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PREFACIO

Andrea Roldán estaba convencida de que estaba maldita.


Que en alguna de sus reencarnaciones anteriores —si es que en realidad existen—
cometió alguna atrocidad y que, en consecuencia, fue condenada a pagar con una vida
de infortunios por el error de alguien más.
De vez en cuando, cuando permitía que su imaginación fuera demasiado lejos se
permitía soñar con una maldición verdadera. De esas que se rompen con el beso del
primer amor, como en los cuentos y en las películas de Disney...
Sin embargo, en la vida real, Andrea sabía que las maldiciones no existían y que,
lo que realmente ocurría, era que la pobre chica parecía ser un imán para los
problemas.
Muy a su pesar, tenía la habilidad —si es que así es como puede llamársela a su
mala fortuna—, de atraer calamidades. Tristes, pequeñas y constantes calamidades.
Ese era el motivo por el cual estaba convencida de que estaba hechizada —por
infantil y bobo que aquello sonara.
El día que nació, sus padres casi murieron. Literalmente.
Su madre se había sentido mal todo el día y, llegado el momento, había sangrado
tanto en el baño que, cuando fue encontrada por su madre —abuela de Andrea— casi
era demasiado tarde.
Ese día, cuando los abuelos de la chica llamaron a su padre para notificarle lo que
pasaba, se estrelló contra un autobús —saliendo medianamente ileso, considerando el
estado en el que quedó su coche.
Siguiendo con la serie de eventos desafortunados que ocurrieron el día de su
nacimiento, la madre de Andrea, llamada Alicia, fue sometida a una cesárea de
emergencia porque, no conforme con haber hecho sangrar a su madre hasta casi morir,
la pequeña venía sentada y con el cordón umbilical enredado en el cuello.
No conforme con eso, no conoció los brazos de su madre hasta después de varios días
de haber llegado al mundo porque, por equivocación, la habían intercambiado con la
bebé de otra pareja.
Alicia se había dado cuenta al verle las orejas horadadas a una bebé a la que,
claramente, le habían puesto unos bonitos y diminutos aretes. Accesorio que, por
supuesto, ella no había pedido para su hija.
Así pues, luego de una exhaustiva investigación dentro del hospital y de una
compensación monetaria por la gravísima falta, la chiquilla pudo, por fin,
descansar en los brazos de su madre.
Y ese fue el comienzo de una vida llena de percances extraños, huesos rotos,
accidentes inusuales y mala suerte. Odiosa, cruel y despiadada mala suerte.
Pero ese día —se había dicho a sí misma—, todo iba a cambiar.
Su mala fortuna terminaría porque el chico de sus sueños —ese que ni siquiera sabía
de su existencia y con el que nunca ha entablado conversación alguna—, le dirá que
él también está obsesionado con ella desde que inició el año escolar y su vida
cambiaría radicalmente...
Excepto que nada de eso pasó.
Andrea, al declararle su amor a Bruno Ranieri —el chico casi universitario con el
que estaba insanamente obsesionada—, delante de toda la preparatoria, con globos
una pancarta y una canción rasgueada al compás de una guitarra desafinada y cantada
con la voz de un chico que, francamente, no era tan bueno como aparentaba; terminó
siendo rechazada —y de una manera espantosa— por aquel joven que ni siquiera
hablaba como ella había imaginado que lo haría.
Por aquel muchachito que, en lugar de tratarla con delicadeza y caballerosidad —
como ella siempre imaginó que la trataría—, le espetó en la cara que estaba loca.
Que ni siquiera sabía quién era ella y que no quería que jamás lo volviera a
molestar.
La miró como si fuese poco menos que una bolsa de desechos de animal y, colérico,
arrancó el micrófono que la chica sostenía entre los dedos para después tirarlo al
suelo. Después, en dos zancadas, alcanzó a las amigas de Andrea —que la ayudaban a
estirar la pancarta— y arrancó el enorme cartel que sostenían para después lanzarlo
lejos.
Todos aquellos que estuvieron ahí, para presenciar el espectáculo —que, para la
mala fortuna de Andrea, fueron bastantes—, vieron de primera mano cómo su dignidad
era arrastrada por lo suelos por nada más y nada menos que el chico al que había
pasado todo el año escolar idealizando. Por aquel muchachito al que le había
imaginado hasta el sonido de la voz, de modo que la hacía suspirar por montones.
Lo cierto, es que le había tocado descubrir, de la manera más horrible existente,
que Bruno Ranieri no era, para nada, como lo había imaginado.
Creía que era un chico amable, caballeroso, incapaz de tratar mal a nadie.
Qué equivocada estaba. Qué tonta había sido. Qué ilusa.
—Andy, lo siento tanto... —Sergio, su mejor amigo, le susurró al oído, mientras la
envolvía entre sus brazos.
Andrea sostenía la manta que había pasado días enteros pintando y no podía dejar de
llorar. Los sollozos habían acabado hacía mucho, ahora, solo le quedaban lágrimas
gruesas corriéndole como ríos por las mejillas y ensuciándole los lentes de montura
gruesa que apenas se sostenían en la punta de su nariz.
De un movimiento, los acomodó y trató de secarse las lágrimas.
—Yo tuve la culpa —la chica dijo, en un susurro ronco, mientras se apartaba de su
amigo—. Todo el mundo me dijo que no lo hiciera y yo...
—Andy... —Julieta, otra de sus mejores amigas, se acercó a ella y le apretó el
brazo en un gesto conciliador, pero Andrea no la dejó terminar.
—Tengo que irme —la cortó de tajo.
—Pero, Andy...
—Nos vemos luego —dijo, a manera de despedida y se echó a correr en dirección a la
salida principal.
Mientras abandonaba la preparatoria, con el corazón hecho jirones y el alma hecha
un nudo, tuvo un vistazo de Bruno. Iba con sus amigos, tan alto, atlético y
atractivo como siempre. Con ese cabello negro como la noche, lo suficientemente
largo como para enroscársele por encima de las orejas y esos ojos color miel con
los que tanto fantaseaba.
Suspiró. Esta vez, sin embargo, no fue un gesto ilusionado y enamorado; como
siempre habían sido sus suspiros cuando se trataba de Bruno. Era uno oscuro,
insidioso, doloroso...
Le odiaba. Le detestaba pese a que sabía que tenía razón.
Ella había cruzado una línea. Había dejado que su imaginación inquieta y su
personalidad inocente la llevaran a un punto sin retorno. Se había convencido a sí
misma que el amor, como en las películas que veía cuando era una niña, podía ser a
primera vista. A primera conversación.
Andrea había crecido bajo el yugo de unos padres ortodoxos y religiosos, que veían
el amor adolescente como algo pecaminoso que debían evitar a toda costa para su
pequeña hija. Había asistido a colegios religiosos y a escuelas para señoritas
hasta que tuvo oportunidad de asistir a una preparatoria mixta, donde el despertar
tardío de sus hormonas, se encargó de obsesionarla con Bruno.
Pero Bruno había sido cruel. Hiriente. Y ahora Andrea tenía el corazón hecho
pedazos.
—Que te den —dijo, pese a que él no era capaz de escucharla en la distancia—. Qué
bueno que ya te vas a la universidad. Espero nunca tener que volver a verte, gusano
de mierda.
Al pronunciar todo aquello, se sintió mucho mejor. Liberada. Lista para dejar atrás
el turbulento capítulo que había sido Bruno Ranieri en su vida. A partir de ese día
le detestaba y le detestaría el resto de sus días, y esperaba jamás tener que
volver a cruzarse en su camino.

Capítulo 1

ANDREA

Las lágrimas que me llenan la mirada no expresan ni de cerca el tamaño de la


angustia que siento en estos momentos. El nudo que tengo en el estómago apenas me
permite respirar y mis ojos se cierran con fuerza mientras escucho al abogado de
oficio decirme que las cosas no van bien.
Quiero gritarle que haga algo. Que no se quede ahí, de brazos cruzados, mientras
permite que mi mundo entero se caiga a pedazos; pero, en su lugar, no digo nada. Me
quedo callada mientras lo escucho —y no— hablar sin cesar de términos que no
entiendo mientras leo, por décima vez, la orden de desalojo que el casero pegó en
mi puerta mientras estaba fuera.
El nudo en mi garganta se aprieta cuando, al fondo, soy capaz de ver el sobre sin
abrir que contiene la información de mis cuentas bancarias, las cuales tampoco son
las más prometedoras.
—Licenciado Guzmán —interrumpo la diatriba del hombre que, en tono monótono, me da
más de lo mismo: respuestas vagas, evidencias inconcretas y malas noticias. Estoy
harta de malas noticias—, ¿podemos hablar sobre esto después? Ahora mismo me surgió
un imprevisto.
El hombre al otro lado de la línea enmudece durante unos segundos. Está claro para
ambos que he utilizado el recurso más trillado del mundo para finalizar nuestra
interacción, pero es que estoy tan cansada. Tan agotada y fastidiada de todo esto,
que necesito un respiro. Necesito, por hoy, no pensar en eso.
—Está bien. —El abogado, finalmente, habla.
—Gracias. ¿Le parece bien si le regreso la llamada mañana por la mañana?
—Claro. Por supuesto.
—Bien —digo, amable, pese a que quiero colgarle—. Hasta mañana.
—Hasta mañana.
Y, entonces, cuelgo.
Mis ojos se cierran en el instante en el que bajo el teléfono y el llanto
incontrolable escapa de mí, como un torrente desesperado, ansioso y doloroso que
amenaza con acabar con la poca cordura que me queda.
Un sollozo rompe con la quietud en la que se ha sumido el apartamento en el que
vivo y me quito los lentes para cubrirme la cara con las manos y llorar a mis
anchas.
Capítulo 1


