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L A R EA LID A D
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1250-1600
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L A R EA LID A D
La c u a n t if ic a c ió n y l a s o c ie d a d
O C C ID E N T A L , 1 2 5 0 - 1 6 0 0
DONADO A
UNIVERSIDAD DE CONCEPCION
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(¡KIIAl.ltO M O N D A D O K I
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(.hiedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo
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medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribu-
i mu de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
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Mil MI, ASURE OFREALITY
tjininlijitdíion and Western Society, 1250-1600
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PREFACIO
Este es el tercer libro que he escrito en toda una vida dedicada a la bús
queda de explicaciones del asombroso éxito del imperialismo europeo. Los
europeos no fueron los imperialistas más crueles ni tampoco fueron los más
bondadosos, ni los primeros ni tampoco los últimos. Fueron excepcionales
por la magnitud de su éxito. Puede que conserven esta distinción eterna
mente, porque es improbable que una sección de los habitantes del mundo
vuelva a gozar alguna vez de ventajas tan extremas sobre las demás.
Ciro el Grande, Alejandro Magno, Gengis Jan y Huayna Cápac fueron
grandes conquistadores, pero todos ellos se vieron limitados a un solo conti
nente y, en el mejor de los casos, parte de otro. Eran personas caseras en
comparación con la reina Victoria, en cuyo imperio (si se me permite resuci
tar un viejo lugar común) el sol literalmente nunca se ponía. Tampoco se po
nía jamás en los imperios de Francia, España, Portugal, los Países Bajos y
Alemania cuando estaban en su apogeo. Las explicaciones de este triunfo, po
pulares en Europa hacia 1900, eran alimentadas por el etnocentrismo y justi
ficadas por el darwinismo social. Decían, sencillamente, que los miembros de
la especie humana más sometidos a dolorosos quemaduras de sol eran las
más recientes, las más altas y, con toda probabilidad, las últimas ramitas del
árbol de la evolución, que iba exfoliándose. Las personas pálidas eran los se
res humanos más inteligentes, más enérgicos, más sensatos, más avanzados
estéticamente y más éticos. Lo conquistaban todo porque lo merecían.
Esto parece cómicamente improbable hoy, pero ¿qué otras explicacio
nes hay ? He escrito libros sobre las ventajas biológicas de que gozaban los
imperialistas blancos. Sus enfermedades causaban gran mortandad entre
los indios americanos, los polinesios y los aborígenes australianos. Sus ani
males v sus idantas, cultivadas y silvestres, les ayudaron a «europeizar»
grandes extensiones del mundo y convertirlas en cómodos hogares para los
europeos.1 Pero mientras interpretaba mi papel de determinista biológico
nan /WU. Cambridge University Press, 1986 (hay Irad. casi.: Imperialismo ecológico. La ex
pansión biológica de Europa, 900-1900, Crítica, Barcelona, 1988); id., The Cotumbian Ex-
i liangc lliological and ( 'ultural ( 'onseipiences o f N92, (ireenwood Press, Weslport, Comí.,
19/'.'; a l . (irruís, Sceils. and Animáis: Siuilirs ni EcológicaI llislorw Sliarpe, Armonk, N. Y.,
PREFACIO 11
nario, y de ello no cabe duda, pero también fueron los herederos del cam
bio de mentalité que venía fermentándose desde hacía siglos. El presente li
bro trata de tales cambios.
Escribir este libro ha sido una gran batalla para mí, y nunca hubiera
pensado en la posibilidad de librarla sin mis numerosos aliados. Estoy en
deuda con la Fundación Guggenheim y la Universidad de Texas por el tiem
po y el dinero que me proporcionaron, y debo a la Biblioteca del Congreso
el acceso a sus estanterías y los consejos y el asesoramiento de su personal.
Agradezco a Brenda Preyer, Robín Doughty, James Koschoreck y André
Goddu la revisión de los capítulos que hablan de sus especialidades res
pectivas. Martha Newman y Eduardo Douglas leyeron todo el manuscrito y
me salvaron de cometer muchos errores. Debo especial agradecimiento a
Robert Lerner, que leyó atentamente la totalidad del manuscrito y meticu
losamente largas extensiones del mismo, e impidió que cayera en muchos
precipicios. Finalmente, doy las gracias a mi editor de Cambridge, Frank
Smith, que leyó mi libro tantas veces como lo escribí y lo reescribí, verda
dero calvario de Sísifo.
Primera parte
CONSECUCIÓN DE LA PANTOMETRÍA
1. Lewis Mumford, Technics and Civilization, Harcourt, Brace & World, Nueva York,
I9(>2, p. 28 (hay Irad. casi.: Técnica y civilización. Alianza, Madrid, 1994).
2. Ilernaid Lewis, Tlic Mnslini Dixcovery af l'jim/ic, Norton, Nueva York, 1982,
pi> I 18 I 10
F igura 1. Pieter Bruegel el Viejo, La templanza, 1560. H. Arthur Klein, Graphic Worlds o fP eter Bruegel the E i
der, Dover Publications Inc., Nueva York, 1963, p. 245.
p a n t o m e t r ía : in t r o d u c c ió n 17
El kitsch es una mirilla que nos permite ver muestras, si no siempre de los lu
gares comunes de una sociedad, sí de lo que está pensando con la mayor intensi
dad y hasta de cómo lo está pensando. Ofrezco como prueba de ello un grabado
de 1560 que es obra de Pieter Bruegel el Viejo y lleva el título de La templanza3
(figura 1), que a la sazón era la más prestigiosa de las antiguas virtudes. El
lema en latín que aparece impreso debajo del original es trivial («Debemos
cuidar de no entregarnos a los placeres vanos, el despilfarro o la vida luju
riosa; pero también de no vivir en la suciedad y la ignorancia, a causa de la
mezquina codicia»),4 pero el artista, cuyo objetivo era vender, se aseguró de
que prácticamente todo el resto del grabado fuesen cosas nuevas o, como
mínimo, de éxito reciente. Nadie hubiese querido o podido crear tal grabado
quinientos años antes o, en su totalidad, siquiera cien años antes, como tam
poco se hubiera podido trazar un mapa de América.
Una serie de occidentales progresistas ejercen sus respectivos oficios al
rededor de la figura de la Templanza. El xvi fue un gran siglo para la astro
nomía y la cartografía — fue el siglo de Nicolás Copérnico y de Gerardus
Mercator— y así en lo alto y en el centro un astrónomo temerario se tamba
lea sobre el Polo Norte y mide la distancia angular que hay entre la Luna y
alguna estrella vecina. Debajo de él, un colega hace una medición parecida
de la distancia entre dos lugares de la Tierra. Justo debajo y a la derecha hay
un revoltijo de instrumentos de medir — brújulas, una escuadra de albañil y
una plomada entre otras cosas— y personas que los utilizan. Es obvio que
Bruegel daba por sentado que sus contemporáneos y los posibles clientes se
enorgullecían de su capacidad de medir, de obligar a una realidad fluida a
detenerse y someterse a la aplicación del cuadrante y la regla en forma de T.
La parte superior derecha del grabado está dedicada a la violencia. En
ella, la gente y los instrumentos — mosquete, ballesta y artillería— están re
lacionados con la guerra, de la cual podría decirse que era la ocupación cen
tral de los europeos en el siglo de Bruegel. En la Edad Media las batallas las
había decidido el choque de aristócratas montados a caballo, pero la tecno
logía militar había cambiado y ahora lo que dominaba las batallas era el en
frentamiento de grandes bloques de plebeyos que luchaban a pie e iban per
trechados con armas que se usaban «a distancia» como, por ejemplo, picas,
ballestas, arcabuces, mosquetes y artillería. Mandar los nuevos ejércitos
exigía algo más que tener valor y saber montar a caballo.
Los manuales militares del siglo xvi solían incluir tablas de cuadrados y
5. Bernabé Rich, Path-Way to Military Practise (London 1587), Da Capo Press, Ams-
lerdain, 1969.
6. Tilomas Digges, An Arithmetical Militaire Treatise Named Stratioticos (London
1571), Da Capo Press, Amsterdam, 1968, p. 70.
1. William Shakespeare, Otelo, acto 1, versos 18-30 (hay trad. cast.: Otelo, trad. de L.
Asuana Marín, Aguilar, Madrid, 1988).
8. Nicolás Maquiavelo, The Art ofWar, en The Works ofNicholas Machiavel, Thomas
Ilavies y oíros, Londres, 1762, pp. 44, 47, 54 (hay trad. cast.: Del arte de la guerra, Tecnos,
Madrid, 1988). Véase también William H. McNeill, The Pursuit of Power: Technology, Ar-
tnrd Porce, and Society since A. D. 1000, University of Chicago Press, Chicago, 1982, pp.
I ’H I 14.
9. han(,'ois Rahelais, The Histories o f Gargantua and Pantagruel, trad. ing. de J. M.
Cohén, IVngnin Books, llarmondsworlh, 1955, p. 141 (hay Irad. casi.: Gargantúa y Panta-
gntcl, liad de I Burju. Akal. Madrid. 1994)
p a n t o m e t r ía : in t r o d u c c ió n 19
I t l’aul Doe. ■■t allis, Tilomas», en Slanley Sadie, ed., The New Grave Dictionary of
Mn\it and Mina iiin.\. Maoni ilian, I omlivs, 1K, p. S44.
p a n t o m e t r ia : in t r o d u c c ió n 21
14. Klein, Graphic Worlds of Peter Bruegel the Eider, pp. 243-245.
15. J. B. Kisl, Jacob de Gheyn: The Exerclse of Arms, A Commentary, McGraw-Hill,
Nueva York, IU7I, p. (r, .1. R. Hale, War and Society in Renaissance Europe, 1450-1620,
Jnlms llopkins l’ress, Ballimore, lUHS, pp. 144-145 (hay liad, casi.: Guerra y sociedad en la
l'urnpa del Rciiiicimicnto, Minislerio de Delensa, Mailud, I1)1)!)).
22 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D
cionismo? Sí, pero esta es una categoría muy ancha; no nos ayuda a situar en
relación con otras innovaciones la respuesta que en el decenio de 1530 dio
Niccoló Tartaglia a la pregunta de qué inclinación hacia arriba debía darse a
un cañón para que disparase una bala tan lejos como fuera posible. Utilizan
do una culebrina, disparó dos balas del mismo peso y con idéntica carga de
pólvora, con una elevación de 30 y 45 grados respectivamente. La primera
cayó a una distancia de 11.232 pies veroneses; la segunda, a 11.832.16 Esto
es cuantificación. Así es como cogemos la realidad física, apartamos sus
preciosos rizos y la sujetamos por el cogote.
A nosotros, que, según dijo W. H. Auden, vivimos en sociedades «para
las cuales el estudio de lo que puede pesarse y medirse es un amor apasio
nado» 17 nos cuesta imaginar otra forma de abordar la realidad. Para hacer
comparaciones necesitamos ejemplos de otra manera de pensar. Los escritos
de Platón y Aristóteles celebran un planteamiento no metrológico, casi anti-
mclrológico, y tienen la ventaja complementaria de ser representativos de lo
mejor de nuestro ancestral modo de pensar.
listos dos hombres tenían una opinión de la razón humana mejor que la
que leñemos nosotros, pero no creían que nuestros cinco sentidos fuesen ca
p aces de medir la naturaleza con exactitud. Así, Platón escribió que cuando
el alma depende de los sentidos para obtener información «es atraída por el
cuerpo hacia el reino de lo variable y se extravía y se confunde y siente vér
tigo» IK
Los dos griegos aplicaban criterios diferentes de los nuestros para divi
dir los ríalos en dos categorías, a saber: aquello de lo que podemos estar muy
seguros y aquello de lo que nunca podremos estar seguros. Usted y yo esta
mos dispuestos a reconocer que los datos en bruto de la experiencia cotidia
na son variables y que nuestros sentidos son falibles, pero creemos que te
nemos una categoría que los dos filósofos no pensaban tener: una categoría
de cosas que son suficientemente uniformes para justificar que las midamos,
después de lo cual es posible calcular promedios y medias. En cuanto a de
pender de los sentidos para hacer tales mediciones, señalamos los logros
que hemos alcanzado basándonos en ellos: telares mecánicos, naves espa
ciales. tablas aduanales, etcétera. No es una respuesta sólida — nuestros
éxitos pueden ser fruto de la casualidad— , pero es un ejemplo de la mane-
lf). A. K. Hall, Haüistics in the Seventeenth Century, Cambridge University Press, 1952,
pp IK a?.
17 W. II. Aiulen. The English Auden: Poems, Essays and Dramatic Writings, 1927
1919, I iilier A l'aher, Londres, 1986, p. 292.
18 Edilli Ilaniillnn y llunhnglon Cairns, eds., I’he Colleeted Dialogues of Plato, Prin-
erlon llmversily l’iess, Pimcelon. N. J., 1961. p. 62 (Imy timl. casi.: Diálogos, 1 vols., Ore-
dos. Madi ni. I1)-).’ 19 9 1).
p a n t o m e t r ía : in t r o d u c c ió n 23
ra en que los seres humanos suelen evaluar sus capacidades: esto es, ¿qué
funciona y qué no funciona? ¿Por qué Platón y Aristóteles, que eran en ver
dad inteligentes, se alejan, asustados, de la categoría de lo que es útilmente
cuantificable?
Cabe hacer al respecto dos observaciones como mínimo. En primer lu
gar, los antiguos definían de forma mucho más estrecha que nosotros la me
dición cuantitativa, y a menudo la rechazaban para adoptar una técnica que
podía aplicarse de forma más general. Aristóteles, por ejemplo, afirmó que el
matemático mide las dimensiones sólo después de «eliminar todas las cuali
dades perceptibles, por ejemplo, el peso y la ligereza, la dureza y su contra
ria, y también el calor y el frío y otros contrarios perceptibles».19 Aristóte
les, «el Filósofo», como le llamaba la Europa medieval, encontraba la
descripción y el análisis más útiles en términos cualitativos que en términos
cuantitativos.
Nosotros afirmaríamos que el peso, la dureza, la temperatura «y otros
contrarios perceptibles» son cuantificables, pero eso no se encuentra implíci
to ni en estas cualidades ni en la naturaleza de la mente humana. Nuestros
psicólogos de la infancia declaran que los seres humanos, incluso durante el
período de lactancia, muestran indicios de que tienen el don innato de poder
contar entidades discretas20 (tres galletas, seis pelotas, ocho cerdos), pero el
peso, la dureza, etcétera, no se nos presentan como cantidades de entidades
discretas. Son condiciones y no colecciones; y, peor aún, con frecuencia son
cambios fluidos. No podemos contarlos como son; tenemos que verlos con el
ojo de nuestra mente, cuantificarlos por decreto y luego contar los cuantos.
Eso es fácil de hacer cuando se mide la extensión: por ejemplo, esta lanza tie
ne tantos centímetros de longitud y podemos contarlos colocando la lanza en
el suelo y andando a pasos cortos junto a ella. Pero la dureza, el calor, la ve
locidad, la aceleración... ¿cómo diablos cuantificaríamos estas cosas?
Lo que puede medirse en términos de cuantos no es tan sencillo como
pensamos nosotros, que tenemos la ventaja ex postfacto que nos brindan los
errores de nuestros antepasados. Por ejemplo, cuando en el siglo xiv los es
tudiosos del Merton College de Oxford empezaron a pensar en los benefi
cios de medir no sólo el tamaño, sin también cualidades tan escurridizas
como el movimiento, la luz, el calor y el color, siguieron adelante, saltaron
la valla y hablaron de cuantificar la certeza, la virtud y la gracia.21 De hecho,
19. W. D. Ross, ed., The Works ofAristotle, Clarendon Press, Oxford, 1928, 8, p. 1.061a.
20. B. Bower, «Bahies Add up Basic Arilhmetic Skills», Science News, 142 (29 de agos
to de 1992), p. 1.12.
21. I. A. Weisheipl, «(lekliam and lile Merlonians», en .1.1. Callo, ed., The History of the
UniversilY of Ox/onl, <Ixlord Univel Miv Press, ( Ixlord, I9H4, vol I, p. 619.
24 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D
22. //;<■ Rcpithlie of Hato, trad. ingl. de Francis M. Cornford, Oxford University Press,
Nueva York, Idd.S, pp. 242-243 (hay Irad. cast.: 1.a república, trad. de J. C. García Borrón,
Alhaniliia, Madrid, l'W ').
p a n t o m e t r ía : in t r o d u c c ió n 25
26. Alvin M. Josephy, The ludían Heritage of America, Knopf, Nueva York, 1969,
pp. 209 212.
27. Al herí Chali, «Late Ming Society and the Jesuit Missionaries», en Charles E. Ronan
y llonnie 1L ( \ Oh, eils., East Meets West: The Jesuits in China, 1582-1773, Loyola Univer-
Mly Press, Chicago, I9HK. pp. 161 162.
p a n t o m e t r ía : in t r o d u c c ió n 27
28. Lon R. Shelby, «The Geometrical Knowledge of Mediaeval Master Masons», Spe-
culum, 47 (julio de 1972), pp. 397-398, 409; Erwin Panofsky, Cothic Arcliitecture and Scho-
lasticism, Arcliahhey Press, Lairohe, Pa., 1956, pp. 26, 93 (hay trad. casi.: Arquitectura góti
ca y pensamiento escolástico. Piqueta. Madrid, 1986).
29. Slephen Keru, The Culture o]"Tinte and Spaee, ISSO láIS, Londres, Wcidcnlcld &
Nwolson, I9H*
?.K LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D
I. Al herí ('¡milis, Tlw Mylli of Sisyplws, liad. ingl. de Justin O’Brien, Vintage Books,
Nueva York. l'Wl. p. 17 (hay liad, casi.: /■./ mito tic Si.sifo, Alian/.a, Madrid, I9956).
30 L A M ED ID A D E LA R E A L ID A D
L Alhcrl Van Helden, Measuring the Universe: Cosmic Dimensions from Aristarchus
lo llnllcy, IJniversity of Chicago Press, Chicago, 1985, pp. 35-38; The Opus Majus ofRoger
Hurón, liad. ingl. de Robert B. Burke, Russell & Russell, Nueva York, 1962, vol. 1, p. 251.
■1. Derk Boddc, Chínese Thought, Society, and Science: The Intellectual and Social
llackgronnd oj Science and Technology in Pre-Modern China, University of Hawaii Press,
I l o n n h i l i i . 19 9 1. p. 104.
s Bcncdicla Ward. Mirarles aml the Medical Miml: Vheorv, Record and Event, 1000-
/.’/ V 11111 veis iIy ni IViiiisylvama Press, liladcllia. 1987, p 'I
32 LA M ED ID A D E LA R E A LID A D
6. «The Pilgrimage of Alculfus», The Lihrary of Palestine Pilgrim ’s Text Society, Lon
dres. 1897, vol. 3, p. 16; Donald A. White, ed.. Medieval History: A Source Book, Dorsey
Press, I lomcwood, III., 1965, p. 352. Bernardo el Sabio señaló la centralidad de Jerusalén al
rededor ile 870; véase John B. Friedman, The Monstruous Races in Medieval Art and
l'hought, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1981, pp. 219-220.
7. M. C. Seymour, ed., Mandeville's Trovéis, Oxford University Press, Londres, 1968,
p. 142. Para otros estudios, véase el capítulo 53 de Innoccnls Ahro/ul, de Mark Twain.
E L M ODELO V E N E R A B L E 33
Ahora, una vez se nos ha advertido que no debemos pensar que el «sen
tido común» ha sido común a lo largo de los siglos, podemos continuar y ha
cer una breve evaluación de tres facetas del modelo venerable: el tiempo, el
espacio y lo que hoy nos parece un medio muy útil de medir y pensar en es
tas dimensiones: las matemáticas. Daremos vueltas por un milenio, desde el
declive del imperio romano hasta la Edad Media y el Renacimiento, en bus
ca de materiales para nuestra evaluación. Nuestros criterios no incluirán ne
cesariamente la respetabilidad intelectual, sino la distribución y la duración:
¿en qué medida y durante cuánto tiempo mantuvieron los europeos occi
dentales una actitud dada? La nuestra será una «aproximación estática»
(concepto de Cario M. Cipolla) que hará hincapié en el consenso de mil años
como si fuera una unidad. Es un capricho, pero resulta útil. El «sentido co
mún» de mil años servirá de telón de fondo sobre el cual resaltarán clara
mente las innovaciones.9
Empecemos por el tiempo. Los europeos no pensaban que hubiera mu
cho tiempo. San Agustín previno contra la desfachatez de tratar de calcular
la totalidad del tiempo, esto es, el número exacto de años que van desde el
principio hasta la aparición del Anticristo, la segunda venida de Cristo,
el Apocalipsis y el fin de los tiempos. Unos cuantos lo intentaron, de todos
modos, pero nunca se pusieron de acuerdo sobre una cifra exacta. Sin em
bargo, todos convinieron en que el día del juicio final estaba mucho más cer
ca que el principio.10
A pesar de ello, los europeos medievales solían prestar poca atención a
los detalles del tiempo. Podían datar los acontecimientos con dolorosa pre
cisión: por ejemplo, un tal conde Charles fue asesinado «en el año mil cien
to veintisiete, en el sexto día antes de las nonas de marzo, en el segundo día,
esto es, después del principio del mismo mes, cuando habían transcurrido
19. Whitrow, Time in History, pp. 66-67, 74, 119; D. E. Smith, History of Mathematics,
Dover. Nueva York, 1958, vol. 2, p. 661.
20. Bede, A History ofthe English Church and People, trad. ingl. de Leo Sherley-Price,
Penguin Books, Harmondsworth, 1968, p. 234.
21. Smith, History of Mathematics, vol. 2, p. 661. Dionisio el Exiguo empezó la era ac
tual no con cero, sino con I, razón por la cual la mayoría de nosotros no sabemos si el próxi
mo milenio empezar,i con el año 2000 o con el 2001
E L M ODELO V E N E R A B L E 37
25. El Yale College todavía utilizaba este tipo de hora en 1826 con el fin de aprovechar
plenamente la luz solar. Véase Michael O’Malley, Keeping Watch: A History of American
Time, Penguin Books, Harmondsworth, 1991, p. 4. Nuestro sistema de ahorro de luz diurna
es una forma poco elegante de hacer lo mismo.
26. Dante Alighieri, The Divine Comedy: Paradiso, canto xv, verso 98; Giovanni
Boccaccio, The Decamerón, trad. ingl. de G. H. McWilliam, Penguin Books, Harmonds
worth, 1972; Giovanni Boccaccio, Decamerón, Amoldo Mondadori, Milán, 1985 (hay trad.
cast.: El decamerón, trad. de Esther Benítcz, Alianza, Madrid, 1987).
27. W. Rothwcll, «The Hours of Ihe Day in Medieval I-ranee», h'rench Studies, 15 (ju
lio di 1959), p. 245.
E L M ODELO V E N E R A B L E 39
,'K David S. Landes, Revolution in Time: Clocks and the Making of the Modern World,
IIn i .ud University Press, Cambridge, Mass., 1983, pp. 404-405.
."i ¡lie Oxford English Dictionary, s. v. «noon»; C. T. Onions, ed., The Oxford Dictio-
....... o/ English Etymology, Clarendon Press, Oxford, 1966, s. v. «noon»; Jacques Le Goff,
liim Work, and Culture in the Middle Ages, trad. ingl. de Arthur Goldhammer, University
. >1 i lin agn Press, Chicago, 1980, pp. 44-45; Klaus Mauriee y Otto Mayreds, eds., The Clock-
n ,'ik Universa, Germán Clocks and Autómata, 1500-1650, Neal Watson, Nueva York, 1980,
l'l' l io 147; The Rule of Si. Renedict, trad. ingl. del eardenal Gasquet, Chato & Windus,
1 ....lies, I‘>25. pp 84 85 (hay liad, casi h i regla de san Benito, Madrid. BAC, 1993); Dan-
ii AIii’liii'ii, The ( ’onvivio o/ Oante, liad. ingl. de Philip 11. Wickslecd, J. M. Dent, Londres,
I*i I * pp 145 147 (hay liad casi convite. Círculo de I edincs, Barcelona, 1905).
40 LA M ED ID A D E L A R E A LID A D
30. San Agustín, City ofGod, p. 404. Esta y otras cuestiones relativas a este lema están
bien resumidas en Annc Higgins, «Medieval Nolions of the Slruclure of Time», Journal of
Medieval and Renaissance Sindiex, Id (otoño de 1080), pp. 227-230.
