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La m e d id a d e

L A R EA LID A D

A N T IF IC A C IÓ N Y LA S O C IE D A D O C C ID E N T A L ,
1250-1600

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A lfred W. C rosby

La m e d id a d e
L A R EA LID A D

La c u a n t if ic a c ió n y l a s o c ie d a d

O C C ID E N T A L , 1 2 5 0 - 1 6 0 0

DONADO A
UNIVERSIDAD DE CONCEPCION

C r ític a
(¡KIIAl.ltO M O N D A D O K I
K aki i lona
(.hiedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo
las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier
medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribu-
i mu de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

I'lluln original:
Mil MI, ASURE OFREALITY
tjininlijitdíion and Western Society, 1250-1600

Tonina ion castellana de JORDI BELTRAN

( 'nhieila loan Batallé


llusliucion de la cubierta: Jan Vermccr, ti! geógrafo, 1669.
111 l‘)‘>7 : amhridge l Juivcrsity Press, Cambridge
id 1998 de la traducción castellana para España y América:
( RlTl( A (( it ijalho Mondadori, S.A.), Alagó, 385, 08013 Barcelona
ISBN: 8d 7423 885 4
I tcposilo legal B ’6 .599 1988
linpicso cu l .spaila
|9 H 8 IIIIR O I'I S I | una. I bis, 0 8 0 1 0 l i a n clona
" 140- A

C P t C ]

Quitad el número de todas las cosas y todas las cosas pere­


cen. Quitad el cálculo del mundo y todo queda envuelto en os­
cura ignorancia, y tampoco el que no sabe calcular se distingui­
rá del resto de los animales.
S an I sid o r o de S evilla ( c . 600)

Y todavía vienen, recién llegados de aquellas naciones para


las cuales el estudio de lo que puede pesarse y medirse es un
amor apasionado.
W. H. A u d e n (1935)

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PREFACIO

Este es el tercer libro que he escrito en toda una vida dedicada a la bús­
queda de explicaciones del asombroso éxito del imperialismo europeo. Los
europeos no fueron los imperialistas más crueles ni tampoco fueron los más
bondadosos, ni los primeros ni tampoco los últimos. Fueron excepcionales
por la magnitud de su éxito. Puede que conserven esta distinción eterna­
mente, porque es improbable que una sección de los habitantes del mundo
vuelva a gozar alguna vez de ventajas tan extremas sobre las demás.
Ciro el Grande, Alejandro Magno, Gengis Jan y Huayna Cápac fueron
grandes conquistadores, pero todos ellos se vieron limitados a un solo conti­
nente y, en el mejor de los casos, parte de otro. Eran personas caseras en
comparación con la reina Victoria, en cuyo imperio (si se me permite resuci­
tar un viejo lugar común) el sol literalmente nunca se ponía. Tampoco se po­
nía jamás en los imperios de Francia, España, Portugal, los Países Bajos y
Alemania cuando estaban en su apogeo. Las explicaciones de este triunfo, po­
pulares en Europa hacia 1900, eran alimentadas por el etnocentrismo y justi­
ficadas por el darwinismo social. Decían, sencillamente, que los miembros de
la especie humana más sometidos a dolorosos quemaduras de sol eran las
más recientes, las más altas y, con toda probabilidad, las últimas ramitas del
árbol de la evolución, que iba exfoliándose. Las personas pálidas eran los se­
res humanos más inteligentes, más enérgicos, más sensatos, más avanzados
estéticamente y más éticos. Lo conquistaban todo porque lo merecían.
Esto parece cómicamente improbable hoy, pero ¿qué otras explicacio­
nes hay ? He escrito libros sobre las ventajas biológicas de que gozaban los
imperialistas blancos. Sus enfermedades causaban gran mortandad entre
los indios americanos, los polinesios y los aborígenes australianos. Sus ani­
males v sus idantas, cultivadas y silvestres, les ayudaron a «europeizar»
grandes extensiones del mundo y convertirlas en cómodos hogares para los
europeos.1 Pero mientras interpretaba mi papel de determinista biológico

I Alliril W ( ’msliy, é io lo u ie a l tm periutism : The M o ln g iu il T'.xptmsion o/ lü im p e,


10 L A M ED ID A D E L A R E A L ID A D

me importunaba la impresión de que los europeos obtenían resultados muy


buenos, incomparables, enviando barcos que cruzaban los océanos con
destinos determinados de antemano a los que llegaban dotados de un ar­
mamento superior: por ejemplo, cañones superiores a los que tenían los
otomanos y los chinos; de que eran más eficientes que nadie en la tarea de
administrar sociedades anónimas e imperios cuya extensión y nivel de acti­
vidad no tenían precedentes; de que eran, en general, mucho más eficaces
de lo que deberían haber sido, al menos al juzgarlos de acuerdo con sus
propios precedentes y los de otros. Los europeos no eran tan magníficos
eomo creían, pero sabían organizar grandes concentraciones de gente y de
nq>iltd y explotar la realidad física en busca de conocimientos útiles y
de poder de manera más eficiente que cualquier otro pueblo de la época.
¿Por qué?
La respuesta clásica, expresada de forma sencilla, es: ciencia y tecno­
logía: y no cabe duda de que lo fue durante generaciones y sigue siéndolo
en gran parte del mundo. Pero si atravesamos con la mirada el siglo XIX y
culminamos los comienzos del imperialismo europeo, vemos poca ciencia
v poca tecnología como tales. La ventaja de los europeos, en mi opinión, ra­
da aba al principio no en su ciencia y su tecnología, sino en la utilización de
hábitos de pensamiento que en su momento les permitirían avanzar rápida­
mente en ciencia y tecnología y, mientras tanto, les daban unas habilidades
titlminislralivas, comerciales, navales, industriales y militares decisivamen­
te importantes. La ventaja inicial de los europeos radicaba en lo que los his­
toriadores franceses han llamado mentalité.
Durante la baja Edad Media y el Renacimiento apareció en Europa un
nuevo modelo de realidad. Un modelo cuantitativo empezaba justo a des-
plaz.ar al viejo modelo cualitativo. Copérnico y Galileo, los artesanos que
aprendieron por su cuenta a fabricar buenos cañones uno detrás de otro,
los cartógrafos que trazaron los mapas de las costas que acababan de des­
cubrirse, los burócratas y los empresarios que administraban los nuevos
imperios y las compañías de las Indias Orientales y Occidentales, los ban­
queros que ordenaban y controlaban los torrentes de riqueza recién adqui­
rida. toda esta gente, al pensar en la realidad, empleaba términos cuanti­
tativos con mayor constancia que cualquier otro miembro de su especie.
I 'ueron, a nuestro modo de ver, los iniciadores de un cambio revolucio­

nan /WU. Cambridge University Press, 1986 (hay Irad. casi.: Imperialismo ecológico. La ex­
pansión biológica de Europa, 900-1900, Crítica, Barcelona, 1988); id., The Cotumbian Ex-
i liangc lliological and ( 'ultural ( 'onseipiences o f N92, (ireenwood Press, Weslport, Comí.,
19/'.'; a l . (irruís, Sceils. and Animáis: Siuilirs ni EcológicaI llislorw Sliarpe, Armonk, N. Y.,
PREFACIO 11

nario, y de ello no cabe duda, pero también fueron los herederos del cam­
bio de mentalité que venía fermentándose desde hacía siglos. El presente li­
bro trata de tales cambios.

Escribir este libro ha sido una gran batalla para mí, y nunca hubiera
pensado en la posibilidad de librarla sin mis numerosos aliados. Estoy en
deuda con la Fundación Guggenheim y la Universidad de Texas por el tiem­
po y el dinero que me proporcionaron, y debo a la Biblioteca del Congreso
el acceso a sus estanterías y los consejos y el asesoramiento de su personal.
Agradezco a Brenda Preyer, Robín Doughty, James Koschoreck y André
Goddu la revisión de los capítulos que hablan de sus especialidades res­
pectivas. Martha Newman y Eduardo Douglas leyeron todo el manuscrito y
me salvaron de cometer muchos errores. Debo especial agradecimiento a
Robert Lerner, que leyó atentamente la totalidad del manuscrito y meticu­
losamente largas extensiones del mismo, e impidió que cayera en muchos
precipicios. Finalmente, doy las gracias a mi editor de Cambridge, Frank
Smith, que leyó mi libro tantas veces como lo escribí y lo reescribí, verda­
dero calvario de Sísifo.
Primera parte

CONSECUCIÓN DE LA PANTOMETRÍA

Pantometría (Pantom etry) [gr. Ttavxo-, Panto-, todo + gr.


-|i£Tpía, medida.] 1. Medida universal: véanse citas. Obs.
[1571 Diggs (título) A Geometrical Practice, named Pantome-
tria, divided into three Bookes, Longimetra, Planimetra, and
Steriometria.]
Oxford English Dictionary
1. PANTOMETRIA: INTRODUCCION

Toda cultura vive dentro de su sueño.


L ew is M um fo rd (1934)'

A mediados del siglo ix d.C. Ibn Jurradadhbeh calificó la Europa occi­


dental de fuente de «eunucos, niñas y niños esclavos, brocado, pieles de cas­
tor, gluten, martas cebellinas y espadas», y no mucho más. Un siglo después
otro geógrafo musulmán, el gran Masudi, escribió que los europeos eran
gentes de mente embotada y hablar pesado, y «cuanto más al norte están,
más estúpidos, groseros y brutos son».12 Esto era lo que cualquier musulmán
culto hubiera esperado de los cristianos, en particular de los «francos», que
era el nombre que los europeos occidentales recibían en el mundo islámico,
porque esta gente, bárbaros la mayoría de ellos, vivían en la remota margen
atlántica de Eurasia, lejos de los centros de sus elevadas culturas.
Seis siglos más tarde los francos eran por lo menos iguales a los musul­
manes y a todo el resto del mundo e incluso les llevaban la delantera en cier­
tos tipos de matemáticas y de innovaciones mecánicas. Se encontraban en la
primera etapa de creación de la ciencia y la tecnología que serían la gloria de
su civilización y el arma afilada de su expansión imperialista. ¿Cómo habían
logrado todo esto aquellos palurdos?
¿Cuál era la naturaleza del cambio habido en su mentalité, como dirían
los franceses? Antes de tratar de responder a esta pregunta, deberíamos exa­
minar la mentalité en el siglo xvi. Es el efecto y, conociéndolo, sabremos
mejor qué es lo que debemos buscar para conocer también las causas.

1. Lewis Mumford, Technics and Civilization, Harcourt, Brace & World, Nueva York,
I9(>2, p. 28 (hay Irad. casi.: Técnica y civilización. Alianza, Madrid, 1994).
2. Ilernaid Lewis, Tlic Mnslini Dixcovery af l'jim/ic, Norton, Nueva York, 1982,
pi> I 18 I 10
F igura 1. Pieter Bruegel el Viejo, La templanza, 1560. H. Arthur Klein, Graphic Worlds o fP eter Bruegel the E i­
der, Dover Publications Inc., Nueva York, 1963, p. 245.
p a n t o m e t r ía : in t r o d u c c ió n 17

El kitsch es una mirilla que nos permite ver muestras, si no siempre de los lu­
gares comunes de una sociedad, sí de lo que está pensando con la mayor intensi­
dad y hasta de cómo lo está pensando. Ofrezco como prueba de ello un grabado
de 1560 que es obra de Pieter Bruegel el Viejo y lleva el título de La templanza3
(figura 1), que a la sazón era la más prestigiosa de las antiguas virtudes. El
lema en latín que aparece impreso debajo del original es trivial («Debemos
cuidar de no entregarnos a los placeres vanos, el despilfarro o la vida luju­
riosa; pero también de no vivir en la suciedad y la ignorancia, a causa de la
mezquina codicia»),4 pero el artista, cuyo objetivo era vender, se aseguró de
que prácticamente todo el resto del grabado fuesen cosas nuevas o, como
mínimo, de éxito reciente. Nadie hubiese querido o podido crear tal grabado
quinientos años antes o, en su totalidad, siquiera cien años antes, como tam­
poco se hubiera podido trazar un mapa de América.
Una serie de occidentales progresistas ejercen sus respectivos oficios al­
rededor de la figura de la Templanza. El xvi fue un gran siglo para la astro­
nomía y la cartografía — fue el siglo de Nicolás Copérnico y de Gerardus
Mercator— y así en lo alto y en el centro un astrónomo temerario se tamba­
lea sobre el Polo Norte y mide la distancia angular que hay entre la Luna y
alguna estrella vecina. Debajo de él, un colega hace una medición parecida
de la distancia entre dos lugares de la Tierra. Justo debajo y a la derecha hay
un revoltijo de instrumentos de medir — brújulas, una escuadra de albañil y
una plomada entre otras cosas— y personas que los utilizan. Es obvio que
Bruegel daba por sentado que sus contemporáneos y los posibles clientes se
enorgullecían de su capacidad de medir, de obligar a una realidad fluida a
detenerse y someterse a la aplicación del cuadrante y la regla en forma de T.
La parte superior derecha del grabado está dedicada a la violencia. En
ella, la gente y los instrumentos — mosquete, ballesta y artillería— están re­
lacionados con la guerra, de la cual podría decirse que era la ocupación cen­
tral de los europeos en el siglo de Bruegel. En la Edad Media las batallas las
había decidido el choque de aristócratas montados a caballo, pero la tecno­
logía militar había cambiado y ahora lo que dominaba las batallas era el en­
frentamiento de grandes bloques de plebeyos que luchaban a pie e iban per­
trechados con armas que se usaban «a distancia» como, por ejemplo, picas,
ballestas, arcabuces, mosquetes y artillería. Mandar los nuevos ejércitos
exigía algo más que tener valor y saber montar a caballo.
Los manuales militares del siglo xvi solían incluir tablas de cuadrados y

3. Mi interpretación de este grabado procede en gran parte de H. Arthur Klein y Mina C.


Klein, Peter Bruegel the Eider, Artist, Macmillan, Nueva York, 1968, pp. I 12-1 16.
4. H. Arthur Klein, (Iruphic Worldx of Peter Bruegel the Eider, Dover, Nueva York,
1963, pp. 243-246.
IX LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

raíces cuadradas que ayudaban a los oficiales a desplegar a cientos e inclu­


so miles de hombres en las nuevas formaciones de batalla del Occidente re­
nacentista: cuadros, triángulos, tijeras, cuadros irregulares, cuadros amplios,
etcétera.5 Los oficiales, los buenos, tenían ahora que «vadear en el extenso
mar del álgebra y los números»6 o reclutar a matemáticos para que les ayu­
dasen. Yago, el viejo soldado y villano de Otelo, de Shakespeare, desprecia
a Cassio porque es un «aritmético» que «nunca ha desplegado un escuadrón
en el campo de batalla»,7 pero estos expertos en números se habían conver­
tido en una necesidad militar.
El nuevo tipo de guerra había reducido los soldados de a pie a cuantos.
Más aún que los hombres de la falange griega y la legión romana, estos sol­
dados aprendieron a comportarse como autómatas. Empezaron a hacer algo
que desde entonces hemos considerado característico de los soldados: mar­
car el paso. Nicolás Maquiavelo, teórico militar además de político, declaró
que «del mismo modo que un hombre que baila y sigue el compás de la mú­
sica no puede dar un paso en falso, también un ejército que sigue como es
debido el toque de sus tambores no es fácil que pueda caer en el desorden».8
I os libros de texto y los instructores redujeron las complicadas manipula­
ciones de picas y armas de fuego que hacían los soldados de infantería a una
serie ríe movimientos distintos — veinte, treinta, cuarenta— que requerían,
lodos ellos, aproximadamente la misma concentración y duraban igual.
I i ¡im,'ois Rabelais se reía de los soldados que se comportaban como «un per-
ledo mecanismo de relojería»,9 un tipo de maquinaria del que volveremos a
ocuparnos en el capítulo 4.
En el grabado de Bruegel, justo debajo de los dos cañones que vemos en la
parle superior derecha, hay cinco hombres que probablemente discuten sobre el
contenido del voluminoso libro que hay a su lado, que con la mayor probabili­
dad es la Biblia. Eran disputas de esta clase las que empujaban a los hombres a

5. Bernabé Rich, Path-Way to Military Practise (London 1587), Da Capo Press, Ams-
lerdain, 1969.
6. Tilomas Digges, An Arithmetical Militaire Treatise Named Stratioticos (London
1571), Da Capo Press, Amsterdam, 1968, p. 70.
1. William Shakespeare, Otelo, acto 1, versos 18-30 (hay trad. cast.: Otelo, trad. de L.
Asuana Marín, Aguilar, Madrid, 1988).
8. Nicolás Maquiavelo, The Art ofWar, en The Works ofNicholas Machiavel, Thomas
Ilavies y oíros, Londres, 1762, pp. 44, 47, 54 (hay trad. cast.: Del arte de la guerra, Tecnos,
Madrid, 1988). Véase también William H. McNeill, The Pursuit of Power: Technology, Ar-
tnrd Porce, and Society since A. D. 1000, University of Chicago Press, Chicago, 1982, pp.
I ’H I 14.
9. han(,'ois Rahelais, The Histories o f Gargantua and Pantagruel, trad. ing. de J. M.
Cohén, IVngnin Books, llarmondsworlh, 1955, p. 141 (hay Irad. casi.: Gargantúa y Panta-
gntcl, liad de I Burju. Akal. Madrid. 1994)
p a n t o m e t r ía : in t r o d u c c ió n 19

fabricar cañones y a convertir a los soldados de a pie en piezas de maquinaria.


Debajo de los que discuten un maestro instruye a unos niños en la lectura del
abecedario. Saber leer y escribir era cada vez más importante para los ambicio­
sos. Hasta los sargentos necesitaban saber leer y escribir, «porque es difícil ha­
cer bien de memoria tantas cosas como le encomendarán al mismo tiempo».10*
Un siglo antes, Johannes Gutenberg había estandarizado las letras gó­
ticas vaciándolas en las caras de pequeños cubos de metal de dimensiones
uniformes, exceptuando la anchura (después de todo, la «eme» es más an­
cha que la «i»). Las alineaba en un bloque como filas de soldados en for­
mación, las aseguraba con cuñas y luego apretaba el bloque sobre el papel,
con lo cual imprimía una página entera de golpe. Su realización más fa­
mosa fue la Biblia Mazarino: cuarenta y dos líneas por página de alrede­
dor de 2.750 letras cada una, con márgenes justificados a la izquierda y a
la derecha."
La parte inferior izquierda del grabado aparece dedicada a una tempestad
de cálculo. Un mercader cuenta su dinero, con el cual medimos todas las co­
sas. Un contable calcula utilizando números indoarábigos, y alguien — ¿un
campesino?— parece hacer cálculos en la parte posterior de un viejo laúd o
fuelle. ¿Qué es la señal que tiene junto a la mano? Parece la versión dibujada
de una vara de contar, un trozo de madera con unas muescas que indican va­
lores numéricos: una muesca amplia para un florín, una muesca más estrecha
para las divisiones del mismo.12
Seguidamente, en la dirección de las agujas del reloj, hay un pintor — ¿el
propio Bruegel?— vuelto de espaldas a nosotros, posiblemente porque se
siente avergonzado. En este grabado Bruegel infringió la regla principal de
la perspectiva renacentista, según la cual un cuadro debía ser constante en su
geometría y no tener más de un punto de vista. Juntó varias escenas en un
mismo grabado, apretadamente, cada una con su propio punto de vista. La
gente y los objetos del lado derecho están relacionados espacialmente (aun­
que de manera vaga) con escalones que suben, esto es, se alejan, hacia la
parte de atrás (la parte de arriba). En cambio, los tubos del órgano de la iz­
quierda se alejan en línea recta del espectador hacia un horizonte que no se
ve pero que obviamente es más bajo. El astrónomo y el cartógrafo se mue­
ven de modo autónomo en un espacio surrealista.
El efecto es deshilvanado, pero Bruegel sabía muy bien lo que hacía. El

10. Digges, Stratioticos, p. 87.


I I. Michael Clapham, «Printing», en Charles Singer y otros, eds., A History of Techno­
logy, C'larendon Press, Oxford, 1957, 5, pp. 386-388; Gulenberg Bible, Humanities Research
(Vnler, lliiivcxily ol Texas, Austin.
12. Karl Meiininger, Nnmher Wortls añil Niiinhrr Svmholx A Cultural History ofNion-
hrrs. liad inri. de Paul Itronere, MI I Press, ( ’anibi idee. Mass . 1969, p. 25 I.
20 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

y sus clientes estaban familiarizados con las reglas geométricas de la pers­


pectiva renacentista y la infracción de las mismas le permitió indicar la inde­
pendencia de las escenas, que, por lo demás, eran contiguas, dando a cada
lina de ellas su propia perspectiva. (En el capítulo 9 hablaremos mucho más
de la perspectiva del Renacimiento.)
Directamente por encima del artista hay varios músicos y un azacán que
inyecta aire en un órgano. Los cantores ejecutan la música de unos textos.
Son niños y adultos de diversas edades y, por ende, de diferentes tesituras
vocales, y les acompañan el órgano, un sacabuche, un cornetto y otros ins­
trumentos. Es probable que su canto sea polifónico y, en tal caso, es seguro
que necesitan textos. El xvi fue el siglo de Josquin de Prés y Thomas Tallis,
la edad de oro de la polifonía de iglesia, tipo de música tan complicado
que la mejor manera — tal vez la única— de ejecutarla es con la ayuda de la
notación escrita. Al igual que la nuestra, que desciende de ella, la notación
musical del Renacimiento consistía en líneas que indicaban, de arriba abajo,
la altura del sonido de las notas, y sobre ellas unas figuras que indicaban el
orden de las notas y las pausas, que, en duración, eran todas iguales o múl­
tiplos o tracciones exactos unas de otras. Tallis, uno de los contemporáneos
de Bruegel, compondrá Spetn in alium, en cuarenta partes separadas, posi­
blemente para el cuadragésimo cumpleaños de la reina Isabel en 1573.13
l Me motete es el no va más de la forma cuántica de abordar el sonido y has­
ta el momento no ha sido superado como brillante exhibición de contrapunto.
Para demostrar que su época no consistía sólo en guerra, trabajo y técni­
ca difícil, Bruegel incluyó una referencia al teatro contemporáneo, con bu-
lon y todo, en el ángulo superior izquierdo. Al parecer, este pintor tenía ol­
fato para captar no sólo las tendencias del momento, sino también las
futuras. Lope de Vega nacerá dos años después de que Bruegel termine este
dibujo, y Shakespeare otros dos años más tarde.
La Templanza misma ocupa el centro del grabado. En la mano izquierda
sostiene las gafas, símbolo de sagacidad, y en la derecha tiene las riendas
que llevan hasta un bocado que representa el dominio de sí misma. Lleva es­
puelas en los talones (control sobre un gran poder) y ciñe su talle con una
sei picnic (¿malas pasiones dominadas?). Se encuentra de pie sobre un aspa
de un molino de caja giratoria, la mayor aportación que la Europa medieval
hizo a la tecnología de la energía. Situada en el centro exacto del dibujo
y sin duda no fue por casualidad— , lleva en la cabeza lo que en aquel
tiempo era el más claramente occidental de todos los aparatos que se usabanI

I t l’aul Doe. ■■t allis, Tilomas», en Slanley Sadie, ed., The New Grave Dictionary of
Mn\it and Mina iiin.\. Maoni ilian, I omlivs, 1K, p. S44.
p a n t o m e t r ia : in t r o d u c c ió n 21

para medir cantidades: el reloj mecánico, cuyo titánico t ic ta c llevaba ya


250 años tronando en los oídos de Europa.14

El grabado de Bruegel es una especie de popurrí de lo que estimulaba la


atención de los europeos occidentales urbanos hacia 1560, de lo que po­
dríamos llamar «el sueño renacentista de Occidente». La miscelánea es tan
grande que no resulta fácil poner nombre a dicho sueño. Nadie se preocupa­
ba por su coherencia interna o siquiera lo consideraba un conjunto. Era un
anhelo, una exigencia, de orden. Muchas de las personas del grabado de
Bruegel se dedican de un modo u otro a visualizar la sustancia de la realidad
como conjuntos de unidades uniformes, como cuantos: leguas, millas, gra­
dos de ángulo, letras, florines, horas, minutos, notas musicales. Occidente
empezaba a decidirse (al menos en parte) a tratar el universo en términos de
cuantos uniformes en una o más características, cuantos que a menudo se
conciben dispuestos en líneas, cuadrados, círculos y otras formas simétricas:
pentagramas, pelotones, columnas de libro mayor, órbitas planetarias. Los
pintores concebían las escenas como conos visuales dotados de precisión
geométrica o pirámides enfocadas en el ojo que las observaba. Si damos por
sentado que las eras tienen Zeitgeist, el logro sin precedentes y, de momen­
to, no superado del Renacimiento en la pintura, la más puramente visual de
las artes y las labores de artesanía, era previsible, incluso inevitable; pero
me estoy adelantando a mí mismo.
El Occidente renacentista decidió percibir visualmente y de una vez una
parte tan grande de la realidad como fuera posible, rasgo que entonces y du­
rante siglos venideros sería el más distintivo de su cultura. La decisión abar­
có incluso lo que era menos visual y más fugaz, la música. En una página
puedes ver de golpe varios minutos de música. No puedes oírlos, por su­
puesto, pero puedes verlos y obtener en el acto conocimiento de todo su arco
a través del tiempo. Lo que el Renacimiento decidió en el caso de la música
fue limitar la variación, reducir la improvisación. Decidió lo mismo en el
caso de la guerra y coreografió las acciones de los hombres perdidos en
el sombrío terror de la batalla. Parece que el xvi fue el primer siglo en que
los generales de la Europa occidental hicieron supuestos tácticos con solda­
dos de plomo sobre una mesa.15
¿Qué nombre hemos de dar a esta afición a dividir las cosas, las energías,
las costumbres y las percepciones en partes uniformes y contarlas? ¿Reduc-

14. Klein, Graphic Worlds of Peter Bruegel the Eider, pp. 243-245.
15. J. B. Kisl, Jacob de Gheyn: The Exerclse of Arms, A Commentary, McGraw-Hill,
Nueva York, IU7I, p. (r, .1. R. Hale, War and Society in Renaissance Europe, 1450-1620,
Jnlms llopkins l’ress, Ballimore, lUHS, pp. 144-145 (hay liad, casi.: Guerra y sociedad en la
l'urnpa del Rciiiicimicnto, Minislerio de Delensa, Mailud, I1)1)!)).
22 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

cionismo? Sí, pero esta es una categoría muy ancha; no nos ayuda a situar en
relación con otras innovaciones la respuesta que en el decenio de 1530 dio
Niccoló Tartaglia a la pregunta de qué inclinación hacia arriba debía darse a
un cañón para que disparase una bala tan lejos como fuera posible. Utilizan­
do una culebrina, disparó dos balas del mismo peso y con idéntica carga de
pólvora, con una elevación de 30 y 45 grados respectivamente. La primera
cayó a una distancia de 11.232 pies veroneses; la segunda, a 11.832.16 Esto
es cuantificación. Así es como cogemos la realidad física, apartamos sus
preciosos rizos y la sujetamos por el cogote.
A nosotros, que, según dijo W. H. Auden, vivimos en sociedades «para
las cuales el estudio de lo que puede pesarse y medirse es un amor apasio­
nado» 17 nos cuesta imaginar otra forma de abordar la realidad. Para hacer
comparaciones necesitamos ejemplos de otra manera de pensar. Los escritos
de Platón y Aristóteles celebran un planteamiento no metrológico, casi anti-
mclrológico, y tienen la ventaja complementaria de ser representativos de lo
mejor de nuestro ancestral modo de pensar.
listos dos hombres tenían una opinión de la razón humana mejor que la
que leñemos nosotros, pero no creían que nuestros cinco sentidos fuesen ca­
p aces de medir la naturaleza con exactitud. Así, Platón escribió que cuando
el alma depende de los sentidos para obtener información «es atraída por el
cuerpo hacia el reino de lo variable y se extravía y se confunde y siente vér­
tigo» IK
Los dos griegos aplicaban criterios diferentes de los nuestros para divi­
dir los ríalos en dos categorías, a saber: aquello de lo que podemos estar muy
seguros y aquello de lo que nunca podremos estar seguros. Usted y yo esta­
mos dispuestos a reconocer que los datos en bruto de la experiencia cotidia­
na son variables y que nuestros sentidos son falibles, pero creemos que te­
nemos una categoría que los dos filósofos no pensaban tener: una categoría
de cosas que son suficientemente uniformes para justificar que las midamos,
después de lo cual es posible calcular promedios y medias. En cuanto a de­
pender de los sentidos para hacer tales mediciones, señalamos los logros
que hemos alcanzado basándonos en ellos: telares mecánicos, naves espa­
ciales. tablas aduanales, etcétera. No es una respuesta sólida — nuestros
éxitos pueden ser fruto de la casualidad— , pero es un ejemplo de la mane-

lf). A. K. Hall, Haüistics in the Seventeenth Century, Cambridge University Press, 1952,
pp IK a?.
17 W. II. Aiulen. The English Auden: Poems, Essays and Dramatic Writings, 1927­
1919, I iilier A l'aher, Londres, 1986, p. 292.
18 Edilli Ilaniillnn y llunhnglon Cairns, eds., I’he Colleeted Dialogues of Plato, Prin-
erlon llmversily l’iess, Pimcelon. N. J., 1961. p. 62 (Imy timl. casi.: Diálogos, 1 vols., Ore-
dos. Madi ni. I1)-).’ 19 9 1).
p a n t o m e t r ía : in t r o d u c c ió n 23

ra en que los seres humanos suelen evaluar sus capacidades: esto es, ¿qué
funciona y qué no funciona? ¿Por qué Platón y Aristóteles, que eran en ver­
dad inteligentes, se alejan, asustados, de la categoría de lo que es útilmente
cuantificable?
Cabe hacer al respecto dos observaciones como mínimo. En primer lu­
gar, los antiguos definían de forma mucho más estrecha que nosotros la me­
dición cuantitativa, y a menudo la rechazaban para adoptar una técnica que
podía aplicarse de forma más general. Aristóteles, por ejemplo, afirmó que el
matemático mide las dimensiones sólo después de «eliminar todas las cuali­
dades perceptibles, por ejemplo, el peso y la ligereza, la dureza y su contra­
ria, y también el calor y el frío y otros contrarios perceptibles».19 Aristóte­
les, «el Filósofo», como le llamaba la Europa medieval, encontraba la
descripción y el análisis más útiles en términos cualitativos que en términos
cuantitativos.
Nosotros afirmaríamos que el peso, la dureza, la temperatura «y otros
contrarios perceptibles» son cuantificables, pero eso no se encuentra implíci­
to ni en estas cualidades ni en la naturaleza de la mente humana. Nuestros
psicólogos de la infancia declaran que los seres humanos, incluso durante el
período de lactancia, muestran indicios de que tienen el don innato de poder
contar entidades discretas20 (tres galletas, seis pelotas, ocho cerdos), pero el
peso, la dureza, etcétera, no se nos presentan como cantidades de entidades
discretas. Son condiciones y no colecciones; y, peor aún, con frecuencia son
cambios fluidos. No podemos contarlos como son; tenemos que verlos con el
ojo de nuestra mente, cuantificarlos por decreto y luego contar los cuantos.
Eso es fácil de hacer cuando se mide la extensión: por ejemplo, esta lanza tie­
ne tantos centímetros de longitud y podemos contarlos colocando la lanza en
el suelo y andando a pasos cortos junto a ella. Pero la dureza, el calor, la ve­
locidad, la aceleración... ¿cómo diablos cuantificaríamos estas cosas?
Lo que puede medirse en términos de cuantos no es tan sencillo como
pensamos nosotros, que tenemos la ventaja ex postfacto que nos brindan los
errores de nuestros antepasados. Por ejemplo, cuando en el siglo xiv los es­
tudiosos del Merton College de Oxford empezaron a pensar en los benefi­
cios de medir no sólo el tamaño, sin también cualidades tan escurridizas
como el movimiento, la luz, el calor y el color, siguieron adelante, saltaron
la valla y hablaron de cuantificar la certeza, la virtud y la gracia.21 De hecho,

19. W. D. Ross, ed., The Works ofAristotle, Clarendon Press, Oxford, 1928, 8, p. 1.061a.
20. B. Bower, «Bahies Add up Basic Arilhmetic Skills», Science News, 142 (29 de agos­
to de 1992), p. 1.12.
21. I. A. Weisheipl, «(lekliam and lile Merlonians», en .1.1. Callo, ed., The History of the
UniversilY of Ox/onl, <Ixlord Univel Miv Press, ( Ixlord, I9H4, vol I, p. 619.
24 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

si eres capaz de pensar en medir el calor antes de que se invente el termó­


metro, ¿por qué razón no pensarías en hacer lo propio con la certeza, la vir­
tud y la gracia?
En segundo lugar, a diferencia de Platón y Aristóteles, nosotros, con po­
cas excepciones, aceptamos el supuesto de que las matemáticas y el mundo
material están relacionados de manera directa e íntima. Aceptamos como
hecho que se explica por sí mismo que la física, la ciencia de la realidad pal­
pable, debe ser intensamente matemática. Pero esa proposición no se expli­
ca por sí misma; es un milagro sobre el cual han tenido sus dudas muchos
sabios.
Probablemente las matemáticas más complejas que el simple contar con
los dedos de las manos y los pies tuvieron su origen en los avances de las
mediciones necesarias para pesar el grano para venderlo, y contar y tomar
nota de gran número de ovejas y otros animales en mercados como los que
había junto a los ríos Tigris e Indo, para medir la marcha del firmamento con
el lili de escoger el día apropiado para plantar, y medir los campos húmedos
y sin accidentes en Egipto después de las inundaciones que causaba el Nilo.
Peí o luego la medición práctica y las matemáticas divergieron y han tendi­
do a mantener la separación desde entonces. Pesar, contar y medir eran acti­
vidades mundanas, pero resultó que las matemáticas tenían cualidades tras­
cendentales que embriagaban a quienes trataban de alcanzar la verdad
alinvesando la cortina de lo mundano. Los agrimensores debieron de cono-
eei el teorema de Pitágoras (el cuadrado de la hipotenusa de un triángulo
leeiangulo es igual a la suma de los cuadrados de los catetos) durante siglos
•mies de que uno de ellos se diera cuenta de sus consecuencias filosóficas y
místicas. El agrimensor decidió que el teorema era la prueba de la presencia
ile lo trascendental; era abstracto, perfecto, y tan misteriosamente referen-
eial como la aparición de un arco iris entre las neblinas y la lluvia torrencial.
I negó, este protopitagórico salió con dificultad de los campos embarrados y
probablemente fundó una orden religiosa. Desde aquel día hasta hoy la ma­
temática pura y la metrología han sido ciencias distintas.
I .a primera, según Platón, pertenecía a la filosofía, por medio de la cual
se aprehendía el ser verdadero». La segunda pertenecía al reino de lo efí­
mero: la guerra, por ejemplo, para la cual el soldado debe saber matemáticas
con el lin de desplegar sus tropas de manera apropiada; y el comercio, para
el cual los tenderos deben saber aritmética con el fin de llevar la cuenta de
las compras y las ventas.22

22. //;<■ Rcpithlie of Hato, trad. ingl. de Francis M. Cornford, Oxford University Press,
Nueva York, Idd.S, pp. 242-243 (hay Irad. cast.: 1.a república, trad. de J. C. García Borrón,
Alhaniliia, Madrid, l'W ').
p a n t o m e t r ía : in t r o d u c c ió n 25

Platón recomendó alejarse del mundo material porque «siempre está


cambiando y nunca es lo mismo» y acercarse a «lo que siempre es lo mismo
y nunca cambia».23 Dirigió nuestra atención hacia la belleza, la bondad y la
rectitud absolutas, y hacia el triángulo, el cuadrado y el círculo ideales, ha­
cia abstracciones que él estaba seguro de que existían con independencia del
mundo material. Estaba convencido de que el conocimiento de tales entida­
des únicamente podía alcanzarse por medio de «la inteligencia por sí sola».
La inteligencia podía iniciar su viaje a la consecución del conocimiento fi­
losófico por medio del estudio de las matemáticas. Recomendó que los fu­
turos reyes-filósofos estudiaran matemáticas «hasta que, mediante la ayuda
del pensamiento puro, lleguen a ver la verdadera naturaleza del número».24
Es difícil saber con exactitud qué quería decir con estas palabras, pero
podemos ilustrarlo. Platón decidió que el número de ciudadanos del estado
ideal era de 5.040. Esta cifra parece sensata porque puede representar más o
menos el número de personas que pueden oír cómo habla un individuo sin
amplificación especial, pero Platón no la eligió por este motivo. La eligió
porque es el producto de 7 x 6 x 5 x 4 x 3 x 2 x I.25 Esto es misticismo ma­
temático, y el camino que va de él a la numerología es más corto que el que
lleva a la contabilidad por partida doble.
Aristóteles se inclinaba a pensar que el platonismo carecía de lastre.
A diferencia de su gran maestro, honraba a quienes dan puntapiés a las pie­
dras y, en medio del dolor, insisten en que un dedo roto es la prueba de que
las piedras son reales. Aceptaba los datos sensoriales, pero dudaba de que
las matemáticas tuvieran mucha utilidad para interpretar dichos datos. La
geometría, por ejemplo, estaba muy bien, pero las piedras nunca eran per­
fectamente esféricas y tampoco las pirámides eran perfectamente piramida­
les, así que ¿de qué servía tratarlas como tales? Por supuesto, la persona
inteligente vería que una piedra era mayor que otra, más o menos redonda
que otra, pero no malgastaría tiempo tratando de medir exactamente algo tan
variable como la realidad material.
La ciencia (y muchas más cosas características de las sociedades moder­
nas) puede definirse como el fruto de la aplicación de las matemáticas, con
su precisión platónica, a las toscas realidades de Aristóteles. Pero las mate­
máticas abstractas y la metrología práctica se repelen tanto como se atraen
mutuamente. Ciertas figuras de la civilización mediterránea clásica — Pto-
lomeo, por ejemplo— las entretejieron con muy buenos resultados, pero el
tejido se deshilachó durante los últimos siglos del imperio romano de Occi-

23. Col/cacti Dialogues of Plato, p. 1.161.


24. Kc/uihlic of Plato, p. 242.
23. (';ii'l II lioyer, A fUstor\ <>l Mallicniatius, Puna-Ion lJnivcrsily Press, Princeton,
N. .1., I'HiK. p
26 L A M ED ID A D E LA R E A L ID A D

líente y se deshizo en la alta Edad Media. Otros genios de otras civilizacio­


nes — la maya y la china, por ejemplo— alcanzaron triunfos intelectuales
utilizando técnicas matemáticas para analizar y manipular medidas, pero
también en estas sociedades lo teórico y lo práctico acabaron divergiendo.
Cuando los españoles llegaron a las costas de Yucatán y de América Central
en el siglo xvi, los mayas se hallaban sumidos en el estancamiento intelec­
tual y ya no perfeccionaban sus matemáticas y su calendario.26 Cuando los
españoles y los portugueses arribaron al Asia oriental, los chinos ya se ha­
bían olvidado de los relojes gigantescos de la dinastía Sung y su calendario
era defectuoso y siguió siéndolo hasta que los jesuitas les ayudaron a corre­
girlo.27
Eos anales indican que en la historia de la humanidad la norma consiste
en ciclos de avance y de retroceso, en este caso de combinación de matemá­
ticas abstractas y medición práctica y luego de dar cabezadas y dormirse y
ol viciarse. El logro intelectual distintivo de Occidente consistió en juntar las
matemáticas y la medición y aplicarlas a la tarea de entender una realidad
perceptible por los sentidos que los occidentales supusieron de muy buena
le que era temporal y espacialmente uniforme y, por tanto, podía someterse
a semejante examen. ¿Por qué logró Occidente que saliese bien lo que era un
matrimonio a la fuerza?
¿Cómo, por qué y cuándo pasaron o empezaron a pasar los europeos de
sus dudosos comienzos en el terreno mensurativo a —o al menos hacia—
las rigurosas artes, ciencias, técnicas y tecnologías que Bruegel presentó a
sus clientes en su obra La templanza? ¿Cómo, por qué y cuándo fueron más
allá los europeos de una simple acumulación de datos sensoriales del mismo
modo que las urracas recogen objetos llamativos que no sirven para nada?
'orno, por qué y cuándo se libraron de pasarse una eternidad aullando a la
lima de la realidad platónica? El «cómo» es el tema principal de este libro.
I I '-porqué» es tal vez el principal misterio de la civilización occidental, un
ai eilijo envuelto en un enigma, y el tema de la segunda mitad del libro. El
•i liando- puede que sea el más fácil de los tres interrogantes y podemos tra-
lai de responder a él inmediatamente.
No cabe duda de que el conocimiento de la cuantificación por parte de la
civilización occidental data como mínimo de una era tan remota como es el
Neolítico (mi rebaño tiene doce cabras y el tuyo, sólo siete), pero pasaron
milenios antes de que se convirtiese en una pasión. Ptolomeo, Euclides y

26. Alvin M. Josephy, The ludían Heritage of America, Knopf, Nueva York, 1969,
pp. 209 212.
27. Al herí Chali, «Late Ming Society and the Jesuit Missionaries», en Charles E. Ronan
y llonnie 1L ( \ Oh, eils., East Meets West: The Jesuits in China, 1582-1773, Loyola Univer-
Mly Press, Chicago, I9HK. pp. 161 162.
p a n t o m e t r ía : in t r o d u c c ió n 27

otros matemáticos de la Antigüedad mediterránea se habían dedicado fruc­


tíferamente a la medición y las matemáticas, pero pocos europeos occiden­
tales comprendían o siquiera tenían acceso a sus obras en la alta Edad Me­
dia. Los occidentales creían en la Biblia, donde se decía que Dios lo dispuso
todo «con medida, número y peso» (Libro de la Sabiduría, 11,20), pero ha­
cia el año 1200 prestaban poca atención deliberada o deliberativa al concep­
to de la realidad como cuantificable.
Los maestros albañiles de las catedrales góticas, que levantaban edifi­
cios de proporciones agradables que raramente se derrumbaban, eran una
especie de excepción, pero su geometría era puramente práctica. No cono­
cían a Euclides, pero, al igual que los buenos carpinteros de hoy, ejercitaban
la geometría manipulando, a menudo en sentido literal, unas cuantas figuras
básicas: triángulos, cuadrados, círculos, etcétera. En general, su tradición se
difundía oralmente y la medición sobre la marcha consistía en que el maes­
tro señalase con su vara la piedra y dictase: «Par cy me la taille» (Por aquí
me la cortas).28
Luego, entre 1250 y 1350, se produjo un cambio acentuado, no tanto en
la teoría como en la aplicación práctica. Probablemente, podemos reducir
aquellos cien años a la mitad: de 1275 a 1325. Alguien construyó el primer
reloj mecánico y el primer cañón de Europa, dos cosas que obligaron a los
europeos a pensar en términos de tiempo y espacio cuantificados. Los por­
tulanos, la pintura en perspectiva y la contabilidad por partida doble no pue­
den datarse con precisión porque eran técnicas nacientes y no inventos con­
cretos, pero podemos decir que los ejemplos más antiguos que se conservan
de las tres cosas datan del citado medio siglo o de inmediatamente después.
Roger Bacon midió el ángulo del arco iris, Giotto pintó teniendo presen­
te la geometría y los músicos occidentales, que llevaban varias generaciones
componiendo un pesado tipo de polifonía llamado ars antiqua, alzaron el
vuelo con el ars nova y empezaron a componer lo que ellos denominaban
«canciones medidas con precisión». No volvió a haber nada parecido a es­
tos cincuenta años hasta los comienzos del siglo xx, momento en que la ra­
dio, la radiactividad, Einstein, Picasso y Schónberg causaron una revolución
parecida en Europa.29
La señal cuantificativa apareció cuando la Europa occidental, hacia el
año 1300, alcanzó su primer apogeo en lo que se refiere al crecimiento de-

28. Lon R. Shelby, «The Geometrical Knowledge of Mediaeval Master Masons», Spe-
culum, 47 (julio de 1972), pp. 397-398, 409; Erwin Panofsky, Cothic Arcliitecture and Scho-
lasticism, Arcliahhey Press, Lairohe, Pa., 1956, pp. 26, 93 (hay trad. casi.: Arquitectura góti­
ca y pensamiento escolástico. Piqueta. Madrid, 1986).
29. Slephen Keru, The Culture o]"Tinte and Spaee, ISSO láIS, Londres, Wcidcnlcld &
Nwolson, I9H*
?.K LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

mográfico y al económico, y persistió cuando Occidente tropezó y cayó en


un siglo de horrores, de derrumbamiento demográfico, guerra crónica, ca­
tástrofes naturales, descrédito de la Iglesia, hambrunas periódicas y oleadas
de infección, la mayor de las cuales fue la peste negra. En el transcurso de
ai|itel siglo Dante escribió su Divina comedia; Guillermo de Ockham blan­
dió su incisiva navaja; Richard de Wallingford construyó su reloj; Machaut
compuso sus motetes; y algún capitán de barco italiano zarpó del cabo Fi-
nisterre y ordenó al timonel que pusiera rumbo al golfo de Vizcaya para ir a
Inglaterra, rumbo que no escogió consultando opiniones ajenas, de viva voz
o escritas, sino una carta de navegación. Otro italiano, posiblemente uno que
tenía intereses en el barco en cuestión, confeccionó algo que se parecía a una
hoja de balance. Para el historiador es como observar un halcón herido que
entra en una corriente invisible de aire caliente y se eleva más y más.
2. EL MODELO VENERABLE

El deseo más profundo de la mente, incluso en sus operacio­


nes más complejas, corre parejas con el sentimiento inconscien­
te del hombre ante su universo: es una insistencia en el conoci­
miento, una apetencia de claridad. Para un hombre entender el
mundo es reducirlo a lo humano, poniéndole su sello.
A lbert C am us (1 9 4 0 )1

Pantometría es uno de los neologismos que aparecieron de forma cre­


ciente en las lenguas de Europa en la primera mitad del segundo milenio
cristiano, palabras que nacieron respondiendo a la llamada de nuevas ten­
dencias, instituciones y descubrimientos. Millón y América son otros. Una
oleada general de más en el siglo xm hizo que mil millares, que raras veces
se utilizaba, cayera en desuso e inspiró una útil palabra sustitutiva: millón.
Colón y Américo Vespucio y otros por el estilo crearon la necesidad de la
palabra América unos dos siglos después. Estas palabras eran chispas que
producían las ruedas de la sociedad occidental al virar y rozar los lados de
viejas rodadas. Los virajes y las rozaduras son el tema del presente libro,
pero primero debemos examinar las rodadas, esto es, la visión de la realidad
que la mayoría de los europeos occidentales de la Edad Media y el Renaci­
miento aceptaban como correcta.
Podemos empezar dejando de lado la palabra rodada. La antigua visión
de la realidad tuvo que desecharse en su momento, pero fue útil durante un
milenio y medio, y mucho más incluso si tenemos en cuenta que gran parte
de ella había sido la norma en el mundo clásico también. Permitió que de­
cenas de generaciones entendiesen el mundo que les rodeaba, desde las co­
sas que tenían más a mano hasta las estrellas fijas. No, una rodada, no: es

I. Al herí ('¡milis, Tlw Mylli of Sisyplws, liad. ingl. de Justin O’Brien, Vintage Books,
Nueva York. l'Wl. p. 17 (hay liad, casi.: /■./ mito tic Si.sifo, Alian/.a, Madrid, I9956).
30 L A M ED ID A D E LA R E A L ID A D

mejor decir surco, con sus connotaciones de repetición, utilidad y facilidad,


aunque es aplicable de modo demasiado general para ser útil en otros con­
textos. Daré a la visión antigua el nombre de «el modelo venerable», «vene­
rable» porque, en efecto, es antigua y merece respeto.
Si el modelo venerable casi monopolizó el sentido común europeo du­
rante tantas generaciones fue porque poseía el sello propio de la civilización
clásica y por una razón más importante: porque, en conjunto, cuadraba con
la experiencia real. Además, respondía a la necesidad de una descripción del
universo que fuera clara, completa y debidamente formidable sin causar es­
tupor. He aquí una ilustración: cualquier persona podía ver que el firma­
mento era vasto, puro y totalmente distinto de la Tierra, pero también que
daba vueltas alrededor de ésta, que, aunque pequeña, era el centro de todas
las cosas.
El modelo venerable proporcionaba estructuras y procesos con los cuales
una persona podía vivir emocionalmente además de comprenderlos intelec­
tual mente: por ejemplo, un tiempo y un espacio de dimensiones humanas.
El tiempo era formidable, pero no hasta el extremo de superar la capaci­
dad de comprensión de la mente. Eusebio, hacia el año 300 d.C., declaró que
I)ios había creado el universo y había dado cuerda al tiempo y luego lo ha­
bía puesto en marcha 5.198 años antes de la encarnación. Beda el Venera­
ble, hacia el año 700, estaba seguro de que la creación era todavía más
reciente: la cifra, según sus cálculos, era de 3.952 años antes de la encarna­
ción.2 En la Edad Media y el Renacimiento ningún occidental de renombre
sugirió que los años transcurridos desde el principio, desde la creación has­
ta la encarnación y hasta el momento presente, fueran nada menos que
7.000. Sin duda entre 250 y unas 300 generaciones humanas serían sufi­
cientes para incluir todo el tiempo desde el principio hasta el presente y has­
ta el inevitable fin. (Los occidentales, por supuesto, creían en el infinito
era un atributo de Dios— , pero el infinito era la antítesis del tiempo, más
que su prolongación.)
El espacio también era vasto, pero no hasta el extremo de causar pasmo.
( lossoin de Metz, que escribió alrededor de 1245, calculó que si Adán hu­
biera echado a andar hacia el cielo inmediatamente después de ser creado, a
mi ritmo de unos 40 kilómetros diarios (cifra que representa una buena mar­
cha, pero no demasiada para un hombre joven y sano), aún le faltarían 713
años para llegar a las estrellas fijas. Unos cuantos decenios más tarde Roger
Bacon calculó que una persona que anduviera unos 32 kilómetros diarios
lardaría 14 años, 7 meses y 29 días y pico en llegar a la Luna. Para algunos

2. Li'iisl Hicisach, lUstoriograpliy: Aneient, Medieval, and Modera, Universily ofClii-


eiijto l’iess. ('Iiicano. 198.1, pp. 82, 92.
E L M ODELO V E N E R A B L E 31

de los estudiosos mejor informados de Occidente la extensión del universo


aún podía describirse en términos de andar.3
La realidad (palabra que usaré para referirme a todo lo material dentro
del tiempo y el espacio, más esas dos dimensiones per se) tenía unas di­
mensiones que los seres humanos podían comprender y funcionaba de ma­
neras que las personas podían entender o a las que podían resignarse, pero
eso no significaba que fuera esencialmente uniforme. Los seres humanos
percibían la realidad como una especie de cosa desigual, heterogénea, acti­
tud que quizá sea rara hoy día pero que en el pasado era común y compartí­
an, por ejemplo, con los lejanos e indiscutiblemente cultos chinos.4 Los ga­
tos, por así decirlo, podían perseguir siempre a los ratones al norte del
ecuador y nunca viceversa, pero ¿quién podía decir lo que tal vez ocurría en
las antípodas? ¿Y qué cristiano podía dudar de que Matusalén vivió 969
años en la primera era después de la creación, por improbable que semejan­
te longevidad resulte en la era actual?
Los europeos afrontaban la heterogeneidad esencial de la realidad reco­
nociéndola incluso en las manifestaciones más inmediatas: el fuego subía y
las rocas caían no porque tuvieran cantidades diferentes de la misma cosa
abstracta — peso— sino porque eran distintos y sanseacabó. La realidad, sin
embargo, no era absolutamente caótica — eso sería en verdad penoso— ,
pero la posibilidad de predecirla no se derivaba de ella misma per se, sino
del Dios único. «El Creador ha ordenado las leyes de la materia de tal modo
-escribió Guillermo de Canterbury— que nada puede suceder en su crea­
ción excepto de acuerdo con su justa ordenación, ya sea buena o mala.»5
¿Significaba eso que los seres humanos podían cuantificarla? Bien pu­
diera ser, suponiendo que Dios se dignara ser razonable en términos huma­
nos, aunque la obsesión de los investigadores con la inconmensurable causa
primera, Dios, durante mucho tiempo desviaría la atención de las causas se­
cundarias perceptibles de manera inmediata y posiblemente mensurables: la
velocidad, la temperatura, etcétera.
Los que creían en el modelo venerable adoraban el simbolismo, que es
mas útil experimentar que describir de modo abstracto. Pasemos a los ejem­
plos, uno de la geografía (espacio) y uno de la historiografía (tiempo). Los

L Alhcrl Van Helden, Measuring the Universe: Cosmic Dimensions from Aristarchus
lo llnllcy, IJniversity of Chicago Press, Chicago, 1985, pp. 35-38; The Opus Majus ofRoger
Hurón, liad. ingl. de Robert B. Burke, Russell & Russell, Nueva York, 1962, vol. 1, p. 251.
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I l o n n h i l i i . 19 9 1. p. 104.
s Bcncdicla Ward. Mirarles aml the Medical Miml: Vheorv, Record and Event, 1000-
/.’/ V 11111 veis iIy ni IViiiisylvama Press, liladcllia. 1987, p 'I
32 LA M ED ID A D E LA R E A LID A D

cristianos estaban de acuerdo en que la crucifixión de Jesús fue el eje central


de todo el tiempo y, por consiguiente, del mundo. Jerusalén, el escenario de
la crucifixión, tiene que ser el centro de la superficie habitada de la Tierra.
¿Acaso no dice Ezequiel 5, 5, previendo la agonía de Jesús: «Esta es Jerusa­
lén; yo la había colocado en medio de las naciones, y rodeada de países»?
Los europeos medievales creían comúnmente que el centro tenía que es­
tar situado en el Trópico de Cáncer con los continentes tal como se conocían
entonces reunidos a su alrededor, Asia al este, África al suroeste y Europa al
noroeste. Al visitar Jerusalén en el siglo vn, el obispo Alculfo encontró una
columna levantada en el lugar donde el contacto con la Cruz del Señor ha­
bía devuelto la vida a un muerto. Alculfo escribió que dicha columna era la
prueba de que la ciudad estaba en el trópico: en el mediodía del solsticio de
verano la columna no proyectaba absolutamente ninguna sombra. En el si­
glo xi el papa Urbano II, en el sermón que fue el origen de la primera cru­
zada, también dijo de Jerusalén que era «el centro de la Tierra» (y, además,
que estaba en medio de una «tierra fructífera por encima de todas las otras,
como otro paraíso de delicias»)/’ Cuando sir John Mandeville (que proba­
blemente es un personaje ficticio, pero no importa) viajó por Oriente Pró­
ximo trescientos años después, repitió el convencimiento común de que Je­
rusalén se encontraba en el centro de la parte del globo terráqueo ocupada
por seres humanos.67 ¿Utilizó alguien un gnomon para ver si Jerusalén esta­
ba en el trópico? No más de lo que nosotros consultaríamos el Nuevo Tes­
tamento para comprobar los datos que nos diera el gnomon. La centralidad
de Jerusalén no necesitaba confirmación; era histórica y teológicamente
obvia.
Muchas personas, incluidos los historiadores, pensaban que toda la his­
toria se hallaba encarnada en el esquema de los cuatro reinos que se deriva
de un pasaje del Libro de Daniel. Nabucodonosor sueña con una estatua que
liene cabeza de oro, pecho y brazos de plata, vientre y muslos de bronce,
piernas de hierro y pies de hierro mezclado con arcilla. (Los pies de arcilla
perduran en nuestro aforismo sobre la debilidad inevitable de incluso los po­
derosos.) Los antiguos europeos creían que la cabeza representaba el impe-
i io babilónico, al que sucederían imperios de plata, luego de bronce y final­
mente de hierro hasta totalizar cuatro. El último, hecho de hierro, duraría

6. «The Pilgrimage of Alculfus», The Lihrary of Palestine Pilgrim ’s Text Society, Lon­
dres. 1897, vol. 3, p. 16; Donald A. White, ed.. Medieval History: A Source Book, Dorsey
Press, I lomcwood, III., 1965, p. 352. Bernardo el Sabio señaló la centralidad de Jerusalén al­
rededor ile 870; véase John B. Friedman, The Monstruous Races in Medieval Art and
l'hought, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1981, pp. 219-220.
7. M. C. Seymour, ed., Mandeville's Trovéis, Oxford University Press, Londres, 1968,
p. 142. Para otros estudios, véase el capítulo 53 de Innoccnls Ahro/ul, de Mark Twain.
E L M ODELO V E N E R A B L E 33

mucho tiempo y se identificaba a menudo como el imperio romano, que du­


raría, bajo una forma u otra, hasta los acontecimientos que llevarían directa­
mente al fin de los tiempos. Esto obligó a los cristianos a recurrir al truco de
identificar los imperios carolingio y otomano como romanos. Hacer lo con­
trario hubiera sido destruir un símbolo de valor incalculable que unía un pa­
sado santo y lejano, un presente fugaz y un futuro santo e inminente.8

Ahora, una vez se nos ha advertido que no debemos pensar que el «sen­
tido común» ha sido común a lo largo de los siglos, podemos continuar y ha­
cer una breve evaluación de tres facetas del modelo venerable: el tiempo, el
espacio y lo que hoy nos parece un medio muy útil de medir y pensar en es­
tas dimensiones: las matemáticas. Daremos vueltas por un milenio, desde el
declive del imperio romano hasta la Edad Media y el Renacimiento, en bus­
ca de materiales para nuestra evaluación. Nuestros criterios no incluirán ne­
cesariamente la respetabilidad intelectual, sino la distribución y la duración:
¿en qué medida y durante cuánto tiempo mantuvieron los europeos occi­
dentales una actitud dada? La nuestra será una «aproximación estática»
(concepto de Cario M. Cipolla) que hará hincapié en el consenso de mil años
como si fuera una unidad. Es un capricho, pero resulta útil. El «sentido co­
mún» de mil años servirá de telón de fondo sobre el cual resaltarán clara­
mente las innovaciones.9
Empecemos por el tiempo. Los europeos no pensaban que hubiera mu­
cho tiempo. San Agustín previno contra la desfachatez de tratar de calcular
la totalidad del tiempo, esto es, el número exacto de años que van desde el
principio hasta la aparición del Anticristo, la segunda venida de Cristo,
el Apocalipsis y el fin de los tiempos. Unos cuantos lo intentaron, de todos
modos, pero nunca se pusieron de acuerdo sobre una cifra exacta. Sin em­
bargo, todos convinieron en que el día del juicio final estaba mucho más cer­
ca que el principio.10
A pesar de ello, los europeos medievales solían prestar poca atención a
los detalles del tiempo. Podían datar los acontecimientos con dolorosa pre­
cisión: por ejemplo, un tal conde Charles fue asesinado «en el año mil cien­
to veintisiete, en el sexto día antes de las nonas de marzo, en el segundo día,
esto es, después del principio del mismo mes, cuando habían transcurrido

8. Daniel, 2, 31-46; Breisach. Historiography, pp. 83-84, 159.


9. Cario M. Cipolla, Before the Industrial Revolution: European Society and Economy,
1000-1700, Norton, Nueva York, 1980, pp. v, xm.
10. G. J. Whitrow, Time in History: The Evolution ofO ur General Awareness ofTime
and 'Temporal Berspeetive, Oxford University Press, Oxford, 1988, pp. 80-81. 131 (hay trad.
casi.: El tiempo en la historia. Crítica, Barcelona, 1990); Patrick Boyde, Dante Philomythes
añil l'hilosopher: Man in the ( 'asmas. Camhridjte University Press, 1981, p. 157.
u LA M ED ID A D E L A R E A L ID A D

dos días de la segunda semana de la cuaresma y el cuarto día iba posterior­


mente a amanecer, en el quinto concurrente y la sexta epacta». Pero nor­
malmente databan los acontecimientos sólo de modo vago. Por citar un solo
ejemplo entre muchos, existe un documento inglés fechado «después de que
el rey y el conde Thierry de Flandes celebraran conversaciones el uno con el
otro en Dover antes de que el conde partiera con destino a Jerusalén».I11 Pe­
dro Abelardo, el filósofo sin par de Occidente a comienzos del siglo x ii , in­
cluyó pocas fechas en su autobiografía; le bastaron expresiones como, por
ejemplo, «unos cuantos meses más tarde» y «un día».12 Santo Tomás de
Aquino, cuya importancia mientras vivía y cuya fama después de su muerte
quizás inducirían a esperar exactitud en la cronología documentada de su
vida, nació en 1224, 1225, 1226 o 1227.13
Nuestra dificultad crónica con el tiempo medieval y renacentista es que,
al igual que un pulpo, su forma era sólo aproximada. Los europeos de anta­
ño mostraban una tolerancia enorme con el anacronismo. Por ejemplo, en el
siglo vi Gregorio de Tours conocía a personas que habían visto con sus pro­
pios ojos las rodadas de carro que los israelitas habían dejado en el fondo del
mar Rojo al huir del ejército del faraón, rodadas que se renovaban milagro-
saínenle después de cada nueva acumulación de légamo.14 Si era cierto, en­
tonces el año exacto del éxodo no era demasiado importante, quizá ni tan
solo muy interesante. El tiempo, más allá de la duración de la vida indivi­
dual, se concebía no como una línea recta marcada con cuantos iguales, sino
como un escenario donde se representaría el mayor de todos los dramas, el
de la salvación contra la condenación.
Los europeos occidentales tenían varias maneras de dividir aquel esce­
nario temporal. Las divisiones en dos períodos (desde el principio hasta la

I I. Patrick J. Geary, ed., Readings in Medieval History, Broadview Press, Lewiston, N.