Las lágrimas que me llenan la mirada no expresan ni de cerca el tamaño de la
angustia que siento en estos momentos. El nudo que tengo en el estómago apenas me
permite respirar y mis ojos se cierran con fuerza mientras escucho al abogado de
oficio decirme que las cosas no van bien.
Quiero gritarle que haga algo. Que no se quede ahí, de brazos cruzados, mientras
permite que mi mundo entero se caiga a pedazos; pero, en su lugar, no digo nada. Me
quedo callada mientras lo escucho —y no— hablar sin cesar de términos que no
entiendo mientras leo, por décima vez, la orden de desalojo que el casero pegó en
mi puerta mientras estaba fuera.
El nudo en mi garganta se aprieta cuando, al fondo, soy capaz de ver el sobre sin
abrir que contiene la información de mis cuentas bancarias, las cuales tampoco son
las más prometedoras.
—Licenciado Guzmán —interrumpo la diatriba del hombre que, en tono monótono, me da
más de lo mismo: respuestas vagas, evidencias inconcretas y malas noticias. Estoy
harta de malas noticias—, ¿podemos hablar sobre esto después? Ahora mismo me surgió
un imprevisto.
El hombre al otro lado de la línea enmudece durante unos segundos. Está claro para
ambos que he utilizado el recurso más trillado del mundo para finalizar nuestra
interacción, pero es que estoy tan cansada. Tan agotada y fastidiada de todo esto,
que necesito un respiro. Necesito, por hoy, no pensar en eso.
—Está bien. —El abogado, finalmente, habla.
—Gracias. ¿Le parece bien si le regreso la llamada mañana por la mañana?
—Claro. Por supuesto.
—Bien —digo, amable, pese a que quiero colgarle—. Hasta mañana.
—Hasta mañana.
Y, entonces, cuelgo.
Mis ojos se cierran en el instante en el que bajo el teléfono y el llanto
incontrolable escapa de mí, como un torrente desesperado, ansioso y doloroso que
amenaza con acabar con la poca cordura que me queda.
Un sollozo rompe con la quietud en la que se ha sumido el apartamento en el que
vivo y me quito los lentes para cubrirme la cara con las manos y llorar a mis
anchas.
El alivio inmediato que trae a mi sistema el que esté llamándome es casi insano.
Tomo una inspiración profunda para calmar la colisión de emociones que tengo en el
pecho y respondo.
—¿Te dieron buenas noticias? —Ni siquiera se molesta en saludarme. Esto está
comiéndola viva y a veces me arrepiento de habérselo contado —sobre todo a tan poco
tiempo de su boda—, pero es que necesitaba tanto que alguien... no... que ella —mi
mejor amiga— lo supiera, que no pude guardármelo durante mucho tiempo.
Silencio.
—Oh, Andrea... —se lamenta y se me escapa un sollozo involuntario—. Por favor,
déjame hablar con Dante. Nosotros podemos...
—No —la corto de tajo—. No puedo disponer del dinero de tu marido. No es correcto,
Génesis.
—¡A la mierda lo que es correcto! —exclama—. Andrea, si las cosas se complican,
podrías pasar el resto de tu vida en la cárcel, ¿es que no entiendes?
—¿De verdad crees que no lo hago? —atajo—. ¿De verdad crees que no entiendo que me
estoy jugando la libertad?
—Entonces déjame ayudarte. Déjame hablar con Dante, por favor...
Cierro los ojos con fuerza.
—No —digo, finalmente—. Todavía no. Necesito... Necesito que me des más tiempo.
—No tienes tiempo, Andrea.
—Déjame reunirme con el licenciado Guzmán y, si creo que él no podrá ayudarme,
entonces, lo hablamos con tu marido —digo, pero en realidad no tengo intención
alguna de hablar con Dante Barrueco, el millonario español del que mi aventurera
amiga se enamoró mientras pasaba una temporada trabajando en Cancún.
Su romance fue tan intenso y apasionado, que él, cual príncipe de cuento de hadas,
desafió a su familia y luchó contra cielo, mar y tierra para estar con ella. Y no
estoy exagerando. De verdad, así de maravilloso es el hombre del que mi mejor amiga
se enamoró.
Finalmente, luego de apenas unos cuantos meses de haberse conocido, se casaron.
Estaban en su luna de miel cuando todo el asunto de la demanda estalló.
Lo cierto es que no estoy dispuesta a aprovecharme de la buena voluntad y del amor
ciego que siente ese hombre por ella.
Un suspiro largo escapa de la garganta de Génesis, trayéndome de vuelta a la
realidad.
—Andrea, tienes que prometerme que va a decirme si algo ocurre. Por favor.
—Lo prometo —miento.
Ella deja escapar otra bocanada de aire.
—¿Cómo vas con lo del alquiler?
—Aún no encuentro nada —me sincero—. Y hoy me llegó la orden de desalojo.
—Mierda...
Una risita triste se me escapa.
—Estoy jodida, ¿verdad?
—Andrea, ya sé que me has dicho que no una y mil veces, pero ahí está el
departamento. Nadie vive ahí. Nadie va a vivir ahí en un buen rato. Múdate. Te lo
he dicho hasta el cansancio.
Me froto la frente, en un gesto cansado y contrariado.
Cada que tenemos esta conversación, alguna de las dos termina llorando, pero es que
es tan necia y yo soy tan orgullosa, que es imposible lidiar la una con la otra
cuando nos empecinamos en algo.
—Génesis, ya lo hemos discutido.
—Andrea, tienes que aprender a aceptar la ayuda de la gente. Está bien ser
independiente, pero tu necedad raya en lo ridículo —me regaña—. El departamento
está completamente vacío, se pagan todos los servicios viva o no alguien ahí. ¿Qué
tanta diferencia puede haber cuando apenas vas a pasar tiempo ahí?
—No quiero abusar.
No es mentira. La realidad es que me parece bastante extralimitado de mi parte
aceptar vivir en el departamento en el que deberían estar viviendo ella y su
marido. Ese que el hombre compró aquí, en Guadalajara, para que mi amiga estuviese
cerca de su familia.
Ninguno de los dos esperaba que sus planes se retrasaran. Mucho menos, el motivo.
Al parecer, al padre de Dante le dio un ataque al corazón cuando estaban a la mitad
de su —larguísima— luna de miel. Por supuesto, mi amiga y su marido tuvieron que
viajar a España, para que él se hiciera cargo de la empresa familiar, mientras su
padre se recupera y deciden qué harán con la presidencia de su corporación.
Ahora, a casi un mes de eso, aún no tienen fecha de regreso. Génesis dice que la
situación pinta para muy largo. Quizás, hasta un año entero.
Dante le ha insistido que regrese ella a México para que esté cerca de su familia,
pero Génesis se rehúsa a dejar a su esposo allá, solo, lidiando con todo sin su
apoyo.
Así pues, los deja con un precioso departamento en una de las zonas más exclusivas
de la ciudad, inhabitado, amueblado y —a lo que ella ha dicho— con una vista
maravillosa.
—¿Por qué eres tan orgullosa, maldita sea? —me reprime y, muy a mi pesar, esbozo
una sonrisa. Es la primera de la semana.
—¿Vamos a tener esta conversación de nuevo?
—No la tendríamos en lo absoluto si aceptaras mi ayuda —objeta—. No me dejas
ayudarte pagándote un buen abogado. Tampoco me dejas ayudarte cuando pongo un techo
sobre tu cabeza.
—Quieres que viva en tu casa por caridad. Sin cobrarme ni un centavo de alquiler.
—¡Por supuesto que no es por caridad! ¿Recuerdas aquella vez en la universidad que
hui de casa y me dejaste quedar en casa de tus padres durante casi una semana? ¿Qué
diferencia hay entre eso y lo que trato de hacer? ¿Que no estoy ahí? ¿Que no vivo
en el apartamento? —La seriedad con la que Génesis habla y el recuerdo que evoca,
me encogen el corazón. Ella no sabe cuánto pelee con mis padres por haber dejado
que se quedara en mi casa y no en la del imbécil que tenía por novio—. Por favor,
Andrea. Quiero ayudarte. Tú harías lo mismo por mí con los ojos cerrados. Lo
hiciste muchas veces.
Trago para deshacer el nudo que se aprieta en mi garganta.
No tienes dónde vivir. Quizás, podrías aceptar solo unos días. Mientras encuentras
un lugar que se acomode a tus posibilidades.
Aprieto los dientes.
No quiero.
Me da vergüenza.
—Génesis...
—No me respondas ahora mismo —me interrumpe—. Piénsalo con calma. Date un día.
Dos... Y me dices. Pero, por favor, considéralo. De verdad, estoy a una llamada de
arreglarlo todo para tu llegada.
Me mojo los labios con la punta de la lengua.
—De acuerdo —digo, con la voz enronquecida por las emociones—. Me lo voy a pensar,
¿vale?
—Con eso me conformo por ahora.

Capítulo 2

BRUNO

El reloj marca las 11:45 de la noche. Es tarde.


No lo suficiente.
Mis ojos leen la carpeta del caso que ha caído a manos del despacho. Fraude fiscal.
Representamos a la empresa demandante. Casi lamento el destino del acusado.
Fácilmente, podríamos conseguirle veinte años.
Demasiado fácil.
Lanzo la carpeta sobre el escritorio. No voy a tomarlo. Sé lo que diría mi padre al
respecto, pero de todos modos no voy a hacerme cargo. Es demasiado sencillo. Giro
el cuello para deshacerme de la tensión acumulada. Me froto los ojos y los dejo
cerrados durante unos segundos. Mi teléfono suena. Considero ni siquiera mirar la
pantalla, pero la curiosidad me gana y lo levanto del escritorio. Es Dante
por Facetime.
No tengo ganas de hablar. Ni siquiera con Dante.
Estás viviendo en su pent-house. Contéstale el puto teléfono.
El rostro de un muy bronceado Dante aparece delante de mis ojos. Me sonríe.
—Déjame adivinar —dice—. Estás en la oficina todavía, ¿verdad?
Sonrío.
—No me percaté de la hora —miento.
—Claro. Como si no te conociera y no supiera que estás obsesionado con ese trabajo
tuyo.
Sacudo la cabeza en una negativa.
—¿Cómo estás? ¿Cómo te sienta la vida de casado? —inquiero, verdaderamente
intrigado por su nueva faceta de hombre enamorado.
Conozco a Dante desde la universidad —pese a que me lleva unos cuantos años—. Él
estudiaba una maestría mientras yo empezaba la carrera.
No recuerdo exactamente cómo es que nos conocimos, pero, pronto, me descubrí
frecuentándolo. Embriagándome con él. Yendo de fiesta en fiesta, bebiendo hasta el
amanecer... Luego, no sé cómo, todo cambió y nos encontramos hablando de cosas que
no hablas con cualquiera, y nos hicimos amigos. Muy buenos amigos.
—De maravilla. ¿No se ve? —Dante sonríe, mostrándome todos sus dientes—. Te digo,
hermano. Génesis es lo mejor que pudo pasarme. Cada día es una aventura con ella.
Pongo los ojos en blanco, pero también sonrío.
—¿Dónde dejaste las bolas, Barrueco? —bromeo.
—Justo donde tú has dejado las tuyas, gilipollas.
Me río.
Debo admitir que esta nueva faceta de Dante me intriga. Jamás lo vi tan enamorado.
No tuve oportunidad de asistir a su boda —fue el funeral de mi madre—, pero todos
me cuentan que jamás se le vio más feliz. Ahora mismo, lo único que puedo ver en su
rostro es... felicidad. Plenitud.
—¿Te has instalado ya en el apartamento?
Arqueo una ceja.
—¿Apartamento? —bufo—. El mío es apartamento. El tuyo es dos veces más grande.
Fácilmente, es una residencia.
Dante manotea para quitarle importancia al hecho de que el lugar en el que vivirá
cuando regrese a México bien podría ser una casa con todas las de la ley.
—¿Te ha gustado o no?
—Es genial, Dante. Lo sabes. Gracias otra vez por dejarme quedar.
Él sonríe.
—No agradezcas. Mejor cuéntame cómo va lo de tu apartamento.
La frustración me embarga cuando recuerdo el hedor a humedad y la hinchazón de las
paredes del bonito apartamento que compré hace apenas un par de años. Suspiro.
—Al final, optamos por cambiar todas las tuberías —comienzo. Una vez que lo hago,
no puedo parar—: De paso, cambiarán la instalación eléctrica y, como van a romper
todo el piso y arruinar las paredes para eso, mi hermana se obsesionó con la idea
de remodelarlo. Eso tardará un mes o dos, si no es que más. Además del dineral que
voy a gastarme en ello. —Hago una mueca—. Todo eso sin tomar en cuenta de que el
plomero aún tiene que hacer una revisión en los pisos superiores e inferiores, para
ver si la humedad es un problema solo de mi apartamento o afecta a todo el
edificio. Si es así, me voy olvidando de volver, en por lo menos, seis meses.
Dante sacude la cabeza.
—No quisiera estar en tus zapatos. —Se ríe—. ¿Qué dijo tu padre cuando le dijiste
que no vivirías con él y con tu hermanito?
Sabe que detesto que se refiera de esa manera al hijo que tuvo mi padre con su
esposa. A su hijo legítimo.
Me encojo de hombros y finjo que no he escuchado la parte del hermano.
—Nada. —No miento. No dijo nada. Se quedó callado un largo rato, mirándome, y luego
apartó la vista antes de marcharse—. No tenía por qué decirme nada.
—¿Y Tania? ¿Qué opina ella de tu renuencia a irte a pasar la temporada con ella, su
marido y su recién nacido?
—Me odia. —Suspiro—. Por eso se ensaña con lo del departamento y la remodelación.
Siento que su intención era obligarme a vivir con ella.
—Dile que se tome su tiempo. De cualquier manera, el asunto por acá está lento. Mi
padre no mejora y hay muchas anomalías en los balances de algunas empresas. Estamos
revisándolo todo con mucha calma, así que no creo estar de vuelta en México durante
mucho tiempo.
—Es una lástima —digo, con sinceridad—. Ahora mismo, me caería muy bien un trago.
Dante sonríe con nostalgia.
—Tómate uno a mi salud cuando llegues a casa.
—Si es que llego a casa.
Una carcajada burlona escapa de mi amigo.
—Ya te llegará la hora, Bruno Ranieri. Llegará una mujer que te haga querer volver
a casa temprano, cabrón de mierda, y cuando eso pase, voy a reírme en tu cara.
—No cuentes con ello, Barrueco. Yo si tengo pelotas y ninguna mujer me las va a
arrancar.
Otra carcajada se le escapa y sacude la cabeza.
—Me alegra que sigas siendo el mismo gilipollas. Y me alegra aún más que el
departamento te gusta —dice, una vez recuperada la compostura—. El miércoles va
Rosita a hacer el aseo, no lo olvides. No vaya a sacarte un susto de muerte.
—Probablemente ni siquiera me tope con ella. A veces el trabajo me absorbe tanto,
que apenas sí llego a dormir. —Mi sonrisa no toca mis ojos.
—Te absorbe porque permites que lo haga —me reprime—. En lugar de pasar tanto
tiempo ahí, encerrado en la oficina que tienes en el despacho de tu padre, deberías
ir a tomarte un trago a un bar. Conocer a una mujer. Follar. —Se encoge de hombros
—. Desestrésate. Ve a divertirte. No pases dieciocho horas en la oficina, que eso
no le hará bien a tus nervios.
—Me hablas como lo hacía mi madre —le recrimino, pero el escozor que me trae su
recuerdo me asalta de inmediato.
—Pues entonces hazle caso y ve a descansar, por el amor de Dios.
Me río.
—De acuerdo. Me voy a casa.
—Más te vale, Ranieri.
—Descansa. Salúdame a tu esposa.
—De tu parte, Bruno.
Y cuelga.
La oficina se queda en silencio y echo un vistazo alrededor. Todo está oscuro más
allá de mi puerta y la luz que ilumina la estancia es tan tenue, que apenas soy
capaz de distinguir las siluetas de los muebles que la decoran.
Quizás ya debería marcharme.
Un suspiro se me escapa y guardo mis cosas. Luego, salgo de la oficina y hago mi
camino al sótano del edificio, justo donde el estacionamiento se encuentra.
La firma de abogados está en el primer piso de un edificio enorme, en una de las
zonas más bonitas de Guadalajara, y es el único establecimiento que cuenta con un
piso entero, en un edificio de veinte plantas, cada una con decenas y decenas de
habitaciones pensadas para oficinas.
Ranieri y Asociados es, sin duda, una de las firmas más prestigiosas del país.
Celebridades, empresas multinacionales y políticos de todas partes de México nos
buscan para toda clase de servicios. Desde contratos multimillonarios, hasta
demandas o defensas casi imposibles de llevar a cabo.
Mi padre es toda una figura pública en el mundo de la política y se ha encargado de
poner su nombre y el de todos en la firma en un lugar privilegiado.
Todo esto, por supuesto, no lo ha conseguido solo. Siempre se ha rodeado de los
mejores abogados y los ha convencido de trabajar para él. Eso, por supuesto, da
resultados como este: que cada uno tenga un despacho propio dentro de la decena de
especialidades que manejamos aquí, dentro del despacho; en un edificio en una de
las zonas más exclusivas de la ciudad, y una paga de puta madre.
Pese a que mi relación con Fernando Ranieri —mi padre— nunca ha sido la mejor, debo
admitir que sabe cómo mantener feliz a la gente que trabaja para él.
No es un secreto para nadie en la oficina que mi hermana mayor y yo somos el
producto de una aventura que tuvo durante sus primeros años de matrimonio. Todo el
mundo en la vida de mi padre lo sabía, de eso no tengo ni la menor duda. Él nunca
nos negó, ni trató de deshacerse de la responsabilidad. Nos dio su apellido,
educación y una visita a la semana durante muchos, muchos años, antes de que yo me
diera cuenta de la verdad.
Nunca entendí cómo es que los padres de mis amigos vivían ahí, con ellos, y el mío
solo venía a vernos los fines de semana. Luego, cuando tuve edad para comprender,
me di cuenta de que, en realidad, nosotros éramos la otra familia. Mi padre en
realidad no estaba casado con mi madre y le era infiel a su verdadera esposa con
ella.
Nunca pude perdonárselo. Por más que lo intenté, jamás pude entender aquel absurdo
y ciego amor que sentía mi madre por ese hombre que no la había elegido como su
primera opción, y la odié por eso. Me odié a mí mismo por odiarla.
Por más que quise, jamás pude entender el extraño amor que ella sentía por ese
hombre. Ese que la hacía elegir una y otra vez ser su secreto.
Por supuesto, cuando me enteré de toda la verdad y lo confronté —en un restaurante,
delante de su esposa y su hijo legítimo—, todo se fue a la mierda. Su esposa no
tenía idea de lo que su perfecto esposo le hacía y, cuando se enteró, estuvo a
punto de divorciarse de él.
La verdad es que no sé qué clase de hombre es mi padre, que consiguió que su mujer
no lo mandara al carajo, aún luego del engaño que, en ese entonces, llevaba casi
dieciséis años.
Julián, su hijo dentro del matrimonio, también lo odió igual que yo luego de eso.
Fernando trató de hacernos convivir; de presentarme con su verdadera familia cuando
todo ocurrió y eso no hizo más que terminar de romper el delgado hilo que nos
mantenía unidos.
Pese a los esfuerzos de ese hombre de pasar por alto su adulterio y de unir —de una
manera extraña y forzada— a sus hijos, lo único que consiguió fue fracturarnos más.
El uno con el otro. Nosotros con él... Y no hubo educación cara o coches del año
que pudieran evitarlo.
Por mucho que Fernando Ranieri trató de comprar el amor de sus hijos, jamás fue
capaz de conseguirlo. No luego de la decepción por la que nos hizo pasar.
Así pues, con el paso de los años, las cosas fueron enfriándose. La esposa de mi
padre al final decidió dejarlo —sabia mujer—, contrario a lo que hizo mi madre; que
se aferró a él hasta el último de sus días. Que creyó en la promesa de dejarlo todo
por ella, aún en su lecho de muerte.
Mi medio hermano y yo optamos por dejar de intentar llevarnos bien y ahora ni
siquiera nos dirigimos la palabra, pese a que él está estudiando la universidad y
hace sus prácticas profesionales dentro del despacho que —ahora, con mi padre a
punto de su jubilación—, prácticamente manejo yo.
La verdad es que no tenía pensado estudiar derecho. Mucho menos, aceptar el dinero
que mi padre me ofrecía para pagarme la universidad en una de las escuelas más
prestigiosas del país; pero me encontré, primero queriendo vengarme de él,
queriendo sacarle cuanto dinero pudiera; para después empezar a disfrutarlo tanto,
que ya no me importó nada más y olvidé porqué había aceptado ir a esa universidad
en primer lugar.
El resto es historia.
La vida se volvió llevadera cuando descubrí que podía ir por mi cuenta. Sin tratar
de llevar a nadie conmigo y sentirme miserable si eso no funciona.
Ahora, con veintisiete —casi veintiocho— años, y la estabilidad económica que
cualquier hombre de cuarenta con familia a su cuidado desearía, voy por la vida sin
un rumbo en específico. Sin una meta en concreto. De caso en caso. De cama en
cama... Y soy feliz. Me siento bien. Tranquilo.
Vacío.
Me subo a mi coche. El motor ruge a la vida y lo encauso hacia el tráfico. No
quiero ir a casa, así que tomo un desvío. Recorro las familiares avenidas hasta que
llego al bar al que suelo venir cuando necesito dejar de pensar.
Aparco. El rugido del cielo hace que alce la vista hacia las nubes que empañan la
noche. Va a llover. De todos modos, me encamino hacia el interior del
establecimiento.
Me instalo en la barra. Pido un whisky. Me lo bebo demasiado rápido, así que pido
otro. Voy por la mitad, cuando la veo. Se ha acercado a la barra para hacerse
notar. Siempre lo hace. Me acerco.
—No tienes idea de cuántas ganas tenía de verte —le susurro al oído, mientras pongo
una mano sobre la suya, por encima de la barra. En el proceso, veo la argolla de
matrimonio que lleva puesta. No me importa. No me interesa de esa manera. No siento
nada por ella.
Me mira de soslayo, se libera de mi agarre y se aleja. Cuando llega a la puerta, me
echa una mirada por encima del hombro y la sigo.
Solo hacemos eso. Follamos. A veces en el baño del bar. Otras en algún motel. Unas
cuantas —muy pocas, realmente—, en mi casa. Apenas sé cómo se llama, que es casada
y que es, por lo menos diez años más grande que yo. De ahí en más, no tengo idea de
quién sea. Así está mejor. No me interesa que lo que tenemos cambie de ninguna
manera.
Le abro la puerta del auto. Ella entra y después, lo hago yo, del lado del piloto.
Ahí, nos besamos. Me frota por encima de los pantalones y me pongo duro. Quiero
arrancarle el vestido. Quiero follarla aquí, en este maldito lugar.
—Vamos a tu casa —dice, contra mi boca y sonrío solo porque no sé cuál será su
reacción cuando la lleve al departamento de Dante.
—Como tú quieras, Rebeca —le respondo, con la voz enronquecida y me aparto para
ponernos en marcha.