31. E. J. Dijkslerluiis, The Mechan i nlion o/ the World rielare, trad. ingl. de C. Dik-
slioorn, ( Ixlord Univcrsily Press, ( )xloid, ldr>(), |> I M
E L M ODELO V E N E R A B L E 41
I labia varias explicaciones y algunas de ellas eran muy audaces; una, por
ejpmplo, proponía que las aguas retiradas de la tierra estaban apiladas en al
guna parte.32
Aquí en la Tierra, donde el viento te arrojaba arena a los ojos y a menu
d o tenías los pies fríos y mojados, la falta de permanencia era la regla. En el
siglo xiii Bartolomé el Inglés declaró que la Tierra era el «más corpulento y
tiene menos de sutilidad y de simplicidad» de todos los cuerpos del univer
so. Trescientos años más tarde un francés lo dijo de forma más sencilla: la
Tierra «es tan depravada y deshecha en toda suerte de vicios y abominacio
nes que parece ser un lugar que haya recibido todas las porquerías y purga
ciones de todos los demás mundos y edades».” En la zona sublunar el mo
vimiento natural no era perfecto y circular, sino recto y alterable sólo por
medio de la violencia. Si se le dejaba hacer, el fuego se alzaba en línea rec
ia hacia su hogar apropiado en la esfera de fuego, y las piedras, motivadas
ile modo parecido, caían en línea recta hacia la Tierra.
Nuestro barrio bajo sublunar era heterogéneo, y no sólo en cuanto a cli
ma. flora y fauna, sin también en verosimilitud. Trovéis, de sir John Mande
ville, uno de los libros más populares del Renacimiento, declara sobriamen
te que en el reino del Preste Juan había un mar de grava sin agua que «fluye
y refluye en grandes olas como otros mares, y nunca está quieto ni en paz»,
luí Etiopía las personas sólo tenían un pie, el cual «es tan grande que su
sombra protege todo el cuerpo del sol cuando se echan a descansar». (Pue
de que san Agustín sea la fuente de donde Mandeville sacó esto: el santo ha
bía oído decir que los etíopes tenían dos pies en una única pierna.)34
La geografía era cualitativa. La gente de las Indias era lenta «porque es
tán en el primer clima, el de Saturno; y Saturno es lento y se mueve poco»,
pero los europeos, gente activa, eran de una tierra del séptimo clima, el de la
I una, que «rodea la Tierra más rápidamente que cualquier otro planeta».35
Hasta los puntos cardinales eran cualitativos. Sur significaba calor y se aso
ciaba con la caridad y la Pasión de Jesús. Este, hacia la ubicación del paraí
so terrenal, el Edén, tenía una potencia especial y por esta razón las iglesias
estaban orientadas de este a oeste con el extremo principal, el altar, en el
este. Los mapamundis se trazaban con el este en la parte de arriba. El «nor
te verdadero» estaba al este, principio al que presentamos nuestros respetos
cada vez que nos «orientamos».
La ignorancia dictaba que la cartografía fuese sencilla. Durante siglos
fueron muy apreciados los mapas T-O del mundo, en los que Jerusalén solía
estar en el centro. Los mapas T-O se llaman así porque se trazaban como una
O con una T dentro: esto es, un círculo con una línea diametral y, formando
ángulo recto con ella, una línea que dividía una mitad en dos partes. La línea
más larga representaba el río Don, el mar Negro, el Egeo, Jerusalén y el Nilo
todos juntos como una divisoria norte-sur, y resaltaba Asia como una mitad
de la masa continental del globo. La otra línea representaba el Mediterráneo
y dividía la otra mitad del pastel en dos cuñas, Europa y África.36
Algunos europeos creían que Europa, África y Asia constituían sólo una
cuarta parte de la Tierra y que ésta se hallaba separada de las otras cuartas par
tes por grandes mares que iban de norte a sur, de este a oeste. Parecía impro
bable que alguien viviese en las otras tres cuartas partes y posiblemente era
una blasfemia pensar que alguien viviera allí. ¿Cómo podría alguien haber
viajado hasta allí desde el monte Ararat, donde, al bajar las aguas del diluvio,
se había posado el arca de Noé, que contenía todos los descendientes vivos de
Adán y Eva (esto es, todos los seres humanos)? Por tierra, no, obviamente, y
las distancias por mar eran enormes. San Agustín opinaba que «es demasiado
absurdo decir que algunos hombres tal vez tomaron un barco y atravesaron
todo el ancho océano y cruzaron de este lado del mundo al otro». Además,
desde el monte Ararat sólo podrían haber viajado a los dos cuartos meridiona
les cruzando los trópicos inhabitables, literalmente abrasadores. Dante dijo
que quien creyese que en las antípodas vivía gente era un necio.37
El mundo, que Dios había creado para sus fines y donde habían actuado
36. Samuel Y. Edgerton, Jr., «The Art of Renaissance Picture-Making and the Great
Western Age of Discovery», en Sergio Bertelli y Gloria Ramukus, eds., Essays Presented to
Myron P. Gilmore, La Nuova Italia, Florencia, 1978, vol. 2, p. 148; C. Raymond Beazley,
The Dawn of Modern Geography, Henry Frowde, Londres, s. f., vol. 2, pp. 576-579; O. A.
W. Dilke, Greek and Román Maps, Cornell University Press, Ithaca, N. Y., 1985, p. 173; Da
vid Woodward, «Medieval Mappaemundi», en J. B. Harley y David Woodward, eds., The
History of Cartography, I: Cartography in Prehistoric, Ancient, and Medieval Europe and
the Mediterranean, University of Chicago Press, Chicago, 1987, pp. 340-341.
37. San Agustín, The City of God, p. 532; Kimble, Geography in the Middle Ages,
p. 241; John Carey, «Ireland and ihe Anlipodes: The Helemdoxy of Virgin of Sal/hurg»,
Spet ulmn, í>4 (enero de IOS1)), pp. I 1.
E L M ODELO V E N E R A B L E 43
Adán, Eva, Abraham, David, Salomón, Jesús y sus santos, y Satanás y sus
diablillos, estaba adornado con regiones de potencia religiosa. Era posible
visitar y pasear por Belén, Jerusalén y Judá, beber del mar de Galilea y pes
car en él, así pues, ¿por qué no podía uno encontrar, por ejemplo, el infier
no? El autor de Travels de Mandeville escribió sobre una entrada real del in-
ficrno, un «valle peligroso» con oro y plata que atraían a los mortales a él,
donde «en seguida eran estrangulados por los diablos». El autor situaba el
Edén en el Asia oriental, en la cima de una montaña tan alta que tocaba la
órbita de la Luna. En este paraíso terrenal había un pozo «que arroja las cua
tro inundaciones que corren por tierras diversas», esto es, los ríos Ganges,
Tigris, Éufrates y Nilo. Los hombres que intentaban subir por estos ríos se
volvían sordos a causa del ruido de las aguas que «bajan tan furiosamente de
los lugares altos de arriba».38 Colón, hallándose en la costa de Venezuela en
14‘)8, estaba seguro de que el Orinoco era uno de estos ríos y que estaba cer
ca riel paraíso terrenal.39
¿Cómo examinaban un mapa las personas que creían estas cosas?
¿( ’ómo examinaban los cristianos el mapa de Ebstorf, lo último en mapa
mundis del siglo x h i ? Nosotros reparamos en sus tergiversaciones, omisio
nes y rotundos errores y nos parecen perdonables teniendo en cuenta los po
cos datos de primera mano y los escasos conocimientos de geometría que
tenían los cartógrafos. Pero no sabemos qué pensar del mapa en conjunto.
Está trazado sobre un fondo en el que aparece Cristo crucificado, con la ca
beza en el Lejano Oriente, las manos perforadas en los extremos norte y sur,
V los pies heridos ante la costa de Portugal. ¿Qué trataban de decir los auto-
íes del mapa? Desde luego, no que el Nilo desemboca en el Mediterráneo a
exactamente tantas leguas al sur y al oeste de Antioquía. Su mapa fue un in
tento no cuantificativo y no geométrico de facilitar información sobre lo que
estaba cerca y lo que estaba lejos, y lo que era importante y lo que no lo
i ia Se parecía más a un retrato expresionista que a una foto de identifica-
i ion. Era para los pecadores y no para los navegantes.
tK Mantleville ’.v Travels, pp. 234-236; véase también fín the Properties ofThings, vol.
I pp 635-657.
I1) Samuel I-’liol Morison, Admira! oj the Orean Sea: A l.ife of Christopher Columbas,
I Hile. H i o w i i . Itoslon, l'M.’ pp. 556 55H.
44 LA M ED ID A D E LA R E A LID A D
sas había muy pocos números: «un poquito más» y «un trozo de tamaño me
diano» eran suficientemente precisas. En el siglo xiv había en París tantas
viviendas particulares que contarlas sería como contar «tallos en un campo
extenso, o las hojas de un bosque inmenso».40 Los europeos medievales usa
ban los números por su efecto y no por su exactitud. El héroe de la Chanson
de Roland anuncia antes de la batalla: «Descargaré un millar de golpes y los
seguiré con setecientos más, y veréis el acero de Durendal [su espada] ba
ñado en sangre». Muere en la batalla y cien mil francos lloran.41
Además de la afición a lo general e impresionista, los europeos occiden
tales, especialmente los que vivieron en lo que denominamos Edad Media,
sufrían a causa de la falta de un medio claro y sencillo de expresión mate
mática. No tenían signos de más, de menos, de división, de igual o de raíz
cuadrada. Al igual que los antiguos, donde necesitaban la claridad de las
ecuaciones algebraicas producían oraciones retorcidas, casi proustianas.42*
Su sistema de expresión numérica, heredado del imperio romano, era apro
piado para el mercado semanal y para la recaudación de los impuestos loca
les, pero no para algo de mayor envergadura. Los números romanos, con sus
repeticiones de I, V, X, L, C y M (con líneas horizontales arriba y abajo para
separar los números de las letras), eran fáciles de aprender, y entender sus
combinaciones requería poco más que las sumas y restas más sencillas (ge
neralmente sólo la suma porque era más sencillo añadir más al número me
nor que restar de uno mayor). Pero las cifras latinas eran muy poco apropia
das para expresar números elevados. Por ejemplo, un número como 1.549
solía escribirse así: MCCCCCXXXXVI11J. (La J del extremo significaba el
final del número y garantizaba que nadie podía añadirle algo). Por suerte,
los romanos, que eran poco dados a las teorías, y los europeos medievales
raramente tenían que usar números elevados.41
Los europeos medievales escribían sus números con cifras romanas,
pero no utilizaban ese sistema para el cálculo. Poseían en las manos y los de
dos una útil calculadora y, para operaciones más difíciles, el ábaco o table
ro contador. La mejor descripción que tenemos del sistema de manos y de
dos es la de Beda el Venerable (673-735), que en el prefacio de su tratado de
cronología escribió una breve disquisición sobre «la necesaria y práctica ha
bilidad de contar con los dedos». Los números hasta el 9 se designaban do
blando los dedos: un meñique doblado significaba 1, un meñique y un anu-
44. Kart Menninger, Number Words and Number Symbols: A Cultural History ofNum-
hers. liad. ingl. de Paul Broneer, MIT Press, Cambridge, Mass., 1969, pp. 202-218; Smith,
Ihslorv oj Matheimitics, vol. 2, pp. 196-202; Florence A. Yeldham en Roben Sleele, ed., The
Siorv <>l Keektmtnx in the Muidle Ay es m Enulisli, liarly bnglish l'exl Society, Londres,
l't’ Lpp (>(> 69; Mili ruy, Keason mui Soriely, p 156.
46 LA M ED ID A D E L A R E A LID A D
1000 d.C. prueba que la civilización alcanzó su punto más bajo allí. Cuesta
creer que todo el mundo lo olvidase, que durante cinco siglos nadie trazara
con un palo líneas en la arena y empujase guijarros de una línea a otra con
la puntera de una sandalia para confirmar una conjetura sobre cuántas cabe
zas de ganado había en las siete manadas que habían llegado al mercado por
la mañana. Sea cual sea la verdad sobre ello, el hecho es que el tablero con-
latlor no aparece en los anales escritos ni en los restos arqueológicos duran
te quinientos años.45
El renacer del tablero contador en Occidente tiene que ver con el monje
francés Gerberto de Aurillac (el futuro papa Silvestre II), que en la segunda
mitad del siglo x estudió en España, en aquel tiempo un hervidero de erudi
ción y ciencia islámicas. Allí se enteró de la existencia de los números in-
iloarábigos y del tablero contador, que posiblemente se llevó consigo al vol
ver a casa.46 En las postrimerías del siglo xi y en el xii los tratados de cálcu
lo elemental eran, por regla general, libros que hablaban del uso del tablero
contador y en Inglaterra había un verbo nuevo, to abacus, que significaba
calcular.47 En el siglo xvi los tableros contadores eran tan comunes que Mar
tín Lutero pudo referirse de pasada a ellos para ilustrar la compatibilidad del
igualitarismo espiritual con la obediencia a tus superiores: «Para el maestro
de cuentas todas las fichas son iguales, y su valor depende de dónde los co
loca. Del mismo modo son iguales los hombres ante Dios, pero son desi
guales según la posición en la cual Dios los haya colocado».4*
Algún tiempo después de Gerberto, quizás en el siglo xm, las líneas del
tablero que se usaba en la Europa occidental describieron un cuarto de vuel
ta y pasaron de verticales a horizontales. La reorientación nos parece apro
piada — ahora las fichas podían leerse lateralmente, como las palabras— ,
pero no hay nada en las matemáticas que dicte este cambio. Karl Menninger
ha sugerido que tal vez el cambio fue inspirado por el pentagrama musical
ile Guido d’Arezzo, en el cual la altura del sonido dependía de la posición
vertical pero las notas se leían y ejecutaban de izquierda a derecha.49 (Vol
veremos a hablar de Guido en el capítulo 8.)
Los tableros contadores tienen capacidad para los números elevados y los
cálculos complicados, así que no podemos echarles la culpa de lo que cabría
denominar «la impotencia matemática de los occidentales de la Edad Me
dia». Su ignorancia (G. R. Evans dice que hasta mediados del siglo xii fue
ron «subeuclidianos»)50 explica gran parte de su ineptitud al razonar acerca
de cantidades, pero había algo más que eso. Para nosotros, exceptuando unas
cuantas supersticiones como la triscaidecafobia, los números son totalmente
neutros, en sí mismos y de por sí moral y emocionalmente libres de todo va
lor, puras herramientas, tanto como una pala. No era así para los europeos
antiguos: los consideraban cualitativos además de cuantitativos.
«No debemos despreciar la ciencia de los números», escribió aquella
íuente de dogma cristiano del siglo v que fue san Agustín. Y añadió que di
cha ciencia es «de gran utilidad para el intérprete cuidadoso». Dios creó el
universo en seis días porque el 6 era un número perfecto, como ya nos ha en
señado Dante. El 7 también era perfecto. En su época el 3 era el primer nú
46. Menninger, Number Words, pp. 322-327; Murray, Reason and Society, p. 164.
47. Gillian R. Evans, «From Abacus to Algorism: Theory and Practice in Medieval
Ai Mlimetic», fíritish Journal for the History of Science, 10, 2.a parte (julio de 1977), p. 114;
Smith, History of Mathematics, vol. 2, p. 177.
48. Menninger, Number Words, pp. 365-367; Yeltlham, Story of Reckoning, p. 89.
49. Menninger, Number Words, pp. 340-341.
50 Gillian K Evans, «The SulvEuelidian (¡eomelry oí'(lie Earlier Middle Ages, up lo
Mui Twrlllh C'mitin y», Archive lor the History oj ISucl S» ¡enees, 16, n." I (1676), pp. 105 118.
48 LA M ED ID A D E LA R EA LID A D
Gran parte del modelo venerable nos parece tan rara como la versión de
la realidad de un chamán tungús. Mostramos desdén ante sus errores — que
la Tierra es el centro del universo, por ejemplo— , pero nuestro verdadero
problema con el modelo venerable es que es dramático, incluso melodramá
tico, y teleológico: Dios y el Designio se ciernen sobre todo. Queremos (o
pensamos que queremos) explicaciones de la realidad desprovistas de emo
ción, tan anodinas como el agua destilada. Nuestros astrofísicos, al buscar
un título para el nacimiento del tiempo y el espacio, han rechazado creación,
5 1. Vineent I'. Hopper, Medieval Number Symbolism, Columbia University Press, Nue
va York. 1‘riS. pp.
V //>«/, p. !().’ .
E L M ODELO V E N E R A B L E 49
La razón de ser del presente libro es describir una aceleración que des
pués de 1250 aproximadamente se produjo en el proceso en virtud del cual
( laúdente pasó de la percepción cualitativa a, o al menos hacia, la percep
ción cuantificativa. Deseamos de forma muy especial descubrir el origen de
dicha aceleración. Las proporciones de la segunda mitad de la tarea son
enormes y antes de empezar debemos analizar qué es exactamente lo que
buscamos, no fuera que nos convenciéramos de haberlo encontrado antes de
i lempo. Por ejemplo, la llegada de los números indoarábigos fue importan-
i o una, pero no fue más de lo que los lógicos consideran una condición ne-
i esacia pero insuficiente. No debemos pasar por alto tales condiciones (el
oxigeno y los combustibles del epígrafe), pero el objetivo final de nuestra
búsqueda es el «encender una cerilla».
lin este capítulo hablaremos del oxígeno y los combustibles, esto es, de
la ascensión del comercio y el estado, el renacimiento del saber, y de otros
leiiomenos necesarios pero insuficientes para explicar el ascenso del pensa-
iiiirnio cuantitativo en Occidente durante la Edad Media y el Renacimiento.
( 'on el fin de tener la seguridad de que no nos enfrentamos a meras ma-
imalizaciones, examinaremos datos reales de la tendencia a la cuantifica-
cion, los relojes mecánicos, las cartas de navegación, etcétera. Luego, mu
chos capítulos después de éste, buscaremos la cerilla encendida.1
2. John H. Mundy, Europe in the High Muidle Ages, Longman, Londres, 1973. pp. 86
87 (hay trad. cast.: Europa en la alta Edad Media, Aguilar, Madrid, 1980); Ross E. Dunn,
lite Adventures of Ibn Battuta: A Muslim Traveler of the I4tlt Century, University of Cali-
lornia Press, Berkeley, 1986, p. 45.
3. J. C. Russell, «Population in Europe, 500-1500», en Cario M. Cipolla, ed., The Fon
tana Economía History of Europe: The Middle Ages, William Collins, Glasgow, 1972,
pp. 36-41; Massimo Livi-Bacci, A Concise History of World Population, trad. ingl. de Cari
Ipsen, Basil Blackwell, Oxford, 1992, pp. 44-45 (hay trad. cast.: Historia mínima de la po
blación mundial, Ariel, Bacclona, 1990); Roger Mols, «Population in Europe, 1500-1750»,
en Cario M. Cipolla. ed., The Fontana Economic History of Europe: The Sixteenth and Se-
venteenth (.'entunes, William Collins, Glasgow, 1974, vol. 2, p. 38.
4. lulcher de Chartres, A History of the Expedition to Jemstdem. /tW 1127, liad. ingl.
de ITanees l< Kyim, Noilim, Nueva York. 1909, pp. 284 288
52 L A M ED ID A D E LA R E A L ID A D
5. Chronicles of Mutthew París: Monastic Life in the Thirteenth Century, trad. ingl. de
Richard Vaughan, Alan Sutton, Gloucester, 1984, pp. 82, 275.
6. Jacques Le Goff, «The Town as an Agent of Civilisalion, 1200-1500», en The Fonta
na Economía History of Europe: The Middle Ages, p. 91; Jacques Bernard, «Trade and Fi-
nance in the Middle Ages, 900-1500», en ihid., p. 3 10.
7. Robert S. López, The Commercial Revolution of the Middle Ages, 950-1350, Cam
bridge University Press, 1976, p. 166.
8. Jean Gimpel, The Medieval Machine: The Industrial Revolution ofthe Middle Ages,
Penguin Books, Harmondsworth, 1976, pp. 12, 16-17, 24, 167-168; Lynn White, Jr., Medie
val Technology and Social Change, Oxford University Press, Oxlord, 1964, pp. 8 1-87 (hay
trad. cast.: Tecnología medieval y cambio social. Paulos Ibérica, Barcelona. IO«)0).
C A U S A S N E C E S A R IA S PERO IN S U F IC IE N T E S 53
V. Dante Alighieri, The Divine Comedy: Inferno, trad. ingl. de Charles S. Singleton,
l’i mcclon Universily Press, Prineelon, N. J., 1970, p. 361 (hay liad, cast.: Ixi divina comedia,
li.nl. de Á. Crespo, Planela-Agoslini, Barcelona, 1996). Quienes necesiten un correctivo a la
uileipivlnción curocénlriea de la historia de la tecnología podrían leer Donald R. Hill, «Me-
i líame.il l'.ngineeiing in llie Medieval Near liasl», S r ie n lific A m erican , 264 (mayo de 1991 ),
i.i > mu ios
*1 L A M ED ID A D E L A R E A L ID A D
10. Firnest A. Mootly, «Ockham, William t>f», en Charles Conlslon (¡¡Hispió, ed., The
Dielioniirv iifSeienlilh' Serihnei 's, Nueva York, l()7() l‘>H(), vol. 10, p. 172.
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I 1. Toby E. HulT, The Rise ofEarlv Modern Science: Islam, China, and the West, Cam
bridge University Press, 1993, p. 292.
12. Samuel Y. Edgerlon, Jr., «From Mental Matrix to Mappamundi to Christian Empi
re: l'lie llerilage ol Plolemaie Cartography in the Renaissanee», en David Woodward, ed.,
Ail añil ( ’tutoymphy: Si\ Historiad I'.ssiiys, llniversily ol Chicago Press, Chicago, 1987,
pp. 24-2‘t.
56 LA M ED ID A D E LA R E A LID A D
13. R. W. Southern. Medieval Hunianism, Harpcr & Row, Nueva York, 1970, p. 46.
14. Edward Grant, ed., A Source Book in Medieval Science, Harvard University Press,
1974, p. 26; Tilomas S. Kuhn, The Copernican Revolution: Planetary Astronomy in the De-
velopment of Western Thought, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1957, p. 110.
15. G. R. Crone, Maps and Their Makers: An Introduction to the History of Carto
graphy, William Dawson, Folkestone, Kent, 1978, pp. 28-29.
16. J. Huizinga, The Waning of the Middle Ages, Doubleday, Nueva York, 1954 (hay
liad, casi.: El otoño de la Edad Media, Alianza, Madrid, 1994''); I-ymi Wliilc, .Ir., «Dealli and
lile Devil», en Roherl S. Kinsman, ed., The Ihirler Vision of the Renaissunt i llevoinl the
C A U S A S N E C E S A R IA S PERO IN S U F IC IE N T E S 57
función principal, que era, según dice Bouwsma, «imponer sentido a ... la
experiencia que pueda dar a la vida una medida de fiabilidad y reducir así,
aunque no pueda abolirías del todo, las incertidumbres fundamentales y ate
rradoras de la vida».17
Muy despacio, tentativamente, y con frecuencia de modo inconsciente,
los occidentales empezaron a improvisar una nueva versión de la realidad
partiendo de elementos heredados y de la experiencia del momento, que a
menudo era comercial. El naciente modelo nuevo, como lo llamaremos, se
distinguía por la importancia cada vez mayor que daba a la precisión, la
cuantificación de los fenómenos físicos, y las matemáticas.
Los principales artífices del modelo nuevo eran gentes de ciudad, los
ciudadanos más inquietos de la sociedad occidental, como de la mayoría de
las sociedades. De la misma manera que las células de un feto son creci
miento, estas personas eran cambio, incluso cuando pertenecían a elites an
tiguas: por ejemplo, el obispo en su nueva, vasta y carísima catedral urbana.
Algunas de las personas de ciudad pertenecían a elites nacientes, de la van
guardia cultural, y les debemos especial atención. Pasaban sus horas de tra
bajo en uno de dos centros: la universidad y el mercado.
El segundo centro era más antiguo que la escritura o la rueda, pero los
occidentales tuvieron que inventarse el primero. La expansión demográfica,
el florecimiento de la Iglesia y el estado, la proliferación del conocimiento y
la amenaza de varias herejías produjeron conjuntamente una demanda de
más maestros, estudiosos, burócratas y predicadores que superó la capaci
dad de las antiguas escuelas catedralicias y dio origen a las universidades.
La primera mitad del siglo xii fue el período heroico de la educación su
perior en Occidente, una época en que los estudiantes se reunían espontá
neamente alrededor de maestros como el racionalista radical Pedro Abelar
do, a los que incluso seguían de ciudad en ciudad si hacía falta. Los maestros
impartían conocimiento y sabiduría, a veces con un poco de escepticismo a
modo de estímulo, pero no podían conceder títulos ni reclamar efectiva
mente prerrogativas jurídicas para sí mismos ni defender a sus alumnos en
las luchas entre la gente de la ciudad y los estudiantes. Éstos no podían ob
tener ninguna certificación oficial de la erudición adquirida ni tenían la se
guridad de que los maestros no se presentarían borrachos a dar la lección o
se mudarían de la ciudad o incluso dejarían de enseñar, y tampoco podían
l'ields of Reason, University of California Press, Berkeley, 1974, pp. 25-46; William J.