Y., 1989, p. 420; M. T. Clancy, From Memory to Written Record: English, 1066-1307, Har­
vard University Press, Cambridge, Mass., 1979, p. 237.
12. Marc Bloch, Feudal Society, trad. ingl. de L. A. Manyon, University of Chicago
Press, Chicago, 1961, vol. 1, p. 74 (hay trad. cast.: La sociedad feudal, Akal, Madrid, 1987);
Alcxander Murray, Reason and Society in the Middle Ages, Oxford University Press, Oxford,
1978, pp. 175-177 (hay trad. cast.: Razón y sociedad en la Edad Media, Taurus, Madrid,
1982).
13. James A. Weisheipl, Friar Thomas D'Aquino: His Life, Thought, and Work, Dou-
hleday, Garden City, N. Y., 1974, pp. ix, 3 (hay trad. cast.: Tomás de Aquino: vida, obras y
doctrina, EUNSA, Barañáin, 1994).
14. Gregorio de Tours, The History ofthe Franks, trad. ingl. de Lewis Thorpe, Penguin
Books, Harmondsworth, 1974, pp. 75-76; Jacques Le Goff, La civilisation de TOccident me­
dieval, B. Arlhaud, París, 1964, pp. 221-222 (hay trad. cast.: Ixi civilización del occidente
medieval. Juventud, Barcelona); Murray, Reason and Society, pp. 175-176, 177; William
l.angland, Piers the Plottghman, trad. ingl. de J. I'. Goodridge, Penguin Books, llarmonds-
worlli, 1060, p. 82.
E L M ODELO V E N E R A B L E 35

encarnación, y después) y en tres períodos (de la creación a los diez manda­


mientos, de los mandamientos a la encarnación, y de este acontecimiento al
presente y más allá hasta la segunda venida) eran conocidas de todos los
cristianos.15 Un sistema más abstruso pero citado con frecuencia era el de
los cuatro reinos, derivado de un pasaje de Daniel, que ya hemos examina­
do. San Agustín, el más importante de los padres de la Iglesia occidental, fue
el principal arquitecto de un sistema de edades dividido de acuerdo con los
seis días de la creación más el sábado. Las primeras seis edades empezaban,
respectivamente, por la creación, el diluvio, Abraham, David, el cautiverio
de Judá y el nacimiento de Cristo. La sexta edad terminaría con la segunda
venida. Luego habría un sábado y finalmente la eternidad.16
Las edades, fuera cual fuese su número, eran cualitativamente distintas.
La salvación era imposible para todos los que habían vivido antes de Jesús,
fueran cuales fuesen sus virtudes, a menos que el Hijo de Dios los rescatase
en persona. Esto explica por qué Dante encontró a hombres tan buenos
como Homero, Horacio, Ovidio, Lucano, Sócrates, Platón y Ptolomeo en el
limbo y no en el purgatorio o el paraíso.17 Las distintas cualidades de las dis-
1intas edades incluso podían causar diferencias cuantitativas. San Agustín
sabía que las personas antediluvianas de la primera edad habían vivido cien­
tos y cientos de años cada una — así decía la Biblia— y también que eran
mucho más corpulentas que sus contemporáneos. Así decían Virgilio y Pli-
nio el Joven, y una y otra vez las inundaciones hacen salir a la superficie
huesos que impresionan por su gran tamaño. Agustín escribió que había vis­
to un diente humano tan grande que, si se dividía en dientes de tamaño nor­
mal, hubiera salido un centenar.18
Tales creencias eran comunes porque los europeos no tenían un concep­
to vivido de la causalidad a través del tiempo, esto es, de una sucesión de
factores, cada uno de los cuales conduce a otro, que llevan a cabo cambios
significativos. Las transiciones de una edad a otra habían sido bruscas — por
ejemplo, el diluvio, la encarnación— y, desde el punto de vista humano, ar­
bitrarias. Pasar de unos predecesores gigantescos que vivían siglos a noso­
tros, pequeños y de vida breve, en sólo unos cuantos miles de años no es di-

15. Breisach, Historiography, pp. 83-85; «Historiography, Ecclesiastical», en The New


( 'atliolic Encyctopedia, Catholic University of America, Washington, D. C., 1967, vol. 7, p. 6.
16. San Agustín, The City ofG od, trad. ingl. de Marcus Dods, Modera Library, Nueva
York, 1950, p. 867 (hay trad. cast.: La ciudad de Dios, trad. de L. Riber y J. Bastardas, CSIC,
Madrid, I9922).
17. Dante Alighieri, The Divine Comedy: Inferno, trad. ingl. y ed. de Charles S. Single-
Ion, l’rincrlon l Iniversily Press, l’rincelon, N. .1., 1970, pp. 40-45 (hay trad. cast.: Di divina
comedia, liad, de A. Crespo, l’laneia Agoslini, Barcelona. 1996).
18 San Agustín. The ( itv of ( ¡od. pp. 489 490, 867.
36 LA M ED ID A D E LA R E A LID A D

fícil si tienes un concepto de un Dios omnipotente donde muchos de noso­


tros tenemos un concepto de evolución.
Los europeos occidentales tenían un calendario razonablemente exacto
que heredaron de los romanos, de Julio César, para ser precisos. Para enton­
ces el año civil u oficial de Roma se había alejado tanto de la sincronización
con el año solar que el equinoccio de primavera ocurría en invierno. César,
que nunca fue reacio a ejercer el poder, declaró que el año que hoy designa­
mos 46 a.C. debía tener 445 días, con lo cual el año civil se colocaría a la al­
tura del año solar. (A esto se le dio el sobrenombre de «el año de la confu­
sión».) A partir de entonces, el año civil tendría 365 días, con un año
bisiesto de 366 días cada cuatro años.
Este calendario, el denominado «juliano», fue la pauta para la cristian­
dad durante un milenio y medio, pero muchos otros detalles temporales
continuaron sin resolverse. La fecha para el comienzo de un año dado — el
1 de enero, la opción romana; el 25 de marzo, fiesta de la Anunciación y la
opción cristiana; ¿o qué?— era uno de tales detalles. Otro era cómo nume­
rar los años. Los romanos numeraban los suyos a partir de la fundación de
su ciudad y a partir del comienzo del reinado de un emperador o cónsul
dado.19 Los occidentales hicieron todo lo posible por seguir su ejemplo. El
sínodo de Hatfield (680 d.C.), por ejemplo, se celebró «en el décimo año
del reinado de nuestro devotísimo señor Egfrido, rey de Northumbria; en el
sexto año del rey Etelfrido de Mercia; en el decimoséptimo año del rey
Aldwulfo de Anglia Oriental»;20 y así sucesivamente. Muy torpe era el sis­
tema, y distaba de ser universalmente informativo en una Europa descen­
tralizada. Después de siglos de confusión Occidente adoptó el sistema de
Dionisio el Exiguo, monje del siglo vi que había declarado que la era cris­
tiana había empezado con la encarnación de Cristo en el antro Domini, o
«año del Señor», número l .21
Los occidentales tenían la suerte de disponer del calendario juliano, pero
éste no era perfecto. Al año solar real le faltan unos cuantos minutos para
llegar a 365 -i y, debido a ello, el calendario juliano da demasiados años bi­
siestos. Esto no importaba en absoluto a los campesinos y los nobles, pero
era un asunto de gran significación para los eclesiásticos meticulosos que se
esforzaban por adaptarse a una religión de Oriente Próximo con una fiesta

19. Whitrow, Time in History, pp. 66-67, 74, 119; D. E. Smith, History of Mathematics,
Dover. Nueva York, 1958, vol. 2, p. 661.
20. Bede, A History ofthe English Church and People, trad. ingl. de Leo Sherley-Price,
Penguin Books, Harmondsworth, 1968, p. 234.
21. Smith, History of Mathematics, vol. 2, p. 661. Dionisio el Exiguo empezó la era ac­
tual no con cero, sino con I, razón por la cual la mayoría de nosotros no sabemos si el próxi­
mo milenio empezar,i con el año 2000 o con el 2001
E L M ODELO V E N E R A B L E 37

vertiginosamente movible llamada «Pascua». Los cristianos recurrieron a


una extraña combinación de calendarios — consuetudinario, lunar y solar—
para tener la seguridad de que su Pascua no cayese jamás en el mismo día
que la judía. El concilio de Nicea declaró en 325 que la Pascua debía caer en
el primer domingo después de la primera luna llena después del equinoccio
vernal.22 La Pascua corretea por las primeras semanas de primavera como un
reflejo en agua que se mueve.
La dificultad de concretar la fecha de la Pascua atormentó a los entendi­
dos en astronomía y matemáticas. El día de año nuevo podía ser uno cual­
quiera, y lo mismo el número de un año dado, pero la Pascua, en la que se
conmemoraba la resurrección de Cristo y a partir de la cual se calculaban las
fechas de otras fiestas movibles, tenía que caer en el domingo apropiado.
Eso dependía de la fecha del equinoccio vernal que en el calendario juliano
iba acercándose al verano, empujada con suavidad por el exceso de años bi­
siestos. En el siglo xm la divergencia entre la fecha juliana y la real era de
siete días y luego de ocho. Roger Bacon escribió al papa sugiriéndole que se
reformara el calendario, pero su consejo no fue escuchado. Muchos de los
matemáticos y astrónomos más grandes — Regiomontano, Nicolás de Cusa,
Copérnico— se ocuparon de este problema, pero las elites políticas y ecle­
siásticas y la masa del populacho eran tan indiferentes a los detalles del ca­
lendario que la reforma gregoriana (véase el capítulo 4) no llegó hasta las
postrimerías del período que nos ocupa.23
Las horas, las antiguas unidades que en Oriente Próximo designaban las
divisiones del día y la noche, eran las unidades más pequeñas de las cuales
se ocupaban comúnmente las personas. Sabían, por supuesto, que había pe­
ríodos más cortos, pero podían improvisar formas de ocuparse de ellos: las
instrucciones de cocina del siglo xiv indicaban a los principiantes que un
huevo debía hervir «durante el tiempo que se tarda en decir un miserere».24
Las horas, sin embargo, eran demasiado largas y demasiado importantes
para conjeturarlas. El propio Jesús había dicho en Juan, 9, 9: «¿No son doce
las horas del día?» (dando a entender que había doce también para la noche).
Europa no se extendía a ambos lados del ecuador y, por ende, la duración
del tiempo diurno y la del tiempo nocturno cambiaban radicalmente duran-
(c el año. Aun así, necesitaban tener doce horas cada una. Los europeos te­
man un sistema de horas desiguales que se hinchaban y deshinchaban como

22. Whitrow, Time in History, pp. 190-191.


23. Gordon Moyer, «The Gregorian Calendar», Scientific American, 246 (mayo de
I9H2), pp. 144-150; Smilh, History of Mathematics, vol. 2, pp. 659-660; Whitrow, Time in
History. p. 191.
24. Don I .epan. The ( ’ofinitivi■Kevointion in Western ( 'iilture. I: The Hirth oj Ex¡>ecta-
lion. Maiinillan l’iess, l.oiulns, I9H9. p. '»I.
38 LA M ED ID A D E LA R E A LID A D

el fuelle de un acordeón con el fin de asegurarse de que hubiera una docena


de horas para el día y otra para la noche, en invierno y en verano.25 Para
agravar la confusión (la nuestra y no la suya), estas horas desiguales, de las
cuales sabemos como mínimo que eran duodecimales, no eran las horas de
tipo vernáculo. La mayoría de las personas, cuando no juzgaban el tiempo
por el sencillo procedimiento de observar la posición del Sol en el cielo, lo
medían guiándose por las campanas de las iglesias, el medio de información
más eficaz de la época. Era el sistema, que todavía se sigue en los monaste­
rios de hoy, de las siete «horas» canónicas — maitines, prima, tercia, sexta,
nona, vísperas y completas— que indicaban los momentos en que debían re­
zarse ciertas oraciones (Salmos, I 19, 64: «Siete veces al día te alabo por tus
justos juicios»). Servía tanto a los piadosos como a los impudentes. En el
canto xv del Paraíso Dante habla de las campanas de su Florencia natal to­
cando a tercia y nona; y cuando Boccaccio señala momentos específicos en
su Decamerón se refiere a una hora canónica.26
En el principio mismo de la Edad Media había sólo tres de estas horas,
que más adelante serían cinco y finalmente siete, y nunca estuvieron ama­
rradas con firmeza al tiempo que señala el reloj. Eran extensiones y no pun­
tos de tiempo. Escoger el momento, durante ellas, para hacer sonar la cam­
pana de la iglesia era problemático. Podemos hacernos una idea de ello
examinando el heroico viaje de la palabra inglesa noon. Esta palabra se de­
riva de la hora canónica llamada «nona», cuyo nombre procede de la pala­
bra latina que designa la novena hora del día, la cual, contando hacia ade­
lante desde el amanecer, en un principio sonaba hacia las 3:00 de la tarde o
15:00 horas. Durante la Edad Media el momento de tocar a nonas retrocedió
en el día hasta alcanzar su lugar de descanso definitivo, el mediodía, ya en
el siglo x ii . No cabe duda de que la rapidez del retroceso varió según la lo­
calidad. En la Inglaterra del siglo xm, donde la fusión de los normandos y
los sajones aún no había creado los ingleses, parece que el proceso fue es­
pecialmente complicado: puede que norte significara media tarde en francés,
pero en inglés era el mediodía.27

25. El Yale College todavía utilizaba este tipo de hora en 1826 con el fin de aprovechar
plenamente la luz solar. Véase Michael O’Malley, Keeping Watch: A History of American
Time, Penguin Books, Harmondsworth, 1991, p. 4. Nuestro sistema de ahorro de luz diurna
es una forma poco elegante de hacer lo mismo.
26. Dante Alighieri, The Divine Comedy: Paradiso, canto xv, verso 98; Giovanni
Boccaccio, The Decamerón, trad. ingl. de G. H. McWilliam, Penguin Books, Harmonds­
worth, 1972; Giovanni Boccaccio, Decamerón, Amoldo Mondadori, Milán, 1985 (hay trad.
cast.: El decamerón, trad. de Esther Benítcz, Alianza, Madrid, 1987).
27. W. Rothwcll, «The Hours of Ihe Day in Medieval I-ranee», h'rench Studies, 15 (ju­
lio di 1959), p. 245.
E L M ODELO V E N E R A B L E 39

Es posible que la larga marcha de nona tuviera su origen en monjes que


no podían comer hasta la nona durante los ayunos, y, por tanto, se encarga­
ban de que la nona sonara cada vez más temprano. De hecho, san Benito,
probablemente la figura más importante de la historia del monaquismo oc­
cidental, recomendó en el siglo vi que la nona «se dijera un poco antes de
tiempo, hacia la mitad de la hora octava». Es probable que su motivo fuese
el hambre que pasaba debido al alargamiento de los días en verano.28
Según Dante, el momento de tocar a nona retrocedió hasta el mediodía o
la sexta porque ésta significaba seis. La hora sexta era «la más noble de todo
el día, y la más virtuosa», pues seis era la suma de sus factores, 1, 2 y 3, y,
por tanto, noble. (Llegaremos a los números que poseen simbolismo poéti­
co dentro de unas cuantas páginas.) Y por esta razón la lectura de los oficios
divinos gravitó hacia el mediodía, esto es, los de primera hora avanzaron y
los de última hora retrocedieron.29 (Cómo saldría esto en la práctica no es fá­
cil de entender.)
El desplazamiento de noon ilustra una característica segura de la mayo-
i la de los europeos medievales. A su modo, se ocupaban tanto del tiempo
como nosotros, pero era un modo muy diferente del nuestro. Tenía mucho
que ver con valores simbólicos y poco que ver con la precisión.

El concepto que los europeos tenían del tiempo se parecía de manera


crucial al nuestro en por lo menos un sentido. La mayoría de los seres hu­
manos — los platónicos griegos, los indios navajos, los hindúes, los ma­
yas creían que las pautas del tiempo en sus dimensiones mayores eran
i inuo las pautas que tenemos directamente ante nosotros: el ciclo de las es-
i.k iones, la rotación del cielo, etcétera. Creían en el tiempo cíclico y no les
picocupaba que se desenrollara hasta el final mismo. Los europeos occiden­
tales también reconocían los ciclos de la vida porque es innegable que los
unos son un ciclo repetitivo de estaciones: hasta ahora a todo crepúsculo le
lia correspondido un amanecer, y así sucesivamente. Además, creían que el
Antiguo Testamento prefiguraba en sus detalles el Nuevo Testamento. Pero,

,'K David S. Landes, Revolution in Time: Clocks and the Making of the Modern World,
IIn i .ud University Press, Cambridge, Mass., 1983, pp. 404-405.
."i ¡lie Oxford English Dictionary, s. v. «noon»; C. T. Onions, ed., The Oxford Dictio-
....... o/ English Etymology, Clarendon Press, Oxford, 1966, s. v. «noon»; Jacques Le Goff,
liim Work, and Culture in the Middle Ages, trad. ingl. de Arthur Goldhammer, University
. >1 i lin agn Press, Chicago, 1980, pp. 44-45; Klaus Mauriee y Otto Mayreds, eds., The Clock-
n ,'ik Universa, Germán Clocks and Autómata, 1500-1650, Neal Watson, Nueva York, 1980,
l'l' l io 147; The Rule of Si. Renedict, trad. ingl. del eardenal Gasquet, Chato & Windus,
1 ....lies, I‘>25. pp 84 85 (hay liad, casi h i regla de san Benito, Madrid. BAC, 1993); Dan-
ii AIii’liii'ii, The ( ’onvivio o/ Oante, liad. ingl. de Philip 11. Wickslecd, J. M. Dent, Londres,
I*i I * pp 145 147 (hay liad casi convite. Círculo de I edincs, Barcelona, 1905).
40 LA M ED ID A D E L A R E A LID A D

como eran cristianos, no podían abrazar el ciclicalismo de manera exclusi­


va. Dios había sacralizado el concepto del tiempo lineal entrando en el tiem­
po con el fin de dar a la humanidad la posibilidad de salvarse. «Sigamos an­
dando, pues, por la senda recta, que es Cristo — dijo san Agustín— y con Él
como nuestro Guía y Salvador, apartémonos en nuestro corazón y nuestra
mente de los irreales y fútiles ciclos de los impíos.»30
El tiempo lineal tuvo un principio y tendrá un fin. Puedes contarlo des­
de el principio hasta el final... si tienes ganas.

En la Edad Media y el Renacimiento el espacio era tan decididamente fi­


nito como una pecera, esférico y cualitativo en su estructura. Dentro de su
esfera más exterior había otras esferas, encajadas de manera apretada, una
dentro de otra. No había ningún vacío entre ellas: en aquel tiempo la natura­
leza aborrecía los vacíos aún más que hoy.31 Las esferas eran de una trans­
parencia perfecta y llevaban los cuerpos celestes. La esfera más exterior con
carga visible llevaba las estrellas fijas, cuyas posiciones en relación unas
con otras no se alteraban (al menos con la rapidez suficiente para que al­
guien lo notase en el transcurso de una vida o varias vidas). Eran lo que de­
finiríamos exclusivamente como las estrellas. Dentro de su esfera estaban
las esferas que llevaban los planetas, el Sol y la Luna.
Todas las esferas y su carga visible se movían describiendo círculos per­
fectos porque el cielo era perfecto y el círculo era la más perfecta y noble de
las formas. Las formas tenían cualidades y el círculo, al igual que el núme­
ro 6, era intrínsecamente noble. El movimiento en línea recta era la antítesis
de la naturaleza del cielo. Todos los cuerpos celestes y sus esferas se com­
ponían del quinto y perfecto elemento, que era inmutable, inmaculado, no­
ble y totalmente superior a los cuatro elementos con los cuales estaban en
contacto los seres humanos. (Saludamos con deferencia a esta teoría siem­
pre que utilizamos la palabra quintaesencia, que se refiere a la quinta esen­
cia o elemento.)
Todo lo que había bajo la Luna era variable e innoble, es decir, se com­
ponía de los cuatro elementos. Justo bajo la Luna estaba la esfera del fuego,
justo debajo de ésta la esfera del aire, luego la del agua y finalmente, en el
centro, la Tierra, que era «el fundamento del universo». Obviamente, estos
elementos no estaban siempre apilados con cuidado formando estratos, sino
que se encontraban mezclados, la tierra seca entre los mares, por ejemplo.

30. San Agustín, City ofGod, p. 404. Esta y otras cuestiones relativas a este lema están
bien resumidas en Annc Higgins, «Medieval Nolions of the Slruclure of Time», Journal of
Medieval and Renaissance Sindiex, Id (otoño de 1080), pp. 227-230.
31. E. J. Dijkslerluiis, The Mechan i nlion o/ the World rielare, trad. ingl. de C. Dik-
slioorn, ( Ixlord Univcrsily Press, ( )xloid, ldr>(), |> I M
E L M ODELO V E N E R A B L E 41

I labia varias explicaciones y algunas de ellas eran muy audaces; una, por
ejpmplo, proponía que las aguas retiradas de la tierra estaban apiladas en al­
guna parte.32
Aquí en la Tierra, donde el viento te arrojaba arena a los ojos y a menu­
d o tenías los pies fríos y mojados, la falta de permanencia era la regla. En el
siglo xiii Bartolomé el Inglés declaró que la Tierra era el «más corpulento y
tiene menos de sutilidad y de simplicidad» de todos los cuerpos del univer­
so. Trescientos años más tarde un francés lo dijo de forma más sencilla: la
Tierra «es tan depravada y deshecha en toda suerte de vicios y abominacio­
nes que parece ser un lugar que haya recibido todas las porquerías y purga­
ciones de todos los demás mundos y edades».” En la zona sublunar el mo­
vimiento natural no era perfecto y circular, sino recto y alterable sólo por
medio de la violencia. Si se le dejaba hacer, el fuego se alzaba en línea rec­
ia hacia su hogar apropiado en la esfera de fuego, y las piedras, motivadas
ile modo parecido, caían en línea recta hacia la Tierra.
Nuestro barrio bajo sublunar era heterogéneo, y no sólo en cuanto a cli­
ma. flora y fauna, sin también en verosimilitud. Trovéis, de sir John Mande­
ville, uno de los libros más populares del Renacimiento, declara sobriamen­
te que en el reino del Preste Juan había un mar de grava sin agua que «fluye
y refluye en grandes olas como otros mares, y nunca está quieto ni en paz»,
luí Etiopía las personas sólo tenían un pie, el cual «es tan grande que su
sombra protege todo el cuerpo del sol cuando se echan a descansar». (Pue­
de que san Agustín sea la fuente de donde Mandeville sacó esto: el santo ha­
bía oído decir que los etíopes tenían dos pies en una única pierna.)34
La geografía era cualitativa. La gente de las Indias era lenta «porque es­
tán en el primer clima, el de Saturno; y Saturno es lento y se mueve poco»,
pero los europeos, gente activa, eran de una tierra del séptimo clima, el de la
I una, que «rodea la Tierra más rápidamente que cualquier otro planeta».35

12. M. C. Seymour, ed., On the Properties ofThings: John Trevisa's Translation of


llarlholomaeus Anglicus de Proprietatihus Reruni, Clarendon Press, Oxford, 1975, vol. 2,
l> (i0(); Nicholas H. Steneck, Science and Creation in the Middle Ages: Henry of Langenstein
(iI. IJV7) on Génesis, University of Notre Dame Press, Notre Dame, Ind., 1976, pp. 78-80.
I lay muchas fuentes secundarias sobre astronomía medieval; para exactitud y brevedad, re-
i omiendo A. C. Crombic, Medieval and Early Modern Science, Doubleday, Gardcn City,
N Y.. 1959, vol. 1, pp. 19-20,75-78.
t.t. On the Properties ofThings, vol. 1, p. 442; vol. 2, p. 690; E. M. Tillyard, The Eliza-
helhan World Picture, Challo & Windus, Londres, 1958, p. 36. Para una buena fuente se-
i muían,i sobre la versión medieval de la Tierra, véase «Dante’s Geographical Knowledge»,
apéndice de George 11 T. Kimble, Geography in the Middle Ages, Melhuen, Londres, 1938,
pp. 241 244.
14. Mantlcville's Trovéis, pp. 122, 210; Sun Agustín, Cilv o/ (íntl, p. 530.
15 \hiiitli ville'\ l'rnvels.p l?(>.
42 LA M ED ID A D E L A R E A L ID A D

Hasta los puntos cardinales eran cualitativos. Sur significaba calor y se aso­
ciaba con la caridad y la Pasión de Jesús. Este, hacia la ubicación del paraí­
so terrenal, el Edén, tenía una potencia especial y por esta razón las iglesias
estaban orientadas de este a oeste con el extremo principal, el altar, en el
este. Los mapamundis se trazaban con el este en la parte de arriba. El «nor­
te verdadero» estaba al este, principio al que presentamos nuestros respetos
cada vez que nos «orientamos».
La ignorancia dictaba que la cartografía fuese sencilla. Durante siglos
fueron muy apreciados los mapas T-O del mundo, en los que Jerusalén solía
estar en el centro. Los mapas T-O se llaman así porque se trazaban como una
O con una T dentro: esto es, un círculo con una línea diametral y, formando
ángulo recto con ella, una línea que dividía una mitad en dos partes. La línea
más larga representaba el río Don, el mar Negro, el Egeo, Jerusalén y el Nilo
todos juntos como una divisoria norte-sur, y resaltaba Asia como una mitad
de la masa continental del globo. La otra línea representaba el Mediterráneo
y dividía la otra mitad del pastel en dos cuñas, Europa y África.36
Algunos europeos creían que Europa, África y Asia constituían sólo una
cuarta parte de la Tierra y que ésta se hallaba separada de las otras cuartas par­
tes por grandes mares que iban de norte a sur, de este a oeste. Parecía impro­
bable que alguien viviese en las otras tres cuartas partes y posiblemente era
una blasfemia pensar que alguien viviera allí. ¿Cómo podría alguien haber
viajado hasta allí desde el monte Ararat, donde, al bajar las aguas del diluvio,
se había posado el arca de Noé, que contenía todos los descendientes vivos de
Adán y Eva (esto es, todos los seres humanos)? Por tierra, no, obviamente, y
las distancias por mar eran enormes. San Agustín opinaba que «es demasiado
absurdo decir que algunos hombres tal vez tomaron un barco y atravesaron
todo el ancho océano y cruzaron de este lado del mundo al otro». Además,
desde el monte Ararat sólo podrían haber viajado a los dos cuartos meridiona­
les cruzando los trópicos inhabitables, literalmente abrasadores. Dante dijo
que quien creyese que en las antípodas vivía gente era un necio.37
El mundo, que Dios había creado para sus fines y donde habían actuado

36. Samuel Y. Edgerton, Jr., «The Art of Renaissance Picture-Making and the Great
Western Age of Discovery», en Sergio Bertelli y Gloria Ramukus, eds., Essays Presented to
Myron P. Gilmore, La Nuova Italia, Florencia, 1978, vol. 2, p. 148; C. Raymond Beazley,
The Dawn of Modern Geography, Henry Frowde, Londres, s. f., vol. 2, pp. 576-579; O. A.
W. Dilke, Greek and Román Maps, Cornell University Press, Ithaca, N. Y., 1985, p. 173; Da­
vid Woodward, «Medieval Mappaemundi», en J. B. Harley y David Woodward, eds., The
History of Cartography, I: Cartography in Prehistoric, Ancient, and Medieval Europe and
the Mediterranean, University of Chicago Press, Chicago, 1987, pp. 340-341.
37. San Agustín, The City of God, p. 532; Kimble, Geography in the Middle Ages,
p. 241; John Carey, «Ireland and ihe Anlipodes: The Helemdoxy of Virgin of Sal/hurg»,
Spet ulmn, í>4 (enero de IOS1)), pp. I 1.
E L M ODELO V E N E R A B L E 43

Adán, Eva, Abraham, David, Salomón, Jesús y sus santos, y Satanás y sus
diablillos, estaba adornado con regiones de potencia religiosa. Era posible
visitar y pasear por Belén, Jerusalén y Judá, beber del mar de Galilea y pes­
car en él, así pues, ¿por qué no podía uno encontrar, por ejemplo, el infier­
no? El autor de Travels de Mandeville escribió sobre una entrada real del in-
ficrno, un «valle peligroso» con oro y plata que atraían a los mortales a él,
donde «en seguida eran estrangulados por los diablos». El autor situaba el
Edén en el Asia oriental, en la cima de una montaña tan alta que tocaba la
órbita de la Luna. En este paraíso terrenal había un pozo «que arroja las cua­
tro inundaciones que corren por tierras diversas», esto es, los ríos Ganges,
Tigris, Éufrates y Nilo. Los hombres que intentaban subir por estos ríos se
volvían sordos a causa del ruido de las aguas que «bajan tan furiosamente de
los lugares altos de arriba».38 Colón, hallándose en la costa de Venezuela en
14‘)8, estaba seguro de que el Orinoco era uno de estos ríos y que estaba cer­
ca riel paraíso terrenal.39
¿Cómo examinaban un mapa las personas que creían estas cosas?
¿( ’ómo examinaban los cristianos el mapa de Ebstorf, lo último en mapa­
mundis del siglo x h i ? Nosotros reparamos en sus tergiversaciones, omisio­
nes y rotundos errores y nos parecen perdonables teniendo en cuenta los po­
cos datos de primera mano y los escasos conocimientos de geometría que
tenían los cartógrafos. Pero no sabemos qué pensar del mapa en conjunto.
Está trazado sobre un fondo en el que aparece Cristo crucificado, con la ca­
beza en el Lejano Oriente, las manos perforadas en los extremos norte y sur,
V los pies heridos ante la costa de Portugal. ¿Qué trataban de decir los auto-
íes del mapa? Desde luego, no que el Nilo desemboca en el Mediterráneo a
exactamente tantas leguas al sur y al oeste de Antioquía. Su mapa fue un in­
tento no cuantificativo y no geométrico de facilitar información sobre lo que
estaba cerca y lo que estaba lejos, y lo que era importante y lo que no lo
i ia Se parecía más a un retrato expresionista que a una foto de identifica-
i ion. Era para los pecadores y no para los navegantes.

En nada de lo que hemos tocado hasta ahora es nuestra forma de pensar


mus diferente de la de los occidentales de la Edad Media y el Renacimiento
que en las designaciones de cantidad. Honraban a Ptolomeo y Arquímedes,
pero no habían heredado de ellos el gusto por la expresión exacta de la can­
tidad. En las instrucciones para fabricar vidrio, cálices, órganos y otras co-

tK Mantleville ’.v Travels, pp. 234-236; véase también fín the Properties ofThings, vol.
I pp 635-657.
I1) Samuel I-’liol Morison, Admira! oj the Orean Sea: A l.ife of Christopher Columbas,
I Hile. H i o w i i . Itoslon, l'M.’ pp. 556 55H.
44 LA M ED ID A D E LA R E A LID A D

sas había muy pocos números: «un poquito más» y «un trozo de tamaño me­
diano» eran suficientemente precisas. En el siglo xiv había en París tantas
viviendas particulares que contarlas sería como contar «tallos en un campo
extenso, o las hojas de un bosque inmenso».40 Los europeos medievales usa­
ban los números por su efecto y no por su exactitud. El héroe de la Chanson
de Roland anuncia antes de la batalla: «Descargaré un millar de golpes y los
seguiré con setecientos más, y veréis el acero de Durendal [su espada] ba­
ñado en sangre». Muere en la batalla y cien mil francos lloran.41
Además de la afición a lo general e impresionista, los europeos occiden­
tales, especialmente los que vivieron en lo que denominamos Edad Media,
sufrían a causa de la falta de un medio claro y sencillo de expresión mate­
mática. No tenían signos de más, de menos, de división, de igual o de raíz
cuadrada. Al igual que los antiguos, donde necesitaban la claridad de las
ecuaciones algebraicas producían oraciones retorcidas, casi proustianas.42*
Su sistema de expresión numérica, heredado del imperio romano, era apro­
piado para el mercado semanal y para la recaudación de los impuestos loca­
les, pero no para algo de mayor envergadura. Los números romanos, con sus
repeticiones de I, V, X, L, C y M (con líneas horizontales arriba y abajo para
separar los números de las letras), eran fáciles de aprender, y entender sus
combinaciones requería poco más que las sumas y restas más sencillas (ge­
neralmente sólo la suma porque era más sencillo añadir más al número me­
nor que restar de uno mayor). Pero las cifras latinas eran muy poco apropia­
das para expresar números elevados. Por ejemplo, un número como 1.549
solía escribirse así: MCCCCCXXXXVI11J. (La J del extremo significaba el
final del número y garantizaba que nadie podía añadirle algo). Por suerte,
los romanos, que eran poco dados a las teorías, y los europeos medievales
raramente tenían que usar números elevados.41
Los europeos medievales escribían sus números con cifras romanas,
pero no utilizaban ese sistema para el cálculo. Poseían en las manos y los de­
dos una útil calculadora y, para operaciones más difíciles, el ábaco o table­
ro contador. La mejor descripción que tenemos del sistema de manos y de­
dos es la de Beda el Venerable (673-735), que en el prefacio de su tratado de
cronología escribió una breve disquisición sobre «la necesaria y práctica ha­
bilidad de contar con los dedos». Los números hasta el 9 se designaban do­
blando los dedos: un meñique doblado significaba 1, un meñique y un anu-

40. Murray, Reason and Society, pp. 175, 176, 179.


41. Medieval Epics, Modcrn Library, Nueva York, s. f„ pp. 126, 173.
42. Para ejemplos de la prosa matemática de la Edad Media, véase Edward Grant, ed.,
A Source Hook iu Medieval Science, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1974,
pp 102-135.
4 1 S ■111111. Ilistorv oj Mdlhcinalic.w vol. 2, pp. 50 (t i.
E L M ODELO V E N E R A B L E 45

l,n doblados significaban 2, y así sucesivamente (el 6, al ser perfecto, se in-


ilu aba doblando el más noble de los dedos, el anular, solo). El 10 y sus múl-
uplns se especificaban por medio de varias configuraciones de los dedos,
IM>! ejemplo, tocando con el pulgar ciertas articulaciones. Los números más
elevados entrañaban complicaciones y Beda hizo uso de las manos, los bra­
zos. los codos y el torso. Cincuenta mil se expresaba señalando el ombligo
. mi el pulgar de una mano extendida. Hubo quejas porque los números más
altos requerían «las gesticulaciones de las bailarinas».
Ni Beda ni ninguno de sus contemporáneos en la Europa occidental co­
nocían el valor de la posición ni el cero, pero calcular con los dedos les per­
mitía obrar como si los conocieran. Las articulaciones de los dedos propor-
i limaban el valor de la posición — una articulación, decenas; otra, centenas;
etcétera— y el cero se indicaba mediante la posición normal, relajada, de los
dedos... mediante la nada, por así decirlo. El sistema hasta servía para hacer
i nícalos sencillos, 6 x 8 , por ejemplo, o incluso, con un poquito de multipli­
cación mental, 13 x 14.44 (Si quiere usted saber cómo, le recomiendo el fas-
■maulé libro Number Words and Number Symbols, de Karl Menninger.)
Pero calcular con los dedos no era suficiente para las operaciones com­
plicadas. Para ellas los europeos recurrían al ábaco. Hoy la palabra «ábaco»,
aunque es de origen griego y latino, se refiere al instrumento procedente del
Asia oriental que se usa para efectuar cálculos haciendo correr cuentas por
unos alambres. Para los europeos de la Edad Media y el Renacimiento la pa­
labra designaba un tablero contador en el cual unas líneas hacían las veces
de alambres y se utilizaban guijarros o fichas en lugar de cuentas (figura 2).
El tablero contador era un instrumento con el cual la persona que sabía
manejarlo podía hacer toda suerte de cálculos rápidos y exactos, incluso con
números elevados. Ofrecía las ventajas tanto del valor de la posición como
del cero sin el inconveniente de tener que pensar en ellos. Si querías expre-
ur el difícil número 101, colocabas una ficha sobre la línea de las centenas
v otra sobre la línea de las unidades. No tenías que estrujarte el cerebro pen­
cando cómo expresar ninguna decena o cincos o cualquier cifra entre los
dos, sino que sencillamente dejabas vacía aquella línea o aquellas líneas.
El ábaco sigue usándose mucho en gran parte del mundo por la sencilla
i a/rtn de que es uno de los inventos más baratos y más felices de la humani­
dad y su ausencia de la Europa occidental entre aproximadamente 500 y

44. Kart Menninger, Number Words and Number Symbols: A Cultural History ofNum-
hers. liad. ingl. de Paul Broneer, MIT Press, Cambridge, Mass., 1969, pp. 202-218; Smith,
Ihslorv oj Matheimitics, vol. 2, pp. 196-202; Florence A. Yeldham en Roben Sleele, ed., The
Siorv <>l Keektmtnx in the Muidle Ay es m Enulisli, liarly bnglish l'exl Society, Londres,
l't’ Lpp (>(> 69; Mili ruy, Keason mui Soriely, p 156.
46 LA M ED ID A D E L A R E A LID A D

I kíiika 2. Calculadores utilizando números indoarábigos y un tablero contador,


IM)3. Karl Menninger, Num ber Words and Num ber Symbols, MIT Press, Cam­
bridge, Mass., 1977, p. 350.

1000 d.C. prueba que la civilización alcanzó su punto más bajo allí. Cuesta
creer que todo el mundo lo olvidase, que durante cinco siglos nadie trazara
con un palo líneas en la arena y empujase guijarros de una línea a otra con
la puntera de una sandalia para confirmar una conjetura sobre cuántas cabe­
zas de ganado había en las siete manadas que habían llegado al mercado por
la mañana. Sea cual sea la verdad sobre ello, el hecho es que el tablero con-
latlor no aparece en los anales escritos ni en los restos arqueológicos duran­
te quinientos años.45
El renacer del tablero contador en Occidente tiene que ver con el monje
francés Gerberto de Aurillac (el futuro papa Silvestre II), que en la segunda
mitad del siglo x estudió en España, en aquel tiempo un hervidero de erudi­
ción y ciencia islámicas. Allí se enteró de la existencia de los números in-
iloarábigos y del tablero contador, que posiblemente se llevó consigo al vol­

as McmimgiT, Number Words, p. 322; Smilh, History of Mathematics, vol. 2, p. 1K6;


Muiiay, Keason and Soeietw pp. I(>3 U>3.
E L M ODELO V E N E R A B L E 47

ver a casa.46 En las postrimerías del siglo xi y en el xii los tratados de cálcu­
lo elemental eran, por regla general, libros que hablaban del uso del tablero
contador y en Inglaterra había un verbo nuevo, to abacus, que significaba
calcular.47 En el siglo xvi los tableros contadores eran tan comunes que Mar­
tín Lutero pudo referirse de pasada a ellos para ilustrar la compatibilidad del
igualitarismo espiritual con la obediencia a tus superiores: «Para el maestro
de cuentas todas las fichas son iguales, y su valor depende de dónde los co­
loca. Del mismo modo son iguales los hombres ante Dios, pero son desi­
guales según la posición en la cual Dios los haya colocado».4*
Algún tiempo después de Gerberto, quizás en el siglo xm, las líneas del
tablero que se usaba en la Europa occidental describieron un cuarto de vuel­
ta y pasaron de verticales a horizontales. La reorientación nos parece apro­
piada — ahora las fichas podían leerse lateralmente, como las palabras— ,
pero no hay nada en las matemáticas que dicte este cambio. Karl Menninger
ha sugerido que tal vez el cambio fue inspirado por el pentagrama musical
ile Guido d’Arezzo, en el cual la altura del sonido dependía de la posición
vertical pero las notas se leían y ejecutaban de izquierda a derecha.49 (Vol­
veremos a hablar de Guido en el capítulo 8.)
Los tableros contadores tienen capacidad para los números elevados y los
cálculos complicados, así que no podemos echarles la culpa de lo que cabría
denominar «la impotencia matemática de los occidentales de la Edad Me­
dia». Su ignorancia (G. R. Evans dice que hasta mediados del siglo xii fue­
ron «subeuclidianos»)50 explica gran parte de su ineptitud al razonar acerca
de cantidades, pero había algo más que eso. Para nosotros, exceptuando unas
cuantas supersticiones como la triscaidecafobia, los números son totalmente
neutros, en sí mismos y de por sí moral y emocionalmente libres de todo va­
lor, puras herramientas, tanto como una pala. No era así para los europeos
antiguos: los consideraban cualitativos además de cuantitativos.
«No debemos despreciar la ciencia de los números», escribió aquella
íuente de dogma cristiano del siglo v que fue san Agustín. Y añadió que di­
cha ciencia es «de gran utilidad para el intérprete cuidadoso». Dios creó el
universo en seis días porque el 6 era un número perfecto, como ya nos ha en­
señado Dante. El 7 también era perfecto. En su época el 3 era el primer nú­

46. Menninger, Number Words, pp. 322-327; Murray, Reason and Society, p. 164.
47. Gillian R. Evans, «From Abacus to Algorism: Theory and Practice in Medieval
Ai Mlimetic», fíritish Journal for the History of Science, 10, 2.a parte (julio de 1977), p. 114;
Smith, History of Mathematics, vol. 2, p. 177.
48. Menninger, Number Words, pp. 365-367; Yeltlham, Story of Reckoning, p. 89.
49. Menninger, Number Words, pp. 340-341.
50 Gillian K Evans, «The SulvEuelidian (¡eomelry oí'(lie Earlier Middle Ages, up lo
Mui Twrlllh C'mitin y», Archive lor the History oj ISucl S» ¡enees, 16, n." I (1676), pp. 105 118.
48 LA M ED ID A D E LA R EA LID A D

mero impar y el 4 el primer número par. Sumados, daban el perfecto 7. ¿Y


no había descansado Dios en el séptimo día, después de terminar la crea­
ción? El 10, por ser el número de los mandamientos, simbolizaba la ley, y,
por ende, el 11, que es un número más allá del 10, significaba la transgresión
de la ley, el pecado. El 12, en cambio, era el número del juicio porque las
dos partes del número 7, es decir, el 4 y el 3, multiplicados el uno por el otro,
dan 12. El 40, que es el número de días de la cuaresma y el de los días que
el Salvador pasó en la Tierra después de la resurrección, representaba «la
vida misma» para san Agustín.51
Al cabo de la mayor parte de un milenio, santo Tomás de Aquino con­
virtió el número 144.000, que es la suma de los que el Apocalipsis promete
que se salvarán al final de los tiempos, en una catedral de referencias santas.
El mil de 144.000 designaba la perfección (es de suponer que porque 1.000
es 10, el número de los mandamientos, multiplicado por sí mismo 3 veces,
y el 3 es el número de la Trinidad y de los días comprendidos entre la cruci­
fixión y la resurrección). Los ciento cuarenta y cuatro de 144.000 son 12 ve­
ces 12. El 12 significa fe en la Trinidad, esto es, el 3 multiplicado por las 4
partes de la Tierra. Se puede interpretar que uno de los 12 que deben multi­
plicarse significa el número de los apóstoles y el otro el número de las tribus
de Israel.52
Hoy utilizamos números cuando queremos concentrarnos en determina­
do tema y obtener la máxima precisión en nuestras deliberaciones. Los anti­
guos europeos preferían un enfoque amplio y se conformaban con la impre­
cisión porque tenían la esperanza de abarcar tanto como fuera posible de lo
que podía ser importante. A menudo lo que pretendían no era comprender la
realidad material, sino encontrar una pista acerca de lo que había más allá de
la cortina de la realidad. Eran tan poéticos en relación con los números como
en relación con las palabras.

Gran parte del modelo venerable nos parece tan rara como la versión de
la realidad de un chamán tungús. Mostramos desdén ante sus errores — que
la Tierra es el centro del universo, por ejemplo— , pero nuestro verdadero
problema con el modelo venerable es que es dramático, incluso melodramá­
tico, y teleológico: Dios y el Designio se ciernen sobre todo. Queremos (o
pensamos que queremos) explicaciones de la realidad desprovistas de emo­
ción, tan anodinas como el agua destilada. Nuestros astrofísicos, al buscar
un título para el nacimiento del tiempo y el espacio, han rechazado creación,

5 1. Vineent I'. Hopper, Medieval Number Symbolism, Columbia University Press, Nue­
va York. 1‘riS. pp.
V //>«/, p. !().’ .
E L M ODELO V E N E R A B L E 49

palabra con referencias y reverberaciones que continúan eternamente. Han


elegido el título burlón del big bang con el fin de minimizar el dramatismo
del tema y las tergiversaciones y aceleraciones del pensamiento ditirámbico.
Los europeos de la Edad Media y el Renacimiento, al igual que el chamán,
al igual que todos nosotros parte del tiempo y algunos de nosotros todo el
tiempo, querían explicaciones que fuesen concluyentes de modo inmediato
y satisfactorias desde el punto de vista emocional. Anhelaban un universo
que, como dice Camus, «pueda amar y sufrir».53
En tal universo la balanza, la vara de medir y el reloj de arena eran ins­
trumentos de poco más que utilidad práctica e inmediata. El universo de los
antiguos europeos era de cualidades y no de cantidades.

S t. ( ¡muís, MyiIi <</ .S'mv/'/hm. |> 17,


3. CAUSAS NECESARIAS
PERO INSUFICIENTES
En términos causales la presencia de oxígeno es una condi­
ción necesaria pero no suficiente para el fuego. Oxígeno más
combustibles más encender una cerilla ilustrarían una condición
suficiente para el fuego.
W illiam L. R ees e (1981)'

La razón de ser del presente libro es describir una aceleración que des­
pués de 1250 aproximadamente se produjo en el proceso en virtud del cual
( laúdente pasó de la percepción cualitativa a, o al menos hacia, la percep­
ción cuantificativa. Deseamos de forma muy especial descubrir el origen de
dicha aceleración. Las proporciones de la segunda mitad de la tarea son
enormes y antes de empezar debemos analizar qué es exactamente lo que
buscamos, no fuera que nos convenciéramos de haberlo encontrado antes de
i lempo. Por ejemplo, la llegada de los números indoarábigos fue importan-
i o una, pero no fue más de lo que los lógicos consideran una condición ne-
i esacia pero insuficiente. No debemos pasar por alto tales condiciones (el
oxigeno y los combustibles del epígrafe), pero el objetivo final de nuestra
búsqueda es el «encender una cerilla».
lin este capítulo hablaremos del oxígeno y los combustibles, esto es, de
la ascensión del comercio y el estado, el renacimiento del saber, y de otros
leiiomenos necesarios pero insuficientes para explicar el ascenso del pensa-
iiiirnio cuantitativo en Occidente durante la Edad Media y el Renacimiento.
( 'on el fin de tener la seguridad de que no nos enfrentamos a meras ma-
imalizaciones, examinaremos datos reales de la tendencia a la cuantifica-
cion, los relojes mecánicos, las cartas de navegación, etcétera. Luego, mu­
chos capítulos después de éste, buscaremos la cerilla encendida.1

1. William L. Rcese, Dielionary of Phiio.sophy and Religión: Kastern and Western


Thonglit. Ilumanilies l’ivss, Atlantic 1lighlaiuls, N. .1.. 1‘JHI, |>. IKI.
C A U S A S N E C E S A R IA S PERO IN S U F IC IE N T E S 51

Las percepciones occidentales cambiaron al cambiar la experiencia de


los europeos. La población de Occidente se multiplicó por dos y puede que
hasta por tres entre 1000 y 1340. Muchas personas emigraron a tierras pan-
lanosas recién drenadas y a bosques que acababan de desbrozarse, y al este,
donde se disputaron las tierras fértiles con los eslavos. Otras se convirtieron
en gente de ciudad y a menudo trabajaban en las nuevas industrias de la lana
y el lino, y surgieron nuevas ciudades al tiempo que crecían las antiguas.
A principios del siglo xiv Venecia y Londres ya tenían quizá noventa mil
habitantes cada una, cifra que, a lo sumo, representaba una quinta parte de la
población de El Cairo, pero que era inmensa comparada con las pautas de
Occidente en siglos anteriores.2 Luego, con el brote de la peste negra a me­
diados del siglo xiv, la población de Europa disminuyó en un tercio y conti­
nuó cayendo hasta bien entrado el siglo siguiente, y es probable que la po­
blación de las ciudades disminuyese más rápidamente que la rural. Sin
embargo, en el plazo de cien años los occidentales se recuperaron y supera­
ron su anterior nivel máximo y se reanudó el crecimiento de las ciudades.3
Una y otra vez, especialmente en épocas de expansión demográfica, los
occidentales se pusieron en marcha por tierra o por mar con la intención de
invadir tierras islámicas y paganas por Dios, por la conquista de nuevos feu­
dos y por el comercio; y en todas partes veían cosas que no entendían por­
tille su experiencia no les había preparado para ellas. Fulcher de Chartres
participó en la primera cruzada y escribió que el Levante tenía hipopótamos,
cocodrilos, leopardos, hienas, dragones, grifos y mantícoras, los cuales te­
nían rostro humano, voces aflautadas y tres hileras de dientes cada uno.4
Aumentó el comercio entre los millones de campesinos de Occidente y
los miles de personas frenéticas que vivían en sus ciudades. Aumentó el co­
mercio entre regiones alejadas unas de otras e incluso con la morada del is­
lam y las tierras apenas imaginadas de las que volvió Marco Polo con histo­
rias inverosímiles. El estado empezó a consolidarse, con su insaciable

2. John H. Mundy, Europe in the High Muidle Ages, Longman, Londres, 1973. pp. 86­
87 (hay trad. cast.: Europa en la alta Edad Media, Aguilar, Madrid, 1980); Ross E. Dunn,
lite Adventures of Ibn Battuta: A Muslim Traveler of the I4tlt Century, University of Cali-
lornia Press, Berkeley, 1986, p. 45.
3. J. C. Russell, «Population in Europe, 500-1500», en Cario M. Cipolla, ed., The Fon­
tana Economía History of Europe: The Middle Ages, William Collins, Glasgow, 1972,
pp. 36-41; Massimo Livi-Bacci, A Concise History of World Population, trad. ingl. de Cari
Ipsen, Basil Blackwell, Oxford, 1992, pp. 44-45 (hay trad. cast.: Historia mínima de la po­
blación mundial, Ariel, Bacclona, 1990); Roger Mols, «Population in Europe, 1500-1750»,
en Cario M. Cipolla. ed., The Fontana Economic History of Europe: The Sixteenth and Se-
venteenth (.'entunes, William Collins, Glasgow, 1974, vol. 2, p. 38.
4. lulcher de Chartres, A History of the Expedition to Jemstdem. /tW 1127, liad. ingl.
de ITanees l< Kyim, Noilim, Nueva York. 1909, pp. 284 288
52 L A M ED ID A D E LA R E A L ID A D

apetito de impuestos. La Iglesia, fuente de misericordia y salvación, cobra­


ba impuestos con tanto vigor que muchos cristianos empezaron a dudar de
que el papa todavía poseyera «aquel poder concedido desde el cielo a san
Pedro, a saber: el de atar y desatar, toda vez que demostró ser totalmente dis­
tinto de san Pedro».5
Nuevos tipos de persona brotaron del suelo de la sociedad europea de la
Edad Media, la cual tenía tres pisos (el campesinado, la nobleza, el clero).
La nueva gente la integraban compradores, vendedores, cambistas, y gene­
raba y se deleitaba con lo que Jacques Le Goff ha llamado «un ambiente de
cálculo».6 La nueva gente eran mercaderes, abogados, escribas, maestros del
estilo, la pluma y el tablero contador. Eran la burguesía, los ciudadanos
del bourg o burg o ciudad, una meritocracia que conocía mejor las letras y
los números que la mayor parte del clero y la nobleza de Europa. Felipe el
Hermoso de Francia, monarca con poder suficiente para desafiar tanto al rey
de Inglaterra como al papa, encomendó el mando de su marina a un merca­
der genovés y la administración de sus finanzas a un mercader florentino.
Estos dos hombres, Benedetto Zacearía y Musciatto Guidi, respectivamen­
te,7 se encontraban en una posición intermedia de una jerarquía social que
teóricamente no tenía ninguna plaza para nadie en el medio.
Muchos miembros de esta nueva gente alcanzaron sus posiciones socia­
les por medio de la riqueza que habían acumulado utilizando máquinas para
explotar fuerzas naturales. La Europa medieval construyó decenas de miles
de molinos de agua para moler grano, abatanar paño y otras aplicaciones.
Según el gran catastro que se llevó a cabo por orden de Guillermo I el Con­
quistador, en Inglaterra había 5.624 cuando la invadieron los normandos, lo
cual representaría aproximadamente uno por cada cincuenta unidades do­
mésticas. Los occidentales inventaron, al parecer de modo independiente, el
molino de caja giratoria, es decir, el tipo de molino de viento con eje hori­
zontal y aspas que forman ángulo recto con él que la mayoría de la gente
asocia con los Países Bajos.8 Los molinos de caja giratoria abundaban en la
alta Edad Media, y a principios del siglo xiv Dante pudo describir un Sata­

5. Chronicles of Mutthew París: Monastic Life in the Thirteenth Century, trad. ingl. de
Richard Vaughan, Alan Sutton, Gloucester, 1984, pp. 82, 275.
6. Jacques Le Goff, «The Town as an Agent of Civilisalion, 1200-1500», en The Fonta­
na Economía History of Europe: The Middle Ages, p. 91; Jacques Bernard, «Trade and Fi-
nance in the Middle Ages, 900-1500», en ihid., p. 3 10.
7. Robert S. López, The Commercial Revolution of the Middle Ages, 950-1350, Cam­
bridge University Press, 1976, p. 166.
8. Jean Gimpel, The Medieval Machine: The Industrial Revolution ofthe Middle Ages,
Penguin Books, Harmondsworth, 1976, pp. 12, 16-17, 24, 167-168; Lynn White, Jr., Medie­
val Technology and Social Change, Oxford University Press, Oxlord, 1964, pp. 8 1-87 (hay
trad. cast.: Tecnología medieval y cambio social. Paulos Ibérica, Barcelona. IO«)0).
C A U S A S N E C E S A R IA S PERO IN S U F IC IE N T E S 53

nás gigantesco y alado, confiando en que sus lectores lo entenderían, di­


ciendo que parecía «un molino que el viento hace girar».9 En el siglo xv y
tal vez mucho antes, la proporción de personas que comprendían el funcio­
namiento de las ruedas, las palancas y los engranajes era mayor en Occi­
dente que en cualquier otra región de la Tierra, y los occidentales del norte
y del sur iban acostumbrándose a los repetitivos zumbidos y golpes metáli­
cos de las máquinas.

En el Occidente de la baja Edad Media el cambio no fue mayor de lo que


sería en aquella sociedad medio milenio más tarde durante la revolución in­
dustrial, pero puede que lo pareciese. Europa en el año 1000 no tenía una
forma determinada de pensar en el cambio — desde luego no la tenía en lo
que se refiere al cambio social— , mientras que la Europa de 1750 por lo me­
nos estaba familiarizada con el concepto.
Sin embargo, Occidente, comparado con las civilizaciones musulmana,
india y china de la época, estaba preparado de forma única para soportar e
incluso beneficiarse de la avalancha de cambios. La Europa occidental tenía
las características que los médicos que buscan el medio de contrarrestar los
trastornos de la senectud esperan encontrar en el tejido fetal, es decir, no tan­
to vigor per se, aunque sin duda esto es valioso de por sí, como una falta de
diferenciación. El tejido fetal es tan joven que conserva la posibilidad de
convertirse en la clase de tejido que haga falta.
Occidente carecía de firmeza en lo que se refiere a autoridad política y
religiosa y, en el sentido más amplio de la palabra, cultural. Era un caso úni­
co, entre las grandes civilizaciones, por su empecinada resistencia a la cen­
tralización y la estandarización políticas, religiosas e intelectuales. Compar­
tía una sola cosa con el universo según lo describían místicos como Nicolás
de Cusa y Giordano Bruno: no tenía centro y, por tanto, tenía centros en to­
das partes.
La Europa occidental era una maraña de jurisdicciones — reinos, duca­
dos, baronías, obispados, comunas, gremios, universidades y más— , una
mezcla de medidas que impedían que el poder se concentrara en un solo gru­
po. Ninguna autoridad, ni siquiera el vicario de Cristo en la Tierra, tenía ju-
i isdicción efectiva en la esfera política, religiosa o intelectual. Esto se hizo
manifiesto al producirse la revuelta protestante: por ejemplo, José Justo Es-V .

V. Dante Alighieri, The Divine Comedy: Inferno, trad. ingl. de Charles S. Singleton,
l’i mcclon Universily Press, Prineelon, N. J., 1970, p. 361 (hay liad, cast.: Ixi divina comedia,
li.nl. de Á. Crespo, Planela-Agoslini, Barcelona, 1996). Quienes necesiten un correctivo a la
uileipivlnción curocénlriea de la historia de la tecnología podrían leer Donald R. Hill, «Me-
i líame.il l'.ngineeiing in llie Medieval Near liasl», S r ie n lific A m erican , 264 (mayo de 1991 ),
i.i > mu ios
*1 L A M ED ID A D E L A R E A L ID A D

■l l l l g C I ' O conservó tanto su fe religiosa como la piel emigrando de la católi-


i . 1 I rancia a la fervorosamente protestante Ginebra y luego a la tolerante
I rulen. La descentralización de Occidente había salvado a disidentes tam­
bién. Cuando Guillermo de Ockham se negó a aceptar la autoridad de Juan
XXII sobre la pobreza evangélica y otras cuestiones, el papa lo excomulgó,
es decir, lo arrojó del seno de la Iglesia al cero absoluto de una vida sin sa­
cramentos ni el auxilio ni el consuelo de cualquier cristiano, en teoría. El
condenado se refugió en el enemigo del papa, el emperador alemán, Luis de
llaviera, y continuó como antes hasta que fue silenciado, no por el papa,
sino, probablemente, por la peste negra.10 Y, desde luego, quienes desobe­
decían la autoridad secular por obediencia a Roma generalmente podían re­
fugiarse en la Iglesia de Roma. Los papas mantuvieron durante genera­
ciones un grupo de recusantes y otros «traidores» por el estilo. En épocas
posteriores y más seculares, reyes, dictadores y primeros ministros hicieron
lo mismo. La Europa descentralizada siempre ha tenido una habitación en el
ático o al menos un rincón seco en el granero para los emigrados.
Las elites tradicionales de Occidente, así seculares como sagradas, no es­
taban unidas en grado suficiente como para defender sus propios intereses
contra sus rivales más obvios y directos en la competencia por el poder. La
rivalidad no era entre unas elites y otras, y tampoco era con los tártaros o los
musulmanes, sino con los mercaderes con los cuales las elites se codeaban to­
dos los días si vivían en las ciudades. Las aristocracias política y religiosa de
Asia y el norte de África siempre acababan uniéndose para impedir la ascen­
sión de los nuevos ricos. En Occidente, en cambio, los mercaderes y los ban­
queros incluso se las arreglaron para fundar sus propias dinastías familiares e
introducirse en el primer plano de la política; los más famosos, por supuesto,
fueron los Médicis, pero estaban también los Fugger y buen número de me­
nores linajes de riqueza e influencia. Los cambistas eran la levadura que la
masa —el campesino, el sacerdote, el noble— jamás pudo expulsar ni esteri­
lizar, y que aumentó e incluso encontró adeptos entre las clases tradicionales.
Las elites de los palacios y las catedrales no pudieron reprimir a la bur­
guesía porque no confiaban en poder cumplir sus propias ambiciones sin
contar con la riqueza y las habilidades de aquella arrogante meritocracia.
Antes de que las clases altas pudieran convertir su desprecio y su naciente
temor en una política efectiva, los mercaderes ya habían creado una civili­
zación en la cual los demás podían alcanzar sus propias satisfacciones sólo
si compraban los servicios de los que vivían de contar, amén de concederles
privilegios.

10. Firnest A. Mootly, «Ockham, William t>f», en Charles Conlslon (¡¡Hispió, ed., The
Dielioniirv iifSeienlilh' Serihnei 's, Nueva York, l()7() l‘>H(), vol. 10, p. 172.
C A U S A S N E C E S A R IA S PERO IN S U F IC IE N T E S 55

Occidente no estaba solidificado ni intelectual ni socialmente. Era un


caso singular entre las grandes civilizaciones por carecer de una tradición
clásica filogenética. Las síntesis clásicas de las otras estaban profundamente
enraizadas en el pasado. Sus preceptos formaban parte de sus antiguas cultu­
ras, hasta en el caso de los musulmanes, la gran mayoría de los cuales no
eran beduinos, sino descendientes de persas, egipcios, griegos y otros. Estas
personas cultivadas no se sentían obligadas a replantearse sus conceptos bá­
sicos de la realidad. Incluso iban a la zaga en lo que se refería a inventar o
adoptar las minucias de la disposición y el formato propias de los escribas
— alfabetización (o algún equivalente para los caracteres chinos), puntua­
ción, sangría, mayúsculas, folios de página, etcétera— que, como veremos
más adelante, resultaron tan útiles para los no iniciados en Occidente." Los
civilizados en la Antigüedad tenían escaso sentido de ser no iniciados.
Por decirlo de forma sencilla, los occidentales eran periféricos. Para ilus­
trarlo basta con señalar sus santuarios más sagrados, que se hallaban fuera
de Occidente y, después del triunfo de Salah al-Din Yusuf (Saladino), fuera
de la cristiandad.12 Por lo menos tan problemáticas como el origen extranje­
ro de gran parte del modelo venerable eran sus contradicciones internas. Sus
elementos griegos y hebreos, respectivamente racionalistas y místicos (per­
mítanme esta simplificación excesiva en atención a la brevedad), eran dis­
cordantes. Occidente, a diferencia de sus rivales, tenía una necesidad cróni­
ca de explicadores, ajustadores y resintetizadores.
La verdad teológica y filosófica, cuya función era explicar, adquirió
autoridad antigua y perfección contemporánea en la alta Edad Media y, en
consecuencia, paradójicamente, pasó a ser un enigma más que un consuelo.
En el siglo xii los eruditos occidentales Adelardo de Bath, Roberto de Ches-
ler y otros estudiaron con doctos judíos y musulmanes, por lo general en Es­
paña, y, al volver a casa, ofrecieron a la cristiandad las traducciones latinas
de obras de algunos de los sabios más grandes de la cultura griega antigua y
la islámica de la época: Platón, Ptolomeo, Avicena y otros. En el siglo xm
la traducción de todo el corpus de escritos de Aristóteles llegó a Occidente
como un ánfora de vino que cayera de un birreme griego a una coca del mar
del Norte.
Por primera vez los occidentales tuvieron que vérselas con un corpus
completo de conocimiento detallado e interpretación sutilísima por parte deI

I 1. Toby E. HulT, The Rise ofEarlv Modern Science: Islam, China, and the West, Cam­
bridge University Press, 1993, p. 292.
12. Samuel Y. Edgerlon, Jr., «From Mental Matrix to Mappamundi to Christian Empi­
re: l'lie llerilage ol Plolemaie Cartography in the Renaissanee», en David Woodward, ed.,
Ail añil ( ’tutoymphy: Si\ Historiad I'.ssiiys, llniversily ol Chicago Press, Chicago, 1987,
pp. 24-2‘t.
56 LA M ED ID A D E LA R E A LID A D

un pagano. «El Filósofo», como dieron en llamarle, lo explicaba práctica­


mente to d o : ética, política, física, metafísica, meteorología, biología. El li­
bro de texto clásico que se usaba para enseñar teología en la Edad Media,
S u m m a sen ten tia ru m , de Pietro Lombardo, escrito a mediados del siglo x ii ,
tenía, entre miles de citas de los padres de la Iglesia, sólo tres de filósofos
seculares; pero la Suninui th eo lo g ia e de santo Tomás de Aquino, escrita en­
tre 1266 y 1274, tenía 3.500 citas sólo de Aristóteles. Mil quinientas de ellas
procedían de obras que cien años antes eran desconocidas en Occidente.13
El modelo venerable perdió definición, no porque los occidentales deci­
dieran que era erróneo, sino porque a veces las diversas explicaciones del
pasado no eran exactamente colindantes o no eran exactamente apropiadas
para los requisitos actuales. Por ejemplo, según los antiguos griegos y ro­
manos, los cuatro elementos eran la tierra, el aire, el fuego y el agua, pero la
historia de la creación tal como se presenta en el Génesis no menciona el
aire. Santo Tomás de Aquino explicó que Moisés «no hace mención expre­
sa» de este elemento invisible «para evitar poner ante personas ignorantes
algo que está más allá de su conocimiento».14 Otro ejemplo: en 1459 fra
Mauro confeccionó un mapa del mundo en el cual Asia era tan grande que
desplazaba a Jerusalén de la posición más honorable, el centro. Fra Mauro
explicó que:

Jerusalén es en verdad el centro del mundo habitado en sentido latitudi­


nal, aunque en sentido longitudinal está un poco al oeste, pero dado que la
porción occidental está más densamente poblada debido a Europa, Jerusalén
es, por tanto, también el centro en sentido longitudinal si consideramos no el
espacio vacío sino la densidad de población.1516

El modelo venerable perdió definición bajo la intensa luz de la clarifica­


ción. Según algunos de los más sabios historiadores modernos de la baja
Edad Media — Johan Huizinga, Lynn White, Jr., William J. Bouwsma— ,
Occidente estuvo debatiéndose en un abismo de desesperación cultural, un
estado de confusión perpetua, desde las postrimerías del siglo xm hasta el
siglo xvt.Ift Sus maneras tradicionales de percibir y explicar no cumplían su

13. R. W. Southern. Medieval Hunianism, Harpcr & Row, Nueva York, 1970, p. 46.
14. Edward Grant, ed., A Source Book in Medieval Science, Harvard University Press,
1974, p. 26; Tilomas S. Kuhn, The Copernican Revolution: Planetary Astronomy in the De-
velopment of Western Thought, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1957, p. 110.
15. G. R. Crone, Maps and Their Makers: An Introduction to the History of Carto­
graphy, William Dawson, Folkestone, Kent, 1978, pp. 28-29.
16. J. Huizinga, The Waning of the Middle Ages, Doubleday, Nueva York, 1954 (hay
liad, casi.: El otoño de la Edad Media, Alianza, Madrid, 1994''); I-ymi Wliilc, .Ir., «Dealli and
lile Devil», en Roherl S. Kinsman, ed., The Ihirler Vision of the Renaissunt i llevoinl the
C A U S A S N E C E S A R IA S PERO IN S U F IC IE N T E S 57

función principal, que era, según dice Bouwsma, «imponer sentido a ... la
experiencia que pueda dar a la vida una medida de fiabilidad y reducir así,
aunque no pueda abolirías del todo, las incertidumbres fundamentales y ate­
rradoras de la vida».17
Muy despacio, tentativamente, y con frecuencia de modo inconsciente,
los occidentales empezaron a improvisar una nueva versión de la realidad
partiendo de elementos heredados y de la experiencia del momento, que a
menudo era comercial. El naciente modelo nuevo, como lo llamaremos, se
distinguía por la importancia cada vez mayor que daba a la precisión, la
cuantificación de los fenómenos físicos, y las matemáticas.
Los principales artífices del modelo nuevo eran gentes de ciudad, los
ciudadanos más inquietos de la sociedad occidental, como de la mayoría de
las sociedades. De la misma manera que las células de un feto son creci­
miento, estas personas eran cambio, incluso cuando pertenecían a elites an­
tiguas: por ejemplo, el obispo en su nueva, vasta y carísima catedral urbana.
Algunas de las personas de ciudad pertenecían a elites nacientes, de la van­
guardia cultural, y les debemos especial atención. Pasaban sus horas de tra­
bajo en uno de dos centros: la universidad y el mercado.
El segundo centro era más antiguo que la escritura o la rueda, pero los
occidentales tuvieron que inventarse el primero. La expansión demográfica,
el florecimiento de la Iglesia y el estado, la proliferación del conocimiento y
la amenaza de varias herejías produjeron conjuntamente una demanda de
más maestros, estudiosos, burócratas y predicadores que superó la capaci­
dad de las antiguas escuelas catedralicias y dio origen a las universidades.
La primera mitad del siglo xii fue el período heroico de la educación su­
perior en Occidente, una época en que los estudiantes se reunían espontá­
neamente alrededor de maestros como el racionalista radical Pedro Abelar­
do, a los que incluso seguían de ciudad en ciudad si hacía falta. Los maestros
impartían conocimiento y sabiduría, a veces con un poco de escepticismo a
modo de estímulo, pero no podían conceder títulos ni reclamar efectiva­
mente prerrogativas jurídicas para sí mismos ni defender a sus alumnos en
las luchas entre la gente de la ciudad y los estudiantes. Éstos no podían ob­
tener ninguna certificación oficial de la erudición adquirida ni tenían la se­
guridad de que los maestros no se presentarían borrachos a dar la lección o
se mudarían de la ciudad o incluso dejarían de enseñar, y tampoco podían

l'ields of Reason, University of California Press, Berkeley, 1974, pp. 25-46; William J.
Bouwsma, «Anxiety and Ihe Formation of Early Modern Culture», en Barbara C. Malament,
ed., Aftcr the Refonnation: Essavs in Honor o f ./. II. Hexter, University of Pennsylvania
Press, 1'iladeUia, I(>K0, pp. 215-246; Donald R. Iloward, «Renaissance World-Alicnation»,
en ihid., pp. 47-76.
17 Hniiwsinn. ••Anxielv and llie l omiiilinn ol I .:>■ly Modern ( ’ullure», p. 22H.
58 L A M ED ID A DE LA R E A L ID A D

los estudiantes defenderse de los prejuicios de la gente de la ciudad y de la


explotación. Dicho de otro modo, los maestros y los estudiantes no eran ins­
tituciones.iS
En el siglo xii los dos grupos se unieron y formaron instituciones. La
Universidad de París, cuya especialidad era la enseñanza de las artes libera­
les populares en una ciudad capaz de proporcionar alimentos, alojamiento,
diversión y entusiasmo suficientes para legiones de estudiosos, fue la más
influyente. A mediados del siglo siguiente la universidad era lo bastante
grande y prestigiosa como para tener la certeza de que ella misma y las uni­
versidades en general serían un elemento permanente e importantísimo de la
civilización occidental.1819
Los maestros parisinos, entre 1150 y 1200, siguiendo el ejemplo de los
médicos, los mercaderes y los artesanos, se constituyeron en gremio o uni-
versitas. El canciller de la catedral de la ciudad libró una larga batalla con
los maestros por el dominio de la nueva institución. Con el respaldo del pa­
pado, que quería debilitar la autoridad episcopal, los maestros ganaron la ba­
talla. El gobierno municipal y el populacho se opusieron a los maestros al
reclamar éstos privilegios especiales y a los desmanes de los estudiantes, e
incluso rompieron unas cuantas cabezas para que quedase claro lo que pen­
saban; pero de nuevo ganó la universidad, en este caso también con el res­
paldo de reyes Capetos que querían cultivar la prosperidad y el prestigio de
la ciudad que era su capital. En 1231 el papa Gregorio IX promulgó una bula
en la que reconocía a la Universidad de París como corporación protegida
por el pontífice, lo cual respaldó a la Universidad en su pretensión de que se
la eximiera de obedecer a la autoridad local.
Occidente había inventado una institución duradera cuya función era
proporcionar empleo a los profesionales del pensar y del aprender. En el si­
glo x ii los que celebraban el statu quo habían perseguido a Abelardo hasta
hacerle abandonar París y la enseñanza, pero en el siglo xm Alberto Magno,
Tomás de Aquino, Buenaventura e incluso, durante un tiempo, el casi heré­
tico Sigerio de Brabante disfrutaron, como maestros de la Universidad de
París, de un empleo muy seguro así como de cierto grado de libertad de pen­
samiento y de expresión.20
A modo de recompensa por satisfacer a las universidades, la Iglesia y el

18. R. W. Southern, «The Schools of Paris and the School of Chartres», en Robert L.
Benson, Giles Constable y Carold D. Lanham, eds., Renaissance andRenewal in the Twelfth
Century, University of Toronto Press, Toronto, 1991, pp. 114-118.
19. Nathan Schachner, The Medioeval Universities, Barnes, Nueva York, 1962,
pp. 59-73.
20. Il¡islinj;s Rashdall, The Universities of Europe in tlie Midille A^cs, Oxford Univer-
sily Press, Londres, l'MO, vol. I, pp. 2(>') 581
C A U S A S N E C E S A R IA S PERO IN S U F IC IE N T E S 59

estado recibieron generaciones de obispos, administradores y diversos buró­


cratas cultos, inteligentes y dotados de rigor intelectual que habían asistido
a las universidades y a menudo enseñado en ellas.21 Por ejemplo, Nicolás de
Oresme y Philippe de Vitry, productos de la Universidad de París de los cua­
les volveremos a tener noticia, fueron consejeros de reyes de Francia y lle­
garon a ser obispos de Lisieux y Meaux respectivamente.