Capítulo 3

ANDREA

—¿Es todo? —Sergio inquiere, mientras echa un vistazo alrededor del apartamento
vacío en el que viví por un poco más de un año.
El nudo que tengo en la garganta solo es eclipsado por la horrible sensación de
pesadez que me atenaza el estómago y el agobiante desasosiego que me causa dejar
este lugar.
—Sí —digo, con un hilo de voz, mientras contemplo el espacio desierto que alguna
vez fue mi sala—. Es todo.
—Vámonos, entonces. —Sergio me pasa un brazo por encima de los hombros y me atrae
en un abrazo conciliador, pero lo único que consigue es incrementar el dolor que
siento en el pecho.
Pese a eso, asiento.
Lo cierto es que jamás, ni en un millón de años, creí que dejaría este lugar. Al
menos, no de esta manera.
Ni siquiera pude conservar los muebles que compré con el pasar de los meses y el
sudor de mi frente. Todos ellos fueron vendidos poco a poco para pagarle a un
abogado que, de todos modos, no pude conservar.
Ahora, con todas mis pertenencias —ropa, libros y artículos personales— caben en el
maletero del coche de mi mejor amigo. Ese que no ha hecho más que apoyarme en todo
lo que ha podido durante todo este infierno. Durante toda mi vida, de hecho...
Él guía nuestro camino fuera del apartamento y le echo la llave una última vez
antes de entregarlas. El nudo en mi garganta se vuelve insoportable ahora, pero ya
no quiero llorar. Estoy cansada de hacerlo.
Sergio trata de hacer algo de plática ligera mientras nos encaminamos al elevador
y, una vez ahí, lo llama.
El marcador del ascensor desciende a toda marcha cuando nos subimos en él y, en
silencio, contemplo las puertas de metal, mientras pienso en todo lo que me dijo el
licenciado Guzmán durante la última reunión que tuvimos —la cual, fue hace unos
días.
Básicamente, todo sigue igual. Sigo siendo acusada de algo que no hice. Sigo
teniendo que ir a firmar cada semana a una maldita delegación solo para comprobarle
a un fiscal que no voy a huir a ningún lado. Sigo teniendo que esperar a que se
resuelva otro proceso legal que, francamente, no entiendo del todo.
—¿Cuándo entregas las llaves del apartamento? —La pregunta de mi amigo y me saca de
mis cavilaciones.
La suavidad de su tono no le quita el escozor que me provoca el cuestionamiento.
—Las dejaré en la recepción y le llamaré al casero —respondo, en voz baja, pero la
verdad es que no me enorgullece no entregar las llaves personalmente. Y me
encantaría tener el valor de hacerlo, pero la verdad es que me da vergüenza verle
la cara al hombre al que terminé debiéndole tres meses de renta.
Sergio guarda silencio, amablemente, y lo agradezco.

Luego de dejar las llaves en el lugar correspondiente y de llamarle al hombre que


me alquiló el departamento, nos subimos a su coche y conduce en dirección a donde
Génesis vivirá.
El trayecto no es muy largo, pero de todos modos no puedo dejar de mirar el reloj.
Es la una y media de la tarde. La mudanza tomó más tiempo del que esperaba.
Pese a que Sergio, Ana —su novia— y el hermano de Ana —Manuel, creo que dijo que se
llama— me ayudaron desde muy temprano a empacar lo que faltaba y a limpiar el
departamento, apenas nos hemos desocupado.
Ana se marchó a las once. Pidió permiso para llegar tarde a la oficina y su hermano
se fue a las nueve y media —por trabajo también, por supuesto—. Sergio fue el único
que pudo pedir el día para venir a ayudarme.
Ni siquiera yo tuve la oportunidad de cambiar mi día de descanso, ya que tengo muy
poco tiempo laborando ahí. Lo único que pude hacer, fue cambiar mi horario. Hoy
entraré a las tres de la tarde. Apenas tendremos oportunidad de dejar mis cosas en
el departamento de Génesis y su marido antes de que tenga que correr a la sucursal
de Walmart en la que trabajo.
Ayer por la mañana fui a recoger la tarjeta de acceso del apartamento a casa de la
madre de Génesis.
Finalmente, luego de mucho pensarlo —y sufrirlo en el proceso—, decidí aceptar la
oferta de mi amiga. Solo un par de semanas. Un mes, como mucho; mientras encuentro
un lugar que se acomode a mis posibilidades.

