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Si pudiera decirles unas palabras, les diría que...

No olviden nunca que en toda la práctica de la medicina, la esencia sigue siendo el arte del
buen vivir, el arte de los vínculos y las relaciones, de comprender el lenguaje del cuerpo
enfermo, las miradas, los gestos y los sentimientos, todas palabras que el paciente no quiere,
no puede, no sabe cómo expresar, o palabras que son desconocidas incluso hasta para él
mismo.
Como toda práctica humana, la medicina se fue amoldando a los caprichos de los hombres de
cada época, llegando hoy en día a ser una forma más de comercio, una actividad al servicio del
dinero y del rédito, dejando a muchas personas al costado del camino. La vemos llena de
tecnología, y cada vez menos humana. Anestesiada bajo la enorme cantidad de medicamentos
nuevos. Distraída tras los escritorios de la burocracia y sufriendo una de las enfermedades más
aplastantes para el espíritu humano: la enfermedad del tiempo, que mantiene a la gente
fascinada, corriendo sin descanso, sin saber muy bien por qué, hacia dónde, ni hasta cuando.

Sí, la medicina parece estar igual de enferma que el hombre. Y hoy en día se hace vigente la
frase “médico, sánate a ti mismo”. En muchos aspectos, parecemos ciegos intentando guiar a
otros ciegos. Nos hemos olvidado conceptos fundamentales, nociones básicas, cosas
elementales. En primer lugar, nos olvidamos de que la vida, nuestro “objeto de estudio”, es un
misterio oceánico, y por más esfuerzos que se dediquen a su conocimiento, siempre quedarán
áreas oscuras. Por cada regla, surgirán 2 excepciones. Y se nos hará cada vez más evidente
que, en la vida real, dos más dos puede no ser igual a cuatro. Por eso, cada vez que creamos
entenderlo todo, los hechos se nos harán cada vez más esquivos, y el error nos va a demostrar
de nuevo que la soberbia es la mayor limitación de nuestra condición humana. La pretensión de
omnipotencia, que siempre nos sedujo, es y seguirá siendo golpeada desde su raíz por las
barreras que nos depone nuestra pequeñez intrínseca.

La enfermedad es un camino...

A nosotros, los estudiantes, nos dicen que vamos a ser médicos, pero la dimensión humana
está tan olvidada y descuidada en nuestra formación, que sin darnos cuenta, podemos terminar
convertidos en carniceros matriculados. El ser humano no es una máquina a la que se le deben
reemplazar algunas piezas, y corregir los balances electroquímicos de vez en cuando.
Tampoco existe la pastilla mágica, que todo lo cura al instante, sin efectos secundarios ni
mayores inconvenientes. Ese es un invento comercial, una ilusión en la que tanto médicos
como pacientes creen firmemente. La enfermedad es un proceso, requiere tiempo para
instalarse y para irse. Es un compañero del camino, un indicador que nos advierte cuando hay
algo en nuestras vidas que anda mal. Es un profesor implacable, que no nos deja en paz hasta
que hayamos aprendido la lección. Pero nuestra querida medicina se abocó obstinadamente a
combatir la sintomatología, sin tregua ni descanso, olvidando que detrás nos siguen esperando
las causas, muchas veces pendientes de resolución. Pero parece que importa más la
sensación de salud, que la salud verdadera en sí. Las enfermedades son un camino que debe
ser transitado, son parte de nuestra vida, y muchas veces significan una gran oportunidad de
cambio. Saltearse las enfermedades, esquivar el sufrimiento, es no aceptar la vida en su
totalidad.

“Dime cómo vives, y te diré de qué enfermarás”

Una parte considerable de las enfermedades que afectan al ser humano, tienen su origen en
estilos de vida inadecuados, desordenados, desmedidos, o desbordados por las exigencias de
un tiempo que ya no manejamos. Desequilibrios en el comer, en el dormir, en el hablar, en la
repartición del tiempo entre el trabajo y el necesario descanso; el crecimiento interior y el
exterior, el adecuado manejo de nuestras emociones y sentimientos, el contacto que tenemos
con ellas, el cultivo de las riquezas interiores, la vida psíquica, las relaciones interpersonales, el
arte, la música, los afectos y las pasiones.

