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MONSTRUOS COMEAMOR.

Ma. Iberia González Sánchez

De la colección: Cuentos infantiles para gente mayor

1
Monstruos Comeamor es una mirada implacable a las relaciones enfermizas,
y una invitación a verse a uno mismo con compasión para superar las
carencias y llegar al fin a SER.
Con un estilo fresco, aparentemente sencillo, Iberia logra exponer uno de los
momentos más complejos y frecuentes de las relaciones humanas. ¿Quién no
se ha enredado alguna vez con su pareja hasta convertirse ambos en un
monstruo comeamor? Y, asimismo, ¿Cuántos de nosotros no hemos decidido
con valor ver nuestra fealdad de frente para aceptarla y, así, transformarla?
La propuesta de Iberia con esta metáfora original y precisa va en el sentido
del crecimiento a través de la conciencia y, por supuesto, del amor.

Rosa Ana Domínguez Cruz

2
Entre la sombra y la oscuridad se esconden… Si no lo hicieran, todo sería
diferente.
De cada una de sus manos y pies, salen más de una docena de algo parecido
a dedos, mucho más largos y delgados que estos, hechos de una especie de
moco con el que se adhieren a sus víctimas.
En la punta de aquello tienen un dispositivo succionador.
Los “dedos” se mueven de forma independiente unos de otros, como si cada
uno pensara por sí mismo.
Como delgadas serpientes con nariz de sabueso olfatean la piel, deslizándose
por ella, en busca de agujeros por donde introducir la punta. Una vez adentro
comienzan a succionar, sin que la propia víctima lo note.
Así es como se alimentan.
Se comen el alma de sus presas, se chupan su amor.
Aunque parezca mentira ¡Existen! Y son más comunes de lo que mucha gente
sabe, pero es difícil descubrirlos. Saben esconderse muy bien, disimularse. Su
disfraz es su mejor escondite.
Sacuden los gruesos y pegajosos tentáculos que salen de cada una de sus
extremidades para que se peguen entre sí en grupos de cinco, y los meten en
guantes con forma de manos.
Usan peluca, porque su cabeza está llena de ojos; tienen más de veinte pares,
todos saltones y desorbitados. Se les han desarrollado en su afán de poder
verlo todo, para que no los engañen. No confían en ellos mismos, por tanto,
no confían en nadie.

3
Si tu maleta del miedo está llena de tristeza, enojo, mentiras, desánimo,
cansancio, confusión, rencor.
Y en la del amor ya no tienes sonrisas, ilusiones, esperanzas, ánimos,
alegrías…
¡Cuidado! Puede ser que ya te haya atrapado un monstruo de estos o, lo peor
del caso, quizás tu mismo ya seas uno.
Al poco tiempo de apoderarse de ti, si no encuentras como escapar,
comienzas a transformarte en lo mismo que ellos.
Pero no cualquiera es una víctima de los engendros comeamor. Solo las
personas con hoyos en el alma.
Había una vez una jovencita con el alma llena de huecos. Todo el amor que le
llegaba para el día le duraba solo algunas horas, se derramaba sin remedio.
Para estos seres terribles el olor a amor derramándose es como la sangre
para los tiburones, los atrae, despierta su apetito.
Así que no tardó en llegar el fenómeno en busca de tan preciada sustancia.
Disfrazado con su mejor traje y colocándose en la cara la sonrisa adecuada
para ese momento, saludo a la chica.
La muchacha se fijó en la sonrisa, las añoraba; una sonrisa siempre sale de la
maleta del amor, y ella ya no tenía ninguna. En su desesperación no se dio
cuenta de que solo estaba pegada, y que no tardaría en desprenderse.
Se hicieron amigos, él le pasó el brazo por la espalda y le acarició el hombro.
Por debajo de guante se desprendió un viscoso dedo succionador y no tardó
en encontrar el primer hoyo, por el cual se introdujo directo hasta el alma
misma.
Hacía horas a la joven ya no le quedaba amor para el resto del día, así que el
engendro tuvo que esperar hasta el siguiente por la mañana, a la nueva
entrega, para comenzar a succionar. ¡no importaba! ¡ya estaba conectado! Y
ese era el primer paso.