Mi amigo no dice nada mientras llegamos al lugar. Tampoco lo hace cuando nos
anunciamos con el portero del edificio. El hombre, por órdenes de Génesis, nos deja
entrar tan pronto como le mostramos nuestras respectivas identificaciones.
Le informo que viviré en el pent-house del edificio durante un tiempo y, cuando lo
hago, me regala una mirada extraña. Quizás es por mi aspecto triste y derrotado.
Quizás, simplemente, es porque es más que evidente que una chica como yo no
pertenece a un lugar como este.
Luego de la breve charla con José Luis —el portero del edificio—, Sergio y yo
subimos por el elevador del lujoso complejo con la primera carga de cajas.
Ya sabía que este lugar sería así; sin embargo, no estaba preparada para lo
abrumada que me sentí cuando tuve que pasar la tarjeta de acceso al pent-house
cuando seleccioné el piso indicado —de otro modo no nos hubiese permitido subir
hasta allá.
Mi amiga vive en el apartamento de Christian Grey.
Sacudo la cabeza. Aún más agobiada.
—Tu amiga vive en un jodido hotel cinco estrellas —Sergio susurra entre dientes y
sonrío.
El elevador comienza a moverse.
—Algo similar estaba pensando yo —le respondo, en voz baja, y él sonríe y sacude la
cabeza. Por supuesto que no pensaba en nada remotamente similar, pero no estoy
dispuesta a darle explicaciones del tipo de libros que leo de vez en cuando.
Cuando llegamos al lugar indicado y la puerta del elevador se abre, nos topamos de
frente con Rosita, la mujer del aseo que Génesis dijo que venía cada miércoles.
Luce sorprendida de vernos, pero, cuando le comento quién soy, de inmediato me
saluda gustosa y me dice que Génesis le llamó para avisarle que iban a vivir
personas ahí. Luego de escucharla y agradecer la hospitalidad, le comento que
dejaré unas cajas arrinconadas —ordenadas, por supuesto— en la sala para
desempacarlas después, ya que regrese del trabajo. Ella me pide que le permita
ayudarme, pero declino su ofrecimiento con mucha amabilidad. No me siento bien
pidiéndole a alguien que haga las cosas por mí. Mucho menos si no soy yo la que
está pagándole por los servicios.
Así pues, luego de una breve riña juguetona con la señora, bajamos por el resto de
mis cosas.
Es hasta ese momento que me permito echar un vistazo rápido del lugar.
Al entrar, lo primero que llama la atención, son las elegantes escaleras de acero
con barandales de cristal, que suben a una especie de segunda planta, que no llega
a serlo del todo.
Paneles de cristal, bordean el inicio de esa área y, desde todas las perspectivas
de la sala serás capaz de ver un retazo de algo; sin embargo, jamás tendrás con
certeza de qué hay allá arriba si no subes a averiguarlo.
La intriga me pica en las entrañas, pero me obligo a barrer los ojos hacia la
derecha, solo para encontrarme con una preciosa —y espaciosísima— sala de estar
perfectamente decorada en tonalidades blancas. Este espacio está alfombrado y da la
cara a los enormes ventanales que van desde el suelo hasta el techo, y por los
cuales caen unas pesadas cortinas blancas que, ahora, están abiertas para dejar
entrar la luz del sol.
Mis ojos regresan por donde vinieron y se detienen cuando notan el brillo
cristalino del agua allá del otro lado del ventanal y, curiosa, me acerco con
lentitud. En el proceso, veo que hay un minibar —literalmente, la barra y la
apariencia de un bar diminuto, en un área apartada y privada que, más que
pertenecer a la sala, parece pertenecer al estudio que se encuentra más allá de las
puertas dobles que ahora están abiertas.
Luego de asombrarme un poco más por lo espaciosa de la estancia, vuelvo a mi
objetivo inicial y el aliento se me corta cuando miro a la ventana.
Dios mío, tienen una alberca. ¡En un apartamento!
Sacudo la cabeza, incrédula al abrir la puerta corrediza que da a una pequeña
terraza que está junto a la piscina alargada. Parece profunda.
Ahora entiendo por qué Génesis se abruma tanto cuando entra de lleno en el mundo de
Dante.
—No me jodas —Sergio dice a mis espaldas y me vuelvo para mirarlo.
—¿Puedes creerlo? ¡Una alberca!
—¿No quieres decirle a tu amiga que yo también quiero ser su amigo?
Una carcajada se me escapa y nos encaminamos de nuevo hacia la sala para cruzar
hasta el lado contrario, para adentrarme en el área de la cocina.
Hay un comedor pequeño en tonalidades oscuras y, al fondo, más allá de las sillas,
hay una barra alta. Del otro lado, está la cocina integral. Por supuesto,
inmaculada, en tonalidades oscuras, una isla de granito y con aparatos ostentosos
por todos lados.
Niego una vez más, incapaz de creer lo que veo, antes de que nos encaminemos hacia
las escaleras para ver esa pequeña estancia que me causa tanta intriga.
Es una sala de estar. Una especie de cine casero; con el suelo alfombrado, sillones
cómodos —que, sospecho, alguno debe convertirse en cama— repletos de cojines
afelpados, consolas de videojuegos y una enorme pantalla blanca para el proyector
que se encuentra suspendido de una viga que cuelga del techo. Todo conectado —
sospecho— a los altavoces que se encuentran discretamente acomodados en lugares
estratégicos.
El lugar ideal para pasar un fin de semana entero. Y más cuando eres recién casado.
Me imagino a mi amiga y a su marido acurrucados en alguno de los sillones, y luego
me veo a mí misma, acurrucada con alguien a quien todavía no logro ponerle un
rostro, pero la imagen no me gusta. En ese momento, el escenario comienza a
modificarse y sonrío cuando me veo a mí misma, con este sujeto imaginario,
acurrucada en una habitación hecha a mis posibilidades: un lugar diminuto, en una
cama matrimonial, mirando Netflix en una Smart-tv.
Sería maravilloso.
Suspiro.
—Este lugar es una locura —Sergio murmura y yo asiento en acuerdo.
—No puedo esperar a ver lo que hay en el pasillo de abajo —digo.
—¿Cómo crees que sea la recámara principal? Debe ser masiva. —Sergio sonríe.
—Seguro tiene su propio baño.
—No lo dudes ni un segundo. Debe tener su propio baño.
Sonrío ligeramente.
Me pregunto si Génesis habrá estado ya en este lugar. Lo dudo mucho. Mi amiga jamás
habría aceptado que su marido comprara un lugar así. En vez de verle el lado
agradable, estaría quejándose de lo mucho que le tomaría limpiarlo —aunque quien
hiciera la limpieza fuese Rosita— y de todo ese espacio que, estoy segura, juraría
no necesitar.
Dejo escapar otro suspiro y miro el reloj.
Mierda.
Una palabrota se me escapa y Sergio me mira, alarmado.
—Voy tardísimo —lloriqueo—. No voy a alcanzar a llegar si no me voy ya.
Mi amigo sonríe y hace un gesto de cabeza en dirección a la planta baja.
—Tienes suerte de que sea tu jodido ángel de la guarda —dice—. Yo te llevo para que
no se te haga tarde. ¡Y no me salgas con tonterías de que te da vergüenza, Andrea!
¡Te lo advierto! No estoy para eso el día de hoy.
Ruedo los ojos al cielo.
—Eres insoportable.
—Deja de pelear conmigo y vámonos. Se te hará tarde y entonces no podré hacer nada
para solucionar lo del bono de puntualidad que te quitarán.
El corazón se me estruja cuando me doy cuenta de lo mucho que se preocupa por mí.
—De acuerdo. —Alzo las manos, en señal de rendición—. Vámonos ya. Solo déjame tomar
mi bolso y mi uniforme.
—Corre —dice.
Yo obedezco y me encamino a toda velocidad hacia la planta baja.

***

—Gracias por todo, Sergio —le digo a mi amigo una vez que nos encontramos a unos
pasos de mi trabajo. No conforme con haber pasado toda la mañana y parte de la
tarde ayudándome, todavía tuvo la delicadeza de traerme hasta acá sin quejarse ni
chistar.
No lo merezco. Ni a él ni a Génesis. No sé qué sería de mí sin ellos.
—No agradezcas, Andy —replica y me regala una sonrisa tranquilizadora—. Lo haría
una y mil veces. Eres mi mejor amiga.
Las ganas que tengo de llorar son inmensas ahora.
—Gracias —repito, esta vez, con la voz ahogada por las emociones, y él me guiña un
ojo en un gesto juguetón.
—Nada de «gracias». Estás en deuda permanente conmigo —bromea—. Ahora, vete. No
quiero que se te haga tarde y que el haberte traído aquí haya sido en vano.
—Eres el mejor, Sergio —le digo, antes de envolverlo en un abrazo rápido e intenso
que me devuelve con torpeza. Entonces, sin darle tiempo de nada más, bajo de su
coche y ondeo la mano en despedida cuando arranca en dirección a la avenida
principal.

Mi turno en el trabajo pasa lento y tortuoso. La monotonía y lo rápido que puedes


hacer una rutina en este empleo lo hacen de lo más tedioso. Estaba tan acostumbrada
a otro ritmo de trabajo, que este me parece demasiado... aburrido. No me apasiona
en lo absoluto y, a pesar de eso, trato de ponerle la mejor de las caras.
Al hacer cierre de cajas, casi me pongo a hacer la danza de la lluvia cuando me doy
cuenta de que no me hace falta ni un solo peso.
Son las once ya. Afortunadamente, hay una chica del trabajo a la que su novio va a
recoger cuando le toca rotar turno, y puede dejarme relativamente cerca del
edificio en el que se encuentra el departamento de mi amiga. Les queda de camino y,
pese a que aún tengo que caminar casi dos kilómetros en plena oscuridad —cosa que
ella y su novio no saben—, agradezco mucho el favor que me hacen. De no ser por
ellos, tendría que tomar taxi cada que me toca cubrir el turno vespertino.
Lo único de esta noche que me tiene con los nervios de punta, es la lluvia
torrencial que empezó a caer desde que nos subimos al coche. Voy a llegar
escurriendo agua de lluvia si no se detiene un poco.
Por favor, Tlaloc [1], haz que deje de llover aunque sea un poco.
La charla ligera que mantenemos Karla —la chica en cuestión— y yo, es amena, pero
termina tan pronto como su novio se orilla en la acerca, en el lugar en el que, por
lo regular siempre me dejan.
—¿Estás segura de que no quieres que te llevemos hasta la puerta de tu casa? —Karla
inquiere—. Está lloviendo muy fuerte.
Hago un gesto de mano para restarle importancia.
—No te preocupes. Mi casa queda apenas a media cuadra —miento.
—Con mayor razón déjanos llevarte —ella insiste y un destello de pánico repentino
me embarga.
—De verdad, no es necesario. Además, tendrás que rodear porque la calle en la que
vivo es de un solo sentido. —A veces no puedo creer lo fácil que se me da mentir—.
No se preocupen. Solo es un poco de agua. No me hará daño.
—Andrea... —Karla me mira, indecisa.
—Andrea, nada —la corto de tajo—. Nos vemos mañana.
Entonces, sin darle oportunidad de nada más, salgo del vehículo, echo un vistazo a
la avenida desierta y cruzo corriendo.
La lluvia es tan intensa, que me toma apenas unos instantes estar mojada de pies a
cabeza. Le ruego al cielo que mi teléfono no se arruine dentro del bolso que abrazo
contra mi pecho. Le ruego, también, porque la zona sea tan segura como aparenta de
día y aprieto el paso.

