados,
sino por el destello anaranjado que atraviesa una monocromía de Bar-
nett Newmapí' o por cualquier otro procedimiento con el que la pintu­
ra conduela exploración de sus materiales —a partir del momento en
que son desviados de la tarea representativa.
\
Sin embargo, el esquema lyotardiano hace todo lo contrario de ¡o
que pretende hacer. Lyotard arguye un impensable originario que

* «imaginada» (¡magée en el original) debe eniendcrse aquí en d sentido de «hedía imagen» o «por
medio de imágenes».
136 Jacques Ranciére

resiste a toda asimilación dialéctica. Pero ese impensable se transfor­


ma a su vez en principio de una racionalización integral, que de hecho
pemiite identificar la vida de un pueblo con una determinación origi­
nal del pensamiento, y el impensable declarado de la exterminación
con una tendencia constitutiva de la razón occidental. Lyotard radica­
liza ia dialéctica adomiana de la razón, enraizándola en las leyes del
inconsciente y transformando la «imposibilidad» del arte después de
Auschwitz en un arte de lo impresentable. Pero este perfeccionamien­
to es en definitiva un perfeccionamiento de la dialéctica. Asignar a un
pueblo la tarea de representar un momento del pensamiento e identi­
ficar el exterminio de ese pueblo con una ley del aparato psíquico...
¿qué es si no hiperbolizar la operación hegeliana que hace correspon­
der los momentos del desarrollo del espíritu —y las formas del arte—
con las figuras históricas de un pueblo o de una civilización?
Se dirá que esta asignación es una manera de hacer colapsar la
máquina. Se trata de detener la dialéctica del pensamiento en el
momento en que se dispone a dar el paso. Pero, por un lado, el paso
ya ha sido dado. El acontecimiento ha tenido lugar, y es precisamente
ese haber-tenido-lugar quien autoriza ei discurso de lo impensable-
irrepresentable. Por el otro, podemos interrogamos sobre la genealogía
de ese arte sublime, testigo anti-dialéctico de lo impresentable. He
dicho que el sublime lyotardiano resultaba de un montaje singular
entre un concepto de arte y un concepto de aquello que excede el arte.
Pero este montaje que atribuye al arte sublime la tarea de testimoniar
de aquello que no puede ser representado está a su vez sólidamente
determinado. Se trata precisamente del concepto hegeliano de sublime,
lo sublime como momento extremo del arte simbólico. Lo propio del
arte simbólico, en la conceptualización hegeliana, es el no poder
encontrar un modo de presentación material para su idea. La idea de
la divinidad que anima el arte egipcio no puede encontrar una figura
adecuada en la piedra de las pirámides o de las estatuas colosales. Este
defecto de la presentación positiva se transforma en éxito de la presen­
tación negativa en el arte sublime, que concibe la infinidad y la alteri-
dad infigurable de la divinidad y dice en las palabras del «poema
sagrado» judío esa irrepresentabilidad, esa separación [écart\ de la
infinidad divina en relación a toda presentación finita. En definitiva, el
concepto de arte que se convoca para desmantelar la máquina hegelia­
na no es otra cosa que el concepto hegeliano de sublime.
E¡ destino de ¡as imágenes 137