4
Lo que la adolescente sintió fue placentero. No había amor para que le
robaran, y tenía tantos huecos en el alma, que continuamente tenía esta
sensación de vacío. Al meter el mutante el dedo por lo menos en ese hoyo,
en ese pedacito del alma, la sensación fue otra, menos desagradable que la
continua soledad que experimentaba.
¡Menos desagradable porque era el principio! ¡Pobre mujer! En esos días la
indefensa criatura no tuvo una idea de lo que sería después. Estaba lejos de
imaginarse la profundidad de la trampa en la que cada momento caía más
hondo.
Añoraba que el monstruo la abrazara. En cada brazo la sensación de vacío
cedía un poco, y el monstruo introducía más tentáculos succionadores.
Así, en un abrazo enfermizo, los dos pasaron la noche juntos. Él esperando la
ración de amor de ella para robársela y ella dándole gracias a la vida por
haberle mandado la pareja que siempre había soñado, con quien algún día
podría casarse y hacer una familia diferente a la de sus padres: llena de
sonrisas, ilusiones, esperanzas, ánimos y alegría.
Cuando la joven despertó estaba anegada de amor. La ración de ese día
había llegado.
Al monstruo ya le había llegado la suya propia, pues a ellos también les llega
el amor de cada día. Pero por supuesto, además de disfrutar del suyo, estaba
desayunándose el amor de su compañera.

5
Y la mujer aunque le succionaban su propia ración, no se dio cuenta pues
estaba acostumbrada a derramarlo de inmediato y ahora se lo succionaban
¡sí!, pero más despacio que cuando a ella se le caía.
Irónicamente, el ataque del monstruo hacía que le durara un poco más su
propio amor.
Los dos, víctima y atacante, estaban felices y agradecidos con la vida.
Las largas, delgadas y viscosas víboras que salen de las manos de los
monstruos son hasta cierto punto flexibles. Eso depende de cada engendro
come amor, pero todas tienen un límite.
Una vez que se introducen por los hoyos del alma, además de succionar el
amor y al alma misma, empiezan a adueñarse de cada uno de los
movimientos y acciones de su víctima.
El monstruo estaba sentado en la mesa del desayunador.
La muchacha quiso salir al jardín a regar sus flores como lo hacía todas las
mañanas.
Pero justo al llegar a la puerta se tropezó. Uno de los dedos del monstruo se
había introducido por el tobillo derecho de su alma y era poco flexible.
No puedo avanzar más.
¿Qué pasó? Pensó. Pero su amigo, como todo un caballero, se levantó, la
tomó del brazo y le dijo: muñeca, fue mi necesidad de estar a tu lado todo el
tiempo la que te hizo tropezar. ¿no ves que te amo y ya no puedo vivir sin ti?
-el engendro sonrió, esta vez fue una sonrisa auténtica, ya que en la relación
de amor de la joven habían llegado varias. A ella le gustaban tanto las
sonrisas, y su amigo era tan amable y amoroso con ella… ¡Y ahora le regalaba
una!... que hacía solo unos momentos había sido de ella.

6
No le importó haberse tropezado. Ni le importó no haber podido salir al
jardín ella sola. Su amigo la acompañaba, regaban las flores juntos y ya no
podía vivir sin ella. Iban a estar unidos para siempre como en las películas de
amor, porque ella comenzaba a sentir que tampoco podía vivir sin él.
Se miraron directamente a los ojos. Él la acurrucó en su pecho abrazándola,
mientras otro dedo más se deslizaba hacia el otro tobillo de la niña.