Bouwsma, «Anxiety and Ihe Formation of Early Modern Culture», en Barbara C. Malament,
ed., Aftcr the Refonnation: Essavs in Honor o f ./. II. Hexter, University of Pennsylvania
Press, 1'iladeUia, I(>K0, pp. 215-246; Donald R. Iloward, «Renaissance World-Alicnation»,
en ihid., pp. 47-76.
17 Hniiwsinn. ••Anxielv and llie l omiiilinn ol I .:>■ly Modern ( ’ullure», p. 22H.
58 L A M ED ID A DE LA R E A L ID A D
18. R. W. Southern, «The Schools of Paris and the School of Chartres», en Robert L.
Benson, Giles Constable y Carold D. Lanham, eds., Renaissance andRenewal in the Twelfth
Century, University of Toronto Press, Toronto, 1991, pp. 114-118.
19. Nathan Schachner, The Medioeval Universities, Barnes, Nueva York, 1962,
pp. 59-73.
20. Il¡islinj;s Rashdall, The Universities of Europe in tlie Midille A^cs, Oxford Univer-
sily Press, Londres, l'MO, vol. I, pp. 2(>') 581
C A U S A S N E C E S A R IA S PERO IN S U F IC IE N T E S 59
24. Beryl Smalley, The Study of the Bihle in the Middle Ages, Basil Blackwell, Oxford,
1952, pp. 222-224.
25. Ihid., pp. 222-224, 333-334; «Hugh of St. Cher», en Dictionary of the Middle
Ages, vol. 6, pp. 320-321; Lloyd William Daly, Contributions to a History of Alphahetiza-
tion in Antiquity and the Middle Ages, Latomus Revue d’Etudes Latines, Bruselas, 1967,
p. 74; Richard H. Rouse y Mary A. Rouse, Preachers, Florilegio and Sermons: Studies on
the Manipulus florum ofThomas of Irekmd, Pontifical Institute of Mediaeval Studies, To
ronto, 1979, p. 4.
26. Brian Stock, The ¡mplications of Uteracy: Written Language and Models of Inter-
pretation in the Eleventh and Twelfth Centnries, Princeton I Jniversily Press, Princclon, N. .1.,
10X3, p. 63; Rouse y Rouse, Preachers, Florilegio and Sermons, pp. 12- I L
C A U S A S N E C E S A R IA S PERO IN S U F IC IE N T E S 61
ejemplo, la Biblia debía ir en primer lugar, luego los padres de la Iglesia y así
sucesivamente, con los libros sobre las artes liberales en último lugar. Pero
ordenar basándose de modo exclusivo en el prestigio no daba buenos resul
tados siempre, especialmente en lo que se refiere a las minucias, y por esta ra
zón los escolásticos complementaron este sistema con otro que se había uti
lizado de vez en cuando en el mundo antiguo y posteriormente, pero nunca
con frecuencia ni de modo constante: la alfabetización. Tan abstracta como
una progresión de números, la alfabetización no hacía necesario juzgar la im
portancia relativa de lo que ordenaba y, paradójicamente, tenía, por tanto, uti
lidad universal. Podía usarse para organizar diccionarios de palabras,
concordancias de las proclamas de Dios o de las afirmaciones de los griegos
antiguos, catálogos de libros y colecciones de documentos gubernamentales.
Los escolásticos proporcionaron manuales y diccionarios alfabetizados de
materiales para sermones destinados a los predicadores que en las postrime
rías del siglo xii competían con los herejes por las almas de los habitantes de
las florecientes ciudades. Y hemos estado alfabetizando desde entonces.27
Tal vez el más innovador y útil de todos los inventos discretos de los es
colásticos fue el sistema del índice analítico de materias. Grecia y Roma nun
ca habían ordenado sus textos de manera que un principiante pudiese avanzar
con confianza desde lo general hasta lo temático, lo subtemático y lo concre
to, para volver luego a lo general. Los escolásticos, sí. Su sistema ayuda no
sólo a localizar algo determinado en un libro, sino también a seguir líneas de
argumentación y, al igual que la técnica matemática, a pensar con claridad.
Hs un cedazo de varios niveles, graduados de lo grueso a lo fino, en el cual
arrojamos nuestras ideas confusas. Lo primero que hay que cerner son las
materias generales, que en nuestra adaptación de este invento escolástico se
designan con los números I, II, etcétera. Seguidamente se seleccionan los te
mas, A, B, etcétera; luego los subtemas, 1, 2, etcétera; y, en caso necesario,
éstos se subdividen en a, b y así sucesivamente. Puede que Alejandro de Ha
les, el maestro franciscano, fuese el primero en introducir el sistema. Dividió
el conjunto en partes y luego en membra y articuli. Santo Tomás de Aquino,
que nunca perdía el hilo de la discusión, dividía el conjunto en partes, y és
tas en quaestiones o distinctiones, y éstas a su vez en articuli.28
27. Daly, Contributions to a History of Alphabetization, pp. 74, 96; Smalley, Studv of
llw Hihle, pp. 333-334; Rouse y Rouse, Preachers, Florilegio and Sermons, pp. 4, 7-15;
Mary A. Rouse y Richard H. Rouse, «Alphabetization, History of», en Dictionary of the
Middle Ages, vol. 1, pp. 204-207; Stock, The Implications of Literacy, p. 62.
2X. Krwin Panol'sky, Cothic Architecture and Scholasticism, Archabbey Press, Latrobe,
Pn . 1951, pp. 32-35, 95 96 (hay liad, casi.: Arquitectura gótica v pensamiento escolástico,
Pic|iicla, Madrid, 19X6); víase también Olio 13ird, «llow lo Reail un Arliclc ol Ihe Sunmui»,
New Si hohislii imii, 77 (ala il di 1951), pp. 17.9 159,
62 LA M ED ID A D E L A R E A L ID A D
Ahora bien, la misma cosa no puede ser a la vez tanto realmente x \sit si-
muI en el original en latín] y potencialmente x, aunque puede ser realmente x
y potencialmente y [secundum diversa]: lo realmente cálido no puede ser a la
vez potencialmente cálido, aunque puede ser potencialmente frío. En conse
cuencia, una cosa en proceso de cambio no puede causar ella misma el mis
mo cambio: no puede cambiarse a sí misma. Necesariamente, pues, cualquier
cosa en proceso de cambio la está cambiando otra cosa.30
(I'.slc agente fundamental, por supuesto, resulta ser Dios unas cuantas ora
ciones más adelante.)
Ln nuestro tiempo la palabra «medieval» se usa con frecuencia como si
nónimo de atolondrado, pero puede emplearse con mayor rigor para indicar
definición precisa y razonamiento meticuloso, es decir, claridad. Tomás de
20 M. D. Chenu, l'owaril Utulerslanding Saint Thomas, trad. ingl. tic A.-M. Landry
y I) I luchos, llonry Kegnery, Chicago, 1964, pp. 59-60, 117-119.
1(1 Sanio Tomás du Aquino, Snmiini ilicologiac, lllacklíiars, Londres, s. í., vol. 2,
pp 12 I I (hay liad i asi. ituna ilr teología, Irarl ilr .1 Marloivll, HA( Madrid, 1994).
C A U S A S N E C E S A R IA S PERO IN S U F IC IE N T E S 63
3 1. Albert G. A. Balz, Descartes and the Modern Mind, Yale University Press, New Ha-
ven, Conn., 1952, p. 26; René Descartes, Correspondance, ed. de C. Adam y G. Milhaud,
Presses Universitaires de trance, París, 1941, vol. 3, p. .301; Adrien Baillet, La vie de Mon-
sieur Des-Canes, Daniel I lonthcmcls, París, 1891, 1“ parle, p. 286.
32. John Mmdoch y lúlilli Sy lia, «Swineshead. Richard», en Dictiniuirv of Scientific
liioftrapliw vol. I. pp I8*>. 189. 198 199, 204 205,
64 LA M ED ID A D E LA R EA LID A D
temáticas sin medición. Los ingleses obtuvieron mejores resultados que los
demás occidentales en lo que se refiere a usar el álgebra para considerar lo
que Aristóteles denominó cualidades: la velocidad, la temperatura, etcétera.
Oresme fue más lejos y geometrizó las cualidades, incluso la velocidad en
su manifestación más desconcertante, la aceleración. Produjo lo que equiva
lía a gráficos (bastante parecidos a pentagramas musicales; véase el capítu
lo 8), en los cuales la progresión del tiempo se expresaba con una línea ho
rizontal y la intensidad variable de una cualidad, con líneas verticales de
alturas diversas. El resultado final era una abstracción elegante y pura, una
representación geométrica de un fenómeno físico que variaba a lo largo del
tiempo (figura 3).33
Por convincente que pudiera ser el trabajo de estas personas, una y otra
vez nos sorprende la falta de medición real. No tenían traducciones — o, si las
tenían, hacían caso omiso de ellas— de las secciones que Ptolomeo, Euclides
y otros cuantificadores clásicos dedicaban a la medición. Como Aristóteles,
los escolásticos consideraban que unas cosas eran más y menos que otras,
33. David C. Lindberg, The Beginnings of Western Science, llnivcrsily of Chicago Press,
Chicago, 1992. pp. 294-301.
C A U S A S N E C E S A R IA S PERO IN S U F IC IE N T E S 65
.14. Anneliese Maier, On the Threshold of Exacf Science, trad. ingl. de Steven D. Sar-
genl, University of Pennsylvania Press, Filadelfia, 1982, pp. 169-170.
35. The Opus Majus of Roger Bacon, trad. ingl. de Robert B. Burke, University of
IVinisylvania Press, Filadelfia, 1928, vol. 1, pp. 116, 117, 120, 123, 128, 200, 203-204.
36. A. C. Crombie, «Quantification in Medieval Physics», en Sylvia L. Thrupp, ed.,
( 'hnnge in Medieval Society: Europe North of the Alps, 1050-1500, Appleton-Century-
( 'rotls, Nueva York, 1964, p. 195.
17. .loel Kaye, «The linpael of Money on the Developinenl of Fourieenlh-Cenlury
Si leiililie Thouglil”, Journal o¡ Medieval Historv. 14 (seplis mine de 1988), p. 260.
18. Ihi<l.. pp 254. 257 ’58 ’OO.
66 L A M ED ID A D E L A R E A LID A D
Verdad es que el dinero está subordinado a otra cosa que es su fin; empe
ro, en la medida en que es útil en la búsqueda de todos los bienes materiales
por su poder de un modo u otro los contiene tod os... Es de esta manera que
tiene cierto parecido con la beatitud.39
48. Kaye, «The Impact of Money», p. 259; P. Spufford, «Coinage and Currency», en M.
M. Poston, E. E. Rich y Edward Miller, eds., Economía Organization and Policies in the
Middle Ages, Cambridge Economic History of Europe, vol. 3, Cambridge University Press,
1963, pp. 593-595; F. P. Braudel, «Pnces in Europe from 1450 to 1750», en E. E. Rich y
C. H. Wilson, eds., The Economy of Expanding Europe in the Sixteenth andSeventeenth Cen-
turies, Cambridge Economic History of Europe, vol. 4, Cambridge University Press, 1967,
p. 379; Elgin Groseclose, Money and Man: A Survey of Monetary Experience, University of
Oklahoma Press, Norman, 1976, pp. 66-67; Cario M. Cipolla, Money, Prives, and Civiliza-
tion in the Mediterranean World, Fifth to Seventeenth Centnrv, Gordian Press. Nueva York,
1967, pp. 38-52.
C A U SA S N E C E S A R IA S PERO IN S U F IC IE N T E S 69
•••■I siglo xvi. Las monedas fluían de la Europa septentrional a los puertos
mediterráneos y de allí a los países de Oriente con los cuales se mantenían
"'l.u iones comerciales. En el decenio de 1420 Venecia exportaba alrededor
de cincuenta mil ducados anuales sólo a Siria. El flujo de oro hacia el este
i tan continuo y duró tanto tiempo que los españoles le daban un nombre
>■.pecial: «evacuación de oro».
I .uropa sacaba de sus propias minas tantas monedas como podía, impor
taba oro de lugares tan lejanos como el África tropical, y, después de que se
"■activara su manufacturación, vendía sus mercancías por monedas siempre
que era posible, pero siempre los metales preciosos iban a parar a Oriente.
I "s tipos de interés, por ende, eran de hasta el 15 por 100 en los empréstitos
a largo plazo que se concedían a mercaderes e instituciones respetables
• "ino, por ejemplo, la comuna de Florencia, y del 30 por 100 y más en los
que se concedían a reyes y príncipes. Los gobiernos decretaban tipos de in
icies máximos — el 15 por 100 en Génova durante todo el siglo xiii, el 20
poi 100 en Francia en 1311— , lo cual hace pensar que los tipos reales ten
dían a ser aún más elevados.49
I,os occidentales estaban obsesionados con lo que no podían conservar:
I I dinero. Marco Polo habló elocuentemente de la abundancia de oro en al-
TI Cipolla, Money, Pnces, and Civilization, pp. 63-65; Geoffrey Parker, «The Emer-
' iii e ol Modern Finanee in Europe, 1500-1730», en The Fontana Economic History of'Eu-
n 7 >e ilw Sixleenth and Seventeenth Centuries, pp. 527-529; Harry A. Miskimin, The Eco-
i i u i i i y of Earlv Renaissance Europe, IMÍO-1460, Prentice-Hall, Englewood Cliffs, N. J.,
I'»"'», p. 155 (luiy liad, casi.: Ixt economía de Europa en el alto Renacimiento, Cátedra, Ma-
ilinl. 1980); llarry A. Miskimin, The Economy of Later Renaissance Europe, 1460-1600,
i iimhndge IJniversily Press, 1977, pp. 22-23, 2H, 35-43.
5(1 Miguel I eón Portilhi, ed.. The Hroken Spvars: The Atice Account of the Cont/uest of
México, lieaeon l’iess. Ilusión, 1962, pp. 50 51.
4. EL TIEMPO
El tiempo dejaba perplejo a san Agustín: «Sé muy bien qué es, siempre
y cuando nadie me lo pregunte: pero si me preguntan qué es, y trato de
explicarlo, me desconcierto».2 Las mediciones suelen ser de algo definido
— cien metros de camino, de prado, de lago— , pero cien horas, felices o tris
tes, son un centenar de horas de... tiempo.
La insustancialidad del tiempo era incomprensible para san Agustín y es
incomprensible para nosotros, pero permite a los seres humanos imprimir en
él su propia concepción de las partes en que se divide. No es extraño que los
europeos occidentales de la Edad Media dieran en la medición del tiempo su
primer paso gigantesco hacia la metrología práctica. Tampoco es extraño
que ello ocurriera en la medición de las horas, más que en la reforma del ca
lendario. Las horas no estaban delimitadas por acontecimientos naturales,
sino que eran duraciones arbitrarias y susceptibles de definirse de modo
también arbitrario. Los días, en cambio, tenían tales límites en la oscuridad
y la luz, y, además, los calendarios eran artefactos de milenios de civili
zación, plagados de incrustaciones de costumbres y santidad.12
1. Alex Keller, «A Renaissance Humanist Looks at “New” Inventions: The Anide “Ho-
rologium” in Giovanni Tortelli’s De Orthographia», Technology and Culture, I I (julio de
1970), pp. 351-352, 354-355, 362, 363.
2. San Agustín, Confessions, trad. ingl. de R. S. Pine-ColTin, Penguin books, llar-
mondsworlh, 1961, p. 264 (hay Irad. casi.: Confesiones, BAC, Madrid, 1904). 1
E L TIEMPO 71
' Francisco López de Gomara, Cortés: The Life of the Conqueror hy His Secretary,
liad ingl. de Leslcy Byrd Simpson, University of California Press, Berkeley, 1964, p. 31
(nnginal castellano: La historia de las Indias y conquista de México, Zaragoza, 1552).
•I. David S. Laudes, Revolution in Time: Clocks and the Making ofthe Modern World,
llaivnrd Universily Press, Cambridge, Mass., 1983, p. 81.
s Cario M. (¡¡¡polla, Clocks and Culture, 1300-1700, Collins, Londres, 1967, p. 42.
(i l ianyois kabelais, The Histories of Gargantua and Pantagruel, trad. ingl. de J. M.
( ola n, Pengimi Books, I larmondsworlli, 1955, p. 78 (hay liad, casi.: Gargantua y Punta-
eme!, liad ingl.de I ltai]a. Akal, Madrid. 1994).
72 LA M ED ID A D E L A R E A L ID A D
por día para proporcionar un ritmo que conviniera a las actividades urbanas.
Los habitantes de los burgos comprendían el valor práctico de los relojes,
se encontraban a gusto con la cuantificación y eran hábiles en el manejo de
las máquinas, pero eso no significa necesariamente que inventasen el reloj
mecánico. Si la historia fuese lógica, habría tenido que inventarlo un astrólo
go o un monje por ser miembros de los dos grupos que en la sociedad euro
pea de la Edad Media trabajaban durante la noche, fuera ésta nubosa o des
pejada, cuando juzgar el tiempo era difícil. Los astrólogos, por ejemplo,
tenían que fijar las posiciones de los planetas móviles en relación unos con
otros cuando reyes, papas y protectores acaudalados nacían, morían, entabla
ban batallas, etcétera. Los monjes tenían que levantarse a oscuras para re
citar las plegarias apropiadas en los momentos indicados. Poner en marcha el
día en los maitines era una tarea difícil: la regla de san Benito decretaba: «Si
alguien viene a los maitines después del Gloria del Salmo 94, que por esta ra
zón deseamos que se diga lentamente y sin prisas, no ocupará su lugar en el
coro, sino que irá el último de todos, o a algún lugar aparte que el abad pue
da asignar para quienes de este modo fallan a su modo de ver».7
Los relojes mecánicos eran al principio tan enormes y caros que dudo
que un astrólogo o astrónomo construyese el primero de ellos, aunque uno
de estos brujos podría haberlo construido en el caso de contar con el patro
cinio de un duque o un obispo. Mi opinión es que la hazaña fue obra de un
monje, un miembro de una organización grande y probablemente rica. Si la
historia fuese lógica, habría sido un monje de la orden cisterciense, que era
avanzada desde el punto de vista tecnológico y cuyos abades estaban segu
ros de que la gracia guardaba correlación con la eficiencia y, por consi
guiente, con los molinos de agua y de viento, los engranajes y las ruedas.8
La lógica sugeriría también que la invención se produjo en el norte. Allí,
las variaciones estacionales de la duración del día y la desigualdad de las ho
ras desiguales eran mayores que en la Europa mediterránea y el agua de los
relojes de agua, más propensa a congelarse. Cabe suponer que el escenario
fue la Francia septentrional, patria de la arquitectura gótica y la polifonía,
donde la innovación avanzaba dando saltos.
Dejemos ya la lógica, que la historia pasa por alto con frecuencia. No sa
bemos quién construyó el prototipo europeo de nuestros relojes mecánicos ni
dónde se construyó, y probablemente nunca lo sabremos. En lo que se refie-
7. Rule ofSt. Benedict, trad. ingl. de Charles Gasquet, Chalto & Windus, Londres, 1925,
pp. 36, 78 (hay trad. cast.: La regla de san Benito, BAC, Madrid, 1993); Laudes, Revolution
in Time, p. 68.
8. Jcan Gimpcl, The Medieval Machine: The hulnsliial Revolution oj the Miihlle Ages.
Penguin Books, I larmondswoi lh. Il)76, pp, í>7 68
E L TIEMPO 73
ii* a cuándo, fue en los últimos decenios del siglo xii justo antes o poco des
pués de que se inventaran las gafas (lo cual no fue una simple coincidencia:
( Iccidente empezaba en aquel entonces su largo arrebato de invención de
ayudas tecnológicas a los sentidos humanos).9 No podemos precisar el año,
pero es probable que el decenio fuera el de 1270. Al principio del mismo, Ro-
hri lo el Inglés comentó intentos de construir una rueda que hiciese una revo
lución completa cada veinticuatro horas. En el mismo decenio algún miem-
hm de la corte del rey Alfonso el Sabio, en España, trazó el bosquejo de un
irloj de pesas regulado por el fluir de mercurio de un compartimento a otro
en una rueda hueca.10*Más o menos en la misma época o poco después de ella
el poeta Jean de Meun, coautor de Le román de la rose, incluyó en esta obra,
el <gran supervenías» de la época, un Pigmalión que era todo un mecánico.
Inventó varios tipos de instrumentos musicales — un órgano diminuto, por
e|emplo, en el que inyectaba aire y tocaba mientras «cantaba motete o tri-
l>hmi o voz de tenor»— y relojes que daban campanadas «por medio de me
llas complicadas e ingeniosas que funcionaban sin detenerse jamás».11 Si el
poela no había visto relojes, al menos le habían hablado de ellos.
Es indudable que después de 1300 el reloj mecánico fue una realidad,
luda vez que hubo un gran incremento en el número de referencias a máqui
nas de medir el tiempo.12*Dante, en el canto xxiv del Paraíso, escrito hacia
I (20, utilizó el reductor como metáfora de las almas inmersas en la felici
dad absoluta, dando vueltas en éxtasis:
bastante fácil hacer que el descenso de la pesa fuera más lento, pero ¿cómo
podía hacerse para tener la garantía de que el cilindro giraría ininterrumpi
damente? ¿Cómo se podía tener la seguridad de que la primera hora medida
tendría la misma duración que la última?
La respuesta fue lo que llamamos «el escape». Este «sencillo» dispositi
vo oscilante interrumpe de manera regular, en miles y miles de repeticiones
diarias, el descenso de la pesa del reloj y garantiza que su energía se gastará
de modo uniforme.16 El escape no contribuyó de ninguna manera a resolver
los misterios del tiempo, pero sí domesticó a éste.
Los occidentales no fueron los primeros en tener relojes mecánicos. Los
chinos ya tenían varios de tamaño gigantesco en el siglo x. De hecho, cabe
la posibilidad de que la noticia de la existencia de los mismos estimulase la
invención de los primeros relojes de Occidente.17 Sea cual sea la verdad al
respecto, es indiscutible que Occidente se singularizó por su entusiasmo por
los relojes (volveremos a hablar de ello pronto) y por la rapidez con que
cambió las horas desiguales por las iguales. Que nosotros sepamos, desde el
principio los relojes mecánicos de Occidente midieron el tiempo en térmi
nos de horas iguales, en invierno o en verano. Esto no se debió a que el pro
blema de crear un reloj para las horas que variaban con las estaciones fuera
insoluble: los japoneses crearon uno después de que el reloj mecánico llega
ra de Europa.18 Ocurrió siglos más tarde y es probable que la tecnología me
dieval no estuviera en condiciones de acometer tal tarea. Aun así, es intere
sante que en los anales no se mencione ningún intento en tal sentido. Quizá
los primeros capitalistas querían horas iguales para poder exprimir a los
obreros y sacarles una hora entera de trabajo en los días más oscuros y cor
tos del invierno. Quizá los occidentales ya empezaban pensar que el tiempo
era homogéneo, como da a entender la polifonía del siglo xm.
Sea como fuere, el empleo de horas iguales en vez de desiguales ya em
pezó a generalizarse en 1330 en Alemania y hacia 1370 en Inglaterra. En este
ultimo año Carlos V de Francia decretó que todos los relojes de París conta
sen las horas de conformidad con el reloj que en aquellos momentos estaba
instalando en su palacio de la íle de la Cité. (El Quai de l'Horloge, con un re
loj, sigue estando allí.) Jean Froissart, el historiador de la guerra de los Cien
Años, pasó de las horas canónicas a las nuevas horas de reloj cuando llevaba
escrita la mitad de su Crónica... probablemente en el decenio de 1380.19
«Fue en la ciudad europea — dice A. J. Gurevich— donde, por primera
vez en la historia, empezó a “aislarse” el tiempo como forma pura, extrínse
ca a la vida.»20 Aunque invisible y sin sustancia, el tiempo fue encadenado.
Los efectos del reloj fueron múltiples y tremendos. Era una máquina
complicada cuya construcción requería un buen maquinista, a la vez que
para su mantenimiento se recomendaba contar con un matemático práctico.
A modo de ejemplo, permítame remitirle a Richard de Wallingford, abad de
Saint Albans de 1326 a 1336, que construyó un reloj de torre para su abadía
y escribió un tratado sobre la construcción de relojes. Parecía más un mecá
nico que un monje y debió de cortar, limar, ajustar, apretar y probar docenas
de piezas de metal, y era un hombre que necesariamente hablaba en nú
meros:
i ir/ el tlu monde, trad. ingl. de Albert D. Menut, University of Wisconsin Press, Madison,
1968, p. 289. Véanse también Nicholas H. Steneck, Science and Creation in the Middle
rí'c.v.- Henry of Ixingenstein fd. 1297) on Génesis, University of Notre Dame Press, Notre
I limic, Ind., 1976, p. 149; Otto Mayr, Authority, Liberty and Automatic Machinery in Early
Modern Europe, Jolins Hopkins Press, Baltimore, 1986, p. 39.