En la leona de Hegel no hay uno solo, sino dos momentos del


arte simbólico. Existe el arte simbólico de antes de la representación,
y existe ese nuevo momento simbólico que adviene al final, más allá
de la época representativa del arte, al término de la disociación
romántica del contenido y de la forma. En este punto extremo, la
interioridad que quiere expresar el arte ya no tiene ninguna forma de
presentación determinada. Lo sublime retorna entonces, pero bajo
una forma estrictamente negativa. Ya no se trata de la simple imposi­
bilidad, para un pensamiento substancia], de encontrar una forma
material adecuada. Se trata de la infinitización vacía de la relación
entre la pura voluntad de arte y el «cualquier cosa» al que acude a
auto-afirmarse y a contemplarse en el espejo. La función polémica de
este análisis hegeliano es clara: intenta refutar que un nuevo arte pue­
da nacer de la desregui ación de la relación deteiminada entre idea y
presentación sensible. Esta desregulación no puede significar para
Hegel otra cosa más que el final del arte, su más allá. Lo propio de
la operación lyotardiana es reinterpretar ese «más allá», transformar
el mal infinito de un arte reducido a la simple reproducción de su
firma en la inscripción de una fidelidad a la deuda primera. Pero la
irrepresentabilidad sublime reconfírma entonces la identificación
begeliana entre un momento del arte, un momento del pensamiento y
el espíritu de un pueblo. Lo irrepresentable se transforma paradójica­
mente en la forma última bajo la que se mantienen tres postulados
especulativos: la idea de una adecuación entre forma y contenido del
arte; la de una inteligibilidad tota! de las formas de la experiencia
humana, incluso las más extremas; y finalmente la de una adecuación
entre la razón que explica los acontecimientos y la razón formadora
del arte.
Concluiré brevemente sobre mi pregunta inicial. Lo irrepresenta­
ble existe en función de las condiciones a las que un objeto de repre­
sentación debe someterse para entrar en un régimen determinado del
arte, eu un régimen específico de relaciones entre mostración y signi­
ficación. El Edipo de Corneille nos daba el ejemplo de una limitación
máxima, de un conjunto determinado de condiciones que definían las
propiedades que deben tener los objetos de la representación para
permitir una sumisión adecuada de lo visible a lo decible, un cierto
tipo de inteligibilidad concentrado en el encadenamiento de las accio­
nes y un reparto bien regulado de la proximidad y de la distancia
1 38 Jacques Ranciére

entre la representación y aquellos a quienes se dirige. Este conjunto


de condiciones define las características del régimen representativo del
arte, ese régimen de acuerdo entre poiesis y aisthesis que el pathos
edípico del saber venía a perturbar. Si lo irrepresentable existe, sólo
puede ser localizado en el interior de este régimen. En nuestro régi­
men, en el régimen estético del arte, esta noción no tiene un contenido
determinable, más allá de la pura noción de distancia respecto del
sistema representativo. Lo irrepresentable expresa la ausencia de una
relación estable entre mostración y significación. Pero esta desregula­
ción implica no ya menos sino más representación: más posibilidades
de construir equivalencias, de volver presente lo ausente y de hacer
coincidir un reglaje particular de la relación entre sentido y sin-sentido
con un reglaje particnlar de la relación entre presentación y retiro.
El arte anti-representativo es constitutivamente un arte sin irrepre­
sentable. Ya no hay límites intrínsecos a la representación, no hay
límites a sus posibilidades. Esta ilimitación quiere decir también: ya
no hay un lenguaje o una forma propios de un objeto, cualquiera que
este sea. Y es precisamente, este defecto de propiedad quien viene a
encararse tanto con la fe en un lenguaje propio del arte como con la
afirmación de la singularidad irreductible de algunos acontecimientos.
La alegación de lo irrepresentable afirma que hay cosas que no pue­
den ser representadas más que bajo un cierto tipo de forma, por un
tipo de lenguaje propio de su excepcionalidad. Stricto sensu esta idea
es una idea vacía. Expresa simplemente un anhelo, el deseo paradó­
jico de que en el régimen mismo que suprime la conveniencia repre­
sentativa de las formas a los objeto.s existan todavía formas propias
que re.speten la singularidad de la excepción. Como este deseo es
contradictorio en su principio, no puede realizarse sino en una hiper-
bolización que, para asegurar la ecuación falaz entre arte anti-repre-
sentativo y arte de lo irrepresentable, sitúa todo un régimen del arte
bajo el signo del terror sagrado. He intentado mostrar que esta hiper-
bolización no hace a su vez más que prolongar el sistema de raciona­
lización que pretende denunciar. La exigencia ética de que haya un
arte propio de la experiencia de excepción obliga a seguir alimentan­
do las formas de inteligibilidad dialéctica contra las que se pretende
asegurar los derechos de lo irrepresentable. Para alegar un impresen­
table del arte a la medida de un impensable del acontecimiento, hay
que volver ese impensable mismo enteramente pensable, enteramente
El destino de ¡as imágenes 139

necesario según el pensamiento. La lógica de lo irrepresentable no se


sostiene sino por una hipérbole que termina por destruirla.