Los maestros de filosofía y teología en las universidades, los escolás­


ticos, fueron los intelectuales que más influencia ejercieron en el Occidente
medieval. Estuvieron entre los abuelos, cuando no los padres, del modelo
nuevo, aunque no fueron innovadores intencionales. No creían que su obli­
gación fuese inventar o descubrir sabiduría, sino sólo redescubrirla. San
Buenaventura los llamó «compiladores y tejedores de opiniones aproba­
das».22 Se les puede entender mejor como herederos que como profetas, así
que empecemos por su pasado.
Sus antepasados intelectuales de la alta Edad Media se dedicaron a sal­
var la cultura. Confeccionaron resúmenes y enciclopedias del saber antiguo
que habían heredado, adaptando y simplificando de acuerdo con las creen­
cias cristianas lo poco que tenían y a menudo, como los arqueólogos que ca­
talogan fragmentos de cerámica, se obsesionaban con minucias. En el siglo
vil san Isidoro de Sevilla, por ejemplo, escribió una enciclopedia de todo el
conocimiento humano, las Etimologías, que durante siglos fue la más popu­
lar de la Europa occidental, en la cual explicaba casi todo lo que tenía im­
portancia, con frecuencia por medio de análisis incorrectos de los orígenes
de las palabras.23
La concentración en la compilación, la ordenación y el lenguaje per se
también fue característica de la baja Edad Media. La diferencia entre los es­
fuerzos culturales de los dos períodos fue que el primero representó un in­
tento de salvar todo lo posible de un cuerpo de conocimientos que iba en­
cogiéndose — un aferrarse desesperadamente a una esperanza, por así
decirlo— y el segundo fue un intento de entender la totalidad de un cuerpo
de conocimiento que crecía y se desbordaba.

2 1. Willis Rudy, The Universities of Europe, 1100-1914, Associated University Presses,


l.ondres, 1984, pp. 20-26; Southern, «The Schools of París and the School of Chartres»,
pp. I 19, 129; John W. Baldwin, «Masters at París from 1179 to 1215: A Social Perspective»,
en Renaissance and Renewal in the Twelfth Century, pp. 141-143, 151-158.
22. Jorge J. E. (¡rucia, «Scholuslicism and the Scholastic Method», en Joseph R. Strayer,
ed., The Dietianary afilie Middle Ayes, Scrihner’s, Nueva York, 1982-1989, vol. 11, p. 55.
23. iTcdcrick II. Arl/., The Mind afilie Middle Ages. A. I). 200-1500, University of Chi­
cago Press Chicago, 1980, p 191; Eniesl Urehnul, An Enevelopedisl of lite Darle Af¡es. Co­
tí mil na 11nivel sil y l’iess, Nueva York. 1 9 1 pp ’ 15 22 I
60 L A M ED ID A D E L A R E A L ID A D

Los escolásticos tuvieron que resolver el enorme problema de cómo or­


ganizar la inmensa herencia del pasado pagano, islámico y cristiano antes
de poder afrontar de modo efectivo el problema, que era aún más difícil, de
conciliar las contradicciones de los pensadores cristianos y no cristianos e
incluso entre santo y santo. Los cómodamente ignorantes o los confiada­
mente cínicos hubieran resuelto ambas dificultades desechando lo que pare­
cía excesivo o no encajaba. Pero los escolásticos eran intensamente, aunque
estrechamente, cultos y terriblemente serios.
Los textos, sagrados y profanos, tal como se recibieron por primera vez
de los antiguos, eran masas no diferenciadas, sin segmentar y sin asideros,
tan difíciles de gobernar como las ballenas varadas en una playa. Los esco­
lásticos inventaron títulos de capítulo y folios (codificados a menudo por el
tamaño de las iniciales y por el color), remisiones e incluso citas de los auto­
res que se mencionaban. Hacia el año 1200 Stephen Langton (que pronto se­
ría el arzobispo de Canterbury que aconsejaría a los barones y al rey Juan en
la crisis cuyo resultado fue la Carta Magna) y sus colegas idearon el sistema
de capítulos y versículos para los libros de la Biblia, que hasta entonces eran
bosques sin cam inos.2425En el siglo siguiente Hugh de Saint Cher, dominico
de la Universidad de París, dirigió un grupo de eruditos que escribió, entre
otras obras de consulta maestras, la voluminosa Correctoria, que era una lis­
ta de las lecturas variantes de la Vulgata. Estos eruditos y otros parecidos
produjeron concordancias para las Escrituras, índices de palabras clave y de
temas para las obras de los padres de la Iglesia y luego para las de Aristóte­
les y otros autores antiguos.26 Cuando usaban números en su andamiaje cul­
tural sustituían las cifras romanas por los nuevos y brillantes guarismos in-
doarábigos antes de que la mayoría de los mercaderes y banqueros hicieran
la misma transición.26
Durante generaciones los escolásticos no encontraron un principio que
les permitiera ordenar masas de información de un modo que facilitase la ta­
rea de localizarlas. Creían que el principio debía pertenecer, sobre todo, a la
importancia relativa de los datos. En los catálogos de las bibliotecas, por

24. Beryl Smalley, The Study of the Bihle in the Middle Ages, Basil Blackwell, Oxford,
1952, pp. 222-224.
25. Ihid., pp. 222-224, 333-334; «Hugh of St. Cher», en Dictionary of the Middle
Ages, vol. 6, pp. 320-321; Lloyd William Daly, Contributions to a History of Alphahetiza-
tion in Antiquity and the Middle Ages, Latomus Revue d’Etudes Latines, Bruselas, 1967,
p. 74; Richard H. Rouse y Mary A. Rouse, Preachers, Florilegio and Sermons: Studies on
the Manipulus florum ofThomas of Irekmd, Pontifical Institute of Mediaeval Studies, To­
ronto, 1979, p. 4.
26. Brian Stock, The ¡mplications of Uteracy: Written Language and Models of Inter-
pretation in the Eleventh and Twelfth Centnries, Princeton I Jniversily Press, Princclon, N. .1.,
10X3, p. 63; Rouse y Rouse, Preachers, Florilegio and Sermons, pp. 12- I L
C A U S A S N E C E S A R IA S PERO IN S U F IC IE N T E S 61

ejemplo, la Biblia debía ir en primer lugar, luego los padres de la Iglesia y así
sucesivamente, con los libros sobre las artes liberales en último lugar. Pero
ordenar basándose de modo exclusivo en el prestigio no daba buenos resul­
tados siempre, especialmente en lo que se refiere a las minucias, y por esta ra­
zón los escolásticos complementaron este sistema con otro que se había uti­
lizado de vez en cuando en el mundo antiguo y posteriormente, pero nunca
con frecuencia ni de modo constante: la alfabetización. Tan abstracta como
una progresión de números, la alfabetización no hacía necesario juzgar la im­
portancia relativa de lo que ordenaba y, paradójicamente, tenía, por tanto, uti­
lidad universal. Podía usarse para organizar diccionarios de palabras,
concordancias de las proclamas de Dios o de las afirmaciones de los griegos
antiguos, catálogos de libros y colecciones de documentos gubernamentales.
Los escolásticos proporcionaron manuales y diccionarios alfabetizados de
materiales para sermones destinados a los predicadores que en las postrime­
rías del siglo xii competían con los herejes por las almas de los habitantes de
las florecientes ciudades. Y hemos estado alfabetizando desde entonces.27
Tal vez el más innovador y útil de todos los inventos discretos de los es­
colásticos fue el sistema del índice analítico de materias. Grecia y Roma nun­
ca habían ordenado sus textos de manera que un principiante pudiese avanzar
con confianza desde lo general hasta lo temático, lo subtemático y lo concre­
to, para volver luego a lo general. Los escolásticos, sí. Su sistema ayuda no
sólo a localizar algo determinado en un libro, sino también a seguir líneas de
argumentación y, al igual que la técnica matemática, a pensar con claridad.
Hs un cedazo de varios niveles, graduados de lo grueso a lo fino, en el cual
arrojamos nuestras ideas confusas. Lo primero que hay que cerner son las
materias generales, que en nuestra adaptación de este invento escolástico se
designan con los números I, II, etcétera. Seguidamente se seleccionan los te­
mas, A, B, etcétera; luego los subtemas, 1, 2, etcétera; y, en caso necesario,
éstos se subdividen en a, b y así sucesivamente. Puede que Alejandro de Ha­
les, el maestro franciscano, fuese el primero en introducir el sistema. Dividió
el conjunto en partes y luego en membra y articuli. Santo Tomás de Aquino,
que nunca perdía el hilo de la discusión, dividía el conjunto en partes, y és­
tas en quaestiones o distinctiones, y éstas a su vez en articuli.28

27. Daly, Contributions to a History of Alphabetization, pp. 74, 96; Smalley, Studv of
llw Hihle, pp. 333-334; Rouse y Rouse, Preachers, Florilegio and Sermons, pp. 4, 7-15;
Mary A. Rouse y Richard H. Rouse, «Alphabetization, History of», en Dictionary of the
Middle Ages, vol. 1, pp. 204-207; Stock, The Implications of Literacy, p. 62.
2X. Krwin Panol'sky, Cothic Architecture and Scholasticism, Archabbey Press, Latrobe,
Pn . 1951, pp. 32-35, 95 96 (hay liad, casi.: Arquitectura gótica v pensamiento escolástico,
Pic|iicla, Madrid, 19X6); víase también Olio 13ird, «llow lo Reail un Arliclc ol Ihe Sunmui»,
New Si hohislii imii, 77 (ala il di 1951), pp. 17.9 159,
62 LA M ED ID A D E L A R E A L ID A D

Las habilidades organizadoras de los escolásticos se unieron a su abso­


luta seriedad para impedirles que se refugiaran tanto en el oscurantismo
como en el cinismo. Dominaban plenamente sus textos, sabían que eran co­
rrectos, sabían que a menudo eran aparentemente contradictorios y se esfor­
zaban mucho por atravesar con el pensamiento el laberinto que insistían en
construir para sí mismos. No lo lograron, desde luego, pero durante el in­
tento reinventaron para Occidente el rigor en la lógica y la lucidez en la ex­
presión formal. Analizaban meticulosamente sus textos, se encaramaban
con cuidado a escaleras de silogismos desde la premisa hasta la conclusión,
y perfeccionaron en su prosa un instrumento apropiado para la expresión de
sus prudentes pensamientos.
Ningún escolástico actuó más hábilmente o con mayor economía de me­
dios que santo Tomás de Aquino. La armadura de su lógica puede verse y
ponerse a prueba, y su prosa es un mínimo descarnado donde no hay alite­
raciones, figuras retóricas o incluso metáforas, excepto donde la tradición
exigiera lo contrario. (No podía rechazar la poesía de los Salmos, pero criti­
co a Platón por su extravagancia en el lenguaje.)29 Su razonamiento y su len­
guaje son casi matemáticos: nuestros traductores emplean a veces símbolos
algebraicos porque consideran que son el mejor medio de expresar en el in­
gles del siglo xx lo que Tomás de Aquino escribió en latín del xm, aunque
lales símbolos no aparecieron ni tan sólo en las matemáticas hasta las postri-
mei las del Renacimiento. Para un ejemplo de su lógica y su prosa, examinemos
unas cuantas oraciones de la primera de sus pruebas de la existencia de Dios:

Ahora bien, la misma cosa no puede ser a la vez tanto realmente x \sit si-
muI en el original en latín] y potencialmente x, aunque puede ser realmente x
y potencialmente y [secundum diversa]: lo realmente cálido no puede ser a la
vez potencialmente cálido, aunque puede ser potencialmente frío. En conse­
cuencia, una cosa en proceso de cambio no puede causar ella misma el mis­
mo cambio: no puede cambiarse a sí misma. Necesariamente, pues, cualquier
cosa en proceso de cambio la está cambiando otra cosa.30

(I'.slc agente fundamental, por supuesto, resulta ser Dios unas cuantas ora­
ciones más adelante.)
Ln nuestro tiempo la palabra «medieval» se usa con frecuencia como si­
nónimo de atolondrado, pero puede emplearse con mayor rigor para indicar
definición precisa y razonamiento meticuloso, es decir, claridad. Tomás de

20 M. D. Chenu, l'owaril Utulerslanding Saint Thomas, trad. ingl. tic A.-M. Landry
y I) I luchos, llonry Kegnery, Chicago, 1964, pp. 59-60, 117-119.
1(1 Sanio Tomás du Aquino, Snmiini ilicologiac, lllacklíiars, Londres, s. í., vol. 2,
pp 12 I I (hay liad i asi. ituna ilr teología, Irarl ilr .1 Marloivll, HA( Madrid, 1994).
C A U S A S N E C E S A R IA S PERO IN S U F IC IE N T E S 63

Aquino, un santo, era favorito de René Descartes,31 príncipe heredero de la


filosofía racionalista y virtual inventor de la geometría coordenada o ana­
lítica.
Si se siguen hasta sus extremos, la organización cuidadosa, la lógica y la
precisión en el lenguaje conducen a las matemáticas. El siguiente paso a par­
tir de santo Tomás no fue tan largo como quizá nos parecería hoy porque la
mayor parte de las matemáticas, más allá de contar y de la aritmética senci­
lla, todavía se expresaba verbalmente. Sin embargo, fue una larga zancada
desde el punto de vista conceptual, tan larga que los escolásticos nunca ter­
minaron de darla. No pudieron, o sólo muy raras veces, ir más allá de lo que
los estudiosos del siglo xx han llamado «filosofía logicomatemática». Los
escolásticos no tenían la ventaja de los signos que representan más, menos,
raíz cuadrada y otras operaciones. No tenían la ventaja de muchos de los ti­
pos más básicos de decisiones sobre qué había que medir y cómo, decisio­
nes que ellos empezaron a tomar por nosotros. En el caso de la temperatura,
por ejemplo, ¿eran el frío y el calor dos entidades diferentes o aspectos di­
ferentes de una sola? Lo más importante de todo: los escolásticos, que eran
los herederos de sabios cualitativos como Platón y Aristóteles más que del
cuantitativo Ptolomeo, aún no poseían la habilidad de pensar en términos de
cantidades medidas o no se sentían a gusto pensando así.
Richard Swineshead de Oxford, por ejemplo, tenía la habilidad, no de
ocuparse de la medición exacta, sino de evitar el tema. No medía el peso,
pero encontraba maneras de pensar en él sin medirlo. Reflexionaba sobre lo
que podríamos llamar «experimentos mentales» relativos al peso. Si una
vara caía verticalmente al centro del universo (la Tierra) y lo atravesaba, la
parte por la que pasara en primer lugar «caería» hacia arriba, lo cual afecta­
ría al resto de la vara, que seguiría cayendo. ¿Coincidiría alguna vez el pun­
to medio de la vara con el centro del universo? Era un problema que consti­
tuía un desafío al más agudo de los lógicos, un problema que ha empujado a
los intérpretes de Swineshead a producir torrentes de álgebra, pero un pro­
blema que huele más, mucho más, a lámpara de erudito que al mechero Bun-
sen del científico que hace experimentos.32
Aun así, en el siglo xiv ciertos escolásticos — Swineshead y sus colegas
monjes del Merton College de Oxford, y, el más productivo de todos, Nico­
lás de Oresme de París— hicieron grandes progresos en el campo de las ma-

3 1. Albert G. A. Balz, Descartes and the Modern Mind, Yale University Press, New Ha-
ven, Conn., 1952, p. 26; René Descartes, Correspondance, ed. de C. Adam y G. Milhaud,
Presses Universitaires de trance, París, 1941, vol. 3, p. .301; Adrien Baillet, La vie de Mon-
sieur Des-Canes, Daniel I lonthcmcls, París, 1891, 1“ parle, p. 286.
32. John Mmdoch y lúlilli Sy lia, «Swineshead. Richard», en Dictiniuirv of Scientific
liioftrapliw vol. I. pp I8*>. 189. 198 199, 204 205,
64 LA M ED ID A D E LA R EA LID A D

F igura 3. Representación oresmiana de varios movimientos: a) velocidad unifor­


me, b) movimiento acelerado uniformemente, c ) velocidades no uniformes. David
C. Lindberg, The Beginnings o f Western Science, University of Chicago Press, Chi­
cago, 1992, p. 299.

temáticas sin medición. Los ingleses obtuvieron mejores resultados que los
demás occidentales en lo que se refiere a usar el álgebra para considerar lo
que Aristóteles denominó cualidades: la velocidad, la temperatura, etcétera.
Oresme fue más lejos y geometrizó las cualidades, incluso la velocidad en
su manifestación más desconcertante, la aceleración. Produjo lo que equiva­
lía a gráficos (bastante parecidos a pentagramas musicales; véase el capítu­
lo 8), en los cuales la progresión del tiempo se expresaba con una línea ho­
rizontal y la intensidad variable de una cualidad, con líneas verticales de
alturas diversas. El resultado final era una abstracción elegante y pura, una
representación geométrica de un fenómeno físico que variaba a lo largo del
tiempo (figura 3).33
Por convincente que pudiera ser el trabajo de estas personas, una y otra
vez nos sorprende la falta de medición real. No tenían traducciones — o, si las
tenían, hacían caso omiso de ellas— de las secciones que Ptolomeo, Euclides
y otros cuantificadores clásicos dedicaban a la medición. Como Aristóteles,
los escolásticos consideraban que unas cosas eran más y menos que otras,

33. David C. Lindberg, The Beginnings of Western Science, llnivcrsily of Chicago Press,
Chicago, 1992. pp. 294-301.
C A U S A S N E C E S A R IA S PERO IN S U F IC IE N T E S 65

pero no en términos de múltiplos de una cantidad definida como, por ejem­


plo, pulgadas, grados del arco, grados de calor y kilómetros por hora. Para­
dójicamente, los escolásticos eran matemáticos sin ser cuantificadores.34
Había excepciones, la más famosa de las cuales era Roger Bacon. A fi­
nales del siglo xiii Bacon dijo que las matemáticas eran «la puerta y la lla­
ve» del conocimiento, que los santos habían descubierto en el principio del
mundo. Las matemáticas, según él, eran nuestro guía infalible en astrono­
mía, tiempo meteorológico, geografía y otras cosas de este mundo, y en fi­
losofía y más, incluso en teología.15 A veces midió realmente cosas, por
ejemplo, el ángulo de 42 grados entre el arco de un arco iris y la línea de los
rayos del Sol que caen sobre la espalda del medidor. La influencia (o su fal­
la) de esta incursión en la meteorología práctica, sin embargo, fue lo que us-
led y yo sabemos considerar raro. Otros investigadores medievales en el
campo de la óptica hicieron poco caso de la medición de Bacon, y el más
afortunado de ellos, Teodorico de Freiberg, parece ser que la redujo a la mi­
tad en su tratado sobre los arcos iris. ¿Se debió a un error suyo o de algún co­
pista? Lo que es más importante es que, al parecer, el error no preocupó a
nadie durante cientos de años.-11’

Otra fuente de la tendencia cuantificadora, una fuente más importante


que el esfuerzo de los escolásticos por ir más allá del verbalismo, nos hace
volver a lo que puede que fuera o no fuera la raíz de todos los males pero que
sin duda fue la raíz principal de la civilización moderna. Muchos de los es­
colásticos que se ocuparon de cuantificar cualidades — Roger Bacon, Al­
berto de Sajonia, Walter Burley, Enrique de Hesse, Gregorio de Rímini y
Juan Buridán— también escribieron sobre dinero?1 Nicolás de Oresme
compuso todo un tratado sobre el asunto en el cual se concentró en el miste­
rio de la inflación, en virtud de la cual más se convertía misteriosamente en
menos. Dijo que sí, que adulterando la moneda se hacía más dinero, pero
que éste tenía menos valor y empobrecía a la sociedad. Trató inútilmente de
disuadir a los reyes franceses de tal costumbre.38

.14. Anneliese Maier, On the Threshold of Exacf Science, trad. ingl. de Steven D. Sar-
genl, University of Pennsylvania Press, Filadelfia, 1982, pp. 169-170.
35. The Opus Majus of Roger Bacon, trad. ingl. de Robert B. Burke, University of
IVinisylvania Press, Filadelfia, 1928, vol. 1, pp. 116, 117, 120, 123, 128, 200, 203-204.
36. A. C. Crombie, «Quantification in Medieval Physics», en Sylvia L. Thrupp, ed.,
( 'hnnge in Medieval Society: Europe North of the Alps, 1050-1500, Appleton-Century-
( 'rotls, Nueva York, 1964, p. 195.
17. .loel Kaye, «The linpael of Money on the Developinenl of Fourieenlh-Cenlury
Si leiililie Thouglil”, Journal o¡ Medieval Historv. 14 (seplis mine de 1988), p. 260.
18. Ihi<l.. pp 254. 257 ’58 ’OO.
66 L A M ED ID A D E L A R E A LID A D

Sólo Dios superaba al dinero en poder y ubicuidad. Santo Tomás de


Aquino reconoció su poder:

Verdad es que el dinero está subordinado a otra cosa que es su fin; empe­
ro, en la medida en que es útil en la búsqueda de todos los bienes materiales
por su poder de un modo u otro los contiene tod os... Es de esta manera que
tiene cierto parecido con la beatitud.39

El imperio romano había funcionado basándose en el dinero, pero al


principio no fue así en el caso de Occidente. Había poco comercio y gran
parte de él consistía en trueques. Las monedas tenían poco valor abstracto
aparte del valor del metal de que estaban hechas. Los hombres poderosos
que tenían monedas las daban a sus seguidores para cultivar su lealtad o las
esparcían entre los pobres; un noble de Limousin llegó a sembrar un campo
con monedas de plata para adquirir prestigio. No era raro que se fundiera el
dinero y que se refundiese y atesorara en forma de vajilla, coronas, crucifi­
jos y cálices, o que se enterrara con los muertos.40 La moneda dejó de circu­
lar a causa de la falta de comercio, el comercio se cortó por falta de moneda
y el dinero enseñó a pocos las ventajas de la cuantificación.
Pero con el tiempo los musulmanes y los vikingos abandonaron sus co­
rrerías y se quedaron en casa o echaron raíces en otra parte, los señores feu­
dales instauraron la ley y el orden, si así se les podía llamar, y la producti­
vidad agrícola fue subiendo de manera gradual. Aparecieron técnicas e
instrumentos nuevos: una especie de arnés que permitía a los caballos tirar
con la espaldilla en vez de con el cuello; arados pesados que eran más idóneos
para el suelo arcilloso de la Europa atlántica; y otras mejoras que indivi­
dualmente tenían poca imporancia pero que colectivamente tenían mucha.41
La oferta creció, el comercio y las ciudades se reactivaron, y la avaricia
parpadeó y se frotó los ojos al ver dinero. Las monedas surgieron de sus es­
condrijos y fueron llegando poco a poco del extranjero. Inglaterra, que tenía
sólo diez cecas en el año 900, contaba setenta en el 1000. Las ciudades y
luego las naciones empezaron a acuñar moneda y las monedas occidentales
sustituyeron a las no occidentales como el tipo de dinero más común.42

39. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, vol. 41, p. 261.


40. Maro Bloch, Feudal Society, trad. ingl. de L. A. Manyon, University of Chicago
Press, Chicago, 1961, vol. 1, pp. 66, vol. 2, p. 311 (hay trad. cast.: La sociedad feudal, Akal,
Madrid, 1987); Alexander Murray, Reason and Society in the Middle Ages, Clarendon Press,
Oxford, 1985, pp. 34-35 (hay trad. cast.: Razón y sociedad en la Edad Media, Taurus, Ma­
drid, 1982).
41. Lope/., I’lw Conwiercial Revolution, pp. 30-57.
42. Murray, Reason and Soi ietv, pp. 50 58.
C A U S A S N E C E S A R IA S PERO IN S U F IC IE N T E S 67

Los occidentales fueron deslizándose hacia una economía monetaria y


durante este proceso cada una de las cosas que formaban parte de su vida se
redujo a un patrón único. «Todo artículo vendible es a la vez un artículo me­
dido»,43 dijo Walter Burley del Merton College en el siglo xiv. Al trigo, la
cebada, la avena, el centeno, las manzanas, las especias, las lanas, las sedas,
las tallas y los cuadros les salieron precios; y eso fue relativamente fácil de
entender porque eran cosas que podían comerse, llevarse puestas, tocarse y
observarse. Más difíciles de entender eran los casos en que el dinero susti­
tuía a obligaciones de servicio y de trabajo instauradas mucho tiempo antes
por la costumbre. Cuando resultó que el tiempo tenía precio — es decir, in­
terés sobre una deuda calculado de acuerdo con el paso de meses y años—
el hecho puso a prueba la mente y también el sentido moral porque el tiem­
po era propiedad exclusiva de Dios.44 Si el tiempo tenía un precio, si el
tiempo era una cosa que podía tener un valor numérico, ¿qué ocurría con
otros imponderables que no se dividían en segmentos, como el calor o la ve­
locidad o el amor?
El precio lo cuantificaba todo. El vendedor fijaba un precio para lo que
tenía que vender porque todo lo que él necesitaba o quería también tenía
que pagarse. En 1308 el papa Clemente V proclamó que el precio del per­
dón de un año de pecados consistía en aportar un penique, en moneda de
Tours, a la buena causa de la cruzada contra los musulmanes.45 «El oro es
excelentíssimo — dijo, exultante, Cristóbal Colón, dos siglos más tarde— ;
del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, hage cuanto quiere en el mun­
do, y llega a que echa las ánimas al Paraíso.»46
Las ciudades del norte de Italia acuñaron las primeras monedas de oro
occidentales que circularon mucho durante largo tiempo: Génova el genois
y Florencia el florín, ambas en 1252, y Venecia el ducado en I284.47 El va­
lor de estas monedas no era sólo el que su metal tendría en el mercado, sino
también el que declaraban los gobiernos que las acuñaban. Algunas de ellas
conservaban su valor en el mercado durante períodos considerables: una

43. Kaye, «The Impact of Money», p. 260.


44. Jacques Le Goff, Yoitr Money or Your Life: Economy and Religión in the Middle
Ages, liad. ingl. de Patricia Ranum, Zone Books, Nueva York, 1988 (hay trad. cast.: La bol-
ai v la vida, Gedisa, Barcelona, 1987).
45. William E. Lunt, Papal Revenues in the Middle Ages, Octagon Books, Nueva York,
19(i5, vol. 2, p. 458; Elisahcth Vodola, «Indulgences», en Dictionary ofthe Middle Ages, vol.
í>. pp. 446-450.
46. Cristóbal Colón, Textos y documentos completos: relaciones de viajes, cartas y
memoriales, edición, prólogo y notas de Consuelo Varela, Alian/,a, Madrid, I992\
p i ’/
47 I e <iol I. I lie l'own as au Agen! ol ( 'ivili/alion-, p 8 1
68 L A M ED ID A D E LA R E A L ID A D

nueva y abstracta medida del valor apareció en la Europa occidental. Cuan­


do incluso el valor de genois, del florín y del ducado fluctuaba, o cuando no
podía cerrarse una transacción porque el valor de las monedas de un tipo que
se ofrecían era una fracción de más o de menos comparado con el tipo de
monedas empleado para expresar el precio, o cuando el valor de las mone­
das subía y bajaba tan rápidamente que nadie tenía la seguridad de conocer
sus valores relativos... cuando todo cambiaba continuamente y, pese a ello,
había que presentar y pagar facturas, los europeos occidentales dieron otro
paso gigantesco hacia la abstracción. Ampliaron como nunca antes la útil
ficción de la «moneda de cuenta», escala idealizada que consistía en lo que
al cabo de un tiempo se fijarían arbitrariamente como los ratios de los valo­
res de las monedas prestigiosas. El sistema era tan abstracto que continuó
funcionando incluso después de que algunas de estas monedas dejasen de
circular.48
El carácter abstracto de la escala de valor de los mercaderes occidenta­
les hace pensar en algunas de las especulaciones más etéreas de Platón, pero
en este caso se trataba del fruto de las astutas prácticas de aquellos hombres
cuyo sustento dependía del balance de gastos y beneficios. La moneda de
cuenta era tan útil y extraña como un sistema de medición del tiempo que los
músicos inventaron en la misma calle de la ciudad: los témpora (tempi), que
eran homogéneos, cada uno igual a cada uno de los demás, aunque se com­
ponían de sonido o de silencio. En el vertiginoso vórtice de una economía
monetaria Occidente aprendió los hábitos de cuantificación.
La economía de la Europa occidental no fue la primera en ser monetiza­
da, no lo fue por miles de años: ¿por qué, pues, aquella alteración tuvo efec­
tos tan distintivos, incluso únicos, en Occidente? Sin duda contribuyó a ello
su crónica escasez de monedas. La Europa occidental no tenía grandes de­
pósitos de oro y plata fáciles de extraer y, por tanto, cuando mordió el an­
zuelo de la economía monetaria, no tenía metal precioso propio en cantidad
suficiente para que su economía funcionase de modo eficiente. Occidente
padeció un problema crónico de la balanza de pagos hasta algún momento

48. Kaye, «The Impact of Money», p. 259; P. Spufford, «Coinage and Currency», en M.
M. Poston, E. E. Rich y Edward Miller, eds., Economía Organization and Policies in the
Middle Ages, Cambridge Economic History of Europe, vol. 3, Cambridge University Press,
1963, pp. 593-595; F. P. Braudel, «Pnces in Europe from 1450 to 1750», en E. E. Rich y
C. H. Wilson, eds., The Economy of Expanding Europe in the Sixteenth andSeventeenth Cen-
turies, Cambridge Economic History of Europe, vol. 4, Cambridge University Press, 1967,
p. 379; Elgin Groseclose, Money and Man: A Survey of Monetary Experience, University of
Oklahoma Press, Norman, 1976, pp. 66-67; Cario M. Cipolla, Money, Prives, and Civiliza-
tion in the Mediterranean World, Fifth to Seventeenth Centnrv, Gordian Press. Nueva York,
1967, pp. 38-52.
C A U SA S N E C E S A R IA S PERO IN S U F IC IE N T E S 69

•••■I siglo xvi. Las monedas fluían de la Europa septentrional a los puertos
mediterráneos y de allí a los países de Oriente con los cuales se mantenían
"'l.u iones comerciales. En el decenio de 1420 Venecia exportaba alrededor
de cincuenta mil ducados anuales sólo a Siria. El flujo de oro hacia el este
i tan continuo y duró tanto tiempo que los españoles le daban un nombre
>■.pecial: «evacuación de oro».
I .uropa sacaba de sus propias minas tantas monedas como podía, impor­
taba oro de lugares tan lejanos como el África tropical, y, después de que se
"■activara su manufacturación, vendía sus mercancías por monedas siempre
que era posible, pero siempre los metales preciosos iban a parar a Oriente.
I "s tipos de interés, por ende, eran de hasta el 15 por 100 en los empréstitos
a largo plazo que se concedían a mercaderes e instituciones respetables
• "ino, por ejemplo, la comuna de Florencia, y del 30 por 100 y más en los
que se concedían a reyes y príncipes. Los gobiernos decretaban tipos de in­
icies máximos — el 15 por 100 en Génova durante todo el siglo xiii, el 20
poi 100 en Francia en 1311— , lo cual hace pensar que los tipos reales ten­
dían a ser aún más elevados.49
I,os occidentales estaban obsesionados con lo que no podían conservar:
I I dinero. Marco Polo habló elocuentemente de la abundancia de oro en al-

l,'unas partes de Oriente. Colón estaba obsesionado con encontrarlo en su


nuevo mundo. Y los aztecas decían que el oro despertaba en Cortés y sus es­
pañoles un hambre «de cerdos».50 No había en la Tierra gente más interesa­
da en las monedas que los occidentales, nadie que se preocupara más por el
peso y la pureza de las monedas, nadie que hiciera más trucos con letras de
' ambio y otros papeles que representaban dinero; no había en la Tierra gen­
te más obsesionada con contar y contar y contar.

TI Cipolla, Money, Pnces, and Civilization, pp. 63-65; Geoffrey Parker, «The Emer-
' iii e ol Modern Finanee in Europe, 1500-1730», en The Fontana Economic History of'Eu-
n 7 >e ilw Sixleenth and Seventeenth Centuries, pp. 527-529; Harry A. Miskimin, The Eco-
i i u i i i y of Earlv Renaissance Europe, IMÍO-1460, Prentice-Hall, Englewood Cliffs, N. J.,

I'»"'», p. 155 (luiy liad, casi.: Ixt economía de Europa en el alto Renacimiento, Cátedra, Ma-
ilinl. 1980); llarry A. Miskimin, The Economy of Later Renaissance Europe, 1460-1600,
i iimhndge IJniversily Press, 1977, pp. 22-23, 2H, 35-43.
5(1 Miguel I eón Portilhi, ed.. The Hroken Spvars: The Atice Account of the Cont/uest of
México, lieaeon l’iess. Ilusión, 1962, pp. 50 51.
4. EL TIEMPO

El Horologiu.m ... no sólo indica y registra la hora ante nues­


tros ojos, sino que, además, su campanilla la anuncia a los oídos
de los que están lejos o se quedan en casa. Por ende, en cierto
sentido parece estar vivo, ya que se mueve por impulso propio,
y hace su trabajo por cuenta del hombre, noche y día, y nada po­
dría ser más útil o más agradable que eso.
G iovanni T ortelli (1471)'

El tiempo dejaba perplejo a san Agustín: «Sé muy bien qué es, siempre
y cuando nadie me lo pregunte: pero si me preguntan qué es, y trato de
explicarlo, me desconcierto».2 Las mediciones suelen ser de algo definido
— cien metros de camino, de prado, de lago— , pero cien horas, felices o tris­
tes, son un centenar de horas de... tiempo.
La insustancialidad del tiempo era incomprensible para san Agustín y es
incomprensible para nosotros, pero permite a los seres humanos imprimir en
él su propia concepción de las partes en que se divide. No es extraño que los
europeos occidentales de la Edad Media dieran en la medición del tiempo su
primer paso gigantesco hacia la metrología práctica. Tampoco es extraño
que ello ocurriera en la medición de las horas, más que en la reforma del ca­
lendario. Las horas no estaban delimitadas por acontecimientos naturales,
sino que eran duraciones arbitrarias y susceptibles de definirse de modo
también arbitrario. Los días, en cambio, tenían tales límites en la oscuridad
y la luz, y, además, los calendarios eran artefactos de milenios de civili­
zación, plagados de incrustaciones de costumbres y santidad.12

1. Alex Keller, «A Renaissance Humanist Looks at “New” Inventions: The Anide “Ho-
rologium” in Giovanni Tortelli’s De Orthographia», Technology and Culture, I I (julio de
1970), pp. 351-352, 354-355, 362, 363.
2. San Agustín, Confessions, trad. ingl. de R. S. Pine-ColTin, Penguin books, llar-
mondsworlh, 1961, p. 264 (hay Irad. casi.: Confesiones, BAC, Madrid, 1904). 1
E L TIEMPO 71

Veamos una ilustración de lo que acabo de decir. Cuando en 1519 Jeró­


nimo de Aguilar se encontró con cristianos después de pasar años entre los
mayas de Yucatán la primera pregunta que les hizo fue en qué día de la se­
mana estaban. Al decirle sus salvadores que, tal como él pensaba, era miér­
coles, con lo cual confirmaron que había logrado llevar la cuenta de los días
de la semana a pesar de su aislamiento, prorrumpió en llanto. Lo que tanto
le conmovió no fue que su calendario fuese correcto según las estrellas, sino
el haber podido mantener su programa de plegarias mientras se hallaba en­
tre los infieles.3 A este hombre atento al calendario, típico de su época y de
su gente, no le interesaba la exactitud per se, sino relacionada con la tradi­
ción y la posibilidad de salvarse.

En el caso de los campesinos los horarios eran aproximados: el tiempo


meteorológico, el amanecer y el atardecer dictaban su ritmo de vida. Pero
las horas tenían una importancia fundamental para los habitantes de las ciu­
dades, a quienes el comprar y el vender ya habían iniciado en la moda de la
cuantificación. Su tiempo ya era oro, como lo llamaría Benjamín Franklin,
hombre al que prefiguraron.
En 1314 la ciudad de Caen instaló un reloj en un puente y puso en él la si­
guiente inscripción: «Doy a las horas voz / Para que la gente común se ale­
gre».4 (Recuerde que en aquel tiempo la gente común era todo el mundo ex­
cepto los miembros de la aristocracia y de la Iglesia.) En el siglo xv una
petición de un reloj municipal para Lyon proclamaba: «Si tal reloj se cons­
truyera, más mercaderes vendrían a las ferias, los ciudadanos se sentirían
muy consolados, alegres y felices y llevarían una vida más ordenada, y la de­
coración de la ciudad aumentaría».5
La palabra inglesa que significa «reloj», clock, está emparentada con la
Irancesa cloche y la alemana Glocke, que significan «campana». En la Edad
Media y el Renacimiento la vida en las ciudades seguía el ritmo que dictaban
las campanas: «una ciudad sin campanas — según dijo incluso el nada puntual
Kabelais— es como un ciego sin bastón».6 Pero las horas que daban al empe­
zar el segundo milenio eran canónicas e imprecisas, y había demasiado pocas

' Francisco López de Gomara, Cortés: The Life of the Conqueror hy His Secretary,
liad ingl. de Leslcy Byrd Simpson, University of California Press, Berkeley, 1964, p. 31
(nnginal castellano: La historia de las Indias y conquista de México, Zaragoza, 1552).
•I. David S. Laudes, Revolution in Time: Clocks and the Making ofthe Modern World,
llaivnrd Universily Press, Cambridge, Mass., 1983, p. 81.
s Cario M. (¡¡¡polla, Clocks and Culture, 1300-1700, Collins, Londres, 1967, p. 42.
(i l ianyois kabelais, The Histories of Gargantua and Pantagruel, trad. ingl. de J. M.
( ola n, Pengimi Books, I larmondsworlli, 1955, p. 78 (hay liad, casi.: Gargantua y Punta-
eme!, liad ingl.de I ltai]a. Akal, Madrid. 1994).
72 LA M ED ID A D E L A R E A L ID A D

por día para proporcionar un ritmo que conviniera a las actividades urbanas.
Los habitantes de los burgos comprendían el valor práctico de los relojes,
se encontraban a gusto con la cuantificación y eran hábiles en el manejo de
las máquinas, pero eso no significa necesariamente que inventasen el reloj
mecánico. Si la historia fuese lógica, habría tenido que inventarlo un astrólo­
go o un monje por ser miembros de los dos grupos que en la sociedad euro­
pea de la Edad Media trabajaban durante la noche, fuera ésta nubosa o des­
pejada, cuando juzgar el tiempo era difícil. Los astrólogos, por ejemplo,
tenían que fijar las posiciones de los planetas móviles en relación unos con
otros cuando reyes, papas y protectores acaudalados nacían, morían, entabla­
ban batallas, etcétera. Los monjes tenían que levantarse a oscuras para re­
citar las plegarias apropiadas en los momentos indicados. Poner en marcha el
día en los maitines era una tarea difícil: la regla de san Benito decretaba: «Si
alguien viene a los maitines después del Gloria del Salmo 94, que por esta ra­
zón deseamos que se diga lentamente y sin prisas, no ocupará su lugar en el
coro, sino que irá el último de todos, o a algún lugar aparte que el abad pue­
da asignar para quienes de este modo fallan a su modo de ver».7
Los relojes mecánicos eran al principio tan enormes y caros que dudo
que un astrólogo o astrónomo construyese el primero de ellos, aunque uno
de estos brujos podría haberlo construido en el caso de contar con el patro­
cinio de un duque o un obispo. Mi opinión es que la hazaña fue obra de un
monje, un miembro de una organización grande y probablemente rica. Si la
historia fuese lógica, habría sido un monje de la orden cisterciense, que era
avanzada desde el punto de vista tecnológico y cuyos abades estaban segu­
ros de que la gracia guardaba correlación con la eficiencia y, por consi­
guiente, con los molinos de agua y de viento, los engranajes y las ruedas.8
La lógica sugeriría también que la invención se produjo en el norte. Allí,
las variaciones estacionales de la duración del día y la desigualdad de las ho­
ras desiguales eran mayores que en la Europa mediterránea y el agua de los
relojes de agua, más propensa a congelarse. Cabe suponer que el escenario
fue la Francia septentrional, patria de la arquitectura gótica y la polifonía,
donde la innovación avanzaba dando saltos.
Dejemos ya la lógica, que la historia pasa por alto con frecuencia. No sa­
bemos quién construyó el prototipo europeo de nuestros relojes mecánicos ni
dónde se construyó, y probablemente nunca lo sabremos. En lo que se refie-

7. Rule ofSt. Benedict, trad. ingl. de Charles Gasquet, Chalto & Windus, Londres, 1925,
pp. 36, 78 (hay trad. cast.: La regla de san Benito, BAC, Madrid, 1993); Laudes, Revolution
in Time, p. 68.
8. Jcan Gimpcl, The Medieval Machine: The hulnsliial Revolution oj the Miihlle Ages.
Penguin Books, I larmondswoi lh. Il)76, pp, í>7 68
E L TIEMPO 73

ii* a cuándo, fue en los últimos decenios del siglo xii justo antes o poco des­
pués de que se inventaran las gafas (lo cual no fue una simple coincidencia:
( Iccidente empezaba en aquel entonces su largo arrebato de invención de
ayudas tecnológicas a los sentidos humanos).9 No podemos precisar el año,
pero es probable que el decenio fuera el de 1270. Al principio del mismo, Ro-
hri lo el Inglés comentó intentos de construir una rueda que hiciese una revo­
lución completa cada veinticuatro horas. En el mismo decenio algún miem-
hm de la corte del rey Alfonso el Sabio, en España, trazó el bosquejo de un
irloj de pesas regulado por el fluir de mercurio de un compartimento a otro
en una rueda hueca.10*Más o menos en la misma época o poco después de ella
el poeta Jean de Meun, coautor de Le román de la rose, incluyó en esta obra,
el <gran supervenías» de la época, un Pigmalión que era todo un mecánico.
Inventó varios tipos de instrumentos musicales — un órgano diminuto, por
e|emplo, en el que inyectaba aire y tocaba mientras «cantaba motete o tri-
l>hmi o voz de tenor»— y relojes que daban campanadas «por medio de me­
llas complicadas e ingeniosas que funcionaban sin detenerse jamás».11 Si el
poela no había visto relojes, al menos le habían hablado de ellos.
Es indudable que después de 1300 el reloj mecánico fue una realidad,
luda vez que hubo un gran incremento en el número de referencias a máqui­
nas de medir el tiempo.12*Dante, en el canto xxiv del Paraíso, escrito hacia
I (20, utilizó el reductor como metáfora de las almas inmersas en la felici­
dad absoluta, dando vueltas en éxtasis:

Y como andan las ruedas en las máquinas de los relojes,


donde la primera parece a quien la observa que no se mueve,
y la última que vuela.1-1

9. Edward Rosen, «The Invention of Eyeglasses», Journal of the History of Medicine


añil Allied Sciences, 11 (enero de 1956), pp. 28-29.
10. Pierre Mesnage, «The Building of Clocks», en Maurice Daumas, ed., A History of
I i-i linology and Invention through the Ages, trad. ingl. de Eileen B. Hennessy, Crown, Nue-
i York, 1969, vol. 2, p, 284; H. Alan Lloyd, Some Outstanding Clocks over Seven Hundred
Venís, 1250-1950, Leonard Hill, s. c., 1958, pp. 4-6.
I I Guillaume de Lorris y Jean de Meun, The Romance ofthe Rose, trad. ingl. de Char-
I' I Uhlberg, University Press of New England, Hanover, N. H., 1986, p. 343 (hay trad. cast.:
I I loman de la rose: el libro de la rosa, trad. de C. Alvar, Quaderns Crema, Barcelona, 1985).
I .1. D. North, «Monasticism and the First Mechanical Clock», en J. T. Fraser y N.
i m irnce, eds., The Studv ofTime: Proceedings ofthe Second Congress ofthe International
.. ii iriv Jar the Studv ofTime, Springer, Nueva York, 1975, vol. 2, pp. 384-385.
I Dante Alighicri, The Divine Comedy, trad. ingl. de John Ciardi, Norton, Nueva
t inI 1961, p. 5 4 1 (hay trad. cast.: h i divina comedia, liad, de A. Crespo, Planeta-Agostini,
liiin clona, 1996); Erncsl I.. Edwardcs, Weight-Driven Chamber Clocks of the Middle Ages
.mi/ Kt naissam c, .loliii Mimad. Allí inchain. 1965, pp. 19-21. VCase el calilo X del Paraíso
I. I Muir pata olía imagen u lacioiiada con el irlijj
74 LA M ED ID A D E L A R E A L ID A D

En 1335 Galvano della Fiamma describió un «reloj maravilloso» que ha­


bía en la Capilla de la Santísima Virgen (actualmente San Gotardo) en Mi­
lán y que con un martillo daba las veinticuatro horas del día y de la noche:

A la primera hora de la noche da un sonido, a la segunda, dos golpes, a la


tercera, tres, y a la cuarta, cuatro; y de este modo distingue una hora de otra,
lo cual es en gran medida necesario para los hombres de toda condición.14

Los relojes sólo tenían campanas — aún no tenían esfera ni manecillas— ,


pero la Europa occidental ya había entrado en la edad del tiempo cuantifica-
do, quizá demasiado profundamente para dar la vuelta y salir.
La mayoría de los inventos son perfeccionamientos o adaptaciones de
dispositivos anteriores, pero el reloj mecánico, por su mecanismo clave, fue
verdaderamente original. Para la mayoría de la gente el tiempo era algo que
Huía sin estar dividido en segmentos. Debido a ello, experimentadores y cha­
puceros malgastaron siglos tratando de medir el tiempo imitando su paso
fluido, esto es, el fluir de agua, arena, mercurio, porcelana molida, etcétera, o
el lento e ininterrumpido arder de una bujía protegida del viento. Pero nadie
lia ideado jamás una manera práctica de medir períodos largos utilizando ta­
les medios. La sustancia en movimiento se gelifica, se hiela, se evapora, se
coagula, o la bujía arde perversamente demasiado aprisa o demasiado despa­
cio o su llama parpadea y acaba apagándose... algo sale mal.
Resolver el problema es posible cuando dejas de pensar en el tiempo
como si fuera un continuo que no se interrumpe y empiezas a pensar que se
trata de una sucesión de cuantos. San Agustín sugirió que era posible, por
ejemplo, medir una sílaba larga como dos veces una corta: «Pero cuando dos
sílabas suenan una después de otra — la primera corta, la segunda larga— ,
¿cómo retendré la corta?».15 La respuesta tecnológica (no filosófica) fue el
escape. Con él, la sílaba corta se convirtió en el espacio de tiempo entre
el «tic» y el «tac».
La Europa occidental estaba llena de molinos, palancas, poleas y engra­
najes dentados cuando Roberto el Inglés describió un medidor de tiempo
impulsado por una pesa que colgaba de un cable enrollado alrededor de un
cilindro, y la idea de utilizar parte de esta tecnología para medir el tiempo
debió de ocurrírseles a varios protomaquinistas. El problema era cómo im­
pedir que la pesa de la máquina que proponía Roberto el Inglés cayera pre-
upiladamente o tuviera la descortesía de retrasarse y encallarse. Resultaba

14. líilwaiiles, Weif’ht-Driven Chumher Clocks, pp. 46-47.


I i ( 'liarles M. ShcTovcr, eil„ The Human Kxperience ofTime: The Development of lis
rhtlo.\oi>liuni Meaníiw, New York Uuiversily l’ress, Nueva York, I‘>75, pp. 92, 94 94.
E L TIEMPO 75

bastante fácil hacer que el descenso de la pesa fuera más lento, pero ¿cómo
podía hacerse para tener la garantía de que el cilindro giraría ininterrumpi­
damente? ¿Cómo se podía tener la seguridad de que la primera hora medida
tendría la misma duración que la última?
La respuesta fue lo que llamamos «el escape». Este «sencillo» dispositi­
vo oscilante interrumpe de manera regular, en miles y miles de repeticiones
diarias, el descenso de la pesa del reloj y garantiza que su energía se gastará
de modo uniforme.16 El escape no contribuyó de ninguna manera a resolver
los misterios del tiempo, pero sí domesticó a éste.
Los occidentales no fueron los primeros en tener relojes mecánicos. Los
chinos ya tenían varios de tamaño gigantesco en el siglo x. De hecho, cabe
la posibilidad de que la noticia de la existencia de los mismos estimulase la
invención de los primeros relojes de Occidente.17 Sea cual sea la verdad al
respecto, es indiscutible que Occidente se singularizó por su entusiasmo por
los relojes (volveremos a hablar de ello pronto) y por la rapidez con que
cambió las horas desiguales por las iguales. Que nosotros sepamos, desde el
principio los relojes mecánicos de Occidente midieron el tiempo en térmi­
nos de horas iguales, en invierno o en verano. Esto no se debió a que el pro­
blema de crear un reloj para las horas que variaban con las estaciones fuera
insoluble: los japoneses crearon uno después de que el reloj mecánico llega­
ra de Europa.18 Ocurrió siglos más tarde y es probable que la tecnología me­
dieval no estuviera en condiciones de acometer tal tarea. Aun así, es intere­
sante que en los anales no se mencione ningún intento en tal sentido. Quizá
los primeros capitalistas querían horas iguales para poder exprimir a los
obreros y sacarles una hora entera de trabajo en los días más oscuros y cor­
tos del invierno. Quizá los occidentales ya empezaban pensar que el tiempo
era homogéneo, como da a entender la polifonía del siglo xm.
Sea como fuere, el empleo de horas iguales en vez de desiguales ya em­
pezó a generalizarse en 1330 en Alemania y hacia 1370 en Inglaterra. En este
ultimo año Carlos V de Francia decretó que todos los relojes de París conta­
sen las horas de conformidad con el reloj que en aquellos momentos estaba
instalando en su palacio de la íle de la Cité. (El Quai de l'Horloge, con un re­
loj, sigue estando allí.) Jean Froissart, el historiador de la guerra de los Cien

16. [.andes, Revolution in Time, pp. 6-11.


17. Joseph Needham, Wang Ling y Derek J. de Solía Pnce, Heavenly Clockwork: The
(í reo! Astronomical d o ck s of Medieval China, Cambridge University Press, 1960, pp. 55-
Vi; I .andes, Revolution in Time, pp. 17-24. Sería más apropiado dar a estos instrumentos chi­
nos el nombre de «máquinas astronómicas» en ve/, de «relojes», como algunos dirían tam­
bién en el t aso de los primeros relojes europeos.
IH. I andes, Revolution in Time, p. 77.
76 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

Años, pasó de las horas canónicas a las nuevas horas de reloj cuando llevaba
escrita la mitad de su Crónica... probablemente en el decenio de 1380.19
«Fue en la ciudad europea — dice A. J. Gurevich— donde, por primera
vez en la historia, empezó a “aislarse” el tiempo como forma pura, extrínse­
ca a la vida.»20 Aunque invisible y sin sustancia, el tiempo fue encadenado.
Los efectos del reloj fueron múltiples y tremendos. Era una máquina
complicada cuya construcción requería un buen maquinista, a la vez que
para su mantenimiento se recomendaba contar con un matemático práctico.
A modo de ejemplo, permítame remitirle a Richard de Wallingford, abad de
Saint Albans de 1326 a 1336, que construyó un reloj de torre para su abadía
y escribió un tratado sobre la construcción de relojes. Parecía más un mecá­
nico que un monje y debió de cortar, limar, ajustar, apretar y probar docenas
de piezas de metal, y era un hombre que necesariamente hablaba en nú­
meros:

La rueda de la pesa para el movimiento de día se divide en 72 dientes. El


centro de la rueda está separado de la base por una distancia de 13 dientes de
la misma rueda, y está a una cuerda de 6 dientes de la línea central de todo el
mecanismo, siendo la longitud de su árbol una cuerda de 15 dientes más allá
ilc la espiga.21

I I abad cuantitativo era un fantasma del pasado helenístico o, más pro­


bablemente, del futuro.
I I reloj brindó a los occidentales una manera nueva de imaginar, de me-
laimaginar. Lucrecio, el poeta romano, había creado la imagen de la machi­
n a n n in t li , «la máquina del mundo», en el primer siglo de nuestra era y luego
oíros la habían usado de vez en cuando, pero el «universo de relojería» fir­
memente específico, que muchos dirían que ha sido la metáfora dominante
de la civilización occidental, no apareció hasta el siglo xiv. Nicolás de Ores-
mc, en sus teorías y técnicas, fue un anticipo de los grandes astrónomos de
los siglos xvi y xvn, especialmente cuando dijo que Dios había creado el cie­
lo de forma que funcionaba «de modo tan templado y tan armonizado que ...
la situación es muy parecida a la de un hombre que construye un reloj y deja
que funcione y continúe su propio movimiento por sí solo».22

I1) Edwardes, Weifiltl-Driveit Chamber d o ck s, p. 3; W. Rothwell, «The Hours of the


Dny ni Medieval I reneli», I-rendí Studies, 13 (julio de 1959), p. 249.
.’(). A. .1. (¡urevicli, «Time as a l’rohlem oí Cultural Hislory», en L. Gardel y otros, eds.,
( itllmes tiltil Ilute, UNESCO Press, París, 1976, p, 2 4 1.
.’ I Hit litirtl tle Wnlliiifil'tinl: Alt I'.i Uiioii tifiéis Wiilitifis, ed, y liad ingl. de J. D. Norlli,
( laieiidon Press, ( Ixlonl, 1676, vol. I , pp. 465, 47 1,47 3 474.
|’ Nicolás de <ticsnic, en Allu il I) Meinil y Alrxaiidci I 1Hnuiiiy, eds , l.e l.lerc tln
E L TIEMPO 77

Cuando Johannes Kepler, tres siglos después de Oresme, intentó expli­


car la idea que guiaba sus impresionantes especulaciones, escribió:

Mi intención es demostrar que la máquina celeste no es una especie de ser


vivo, divino, sino una especie de mecanismo de relojería (y quien crea que un
reloj tiene alma atribuye la gloria del constructor a la obra), en la medida en
que casi todos los múltiples movimientos los causa una sencillísima fuerza
magnética y material, del mismo modo que todos los movimientos del reloj
los causa una sencilla pesa.23

La metáfora de Oresme guió los pensamientos de los hombres que nos


dieron la física clásica y cabría argüir que tuvo igual importancia para los
creadores de la ciencia económica clásica y del marxismo.
Ya hemos hablado bastante de los genios; ¿qué hay de las demás per­
sonas, cuyo juicio último sobre el tiempo cuantificado, al igual que sobre
todo, sería decisivo? No sabemos casi nada sobre lo que pensaban del re­
loj los campesinos, la gran mayoría, pero podemos estar seguros de que
los habitantes de las ciudades tenían la máquina del tiempo en gran estima.
Todas las ciudades grandes y muchas de las pequeñas se impusieron tri­
butos onerosos con el fin de tener por lo menos un reloj, y hay que decir
que en su primer siglo los relojes eran enormes, solían instalarse en torres
y resultaban muy caros. Puede ser que en toda la historia de la tecnología
antes del siglo xvii ninguna máquina complicada se difundiera tan rápida­
mente como el reloj.
Jean Froissart, que, con su prolífica pluma y sus gustos normales y co­
rrientes es más valioso para el historiador social de la Europa medieval que
cualquier genio, se enamoró perdidamente de la nueva máquina. Su poema
«L'Horloge amoureuse» presenta el reloj como imagen del corazón de un
enamorado. La belleza de la dama amada del poema motiva a su enamorado
del mismo modo que la pesa impulsa el reloj. El deseo del enamorado sería
incontrolable si no lo frenase el miedo, como el escape que regula la caída
de la pesa. En los mecanismos de la nueva máquina de medir el tiempo
Froissart encontró imágenes para todos los moradores alegóricos del reinoi

i ir/ el tlu monde, trad. ingl. de Albert D. Menut, University of Wisconsin Press, Madison,
1968, p. 289. Véanse también Nicholas H. Steneck, Science and Creation in the Middle
rí'c.v.- Henry of Ixingenstein fd. 1297) on Génesis, University of Notre Dame Press, Notre
I limic, Ind., 1976, p. 149; Otto Mayr, Authority, Liberty and Automatic Machinery in Early
Modern Europe, Jolins Hopkins Press, Baltimore, 1986, p. 39.
' Arlluir Koesller l'he Steepwalkers: a History ofMan's Changina Vision ofthe Uni­
ré t se, IViiguin Books, Harmondsworlh, 1964. p. 343 (hay liad, casi.: I.os sonámbulos, Sal­
' it. Uaiivlona. 1994 2 vols.).
7X LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

del amor: la lealtad, la paciencia, el honor, la cortesía, el valor, la humildad,


la juventud.24 El poema mismo es una especie de canto de amor al reloj por­
cino la máquina da las horas incluso cuando no hay sol:

De ahí que tengamos por valiente y sabio


al primero que inventó este mecanismo
y con su conocimiento se encargó de construir
una cosa tan noble y de gran precio.25

Algunos de los relojes más espectaculares de todos los tiempos se cons-


iruyeron durante las primeras generaciones posteriores a la invención del es­
cape. El famoso reloj de Estrasburgo, empezado en 1352 y terminado dos
anos más tarde, daba las horas e incluía un astrolabio automatizado, un ca­
lendario perpetuo, un carillón que tocaba himnos, estatuas de la Virgen con
el niño Jesús y los Reyes Magos adorándolo, un gallo mecánico que canta­
ba y batía las alas y una tablilla que mostraba la correlación entre el zodíaco
y las partes del cuerpo e indicaba los momentos apropiados para practicar
sangrías.26 Decir que el reloj de la ciudad daba las horas y no decir nada más
ci ia como decir que las vidrieras de colores de su catedral dejaban entrar la
luz y no decir nada más.
I tíñante generaciones el reloj municipal fue la única máquina complica­
da que cientos de miles de personas veían cada día y oían una y otra vez to­
dos los días y todas las noches. Les enseñó que el tiempo invisible, inaudi­
ble y sin costuras se componía de cuantos. Al igual que el dinero, les enseñó
cuanlilicación.
N estilo moderno de tiempo industrial disciplinado apareció ya en una
lecha muy lejana: la primera mitad del siglo xiv. Por ejemplo, el 24 de abril
de I335 Felipe VI concedió al alcalde y los concejales de Amiens la facul-
lad de ordenar y controlar por medio de una campana la hora en que los tra­
bajadores de la ciudad debían ir al trabajo por la mañana, la hora en que de­
bían comer, la de volver al trabajo después de comer y la hora en que debían
dejar de trabajar.27 Cuando doscientos años después el Pantagruel rabelesia-

24. Jean Fmissart, Chronicles, trad. ingl. de Geoffrey Brereton, Penguin Books, Har-
innndsworlh, ll)78, pp. 9-10 (hay trad. cast.: Crónicas, trad. de V. Cirlot y J. E. Doménec, Si-
mrl:i, Madrid, 1988); F. W. Shears, Froissart, Chronicler and Poet, Routledge, Londres,
luto, pp. 202-203.
.’V I .andes, Kevolulion in Time, p. 82.
.’(>. 1 ( 1 larber, « The Calhedral Clock and llic Cosniological Clock Mctaphor», en The
Slmlv «I lime, vol. 2, p. 399.
’7 Ineques I ,e (¡olí, Time. Work and ('tillare in the Miihlle At¡es, Irad. ingl. de Artluir
( iiildhammei. I Imvrisily ni ( 'luengo l’ievs, ( 'lila igo, IUHU, pp 4S ■!(’
E L TIEMPO 79

no proclamó «que ningún reloj indica mejor el tiempo que el estómago»,28


la suya fue una voz que se alzaba en un cuantificado desierto urbano.

«El calendario — escribe Eviatar Zerubavel en una frase especialmente


feliz— es la urdimbre del tejido de la sociedad y atraviesa de modo longitu­
dinal el tiempo y lleva y preserva la trama, que es la estructura de las rela­
ciones entre los hombres y las cosas que llamamos “instituciones”.» 29 Sien­
do eso verdad, no es extraño que los europeos occidentales tardaran más en
reformar su calendario que en construir relojes y guiarse por ellos. En reali­
dad, el hecho mismo de que llegaran a reformarlo es más extraño que su tar­
danza en hacerlo.
Philip Melanchthon, el reformador luterano, habla de un «doctor» (po­
seedor de un título universitario) que dijo que no había necesidad de preci­
sión en las divisiones del año, porque «sus campesinos sabían muy bien
cuándo era de día, cuándo era de noche, cuándo era invierno, cuándo era ve­
rano». Muchas personas hubieran estado de acuerdo, pero el docto y piado­
so Melanchthon proclamó que alguien debería «cagarse» en el sombrero del
antedicho doctor «y volver a ponérselo en la cabeza». El teólogo protestan­
te declaró (y en esto el católico Jerónimo de Aguilar hubiera estado de
acuerdo): «Es uno de los grandes dones de Dios ... que todo el mundo pue­
da tener las letras de los días de la semana en la pared».30
La entrada de Dios en el tiempo con la encarnación de Cristo había sa-
cralizado ciertas fechas, en especial la Pascua. El concilio de Nicea había
declarado que la fecha de la Pascua debía ser el primer domingo que siguie­
se a la primera luna llena después del equinoccio vernal.31 Calcularlo re­
sultaba complicado, pero no tan difícil como puede parecer, si conoces la fe­
cha del equinoccio vernal. Pero los autores del calendario juliano, como
señalábamos en el capítulo 2, se habían equivocado al calcular la duración
del año solar y su error produjo demasiados años bisiestos y una fecha de ca­
lendario para el equinoccio vernal que se alejaba del verdadero suceso as­
tronómico y se acercaba al verano. Eso significaba la posible celebración de
la Pascua en un domingo que no fuese el indicado, lo cual era una situación

28. Rabelais, Cargantua and Pantagruel, p. 588.


29. Eviatar Zerubavel, «Easter and Passover: On Calendars and Group Identity», Ame­
rican Sociological Review, 47 (abril de 1982), p. 289.
30. Anthony Grafton, Defenders ofthe Text: The Traditions of Scholarship in an Age of
Science, 1450-1800, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1991, p. 104; véase tam­
bién Michel de Montaigne, The Complete Essays, trad. ingl. de M. A. Screech, Penguin
liooks, Harmondsworlh, 1991, pp. 1.160 (hay Irad. casi.: Ensayos completos, 3 vols., trad.
de J. G. de I,naces, Iberia, Madrid, 1968).
H. /enibavel, «Easlri and Passover», pp. 284 289.
so LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

intolerable para las personas meticulosamente piadosas. Astrónomos y ma­


temáticos cristianos — Roger Bacon, Nicolás de Cusa, Regiomontano, Jo-
hannes Schóner, Pablo de Middelburgo y Nicolás Copérnico— señalaban el
lamentable estado del calendario siempre que les pedían su opinión sobre
el asunto. La discrepancia entre el calendario juliano y la realidad solar era
ya de once días en 1582.
En aquel año el papa Gregorio XIII convocó una conferencia de expertos
expertos católicos— con el fin de reformar el calendario. Los expertos dis­
cutieron, meditaron y ofrecieron al papa una versión corregida del calendario
juliano que desde entonces se ha conocido por el nombre de «calendario gre­
goriano». Siguiendo la recomendación de los expertos, el papa proclamó que
el jueves 4 de octubre de 1582 iría seguido inmediatamente del viernes 15 de
octubre de 1582. En cuanto a la diferencia entre el año de calendario abstrac­
to ile días enteros y el año solar real de 365 días y una fracción, la reforma
gregoriana retuvo el sistema juliano de un día extra cada cuatro años, con una
leve pero importante corrección: los años que dan principio a un siglo sólo
son bisiestos si son divisibles por 400 (como 1600 y 2000).32
I .a reforma disgustó a mucha gente. El católico Michel de Montaigne se
quejó diciendo «Aprieto los dientes, pero mi cerebro lleva siempre diez días
de adelanto o de retraso: no para de musitarme al oído: “Ese ajuste concierne
so lo a los que todavía no han nacido”».1 213 Los cristianos ortodoxos y protes­
tantes se aferraron al calendario juliano como si fuera un fragmento de la
( Vil/, verdadera, y en muchos casos continuaron haciendo lo mismo durante
siglos. «La chusma inglesa —escribió Voltaire— prefería que su calendario
discrepara del Sol a estar de acuerdo con el papa.»34 Los expertos, tanto los
que lo eran de verdad como los que pretendían serlo, construyeron un muro
de tratados alrededor del calendario gregoriano. José Justo Escalígero, calvi­
nista, juzgó que el nuevo calendario era un mal remedo de buen calendario y
llamo a su principal defensor, el jesuíta Christoph Clavius, o Clavio, «gordin­
flón alemán». Clavio silenció esta crítica y otras con su obra de 800 páginas
Pnmani calendarU a Gregorio XIIIP. M. restituti explicatio.
I a batalla continuó durante mucho tiempo después de morir Escalígero

12. Gordon Moyer, «The Gregorian Calendar», Scientific American, 246 (mayo de
IUK2). pp. 144-152.
I I. Montaigne, Complete Essavs, p. 1.143. Deberíamos ser siempre reacios a corregir a
Monimgne, pero técnicamente llevaba un desfase de once días y no de diez. La confusión se
debe a que cuando el papa introdujo once días en el mes de octubre de 1582, esto es, cuando
el I ile octubre fue seguido del 15 de octubre, lo que hubiera sido el 5 se convirtió en el 15,
una dilerem-ia de dic/.
II ( ¡eorge Saltón, .S’r'v Wmys: Mrn of Science in the Renaissance. Indiana University
l'iess. Itloommgton. I‘>57. pp 6l) 72.
E L TIEMPO 81

y Clavio y la reforma gregoriana venció. No venció por ser perfecta, sino


porque era práctica: no perdería un día entero del año solar durante más de
2.000 años. Johannes Kepler, matemático, astrónomo y protestante, consi­
deró aceptable la definición imperfecta que la reforma hacía del mes lunar,
fundamental para crear el calendario de la Iglesia: «La Pascua es una festi­
vidad y no un planeta».15
Como dije antes, que la reforma gregoriana se llevase a cabo es más ex­
traño que el hecho de que fuese tardía y a menudo mal recibida. Si nunca se
hubiera ajustado y corregido el calendario juliano, hoy llevaríamos sólo
unas dos semanas de diferencia con el año solar, lo cual no sería suficiente
para cambiar la vida de los agricultores, los pescadores, etcétera. Los mu­
sulmanes, entonces como ahora, se las arreglaban muy bien con un calenda­
rio lunar que designaba las festividades religiosas en días del año solar con
algo que parecería desenfreno a cualquiera salvo a un astrónomo atento. El
ramadán, el mes santo de ayuno, pasa de un extremo del calendario solar al
otro cada treinta y dos años y medio. El caos del calendario no parece des­
concertar a los prácticos adoradores de Alá. Hay calendarios laicos para
quienes por alguna razón necesitan fechas solares.3536
Pero hace cuatrocientos años una leve falta de rigor en la datación de la
Pascua provocó una reforma importante en Occidente, donde la entrada de
Dios en el tiempo había turbado a los cronólogos cristianos para siempre y
donde los descendientes de los herederos bárbaros de Roma continuaban
sintiéndose incómodos en presencia de las costumbres distintivas de su reli­
gión de Oriente Próximo.
La reforma gregoriana fue una mejora enorme en lo que respecta al ca­
lendario, pero no bastó para satisfacer a los cuantificadores verdaderamente
doctrinarios, de los cuales Occidente tenía más que eran a la vez fanáticos y
devotos de la aplicación de las matemáticas a la cronología real que cual­
quier otra sociedad. Otro ejemplo de reforma del calendario en el siglo xvi,
el período juliano, se acercó más a la perfección, aunque era asombrosa­
mente poco práctico para su uso común.
José Justo Escalígero, al que ya mencioné como crítico del nuevo calen­
dario católico, fue un erudito monumental en una época de grandes eruditos:
sus contemporáneos le llamaban «mar de ciencias» y «pozo de erudición sin
fondo».37 Su laboriosidad y su capacidad de concentración lindaban con lo

35. Moyer, «Gregorian Calendar», pp. 144-152.


36. Louis Gardet, «Moslem Views of Time and History (with an Appendix by Abdel-
majid Me/.iane on the Kmpiricul Apperceplion ofTime among the Peoples of Maghreb)», en
Cultures tintl Time. p. 201.
37. Moyer,-Gregorian Calendar», p. 144.
E L TIEMPO 83

ducirlo en una fecha en los otros dos ciclos. Podría hacerse una correlación
de las cronologías hebrea, cristiana, romana, griega, arábiga y otras.4243
Después de investigar y de más cálculos, Escalígero decidió que Cristo
había nacido en el año 4.713 del período. Como diríamos nosotros, el pe­
ríodo había empezado en 4713 a.C. Quedaban todavía unos 1.700 años. Por
supuesto, el período empezó antes incluso de las fechas más antiguas que las
fuentes judeocristianas atribuyen a la creación, lo cual ponía nerviosos a los
literalistas, pero Escalígero buscaba una solución matemática y no la fecha
en que el Dios del Génesis había movido la superficie de las aguas. Quería
un período suficientemente largo que permitiera incluir todos los aconteci­
mientos documentados en un sistema en el cual fuese posible hacer una co­
rrelación precisa de los tres ciclos.41
De emendatione temporum fue una obra maestra de la cronología, tal
vez la más grande de todas, pero nunca fue muy leída. Su lectura era difícil
y el sistema del período juliano resultaba demasiado engorroso y extraño
para quienes no fuesen matemáticos. Luego, al aparecer fechas egipcias que
supuestamente caían antes de 4713 a.C., Escalígero tuvo que añadir un pe­
ríodo que precedía a su período juliano, lo cual despojó a su sistema de su
pulcritud inclusiva, que era una de sus mayores cualidades. No se populari­
zó una forma satisfactoria de datación anual hasta después de que el jesuíta
del siglo x v ii Petavio (Denis Petau) diera los últimos toques en nuestro ac­
tual sistema a.C./d.C. y no señaló ninguna fecha para el principio, con lo
cual cortó el nudo gordiano que representaba elegirla.44
Pero el sistema de Escalígero no fue a parar al cubo de la basura. Lo
adoptaron los astrónomos, a los que volvían locos las complicaciones de los
calendarios comunes, con sus semanas de siete días sin ninguna coordina­
ción con todo lo demás y sus doce meses de duraciones variables. Imagine
las dificultades que comportaría tratar de decir el número exacto de días en­
tre el paso del cometa Halley por delante del Sol el 16 de noviembre de 1835
y la siguiente repetición del suceso el 20 de abril de 1910. Los astrónomos,
utilizando el único cuanto del período juliano, el día solar medio (día julia­
no), pueden decir que transcurrieron exactamente 27.183 días julianos entre
las dos visitas que el cometa Halley hizo al Sol en el siglo xix.45

42. fbid., p. 162.