' Arlluir Koesller l'he Steepwalkers: a History ofMan's Changina Vision ofthe Uni
ré t se, IViiguin Books, Harmondsworlh, 1964. p. 343 (hay liad, casi.: I.os sonámbulos, Sal
' it. Uaiivlona. 1994 2 vols.).
7X LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D
24. Jean Fmissart, Chronicles, trad. ingl. de Geoffrey Brereton, Penguin Books, Har-
innndsworlh, ll)78, pp. 9-10 (hay trad. cast.: Crónicas, trad. de V. Cirlot y J. E. Doménec, Si-
mrl:i, Madrid, 1988); F. W. Shears, Froissart, Chronicler and Poet, Routledge, Londres,
luto, pp. 202-203.
.’V I .andes, Kevolulion in Time, p. 82.
.’(>. 1 ( 1 larber, « The Calhedral Clock and llic Cosniological Clock Mctaphor», en The
Slmlv «I lime, vol. 2, p. 399.
’7 Ineques I ,e (¡olí, Time. Work and ('tillare in the Miihlle At¡es, Irad. ingl. de Artluir
( iiildhammei. I Imvrisily ni ( 'luengo l’ievs, ( 'lila igo, IUHU, pp 4S ■!(’
E L TIEMPO 79
12. Gordon Moyer, «The Gregorian Calendar», Scientific American, 246 (mayo de
IUK2). pp. 144-152.
I I. Montaigne, Complete Essavs, p. 1.143. Deberíamos ser siempre reacios a corregir a
Monimgne, pero técnicamente llevaba un desfase de once días y no de diez. La confusión se
debe a que cuando el papa introdujo once días en el mes de octubre de 1582, esto es, cuando
el I ile octubre fue seguido del 15 de octubre, lo que hubiera sido el 5 se convirtió en el 15,
una dilerem-ia de dic/.
II ( ¡eorge Saltón, .S’r'v Wmys: Mrn of Science in the Renaissance. Indiana University
l'iess. Itloommgton. I‘>57. pp 6l) 72.
E L TIEMPO 81
ducirlo en una fecha en los otros dos ciclos. Podría hacerse una correlación
de las cronologías hebrea, cristiana, romana, griega, arábiga y otras.4243
Después de investigar y de más cálculos, Escalígero decidió que Cristo
había nacido en el año 4.713 del período. Como diríamos nosotros, el pe
ríodo había empezado en 4713 a.C. Quedaban todavía unos 1.700 años. Por
supuesto, el período empezó antes incluso de las fechas más antiguas que las
fuentes judeocristianas atribuyen a la creación, lo cual ponía nerviosos a los
literalistas, pero Escalígero buscaba una solución matemática y no la fecha
en que el Dios del Génesis había movido la superficie de las aguas. Quería
un período suficientemente largo que permitiera incluir todos los aconteci
mientos documentados en un sistema en el cual fuese posible hacer una co
rrelación precisa de los tres ciclos.41
De emendatione temporum fue una obra maestra de la cronología, tal
vez la más grande de todas, pero nunca fue muy leída. Su lectura era difícil
y el sistema del período juliano resultaba demasiado engorroso y extraño
para quienes no fuesen matemáticos. Luego, al aparecer fechas egipcias que
supuestamente caían antes de 4713 a.C., Escalígero tuvo que añadir un pe
ríodo que precedía a su período juliano, lo cual despojó a su sistema de su
pulcritud inclusiva, que era una de sus mayores cualidades. No se populari
zó una forma satisfactoria de datación anual hasta después de que el jesuíta
del siglo x v ii Petavio (Denis Petau) diera los últimos toques en nuestro ac
tual sistema a.C./d.C. y no señaló ninguna fecha para el principio, con lo
cual cortó el nudo gordiano que representaba elegirla.44
Pero el sistema de Escalígero no fue a parar al cubo de la basura. Lo
adoptaron los astrónomos, a los que volvían locos las complicaciones de los
calendarios comunes, con sus semanas de siete días sin ninguna coordina
ción con todo lo demás y sus doce meses de duraciones variables. Imagine
las dificultades que comportaría tratar de decir el número exacto de días en
tre el paso del cometa Halley por delante del Sol el 16 de noviembre de 1835
y la siguiente repetición del suceso el 20 de abril de 1910. Los astrónomos,
utilizando el único cuanto del período juliano, el día solar medio (día julia
no), pueden decir que transcurrieron exactamente 27.183 días julianos entre
las dos visitas que el cometa Halley hizo al Sol en el siglo xix.45
El precio que la obsesión por la precisión temporal cobró por sus servicios
l úe la ansiedad. La Inteligencia, uno de los personajes de la obra del siglo xiv
Piers the Ploughman, proclama que «sabe Dios que de todas las cosas de la
Tierra nada odian más los que están en el Cielo que la pérdida de tiempo».46
I,eon Battista Alberti, hombre de principios del Renacimiento (al que volve
remos a encontrar en el capítulo 9), declamó: «Huyo del sueño y el ocio, y
siempre estoy ocupado en algo». Al levantarse por la mañana confeccionaba
una lista de lo que había que hacer aquel día y asignaba un momento a cada
cosa47 (anticipándose con ello trescientos años a Benjamin Franklin).
Petrarca prestaba rigurosa atención al tiempo de un modo muy poco tra
dicional. Sabemos, por tanto, que nació al romper el alba del lunes 20 de ju
lio de 1304. Sabemos que se enamoró de Laura el 6 de abril de 1327, que
ella murió el 6 de abril de 1348 y que él murió el 19 de julio de 1374.48 Sa
bemos que el tiempo nunca se le escapaba de los dedos; «antes bien me lo
arrancaban. Incluso cuando estaba metido en algún negocio o en los deleites
del placer aún caía en la cuenta de que “Ay, este día se ha ido irreparable
mente”».417
Exhortaba a su lector a desechar el concepto tradicional de su vida como
un barco que se mueve de aquí para allá según los diversos vientos y olas».
Insistía en que no, que la verdad es que
Tres siglos más tarde esta clase de tiempo, despojado incluso de la de
sesperación, se convirtió en el tiempo de la física clásica. En 1687 sir
Isaac Newton lo definiría así: «El tiempo absoluto, verdadero y matemáti
co. de por sí, y por su propia naturaleza, fluye serenamente sin relación
con nada externo».51 Escribo estas líneas a las 22:38, hora de Greenwich,
en el 2.449.828 día juliano.40*
1. Dorothca Waley Singer, Giordano Bruno, His Life and Thought, Greenwood Press,
Nueva York, 1968, p. 249.
2. Alex Keller, «A Renaissance Humanisi Looks al “New” Invenlions: The Article “Ho-
mlogium" in Giovanni l orielli’s De orlhographia», Terlinologv and Culture, I 1 (julio de
1972). p. W2.
86 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D
jos exactos de masas de agua, así como de las costas que las rodeaban, en re
lación unas con otras, con indicaciones de los rumbos magnéticos más cortos
entre los rasgos más destacados, visual y comercialmente, de dichas costas.3
Los primeros mapas útiles que tuvo la Europa occidental para trazar
rumbos magnéticos se llamaban «portulanos». El ejemplo más antiguo que
se conserva data de 1296, es decir, de la misma época extraordinaria en que se
construyó el primer reloj.4 Los portulanos, en cuyos comentarios y dibujos
escaseaban las referencias a Dios, a dioses o a monstruos, eran dibujos uti
litarios de costas en los que las aguas adyacentes o intermedias indicaban los
rumbos (magnéticos) por medio de líneas tiradas con regla. Al consultar un
portulano, el navegante solía comprobar que ya estaban trazados en él los
rumbos que había que seguir para ir de un puerto importante a otro, que con
frecuencia era el que él necesitaba. De no ser así, a menudo encontraba un
rumbo paralelo al que necesitaba y entonces podía utilizarlo para calcular su
derrota.
I.os portulanos se concibieron para emplearlos en aguas cerradas o casi
cerradas como, por ejemplo, el Mediterráneo, el golfo de Vizcaya y el mar
del Norte y el Báltico. En estas aguas cumplían bien su cometido porque
eran razonablemente exactos y las distancias entre recaladas eran cortas. Las
deformaciones, que eran inevitables porque nadie sabía de la desviación de
la aguja y porque los portulanos eran dibujos planos de la superficie curva
de la I'ierra, dibujos ingenuos desde el punto de vista geométrico, eran in
significantes. Pero estas cartas náuticas resultaban peligrosamente ilusorias
en el caso de las distancias largas. Los marineros que surcaban los oceános
necesitaban mapas que les permitieran fijar rumbos en la superficie del pla
neta tal como se mostraban en las cartas geométricamente rigurosas.5 El si
guiente paso grande en cartografía consistiría en medir la extensión y la for
ma, además de la dirección y la distancia.
El concepto de dibujar mapas de acuerdo con una cuadrícula ya existía
10. Edward Gran!, ed., A Source Book in Medieval Science, Harvard University Press,
( '.imili idjse, Mass.. 1974, pp. 46-48, 500-510; Richard C. Dales, The Scientific Achievement
o/ ilie Middle Ayes, University oí Pennsylvania Press, Filadelfia, 1973, pp. 127-130; Ernest
A Moody, «Hundan, Jean», en Charles C. Gillispie, ed., The Dictionarv of Scientific Bio-
Kiuphv, Serihner’.s. Nueva York, 1970-1980, vol. 2, pp. 603, 607.
I I .SViim e Book in Medieval Science, p. 510.
12 lames llaiikins, l'liilo in llie ¡lidian Kenai.wiince, lililí, l.euleii. 1990, vol, I, p. 344.
E L ESPACIO 89
17 Nicolás ilc Cusa, The Layman on Wisdom and the Mind, trad. ingl. de M. L. Führer,
I lovcliouse, Oltawa, 1989, p. 41.
18 Nicolás de Cusa, Idiota de Mente. The Layman: About Mind, trad. ingl. de Clyde L.
Mil leí, Abaris llooks, Nueva York, 1979, p. 43.
19 Nicolás de Cusa, txiyman on Wisdom, pp. 2 1,22.
30 Jolm I*. Dolan, ed., Unity and Reform: Selected Writinys of Nieholas de Cusa, Uni-
vrisily ol Notre Dame l’rcss, Nolre Dame, Ind., 1902, pp. 239-200¡uissim.
I Nicolás de ( usa, Ijivman on Wisdom, p. 22.
E L ESPACIO 91
May un único espacio general, una única inmensidad vasta a la que pode
mos llamar libremente «Vacío»: en él hay innumerables globos como éste en
el cual vivimos y crecemos; este espacio declaramos que es infinito, ya que
ni la razón, ni la comodidad, ni la percepción sensorial ni la naturaleza le
asignan un límite.27
¿-V I liornas S. Kulin, The Copernican Revolution: PUmetary Astronomv in the Deve-
li>i'inenl of'Wontern Thonyht. Harvard University Press, Cambridge, Mass., I‘)57, p. I.!1).
//)/(/., p I í>().
’ / Koyri', / rom the ( 'tosed World, pp. •)() -II. Max Jainmer, (imeepts o/ Spnet The
E L ESPACIO 93
Bruno fue ejecutado por herejía en 1600, pero fue en vano, toda vez que
ya había levantado la liebre.
History ofTheories ofSpace in Pliysics, Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1954,
pp. 83-84. Véase también Paul H. Michel, The Cosmology of Giordano Bruno, trad. ingl. de
R. E. W. Maddison. Hcrmann, París, 1973.
28. Henry Sítele Commager, ed.. Documents of American History, Appleton-Century-
Crolis, Nueva York. 1958. pp. 2-4.
29. E. Soldevila Historia tic l'.s/iaña. Ariel. Itnreelona, 19(i2-’. vol. 3, pp. 347-348 (nue
va edirinn en ( 'ifilen, Itauelona. 199.5).
94 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D
Al finalizar el siglo xvi la versión del espacio que ofrecía el modelo ve
nerable ya estaba hecha añicos. Los conservadores acamparían en sus ruinas
durante varias generaciones, pero era inevitable pasar a la otra posibilidad.
La otra posibilidad era lo que Isaac Newton definía como «espacio absolu
to», el cual «por su propia naturaleza, sin relación con nada externo, perma
nece siempre parecido e inamovible»,14 es decir, puede medirse de manera
uniforme: el espacio clásico de la física. Se trata del vacío amoral que Blai-
se Pascal, otro matemático y, además, místico, llamó «aterrador».3 435
Od^OV
34. Isaac Newton, Mathematical Principies of Natura! Philosophy and His System of the
World, trad. ingl. de Andrew Motte y Florian Cajori, University of California Press, Berke-
ley, 1934, p. 6 (hay trad. cast.: Principios matemáticos de la filosofía natural, Tecnos, Ma
drid, 19X72).
35. Ulaise Pascal. I'ensées, Dnllon, Nueva York, 1958, p. 61 (hay trad. cast.: Pensa
mientos, liad di ( . Pujol. Pianola Agoslini, Barcelona. 1990).
6. LAS MATEMÁTICAS
¿Por qué en todas las grandes obras son los Escribientes tan
deseados? ¿Por qué están los Interventores tan bien alimenta
dos? ¿Cuál es la causa de que se ensalce tanto a los Geómetras?
¿Por qué tan grandemente se promueve a los Astrónomos? Por
que por medio de los números encuentran cosas que, de lo con
trario, estarían muy por encima de la mente del hombre.
R obert R ec ordé ( 1540)1
I h a n / J. Swet/, Capitalista and Aritlimetic: The New Math ofthe I5tli Centón1, Open
( 'nuil. I a Salle, III., l‘)K7, epígrafe.
. .lames A. Wusheipl, «The lívolution of.Seieuúl'ie Melluul», en Vinceiil P. Smilli, eil.,
lite /.i >«•/'<• ol Seienee, Si. lolins Universily l’iess, Nueva Vid* . I‘Wv|. p. K.’
L A S M ATEM ÁTICAS 97
3. Nicole Oresme and the Medieval, Geometry of Qualities and Motions, trad. ingl. y ed.
de Marshall Claget, University of Wisconsin Press, Madison, 1968, p. 165.
4. Paul L. Rose, The Italian Renaissance of Mathematics: Studies on Humanists and
Mathemoticians from Petrarch to Oalileo, Libraire Droz, Ginebra, 1975, p. 82.
5. San Aguslín, l'lie City ofO od. liad. ingl. de Muráis Dods, Modern Library, Nueva
York, 1950, p. 392 (hay liad, cast.: La <intimide Oios. liad, de I,. Ribcr y .1. Bastardas, CSIC,
Madrid, 1992).
98 L A M ED ID A D E LA R E A L ID A D
(i. Alexander Murray, Reason and Society in the Middle Ages, Oxford University Press,
( Ixlord, I078, pp. 166, 454 (hay trad. casi.: Razón y sociedad en la Edad Media, Taimas, Ma
drid. 1682); Keilli Tilomas, «Numeracy in Early Modern England», Transactions ofthe Ro
ya! Sot ictv, 5* serie, 57 (1087), pp. 106-107.
7. Swct/., Cnpitnlism and Arillinnttic. p. 527, n. 17.
8, //»(,/. pp. 27-28.
L A S M ATEM ÁTICAS 99
A cifre tokens nought, bot he makes the figure to betoken that comes af-
ter hym more than he schuld & he were away, as thus 10. here the figure of
one betokens ten, & yf the cifre were away, & no figure by-fore hym he
schuld token bot one, for then he schuld stonde in the first place.11
Pasaron siglos antes de que los europeos reconocieran que el cero era un
número real. Un francés del siglo xv escribió: «Del mismo modo que la mu
ñeca de trapo quería ser un águila, la muía un león y el mono una reina, la
cifra se dio tono y pretendió ser un número». Los astrólogos, sin embargo,
adoptaron los números de la algoritmia, incluido el cero, con relativa rapi
dez, posiblemente porque aumentaban su prestigio, igual que la escritura se
creta.12 Por cierto, es probable que «cifrar» en las palabras cifrar y descifrar
procedan, al menos en parte, de la antigua reputación mística del cero.1-1
Era tal vez inevitable que la algoritmia triunfase en Occidente, donde la
economía y la tecnología florecían, pero el cambio fue lento y se llevó a cabo
sin elegancia. Durante generaciones los europeos occidentales mezclaron los
diversos sistemas con el fin de aplazar el día en que deberían rendirse ante la
algoritmia. Para evitar la dificultad de escribir un número elevado con núme
ros romanos, a veces lo escribían en forma de puntos dispuestos como fichas
que expresaran el número en el tablero contador. En el prefacio de un calen
dario de 1430 su autor definía el año diciendo que consistía en «ccc y sesenta
días y 5 y seis horas sueltas». Al cabo de dos generaciones otro autor expresó
el año en curso así: MCCCC94, es decir, dos años después de que Colón des
cubriese América. A veces los europeos adoptaban el valor de la posición del
número indoarábigo y el cero, pero lo expresaban con mayúsculas romanas,
solución intermedia que resultaba especialmente confusa. IVOll es (¿y cómo
llegaría usted a saberlo si alguien no se lo dijese?) 1502: esto es, I en el lugar
de los millares, V en el de las centenas, cero en el de las decenas y II en el de
las unidades. El pintor Dirk Bouts colocó en su altar de Lovaina el número
MCCCC4XVII, que designa... ¿qué? Pienso que 1447. ¿Y usted?
En los primeros libros de cuentas de la imperial y libre ciudad de Augs-
burgo todos los números se escribían con palabras latinas. Luego los conta
bles utilizaban números indoarábigos para designar el año (no había muchas
posibilidades de que algún contable sin escrúpulos añadiera un quinto nú
mero al año). Cuando los contables empezaron finalmente a usar los nuevos
números para expresar otras cantidades, registraron los números mediante el
12. Karl Menninger, N um b er W ords and N um b er Sym bols: A C u ltu ra l H isto ry o f Num -
bers, liad. ingl. de Paul Broneer, M1T Press, Cambridge, Mass., 1969, pp. 286, 422-423; E a r-
liest A rithm etics in E n g lish , p. 4.
13. Pero al empezar el siglo xvn el eonocimiento del cero ya se había propagado lo su-
ficicnlc para que Shakespeare lo usase como metáfora de la gratitud profunda en E l cuento de
in viern o (acto 1, escena 2, verso 6), sin desconcertar a los incultos:
sistema romano también. Eso ocurrió en 1470; pasó más de medio siglo an
tes de que los números indoarábigos sustituyeran totalmente a los números
romanos en los registros de Augsburgo.
El triunfo del sistema indoarábigo en su lucha contra el romano fue tan
gradual que no puede decirse que se produjese en un sólo decenio o ni siquie
ra en la más larga de las vidas. Es seguro que no se había producido aún en
1500, si bien quizá ya era inevitable en aquel año: para entonces los contables
del banco de los Médicis ya empleaban exclusivamente el nuevo sistema e in
cluso los analfabetos empezaban a adoptar los nuevos números. Es seguro que
ya se había realizado en 1600, aunque los conservadores siguieron aferrándo
se a los números antiguos. Los números romanos no desaparecieron por com
pleto de los libros de la hacienda pública británica hasta mediados del siglo
xvn; y aún los usamos para fines tan pomposos como inscribir fechas en pie
dras angulares y designar las superbowls del fútbol norteamericano.14 Lo cier
to es que las consecuencias del cambio, por más que fuese lento, fueron enor
mes. Al renunciar a una lengua supranacional, suprarregional, el latín, y
adoptar sus diversas lenguas vernáculas, los europeos occidentales aceptaron
y abrazaron otro lenguaje verdaderamente universal: la algoritmia.
Detrás de la revolucionaria adopción de los nuevos números llegó un
cambio en la notación que se usaba en las operaciones, un cambio que fue
esencial para la mayoría de los avances que desde entonces se han hecho en
las matemáticas, la ciencia y la tecnología. Los más sencillos de los signos
que se empleaban en las operaciones, + y - , tardaron en llegar a la aritmética
europea, mucho más que los números indoarábigos. Leonardo Fibonacci usó
los nuevos números con gran habilidad en el siglo xm, pero tenía que expre
sar sus relaciones y operaciones retóricamente, con palabras.15 Las palabras
eran ambiguas. «Y», como en «2 y 2 igual a 4», parece bastante clara, pero a
veces podía utilizarse para indicar sencillamente que había varios, como en
«un 2 y un 2 y un 2», sin ninguna intención de sumar. En la última mitad del
siglo xv los italianos usaban signos, o al menos abreviaturas, para más y me
nos: p para más y mpara menos. También estos signos podían crear confu
sión, en especial si querías emplearlos en notaciones algebraicas, esto es, a p
b m c = x. Los conocidos signos de más y menos, + y - . aparecieron impre
sos en Alemania en 1489. Sus orígenes son oscuros: quizá surgieron de las
sencillas señales que los almaceneros escribían con tiza en fardos y cajas para
indicar que su tamaño o su peso estaba por encima o por debajo del que tenía
que ser. Durante todo el siglo xvi las señales alemanas lucharon con la p y la
rñ italianas para ser aceptadas, y no vencieron hasta que los algebristas fran
ceses las adoptaron. Robert Recordé decidió por los ingleses alrededor de
1542 al anunciar que «esta figura +, que indica mucho, como esta línea - sen
cilla sin otra que la cruce, indica poco». Se refería a su uso en álgebra, y en
Inglaterra, como en otras partes, los algebristas las empleaban mucho antes
de que la gente sencilla las aceptara para hacer cálculos aritméticos.16
Parece ser que el signo de igual, =, fue un invento inglés. A mediados del
siglo xvi Recordé, para evitar la tediosa repetición de «es igual a», usó un
par de líneas paralelas horizontales «porque no hay 2 cosas que puedan ser
más iguales». La historia de los signos de multiplicación y división anglo
norteamericanos, x y -i-, es más complicada, más larga y en modo alguno
tan feliz, como prefiguraban sus orígenes. Una «x» apareció en manuscritos
medievales y más adelante en libros impresos como signo matemático que
cumplía once o más funciones distintas. Si se utilizaba en expresiones alge
braicas junto con símbolos consistentes en letras, por fuerza creaba confu
sión. Los algebristas omiten los signos de multiplicación o emplean un pun
to, y los aritméticos tardaron siglos en adoptar la x para la multiplicación. El
signo anglonorteamericano para la división, -e , se parece peligrosamente al
signo de sustracción. El proceso cuyo objeto es hacer que estos signos sean
universales empezó en la Edad Media y aún no ha terminado.17
Lúea Pacioli, el más famoso tenedor de libros del Renacimiento, afirmó
que «muchos mercaderes hacen caso omiso de las fracciones al calcular y
dan a la casa el dinero que quede», pero los clientes no iban a tolerarlo eter
namente. Los hombres de negocios hacían transacciones complicadas cuyos
participantes variaban a lo largo del tiempo y que llevaban aparejados inte
reses simples y compuestos, así como dos, tres y más divisas que subían y
bajaban como el mar cuando está picado. En el siglo xv solían utilizar
fracciones como 197/280 y a veces se hundían en las arenas movedizas de frac
ciones como 3345312/4320864. De ellas los sacó el sistema decimal, que
puede que ya existiese en estado embrionario a principios del siglo xm, pero
careció de un sistema de notación útil durante otros trescientos años.
La obra de Simón Stevin De Thiende (La décima parte), que salió tanto
en flamenco, su lengua natal, como en francés en 1585, fue la más influ
yente de las que hablaban de este tema. Stevin indicaba en ella el lugar deI
I(i. Ihiil., pp. 107, 128, 230-231,235; D. E. Smith, History of Mathematics, Dover, Nue
va York, 1058, vol. 2. pp. 398-399, 402.
17. ('¡Jori, History of Mathcmatical Notations, vol. I, pp. 239, 250-208. 272; Smilh,
llistorv o/ Mathematics, vol. 2, pp. 404 40(>, 4 I I
L A S M ATEM ÁTICAS 103
18. Swetz, Capitalism and Arithmetic, pp. 287, 338 n. 64; Smith, History of Mathema-
lics, vol. 2, pp. 221,235-246; Cajori, History of Mathematical Notation, vol. I, pp. 154-158;
Cari B. Boyer, A History of Mathematics, Princeton University Press, Princeton, N. J., 1985,
pp. 347-348.
19. Allred North Whitehead, Science and the Modern World, Macmillan, Nueva York,
1925. p. 43. ’
20. S 11 ■1111. Ilistoiv o/ Malhcnnaics, vol. 2, p. 427.
104 LA M ED ID A D E LA R E A LID A D
2 1. Cajori, H isto ry o f M athem atica! N otations, vol. 1: pp. 379-381; vol. 2, pp. 2-5; E. T.
Bell, The Developm ent o f M athem atics, McGraw-Hill, Nueva York, 1945, pp. 97, 107, 115-
I 10, 123; Smith, H isto ry o f M athem atics, vol. 2, p. 427.