ORIGEN DE LOS TEXTOS

«El destino de las imágenes» y «La frase, la imagen, ia historia»


fueron pronunciados como conferencias en el C e n t r e N a t i o n a l d e la
P h o t o g r a p h i e , por invitación de Annik Duvillaret, el 31 de enero de
2001 y el 24 de octubre de 2002.
«La pintura en el texto» tiene por origen una conferencia pronun­
ciada el 23 de marzo de 1999 en la A k a d e m i e d e r B i l d e n d e n K ü n s t e
de Viena, por invitación de Eric Alliez y Elisabeth von Samsonow. El
texto retoma también ciertos elementos de «Los enunciados de la
ruptura», contribución a Ja obra R u p t u r a s . D e l a d i s c o n t i n u i d a d e n la
v i d a a r t í s t i c a {^ R u p tu res. D e l a d i s c o n t i n u i t é d a n s l a v i e a r t i s t i q u e ,
ENSBA/Musée du Louvrp, 2002], dirigida por lean Galard,
«La superficie del diseño» fue publicado por primera vez bajo el
título de «Las ambivalencias del grafismo» en la obra colectiva
D e s i g n . . . G r a p h i q u e ? dirigida por Annick Lantenois TEcole régionale
des Beaux-Arts de Vaience, 2002].
«Si existe lo Irrepresentable» fue publicado por primera vez en el
número 36 de G e n r e H u m a in , dirigida por Jean-Luc Nancy, bajo el
título «El arte y la memoria de los campos» (Otoño-Invierno, 2001).
Todos los textos han sido re-elaborados para la presente publi­
cación.
IN D IC E D E N O M B R E S , O B R A S Y C O N C E P T O S

a c lio n -p a in tin g , 93 Baila, Giacomo, 42


Adorno, Theodor, 59 Balzac, Honoré de, 36, 38, 39, 61
AEG, 102, 103, 107, 109 Barthes, Roland, 33, 37, 40
a is th e s is , 12, 118, 120, 138 Bataille, Georges, 93
A le m a n ia , a ñ o c e r o (dir. Rosseliini), Batteux, Charles, 87
70 Baudelaire, Charles, 63, 75
A le x a n d r e N e v s k y (dir. Eisenstein), B a u h a u s, 109, 110
55 Beecroft, Vanesa, 79
Alttmsser, Louis, 15-17, 23, 57, 75 Behrens, Peter, 102-110
Aníelme, Robert, 127-129 bellas artes, 21, 86
Antonioni, Michelangelo, 70 Benjamín, Walter, 54
Apollinaire, Guillaume, 62 Bertolazzi, Cario, 57
Appiü, Adolphe, 74 Beuys, Joseph, 50
Aragón, Louis, 73 Biely, Andreí, 63
archi-semejanza, 32, 46 Boccionl, Humberto, 42, 62
art-déco, 107 Boltanski, Christian, 47, 50
Ariaud, Antonin, 63 Bourke-White, Margaret, 45
arte conceptual, 99 Brecht, Bertolt, 57
contemporáneo, 9, 10, 45, 54, Bresson, Robert, 26, 27, 29, 30
82 Broch, Herraann, 75
d e la c o n v e r s a c i ó n (Magritte), Broodthaers, Marcel, 24, 50
108 Brouwer, Adrián, 89
e indecibilidad, 4S Burke, Edmund, 117, 119, 134
video arte, 80
y política, 16, 17, 101 Cagney, James, 70
A r ts a n d C ra fts, 104, 105 Callot, Jacques, 71
A lt h a s a r d B a l t h a z a r (dir. Robert campos de exterminio, 72, 127
Bresson), 26, 27 Canudo, Riccioto, 80
A u - d e lá d u s p e c ta c le , 46 caos, 38, 63-65, 75
Aurier, Albert, 95-99 capital, 73
142 índice de nombres, obras y conceptos