43. Ibid., pp. 162-163.
44. Ibid., pp. 171-173; Gordon Moyer, «The Origin of the Julián Day System», Sky and
i'elescope, 16 (abril de 1981), pp. 311-312; Donald J. Wilcox, The Measure o f Times Past:
Pre-Newtonian Chronologies and the Rhetoric of Relative Time, University of Chicago
Press, Chicago. 1987, pp. 203-208.
45. Mover. «Origin ol Ihe Julián Day Syslem», pp. 311 312; «Julián l’criod», en The
Worhl Almnnai and Hook of la i is /dr /09.5, I 11ti k & Wagnalls, Mnhvvnh. N .1., 1904, p. 289.
82 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

sobrehumano. Se encontraba en París el día de San Bartolomé de 1572,


pero, según cuenta él mismo, estaba tan enfrascado estudiando hebreo que
casi no se enteró de la matanza de que eran objeto sus correligionarios y du­
rante un rato no oyó «el chocar de las armas ... los quejidos de los niños ...
las mujeres lamentándose, fo] los hombres gritando».38
De joven aprendió el oficio de su padre, uno de los eruditos más desta­
cados de mediados del siglo xvi, absorbió idiomas — una docena y pico añ­
ilando el tiempo— y pulió sus habilidades encargándose de la edición de las
obras de Catulo, Tibulo y Procopio. Una vez se hubo convertido en posible­
mente el más grande de los filólogos y estudiosos de la literatura clásica de
su época, volvió su atención, que parecía un rayo láser, hacia la cronología
(término que, al igual que América, se acuñó para responder a necesidades
nuevas).39 Desdeñó a los cronólogos anteriores y contemporáneos, «todos
los cuales parecen haber jurado no decir nunca la verdad», y ofreció un an­
tídoto contra los errores de los mismos en su voluminosa obra De emenda-
tione temporum (1583), que hizo que la cronología dejara de ser una seu-
dociencia para convertirse en una ciencia de verdad.40
Escalígero juntó las ediciones más antiguas y mejores de los clásicos de
la cronología y todos los calendarios que pudo encontrar — más de cincuen­
ta prescindiendo de si eran cristianos, islámicos o lo que fuese. Aunque era
un cristiano devoto, no dio ningún crédito especial a la Biblia y declaró que
la verdad es sagrada aunque se oiga en labios profanos. No trató de descubrir
un orden divino en la historia, sino conseguir la exactitud del calendario y la
conflación recíproca de todos los sistemas de datación más importantes.41
( ’rcó «el período juliano» (al que dio este nombre en recuerdo de César)
como base para un nuevo sistema de tiempo. Obtuvo el citado período mul­
tiplicando tres ciclos cronológicos conocidos: un ciclo solar de 18 años, un
ciclo lunar de 19 años y el ciclo de 15 años que los antiguos romanos idea­
ron para fines impositivos. El producto de la multiplicación fueron 7.980
años, el período juliano. Los tres ciclos empezaron juntos al principio de
este invento puramente abstracto; no volverían a estar sincronizados así has­
ta el final del período. Sería posible obtener una fecha del período juliano
para cualquier acontecimiento datado en cualquiera de los tres ciclos y tra-

The Autohiof’ruphy ofJoseph Scaliger, trad. ingl. de George W. Robinson, Harvard


t Inivcrsily Press, Cambridge, Mass., 1927, pp. 76, 77.
19. Amo llorsl, The Orderiitf> of Time from Ihe Ancient Computus to the Modern Com­
puter. (rad. ingl. de Andrevv Winnard, University ol Chicago Press, Chicago, 1993, p. 104.
40 Anthony T. C¡rallón, «Joscph Scaligcr and 1lisiorieal Chronology: The Rise and Hall
ni a IJisciplmc", Ilistón' and Theorx, 14, n." 2 (1975), p. 15H.
II Ihid , pp 159 161, I()7.
84 LA M ED ID A D E LA R E A LID A D

El precio que la obsesión por la precisión temporal cobró por sus servicios
l úe la ansiedad. La Inteligencia, uno de los personajes de la obra del siglo xiv
Piers the Ploughman, proclama que «sabe Dios que de todas las cosas de la
Tierra nada odian más los que están en el Cielo que la pérdida de tiempo».46
I,eon Battista Alberti, hombre de principios del Renacimiento (al que volve­
remos a encontrar en el capítulo 9), declamó: «Huyo del sueño y el ocio, y
siempre estoy ocupado en algo». Al levantarse por la mañana confeccionaba
una lista de lo que había que hacer aquel día y asignaba un momento a cada
cosa47 (anticipándose con ello trescientos años a Benjamin Franklin).
Petrarca prestaba rigurosa atención al tiempo de un modo muy poco tra­
dicional. Sabemos, por tanto, que nació al romper el alba del lunes 20 de ju­
lio de 1304. Sabemos que se enamoró de Laura el 6 de abril de 1327, que
ella murió el 6 de abril de 1348 y que él murió el 19 de julio de 1374.48 Sa­
bemos que el tiempo nunca se le escapaba de los dedos; «antes bien me lo
arrancaban. Incluso cuando estaba metido en algún negocio o en los deleites
del placer aún caía en la cuenta de que “Ay, este día se ha ido irreparable­
mente”».417
Exhortaba a su lector a desechar el concepto tradicional de su vida como
un barco que se mueve de aquí para allá según los diversos vientos y olas».
Insistía en que no, que la verdad es que

una velocidad inalterable es el viaje de la vida. No es posible volver atrás ni


detenerse. Avanzamos a través de todas las tempestades y del viento que so­
ple, sea cual sea. Ya sea el viaje fácil o difícil, corto o largo, a través de todo
hay una sola velocidad constante.50

Tres siglos más tarde esta clase de tiempo, despojado incluso de la de­
sesperación, se convirtió en el tiempo de la física clásica. En 1687 sir
Isaac Newton lo definiría así: «El tiempo absoluto, verdadero y matemáti­
co. de por sí, y por su propia naturaleza, fluye serenamente sin relación
con nada externo».51 Escribo estas líneas a las 22:38, hora de Greenwich,
en el 2.449.828 día juliano.40*

40 William Lungland, Piers the Ploughman, trad. ingl. de J. F. Goodridge, Penguin


llooks, Ilarmondsworth, 1959, p. 108.
47. Ricardo J. Quillones, The Renaissance Discovery ofTime, Harvard University Press,
( amhridge, Mass., 1972, p. 191.
48. //)/(/., pp. 109, I 10, 1 13.
49. //,/,/„ p. 135.
50. Ihiil.. p. 108,
51 Isaac Newton, Matliematical Principies of Natural Phibsophy and llis System oj the
World, liad, ingl de Andrew Moiie y I'lorian Cajón. University oí California Press, Ucrkeley,
PM4.p (illi,ty liad casi Principios matrniatii u\ de la filosofía natural, léenos. Madrid, 1987’).
5. EL ESPACIO

En lo sucesivo extiendo alas confiadas al espacio:


no temo a ninguna barrera de cristal o de vidrio:
hiendo el cielo y me remonto al infinito.
G io rd a n o B runo (1591)'

El cambio en la percepción del espacio por parte de los occidentales no


fue tan espectacular como el que se produjo en su percepción del tiempo. No
hubo ningún comienzo rápido como la invención del reloj mecánico. Gio­
vanni Tortelli, que alrededor de 1450 escribió sobre todas las cosas nuevas
que estaban transformando su mundo —el reloj, la brújula, el órgano de tu­
bos, el azúcar, la bujía de sebo— , mencionó sólo una relacionada con la me­
dición de la extensión, un nuevo tipo de carta marina, el portulano, y reco­
noció que la novedad no le impresionaba tanto como a los demás porque «es
el fruto de largos trabajos y de la diligencia cuidadosa más que de un reto di­
vino».12 La transformación de la percepción occidental del espacio, que cul­
minó con cambios tan radicales como los que conmovieron la física a co­
mienzos del siglo xx, fue al principio lenta como una tortuga.

La brújula, que se importó de Asia al empezar el segundo milenio, per­


suadió a los marineros a arriesgarse a hacer el largo viaje desde el cabo Fi-
nisterre hasta Inglaterra o a atravesar el Mediterráneo en invierno cuando las
nubes cubrían la Estrella Polar. Por supuesto, necesitaban estar seguros del
rumbo magnético correcto, para lo cual sería útil tener cartas, es decir, dibu-

1. Dorothca Waley Singer, Giordano Bruno, His Life and Thought, Greenwood Press,
Nueva York, 1968, p. 249.
2. Alex Keller, «A Renaissance Humanisi Looks al “New” Invenlions: The Article “Ho-
mlogium" in Giovanni l orielli’s De orlhographia», Terlinologv and Culture, I 1 (julio de
1972). p. W2.
86 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

jos exactos de masas de agua, así como de las costas que las rodeaban, en re­
lación unas con otras, con indicaciones de los rumbos magnéticos más cortos
entre los rasgos más destacados, visual y comercialmente, de dichas costas.3
Los primeros mapas útiles que tuvo la Europa occidental para trazar
rumbos magnéticos se llamaban «portulanos». El ejemplo más antiguo que
se conserva data de 1296, es decir, de la misma época extraordinaria en que se
construyó el primer reloj.4 Los portulanos, en cuyos comentarios y dibujos
escaseaban las referencias a Dios, a dioses o a monstruos, eran dibujos uti­
litarios de costas en los que las aguas adyacentes o intermedias indicaban los
rumbos (magnéticos) por medio de líneas tiradas con regla. Al consultar un
portulano, el navegante solía comprobar que ya estaban trazados en él los
rumbos que había que seguir para ir de un puerto importante a otro, que con
frecuencia era el que él necesitaba. De no ser así, a menudo encontraba un
rumbo paralelo al que necesitaba y entonces podía utilizarlo para calcular su
derrota.
I.os portulanos se concibieron para emplearlos en aguas cerradas o casi
cerradas como, por ejemplo, el Mediterráneo, el golfo de Vizcaya y el mar
del Norte y el Báltico. En estas aguas cumplían bien su cometido porque
eran razonablemente exactos y las distancias entre recaladas eran cortas. Las
deformaciones, que eran inevitables porque nadie sabía de la desviación de
la aguja y porque los portulanos eran dibujos planos de la superficie curva
de la I'ierra, dibujos ingenuos desde el punto de vista geométrico, eran in­
significantes. Pero estas cartas náuticas resultaban peligrosamente ilusorias
en el caso de las distancias largas. Los marineros que surcaban los oceános
necesitaban mapas que les permitieran fijar rumbos en la superficie del pla­
neta tal como se mostraban en las cartas geométricamente rigurosas.5 El si­
guiente paso grande en cartografía consistiría en medir la extensión y la for­
ma, además de la dirección y la distancia.
El concepto de dibujar mapas de acuerdo con una cuadrícula ya existía

L Frcderic C. Lañe, «The Economic Meaning of the Compass», American Historical


Keview, 47 (abril de 1963), pp. 613-614.
4. Ibid.
5. Jonathan T. Lanman, On the Origin ofPortolan Charts, The Newberry Library, Chi­
cago, 1987, pp. 49-54; Lee Bagrow, History of Cartography, Precedent, Chicago, 19852, pp.
ti.’ 66; A. C. Cromhic, Medieval and Earlv Modern Science, Doubleday, Garden City, N. Y.,
1959, vol. I, pp. 207-208; C. Raymond Beazley, The Dawn of Modern Geography, Henry
liowilc. Londres, s. I'., vol. 3, pp. 512-514; John N. Wilford, The Mapmakers: The Story of
tlw (Iretil l ’ioneers in Cartography from Antiquity to the Space Age, Vintage Books, Nueva
Voi k, 1981, p. 51; Tony Camphell, «Portolan Charts from the Late Thirteenth Century to
I MIO», en .IB I larley y David Woodward, eds., The History of Cartography, vol. I: Carto-
grapltv in l’rehisloric, Ancient, añil Medieval Europe and the Mediterranean, University of
<'Im ligo l’iess. ( 'luengo, 1987, p. 172.
E L ESPACIO 87

en la Europa occidental y en otras partes en la primera mitad del siglo xiv.6


Algunos de los portulanos que han llegado hasta nosotros se dibujaron así,
pero es probable que los cartógrafos que los confeccionaron recurrieran a la
cuadrícula sólo como ayuda para reproducir dibujos de navegantes. Para que
la técnica floreciese fueron necesarias las matemáticas y la teoría de la cien­
cia antigua. Entra (o vuelve a entrar) en escena Claudio Ptolomeo, el antiguo
heleno sin el cual los europeos occidentales hubieran tardado mucho más en
llegar a ser lo que fueron.
Hacia el año 1400 un ejemplar de la Geografía de Ptolomeo llegó a Flo­
rencia procedente de Constantinopla. Si en el cambio de la percepción del
espacio hubo algo equivalente a la aparición del escape en la percepción
del tiempo, fue la Geografía. Sus novedades se propagaron hacia el oeste
con el comercio y el capital italianos destinados a la península Ibérica, cu­
yos marineros, que bajaban siguiendo la costa de África y se internaban en
el Atlántico, necesitaban cartas marinas para los viajes en los que dejaban
muy atrás los habituales puntos de reconocimiento o incluso dejaban por
completo de ver tierra.7
Expresada de forma sencilla, la aportación de Ptolomeo a la cartografía
consistió en tratar la superficie de la Tierra como espacio neutral plantando
una cuadrícula sobre ella, unas coordenadas entrecruzadas que se calculaban
de acuerdo con las posiciones de los cuerpos celestes. Proporcionó a la
Europa del siglo xv tres métodos distintos, coherentes desde el punto de vis­
ta matemático, por medio de los cuales la superficie curva de la Tierra pu­
diera representarse en mapas planos con las inevitables deformaciones re­
sueltas de un modo que permitiese a las personas informadas tenerlas en
cuenta.8 En el siglo siguiente las técnicas de Ptolomeo ya formaban parte del
bagaje de conocimientos de los cartógrafos de la Europa occidental. La Tie­
rra era ahora una esfera atrapada en una red de latitudes y longitudes, con
una faz teórica tan uniforme como una bola de billar.9 Cuando América y el
Pacífico irrumpieron en la percepción occidental, ya existían los medios de
representarlos fielmente.

6. Lanman, On the Origins ofPortolan Charts, p. 54.


7. Crombie, Medieval and Early Modern Science, vol. I, p. 209; Marie Boas, The Scien-
tific Renaissance, 1450-1630, Harper & Row, Nueva York, 1962, pp. 23-24; Samuel
Y. Edgerton, Jr., The Renaissance Rediscoverv of Linear Perspective, Basic Books, Nueva
York, 1975, pp. 97-99.
8. Samuel Y. Edgerton, Jr., The Heritage ofG iotto’s Geometry: Art and Science on the
Eve ofthe Scientiftc Revolution, Cornell University Press, Ithaca, N. Y., 1991, pp. 99-110.
9. En realidad, la Tierra no es tan sencilla, como los cartógrafos pudieron comprobar al
pasar el tiempo. Está aplastada por los polos, es un poco obesa en el ecuador y está sometida
a vai(aciones magnéticas.
88 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

La historia de la cartografía occidental nos enseña que este arte avanzó


como pudo, dando saltos y adelantándose a la teoría, que trataba de darle al­
cance. La historia paralela de la astronomía (a menudo, pues, de la astrolo-
gía) es una historia de teoría, en este caso más verbal que matemática, que
Ilolaba en el aire como el humo, y de práctica, que en este caso era observa­
ción y cálculo, que intentaba alcanzarla.
La versión que el modelo venerable ofrece del espacio era demasiado
restrictiva e innoble para algunos de los espíritus más libres entre los esco­
lásticos. ¿Por qué habría colocado Dios la Tierra en el centro del universo,
posición que la mayoría de los reyes reservaban para sí mismos? Y si la es­
tabilidad era más noble que el movimiento (verdad manifiesta, comprende­
rá usted), ¿por qué el cielo estaba en movimiento y la Tierra era el único
cuerpo en reposo? ¿Era posible que la Tierra diese vueltas y que la esfera de
las estrellas fijas fuese estable? Después de todo, en el mar resultaba difícil
distinguir, al mirar un barco desde otro, cuál de ellos se movía, así que
¿cómo podía ser más fácil mirando el cielo desde la Tierra? Nicolás de Ores­
me (c. 1325-1382), amigo de Petrarca, hizo que la discusión diera un paso
hacia el sistema copernicano al señalar, como habían señalado otros, que la
i .1 / 0 1 1 no proporcionaba el medio de distinguir si las vueltas las daba el cie­
lo o la I ierra.10*
( hesme se tambaleó al borde del relativismo y la herejía y se echó atrás.
I >c*pues ile lodo, la Biblia decía que en la batalla de Jericó Dios había dete­
nido el Sol y no la Tierra. Oresme hizo que su especulación pasara como
■diversión o ejercicio intelectual».11 De hecho, puede que fuera exactamen­
te eso: algunos escolásticos se deleitaban con juegos intelectuales.
En el siglo siguiente, el xv, los filósofos y los protocientíficos tendían a
hacer las cosas en serio. La vanguardia occidental (que solía ser la italiana)
pasó del aristotelismo al platonismo. (Debería decir «neoplatonismo» por­
que desde los tiempos del ateniense se le habían añadido muchas cosas de
origen cristiano y pagano). Cosme de Médicis patrocinó una academia pla­
tónica en Florencia, donde Marsilio Ficino tradujo a Platón y a Plotino al la­
tín e instó a imitar a Sócrates por ser lo que más se acercaba a imitar a Cris­
to.1’ Pensadores como Ficino se deleitaban con los elementos místicos del
legado clásico y se inclinaban por una especie de adoración cristiana del Sol

10. Edward Gran!, ed., A Source Book in Medieval Science, Harvard University Press,
( '.imili idjse, Mass.. 1974, pp. 46-48, 500-510; Richard C. Dales, The Scientific Achievement
o/ ilie Middle Ayes, University oí Pennsylvania Press, Filadelfia, 1973, pp. 127-130; Ernest
A Moody, «Hundan, Jean», en Charles C. Gillispie, ed., The Dictionarv of Scientific Bio-
Kiuphv, Serihner’.s. Nueva York, 1970-1980, vol. 2, pp. 603, 607.
I I .SViim e Book in Medieval Science, p. 510.
12 lames llaiikins, l'liilo in llie ¡lidian Kenai.wiince, lililí, l.euleii. 1990, vol, I, p. 344.
E L ESPACIO 89

y por una fe más pagana que cristiana en las matemáticas. El mensaje de


Dios sería indudablemente simbólico y misterioso, pero era muy posible
que Dios lo expresara en dimensiones cuantificables.
Johann Miiller, Regiomontano (1436-1476), alemán que pasó muchos
años productivos en Italia, tradujo y publicó las obras de matemáticos anti­
guos y, además, publicó las obras de matemáticos contemporáneos, incluida
la suya propia. Hizo observaciones cuidadosas de fenómenos astronómicos
y produjo tablas y libros sobre el comportamiento del cielo. Sus Efemérides
(1490) indicaban las posiciones de los cuerpos celestes correspondientes a
todos los días desde 1457 hasta 1506. Colón se llevó un ejemplar consigo en
su cuarto viaje y pudo predecir un eclipse lunar el 29 de febrero de 1504, con
lo cual confundió y desarmó a los indios hostiles de Jamaica.13
Es muy posible que Nicolás de Cusa (c. 1401-1464), nacido en Renania
e hijo de un comerciante marítimo, creciese en «el ambiente de cálculo».
Luego, en calidad de cardenal, reformador del calendario, estadista vatica­
no, filósofo y místico, ascendió a círculos donde eran de rigor el conoci­
miento de los escritos herméticos de Dionisio y del Maestro Eckhart, de los
diáfanos tratados de Ptolomeo y Euclides, y la fe en que Dios era geóme­
tra.14 Nicolás declaró que Dios estaba más allá de toda posibilidad de com­
prensión humana, que era el centro y la circunferencia de todas las cosas, el
terreno donde los contrarios se reconciliaban de tal manera que un segmen­
to de la circunferencia de un círculo sería una línea recta si el círculo fuese
infinitamente grande. También se atribuye a Nicolás (y no hay en ello para­
doja alguna, no en el siglo xv) la autoría de dos de los primeros mapas a es­
cala de regiones de tierra, con la longitud y la latitud y todo, de Europa.15
Nicolás consideraba que el universo lo contenía todo excepto a Dios y
que Dios contenía el universo. Semejante universo no tenía ningún límite,
ningún borde. La Tierra no podía ser su centro porque el universo no tenía
ningún centro. No había borde, centro, arriba ni abajo, ni ninguna otra di­
mensión absoluta. El espacio era homogéneo. La Tierra no era necesaria­
mente distinta de otros cuerpos celestes, que también podían tener vida.16

13. Edward Rosen, «Regiomontanus, Johannes», en Dictionarv of Scientific Biography,


vol. 11, pp. 348-351.
14. Edgerton, The Heritage of Ciotto's Geometry, p. 288.
15. Alexandre Koyré, From the Closed World lo the Infinite Universe, Johns Hopkins
Press, Baltimore, 1957, p. 12 (hay trad. cast.: Del mundo cerrado al universo infinito, Siglo
XXI. Madrid, I9897); P. D. A. Harvey, The History ofTopographical Maps: Symbols, Pictu-
res, and Survevs, Thames & Hudson, Londres, 1980, p. 146; P. D. A. Harvey, «Local and Re­
gional Carlography in Medieval Europe», en The History of Cartography, vol. I, p. 497.
16. .1 E. Ilnliuanu. «Cusa, Nicholas», en Dictionarv of Scientific Hiographv, vol. 3,
pp. 512 516; Koyié, / rom the ('tosed World, pp (i 2 I.
yo LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

En una sociedad en la cual el análisis cualitativo riguroso, el instrumen­


to intelectual elegido por Aristóteles y los escolásticos, parecía estar per­
diendo su ascendiente, Nicolás de Cusa buscaba nuevos instrumentos. Los
encontró en la cuantificación. «Pensad en la precisión —escribió— porque
Dios es la precisión absoluta misma»,17 y «La mente es una medida viva que
alcanza su propia capacidad midiendo otras cosas».18
En el Idiota, uno de los diálogos más famosos de Nicolás, el guru no es
un filósofo antiguo ni un escolástico ni un intelectual de ninguna clase, sino
un profano. (En el latín del período la palabra «idiota» no se refería a quien
padecía de idiocia, sino a un hombre común que no supiera leer latín.) El
Idiota proclama que la sabiduría de Dios «habla a gritos por las calles». ¿Y
qué dice y cómo habla?, pregunta su interlocutor, que está sentado en una
barbería que da al mercado y desde allí sólo ve cambiar dinero, pesar mer­
cancías y medir aceite. Estas cosas son exactamente lo que quiero decir, res­
ponde el Idiota. «Los animales no saben contar, pesar y medir.»19
De staticis experimentis, que Nicolás escribió en 1450, es un tratado que
nos dice cómo podemos aprender cosas sobre la naturaleza empleando el
mecanismo de medición más exacto de su siglo, un mecanismo que se en­
comiaba fácilmente en el mercado: la balanza. Por ejemplo, pesar el agua
que pasa por un reloj de agua y medir así la cambiante duración del día du-
iniile lodo el año o la duración de un eclipse. Medir la diferencia entre las
lucí/.as del Sol en diferentes climas, medir la diferencia entre los pesos de
las plañías producidas por la siembra de un millar de semillas parecidas en
los diferentes climas.20
Nicolás simplificó problemas muy complicados y se mostró tan reacio
como cualquier escolástico a tratar de hacer experimentos él mismo. Y le
preocupaba más la deidad que había detrás de la cortina material que la cor-
lina misma. Se parecía más a san Agustín que a Galileo, pero sus pensamien­
tos son la prueba de que Occidente había empezado a dejar de concebir el
mundo en términos de calidades para concebirlo en términos de cantidades.21
Irónicamente, cuanto más se acercaban estos pensadores «de salón» a
desechar el concepto de un universo finito y jerárquico, menor era su in-
Ihienda inmediata. Oresme influyó en otros escolásticos y eso es todo, y

17 Nicolás ilc Cusa, The Layman on Wisdom and the Mind, trad. ingl. de M. L. Führer,
I lovcliouse, Oltawa, 1989, p. 41.
18 Nicolás de Cusa, Idiota de Mente. The Layman: About Mind, trad. ingl. de Clyde L.
Mil leí, Abaris llooks, Nueva York, 1979, p. 43.
19 Nicolás de Cusa, txiyman on Wisdom, pp. 2 1,22.
30 Jolm I*. Dolan, ed., Unity and Reform: Selected Writinys of Nieholas de Cusa, Uni-
vrisily ol Notre Dame l’rcss, Nolre Dame, Ind., 1902, pp. 239-200¡uissim.
I Nicolás de ( usa, Ijivman on Wisdom, p. 22.
E L ESPACIO 91

puede que lo leyeran atentamente o no lo leyeran en absoluto Copérnico y


Galileo y otros por el estilo dos siglos más tarde. El papa tenía buena opi­
nión de Regiomontano y le pidió asesoramiento en la reforma del calenda­
rio, pero, como sabemos, sin conseguir nada.22 Este astrónomo tiene impor­
tada principalmente porque dejó observaciones exactas que utilizaron
astrónomos posteriores y más atrevidos. La mayor parte de sus contemporá­
neos no le hicieron caso, excepto en su condición de estadista de la Iglesia.
A partir de los comienzos del siglo xvi, la versión del espacio que daba el
modelo venerable pareció sólida.

Nicolás Copérnico (1473-1543), polaco que alrededor de 1500 pasó va­


rios años estudiando y enseñando en Italia, era un neoplatónico en la medi­
da en que buscaba elegancia en la naturaleza y se sentía intrigado por la ma­
jestuosidad del Sol. Resucitó una idea tan vieja, una idea a la que Aristóteles
y Ptolomeo habían hecho sombra durante mil años, que casi podríamos con­
siderar que tuvo su origen en él. Volvió el universo de Aristóteles y Ptolo­
meo al revés, quitando la Tierra del centro y poniendo el Sol en su lugar.
Justificó su extravagante proceder con argumentos semejantes a los de
Oresme y Nicolás de Cusa. Sí, el Sol parecía atravesar el cielo de este a oes­
te todos los días, pero las apariencias serían las mismas si la Tierra girase de
oeste a este y el Sol permaneciera inmóvil. ¿Cómo podía algo tan enorme
como el cielo dar la vuelta a la Tierra en un día? ¿No sería más fácil imagi­
nar que era la Tierra, un simple punto en comparación con el cielo, la que
daba vueltas? Hasta recurrió a una justificación que tenía resabios de culto
pagano al Sol: «Porque en este bellísimo templo [el universo] ¿quién colo­
caría esta lámpara en una posición distinta o mejor que aquella desde la cual
puede iluminarlo todo al mismo tiempo?».23
De haber dejado sólo estos argumentos agradablemente persuasivos, es
probable que no hubiera ejercido gran influencia y el Sol hubiese languide­
cido durante una o dos generaciones más en la órbita terrestre. Aun así, no
consiguió persuadir a Michel de Montaigne, el humanista, que se encogió de
hombros ante la divergencia de los tradicionalistas y Copérnico: «Quién
sabe, puede que dentro de mil años otra opinión las derribe a ambas».24 Pero
Copérnico, a diferencia de Montaigne o incluso Nicolás de Cusa, era mate-

22. Rosen, «Regiomontanus», p. 351.


23. Nicholas Copernicus on the Revoiutions, trad. ingl. de Edward Rosen, Johns Hop-
kins Press. Baltimore, 1978, pp. 13, 16, 22 (hay trad. cast. de Nicolás Copérnico, Sobre las
revoluciones de los orbes celestes, Tecnos, Madrid, 1987).
24. Michcl de Montaigne, The Complete Essays, trad. ingl. de M. A. Screech, Penguin
Books, llarmondsworlh. 1987. p. 642 (hay trad. cast.: Ensayos completos, 3 vols., trad. de J.
(i. I .naces, Ibciui. Madrid, I9(i8).
92 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

mático hasta la médula de los huesos. Su gran libro De revolutionibus or-


bium coelestium incluye página tras página de cálculos. Fue el primer teóri­
co astronómico en un milenio que se expresó utilizando principalmente las
matemáticas, la lengua natal de la ciencia y más persuasiva que las palabras
para la minoría que iba a rehacer la astronomía y la física en el siglo xvii.25
La influencia de la revolución copernicana fue inmensa no sólo por de­
gradar la Tierra (sobre lo cual se ha escrito mucho), sino también por sus
consecuencias para la cantidad y la calidad del espacio mismo. En el siste­
ma aristotélico-ptolemaico, con el fin de hacer sitio para los otros cuerpos
celestes y sus esferas, las estrellas fijas tenían que estar a gran distancia de
la Tierra, pero no a una distancia inconcebible. En el sistema copernicano la
distancia tenía que ser inmensa, casi inconcebible, porque las posiciones de
las estrellas no cambiaban en relación con los cuerpos más próximos al os­
cilar el observador de un extremo a otro de la órbita de la Tierra en torno al
Sol. (Es cuestión de paralaje.) El volumen de un universo copernicano tenía
que ser por lo menos 400.000 veces tan grande como el del universo tradi-
i iunal.2'’
I .os europeos medievales y todos los renacentistas salvo muy pocos con­
idia aban que el espacio era jerárquico, opinión que la teoría ptolemaica im­
ponía Si la Tierra era el centro sobre el cual caía todo lo pesado, entonces
es obvio que era intrínsecamente distinta del resto de la creación. Pero si el
centro era el Sol y la Tierra daba vueltas a su alrededor igual que otros pla­
netas, entonces ¿dónde estaba la singularidad de la Tierra?
El primer individuo, al menos el primero de renombre, en proclamar sin
reserva las consecuencias que la teoría copernicana tenía para la naturaleza
del espacio fue Giordano Bruno (1548-1600), que empezó siendo dominico
pero acabó en la hoguera en Roma. Propuso un espacio sin centro ni borde,
sin arriba ni abajo, que ofendió a los aristotélicos, a los católicos, a los cal­
vinistas y a toda persona incapaz de vivir en estrecha intimidad con el infi­
nito. Su versión del espacio era homogénea, infinita, poblada de mundos in-
íinitos, escandalosa:

May un único espacio general, una única inmensidad vasta a la que pode­
mos llamar libremente «Vacío»: en él hay innumerables globos como éste en
el cual vivimos y crecemos; este espacio declaramos que es infinito, ya que
ni la razón, ni la comodidad, ni la percepción sensorial ni la naturaleza le
asignan un límite.27

¿-V I liornas S. Kulin, The Copernican Revolution: PUmetary Astronomv in the Deve-
li>i'inenl of'Wontern Thonyht. Harvard University Press, Cambridge, Mass., I‘)57, p. I.!1).
//)/(/., p I í>().
’ / Koyri', / rom the ( 'tosed World, pp. •)() -II. Max Jainmer, (imeepts o/ Spnet The
E L ESPACIO 93

Bruno fue ejecutado por herejía en 1600, pero fue en vano, toda vez que
ya había levantado la liebre.

Si el espacio era homogéneo y podía medirse y, por tanto, también podía


someterse al análisis matemático, entonces la inteligencia humana podía dar
la vuelta al mundo y extenderse hacia el vacío interestelar. Ofrezco dos
ejemplos.
En el decenio de 1490 España y Portugal reñían porque estaba por de­
cidir cuál de las dos tenía derechos sobre todo el mundo no cristiano.
¿Cómo podían trazar fronteras en reinos extranjeros donde ningún español
o portugués había estado nunca, fronteras que en su mayor parte estarían
en alta mar? Trazaron la susodicha frontera, primero con la ayuda del papa
en 1493, y de nuevo, tras algunas modificaciones, en el Tratado de Torde-
sillas en 1494, de norte a sur, de polo a polo, «trescientas setenta leguas al
oeste de las islas de Cabo Verde, calculadas por grados».*2829La cursiva
(que es mía) pone de relieve el hecho obvio de que, en la práctica, las dis­
tancias medidas y las líneas trazadas sobre agua sólo pueden calcularse en
grados.
Al cabo de una generación los habitantes de la península Ibérica necesi­
taron una frontera equivalente en el Pacífico occidental. En el Tratado de
Zaragoza (1529) extendieron la línea del de Tordesillas por encima de los
polos y el resto hasta dar la vuelta al mundo, y así crearon una frontera de
297 leguas y media o 19 grados al este de las Mo lucas.24
De hecho, la línea trazada en Tordesillas y Zaragoza resultó de escasa
importancia. Los portugueses hicieron caso omiso de ella en Brasil y los es­
pañoles, en las Indias Orientales, y, de todos modos, todavía era imposible
calcular exactamente la longitud. Sin embargo, la línea demuestra que los
europeos del Renacimiento confiaban en que la superficie del mundo era ho­
mogénea incluso en tierras y mares que ni ellos ni, que se supiera, otros se­
res humanos habían visto jamás. Se consideraban no sólo lo bastante pode­
rosos como para dividir el mundo como si fuera una manzana, sino también
capaces de dividirlo de un modo que era exacto en teoría y podría serlo en la
práctica antes de que transcurriera mucho tiempo.

History ofTheories ofSpace in Pliysics, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1954,
pp. 83-84. Véase también Paul H. Michel, The Cosmology of Giordano Bruno, trad. ingl. de
R. E. W. Maddison. Hcrmann, París, 1973.
28. Henry Sítele Commager, ed.. Documents of American History, Appleton-Century-
Crolis, Nueva York. 1958. pp. 2-4.
29. E. Soldevila Historia tic l'.s/iaña. Ariel. Itnreelona, 19(i2-’. vol. 3, pp. 347-348 (nue­
va edirinn en ( 'ifilen, Itauelona. 199.5).
94 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

En noviembre de 1572 en todo el mundo se vio una estrella nueva, una


nova, como la llamaríamos nosotros, tan brillante que era visible a plena luz
del día. Théodore de Béze, que sucedió a Calvino en el puesto de líder de la
ferozmente protestante Ginebra, la vio y supuso que era la segunda estrella
de Belén y un presagio de la segunda venida de Cristo. Tycho Brahe, el pri­
mer astrónomo observador de verdad que hubo en Occidente desde la anti­
güedad y tal vez el mejor de todos los tiempos anteriores al telescopio, tam­
bién la vio. Brahe midió la distancia angular entre la estrella nueva y las
nueve estrellas conocidas de Casiopea y tomó notas relativas a su magnitud
y su color. Siguió tomándolas durante los diecisiete meses en que la estrella
continuó siendo visible.30
La autoridad proclamó que el cielo era perfecto, que sólo podían produ­
cirse cambios en la esfera sublunar, bajo la Luna.31 Por tanto, la estrella nue­
va debía de estar cerca de la Tierra y su estudio correspondía a los meteoró­
logos más que a los astrónomos. No obstante, según los medidas que Tycho
Brahe tomó meticulosamente, nunca cambió de posición en relación con las
estrellas fijas, los más lejanos entre todos los objetos que hay en el cielo,
como sin duda la hubiera cambiado de haber estado dentro de la esfera de la
I una. Las observaciones de Brahe indicaron que la estrella nueva, pese a su
mutabilidad, debía de estar en la esfera de las estrellas.32
En 1577 cruzó el cielo un cometa grande, el primero de varios «meteo­
ros de fuego» que se vieron durante el siguiente medio siglo. Si el tradicio­
nal y jerárquico modelo del universo era válido, los cometas, los objetos
más espectacularmente inestables que hay en lo alto, tenían que estar dentro
de perturbaciones del aire superior. Brahe observó el nuevo cometa, hizo sus
habituales meticulosas mediciones y dedujo de ellas que no estaba dentro de
la atmósfera de la Luna, sino mucho más allá, unas seis veces más lejos que
la Luna. Además, el cometa no parecía moverse describiendo un círculo per­
fecto, sino en una órbita elíptica muy imperfecta que forzosamente se abría
camino por entre las esferas planetarias. Las esferas de cristal, que durante
milenios habían servido para las especulaciones astronómicas en Europa, no
podían existir.33

K). Boas, Scientific Renaissance, pp. 109-112.


' I. Kuhn, Copernican Revolution, p. 92.
12. John A. Gadc, The Life and Times of Tycho Brahe, Princeton University Press, Prin-
eeion, N. J., 1947, pp. 41-42; Anlonie Pannekoek, A History of Astronomy, Interscience,
Nueva York, 19 6 1, pp. 207-208; C. Doris Hellman, «Brahe, Tycho», en Dictionary ofScien-
tijic Biourttphy, vol. 2, pp. 402-403.
11. I Icllman, «Brahe», pp. 407-408; Pannekoek, History o f Astronomy, pp. 215-216.
Véase laminen I Inris I leí Imán, The Conicl o f 1577: lis l ’lacc in tlic llistorv o f Astronomy,
( '(rinmlna llniversily Press, Nueva Yol!. I9.|4.
E L ESPACIO 95

Al finalizar el siglo xvi la versión del espacio que ofrecía el modelo ve­
nerable ya estaba hecha añicos. Los conservadores acamparían en sus ruinas
durante varias generaciones, pero era inevitable pasar a la otra posibilidad.
La otra posibilidad era lo que Isaac Newton definía como «espacio absolu­
to», el cual «por su propia naturaleza, sin relación con nada externo, perma­
nece siempre parecido e inamovible»,14 es decir, puede medirse de manera
uniforme: el espacio clásico de la física. Se trata del vacío amoral que Blai-
se Pascal, otro matemático y, además, místico, llamó «aterrador».3 435

Od^OV

34. Isaac Newton, Mathematical Principies of Natura! Philosophy and His System of the
World, trad. ingl. de Andrew Motte y Florian Cajori, University of California Press, Berke-
ley, 1934, p. 6 (hay trad. cast.: Principios matemáticos de la filosofía natural, Tecnos, Ma­
drid, 19X72).
35. Ulaise Pascal. I'ensées, Dnllon, Nueva York, 1958, p. 61 (hay trad. cast.: Pensa­
mientos, liad di ( . Pujol. Pianola Agoslini, Barcelona. 1990).
6. LAS MATEMÁTICAS

¿Por qué en todas las grandes obras son los Escribientes tan
deseados? ¿Por qué están los Interventores tan bien alimenta­
dos? ¿Cuál es la causa de que se ensalce tanto a los Geómetras?
¿Por qué tan grandemente se promueve a los Astrónomos? Por­
que por medio de los números encuentran cosas que, de lo con­
trario, estarían muy por encima de la mente del hombre.
R obert R ec ordé ( 1540)1

( '¡orlos europeos occidentales de la baja Edad Media y el Renacimiento


empezaron tentativamente a considerar las posibilidades del tiempo y el es­
pacio absolutos. Las ventajas residían en que las propiedades absolutas eran
por definición permanentes y universales, lo cual significaba que valía la
pena esforzarse por medirlas, y analizar y manipular las mediciones de di­
versas maneras. La medición significa números y la manipulación de núme­
ros es lo que llamamos «matemáticas». Thomas Bradwardine, escolástico y
arzobispo de Canterbury en el siglo xiv, dijo: «Quienquiera, pues, que ten­
ga la desfachatez de estudiar física al tiempo que descuida las matemáticas
debería saber desde el principio que nunca entrará por los portales de la sa­
biduría».2
Roger Bacon, Juan Buridán, Teodorico de Lreiberg, Nicolás de Oresme y
oíros de mentalidad parecida prefiguraron a Kepler y Galileo con su glorifi­
cación de la geometría y, en particular en el caso de Oresme, con la convic­
ción de que los números podían imponerse donde antes se había considerado
que no eran apropiados. En un tratado que llevaba por título La geometría de

I h a n / J. Swet/, Capitalista and Aritlimetic: The New Math ofthe I5tli Centón1, Open
( 'nuil. I a Salle, III., l‘)K7, epígrafe.
. .lames A. Wusheipl, «The lívolution of.Seieuúl'ie Melluul», en Vinceiil P. Smilli, eil.,
lite /.i >«•/'<• ol Seienee, Si. lolins Universily l’iess, Nueva Vid* . I‘Wv|. p. K.’
L A S M ATEM ÁTICAS 97

las cualidades y el movimiento, Oresme (que pasó gran parte de su vida en


París y debió de oír el reloj autoritario de Carlos V muchas veces) escribió
que para la medición de las cosas de «cantidad continua» — por ejemplo, el
movimiento o el calor— «es necesario que se imaginen puntos, líneas y su­
perficies, o sus propiedades ... Aunque los puntos o las líneas indivisibles no
existen, sin embargo es necesario simularlos».3 ¿Por qué? Porque entonces
podías contarlos (véase la figura 3).
El escenario estaba preparado o casi preparado para un rápido avance en
matemáticas y en sus aplicaciones a la realidad material. En el siglo xm
Leonardo Fibonacci de Pisa, el mejor matemático de Occidente hasta enton­
ces, había salido a aquel escenario y utilizado libremente números indoará-
bigos y otras cosas tomadas en préstamo del islam, había experimentado con
una teoría de los números e ideado lo que todavía denominamos «la serie Fi­
bonacci». Él solo fue todo un avance en las matemáticas pero dejó pocos
discípulos, si es que dejó alguno.4
Las matemáticas no estaban preparadas para avanzar con rapidez. Sus
símbolos y técnicas eran inadecuadas. Había llegado el momento para un
solo de trompeta y el único instrumento de que se disponía era un cuerno de
caza. Por otra parte, las matemáticas, como si dijéramos, no eran homogé­
neamente iguales al tiempo y el espacio homogéneos. Los números y los
conceptos seguían llenos de significados que no eran matemáticos. Sí, el 3
era 1 más 1 más 1 o la raíz cuadrada de 9 y así sucesivamente, pero en mo­
mentos imprevisibles era también una referencia directa a la Trinidad.
Pero vayamos primero del cuerno de caza a la trompeta. Examinemos el
contar, la aritmética y el álgebra sencilla. Como vimos en el capítulo 2, con­
tar con números romanos resultaba muy difícil, en especial si los números
eran altos. San Agustín describió el carácter ilimitado de la eternidad di­
ciendo que era infinitamente mayor que incluso una suma tan grande que
«no pudiera expresarse con números»,5 afirmación que hoy confunde en vez
de aclarar. Los cálculos complicados con números romanos eran poco prác­
ticos, cuando no imposibles, y la mezcla y la confusión de números y letras
eran difíciles de evitar porque, desde luego, los números romanos eran le­
tras romanas.

3. Nicole Oresme and the Medieval, Geometry of Qualities and Motions, trad. ingl. y ed.
de Marshall Claget, University of Wisconsin Press, Madison, 1968, p. 165.
4. Paul L. Rose, The Italian Renaissance of Mathematics: Studies on Humanists and
Mathemoticians from Petrarch to Oalileo, Libraire Droz, Ginebra, 1975, p. 82.
5. San Aguslín, l'lie City ofO od. liad. ingl. de Muráis Dods, Modern Library, Nueva
York, 1950, p. 392 (hay liad, cast.: La <intimide Oios. liad, de I,. Ribcr y .1. Bastardas, CSIC,
Madrid, 1992).
98 L A M ED ID A D E LA R E A L ID A D

El tablero contador ayudaba muchísimo a afrontar estas dificultades,


pero esta versión occidental del ábaco tenía sus propios inconvenientes. No
podía usarse para números muy grandes y números muy pequeños al mismo
tiempo y servía para calcular y no para registrar. Sus usuarios borraban ne­
cesariamente sus pasos al calcular, por lo que resultaba imposible localizar
los errores sobre la marcha excepto retrocediendo hasta el principio y repi­
tiendo toda la secuencia. En cuanto a tomar nota permanente de las respues­
tas, eso se hacía con números romanos, lo que nos hace volver al problema
de escribir números largos.
Si los europeos medievales hubieran tenido el tipo de ábaco que hoy es
común en el Lejano Oriente y en otras partes, el que consiste en alambres y
cuentas que los expertos mueven hacia adelante y hacia atrás con la misma
rapidez con que piensan, quizá los occidentales nunca hubieran aceptado los
números indoarábigos. Pero las fichas tenían que cogerse y moverse o em­
pujarse de un lugar a otro del tablero contador, y un rodillazo o el roce des­
cuidado con la manga podía tirarlas al suelo y eliminar así todos los resulta­
dos de un cálculo largo. Por suerte, los europeos nunca vieron el ábaco
oriental. (Esta no es la última vez que señalaré las ventajas de la ignorancia.)
En 1530 John Palegrave declaró que podía calcular seis veces más aprisa
con números indoarábigos de lo que «puedes calcular con fichas».6
Poco se sabe con claridad del origen de lo que llamamos «números ará­
bigos» excepto que los árabes no los inventaron. Los recibieron de los in­
dios, que tal vez fueron sus inventores, aunque es igualmente posible que los
recibieran de los chinos.7 Los llamaremos «números indoarábigos». Sea
cual sea la verdad sobre su origen, los árabes, que reconocían una cosa bue­
na cuando la veían, los adoptaron y adaptaron a sus propios fines. El musul­
mán cuyo nombre se asocia más estrechamente con el nuevo sistema es Abu
Jalar Muhammed ibn al-Jwarizmi, erudito y autor que vivió en el siglo ix.
Su libro sobre los nuevos números llegó a España y el nuevo sistema no tar­
dó en propagarse a Europa. En el siglo xii un inglés, Roberto de Chester, tra­
dujo el libro de al-Jwarizmi al latín y a partir de entonces la influencia de los
nuevos números en Occidente fue continua.8
Las lenguas europeas convirtieron «al-Jwarizmi» en varios antepasados
de las palabras del siglo xx «algoritmo» y «algoritmia». Estas palabras tie-

(i. Alexander Murray, Reason and Society in the Middle Ages, Oxford University Press,
( Ixlord, I078, pp. 166, 454 (hay trad. casi.: Razón y sociedad en la Edad Media, Taimas, Ma­
drid. 1682); Keilli Tilomas, «Numeracy in Early Modern England», Transactions ofthe Ro­
ya! Sot ictv, 5* serie, 57 (1087), pp. 106-107.
7. Swct/., Cnpitnlism and Arillinnttic. p. 527, n. 17.
8, //»(,/. pp. 27-28.
L A S M ATEM ÁTICAS 99

nen hoy significados especiales, pero durante la Edad Media y el Renaci­


miento y mucho tiempo después se referían sencillamente a los números in­
doarábigos y al tipo de cálculo que los acompañaba.9
La superioridad de los números indoarábigos sobre los romanos y el ta­
blero contador nos parece obvia ahora, y estamos en lo cierto si los sistemas
rivales los examina alguien que no tenga experiencia previa de ninguno
de los dos. Había sólo diez símbolos, «como aquí se han escrito a modo de
ejemplo, 0987654321». Con ellos se podía escribir cualquier número, por
enorme que fuera. El proceso de «calcular con la pluma», como a veces lla­
maban al cálculo con números indoarábigos,10*no iba borrándose a medida
que avanzaba y, por ende, las comprobaciones resultaban fáciles; y los mis­
mos símbolos servían para calcular y registrar.
Pero los números indoarábigos no parecían necesariamente ventajosos a
los viejos europeos. La gente estaba familiarizada con el sistema que ya exis­
tía y hasta 1514 no se publicó el último libro de aritmética en números roma­
nos. Sí, el matemático conocedor de esta última moda podía escribir cual­
quier número que quisiera y todos le entenderían, pero sólo si él y ellos
comprendían el valor de la posición y el misterioso y extraño cero. Com­
prender el valor de la posición era difícil. En el tablero contador podías ver
las fichas y seguir posicionalmente lo que se hacía con ellas. Pero en el caso
de la algoritmia sólo había unos garabatos en la pizarra (o el pergamino o el
papel, si podías permitirte estos materiales). Y el terrible cero, signo de lo
que no era, resultaba tan conceptualmente molesto como la idea de un vacío.
El cero presentaba un verdadero problema, como podemos inferir de las ex­
plicaciones contemporáneas. En el siglo xm Sacro Bosco (John o f Holy-
wood) escribió en The Crafte o f Nombrynge, la más popular de las guías de
algoritmia de Europa:

A cifre tokens nought, bot he makes the figure to betoken that comes af-
ter hym more than he schuld & he were away, as thus 10. here the figure of
one betokens ten, & yf the cifre were away, & no figure by-fore hym he
schuld token bot one, for then he schuld stonde in the first place.11

Traducción: 1 es sólo 1, pero poner un cero a su derecha lo aumenta diez ve­


ces. No haga caso de las palabras «by-fore hym». Pueden ser un eco de la
costumbre árabe de escribir de derecha a izquierda.

9. Ibid., pp. 28-29.


10. Lamber! L. Jackson, The Educational Significcince ofSixteenth Century Arithmetic,
( ’olumhia Unlversily Teachers College, Nueva York, 1906, p. 27.
I I. Kobcrl Slcelc, ed., The Earliesl Arilhmt’Ucs in Engtish, The Karly Engllsh Texl So-
i leiy, I.omlies, l‘)22, p. V
100 LA M ED ID A D E LA R E A LID A D

Pasaron siglos antes de que los europeos reconocieran que el cero era un
número real. Un francés del siglo xv escribió: «Del mismo modo que la mu­
ñeca de trapo quería ser un águila, la muía un león y el mono una reina, la
cifra se dio tono y pretendió ser un número». Los astrólogos, sin embargo,
adoptaron los números de la algoritmia, incluido el cero, con relativa rapi­
dez, posiblemente porque aumentaban su prestigio, igual que la escritura se­
creta.12 Por cierto, es probable que «cifrar» en las palabras cifrar y descifrar
procedan, al menos en parte, de la antigua reputación mística del cero.1-1
Era tal vez inevitable que la algoritmia triunfase en Occidente, donde la
economía y la tecnología florecían, pero el cambio fue lento y se llevó a cabo
sin elegancia. Durante generaciones los europeos occidentales mezclaron los
diversos sistemas con el fin de aplazar el día en que deberían rendirse ante la
algoritmia. Para evitar la dificultad de escribir un número elevado con núme­
ros romanos, a veces lo escribían en forma de puntos dispuestos como fichas
que expresaran el número en el tablero contador. En el prefacio de un calen­
dario de 1430 su autor definía el año diciendo que consistía en «ccc y sesenta
días y 5 y seis horas sueltas». Al cabo de dos generaciones otro autor expresó
el año en curso así: MCCCC94, es decir, dos años después de que Colón des­
cubriese América. A veces los europeos adoptaban el valor de la posición del
número indoarábigo y el cero, pero lo expresaban con mayúsculas romanas,
solución intermedia que resultaba especialmente confusa. IVOll es (¿y cómo
llegaría usted a saberlo si alguien no se lo dijese?) 1502: esto es, I en el lugar
de los millares, V en el de las centenas, cero en el de las decenas y II en el de
las unidades. El pintor Dirk Bouts colocó en su altar de Lovaina el número
MCCCC4XVII, que designa... ¿qué? Pienso que 1447. ¿Y usted?
En los primeros libros de cuentas de la imperial y libre ciudad de Augs-
burgo todos los números se escribían con palabras latinas. Luego los conta­
bles utilizaban números indoarábigos para designar el año (no había muchas
posibilidades de que algún contable sin escrúpulos añadiera un quinto nú­
mero al año). Cuando los contables empezaron finalmente a usar los nuevos
números para expresar otras cantidades, registraron los números mediante el

12. Karl Menninger, N um b er W ords and N um b er Sym bols: A C u ltu ra l H isto ry o f Num -
bers, liad. ingl. de Paul Broneer, M1T Press, Cambridge, Mass., 1969, pp. 286, 422-423; E a r-
liest A rithm etics in E n g lish , p. 4.
13. Pero al empezar el siglo xvn el eonocimiento del cero ya se había propagado lo su-
ficicnlc para que Shakespeare lo usase como metáfora de la gratitud profunda en E l cuento de
in viern o (acto 1, escena 2, verso 6), sin desconcertar a los incultos:

Como una cifra (mas en posición ventajosa),


multiplico con un único «Os damos las gracias»,
muchos miles más que lo preceden.
L A S M ATEM ÁTICAS 101

sistema romano también. Eso ocurrió en 1470; pasó más de medio siglo an­
tes de que los números indoarábigos sustituyeran totalmente a los números
romanos en los registros de Augsburgo.
El triunfo del sistema indoarábigo en su lucha contra el romano fue tan
gradual que no puede decirse que se produjese en un sólo decenio o ni siquie­
ra en la más larga de las vidas. Es seguro que no se había producido aún en
1500, si bien quizá ya era inevitable en aquel año: para entonces los contables
del banco de los Médicis ya empleaban exclusivamente el nuevo sistema e in­
cluso los analfabetos empezaban a adoptar los nuevos números. Es seguro que
ya se había realizado en 1600, aunque los conservadores siguieron aferrándo­
se a los números antiguos. Los números romanos no desaparecieron por com­
pleto de los libros de la hacienda pública británica hasta mediados del siglo
xvn; y aún los usamos para fines tan pomposos como inscribir fechas en pie­
dras angulares y designar las superbowls del fútbol norteamericano.14 Lo cier­
to es que las consecuencias del cambio, por más que fuese lento, fueron enor­
mes. Al renunciar a una lengua supranacional, suprarregional, el latín, y
adoptar sus diversas lenguas vernáculas, los europeos occidentales aceptaron
y abrazaron otro lenguaje verdaderamente universal: la algoritmia.
Detrás de la revolucionaria adopción de los nuevos números llegó un
cambio en la notación que se usaba en las operaciones, un cambio que fue
esencial para la mayoría de los avances que desde entonces se han hecho en
las matemáticas, la ciencia y la tecnología. Los más sencillos de los signos
que se empleaban en las operaciones, + y - , tardaron en llegar a la aritmética
europea, mucho más que los números indoarábigos. Leonardo Fibonacci usó
los nuevos números con gran habilidad en el siglo xm, pero tenía que expre­
sar sus relaciones y operaciones retóricamente, con palabras.15 Las palabras
eran ambiguas. «Y», como en «2 y 2 igual a 4», parece bastante clara, pero a
veces podía utilizarse para indicar sencillamente que había varios, como en
«un 2 y un 2 y un 2», sin ninguna intención de sumar. En la última mitad del
siglo xv los italianos usaban signos, o al menos abreviaturas, para más y me­
nos: p para más y mpara menos. También estos signos podían crear confu­
sión, en especial si querías emplearlos en notaciones algebraicas, esto es, a p
b m c = x. Los conocidos signos de más y menos, + y - . aparecieron impre­
sos en Alemania en 1489. Sus orígenes son oscuros: quizá surgieron de las
sencillas señales que los almaceneros escribían con tiza en fardos y cajas para

14 l'lorence Yeklham, The Sto ry o f Recko n in g in the M id d le A ges, George G. Harrap,


I (iikIics, I920, p. S6; Murray, Reason a n d Sociuty, pp. 169, 170; J. M. Pulían, H isto ry o fth e
\hai ns, l’raeger, Nueva York, 1968, pp. 43, 45-47; Menninger, N m nh er W ords, pp. 287-288.
15. I'lorian Cajón, A H isto ry of M athem atieal N otations, Opon Comí, l.a Salle, III.,
PON, vol I, p. 8'J
102 LA M E D ID A D E LA R E A L ID A D

indicar que su tamaño o su peso estaba por encima o por debajo del que tenía
que ser. Durante todo el siglo xvi las señales alemanas lucharon con la p y la
rñ italianas para ser aceptadas, y no vencieron hasta que los algebristas fran­
ceses las adoptaron. Robert Recordé decidió por los ingleses alrededor de
1542 al anunciar que «esta figura +, que indica mucho, como esta línea - sen­
cilla sin otra que la cruce, indica poco». Se refería a su uso en álgebra, y en
Inglaterra, como en otras partes, los algebristas las empleaban mucho antes
de que la gente sencilla las aceptara para hacer cálculos aritméticos.16
Parece ser que el signo de igual, =, fue un invento inglés. A mediados del
siglo xvi Recordé, para evitar la tediosa repetición de «es igual a», usó un
par de líneas paralelas horizontales «porque no hay 2 cosas que puedan ser
más iguales». La historia de los signos de multiplicación y división anglo­
norteamericanos, x y -i-, es más complicada, más larga y en modo alguno
tan feliz, como prefiguraban sus orígenes. Una «x» apareció en manuscritos
medievales y más adelante en libros impresos como signo matemático que
cumplía once o más funciones distintas. Si se utilizaba en expresiones alge­
braicas junto con símbolos consistentes en letras, por fuerza creaba confu­
sión. Los algebristas omiten los signos de multiplicación o emplean un pun­
to, y los aritméticos tardaron siglos en adoptar la x para la multiplicación. El
signo anglonorteamericano para la división, -e , se parece peligrosamente al
signo de sustracción. El proceso cuyo objeto es hacer que estos signos sean
universales empezó en la Edad Media y aún no ha terminado.17
Lúea Pacioli, el más famoso tenedor de libros del Renacimiento, afirmó
que «muchos mercaderes hacen caso omiso de las fracciones al calcular y
dan a la casa el dinero que quede», pero los clientes no iban a tolerarlo eter­
namente. Los hombres de negocios hacían transacciones complicadas cuyos
participantes variaban a lo largo del tiempo y que llevaban aparejados inte­
reses simples y compuestos, así como dos, tres y más divisas que subían y
bajaban como el mar cuando está picado. En el siglo xv solían utilizar
fracciones como 197/280 y a veces se hundían en las arenas movedizas de frac­
ciones como 3345312/4320864. De ellas los sacó el sistema decimal, que
puede que ya existiese en estado embrionario a principios del siglo xm, pero
careció de un sistema de notación útil durante otros trescientos años.
La obra de Simón Stevin De Thiende (La décima parte), que salió tanto
en flamenco, su lengua natal, como en francés en 1585, fue la más influ­
yente de las que hablaban de este tema. Stevin indicaba en ella el lugar deI

I(i. Ihiil., pp. 107, 128, 230-231,235; D. E. Smith, History of Mathematics, Dover, Nue­
va York, 1058, vol. 2. pp. 398-399, 402.
17. ('¡Jori, History of Mathcmatical Notations, vol. I, pp. 239, 250-208. 272; Smilh,
llistorv o/ Mathematics, vol. 2, pp. 404 40(>, 4 I I
L A S M ATEM ÁTICAS 103

determinado dígito a la izquierda y a la derecha de la coma de decimales


(como diríamos nosotros) escribiendo en círculos pequeños sobre los dígi­
tos un cero para un número entero y 1, 2, 3, 4 y así sucesivamente para las
fracciones: por ejemplo, hubiera escrito pi o n
© © © © 0
3 1 4 1 6
Su aportación no fue esta notación per se, sino que consistió en propor­
cionar una explicación minuciosa y por lo menos un tipo de notación clara
para el sistema de fracciones decimales. Nuestra forma de expresar las frac­
ciones decimales no llegó hasta el siglo siguiente y hoy día aún no existe un
sistema universal. Algunas sociedades usan un punto y otras una coma entre
los números enteros y sus fracciones decimales. Pero nosotros nos hemos
beneficiado muchísimo de uno u otro tipo de sistema práctico de fracciones
decimales desde los mejores tiempos de Simón Stevin.18
Los números indoarábigos, con el complemento de los signos que indican
operaciones, incluso los más primitivos, dotaron a los europeos de los medios
necesarios para la manipulación eficiente de números y abrieron la puerta a
otros avances. Según Alfred North Whitehead, «este alivio de una lucha con
los detalles aritméticos dejó espacio para un adelanto que ya había tenido un
débil anticipo en las matemáticas griegas más recientes. El álgebra hizo aho­
ra su aparición en escena, y el álgebra es la generalización de la aritmética».19
Los algebristas hindúes y árabes no usaban símbolos sencillos ( x o y , o lo que
fuera), sino palabras o, en el mejor de los casos, abreviaturas de palabras.
A principios del siglo xm Leonardo Fibonacci utilizó en cierta ocasión una
letra en lugar de un número en su álgebra, pero no fue más allá con la inno­
vación. Su coetáneo Jordanus Nemorarius utilizó con mayor frecuencia letras
como símbolos de los valores conocidos y los valores desconocidos, pero no
tenía símbolos que indicasen las operaciones, de más, de menos, de multipli­
cación, etcétera. Inventó su propio sistema y utilizó las letras con tanta liber­
tad, según dijo un historiador de las matemáticas, «que las letras se convir­
tieron en algo que impedía el avance rápido del razonamiento, del mismo
modo que las patas de un centípedo son un impedimento en un maratón».20
La notación algebraica continuó siendo un batiburrillo de palabras, sus

18. Swetz, Capitalism and Arithmetic, pp. 287, 338 n. 64; Smith, History of Mathema-
lics, vol. 2, pp. 221,235-246; Cajori, History of Mathematical Notation, vol. I, pp. 154-158;
Cari B. Boyer, A History of Mathematics, Princeton University Press, Princeton, N. J., 1985,
pp. 347-348.
19. Allred North Whitehead, Science and the Modern World, Macmillan, Nueva York,
1925. p. 43. ’
20. S 11 ■1111. Ilistoiv o/ Malhcnnaics, vol. 2, p. 427.
104 LA M ED ID A D E LA R E A LID A D

abreviaturas y números hasta que los algebristas franceses, en particular


Francis Vieta a finales del siglo xvi, empezaron a utilizar sistemáticamente
letras solas para denotar cantidades. Vieta usó vocales para los valores des­
conocidos y consonantes para los valores conocidos. (En el siglo siguiente
Descartes puso orden en el sistema de Vieta y utilizó las primeras letras del
alfabeto para los valores conocidos y las últimas para los desconocidos. A y
B y sus letras vecinas son valores conocidos, y X e Y y sus vecinas son los
misterios que deben resolverse.)21
A medida que el álgebra fue volviéndose más y más abstracta y generali­
zada, se hizo cada vez más clara. Como al algebrista le era posible concen­
trarse en los símbolos y olvidar de momento lo que representaban, podía lle­
var a cabo proezas intelectuales sin precedentes. A veces las personas que no
son matemáticos encuentran la notación algebraica confusa y repelente y se
burlan como se burló Thomas Hobbes, que condenó un tratado sobre seccio­
nes cónicas diciendo que estaban «tan cubiertas por la sarna de símbolos que
no tuve paciencia para examinar si estaba bien o mal demostrado».22 Pero lo
que condenó por considerarlo una sarna son en realidad pequeños cristales de
aumento que permiten concentrar maravillosamente la atención. Como ha di­
cho Alfred Hooper, «Por medio del simbolismo algebraico se proporciona
una especie de “pauta” o “máquina herramienta” matemática que guía el ce­
rebro tan rápida y certeramente hasta un objetivo como una plantilla guía la
herramienta cortante de una máquina».23 Galileo, Fermat, Pascal, Newton y
Leibniz heredaron de Vieta una plantilla algebraica perfeccionada y conquis­
taron para el siglo xvn el título de «siglo del genio».24
De forma paralela a los avances de la simbología matemática se produjo
un cambio por lo menos igual de importante en la percepción del significa­
do de las matemáticas. A primera vista, los números son símbolos de canti­
dades desprovistos de calidades y por esto son tan útiles. Quieren decir lo
que dicen y nada más. Por ejemplo, la relación entre la circunferencia, el ra­
dio y el área de un círculo es una cuestión de n, que es 3 -j o 3,14 o 3,1416.
Podemos perfeccionarlo más y añadir más lugares decimales, pero sólo sir­
ve para poner de relieve que 7t es lo que es. Ningún político, sacerdote, ge­
neral, santo, genio, estrella cinematográfica o maníaco puede reducirlo a 3 o

2 1. Cajori, H isto ry o f M athem atica! N otations, vol. 1: pp. 379-381; vol. 2, pp. 2-5; E. T.
Bell, The Developm ent o f M athem atics, McGraw-Hill, Nueva York, 1945, pp. 97, 107, 115-
I 10, 123; Smith, H isto ry o f M athem atics, vol. 2, p. 427.
22. «Mathematics, the History of», en The N ew E n cyclo p a e d ia B rita n n ica , Encyclo-
paedia Britannica, 1987 vol. 23, p. 612.
23. All'red Hooper, M akers o f Mathematics, Random House, Nueva York, 1948, pp. 66-67.
24. Raymond l„ Wilder. Mathematics as a C u ltu ra l System, Pergamon Press, ( Ixlord,
PMI, p I tt).
L A S M ATEM ÁTICAS 105

aumentarlo a 4, o hacer que termine en un número entero, ji es 7t en todas


partes y para siempre, en el infierno y en el cielo, hoy y en el día del juicio.
Pero nuestros cerebros, que son como mínimo tan metafóricos y analó­
gicos como lógicos, no toleran los senderos cortos y rectos que no llegan a
sus puntos de destino. Nos gustan los senderos serpenteantes que atraviesan
hondonadas cubiertas de vegetación y, por tanto, a menudo hemos adaptado
las matemáticas por motivos no matemáticos. Así, la mayoría de nuestros
edificios elevados carecen de piso decimotercero porque el 13 es más que 10
más 3: trae mala suerte. Las matemáticas occidentales estaban llenas de
mensajes parecidos en la Edad Media y el Renacimiento. Incluso en manos
de un experto — o especialmente en manos de un experto— eran una fuente de
noticias extracuantitativas.
Roger Bacon, por ejemplo, se esforzó mucho en predecir numéricamen­
te la caída del islam. Buscó en los escritos de Abu Ma’shar, el más grande
de los astrólogos que escribían en árabe, y se encontró con que Abu Ma’shar
había descubierto un ciclo de 693 años en la historia. Aquel ciclo había he­
cho subir al islam y lo haría bajar 693 años más tarde, y Bacon pensó que
esto significaba un futuro próximo. El ciclo era validado en la Biblia por el
Apocalipsis, 13, 18, que Bacon pensó que revelaba que «el número» de la
bestia o anticristo era 663, número que con toda seguridad estaba vinculado
a otros cambios radicales.
El análisis de Bacon adolecía de dos defectos. En primer lugar, el núme­
ro de la bestia del Apocalipsis es 666 y no 663: probablemente Bacon tenía
un ejemplar defectuoso del Apocalipsis. El otro defecto es más interesante.
El 693 de Abu Ma’shar y el 663 (o 666 si usted quiere) de la Biblia no son el
mismo número. Si usted cree que la aritmética es siempre números y nunca
mensajes, al llegar aquí usted comprueba si hay errores o desecha su hipóte­
sis. Pero Bacon creía que el mensaje es más importante que su vehículo, los
números. Así que amañó los números y se justificó diciendo: «Las Escritu­
ras en muchos lugares toman algo de un número completo, porque ésta es la
costumbre de las Escrituras» y «Tal vez Dios quiso que esta cuestión no fue­
ra explicada del todo, sino que quedase un poco velada, como otras cuestio­
nes que se escriben en el Apocalipsis».25
I.as matemáticas son gloriosas porque en su especificidad hacen que ma­
nipulaciones como la de Bacon resulten obvias. Las matemáticas son tam­
bién gloriosas porque en su generalidad son lo bastante poderosas como
para hacer que estemos tentados de tratar de resolver los mayores misterios
con su ayuda: por ejemplo, la naturaleza del universo, físico y metafísico.