Para cuando llego a mi destino, estoy tiritando de frío y empapada hasta la médula.
José Luis, el portero del edificio, al verme batallar buscando la tarjeta de acceso
de la puerta electrónica, se apiada de mi alma empapada y abre desde su puesto en
la recepción.
Un suspiro aliviado se me escapa cuando pongo un pie dentro de la cálida estancia y
me permito cerrar los ojos un momento, antes de encarar al hombre de edad avanzada
que me mira con una mezcla de horror y lástima.
—Señorita...
—Andrea —le ayudo, porque, claramente, veo que no es capaz de recordar mi nombre—.
Andrea Roldán.
—Señorita, Roldán, ¿está usted bien? —dice. Ya se ha levantado de su lugar, pero no
luce muy seguro de qué hacer: si acercarse o quedarse donde está.
Asiento.
—Un pequeño inconveniente, nada más —hago un gesto hacia mi ropa mojada, mientras
esbozo una sonrisa que pretende ser ligera, pero que sé que luce dolorosa.
—Creí que llegaría junto con el joven —dice, haciendo una seña hacia la entrada del
aparcamiento del edificio.
—¿Con el joven? ¿Qué joven? —replico, confundida, hasta que, de pronto, el
entendimiento me asalta y suelto una pequeña risotada—. ¡Oh! ¿Sergio? ¡No! ¡Para
nada! Sergio y yo solo somos amigos. Aquí solo viviré yo.
—¿Solo... usted? —El hombre frente a mí luce cada vez más confundido, pero decido
que no tengo tiempo para esto. Estoy agotada. Tuve un día muy pesado. Ahora mismo
estoy tan cansada, que solo deseo tomar una ducha con agua caliente y meterme en la
cama.
—Solo yo, para mi mala suerte —bromeo—. En fin... Creo que iré a tomar una ducha.
No quiero resfriarme.
El hombre parece salir de su estupor en el instante en el que digo aquello, como si
hubiese olvidado por completo que estoy estilando sobre el precioso vestíbulo del
edificio.
—¡Oh! ¡Por supuesto! Vaya. Adelante.
Una última sonrisa es esbozada por mis labios antes de pronunciarle una despedida y
echarme a andar a toda velocidad hasta el elevador.
La preciosa vista del impresionante apartamento de mi amiga aparece delante de mis
ojos cuando las puertas del ascensor se abren frente a mí, y parpadeo un par de
veces cuando un fugaz pensamiento me viene a la cabeza.
Yo no dejé las luces encendidas.
—Rosita, seguramente —musito para mí misma, mientras salgo del elevador y me
adentro en la espaciosa estancia, al tiempo que me deshago el moño despeinado que
tenía en la cima de la cabeza. El cabello me cae —rebelde y desastroso— por todos
lados hasta llegarme por debajo de la cintura.
En el instante en el que pongo un pie en el interior, me quito el bolso, y lo dejo
en el suelo para empezar a quitarme la ropa mojada. No quiero hacer un desastre
entrando así al pasillo que da a la habitación principal —esa que, por las prisas,
no tuve oportunidad de ver más temprano.
Detengo el striptease cuando solo el sujetador y las bragas me cubren, y decido que
esto es suficiente. Pasearme desnuda por el apartamento de mi amiga cuando ella no
está me parece de lo más inapropiado.
Además, pese a que este es uno de los edificios más altos de la ciudad y no hay
vecino alguno que pueda verte, me turba un poco la idea de tener una pared entera
hecha de cristal, por la cual alguien —me importa un bledo que solo sean los
pájaros— puede verme.
Me agacho para tomar la ropa, y el cabello frío cayéndome por los brazos y la
espalda baja son el recordatorio de que necesito despuntarlo. Ya está demasiado
largo.
Cuando tengo todas mis pertenencias entre los dedos me encamino hasta las cajas que
dejé más temprano, tomo algo de ropa seca y limpia de ellas, y luego me encamino al
pasillo.
Abro la primera puerta que me encuentro. Es un precioso baño sin ducha.
Un bufido involuntario se me escapa cuando me percato de la fuente contemporánea al
fondo del lugar, y ruedo los ojos antes de seguir.
La siguiente puerta, es un cuarto de servicios muy espacioso. Hay una lavadora, una
secadora y colgadores y repisas de todos tipos y tamaños. Cuando localizo el cesto
de la ropa sucia, dejo toda la que traigo —mi bolso incluido—, no sin antes tomar
de él mi teléfono y mi cartera.
Una puerta más es abierta y me topo de frente con un pequeño —pero lujoso—
gimnasio.
Hay espejos en todos lados, aparatos y colchonetas al fondo del lugar; así como un
equipo de sonido que luce bastante sofisticado. Parpadeo un par de veces.
Esto es... demasiado.
Cierro la puerta y decido que me burlaré eternamente de Génesis cuando le haga
saber que su casa tiene un gimnasio integrado. Estoy segura de que no lo sabe. Se
va a querer morir cuando se entere.
Finalmente, la última puerta es abierta y me topo de frente con una enorme
recámara. Las pesadas cortinas oscuras cubren el ventanal que —seguramente— hay del
otro lado y hay una cama inmensa al centro de todo. Las tonalidades claras de la
decoración y la tenue luz cálida de todo el apartamento le dan un aspecto romántico
a la habitación. Sonrío. Este lugar seguro que le gusta a mi amiga.
Hay dos puertas, una de ellas es corrediza, así que sé, de inmediato, que da a un
armario con vestidor. La otra, entonces, debe ser la del baño de la recámara.
Antes de adentrarme en él, me entretengo robándole la contraseña del wifi
al router que hay en la habitación y, cuando mi teléfono se conecta a la red, los
mensajes empiezan a llegar.
Tengo un par de Génesis preguntándome si ya estoy en el apartamento. Le respondo
rápido y le digo que le llamaré en cuanto salga de ducharme. Tengo un par más del
abogado Guzmán, recordándome que debo pasar a firmar mañana a la fiscalía del
estado.
El resto decido verlos cuando me bañe y, luego de dejar el aparato sobre el enorme
tocador, quitarme los lentes mojados, y comenzar a desenredarme el cabello con los
dedos, me encamino hacia la puerta cerrada. En el camino, me quito el sujetador y
lo cuelgo en la manija para que se seque.
El sonido del agua cayendo hace que deje de caminar unos instantes.
—¿Me estás jodiendo? ¿Una fuente en cada baño? —digo, en un susurro incrédulo y
horrorizado y, luego de un bufido fastidiado, abro la puerta.
En el momento en el que el vapor me golpea de lleno, me detengo en seco.
Es agua caliente.
—¿Pero qué...? —musito, al tiempo que me adentro en la espesa nube de humo que me
rodea y me pone la carne de gallina.
Doy un paso y luego otro. Visualizo la puerta de cristal ahumado —de ese por el que
no puedes ver a través; solo siluetas deformes— de la ducha y me detengo en seco.
Un grito se construye en mi garganta. El terror crepita por mi cuerpo hasta
embotarme los sentidos y el pánico me deja sin aliento unos instantes cuando noto
la silueta de alguien dentro de la regadera.
Entonces, grito. Grito con toda la fuerza de mis pulmones.
La puerta se abre de golpe y una nueva nube de humo me azota. Un hombre —un
glorioso y hermoso hombre— completamente desnudo aparece frente a mí y clava sus
impresionantes ojos color miel sobre los míos.
—¡¿Pero qué mierda?! —exclama, con su voz ronca y pastosa, y la familiaridad me
golpea de inmediato.
Es mucho más alto que yo. Fácilmente, me saca una cabeza entera. Su cabello —negro
como la noche— cae húmedo y desordenado sobre su frente y sus cejas pobladas y
oscuras casi se unen en un ceño profundo y enojado. Uno que enmarca a la perfección
esos feroces ojos que me miran con intensidad. Lleva la mandíbula —angulosa y
oblicua— cubierta por una fina capa de bello facial y luce tan impresionante, que
me quedo sin aliento durante unos instantes.
Sus hombros anchos y brazos fuertes es lo siguiente que noto y, cuando mi vista
baja por la piel que se tensa sobre su abdomen firme y plano —claramente, a causa
de un régimen de ejercicio diario— hasta llegar a su...
Oh...
Por...
Dios...
Mis ojos suben una vez más a los suyos, aterrados por lo que acabo de hacer y sé,
desde el instante en el que su mirada —horrorosamente familiar— se oscurece con una
ira cruda y fría, que me ha visto mirarle el...
¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios!
El calor me sube por las mejillas.
Mi boca se abre para decir algo. Aún no sé qué, pero lo hace de todos modos y se
cierra de golpe cuando, en ese instante, las piezas comienzan a hacer clic en mi
cabeza.
Él mirándome del mismo modo en el que lo hace ahora. Él diciéndome patética y
ridícula. Él arrancando la manta que la idiota niña enamorada que fui pintó para
él.
—¿Qué demonios...? —farfullo, sacudiendo la cabeza, incrédula.
¡Bruno!
Bruno Ranieri está aquí, en el departamento de mi mejor amiga, completamente mojado
y desnudo delante de mí.

Capítulo 4

BRUNO

La chica semidesnuda frente a mí me mira horrorizada. Es... bonita. Y


familiar. Muy familiar.
Ojos oscuros y expresivos me observan con miedo, vergüenza y... ¿reconocimiento?
Tiene el cabello largo. Tan largo, que no puedo verle el torso... ni las tetas. Su
piel morena clara va a juego con el color castaño de su pelo y tiene unas
condenadas piernas que me hacen imposible mirarle otra cosa.
Fácilmente, le saco una cabeza.
—¡¿Se puede saber quién carajos eres tú?! —espeto, mientras tomo la toalla que
acerqué cuando me metí a bañar y me envuelvo las caderas con ellas.
Como si mis palabras hubieran activado un interruptor en ella, chilla, se cubre el
torso con las manos —como si yo de verdad estuviera interesado en verla— y grita
cosas sobre policías, denuncias, órdenes de restricción y allanamientos de morada.
—¡¿Quieres cerrar la puta boca y decirme quién diablos eres?! —Mi voz truena,
cuando me siento abrumado y agobiado por su irritante tono—. ¡Estoy a un maldito
pelo de llamar a la policía, así que más te vale explicarme quién, en el maldito
infierno, eres tú y qué demonios haces en mi casa!
Ella enmudece. Me mira fijo y el fuego en sus ojos me provoca una extraña sensación
debajo de la piel. Incómoda. Inquietante.
—Esta no es tú casa —replica, con una seguridad y un temple que me hacen querer
rugir de nuevo para verla encogerse ante mí una vez más.
—Yo vivo aquí.
—Aquí no vive nadie. Solo yo —dice, con la voz enronquecida, para luego añadir—:
Temporalmente.
Doy un paso más cerca y ella da uno lejos.
Me teme.
La victoria alza sus muros en mi interior y, sabiéndome capaz de amedrentarla, doy
otro paso. Ella vacila, pero termina cediendo y retrocede otro poco.
—¿Quién. Demonios. Eres. Tú? —digo, en voz baja y amenazadora, dándole énfasis a
casa palabra que pronuncio.
Algo parecido a la ira tiñe su mirada y se ruboriza por completo.
Familiar... De nuevo.
—¿No me recuerdas?
La confusión me azota en el instante en el que pronuncia eso, pero no se lo hago
notar.
—¿Tendría por qué hacerlo? —inquiero, con frialdad, pero mi mente corre a toda
marcha tratando de ponerle un nombre a esas facciones delicadas, labios mullidos y
ojos feroces que me miran como si fuese una basura.
¿Por qué no puedo recordarla?
—Eres un imbécil —escupe, al tiempo que sale del baño. La sigo de cerca—. Un
imbécil y un puto loco de mierda que entra a casas ajenas. ¿Qué diablos te sucede?
—Si no me dices, en este maldito momento, quién diablos eres y qué estás haciendo
aquí, te juro por Dios que...
—Me llamo Andrea Roldán —me corta de tajo y su nombre, de nuevo, trae una punzada
de familiaridad a mi sistema. Una desagradable—. Y yo vivo aquí.
—No —niego con la cabeza—. Tú no vives aquí. Tengo aquí más de una semana. Este es
el pent-house de mi mejor amigo.
—Este es el pent-house de mi mejor amiga —ella replica y, de pronto, todas las
piezas empiezan a encajar en su lugar.
Las cajas en la sala —esas que creí que eran de Dante y su esposa, y en las que no
quise husmear por respeto cuando llegué—, el comentario extraño del portero del
edificio...
—¿Cómo se llama tu amiga? —urjo y ella me mira con fiereza, pero parece estar
sacando las mismas conclusiones que yo.
—Génesis.
—Me lleva el puto demonio...
Ella me mira fijo, con el entendimiento surcándole las facciones.
—Tu amigo se llama Dante, ¿no?
Asiento, luego de clavar mis ojos en ella una vez más.
—Mierda... —suelta.
—Tiene que haber un error —mascullo, al tiempo que cruzo la habitación para tomar
el maletín que dejé junto a la puerta al llegar. Entonces, tomo el teléfono del
interior—. Voy a hablar ahora mismo con Dante.
—No si yo hablo con Génesis primero —ella dice, al tiempo que se estira para tomar
el aparato que descansa en el tocador. En el proceso, le veo un bonito pezón
asomándose entre la mata de pelo que la cubre. y me obligo a apartar la mirada
mientras busco el número de Dante en mis contactos.
Me llevo el teléfono a la oreja.
Andrea Roldán. Andrea Roldán. ¿De dónde demonios te conozco, Andrea Roldán?
Un timbrazo...
¿De la universidad? No. De la universidad no puede ser. La recordaría.
Dos timbrazos...
¿Del bachillerato? No. Del bachillera...
—Oh, joder —suelto, al tiempo que me vuelvo para mirarla y los recuerdos llegan a
mí.
Ella de pie al centro de la explanada de la preparatoria, con una bocina pequeña a
su lado y un micrófono que suena como el culo entre los dedos; sus amigas —supongo—
estirando una horrorosa pancarta, mientras que un chico toca la guitarra acústica y
canta —con otro micrófono que también suena del carajo— una canción de Reik que le
sale como la mierda.
Recuerdo a mis amigos burlándose de ella y luego de mí al ver la manta. Recuerdo lo
horrorizado que me sentí cuando la escuché decir que estaba enamorada de mí.
¡Enamorada de mí! Como si en algún puto momento hubiésemos hablado como para que se
sintiera de esa condenada manera.
En el proceso, soy capaz de evocar las miradas de todo el mundo, las risas, los
celulares alzándose para grabarnos...
No puedo recordar cómo le arranqué el micrófono de los dedos y lo tiré al suelo,
pero sí que la recuerdo a ella, mirándome justo como lo hizo hace unos instantes:
aterrorizada; solo que, en ese entonces, llevaba unos anteojos de montura ridícula.
Soy capaz de recordar, también, la ira que sentí al verla esbozar ese gesto
desolado y triste. Como si yo le hubiese hecho algo atroz. Como si el que la
hubiese puesto en ridículo fuera yo.
Tres timbrazos...
¡Es la loca! ¡La maldita loca de la pancarta y la canción!
—¿Qué pasa, Ranieri? ¿Es que no puedes estar un día sin saber de mí?
—¡¿Se puede saber por qué tu esposa le dio las llaves del pent-house a una loca de
mierda?!
—¡¿Qué?! —Dante exclama, del otro lado de la línea y soy capaz de escuchar a Andrea
balbuceando algo en el baño. Seguro habla con Génesis.
Rápidamente, sin perder un segundo, le digo todo a Dante:
Que llegué a casa temprano para ducharme y que, de pronto, una lunática irrumpió en
el baño. Omito el detalle de su desnudez, porque no lo considero relevante.
También, omito que me vio en pelotas y, para cuando termino de hablar, estoy
temblando de la ira.
—No sé qué diablos pasó. Necesito hablar con Génesis —Dante dice, confundido y
apenado, del otro lado de la línea—. Tiene que haber una explicación.
—No pienso pasar un segundo más en este lugar con ella, Dante —siseo, en voz baja
hacia el teléfono—. La tipa está loca.
—¡Epa, Bruno! Tranquilo. Las amigas de Génesis son geniales. —Dante asegura—.
Además de majas, claro.
Sus palabras solo avivan la furia que ya me escuece las entrañas.
—¡Eso me importa una mierda! —Mi voz truena y, por el rabillo del ojo, miro cómo la
chica asoma la cabeza fuera del baño, con el teléfono aún pegado a la oreja y,
ahora, lleva la montura delgada de unos anteojos grandes.
Luego de ver que no le hablo a ella, vuelve a perderse de mi vista.
—Era una broma, idiota. —El tono de mi amigo solo me hace querer romper cosas—.
Déjame hablar con Génesis. Todo debe tener una explicación. Dame un momento y te
regreso la llamada, ¿vale?
Mascullo un asentimiento y, luego de una breve despedida, me cuelga.
Aprieto la mandíbula, furioso. Escupo una palabrota antes de introducirme en el
enorme clóset de la habitación, y tomo un pantalón y una camisa. Entonces, me visto
a toda velocidad, me pongo los zapatos y salgo a la habitación solo para
encontrarme con la chica envuelta en una toalla, sentada al filo de la cama.
Mis ojos encuentran los suyos.
—Génesis dice que hablará con Dante —pronuncia, pero no digo nada. Solo tomo mi
cartera, mi teléfono y me pongo el reloj en la muñeca.
—Tú y tu amiga hagan lo que quieran —escupo—. Yo me largo de aquí.
—Yo no tengo la culpa de que esto esté pasando. Génesis tampoco —ella replica—. No
es como si lo hubiéramos planeado, ¿sabes?
La ira dentro de mí se aviva con sus palabras.
—¿Estás segura? —espeto— Porque, lo último que recuerdo de ti, es que me declaraste
tu amor aun cuando jamás en la puta vida nos habíamos hablado.
El rubor tiñe sus facciones y su gesto se torna tan horrorizado que, por un
momento, me arrepiento de lo que dije y quiero disculparme.
—Tenía dieciséis —dice, como si eso lo justificara todo.
—Pues te informo que fuiste la única chiquilla de dieciséis que hizo algo como eso
para mí. En toda mi vida —refuto. Estoy siendo grosero, lo sé, pero no puedo
evitarlo—. Así que no me juzgues por tacharte de loca.
Ahí está de nuevo. Ese ardor en su mirada y ese temple que me saca de mis casillas.
—Eres un imbécil —sisea, pero suena herida—. Esa chiquilla de dieciséis años jamás
había tenido un enamoramiento adolescente. Esa niña solo se hizo castillos en el
aire. No se merecía que la trataras como lo hiciste.
—¿Pretendes que sienta lástima por ti? —escupo, y una carcajada cruel me abandona
en el proceso—. Hasta donde yo sé, bien podrías estar acosándome de nuevo. Podrías
ser una puta loca que sigue obsesionada conmigo.
Se pone de pie y se acerca a toda velocidad.
—¿Crees que después de casi diez años aún estoy enamorada de ti? —sisea, cuando la
tengo a solo un pie de distancia y tiene que alzar la vista para mirarme. En
respuesta, cuadro los hombros para lucir más intimidante. En lugar de lucir
amedrentada, la chica —Andrea— me barre de pies a cabeza, como si fuese yo quien
estuviera envuelto solo en una toalla y no ella. Entonces, sonríe con socarronería
y veneno para decir—: Qué ridículo eres.
El pequeño insulto causa un maremoto en mi interior, pero no se lo hago notar. Solo
la miro fijamente, con frialdad.
—Yo seré un ridículo. —Apenas puedo reconocerme la voz—. Pero tú eres una jodida
loca.
Entonces, sin darle tiempo de nada, me giro sobre mi eje, tomo las llaves del auto
y la tarjeta del pent-house, y salgo de la habitación dando un portazo.
Necesito un puto trago.
Necesito ver a Rebeca.
De camino al bar donde siempre nos vemos, le envío un mensaje de texto. Ella
responde de inmediato. Nos encontraremos allá. El alivio que siento cuando leo su
mensaje es como un bálsamo y lo agradezco. Lo último que quiero, es tener que
beberme una maldita copa imaginándome a la maldita loca, medio desnuda, con esas
tetas de bonitos pezones debajo de una maldita toalla.
El cuerpo me responde ante el recuerdo y aprieto los dedos contra el volante.
—No cabe duda, Bruno Ranieri —digo, para mí mismo, en voz baja—, de que eres un
puto enfermo de mierda.