“Quedate tranquilo, solamente es estrés”

La obesidad, la diabetes, las enfermedades coronarias, la hipertensión son algunas de las


grandes enfermedades que pesan sobre los hombros de la sociedad moderna, y tienen su
origen primario en los hábitos de las personas que las padecen. Y se puede hacer todo lo
posible por aliviar los síntomas, pero la verdadera salud solo se alcanza luego de que la
persona opte por hacer un cambio. Pero no un cambio a base de bisturí y pastillas, sino con las
decisiones de todos los días. Lo psíquico tampoco escapa a esta regla: la depresión no sería
tan frecuente si en el mundo hubiera menos gente sola. Los estragos que la violencia ocasiona
en la salud pública se reducirían drásticamente si la injusticia, la intolerancia y el odio no fueran
moneda corriente. Habría menos ansiedad si no viviéramos constantemente con prisa y miedo
a perder lo que buscamos conseguir, por fallar a las expectativas que el mundo (y nosotros
mismos) colocaron sobre nosotros. Lo psíquico y lo orgánico están íntimamente relacionados.
Las emociones fuertes y desagradables pueden ocasionar un infarto, al provocar
vasoconstricción y liberar proteínas inflamatorias de reacción de fase aguda sobre unas
coronarias semiobstruidas por el colesterol. Salir a correr es mucho más barato y efectivo que
cualquier ansiolítico; la risa tiene misteriosos efectos sanadores, y la gente alegre y tranquila
está más protegida contra la hipertensión que los tristes y los desesperados.

-¡Doctor, siento que la gente me ignora!


-El que sigue...

En una persona, dimensiones tan dispares como la psicológica y la orgánica, encuentran su


punto de unión. Por eso adquiere singular importancia la capacidad de expresarse, escuchar y
comprender. La persona que acude a la consulta busca (y necesita) hablar, darse a entender.
Merece ser comprendida y escuchada. No hay que olvidarse del poder de las palabras y los
gestos, el potencial terapéutico del lenguaje, cuyas repercusiones en la salud son tan poco
comprendidas como estudiadas, pero sus resultados son evidentes, no sólo en las
enfermedades psicosomáticas, sino en un número significativo de casos en los que, palabra
mediante, se aliviaron los síntomas, remitieron tumores, subieron las defensas, se
restablecieron los equilibrios. Creo personalmente, que esto se debe en gran parte, a nuestra
profunda necesidad de relacionarnos con los otros y con el mundo. Las personas que están
solas o encerradas en sí mismas, van perdiendo lentamente sus mejores fuerzas, se
desconectan de la vida, y comienzan a morir lentamente. Las enfermedades con dolor crónico
tienden a llevar la persona a la depresión. La depresión tiende a desarrollar en los pacientes
dolores difusos.

(Estas líneas son tomadas de la medicina que intenta explicar la enfermedad desde lo
simbólico, más allá de su verdad, me parece que vale la pena el enfoque que buscan
aportar)
MUCHAS VECES...
El resfrío “chorrea” cuando el cuerpo no llora.
El dolor de garganta “tapona” cuando no es posible comunicar las aflicciones.
El estómago arde cuando las rabias no consiguen salir.
La diabetes invade cuando la soledad duele.
El cuerpo engorda cuando la insatisfacción aprieta.
El dolor de cabeza deprime cuando las dudas aumentan.
El corazón afloja cuando el sentido de la vida parece terminar.
La alergia aparece cuando el perfeccionismo está intolerable.
Las uñas se quiebran cuando las defensas están amenazadas.
El pecho aprieta cuando el orgullo esclaviza.
La presión sube cuando el miedo aprisiona.
Las neurosis paralizan cuando el niño interior tiraniza.
La fiebre calienta cuando las defensas explotan las fronteras de la inmunidad.
Las rodillas duelen cuando tu orgullo no se doblega.
El cáncer mata cuando te cansas de “vivir”.

“El idioma del sufrimiento”