7
Por cada dedo que introducen los monstruos en el alma de su víctima, en la
suya propia se abre un agujero nuevo, por donde se derrama sin remedio
tanto el amor que les llega naturalmente cada día como el que roban de
almas ajenas, de modo que los monstruos perecen en su propio ataque.
Pero esto tarda mucho tiempo, incluso años, y antes de que ocurra la
situación se complica bastante.
Mucho antes de que el final llegue, como cada vez tienen más hoyos,
necesitan más amor, y entones comienzan a succionar con más y más
desesperación, terminándose antes el amor de la presa. Antes inclusive que
cuando se derramaba por sí solo.
A estas alturas la mujer se encontraba en un estado de desfallecimiento cada
vez mayor. La ración de amor que le llegaba para lo largo de cada día ya no le
alcanzaba más que unos minutos. El monstruo ya no le ofrecía sonrisas ni
palabras tiernas.
La seguía abrazando ¡sí! Pero la sensación era más de asfixia, que de amor.
Además, todo el día estaba enojado con ella y la culpaba por no tener
suficiente amor para darle.
Ya no la miraba a los ojos, la vigilaba con sus más de veinte pares de ojos, que
hacía tiempo había dejado al descubierto quitándose la peluca.
Buscaba verlo todo, saberlo todo, controlarlo todo. Buscaba explicaciones en
la joven de una realidad distorsionada que la muchacha no conocía. No
entonces.
Ella necesitaba amor, lo necesitaba desesperadamente.
En su urgencia por obtenerlo se le ocurrió quedarse con el que el monstruo
estaba tirando. ¿Qué importaba?
De todas formas, se desperdicia y no la aprovecha nadie-pensó.
Con timidez empezó a utilizar los hoyos del monstruo para alimentarse del
amor que a él se le derramaba.
Sus propios dedos se estiraron, se reprodujeron, se alargaron y se les formó
un mecanismo de succión en el extremo.

8
Así ya no esperaba el amor del monstruo, lo robaba. Porque él se estaba
robando el suyo. Y ella solo hacía justicia y estaba recuperando lo que le
pertenecía.
Se obsesionó por encontrarle hoyos en el alma a su compañero. Si ella
encontraba más de los que había encontrado él en ella, podría ganar y ser
ella la que tuviera más amor, la que se quedara con la mayor parte. Buscó
verlo todo, saberlo todo, controlarlo todo. En su afán se le cayeron mechones
de cabello y empezaron a salirle pares de ojos por toda la cabeza, que
distorsionaron la realidad.
Por cada dedo que introducía en el alma de su antiguo amigo, a ella le salía
un nuevo agujero en la suya. Pero no lo notó, no lo relacionó. Solo siguió
buscando hoyos para devorar amor ajeno.
Hacía mucho tiempo que la sensación de soledad y vacío había regresado,
más intensa que al principio. Pero además había llegado otra: la confusión.
Ella y él eran un terrible nudo. La joven había decidido dejar de ser una
mujer.
Ahora solo eran monstruos enredados. Con dedos largos y retorcidos, llenos
de huecos por todo el cuerpo, por donde inevitablemente se desangraba el
alma.
La vida al lado de aquel ser por el que algún día daba gracias a la vida era una
lucha, un esfuerzo continuo.
Si quería caminar y su compañero no, tenía que arrastrarlo. Si eran
direcciones opuestas a las que querían ir, debía luchar contra él, o claudicar y
permitir que la llevara a donde no quería.
Más adelante ya ni siquiera sabría cuál era su pierna y cual no. El amor de
uno se lo robaba el otro, mezclándose así las almas. Con los cuerpos
enredados y afanados en anudarse cada vez más en una competencia
estúpida que los llevaba a su propia destrucción.
Ya no eran dos, sino uno solo. Un monstruo más terrible que el primero: con
cientos de tentáculos gelatinosos, dos cabezas llenas de ojos, cuatro piernas,
cuatro brazos. Un engendro diabólico.