Capítulo 5

ANDREA

No puedo dejar de llorar.


En el instante en el que escuché a Bruno marcharse, comencé a hacerlo y ahora no
puedo parar. La verdad es que no sé por qué lo hago.
Siempre he sido una chica sentimental. Suelo llorar porque estoy feliz, porque
estoy enojada... Incluso, lloro cuando me siento agobiada. Pero, con tantas cosas
que tengo en la cabeza, no sé cuál haya sido el detonante real ahora.
Quizás solo sea que he pasado por demasiado. Quizás sea el peso de todo aquello que
me ha aquejado los últimos meses lo que me tiene con los nervios hechos un nudo.
La llamada con Génesis no hizo más que añadir una nueva mortificación a mi sistema.
Lo que menos quiero, es que tenga problemas con Dante por mi culpa y, aunque no se
escuchaba preocupada por tener que hablar con él, de todos modos, no puedo dejar de
pensar en lo que debe estar pensando ese hombre de mí.
El teléfono en mi mano vibra y pego un salto en mi lugar. Es un mensaje de Génesis
preguntándome si estoy despierta. Cuando le respondo que sí, me llama por teléfono.
—¿Ahí está el imbécil ese? —inquiere, sin siquiera dedicarme un saludo, pero
agradezco que no se ande con rodeos. Eso es algo que siempre me ha gustado de ella.
—No. Salió tan pronto como colgó al teléfono con tu marido —replico, enjugándome
las lágrimas—. Estoy bien, por cierto.
—Lo siento —dice, pero no suena sincera en lo absoluto. Muy a mi pesar, sonrío.
—Te odio —le digo y ella suelta una risotada.
—No. No lo haces —dice, con seguridad—. Me amas y lo sabes.
Ruedo los ojos al cielo, pero una sonrisa débil y triste amenaza con apoderarse de
mis labios.
—No te hagas muchas ilusiones —mascullo, pero agradezco el desfogue de tensión que
hemos tenido.
Suspiro.
—Hablé con Dante —dice, una vez que los ánimos han retomado ese tinte incierto de
antes. El corazón me da un vuelco—. Lo puse al tanto de tu situación financiera. —
Como si fuese capaz de verme abrir la boca para replicar, ella añade rápidamente—:
Sin hacerlo conocedor de tu situación legal, claro está. Solo le dije que tenías
problemas de dinero porque te habías quedado sin empleo, lo cual no es una mentira.
—Génesis...
—Fui cuidadosa, Andy. No te preocupes, ¿de acuerdo? —me corta, cuando nota que he
empezado a ponerme de nervios—. Además, eso no es lo importante aquí. Lo importante
es que lo he puesto al tanto de tu situación tanto como he podido y le he dicho por
qué te ofrecí el departamento. Entiende el motivo por el cual no puedo ni quiero
pedirte que busques otro lugar, y apoya enteramente que te quedes ahí el tiempo que
necesites. Dijo, incluso, que, si necesitabas apoyo de cualquier otro tipo, se lo
hicieras saber.
El calor me embarga el pecho tan pronto como mi amiga termina de hablar y las
emociones se me agolpan en la garganta.
—En cuanto a lo del departamento, ambos hemos concluido que ninguno de los dos
tiene el corazón de echar al invitado del otro del lugar, así que hemos decidido
que, si ambos quieren quedarse, pueden hacerlo.
—¿Cómo? ¿Te refieres a... los dos? ¿Al mismo tiempo?
—Como roomies.
Una carcajada histérica se me escapa.
—Yo no puedo vivir en este lugar con él aquí.
—¡Claro que puedes! ¿Por qué no? —dice—. Apenas coincidirán durante las noches. Y,
probablemente, ni así. Dice Dante que el fulano es un completo obseso del trabajo.
Que deja la oficina siempre entrada la madrugada y que temprano por las mañanas
vuelve a salir para iniciar otro día.
—Es que no lo entiendes, Génesis —digo, completamente horrorizada por su propuesta
—. Yo no puedo vivir con ese sujeto.
—¿Por qué no?
Un gemido avergonzado y frustrado se me escapa en ese momento porque sé que no voy
a poder sacarle la absurda idea de que Bruno y yo compartamos el departamento, sin
contarle la pequeña... historia que tengo con él.
—¡Maldita sea! —exclamo, al tiempo que me dejo caer de espaldas a la cama—. Te lo
voy a contar, Génesis, pero más te vale no burlarte. Jamás te lo perdonaré si te
burlas.
Mi amiga suelta una carcajada que me pone los nervios de punta.
—¡Por Dios, si eres dramática!
—Que conste que yo te lo advertí —digo y, entonces, se lo cuento todo.
Le hablo acerca de cómo conocí a Bruno en la preparatoria —si es que así puede
llamársele al modo en el que lo vi en las canchas de fútbol una mañana de mi primer
semestre de bachillerato, y decidí que me parecía guapísimo—. Le cuento sobre la
insana obsesión que desarrollé hacia él y de cómo empecé a idealizarlo de un modo
que, quizás, no era conveniente. Le hablo acerca de cómo aprendí todo de él sin
siquiera hacerle notar mi existencia, y de cómo me pareció buena idea declararle mi
amor delante de todo el mundo cuando caí en la cuenta de que se graduaría pronto —
esto, por supuesto, a casi un año del inicio de mi obsesión.
Fui una estúpida. Una niña tonta que nunca había conocido una escuela que no fuese
religiosa; que no conocía más que la educación estricta y ortodoxa de unos padres
exageradamente devotos y cerrados. Una adolescente a la que no le permitieron
asistir a escuelas mixtas hasta que no hubo más alternativa que esa, y que todo lo
que había aprendido sobre el romance, lo había hecho leyendo las novelas prohibidas
que su tía Ofelia —la solterona—, guardaba en un armario.
Y no trato de justificar mi comportamiento. Sé que estuvo mal todo eso que hice.
Que traté de utilizar la presión social para que el chico del que estaba
obsesionada por fin me mirara; y que lo humillé y me humillé a mí misma.
La verdad es que no sé en qué estaba pensando. Supongo que esperaba que pasara algo
como en las novelas que leía, y que, de pronto, resultaría que Bruno Ranieri
siempre me había notado. A mí. La insípida, tímida e inocente Andrea...
Para cuando termino de hablar, me siento tan avergonzada que, pese a que sé que
Génesis no puede verme, me he cubierto la cara con una almohada para protegerme del
recuerdo.
—Mira nada más... —Génesis habla, al cabo de unos instantes de silencio, en tono
socarrón y burlesco—. Quién iba a pensar que guardabas esa clase de pasado oscuro,
Andrea Roldán.
Quiero reír.
Y golpearla.
—Te odio —mascullo y ella suelta una carcajada.
—Andrea, pasó hace diez años —dice, en tono ligero, una vez superada la risa—.
Claro. La pancarta y la canción fueron demasiado, pero tampoco es para que te
martirices toda la vida por ello.
—¿Sabes qué fue lo que pensó cuando me recordó? —digo, y sueno como una niña
haciendo una rabieta—. Que lo seguía acosando. Que seguía obsesionada con él, aún
luego de tanto.
—¡Es que él también está exagerando!
—Por supuesto que no lo hace. En su lugar, yo estaría pensando en conseguir una
orden de restricción —refuto—. No me conoce. Nunca lo ha hecho. Para él, soy la
chiquilla loca que lo puso en ridículo delante de todo el instituto.
Un suspiro largo y cansado escapa de la garganta de mi amiga.
—Han pasado diez años —insiste, esta vez, con seriedad—. ¿Qué le hace pensar que,
si en diez años no hiciste nada, lo harás ahora? No eres una acosadora. Lo sabes.
Él también. Lo que pasa es que no quiere aceptarlo. Ha sido cosa del destino. De la
mala suerte esa que dices que te persigue. ¡Qué sé yo!
Una risa corta se me escapa al escucharla hablar de la tonta creencia que solía
tener cuando era más joven. Esa sobre ser perseguida por maldiciones y mala
fortuna.
—Seguramente ha sido eso: mi mala suerte.
Ambas reímos.
—Dante hablará mañana con él —dice, cuando somos capaces de hablar de nuevo—. Le
dirá lo mismo que yo te he dicho a ti: que ninguno de nosotros tiene problema con
que ambos vivan ahí, y que, si así lo desea, puede quedarse.
—¿Y si no quiere compartir el departamento conmigo?
—Pues entonces tendrá que buscar un lugar donde quedarse, porque tú de ese pent-
house no te moverás si no es por voluntad propia, cuando tengas un apartamento
propio una vez más.
—No sé qué sería de mí sin ti, Gen —me sincero, con un nudo apretándome la
garganta.
—Sinceramente, yo tampoco sé qué harías sin mí, cariño —bromea y una carcajada se
me escapa.
—Vete al demonio.
—Me amas. Cállate —replica, para luego, añadir—: Me alegra escucharte mejor. No hay
nada de qué preocuparse, Andy. Mejor ve, toma una ducha caliente para que no te
resfríes y duerme un poco. Lo necesitas.
—De acuerdo —mascullo, al tiempo que me pongo de incorporo en la cama—. Dale las
gracias a Dante de mi parte, por favor.
—Claro. Descansa, Andy.
—Tú también... o lo que sea que vayas a hacer ahora que vives del otro lado del
mundo.
—Acabábamos de regresar de caminar cuando me llamaste. Hemos estado levantándonos
temprano para hacer ejercicio. Nos sienta bien —suena animada y contenta—, pero esa
es una historia para otro momento. Ahora ve y descansa.
—Cuídate mucho.
—Tú también, Andy.