El dolor, el miedo y la ansiedad siguen siendo los principales motores que convierten a la
persona en paciente, y los traen a la consulta. Estas tres vivencias, y toda la gama de palabras
que todavía buscan definir y precisar con exactitud (y escalas) el sufrimiento: angustia,
aflicción, dolor agudo, dolor crónico, leve, moderado, intenso, insoportable; punzante,
quemante, sordo, cólico, opresivo, etc. Pero, al ser vivencias de la personas, escapan del
ámbito de lo medible, cuantificable, predecible y demostrable. No hay radiografía que permita
ver el dolor. Ni análisis de sangre para cuantificar los temores, ni ecografía que demuestre la
magnitud de la angustia que aqueja al paciente. Por eso estas palabras para ustedes, futuros
médicos: escuchen y comprendan a sus pacientes. No pueden ayudarlos si no se interesan
realmente por ellos, ni son capaces de demostrarlo. Esto condiciona gran parte del “acto
médico”, y del proceso terapéutico, definiendo la adhesión del paciente al tratamiento, la
confianza de que deposita su vida en buenas manos. La gratitud, y el respeto con el que nos
tratarán dependen de la calidez y la empatía con la que nosotros los tratemos. Numerosas
encuestas revelan que un 70% de las personas que se ven obligadas a asistir a un centro de
atención de la salud, pondera en primer lugar el trato humano, la comprensión y la contención.
Prefieren más un trato humano, sencillo y afectuoso, que la esterilidad de una medicina
industrializada, eficiente, pero sin rostro, rápida, pero incompleta, que cura, pero no previene,
que interroga y analiza, pero no escucha ni entiende.
La singularidad de cada persona no tiene cabida en los parámetros y variables antropométricas
(edad, peso, sexo, raza, etc.) que la ciencia moderna utiliza con el fin de encontrar
generalidades, leyes que corran de manera uniforme. Y simultáneamente, no le prestamos
atención a todas aquellas cosas que sí vivimos por igual. Todos sangramos, sudamos, y
lloramos, todos reímos y soñamos.
Dentro de cada uno hay un nombre, y una historia escritas de manera indeleble, somos un
registro vivo de nuestras experiencias (y de la forma en que respondimos a ellas). Todas las
cosas que se esconden detrás de un nombre, de una mirada o un gesto, no figuran en ningún
libro de medicina. Por eso debemos ser cuidadosos cuando nos adentramos en el mundo de
cada paciente, pisando con cuidado sobre tierra nueva y desconocida, procurando no lastimar
o abrir viejas heridas. Toda enfermedad tiene su historia, su proceso. Comprender el proceso,
la historia, ayuda a entender la enfermedad, y permite hacer algo con ella.

Lo primero y lo último

La muerte es un concepto humillante, vergonzoso, que suele ir de la mano de la impotencia del


“no pudimos hacer nada para evitarlo” o de los “por qué a mí”, y otras preguntas que aún no
pudieron ser respondidas. Pero para muchos, sigue siendo algo inaceptable, algo que no
debería existir. La sociedad busca invisibilizar a la muerte, fingir que no existe, tapar sus rastros
y mirar para otro lado. Cuando la premisa es “vivir al límite, eternamente jóvenes, exitosos,
radiantes, inmortales” la muerte no tiene cabida, y se convierte en un enemigo que aparece
para llevarse a seres queridos, sin decir por qué, trayendo dolor a las familias, y recordándonos
nuestra finitud, el frágil hilo que nos conecta con la vida, y la seguridad de que algún día nos
toca el turno a nosotros.
El médico debe acompañar en la muerte, dignificando a la persona en esa última etapa (quizás
la más importante), entendiéndola como el cierre inevitable de toda vida, las últimas páginas de
un libro que, para ser tal, debe en algún momento terminar. La percepción de la muerte como
enemiga, hace difícil entender que, en realidad, es compañera de la vida, y parte de ella. Por lo
tanto, ninguna de las dos tendría sentido si no existiera la otra. No puede morir algo que nunca
estuvo vivo, así como tampoco es verdadera vida, perdurar toda una eternidad, como una flor
de plástico, que no nace, ni crece, ni se marchita, ni muere.
Dicen que el primer estrés que sufre una persona, es al momento del nacimiento. Me imagino
al gestante, cómodo y protegido en el ambiente en el que se encuentra: el líquido amniótico
que lo rodea, calentito, el cordón umbilical que lo nutre y lo conecta con su madre, manos que
acarician los límites de esa pared que lo envuelve, voces de personas grandes que le dicen
cosas que no entiende. Y un día, llegado el momento, se empiezan a dar los cambios, y el
mundo, tal como lo él lo conocía, se terminó para siempre. Se rompe la bolsa, se escapa el
líquido amniótico, las paredes del útero, que antes lo contenían, ahora se contraen para
expulsarlo. Él sufre, porque acaba de perder para siempre el paraíso en el que estaba
sumergido, pero no sabe que del otro lado, lo esperan sonriendo, para darle la bienvenida a la
vida y mostrarle un mundo diferente al que estaba acostumbrado. Los que lo reciben, ya
pasaron por lo que él pasó. El nuevo bebé llora. Los otros ríen (o lloran) pero de felicidad.
Cuando una persona muere, se termina todo el mundo que creía conocer...