9
Si este monstruo insiste en robar amor, tendrá que buscar una nueva víctima
a la cual poder incluir en el nudo.
Ya no serán dos cabezas, sino tres y cuatro y cinco.
Familias enteras terminarán atrapadas y cayendo por éste precipicio de
fondo lejano y oscuro. Si las familias insisten, serán naciones. Unas
intentando robarles el amor a las otras y así enredándose con ellas
inevitablemente.
Nadie sabe cuánto puede durar. Por éste camino la agonía, la destrucción y la
muerte son inevitables. Muchos ya lo están. Muertos. Sólo siguen adelante
porque son parte del nudo.
La maleta del miedo de la joven estaba repleta, y la del amor sólo tenía un
pañuelo que guardaba una sonrisa.
Pero ya no era una joven. Ahora era un monstruo mucho más terrible que el
que la había atrapado.
Había iniciado una competencia, y se había propuesto ser ella la que tragara
más amor ajeno.
Efectivamente iba a la cabeza.
Fue el monstruo, el que la había atrapado a ella, quien ya no quiso competir
más.
Estaba tan cansado. Ya no tenía energía, ni voluntad, ni trampas, ni ganas de
disfrazarse de nuevo para atraer a otra víctima al nudo.
Dejó de esconderse, por eso las cosas empezaron a cambiar de rumbo. Se
presentó a la gente tal cual era: monstruoso, deforme, y completamente
enredado con alguien más, igual de desagradable.
Era de esperarse que la gente le tuviera miedo y saliera despavorida cuando
la madeja de engendros se acercaba. Pero no le importó. Ya se había rendido.
Dejó de ir en algún sentido específico, y se dejó arrastrar por la voluntad del
otro, quien todavía seguía intentando ganar aquella competencia idiota.
Cargaba las dos maletas que todos llevamos: la del amor, completamente
vacía, y la del miedo, a reventar. ¡Ésta última pesaba tanto!
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El otro monstruo tenía tantos hoyos en el alma que ya no había casi nada que
robar. Por eso decidió sacar los dedos de los hoyos. ¿Qué caso tenía? Ya no
quedaba amor, y por lo menos el enredo y la confusión terminarían.
Lo intentó, no pudo. Tiró con todas sus fuerzas, pero no pudo sacarlos. ¿Qué
pasa? Pensó. Si había sido tan fácil meterlos. Nunca más voy a poder
desenredarme. El minúsculo pedazo de alma que le quedaba se encogió y él
peso de la maleta del miedo se hizo insoportable.
Fue el peso de la maleta lo que atrajo su atención. ¡Maldita maleta! Se
detuvo y la abrió. Nunca lo había hecho. ¿Por qué pesa tanto? ¡Caramba!
Había de todo: tristeza, enojo, mentiras, desánimo, cansancio, confusión,
rencor, traición, etc.
Todo le había servido para atrapar víctimas en alguna época. Todo tenía una
razón para estar guardado allí.
Pero él ya estaba harto, ya no le importaba nada y la estúpida maleta pesaba
mucho.
Empezó a tirar cosas; rencores, desánimo, cansancio, traiciones.

11
El peso de la maleta fue soportable y le permitió regresar a sus
pensamientos; ¿Por qué no podía sacar los dedos? Lo intentó otra vez, con
todas sus fuerzas.
Esta vez fue fácil. Algunos dedos cedieron. Se deslizaron con suavidad hacia
fuera de la misma forma que hacía mucho lo habían hecho hacia adentro.
Pero no todos. ¿Por qué no podía sacarlos todos? Meditó un momento. ¿Por
qué antes no había podido sacar ninguno y ahora algunos salían con tanta
facilidad? ¿Pero por qué no todos? Pensó ¡Por qué no todos! Gritó.
Permaneció solo un instante en silencio.
La maleta. ¡Por supuesto!
Abrió la maleta del miedo. La revisó de nuevo; quedaban tristezas, enojos,
confusión y mentiras.
Una por una las fue tirando lejos hasta que llegó a las últimas: las mentiras.
Eran sus preferidas, ¡resultaban tan útiles! El monstruo les tenía cariño y se
sentía indefenso sin ellas.
No importaba, ya no las quería. Sin mirar, vació la maleta completa.
Tiró de nuevo de los dedos que se habían resistido a salir, y esta vez fue muy
fácil. Todos salieron, hasta los de los pies. Ya no tenía cómplices que robaran
amor para él.
Tampoco le interesaba buscar hoyos. La sensación de estar desenredado era
maravillosa. Ni siquiera se acordaba que hubiera existido antes.
Se miró las manos, ya no tenían tiras de mocos largas y pegajosas. Eran
dedos, solo dedos. Se tocó la cabeza y sintió como muchos pares de ojos se
cerraban, cayendo en un sueño profundo hasta desaparecer. Sintió crecer
entre sus dedos un cabello suave. Se tocó el rostro, se miró las manos, los
pies. No lo podía creer. Tomó un espejo y se miró en él.
Hacía tiempo había olvidado lo que vio, pero era maravilloso recordarlo,
mirarlo…