Cuando salgo de la ducha, lo hago vestida en mi pijama más decente: una remera
blanca y un short con estampado de arcoíris. No es algo que quiera utilizar en el
apartamento en el que también vive un chico, pero es esto o dormir con el pantalón
de chándal que tengo agujereado de la entrepierna —y del que no quiero deshacerme
hasta comprar uno igual de cómodo y ligero.
Finalmente, cuando estoy lista, me desenredo el cabello y me voy a la cama sin
cenar.
Antes de quedarme dormida, en mi cabeza nace un pensamiento...
Aquí duerme Bruno. Busca otra habitación.
Pero, entonces, una idea contraria me llega de pronto...
Te llamó loca. Te debe la habitación principal.
Entonces, me arrebujo en el mullido colchón y me meto debajo del pesado edredón.
El rugido del cielo augurando una nueva tormenta me arrulla hasta que, de pronto,
ya no soy consciente de nada.

***

Algo cálido me envuelve la cintura y me arrebujo en el calor del bulto a mi lado.


Mi espalda golpea contra algo cálido y firme y me acurruco un poco más.
Un sonido ronco irrumpe la bruma de mi sueño, y me entra por un oído y retumba por
todo mi pecho. Acto seguido, algo se ancla en mis caderas y me inmoviliza.
Entonces, siento algo duro presionándose contra mi trasero.
Mis ojos se abren de golpe. La oscuridad es abrumadora. No hay ni un ápice de
iluminación y está helando.
Estoy desorientada. Aún medio dormida, pero alerta. Una extraña sensación en mi
interior no deja de decirme que algo va mal.
Un escalofrío me recorre el cuerpo debido al frío que siento y parpadeo un par de
veces para acostumbrarme a la penumbra sin conseguirlo del todo.
Me remuevo un poco para levantarme, pero otro sonido —este más nítido que el
anterior—, resuena en mi oído y el aliento caliente me hace cosquillas en el
cuello. Un destello de pánico se apodera de mi cuerpo cuando soy hiper consciente
de la mano de dedos calientes que corre desde mi cadera, por encima de mi ropa y se
apodera de uno de mis pechos.
En ese momento, grito con toda la fuerza de mis pulmones. La mano se aparta en el
instante en el que el sonido estridente escapa de mi garganta, y pataleo y manoteo
para apartar a mi atacante.
Una palabrota retumba en el lugar cuando mi codo golpea contra algo y, luego, un
sonido estrepitoso inunda la estancia. Yo aprovecho ese momento para salir del
enredo de telas en el que me encuentro prisionera y bajo de la cama.
Las luces se encienden y tengo que cerrar los ojos unos instantes para
acostumbrarme a la nueva iluminación; pero, cuando puedo mirar más que puntos
blancos y oscuros, encaro a un —gloriosamente— semidesnudo Bruno Ranieri —lleva
solo un bóxer—. Hay sangre sobre su pecho, boca y nariz, y lleva un gesto
adolorido... y una erección imposible de ignorar.
Me obligo a mantener la vista en su rostro cuando me encara y clava esa mirada
salvaje y hostil en mí.
Un estremecimiento me recorre entera, pese a la confusión y el terror que me
embargan, y trato de deshacerme de la sensación cálida que me deja después.
—¡¿Se puede saber qué demonios haces en mi puta cama?! —brama.
—¡¿Qué?! —chillo, una octava más aguda de lo que suelo hablar—. ¡Qué
haces tú en mi cama! —lo corrijo—. ¡Eres un maldito depravado! ¡No vas a justificar
un abuso sexual con un «esta es mi cama»! ¡¿Por qué no buscaste otra condenada
habitación?!
Una carcajada incrédula se le escapa.
—¡Yo llegué aquí primero! ¡Esta es mi habitación! ¡Ni siquiera me di cuenta de que
estabas en la maldita cama! —Se ha olvidado por completo del sangrado de su nariz y
ha comenzado a rodear la estructura de madera que nos separa, para alcanzarme. Yo,
como mecanismo de defensa, me subo al colchón y me paro sobre él, y Bruno, como si
fuese un depredador a punto de atacar, se detiene frente a mí, con postura erguida
y amenazadora. Seguro que lucimos ridículos hasta la mierda—. Llegué, me quité la
ropa y me metí a dormir... ¡Como hago todos los puñeteros días! ¡¿Por qué no
buscaste tú otra habitación?!
—¡Porque no me dio la maldita gana! —escupo de regreso, plenamente consciente de
que sueno como una chiquilla mimada y algo peligroso se enciende en su mirada.
—¡Largo! —ruge, al tiempo que señala la puerta principal.
—¡Lárgate tú! —grito de regreso.
Un brillo malicioso le ilumina la expresión.
—Vete de aquí. No me hagas subir a esa cama por ti —dice, con la voz enronquecida—.
Si lo hago, no te va a gustar lo que va a pasar.
—¿Me estás amenazando?
—Te estoy advirtiendo.
Aprieto la mandíbula al tiempo que contemplo el semblante siniestro y hostil del
hombre que parece estar listo para abalanzarse sobre mí en cualquier momento.
La sangre seca en su nariz y boca le dan un aspecto barbárico. Bélico.
—Si me vuelves a poner una mano encima, Bruno Ranieri, te juro que...
—¿Qué? —me reta, al tiempo que esboza una sonrisa lenta y perezosa—. ¿Qué me vas a
hacer, Andrea?
La manera en la que dice mi nombre hace que algo en mi vientre se estruje con
violencia. Que el aliento se me atasque en la garganta y que quiera salir corriendo
de aquí... o quedarme, solo para ver qué pasa.
—Voy a hacerte sangrar de nuevo. Pero, esta vez, no será por la nariz —para
puntualizar lo que quiero decir, bajo la vista hacia su bóxer —aún tenso. Aún de un
tamaño abrumador.
Rápidamente, lo veo a la cara; justo a tiempo para observar el fuego crudo y puro
que brilla en sus ojos.
—Te reto a ponerme una mano en la polla —dice, sin dejar de sonreír, mientras barre
los ojos por la extensión de mi cuerpo. Se detiene unos segundos más de lo debido
en mis muslos y luego me mira a los ojos para añadir—: Por cierto, linda pijama. Se
vería lindísima en mi sobrino recién nacido.
La vergüenza hace que el rostro se me caliente, pero me obligo a alzar el mentón.
—No necesito ponerte una mano en la... polla. —Jamás en mi vida había usado esa
palabra y hacerlo me hace sentir aún más mortificada que haberle mirado desnudo. Si
mi madre me hubiese oído, se habría desmayado. Mi padre, seguramente, me habría
abofeteado.
Me yergo un poco más y me obligo a lanzar los pensamientos oscuros lejos. Me fuerzo
a mí misma a terminar la guarrada que me vino a la cabeza porque él me hace sentir
intimidada. Me hace sentir pequeña e indefensa y no me gusta. Lo odio. Así que,
hago un gesto de cabeza en dirección a su región baja y esbozo una sonrisa burlona.
—No puedo ni imaginarme cómo estarías si te pusiera una mano encima y, ¿la verdad?
Prefiero no averiguarlo.
Su piel morena se enrojece, su mandíbula se aprieta y sus puños se cierran.
—Largo de aquí —sisea, con un hilo de voz y un escalofrío de puro terror me recorre
entera.
—Con gusto, pervertido —le respondo, con el mismo tono que él ha utilizado y, sin
darle tiempo de nada, me bajo de la cama y me echo a andar a toda velocidad hacia
el corredor. Cuando estoy en la puerta, me detengo en seco y lo miro sobre el
hombro—. El short es divino, por cierto. Luego te cuento dónde puedes conseguir uno
para tu sobrino.
Acto seguido, salgo y doy un portazo.

Capítulos 6

BRUNO

El agua helada me golpea la nuca y el aliento me falta cuando el chorro me da de


lleno en la espalda y la cabeza. Pese al frío, siento la piel caliente, pero no
estoy muy seguro del motivo.
En mi cabeza aparece el recuerdo de un sueño vago y distante. El tacto suave de mis
dedos contra algo cálido y blando, el delicioso olor dulce; como a perfume de mujer
y la presión de algo contra mi polla.
La vergüenza atronadora me invade cuando otros recuerdos más nítidos me invaden:
Los gritos, el golpe en la nariz, el dolor insoportable, la desorientación, el
enojo, la confusión...
De pronto, solo puedo verla a ella. A Andrea. Ruborizada hasta la médula, con la
respiración dificultosa, mirándome como si fuese el ser más despreciable de la
tierra.
Una palabrota se me escapa mientras me froto la cara con ambas manos.
No fue mi culpa. Ella se quedó dormida en mi cama y ni siquiera me di cuenta de que
estaba ahí —eso no era mentira. De verdad, no la vi. Ni siquiera encendí las luces
del apartamento al volver, porque pensé que dormía por ahí.
Como si mi mente traicionera quisiera torturarme un poco más, los recuerdos de la
noche vuelven a mí como maremoto y me abruman más de lo debido.
Salgo de la regadera cuando la sangre me circula con normalidad y me pongo un short
pese a que detesto dormir con otra cosa que no un bóxer y nada más.
Mientras me acuesto en la cama, pienso en Andrea una vez más. Me sorprende que no
haya venido ya a tirar la puerta con algún grito irritante. Creí que lucharía un
poco más al enterarse de que no hay otra habitación en este apartamento.
Tiene terraza, alberca, estudio; su propio gimnasio, un teatro en casa, un cuarto
de lavado ridículamente grande; así como un armario que parece una habitación
dentro de la recámara principal —sin mencionar el jacuzzi del baño en el que acabo
de tomar una ducha—... pero no tiene un cuarto de huéspedes.
Pareciera que el lugar fue hecho con la sola intención de estar en cautiverio en
solitario, no con visitas. Es como si Dante lo hubiese hecho a propósito, para
estar siempre aquí, encerrado con su esposa.
Una sonrisa maliciosa tira de una de las comisuras de mis labios ante el
pensamiento de Andrea, buscando otra habitación y casi me remuerde la consciencia
de la satisfacción que siento en estos momentos.
Esta noche, he ganado yo.
Bruno: 1 - Andrea: 0.
Sonrío y tomo mi teléfono para revisar mis mensajes. Si esa chica cree que puede
competir conmigo, está muy equivocada.

***

El sonido estridente de la música hace que despierte de golpe, ofuscado.


Confundido.
La habitación está completamente a oscuras, como me gusta para levantarme a la hora
que me plazca. A tientas, tomo mi teléfono de la mesa de noche y miro la hora.
5:35 a. m.
—¿Pero qué carajos...? —mascullo, mientras me incorporo y enciendo la lámpara sobre
la mesa.
¿Qué demonios le pasa a esta mujer? ¿Está escuchando música a las cinco de la
mañana?
Ira cruda y cegadora me embarga y me pongo de pie de golpe para cruzar la
habitación en tres zancadas.
¿Es que acaso está loca?
Regreso sobre mis pasos cuando recuerdo que esa chica ya me ha visto desnudo y
erecto —no ambas cosas al mismo tiempo, gracias a Dios—, y me pongo una remera
negra que tiene estampada la portada de The Dark Side of the Moon de Pink Floyd.
Recorro el pasillo en largas y furiosas zancadas hasta la sala de estar. Las luces
de todo el apartamento están encendidas y la música retumba en todos lados, pero no
hay rastro alguno de la lunática. Cada segundo que pasa me calienta más la sangre e
incrementa la ira.
Decido, entonces, solucionar el problema de la música yo mismo. El volumen de la
música incrementa conforme subo las escaleras que dan al teatro en casa.
Cuando llego hasta arriba, me detengo en seco porque ahí está ella. Se le ve
fresca. Despierta y lista para empezar el día. Lleva el cabello largo recogido en
un moño alto en la cima de su cabeza y se está poniendo algo en las pestañas, pero
se detiene cuando se percata de mi presencia. Me sonríe, radiante. Algo se retuerce
en mi interior y me enfurezco un poco más.
—¿Se puede saber qué demonios es eso? —espeto, señalando hacia la pantalla de la
Smart-TV en YouTube que reproduce el videoclip de una canción que no conozco.
Andrea toma sus anteojos —que hasta ahora no sabía que se encontraban a su lado— se
los pone, echa un vistazo y dice:
—I don't care de Ed Sheeran y Justin Bieber. Acaba de salir.
La ira hierve con más fuerza en mi interior.
—Sabes perfectamente que no es eso lo que estoy preguntando. ¿Qué demonios está
pasando aquí? ¡Son las putas cinco de la mañana! —bramo, cada vez más enfurecido
con ella y ese gesto impasible que me dedica me hace querer rugir para intimidarla.
—Hoy tengo que estar a las siete de la mañana en mi trabajo —dice, con
tranquilidad, mientras toma el pequeño espejo en el que se veía, junto con un tubo
de pintura para labios—. Me levanto a las cinco y veinte todos los días. A las
cinco, si decido bañarme en la mañana; pero, en vista de que ayer alguien me
despertó a las tres de la madrugada y, no conforme con haberme levantado con un
contacto que no fue consentido en lo absoluto, me echó a dormir a un sofá cama;
pues me tuve que aguantar las ganas de ducharme temprano para recuperar un poco del
sueño perdido.
—¿Y a mí qué demonios me importa todo eso? —digo, pese al remordimiento de
consciencia que me provocan sus palabras—. Te pregunté otra cosa.
Me sostiene la mirada un segundo antes de volver a la tarea de ponerse ese bonito
color rosa suave en los labios.
—Todas las mañanas, mientras me alisto para ir a trabajar, pongo música. Es parte
de mi rutina diaria.
—Rutina diaria, mi culo —espeto, cual guarro maleducado—. Apaga eso.
—No.
—Apaga esa maldita cosa ahora mismo.
—¿O qué? —Me mira, arqueando una ceja—. ¿Me vas a acusar con tu amigo Dante?
La miro con frialdad. En mi interior, el enojo arde y quema como nunca nada lo ha
hecho.
—Ten mucho cuidado, Andrea —digo, en voz baja y profunda—, de a quién le declaras
la guerra.
Ella alza el mentón y entorna los ojos en mi dirección, esbozando una sonrisita
sabionda.
—Debiste haber escuchado tu propio consejo, Bruno.
Su voz acaricia mi nombre y, de pronto, la imagen de ella, con el cabello
alborotado y rebelde cayéndole sobre el torso desnudo me invade la cabeza.
Maldita sea.
—Que no se diga que no te lo advertí —sentencio y me giro sobre mis talones para
bajar a la habitación principal.