Cattelan, Mauricio, 47 deirisión, 68, 77


Cendrars, Blaise, 62, 63 desfiguración, 90, 91, 94, 98-100
Cézanne, Paul, 53 desviación, 79, 99
C h a m b r e c la ire , L a (Barthes), 33 Dickens, Charles, 29
Chaplin, Charlie, 70 Diderol, Denis, 35, 87
Chardin, Jean Bapliste Siméon, 92­ Dijkstra, Rineke, 79
94 diseño, 9, 101-103, 107-109, 111,
C h in o is e , la (dir. Godard), 57 113
cine, 27-30, 49, 51, 53, 55, 56, 60, Dobrolet, 114
63, 65, 66, 68, 70-73, 75, 76. Dou, Gerard, 89
78-80, 86 Duchamp, Marcel, 46, 50
collage, 40, 72, 76, 99
d é c o U a g e , 50, 99 Edipo, 117-120, 122, 123, 132, 137
común, espacio, 11 (Comeille), 117, 126, 132
medida, 54, 55, 57-61, 63, 72, Eisenstein, Sergei, 29, 67
76, 79, 81 Epstein, Jean, 63, 80
sensible, 12, 13, 104, 110 escritura, 34, 41, 77, 97, 99, 103,
comunicación, 49, 51, 102, 112, 124 104, 111, 114, 128
constructivisiDD, 41 E s p e c ie H u m a n a , L a (Antelme), 127
Comeille, Pierre, 117, 118, 120-122, E s p r it (revista), 57
132, 137 estético, régimen, 21, 22, 36, 58, 59,
C r is to m u e rto s o s te n id o p o r lo s 89, 123, 126, 129, 132, 138
á n g e le s(Manet), 50 E x tr a ñ o s en un tren (dir. Hitchcock),
crítica, 10, n , 15. 38, 40, 43, 46, 53
47, 49, 68, 77, 79, 8¡, 82, 91, 92
Crewdson, Gregory, 79 Fassbinder, Rainer Wemer, 70
C ro w d , T h e (dir. King Vidor), 70 Faure, Elie, 30, 75, 77, 80
cristianismo, 106 F a u s to (dir. Mumau), 70
C u a d r a d o b la n c o s o b r e f o n d o b la n ­ Feldmann, Hans-Peter, 47
co (Malevich), 91, 115 fenomenología, 10
C u a tr o c ie n to s g o lp e s , Los (dir. Flaubert, Gustave, 29, 62, 65, 75
Truífaut), 49 fotografía, 22, 31-34, 37, 38, 45, 47,
48, 52, 54, 55, 60, 64, 71, 76, 79
Dada, 40, 61, 99, 111, 113 Foucauit, Michei, 16, 56, 57, 71, 75,
Daney, Serge, 49 77, 78
danza, 42, 86, 87, 104, 107 Franju, Georges, 70
De Duve, Thierry, 45, 50, 51 Fried, Michael, 99
Debord, Guy, 47 Freud, Sigmund, 38, 40
Debray, Regis, 26 Freund, Karl, 71
Delaunay, Robert, 42 Fuller, Lo'ie, 42, 74
Deieuze, Gilíes, 16, 64, 90, 94 funcionalismo, 110
Denis, M a u rice , 84, 87 futurismo, 42, 43, 111, 113
Indice de nombres, obras y conceptos 143