^ ///<• Ofnt.s Majas of Ko^cr Harón, liad. mj¿l. dr KoIhtI li. Iturke, Universily of
iVmisylvama Pir.ss. Iiladrlha, vol. I .p ?K7; vol pp O-l-l
106 LA M ED ID A D E L A R E A L ID A D

¿Qué podía ser más general que 2, que puede representar dos galaxias o dos
pepinillos en vinagre, o una galaxia más un pepinillo en vinagre (de veras
cuesta imaginarlo), o sencillamente 2 subiendo y bajando con suavidad,
¿dónde? Al igual que Dios, son un «yo soy» y muchos han pensado que
debe de ser un precipitado de la realidad última.
En el siglo xv Nicolás de Cusa, haciéndose eco de lo que dijera Platón
dos mil años antes, escribió: «El número en nuestro cerebro es la imagen del
número en la mente de Dios». Quinientos años después Eugene P. Wigner,
premio Nobel, examinó el misterio de la relación de los números y la reali­
dad física desde un nivel de conocimiento y habilidad mucho más elevado
que el de Cusa o cualquier neoplatónico ya fallecido, pero su conclusión fue
parecida a la de ellos: «Es difícil evitar la impresión de que nos encontramos
aquí ante un milagro».26 Nuestras obsesiones con los números 13 y 666 son
absurdas, pero no hay nada absurdo en los matemáticos místicos per se. El
misticismo es una de nuestras maneras de hacer frente al misterio, y las ma­
temáticas son misteriosas.
La física, la química, la astronomía —las ciencias concretas— han justifi­
cado empíricamente nuestra fe intuitiva en que la realidad es matemática (o
quizá que podemos comprender sólo lo que es matemático, pero esto es otro
asunto). Esta fe es un requisito esencial de la ciencia — a decir verdad, de la
mayor parte del tipo de civilización que tenemos— , pero no lleva necesaria­
mente a la física newtoniana, por poner un solo ejemplo. Además de ser esti­
mulante desde el punto de vista intelectual, dicha fe satisface desde el punto de
vista estético, incluso crea adicción. Puede hacer que un matemático se con­
vierta en un virtuoso del cálculo completamente desligado de la materialidad,
al igual que Platón al contemplar el «número perfecto», es probable que el an-
liguamente sobrenatural 60 a la cuarta potencia, 12.960.000, o los monjes bu­
distas que afirman que el joven Gautama era tan incomprensiblemente grande
que podía dividir una yoyana (milla) en 384.000 partes a la décima potencia.27
Los cristianos que hacían números echaron a andar por la senda que lleva­
ba a las matemáticas como expresión de temor reverencial. En el siglo n el
obispo Papias, uno de los padres apostólicos, escribió que llegarán días en que
las vides crecerán, cada una con 10.000 ramas, y cada rama con 10.000 rami-
las, y cada ramita con 10.000 brotes, y cada brote con 10.000 racimos, y cada

26. Nicolás de Cusa, Idiota de Mente. The Layman: About Mind, trad. ingl. de Clyde L. Mi-
llcr, Aharis Books, Nueva York, 1979, p. 61; Wilder, Mathematics as a Cultural System, p. 45.
27. Edilli Hamilton y Huntington Cairns, eds., The Coiiected Dialogues of Plato, Prin-
cclon University Press, Princeton, N. J., 1961, p. 775 (hay trad. cast.: Diálogos, 7 vols., Gre-
dos, Madrid, 1992-1995); Smith, History of Mathematics, vol. I, p. 89; Sal Restivo, lite So­
cial Hclation of l ’ltvsics, Mvsticism. and Mathematics. Rcidel Dordrcchl, 1985, p. 218;
Mcnnni).,c i, Nunihci Wonls, pp. I 16 I 18
L A S M ATEM ÁTICAS 107

racimo tendrá 10.000 granos de uva, y cada grano de uva producirá veinticin­
co «metros» de vino; «Y cuando uno de los santos coja un racimo, otro excla­
mará: “Yo soy mejor racimo, tómame”».28 Mil años más tarde, Roger Bacon y
Piero della Francesca quisieron bautizar la geometría no con el fin de echar las
bases para la óptica moderna o estimular la invención de gafas y telescopios
per se. Sus intenciones tenían menos en común con las de Galileo que con el
mago y matemático de la reina Isabel llamado John Dee, que se elevó hasta
perderse de vista montado en una cálida corriente de misticismo matemático:

Sube, clima, sube, y aumenta (con alas Especulativas) en espíritu, para


contemplar en el Espejo de la Creación, la Forma de las Formas, el Número
Ejemplar de todas las cosas Numerables: así visibles como invisibles, morta­
les como inmortales, corporales como espirituales.29

La India, patria de Buda, ha producido y continúa produciendo un nú­


mero desproporcionado de brillantes matemáticos puros. Occidente, a pesar
de John Dee, ha producido la mayor parte de los buenos físicos, ingenieros
y contables aplicados. (Esto puede o no puede ser cierto últimamente, pero
hablo en sentido histórico.) Uno de los problemas más interesantes de la his­
toria es la pregunta «¿por qué?».
Sencilla pero falsa sería la respuesta de que en Occidente el misticismo
de los números se retiró ante el avance de las matemáticas prácticas. La ver­
dad es que parece que el Renacimiento y la Reforma indujeron a los brujos
a leer el pasado, el presente y el futuro de acuerdo con números y cálculos,
en vez de surtir el efecto contrario. La astrología fue más popular durante el
Renacimiento que durante la Edad Media y empleó a cientos de creadores
de números y astrónomos en la producción de horóscopos de creciente com­
plejidad matemática. En la Reforma, durante la cual prosperó el sectarismo,
Petrus Bungus calculó que el nombre del rebelde más escandaloso de su si­
glo, si se escribía empleando un sistema latino a la sazón en uso — l v t -
h e r n v c — y se sumaba de acuerdo con el valor numerológico de sus letras,

daba — claro está— 666. Los luteranos se apresuraron a responder y com­


probaron que la suma de las palabras grabadas en la tiara pontificia — v i c a -
k i u s f i l i i d e i (Vicario del Hijo de Dios)— daba 666 también, después de eli­

minar las letras a, r, s , f y e porque no tenían ningún valor numerológico.30

28. Edward H. Hall, P a p ia s an d H is Con tem p o ra ríe s , Houghton, Mifflin, Boston, 1899,
pp. 121-122.
29. Chrislopher Builer, N um b er Sym bolism , Bames & Noble, Nueva York, 1970, p. 47.
W). George Iliah, Fro m O ne lo T e ro : A U n iversa l H isto ry o f N um bers, trad. ingl. de Lo-
wcll Hlair, lYngiiin Books, 1larmondsworlh, 1987, p. 207 (hay trad. cast.: Ix is cifra s : histo­
ria de una pra n in vención, Alian/.a, Madrid, 1994').
108 LA M ED ID A DE LA R E A LID A D

Mientras algunos usaban las matemáticas místicas como si fueran puña­


dos de barro, el joven copernicano neoplatónico Johannes Kepler se engañó
a sí mismo y contrajo una especie de manía relativa a los cinco sólidos plató­
nicos, que son el tetraedro, el cubo, el octaedro, el dodecaedro y el icosaedro.
Son «perfectos» porque las caras de cada uno de ellos son idénticas (esto es,
las cuatro caras cuadradas del cubo son iguales, y los veinte triángulos equi­
láteros del icosaedro son iguales) y porque estos cinco sólidos pueden intro­
ducirse dentro de una esfera con todos sus vértices (esquinas) tocando su
superficie o puestos alrededor de una esfera con todos los centros de sus ca­
ras tocando la superficie de la misma. En 1595 Kepler decidió que explica­
ban el universo. Estaba seguro de que estos cinco cabían dentro de las órbi­
tas (esferas) de los seis planetas conocidos, con los vértices sosteniendo las
esferas exteriores fuera y las caras sosteniendo las esferas interiores dentro...
ejemplo divino de que el orden platónico gustaba a Dios. «Vi — escribió Ke­
pler— que un sólido simétrico tras otro encajaba con tanta precisión entre las
órbitas apropiadas que si un campesino te pregunta en qué tipo de garfio está
enganchado el cielo para que no caiga, te será fácil responderle.» 31
Trágicamente, las observaciones expresadas en números exactos (las de
Tycho Brahe habitualmente) demostraron que estaba en un error. Kepler
probó a continuación un modelo del sistema solar basado en las armonías de
la escala pitagórica. Fracasó también y, pese a ello, persistió. Cotejó cada
una de las teorías en todas sus variaciones con los números, año tras año, y
después de cálculos hercúleos descubrió sus tres leyes del movimiento de
los planetas, el fundamento sobre el cual edificó Newton.
Kepler tenía fe en que la Deidad misericordiosa hubiera creado a los se­
res humanos y los hubiera colocado en el único tipo de universo que podían
comprender, un universo matemático. En 1599 preguntó:

¿Qué otra cosa puede contener el cerebro humano además de números y


magnitudes? Son lo único que percibimos correctamente, y si la devoción
permite decirlo así, nuestra comprensión es en este caso de la misma clase
que la de Dios, al menos en la medida en que podemos comprenderle en esta
vida mortal.32

Era una fe cuyas pruebas se habían acumulado más rápidamente en el siglo


xvi que en cualquier siglo anterior.

.11. Arthur Koesllcr, The Sleepw alkers: A H isto ry o fM a n ’.v Chu nging Vision o fth e U ni-
ir/'.ve, l’itngiMii llooks, Ilarmimdsworlh, 1964, pp. 251-255, 270, 279 (hay liad, casi.: I a >s s o ­
nam bulos, Salval. Mandona, 1994', 2 vols.).
11 I b i i l , pp. S l \ 6 1 I
Segunda parte

ENCENDER LA CERILLA:
LA VISUALIZACIÓN

La ciencia y la tecnología han avanzado en proporción más


que directa con la capacidad de los hombres para idear métodos
por medio de los cuales fenómenos que de otra manera sólo po­
dían conocerse mediante los sentidos del tacto, el oído, el gusto
y el olfato se han colocado al alcance del reconocimiento y la
medición visuales y con ello han pasado a estar sujetos a la sim­
bolización lógica sin la cual el pensamiento y el análisis racio­
nales son imposibles.
W illiam N. Ivin s , J r .,
On the Rationalization o fS ig h t (1938)
7. LA VISUALIZACION: INTRODUCCION

El ojo es el señor de la astronomía. Hace la cosmografía.


Aconseja y corrige todas las artes humanas ... el ojo lleva a los
hombres a diferentes partes del mundo. Es el príncipe de las ma­
temáticas ... Ha creado la arquitectura, y la perspectiva, y la di­
vina pintura ... Ha descubierto la navegación.
L eonardo da V inci (1452-1519)'

En el siglo xvi una cultura nueva floreció en la Europa occidental, espe­


cialmente en sus ciudades, que Bruegel celebró en su grabado La templan­
za, que comentamos en el capítulo 1. Las horas eran iguales, los cartógrafos
veían la superficie de la Tierra en grados del arco y hombres ambiciosos
como Cassio y Shylock, los personajes de Shakespeare, aunque tal vez aún
movían los dedos al calcular transacciones insignificantes, utilizaban núme­
ros indoarábigos para calcular y registrar sus transacciones importantes y,
cada vez más, para pensar.
Todo ello nos parece muy normal, pero es sólo porque somos los here­
deros directos de Cassio y Shylock. Nuestro «sentido común» nos impide
ver la magnitud de la revolución en la mentalité que produjo nuestras formas
cuantitativas de abordar la realidad. Medio milenio antes de Bruegel el ras­
go cuantitativo en la personalidad europea occidental (si podemos hablar de
tal entidad) era recesivo y, según el modo de ver moderno, extraño. Docenas
de factores podían anular los requisitos de claridad numérica y exactitud en
la medición. Un pensador y matemático tan brillante como Roger Bacon es­
taba entregado de forma tan apasionada a la búsqueda de lo espiritual que
pudo aceptar que el número 693 se acercaba lo suficiente al número de la1

1. Samuel Y. Edgerton, Jr., «Eroin Mental Matrix to Mappamundi to Christian Empire:


The llerilage o í l’lolemaic ( ’arlography in the Kcnaissance», en David Woodward, ed., Art
nuil ( 'mli>niiipli\: S¡\ llislm it ni I \.\ii \.\ I huvcrsily o í ( 'luengo Press, Chicago, IUK7. p. 15.
I 12 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

bestia del Apocalipsis como para ser justamente eso. Los cuantos diferían en
magnitud no sólo de una región a otra, como cabía esperar en una sociedad
descentralizada, sino incluso de una transacción a otra en la misma locali­
dad. Una fanega de avena no era ni más ni menos que toda la avena que con­
tenía un cesto de una fanega de capacidad, pero una fanega entregada a un
señor bien podía ser una fanega acumulada y la que recibía un campesino
sólo la que llegaba hasta el borde.2 La variación (lo bastante grande como
para provocar chillidos de protesta de un economista moderno) no era una
Irampa, como el proverbial pulgar que nuestro carnicero pone en la balanza,
sino que era algo de justicia, como el hecho de que una hora diurna se pro­
longara en verano y se acortara en invierno.
Las ventajas que supuso el avance de la cuantificación de la realidad nos
parecen obvias, pero no lo eran necesariamente en sus primeras etapas. Los
relojes municipales resultaban carísimos, además de ser atrozmente inexac­
tos, y se atrasaban o adelantaban muchos minutos por hora y a menudo se
detenían por completo.3 Las primeras cartas náuticas, dibujos a mano alzada
ile costas que apenas valían el esfuerzo de un marinero práctico por trazar­
las o consultarlas, no eran entonces ni serían durante mucho tiempo más que
complementos de las tradicionales instrucciones verbales o escritas que se
liaban para navegar (cuadernos de navegación, rutters en inglés, que conte­
nían datos no sólo sobre el rumbo magnético y las distancias, sino también
sobre fondeaderos, profundidades, mareas, fondos fangosos o arenosos o
pedregosos, cuándo y dónde podían aparecer piratas, etcétera.4 En sus pri­
meras etapas, el cambio que llevó a adoptar la medición y el procedimiento
cuantitativos no fue tan inmaculadamente racional como podemos pensar
nosotros, que lo vemos después de varios siglos sucesivos de cuantificación
habitual. El cambio formó parte de algo subliminal, un cambio radical de
mentalité.
.lohan Huizinga, que posiblemente conocía el arte, la música, la literatu­
ra y las costumbres de la Europa occidental en la baja Edad Media mejor que
cualquier otro erudito de la primera mitad de nuestro siglo, y que sin duda
luí* uno de los historiadores más agudos de cualquier generación, percibió el
cambio en su dimensión más amplia:

Wilokl Kula, M ensure and Men, trad. ingl. de R. Szreler, Princeton University Press,
l’i imelón. N. J.. 1986, p. 104 (hay trad. cast.: L a s m edidas y lo s hom bres, Siglo XXI, Madrid,
10X0).
I. I )avid S. I.andes, Revolution in Tim e: C lo c k s an d the M akiny o fth e M odern World,
Itai vaid I Iniversily Press, Cambridge, Mass., 1983, pp. 78-79, 83.
I 1( 1 . K. I'aylor, The lla ven -lü ndiny A l t: The H istory oj Naviyation from Odysscus lo
i ai'lain ( ook, Ahelard Silinman. Nueva York. 1957, pp. 104 109, MI,
LA v is u a l iz a c ió n : in t r o d u c c ió n 113

Uno de los rasgos fundamentales de la mente en las postrimerías de la


Edad Media es el predominio del sentido de la vista, un predominio que está
relacionado estrechamente con la atrofia del pensamiento. El pensamiento
cobra la forma de imágenes visuales. Para impresionar de verdad a la mente
un concepto tiene que tomar antes forma visible.5

Huizinga, estudioso de la llamada «alta cultura», opinaba que la trans­


mutación de la civilización que había producido a Dante y a santo Tomás de
Aquino y luego, durante generaciones, no había dado poetas y filósofos de
estatura parecida estaba por este mismo hecho en decadencia. Huizinga en­
contró en la literatura de los siglos xiv y xv una creciente obsesión por los
detalles de la apariencia superficial y una preferencia cada vez mayor por la
prosa en lugar de la poesía por ser un medio más eficaz para la descripción
física exacta. Rechazó a Froissart, el cronista sin par de la guerra de los Cien
Años, diciendo que tenía el «alma de una placa fotográfica».6
Dé usted un salto de un siglo y medio hacia adelante desde Froissart y
vuelva a mirar La templanza de Bruegel (figura 1). Observe que todo lo que
realmente hacen los seres humanos que aparecen en el cuadro (con excep­
ción de los que están embarcados en un debate en el centro, a la derecha, y
los actores de la esquina superior izquierda) — medir, leer, calcular, pintar,
cantar— es visual. Hasta los cantores están leyendo, y leen para saber qué
sonidos deben producir para deleite del oído.
El cambio a lo visual es el «encender una cerilla» que no localizamos en­
tre las «causas necesarias pero insuficientes» de la oleada de cuantificación
que citamos en el capítulo 3, la que se produjo en la baja Edad Media y en el
Renacimiento. Hay pruebas de ella en los picos más elevados de la alta cul­
tura. Por ejemplo, Marsilio Ficino, el esteta cuatrocentista, escribió: «Nada
revela la naturaleza del Bien más plenamente que la luz», y, en una de las me­
táforas más notables del Renacimiento, la llamó «la sombra de Dios».7*
El cambio en el pensamiento religioso y estético que inspiró los comenta­
rios de Ficino no fue sino una señal de un movimiento en el magma de actitu­
des comunes que sostienen y elevan los picos de la alta cultura. Allí el cambio
se manifiesto como una manera nueva no tanto de pensar en lo infinito e ine­
fable como de ver y manipular las cuestiones de realidad finita y cotidiana.

5. J. Huizinga, The Wcming o fth e M id d le A g e s, Doubleday, Nueva York, 1954, p. 284


(hay trad. cast.: E l otoño de la E d a d M edia, Alianza, Madrid, 199411)-
6. Ib id ., pp. 292, 296, 297, 302.
7. Thomas S. Kulin, The Cop e rn ie a n Revolution: P la n e ta ry A stronom y in the D e velo p -
ment o f Western Thought, Harvard llniversily Press, Cambridge, Mass., 1957, p. 130; The
I r i l é i s o j M a rsilio t u ¡no, liad. ingl. de miembros del deparlamenlo lingüístico de la School
ol Economic* y Sciences. Xheplicard Walwyn, Londres, 1975, vol. 1. p. 38.
114 LA M ED ID A D E L A R E A L ID A D

Ocurrió en muchos campos de la actividad humana, como veremos en


los tres capítulos siguientes. Empecemos por la alfabetización, no porque
fuera la causa — muchos pueblos han avanzado en alfabetización sin cam­
biar su apreciación básica de la realidad física, y no veo que los primeros
avances de la alfabetización en la Europa medieval aparecieran antes que los
avances en otros campos— , sino porque la alfabetización tuvo por lo menos
tanto de efecto como de causa. Además, es patentemente visual y su impor­
tancia se reconoce de modo universal y es, por tanto, ilustrativa. No señaló
necesariamente el camino para la cristiandad occidental, pero puede que lo
señale para nosotros.
La costumbre de comunicar y conservar información valiéndose del es-
lilo, la pluma de ave y la tinta aumentó mucho en el siglo xm. El papa Ino­
cencio III (1198-1216) despachaba a lo sumo unos cuantos miles de cartas
al año; Bonifacio VIII (1294-1303), hasta cincuenta mil. La cancillería real
ile Inglaterra usaba un promedio de 1,64 kilos de cera a la semana para se­
llar sus documentos a finales del decenio de 1220 y 14,48 kilos a finales del
de 1260.8 Una sociedad en la cual el principal conducto de la autoridad era
el oído, inclinado a la recitación de las Escrituras y los padres de la Iglesia,
a la soporífera repetición de mitos y epopeyas, empezó a convertirse en una
sociedad en la cual imperaba el receptor de luz: el ojo. La palabra auditoría
(cuya raíz es la misma que la de audible y auditivo), que era el nombre del
examen consistente en escuchar a los testimonios, emprendió el extraño via­
je que la llevaría a significar, casi sin excepción, examinar mediante la lec­
tura en silencio absoluto.9
Durante siglos los herederos del alfabeto romano han considerado que
su capacidad de escribir y leer con rapidez, cómodamente y en silencio, era
lo más natural del mundo. No siempre fue así. En las postrimerías de la An­
tigüedad y en la alta Edad Media escribir y leer eran actividades difíciles. La
costumbre de escribir tranquilamente en letra cursiva empezó varias veces,
pero en su mayor parte los escribas formaban las letras por separado y casi
podría decirse que dolorosamente. Un escriba que trabajara con un estilo y
una tablilla de cera podía tomar dictado rápidamente, pero transcribir luego
las palabras a un material más permanente resultaba laborioso.
I,a lectura también era laboriosa: había pocas divisiones entre las pala­
bras si es que había alguna— y cuando los escribas dejaban espacios no
era necesariamente después de cada palabra, sino donde les resultase cómo­
do, prescindiendo de si al lector le resultaba cómodo también o no. Las di-S .*

S. M. 'I', ( ’lancliy, From Memory to Written Keeortl l 'ii^liim l, IOM> 1.107, I larvaril Uní
vnsily l’ivss, ('aiiihriHgc, Mass., I97U, |>|>. 45, ,’5K
<). / / . „ / , |> .’ | S
l a v is u a l iz a c ió n : in t r o d u c c ió n 115

visiones entre oraciones o párrafos no eran obligatorias; tampoco había mu­


cha puntuación, suponiendo que hubiera alguna.10*
Escribir no era más que poner el habla en una página y por ello no es ex­
traño que las personas alfabetizadas de la Antigüedad y de la alta Edad Media
escribieran y leyeran principalmente en voz alta. Por esto san Agustín juzgó
necesario explicarnos cómo fue que cuando su mentor, san Ambrosio, «leía,
sus ojos recorrían la página, y su corazón exploraba el significado, pero su
voz callaba y su lengua estaba quieta». Agustín ofrece explicaciones y con­
jetura que la más verosímil de ellas es que el santo más anciano ahorraba voz,
que era propensa a la ronquera. Fuera cual fuese la razón del extraño com­
portamiento de Ambrosio, Agustín estaba «seguro de que era buena»."
Algunas personas, por supuesto, leían en silencio — Julio César sabía
hacer este truco con una carta de amor, y san Agustín, con las Epístolas de
Pablo— , pero lo más frecuente era que los que escribían musitasen y los que
leían declamaran, y los aposentos de los copiantes y las bibliotecas eran lu­
gares donde había poco silencio, incluso ruidosos. Escribir y leer en voz alta
era una tarea lenta, pero debemos señalar que es posible que ayudara al lec­
tor porque el oído podía ser mejor que el ojo en lo que se refiere a indicar
dónde empezaba y terminaba una palabra o una oración. Sin embargo, sigue
siendo cierto que la lectura se parecía más a andar con zancos, por muy há­
bil que fuera el lector, que a descender rápidamente por una ladera nevada
utilizando esquíes.12
El provincianismo y la falta general de cultura empujaron a las personas
alfabetizadas de la Europa occidental a alterar y mejorar la escritura del pe­
ríodo romano tardío y los procedimientos generales asociados con la escri­
tura y la lectura. Los romanos podían dominar tanto el latín que no necesi­
taban separar las palabras; desde luego, no tenían necesidad de separarlas
para saber cómo debían pronunciarse; pero no puede decirse lo mismo de
los sacerdotes sajones y celtas de las lejanas y brumosas marcas de la cris­
tiandad. Los escritores y lectores romanos y de la alta Edad Media no opta­
ron por la letra cursiva ni improvisaron una manera de leer con mayor rapi-

10. Paul J. Achtemeier, «O m ne verbum so n a l: The New Testament and ihe Oral Envi-
ronment of Late Western Antiquity», J o u rn a l o f B íb lic a ! Lite ra tu re , 109 (primavera de
1990), pp. 10, 17; Paul Saenger, «Silent Reading: Its Impact on Late Medieval Script and So-
cicty», Viator, 13 (1982), pp. 371,378.
I I. San Agustín, C o n fe ssio n s, trad. ingl. de R. S. Pine-Coffin, Penguin Books, Har-
mondsworth, 1961, p. 114 (hay trad. cast.: C o n fe sio n e s , BAC, Madrid, 1994).
12. Plutarco, The U v e s o fth e N o b le G re cia n s a n d Rom ans, trad. ingl. de John Dryden,
The Modern I .ibrary, Nueva York, s. I., p. I I89 (hay trad. cast.: Vidas de los ilu stre s y exce ­
lentes varones Kriefios v rom anos. Universidad de Valencia, Valencia, 1993); San Agustín,
( 'on/e.wions. p. 178; Sacngci «Silent keading», p. 1 0 8 .
116 L A M ED ID A D E L A R E A L ID A D

dez porque quizá no tenían una carga de trabajo tan grande que les obligase
a ello, pero ocurrió lo contrario en el caso de las personas alfabetizadas de
Occidente en la alta Edad Media, que se sintieron intimidadas e inspiradas
por el puro volumen de los clásicos del mundo antiguo, la Biblia, el derecho
canónico, las obras de los padres de la Iglesia, las interminables glosas que
sobre ellas escribieron los escolásticos y el gran número de documentos
que salían de las burocracias eclesiásticas y reales.
Al empezar el siglo xiv ya habían inventado caligrafías nuevas y cursi­
vas, con separación de las palabras y puntuación, que permitían escribir
y leer más rápidamente. El pobre Carlomagno nunca había aprendido a es­
cribir, aunque siempre había tenido tablillas de escribir debajo de las almo­
hadas de su lecho para tratar de formar letras en sus ratos libres. Carlos V (el
que había instaurado el reloj y la hora correcta para su capital, París) corre­
gía de puño y letra los borradores de sus cartas y firmaba éstas.13
La letra cursiva gótica o letra negra (o, en su forma más reciente, Frak-
tur) se extendió por toda la Europa occidental y a menudo desplazó la letra
que se utilizaba en las provincias. La escritura romana acabó sustituyéndola
(tardíamente en las regiones de habla alemana), pero fue la letra gótica la
que — cabría decir que con justicia— proporcionó a Gutenberg el modelo
para sus tipos de imprenta.14
Surgió y se difundió una nueva manera de leer por medio de la cual el
hábito de visualizar, con sus inclusiones y exclusiones especiales, arraigó
con mayor firmeza en la mente occidental. En el siglo xm la lectura en si­
lencio — rápida y, desde el punto de vista psicológico, interior— ya se acep­
taba como algo perfectamente normal en las abadías y las escuelas catedra­
licias e iba extendiéndose a los tribunales y a las contadurías. Han llegado
hasta nosotros miniaturas del siglo xiv en las que Carlos V aparece sentado
en su biblioteca, la primera biblioteca real de verdad, no escuchando lo que
lee otra persona, sino a solas y leyendo él mismo, con los labios firmemen­
te cerrados. Antes de su siglo los cuadros mostraban a Dios y sus ángeles y
santos comunicándose siempre con los seres humanos por medio del habla.
Poco tlespués de 1300 en un devocionario anglofrancés podía verse a la Vir­
gen María señalando palabras en un libro. Un equivalente actual sería una
imagen de santa María señalando una pantalla de ordenador.
Durante el siglo siguiente varias universidades — la Sorbona por cos­
tumbre, Oxford y Angers por ley en 1412 y 1431— decretaron que las bi­

l í . Saenger, «Silent Reading», p. 406; Einhard y Notker el Tartamudo, Two Uves of


( 'harlemayne, trad. ingl. de l.ewis Thorpc, Penguin Books, Harmondsworlh, 1060, p. 70.
M . A llie rl Kapr, Tlie A r l o f Letterinft: The llis to ry , Anatotnv, and A estheties o fth e R o ­
mán I n t e r T'ortns, Saín M iiehen, Nueva Y o rk, IOS I. pp. 5 7 -6 1.
LA v is u a l iz a c ió n : in t r o d u c c ió n 117

bliotecas, que otrora habían sido pequeñas y tan ruidosas como los refecto­
rios, debían ser no sólo más espaciosas, sino también silenciosas: es decir,
que el silencio y el aprecio de lo que estaba en los libros iban juntos.15 La
lectura era ahora silenciosa y rápida: era mucho más lo que se podía leer y,
posiblemente, aprender. La lectura era ahora un acto más individual y poten­
cialmente herético.
Las personas para quienes la palabra escrita se había liberado del habla
también hacían en aquel momento otras incursiones en el campo de la vi­
sualización. Las primeras fueron obra de individuos de gran inteligencia que
se encontraban uno o más escalones por debajo de los poetas y los filósofos
en la jerarquía de profesiones y oficios según la clasificación creada por ce­
lebrantes de la cultura literaria como Huizinga. Ya hemos citado a algunos
de estos innovadores: los que hacían relojes y portulanos, por ejemplo. Por
tratarse de simples artesanos o marineros, pocos de ellos escribieron sobre
lo que hacían o se ganaron la aprobación de la clase de gente cuyos escritos
se han conservado. (Richard de Wallingford no fue realmente una excep­
ción: era abad, además de fabricante de relojes.) Sobre los primeros fabri­
cantes de relojes y autores de cartas náuticas sabemos tanto como llegare­
mos a saber jamás, salvo si se producen descubrimientos milagrosos en los
archivos y desvanes antiguos.
Afortunadamente, sabemos más cosas de otros individuos dotados de
parecida percepción. El prestigio de sus protectores les garantizó un lugar en
la historia, efecto que surtieron también las alabanzas, o al menos los pla­
gios, de profesores de universidad y escritores como Oresme, Petrarca y
Lúea Pacioli. Además, estos otros eran hombres cuyas obras han admirado
y conservado las generaciones posteriores.
Hablo de compositores, pintores y tenedores de libros. Eran devotos de
una percepción visual y cuantitativa de la sustancia de su arte u oficio; y,
aunque las paparruchas neoplatónicas turbaran su entendimiento, tenían que
hacer algo más que especular. Tenían realmente que hacer cosas: cantar,
pintar y cuadrar sus libros de cuentas. Hacer estas cosas suponía contar
— esto es, comprender que la realidad se componía de cuantos, los cuales
podían y debían contarse— y esta es la razón por la cual estos trabajadores
antiguos siguen estando presentes en nuestra vida.

15. Sacnger, «Silent Reading», pp. 384, 397, 402-403, 407. En el siglo xv la costumbre
ya era latí común que los reglamentos de 1412 de Oxlord declararon que la biblioteca era un
lugar de silent. io y en I4t I la Universidad de Angcis prohibió conversar e incluso hablar en
Misiiims t il mi hihholi Lii
X. LA MÚSICA*

Ya a nadie sorprende que el hombre, el mono de su Creador,


haya descubierto finalmente al arte de cantar de forma polifóni­
ca, que los antiguos desconocían, y que en el breve espacio de
una hora, mediante la concordia artística de muchas voces, pue­
da cantar al carácter imperecedero de todo el tiempo creado y
conocer hasta cierto punto la satisfacción de Dios el Trabajador.

J o h a n n e s K epler (1618)'

Las condiciones específicas del desarrollo de la música en


Occidente llevan aparejada, ante todo, la invención de la nota­
ción moderna. Una notación como la nuestra es de importancia
más fundamental para la existencia de la música que poseemos
que la que tiene la ortografía para nuestras formaciones artísticas
lingüísticas.
M ax W eber (c . 1911)2

a música es un fenómeno físicamente mensurable que se mueve a tra­


vés del tiempo. Es universal para la humanidad: la tendencia a hacer música
si- encuentra en nuestro sistema nervioso junto con la propensión al habla,1

1 Me ha estimulado a escribir este capítulo la lectura de Géza Szamosi, «Law and Order
ni llu I low o í Time: Polyphonic Music and the Scientific Revolution», en el libro del mismo
iiulni The ’l'win D in ie n sio n s: Inventing Tim e and Space, McGraw-Hill, Nueva York, 1986
(hay liad, cast.: lu is dim ensiones, Pirámide, Madrid, 1987).
I .lohanncs Kepler, The H a rm o n ie s o fth e W orld, en Robert Hutchins, ed., G re a t B ooks
ol the Western W orld, Encyclopaedia Brilannica, Chicago, 1952, vol. 16, p. 1.048.
' Max Weber, The Rationa! and S o c ia l Foundatiorts o f M usic, trad. ingl. de Don Mar-
luulale lohanncs Kiedcl y Gcrtrude Neuwirlh, Southern Illinois University Press, Carbonda-
le. 1058 p 8*
L A M ÚSICA 119

así que proporciona material para la consideración de todas las sociedades y


épocas.3
Si queremos investigar el sentido del tiempo que tenían los europeos me­
dievales y renacentistas como parte de su percepción de la realidad, difícil­
mente podemos hacer algo mejor que examinar su música. Al igual que los
antiguos griegos, creían que era una emanación de la estructura básica de la
realidad, incluso parte de dicha estructura. San Isidoro de Sevilla, el enci­
clopedista favorito de la Edad Media, escribió: «Sin música no puede haber
conocimiento perfecto, porque no hay nada sin ella. Porque incluso del uni­
verso se dice que fue creado con cierta armonía de sonidos, y el cielo mis­
mo gira bajo la dirección de la armonía».4 Mil años después Johannes Ke­
pler preguntó: «¿Cuál de los planetas canta con voz de soprano, cuál con voz
de alto, cuál con voz de tenor y cuál con voz de bajo?».5

Empezamos por la música escrita más antigua de la Europa occidental,


el canto llano de la Iglesia, de modo específico el canto gregoriano. Según
la sagrada tradición, Gregorio Magno, papa de 590 a 604, compuso el cuer­
po de canto litúrgico al que dio nombre (o, según se dijo mucho más ade­
lante, lo escribió al dictado del Espíritu Santo, que se manifestó bajo la for­
ma de una paloma blanca). La verdad es que muchos cantos ya existían
antes de que el solio pontificio lo ocupara Gregorio Magno y que éste no po­
seía un medio efectivo de escribir música. «A menos que el hombre los re­
cuerde — escribió san Isidoro, cuyo paso por esta Tierra coincidió con el del
gran papa— , los sonidos perecen, pues no pueden escribirse.»6
Hasta las últimas generaciones del primer milenio cristiano, los europeos
interpretaban la música litúrgica de memoria. La variedad de los textos y las
interpretaciones debía de ser grande, habida cuenta de los fallos de la memo­
ria, las diferencias regionales y los gustos individuales. Veamos, por ejem­
plo, el caso del hermano Caedmon del monasterio de Streanaeshalch, en In-

3. G. Rochberg, «The Structure of Time in Music: Traditional and Contemporary Ra-


mifications and Consequences», en J. T. Fraser y N. Lawrence, eds., The Study o fT im e : P ro -
ceedings o fth e Seconcl Conference o fth e International S o cie ty fo r the Study o fT im e , Sprin-
ger, Nueva York, 1975, vol. 2, p. 147.
4. Ernest Brehaut, A n E n c y clo p e d ist o fth e D a r k A g e s: Isid o re o fS e v ille , Burt Franklin,
Nueva York, 1964, p. 137.
5. Eric Werner, «The Last Pythagorean Musician: Johannes Kepler», en Martin
Bernstein, Hans Lenneberg y Víctor Yellin, eds., A sp e cts o f M e d ie va l an d R e n a issa n ce
M u sic, Norton, Nueva York, 1966, pp. 867-892; Kepler, The H a rm o n ie s o f t h e W orld,
pp. 1.040, 1.049.
6. (iiulio C'allin, M usic o f the M iddle Ages, trad. ingl. de Steven Botterill, Cambridge
l Iniveisíty Press, 1984, vol. I, pp. 48-53; Oliver Slmnk. ed.. S o u rce R eadlngs in M u sic H is-
lor\\ vol I: Anli<init\ iim l the M id d lf A ges. Norlon, Nueva York, l‘)(>5, p. 93.
120 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

glaterra, quien, después de una visión, tomó todo lo que sabía de Dios y de la
historia desde la creación hasta el día del juicio y, «del mismo modo que ru­
mian los animales puros», lo convirtió en versos anglosajones a los que puso
su propia música o quizá melodías que se oían en aquel entonces. No cabe
iluda de que había paganismo en su poesía y muchas cosas que eran tribales
probablemente podemos utilizar esta palabra— en su melodía y su ritmo.7
En cambio, había una tendencia contraria, una tendencia a convergir en
una tradición única y a ajustarse a ella. Los campesinos de movilidad social
ascendente tendían a creer que había una manera y sólo una de hacer las co­
sas bien, en especial si se lo decían visitantes de la metrópoli que llevaban
sobrepelliz. Eddi, conocido por Steven, el primer maestro cantor de las igle­
sias de Northumbria, «era un exponente habilidosísimo del canto romano,
que había aprendido de alumnos del bendito papa Gregorio».8 Esa tendencia,
personificada por Eddi y ampliada por el Renacimiento carolingio, impulsó
la recopilación y codificación de lo que llamamos «canto gregoriano» y em­
pujó a los hombres de la Iglesia a crear una especie de notación musical.
El canto gregoriano es una versión cantada de la liturgia católica. Es
monoíónico y carece de contrastes dramáticos en la altura del sonido, es de­
cu. cnlrc el volumen alto y el bajo. La característica del canto que más dis-
iinliva parece a los oídos del siglo xx es la falta de compás (o incluso, para
el oído poco culto, la total falta de pulso). El canto gregoriano es tan inma­
culadamente no mensural como cualquier otro tipo de música que la mayo­
ría de nosotros oiremos jamás. La estructura de su línea musical la dictan el
llujo variable del latín, el significado que el verso dado tenga en la liturgia y
la calidad espiritual del culto.9
No es sonido cuantificado. En el canto silábico, por ejemplo, cada sílaba
licué una fínica nota, que se canta durante tanto tiempo como requiera esa sí­
laba en particular. Esa nota no es por fuerza un múltiplo o submúltiplo exacto

1. Hala, A History ofthe English Church and People, trad. ingl. de Leo Shcrley-Price,
l’i niMiin Hooks, Hannondsworth, 1968, pp. 250-252.
8 //>/</.. pp. 206-207.
Donald .1ay Grout y Claude V. Palisca, A History of Western Music, Norton, Nueva
Ymk. IOKI)', pp. 56, 45 (hay trad. cast.: Historia de la música occidental, Alianza, Madrid,
Inos. 1vols.); « (iregorian Chant», en New Catholic Encyclopaedia, The Catholic University
ol America, Washington, D. C., vol, 6, p. 760; John A. Emerson, «Gregorian Chant», en Jo-
seph l< Sii-ayer, ed., The Dictionarv ofthe Middle Ages, Scribner’s, Nueva York, 1985, vol.
I I. pp. ()(il 664. En el siglo xiv Jacques de Licja se quejó de que algunos cantores deforma­
ban el mulo gregoriano reduciéndolo a música mensural, lo cual induce a pensar que nuestra
cilendida evaluación de la misma como música no mensural es acertada. Véase F. Joseph
Si iii lh. hu ahí Leodiensis S p cciiliu n M nsicae, vol. I: A Com nw ntarv. Inslilule ol Medieval
Music, lliooklyn, 1966, p. 50. Véase lamhién Gurí Sachs. Khvthm and Tempo: A S liid v in
Mnsit History Nniloii. Nueva York, 195 1, p. 147.
LA M ÚSICA 121

de cualquier otra nota; es tan larga como sea necesario.101Es probable que el
canto gregoriano sea el ejemplo más claro del tiempo medido exclusiva­
mente por su contenido. (En el capítulo 9, que trata de la pintura, encontra­
remos un tipo de espacio cuyas dimensiones las dicta también su contenido.)
Hacia el último siglo del primer milenio cristiano la acumulación de can­
tos que debían aprenderse de memoria era ya tan grande que diez años de
aprendizaje no bastaban para dominar este arte especial. «Si en determinado
momento a un cantor — escribió un contemporáneo— , incluso a un cantor
con experiencia, le fallaba la memoria, nada podía hacer por recuperarla ex­
cepto convertirse de nuevo en oyente.» 11 ¿Y qué hacía si no había nadie que
tuviese mejor memoria que la suya a quien pudiera escuchar?
Los monoteístas occidentales, que en la alta Edad Media luchaban por
instaurar el monoteísmo entre los creyentes politeístas y animistas, estaban
seguros de que había una sola forma correcta de hacer las cosas y una sola
versión correcta de cada canto: necesitaban un medio de poner la música por
escrito. Los monjes inventaron la notación neumática. Durante generaciones
esta notación fue poco más que una serie de signos derivados de los antece­
dentes griegos y romanos clásicos de los acentos agudo, grave y circunflejo
que empleamos en el lenguaje escrito, y más que al tiempo pertenecían a la
altura relativa del sonido. Lo que nosotros llamaríamos «acento agudo» in­
dicaba una subida de dicha altura; un acento grave, una bajada; y uno cir­
cunflejo, una subida y una bajada. A estos signos, con puntos y rasgos que
indicaban variaciones más sutiles — subidas, pausas y trinos— se les llama­
ba neurnas, palabra derivada del vocablo griego que significaba o bien sig­
no o, más probablemente, aliento. No correspondían necesariamente a notas
solas, sino a una sílaba del texto.12 Las neumas eran a las notas lo que las pa­
labras son a los fonemas; esto es, a veces la relación era de 1 a 1 (como en
la palabra y fonema a) y a veces de 1 a 2, 5 o lo que fuera (como en la pala-

10. Cattin, M u sic o fth e M id d le A g e s, vol. I. pp. 69, 74.


11. Gregory Murray, G re g o ria n C ha nt A cc o rd in g to the M anuscripts, L. J. Cary, Lon­
dres, 1963, p. 5.
12. Cattin, M u sic o fth e M id d le A g e s, vol. I, pp. 56-58; John Stevens, W ords a n d M usic
in the M id d le A g e s, Cambridge University Press, 1986, pp. 45, 272-277; Higini Anglés,
«Gregorian Chant», en Richard Crocker y David Hiley, eds., The N ew O xfo rd H isto ry o f M u­
sic , Oxford University Press, Oxford, 1954-1990, vol. 2: E a r ly M edieval M u sic U p lo 1300,
ed. de Dom Ansel Hughes, Oxford University Press, Oxford, 1955, p. 106; Cari Parrish, The
N otation o f M edieval M u sic, Faber & Faber, Londres, 1957, pp. 4-6; James McKinnon, «The
Emergence of Gregorian Chant in the Carolingian Era», en James McKinnon, ed., A ntiquity
a n d the M id d le A g e s: Fro m A n cie n t G reece to the I5 th Ce n tu ry, Prentice-Hall, Englewood
Clil'fs, N. .1., 1990, p. 94; David Hiley, «Plainchant Transfigured: Innovation and Reforma-
linn ihrough Ihc Ages», en ib id., pp. 123 124; David Ciystal, The Cam bridge E n c y d o p a e d ia
ol hmgiinge. Cambridge llniversily Press I9H7. p. 404.
122 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

bra appreciate, con sus numerosos fonemas) o, de acuerdo con los efectos
musicales requeridos, a cualquier división fraccional de éstos. La notación
neumática no era cuantitativa.
Examinemos la notación de la altura del sonido, como hicieron los mon­
jes, antes de pasar a lo que más nos interesa, esto es, la duración o tiempo de
las notas. Al principio — y luego con frecuencia— las notas se escribían in
campo aperto, «en campo abierto», es decir, sin líneas de pentagrama. Su
posición indicaba si determinada nota o frase era más alta o más baja que la
anterior o la posterior. Al cabo de un tiempo los monjes trazaron una ligera
línea horizontal — después añadieron dos y más— de un lado a otro de la pá­
gina para facilitar la tarea de reconocer las notas altas y las bajas. Iban ca­
mino del pentagrama musical, que al principio tenía cuatro líneas horizonta­
les, a las que más adelante se añadió otra. Las líneas y los espacios entre
ellas, con unos cuantos signos complementarios, permitían al autor de la
parí itura indicar todas las alturas legítimas del sonido en relación unas con
olías, y al ejecutante leerlas.13
El pentagrama musical fue el primer gráfico de Europa. Mide el paso del
Ilempo de izquierda a derecha, y la altura del sonido de acuerdo con la posi-
i ion de arriba abajo. Los escolásticos y la mayoría de las otras personas que
cían educadas en debida forma recibían este gráfico musical junto con el al-
Ialíelo y el ábaco. La descripción geométrica del movimiento que hace
( iiesme (véase la figura 3, capítulo 3) podría ser una adaptación del penta­
grama. (Los europeos, sin embargo, esperaron hasta el siglo xvm antes de
aprovechar plenamente este medio de representar los fenómenos físicos, de­
mora que un historiador de las matemáticas ha llamado «incomprensible» e
incluso «inexcusable».)14
I ,a invención del pentagrama se atribuye tradicionalmente a un maestro
ile coro benedictino del siglo xi, Guido d’Arezzo, que se lamentó de que al
cantar los oficios divinos, «a menudo no parece que alabemos a Dios, sino
que luchemos entre nosotros».15 Ni él ni ningún otro individuo solo inventa­
ron el pentagrama, pero sí parece que Guido d’Arezzo fue el primero en nor­
malizarlo y difundirlo ampliamente. Guido d’Arezzo y otros incluso codifi­
caron las líneas del pentagrama con colores para minimizar la confusión
iclacionada con los intervalos.16I*V

II Murray, Gregorian Chant, p. 6.


M Salomón Bochncr, The Role of Mathematics in the Rise of Science, Princeton Uni-
veisily Press, Princeton, N. J., 1966, p. 40 (hay trad. cast.: E l papel de la matemática en el de­
stín olio de la ciencia. Alianza, Madrid, I9942).
IV ('liarles M. Radding, A World Mude hy Men: Cognition and Socielv, 400-1200, Uni-
v u ny ol Norlli Carolina Press, C'hapel Mili, 1985, p. 188.
Mi S o n n r ReatUngs in Mnsit llis to rw s/ol l.p p . 117, 118 119.
LA M USICA 123

A un cantor que tuviera buen oído se le podía enseñar a identificar inter­


valos específicos con un monocordio deslizando el puentecillo hacia atrás y
hacia adelante y alineándolo con las señales que había en la caja de reso­
nancia y que representaban las diversas alturas del sonido. Sin embargo, este
procedimiento requería mucho tiempo y no siempre daba buenos resultados.
El ingenioso Guido observó que los tonos ascendentes representados en su
pentagrama hacían juego, por orden, con los de las primeras sílabas de las
frases de uno de los himnos más conocidos, el «Ut queant laxis», que tenía
400 años de antigüedad y se cantaba para las festividades de Juan el Bautista:

Ut queant laxis Resonare fibris


Mira gestorum Famuli tuorum
Sol ve polluti Lábil reatum
Sánete lohannes.

Toda persona que conociera la melodía del himno conocería las notas
correspondientes a ut, re, m i,fa, sol y la (en cursiva en la estrofa de arriba),
lo cual quería decir que ahora el oído de la mente tenía algo que emparejar
con lo que veía el ojo al mirar la notación musical. Guido se jactó de que sus
métodos reducían el tiempo necesario para formar un buen intérprete de
canto eclesiástico de diez años a no más de uno o dos. Juzgó que él y sus co­
laboradores habían hecho tanto por los músicos que «de la gratitud de tantos
vendrán plegarias por nuestras almas».17*
La historia del destino final de sus métodos nos lleva mucho más allá del
período que se estudia en el presente libro, pero la responsabilidad de atar
cabos sueltos justifica una digresión. Posteriores generaciones sustituyeron
ut por do (probablemente porque aquélla termina con una te que no se pue­
de cantar y ésta con una vocal que sí se puede) y a la parte superior le aña­
dieron si, formada con las iniciales de las dos últimas palabras «Sánete Io-
hannes», del himno del Bautista, con lo cual completaron la escala que
cientos de millones de personas hemos aprendido de memoria al empezar a
estudiar música en serio: do, re, mi,fa, sol, la, si.'* (La alteración más recien­
te ha sido el cambio de si por ti, al menos en los Estados Unidos.)
En vida de Guido ya había necesidad de una nueva pedagogía de la músi­
ca, y también de teoría. Guido dijo que la música de la mejor clase tenía que
avanzar sobre dos pies, el pie de la práctica y el pie de la razón o inteligencia.19

17. Ibid., pp. 121-124.


IN. Richard Raslall, The Notation of Western Music, Si. Martin’s Press, Nueva York,
l‘)N2, pp. I.V)-1.V7.
IU Callin. Music ofthe Miihllc /ttfi'.v, vol. I.p IKH
124 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

til segundo pie se estaba quedando atrás. El cuerpo de música eclesiástica no


sólo había aumentado cuantitativamente hasta superar la capacidad de la
memoria, sino que también se estaban produciendo cambios cualitativos. En
el siglo ix el canto gregoriano ya formaba un conjunto sacrosanto, pero se
permitían las interpolaciones y las añadiduras decorosas en los finales de
ciertos cantos, y también los himnos independientes de los cantos. Ya en
X60 alguien añadió una interpolación a la melodía de un canto tradicional.
Al principio las interpolaciones de esta índole y el canto avanzaban exacta­
mente al mismo ritmo, de modo perfectamente paralelo y separados por sólo
unas cuantas notas, lo cual, en sí mismo, fue una innovación pequeña pero
abrió las compuertas por las que entraron otras.20 Al cabo de unas cuantas
generaciones las notas del canto (restringidas de modo exclusivo a la voz
baja, la de tenor, del latín tenere, tener) se extendieron hasta cumplir el pa­
pel de roncón, en sentido musical, aunque no en el litúrgico. El tenor se en­
cargaba del fundamento, el cantus firmus (canto firme), que al principio era
siempre un canto y más tarde era a veces una melodía nueva e incluso secu-
lai Allí respetaba la tradición y se liberaba la voz alta y luego las voces al­
ias para que retozaran y jugueteasen.21
Eos primeros maestros de esta polifonía cuyos nombres conocemos,
I eonin y Perotin, vivieron en los últimos años del siglo xii y primeros del
siguiente. Sus composiciones están entre los primeros ejemplos de música
compuesta específicamente (en vez de producida por la evolución) de la
cual leñemos copias manuscritas. La complejidad de la música de los dos
compositores citados, la marcha y la contramarcha de las voces altas por en­
cima del fundamento masivo y en apariencia eterno del cantus firmus, sor­
prendía al compararla con la imperturbable monofonía del canto gregoriano.
I slas obras llevaron la música occidental tan lejos como podía ir sin avan­
ces radicales en la notación y la teoría.

En lo que respecta a la innovación, las obras de Leonin y Perotin equi­


valían a las catedrales góticas. Es probable que se ejecutasen por primera
ve/, en una de las más magníficas de dichas catedrales, la de Notre-Dame de
París. Al pasar de la sencillez gregoriana a la complejidad polifónica, la mú­
sica occidental también se desplazó del claustro y la campiña a la catedral y
la ciudad, es decir, al reino de la universidad y el mercado. Desde el siglo XII
hasta el xiv París fue el centro de la evolución de la polifonía occidental,

20 Manírod l;. Bukol'zer, «Speculative Thinking in Mediaeval Music», Speculum , 17


(al)i'il ile 1042), pp. 168-173; Cattin, M usic o fth e M iddle A ges, vol. I.pp. 101-127.
.’ I Dcnis Arnolil, ed., The New O xfo rd C o n ip iin io n to M usic, ( Ixlord University Press,
( Ixlnul, 1081, vol. I, p. 112.
LA M Ú SICA 125

como de tantas otras cosas. Allí, donde enseñaban Abelardo, Alberto Magno
y santo Tomás de Aquino, los músicos descubrieron las posibilidades de
cambio o al menos de hacer una nueva evaluación y, al mismo tiempo, tu­
vieron conocimiento de una lógica y un sentido del orden nuevos y rigurosos.
En medio del bullicio de la ciudad los músicos podían taparse los oídos con
los dedos, pero no cabe duda de que, a pesar de ello, oían la música de la gen­
te que bailaba formando corros y filas en los cementerios de las iglesias y en
las calles. Las carules populares distraían tanto la atención que oír una de
ellas y no decírselo a tu confesor acarreaba automáticamente dieciocho días
en el purgatorio. Rastros de melodías y ritmos populares empezaron a apare­
cer en las voces altas de la polifonía eclesiástica a comienzos del siglo xm .2223
En la ciudad los músicos se codeaban con mercaderes y cambistas, lo
cual tuvo efectos prácticos además de intelectuales. La ascensión de una
economía monetaria significó que los buenos intérpretes de canto y polifo­
nía en las catedrales podían exigir que les pagasen honorarios y es posible
que incluso se ganaran la vida con dificultad como músicos profesionales.
A medida que cantaban más y más, mejoraron sus técnicas y se permitieron
interpretar lo que los tradicionalistas llamaban «música de trovadores y gen­
te licenciosa»: esto es, ornamentos como la longo.florata y la reverberatio,
incluso en los cantos. Los monjes cistercienses recortaron su canto hasta de­
jarlo convertido en algo tan poco individualista como su hábito, pero otros
sucumbieron.21 En aquel tiempo, al igual que ahora, el virtuosismo en la eje­
cución y la composición era la mayor de las tentaciones a que se veía some­
tido el músico consumado.
En París, en el epicentro de la revolución cultural de Occidente, los mú­
sicos avanzaban a grandes zancadas empleando los dos pies de Guido, pri­
mero Leonin y Perotin, y luego los teóricos. Si pensamos cantar al unísono,
empezar no es difícil: cantamos y dejamos de cantar. Si lo que queremos es
cantar de modo polifónico — esto es, superponiendo varias líneas melódicas
independientes— , empezar juntos será fácil, pero enseguida todo tenderá a
caer en la anarquía. Necesitamos que nos guíen unas formas inquebrantables
y un dictador temporal; necesitamos saber adonde vamos y a qué ritmo de­
bemos marchar. Hasta cierto punto, la liturgia proporcionaba las formas,
pero ¿durante cuánto tiempo satisfarían a los jóvenes leones de la polifonía?
Leonin y Perotin y sus colegas anónimos (y posiblemente los trovadores ca­
llejeros) aportaron lo que faltaba en el canto: un control del tiempo, una me­
dida rítmica.