22. «Mathematics, the History of», en The N ew E n cyclo p a e d ia B rita n n ica , Encyclo-
paedia Britannica, 1987 vol. 23, p. 612.
23. All'red Hooper, M akers o f Mathematics, Random House, Nueva York, 1948, pp. 66-67.
24. Raymond l„ Wilder. Mathematics as a C u ltu ra l System, Pergamon Press, ( Ixlord,
PMI, p I tt).
L A S M ATEM ÁTICAS 105
^ ///<• Ofnt.s Majas of Ko^cr Harón, liad. mj¿l. dr KoIhtI li. Iturke, Universily of
iVmisylvama Pir.ss. Iiladrlha, vol. I .p ?K7; vol pp O-l-l
106 LA M ED ID A D E L A R E A L ID A D
¿Qué podía ser más general que 2, que puede representar dos galaxias o dos
pepinillos en vinagre, o una galaxia más un pepinillo en vinagre (de veras
cuesta imaginarlo), o sencillamente 2 subiendo y bajando con suavidad,
¿dónde? Al igual que Dios, son un «yo soy» y muchos han pensado que
debe de ser un precipitado de la realidad última.
En el siglo xv Nicolás de Cusa, haciéndose eco de lo que dijera Platón
dos mil años antes, escribió: «El número en nuestro cerebro es la imagen del
número en la mente de Dios». Quinientos años después Eugene P. Wigner,
premio Nobel, examinó el misterio de la relación de los números y la reali
dad física desde un nivel de conocimiento y habilidad mucho más elevado
que el de Cusa o cualquier neoplatónico ya fallecido, pero su conclusión fue
parecida a la de ellos: «Es difícil evitar la impresión de que nos encontramos
aquí ante un milagro».26 Nuestras obsesiones con los números 13 y 666 son
absurdas, pero no hay nada absurdo en los matemáticos místicos per se. El
misticismo es una de nuestras maneras de hacer frente al misterio, y las ma
temáticas son misteriosas.
La física, la química, la astronomía —las ciencias concretas— han justifi
cado empíricamente nuestra fe intuitiva en que la realidad es matemática (o
quizá que podemos comprender sólo lo que es matemático, pero esto es otro
asunto). Esta fe es un requisito esencial de la ciencia — a decir verdad, de la
mayor parte del tipo de civilización que tenemos— , pero no lleva necesaria
mente a la física newtoniana, por poner un solo ejemplo. Además de ser esti
mulante desde el punto de vista intelectual, dicha fe satisface desde el punto de
vista estético, incluso crea adicción. Puede hacer que un matemático se con
vierta en un virtuoso del cálculo completamente desligado de la materialidad,
al igual que Platón al contemplar el «número perfecto», es probable que el an-
liguamente sobrenatural 60 a la cuarta potencia, 12.960.000, o los monjes bu
distas que afirman que el joven Gautama era tan incomprensiblemente grande
que podía dividir una yoyana (milla) en 384.000 partes a la décima potencia.27
Los cristianos que hacían números echaron a andar por la senda que lleva
ba a las matemáticas como expresión de temor reverencial. En el siglo n el
obispo Papias, uno de los padres apostólicos, escribió que llegarán días en que
las vides crecerán, cada una con 10.000 ramas, y cada rama con 10.000 rami-
las, y cada ramita con 10.000 brotes, y cada brote con 10.000 racimos, y cada
26. Nicolás de Cusa, Idiota de Mente. The Layman: About Mind, trad. ingl. de Clyde L. Mi-
llcr, Aharis Books, Nueva York, 1979, p. 61; Wilder, Mathematics as a Cultural System, p. 45.
27. Edilli Hamilton y Huntington Cairns, eds., The Coiiected Dialogues of Plato, Prin-
cclon University Press, Princeton, N. J., 1961, p. 775 (hay trad. cast.: Diálogos, 7 vols., Gre-
dos, Madrid, 1992-1995); Smith, History of Mathematics, vol. I, p. 89; Sal Restivo, lite So
cial Hclation of l ’ltvsics, Mvsticism. and Mathematics. Rcidel Dordrcchl, 1985, p. 218;
Mcnnni).,c i, Nunihci Wonls, pp. I 16 I 18
L A S M ATEM ÁTICAS 107
racimo tendrá 10.000 granos de uva, y cada grano de uva producirá veinticin
co «metros» de vino; «Y cuando uno de los santos coja un racimo, otro excla
mará: “Yo soy mejor racimo, tómame”».28 Mil años más tarde, Roger Bacon y
Piero della Francesca quisieron bautizar la geometría no con el fin de echar las
bases para la óptica moderna o estimular la invención de gafas y telescopios
per se. Sus intenciones tenían menos en común con las de Galileo que con el
mago y matemático de la reina Isabel llamado John Dee, que se elevó hasta
perderse de vista montado en una cálida corriente de misticismo matemático:
28. Edward H. Hall, P a p ia s an d H is Con tem p o ra ríe s , Houghton, Mifflin, Boston, 1899,
pp. 121-122.
29. Chrislopher Builer, N um b er Sym bolism , Bames & Noble, Nueva York, 1970, p. 47.
W). George Iliah, Fro m O ne lo T e ro : A U n iversa l H isto ry o f N um bers, trad. ingl. de Lo-
wcll Hlair, lYngiiin Books, 1larmondsworlh, 1987, p. 207 (hay trad. cast.: Ix is cifra s : histo
ria de una pra n in vención, Alian/.a, Madrid, 1994').
108 LA M ED ID A DE LA R E A LID A D
.11. Arthur Koesllcr, The Sleepw alkers: A H isto ry o fM a n ’.v Chu nging Vision o fth e U ni-
ir/'.ve, l’itngiMii llooks, Ilarmimdsworlh, 1964, pp. 251-255, 270, 279 (hay liad, casi.: I a >s s o
nam bulos, Salval. Mandona, 1994', 2 vols.).
11 I b i i l , pp. S l \ 6 1 I
Segunda parte
ENCENDER LA CERILLA:
LA VISUALIZACIÓN
bestia del Apocalipsis como para ser justamente eso. Los cuantos diferían en
magnitud no sólo de una región a otra, como cabía esperar en una sociedad
descentralizada, sino incluso de una transacción a otra en la misma locali
dad. Una fanega de avena no era ni más ni menos que toda la avena que con
tenía un cesto de una fanega de capacidad, pero una fanega entregada a un
señor bien podía ser una fanega acumulada y la que recibía un campesino
sólo la que llegaba hasta el borde.2 La variación (lo bastante grande como
para provocar chillidos de protesta de un economista moderno) no era una
Irampa, como el proverbial pulgar que nuestro carnicero pone en la balanza,
sino que era algo de justicia, como el hecho de que una hora diurna se pro
longara en verano y se acortara en invierno.
Las ventajas que supuso el avance de la cuantificación de la realidad nos
parecen obvias, pero no lo eran necesariamente en sus primeras etapas. Los
relojes municipales resultaban carísimos, además de ser atrozmente inexac
tos, y se atrasaban o adelantaban muchos minutos por hora y a menudo se
detenían por completo.3 Las primeras cartas náuticas, dibujos a mano alzada
ile costas que apenas valían el esfuerzo de un marinero práctico por trazar
las o consultarlas, no eran entonces ni serían durante mucho tiempo más que
complementos de las tradicionales instrucciones verbales o escritas que se
liaban para navegar (cuadernos de navegación, rutters en inglés, que conte
nían datos no sólo sobre el rumbo magnético y las distancias, sino también
sobre fondeaderos, profundidades, mareas, fondos fangosos o arenosos o
pedregosos, cuándo y dónde podían aparecer piratas, etcétera.4 En sus pri
meras etapas, el cambio que llevó a adoptar la medición y el procedimiento
cuantitativos no fue tan inmaculadamente racional como podemos pensar
nosotros, que lo vemos después de varios siglos sucesivos de cuantificación
habitual. El cambio formó parte de algo subliminal, un cambio radical de
mentalité.
.lohan Huizinga, que posiblemente conocía el arte, la música, la literatu
ra y las costumbres de la Europa occidental en la baja Edad Media mejor que
cualquier otro erudito de la primera mitad de nuestro siglo, y que sin duda
luí* uno de los historiadores más agudos de cualquier generación, percibió el
cambio en su dimensión más amplia:
Wilokl Kula, M ensure and Men, trad. ingl. de R. Szreler, Princeton University Press,
l’i imelón. N. J.. 1986, p. 104 (hay trad. cast.: L a s m edidas y lo s hom bres, Siglo XXI, Madrid,
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I 1( 1 . K. I'aylor, The lla ven -lü ndiny A l t: The H istory oj Naviyation from Odysscus lo
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LA v is u a l iz a c ió n : in t r o d u c c ió n 113
S. M. 'I', ( ’lancliy, From Memory to Written Keeortl l 'ii^liim l, IOM> 1.107, I larvaril Uní
vnsily l’ivss, ('aiiihriHgc, Mass., I97U, |>|>. 45, ,’5K
<). / / . „ / , |> .’ | S
l a v is u a l iz a c ió n : in t r o d u c c ió n 115
10. Paul J. Achtemeier, «O m ne verbum so n a l: The New Testament and ihe Oral Envi-
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1990), pp. 10, 17; Paul Saenger, «Silent Reading: Its Impact on Late Medieval Script and So-
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I I. San Agustín, C o n fe ssio n s, trad. ingl. de R. S. Pine-Coffin, Penguin Books, Har-
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12. Plutarco, The U v e s o fth e N o b le G re cia n s a n d Rom ans, trad. ingl. de John Dryden,
The Modern I .ibrary, Nueva York, s. I., p. I I89 (hay trad. cast.: Vidas de los ilu stre s y exce
lentes varones Kriefios v rom anos. Universidad de Valencia, Valencia, 1993); San Agustín,
( 'on/e.wions. p. 178; Sacngci «Silent keading», p. 1 0 8 .
116 L A M ED ID A D E L A R E A L ID A D
dez porque quizá no tenían una carga de trabajo tan grande que les obligase
a ello, pero ocurrió lo contrario en el caso de las personas alfabetizadas de
Occidente en la alta Edad Media, que se sintieron intimidadas e inspiradas
por el puro volumen de los clásicos del mundo antiguo, la Biblia, el derecho
canónico, las obras de los padres de la Iglesia, las interminables glosas que
sobre ellas escribieron los escolásticos y el gran número de documentos
que salían de las burocracias eclesiásticas y reales.
Al empezar el siglo xiv ya habían inventado caligrafías nuevas y cursi
vas, con separación de las palabras y puntuación, que permitían escribir
y leer más rápidamente. El pobre Carlomagno nunca había aprendido a es
cribir, aunque siempre había tenido tablillas de escribir debajo de las almo
hadas de su lecho para tratar de formar letras en sus ratos libres. Carlos V (el
que había instaurado el reloj y la hora correcta para su capital, París) corre
gía de puño y letra los borradores de sus cartas y firmaba éstas.13
La letra cursiva gótica o letra negra (o, en su forma más reciente, Frak-
tur) se extendió por toda la Europa occidental y a menudo desplazó la letra
que se utilizaba en las provincias. La escritura romana acabó sustituyéndola
(tardíamente en las regiones de habla alemana), pero fue la letra gótica la
que — cabría decir que con justicia— proporcionó a Gutenberg el modelo
para sus tipos de imprenta.14
Surgió y se difundió una nueva manera de leer por medio de la cual el
hábito de visualizar, con sus inclusiones y exclusiones especiales, arraigó
con mayor firmeza en la mente occidental. En el siglo xm la lectura en si
lencio — rápida y, desde el punto de vista psicológico, interior— ya se acep
taba como algo perfectamente normal en las abadías y las escuelas catedra
licias e iba extendiéndose a los tribunales y a las contadurías. Han llegado
hasta nosotros miniaturas del siglo xiv en las que Carlos V aparece sentado
en su biblioteca, la primera biblioteca real de verdad, no escuchando lo que
lee otra persona, sino a solas y leyendo él mismo, con los labios firmemen
te cerrados. Antes de su siglo los cuadros mostraban a Dios y sus ángeles y
santos comunicándose siempre con los seres humanos por medio del habla.
Poco tlespués de 1300 en un devocionario anglofrancés podía verse a la Vir
gen María señalando palabras en un libro. Un equivalente actual sería una
imagen de santa María señalando una pantalla de ordenador.
Durante el siglo siguiente varias universidades — la Sorbona por cos
tumbre, Oxford y Angers por ley en 1412 y 1431— decretaron que las bi
bliotecas, que otrora habían sido pequeñas y tan ruidosas como los refecto
rios, debían ser no sólo más espaciosas, sino también silenciosas: es decir,
que el silencio y el aprecio de lo que estaba en los libros iban juntos.15 La
lectura era ahora silenciosa y rápida: era mucho más lo que se podía leer y,
posiblemente, aprender. La lectura era ahora un acto más individual y poten
cialmente herético.
Las personas para quienes la palabra escrita se había liberado del habla
también hacían en aquel momento otras incursiones en el campo de la vi
sualización. Las primeras fueron obra de individuos de gran inteligencia que
se encontraban uno o más escalones por debajo de los poetas y los filósofos
en la jerarquía de profesiones y oficios según la clasificación creada por ce
lebrantes de la cultura literaria como Huizinga. Ya hemos citado a algunos
de estos innovadores: los que hacían relojes y portulanos, por ejemplo. Por
tratarse de simples artesanos o marineros, pocos de ellos escribieron sobre
lo que hacían o se ganaron la aprobación de la clase de gente cuyos escritos
se han conservado. (Richard de Wallingford no fue realmente una excep
ción: era abad, además de fabricante de relojes.) Sobre los primeros fabri
cantes de relojes y autores de cartas náuticas sabemos tanto como llegare
mos a saber jamás, salvo si se producen descubrimientos milagrosos en los
archivos y desvanes antiguos.
Afortunadamente, sabemos más cosas de otros individuos dotados de
parecida percepción. El prestigio de sus protectores les garantizó un lugar en
la historia, efecto que surtieron también las alabanzas, o al menos los pla
gios, de profesores de universidad y escritores como Oresme, Petrarca y
Lúea Pacioli. Además, estos otros eran hombres cuyas obras han admirado
y conservado las generaciones posteriores.
Hablo de compositores, pintores y tenedores de libros. Eran devotos de
una percepción visual y cuantitativa de la sustancia de su arte u oficio; y,
aunque las paparruchas neoplatónicas turbaran su entendimiento, tenían que
hacer algo más que especular. Tenían realmente que hacer cosas: cantar,
pintar y cuadrar sus libros de cuentas. Hacer estas cosas suponía contar
— esto es, comprender que la realidad se componía de cuantos, los cuales
podían y debían contarse— y esta es la razón por la cual estos trabajadores
antiguos siguen estando presentes en nuestra vida.
15. Sacnger, «Silent Reading», pp. 384, 397, 402-403, 407. En el siglo xv la costumbre
ya era latí común que los reglamentos de 1412 de Oxlord declararon que la biblioteca era un
lugar de silent. io y en I4t I la Universidad de Angcis prohibió conversar e incluso hablar en
Misiiims t il mi hihholi Lii
X. LA MÚSICA*
J o h a n n e s K epler (1618)'
1 Me ha estimulado a escribir este capítulo la lectura de Géza Szamosi, «Law and Order
ni llu I low o í Time: Polyphonic Music and the Scientific Revolution», en el libro del mismo
iiulni The ’l'win D in ie n sio n s: Inventing Tim e and Space, McGraw-Hill, Nueva York, 1986
(hay liad, cast.: lu is dim ensiones, Pirámide, Madrid, 1987).
I .lohanncs Kepler, The H a rm o n ie s o fth e W orld, en Robert Hutchins, ed., G re a t B ooks
ol the Western W orld, Encyclopaedia Brilannica, Chicago, 1952, vol. 16, p. 1.048.
' Max Weber, The Rationa! and S o c ia l Foundatiorts o f M usic, trad. ingl. de Don Mar-
luulale lohanncs Kiedcl y Gcrtrude Neuwirlh, Southern Illinois University Press, Carbonda-
le. 1058 p 8*
L A M ÚSICA 119
glaterra, quien, después de una visión, tomó todo lo que sabía de Dios y de la
historia desde la creación hasta el día del juicio y, «del mismo modo que ru
mian los animales puros», lo convirtió en versos anglosajones a los que puso
su propia música o quizá melodías que se oían en aquel entonces. No cabe
iluda de que había paganismo en su poesía y muchas cosas que eran tribales
probablemente podemos utilizar esta palabra— en su melodía y su ritmo.7
En cambio, había una tendencia contraria, una tendencia a convergir en
una tradición única y a ajustarse a ella. Los campesinos de movilidad social
ascendente tendían a creer que había una manera y sólo una de hacer las co
sas bien, en especial si se lo decían visitantes de la metrópoli que llevaban
sobrepelliz. Eddi, conocido por Steven, el primer maestro cantor de las igle
sias de Northumbria, «era un exponente habilidosísimo del canto romano,
que había aprendido de alumnos del bendito papa Gregorio».8 Esa tendencia,
personificada por Eddi y ampliada por el Renacimiento carolingio, impulsó
la recopilación y codificación de lo que llamamos «canto gregoriano» y em
pujó a los hombres de la Iglesia a crear una especie de notación musical.
El canto gregoriano es una versión cantada de la liturgia católica. Es
monoíónico y carece de contrastes dramáticos en la altura del sonido, es de
cu. cnlrc el volumen alto y el bajo. La característica del canto que más dis-
iinliva parece a los oídos del siglo xx es la falta de compás (o incluso, para
el oído poco culto, la total falta de pulso). El canto gregoriano es tan inma
culadamente no mensural como cualquier otro tipo de música que la mayo
ría de nosotros oiremos jamás. La estructura de su línea musical la dictan el
llujo variable del latín, el significado que el verso dado tenga en la liturgia y
la calidad espiritual del culto.9
No es sonido cuantificado. En el canto silábico, por ejemplo, cada sílaba
licué una fínica nota, que se canta durante tanto tiempo como requiera esa sí
laba en particular. Esa nota no es por fuerza un múltiplo o submúltiplo exacto
1. Hala, A History ofthe English Church and People, trad. ingl. de Leo Shcrley-Price,
l’i niMiin Hooks, Hannondsworth, 1968, pp. 250-252.
8 //>/</.. pp. 206-207.
Donald .1ay Grout y Claude V. Palisca, A History of Western Music, Norton, Nueva
Ymk. IOKI)', pp. 56, 45 (hay trad. cast.: Historia de la música occidental, Alianza, Madrid,
Inos. 1vols.); « (iregorian Chant», en New Catholic Encyclopaedia, The Catholic University
ol America, Washington, D. C., vol, 6, p. 760; John A. Emerson, «Gregorian Chant», en Jo-
seph l< Sii-ayer, ed., The Dictionarv ofthe Middle Ages, Scribner’s, Nueva York, 1985, vol.
I I. pp. ()(il 664. En el siglo xiv Jacques de Licja se quejó de que algunos cantores deforma
ban el mulo gregoriano reduciéndolo a música mensural, lo cual induce a pensar que nuestra
cilendida evaluación de la misma como música no mensural es acertada. Véase F. Joseph
Si iii lh. hu ahí Leodiensis S p cciiliu n M nsicae, vol. I: A Com nw ntarv. Inslilule ol Medieval
Music, lliooklyn, 1966, p. 50. Véase lamhién Gurí Sachs. Khvthm and Tempo: A S liid v in
Mnsit History Nniloii. Nueva York, 195 1, p. 147.
LA M ÚSICA 121
de cualquier otra nota; es tan larga como sea necesario.101Es probable que el
canto gregoriano sea el ejemplo más claro del tiempo medido exclusiva
mente por su contenido. (En el capítulo 9, que trata de la pintura, encontra
remos un tipo de espacio cuyas dimensiones las dicta también su contenido.)
Hacia el último siglo del primer milenio cristiano la acumulación de can
tos que debían aprenderse de memoria era ya tan grande que diez años de
aprendizaje no bastaban para dominar este arte especial. «Si en determinado
momento a un cantor — escribió un contemporáneo— , incluso a un cantor
con experiencia, le fallaba la memoria, nada podía hacer por recuperarla ex
cepto convertirse de nuevo en oyente.» 11 ¿Y qué hacía si no había nadie que
tuviese mejor memoria que la suya a quien pudiera escuchar?
Los monoteístas occidentales, que en la alta Edad Media luchaban por
instaurar el monoteísmo entre los creyentes politeístas y animistas, estaban
seguros de que había una sola forma correcta de hacer las cosas y una sola
versión correcta de cada canto: necesitaban un medio de poner la música por
escrito. Los monjes inventaron la notación neumática. Durante generaciones
esta notación fue poco más que una serie de signos derivados de los antece
dentes griegos y romanos clásicos de los acentos agudo, grave y circunflejo
que empleamos en el lenguaje escrito, y más que al tiempo pertenecían a la
altura relativa del sonido. Lo que nosotros llamaríamos «acento agudo» in
dicaba una subida de dicha altura; un acento grave, una bajada; y uno cir
cunflejo, una subida y una bajada. A estos signos, con puntos y rasgos que
indicaban variaciones más sutiles — subidas, pausas y trinos— se les llama
ba neurnas, palabra derivada del vocablo griego que significaba o bien sig
no o, más probablemente, aliento. No correspondían necesariamente a notas
solas, sino a una sílaba del texto.12 Las neumas eran a las notas lo que las pa
labras son a los fonemas; esto es, a veces la relación era de 1 a 1 (como en
la palabra y fonema a) y a veces de 1 a 2, 5 o lo que fuera (como en la pala-
bra appreciate, con sus numerosos fonemas) o, de acuerdo con los efectos
musicales requeridos, a cualquier división fraccional de éstos. La notación
neumática no era cuantitativa.
Examinemos la notación de la altura del sonido, como hicieron los mon
jes, antes de pasar a lo que más nos interesa, esto es, la duración o tiempo de
las notas. Al principio — y luego con frecuencia— las notas se escribían in
campo aperto, «en campo abierto», es decir, sin líneas de pentagrama. Su
posición indicaba si determinada nota o frase era más alta o más baja que la
anterior o la posterior. Al cabo de un tiempo los monjes trazaron una ligera
línea horizontal — después añadieron dos y más— de un lado a otro de la pá
gina para facilitar la tarea de reconocer las notas altas y las bajas. Iban ca
mino del pentagrama musical, que al principio tenía cuatro líneas horizonta
les, a las que más adelante se añadió otra. Las líneas y los espacios entre
ellas, con unos cuantos signos complementarios, permitían al autor de la
parí itura indicar todas las alturas legítimas del sonido en relación unas con
olías, y al ejecutante leerlas.13
El pentagrama musical fue el primer gráfico de Europa. Mide el paso del
Ilempo de izquierda a derecha, y la altura del sonido de acuerdo con la posi-
i ion de arriba abajo. Los escolásticos y la mayoría de las otras personas que
cían educadas en debida forma recibían este gráfico musical junto con el al-
Ialíelo y el ábaco. La descripción geométrica del movimiento que hace
( iiesme (véase la figura 3, capítulo 3) podría ser una adaptación del penta
grama. (Los europeos, sin embargo, esperaron hasta el siglo xvm antes de
aprovechar plenamente este medio de representar los fenómenos físicos, de
mora que un historiador de las matemáticas ha llamado «incomprensible» e
incluso «inexcusable».)14
I ,a invención del pentagrama se atribuye tradicionalmente a un maestro
ile coro benedictino del siglo xi, Guido d’Arezzo, que se lamentó de que al
cantar los oficios divinos, «a menudo no parece que alabemos a Dios, sino
que luchemos entre nosotros».15 Ni él ni ningún otro individuo solo inventa
ron el pentagrama, pero sí parece que Guido d’Arezzo fue el primero en nor
malizarlo y difundirlo ampliamente. Guido d’Arezzo y otros incluso codifi
caron las líneas del pentagrama con colores para minimizar la confusión
iclacionada con los intervalos.16I*V
Toda persona que conociera la melodía del himno conocería las notas
correspondientes a ut, re, m i,fa, sol y la (en cursiva en la estrofa de arriba),
lo cual quería decir que ahora el oído de la mente tenía algo que emparejar
con lo que veía el ojo al mirar la notación musical. Guido se jactó de que sus
métodos reducían el tiempo necesario para formar un buen intérprete de
canto eclesiástico de diez años a no más de uno o dos. Juzgó que él y sus co
laboradores habían hecho tanto por los músicos que «de la gratitud de tantos
vendrán plegarias por nuestras almas».17*
La historia del destino final de sus métodos nos lleva mucho más allá del
período que se estudia en el presente libro, pero la responsabilidad de atar
cabos sueltos justifica una digresión. Posteriores generaciones sustituyeron
ut por do (probablemente porque aquélla termina con una te que no se pue
de cantar y ésta con una vocal que sí se puede) y a la parte superior le aña
dieron si, formada con las iniciales de las dos últimas palabras «Sánete Io-
hannes», del himno del Bautista, con lo cual completaron la escala que
cientos de millones de personas hemos aprendido de memoria al empezar a
estudiar música en serio: do, re, mi,fa, sol, la, si.'* (La alteración más recien
te ha sido el cambio de si por ti, al menos en los Estados Unidos.)