Giotto di Bondone, 78, 80 fin de las imágenes, 19, 40, 41,


Giraudoux, Hyppolite lean, 53 43
Godard, Jean-Luc, 30, 31, 51, 53, frase-imagen, 62, 64-66, 68, 71,
55-57, 60, 61, 65, 68, 70-72, 74­ 74, 78, 79
76, 78, 80, SI hiperbolización, 138
G o in g f o r l h b y d a y (Viola), 79 imageidad, 28, 29, 34, 47
Goncourt, Edmund y Jules, 61, 92-94 imaginario, 26, 38-42, 46, 47, 49,
Gordon Craig, Edward, 42 51, 57, 70, 81
Goya, Francisco de, 61, 71 metamórfica, 44, 46, 49
G r a n d ic ta d o r , e l (dir. Chapiin), 70 ostensiva, 44-47
G r a n d V erre (Duchamp), 115 V ida y m u e r te d e la im a g e n (De-
Greco {Doménicos Theotokópouios), bray), 26
29 ' impresionismo, 92, 94, 97
Greenberg, Clement, 45, 84, 86, 90, infrahumano, 70
111 in.stalaciones, 9, 79, 81
Greuze, Jean Baptiste, 87
Guaítari, Félix, 64 Judex (Fraiiju), 70
106
J u g e n d s til,
Haacke, Hans, 73
Habermas, Jurgen, 59 Kandinsky, Wassily, 40, 88, 90, 98,
Hains, Raymond, 50 111, 113
Heartfield, John, 73 Kant, Immanuel, 117, 123, 134, 135
Heckel, Erich, 80 Klimt, Gustav, 80
Hegel, Georg Wilhelm Friedricli, 61,
83, 89, 90, 100, 123, 136, 137 Laforgue, Jules, 71
Heidegger, Martin, 75 Lang, Fritz, 53, 71
hiperrealismo, 81 Lanzmann, Claude, 129, 131, 132
H i s t o r i á i s ) d e l c in e (dir. Godard), Lavier, Bertrand, 47
5 1 ,5 3 ,5 5 ,6 0 , 6 8 ,7 0 ,7 1 ,7 5 , 77, Léaud, Jean-Pierre, 57
78, 82 Lessing, Gotthold Ephraim, 59
Hitchcock, Alfred, 51 L e l ’s e n te r ta in , 46
holocausto, 131, 132 línea, 23, 56, 62, 74, 76, 92, 97, 98,
Homero, 35 101, 103, 111, 128
Hopper, Edward, 81 Lum, Ken, 81
Hugo, Viclor, 61 Lyotard, Jean Frangois, 9, 16, 54,
Hyppolite, Jean, 57 59, 116, 127, 133-137

icono, 39, 40, 45, 49, 51, 60, 81, 82, M adam e B o va ry (Flaubert), 29, 36,
102, 105-107, lio 66, 128
ideísmo, 97 M u d e in USA(dir. Godard), 76
imagen, 10, 25, 26, 29-37, 40, 43-51 Magritte, René, 108
desnuda, 44, 45 Maiakovski, Vladimir, 114
144 Indice de nombres, obras _v conceptos