12
Era el reflejo de un joven con la mirada de un niño. Su propio reflejo.
Se sintió invadido de amor. Era de mañana y la ración de cada día llegaba. Dio
gracias por ella. Era mucho más sabrosa que cualquiera que hubiera robado
antes, porque estaba destinada y diseñada especialmente para él.
En su afán de robar, nunca se había detenido a paladear lo que deglutía
apresuradamente.
Su ración de amor le duró poco. Por un momento había olvidado que aquella
joven a la que él había atrapado y mostrado el camino para convertirse en un
engendro monstruoso, era la que ahora lo tenía atrapado a él. La miró. Hacía
tiempo no lo hacía.
Lo que veía era realmente impresionante. ¿Habría sido él tan feo?
No sintió odio, ni asco, ni enojo, ni siquiera tristeza.
Sintió compasión por aquella agobiada criatura, y se sintió responsable por
ella.
Vio que los más de veinte pares de ojos repartidos por toda su cabeza
distorsionaban la realidad.
Ella lo seguía viendo como un monstruo, cuando ahora tan solo era un
muchacho. Insistía en la competencia estúpida y succionaba
desesperadamente.
Pero a él todavía le quedaba amor, y antes de que ella se lo robara, decidió
regalárselo.
No le importó quedarse sin nada. Solo le importaba hacer sentir un poco
mejor a aquel ser que un día había querido ser su compañera.
Como por arte de magia, al joven que no esperaba nada a cambio le llegó una
nueva ración de amor, siete veces mayor. Antes de que el monstruo se la
robara de nuevo se la dio otra vez, completa. Pero parecía una regla que
alguien hubiera puesto; cada vez que él regalaba una ración de amor sin
esperar nada a cambio, le llegaba siete veces lo que daba. Le entregó todo el
amor que pudo, hasta que el monstruo se llenó y se quedó dormido.
Se sentó al lado de su carcelero. Los hilos todavía lo tenían preso.
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Se dio cuenta de que él no podía sacarlos.
Quizás la clave estaba en las maletas como antes. Tomó la del miedo en sus
manos. Era ligera. La abrió; estaba totalmente vacía. No tenía nada más que
tirar. Quizás la respuesta se encontraba en la otra maleta, en la del amor. La
pesó. Era mucho más ligera que la del miedo. Le extrañó ¿Cómo podía ser? Él
se sentía invadido de amor. La abrió. Efectivamente estaba llena.
Se quedó pensando… no entendía ¿Cómo podrá ser tan ligera si estaba
repleta?
El amor y el miedo son opuestos… pensó.
Lo distrajo el monstruo que dormía a su lado. Nunca se había fijado antes.
Estaba inundado de hoyos y se desangraba. Hacía solo unos instantes, el
amor se le salía por las orejas, y ahora se derramaba sin remedio
convirtiéndose el amor en un charco.
El monstruo seguía dormido. ¿Qué podía hacer? Quería ayudarlo de nuevo,
quería advertirle, pero ella dormía y parecía no querer despertar.
Dejó de mirarla y se vio a sí mismo. También estaba en un charco. También
tenía hoyos, a los que nunca se había atrevido a mirar de frente, por donde
se le derramaba de prisa todo el amor que tenía.
Se fijó en uno de ellos, uno al que su monstruo aún no había descubierto. Lo
miró, solo lo vio como miran las cosas los niños. No lo juzgó, ni quiso
disfrazarlo, ni se enojó por tenerlo, solo observó como el amor salía por él.
Se quedó en silencio mirándolo. Y entonces el chorro de amor que se
derramaba se hizo más delgado.
Se me termina el amor, pensó.
Se miró otros hoyos, pero la cantidad de amor que salía por ellos seguía
siendo igual de intensa. Lo observó de nuevo.
Primero era minúsculo. Mientras lo veía desapareció. Un pequeño resplandor
nació en el lugar que antes había ocupado el agujero, y permaneció ahí.
Hizo lo mismo con todos los demás hoyos que no estaban ocupados con los
tentáculos del monstruo, y que eran unos cuantos. En todos pasó lo mismo.
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Al enfrentarse a ellos y mirarlos, el mismo amor que se derramaba parecía
curarlos hasta sanarlos por completo.
Al observarlos, conoció unos cuantos pedazos de su propio espíritu, de su
alma.
Se dio cuenta de que el brillo que nacía en lugar del hoyo era símbolo de
perfección, y un escudo protector de esa parte del alma, por donde nunca
más podría abrirse un nuevo boquete.
Se percató de que esa era la finalidad de los hoyos, ser una guía para
conocerse a uno mismo y llegar a la perfección.
¿Pero qué pasaba con los hoyos que ya estaban invadidos? Eran los que le
quedaban al muchacho.
Decidió mirar también esos otros hoyos, a pesar de que la maleta del miedo
comenzaba a ganar peso otra vez.
¿Qué pasaría si mientras tanto el monstruo despertaba? ¿Qué tal si descubría
lo que trataba de hacer?
Podría hasta usar uno de sus pegajosos tentáculos para ahorcarlos.
Intentarlo, tan sólo debía intentarlo.
El monstruo seguía dormido.
Se fijó en el más pequeño de los agujeros que tenía, por donde entraba el
más delgado de los hilos de la mano del monstruo. Lo miró, tratando de
hacer el menor ruido posible. Nada sucedió. Lo observó de nuevo, con el
corazón palpitando rápidamente y trató de pensar que excusa le pondría al
monstruo si despertaba y le preguntaba que rayos hacía.
El hueco de él se agrandó y, casi por instinto, la serpiente pegajosa, se
introdujo todavía más.