En vida de Guido ya había necesidad de una nueva pedagogía de la músi
ca, y también de teoría. Guido dijo que la música de la mejor clase tenía que
avanzar sobre dos pies, el pie de la práctica y el pie de la razón o inteligencia.19
como de tantas otras cosas. Allí, donde enseñaban Abelardo, Alberto Magno
y santo Tomás de Aquino, los músicos descubrieron las posibilidades de
cambio o al menos de hacer una nueva evaluación y, al mismo tiempo, tu
vieron conocimiento de una lógica y un sentido del orden nuevos y rigurosos.
En medio del bullicio de la ciudad los músicos podían taparse los oídos con
los dedos, pero no cabe duda de que, a pesar de ello, oían la música de la gen
te que bailaba formando corros y filas en los cementerios de las iglesias y en
las calles. Las carules populares distraían tanto la atención que oír una de
ellas y no decírselo a tu confesor acarreaba automáticamente dieciocho días
en el purgatorio. Rastros de melodías y ritmos populares empezaron a apare
cer en las voces altas de la polifonía eclesiástica a comienzos del siglo xm .2223
En la ciudad los músicos se codeaban con mercaderes y cambistas, lo
cual tuvo efectos prácticos además de intelectuales. La ascensión de una
economía monetaria significó que los buenos intérpretes de canto y polifo
nía en las catedrales podían exigir que les pagasen honorarios y es posible
que incluso se ganaran la vida con dificultad como músicos profesionales.
A medida que cantaban más y más, mejoraron sus técnicas y se permitieron
interpretar lo que los tradicionalistas llamaban «música de trovadores y gen
te licenciosa»: esto es, ornamentos como la longo.florata y la reverberatio,
incluso en los cantos. Los monjes cistercienses recortaron su canto hasta de
jarlo convertido en algo tan poco individualista como su hábito, pero otros
sucumbieron.21 En aquel tiempo, al igual que ahora, el virtuosismo en la eje
cución y la composición era la mayor de las tentaciones a que se veía some
tido el músico consumado.
En París, en el epicentro de la revolución cultural de Occidente, los mú
sicos avanzaban a grandes zancadas empleando los dos pies de Guido, pri
mero Leonin y Perotin, y luego los teóricos. Si pensamos cantar al unísono,
empezar no es difícil: cantamos y dejamos de cantar. Si lo que queremos es
cantar de modo polifónico — esto es, superponiendo varias líneas melódicas
independientes— , empezar juntos será fácil, pero enseguida todo tenderá a
caer en la anarquía. Necesitamos que nos guíen unas formas inquebrantables
y un dictador temporal; necesitamos saber adonde vamos y a qué ritmo de
bemos marchar. Hasta cierto punto, la liturgia proporcionaba las formas,
pero ¿durante cuánto tiempo satisfarían a los jóvenes leones de la polifonía?
Leonin y Perotin y sus colegas anónimos (y posiblemente los trovadores ca
llejeros) aportaron lo que faltaba en el canto: un control del tiempo, una me
dida rítmica.
22. ChrisloplKT l’;i¡;c\ I'lw Ow l and the Nightingale: Musical Life and Ideas in France,
IIO O -U O O .I. M. IVnl Li>m11is. I<W), pp. 126. 152 151.
23. Ibid., pp I l \ I I I l-l\ MU. ISO
126 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D
De las siete artes liberales la música era una de las cuatro que integraban
el llamado «cuadrivio», en el cual se formaba a todos los estudiosos avan
zados en la Edad Media. Eran la aritmética, la geometría y la astronomía,
que pueden considerarse matemáticas, y la música, que tal vez parezca en
contrarse en extraña compañía. Pero la música, que es cuestión de alturas
del sonido y duraciones, se presta muchísimo al análisis matemático, como
han reconocido legiones de teóricos desde Pitágoras hasta Arnold Schón-
berg. La importancia de la música en lo que se refiere a influir en las actitu
des generales ante la cuantificación y la relación de las matemáticas con la
realidad es ésta: la música era el único de los cuatro componentes del cua
drivio en el cual la medición podía aplicarse de forma práctica y directa. El
reaccionario del siglo xiv que respondía al nombre de Jacobo de Lieja des
preciaba a los músicos prácticos diciendo que eran animales que producían
notas mecánicamente sin la menor idea de la proporcionalidad,24 pero sus
colegas progresistas prestaban atención a la forma de ejecutarlas. Recono
cían que la práctica podía y debía informar la teoría, aun cuando ésta sería
siempre matemática en el fondo.25 La importancia intelectual general de la
música reside en el hecho de entretejer la cuantificación y la práctica.
Todos los teóricos medievales habían leído a Anicio Manlio Boecio, de
quien podría decirse que fue la fuente más importante de conocimiento rela
tivo a la civilización antigua que tuvo Occidente desde su época, hacia el
año 5 0 0 , hasta la bonanza de traducciones que se registró en el siglo x ii . Fue
quien más duró como autoridad principal en materia de música en las es
cuelas. Su obra De institutione música contiene poca información relativa a
la práctica musical y mucho análisis matemático de los armónicos, los in
tervalos y las proporciones.26 Tiene tan poco que ver con el hacer realmente
música como su obra sobre la teoría de los números tiene que ver con el re
gateo por los precios en el mercado; pero era muy respetable e intelectual
mente riguroso; una base sólida, si bien estrecha, para construir sobre ella.
A comienzos del siglo xm y hasta bien entrado el xiv otro par de influen
cias guiaron la música occidental hacia nuevas sendas. La polifonía, como ya
liemos visto, desafió a la tradición, y llegaron traducciones de la obra de Aris
tóteles que impulsaron a una generación entera de filósofos a reconsiderarlo
casi todo. Algunos de estos filósofos eran teóricos de la música. Utilizando
las técnicas escolásticas de definición y lógica que mencionamos en el capí-
27. Andié Burílela, ed., M u sic Th e o ry and ¡ts S o u rce s: A n liq u ity to the M id d le A g e s ,
l Iniversily ol Nutre I Jame l’ress. Nutre Dame, Inri., IlW0, pp. IH2-1K3; I’íijje. The O w i and
the N ightingtdc, p. I S2
128 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D
¡D ios! ¿Cómo pude dejar la vida en París con mis camaradas? Nunca para
siempre, son tan deliciosos. Porque cuando se reúnen todos, cada uno se pone
a reír y jugar y cantar.37
34. Marión S. Gushee, «The Polyphonie Music of the Medieval Monastery, Cathcdral,
and University», en Antiquity and the Middle Ages, p. 152.
35. (ioddu, «Music as Arl and Science in the Fourlcenth Century».
36. Ilukol/er, «Spcculaúve Thinking in Mcdiaeval Music», p. 176.
17 ( ¡alio, Mnsit n/ tile Middle Ages, vol. 2, p. 26.
130 L A M ED ID A D E LA R E A L ID A D
ban a sus mayores,42 pero ahora, a muchos siglos de distancia, podemos ver
que compartían muchas cosas con ellos. Los del ars nova sentían los mis
mos anhelos de arquitectura del sonido que sintió Boecio y que habían ins
pirado la creación del organum y del motete y, más adelante, del ricercare,
la fuga y la sinfonía. Philippe de Vitry y sus colegas no escribían de manera
rapsódica — ni siquiera en monotonía— , sino que esculpían joyas esmera
damente proporcionadas. En las formas mayores separaban la melodía y el
ritmo, alteraban sus tiempos, volvían a combinar las dos cosas (in vitro, por
así decirlo), y ponían los híbridos otra vez en marcha, más aprisa aquí, más
despacio allí. El efecto podía ser delicioso cuando las formas melódicas y rít
micas diferían en su duración y había que repetirlas hasta que volvieran a ser
sincrónicas. Estos recursos isorrítmicos, que aparecían y reaparecían en la
voz de tenor y de varias formas en las otras voces, cumplían dos fines: unir
obras extensas unas a otras y deleitar a la primera generación de entendidos
en música de Occidente.43 «Estos procedimientos — escribió Johannes Boen
en el siglo xiv— son más fáciles de ver que de oír»44 (la cursiva es mía).
Entre el compungido comentario que san Isidoro hizo hacia el año 600
— «A menos que el hombre los recuerde, los sonidos perecen»— y el que
hizo Boen hacia 1355, la música occidental había cambiado más de lo
que ha cambiado entre Boen e Igor Stravinski y Arnold Schonberg.45 Entre
el siglo vi y el xiv ocurrió algo singular en la Europa occidental: el autor de
música adquirió el control de los pequeños detalles del sonido, fenómeno fí
sico, a través del tiempo.4'1 El compositor aprendió a extraer música del
tiempo real, a ponerla en el pergamino o en el papel y a hacer de ella algo
satisfactorio como símbolo además de como sonido y viceversa. Nació la
47. Artlnir Kocstlcr, The Sleepwalkers: A History ofMan ’s Changing Vision of the Uni
verso, IVngum llooks, Hannondsworth, 1964, pp. 332, 393-394 (hay liad, casi.: Los sonám
bulos, Salva!, Ilarcclona, 1994', 2 vols.).
4H Soitree KeatUnys in Music History. vol. l.pp. 1H4-IR5, IK9, 190; ( ’raig Wiiglil, Music
w nl ( eremonv ot Notre I itune oj 1‘tiris, 500 ¡550, ( 'amlii idee llnivwsily l’u-ss, I9K1), p. 145.
LA M USICA 133
49. Gallo, Music ofthe Middle Ages, vol. 2, p. 32; Goddu, «Music as Art and Science»,
p. 1.031.
50. H. E. Woolridge y Percy C. Buck, eds., The Oxford History of Music, vol. 1: The
Polypltonic Period, 1“ parte: Method of Musical Art, 330-1400, Oxford University Press, Ox
ford, 19292, pp. 294-295; Wright, Music and Ceremony at Notre-Dame, pp. 346-347.
5 1. Glande V. Palisca, «Scientific Empiricism in Musical Thought», en Hedley H. Rhys,
ed., Seventeenth Cenlury Science and the Arts, Princeton University Press, Princeton, N. J.,
1961, pp. 91 92
52. I.m'li Wilkinsou, «Ars Antiqua-Ars Nova Ars Suhlilior», pp. 221-223; Ernesl H.
Sandias, I nuvcl, Ponían di» . cu New (trove Hit tiainirv ni Music and Mimcinns, pp. 429 433.
134 LA M ED ID A D E L A R E A L ID A D
res tiempos binarios. La forma rítmica se repite seis veces mientras la melo
día se repite dos veces y las voces altas cantan cosas sobre un león ciego, ga
llos traicioneros, zorros astutos y los corderos y las gallinas que son sus víc
timas. 5 1 Los d ésen g a g és debían de encontrarlo delicioso, tanto musical
como políticamente.
Hoy día un ejercicio de maestría musical por el estilo haría que el com
positor fuese a parar a la cárcel en una sociedad gobernada por un régimen
autoritario. En una sociedad más tolerante las benévolas elites le identifica
rían, le pondrían una etiqueta y le desterrarían no a Siberia sino a las inhóspitas
fronteras de la vanguardia artística. Pero Philippe, licenciado en filosofía y
letras en la Universidad de París, matemático, estudioso de la historia antigua
y de la filosofía moral, fue secretario y consejero de los reyes de Francia. En
cabezó misiones diplomáticas ante la corte pontificia y llegó a ser obispo de
Meaux. A petición suya, Levi ben Gerson, el matemático y astrónomo judío,
escribió el tratado D e h a rm o n icis num eris. Nicolás de Oresme, el genio pro-
locientífico de la época, dedicó su tratado A lg o rism u s pro p o rtio n u m a Phi
lippe, «a quien yo llamaría Pitágoras si fuera posible creer en la opinión so
bre el retorno de las almas». Francesco Petrarca, amigo de Philippe y decano
intelectual de la Europa occidental, le llamó «siempre el más entusiasta y más
ardiente buscador de la verdad» y «el poeta sin parangón de Francia» . 5 4
Si pudiéramos escoger sólo una biografía de la Edad Media occidental,
muy posiblemente sería la de Philippe de Vitry. Si pensaba en términos de
una nueva clase de tiempo, ese concepto no era un remolino, sino una co
rriente que formaba parte de la corriente dominante de su sociedad.
lectura de la realidad por parte de una sociedad. Los cambios que experi
mentó la música medieval en los siglos xm y xiv, esto es, el ars a n tiq u a y el
ars nova, son la prueba de que en la cultura de la Europa occidental se pro-
ilii|o una mutación importante. Victor Zuckerkandl, el autor de S o u n d a n d
Svm hol: M u sic a n d the E xte m a l W orld, declara que para la mayoría de los
pueblos y de las épocas el tiempo musical «tiene la naturaleza del ritmo
poético: ritmo libre, en el sentido de que no está obligado a seguir el com
pás». Exceptuando el caso especial de la música de baile, que se explica por
5.3. tidward H. Roesner, «Philippe de Vitry: Motets and Chansons», Deutsche Harmo
nía Mundi, Compact Disk 77095-2-RC, pp. 8, 22-23; Le Román de Fauvel in the Edition of
Mcsirc Chai¡Ion de Eesstain, introd. de Edward Roesner, Frangois Avril y Nancy Freeman
Recalado, Fronde Brothers, Nueva York, 1990, pp. 3, 6, 15, 24, 25, 30-38, 39, 41.
54. lirnesl II. Sanders, «Vitry, Philippe de», en New Grave Dictionarv oj Music and Mu-
sicians. vol. 20, pp. 22-23; «Parí I oí Nieole Orcsme’s Aluorisiims i>ro/>ortionum». liad. ingl.
de Edward ( iraní, Isis, 5f) (olono de I9h5), p. 128.
LA M ÚSICA 135
sí mismo, sólo la música occidental del segundo milenio de nuestra era «se
ha impuesto a sí misma los grilletes del tiempo, del compás» . 5 5 El metróno
mo mecánico no se inventó hasta varios siglos más tarde, pero el metró
nomo mental de Europa empezó a hacer tictac en la época de Leonin y Pe
rotin, casi un siglo antes del primer reloj mecánico de Europa.
55. Víctor Zuckerkandl, Sountl and Symbol: Music and the Externa! World, trad. ingl.
de Willard R. Trask, Pantheon Books, Nueva York, 1956, p. 159; G. Rochberg, «The Struc-
ture ofTime in Music», en The Study ofTime, vol. 2, p. 143.
56. William Calin, A Poet at the Fountain: Essays on the Narrative Verse of Guillaume
de Machaut, University Press of Kentucky, Lexington, 1974, pp. 15, 245; Sarah J. M. Wi
lliams, «Machaut’s Self-Awareness as Author and Producer», en Madeleine P. Cosman y
Bruce Chandler, eds., Machaut’s World: Science and Art in the Fourteenth Century, Annals
of ihe New York Academy of Science, Nueva York, 1978, p. 189.
57. Strohm, Kise of European Music, p. 2.
58. Smith, Jacohi Leodiensis, vol. 3, p. 127.
59. Groul. History of Western Music, pp. 1 13, 122-127. Vcase también Armand Macha-
bey, (iuillaume de Machaut, ISO?-1.177: ¡a vie et l'oeuvre musical, 2 vols., Richard Masse.
París. 1055, <idbcil Keuney, (iuillaume de Machaut, ( Ixlmd l hiiversily Press, ( Ixlord. 1971.
136 LA M ED ID A D E L A R E A L ID A D
tros» . 6 0 Es una composición a tres voces. Dos de las tres cantan la misma
melodía, una en movimiento hacia adelante y la otra hacia atrás, esto es, una
de la A a la Z, por así decirlo, y la otra, simultáneamente, de la Z a la A. La
tercera voz, que tiene su propia melodía, cambia de dirección a medio ca
mino (va de su A a su M y vuelve a la A ) . 6 1 Ningún oído puede comprender
plenamente semejante complejidad en el tiempo, sólo el ojo es capaz de ello.
(>() koherl Cral'l, «Mus,cal R\ tora Political Season», New York Review of Books (15 de
julio de 1076), p. 30.
(i I. ( ¡uslave Kcc.se, Mus,< du‘ Middle Ayes, Norton, Nueva York, I040, p|>. 350-352
(liav liad, casi.: ¡.a m usirá *a Rdad Media. Alian/a, Madrid. IOSO>.
9. LA PINTURA*
* La mayor parte del contenido valioso del presente capítulo procede de dos obras de Sa
muel Y. Edgerton, Jr., The Renaissance Rediscovery of Linear Perspective, Basic Books,
Nueva York, 1975, y The Heritage ofG iotto’s Geometry: Art and Science on the Eve ofthe
Scientific Revolution, Cornell University Press, Ithaca, N. Y., 1991.
1. The Literary Works of Leonardo da Vinci, trad. ingl. y ed. de Jean P. Richter, Phai-
don, Londres, 1970, vol. I, pp. I 12, 177.
2. En atención a la brevedad y la claridad, omito el color y la textura, del mismo
modo que hice caso omiso de la altura del sonido y del timbre en el capítulo dedicado a
la música
138 LA M ED ID A D E LA R E A LID A D
üf)
Imgura 5. Miniatura de las O bras de Guillaume de M achaut, c. 1370. «El com po
sitor recibe a Amor, que le trae a D ulces Pensamientos, a Sereno Goce y a Esperan
za», siglo xiv. Hibliotheque Nationale, París (cortesía de Giraudon/Art Resource,
Nueva York).
140 l a m e d id a d e l a r e a l id a d
I kídka (t. San Dunstan a los pies de Cristo, siglo x. David Wilson, Anglo-Saxon
Art from tlie Seventh Century to the Norman Conquest, Overlook Press, Woodstock,
N. Y., 1984, lámina 224.
5. David M. Wilson, Anglo-Saxon Art from the Seventh Century to the Norman Con-
i/uest, Overlook Press, Woodstock, N. Y., 1984, p. 179.
6. Miriam S. Bunim, Space in Medieval Painting and the Forerunners of Perspective,
AMS Press, Nueva York, 1940, pp. 127-135; John White, Art and Architecture in Italy,
1250 1400, Peiifiuin Books, Harmondsworlh, 1987, pp. 19, 143-144, 161 (hay liad, casi.:
Arle v anpiiteiitira en Italia, 1250 1400, Cíiledni, Madrid, 1989); John Beckwith, Farly
l 'hristum and H\:antin%Art, Pi'iipnm Books, Hniinoiidswoilh. 1979, pp, 241 285.
142 LA M ED ID A D E L A R E A L ID A D
(lucir la óptica en este poema de amor cortés y a veces más bien poco cortés.
Propone que si Marte y Venus hubieran examinado su lecho de lujuria con
espejos o lentes de aumento, hubiesen visto las redes que el esposo de Ve
nus había puesto allí para atraparles, «y el cruel Vulcano, que ardía de celos
y rabia, nunca hubiera probado su adulterio» . 7
I.a geometría, que está ausente en el Infierno y el Purgatorio de Dante,
aparece en el Paraíso, donde todo está bien ordenado. En su decimotercer
calilo santo Tomás de Aquino hace alusión a los intentos de refutar una de
las afirmaciones de Euclides sobre los triángulos dentro de círculos. En el
decimoséptimo canto hay un individuo que puede ver el futuro «del mismo
modo que las mentes terrenales ven que un triángulo no puede contener dos
ángulos obtusos». En el trigesimotercer y último canto Dante, que se en-
/. ( iiiilhunne de Lorris y Jean de Meun, The Romance ofthe Rose, Irad. ingl. de Charles
Dahllierg, University Press of New F.ngland, Hanover, N. H., 1986, pp. 300-301 (hay trad.
,,isl Le minan ile la rose: el lihro de la rosa, Irad. de Carlos Alvar, Quaderns Crema, llar-
(vlona, l‘)HS).
LA PIN TURA 143
8. Dante Alighieri, The Divine Comedy: Paradiso, trad. ingl. de Charles S. Singleton,
Princeton University Press, Princeton, N. J., 1975, pp. 146-147, 186-187, 376-379 (hay trad.
cast.: La divina comedia, trad. de Á. Crespo, Planeta-Agostini, Barcelona, 1996).
9. Dante’s Convivio, trad. ingl. de William W. Jackson, Clarendon Press, Oxford,
1909, p. 111 (hay trad. cast.: El convite, Círculo de Lectores, Barcelona, 1995).
10. David C. Lindberg, «Roger Bacon and the Origins of Perspectiva in the West», en
Edward Grant y John E. Murdoch, eds., Mathematics and Its Applications to Science and Na
tural Philosophy in the Middle Ages, Cambridge University Press, 1987, pp. 250-253, 258
259; Vasco Ronchi, «Optics and Vision», en Philip P. Wiener, ed., Dictionarv ofthe History
of Ideas, Charles Scribner’s, Nueva York, 1968-1974, vol. 3, p. 410.
I I. The Opas Majas of Roger Pacón, Irad. ingl. de Rohert B. Burke, Russell & Russell,
Nueva York, 1962, vol. I. pp. 238-242.
12 While, Art and Art-liitei ture in llalv, pp 14 L224.
144 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D
cuyo avance contribuyeron. Sea como sea, es indiscutible que Giotto fue el
macslro del nuevo arte a principios del siglo xiv.
Al igual que Machaut en el suyo, fue uno de los primeros individuos en
csic campo del arte acerca de los cuales sabemos muchas cosas, y, de nuevo
igual que el francés, fue famoso durante su vida. Dante, que tal vez le cono
ció (de los retratos del poeta puede que el más conocido lo pintara Giotto),
le alabó en La divina comedia.'3 Petrarca le llamó «príncipe de los pintores»
y era propietario de uno de sus cuadros: «Los ignorantes no entienden la be-I
lleza de esta tabla, pero los maestros del arte quedan asombrados al verla».
Boccaccio dijo de él que había «sacado de nuevo a la luz un arte que había
permanecido enterrado durante siglos debajo de los errores de quienes, en
sus pinturas, pretendían dar deleite visual a los ignorantes más que satisfac
ción intelectual a los sabios» . 1 4
Los contemporáneos de Giotto quedaron impresionados por el vigoroso
sentido de organización de sus pinturas, por su forma de combinar la emo
ción intensa y la dignidad total, y por las sugerencias de una tercera dimen
sión (figura 8 ). A nuestros ojos, sus cuadros aparecen encerrados por pare
des y colinas rocosas que oprimen a las figuras centrales, pero a los ojos
medievales, acostumbrados a que las pinturas tuviesen tan poco relieve
como los planos, les parecía que tenían la profundidad suficiente para me
terse dentro de ellos. Giotto situaba los edificios y otras estructuras rectan
gulares de modo que formaran ángulo con el espectador, con una esquina
avanzada y las paredes y los bordes extendiéndose desde ella hacia el fondo.
Este radicalismo inquietó a algunos, y Petrarca, adoptando por una vez aires
de cascarrabias, se quejó de este nuevo tipo de pintura con sus
imágenes que se salen de sus marcos, y las facciones de los rostros que respi
ran, de tal modo que de un momento a otro esperas oír el sonido de sus voces.
En esto está el peligro, pues gusta mucho a las grandes mentes.15
Giotto solía pintar sus frescos como si cada uno de ellos fuera una esce
na vista por un solo observador en un solo momento, y en la Capilla della
Arena de Padua pintó una serie de frescos como si el observador los estu
viera contemplando todos desde el centro de la capilla, del mismo modo que
puedes estar en una plaza de una ciudad y volverte para mirar a la izquierda
y a la derecha. 1 6 (El crecimiento de las ciudades presentaba constantemente
al ojo escenas que estimulaban la curiosidad por la perspectiva: largas líne
as de tenderetes en el mercado, torres tan altas que parecían alejarse del es
pectador. No puede ser totalmente fortuito que entre los más grandes pinto
res de la época, desde Brunelleschi hasta Miguel Angel, tantos fueran
también arquitectos y algunos de ellos urbanistas.)
Giotto era un genio, pero un genio empírico y no científico. Poco hubie
ra tenido que añadir a la sugerencia que Cennino d’Andrea Cennini hizo a
14. Chubb, Dante and His World, pp. 505-507; Boccaccio, The Decamerón, pp. 493
495; Theodor E. Mommsen, Medieval and Renaissance Studies, ed. de Eugene F. Rice, Jr.,
(¡reenwood Press, Westport, Conn., 1966, p. 212.
15. John Lamer, Culture and Society in Italy, 1290-1420, Scribner’s, Nueva York,
1971, p. 26K.