22. ChrisloplKT l’;i¡;c\ I'lw Ow l and the Nightingale: Musical Life and Ideas in France,
IIO O -U O O .I. M. IVnl Li>m11is. I<W), pp. 126. 152 151.
23. Ibid., pp I l \ I I I l-l\ MU. ISO
126 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

De las siete artes liberales la música era una de las cuatro que integraban
el llamado «cuadrivio», en el cual se formaba a todos los estudiosos avan­
zados en la Edad Media. Eran la aritmética, la geometría y la astronomía,
que pueden considerarse matemáticas, y la música, que tal vez parezca en­
contrarse en extraña compañía. Pero la música, que es cuestión de alturas
del sonido y duraciones, se presta muchísimo al análisis matemático, como
han reconocido legiones de teóricos desde Pitágoras hasta Arnold Schón-
berg. La importancia de la música en lo que se refiere a influir en las actitu­
des generales ante la cuantificación y la relación de las matemáticas con la
realidad es ésta: la música era el único de los cuatro componentes del cua­
drivio en el cual la medición podía aplicarse de forma práctica y directa. El
reaccionario del siglo xiv que respondía al nombre de Jacobo de Lieja des­
preciaba a los músicos prácticos diciendo que eran animales que producían
notas mecánicamente sin la menor idea de la proporcionalidad,24 pero sus
colegas progresistas prestaban atención a la forma de ejecutarlas. Recono­
cían que la práctica podía y debía informar la teoría, aun cuando ésta sería
siempre matemática en el fondo.25 La importancia intelectual general de la
música reside en el hecho de entretejer la cuantificación y la práctica.
Todos los teóricos medievales habían leído a Anicio Manlio Boecio, de
quien podría decirse que fue la fuente más importante de conocimiento rela­
tivo a la civilización antigua que tuvo Occidente desde su época, hacia el
año 5 0 0 , hasta la bonanza de traducciones que se registró en el siglo x ii . Fue
quien más duró como autoridad principal en materia de música en las es­
cuelas. Su obra De institutione música contiene poca información relativa a
la práctica musical y mucho análisis matemático de los armónicos, los in­
tervalos y las proporciones.26 Tiene tan poco que ver con el hacer realmente
música como su obra sobre la teoría de los números tiene que ver con el re­
gateo por los precios en el mercado; pero era muy respetable e intelectual­
mente riguroso; una base sólida, si bien estrecha, para construir sobre ella.
A comienzos del siglo xm y hasta bien entrado el xiv otro par de influen­
cias guiaron la música occidental hacia nuevas sendas. La polifonía, como ya
liemos visto, desafió a la tradición, y llegaron traducciones de la obra de Aris­
tóteles que impulsaron a una generación entera de filósofos a reconsiderarlo
casi todo. Algunos de estos filósofos eran teóricos de la música. Utilizando
las técnicas escolásticas de definición y lógica que mencionamos en el capí-

24. Smith, Jucobi Leodiensis, vol. 2, pp. 7-8.


25 Andró Goddu, «Music as Art and Science in the Fourteenth Century», Scientia und
m s ¡m llock-und Spütmittehdter, vol. 22: Miscellanea Mediaevalia, De Gruyter, Berlín,
pp. 1.038. I .O.W.
2í>. ('laude V. I’alisca. «Tlieory, Theorists», en Stanley Sadic, cd., The New (¡rove i)ic-
linniii y «/ Mn.'íii wul Mitsh ttms, Macmillan, Londres, Il)K0, vol. 18, p. 744.
LA M ÚSICA 127

tulo 3, construyeron el armazón de la música formal para la civilización oc­


cidental. Eran escolásticos en su técnica y la mayoría de ellos, quizá todos,
estaban relacionados de algún modo con la Universidad de París.
Puede afirmarse razonablemente que el período que va de 1260 a 1285 y
París fueron el momento y el lugar del súmmum de la civilización medieval
en Occidente. Los reyes Luis IX y Lelipe III gobernaban desde París, Lran-
cia prosperaba y apareció una nueva traducción de Aristóteles, a cargo del
dominico Guillermo de Moerbeke, que se convirtió en clásica. Santo Tomás
de Aquino, san Buenaventura y Sigerio de Brabante, el averroísta radical,
enseñaban en la Universidad de París. En aquellos años Juan de Garlandia,
Lamberto, Tranco de Colonia y dos caballeros a los que conocemos sólo por
los nombres de Anónimo de 1279 y Anónimo IV escribieron sobre música.
Los cinco sin excepción emplearon conceptos y terminología escolásticos,
así como análisis dialéctico escolástico, en concreto la quaestio, esto es, una
afirmación problemática, sus posibles clarificaciones, con citas de autorida­
des, y luego una solución.27
Juan de Garlandia, por ejemplo, dividió y subdividió la música en géne­
ros, éstos en especies, y así sucesivamente hasta llegar a lo específico. Uno
de los géneros era la música mensural, que él dividió en discante, copula y
organum, etcétera. Después de relacionar los temas por separado con el
tema como totalidad, lo cual era característicamente escolástico, los some­
tió a un análisis meticuloso, a menudo matemático. Prestó más considera­
ción que los teóricos anteriores a los problemas rítmicos (disposición del
tiempo) que planteaba el ars antiqua, la música de Perotin y los demás
miembros de la escuela de Notre-Dame. Incluso introdujo notaciones para
las pausas de diversa duración: las pausas no eran signos correspondientes a
sonidos, sino a la ausencia de sonido. Puede que merezca la pena mencionar
aquí que para entonces el cero, aquel misterioso signo indoarábigo que indi­
caba algo que no es, circulaba ya en Occidente.
Tranco de Colonia (puede que él y Juan se conocieran) llevaba a su lec­
tor más o menos por el mismo proceso, y también codificó y normalizó un
sistema de notación que determinaba valores de tiempo para todas las no­
tas y pausas, e incluso insistió en asignar valores de tiempo inequívocos a
unos grupos resbaladizos de notas llamados «ligaduras». Para dar una
muestra de su aportación práctica, proclamó que había cuatro signos de
una sola nota en la notación musical: la larga doble, la larga, la breve y la
semibreve. Eran múltiplos o submúltiplos exactos unas de otras. La breve

27. Andié Burílela, ed., M u sic Th e o ry and ¡ts S o u rce s: A n liq u ity to the M id d le A g e s ,
l Iniversily ol Nutre I Jame l’ress. Nutre Dame, Inri., IlW0, pp. IH2-1K3; I’íijje. The O w i and
the N ightingtdc, p. I S2
128 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

tenía o bien tres témpora («perfecta») o dos témpora («imperfecta») de du­


ración.28 (La breve de tres témpora de duración era «perfecta» en gran par­
te por ser eco de la Trinidad.)29 La secuencia de las duraciones de las di­
versas notas no era como la sucesión orgánica y experimental de una
pulgada (anchura de un pulgar), un pie (doce anchuras de pulgar o un pie
humano real),30 una yarda (tres pies) y un furlong o estadio (220 yardas o la
longitud de un surco), sino que era lógica y abstracta, una prefiguración del
sistema métrico.
Los teóricos validaron y sistematizaron lo que los músicos prácticos ha­
bían inventado hacia 1200: no el tiempo como su contenido, sino el tiempo
como vara de medir que existía de modo independiente y con la cual podías
medir cosas o incluso su ausencia... tiempo abstracto. Franco de Colonia lo
expresó así: «El tiempo es la medida del sonido real así como de lo contra­
rio, su omisión».31 El tiempo medía su contenido y no viceversa. Este tiem­
po tenía unidades, como centímetros visibles en un metro visible. La unidad
básica se llamaba tempus (cuyo plural es témpora). ¿Y qué longitud tenía un
lempas'? Hacia el año 1300 Johannes de Grocheo (también se escribe Gro-
chcio) lo definió de manera pragmática. Dijo que el tempus era el «interva­
lo en el cual la altura del sonido más pequeña o la nota más pequeña está
presente del todo o puede estarlo».32
Occidente se hallaba en una especie de encrucijada: los teóricos musica­
les, que, con muy pocas excepciones — la más notable de ellas era el pe­
dagogo Guido d’Arezzo— , habían escrito sobre la música como si fuera
algo en lo que debía pensarse más que oírse, empezaban a consultar con mú­
sicos de verdad además de Aristóteles y Boecio. Por ejemplo, Johannes, al
que acabamos de mencionar, prestaba poca atención a las autoridades tradi­
cionales, mencionaba a compositores seculares, se interesaba tanto por la
monofonía secular como por la polifonía sacra y por la música tal como se
ejecutaba además de por la música como matemáticas.33 Un musicólogo e his-

28. S o u rce R eadings in M u sic H isto ry , vol. 1, p. 142.


2l>. Nan Cooke Carpenter, M u sic in the M edieval and Renaissance U n iversitie s, Da
Capo Press, Nueva York, 1972, p. 58; Palisca, «Theory, Theorists», pp. 748-749. Esto es mu­
cho más complicado de lo que he indicado. Para una breve sugerencia de cuánto más, véase
Rchccca A. Baltzer, «Lambertus», en ib id., vol. 10, pp. 400-401.
50. Ronald E. Zupko. B ritish W eights and M easures: A H isto ry fro m A n tiq u ity to the S e ­
venteenth C entury, University o f Wisconsin Press, Madison, 1977, p. 10.
5 1. S o u rce R eadings in M u sic H isto ry, vol. I, p. 140.
52. Jo h a n n e s de G ro ch e o : C o n ce rn in g M usic, trad. ingl. de Albert Seay, Colorado Co-
llege Music Press, Colorado Springs, 1967, pp. 2 1 ,2 2 . Véase también F. Alberto Gallo, M u­
sic oj the M iddle A ges, Cambridge University Press, 1985, vol. 2, pp. 11-12.
VI. Tom R. Ward, «.lohanncs de Grocheo», en New (tro ve D ictio n a rv o j M usic and Mu-
sicia n s, vol. pp. (>(>2-00.5.
LA M ÚSICA 129

toriador ha sugerido que algunos teóricos medievales no eran realmente teó­


ricos, sino «maestros-reporteros».34
Los músicos del ars antiqua cuantificaban el sonido y el silencio hacia
el año 1200, entre medio siglo y siglo entero antes del primer reloj mecáni­
co de Occidente. Los teóricos validaron y sistematizaron la cuantificación
musical en el plazo de unos cuantos años a partir de aquella invención. El
fundamento que construyeron respetando tanto la proporción matemática
como el efecto real del sonido en el oído humano se encuentra debajo de
toda la música formal de Occidente.3536
Los músicos aprovecharon las disciplinas de la música mensural para
ejercitar su ingenio. Los sonidos en tiempo abstracto — es decir, sonidos so­
bre pergamino o papel— podían dividirse en fragmentos, ponerse al revés y
boca abajo. Hasta el tenor, esa bestia de carga de las voces altas, podía reto­
zar. Por ejemplo, en el siglo xm se compuso un organum en el cual el tenor
proclama de manera monomaníaca la palabra sagrada Dominus, pero aquí la
palabra se canta al revés — Nusmido— y también la melodía gregoriana sa­
cra avanza de atrás adelante, de la popa a la proa.3fi Un compositor todavía
más audaz escribió el motete (que, por desgracia, no lleva fecha) titulado
Dieus! comment porral laisser la vie — O regina glorie. En él, la voz de te­
nor interpreta un canto tradicional, la voz intermedia glorifica a la Virgen
María, y la voz alta proclama:

¡D ios! ¿Cómo pude dejar la vida en París con mis camaradas? Nunca para
siempre, son tan deliciosos. Porque cuando se reúnen todos, cada uno se pone
a reír y jugar y cantar.37

Salieron a la superficie nuevas actitudes ante el yo y ante las posibilida­


des de realizar más cosas que los sagrados predecesores, actitudes que ge­
neralmente sólo se asocian con el Renacimiento italiano, que fue posterior.
Los músicos cultivaban sus egos y se volvieron progresistas, de manera
consciente, lo cual era impensable en la época de Guido d’Arezzo e incluso
en la de Leonin y Perotin. Uno de los más destacados compositores y teóri­
cos era Philippe de Vitry, nacido en París el 31 de octubre de 1291 y falle­
cido en la misma ciudad el 9 de junio de 1361. (Observe la precisión de las
fechas, que no es nada medieval.) Alrededor de 1320 apareció un tratado
con el título de Ars nova, probablemente suyo, que hablaba del nuevo estilo

34. Marión S. Gushee, «The Polyphonie Music of the Medieval Monastery, Cathcdral,
and University», en Antiquity and the Middle Ages, p. 152.
35. (ioddu, «Music as Arl and Science in the Fourlcenth Century».
36. Ilukol/er, «Spcculaúve Thinking in Mcdiaeval Music», p. 176.
17 ( ¡alio, Mnsit n/ tile Middle Ages, vol. 2, p. 26.
130 L A M ED ID A D E LA R E A L ID A D

homónimo. Más o menos en aquellas mismas fechas Johannes de Muris,


matemático y astrónomo además de teórico de la música, escribió otro tra­
tado que posiblemente ejerció aún más influencia que el de Philippe, con un
título casi idéntico: Ars nove musice. Puede que fuese el primer momento de
la historia de la música en que los músicos afirmaron — e incluso dieron pu­
blicidad a su afirmación— que estaban haciendo cambios intencionados,
que la música iba avanzando.38
Hacia 1355 Johannes Boen escribió sobre la innovación en el arte de in­
terpretar la música y ofreció una idea que no tenía nada de medieval: la po­
sibilidad del cambio perpetuo como cosa normal. Sugirió que tal vez los
nuevos sonidos y técnicas se harían «audibles mediante el uso de nuevos
instrumentos y habilidades vocales». Después de todo, antes de Pitágoras no
había «ninguna sutileza en el cantar como la que se usa en nuestros tiem­
pos». Los historiadores suelen datar el auge del concepto del progreso mu­
cho después del siglo xiv, pero no es fácil poner otro nombre a lo que Boen
escribió en relación con el ars nova?9
I.os músicos del ars nova reconocían que el compás binario o «imper­
fecto» tenía la misma categoría que el compás ternario o «perfecto». El
compás ternario, con cada breve integrada por tres témpora, se había consi­
derado tan bueno que el binario, con dos témpora en cada breve, se consi­
deraba deficiente por ser sólo dos tercios de algo. El ars nova adoptó el com­
pás binario y ofendió todavía más a los tradicionalistas creando notas de
duración más corta de lo que se reconocía oficialmente antes. La «mínima»
era la más corta y más ofensiva. Un músico podía despachar ochenta y una
durante una sola longissima.40 Daniel Leech-Wilkinson, el musicólogo e
historiador, comenta que «es difícil pensar en alguna evolución de la músi­
ca que supusiera un cambio tan grande y tan rápido».41 Y después dirán que
la Edad Media fue una época de estancamiento.
Al igual que otros revolucionarios, los músicos del ars nova despreciá­

is l-.nu'sl It. Sanders, «Vitry, Philippe de», en N ew G ro v e D ic tio n a rv o f M u sic and


Musit ians. vol. 20, p. 22; «Philippe de Vilry’s A r s N o va », trad. ingl. de León Plantinga,
Musii Theory, 5 (noviembre de 1961), pp. 204-220; Gallo, M u s ic o f t h e M id d le A g e s,
vol 1 p. i I; Daniel Leech-Wilkinson, «Ars Antiqua-Ars nova-Ars Subtilior», en A n ti-
i/iiilv and the M id d le A g e s, p. 221. Para el texto original en latín y una traducción al fran­
cés del tralado de Philippe de Vitry sobre la nueva música, véase Philippi de Vitriaco, A rs
N ova, ed. de Gilbert Reaney, André Gilíes y Jean Maillard, American Institute o f Musico-
logy. s. c., 1964.
19. Reinhard Strohm, The R ise o f European M usic, 1380-1500, Cambridge University
Press, 1993, p. 38; J. B. Bury, The Idea o f P ro g re ss: A n In q u iry into Its O rig in and G row th,
Dover, Nueva York, 1987 (hay trad. cast.: L a idea d e l prog re so . Alianza, Madrid, 1971).
40 S o u rce Readings in M u sic H isto ry, vol. 1, p. 177.
41 Leech-Wilkinson, «Ars Anlk|uu-Ars Nova-Ars Subtilior», p. 22.3.
L A M USICA 131

ban a sus mayores,42 pero ahora, a muchos siglos de distancia, podemos ver
que compartían muchas cosas con ellos. Los del ars nova sentían los mis­
mos anhelos de arquitectura del sonido que sintió Boecio y que habían ins­
pirado la creación del organum y del motete y, más adelante, del ricercare,
la fuga y la sinfonía. Philippe de Vitry y sus colegas no escribían de manera
rapsódica — ni siquiera en monotonía— , sino que esculpían joyas esmera­
damente proporcionadas. En las formas mayores separaban la melodía y el
ritmo, alteraban sus tiempos, volvían a combinar las dos cosas (in vitro, por
así decirlo), y ponían los híbridos otra vez en marcha, más aprisa aquí, más
despacio allí. El efecto podía ser delicioso cuando las formas melódicas y rít­
micas diferían en su duración y había que repetirlas hasta que volvieran a ser
sincrónicas. Estos recursos isorrítmicos, que aparecían y reaparecían en la
voz de tenor y de varias formas en las otras voces, cumplían dos fines: unir
obras extensas unas a otras y deleitar a la primera generación de entendidos
en música de Occidente.43 «Estos procedimientos — escribió Johannes Boen
en el siglo xiv— son más fáciles de ver que de oír»44 (la cursiva es mía).
Entre el compungido comentario que san Isidoro hizo hacia el año 600
— «A menos que el hombre los recuerde, los sonidos perecen»— y el que
hizo Boen hacia 1355, la música occidental había cambiado más de lo
que ha cambiado entre Boen e Igor Stravinski y Arnold Schonberg.45 Entre
el siglo vi y el xiv ocurrió algo singular en la Europa occidental: el autor de
música adquirió el control de los pequeños detalles del sonido, fenómeno fí­
sico, a través del tiempo.4'1 El compositor aprendió a extraer música del
tiempo real, a ponerla en el pergamino o en el papel y a hacer de ella algo
satisfactorio como símbolo además de como sonido y viceversa. Nació la

42. F. J. Smith, Jacobi Leodiensis Speculum Musicae: A Commentary, Institute of Me-


diaeval Music. Brooklyn, N. Y., 1983, vol. 3, p. 61.
43. Esta cuestión de la isorritmia puede explicarse fácilmente con un piano, incluso a
una persona que no sea músico, pero es imposible describirla con palabras. La explicación
menos opaca que he leído es la de Albert Seay en las páginas 132-136 de su Music in the Me­
dieval World, Prentice-Hall, Englewood Cliffs, N. J., 1975-.
44. Gallo, Music ofthe Muidle Ages, vol. 2, p. 39.
45. Grout, History of Western Music, pp. 111, 118, 119-122; Source Readings in Music
llistory, vol. 1, pp. 93, 175, 176; Gilbert Reaney, «Ars Nova», en Alee Robertson y Denis
Stevens, eds., The Pellcan History of Music, vol. 1: Ancient Forms to Polvphony, Penguin
llnoks, Harmondsworth, 1960, pp. 273-274 (hay trad. cast.: Historia general de la música.
Istmo, Madrid, 1992y, 3 vols.); Gallo, Music ofthe Middle Ages, vol. 2, pp. 36-39; Anselm Hu­
ghes, «The Motet and Allied Forms», en New Oxford History of Music: Early Medieval Mu-
sic up to IdOO, vol. 2, p. 391; Rudolph von Ficker, «The Transition on the Continent», en An-
si'lm I luglics y Gemid Ahraham, eds., The New Oxford History of Music, vol. 3: Ars Nova
nuil the Renmssance, l.ilX) 1540, Oxford IJniversity Press, Oxford, 1960, pp. 145-146.
■I(>. I o Iiii F. Kiii'inmer, Music in Human Life: Anthropological Perspeclives on Music,
11nivel SIIy ni I exiis l'iess, Ansí in. 199 1, p. 79
132 L A M ED ID A D E LA R E A L ID A D

posibilidad de que un Beethoven ya sordo escribiera sus últimos cuar­


tetos.
La fe en el tiempo absoluto, que los inventores de la música mensural oc­
cidental estuvieron entre los primeros en considerar seriamente, que a partir
tle entonces una creciente proporción de sus colegas recibieron como verdad
patente, esa fe alteró la percepción de la realidad y fomentó una reordena­
ción de las maneras de entenderla. Esa fe, por ejemplo, infundió valor a Jo­
hannes Kepler, cuyo interés por la música fue tan constante como su interés
por el cielo, y le permitió reconocer en el bosque de las observaciones as­
tronómicas lo que conocemos como su segunda ley del movimiento de los
planetas: que una línea trazada desde cualquier planeta hasta el Sol recorre­
rá siempre extensiones iguales en tiempos iguales . 4 7

No todo el mundo admiraba el ars nova. En polifonía el texto, que


otrora dictaba todas las facetas de la liturgia cantada, se estaba volviendo
ininteligible. Ya en 1242 los dominicos se opusieron a la polifonía com­
plicada en el oficio divino, y santo Tomás dio a conocer la opinión de su
orden sobre el asunto. Durante el siglo siguiente Jacobo de Lieja echó pes­
tes y dijo que las personas sensatas no podían discernir si la lengua que se
cantaba en los nuevos motetes era hebreo, griego, latín o alguna otra.
«¿Debemos considerar sutiles a los modernos — escribió— por introducir
longas ternarias, por unir longas binarias en ligadura, por usar profusa­
mente longas binarias, por utilizar semibreves una por una, por proveerlas
de rabitos...? La música era al principio discreta, apropiada, sencilla, mas­
culina y de buena moral; ¿no han hecho los modernos que resultara sobre­
manera lasciva ? » 4 8
En 1322 el papa Juan XXII dio a conocer la primera proclama pontificia
relacionada exclusivamente con la música, Docta sanctorum patrum. Ex­
presó la rabia que le producía ver que la música de los oficios divinos esta­
ba «plagada» de semibreves y mínimas, y «corrompida» por discantes y me­
lodías seculares. Las voces polifónicas «corren sin cesar de aquí allá,
intoxicando el oído en lugar de calmarlo», y «en la devoción, el verdadero
lin del culto, se piensa poco, y aumenta el libertinaje, que debería evitarse».
Odiaba en particular el hoquetus, técnica que consistía en que una voz can­
taba una nota mientras otra voz descansaba, y luego viceversa, rápidamente.

47. Artlnir Kocstlcr, The Sleepwalkers: A History ofMan ’s Changing Vision of the Uni­
verso, IVngum llooks, Hannondsworth, 1964, pp. 332, 393-394 (hay liad, casi.: Los sonám­
bulos, Salva!, Ilarcclona, 1994', 2 vols.).
4H Soitree KeatUnys in Music History. vol. l.pp. 1H4-IR5, IK9, 190; ( ’raig Wiiglil, Music
w nl ( eremonv ot Notre I itune oj 1‘tiris, 500 ¡550, ( 'amlii idee llnivwsily l’u-ss, I9K1), p. 145.
LA M USICA 133

La palabra «hoquetus» procede de la francesa hoquet y de la inglesa hiccup,


que significan hipo , 4 9 50
Juan XXII prohibió la perversa polifonía en los oficios que se celebraran
en las iglesias y la cantidad de música nueva que se cantaba en las catedra­
les disminuyó, pero la música, vieja o nueva, no tenía que ser eclesiástica.
De todos modos, las catedrales no eran el único lugar donde se podía hacer
música, sacra o secular. En París la innovación musical pasó de Notre-Dame
al extremo de la ile de la Cité perteneciente al rey. En otras partes las capi­
llas privadas de la nobleza, de los cardenales y de los sucesores epicúreos de
Juan XXII en Aviñón se transformaron en laboratorios para el ars nova e in­
cluso nuevos experimentos. 5(1 Los dos siglos siguientes, el xv y el xvi, fue­
ron los más grandes de la historia de la polifonía vocal y tal vez de toda la
polifonía en Occidente; y fueron también un período de rápidos avances en
otros campos cuantitativos como el álgebra, la trigonometría, la pintura
en perspectiva y la cartografía.

De acuerdo, ¿pero tiene algo de todo esto verdadera importancia en rela­


ción con la mentalité fundamental de Occidente? ¿El lugar que ocupan los
músicos en una sociedad dada es central o periférico? No cabe duda de que
estaban cerca del centro durante la revolución científica de finales del siglo
xvi y del siglo xvn — Galileo, Descartes, Kepler y Huygens habían estudia­
do música y escribían sobre asuntos musicales, a veces extensamente— , 5 1
pero podría tratarse de una coincidencia. ¿Y la Edad Media? Veamos el
ejemplo concreto de Philippe de Vitry. Aparece por primera vez como pro­
bable colaborador en el Román de Fauvel, virulenta sátira contra la corte, la
Iglesia y la moral de la época en general consistente en miles de versos, di­
bujos desenfrenadamente descarados y 169 piezas musicales, 34 de ellas po­
lifónicas . 5 2 Una de estas últimas, un motete titulado In nova fert, uno de va­
rios que se atribuyen a Philippe, lo inspiró la caída y la ejecución en la horca
de Enguerran de Marigny, ministro de Felipe IV. La voz de tenor es un pa­
líndromo que va y viene entre confortantes tiempos ternarios y desalentado-

49. Gallo, Music ofthe Middle Ages, vol. 2, p. 32; Goddu, «Music as Art and Science»,
p. 1.031.
50. H. E. Woolridge y Percy C. Buck, eds., The Oxford History of Music, vol. 1: The
Polypltonic Period, 1“ parte: Method of Musical Art, 330-1400, Oxford University Press, Ox­
ford, 19292, pp. 294-295; Wright, Music and Ceremony at Notre-Dame, pp. 346-347.
5 1. Glande V. Palisca, «Scientific Empiricism in Musical Thought», en Hedley H. Rhys,
ed., Seventeenth Cenlury Science and the Arts, Princeton University Press, Princeton, N. J.,
1961, pp. 91 92
52. I.m'li Wilkinsou, «Ars Antiqua-Ars Nova Ars Suhlilior», pp. 221-223; Ernesl H.
Sandias, I nuvcl, Ponían di» . cu New (trove Hit tiainirv ni Music and Mimcinns, pp. 429 433.
134 LA M ED ID A D E L A R E A L ID A D

res tiempos binarios. La forma rítmica se repite seis veces mientras la melo­
día se repite dos veces y las voces altas cantan cosas sobre un león ciego, ga­
llos traicioneros, zorros astutos y los corderos y las gallinas que son sus víc­
timas. 5 1 Los d ésen g a g és debían de encontrarlo delicioso, tanto musical
como políticamente.
Hoy día un ejercicio de maestría musical por el estilo haría que el com­
positor fuese a parar a la cárcel en una sociedad gobernada por un régimen
autoritario. En una sociedad más tolerante las benévolas elites le identifica­
rían, le pondrían una etiqueta y le desterrarían no a Siberia sino a las inhóspitas
fronteras de la vanguardia artística. Pero Philippe, licenciado en filosofía y
letras en la Universidad de París, matemático, estudioso de la historia antigua
y de la filosofía moral, fue secretario y consejero de los reyes de Francia. En­
cabezó misiones diplomáticas ante la corte pontificia y llegó a ser obispo de
Meaux. A petición suya, Levi ben Gerson, el matemático y astrónomo judío,
escribió el tratado D e h a rm o n icis num eris. Nicolás de Oresme, el genio pro-
locientífico de la época, dedicó su tratado A lg o rism u s pro p o rtio n u m a Phi­
lippe, «a quien yo llamaría Pitágoras si fuera posible creer en la opinión so­
bre el retorno de las almas». Francesco Petrarca, amigo de Philippe y decano
intelectual de la Europa occidental, le llamó «siempre el más entusiasta y más
ardiente buscador de la verdad» y «el poeta sin parangón de Francia» . 5 4
Si pudiéramos escoger sólo una biografía de la Edad Media occidental,
muy posiblemente sería la de Philippe de Vitry. Si pensaba en términos de
una nueva clase de tiempo, ese concepto no era un remolino, sino una co­
rriente que formaba parte de la corriente dominante de su sociedad.

1 lablando en general, la percepción del tiempo es lo más distintivo de la

lectura de la realidad por parte de una sociedad. Los cambios que experi­
mentó la música medieval en los siglos xm y xiv, esto es, el ars a n tiq u a y el
ars nova, son la prueba de que en la cultura de la Europa occidental se pro-
ilii|o una mutación importante. Victor Zuckerkandl, el autor de S o u n d a n d
Svm hol: M u sic a n d the E xte m a l W orld, declara que para la mayoría de los
pueblos y de las épocas el tiempo musical «tiene la naturaleza del ritmo
poético: ritmo libre, en el sentido de que no está obligado a seguir el com­
pás». Exceptuando el caso especial de la música de baile, que se explica por

5.3. tidward H. Roesner, «Philippe de Vitry: Motets and Chansons», Deutsche Harmo­
nía Mundi, Compact Disk 77095-2-RC, pp. 8, 22-23; Le Román de Fauvel in the Edition of
Mcsirc Chai¡Ion de Eesstain, introd. de Edward Roesner, Frangois Avril y Nancy Freeman
Recalado, Fronde Brothers, Nueva York, 1990, pp. 3, 6, 15, 24, 25, 30-38, 39, 41.
54. lirnesl II. Sanders, «Vitry, Philippe de», en New Grave Dictionarv oj Music and Mu-
sicians. vol. 20, pp. 22-23; «Parí I oí Nieole Orcsme’s Aluorisiims i>ro/>ortionum». liad. ingl.
de Edward ( iraní, Isis, 5f) (olono de I9h5), p. 128.
LA M ÚSICA 135

sí mismo, sólo la música occidental del segundo milenio de nuestra era «se
ha impuesto a sí misma los grilletes del tiempo, del compás» . 5 5 El metróno­
mo mecánico no se inventó hasta varios siglos más tarde, pero el metró­
nomo mental de Europa empezó a hacer tictac en la época de Leonin y Pe­
rotin, casi un siglo antes del primer reloj mecánico de Europa.

Concluyamos el presente capítulo con una composición musical del siglo


xiv que no es obra de Philippe de Vitry — pocos ejemplos de su música han
llegado hasta nosotros— , sino del más grande de los compositores del ars
nova, Guillaunte de Machaut (c. 1300-1377) (figura 4). La mayoría de sus
contemporáneos pensaban que Machaut era mejor poeta que Philippe, y la
posteridad le considera mejor compositor. Machaut, que en su amor propio
prefiguró el Renacimiento italiano, hubiera estado de acuerdo en ambos ca­
sos. Tenemos más ejemplos de su obra, para examinarlos y disfrutarlos, que
de cualquier otro músico anterior a la época en que la música empezó a im­
primirse, por la razón muy sencilla de que él quiso que los tuviéramos. Al fi­
nalizar su vida productiva, reunió toda su obra y supervisó su reproducción en
varios volúmenes grandes y bellamente ilustrados. 5 6 Es uno de los primeros y
notables ejemplos de la opinión, más fuerte en Occidente que en otras partes,
según la cual el compositor es el más significativo de todos los músicos. 5 7
Disfrutaba con la manipulación del tiempo, con el ritmo, el fuerte del ars
nova, utilizando los tiempos -=-> -j, -f, ^>y el hoquetus (que, ajuicio de Ja-
cobo de Lieja, sonaba como ladridos de perro) . 5 8 Usaba con facilidad la di­
fícil técnica isorrítmica. Una música así era posible sólo porque en el cere­
bro del compositor había un reloj que hacía tictac, el mismo reloj que hacía
lo propio en el cerebro de los ejecutantes y los oyentes . 5 9
«Ma fin est mon commencement» (figura 4) es uno de los rondós de
Machaut, los cuales, según escribe Robert Craft, «reclaman nuestro respeto
a la vez que, la verdad sea dicha, son demasiado complejos para noso-

55. Víctor Zuckerkandl, Sountl and Symbol: Music and the Externa! World, trad. ingl.
de Willard R. Trask, Pantheon Books, Nueva York, 1956, p. 159; G. Rochberg, «The Struc-
ture ofTime in Music», en The Study ofTime, vol. 2, p. 143.
56. William Calin, A Poet at the Fountain: Essays on the Narrative Verse of Guillaume
de Machaut, University Press of Kentucky, Lexington, 1974, pp. 15, 245; Sarah J. M. Wi­
lliams, «Machaut’s Self-Awareness as Author and Producer», en Madeleine P. Cosman y
Bruce Chandler, eds., Machaut’s World: Science and Art in the Fourteenth Century, Annals
of ihe New York Academy of Science, Nueva York, 1978, p. 189.
57. Strohm, Kise of European Music, p. 2.
58. Smith, Jacohi Leodiensis, vol. 3, p. 127.
59. Groul. History of Western Music, pp. 1 13, 122-127. Vcase también Armand Macha-
bey, (iuillaume de Machaut, ISO?-1.177: ¡a vie et l'oeuvre musical, 2 vols., Richard Masse.
París. 1055, <idbcil Keuney, (iuillaume de Machaut, ( Ixlmd l hiiversily Press, ( Ixlord. 1971.
136 LA M ED ID A D E L A R E A L ID A D

F ig u r a 4. Guillaumede Machaut, «M afinest mon commencement - Rondeau». Gui-


llaume de Machaut, Musikalische Werke: Balladen, Rondeciux und Vireíais, Breitkopf
¿k. Hartel Muskivetag, LeiPz*g> 1926, pp. 63-64.

tros» . 6 0 Es una composición a tres voces. Dos de las tres cantan la misma
melodía, una en movimiento hacia adelante y la otra hacia atrás, esto es, una
de la A a la Z, por así decirlo, y la otra, simultáneamente, de la Z a la A. La
tercera voz, que tiene su propia melodía, cambia de dirección a medio ca­
mino (va de su A a su M y vuelve a la A ) . 6 1 Ningún oído puede comprender
plenamente semejante complejidad en el tiempo, sólo el ojo es capaz de ello.

(>() koherl Cral'l, «Mus,cal R\ tora Political Season», New York Review of Books (15 de
julio de 1076), p. 30.
(i I. ( ¡uslave Kcc.se, Mus,< du‘ Middle Ayes, Norton, Nueva York, I040, p|>. 350-352
(liav liad, casi.: ¡.a m usirá *a Rdad Media. Alian/a, Madrid. IOSO>.
9. LA PINTURA*

Entre todos los estudios de las causas naturales y el razona­


miento, la Luz deleita principalmente al espectador; y entre los
grandes rasgos de las matemáticas la certeza de sus demostra­
ciones es lo que tiende en particular a elevar la mente del inves­
tigador. La perspectiva, por tanto, debe preferirse a todos los
discursos y sistemas del saber humano.
L e o n a rd o da V inci (1 4 9 7 -1499)1

Los seres humanos inventaron la pintura con el objeto de manipular la


luz, las líneas y el espacio2 con fines de satisfacción intelectual y emocional,
ganancia económica e intención política, social y religiosa. Al cambiar estos
incentivos, cambiaron también la percepción de la luz, la extensión, el espa­
cio y la representación apropiada de escenas tridimensionales en superficies
bidimensionales. En la Francia del siglo xiv se pusieron de moda, para ilus­
trar libros, retratos que se parecían verdaderamente a personas en concreto,
en vez de tipos generalizados, y de ellos tenemos varios que son de Carlos
V, el rey que ordenó a París que aceptase los dictados de un único reloj (el
suyo) y que patrocinó el ars nova. En los manuscritos de Machaut había
ilustraciones en las que aparecía el propio compositor, además de innova­
ciones tales como la diferenciación de los planos primero y segundo, paisa-

* La mayor parte del contenido valioso del presente capítulo procede de dos obras de Sa­
muel Y. Edgerton, Jr., The Renaissance Rediscovery of Linear Perspective, Basic Books,
Nueva York, 1975, y The Heritage ofG iotto’s Geometry: Art and Science on the Eve ofthe
Scientific Revolution, Cornell University Press, Ithaca, N. Y., 1991.
1. The Literary Works of Leonardo da Vinci, trad. ingl. y ed. de Jean P. Richter, Phai-
don, Londres, 1970, vol. I, pp. I 12, 177.
2. En atención a la brevedad y la claridad, omito el color y la textura, del mismo
modo que hice caso omiso de la altura del sonido y del timbre en el capítulo dedicado a
la música
138 LA M ED ID A D E LA R E A LID A D

jes y detalles naturalistas (figura 5 ) . 3 Estas ilustraciones eran chispas de


una revolución en la pintura que posiblemente llegó del otro lado de los
Alpes, es decir, de Italia, donde estaba en alza una aristocracia de la ri­
queza que ansiaba la glorificación estética de su Dios, de sus ciudades y de
sí misma.
Antes de hablar de la erupción artística que dicha aristocracia propició
con su patronazgo, deberíamos familiarizarnos con la forma en que antes se
pintaban los cuadros. Empecemos por el «ahora» de la pintura medieval. En
una sola iluminación o un solo fresco podía haber varios «ahoras» clara­
mente diferenciados. En un cuadro podía aparecer el barco de san Pablo en
el momento de encallar, así como el santo tratando de llegar a la playa y pre­
dicando luego a los paganos. Es decir, en el mismo cuadro aparecían tres
«ahoras», lo cual podía causar confusión.
Incluso un único «ahora» medieval puede confundirnos. Hoy día sole­
mos considerar que los cuadros son representaciones de algo que existía y
estaba sucediendo en un instante muy definido; esto es, el «ahora» de un
fresco de la huida de la Sagrada Familia a Egipto pintado en el siglo xvi y el
de una fotografía tomada en el siglo xx en la que se ve a una familia meren­
dando en el campo son esencialmente el mismo. El «ahora» medieval esta­
lla más cerca del que describió William James, el pragmatista norteameri­
cano, es decir, no era instante claramente definido, sino un «ahora» más
amplio «desde el cual miramos en dos direcciones hacia el interior del tiem­
po » : 1 Por ejemplo, al pasar por delante de un edificio cúbico no lo perci­
bimos en un instante sin duración en el cual en ningún momento podemos
ver más de dos paredes, sino que lo percibimos al movernos y de esta ma­
nera a veces podemos ver tres paredes en un único «ahora».
Eos pintores del Occidente medieval no sólo contemplaban el mundo
desde la silla de montar de William James, sino que desmontaban y daban la
vuelta para ver mejor. Si creían que les ayudaba a transmitir información que
consideraban importante, contemplaban un objeto desde dos o más puntos de
vista a la vez. No eran reacios a ello, como tampoco, más adelante, sería Sha­
kespeare reacio a parar la acción de una obra mientras uno de sus protago-V

V MarecI Thomas, «French Illumination in the Time of Guillaume de Machaut», en


Maileleine P. Cosman y Bruce Chandler, eds., Machaut’s World: Science and Art in the
lourteenth Century, New York Academy of Science, Nueva York, 1978, pp. 144-165; John
While, lile liirth and Rebirth of Pictorial Space, Boston Book and Art Shop, Boston, 1967,
pp. 219-255 (hay trad. cast.: Nacimiento y renacimiento del espacio pictórico, Alianza, Ma-
dnd. 1994); A. C. Crombic, Medieval and Early Modern Science, Doublcday, Nueva York,
1959, vol. 2, líimina I.
•I Charles M. Sherover, ed., The Human Experience ofTime: lile Deveiopment of lis
l ’liih’Miphii id Meuniny, New York University Press, Nueva York, 1975, p. 571
LA PINTURA 139

üf)

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cfPtottty^rtárylmffma' i rfjaflíur
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Imgura 5. Miniatura de las O bras de Guillaume de M achaut, c. 1370. «El com po­
sitor recibe a Amor, que le trae a D ulces Pensamientos, a Sereno Goce y a Esperan­
za», siglo xiv. Hibliotheque Nationale, París (cortesía de Giraudon/Art Resource,
Nueva York).
140 l a m e d id a d e l a r e a l id a d

erfcyiphn’n Viiiuií pTTi,iyxfubrij5


uiffi ,'tf} « psopun ninmi sñtnmflnm.

I kídka (t. San Dunstan a los pies de Cristo, siglo x. David Wilson, Anglo-Saxon
Art from tlie Seventh Century to the Norman Conquest, Overlook Press, Woodstock,
N. Y., 1984, lámina 224.

nistas piensa en voz alta en un soliloquio. Si el pintor m edieval quería que el


observador se fijara bien en los platos y la com ida colocados sobre la mesa,
levantaba la mesa com o si fuera la tapa de un baúl... y nada caía al suelo.
I ,os artistas m edievales estaban seguros de que la categoría de las perso­
nas que aparecían en sus cuadros era más importante que la forma real de su
cara, el color de sus ojos o la manera en que sus brazos estaban unidos a los
hombros. Para indicar importancia, los artistas solían recurrir al m edio más
obvio, el tamaño, y pintaban al protagonista - —Cristo, la Virgen María, el em ­
perador ile un tamaño relativamente grande y lo situaban justo en el cen-
LA PIN TURA 141

tro. La gente y las cosas de poca importancia eran pequeñas y se colocaban


a lo largo de los bordes o donde hubiera un espacio apropiado. El artista,
probablemente monje, que dibujó San Dunstan a los pies de Cristo en algún
momento anterior a 95656(figura 6 ) era un fiel reproductor de la realidad teo­
lógica, además de maestro de las líneas.
Sin embargo, para el ojo moderno la característica más distintiva del arte
medieval no es la manipulación del tamaño (de vez en cuando los artistas del
Renacimiento también se entregaban a este juego, como nosotros), sino el tra­
tamiento del espacio vacío, el vacío en tres dimensiones alrededor del tema o
entre unos temas y otros. Para nosotros las cosas existen en el espacio como las
verduras en una ensalada a base de gelatina. Puede que las verduras sean lo más
interesante, pero es indudable que la gelatina está presente y ocupa el espacio
que hay entre las cosas interesantes. No negamos la gelatina porque sea trans­
parente, y raras veces hacemos caso omiso del espacio aunque esté vacío.
La Florencia que un artista desconocido pintó según el estilo medieval
(figura 7) alrededor de 1350 no satisfaría a un agrimensor del siglo xx, pero
es una plasmación fiel del aspecto que la ciudad (es decir, los edificios y no
la nada que hay entre ellos) presentaba a los visitantes con ojos medievales
que recorrían sus calles estrechas y serpenteantes. El espacio medieval era
lo que contenía, del mismo modo que el tiempo era lo que sucedía. El vacío
no tenía ninguna autenticidad ni autonomía para una gente que lo rechazaba
como posibilidad.
Pero en la Italia de 1300 ya se estaba produciendo un cambio en la per­
cepción del espacio. De Oriente llegaron ejemplos del arte bizantino, que
era un poco más figurativo que el arte occidental. Del norte llegó la influen­
cia de los escultores cuyas estatuas y relieves en tres dimensiones, más na­
turalistas que cualquier cosa que se hubiera hecho desde el apogeo del im­
perio romano, dieron un encanto piadoso a la catedral de Chartres. De
debajo de la tierra nativa surgieron ejemplos del arte de la antigua Roma,
que con frecuencia era naturalista.'’
Asimismo, Occidente estaba cada vez más obsesionado con la óptica y
la geometría, como ya era obvio a principios del siglo xiv. Jean de Meun,
uno de los autores de Le román de la rose, lo más parecido a una «obra ali­
menticia» que se escribió en aquel tiempo, incluso se las arregló para intro-

5. David M. Wilson, Anglo-Saxon Art from the Seventh Century to the Norman Con-
i/uest, Overlook Press, Woodstock, N. Y., 1984, p. 179.
6. Miriam S. Bunim, Space in Medieval Painting and the Forerunners of Perspective,
AMS Press, Nueva York, 1940, pp. 127-135; John White, Art and Architecture in Italy,
1250 1400, Peiifiuin Books, Harmondsworlh, 1987, pp. 19, 143-144, 161 (hay liad, casi.:
Arle v anpiiteiitira en Italia, 1250 1400, Cíiledni, Madrid, 1989); John Beckwith, Farly
l 'hristum and H\:antin%Art, Pi'iipnm Books, Hniinoiidswoilh. 1979, pp, 241 285.
142 LA M ED ID A D E L A R E A L ID A D

I'mímka 7. Anónimo, panorámica de Florencia, detalle del fresco de la Madonna


(li lla Misericordia, siglo xiv. Loggia del Begallo, Florencia (cortesía de Alinari/Art
Kesomee, Nueva York).

(lucir la óptica en este poema de amor cortés y a veces más bien poco cortés.
Propone que si Marte y Venus hubieran examinado su lecho de lujuria con
espejos o lentes de aumento, hubiesen visto las redes que el esposo de Ve­
nus había puesto allí para atraparles, «y el cruel Vulcano, que ardía de celos
y rabia, nunca hubiera probado su adulterio» . 7
I.a geometría, que está ausente en el Infierno y el Purgatorio de Dante,
aparece en el Paraíso, donde todo está bien ordenado. En su decimotercer
calilo santo Tomás de Aquino hace alusión a los intentos de refutar una de
las afirmaciones de Euclides sobre los triángulos dentro de círculos. En el
decimoséptimo canto hay un individuo que puede ver el futuro «del mismo
modo que las mentes terrenales ven que un triángulo no puede contener dos
ángulos obtusos». En el trigesimotercer y último canto Dante, que se en-

/. ( iiiilhunne de Lorris y Jean de Meun, The Romance ofthe Rose, Irad. ingl. de Charles
Dahllierg, University Press of New F.ngland, Hanover, N. H., 1986, pp. 300-301 (hay trad.
,,isl Le minan ile la rose: el lihro de la rosa, Irad. de Carlos Alvar, Quaderns Crema, llar-
(vlona, l‘)HS).
LA PIN TURA 143

cuentra ante Dios, la Eterna Luz, compara su incapacidad de comprender la


relación entre la Deidad y la humanidad con la incapacidad de un geómetra
de cuadrar el círculo. 8
«La geometría — escribió Dante en otra parte— es blanquísima en la
medida en que no hay en ella mancha de error, y es sumamente cierta en sí
misma, y en su criada la perspectiva. » 9 Entraba en la jurisdicción de la pers­
pectiva, que era entonces la parte de la geometría que se ocupaba de la luz,
la creación de pinturas fieles al tema. 1 0 * ¿Qué podía ser más perfecto para
transmitir los deseos de Dios? Roger Bacon escribió que por medio de
la pintura «la verdad literal podía ser evidente al ojo, y, en consecuencia, la
verdad espiritual también» . 1 1
El resultado de todo esto podrían haber sido palabras y nada más que
palabras, pero mientras los poetas y los filósofos especulaban, los pintores
pintaban, y los pintores, al igual que los músicos, tenían que producir rea­
lidades para su evaluación. Después de 1250 el espacio empezó a hacerse
valer en la pintura italiana; la gelatina empezaba a endurecerse. La rodilla
de la Virgen que sostenía al niño Jesús empezó a moverse hacia adelante en
una tímida muestra de una tercera dimensión. Los paralelos de las paredes,
techos, escalones y molduras de edificios, habitaciones y altares anuncia­
ron su relieve alejándose poco a poco de su tradicional ubicación paralela
al plano del cuadro y empezaron a convergir hacia alguna zona imprecisa
situada en el fondo del mismo. Estas innovaciones eran especialmente visi­
bles en los frescos de la basílica de Asís dedicados al fundador de la orden
franciscana. 1 2
Algunos historiadores del arte han conjeturado que Giotto di Bondone
(1267 o 1277-1337) fue uno de los artistas que pintaron los frescos de Asís.
No hay ninguna prueba contemporánea de que fuera así, pero es tentador
aceptar la hipótesis porque poco después de la terminación de la serie de
Asís, Giotto pintó frescos que sin duda alguna utilizaban la perspectiva, a

8. Dante Alighieri, The Divine Comedy: Paradiso, trad. ingl. de Charles S. Singleton,
Princeton University Press, Princeton, N. J., 1975, pp. 146-147, 186-187, 376-379 (hay trad.
cast.: La divina comedia, trad. de Á. Crespo, Planeta-Agostini, Barcelona, 1996).
9. Dante’s Convivio, trad. ingl. de William W. Jackson, Clarendon Press, Oxford,
1909, p. 111 (hay trad. cast.: El convite, Círculo de Lectores, Barcelona, 1995).
10. David C. Lindberg, «Roger Bacon and the Origins of Perspectiva in the West», en
Edward Grant y John E. Murdoch, eds., Mathematics and Its Applications to Science and Na­
tural Philosophy in the Middle Ages, Cambridge University Press, 1987, pp. 250-253, 258­
259; Vasco Ronchi, «Optics and Vision», en Philip P. Wiener, ed., Dictionarv ofthe History
of Ideas, Charles Scribner’s, Nueva York, 1968-1974, vol. 3, p. 410.
I I. The Opas Majas of Roger Pacón, Irad. ingl. de Rohert B. Burke, Russell & Russell,
Nueva York, 1962, vol. I. pp. 238-242.
12 While, Art and Art-liitei ture in llalv, pp 14 L224.
144 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

I UiiiKA K. (¡iotto de Bondone, Adoración de los Reyes Magos, 1306. La Capilla de


Scmvegni, Padua, Italia (cortesía Aliñan/Art Resource, Nueva York).

cuyo avance contribuyeron. Sea como sea, es indiscutible que Giotto fue el
macslro del nuevo arte a principios del siglo xiv.
Al igual que Machaut en el suyo, fue uno de los primeros individuos en
csic campo del arte acerca de los cuales sabemos muchas cosas, y, de nuevo
igual que el francés, fue famoso durante su vida. Dante, que tal vez le cono­
ció (de los retratos del poeta puede que el más conocido lo pintara Giotto),
le alabó en La divina comedia.'3 Petrarca le llamó «príncipe de los pintores»
y era propietario de uno de sus cuadros: «Los ignorantes no entienden la be-I

I I. Giovanni Boccaccio, The Decamerón. trad. ingl. de G. H. McWilliam, Penguin


Books. Ilai mondsworlh, 1972, p. 494 (hay Irad. cast.: El decamerón, irad. de Esther Benítez,
Alianza, Madrid. 19X7); Dante, Taradiso, canto xt, versos 94-96; Giorgio Vasari, Uves ofthe
Atiisis. liad. ingl. de George Bull, Penguin Books, Harmondsworlh, 1965, p. 6X; Tilomas C.
( liuhli, Dante and llis World. I.¡lile, Brown, Boston, 1966, pp. 505-507; Patrick Boyde, Dante
1‘hilomvlhes and ThUosapher: Man in the ( 'asmas. Camhiidge IJniversily Press, 19X1. p. 350.
LA PIN TU RA 145

lleza de esta tabla, pero los maestros del arte quedan asombrados al verla».
Boccaccio dijo de él que había «sacado de nuevo a la luz un arte que había
permanecido enterrado durante siglos debajo de los errores de quienes, en
sus pinturas, pretendían dar deleite visual a los ignorantes más que satisfac­
ción intelectual a los sabios» . 1 4
Los contemporáneos de Giotto quedaron impresionados por el vigoroso
sentido de organización de sus pinturas, por su forma de combinar la emo­
ción intensa y la dignidad total, y por las sugerencias de una tercera dimen­
sión (figura 8 ). A nuestros ojos, sus cuadros aparecen encerrados por pare­
des y colinas rocosas que oprimen a las figuras centrales, pero a los ojos
medievales, acostumbrados a que las pinturas tuviesen tan poco relieve
como los planos, les parecía que tenían la profundidad suficiente para me­
terse dentro de ellos. Giotto situaba los edificios y otras estructuras rectan­
gulares de modo que formaran ángulo con el espectador, con una esquina
avanzada y las paredes y los bordes extendiéndose desde ella hacia el fondo.
Este radicalismo inquietó a algunos, y Petrarca, adoptando por una vez aires
de cascarrabias, se quejó de este nuevo tipo de pintura con sus

imágenes que se salen de sus marcos, y las facciones de los rostros que respi­
ran, de tal modo que de un momento a otro esperas oír el sonido de sus voces.
En esto está el peligro, pues gusta mucho a las grandes mentes.15

Giotto solía pintar sus frescos como si cada uno de ellos fuera una esce­
na vista por un solo observador en un solo momento, y en la Capilla della
Arena de Padua pintó una serie de frescos como si el observador los estu­
viera contemplando todos desde el centro de la capilla, del mismo modo que
puedes estar en una plaza de una ciudad y volverte para mirar a la izquierda
y a la derecha. 1 6 (El crecimiento de las ciudades presentaba constantemente
al ojo escenas que estimulaban la curiosidad por la perspectiva: largas líne­
as de tenderetes en el mercado, torres tan altas que parecían alejarse del es­
pectador. No puede ser totalmente fortuito que entre los más grandes pinto­
res de la época, desde Brunelleschi hasta Miguel Angel, tantos fueran
también arquitectos y algunos de ellos urbanistas.)
Giotto era un genio, pero un genio empírico y no científico. Poco hubie­
ra tenido que añadir a la sugerencia que Cennino d’Andrea Cennini hizo a

14. Chubb, Dante and His World, pp. 505-507; Boccaccio, The Decamerón, pp. 493­
495; Theodor E. Mommsen, Medieval and Renaissance Studies, ed. de Eugene F. Rice, Jr.,
(¡reenwood Press, Westport, Conn., 1966, p. 212.
15. John Lamer, Culture and Society in Italy, 1290-1420, Scribner’s, Nueva York,
1971, p. 26K.
16. Ldneiloii. Ili-ril<if¡e oj (¡io llo ’s ( ivonu'try, p. 76.
146 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

los artistas de finales del siglo xiv en el sentido de que pintasen edificios de
manera que «las molduras que hagáis en la parte superior del edificio des­
ciendan desde el borde contiguo al tejado; la moldura en el centro del edifi­
cio, en la mitad de la fachada, debe ser plana y uniforme; la moldura de la
base del edificio debe inclinarse hacia arriba» . 1 7
En una pintura de Giotto suele ser claro cuál de las figuras está más cer­
ca del plano del cuadro que otra, pero menos claro qué distancia hay, de
delante hacia atrás, entre las figuras. Sus frescos nos recuerdan los portula­
nos, mapas que indicaban las direcciones con mayor exactitud que las dis­
tancias, el primero de los cuales tal vez se dibujó en vida de Giotto . 1 8 Los in­
tentos de dibujar con exactitud la planta de una escena pintada por Giotto
serían inútiles, y cuando este pintor juzgaba conveniente abandonar la pers­
pectiva de un solo observador así lo hacía. En la Capilla della Arena pintó
dos escenas de la alcoba de Ana, la madre de María. La posición del espec­
tador parece ser idéntica en ambas escenas, pero Giotto pintó la cama desde
dos ángulos diferentes. En el primer fresco, en el cual un ángel anuncia a
Ana que será la madre de María, el lecho, situado detrás de Ana, que está
arrodillada y que de momento no tiene ninguna importancia, aparece pinta­
do en una perspectiva que consideraríamos apropiada. En el segundo, Ana
da a luz a María, y ahora el lecho sagrado aparece inclinado hacia arriba for­
mando un ángulo «absurdo» para que podamos verlo mejor. 1 9
Giotto y sus contemporáneos tuvieron el valor de empezar a pintar en pers­
pectiva, pero sus sucesores hicieron pocos progresos durante el resto del siglo
xiv. El problema de «ver» geométricamente era más difícil de lo que pensamos
nosotros, siglos después de aquella revolución. Taddeo Gaddi, alumno de Giot­
to y, ajuicio de algunos, su sucesor como principal artista italiano del siglo, lle­
nó de arquitectura su cuadro La presentación de la Virgen (figura 9) con el ob­
jeto de indicar la posición relativa de las numerosas personas que aparecen en
él, pero su técnica no logra el fin apetecido. Si uno viviera en un mundo que tu­
viera semejante aspecto, tirar una pelota a alguien situado a más de uno o dos
pasos de distancia y conseguir que ese alguien la atrapase sería cuestión de pura
suerte. Incluso doscientos años más tarde, después de que supuestamente se hu­
bieran resuelto los problemas de la perspectiva, Jacopo da Pontormo dijo en
son de broma que Dios no había creado al hombre en dos dimensiones sino en
tres porque de esta manera es «mucho más fácil dar vida a una figura» . 2 0

17 Camino d’Andrea Cennini, 11 Libro del’ Arte: The Craftsman’s Handbook, trad.
ingl. de Daniel V. Thompson, Jr., Yate University Press, New Haven, Conn., 1933, p. 57.
IK. Edgerton, Renaissance Rediscovery of Linear Perspective, p. 97.
I1). Wliile, Art and Architecture in Italv, pp. 317-319.
20. Pontormo's Diarv, trad. ingl. de Rosemary Mayer, Out o í London Press, Nueva
York. I‘>H2, I’ 59.
L A PIN TURA 147

F igura 9. Taddeo Gaddi, La presentación de la Virgen, 1332-1338. Santa Croce,


Florencia (cortesía de Alinari/Art Resource, Nueva York).

La culpa de que no se avanzara más hacia la perspectiva geométrica po­


dríamos echarla al horror general de la peste negra, pero es más probable
que se debiera a que Giotto y su escuela trataban de avanzar basándose so­
lamente en el instinto artístico. Produjeron obras maestras, pero no repre­
sentaciones geométricamente exactas del espacio. Para eso se requería algo
que complementara el genio artístico: teoría.

Platón y Aristóteles siguieron influyendo durante toda la Edad Media y


el Renacimiento, uno más que el otro según el momento, pero nunca sólo
uno de ellos. En tiempos de santo Tomás y de Oresme el aristotelismo tomó
la delantera, junto con la confianza en la experiencia inmediata y en la lógi­
ca meticulosa. Sin embargo, el platonismo, con su preferencia por la intui­
ción y por las matemáticas como manifestaciones de la realidad última, no
desapareció y volvió a surgir al empezar el escolasticismo su descenso ha­
cia la discusión de nimiedades.
148 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

En el siglo xv Occidente pudo acceder a las fuentes originales del pen­


samiento platónico gracias a las traducciones de los diálogos de Platón al la­
tín que hicieron estudiosos del norte de Italia. 2 1 Había allí, al igual que en
I'rancia, universidades y filósofos aristotélicos, pero los centros de vitalidad
intelectual y estética eran las cortes — veneciana, milanesa, romana y, sobre
todo, florentina— y en ellas volvió Platón a reivindicar su derecho a que se
le considerara el patriarca de la tradición intelectual de Occidente.
He aquí un ejemplo: los Médicis, que figuraron de forma tan destacada en
los asuntos de Florencia durante tanto tiempo (y que conviene recordar que al
principio fueron banqueros), anhelaban poseer no sólo poder, sino también lo
mejor de la civilización antigua que pudiera recuperarse. Marsilio Ficino
(cristiano que llevó a cabo la nada despreciable hazaña de aceptar a Zoroastro
como uno de los Reyes Magos) 2 2 se afanó por guiar los gustos de los Médicis
y responder a ellos. Proporcionó traducciones de Platón y los platónicos anti­
guos, con comentarios, más sus propios tratados neoplatónicos. Fundó una
academia platónica por medio de la cual propagó sus teorías en el sentido de
que la senda del alma hacia la realidad más elevada pasaba, sucesivamente,
por la filosofía moral, natural y, en último lugar, matemática. Entre los que vi­
sitaron su academia o que participaron de otro modo en el avance del neopla­
tonismo entre la intelectualidad italiana en el siglo xv cabe nombrar a Nicolás
di ( 'usa, a quien conocimos en el capítulo 5 y que trató de encontrar a Dios
mediante la cuadratura del círculo; y a León Battista Alberti y Piero della
I rancesca, de quienes volveremos a hablar en el presente capítulo. 2 3
Ficino, sus colegas y gente por el estilo en toda Italia crearon el entorno
intelectual en el que renació la fe platónica en que los números «tienen la
facultad de conducirnos hacia la realidad» y en que «la geometría es cono­
cimiento de lo que existe eternamente» . 2 4 En 1504 el joven Rafael dio ex­
presión artística a esa fe en su cuadro Sposalizio, que representaba los despo-

2 I James Hankins, Plato in the Italian Renaissance, Brill, Leiden, 1990. vol. 1, pp. 3-10.
22. Ibid., vol. 2, p. 461.
21. Paul L. Rose, The Italian Renaissance of Mathematics, Libraire Droz, Ginebra,
Iu /5, pp. 5, 9, 119-120; E. A. Bnrtt, The Metaphysical Foundations of Modern Science, Dou-
hlcday, ( larden City, N. Y., 1954, pp. 53-55; Paul O. Kristeller, Renaissance Thought and Its
Smares, Colombia University Press, Nueva York, 1979, pp. 58, 62-63, 151 (hay trad. cast.:
I 'l pensamiento renacentista y sus fuentes, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1993);
Ñusca A. Robb, Neoplatonism ofth e Italian Renaissance, Octagon Books, Nueva York,
mus, pp. 60, 61,69; Nicholas of Cusa on Learned Ignorance, trad. ingl. de Jasper Hopkins,
Ai Muir .1. Banning Press, Minneápolis, 1981, pp. 52, 116-117; Hankins, Plato in the Italian
Renaissance, vol. I, p. 344.
24 The Republit of Plato, trad. ingl. de Francis M. Cornl'ord, Oxford University Press,
Nueva York. pp. 241, 244 (hay Irad. casi.: h i república, Irad. de .1. C. García Borrón, Al­
búmina. Madml.
LA PIN TURA 149

I'Kíuka 10. Rafael, Id matrimonio de la Virgen, 1503. Pinacoteca di Brere, Milán


(eorlesíade Alinaii/Art Kcsonrce, Nueva York).
150 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

sorios de la Virgen María y en el cual casi todas las líneas conducen a un


edificio que es o bien intrascendente (¡imposible!) o la emanación arquitec­
tónica perfectamente simétrica del Dios perfecto (figura 10).

En el siglo xv la distancia entre la teoría y la práctica en relación con el es­


pacio resultó ser más corta de lo que había sido en relación con el tiempo en
los siglos xiii y xiv, porque ahora los occidentales podían podían tomar un ata­
jo a través de la Grecia antigua. Como ya hemos mencionado, en 1400 apare­
ció en Florencia un manuscrito de la Geografía de Ptolomeo, que tenía 1.300
años de antigüedad. 2 5 Ptolomeo, que se había basado en las enseñanzas de Eu-
clides relativas al comportamiento de la luz y a cómo ven las personas, pro­
porcionó reglas para representar con rigor geométrico una superficie curva (la
del globo terráqueo) en una superficie plana (un mapa) por medio de una cua­
drícula (de latitudes y longitudes). Puede decirse que el primer grupo en el que
tuvieron efecto estas reglas no fue el de los cartógrafos, sino el de los pintores.
La identidad del héroe (o los héroes) que cuantificó por primera vez el
arte pictórico, esto es, que hizo uso de las técnicas ptolemaicas para repre­
sentar de modo naturalista y bidimensional escenas tridimensionales tal
como las veía un solo espectador en un solo momento, no acaba de estar cla-
la. Sin duda era (o eran) florentino.
El héroe, si hubo uno sólo, fue Filippo Brunelleschi, 2 6 excelente ejemplo
del hombre del Renacimiento: fabricante de relojes, orfebre, ingeniero militar
y arqueólogo, entre otras cosas. Al igual que Nicolás de Cusa, era un fanático
de la medición y, a diferencia de Nicolás, realmente medía mucho. Al estudiar
los monumentos de la antigua Roma, medía y tomaba nota de sus dimensiones
como múltiplos de un cuanto básico, y no con un cordel o un palo sin segmen­
tar como era costumbre. Albergaba la ambición de ser un arquitecto tan grande
que su nombre durase tanto como el de Giotto como pintor. Lo consiguió pro­
yectando y dirigiendo la construcción de la asombrosa cúpula de la catedral de
Santa María del Fiore de su ciudad. (Deberíamos señalar, no fuera a olvidárse­
nos que la música continuó después del ars nova, que para la dedicación de di­
cha catedral en 1436 Guillaume Dufay compuso un motete, Nuper rosarum
flores, cuyas proporciones isorrítmicas, 6:4:2:3, corresponden a las proporcio­
nes de la nave, el crucero, el ábside y la altura de la cúpula de la iglesia. ) 2 7

25. Hdgerton, Renaissance Rediscovery of Linear Perspective, pp. 93-97.


2(i. Martin Keinp, The Science of Art: Optical Themes in Western Art from Brunelleschi
lo Scunil, Yale University Press, New Haven, Conn., 1990, pp. 9, 12-14.
27. Vasari, Uves ofthe Artisls, pp. 139-140; Giorgio de Santillana, «The Role of Art in
the Seienlilie Renaissance», en Marshall Clagetl, ed., Critical Prohlems in the History of
Seienee, University of Wisconsin Press, Madison, 1959, p. 49; Charles W. Warrc n «Hmne-
llesihi's Dome ol Dnlay’s Motel», Musical (luartcrly, 59 (enero de 1073), pp. 02 105.
L A PIN TURA 151

Podemos tener la seguridad de que, como demuestra la citada cúpula, Bru­


nelleschi sabía suficiente geometría como para comprender los problemas de
la perspectiva. También es posible que encontrara ejemplos de perspectiva en
antiguas pinturas murales romanas y, desde luego, tenía a su alcance las obras
de Euclides y Ptolomeo. Pero, al igual que Giotto, no dejó ninguna biografía
ni explicaciones de sus técnicas, y los únicos testimonios de sus logros como
pintor en perspectiva se escribieron después de los hechos. 2 8
Michael Kubovy dice que la corona de laurel por descubrir la perspectiva
del Renacimiento debería ser para León Battista Alberti, que la inventó — y
Kubovy elige aquí sus palabras con cuidado— «como una serie comunicable
de procedimientos prácticos que los artistas pueden usar» . 2 9 Alberti, vástago
ilegítimo de una antigua familia de mercaderes y banqueros de Florencia, fue
otro hombre del Renacimiento, destacado arquitecto, urbanista, arqueólogo,
erudito humanista, científico natural, cartógrafo, matemático, paladín de la
lengua vernácula italiana, conocedor de la criptografía, y, al igual que Bru­
nelleschi, medidor incurable. Si le permitían tomar las medidas precisas, se
brindaba a hacer un facsímil exacto, en la escala que fuese, de cualquier es­
tatua de la calidad o el tamaño que fuera, incluso tan grande como el Cáuca-
so, incluso en dos mitades en dos lugares, una en la isla de Paros, en el Egeo,
la otra en Lunigiani, en el norte de Italia. 3 0 En el decenio de 1430 escribió un
instructivo librito de perspectiva que fue un hito en la historia del arte.
Alberti se benefició de la mejor educación que podía recibirse en su tiempo
y pertenecía a una clase social que producía libros. A diferencia de la mayoría
de los miembros de su clase, estaba familiarizado con los problemas prácticos
de pintar cuadros — de hecho, es posible que él mismo pintara un poco— y es­
taba bien preparado para explicar las teorías de la perspectiva al mundo. 3 1
La teoría albertiana de la perspectiva se basaba en la antigua teoría griega

28. Vasari, Lives ofthe Artists, pp. 135-136; Antonio di TuccioManetti, The Life of Bru­
nelleschi, trad. ingl. de Catherine Enggass, Pennsylvania State University Press, University
Park, 1970, pp. 42-46; Edgerton, Renaissance Rediscovery of Linear Perspective, pp. 143­
152; Lawrence Wright, Perspective in Perspective, Routledge & Kegan Paul, Londres,
1981, pp. 55-59; Eugenio Battisti, Filippo Brunelleschi: The Complete Work, trad. ingl. de
Robert E. Wolf, Rizzolli, Nueva York, 1981, pp. 102-111; Michael Kubovy, The Psychology
of Perspective in Renaissance Art, Cambridge University Press, 1986, pp. 32-39.
29. Ibid., pp. 32-38.
30. León Battista Alberti, On Painting and On Sculpture, trad. ingl. de Cecil Grayson,
Phaidon Press, Londres, 1972, p. 125.
31. Vasari, Uves o f the Artists, pp. 208-209; Joan Gadol, León Battista Alberti, Uni­
versal Man ofthe Early Renaissance, University of Chicago Press, Chicago, 1969, pp. 3-7;
Jacob Burckhardl, The Civilizarían of the Renaissance in llalv. Marper & Row, Nueva
York, 1958, vol. I. p 149 (hay liad, casi.: La cultura ilel Renacimiento en Italia, Akal, Ma-
di id, 1992)
152 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

de la óptica que luego interpretaron, ampliaron y divulgaron los árabes, Gros-


seleste, Bacon y otros. «Ver» consistía en que el ojo adquiriese información
por medio de un cono (o, como solía decirse, una pirámide) de luz que se ex-
lendía hacia afuera a partir de él. Una imagen exacta era una porción de di­
cho cono, vertical en relación con su eje central, que se hacía a la distancia
del ojo que el pintor escogiera. Esa porción sería idéntica a la que podríamos
producir colocando una placa fotográfica de un lado a otro del cono en ángu­
los rectos. A veces los artistas del Renacimiento colocaban realmente una
hoja de vidrio de un lado a otro del cono y pintaban directamente sobre ella.
I¿sto no servía para pintar frescos en paredes, pero Alberti produjo reglas que
si servirían para ello.
Alberti hacía saber a su lector que el primer paso para producir un cua­
dro que tuviera la perspectiva apropiada consistía en orientar el cono o pirá­
mide de visión del artista. Su «línea céntrica» sería la línea más corta posi­
ble entre el ojo y el centro de la escena que se quisiera pintar. Alberti
aconsejaba que luego se recurriera a un tipo tosco de cuantificación espacial
consistente en colocar un velo entre el pintor y el tema que debía pintarse,
un velo tenue, finamente tejido, teñido del color que te guste y con hilos
mas gruesos [que marquen] tantas líneas paralelas como prefieras». (El lec­
tor recordará que la G eo g ra fía de Ptolomeo, con la cuadrícula de latitudes y
longitudes, era entonces de rigor.) La realidad situada más allá de la red del
velo debía observarse sólo a través de éste, cabe suponer que con la cabeza
y el ojo siempre exactamente en la misma posición. El velo era el plano de
la pintura, la porción a través del cono visual. No había que pintar o dibujar
lo que se sa b ía que era cierto en la escena — por ejemplo, con líneas parale­
las separadas siempre por la misma distancia— , sino estrictamente lo que se
1 7 era. Lo que veía el pintor eran líneas paralelas que se acercaban unas a

otras formando ángulo cuanto más se alejaban del observador. Mirándolas


a través del velo y contando los hilos podía medirse hasta qué punto con­
vergían en apariencia. Luego se trasladaba el resu lta d o de la m ed ició n a una
superficie plana sobre la cual se habían dibujado cuidadosamente líneas
equivalentes a los hilos del velo. Lo que el velo permitía que el pintor cuan-
lil icase no era la realidad, sino algo más sutil: la p ercep ció n de la realidad.
I,os velos y las redes resultaban muy útiles, pero era difícil «ver» sólo lo
que realmente se veía. Algunos de los primeros intentos de pintar en pers­
pectiva que se hicieron en el Renacimiento tienen algunos rasgos muy ex-
lranos. Hay estructuras que se inclinan hacia un lado... ¿o se extienden hacia
alrás desde el plano del cuadro? No es posible estar seguro de cuál de las dos
cosas. (Véase el extraño porche que aparece a la izquierda del edificio en La
n a tivid a d de la V irgen , figura 1 1.) Además del velo, los pintores necesita­
ban la técnica geométrica.
LA PIN TURA 153

F igura 11. Original de las Tablas de Barberini, La natividad de la Virgen, siglo


xv (cortesía del Metropolitan Museum of Art, Rogers and Gwynne Andrews Funds,
1935, 35.121, Nueva York).
154 L A M ED ID A D E LA R E A L ID A D

Alberti la proporcionó también. Primero determine el plano del cuadro,


la «ventana» por la cual el pintor ve lo que quiere plasmar. Luego dibuje una
persona en primer plano, con los pies en la parte inferior del cuadro. La ca­
beza está al nivel del ojo del artista porque se supone que esta cabeza y la del
artista se hallan más o menos a la misma distancia del suelo, y está también
en el nivel horizontal porque siempre vemos horizontes llanos — océanos,
estepas— a nivel con nuestros ojos. A continuación divida la altura de la
persona en primer plano en tres unidades iguales. Éstas serán las unidades
básicas, los cuantos, de la pintura. Luego divida la línea de base del cuadro
en estas unidades. A continuación seleccione un punto, el punto céntrico del
cono visual, en medio de la línea del horizonte. Trace líneas desde los indi­
cadores de los cuantos en la base del cuadro hasta este punto, que es el «pun­
to de fuga» en el cual se encuentran todas las líneas en ángulo recto con el
plano de la pintura (ortogonales). (Piense que las ortogonales son raíles de
ferrocarril que se extienden en línea recta desde la parte inferior de la pintu­
ra y que, por supuesto, parecen convergir en el horizonte.) Al convergir es­
tas líneas, deberían disminuir la altura y el tamaño de los objetos situados en
la superficie del cuadro al alejarse del ojo del pintor.
hace líneas horizontales que crucen las ortogonales convergentes. Las
distancias que separan las horizontales deberían disminuir en la misma medi­
da ni que convergen las ortogonales (de acuerdo con uno de los inventos más
Iclii es de Alberti, aunque es demasiado complicado para describirlo aquí).32
I encinos, pues, el suelo parecido a un tablero de ajedrez que es típico de tan-
in. e|emplos del arte renacentista. (Alberti dio a la cuadrícula horizontal el
nomine de «el pavimento», que era el de los suelos embaldosados de las casas
de m i tiempo.)’1 Esta red, en forma de líneas o estrías dibujadas, puede detec-
t. 1 1 se debajo de la pintura en La Trinidad de Masaccio, pintada hacia 1425, así
como en muchas de las más grandes obras maestras del arte occidental duran­
te generaciones después de Alberti. La nueva perspectiva, llamada «costra-
lime le^ittima» puede verse en el exterior, en forma de suelos embaldosados,
en muchos, tal vez cientos, de cuadros de Leonardo, Rafael y docenas de ar­
tistas ile menor importancia. A veces, estos artistas menos importantes colo­
caban inocentemente a san Juan Bautista en un suelo embaldosado en plena
naturaleza y pintaban un suelo parecido en el establo de Belén.14

' ’ Alberti, ()n Paintin¡>, pp. 43-56. Para ampliar conocimientos, recomiendo The Re-
natwanee Rediseoverv of Linear Perspeetive, de Samuel Y. Hdgerlon, Jr., Perspeetive in
Peispeeiive, de Lawrenee Wriglit, The Psyeholof’y of Perspeetive and Retíais,sanee Art, de
Micliael Kuhovy, y, por supuesto, Sobre la pintara, di I,eon llallisla Alberti.
U lidgerlon, llerita^e of (¡iotto's (leometry, p ISP, Ldgcrtoii, Renaissanee Rediseo­
verv o ft Jurar Perspeetive, p. 45.
14 Wiiglil. Perspeetive in Rerspet Itve p K’
L A PIN TU RA 155

La perspectiva ingresó en la ilustre cofradía que formaban las artes libe­


rales. En 1493 Antonio Pollaiolo incluyó una figura alegórica de Prospecti­
va entre las Artes Liberales agrupadas alrededor de la tumba del papa Sixto
IV.35 Leonardo da Vinci, contemporáneo del escultor, proclamó que la pin­
tura merecía un lugar entre las artes liberales más que la música «porque no
se desvanece en cuanto nace, que es la suerte que corre la infeliz música».36
La maltrecha tienda del espacio medieval, que se había hundido y se hin­
chaba bajo el viento de todas las influencias menos la de Ptolomeo, se tensó
y se convirtió en algo a lo que era necesario hacer frente. Se había vuelto ho­
mogénea, igual y preferencial en todas sus cualidades en todas partes, en to­
das las direcciones y en todos los momentos. Si les hubiesen preguntado si
las leyes de la óptica más allá de la Luna eran necesariamente las mismas
que las de debajo, los artistas del Renacimiento tal vez hubieran dicho que
no, pero aun así obedecían los dictados de la costruzione legittima al pintar
cuadros del cielo.37

Los intelectuales de la Edad Media respetaban las matemáticas en abs­


tracto y tendían a apartarse de ellas en la práctica. Los del Renacimiento
respetaban las matemáticas, especialmente la geometría, y las utilizaban
de modo extravagante en la práctica. El retrato (así merece que se le lla­
me) de un cáliz suavemente redondeado que Paolo Uccello pintó como
cientos de diminutas superficies rectangulares vistas en ángulos diferen­
tes; el grabado de Alberto Durero en el que se ve a un artista que trata de
resolver los problemas más insolubles del escorzo mirando a través de un
velo albertiano un desnudo tendido, desde los dedos de los pies hacia arri­
ba (figura 12); la casi vertiginosa Anunciación (figura 13) de Cario Crive-
lli: estas obras y docenas de otros ejemplos nos indican claramente que el
espacio como geometría obsesionaba a los artistas de la vanguardia rena­
centista, que a menudo eran arquitectos, ingenieros, artesanos y matemá­
ticos además de pintores. Cuando su esposa le llamaba para que se acosta­
ra Uccello, pintor que concedía poca importancia al color — o, para el
caso, al comer y al beber— , contestaba desde su estudio: «¡Oh, qué pre­
ciosa es esta perspectiva!».38

35. Edgerton, Renaissance Rediscovery of Linear Perspective, pp. 91-92.


36. The Literary Works of Leonardo da Vinci, vol. 1, pp. 76, 117.
37. William M. Ivins, Jr., On the Rationalization ofSight, Da Capo Press, Nueva York,
1973, pp. 7-10, y Samuel Y. Edgerton, Jr., «The Art of Renaissance Picture-Making and the
Greal Western Age of Discovcry», en Sergio Berttelli y Gloria Romalus, eds., Essays Pre-
scnteil lo Myron P. (¡¡¡more, I.a Nuova Italia, Elorencia, 1978, vol. 2, p. 144; Edgerton, He-
rilngc i>¡ <¡iotto's (ieoinetrv, p. 107
18. Vasal i. I i ir.v o/ lln- Arlixts, pp 9S 104.
156 LA M ED ID A DE LA R E A L ID A D

l i(iuRA 12. Alberto Durero, Artista dibujando un desnudo tendido, 1538 (cortesía
del Museum of Fine Arts, Horado G. Curtís Fund, Boston).