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¿Qué caramba pasaba? El muchacho estaba enojado. ¿Por qué no podía?
Recordó las maletas y abrió la del miedo. Algunas mentiras ya estaban allí
guardadas esperando serle útiles cuando el monstruo se despertara, e
impedir con ellas su enojo.
Pero si hacía sólo unos momentos había vaciado la maleta… ¿Quién había
puesto allí esas mentiras?
Eran mentiras muy buenas. Dudó en tirarlas, pero recordó que cuando la
maleta del miedo tenía cosas guardadas, no lograba nada.

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El monstruo se movió, levantó la cabeza tratando de acomodarla, la
pobrecita estaba tan torcida, que parecía imposible que lo consiguiera. Era
obvio que no estaba cómoda. Pero ¿cómo iba a estarlo? Sus manos y pies
habían adquirido las formas más extrañas y se habían convertido en los
nudos más complicados en la búsqueda de hoyos. Pero no se despertó. Debía
estar rendida. ¿Cuántos días llevaría sin dormir en su desesperada búsqueda
de amor?
Cuando era monstruo al joven nunca le había importado ella, como no fuera
para satisfacerlo a él, pero ahora era diferente. Se sintió dolorosamente
responsable por ella; él le había enseñado a enredarse con su ejemplo y
ahora no sabía cómo salvarla.
Bajo la mirada y vio un gran hoyo en su pecho por donde estaba el tentáculo
más grueso amamantándose de su amor. Sonrió.
Le admiró la capacidad que su amiga había adquirido para robar.
Lo hacía hasta dormida. Siempre había tenido mucha fuerza y determinación,
y él la había conducido por el camino más largo de todos.
Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Él entonces era un monstruo y las únicas
maneras que conocía eran de monstruo. Se perdonó a sí mismo.
Ahora era un hombre, y el pasado se había quedado atrás. Solo importaba lo
que pudiera hacer a partir de ese momento.
- Si logro cerrar mis hoyos, ella tendrá que sacar sus dedos, y le será más
fácil desenredarse si así lo decide. - pensó.
Vio el hoyo grande, lo vio sin miedo y pensando en dar, en ayudar.
Recordó lo que había olvidado hacía mucho tiempo, y entendió que ese hoyo
se le había hecho antes de nacer, estando todavía en el vientre de su madre.
Lo miró, comprendió, un juzgó, y se reconcilió con él. Lo perdonó por haberlo
elegido a él para habitar, y se perdonó él por haberle dado asilo.
Entonces el hoyo comenzó a despedirse, como se despiden dos enemigos
que acaban de descubrir que eran hermanos. Y el tentáculo comenzó a