16. Ldneiloii. Ili-ril<if¡e oj (¡io llo ’s ( ivonu'try, p. 76.
146 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D
los artistas de finales del siglo xiv en el sentido de que pintasen edificios de
manera que «las molduras que hagáis en la parte superior del edificio des
ciendan desde el borde contiguo al tejado; la moldura en el centro del edifi
cio, en la mitad de la fachada, debe ser plana y uniforme; la moldura de la
base del edificio debe inclinarse hacia arriba» . 1 7
En una pintura de Giotto suele ser claro cuál de las figuras está más cer
ca del plano del cuadro que otra, pero menos claro qué distancia hay, de
delante hacia atrás, entre las figuras. Sus frescos nos recuerdan los portula
nos, mapas que indicaban las direcciones con mayor exactitud que las dis
tancias, el primero de los cuales tal vez se dibujó en vida de Giotto . 1 8 Los in
tentos de dibujar con exactitud la planta de una escena pintada por Giotto
serían inútiles, y cuando este pintor juzgaba conveniente abandonar la pers
pectiva de un solo observador así lo hacía. En la Capilla della Arena pintó
dos escenas de la alcoba de Ana, la madre de María. La posición del espec
tador parece ser idéntica en ambas escenas, pero Giotto pintó la cama desde
dos ángulos diferentes. En el primer fresco, en el cual un ángel anuncia a
Ana que será la madre de María, el lecho, situado detrás de Ana, que está
arrodillada y que de momento no tiene ninguna importancia, aparece pinta
do en una perspectiva que consideraríamos apropiada. En el segundo, Ana
da a luz a María, y ahora el lecho sagrado aparece inclinado hacia arriba for
mando un ángulo «absurdo» para que podamos verlo mejor. 1 9
Giotto y sus contemporáneos tuvieron el valor de empezar a pintar en pers
pectiva, pero sus sucesores hicieron pocos progresos durante el resto del siglo
xiv. El problema de «ver» geométricamente era más difícil de lo que pensamos
nosotros, siglos después de aquella revolución. Taddeo Gaddi, alumno de Giot
to y, ajuicio de algunos, su sucesor como principal artista italiano del siglo, lle
nó de arquitectura su cuadro La presentación de la Virgen (figura 9) con el ob
jeto de indicar la posición relativa de las numerosas personas que aparecen en
él, pero su técnica no logra el fin apetecido. Si uno viviera en un mundo que tu
viera semejante aspecto, tirar una pelota a alguien situado a más de uno o dos
pasos de distancia y conseguir que ese alguien la atrapase sería cuestión de pura
suerte. Incluso doscientos años más tarde, después de que supuestamente se hu
bieran resuelto los problemas de la perspectiva, Jacopo da Pontormo dijo en
son de broma que Dios no había creado al hombre en dos dimensiones sino en
tres porque de esta manera es «mucho más fácil dar vida a una figura» . 2 0
17 Camino d’Andrea Cennini, 11 Libro del’ Arte: The Craftsman’s Handbook, trad.
ingl. de Daniel V. Thompson, Jr., Yate University Press, New Haven, Conn., 1933, p. 57.
IK. Edgerton, Renaissance Rediscovery of Linear Perspective, p. 97.
I1). Wliile, Art and Architecture in Italv, pp. 317-319.
20. Pontormo's Diarv, trad. ingl. de Rosemary Mayer, Out o í London Press, Nueva
York. I‘>H2, I’ 59.
L A PIN TURA 147
2 I James Hankins, Plato in the Italian Renaissance, Brill, Leiden, 1990. vol. 1, pp. 3-10.
22. Ibid., vol. 2, p. 461.
21. Paul L. Rose, The Italian Renaissance of Mathematics, Libraire Droz, Ginebra,
Iu /5, pp. 5, 9, 119-120; E. A. Bnrtt, The Metaphysical Foundations of Modern Science, Dou-
hlcday, ( larden City, N. Y., 1954, pp. 53-55; Paul O. Kristeller, Renaissance Thought and Its
Smares, Colombia University Press, Nueva York, 1979, pp. 58, 62-63, 151 (hay trad. cast.:
I 'l pensamiento renacentista y sus fuentes, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1993);
Ñusca A. Robb, Neoplatonism ofth e Italian Renaissance, Octagon Books, Nueva York,
mus, pp. 60, 61,69; Nicholas of Cusa on Learned Ignorance, trad. ingl. de Jasper Hopkins,
Ai Muir .1. Banning Press, Minneápolis, 1981, pp. 52, 116-117; Hankins, Plato in the Italian
Renaissance, vol. I, p. 344.
24 The Republit of Plato, trad. ingl. de Francis M. Cornl'ord, Oxford University Press,
Nueva York. pp. 241, 244 (hay Irad. casi.: h i república, Irad. de .1. C. García Borrón, Al
búmina. Madml.
LA PIN TURA 149
28. Vasari, Lives ofthe Artists, pp. 135-136; Antonio di TuccioManetti, The Life of Bru
nelleschi, trad. ingl. de Catherine Enggass, Pennsylvania State University Press, University
Park, 1970, pp. 42-46; Edgerton, Renaissance Rediscovery of Linear Perspective, pp. 143
152; Lawrence Wright, Perspective in Perspective, Routledge & Kegan Paul, Londres,
1981, pp. 55-59; Eugenio Battisti, Filippo Brunelleschi: The Complete Work, trad. ingl. de
Robert E. Wolf, Rizzolli, Nueva York, 1981, pp. 102-111; Michael Kubovy, The Psychology
of Perspective in Renaissance Art, Cambridge University Press, 1986, pp. 32-39.
29. Ibid., pp. 32-38.
30. León Battista Alberti, On Painting and On Sculpture, trad. ingl. de Cecil Grayson,
Phaidon Press, Londres, 1972, p. 125.
31. Vasari, Uves o f the Artists, pp. 208-209; Joan Gadol, León Battista Alberti, Uni
versal Man ofthe Early Renaissance, University of Chicago Press, Chicago, 1969, pp. 3-7;
Jacob Burckhardl, The Civilizarían of the Renaissance in llalv. Marper & Row, Nueva
York, 1958, vol. I. p 149 (hay liad, casi.: La cultura ilel Renacimiento en Italia, Akal, Ma-
di id, 1992)
152 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D
' ’ Alberti, ()n Paintin¡>, pp. 43-56. Para ampliar conocimientos, recomiendo The Re-
natwanee Rediseoverv of Linear Perspeetive, de Samuel Y. Hdgerlon, Jr., Perspeetive in
Peispeeiive, de Lawrenee Wriglit, The Psyeholof’y of Perspeetive and Retíais,sanee Art, de
Micliael Kuhovy, y, por supuesto, Sobre la pintara, di I,eon llallisla Alberti.
U lidgerlon, llerita^e of (¡iotto's (leometry, p ISP, Ldgcrtoii, Renaissanee Rediseo
verv o ft Jurar Perspeetive, p. 45.
14 Wiiglil. Perspeetive in Rerspet Itve p K’
L A PIN TU RA 155
l i(iuRA 12. Alberto Durero, Artista dibujando un desnudo tendido, 1538 (cortesía
del Museum of Fine Arts, Horado G. Curtís Fund, Boston).
F igura 13. Cario Crivelli, La Anunciación, 1486, National Gallery, Londres (cor
tesía de Foto Marburg/Art Resource, Nueva York).
verdadera profundidad; y los paisajes que pintan los chinos, que sí ofrecen
una impresión de gran profundidad, no tienen un punto de vista fijo . 4 1 Sólo
un patán no los encontraría bellos, pero usted no querría cruzar siquiera una
habitación, y mucho menos un paisaje, llevando una bandeja llena de vasos
y sin más guía que estos cuadros.
Con el fin de pintar cuadros que fueran realistas de acuerdo con las pau
tas renacentistas de Occidente, los que se atenían a la costruzione legittima
se veían obligados a tomar decisiones tan arbitrarias como las que tomaban
los artistas islámicos o chinos. Por citar unos cuantos ejemplos, los occiden
tales pensaban que pintaban escenas como si las viera en un solo instante un
solo ojo. La mayoría de nosotros tenemos dos, lo cual produce la visión es
tereoscópica, pero no importa. En un solo instante el ojo puede enfocar úni
camente el centro de una escena, pero tampoco importa. Giotto, Alberti y
compañía dibujaban y pintaban escenas tal como parecían ser en un solo ins
tante, y luego se tomaban el tiempo necesario para moverse arriba y abajo,
hacia atrás y hacia adelante, con el fin de enfocar sus diversas partes. 4 2 Era
una ayuda, algo útil, justificable, pero a su modo tan arbitraria como mostrar
en un solo cuadro a san Pablo en un barco que zozobra y en la playa predi
cando a los paganos.
Los maestros de la perspectiva renacentista optaron por obedecer las le
yes de la perspectiva óptica tal como se aplican a las líneas paralelas que se
extienden enfrente del observador y parecen convergir, pero hacer caso omi
so del hecho de que las líneas paralelas que se extienden lateralmente tam
bién parecen convergir. Que el artista las dibujara tal como las ve realmen
te sería trazar líneas paralelas que convergen hacia dos puntos de fuga
diferentes, a la izquierda y a la derecha. Significaría que debería parecer que
estas líneas rectas se doblan. Los únicos artistas del siglo xx que obedecen
ile modo invariable esta verdad óptica son, curiosamente, los dibujantes de
historietas que buscan efectos exagerados.
Después del Quattrocento la corriente de creatividad que tuvo su origen
en Giotto, Brunelleschi, Masaccio y Alberti se escindió y siguió dos direc
ciones distintas. Una condujo a más arte y acabaría llevando a las perspecti
vas retorcidas de los pintores manieristas del siglo xvi. La otra llevó a más
matemáticas: la geometría proyectiva que inventó Girard Desargues (1593-
Ióó2), promovió Blaise Pascal (1623-1662) y es hoy una de las ramas prin-
43. Morris Kline, Mathematics for the Nonmathematician, Dover, Nueva York, 1985,
pp. 232-241.
44. Vasari, Uves ofthe Artists. p. 191; E. Emmett Taylor, No Roya! Road: Lúea Pacio-
li and His Times, University of North Caroline Press, Chapel Hill, 1942, p. 191; Kenneth
Clark, Piero della Francesca, Phaidon, Londres, 1969, p. 70 (hay trad. cast.: Piero della
Francesca, Alianza, Madrid, 1995); Marilyn A. Lavin, Piero della Francesca. Alien Lañe,
Londres, 1972, p. 12.
45. Clark, Piero, pp. 10-16.
46. Michael Baxandall, Paintin¡> and Experience in Fifteenth-Century Italy, Oxford
Univcrsily Press. Oxford, 1988 p. 86 (hay Irad. casi.: Pintura y vida cotidiana en el Rena
cimiento ( ¡uslavo Clili, Barcelona, 1980').
160 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D
con la cuantificación práctica (¡y también ilustran hasta qué punto los mate
máticos renacentistas necesitaban decimales!).
Los otros dos libros de Piero, que se cuentan entre los textos científi
cos más importantes del siglo xv, eran tratados técnicos de pintura y geo
metría. Aunque era maestro de la sutilidad en el uso del color, hizo caso
omiso de éste en De prospectiva pingendi, obra que perfeccionaba los
principios de Alberti sobre pintura. El color era secundario; la geometría,
primaria. Dedicó la tercera y última de sus obras importantes (que apare
ció postumamente en Divina proportione, de Lúea Pacioli, de quien vol
veremos a hablar en el capítulo 1 0 ) a los cinco cuerpos regulares de la
geometría: el tetraedro, el cubo, el octaedro, el icosaedro y el dodecaedro.
Estos cuerpos habían fascinado a Platón y obsesionarían a Kepler un siglo
después . 4 7
La devoción que Piero sentía por el neoplatonismo, las matemáticas y su
arte en ninguna parte es más visible que en su enigmática obra maestra La
flagelación de Cristo (figura 14). Su punto de fuga albertiano es rígidamen-
le seguro, pero ¿dónde se centra el interés del espectador?
¿En los tres hombres que vemos en primer plano, a la derecha, que es
tán juntos pero parecen no hacer caso unos de otros? ¿O en el grupo de
hombres que hay en segundo plano y cuyo centro es Cristo (¿Cristo en se
gundo plano?), al que están azotando en una escena tan desprovista de ex
presión emocional directa como una naturaleza muerta que mostrara un
cuenco de fruta?
Di flagelación de Cristo no es un cuadro moderno. Más que de valores
patrióticos, de clase, étnicos o siquiera pictóricos es ejemplo de piedad.
Está lleno de símbolos de un cristianismo platonizado y personal, y no
comprendemos ni probablemente comprenderemos nunca la mayoría de
ellos, pero (y en esto radica la importancia especial que el cuadro tiene para
nosotros) son casi totalmente cuantitativos y geométricos. Sus significados,
sean cuales sean, empujan al espectador hacia el misticismo. La naturaleza
de su lenguaje empuja al observador hacia una percepción matemática de la
realidad.
Los pintores-matemáticos del Quattrocento pintaban pensando en una
unidad, un cuanto, del cuadro. Alberti prefería dividir la altura de una figu
ra humana dibujada en primerísimo plano en tres partes y utilizar esa terce
ra parte como cuanto. 4 8 Al parecer, el cuanto que Piero eligió para La flage-
47. Clark, l ’iero, pp. 70-74; Arthur Koesller, The Sleepwalkers: A History of Man's
( lioiiyiny Vision ofthe Universe, Penguin llooks, I larmoiulsworlh. 1004. pp. 251-254 (hay
liad casi.: I .os sonambulos. Sal val, llarcelnna, I444', 2 vols.).
IN lítlaiMlon, Kemtissam e Keiliseovrrv <>/ / ineoi l ‘ersi>eeti\i\ pp. 42 44, 145.
LA PIN TURA 161
F igura 14. Piero della Francesca, La flagelación de Cristo, decenio de 1450. Ga
llería Nazionale delle Marche, Urbino, Italia (cortesía de Alinari/Art Resource,
Nueva York).
lación de Cristo fue la distancia que hay en la superficie del cuadro entre el
suelo y el punto en el cual la mirada del pintor recae en la pared en el punto
de fuga albertiano detrás del hombre del látigo. La mayor parte del suelo del
área visible lo ocupan grandes cuadrados de baldosas de color marrón, cada
cuadrado con ocho baldosas de ancho y ocho de profundidad. Cada una de
las baldosas que aparecen en primerísimo plano mide dos cuantos por dos,
y, por consiguiente, cada uno de los grandes cuadrados de color marrón
mide dieciséis por dieciséis cuantos. El cuadrado en cuyo centro está Jesús
se compone de baldosas de colores diferentes que forman un complejo di
bujo geométrico, pero el cuadrado total también parece medir dieciséis por
dieciséis cuantos. La distancia entre los centros de las dos columnas cerca
del plano del cuadro es de diecinueve cuantos. Es de treinta y ocho cuantos,
dos veces diecinueve, desde el grupo situado en primer plano hasta la más
cercana de las figuras del grupo del fondo, la figura con turbante que da la
espalda al espectador. Entre esta figura y Cristo hay otros diecinueve cuan
tos. La columna de Cristo, incluida la estatua de arriba, tiene diecinueve
cuantos de altura. La distancia del ojo del pintor al plano del cuadro, que
puede calcularse geomélricamenle, es de treinta y un cuantos y medio; la co-
162 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D
EJE
lumna de Cristo mide sesenta y tres cuantos, dos veces treinta y uno y me
dio, detrás del plano del cuadro. Todas las distancias entre los rasgos princi
pales del cuadro — el grupo en primer plano, la columna más próxima, la fi
gura con turbante, el hombre del látigo— y el ojo del observador pueden
expresarse en múltiplos de las de los cuantos mediante el siempre místico n.
Y así vamos adentrándonos en el laberinto de las matemáticas místicas.49
Si fuera usted un cristiano neoplatónico, podría consultar La flagelación
de Cristo de Piero della Francesca como guía de la realidad última. Si fuera
usted un secularista craso, podría usarlo con confianza para comprar y cor
tar alfombra y papel pintado para toda la escena50 (figura 15). Quizá más que
cualquier otra obra maestra del Renacimiento este cuadro confirma el juicio
del principal historiador del arte renacentista, Erwin Panofsky, en el sentido
de que la perspectiva capitaneaba la época: «La perspectiva, más que cual
quier otro método, satisfacía el nuevo anhelo de exactitud y previsibili
dad».51
«Dado que todas las cosas que hay en el mundo se han hecho con cierto
orden, de modo parecido deben administrarse», escribió el mercader Bene-
ilello de Cotrugli en el siglo xv. El orden era especialmente necesario en
cuestiones «de la mayor importancia, tales como los negocios de los merca
deres, que ... se ordena para la preservación de la raza humana».3
Es de suponer que los mercaderes, que llevaban a Occidente hacia el ca
pitalismo, protegían a los seguidores de la costruzione legittima, y empa
rentaban con la aristocracia por medio del matrimonio, pensarían que racio
nalizando sus asuntos hacían un favor a la humanidad. Puede que tuviesen
razón, quizá no exactamente como ellos pensaban, sino en la medida en que
estaban enseñando a la humanidad a ser lo que en inglés se llaman busi-
iit'sslike.
1, l.eon Haltista Alberti, The Family in Renaissance Florence (1440), trad. ingl. de Re
lien Walkins, University ol'South Carolina Press, Columbia, 1969, p. 150.
2. Ralph Waldo Emerson, «Nominalisl and Rcalist», en Essavs and Lectures, Lilcrary
Classies ol the United States, Nueva York, 1983, p. 578.
f Roherl S. Lope/, e Irving W. Raytnond, eds., Medieval Trade in the Mediterranean
World. ( 'olumbia University Press, Nueva York 1955. p. 413
LA T E N E D U R ÍA D E LIBR O S 165
7. Geoffrey Chaucer, «The Shipman’s Tale», The Canterbury Tales, en John H. Fisher,
ed., The Complete Poelry and Prose of Geoffrey Chaucer, Holt, Rinehart & Winston, Nueva
York, 1989, pp. 235-241 (hay trad. cast.: Cuentos de Canterbury, trad. de J. G. de Luaccs,
Iberia, Madrid, 19733).
8. Origo, Mercliant of Prato, pp. 109, 185; Medieval Trade in the Mediterranean,
p. 375; Alberti, The Family, p. 197.
9. Medieval Trade in the Mediterranean, p. 377.
10. Michael Kaxamlall. The I.imcwood Setdptors of Renaissance (¡ennany, Yale Uni-
vcrsily l’iess, New I laven. ( onii., 1980, pp. Hh. 2 ' I
IÓX LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D
que el mayordomo de una casa solariega rendía cuentas ante su señor no ser
vía. Resultaba demasiado fácil quedarse con los beneficios del amo, como el
mayordomo de Cuentos de Canterbury.
y viceversa.15 Lo que sabemos con certeza es que a principios del siglo xiv
Rinieri Fini, agente de una casa de banca florentina en las ferias de la
Champagne, y mercaderes toscanos que actuaban desde Nimes, en el sur
de Francia, pasaban los activos y los pasivos por separado en sus libros.
Fra sólo un principio y todavía faltaban por llegar varios rasgos del len
guaje técnico, la abreviación y una forma que consideramos característica
de la teneduría de libros, incluso esencial para ella. Por ejemplo, en el si
glo xiv muchos mercaderes indicaban las entradas en las secciones delan
teras de sus libros y los gastos en la parte de atrás y así lo dejaban, con lo
cual resultaba difícil hacer comparaciones. Hasta 1366 no usaron los cam
bistas de Brujas el sistema moderno con los activos y los pasivos en co
lumnas paralelas de la misma página o en páginas opuestas, sistema que
probablemente copiaron de ejemplos italianos. En Toscana lo llamaban
alia veneziana. La empresa de Datini comenzó a experimentar con el nue
vo método unos quince años más tarde.16
Aquí podría sernos útil uno de los primeros ejemplos de la técnica de
partida doble, que todavía no estaba del todo terminado pero ya era obstina
damente doble. El 7 de marzo de 1340 la Comuna de Génova compró 80 lo
tes de pimienta de 45,36 kilos cada uno al precio de 24 libras y 5 sueldos por
lote. Este gasto — es decir, esta salida— se pasó en el lado izquierdo del li
bro. Durante los días siguientes se hicieron gastos complementarios en con
cepto de mano de obra, pesajes, impuestos y otras cosas relacionadas con la
pimienta, todo lo cual también se pasó en la izquierda. Varias ventas de pi
mienta, todas ellas en marzo, se pasaron en el lado derecho. Luego el conta
ble, en lo que se refería al libro, dedicó su atención a otras cosas durante me
ses l’ero la contabilidad por partida doble tiene un mandamiento (muchas
reglas, pero un solo mandamiento) y es que todas las cuentas deben saldar
se, aunque sea de forma poco honrada, con un reconocimiento final de be
neficio o pérdida. Cuando el contable de la Comuna genovesa obedeció el
pn cepto tic su profesión e hizo balance el siguiente mes de noviembre, se
encontró con que los gastos — coste de compra, impuestos y todo lo de
mas ascendían a 2.073 libras y 4 sueldos. Al sumar todos los ingresos ob-I
Is fi. Iuiunetl Taylor, No Royal Road: Lúea Pacioli and His Times, Arno Press, Nueva
Vnik. PISO. p. OI.
lo. K. de Rnovel', «The Organi/.ation of Trade», en M. M. Postan, E. E. Rich y Edward
Millei eds.. I'.ronomic Organiz,alian and Policies in the Middle Ages, The Cambridge Econo-
niic History ol I umpé, Cambridge University Press, 1963, pp. 91-92; Peragallo, Origin and
I volulion o/ Douhlc Lntry llookkeeping, p. 25; Geoffrey A. Lee, «The Corning of Age of Dou-
hle I un y I lie ( liovanni Lamí ti I.edger of 1229-1300», Accounting Historiaos Journal, 4 (oto
ño de l‘>77), pp 79 05. Véanse también las primeras noventa páginas y pieo de Chrislopher
Nubes, ed . Ilir I leyelo/nnenl o) Donhlr láiln'. Seleeled Lssiivs, ( iarland. Nueva York, I9ST
L A T E N E D U R ÍA D E LIBRO S 171
17. Peragallo, Origin and Evolution ofDouble Entry Bookkeeping, pp. 7-9.
18. Ibid., pp. 7-9; Raymond de Roover, «The Development of Accounting Prior to Lúea
Paeioli Aecording to the Account-books of Medieval Mcrchants», en A. C. Littleton y B. S.
Yantey, eds., Studies in tlw History of Accounting, Irwin, Homcwood, III., 1956, p. 132 (para
otra impresión del mismo arlíeulo, véase Business, Banking, and Economic Thought: Selec
ta! Studies hv Kavnioiul de Roover, University of Chicago Press, Chicago, 1974, pp. 1 19-
I82); ( Irigo Mrrcluml ol l'rato, p I "¡O.
172 LA M ED ID A DE LA R E A LID A D
ponen especial cuidado en hacer una genuflexión cuando pasan por delante
de su altar) en las prácticas de algunos de los negocios antiguos. Los socios
que administraban la sucursal del negocio de Datini en Aviñón producían un
hilando al final de cada ejercicio fiscal. En una ciudad que era un hervide
ro de intrigas y corrupción, una ciudad azotada por la peste negra, la guerra
dinástica y el pillaje, Franciescho y Toro saldaron las cuentas de los libros.
I le aquí una hoja de balance representativa:
f. 6.518, s. 23, d. 4.
19. Paragallo, Origin and Evoiution of Double Entry Bookkeeping, pp. 21-29.
20. S. A. Jayawardenc, «Pacioli, Lúea», en Charles C. Gillispie, ed., The Dictionary of
Scientific liiogivpliy, Scrilnicr's, Nueva York, 1070-1980, vol. 10, p. 269; Taylor, No Royal
Road. pp. 9, 20, 23. I 19.
21 Tnylni. No Hoya! Htuuí , pp. 4K, Vi, 55.
174 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D
22. Ibiil., pp. Ut), 91, 117, 121, 124, 149, 176, 264-265; Pacioli on Accounting, liad. ingl.
y ed de R Gene llmwn y Kenneth S. Johnston, Garland, Nueva York, 1984. p. 27.
2* .layawardene, «l’aeioli», pp. 270-271.
LA T E N E D U R ÍA D E LIBR O S 175
cil estar de acuerdo con un hombre que escribió que la vista es el más noble
de los sentidos y «que el ojo es el portal de entrada por medio del cual per
cibe la inteligencia».24 Fue Leonardo quien proporcionó las ilustraciones
geométricas para Divina proportione.
El libro era neoplatónico e incluso neopitagórico, como el autor dejaba
claro en el título. La primera parte estaba dedicada a la proporción divina o
sección áurea, de la cual no es necesario que nos ocupemos aquí. Podríamos
señalar, con todo, que fascinó a Johannes Kepler también. Un siglo más tar
de afirmó que era más valiosa que el teorema de Pitágoras. Este, según dijo,
podemos compararlo con el oro, la otra «podemos decir que es una joya pre
ciosa».25
24. Samuel Y. Edgerton. Jr., The Heritage of Giotto ’s Geometry: Art and Science on the
Eve ofthe Scientific Revolution, Cornell University Press, Ithaca, N. Y., 1991, p. 148.