(Balzac),
M a is o n d u ch a ! q u i p e l o t e necesidad interior, 97, 98, 111, 113
36, 37 neo-goticismo, 110
Maievich, Casimir, 111, 115 Newman, Barnett, 135
Malhirmé, Stéphane, 41, 74, 75. Nietzsche, Friedrich, 63
102-106, lio, 113 N ib e lu n g e ri (dir. LangJ, 53
Malraux, André, 57 N o s fe r a tu (dir. Murnau), 55, 56, 70
maoísmo, 57
Marker, Chris, 67
Odol. 107, 108
Marx, Harpo, 64, 65, 68
otredad, 26
Marx, Karl, 39, 57, 75
marxismo, 16, ¡7
matíerismo, 92, 97 Paik, Nam June, 61
Maupassant, Guy de, 63 (Milton), 112,
P a r a ís o p e r d id o , El
medio 119, 134
de expresión, 19, 36, 37, 42, 81 Parataxis, 62-64, 67, 68, 81
del arte, 56, 132 P a th o s , 21, 33, 53, 119, 120, 123­
mediología, 40 125, 138
médium, 27, 28, 85, 86, 88, 90, 98, perspectiva, 88, 102, 114
99, 111, 112 P ie r r o t le F ou (dir. Godard), 76, 78
M e m o r ia d e lo s c a m p o s , 45, 48 pintura, 25, 30, 32, 35, 37, 42, 50, 60,
M e n s c h e n a m S o n n ta g , 69 73, 77, 80, 83-85, 87-91,
Merleau-Ponty, Maurice, 93 94-100, 108, 110-113, 119, 135
Meyerhold, Vsevolod Emilevich, 42 holandesa, 89
mimesis, 23, 86, 87, 93, 112, 118, y palabra, 10, 11, 18, 21, 38, 47,
120 53-55, 59, 63, 75, 82, 87, 89,
Miller, Lee, 45 94, 98
misterio, 74, 76, 78, 79, 108, 110 y planicidad, 88, 100
M i t o lo g í a s (Barthes), 33, 40 y poesía, 35, 87, 98, 112
modernidad, 35, 50, 54, 57, 59, 72, tubos de pintura, 84-86
86, 99, 100, 111, 113, 124 Piranesi, Giovanni Battisía, 29
montaje, 40, 49, 51, 57, 64-68, 70, Pistoletto, Michelangelo, 50, 81
72, 73, 76, 78, 81, 82, 136 Platón, 116, 120
dialéctico, 72 poesis, 35, 87, 91
simbólico, 70, 72 pop art, 99, 112
Morris, William, 109 presencia, 14, 16, 21, 22, 26, 31,
Moser, Koloman, 107 34, 37, 38, 40, 41, 44-46, 48,
M o v in g p ic tu r e s , 79 50, 51, 53, 54, 57, 76, 78, 79,
M u e r te d e S ie g fr íe d , L a (dir. Lang), 91-94, 100, 111, 116, 117, 121,
71 125, 127
Munch, Edvard, 80 P o é tic a (Aristóteles), 125
Murnau, Friedrich Wilhelm, 55, 70 Proust, Marcel, 90
música, 59, 61, 74, 86, 87 publicidad, 49, 73, 102, 108
Indice de nombres, obras y conceptos 145

33, 34, 37, 38, 40, 52


P im c tiim , (Girau-
S i e g f r i e d e t le L im o u s ín
Puvis de Chíivannes, Fierre, 80 doux), 53, 71
signo, 26, 33. 36, 38, 40, 42, 52, 53,
55, 58, 60, 77, 81, 91, 97-99,
Ramuz, Charies Ferdinand, 55
108-111, 113, 138
Ray. Charles, 47
Los sig n o s e n tr e n o s o tr o s
R e g la d e l ju e g o , L a (dir. Renoir), 70
(Godard), 55
realismo, 21, 79, 124, 125
simbolismo, 96, 110
Rembrandt, Hermenszoon van Rijn,
simulacro, 20, 31, 32, 116
30, 48, 71. 78, 89, 97
S in m e d id a co m ú n , 54
Renoir. lean, 53, 70
Siodmak, Robert, 69, 71
representación, 10, 17, 21, 38, 48,
Sófocles, 9, 117, 119, 120
87-91, 93, 115, 117-127, 129,
S p ir a l s ta ir c a s e , T he, 69
131-133, 135, 137, 138
Srebnik, Simón, 130, 131
lo irrepresentable, 35, 115-117,
Stevens, George, 78
120, 121, 126, 127, 129, 131­
Stieglitz, Alfred, 46
133, 136-138
S tu d iu m , 33, 34, 37, 40, 52
R e p r is e , 132
sublime, 21, 54, 60, 61, 115-117,
Reverdy, Fierre, 74
119, 133-137
revolución, 16, 21, 22, 41, 44, 63,
suprematismo, 43, 114
73, 89, 112-114, 123, 124, 134
.surrealismo, 40
Richardson, Jonathan, 90
Riegl, AIoís, 111, 113 Taylor, Elisabeth, 78
Rist, Pipilloti, 61 teatro, 12, 29, 42, 43, 47, 57, 74, 90,
ritmo, 63, 74 99, 104, 107, 112, 121
Rodger, James, 48 televisión, 26, 27
Rodtchenko, Alexander, 43, 114 Teniers, David, 89
Rosler, Maitha, 73, 78 Thalberg, Irvin, 70
Rossellini, Roberto, 70 tipografía, 103, 112
Rougemont, Denis de, 75 tipos, 10, 22, 38, 39, 93, 103-108,
Rubens, Peter Paul, 89, 93, 94, 97 117, 127
Ruskin, John, 109, 110 lo d o h a b la , 37