Hay que señalar también la cuestión de la confianza en los logros contem­


poráneos, incluso en lo que podemos llamar «progreso», tipo de fe que esca­
seaba entre la intelectualidad de la alta Edad Media y que fue haciéndose cada
vez más abundante entre la vanguardia artística y protocientífica de los siglos
siguientes. Giorgio Vasari, el artista y biógrafo de artistas del siglo xvi, alabó
la pintura de su tiempo como si fuera un tenor de ópera cantando las virtudes
de su inamorata. Dijo que hubo un tiempo en que existía el arte clásico grie­
go y romano, que era muy bueno, y luego otro tiempo en que existía el arte oc­
cidental y bizantino (con santos que «miran fijamente como posesos, con las
manos extendidas, de puntillas»), que era muy malo. Luego llegó Giotto y la
pintura renació: Giotto y sus sucesores pintaban imitando directamente la na-
luraleza. El más grande de ellos, según Vasari, era su propio coetáneo Miguel
Ángel, que «supera no sólo a aquellos de cuya obra puede decirse que es su­
perior a la naturaleza, sino también a los artistas del mundo antiguo». El úni­
co obstáculo que impedía a los artistas producir obras aún más magníficas que
las que ya habían hecho era, según Vasari, que no les pagaban lo suficiente.11'

Nosotros ofrecemos a la perspectiva renacentista nuestro mayor respeto:


la llamamos «realista». Y esto, desde luego, lleva a la pregunta de a qué nos
referimos al emplear la palabra «realista». No queremos decir verdadera­
mente realista, porque es muy raro que confundamos una pintura con lo ver­
dadero. Vasari cuenta que el Bramantino pintó un cuadro de un caballo con
lal realismo que un caballo de verdad le asestó unas cuantas coces, pero,
como cabía esperar, Vasari nunca había visto personalmente el cuadro. 4 0 Lo

14 Ibid.. |)|). 30 3K, 45-47. 84. 43, 25.3-254.


40 Ibid.. p. 143.
LA PIN TURA 157

F igura 13. Cario Crivelli, La Anunciación, 1486, National Gallery, Londres (cor­
tesía de Foto Marburg/Art Resource, Nueva York).

que queremos decir cuando calificamos un cuadro de realista es que es geo­


métricamente exacto; es decir, un cuadro hecho de acuerdo con los princi­
pios ile la costruzionc lef>iltima podríamos usarlo del mismo modo que uti­
lizamos un hucn mapa. I'.n cambio, los cuadros musulmanes de tipo
Iradii'ionul son supci In íes exquisilnmcnle decoradas sin ninguna ilusión de
158 L A M ED ID A D E LA R E A L ID A D

verdadera profundidad; y los paisajes que pintan los chinos, que sí ofrecen
una impresión de gran profundidad, no tienen un punto de vista fijo . 4 1 Sólo
un patán no los encontraría bellos, pero usted no querría cruzar siquiera una
habitación, y mucho menos un paisaje, llevando una bandeja llena de vasos
y sin más guía que estos cuadros.
Con el fin de pintar cuadros que fueran realistas de acuerdo con las pau­
tas renacentistas de Occidente, los que se atenían a la costruzione legittima
se veían obligados a tomar decisiones tan arbitrarias como las que tomaban
los artistas islámicos o chinos. Por citar unos cuantos ejemplos, los occiden­
tales pensaban que pintaban escenas como si las viera en un solo instante un
solo ojo. La mayoría de nosotros tenemos dos, lo cual produce la visión es­
tereoscópica, pero no importa. En un solo instante el ojo puede enfocar úni­
camente el centro de una escena, pero tampoco importa. Giotto, Alberti y
compañía dibujaban y pintaban escenas tal como parecían ser en un solo ins­
tante, y luego se tomaban el tiempo necesario para moverse arriba y abajo,
hacia atrás y hacia adelante, con el fin de enfocar sus diversas partes. 4 2 Era
una ayuda, algo útil, justificable, pero a su modo tan arbitraria como mostrar
en un solo cuadro a san Pablo en un barco que zozobra y en la playa predi­
cando a los paganos.
Los maestros de la perspectiva renacentista optaron por obedecer las le­
yes de la perspectiva óptica tal como se aplican a las líneas paralelas que se
extienden enfrente del observador y parecen convergir, pero hacer caso omi­
so del hecho de que las líneas paralelas que se extienden lateralmente tam­
bién parecen convergir. Que el artista las dibujara tal como las ve realmen­
te sería trazar líneas paralelas que convergen hacia dos puntos de fuga
diferentes, a la izquierda y a la derecha. Significaría que debería parecer que
estas líneas rectas se doblan. Los únicos artistas del siglo xx que obedecen
ile modo invariable esta verdad óptica son, curiosamente, los dibujantes de
historietas que buscan efectos exagerados.
Después del Quattrocento la corriente de creatividad que tuvo su origen
en Giotto, Brunelleschi, Masaccio y Alberti se escindió y siguió dos direc­
ciones distintas. Una condujo a más arte y acabaría llevando a las perspecti­
vas retorcidas de los pintores manieristas del siglo xvi. La otra llevó a más
matemáticas: la geometría proyectiva que inventó Girard Desargues (1593-
Ióó2), promovió Blaise Pascal (1623-1662) y es hoy una de las ramas prin-

4 1. Wright, Perspective in Perspective, p. 305; Edgerton, «The Art of Renaissance Pic-


Itiic Making», vol. 2, p. 135; Yi-Fu Tuan, «Space, Time, Place: A Humanistic Frame», en
Tonuny Carlstein, Don Parkes y Nigel Thrifi, eds., Making Sense ofTim e, Wiley, Nueva
York. 1078, pp. 7-16.
42. Wright, Perspective in Perspective, pp I 12; Dnnte's Convivio, p. 08; Ciraham Ner
In h The .Simpe o/ Spot e. ( 'amhrhlge llniveisMy Pftws, 1076. pp (>t 64.
L A PIN TURA 159

cipales de las matemáticas. Es posible que la pintura renacentista sea el úni­


co arte de la historia que ha llevado a la creación de un tipo de matemáti­
cas . 4 3 Esto le da validez, pese a su arbitrariedad, por estar en gran parte en
consonancia o bien con la realidad óptica o al menos con la forma en que la
mente humana construye la realidad.

La pintura se acercó a las matemáticas, incluso se fundió con ellas, en el


siglo xv, en mayor medida que la música durante los anteriores uno o dos si­
glos. La carrera de Piero della Francesca, que nació más o menos en la épo­
ca en que se inventó la costruzione legittima y murió en el año en que Colón
zarpó con rumbo a lo que resultaría ser América, ofrece pruebas de ello.
Ningún pintor renacentista superó su dominio de las matemáticas, y ningún
matemático renacentista fue un pintor más grande que él . 4 4 Al igual que
Machaut, pertenecía a una familia normal y corriente; sin embargo, llegó a
ser aprendiz de Domenico Veneziano, experto en la nueva perspectiva y
colega de Brunelleschi, Alberti, Masaccio y Donatello. Entre semejantes
hombres, según Kenneth Clark, Piero «respiró el aire de la proporción ma­
temática» . 4 5 46
Piero della Francesca escribió tres tratados de aritmética, geometría y
pintura respectivamente. El más sencillo de ellos instruía a los mercaderes
y a los artesanos en el uso del tablero contador y en los procedimientos co­
merciales. Por ejemplo, he aquí cómo se mide el volumen de un barril:

Hay un barril, siendo cadá uno de sus extremos de 2 bracci de diámetro;


el diámetro en siLtapón es de 2 y bracci y a medio camino entre el tapón y
el extremo es de 2 y bracci. El barril tiene 2 bracci de longitud. ¿Cuál es
su medida cúbica?

La respuesta, obtenida después de mucho calcular, es de 7 y 23600/54432


bracci,*6 y tanto el cálculo como la respuesta indican hasta qué punto los neo-
platónicos renacentistas, al menos algunos de ellos, estaban familiarizados

43. Morris Kline, Mathematics for the Nonmathematician, Dover, Nueva York, 1985,
pp. 232-241.
44. Vasari, Uves ofthe Artists. p. 191; E. Emmett Taylor, No Roya! Road: Lúea Pacio-
li and His Times, University of North Caroline Press, Chapel Hill, 1942, p. 191; Kenneth
Clark, Piero della Francesca, Phaidon, Londres, 1969, p. 70 (hay trad. cast.: Piero della
Francesca, Alianza, Madrid, 1995); Marilyn A. Lavin, Piero della Francesca. Alien Lañe,
Londres, 1972, p. 12.
45. Clark, Piero, pp. 10-16.
46. Michael Baxandall, Paintin¡> and Experience in Fifteenth-Century Italy, Oxford
Univcrsily Press. Oxford, 1988 p. 86 (hay Irad. casi.: Pintura y vida cotidiana en el Rena­
cimiento ( ¡uslavo Clili, Barcelona, 1980').
160 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

con la cuantificación práctica (¡y también ilustran hasta qué punto los mate­
máticos renacentistas necesitaban decimales!).
Los otros dos libros de Piero, que se cuentan entre los textos científi­
cos más importantes del siglo xv, eran tratados técnicos de pintura y geo­
metría. Aunque era maestro de la sutilidad en el uso del color, hizo caso
omiso de éste en De prospectiva pingendi, obra que perfeccionaba los
principios de Alberti sobre pintura. El color era secundario; la geometría,
primaria. Dedicó la tercera y última de sus obras importantes (que apare­
ció postumamente en Divina proportione, de Lúea Pacioli, de quien vol­
veremos a hablar en el capítulo 1 0 ) a los cinco cuerpos regulares de la
geometría: el tetraedro, el cubo, el octaedro, el icosaedro y el dodecaedro.
Estos cuerpos habían fascinado a Platón y obsesionarían a Kepler un siglo
después . 4 7
La devoción que Piero sentía por el neoplatonismo, las matemáticas y su
arte en ninguna parte es más visible que en su enigmática obra maestra La
flagelación de Cristo (figura 14). Su punto de fuga albertiano es rígidamen-
le seguro, pero ¿dónde se centra el interés del espectador?
¿En los tres hombres que vemos en primer plano, a la derecha, que es­
tán juntos pero parecen no hacer caso unos de otros? ¿O en el grupo de
hombres que hay en segundo plano y cuyo centro es Cristo (¿Cristo en se­
gundo plano?), al que están azotando en una escena tan desprovista de ex­
presión emocional directa como una naturaleza muerta que mostrara un
cuenco de fruta?
Di flagelación de Cristo no es un cuadro moderno. Más que de valores
patrióticos, de clase, étnicos o siquiera pictóricos es ejemplo de piedad.
Está lleno de símbolos de un cristianismo platonizado y personal, y no
comprendemos ni probablemente comprenderemos nunca la mayoría de
ellos, pero (y en esto radica la importancia especial que el cuadro tiene para
nosotros) son casi totalmente cuantitativos y geométricos. Sus significados,
sean cuales sean, empujan al espectador hacia el misticismo. La naturaleza
de su lenguaje empuja al observador hacia una percepción matemática de la
realidad.
Los pintores-matemáticos del Quattrocento pintaban pensando en una
unidad, un cuanto, del cuadro. Alberti prefería dividir la altura de una figu­
ra humana dibujada en primerísimo plano en tres partes y utilizar esa terce­
ra parte como cuanto. 4 8 Al parecer, el cuanto que Piero eligió para La flage-

47. Clark, l ’iero, pp. 70-74; Arthur Koesller, The Sleepwalkers: A History of Man's
( lioiiyiny Vision ofthe Universe, Penguin llooks, I larmoiulsworlh. 1004. pp. 251-254 (hay
liad casi.: I .os sonambulos. Sal val, llarcelnna, I444', 2 vols.).
IN lítlaiMlon, Kemtissam e Keiliseovrrv <>/ / ineoi l ‘ersi>eeti\i\ pp. 42 44, 145.
LA PIN TURA 161

F igura 14. Piero della Francesca, La flagelación de Cristo, decenio de 1450. Ga­
llería Nazionale delle Marche, Urbino, Italia (cortesía de Alinari/Art Resource,
Nueva York).

lación de Cristo fue la distancia que hay en la superficie del cuadro entre el
suelo y el punto en el cual la mirada del pintor recae en la pared en el punto
de fuga albertiano detrás del hombre del látigo. La mayor parte del suelo del
área visible lo ocupan grandes cuadrados de baldosas de color marrón, cada
cuadrado con ocho baldosas de ancho y ocho de profundidad. Cada una de
las baldosas que aparecen en primerísimo plano mide dos cuantos por dos,
y, por consiguiente, cada uno de los grandes cuadrados de color marrón
mide dieciséis por dieciséis cuantos. El cuadrado en cuyo centro está Jesús
se compone de baldosas de colores diferentes que forman un complejo di­
bujo geométrico, pero el cuadrado total también parece medir dieciséis por
dieciséis cuantos. La distancia entre los centros de las dos columnas cerca
del plano del cuadro es de diecinueve cuantos. Es de treinta y ocho cuantos,
dos veces diecinueve, desde el grupo situado en primer plano hasta la más
cercana de las figuras del grupo del fondo, la figura con turbante que da la
espalda al espectador. Entre esta figura y Cristo hay otros diecinueve cuan­
tos. La columna de Cristo, incluida la estatua de arriba, tiene diecinueve
cuantos de altura. La distancia del ojo del pintor al plano del cuadro, que
puede calcularse geomélricamenle, es de treinta y un cuantos y medio; la co-
162 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

EJE

I kíuka 15. Reconstrucción de la planta y alzado de La flagelación de Cristo de


l’iero della Francesca. R. Wittkower y B. A. R. Cárter, «Perspective of Piero della
Franccsca’s “Flagellalion”», Journal o f Warburg and Courtauld Instílales, 16 (ju-
lio-dicicmhre de 1953). lámina 44.
L A PIN TU RA 163

lumna de Cristo mide sesenta y tres cuantos, dos veces treinta y uno y me­
dio, detrás del plano del cuadro. Todas las distancias entre los rasgos princi­
pales del cuadro — el grupo en primer plano, la columna más próxima, la fi­
gura con turbante, el hombre del látigo— y el ojo del observador pueden
expresarse en múltiplos de las de los cuantos mediante el siempre místico n.
Y así vamos adentrándonos en el laberinto de las matemáticas místicas.49
Si fuera usted un cristiano neoplatónico, podría consultar La flagelación
de Cristo de Piero della Francesca como guía de la realidad última. Si fuera
usted un secularista craso, podría usarlo con confianza para comprar y cor­
tar alfombra y papel pintado para toda la escena50 (figura 15). Quizá más que
cualquier otra obra maestra del Renacimiento este cuadro confirma el juicio
del principal historiador del arte renacentista, Erwin Panofsky, en el sentido
de que la perspectiva capitaneaba la época: «La perspectiva, más que cual­
quier otro método, satisfacía el nuevo anhelo de exactitud y previsibili­
dad».51

49. R. Wittkowcr y B. A. R. Cárter, «Perspective of Picio della Francesca's “Flagella-


tion”», Journal ofWarburg and Courtauld ¡nstitutes, 16 (julio-diciembre de 1953), pp. 293­
302. Para más análisis cuantitativo de este cuadro, véase Kemp, Science of Art, pp. 30-32.
Véase también Marilyn A. Lavin, Piero della Francesca: «The Flagellation», Alien Lañe,
Londres, 1972.
50. Wittkowcr y Cárter, «Perspective of Piero della Francesca’s “Flagellation”», lámina 44.
51. Erwin Panofsky, The Life and Art of Albrecht Dürer, Princeton University Press,
Princeton, N. 1, 1955. vol. 1, p. 261 (hay trad. cast.: Vida y arte de Alberto Durero, Alianza,
Madrid, I9951). Véase también Su/.i Gablik, Progress in Art, Thames & Hudson, Londres,
1976, p. 70.
10. LA TENEDURÍA DE LIBROS

Siempre cederemos terreno ante el honor. Será para nosotros


como un contable público, justo, práctico, y prudente en el me­
dir, el pesar, el considerar, el evaluar y tasar todo lo que haga­
mos, logremos, pensemos y deseemos.
L eón B attista A i .berti (1440)'

El dinero, que representa la prosa de la vida, y del cual ape­


nas se habla en los salones sin pedir perdón, es, en sus efectos y
leyes, tan bello como las rosas.

R alph W ald o E merson ( 18 4 4 ) 21

«Dado que todas las cosas que hay en el mundo se han hecho con cierto
orden, de modo parecido deben administrarse», escribió el mercader Bene-
ilello de Cotrugli en el siglo xv. El orden era especialmente necesario en
cuestiones «de la mayor importancia, tales como los negocios de los merca­
deres, que ... se ordena para la preservación de la raza humana».3
Es de suponer que los mercaderes, que llevaban a Occidente hacia el ca­
pitalismo, protegían a los seguidores de la costruzione legittima, y empa­
rentaban con la aristocracia por medio del matrimonio, pensarían que racio­
nalizando sus asuntos hacían un favor a la humanidad. Puede que tuviesen
razón, quizá no exactamente como ellos pensaban, sino en la medida en que
estaban enseñando a la humanidad a ser lo que en inglés se llaman busi-
iit'sslike.

1, l.eon Haltista Alberti, The Family in Renaissance Florence (1440), trad. ingl. de Re­
lien Walkins, University ol'South Carolina Press, Columbia, 1969, p. 150.
2. Ralph Waldo Emerson, «Nominalisl and Rcalist», en Essavs and Lectures, Lilcrary
Classies ol the United States, Nueva York, 1983, p. 578.
f Roherl S. Lope/, e Irving W. Raytnond, eds., Medieval Trade in the Mediterranean
World. ( 'olumbia University Press, Nueva York 1955. p. 413
LA T E N E D U R ÍA D E LIBR O S 165

El diccionario define businesslike como eficiente, conciso, directo, sis­


temático y concienzudo. No dice nada sobre ser valiente, elegante ni piado­
so, términos que las clases noble y sacerdotal tal vez reclamarían para sí. Bu­
sinesslike significa cuidadoso y meticuloso y, en la práctica, es cuestión de
números. Fue uno de los caminos que condujeron a la ciencia y la tecnolo­
gía en la medida en que quienes tenían esta forma de ser eran cuantitativos
en su percepción y manipulación de toda la experiencia que pudiera descri­
birse en términos de cuantos. En su caso los cuantos eran dinero: florines,
ducados, livres, libras, etcétera. «El dinero — como ha dicho Paul Bohan-
nan— es una de las ideas tremendamente simplificadoras de todos los tiem­
pos, y al igual que cualquier otra idea nueva y convincente, crea su propia
revolución.»45
Los negocios — con mercaderes, con banqueros, con proveedores de
materias primas, con trabajadores, con clientes— de Benedetto o de cual­
quier otro mercader eran complicados. Existía una táctica defensiva con­
sistente en invertir en varias cosas para cubrirse de posibles pérdidas: «Mis
negocios no confío a una sola nave — dice Antonio en El mercader de Ve-
necia— , ni a un solo lugar; ni depende toda mi riqueza de los avatares del
año en curso». Y había un torrente de transacciones. Benedetto aconsejó que
ningún mercader confiara en su memoria «a menos que fuese como el rey
Ciro, que podía llamar por su nombre a cada una de las personas de todo su
ejército».'’ Cabe la posibilidad de que los músicos y los artistas se agarrasen
a las faldas de sus viejas musas y rechazaran la cuantificación, pero los mer­
caderes, por definición, cuantificaban sus asuntos y, con el fin de sobrevivir,
los hacían constar sobre pergamino y papel.
Veamos, por ejemplo, un breve capítulo de la carrera de Francesco di
Marco Datini, el mercader de Prato a quien gustaba escribir el siguiente
lema al empezar un libro mayor: «En el nombre de Dios y del beneficio». El
15 de noviembre de 1394 pasó un pedido de lana a una sucursal de su com­
pañía en Mallorca, en las islas Baleares. En mayo del año siguiente se es­
quiló a las ovejas. Elubo entonces una serie de tempestades, por lo que has­
ta mediados de verano no envió su agente veintinueve sacos de lana a Datini
pasando por Peñíscola y por Barcelona, en Cataluña, y desde allí a Porto
Pisa, en la costa de Italia. Desde Porto Pisa la lana fue transportada en bar­
co hasta Pisa. Allí fue dividida en treinta y nueve balas, de las cuales vein-

4. Paul Bohannan, «The Impact of Money on an African Subsistence Economy», Jour­


nal of Economic History, 19 (diciembre de 1959), p. 503.
5. Medieval Trade in the Mediterranean, p. 375; William Shakespeare, El mercader de
Venecia, acto I. escena 1, versos 43-45; aelo I, escena 3, versos 17-20 (hay trad. cast.: El
mercader ¡te Venecia, liad, de V. Molina L'oix. Ccnlro Dramático Nacional, Madrid, 1992).
166 LA M ED ID A DE LA R E A L ID A D

duna fueron enviadas a un cliente de Florencia y dieciocho al almacén de


Datini en Prato. Las dieciocho llegaron el 14 de enero de 1396. Durante el
medio año siguiente la lana mallorquína fue batida, seleccionada, desengra­
sada, lavada, peinada, cardada e hilada, tras lo cual se procedió a tejerla, se­
carla, cardarla y cortarla, teñirla de azul, sacarle pelo y volver a cortarla, y
prensarla y plegarla. Estas tareas las hacían diferentes grupos de trabajado­
res: la de hilar, por ejemplo, estaba a cargo de noventa y seis mujeres que
trabajaban en sus domicilios. A finales de julio de 1396, dos años y medio
después de que Datini encargara su lana de Mallorca, ésta quedó convertida
en seis piezas de unos 33 metros cada una, listas para su venta. Las piezas se
enviaron a lomos de muías a Venecia, lo cual significaba cruzar los Apeni­
nos, con el fin de mandarla a Mallorca para venderla. El mercado mallor­
quín era flojo, así que la lana se envió a Valencia y Berbería. Parte de ella se
vendió allí y parte se devolvió a Mallorca, donde finalmente se vendió en
1398, tres años y medio después de que Francesco la encargase.6
Puede que su paciencia nos maraville, pero — piense un poco— más ma­
ravillosa fue su capacidad de estar al corriente de sus asuntos comerciales,
de los cuales la lana de Mallorca no era más que una pequeña parte. ¿Cómo
podía este hombre saber siquiera si sus negocios florecían o estaba arruina­
do? Los mercaderes como Datini se vieron empujados a inventar la tenedu­
ría de libros del mismo modo que más adelante los físicos se verían en la ne­
cesidad de recurrir al cálculo. Era su única esperanza de saber lo que pasaba.
Los mercaderes occidentales de la baja Edad Media y el Renacimiento vi­
vían inmersos en una tormenta de transacciones. Barcazas, buques y reatas de
muías comunicaban las ciudades más grandes y finalmente todas las ciuda­
des europeas con todas las demás de Europa y unas cuantas más en Asia,
Africa y América en el siglo xvi. Las letras de cambio, los diversos tipos de
pagarés y la práctica del crédito en general alteró el orden que se seguía has-
la enlonces: la producción siempre precedía a la entrega, pero el pago podía
preceder a la entrega e incluso a la producción. Y el pago era algo que debe­
mos calificar de ondulatorio, ya que las divisas y las letras de cambio experi-
menlaban subidas y bajadas de valor en relación unas con otras.
El mercader que se esforzaba por entender sus cuentas era una figura habi­
tual en los relatos medievales. Cuando llega el momento de que un miembro de
esta cofradía, en «El cuento del marino», de Chaucer, calcule «si se había enri­
quecido o no», el hombre recoge sus libros y sus talegas de dinero, los pone so­
bre el lablero contador, ordena que nadie le moleste y deja a su esposa con un
monje joven y lozano. La mujer, que es virtuosa, llama a su puerta y dice:

<t Iris Oligo, /'/;<■Mvrclumt oj ¡‘ralo: IrwiiiwcínliM tinnDiiriiii, I 1410, David K


( íimI iih -. Ilusión. I*>Kíi. pp. <»I (>2.
LA T E N E D U R ÍA D E LIBRO S 167

¿Cuánto tiempo vas a estar contando y repasando


tus sumas y tus libros y tus cosas?
¡Que el diablo se lleve todos los cálculos!

El mercader responde que está ocupado, que el comercio es un asunto


peligroso, que los mercaderes «viven sumidos en el temor de los azares y el
destino» y le dice que se vaya con los resultados que cabía esperar. Un pul­
cro y racional sistema de contabilidad tal vez le hubiera ahorrado al merca­
der muchos cálculos... e incluso más.7
¿Qué hay que hacer para estar al corriente de una tormenta? Un meteo­
rólogo lleva un registro exacto, cuantitativamente, si ello es posible. Los
mercaderes se veían obligados a hacer lo mismo. Algunos eran perezosos e
intentaban retener los números en la memoria. Datini se quejó de que eran
«como los porteadores que calculan sus cuentas veinte veces por el cami­
no... ¡Y sabe Dios cómo lo hacen! Porque cuatro de cada seis de ellos no tie­
nen ni libro ni tintero, y los que tienen tinta no tienen pluma». Otros trata­
ban de ponerlo todo por escrito. Cotrugli proclamó que un mercader para
quien la pluma fuese una carga no era mercader. Benedetto Alberti, uno de
los patriarcas de la casa de León Battista Alberti, decía que el sello distinti­
vo del buen mercader eran los dedos manchados de tinta. Una vez, en 1395,
Datini escribió tanto que se puso enfermo. «Ayer me encontré mal, por ha­
ber escrito tanto durante los dos últimos días, sin dormir ni de día ni de no­
che, y comiendo apenas una barra de pan en estos dos días.»8
Llevando bien los libros el buen mercader se salvaba de «un caos, una
confusión de Babel».9 La técnica clave para alcanzar tal objetivo resultó ser
la contabilidad por partida doble. Mattháus Schwartz, contable de los Fug-
ger en el siglo xvi, dijo que era un espejo mágico en el cual el adepto se ve
tanto a sí mismo como a los demás.10 Antes de examinar directamente el es­
pejo (en el que pienso que nos veremos a nosotros mismos) debemos retro­
ceder hasta varios siglos antes de que los Fugger llegasen a ser grandes ban­
queros. No había cuentas por cobrar ni por pagar, los préstamos de dinero
eran muy pocos y no existían contables. No había compañías, empresas ni
entidades económicas aparte de la persona o las personas que participaran

7. Geoffrey Chaucer, «The Shipman’s Tale», The Canterbury Tales, en John H. Fisher,
ed., The Complete Poelry and Prose of Geoffrey Chaucer, Holt, Rinehart & Winston, Nueva
York, 1989, pp. 235-241 (hay trad. cast.: Cuentos de Canterbury, trad. de J. G. de Luaccs,
Iberia, Madrid, 19733).
8. Origo, Mercliant of Prato, pp. 109, 185; Medieval Trade in the Mediterranean,
p. 375; Alberti, The Family, p. 197.
9. Medieval Trade in the Mediterranean, p. 377.
10. Michael Kaxamlall. The I.imcwood Setdptors of Renaissance (¡ennany, Yale Uni-
vcrsily l’iess, New I laven. ( onii., 1980, pp. Hh. 2 ' I
IÓX LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

en las transacciones. No se podía ser una pieza en una máquina de naturale­


za puramente económica porque no existían tales máquinas. La casa sola­
riega era económica, sí, pero también familiar, social, religiosa y política. El
monasterio era a menudo eficiente en el plano económico, con grupos de
Irabajadores en sus campos y en sus talleres, pero era ante todo religioso.
En muchos casos, especialmente en el norte de Europa, el mercader de la
alia Edad Media no era mucho más que un vendedor ambulante. No saldaba
las cuentas de sus libros porque no existían tales libros. No saldaba sus
cuentas como tampoco nosotros las saldamos cuando, en el transcurso de
nucslra vida, un miércoles descubrimos que el dinero que nos metimos en el
bolsillo al salir para el trabajo el lunes («dinero para andar por ahí», lo lla­
man en el habla popular de los Estados Unidos) casi se ha acabado. La mo­
derna teneduría de libros probablemente empezó con una especie de diario
de la marcha de la vida de un hombre de negocios, una crónica en la que se
mezclaban notas sobre transacciones comerciales, derrotas y victorias mili-
laies y acontecimientos sociales, todo junto sin nada más que un signo de
punluación entre una nota y otra, suponiendo que lo hubiera. Los italianos
llamaban a este sistema ricordanza, y todo eso está muy bien, pero ¿cómo
m mida un diario?11
1íespués del siglo x aumentaron la cantidad y el valor del comercio, así
ionio la variedad de mercancías con las que se comerciaba. Los mercaderes
i mpe/aron a formar sociedades con el fin de mancomunar capital y pericia
de pioicgerse de los fracasos, esto es, dividir y repartir el riesgo, transfor-
m.n el posible desastre en varios percances que pudieran superarse de uno
en uno I >cscubrieron que las sociedades tenían una naturaleza desconcer-
i.uile con frecuencia su vida era más corta que la de los socios, pero a veces
vivían mas que uno o más de ellos. Los debes y los haberes de una sociedad
laminen adquirían una especie de inmortalidad: parecía casi que la sociedad
cía el deudor y el acreedor, más que los socios de la misma.
I slaba luego el asunto de los intereses sobre las deudas y los préstamos,
que aumentaban con la demora y a causa de los cuales la confusión podía re­
sallar muy cara. Existía la circunstancia agravante de hacer negocios por
medio de representantes. Al aumentar el comercio, los grandes mercaderes
se quedaban en casa, sin asistir siquiera a las ferias más importantes, y ac­
ulaban por correo mediante socios y lugartenientes destinados de modo per-
manenle en las principales ciudades comerciales. Como es obvio, estos
hombres tenían que rendir cuentas ante su amo, pero ¿exactamente cómo
debían hacerlo? ¿De qué y cómo debían dar cuenta? La forma descuidada en

I I lilwaul IVia),all<>, Ori^in aml / vnlulúm ni Pniiblr I nlrv llnnkkii'iihif>, Ainciiian


lii.hliilr, Nui'i a Via k 1‘HH. |>|> IK I') Vü.im- laiiiliirn <>i ijmi. Mrtt hnnl nj l'rnln. |> II)1).
LA T E N E D U R ÍA D E LIBRO S 169

que el mayordomo de una casa solariega rendía cuentas ante su señor no ser­
vía. Resultaba demasiado fácil quedarse con los beneficios del amo, como el
mayordomo de Cuentos de Canterbury.

Sabía complacer a su señor,


y le prestaba dinero del que de él sacaba,
y el señor se lo agradecía mucho y a veces un vestido y una capucha le daba.12

Hasta la contabilidad más honrada, si era inexacta, daba lugar a malen­


tendidos, los malentendidos producían pérdidas y las pérdidas provocaban
estallidos de cólera. «¡No eres capaz de ver un cuervo en un cuenco de le­
che!», escribió el gran Datini a uno de sus agentes; y a otro: «¡No tienes ni
cerebro de gato! ¡No encontrarías el camino ni para ir de tu nariz a tu
boca!».13
Llevar un registro preciso y conciso era cada vez más necesario. En 1366
ya empezaban a aparecer algunos números indoarábigos en los libros de
contabilidad de Datini. Fue una mejora, o al menos el principio de una me­
jora, pero durante años Datini y sus contables siguieron empleando la forma
narrativa, aunque tenían a su disposición el sistema de partida doble, que era
más claro y más abstracto. Tenemos una serie continua de los libros de Da­
tini que va de 1366 a 1410 y la forma narrativa es la que se usa en todos los
que son anteriores a 1383. Un lector o un interventor puede averiguar en
ellos muchas cosas sobre el negocio de Datini antes de 1383. Pero es difícil
encontrar la información más importante: ¿era el negocio solvente o no en
determinado momento? Ingresos y gastos, lo que debían a Datini y lo que él
debía a otros, todo esto aparece entretejido formando un solo paño. Es decir,
leer los libros de Datini que datan de antes de 1383 confunde tanto como la
vida: es fácil perder la noción de dónde estás y de qué tratas de hacer. Lue­
go, en 1383, Datini y sus agentes y empleados empezaron a utilizar un mé­
todo nuevo gracias al cual la teneduría de libros resultó por fin más clara que
la vida.14
Hacia 1300, en aquella maravillosa era de gafas, relojes, ars nova, y
Giotto, algunos contables italianos empezaron a usar lo que llamamos
«contabilidad por partida doble». Es posible que en sus orígenes tuviera
alguna relación con el álgebra (del árabe al-jabr, y no es casualidad), que
también divide en dos categorías la molienda que llega a su molino e in­
siste en que lo que es más en una columna sólo puede ser menos en la otra,

12. Chaucer, «General Prologue», Canterbury Tales, versos 610-612.


15. ( Il'igo, Merehant o j f r u t a , p. 68.
M. IViagallo, Oí iyin añil / \ 'tiltilian of Dinihle Inlrv llookkeei>inf¡. |)|). 22, 25.
170 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

y viceversa.15 Lo que sabemos con certeza es que a principios del siglo xiv
Rinieri Fini, agente de una casa de banca florentina en las ferias de la
Champagne, y mercaderes toscanos que actuaban desde Nimes, en el sur
de Francia, pasaban los activos y los pasivos por separado en sus libros.
Fra sólo un principio y todavía faltaban por llegar varios rasgos del len­
guaje técnico, la abreviación y una forma que consideramos característica
de la teneduría de libros, incluso esencial para ella. Por ejemplo, en el si­
glo xiv muchos mercaderes indicaban las entradas en las secciones delan­
teras de sus libros y los gastos en la parte de atrás y así lo dejaban, con lo
cual resultaba difícil hacer comparaciones. Hasta 1366 no usaron los cam­
bistas de Brujas el sistema moderno con los activos y los pasivos en co­
lumnas paralelas de la misma página o en páginas opuestas, sistema que
probablemente copiaron de ejemplos italianos. En Toscana lo llamaban
alia veneziana. La empresa de Datini comenzó a experimentar con el nue­
vo método unos quince años más tarde.16
Aquí podría sernos útil uno de los primeros ejemplos de la técnica de
partida doble, que todavía no estaba del todo terminado pero ya era obstina­
damente doble. El 7 de marzo de 1340 la Comuna de Génova compró 80 lo­
tes de pimienta de 45,36 kilos cada uno al precio de 24 libras y 5 sueldos por
lote. Este gasto — es decir, esta salida— se pasó en el lado izquierdo del li­
bro. Durante los días siguientes se hicieron gastos complementarios en con­
cepto de mano de obra, pesajes, impuestos y otras cosas relacionadas con la
pimienta, todo lo cual también se pasó en la izquierda. Varias ventas de pi­
mienta, todas ellas en marzo, se pasaron en el lado derecho. Luego el conta­
ble, en lo que se refería al libro, dedicó su atención a otras cosas durante me­
ses l’ero la contabilidad por partida doble tiene un mandamiento (muchas
reglas, pero un solo mandamiento) y es que todas las cuentas deben saldar­
se, aunque sea de forma poco honrada, con un reconocimiento final de be­
neficio o pérdida. Cuando el contable de la Comuna genovesa obedeció el
pn cepto tic su profesión e hizo balance el siguiente mes de noviembre, se
encontró con que los gastos — coste de compra, impuestos y todo lo de­
mas ascendían a 2.073 libras y 4 sueldos. Al sumar todos los ingresos ob-I

Is fi. Iuiunetl Taylor, No Royal Road: Lúea Pacioli and His Times, Arno Press, Nueva
Vnik. PISO. p. OI.
lo. K. de Rnovel', «The Organi/.ation of Trade», en M. M. Postan, E. E. Rich y Edward
Millei eds.. I'.ronomic Organiz,alian and Policies in the Middle Ages, The Cambridge Econo-
niic History ol I umpé, Cambridge University Press, 1963, pp. 91-92; Peragallo, Origin and
I volulion o/ Douhlc Lntry llookkeeping, p. 25; Geoffrey A. Lee, «The Corning of Age of Dou-
hle I un y I lie ( liovanni Lamí ti I.edger of 1229-1300», Accounting Historiaos Journal, 4 (oto­
ño de l‘>77), pp 79 05. Véanse también las primeras noventa páginas y pieo de Chrislopher
Nubes, ed . Ilir I leyelo/nnenl o) Donhlr láiln'. Seleeled Lssiivs, ( iarland. Nueva York, I9ST
L A T E N E D U R ÍA D E LIBRO S 171

tenidos de la pimienta, el resultado estaba 149 libras y 12 sueldos por deba­


jo de los gastos. Había que reconocer este hecho, hacerlo constar y saldar la
cuenta escribiendo 149 libras y 12 sueldos de pérdida innegable en la parte
inferior de la columna de ingresos, lo cual era la única forma apropiada de
llevar el total a la suma requerida de 2.073 libras y 4 sueldos. De haber apa­
recido la diferencia en la parte inferior de la otra columna, es decir, si las 149
libras y 12 sueldos de más hubiesen sido ingresos, hubieran representado los
beneficios y el contable lo hubiese hecho constar debidamente. (El contable
de la Comuna, por cierto, escribió la cantidad crucial, 2.073 libras, con nú­
meros romanos: IILXXIII. El «II» inicial significaba dos de lo que cabe en­
contrar al principio de un número tan grande, miles.)17
Quizá debería hacer una pausa aquí para admitir que la contabilidad por
partida doble garantizaba la claridad, pero no la honradez. La especulación
con pimienta que hizo la Comuna parece que fue un fracaso, pero puede que
fuese algo más sutil. Tal vez la Comuna compraba a crédito y vendía al con­
tado para obtener moneda efectiva rápidamente, o quizá todo el negocio fue
alguna ficción con la que se quería ocultar el pago de intereses, que la Igle­
sia condenaba por considerarlos usura.18
La importancia inmediata de la contabilidad por partida doble radica­
ba en que permitía que los mercaderes europeos, por medio de registros
cuantitativos precisos y claros, comprendieran y, por ende, controlasen, la
multitud de detalles fatigosos de la vida económica. El reloj mecánico les
permitía medir el tiempo, y la contabilidad por partida doble les permitía de­
tenerlo, al menos sobre el papel.
Saldar las cuentas de los libros no era al principio la ceremonia sagrada
que es hoy. En los siglos xiv y xv los mercaderes florentinos eran a menudo
descuidados en su contabilidad, ya fuera por partida doble o no, y se daban
por satisfechos con balances que no acababan de cuadrar. Se consideraba
aceptable la proverbial frase de «se acerca lo suficiente». No solían saldar
las cuentas de sus libros en un momento regular y fijado de antemano. A ve­
ces pasaban uno o dos o más años antes de que emprendieran esa ardua ta­
rea. Otras veces sencillamente esperaban hasta que quedase llena la última
página de determinado libro mayor. Sin embargo, podemos ver presagios de
la veneración que nosotros tributamos a la precisión fiscal (los estafadores

17. Peragallo, Origin and Evolution ofDouble Entry Bookkeeping, pp. 7-9.
18. Ibid., pp. 7-9; Raymond de Roover, «The Development of Accounting Prior to Lúea
Paeioli Aecording to the Account-books of Medieval Mcrchants», en A. C. Littleton y B. S.
Yantey, eds., Studies in tlw History of Accounting, Irwin, Homcwood, III., 1956, p. 132 (para
otra impresión del mismo arlíeulo, véase Business, Banking, and Economic Thought: Selec­
ta! Studies hv Kavnioiul de Roover, University of Chicago Press, Chicago, 1974, pp. 1 19-
I82); ( Irigo Mrrcluml ol l'rato, p I "¡O.
172 LA M ED ID A DE LA R E A LID A D

ponen especial cuidado en hacer una genuflexión cuando pasan por delante
de su altar) en las prácticas de algunos de los negocios antiguos. Los socios
que administraban la sucursal del negocio de Datini en Aviñón producían un
hilando al final de cada ejercicio fiscal. En una ciudad que era un hervide­
ro de intrigas y corrupción, una ciudad azotada por la peste negra, la guerra
dinástica y el pillaje, Franciescho y Toro saldaron las cuentas de los libros.
I le aquí una hoja de balance representativa:

Cuentas y cierres del libro rojo secreto N° 139 de la sucursal de Aviñón,


página 7. Abajo se anotará el cierre del período fiscal que empezó el 25 de oc­
tubre de 1367 y terminó en septiembre de 1368.
El 27 de septiembre de 1368 tenemos en nuestros almacenes mercancía,
muebles y accesorios que ascienden a 3.141 florines, 23 sueldos y 4 dineros,
como se indica en el libro de cuentas.
í. 3.141, s. 23, d. 4.

Las cuentas por cobrar, según se indica en el libro de apuntes B y en el li­


bro amarillo A, ascienden a 6.518 florines, 23 sueldos y 4 dineros.

f. 6.518, s. 23, d. 4.

El total de mercancía, accesorios y cuentas por cobrar asciende a 9.660


florines, 22 sueldos y 8 dineros.
f. 9.660, s. 22, d. 8.

El total de obligaciones, según el libro mayor, incluido en dicha suma el


capital de los dos socios, a saber, Franciescho y Toro, tomado de la página 7
de este libro mayor, asciende a 7.838 florines, 18 sueldos y 9 dineros.
f. 7.838, s. 18, d. 9.

El beneficio correspondiente al período fiscal del 25 de octubre de 1367


al 17 de septiembre de 1368, cuya duración es de diez meses, 22 días, as­
ciende a 1.822 florines, 3 sueldos y 11 dineros.
f. 1.822, s. 3, d. 11.

El beneficio se divide en dos partes, a saber, una para Franciescho y una


para Toro:
Abónese a Franciescho, en la página 6, su mitad del beneficio, que as­
ciende a 91 I florines y 2 sueldos.
f. 911, s. 2.

Abónese a foro en la página 6, su mitad del beneficio, que asciende a 9 1 1


florines, I sueldo, y I I dineros.
i. ‘>|| . s. I, d. II.
LA T E N E D U R ÍA D E LIBR O S 173

Los dos hombres tenían un número impar de sueldos y quizás echaron el


último a cara o cruz para ver quién se lo quedaba. Franciescho ganó y el úl­
timo sueldo fue para él, y para Toro sólo once dineros, uno menos de los que
constituían un sueldo.19
Un contable de hoy utilizaría menos palabras y menos espacio, y todo
quedaría más claro porque escribiría las sumas en columnas de papel raya­
do, lo cual simplificaría las comparaciones de partidas y totales. Aun así, el
ejemplo de arriba es un milagro medieval de racionalidad y pulcritud.

Es seguro que Lúea Pacioli, a quien suele calificarse de padre de la con­


tabilidad por partida doble, no fue el inventor, toda vez que vivió unos dos
siglos después de que se inventara esta modalidad. Pero es indiscutible que
fue el primer contable que combinó sus conocimientos con la tecnología de
Johannes Gutenberg para instruir al mundo en contabilidad por medio de la
letra impresa.
Pacioli tuvo la suerte de nacer en el momento y el lugar apropiados. Na­
ció en medio de la época más gloriosa de Italia, el Quattrocento, en la pe­
queña ciudad de Borgo San Sepolcro. Era una localidad pequeña y aletarga­
da en comparación con Venecia o Florencia, pero en ella vivía Piero della
Francesca, que tal vez aceptó a Lúea como protegido. Un chico con talento
para los números no hubiese podido encontrar mejores mentores en toda
Europa, y la opinión que Piero tenía de Lúea era lo bastante buena como
para incluirle en uno o más de sus cuadros.20
Al hacerse hombre, Pacioli se fue de Borgo San Sepolcro y se instaló en
Venecia, donde vivió en el domicilio de un mercader acaudalado e hizo de
profesor particular de los hijos del mismo. La ciudad, centro europeo de la
innovación en la aritmética comercial y la teneduría de libros y probable­
mente el primer municipio de la historia que destinó fondos a la enseñanza
pública de álgebra, era uno de los mejores lugares del mundo para estudiar
matemáticas. En ella Pacioli estudió, además de enseñar, y puede que tam­
bién viajara al extranjero en calidad de factor por cuenta del padre de sus
alumnos, lo cual le permitiría adquirir experiencia de primera mano de los
nuevos usos mercantiles.21
Pacioli conoció a León Battista Alberti, posiblemente por medio de su
amigo mutuo Piero. Alberti le acogió en su domicilio y le introdujo en el

19. Paragallo, Origin and Evoiution of Double Entry Bookkeeping, pp. 21-29.
20. S. A. Jayawardenc, «Pacioli, Lúea», en Charles C. Gillispie, ed., The Dictionary of
Scientific liiogivpliy, Scrilnicr's, Nueva York, 1070-1980, vol. 10, p. 269; Taylor, No Royal
Road. pp. 9, 20, 23. I 19.
21 Tnylni. No Hoya! Htuuí , pp. 4K, Vi, 55.
174 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

círculo de hombres influyentes que rodeaban al papa. Para sacar provecho


de esa introducción era necesario el olor de santidad, y en el decenio de 1470
Pacioli ingresó en la orden de San Francisco. Era piadoso a su modo y acon­
sejaba a los mercaderes que escribiesen el nombre de Dios en el principio de
Iodos los libros de apuntes, diarios y libros mayores; y el aprecio que sentía
por las matemáticas estaba envuelto en misticismo, como correspondía a un
neoplatónico cristiano.22 Pero era un franciscano muy diferente de los de la
generación que había fundado la orden.
Pacioli se convirtió en uno de los principales matemáticos de Italia y en­
señó en las universidades de Florencia, Milán, Perusa, Nápoles y Roma. Fue
aulor de varios libros, entre ellos uno sobre ajedrez, de una colección de
rompecabezas y juegos matemáticos, y de una concienzuda traducción
ile Euclides. No fue un innovador, sino un traductor y recopilador de libros
que se hicieron populares y como tal es valioso para el historiador. Podemos
utilizar a Pacioli como indicador de lo que los compradores de libros, la eli-
le culta de su tiempo, consideraba importante.23
Sus dos libros más importantes fueron, por orden de publicación, Sum-
nia de arithmetica, geometría, proportioni et proportionalita (1494) y Di­
vina proportione (1509). El primero era un libro práctico destinado a quien
supiera leer y quisiera aprender matemáticas, tanto puras como comercia­
les. ('orno tal, es la más importante de sus obras. El segundo lo escribió
pensando en un mercado más reducido, las cortes de la Italia renacentista,
con sus nobles diletantes y los intelectuales de su séquito. Todos aspiraban
a adquirir un conocimiento superior al de la aritmética o la geometría bási­
cas. El autor de Divina proportione es el Lúea Pacioli del retrato que pintó
Jacopo de Barbari y que actualmente se expone en el Museo Nacional de
Nápoles (figura 16). Pacioli aparece en él con aire austero y pomposo, una
mano sobre un volumen abierto de Euclides, la otra sujetando un puntero
que se apoya en una figura de geometría plana. Hay un sólido geométrico a
su izquierda, un prisma de vidrio suspendido en el aire a su derecha y, en
segundo plano, un protector noble que nos mira fijamente para ver si pres­
tamos atención. Divina proportione fue, al igual que La flagelación de
i D \to de Piero, fruto de la moda intelectual de vanguardia del Quattrocen-
lo italiano.
Pacioli terminó la primera parte del libro en 1497, cuando era miembro
de la brillante corte del duque de Sforza en Milán. En ella tenía Pacioli por
compañero y consejero a Leonardo da Vinci, a quien debía de resultarle fá-

22. Ibiil., pp. Ut), 91, 117, 121, 124, 149, 176, 264-265; Pacioli on Accounting, liad. ingl.
y ed de R Gene llmwn y Kenneth S. Johnston, Garland, Nueva York, 1984. p. 27.
2* .layawardene, «l’aeioli», pp. 270-271.
LA T E N E D U R ÍA D E LIBR O S 175

F igura 16. Jacopo de Barbari, Retrato de F ra ’ Lúea Pacioli, c. 1500, Museo


Nazionale de Capodimonte, Nápoles (cortesía de Alinari/Art Resource, Nueva
York).

cil estar de acuerdo con un hombre que escribió que la vista es el más noble
de los sentidos y «que el ojo es el portal de entrada por medio del cual per­
cibe la inteligencia».24 Fue Leonardo quien proporcionó las ilustraciones
geométricas para Divina proportione.
El libro era neoplatónico e incluso neopitagórico, como el autor dejaba
claro en el título. La primera parte estaba dedicada a la proporción divina o
sección áurea, de la cual no es necesario que nos ocupemos aquí. Podríamos
señalar, con todo, que fascinó a Johannes Kepler también. Un siglo más tar­
de afirmó que era más valiosa que el teorema de Pitágoras. Este, según dijo,
podemos compararlo con el oro, la otra «podemos decir que es una joya pre­
ciosa».25

24. Samuel Y. Edgerton. Jr., The Heritage of Giotto ’s Geometry: Art and Science on the
Eve ofthe Scientific Revolution, Cornell University Press, Ithaca, N. Y., 1991, p. 148.
25. II. E. Ilunlley, The Divine Proportion: A Study of Mathematical Beauty, Dover,
Nueva York, 1970, p. 25. Quienes quieran seguir con la proporción divina, los sólidos plató­
nicos, etcétera, liarán bien en leer este libro.
I /(> LA M ED ID A DE LA R EA LID A D

Los capítulos de la mitad de la Divina proportione de Pacioli se ocupan


de la arquitectura y la última parte consiste en el tratado inédito de Piero de­
lla Francesca sobre los cinco fascinantes sólidos platónicos. Pacioli no indi­
ca de modo claro que el autor de esta sección fue su antiguo mentor y por
esta y otras cosas que tomó de otros autores se le ha condenado rotunda­
mente, desde el siglo xvi en Vidas de los más eminentes pintores, escultores
y arquitectos de Giorgio Vasari hasta la actualidad. El asunto es complica­
do porque en algunos casos Pacioli citó, de hecho, a Piero, y es posible que
el Iraile matemático fuera la fuente original de parte del trabajo que el artis­
ta hizo en el campo de las matemáticas. Hay también una gran posibilidad
de que el fraile recopilador, cansado de hacer genuflexiones ante inteligen­
cias mejores que la suya, tratara de conseguir un poco de originalidad arti­
ficial.26
La obra anterior de Pacioli, Summa de arithmetica, geometría, propor-
tioni et proportionalita, es una de las compilaciones más importantes de la
historia de las matemáticas. Con sus seiscientas páginas de letra apretada, es
una enciclopedia de las variedades de matemáticas. En la introducción el
autor anunció a los europeos que acababan de adquirir conocimiento de los
números que la astrología, la arquitectura, la escultura, la cosmografía, los
negocios, la táctica militar, la dialéctica y hasta la teología eran matemáti­
cas. También incluyó la perspectiva, que él quería que se añadiera al cua­
drivio, y la música, que declaró que era «como nada más que proporción y
proporcionalidad».27
El álgebra y la geometría, estimuladas por las traducciones de Arquíme-
des y los otros matemáticos griegos que se hicieron en el siglo xv, iban
avanzando y ahora existía un libro en lengua vernácula italiana que exponía
lo viejo y lo nuevo por escrito. La claridad y la eficiencia de la aritmética co­
mercial venían mejorando desde hacía dos siglos y ahora había una explica­
ción clara de todo ello, más una sección entera dedicada al dinero y la mo­
neda. Casi todos los números que aparecían en el libro estaban escritos
empleando los nuevos y cómodos guarismos indoarábigos (y, no fuéramos
. 1 pensar que la era moderna ya había llegado, el libro tenía una página ente­

la que ilustraba sobre cómo contar de 1 a 9.000 utilizando el viejo sistema


de los dedos).

26. Paul L. Rose, The Italian Renaissance of Mathematics, Libraire Droz, Ginebra,
1975, p. 144; Jayawardene, «Pacioli», pp. 269-270; Taylor, No Roval Road, pp. 251, 253,
262. 264-265,268-269, 274-275, 334-355; Giorgio Vasari, The Uves ofthe Artists, liad. ingl.
de Gcorge liull. Penguin Books, Harmondsworlh, 1971, pp. 191, 196.
27. Aun b.. Moyer, Música Scientia: Musical Sehoiarship in the Italian Renaissance,
( orneII Universily Press, Itliaca, N. Y., 1992, pp. 127. 132, I II; Jayawardene, «Pacioli»,
p 270; Taylor, No Roval Road, pp. 18 1. l‘)() !<)*>. | ‘)7,
LA T E N E D U R ÍA D E LIBRO S 177

La Sumiría se publicó dos veces en su totalidad, la primera en 1494 y la


segunda en 1523. Proporcionó el fundamento para muchos de los avances
en matemáticas, especialmente en álgebra, del siglo xvi. Los matemáticos
Girolamo Cardano y Niccoló Tartaglia rindieron tributo a su influencia, y
Raffaele Bombelli dijo que Pacioli era el primer hombre desde Leonardo Fi-
bonacci en el siglo xm que arrojaba nueva luz sobre la ciencia del álgebra.
Durante medio siglo aquella luz brilló intensamente y luego se desvaneció
al encenderse luces más brillantes en Italia y Francia.28
La influencia más duradera que ejerció Pacioli no fue como profeta del
neoplatonismo o como maestro de matemáticas, sino como instructor de te­
neduría de libros. Aportó, en letra impresa, una explicación clara y sencilla
de la técnica. De la sección de la Sumiría que trata de teneduría de libros,
«De computis et scripturis», se hicieron ediciones aparte en italiano, holan­
dés, alemán, francés e inglés en el siglo xvi, así como numerosos plagios. En
el siglo xix sus páginas sobre teneduría de libros aparecieron traducidas al
alemán y al ruso, a la vez que libros de instrucciones sobre contabilidad por
partida doble publicados en Estados Unidos decían que la técnica era «en
auténtica forma italiana», lo cual constituía un tributo a los inventores ita­
lianos del método y, además, a Pacioli, que publicó su libro de instrucciones
cuando hacía sólo un año que Colón había regresado de su primer viaje a
América.29

Pacioli comparó el hombre de negocios próspero con «un gallo, que es


el animal más despierto que existe, pues, entre otras cosas, vela de noche
en invierno y en verano, sin descansar jamás».30 Pacioli mencionó, en sus
explicaciones, que un mercader ocupado podía contar con hacer negocios
con bancos de Venecia, Brujas, Amberes, Barcelona, Londres, Roma y
Lyon, y con socios, agentes, clientes y proveedores en Roma, Florencia,
Milán, Nápoles, Génova, Londres y Brujas. En estas ciudades había dife­
rencias en los sistemas de pesas y medidas, en las divisas y en las maneras
de hacer negocios. «Si no puedes ser un buen contable — dijo Pacioli en tono
de censura— , avanzarás a tientas como un ciego y puede que sufras gran­
des pérdidas.»31
Llevar bien los libros de contabilidad era importantísimo para la buena

28. Jayawardene, «Pacioli», pp. 270, 271-272.


29. Pacioli on Accounting, p. 8; William Jackson. Bookkeeping: ¡n The True Italian
Form ofDehtor and Creditor hy Way of Double Entry, or, Practical Bookkeeping, Filadelfia,
1801, 1818.
70. Pacioli on Accounting. pp. 33, 55, 76-78, 79, 99.
31. Ihid.. p. 98.
178 L A M ED ID A D E L A R E A L ID A D

marcha de las sociedades mercantiles: «La contabilidad frecuente contribu­


ye a la amistad duradera». Llevar bien los libros permitía al mercader dis­
tinguir los beneficios y las pérdidas (lo que un médico quizá llamaría «los
signos vitales») de una sola mirada. Llevar bien los libros era un medio de
determinar las tendencias, tanto a corto como a largo plazo.32
El primer paso para llevar bien los libros consistía en determinar el esta­
do de tu negocio, esto es, hacer inventario.33 El fraile aconsejaba que esto se
luciese en un día en particular porque las cosas podían cambiar de un día
para otro. El inventario debía empezar del modo siguiente, por poner un
ejemplo: «En el nombre de Dios, en el octavo día de noviembre de 1493, en
Venecia. A continuación hago inventario de mí mismo, domiciliado en Ve-
necia, calle de los Santos Apóstoles». Seguidamente tenías que hacer una
lista del contenido de tu domicilio y tu comercio: dinero en efectivo, joyas,
y oro, designando cada partida por su peso; a continuación la ropa, descri­
biendo el estilo, el color y el estado de cada prenda; los objetos de plata,
también con una descripción completa, indicando no sólo el peso, sino tam­
bién la aleación; luego la ropa blanca— sábanas, manteles, y cosas por el es­
tilo— y los colchones de plumas, y así sucesivamente. Después tenías que ir
al almacén y tomar nota de todo lo que hubiera en él, con indicación preci­
sa del peso, el número y la medida: las especias, madera tintórea, pellejos,
etcétera. Luego debías hacer constar todos tus bienes raíces y dinero en de­
pósito, con todos los detalles referentes a la ubicación, alquileres e interés y
tollas las circunstancias de cada partida de ambas cosas. Finalmente, había
que indicar de forma clara la situación crediticia: cuánto dinero se prestó y
a quién, con los nombres y las referencias completos que constaban en los
registros pertinentes, y con un intento de evaluación; cuánto se prestó
a quienes devolverían lo prestado y cuánto a gorrones; cuánto se debía y a
quién, también detalladamente.34
lina vez hechas todas estas operaciones, el hombre de negocios podía
empezar la contabilidad normal y corriente. Los libros que debía llevar eran
lies el libro de apuntes, el diario y el libro mayor, cada uno de los cuales po­
día constar de varios volúmenes. Cada volumen debía estar marcado con
• esc signo glorioso del cual huyen todos los enemigos de lo espiritual, y
ante el cual tiembla justamente toda la jauría infernal: el signo de la Santa
Cruz». Las páginas de los volúmenes debían estar numeradas para impedir

.12. Ibid., pp. 9, 87.


.1.1. I,;is Cuentes de la siguiente descripción de las técnicas de teneduría de libros de Pa
cioli son un pulcro resumen que aparece en las páginas 64-75 de No Roval Road, de Taylor,
y las páginas 25-109 de la traducción inglesa de Gene Brown y Kenneth S. Johnslon, l'ario-
li on Accounting
I-I. I'ncioli on Accounting, pp. 28 .1.1.
LA T E N E D U R ÍA D E LIBR O S 179

que alguien las arrancase con el fin de ocultar cosas con fines fraudulentos.35
En el libro de apuntes debían anotarse todas las transacciones, grandes y
pequeñas, en la divisa que se utilizase, fuera cual fuere, y con tantos detalles
como el tiempo y la circunstancia permitieran. Algunos mercaderes incluían
su inventario en el libro de apuntes, pero Pacioli aconsejaba que no se hiciera
esto porque el libro se guardaba sobre el mostrador, donde cualquiera podía
leerlo, «y no es prudente dejar que la gente vea y sepa lo que posees». El libro
de apuntes era una extensa colección de datos en bruto a partir de los cuales
debían hacerse los otros dos libros, que eran más pulcros. El diario (que tam­
bién debía guardarse donde sólo pudieran verlo el mercader y las personas a
las que éste autorizase) era un registro fechado de las transacciones anotadas
de cualquier modo en el libro de apuntes, y en él se eliminaban los detalles su-
perfluos y se imponía orden al caos de los datos en bruto. Por ejemplo, cada
transacción que se apuntara en el diario debía expresarse en términos de una
sola divisa elegida por la empresa, «toda vez que no sería apropiado sumar ti­
pos diferentes». Para su «dinero de cuenta» (véase el capítulo 3 del presente
libro) Pacioli prefería las monedas venecianas, basadas en el ducado de oro. El
diario era fundamentalmente un registro de entradas y salidas, las cuales, se­
gún recomendaba Pacioli, debían indicarse mediante las expresiones Per para
el debe (nosotros diríamos «de») y A para el haber (nosotros diríamos «a»).36
El diario era la fuente del libro mayor, donde se hacía la contabilidad por
partida doble. Era el libro mayor el que permitía al hombre de negocios en­
terarse antes que nadie de si las cosas iban bien o iban mal. En él cada uno
de los apuntes del diario se anotaba dos veces, con referencias a las páginas
del diario, el apunte de activo a un lado y el de pasivo al otro. Cada transac­
ción consistía en ganar algo — mercancías, servicios, un préstamo— a cam­
bio de algo que debía proporcionarse enseguida o en el futuro. Cada tran­
sacción era doble, un entrar y un salir, como la respiración. Por ser doble
cada uno de los apuntes, el libro mayor era más largo que el diario, así que
Pacioli aconsejaba que se confeccionara un índice en el que los deudores y
los acreedores constasen por orden alfabético. (Esto último era una costum­
bre útil que los mercaderes probablemente tomaron de los escolásticos, aun­
que no por fuerza de forma directa; también en este caso véase el capítulo 3.)
Pacioli aconsejaba que para saldar las cuentas del libro mayor se tomara
un papel (en Italia se encontraba papel desde el siglo xm )37 y en el lado iz­
quierdo se hiciera una lista de los totales del debe y en el lado derecho de los

35. Ibid., p. 37.


3í). Ibid.. pp. 4.3-45, 47.
17. Amnld l’mvy, Terlmoloxy in World Civilization: A l'honsimil-Year History, MIT
l ’ivvs. ( nlfít-, M iiss . p. 42.
180 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

del haber. Las dos columnas se sumaban por separado y se comparaban. Si


el total de apuntes en el debe, «aunque hubiera diez mil», era igual al total
los del haber, exceptuando el beneficio o la pérdida reconocidos, entonces lo
más probable era que las cuentas fuesen exactas. Si las sumas eran desigua­
les, había un error de cálculo, omisión o falsedad en alguna parte y había que
buscarlo o buscarlos «diligentemente». Desde los tiempos de Pacioli, todo
contable está familiarizado con esta tarea, que es lo bastante ardua como para
poner a prueba incluso la fe neoplatónica en las simetrías de la creación.
Si las entradas eran mayores que las salidas, todo iba bien. Si ocurría lo
contrario, sería tan innegable como tener un mal sabor en la lengua: «Que
Dios proteja de tal estado de cosas a todo aquel de nosotros que sea real­
mente un buen cristiano».38

La contabilidad por partida doble no cambió el mundo. Ni tan sólo era


esencial para el capitalismo. Por ejemplo, la familia Fugger ganó mucho di­
nero en el siglo xv sin recurrir a ella.39 No era una obra maestra de la inteli­
gencia como el modelo de un universo heliocéntrico que formuló Copérni­
co, y los literatos y los entendidos han desdeñado los libros mayores de los
contables porque, según ellos, no son más gloriosos que el serrín y las viru­
tas que hay en el suelo del taller de un carpintero. Veneramos a Montaigne
en su torre, a san Juan de la Cruz en su celda, a Galileo con su telescopio,
pero pensar en Lúea Pacioli con su libro mayor no produce ningún senti­
miento de veneración. De hecho, a la mayoría de nosotros nos parece que
equipararle con hombres tan ilustres es ligeramente absurdo, como equipa­
rar un caballo de tiro con un purasangre. Pero nuestros gustos afectan a
la evolución de nuestras culturas y nuestras sociedades menos de lo que la
afectan nuestras costumbres. La teneduría de libros ha ejercido una influen­
cia inmensa y omnipresente en nuestra forma de pensar.
I .a contabilidad por partida doble fue y es un medio de absorber y man­
tener en suspensión, con el fin de interpretarlas luego, masas de datos que
antes se perdían. Desempeñó un papel importante al permitir que los euro­
peos del Renacimiento y sus sucesores en el comercio, la industria y el go­
bierno pusieran en marcha y mantuviesen el control de sus corporaciones y
burocracias. Nuestros ordenadores calculan a una velocidad que ni en sue­
ños hubiera imaginado fray Pacioli, pero funcionan dentro del mismo mar­
co (cuentas por pagar, cuentas por cobrar, y todo lo demás). El eficiente frai­
le nos enseñó la manera de obligar a las tiendas de comestibles y a las

'K. I'ocioli on Accotmlinf!, p. 97.