25. II. E. Ilunlley, The Divine Proportion: A Study of Mathematical Beauty, Dover,
Nueva York, 1970, p. 25. Quienes quieran seguir con la proporción divina, los sólidos plató
nicos, etcétera, liarán bien en leer este libro.
I /(> LA M ED ID A DE LA R EA LID A D
26. Paul L. Rose, The Italian Renaissance of Mathematics, Libraire Droz, Ginebra,
1975, p. 144; Jayawardene, «Pacioli», pp. 269-270; Taylor, No Roval Road, pp. 251, 253,
262. 264-265,268-269, 274-275, 334-355; Giorgio Vasari, The Uves ofthe Artists, liad. ingl.
de Gcorge liull. Penguin Books, Harmondsworlh, 1971, pp. 191, 196.
27. Aun b.. Moyer, Música Scientia: Musical Sehoiarship in the Italian Renaissance,
( orneII Universily Press, Itliaca, N. Y., 1992, pp. 127. 132, I II; Jayawardene, «Pacioli»,
p 270; Taylor, No Roval Road, pp. 18 1. l‘)() !<)*>. | ‘)7,
LA T E N E D U R ÍA D E LIBRO S 177
que alguien las arrancase con el fin de ocultar cosas con fines fraudulentos.35
En el libro de apuntes debían anotarse todas las transacciones, grandes y
pequeñas, en la divisa que se utilizase, fuera cual fuere, y con tantos detalles
como el tiempo y la circunstancia permitieran. Algunos mercaderes incluían
su inventario en el libro de apuntes, pero Pacioli aconsejaba que no se hiciera
esto porque el libro se guardaba sobre el mostrador, donde cualquiera podía
leerlo, «y no es prudente dejar que la gente vea y sepa lo que posees». El libro
de apuntes era una extensa colección de datos en bruto a partir de los cuales
debían hacerse los otros dos libros, que eran más pulcros. El diario (que tam
bién debía guardarse donde sólo pudieran verlo el mercader y las personas a
las que éste autorizase) era un registro fechado de las transacciones anotadas
de cualquier modo en el libro de apuntes, y en él se eliminaban los detalles su-
perfluos y se imponía orden al caos de los datos en bruto. Por ejemplo, cada
transacción que se apuntara en el diario debía expresarse en términos de una
sola divisa elegida por la empresa, «toda vez que no sería apropiado sumar ti
pos diferentes». Para su «dinero de cuenta» (véase el capítulo 3 del presente
libro) Pacioli prefería las monedas venecianas, basadas en el ducado de oro. El
diario era fundamentalmente un registro de entradas y salidas, las cuales, se
gún recomendaba Pacioli, debían indicarse mediante las expresiones Per para
el debe (nosotros diríamos «de») y A para el haber (nosotros diríamos «a»).36
El diario era la fuente del libro mayor, donde se hacía la contabilidad por
partida doble. Era el libro mayor el que permitía al hombre de negocios en
terarse antes que nadie de si las cosas iban bien o iban mal. En él cada uno
de los apuntes del diario se anotaba dos veces, con referencias a las páginas
del diario, el apunte de activo a un lado y el de pasivo al otro. Cada transac
ción consistía en ganar algo — mercancías, servicios, un préstamo— a cam
bio de algo que debía proporcionarse enseguida o en el futuro. Cada tran
sacción era doble, un entrar y un salir, como la respiración. Por ser doble
cada uno de los apuntes, el libro mayor era más largo que el diario, así que
Pacioli aconsejaba que se confeccionara un índice en el que los deudores y
los acreedores constasen por orden alfabético. (Esto último era una costum
bre útil que los mercaderes probablemente tomaron de los escolásticos, aun
que no por fuerza de forma directa; también en este caso véase el capítulo 3.)
Pacioli aconsejaba que para saldar las cuentas del libro mayor se tomara
un papel (en Italia se encontraba papel desde el siglo xm )37 y en el lado iz
quierdo se hiciera una lista de los totales del debe y en el lado derecho de los
naciones, que andan siempre zumbando de un lado para otro como niños hi-
peractivos, a detenerse para que les tomen las medidas.
El estilo veneciano, alia veneziana, nos alentó en nuestra costumbre, que
a menudo es útil y a veces es perniciosa, de dividirlo todo en blanco y negro,
bueno o malo, útil o inútil, parte del problema o parte de la solución, o bien
esto o aquello. Cuando los historiadores occidentales buscan las fuentes de
nuestro persistente maniqueísmo señalan al profeta persa Manés y a Aristó
teles y su concepto del «medio excluido». Permítame sugerir que la influen
cia de estos hombres ha sido menor que la del dinero, que tan elocuente
mente nos habla en las hojas de balance. El dinero nunca está en una
posición intermedia. Cada vez que un contable divide todo lo que hay den
tro de su ámbito en más o menos, nuestra inclinación a categorizar toda la
experiencia como esto o como aquello se ve validada.
En los últimos siete siglos la teneduría de libros ha hecho más para dar
forma a las percepciones de mentes más brillantes que cualquier innovación
en la filosofía o la ciencia. Mientras unas cuantas personas reflexionaban so
bre las palabras de René Descartes e Immanuel Kant, millones de otras per
sonas inquietas y laboriosas escribían apuntes en pulcros libros y luego ra
cionalizaban el mundo para que se ajustase a sus libros. La precisión,
indispensable para nuestra ciencia, nuestra tecnología y nuestro quehacer
económico y burocrático, era rara en la Edad Media, y todavía más rara
mente cuantitativa. En el siglo xvi, por ejemplo, el obispo Gregorio de
Tours sumó el número de años que habían transcurrido desde la creación y,
según los manuscritos de su obra que han llegado hasta nosotros, se equivo
có en 271 años. Al parecer, pocos lectores medievales se dieron cuenta de
ello o, si se dieron cuenta, no les importó.
A modo de contraste con la imprecisión de Gregorio, lea el siguiente
modelo de anotación para un libro de apuntes que ofrece Pacioli. Parece
cosa de otro mundo y, en cierto modo, lo era.
lili 1200 san Francisco de Asís, que vivía en un mundo que era un hervide
ro de fuerzas misteriosas e incontrolables, alcanzó la plenitud abrazando la
pobreza. Trescientos años más tarde el franciscano Lúea Pacioli escribió un
clásico del reduccionismo en el que expuso las técnicas necesarias para re
ducir el mundo a ventajas y desventajas, para reducirlo a algo visual, cuan
titativo, y, por consiguiente, comprensible y posiblemente controlable. Re
cibió del papa una dispensa para tener propiedades y, al parecer, dejó
quinientos ducados a sus herederos.43
La figura 17 ilustra la última de las páginas de Pacioli sobre teneduría de
libros. El tercio superior comenta las «partidas que es necesario que los
hombres de negocios anoten», los dos tercios de abajo, «una ilustración de
asientos en el libro mayor». Qué extraño resulta ver el italiano escrito en le
ba negra, que ahora suele llamarse «letra gótica» y que era común en todas
parles en el decenio de 1490. Observe que Pacioli utiliza números indoará
bigos excepto en el caso del mayor de todos los números, el del año. Al igual
que nosotros, Pacioli volvía a utilizar números romanos para causar un efec
to solemne, impresionante. «Usad las letras antiguas al hacer este apunte, si
quiera para obtener más belleza — aconsejó, aunque luego añadió— : no im
polla.»44
l ' i t i i i R A 17. I lita página de I -tica Pacioli sobre conlabilidad, 1494. John B. Geijsbeek,
Anc-utnl Dnnhlc l-.nlry Hookkvcpiny, Scholai ’s Book Co., I lonston, 1974, p. 80.
Tercera parte
EPÍLOGO
I I*;ili ick lioyde, Dante, PhUomythes and Philosoplier, Cambridge University Press,
I'IK I. |i 210. Para un planteamiento sucinto de la teoría de la luz de Buenaventura, véase Da-
'•<!(' I imlhcrg, «The Génesis o f Kepler's Theory o f Light: Light Metaphysics from Ploti-
nus tu Kepler», Osiris, sin especificar, 2 (1986), p. 17.
’ lisios últimos párrafos proceden de muchas fuentes. Las más importantes entre ellas
son las obras citadas anteriormente de Walter J. Ong y Samuel Y. Edgerton, Jr. Véase tam
bién Bruno I.atour, «Visualization and Cognition: Thinking with Eyes and Hands», Know-
ledge and Soeiety: Studies in tlie Sociologv o f Culture Past and Present, A Research Animal,
b (1986), pp. 1-40.
f Arlhur Koesller, The Sleepwatkers: A History o f Man ’.v Clianging Vision afilie llni
verse. Penguin Books, Harmondsworlh, 1964. p. 276 (hay (rail, casi.: l.os sonámbulos. Sal
val. Barcelona, |9*)4',2 vols.).
E L NUEVO M ODELO 189
4. Ibid., p. 535.
5. A. G. Keller, «A Byzantine Admirer of “Western” Progress: Cardinal Bessarion»,
Cambridge Histórica! Journal, 11. n.° 3 (1955), pp. 22-23.
6. Kvialar Zcmhavcl, Hidilen Rhythms: Schedules and Calendars in Social Life, Uni-
versily ot Chicago Press, Chicago, 1967, p. xvi.
7. (ico. Ilaven Pnlnam, liooks and Tlu-ir Makers Da ring tlw Middle Ages, Putnam’s,
Nueva York, IKOO, pp. 10, I I, IS4 ISO, 205: Cml l\ Biihlei. The Tifteenth Cenltiry Hook,
1111 ivi'i si i y ol IYniisylvnnin Press. I iladellia, lool). p 22
190 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D
8. Cario M. Cipolla, Before the Industrial Revolution: European Society and Economy,
IOOO 1700, Norton, Nueva York, 1980, p. 179; Elizabeth L. Eisenstein, The Prínting Revo-
liition in Early Modern Europe, Cambridge University Press, 1983, pp. 13-16; Hermann Ke-
llcnhcnz, «Technology in the Age of the Scientific Revolution, 1500-1799», en Cario M. Ci
polla. cd., The Fontana Economh: History o f Europe: The Sixteenth and Seventeenth
( 'entunes, William Collins, Lontlres, 1974, p. 180; Fernand Braudel, Civilization and Capi-
lulisni. l5lh-IRth Century, vol. I: The Structures o f Everyday Life: The Limits o f the Possi
hle, liad. ingl. de Siün Reynolds, Harper & Row, Nueva York, 1981, p. 400 (hay liad, casi.:
( '¡vili/acion material, economía y capitalismo. Alianza, Madrid, 1984, 3 vols.).
9. I'.isc'iisk'iii, Tlh Prínting Revolution.
E L NUEVO M ODELO 191
10. Samuel Y. liclgerlon, Jr., The Heritage ofG iotto ’s Geometrv: A rt and Science on the
/•.'ir afilie Scienlific Revolution, Cornell IJniversity Press, Ithaca, N. Y., 1991, pp. 126, 129,
I II, M6 I 17. 142.
I I //>/,/ . pp. I0X, 172. 1X1. 1X2, IXX, 190.
192 LA M ED ID A D E LA R E A LID A D
1'KíURA 18. Una página de Anatomía del cuerpo humano, de Juan Valverde di Ha-
musco, 1560 (cortesía de Harry Ranson Humanities Research Center, University of
l'oxas, Auslin).
I I libro de Durero circuló entre los cartógrafos, del mismo modo que el
de l’lolomeo había circulado entre los artistas. Abraham Ortelio, el gran car
tógrafo holandés, poseía un ejemplar, y probablemente Gerardus Mercator
también estaba familiarizado con lo que decía Durero sobre la perspectiva.12
lis probable que Durero inspirase, al menos en parte, la mayor hazaña de vi-
suali/ación y cuantificación del siglo xvi, la que venimos llamando «pro
yección de Mercator».
I.os portulanos, que no eran mucho mejores que los bosquejos de las
costas hechos a mano alzada, bastaban para navegar por los mares encerra
dos de Europa, pero en los viajes hacia aguas desconocidas los viejos mapas
y la vieja sabiduría eran inútiles. Los marineros se veían obligados a arries
gar sus barcos y a jugarse la vida confiando no sólo en la brújula para en
contrar la dirección, sino también en aparatos que eran nuevos para ellos,
aunque no para los astrónomos, como el astrolabio, el cuadrante y la balles
tilla para medir la posición por medio de la ubicación de los cuerpos celes
tes. Cuando la Estrella del Norte se deslizó finalmente hasta debajo del ho
rizonte de los portugueses que navegaban con rumbo al sur de Africa y la
India, éstos aprendieron a calcular su posición norte-sur midiendo la altitud,
la altura, del Sol en el mediodía.
194 L A M ED ID A D E LA R E A L ID A D
ví. John Noble Wilford, The Mapmakers: The Story o f the C reat Pioneers in Carto-
graplty froni Antitptity to the Spttce Age, Vintage Books, Nueva York, 1982, pp. 73-77.
I(>. Ihiil., p. l(r, Taylor. The / laven-Piinling Alt, pp. 223, 226: Margara E. Barón, «Na-
piiii, .)(>lni . en Charles ( '. (lillispie, eil., /'lie Dietionarv <>J Scientifit Hiography, Scribner’s,
Nueva Yoik. l')/<) luso, vol. <>. p. (,|<).
196 LA M ED ID A D E LA R E A L ID A D
Occidente en el siglo xvi era único. Avanzaba más aprisa que cualquier
otra sociedad grande en lo que se refiere a la capacidad de aprovechar y con
trolar su entorno. Pocas sociedades — o ninguna— igualaban a Occidente en
los campos de la ciencia y la tecnología, en la capacidad de proyectar su po
der a lugares muy lejanos y de improvisar nuevas instituciones y nuevas téc
nicas comerciales y burocráticas. La otra cara de la moneda era la inestabi
lidad. Occidente se estremecía y vibraba y silbaba como si fuese a estallar en
pedazos, y así estuvo a punto de suceder.
Montaigne, hombre cuerdo en una época loca, protestó contra la guerra
de religión y los estragos fortuitos que la seguían de cerca, una guerra «tan
maligna y tan destructiva que se destruye a sí misma junto a todo lo demás,
arrancándose un miembro tras otro en su frenesí». Condenó la epidemia de
brujería y comentó que «representa conceder mucho valor a tus conjeturas
asar a un hombre por ellas». Occidente buscaba la certidumbre piadosa por
medio de la matanza — por ejemplo, el exterminio de los anabaptistas de
Miinster— y recurrió a la hoguera o a otros procedimientos para librar al
mundo de miles de brujas, hechiceros y hombres lobo.1*
Occidente era presa de grandes convulsiones, pero sobrevivió y con el
liempo floreció. El nuevo modelo, visual y cuantitativo, era uno de sus antí
dotos para la persistente insuficiencia de las explicaciones tradicionales de
los misterios de la realidad. El nuevo modelo ofrecía una manera nueva
de examinar la realidad y un armazón en torno al cual se organizarían las
percepciones de aquella realidad. Resultó extraordinariamente vigoroso y
pmporcionó a la humanidad un poder sin precedentes y a muchos seres hu
manos el consuelo de una fe — duró siglos— en su capacidad de compren
de! intimamente su universo.
( ialileo Galilei, hábil tañedor de laúd cuyo padre, aunque empujado por
la necesidad a comprar y vender leña, era músico y uno de los teóricos mu
sicales más destacados del siglo xvi; Galileo Galilei, artista aficionado que
17. John Napier, Canstruction ofthe Womlerful Canon of Logarithms, Dawsons of Pall
Malí. Londres, 1966, pp. xv-xvi; Cari B. Boyer, A History of Mathematics, Princelon Univer-
sily Press. Princelon, N. J., 1985, pp. 342-343; «John Napier», en The Dictionary of National
Hioyraphy, Oxford Universily Press, Oxford, reimpresión 1992-1993, vol. 14, pp. 60-64.
18 Brian P. Levack, The Witeh-Hunt in Earlv Modero Europe, l.ongman. Londres,
IW7. p. 21 (hay irad. casi.: h i raza de brujas en la Europa moderna. Alian/a, Madrid.
I‘><>5),
E L NUEVO M ODELO 197
alineo, véase tablero contador ars nova, 27, 130-132, 133, 135
abaco, escuelas de, 182 astrología, 107
Abelardo, Pedro, 34, 57, 125 astronomía, 17,40-41,91-95, 108, 185, 188,
Abu Ma’shar, astrólogo, 105 189, 193
Adelanto de Bath, 55 Auden, W. H„ 7, 22
Álfica, 4 1,69 Avicena, 55
Agrícola, Georg Bauer: De re mehiUha , 191 aztecas, 69
Agustín, san, 33, 35, 40, 41, 42, 47-48, 70,
74,97, I 15
Alberli, Benedetto, 167 Bacon, Francis, 185
Alberli, León Battista, 84, 148, 151-154, Bacon, Roger, 27, 30, 37, 65, 80, 96, 105,
158, 159, 160, 164, 167, 173 107, 111, 143, 152
Alberto tic Sajonia, 65 banqueros, véase burguesía
Alberto Magno, 58, 125 Barhari, Jacopo de, 174-175; Retrato de
Alcull'o, obispo, 32 F ra ' Laca Pacioli, 175
Aldwulfo, rey de Anglia Oriental, 36 Bartolomé el Inglés, 41
Alejandro de Hales, 61 Beda el Venerable, 30, 44-45
allahelización, 19, 114-116 Beethoven, Ludwig van, 132
al labelo, 61. 114, 179 Benito de Nursia, san, 39, 72
Allonso X el Sabio, rey de Castilla, 73 Besarión, embajador y cardenal bizantino,
nlgehia. 64, 103, 104, 169, 173, 176, 177 189 "
al..... ano. véase números indoarábigos Béze, Théodore de, 94
al l« ii mi. Abu Jalar Muhammed ibn, 98 Biblia, 39, 60, 61, 82, 105, 116
Aulláoslo, san, I 15 bibliotecas, 60-61, 115, 116-117 y n.
Angel s, Universidad de, 116, 117 n. Boccaccio, Giovanni, 38, 145
Anommo de 1279, 127 Boecio, Anicio Manlio, 126, 128, 131; De
Anónimo IV, 127 institutione música, 126
anos, numeración de los, 36 Boen, Johannes, 130-131
Apocalipsis, Libro del, 105, 112 Bohannan, Paul, 165
aieo iris, 27, 65 Bombelli, Raffaele, 177
Aristóteles, 22-24, 25, 55, 63, 64, 90, 91, Bonifacio VIII, papa, 114
126, 127, 128, 147, 181 Bouts, Dirk, pintor, 100
anlmclica, véase matemáticas Bouwsma, William ,1., 56-57
Aii|iiimedes, 43, 176 Bradwardine, Thomas, arzobispo de Canter
au|iiileelma 27, 145 146, 151, 185 bury, 96
aisaiiliiiim 27, 127 129, I 14 Biabe, Tycho, 94, 108
IN D IC E A LFA BETIC O 199
Nicea, concilio de (325), 37, 79 peste negra, epidemias de, 28, 51, 54, 147,
Nicolás de Cusa, filósofo y teólogo, 37, 53, 172
KO, 89-91, 106, 148, 150; De staticis ex- Petavio (Denis Petau), jesuíta, 83
perimentis, 90 Petrarca, Francesco, 84, 88, 117, 134, 144,
Nicolás de Oresme, científico y teólogo, 59, 145
63-65, 76, 88, 96-97, 122, 134, 147; Al- Philippe de Vitry, 59, 129, 131, 133-134
gorismus proportionum, 134; La geome Picasso, Pablo Ruiz, 27, 187
tría de las cualidades y del movimiento, Piero delta Francesca, 107, 148, 159-163,
96-97 173, 176; De prospectiva pingendi, 160;
nona, hora canónica, 38-39 La flagelación de Cristo, 160-161, 163,
notación musical, 47, 121-123, 126-129, 164
130-133 pintura, 19, 21, 137-163
nova, estrella, 93-94 Pitágoras, 126, 130, 134; escala pitagórica,
números: indoarábigos, 50, 60, 97. 98-99, 108; teorema de, 24, 175
169, 176, 183; romanos, 44, 97, 100, 101, Platón, 22-25, 35, 55, 62, 63, 106, 147, 148,
171, 183 160
Nmics, Pedro, geógrafo portugués, 194 platónicos, sólidos, 108, 160, 176
platonismo, 88, 147, 148, 163, 175-176
Plinio el Joven, 35
( iekliam, Guillermo de, 28, 54 población, 51
<liesine, véase Nicolás de Oresme Pollaiolo, Antonio, 155
om. adulación de monedas de, 67, 68-69 Polo, Marco, 5 1,69
( lilelio, Abraham, cartógrafo holandés, 192 Pontormo, Jacopo da, 146
molinillos 189 portulanos, 27, 85-87, 112, 146, 192-193
t Ivulio, 11 préstamos, véase usura
(Muid. Universidad de, 23, 63, 67, 116, Preste Juan, 41
I I / n. Procopio, 82
Ptolomeo, 25, 26, 35, 43, 55, 63, 64, 87, 89,
91, 150, 192, 194; Geografía, 87, 150,
Pablo de Middelburgo, 80 151, 152
Panoli, Lúea, tenedor de libros, 102, 117,
160. 173-183, 191; Divina proportione,
160, 174, 175, 176; Summa de arithmeti- Rabelais, Frangois, 18, 71
cn, geometría, proportioni et proportio- Rafael, 148-149, 154, 197; E l matrimonio de
nnlila, 174, 176, 177 la Virgen, 149
Pulí grave, John, 98 ramadán, 81
Pnnolsky, Krwiu, 163 Ramelli, Agostino, 191; Diverse et artifició
pnnloinclría, 17-20, 29 se macchine, 191
■■papelerías», creación de, 189 realidad, 31
l'apias, obispo, 106-107 Recordé, Robert, 96, 102
Parts, 44, 124, 125; Universidad de, 58, 60, Reese, William L., 50
116. 127 Regiomontano, Johann Müller, 37, 80, 89,
Pascal, lllaise, 95, 158 91; Efemérides, 89
Pasma, lecha (lela, 36-37, 79-80 relojes, 28, 75-79, 112, 137; gigantescos de
pentagrama musical, 64, 122; véase también la dinastía Sung, 26; Horologittm, 70;
( luido d’A re/./,o mecánicos, 2 1,27, 135, 171
IViotm, 134 125, 127, 129, 135 Richard de Wallingíord, abad de Saint Al
pnspeeliva, 14 ( 159, 160 161. 176, 1 8 5 . luins. 'i'. /(. 11/
19(1 191 K n b e i l u d e ( l i e s l e i . 5 5 , OH
ÍN D IC E A LFA BÉTIC O 203
Prefacio....................................................................................................... '
P r im er a parte
CONSECUCIÓN DE LA PANTOMETRÍA
1. Pantometría: in tr o d u c c ió n ......................................................... 15
2. El modelo venerable...................................................................... 29
3. Causas necesarias pero in s u f ic ie n t e s ...................................... 50
4. El tiem po.......................................................................................... 70
5. El espacio.......................................................................................... 85
6. Las m atemáticas............................................................................. 96
Segunda parte
T ercera parte
EPÍLOGO
índice a l f a b é t i c o ...........................................................................................198
índice de f i g u r a s .......................................................................................... 204
J E n los siglos finales de la Edad Media y en la época del
Renacimiento apareció en Europa un nuevo m odo de concebir
cuantitativamente la realidad: Copérnico y Galileo, los artesanos
que producían cañones, los cartógrafos que trazaban los mapas
de los países recién descubiertos, los burócratas que administra
ban los imperios y las grandes compañías coloniales, los banque
ros que controlaban las nuevas riquezas, los artistas que estaban
desarrollando la perspectiva y que habían descubierto cóm o fijar
por escrito los matices más sutiles de la m ú sica... todos estos
hom bres fueron los iniciadores de un gran cambio revoluciona
rio que hizo posible que los europeos se adelantasen al resto de
los hum anos en los terrenos de la ciencia y de la tecnología, igual
que en los de la guerra y de los negocios, y que acabasen d om i
nando el m undo. Alfred Crosby nos cuenta esta gran m utación
intelectual en un libro tan riguroso com o am eno, que, com o ha
dicho Irwing L. H orowitz, aporta un enfoque innovador a nues
tras concepciones y resulta de apasionante lectura.
A
.ZTlJfred W. Crosby (Boston, 1931) es profesor de historia y geo
grafía en la Universidad de Texas, en Austin. Entre sus libros des
tacan The Columbian Exchange: Biological and Cultural Conse-
quences o f 1492 (1972), Epidemic and Peace, 1918 (1976) e Im pe
rialismo ecológico. La expansión biológica de Europa, 900-1900
(1988), también publicado por Crítica.
UNIVERSIDADDECONCEPCION
Biblioteca
ISBN 84-7423-885-4