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retroceder naturalmente, hasta quedar por completo fuera del alma del
hombre. La luz donde había estado el enorme hueco no tardó en llegar.
Pasó lo mismo con los demás agujeros, hasta que ni una sola de las puntas de
las víboras gelatinosas quedó dentro de su alma.
El joven ahora era libre de ir a donde quisiera sin autorización del carcelero,
pero se quedó.
Pensó en guardar unas cuantas mentiras y excusas en su maleta, por si
llegara a necesitarlas, pero cambió de opinión. Esta vez hablaría con la
verdad. Solo la verdad.
Se sentó al lado de su monstruo, con valor, esperando que despertara. Lo
cual sucedió al poco rato.
Lo primero que hizo el monstruo fue estirarse y suspirar. Estaba de buen
humor, dormido y comido, aunque por supuesto quería más amor.
Miró al hombre a su lado, algo había cambiado en él, pero no supo
exactamente qué. El monstruo quien todavía no se daba cuenta de que el
joven había logrado desconectarse succionó reclamando amor para ella. No
obtuvo nada. El muchacho ya no era su presa, y además no tenía hoyos,
inclusive algunas partes le brillaban en forma extraña ¿Qué estaba pasando?
El monstruo no entendía nada ¡Pero si el ser que estaba frente a ella le
pertenecía! ¿Por qué no podía seguir robándole amor?
¿Qué pasaba? Se sentía traicionada, robada. Estaba furiosa.
- ¡Maldito! - le gritaba -Me traicionaste, mírame, desgraciado, mira en lo que
me transforme por ti. Te di los mejores años de mi vida, mi inocencia, y ahora
me abandonas.
El pequeño seguía a su lado, llorando con ella, su monstruo.
Sentía su dolor y la miraba con infinita ternura. No sabía qué hacer. Él no la
había abandonado, era ella quien se alejaba de él ofendida.
El joven la siguió durante un tiempo, pero al parecer, eso enfurecía aún más
al monstruo, así que decidió respetar la elección de su antes amiga y se

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quedó quieto mirándola alejarse hasta que se perdió de vista. Y sus caminos
se separaron en ese tramo del recorrido.
El hombre había elegido el camino de la luz, y aunque siguieron
apareciéndole hoyos en el alma a lo largo de su vida, había aprendido a
enfrentarse a ellos. Sabía cómo mirarlos hasta hacerlos desaparecer y
transformarlos en una luz brillante.

Llega un momento en que los hombres que hacen de transformar hoyos en


luz su estilo de vida, se convierten en luz por completo y se vuelven la fuente
misma del amor. Entonces ya no esperan la ración de amor que cada día nos
llega a todos. Ahora ellos mismos son la fuente y alimentan a otros.
Conocen cada pedazo de su alma, y como todas las almas están hechas de lo
mismo y forman parte de lo mismo, pues conocen el alma de todos.
El camino que eligió la monstruo la llevó a vagar por las calles, en la
oscuridad, eligiendo sentirse desdichada, sola, abandonada.
Llegó a un escaparate y observó su reflejo. Se vio deforme y monstruosa y se
avergonzó de sí misma. Se miró las manos y se vio las decenas de dedos
gelatinosos con mecanismos succionadores.
Se quedó seria, pensando, sintiendo, a punto de caer derrotada y darse por
vencida en su competencia por robar amor. Se rio sin ganas para sus
adentros. Ahora que había aprendido a ser una experta en robar amor justo
ahora se había quedado sin alguien con quien competir y a quien ganarle.
Necesitaba encontrar una nueva víctima para alimentarse. Necesitaba
disfrazarse. Si se ponía peluca, si metía los dedos en unos guantes, quizás si
pegaba una sonrisa en la cara…
O quizás habría otra forma. Quizás si no se disfrazara ni se escondiera entre
las sombras y la obscuridad…
… a lo mejor todo sería diferente.

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Gracias Dios, por haberme dado la vida y recordarme como vivirla.
Gracias José Miguel, gracias Santiago por ser mis maestros.
Gracias mamá, porque siempre has estado a mi lado, dándome tu amor sin
pedir nada a cambio.
Gracias papá, por haber elegido ser mi padre.
Gracias Rosa Ana, por ser quien eres.
Gracias a mi familia porque son mis amigos.
Gracias a mis amigos porque son mi familia.
Gracias de nuevo Dios, porque no importa hacia donde mire, es a ti a quien
veo.

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