(A p l a c e in
U n lu g a r a l s o l th e su n ,
Schelling, Friedrich Wilhelm Joseph, dir. George Stevens), 78
21, 83, 123 U n a n o c h e en C a s a b la n c a (Flerma-
Schwitters, Kurt, 62 nos Marx), 64
Secesión, 107, 111 U n a t ir a d a d e d a d o s j a m á s a b o l ir á
semejanza, 30-32, 34, 35, 39, 40, el a za r (Mailarmé), 102
43, 44, 46, 86-88, 102, 104, 112,
113, 121, 124, 125, 130 Van Gogh, Vincent, 63
S e p tim io S e v e r o (Greuze), 87 Velázquez, Diego, 77
S h o a h (dir. Lanzmann), 115, 129, 131 Vertov, Dziga, 42
146 Indice de nombres, obras y conceptos

V ien tre d e P a r ís , E l (Zola), 62, 66 Wagner, Richard, 41, 64, 74


Viola. Bill, 79, 80 Warhol, Andy, 50
Virgilio, 58, 61 Watteau, Antoine, 94
V is ió n d e l S e r m ó n (Gauguin, tam­ Werkbund, 104, 105, 109
bién conocido como L a lu c h a d e Wittgenstein, Ludwig, 86
J a c o b c o n e l á n g e l), 95, 110 Wodiczo, Krzystof, 73
V oici, 45, 46, 50, 51, 81 Woolf, Virginia, 63
V oilá, 46, 47, 50, 81 Worringer, Wilhelm, 111
Voz, 11, 13, 15, 17, 18, 21, 36, 53,
56, 57, 65, 75, 95, 96, 130 Zola, Eiiiile, 9, 29, 61, 62, 66-68
E ste l ib r o s e t e r m in ó d e i m p r im ir e n
LOS TALLERES DE PHOENIX, M a DRID,

EL DÍA DIECIOCHO DE FEBRERO


DE DOS MIL ONCE
Jacques Ranciére (Argel, 1940) es
filósofo y profesor emérito de la
Universidad de París VUl (San Denís).
Entre sus obras podemos destacar
las siguientes: La nuitd es prolétaires:
archives du reve ouvrier (1981), Le
m a itre ig n o ra n t; cin q iegons su r
l'em ancipation intelectuelle (1987),
A u x bords du p o litiq u e (1990), La
m ésentem e: p o litiq u e et p h ilo sp h ie
(1995), Le partage du sensible (2000),
L'Inconscient esthétique (2001). Sus
últimos libros traducidos ai español
incluyen: La Fable ciném atographi-
que (2001) (La fábula cinem atográ­
fica: reflexiones sobre la ficción en el
cine), La h a in e de la d é m o cra tie
(2005) (El o d io a la d em o cra cia )
(2005), y El espectador em ancipado
( 2010) .
- Un pasado revolucionario, múltiples denuncias de vio-
y lencia y opresión, un constante velo de misterio, casi
una mística de lo desconocido... En el centro de
todo ello, las imágenes y su relación con el arte, con
el pensamiento, con la técnica y la política. Transi­
tando con maestría esos caminos, el filósofo Jacques
Ranciére formula, vez tras vez, las preguntas esenciales; ¿Qué es ante todo
la imagen? ¿Qué hace de las imágenes artel ¿De dónde viene y a dónde va
la historia de sus sentidos? ¿Y qué tipo de pensamiento puede proponerse
explicarlos?

Desde el cine a la pintura, de la fotografía al poema, de la filosofía al diseño


gráfico. El destino de las imágenes abre un lugar desde el que pensar sobre
los trabajos del arte, y cpnstantemente nos demuestra que todos sus senti­
dos no son en origen otra cosa que una singularidad, un paisaje en movi­
miento en el que las palabras y las formas, las ideas y las cosas se entrelazan
cerca de nosotros (en el horizonte poético y político que las vio nacer).

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Editorial Politopías 9 788493 818609

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