P) .loscph K. Strayer, «Accounting in the Mkklle Ages, 500-1500», en Richard P. Ilricl,
ed . Aivonnlaniv in l'ronsilion, Ciarland, Nueva York, I9S2, pp. 20 21.
L A T E N E D U R ÍA D E LIBR O S 181

naciones, que andan siempre zumbando de un lado para otro como niños hi-
peractivos, a detenerse para que les tomen las medidas.
El estilo veneciano, alia veneziana, nos alentó en nuestra costumbre, que
a menudo es útil y a veces es perniciosa, de dividirlo todo en blanco y negro,
bueno o malo, útil o inútil, parte del problema o parte de la solución, o bien
esto o aquello. Cuando los historiadores occidentales buscan las fuentes de
nuestro persistente maniqueísmo señalan al profeta persa Manés y a Aristó­
teles y su concepto del «medio excluido». Permítame sugerir que la influen­
cia de estos hombres ha sido menor que la del dinero, que tan elocuente­
mente nos habla en las hojas de balance. El dinero nunca está en una
posición intermedia. Cada vez que un contable divide todo lo que hay den­
tro de su ámbito en más o menos, nuestra inclinación a categorizar toda la
experiencia como esto o como aquello se ve validada.
En los últimos siete siglos la teneduría de libros ha hecho más para dar
forma a las percepciones de mentes más brillantes que cualquier innovación
en la filosofía o la ciencia. Mientras unas cuantas personas reflexionaban so­
bre las palabras de René Descartes e Immanuel Kant, millones de otras per­
sonas inquietas y laboriosas escribían apuntes en pulcros libros y luego ra­
cionalizaban el mundo para que se ajustase a sus libros. La precisión,
indispensable para nuestra ciencia, nuestra tecnología y nuestro quehacer
económico y burocrático, era rara en la Edad Media, y todavía más rara­
mente cuantitativa. En el siglo xvi, por ejemplo, el obispo Gregorio de
Tours sumó el número de años que habían transcurrido desde la creación y,
según los manuscritos de su obra que han llegado hasta nosotros, se equivo­
có en 271 años. Al parecer, pocos lectores medievales se dieron cuenta de
ello o, si se dieron cuenta, no les importó.
A modo de contraste con la imprecisión de Gregorio, lea el siguiente
modelo de anotación para un libro de apuntes que ofrece Pacioli. Parece
cosa de otro mundo y, en cierto modo, lo era.

En este día, hemos (o he) comprado de Filippo de Ruffoni de Brescia


veinte piezas de paño blanco de Brescia. Están almacenadas en el sótano de
Stefano Tagliapietra y tienen tantos brazos de longitud cada una, como acor­
damos. Cuestan doce ducados cada una y están marcadas con cierto número.
Menciónese si el paño está hecho de urdimbre triple, si mide de cuatro a cin­
co por de cuatro a cinco brazos de longitud brazo, si es ancha o estrecha, fina
o mediana, si bergamasca, vicenzana, veronesa, paduana, florentina o man-
tuana. Indíquese si la transacción se hizo exclusivamente en efectivo, o parte
en eíeelivo y parte a plazos. Indíquese cuándo debe pagarse el resto o si el
pago fue en parte en efectivo y el resto en mercancías.'40

•t() l'm mil un Art oimtinx. |v -10.


182 L A M ED ID A D E LA R E A L ID A D

Como escribió Pacioli, los estudiantes italianos burgueses que no asis­


tían a escuelas catedralicias o universidades, sino a escuelas llamadas de
abaco (podríamos decir que eran «escuelas de formación profesional» para
mercaderes y sus ayudantes),41 ponían a punto sus habilidades matemáticas
con problemas como éste:

[Tres hombres, Tomasso, Domenego y Nicolo, formaron sociedad. To-


masso invirtió 760 ducados en el primer día de enero de 1472, y en el primer
día de abril sacó 200 ducados. Domenego invirtió 616 ducados en el primer
día de febrero de 1472, y en el primer día de junio sacó 96 ducados, Nicolo
invirtió 892 ducados en el primer día de febrero de 1472, y en el primer día
de marzo sacó 252 ducados. Y en el primer día de enero de 1475 compro­
baron que habían ganado 3.168 ducados, 13 grossi y I. Se requiere la parte
de cada uno, para que nadie resulte estafado.42

lili 1200 san Francisco de Asís, que vivía en un mundo que era un hervide­
ro de fuerzas misteriosas e incontrolables, alcanzó la plenitud abrazando la
pobreza. Trescientos años más tarde el franciscano Lúea Pacioli escribió un
clásico del reduccionismo en el que expuso las técnicas necesarias para re­
ducir el mundo a ventajas y desventajas, para reducirlo a algo visual, cuan­
titativo, y, por consiguiente, comprensible y posiblemente controlable. Re­
cibió del papa una dispensa para tener propiedades y, al parecer, dejó
quinientos ducados a sus herederos.43
La figura 17 ilustra la última de las páginas de Pacioli sobre teneduría de
libros. El tercio superior comenta las «partidas que es necesario que los
hombres de negocios anoten», los dos tercios de abajo, «una ilustración de
asientos en el libro mayor». Qué extraño resulta ver el italiano escrito en le­
ba negra, que ahora suele llamarse «letra gótica» y que era común en todas
parles en el decenio de 1490. Observe que Pacioli utiliza números indoará­
bigos excepto en el caso del mayor de todos los números, el del año. Al igual
que nosotros, Pacioli volvía a utilizar números romanos para causar un efec­
to solemne, impresionante. «Usad las letras antiguas al hacer este apunte, si­
quiera para obtener más belleza — aconsejó, aunque luego añadió— : no im­
polla.»44

4 1 Paul F. Grendler, Schooling in Renaissance Italy: Literacy and Learning, 1300-


lf)0t>, Johns Hopkins Press, Baltimore, 1989, pp. 22-23, 306-323.
42. I'i ank J. Swetz, Capitalism and Arithmetic: The New Math of the I5th Centurv,
OpniCourl. La Salle, lll„ 1987, p. 139.
4 I. Taylor, No RoyaI Road, pp. 359, 370-373, .379, 3 8 1.
•14 Pacioli on Accounting, pp. 51, 107 109.
LA T E N E D U R IA D E LIBR O S 183

B iftin d io nona .Z ra d a tn e -n ’ -B e fcripturis


C a lí cfte acadc metiere aítríOOidm^t od mercante,
d ttc lemafferiric w cafa o oí borrega ebetu túruoui. ¿E»a voglíono cíTcrc per
oidinc.doe tone le coíe oí férro oa perfe con l'pario oa potere agicmgncre febt>
fognaflc.£cofioalegnaretn . arginequdleebefulTírto perdutte ovendutto
oonattoguafte. £&>i non fí íntetidc ntafleririe mímue oípoco valore. £ fart rt
coido oí tune le colé oortone oa perfe comme e oaro. £ límite tune le cofc oíltagno. £ fl
ínileiutte Iccofe oilensno.£ cotí tutte le cofe oírame.£ cotí tuttele colé oaríento e 0010 ve.
©omp.’C con (patio oí qualcbe carta oa potere arrogo* fe bifognafie-e cofi oadare nontrí
oiqucllochemancaflé. Cuttelemalleuerieoobbiigbío piomeflédjepromettefllpcrql/
tbe amíco. ecbíarire bene d x ecomint. C une lemercantíe o altre cofe d x ri folft no faf-
fate i guardia o a ferbo o i p. ¡(a oa cjlcbe amíco.e cofi tutte Iccofe dá tu pftaíli'a ahri tuoj
am icí Curtí limercari condiríonati cíoe copie ovéditecome p etéplovno córralo doc <fl
tn mí mandicon Icpioílime galccdx toinerannootngMúerra tanri cantara oí lañe nlímf
ftrí a cafo ebe le fiéno buonee recíptcntí.Jo ti oaro tanto od camaro o od ccnto o vari i>
te tí mandaro altítcomro rantí cantara oí cottoni. C une le cafe o poffcfltoni o bottegbe
o gioic ebe tu affiralTi a tantí ouc.o a tante líre (atino. £ quando tu rifcotcrai Afino al oía <jl
Ifoínari fauno a menereal libio comme oífopia ti oífli. licitan d o qualdx giota o uawla-
mentí oaríento o o o » a qualdx tuo amico per otto o quídici gi'oini oiquefte tale cofe nó
fi menono al Itbio.ma fox fá ricoido ale ricoidan(e.perdx fra pocbi gioini lai bariauere.
£ cofi per contra fe are foíTtpieftato íim ili cofe non li ocbbi mettere al libro, ú&afarne tne
mona alerícordan$e perdx pidió lai a renderc.
Comme II feriuono lire e W dí e oanari e piciol ie altre abieuiature.
Xire foldt oanari pidoli Iibbie once oánartxfi graní carati oucatí fibiintorgW.
8 ( 8 p líbbre t§ ¿ p g*. tt ouf. fio.lar

áCómtflíoebbeoettareleptitfoe oebitoii. £ó m c li debbe oíttare lepóte ot cneditori.


fíhcccC I r r r r u i0. fifccccc? i m t í ü .
ío douico Díptero fordlai Icdouicooipiéro fon tai
ocoareaoía í.noucmbrc. oebauerea i.nouébre
i 49 i.S . 4 4 .f.ir 6 . 8.porto i49?.8-2oJ.4.8.2.fónop
mtarí in pftagi.polto caf parte oipagamento.£ per
faauereacar. 2 S 4 4 £1 88. (nfedia promiílt a r ilt r o
£ a ot'.i g.oetto Sr-t8-f.it .8 . píacere frácefcbo twtonio.
É.promcncmo p luí a martí caualcánpoftooareac.2.8 20 ( 4 8 2 .
m n'picro forabofebi afuo
¡nacer pollobérc i qllo.31 2 . S 18 P 1 1 36 . Caifa in mano oí fimone
oaleflbbóbcni oebauere a
Caifa i mano oi fimone 03 di.i 4.iionébre.i49?.8.44-
leflbbóbeni oe oar aoi. 14. f.i .8.g.alodouiCodipíéro
aoebt i49 J* S.62.P. 1 ;. foreflaníin cjllo. a car. í . 8 4 4 fli Ó t
6.2.0a francrico oantonio £adí.22.nouembre.i49í
caualcann(nqlloac.2 % 62 f u 86 . 8.18-f.o .8.6.a marnno di
piero forabofcbíjaca.2» 8 18 f u 86

ÉRartfnoof piero fora bo iQ&artino d i piero fbra bo


Ubi oedare a di.io.noucm fdjidt batiere a di. 1 s.nouí
bita 495.8.1 8 f -u . 8 .épor bre.t4 9 ?.S .i 8.f.il .8.6glí
to (uímedefimo contad po' .pmenemo a fuo píacere p
fio caifa a car. 2. i is P11 86. iodoufeo oi piero fordfcmi
podoóbbibcrciqáoac.2.g <8 f n 8 <

^rancefcodantomo canal ^ranedebodate o canal


cari oedare a oi.12.oi noué canti de liauerea di.14.no/
bre.t49;.8.2oí-4.8.2ci'p ucbr J49?.8r-62.£.!}.8.6.
mintanofirr iat plodo reco luí medefímo ptáti po
uicoot'Dierotoreflaiac.i. i 10 f 4 8 2 . lio caifa daré a.car.i. % 61 f i j 86

l ' i t i i i R A 17. I lita página de I -tica Pacioli sobre conlabilidad, 1494. John B. Geijsbeek,

Anc-utnl Dnnhlc l-.nlry Hookkvcpiny, Scholai ’s Book Co., I lonston, 1974, p. 80.
Tercera parte

EPÍLOGO

Porque muchas partes de la naturaleza no pueden ni inven­


tarse con suficiente sutileza ni demostrarse con suficiente clari­
dad ni adaptarse al uso con suficiente destreza, sin la ayuda y la
intervención de las matemáticas: de cuya especie son la pers­
pectiva, la música, la astronomía, la cosmología, la arquitectura,
la ingeniería y diversas otras.
F r a n c is B a c o n (1605)

A menudo digo que cuando puedes medir aquello de lo que


estás hablando y expresarlo en números sabes algo sobre ello;
pero cuando no puedes medirlo, cuando no puedes expresarlo en
números, tu conocimiento es de un tipo pobre e insatisfactorio.
W il l ia m T h o m p s o n , lo r d K e l v in (1891)
11. EL NUEVO MODELO

Empezando en los decenios milagrosos de principios del siglo xiv, du­


rante los cuales la percepción experimentó cambios que no tendrían igual
hasta la era de Einstein y Picasso, y continuando durante generaciones, a ve­
ces rápidamente, a veces con lentitud, a veces en un terreno de la mentalité
y a veces en otro, los europeos occidentales crearon una forma nueva de per­
cibir el tiempo, el espacio y el entorno material, una forma más puramente
visual y cuantitativa que la antigua.
La vista era y es una tirana y una agresora que invade los reinos de los
otros sentidos. Registre usted acontecimientos en orden cronológico sobre
pergamino o papel y tendrá una máquina del tiempo. Puede dar un paso atrás
y observar el principio y el final simultáneamente. Puede alterar la dirección
del tiempo, y puede detener el tiempo con el fin de examinar los aconteci­
mientos de uno en uno. Si es usted contable, puede retroceder para localizar
un error; puede elaborar una hoja de balance como si fuera una fotografía de
la sibilante tempestad de transacciones.
Puede comparar detalladamente una secuencia con otra, o complemen­
tar una con otra o con varias otras, todas ellas moviéndose a su propio ritmo.
O puede empezar con el ahora y provocar un retroceso y una progresión si­
multáneos. Los compositores occidentales fueron los primeros en correr se­
mejantes aventuras en los siglos xm y xtv, y crearon obras maestras que han
deleitado tanto a los músicos como a los matemáticos hasta nuestros días.
La vista permitió a sus partidarios ver y pensar en el espacio geométri­
camente. Impresionados por la luz que parecía extenderse de modo instán-
taneo en conos y globos de radiación, luz que era la única cosa discernible
que se comportaba con la pulcritud de los diagramas en un texto euclidiano,
dejaron que la vista les guiase hasta la perspectiva renacentista y algunas de
las obras de arte más grandes de todos los siglos, y de allí a una nueva as­
tronomía.
I a mayor ventaja que obtuvieron los partidarios de la vista fue sencilla­
mente su compatibilidad con la mcdii ion en términos de cuantos uniformes.
188 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

San Buenaventura, escolástico y superior general de los franciscanos, pro­


clamó que «Dios es luz en el sentido más literal»;1 ipsofacto, funcionó de
manera uniforme en todo el tiempo y el espacio. La consecuencia luminosa-
espiritual fue que se comprobaría que una legua, si se medía con precisión,
era igual en todas partes y en todo momento, y lo mismo podía decirse de
una hora. Los occidentales, monoteístas fascinados por la luz, se deleitaban
con la pantometría.
En términos prácticos, el nuevo método consistía sencillamente en redu­
cir aquello en lo que se intente pensar al mínimo que requiera su definición;
visualizarlo sobre el papel, o al menos mentalmente, ya se trate de la fluctua­
ción de los precios de la lana en las ferias de la Champagne o de la trayecto­
ria de Marte por el cielo, y dividirlo en cuantos iguales, ya sea realmente o en
la imaginación. Luego puede medirse, es decir, contar los cuantos.
Entonces posee usted una representación cuantitativa de su tema que es
precisa, por más que sea simplificada y contenga errores y omisiones. Pue­
de pensar en ella rigurosamente. Puede manipularla y experimentar con ella,
como hacemos hoy con los modelos creados con ordenador.2 Es indepen­
diente de usted, por así decirlo. Puede hacer por usted algo que la represen­
tación verbal raramente hace: contradecir sus deseos más fervorosos y em­
pujarle a hacer especulaciones más eficaces. Fue la cuantificación y no la
estél ica, ni la lógica per se, la que rechazó todos los esfuerzos de Kepler por
meter el sistema solar en una jaula con sus queridos sólidos platónicos y le
empujó a seguir hasta que ideó a regañadientes sus leyes planetarias.1
Visualización y cuantificación: juntas echan el candado y la realidad
queda encadenada (al menos con la fuerza suficiente y durante el tiempo su­
ficiente para extraer de ella un poco de trabajo y posiblemente una o dos le­
yes ele la naturaleza).
Parecía que la naturaleza estaba de acuerdo con este método (el mayor
de los milagros), y que la mente humana era apta para la visualización y los

I I*;ili ick lioyde, Dante, PhUomythes and Philosoplier, Cambridge University Press,
I'IK I. |i 210. Para un planteamiento sucinto de la teoría de la luz de Buenaventura, véase Da-
'•<!(' I imlhcrg, «The Génesis o f Kepler's Theory o f Light: Light Metaphysics from Ploti-
nus tu Kepler», Osiris, sin especificar, 2 (1986), p. 17.
’ lisios últimos párrafos proceden de muchas fuentes. Las más importantes entre ellas
son las obras citadas anteriormente de Walter J. Ong y Samuel Y. Edgerton, Jr. Véase tam­
bién Bruno I.atour, «Visualization and Cognition: Thinking with Eyes and Hands», Know-
ledge and Soeiety: Studies in tlie Sociologv o f Culture Past and Present, A Research Animal,
b (1986), pp. 1-40.
f Arlhur Koesller, The Sleepwatkers: A History o f Man ’.v Clianging Vision afilie llni
verse. Penguin Books, Harmondsworlh, 1964. p. 276 (hay (rail, casi.: l.os sonámbulos. Sal
val. Barcelona, |9*)4',2 vols.).
E L NUEVO M ODELO 189

números: «Sólo estos [números] percibimos correctamente — dijo Kepler


hace cuatrocientos años— , y con la debida reverencia diré que en este caso
nuestra comprensión es del mismo tipo que la de Dios, al menos en la medi­
da en que podemos entenderla en esta vida mortal».4
Ya en 1444 Besarión, el embajador y cardenal bizantino, escribió a casa
diciendo que había que mandar en secreto jóvenes griegos a Italia para que
aprendieran habilidades artesanales.5 En aquel tiempo, los occidentales ya
iban a la cabeza del mundo en lo que se refería a inventar y utilizar maqui­
naria. Al finalizar el siglo estaban a la misma altura o por delante de otros en
cartografía, navegación, astronomía, procedimientos comerciales y banca-
ríos y matemáticas prácticas y teóricas. A finales del siglo siguiente, lleva­
ban todavía más delantera en los mismos campos y en otros nuevos.
La ventaja general que llevaba Occidente no era tan grande como sería
en el siglo xix (período durante el cual la diferencia sería, por así decirlo, la
que hay entre el barco de vapor y el junco y el dhow), y en algunos campos
Occidente todavía iba a la zaga. Los ejércitos otomanos, por ejemplo, esta­
ban mejor organizados y adiestrados y podía demostrarse que eran superio­
res a los de Occidente: en 1529 los turcos llegaron a las puertas de Viena.
Otro ejemplo: la versión china del cielo, sin esferas de cristal, sino cuerpos
celestes flotando en el espacio, se acercaba más a la verdad que la occiden­
tal. Pero los occidentales llevaban una ventaja enorme en la forma de perci­
bir la realidad, lo cual les permitía razonar acerca de ella y luego mani­
pularla. Cultivaban lo que Eviatar Zerubavel llama «el carácter racionalista
de la cultura moderna»: «precisa, puntual, calculable, estándar, burocrática,
rígida, invariable, excelentemente coordinada y normal».6 Cabría añadir que
todas estas cualidades pertenecen al campo de lo visual y cuantitativo, o al
menos inducen a pensar en ello.

La imprenta amplió el prestigio de la visualización e hizo que la cuanti­


ficación se propagase más rápidamente. La demanda de más libros había
propiciado la creación de «papelerías» (podríamos llamarlas «editoriales»)
alrededor de las universidades, donde escribas que empleaban la nueva letra
gótica copiaban más libros con mayor rapidez que nunca.7 Luego, en el de-

4. Ibid., p. 535.
5. A. G. Keller, «A Byzantine Admirer of “Western” Progress: Cardinal Bessarion»,
Cambridge Histórica! Journal, 11. n.° 3 (1955), pp. 22-23.
6. Kvialar Zcmhavcl, Hidilen Rhythms: Schedules and Calendars in Social Life, Uni-
versily ot Chicago Press, Chicago, 1967, p. xvi.
7. (ico. Ilaven Pnlnam, liooks and Tlu-ir Makers Da ring tlw Middle Ages, Putnam’s,
Nueva York, IKOO, pp. 10, I I, IS4 ISO, 205: Cml l\ Biihlei. The Tifteenth Cenltiry Hook,
1111 ivi'i si i y ol IYniisylvnnin Press. I iladellia, lool). p 22
190 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

ccnio de 1450, un metalúrgico de Maguncia, Alemania, Johann Gutenberg,


empezó a imprimir libros con tipos móviles, tintas formuladas de manera es­
pecial y una prensa que era una adaptación de la antigua prensa para uvas,
lisie acontecimiento fue mucho más significativo que la caída de Constanti-
nopla en manos de los turcos, en aquella misma época, aunque nadie pensó
en ello entonces.
La imprenta (nombre arbitrario y singular para una combinación de in­
ventos) se difundió con mayor rapidez que cualquiera de las novedades me­
cánicas aparecidas desde el reloj. En 1478 ya se imprimía en Londres, Cra­
covia, Budapest, Palermo, Valencia y varias ciudades situadas entre ellas.
A comienzos del siglo siguiente ya se habían impreso millones de libros.89A
diferencia de las sociedades de Oriente, las de Occidente tenían hambre de
aprender mirando fijamente unos signos estandarizados sobre papel.
La serie completa de efectos de dicha hambre es demasiado amplia para
ocuparnos de ella aquí y ya la ha analizado de manera extensa y perceptiva
Idizabeth L. Eisenstein.y Nos contentaremos con examinar una última zanja
arqueológica, una zanja que corta estratos que están sometidos de modo di­
recto a la influencia sísmica de la imprenta.
La ilustración científica y técnica occidental alcanzó pronto un apogeo
artístico jamás superado en los siglos xv y xvi. En el medio siglo que prece­
dió a la impresión del primer libro de Europa, Mariano di Jacopo, al que so­
lían llamar Taccola, había utilizado las innovaciones pictóricas de Giotto y
Albcrti (la percepción del cuadro como ventana por la que el espectador ve
una escena visualmente realista desde un solo punto de vista) para iniciar el
moderno dibujo técnico. El siguiente par de generaciones de artistas y arte­
sanos artísticos inventaron muchos de los convencionalismos pictóricos
-el corte transversal que permite ver el interior, la sección en perspectiva,
la visión transparente— por medio de los cuales el ingeniero, el arquitecto,
el anatomista, el botánico y otros muestran al lector lo que sería imposible
describir claramente con palabras. Francesco di Giorgio Martini dibujó para
nosotros la verbalmente indescriptible bomba con válvula de charnela do-

8. Cario M. Cipolla, Before the Industrial Revolution: European Society and Economy,
IOOO 1700, Norton, Nueva York, 1980, p. 179; Elizabeth L. Eisenstein, The Prínting Revo-
liition in Early Modern Europe, Cambridge University Press, 1983, pp. 13-16; Hermann Ke-
llcnhcnz, «Technology in the Age of the Scientific Revolution, 1500-1799», en Cario M. Ci­
polla. cd., The Fontana Economh: History o f Europe: The Sixteenth and Seventeenth
( 'entunes, William Collins, Lontlres, 1974, p. 180; Fernand Braudel, Civilization and Capi-
lulisni. l5lh-IRth Century, vol. I: The Structures o f Everyday Life: The Limits o f the Possi
hle, liad. ingl. de Siün Reynolds, Harper & Row, Nueva York, 1981, p. 400 (hay liad, casi.:
( '¡vili/acion material, economía y capitalismo. Alianza, Madrid, 1984, 3 vols.).
9. I'.isc'iisk'iii, Tlh Prínting Revolution.
E L NUEVO M ODELO 191

ble-recíproca, y Leonardo da Vinci mostró en un dibujo el conocido exterior


del lado izquierdo de la cara de un cráneo y, por medio de un corte trans­
versal en el lado derecho, el misterioso interior.10*
Con la imprenta la utilidad y la importancia de la ilustración técnica pre­
cisa avanzaron rápidamente. Los escribas podían reproducir sus escritos con
sólo alguna omisión y algún error poco importantes, pero nunca ilustraciones
complejas o sutiles. (Imagine pedirles a los pobres estudiantes que escriben
afanosamente en una «papelería» para pagarse los estudios que hagan cien
copias de la representación del cráneo que dibujó Leonardo.) Los impresores,
en cambio, podían producir una copia perfecta tras otra de cualquier lámina,
ya fuese de madera, de metal o de piedra, que colocasen en sus prensas.
Lúea Pacioli proporcionó un grabado en perspectiva del icosaedro que
definía en un instante el sólido de veinte caras para el confundido estudian­
te de geometría. Cesare Cesariano aportó un híbrido de cuadro y diagrama
que aclaraba tanto el funcionamiento real como la función geométrica de la
palanca. La tendencia alcanzó su apogeo en los decenios intermedios del si­
glo x v i con la publicación de dibujos técnicos en De re metallica, de Georg
Bauer Agrícola; con las elegantes ilustraciones de Diverse et artificióse mac-
chine, de Agostino Ramelli; y con las ilustraciones de la anatomía humana
que aparecen en De humani corporis fabrica, de Andreas Vesalius, o Vesa-
lio," y que todavía hoy inspiran desde el punto de vista científico y son in­
comparables desde el artístico. (Véase la figura 18 para un plagio del estilo
de Vesalio por parte de un artista y anatomista inferior, Juan Valverde di
Hamusco.) No es fácil imaginar la revolución científica de finales del si­
glo x v i y del siglo x v i i , en la cual tantas cosas se visualizaron al preparar los
análisis y durante ellos, sin la ilustración impresa.
La perspectiva renacentista dio a los occidentales el medio no sólo de
producir representaciones exactas de la realidad material en superficies pla­
nas, sino también de jugar con dichas representaciones, de tirar de ellas y es­
tirarlas de manera controlada y útil. Los seres humanos podían jugar a ser
dioses, al menos en dos dimensiones. Alberto Duero edificó sobre las ense­
ñanzas de Alberti y en 1537 publicó un tratado de análisis e instrucción
avanzados sobre perspectiva. Ilustró cómo el rostro humano, dibujado sobre
una cuadrícula albertiana, podía estirarse hacia un lado o hacia otro, alteran­
do la forma del conjunto pero nunca las proporciones de los rasgos (figura
19), lo cual es sorprendente.

10. Samuel Y. liclgerlon, Jr., The Heritage ofG iotto ’s Geometrv: A rt and Science on the
/•.'ir afilie Scienlific Revolution, Cornell IJniversity Press, Ithaca, N. Y., 1991, pp. 126, 129,
I II, M6 I 17. 142.
I I //>/,/ . pp. I0X, 172. 1X1. 1X2, IXX, 190.
192 LA M ED ID A D E LA R E A LID A D

1'KíURA 18. Una página de Anatomía del cuerpo humano, de Juan Valverde di Ha-
musco, 1560 (cortesía de Harry Ranson Humanities Research Center, University of
l'oxas, Auslin).

I I libro de Durero circuló entre los cartógrafos, del mismo modo que el
de l’lolomeo había circulado entre los artistas. Abraham Ortelio, el gran car­
tógrafo holandés, poseía un ejemplar, y probablemente Gerardus Mercator
también estaba familiarizado con lo que decía Durero sobre la perspectiva.12
lis probable que Durero inspirase, al menos en parte, la mayor hazaña de vi-
suali/ación y cuantificación del siglo xvi, la que venimos llamando «pro­
yección de Mercator».
I.os portulanos, que no eran mucho mejores que los bosquejos de las

12. Un,i. pp. 173-178.


E L NU EVO MODELO 193

F i g u r a 19. Una página de De varietate figurarum, 1537, de Alberto Durero. Pro­


piedad de Abraham Ortelio (cortesía de Chapín Library of Rare Books, Williams
College, Williamstown, Mass.

costas hechos a mano alzada, bastaban para navegar por los mares encerra­
dos de Europa, pero en los viajes hacia aguas desconocidas los viejos mapas
y la vieja sabiduría eran inútiles. Los marineros se veían obligados a arries­
gar sus barcos y a jugarse la vida confiando no sólo en la brújula para en­
contrar la dirección, sino también en aparatos que eran nuevos para ellos,
aunque no para los astrónomos, como el astrolabio, el cuadrante y la balles­
tilla para medir la posición por medio de la ubicación de los cuerpos celes­
tes. Cuando la Estrella del Norte se deslizó finalmente hasta debajo del ho­
rizonte de los portugueses que navegaban con rumbo al sur de Africa y la
India, éstos aprendieron a calcular su posición norte-sur midiendo la altitud,
la altura, del Sol en el mediodía.
194 L A M ED ID A D E LA R E A L ID A D

Con la ayuda de estos instrumentos y de la creciente experiencia de


navegar en alta mar los europeos occidentales aprendieron a atravesar los
océanos y encontrar el camino de vuelta, pero siguió siendo necesario recu­
rrir con frecuencia a las conjeturas. Los navegantes necesitaban cartas exac­
tas para trazar los rumbos magnéticos. Los mapas con líneas de longitud y
latitud espaciadas de forma igual y trazadas en ángulo recto eran útiles en
los viajes cortos, pero el mundo es redondo y en los viajes largos tales ma­
pas eran engañosos, incluso peligrosos. Los mapas confeccionados de
acuerdo con los sistemas de proyección cartográfica heredados de Ptolomeo
eran representaciones de la superficie de la Tierra que resultaban coherentes
desde el punto de vista geométrico y útiles desde el académico, pero no ayu­
daban al marinero que quería trazar un rumbo para cruzar no un mar, sino un
océano.13
A las líneas de latitud se las llama «paralelos» porque son justamemnte
eso, paralelas. Las líneas de longitud, los meridianos, no lo son: son curvas
que se encuentran en los polos. En una carta cuadriculada de manera unifor­
me como el papel para gráficos un rumbo de marcación constante (derrota
loxodrómica) es una lina recta, pero no lo es en la superficie de la Tierra (a
menos que el rumbo sea de norte-sur o de este-oeste, que raramente te lle­
vará adonde quieres ir). Una derrota loxodrómica corta cada uno de los me­
ridianos en un ángulo ligeramente distinto del anterior y ella misma es cur­
va. Lo que un navegante necesita es una paradoja múltiple: un mapa plano
del mundo redondo en el cual pueda trazar una derrota loxodrómica, en rea­
lidad una línea curva, con una regla de borde recto.
El geógrafo portugués Pedro Nunes descubrió que una línea de marca­
ción constante (de nuevo a menos que sea de norte-sur o este-oeste) que em­
piece en el ecuador es una espiral larga que termina en un polo. Al parecer,
sus derrotas loxodrómicas en espiral fascinaban a Gerardus Mercator, el car­
tógrafo flamenco, porque trazó una serie de ellas en su primer globo terrá­
queo.I11 En el mapamundi que imprimió en 1569, «Nueva y Mejorada Des­
i i ipción de las Tierras del Mundo, enmendada y destinada al Uso de los
Navegantes», enderezó las derrotas loxodrómicas curvas mediante el em­
pleo de «una nueva proporción y una nueva disposición de los meridianos
en relación con los paralelos». Trazó los meridianos como paralelos, tergi­
versación escandalosa que amplió enormemente las regiones polares. Co­
metió una tergiversación más al incrementar las distancias entre las líneas de

I L Samuel Y. Edgerton, Jr., The Renaissance Rediscovery o f Linear Perspective, Basic


Books Nueva York, 1975, pp. 99-100.
14. li. (¡. R. Taylor, The llaven-Fiiuling Arl: A History o f Naviyotion from Oihwseits lo
( ni¡loin Cook, Ahelaril Scluunaii, Nueva York, 1957, pp. 157 I7S.
E L NUEVO M ODELO 195

latitud a medida que se alejan del ecuador en proporción con la ampliación


artificial de las distancias entre los meridianos. El resultado fue un mapa en
el cual las tierras del norte, Groenlandia, por ejemplo, eran enormemente
mayores, comparadas con las zonas más meridionales, de lo que eran en re­
alidad. Pero (un pero muy útil) los marineros podían trazar los rumbos mag­
néticos como líneas rectas sobre mapas dibujados de acuerdo con la proyec­
ción de Mercator.15 Al igual que el caso de la cabeza deformada de Durero,
se preservó la coherencia de una sola característica, pero a costa de prácti­
camente todo lo demás.
La perspectiva albertiana fue fruto de esfuerzos por preservar tanta exac­
titud espacial y direccional visualizada como fuera compatible con la reduc­
ción de tres dimensiones a dos. Los pintores manieristas del siglo xvi defor­
maron la perspectiva albertiana en aras del efecto dramático. Los portulanos
y los mapas ptolemaicos fueron fruto de los esfuerzos por preservar un má­
ximo de exactitud direccional y espacial al tiempo que se representaba la re­
dondez de la Tierra en una superficie plana. Mercator confeccionó un mapa
que deformaba escandalosamente el tamaño en aras de una sola cosa: la con­
veniencia de los marineros. Lúe una proeza visual.
No dejó nada que explicase el aspecto matemático de su proyección,
quizá porque, al igual que Giotto, había actuado basándose en la experien­
cia y las conjeturas más que en teorías rigurosas. Un inglés, Edward
Wright, proporcionó los detalles matemáticos en su libro de 1599 Certaine
Errors o f Navigation. Es posible que para los cálculos, que son complica­
dos, utilizase una forma primitiva de lo que puede decirse que fue el último
don del Renacimiento y el primero de Escocia a las matemáticas: el siste­
ma de logaritmos que formuló el octavo señor de Merchiston, John Na-
pier.16
Napier, que era un calvinista fanático, trabajaba en los logaritmos en el
decenio de 1590, pero los conflictos religiosos de la época distrajeron su
atención. Escribió un tratado sobre el Apocalipsis o Revelación de San Juan
el Teólogo en el cual identificaba a Roma como «la madre de todo el pu­
taísmo espiritual», y proyectó espejos gigantescos que concentrarían los ra­
yos del Sol en los barcos enemigos y los destruirían «a la distancia que se
señalara». Las personas normales creían que era un agente del diablo, como
muchos matemáticos. Hasta 1614 no publicó su Mirifici logarithmorum ca­

ví. John Noble Wilford, The Mapmakers: The Story o f the C reat Pioneers in Carto-
graplty froni Antitptity to the Spttce Age, Vintage Books, Nueva York, 1982, pp. 73-77.
I(>. Ihiil., p. l(r, Taylor. The / laven-Piinling Alt, pp. 223, 226: Margara E. Barón, «Na-
piiii, .)(>lni . en Charles ( '. (lillispie, eil., /'lie Dietionarv <>J Scientifit Hiography, Scribner’s,
Nueva Yoik. l')/<) luso, vol. <>. p. (,|<).
196 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

nonis descriptio (Descripción del maravilloso canon de los logaritmos), con


sus páginas y páginas de columnas, cascadas, cataratas de números, núme­
ros, números.17*

Occidente en el siglo xvi era único. Avanzaba más aprisa que cualquier
otra sociedad grande en lo que se refiere a la capacidad de aprovechar y con­
trolar su entorno. Pocas sociedades — o ninguna— igualaban a Occidente en
los campos de la ciencia y la tecnología, en la capacidad de proyectar su po­
der a lugares muy lejanos y de improvisar nuevas instituciones y nuevas téc­
nicas comerciales y burocráticas. La otra cara de la moneda era la inestabi­
lidad. Occidente se estremecía y vibraba y silbaba como si fuese a estallar en
pedazos, y así estuvo a punto de suceder.
Montaigne, hombre cuerdo en una época loca, protestó contra la guerra
de religión y los estragos fortuitos que la seguían de cerca, una guerra «tan
maligna y tan destructiva que se destruye a sí misma junto a todo lo demás,
arrancándose un miembro tras otro en su frenesí». Condenó la epidemia de
brujería y comentó que «representa conceder mucho valor a tus conjeturas
asar a un hombre por ellas». Occidente buscaba la certidumbre piadosa por
medio de la matanza — por ejemplo, el exterminio de los anabaptistas de
Miinster— y recurrió a la hoguera o a otros procedimientos para librar al
mundo de miles de brujas, hechiceros y hombres lobo.1*
Occidente era presa de grandes convulsiones, pero sobrevivió y con el
liempo floreció. El nuevo modelo, visual y cuantitativo, era uno de sus antí­
dotos para la persistente insuficiencia de las explicaciones tradicionales de
los misterios de la realidad. El nuevo modelo ofrecía una manera nueva
de examinar la realidad y un armazón en torno al cual se organizarían las
percepciones de aquella realidad. Resultó extraordinariamente vigoroso y
pmporcionó a la humanidad un poder sin precedentes y a muchos seres hu­
manos el consuelo de una fe — duró siglos— en su capacidad de compren­
de! intimamente su universo.

( ialileo Galilei, hábil tañedor de laúd cuyo padre, aunque empujado por
la necesidad a comprar y vender leña, era músico y uno de los teóricos mu­
sicales más destacados del siglo xvi; Galileo Galilei, artista aficionado que

17. John Napier, Canstruction ofthe Womlerful Canon of Logarithms, Dawsons of Pall
Malí. Londres, 1966, pp. xv-xvi; Cari B. Boyer, A History of Mathematics, Princelon Univer-
sily Press. Princelon, N. J., 1985, pp. 342-343; «John Napier», en The Dictionary of National
Hioyraphy, Oxford Universily Press, Oxford, reimpresión 1992-1993, vol. 14, pp. 60-64.
18 Brian P. Levack, The Witeh-Hunt in Earlv Modero Europe, l.ongman. Londres,
IW7. p. 21 (hay irad. casi.: h i raza de brujas en la Europa moderna. Alian/a, Madrid.
I‘><>5),
E L NUEVO M ODELO 197

conocía bien la perspectiva, miembro de la Accademia del Disegno (Acade­


mia del Dibujo) de Florencia, y gran admirador de Miguel Angel, Rafael y
Tiziano;19 Galileo, que era en sí mismo la personificación de los principales
temas de La templanza de Bruegel: Galileo expresó en un famoso párrafo el
carácter visual y cuantitativo del nuevo modelo y, además, el optimismo que
engendraba:

La filosofía está escrita en este magnífico libro, el universo, que perma­


nece abierto continuamente ante nuestra mirada, pero el libro no puede com­
prenderse a menos que primero se aprenda a comprender el lenguaje y leer las
letras con las cuales está compuesto. Está escrito en el lenguaje de las mate­
máticas, y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas
sin las cuales es humanamente imposible comprender una sola palabra de él; sin
ellas, uno vaga sin rumbo en un oscuro laberinto.20

19. Claude V. Palisca, «Scientilie Empiricisin in Musical Thought», en Hedley H. Rhys,


ed., Seventeenth Century Science and the Arts, Princelon University Press, Princeton, N. J.,
1961, p. 92; James Reston, Jr., Galileo: A Life, HarperCollilis, Nueva York, 1994, pp. 6-10;
Stillman Drake, Galileo at Work: His Scientiftc Biography, University of Chicago Press,
Chicago, 1978, pp. 15-17; Stillman Drake, Galileo Studies: Personalily, Tradition, and Re­
volution, University of Michigan Press, Ann Arbor, 1970, p. 43 (hay trad. casi.: Galileo ,
Alianza, Madrid, 19911); Edgerton, Heritage ofG iotto’s Geometry, pp. 223-253; Galileo Ga­
lilei, Dialogue Concerning the Two Chief World Systems, trad. ingl. de Stillman Drake, Uni­
versity of California Press, Berkcley, 1967, pp. 104-105 (hay trad. cast.: Diálogo sobre los
ilos máximos sistemas del mundo ptolemaico y copernicano, Alianza, Madrid, 1995). Para
más datos sobre la relación de Descartes, Stcvin. Kepler y otros científicos de la época con la
teoría musical, véase 11. Ir. Cohén Quantifying Musió: The Science of Musió in the First Sta-
gc of the Scicnlific Revolution, ISSt) KiSO, Keidrl, Ilordrechl. I9H4.
JO. Discoverics and ( tpinions o/ <h di leo. liad inri, i le Stillman I)rake, Doubleday, Ciar
ilen ( ti y N Y J f V pp M7 ’ 18
INDICE ALFABETICO

alineo, véase tablero contador ars nova, 27, 130-132, 133, 135
abaco, escuelas de, 182 astrología, 107
Abelardo, Pedro, 34, 57, 125 astronomía, 17,40-41,91-95, 108, 185, 188,
Abu Ma’shar, astrólogo, 105 189, 193
Adelanto de Bath, 55 Auden, W. H„ 7, 22
Álfica, 4 1,69 Avicena, 55
Agrícola, Georg Bauer: De re mehiUha , 191 aztecas, 69
Agustín, san, 33, 35, 40, 41, 42, 47-48, 70,
74,97, I 15
Alberli, Benedetto, 167 Bacon, Francis, 185
Alberli, León Battista, 84, 148, 151-154, Bacon, Roger, 27, 30, 37, 65, 80, 96, 105,
158, 159, 160, 164, 167, 173 107, 111, 143, 152
Alberto tic Sajonia, 65 banqueros, véase burguesía
Alberto Magno, 58, 125 Barhari, Jacopo de, 174-175; Retrato de
Alcull'o, obispo, 32 F ra ' Laca Pacioli, 175
Aldwulfo, rey de Anglia Oriental, 36 Bartolomé el Inglés, 41
Alejandro de Hales, 61 Beda el Venerable, 30, 44-45
allahelización, 19, 114-116 Beethoven, Ludwig van, 132
al labelo, 61. 114, 179 Benito de Nursia, san, 39, 72
Allonso X el Sabio, rey de Castilla, 73 Besarión, embajador y cardenal bizantino,
nlgehia. 64, 103, 104, 169, 173, 176, 177 189 "
al..... ano. véase números indoarábigos Béze, Théodore de, 94
al l« ii mi. Abu Jalar Muhammed ibn, 98 Biblia, 39, 60, 61, 82, 105, 116
Aulláoslo, san, I 15 bibliotecas, 60-61, 115, 116-117 y n.
Angel s, Universidad de, 116, 117 n. Boccaccio, Giovanni, 38, 145
Anommo de 1279, 127 Boecio, Anicio Manlio, 126, 128, 131; De
Anónimo IV, 127 institutione música, 126
anos, numeración de los, 36 Boen, Johannes, 130-131
Apocalipsis, Libro del, 105, 112 Bohannan, Paul, 165
aieo iris, 27, 65 Bombelli, Raffaele, 177
Aristóteles, 22-24, 25, 55, 63, 64, 90, 91, Bonifacio VIII, papa, 114
126, 127, 128, 147, 181 Bouts, Dirk, pintor, 100
anlmclica, véase matemáticas Bouwsma, William ,1., 56-57
Aii|iiimedes, 43, 176 Bradwardine, Thomas, arzobispo de Canter
au|iiileelma 27, 145 146, 151, 185 bury, 96
aisaiiliiiim 27, 127 129, I 14 Biabe, Tycho, 94, 108
IN D IC E A LFA BETIC O 199

Bramantino, pintor, 156 construzione legittima, 154, 157-159, 164


Bruegel el Viejo, Pieter, 17-21, 26, 111; La contabilidad, véase teneduría de libros
templanza, 16-21,26, 111, 113, 197 contar, véase medición
brujería, epidemia de, 196 contar con los dedos, 44-45, 176
brújula, 17, 28, 85, 193 Copérnico, Nicolás, 10, 37, 80, 91-92, 180;
Brunelleschi, Filippo, 145, 151, 158, 159 De revoludonihus orbium coelestium, 92
Bruno, Giordano, 53, 85, 92-93 Cortés, Hernán, 69
budismo, 106 Cosme de Médicis, 88
Buenaventura, san, 58, 59, 127, 188 Colrugli, Benedetto de, mercader, 164-165,
Bungus, Petrus, 107 167
burguesía, 52, 54, 72, 125, 165-169, 171­ Craft, Robert, 135
172, 177-178, 180-181, 183 Crivelli, Cario: La Anunciación, 155, 157
Buridán, Juan, 65, 96 cuadrivio, 126
Burley, Walter, 65, 67 cuantificación, véase medición

Caedmon, hermano del monasterio de Strea- Daniel, Libro de, 32, 35


naeshalch, 119 Dante Alighieri, 35, 38, 42, 47, 52, 113, La
Cairo, El, 51 divina comedia, 28, 53, 73, 142-143, 144
calendario, 36, 70, 79-81 darwinismo social, 9
Camus, Albcrt, 29, 49 Datini, Francesco di Marco, mercader de
canto gregoriano, 119, 120-121, 124, 129 Pralo, 165-166, 167, 169-170, 172
cañones, 10, 18, 22, 27 decimales, 102-103, 160
Carlomagno, 116 dedos, véase contar con los dedos
Carlos V el Sabio, rey de Francia, 75, 97, Dee, John, mago y matemático, 107
116, 137 Desargues, Girard, inventor de la geometría
cartografía, véase geografía proyectiva, 158
catastro, 52 Descartes, René, 63, 104, 133, 181
Catulo, 82 dinero, 65-69, 125, 164-174, 177-183; de
Cennini, Cennino d'Andrea, 145 cuenta, 68, 179
cero, número, 45, 99-100, 127 Dionisio el Exiguo, 36 y n.
César, Julio, 36, 115 Dios, 30, 31,62, 79, 113, 148, 189
Cesariano, Cesare, 191 Docta sancionan patrum, 132
Chanson de Roland, 44 Donatello, escultor, 159
Chaucer, Geoffrey, 166; Cuentos de Canter- Dufay, Guillaume, 150; Nuper rosarum flo ­
bury, 169 res, 150
china, civilización, 26, 31,55,75, 158, 189 Durero, Alberto, 155, 191, 192; Artista dibu­
Cipolla, Cario M., 33 jando un desnudo tendido, 156; De va-
cisterciense, orden, 72, 125 rietate figurarum, 193
ciudades, 51,52, 54, 125, 145
Clark, Kenneth, 159
clase media, véase burguesía Ebstorf, mapa de, 43
Clavio (Christoph Clavius) 80-81; Romani Eckhart, Maestro, 89
calendarii a Gregorio XIII P. M. restitu- Eddi, primer maestro cantor de las iglesias
ti explicado, 80 de Northumbria, 120
Clemente V, papa, 67 Fdén, 42
Colón, Cristóbal, 29, 43, 67, 69, 100, 159, Edgerton, Samuel Y., 137 n.
177 Kgfridn, rey de Northumbria, 36
enm ela. ‘M 1)‘> F.iuslem, Albeil, 27, 187
200 LA M ED ID A DE LA R E A L ID A D

Eisenstein, Elizabeth L., 190 gregoriano, calendario, véase calendario


Emerson, Ralph Waldo, 164 Gregorio de Rímini, 65
Enrique de Hesse, 65 Gregorio de Tours, obispo, 34, 181
Escalígero, José Justo, 53-54, 80, 81-83; De Gregorio I Magno, san, papa, 1 19-120; véa­
emendationes temporum, 82, 83 se también eanto gregoriano
eseape, dispositivo oscilante del, 74-75 Gregorio IX, papa, 58
escolásticos, 59-65, 90, 126-128 Gregorio XIII, papa, 80
escritura, 114-116, 183, 189 Grosseteste, Robcrt, 152
espacio, 17,31,40-43,85-95, 137, 141-146, guerra, 17-18, 21-22, 196
155 Guidi, Musciatto, 52
Elellrido, rey de Mercia, 36 Guido d’Arezzo, 47, 122-123. 125, 128, 129
Enchiles, 26, 27, 64, 89, 142, 150, 151, 174 Guillermo de Canterbury, 31
Europa occidental, 44, 50-57, 68-69, 96, 189 Guillermo de Moerbeke, dominico, 127
Ensebio, 30 Guillermo I el Conquistador, rey de Inglate­
Evans, Ciillian R., 47 y n. rra, 52
Gurevieh, A. J., 76
Gutenberg, Johannes, 19, 173, 189-190
I i-l¡pe 111 el Atrevido, rey de Francia, 127
I clipe IV el Hermoso, rey de Francia, 52,
133 Hallcy, cometa, 83
Felipe VI de Valois, rey de Francia, 78 Hallield, sínodo de (680), 36
Fihonacci, Leonardo, 97, 101, 103, 177 Hobbes, Thomas, 104
Eicino, Marsilio, I 13, 148 Homero, 35
I mi. Kinieri, 170 Hooper, Alírcd, 104
Florencia, 67,69, 88, 141, 142 hoquetus, técnica de canto, 132-133, 135
Ifacciones. 102-103, 159 Horacio, 35
Iranciscanos, orden de los, 174, 183 horas, medición de las, 37-38, 75-76
Francisco de Asís, san, 182 Hugh de Saint Cher, dominico de la Univer­
I raneo de Colonia, 127-128 sidad de París: Correctoría, 60
trancos, véase Europa occidental Huizinga, Johan, 56, 112-113, 117
Franklin, lienjamin, 71 Huygens, Christiaan, 133
Fioissart, Jean, 75, 77-78, 113
Euggcr, Familia de banqueros, 54, 167, 180
Fuli la i de Charlrcs, 51i Ibn Jurradadhbeh, 15
Iglesia, 28, 52, 54, 58
imprenta, 19, 116, 189-190, 191; véase tam­
i i,ulili Taddco, 146; La presentación de la bién Gutenberg, Johannes
Yugen, 146, 147 Inocencio 111, papa, 114
palas, invención de las, 73 Isabel I, reina de Inglaterra, 20
(ialileo (¡alilei. 10, 90, 91, 96, 133, 180, Isidoro de Sevilla, san, 7, 59, 119, 131; Eti­
IDi, |97 mologías, 59
<ialvano dclla Fiamma, 74 islam, 15,51,55,81,97, 152, 169
geografía, 17,32,41-43, 85-88, 192-195 isorrítmica, técnica, 131, 135, 150
geometría, 63-64, 142-143, 158, 160-163, Ivins, William N.: On the Rationalization of
174 175 Sigiit, 109
(¡i iberio de Aurillac, futuro papa Silvestre
11,46,47
<¡Millo di Hondone, 143 147, 150, 156, 158 Jacobo de Lieja, 120 n,, 126, 132, 135
( ¡ossoin de Mel/,, 30 Jacopo, Mariano di. 190
IN D IC E A LFA BETIC O 201

James, William, 138 Mandeville, sir John, 32; Trovéis, 42, 43


Jean de Mcun, poeta, 73, 141; Le román de Manés, profeta persa, 181
la rose, 73, 141 mapas, véase geografía
Jerónimo de Aguilar, 71,79 Maquiavelo, Nicolás, 18
Jerusalén, 32, 56 Marigny, Enguerran de, ministro de Felipe
Johannes de Grocheo (Grocheio), 128 IV, 133
Johannes de Muris, teórico de la música, 130 Martini, Francesco di Giorgio, 190
Josquin de Prés, 20 Masaceio, Tommaso di Giovanni, 158, 159;
Juan de Garlandia, 127 La Trinidad, 154
Juan de la Cruz, san, 180 Masudi, geógrafo musulmán, 15
Juan XXII, papa, 54, 132-133 matemáticas, 18, 24-26, 44-48, 63-64, 96­
juliano, calendario, véase calendario 108, 155, 158-159, 160, 173-174, 176,
juliano, período, 82, 83 185; véase también misticismo matemá­
tico
Mauro, fra, 56
Kant, Immanuel, 181 maya, civilización, 26
Kepler, Johannes, 77, 81, 108, 118, 119, medición, 22-23, 43-44, 64-65, 70, 96, 111,
132, 133, 175, 188-189 117, 126-129, 130, 131-132, 150, 160­
Kubovy, Michael, 151 161, 165, 178, 180-181, 183, 187-189
Médicis, familia, 88, 101, 148
mediodía, véase nona
Melanchthon, Philip, 79
Lamberlo, 127 Menninnger, Karl, 45, 47; Number Words
Langland, William: Piers the Ploughman, 84 and Number Symbols, 45, 46
Langlon, Slephen, 60 mentalité, II, 15, 111, 112, 187
Le Gol f, Jacqucs, 52 mercaderes, véase burguesía
Leech-Wilkinson, Daniel, 130 Mercator, Gerardus, 192, 194-195
Leibniz, Goltfried Wilhelm, 104 Mellon College, véase Oxford, Universidad
Leonardo da Vinei, 111, 137, 154, 155, 174­ de
175, 191 metrología, véase medición
Leonin, maestro de polifonía, 124, 125, 129, Miguel Ángel, 145, 156, 197
135 misticismo matemático, 25, 104-108, 163
Levi ben Gerson, matemático y astrónomo molinos: de agua, 52; de caja giratoria, 20,
judío: De harmonías numeris, 134 52-53
logaritmos, 195 monjes, 72
lógica, 62 Montaigne, Michel de, 80 y n., 91, 180, 196
Lombardo, Pietro, 56; Summa sententiarum, Mumford, Lewis, 15
56 música, 20, 2 1,73, 118-136, 155, 196
Lope de Vega, 20 musulmanes, véase islam
Lucano, 35
Lucrecio, poeta romano, 76
Luis de Baviera, emperador alemán, 54 Nabucodonosor, 32
Luis IX, rey de Francia, 127 Napier, John, 195; Mirifwi logarithmorum
Luna, 94 canonis descriptio, 195-196
Lulero, Martín, 47 navegación, 28, 192-194
Nemorarius, Jordanus, 103
neoplatonismo, véase Platón
Machaul, Guillaume de, I V5, 137, 1.39, 144, netimas, 121 122
l'9 Newlon, Isaac, 84, 95, 108
202 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D

Nicea, concilio de (325), 37, 79 peste negra, epidemias de, 28, 51, 54, 147,
Nicolás de Cusa, filósofo y teólogo, 37, 53, 172
KO, 89-91, 106, 148, 150; De staticis ex- Petavio (Denis Petau), jesuíta, 83
perimentis, 90 Petrarca, Francesco, 84, 88, 117, 134, 144,
Nicolás de Oresme, científico y teólogo, 59, 145
63-65, 76, 88, 96-97, 122, 134, 147; Al- Philippe de Vitry, 59, 129, 131, 133-134
gorismus proportionum, 134; La geome­ Picasso, Pablo Ruiz, 27, 187
tría de las cualidades y del movimiento, Piero delta Francesca, 107, 148, 159-163,
96-97 173, 176; De prospectiva pingendi, 160;
nona, hora canónica, 38-39 La flagelación de Cristo, 160-161, 163,
notación musical, 47, 121-123, 126-129, 164
130-133 pintura, 19, 21, 137-163
nova, estrella, 93-94 Pitágoras, 126, 130, 134; escala pitagórica,
números: indoarábigos, 50, 60, 97. 98-99, 108; teorema de, 24, 175
169, 176, 183; romanos, 44, 97, 100, 101, Platón, 22-25, 35, 55, 62, 63, 106, 147, 148,
171, 183 160
Nmics, Pedro, geógrafo portugués, 194 platónicos, sólidos, 108, 160, 176
platonismo, 88, 147, 148, 163, 175-176
Plinio el Joven, 35
( iekliam, Guillermo de, 28, 54 población, 51
<liesine, véase Nicolás de Oresme Pollaiolo, Antonio, 155
om. adulación de monedas de, 67, 68-69 Polo, Marco, 5 1,69
( lilelio, Abraham, cartógrafo holandés, 192 Pontormo, Jacopo da, 146
molinillos 189 portulanos, 27, 85-87, 112, 146, 192-193
t Ivulio, 11 préstamos, véase usura
(Muid. Universidad de, 23, 63, 67, 116, Preste Juan, 41
I I / n. Procopio, 82
Ptolomeo, 25, 26, 35, 43, 55, 63, 64, 87, 89,
91, 150, 192, 194; Geografía, 87, 150,
Pablo de Middelburgo, 80 151, 152
Panoli, Lúea, tenedor de libros, 102, 117,
160. 173-183, 191; Divina proportione,
160, 174, 175, 176; Summa de arithmeti- Rabelais, Frangois, 18, 71
cn, geometría, proportioni et proportio- Rafael, 148-149, 154, 197; E l matrimonio de
nnlila, 174, 176, 177 la Virgen, 149
Pulí grave, John, 98 ramadán, 81
Pnnolsky, Krwiu, 163 Ramelli, Agostino, 191; Diverse et artifició­
pnnloinclría, 17-20, 29 se macchine, 191
■■papelerías», creación de, 189 realidad, 31
l'apias, obispo, 106-107 Recordé, Robert, 96, 102
Parts, 44, 124, 125; Universidad de, 58, 60, Reese, William L., 50
116. 127 Regiomontano, Johann Müller, 37, 80, 89,
Pascal, lllaise, 95, 158 91; Efemérides, 89
Pasma, lecha (lela, 36-37, 79-80 relojes, 28, 75-79, 112, 137; gigantescos de
pentagrama musical, 64, 122; véase también la dinastía Sung, 26; Horologittm, 70;
( luido d’A re/./,o mecánicos, 2 1,27, 135, 171
IViotm, 134 125, 127, 129, 135 Richard de Wallingíord, abad de Saint Al
pnspeeliva, 14 ( 159, 160 161. 176, 1 8 5 . luins. 'i'. /(. 11/
19(1 191 K n b e i l u d e ( l i e s l e i . 5 5 , OH
ÍN D IC E A LFA BÉTIC O 203

Roberto el Inglés, 73, 74 T-O, mapas, 42


Román de Fauvel, 133 Tomás de Aquino, santo, 34, 48, 56, 58, 61,
romano, imperio, 25, 66 62-63, 66, 113, 125, 127, 132, 142, 147;
Summa theologiae, 56
Tordesillas, tratado de (1494), 93
Sabiduría, Libro de la, 27 Tortelli, Giovanni, 70, 85
Sacro Bosco (John of Holywood): The Craf- turcos, véase otomanos
te of Nomhrynge, 99 Twain, Mark, 32 n.
Salah al-Din Yusuf (Saladino), 55
Satanás, 43, 52-53
Schonberg, Arnold, 27, 126, 131 Uccello, Paolo, 155
Schoner, Johannes, 80 universidades, 58
Schwartz, Mattháus, contable de los Fugger, universo de relojería, 76-77
167 Urbano II, papa, 32
Shakespeare, William, 20, III, 138; El usura, 67, 69, 168, 171
cuento de invierno, 100 n.; El mercader
de Venecia, 165; Otelo, 18
Sigcrio de Brabante, 58, 127
vacío, 40
signos de las operaciones matemáticas, 101­
valor de la posición, en matemáticas, 45, 99
102
Valverde di Hamusco, Juan, 191; Anatomía
Silvestre II, papa, véase Gerbcrto de Auri-
del cuerpo humano, 192
llac Vasari, Giorgio, 156, 176
Sixto IV, papa, 155
Venecia, 51,67, 69
Sócrates, 35
Veneziano, Domenico, 159
Sol, 90, 91-92, 132
Vesalio (Andreas Vesalius): De human i cor-
Stevin, Simón: De Thiende (La décima par­
poris fabrica, 191
te), 102
Vespucio, Américo, 29
Stravinski, Igor, 131
Vieta, Francis, 104
Swineshead, Richard, 63
Virgilio, 35
Szamosi, Géza, 118 n.
visualización, 21, 111-117, 152-154, 187­
188, 189-195, 196-197
Voltaire, Frangois-Marie Arouet, 80
tablero contador, 45-47, 98, 100
Tallis, Thomas, 20; Spem in alium, 20
Tartaglia, Niccoló, 22, 177
tecnología, 20-21, 52-53, 66, 77, 185 Weber, Max, 118
témpora (tempi), 68, 128 White, Lynn, Jr., 56
teneduría de libros, 27, 164-183 Whitehead, Allred North, 103
Teodorico de Freiberg, 65, 96 Wigner, Eugene P., 106
textos, organización de, 60-62 Wright, Edward: Certaine Errors ofNaviga-
Thierry de F1andes, conde, 34 tion, 195
Thompson, William, lord Kelvin, 185
Tibulo, 82
tiempo, 20, 30, 33-40, 67, 70-84, 125, 127­ Zacearía, Benedetto, 52
128, 131-132, 135, 138 Zaragoza, tratado de (1529), 93
Tierra, planeta, 32, 40-41, 63, 87 y n., 88, Zerubavel, Eviatar, 79, 189
89,91 92, 194 Zuckerkandl, Víctor: Sound and Symbol:
l'i/iano Vecellio, pintor. 197 Music and tlie External World, 134
ÍNDICE DE FIGURAS

1. Pieter Bruegel el Viejo, La templanza, 1560 16


2. Calculadores utilizando números indoarábigos y un tablero
contador, 1503 ............................................................................ 46
3. Representación oresmiana de varios movimientos . . . . 64
4. Guillaume de Machaut, «Ma fin est mon commencement -
R ondeau»................................................................................................136
5. Miniatura de las Obras de Guillaume de Machaut, c. 1370. . 139
6. San Dunstan a los pies de Cristo, siglo X ...................................... 140
7. Anónimo, panorámica de Florencia, detalle del fresco de la
Madonna della Misericordia, siglo xiv, Loggia del Begallo,
F lo r en cia ................................................................................................142
X. Giotto de Bondone, Adoración de los Reyes Magos, 1306 . . 144
9. Taddeo Gaddi, La presentación de la Virgen, 1332-1338 . . 147
10. Rafael, El matrimonio de la Virgen, 1503 149
I I. Original de las Tablas de Barberini, La natividad de la Virgen,
siglo x v ............................................................................................... 153
I2 Alberto Durero, Artista dibujando un desnudo tendido, 1538 . 156
M. ('arlo Crivelli, La Anunciación, 1486 157
II Fiero della Francesca, La flagelación de Cristo, decenio de 1450 161
I *» Reconstrucción de la planta y alzado de La flagelación de Cris­
to de Fiero della F r a n c e s c a ................................................................162
16. .1acopo de Barbari, Reí rato de Fra' Lúea Pacioli, c. 1500 . . 175
17. Una página de Lúea Pacioli sobre contabilidad, 1494 . . . 183
IX. Una página de Anatomía del cuerpo humano, de Juan Val verde
di Hamusco, 1560...................................................................................192
19. Una página de De varietate figurarum, 1537, de Alberto Durero 193
ÍNDICE

Prefacio....................................................................................................... '

P r im er a parte

CONSECUCIÓN DE LA PANTOMETRÍA

1. Pantometría: in tr o d u c c ió n ......................................................... 15
2. El modelo venerable...................................................................... 29
3. Causas necesarias pero in s u f ic ie n t e s ...................................... 50
4. El tiem po.......................................................................................... 70
5. El espacio.......................................................................................... 85
6. Las m atemáticas............................................................................. 96

Segunda parte

ENCENDER LA CERILLA: LA VISUALIZACIÓN

7. La visualización: introd u cción ...........................................................111


8. La m ú s i c a ...........................................................................................118
9. La p i n t u r a ........................................................................................... 137
10. La teneduría de l i b r o s ....................................................................... 164

T ercera parte

EPÍLOGO

11. El nuevo m odelo.................................................................................... 187

índice a l f a b é t i c o ...........................................................................................198
índice de f i g u r a s .......................................................................................... 204
J E n los siglos finales de la Edad Media y en la época del
Renacimiento apareció en Europa un nuevo m odo de concebir
cuantitativamente la realidad: Copérnico y Galileo, los artesanos
que producían cañones, los cartógrafos que trazaban los mapas
de los países recién descubiertos, los burócratas que administra­
ban los imperios y las grandes compañías coloniales, los banque­
ros que controlaban las nuevas riquezas, los artistas que estaban
desarrollando la perspectiva y que habían descubierto cóm o fijar
por escrito los matices más sutiles de la m ú sica... todos estos
hom bres fueron los iniciadores de un gran cambio revoluciona­
rio que hizo posible que los europeos se adelantasen al resto de
los hum anos en los terrenos de la ciencia y de la tecnología, igual
que en los de la guerra y de los negocios, y que acabasen d om i­
nando el m undo. Alfred Crosby nos cuenta esta gran m utación
intelectual en un libro tan riguroso com o am eno, que, com o ha
dicho Irwing L. H orowitz, aporta un enfoque innovador a nues­
tras concepciones y resulta de apasionante lectura.

A
.ZTlJfred W. Crosby (Boston, 1931) es profesor de historia y geo­
grafía en la Universidad de Texas, en Austin. Entre sus libros des­
tacan The Columbian Exchange: Biological and Cultural Conse-
quences o f 1492 (1972), Epidemic and Peace, 1918 (1976) e Im pe­
rialismo ecológico. La expansión biológica de Europa, 900-1900
(1988), también publicado por Crítica.

UNIVERSIDADDECONCEPCION
Biblioteca

ISBN 84-7423-885-4

C rítica Libros de Historia ~ 9 788474 238853


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