Lo esencial es invisible a los ojos

Una vida centrada sólo en lo académico, rápidamente se empobrece. Y se corre el riesgo de


repetir el mismo error durante la vida profesional. No somos nuestros títulos, no somos
nuestros trabajos ni nuestros doctorados. Nuestra dignidad como personas va mucho más allá
de las simples apariencias y etiquetas. Hay tantas riquezas por descubrir dentro de nosotros,
así como en las demás personas, y en el mundo que nos rodea, que es ridículo valorar a las
personas por lo que tienen, o por el algodón con el que se visten. Hay más valor en las cosas
que el económico o el utilitario, muchas personas que estuvieron cerca de morir, han aprendido
a agradecer cada segundo de sus vidas, y a recibir cada nuevo amanecer como una
oportunidad más de empezar de nuevo. Lo esencial es invisible a los ojos, decía el zorro al
principito en la novela. Y creo que estamos pasando por alto muchas cosas vitales, por apuro,
desinterés o negligencia. La vida es mucho más de lo que podamos llegar a ver o imaginar,
pero aún así, con un poco de esfuerzo, podemos agrandar el pequeño círculo que delimita
nuestro mundo.
No podemos sanar personas, y ayudarlas a desarrollarse plenamente, si antes nosotros no nos
propusimos descubrir en nosotros cada una de las vetas que se esconden bajo el título de “la
condición humana”, con sus riquezas y sus sinsabores. Permanecer ajeno a lo que viven las
personas en el día a día, desde lo más noble y admirable, hasta lo más bajo y despreciable,
nos hace muy difícil el ponernos en el lugar del otro, intentar comprender (y no juzgar) para
poder realmente brindar una ayuda a esa otra persona que, confiando en nosotros, toca a
nuestra puerta, buscando ayuda (y no es siempre la que le brindamos, por errores médicos o
negligencia, o no siempre la que esperaba el paciente, al depositar demasiadas ilusiones en la
capacidad del médico para aliviar sus dolencias).
La vida se nos escurre de las manos, no podemos controlarla, retenerla o dominarla, es agua
que se nos va. Pero sí podemos elegir qué hacer con ella, administrarla, orientar su curso,
utilizarla para regar la tierra de nuestra vida, y la de los demás. Debajo de esa tierra, yacen
incontables semillas, escondidas adentro, esperando el momento y las circunstancias propicias
para poder comenzar a crecer, desplegarse y dar frutos. No sabemos qué semillas son ni qué
frutos darán, y es muy triste reconocer que mucha gente muere sin haber podido descubrir
esos frutos. Por más árida que parezca la tierra de una persona, nunca hay que desestimar la
existencia de semillas latentes.
Somos administradores del agua que corre dentro nuestro. Podemos elegir dar agua a esas
semillas y esperar a ver los frutos que escondían dentro.

Todo orden tiene un propósito.

El mundo tiene su orden, el clima también. Las sociedades, por más cambiantes e inestables
que sean, mantienen un orden. Ese orden está dispuesto según el propósito que se le asignó.
Desde una simple estantería en la que se ubican los objetos de forma tal que sea fácil
encontrarlos, hasta las grandes redes inalámbricas, satelitales, entretejidas de forma tal que
todos los nodos puedan tener acceso a la misma información. Agendas, que buscan dosificar y
organizar las actividades de una persona, horarios, que son una forma de sincronizar las vidas
de varias personas que necesitan estar juntas en espacio y tiempo para realizar una actividad.
Lenguajes de programación, idiomas, códigos, todas convenciones para poder poner de común
acuerdo ciertos significados y ordenar las comunicaciones. Taxonomías de clasificación de los
seres vivos en biología. Y la naturaleza tiene su propio orden, mucho más sutil y equilibrado, lo
vemos en los ciclos del agua, el carbono, el nitrógeno y varios elementos. Lo vemos en la
regulación climática, las corrientes marítimas y las constantes proporciones de gases en la
atmósfera (todo esto es válido si excluimos la interferencia del hombre en cada proceso). La
vida, en cada una de sus formas de presentación, desde la célula más primitiva, hasta el
organismo más complejo, mantiene un orden finamente regulado, con un balance tan riguroso
como frágil. Durante la carrera hemos visto miles de ejemplos de esto. En el cuerpo humano,
cada cosa tiene su lugar. Y cada cosa tiene su propósito, su para qué.
Quería terminar con esto, abriendo una pregunta personal:
El orden que dispuse en mi vida, ¿hacia qué propósito apunta? ¿Qué es lo que estoy
buscando? El camino que estoy haciendo, ¿lleva hacia donde yo pensaba ir?
Tenemos nuestra vida, tenemos un orden, y tenemos la libertad. Cada uno busca para sí su
significado, el propósito que le dé sentido a su actuar. Es cuestión de cada uno, abocarse a esa
tarea, a lo largo de la propia vida. Buscar, encontrar, armar un sentido por el cual valga la pena
ordenar la vida en función de él. Confío en que lo van a hacer bien. No olviden que dentro de
su corazón, late la vida del mundo entero.

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