***

El teléfono suena. Es Dante una vez más.


Miro la hora. Pasa de la medianoche en España, así que decido dejar de torturarlo y
respondo.
—¿Ya dejaste de ser un imbécil exagerado?
—¿Sabías que la chica me vio en pelotas? —inquiero, de regreso.
—Algo así me contó mi esposa. —Puedo escuchar la sonrisa en su voz.
—Deja de reírte de mí o te juro que cuando te vea voy a...
—Cuando me veas, ya no estarás enojado por esto —me corta y suelto un sonido mitad
bufido, mitad gruñido.
—¿Qué fue lo que pasó? —pregunto, de mala gana y él me lo cuenta todo.
Al parecer, su esposa le prestó el apartamento a Andrea ahora que atraviesa
problemas financieros graves. No lo habló con Dante, y Dante tampoco le dijo a ella
que me había prestado el lugar a mí. Todo fue un malentendido. Falta de
comunicación.
—Entenderás, entonces, que no puedo echarla, ¿verdad, hermano? —Dante dice, al cabo
de un largo momento de silencio—. Mi esposa me mataría si echo a Andrea.
—Y me estás echando a mí.
—¡Por supuesto que no!
Suelto una risa amarga ante la perspectiva de vivir en casa de mi padre.
Me lleva el carajo.
—Me estás echando, Dante. Estás diciéndome que no vas a echar a la loca.
—Exactamente. Estoy diciéndote que no puedo echarla, no que quiero que tú te vayas
—refuta—. ¿Y se puede saber por qué demonios le dices loca? Cualquiera en su lugar
habría hecho un escándalo si hubiera encontrado a un hombre desconocido, desnudo en
la ducha.
Una carcajada amarga se me escapa y, entonces, decido contárselo todo. Le cuento de
cómo me declaró su «amor» delante de todo el mundo en la preparatoria sin siquiera
haber hablado nunca y de cómo me convirtió en el hazmerreír de todo el instituto.
—Andrea no es una chica mala, Bruno —Dante dice, cuando termino de hablar y una
punzada de enojo me atraviesa de lado a lado. No me gusta que la defienda. Que
hable de ella como si de verdad la conociera desde siempre y no desde hace apenas
un par de meses.
—Yo no he dicho que sea mala. He dicho que está loca.
—Bruno...
—Dante, lo entiendo —lo interrumpo—. Ella se queda en el pent-house y yo me voy a
casa de mi padre.
—Es que no tienes que irte, Bruno.
Me río.
—¿Sugieres que viva en ese lugar con ella? —sueno ligeramente insultado.
—Solo por un tiempo. Mientras encuentra algo que se ajuste a sus posibilidades.
Las carcajadas me abandonan de inmediato. No puedo creer lo que está diciéndome.
¡Yo! ¡Viviendo con esa chica!
—De verdad que has perdido la cabeza —digo, luego de superar el ataque de risa—. No
voy a vivir con ella. Además, no hay espacio para los dos. Solo hay una recámara.
—Puedo mandar adaptar el gimnasio como una alcoba —resuelve.
—Ese lugar parece cámara de enfriamiento —atajo—. Yo no pienso dormir ahí y dudo
que ella, cuando lo conozca, quiera.
—Podrían turnarse para dormir en los sofá-cama del teatro en casa.
—No voy a dormir en la sala, Dante.
—No es la...
—Ya te dije que no. —Esta vez, cuando hablo, sueno brusco y golpeado.
—¿Prefieres vivir con tu papá a compartir el apartamento con una chica a la que
apenas vas a ver? —pregunta—. Sale temprano en la mañana y casi siempre hace horas
extras. Dice Génesis que hay días que hace doble turno y sale hasta las once de la
noche. Tú trabajas todo el día. Solo vas a casa a dormir. A veces ni siquiera
llegas al departamento porque pasas la noche con alguna de tus amigas.
Silencio. Sé que todo lo que dice es verdad, pero, de todos modos, no quiero ceder.
Me niego a aceptar vivir con Andrea Roldán.
—Dante, la chica es un dolor en el culo —le digo y él se ríe.
—¿De qué hablas? Andrea es genial. Además, lo que pasó entre ustedes fue hace diez
años. Seguro que ella se avergüenza de ello más que tú. Déjalo ir, Bruno. Te hace
mal.
Aprieto la mandíbula.
—¿No tienes algo mejor que hacer que venir a arruinarme el día? —refuto, porque no
quiero continuar con una discusión en la que, claramente, no estoy llevando la
ventaja.
Dante ríe ligeramente.
—Piénsalo, Ranieri —dice, ignorando mi pregunta—. No creo que vivir con Andrea sea
peor de lo que será vivir con tu padre y tu hermano.
—Vete a la mierda.
—¿Vas a pensarlo?
Silencio.
—Sí —respondo, a regañadientes.
—Con eso me conformo —dice—. Ahora, si me disculpas, me voy a dormir. Es muy tarde
acá.
—Sí... como sea —mascullo.
—Tú también cuídate, Bruno. —Dante se ríe y, entonces, cuelga.

Capítulo 7

ANDREA

Hoy salí temprano del trabajo.


Dormí tan poco y estoy tan cansada, que la sola idea de hacer horas extras me
pareció inconcebible. Por eso, opté por tomar mis pertenencias a la hora de salida
de mi turno, y encaminarme hacia el fraccionamiento en el que vivo ahora.
Luego de una parada en la fiscalía para firmar ese papel que acredita que no he
huido de la ciudad —o del país— y de una breve visita al supermercado, llego al
apartamento, feliz de estar antes de las ocho en casa.
Cuando llego, cocino una pasta que vi en un video de Tasty que se veía deliciosa y
ceno en el lugar en el que dormí, entre cojines mullidos y algunos capítulos de
Dark —que he empezado a ver tres veces porque no logro entenderla del todo—. Cuando
termino, decido hacer un poco de organización.
Luego de otra inspección exhaustiva al apartamento y de asegurarme de que no hay
otra habitación, decido guardar mi ropa en el armario inmenso de la recámara
principal. Siempre respetando —por supuesto— el espacio que Bruno ha ocupado.
Si él dormirá aquí, tendrá que permitirme usar la ducha y el vestidor. Es lo menos
que puede hacer luego de hacerme dormir —prácticamente— en la sala.

Cuando acabo de ordenar la mayoría de mi ropa, me meto en la ducha y me doy un baño


rápido, solo porque no quiero estar aquí cuando Bruno llegue. Al terminar, pongo un
poco de café en la cafetera y me pongo a leer en la sala hasta que puedo servirme
una taza.
Es casi medianoche cuando vengo de regreso con mi segunda taza y la puerta del
ascensor de abre. La impresionante imagen que aparece delante de mis ojos me deja
sin aliento unos instantes y me maldigo internamente. Me maldigo una y otra vez
porque no puedo creer que esté aquí, babeando como una idiota por el tipo más
odioso que he tenido la oportunidad de conocer.
Bruno Ranieri se detiene en seco cuando se percata de mi presencia y sus ojos me
barren de pies a cabeza. Llevo una remera que me va grande, mi short de arcoíris,
una taza con café en una mano y una novela de Paula Hawkins en la otra.
Él, contrario a mí, luce demasiado acicalado. Lleva el cabello perfectamente
estilizado, una fina capa de bello facial le cubre la mandíbula y se ha puesto un
traje azul marino que parece hecho a medida. En una mano, lleva un maletín y en la
otra, un iPhone.
—Hay pasta con pollo en la nevera —digo, porque si voy a tener que habitar este
lugar con él aquí, lo mejor es llevar la fiesta en paz—. Y café en la cafetera.
No responde, solo me mira fijamente mientras, sin esperar a que diga nada, me
encamino hacia el espacio del departamento del que me he apropiado.
Pasa alrededor de media hora antes de que el sonido del chapoteo me haga ponerme de
pie y asomar la cabeza desde el ventanal hasta tener un vistazo de la terraza y la
alberca.
Una figura se mueve con gracia debajo del agua y sale del otro lado. Bruno Ranieri
está allá abajo, en traje de baño; y yo estoy aquí arriba, como la acosadora que
cree que soy, mirándole a hurtadillas.
Es que es tan atractivo...
Lástima que seas tan odioso.
Me aparto del cristal y trato de concentrarme en la lectura una vez más sin éxito
alguno. Al cabo de media hora de intentarlo, decido que el libro es una causa
perdida por hoy y enciendo la televisión una vez más, dispuesta a ver unos cuántos
capítulos más de la serie.
A la mitad de uno, decido hacer una pequeña pausa para ir por algo más para comer
y, mientras bajo las escaleras, no puedo evitar echar un vistazo hacia la terraza.
Bruno sigue ahí, nadando. Por un segundo, me pregunto si la alberca está
climatizada.
No me sorprendería en lo absoluto que así fuera.
Me entretengo más de lo que debería mirándolo con discreción desde el punto en las
escaleras en el que me encuentro y, cuando me remuerde la consciencia, me obligo a
encaminarme a la cocina para hacer palomitas.
De regreso a mi guarida, me detengo unos instantes en las sombras y me paro sobre
mis puntas para echar un vistazo hacia la terraza. No logro ver a nadie, así que
doy un paso más cerca —hasta pasar por debajo de las escaleras—; aún en la oculta
en la oscuridad de las luces apagadas, pero con un mejor ángulo de la espaciosa
terraza.
Sigo sin poder ver nada, así que doy un paso más cerca. Finalmente, cuando me doy
cuenta de que ahí no hay nadie, dejo escapar un suspiro suave y me giro sobre mi
eje. En ese momento, el rostro en penumbra de alguien me golpea de lleno y dejo
escapar un grito ahogado.
La bolsa de palomitas se me cae al suelo y una exclamación aterrada se me escapa.
—¿Buscabas algo, preciosa? —La voz de Bruno me llena los oídos y la vergüenza y el
enojo se mezclan en mi interior.
—¡Casi me matas del susto!
—Eso te pasa por andar espiando a la gente —resuelve, al tiempo que da un paso en
mi dirección. Yo, por instinto, doy uno hacia atrás, de modo que la luz de la
terraza me ilumina y me permite ver un poco más de su silueta.
Es mucho más alto que yo y su espalda ancha contrasta con lo estrechas que son sus
caderas. El cabello oscuro le cae sobre la frente y estila agua.
—No estaba espiándote.
—Ah, ¿no?
—No.
—Entonces, ¿qué estabas haciendo? —inquiere, al tiempo que se acerca un poco más.
Sus ojos brillan con malicia y yo retrocedo tanto, que mi espalda choca con la
puerta corrediza de cristal.
—Y-Yo... —balbuceo, pero él ya ha acortado la distancia entre nosotros y ha
colocado ambos brazos a cada lado de mi cuerpo, aprisionándome en mi lugar.
Está tan cerca, que las gotas que le estilan del traje de baño me mojan los pies.
—¿Te gusta lo que ves? —Su voz suena tan ronca, que el corazón se me estruja—. ¿Por
eso me miras a hurtadillas?
El aliento me falta, el pulso me da un tropiezo y lo miro a los ojos. Esos
preciosos ojos del color de la miel que no dejan de verme con una intensidad
abrumadora.
Un sonido incoherente brota de mis labios y quiero golpearme por ello; sin embargo,
él no me da tiempo de nada, ya que, con la mano mojada, me sostiene el rostro por
la barbilla y me acaricia el labio inferior con el pulgar.
—En el fondo, no has dejado de ser la chiquilla de dieciséis que está obsesionada
conmigo —dice y un escalofrío me recorre entera.
—No estoy obsesionada contigo —protesto, pero no puedo dejar de mirarle la boca
entreabierta; de labios húmedos.
—¿Quieres apostar? —susurra y, entonces, presiona su cuerpo contra el mío.
La humedad de su piel me moja la ropa y me quedo sin aliento cuando su rodilla se
instala entre mis muslos, impidiéndome cerrarlos del todo.
Su nariz aspira profundo el punto en el que mi garganta y oreja se unen y mis ojos
se cierran con fuerza ante el espasmo violento que el contacto me provoca.
Entonces, con lentitud, abre la puerta corrediza a mis espaldas y empuja mi cuerpo
hacia la terraza.
El aire helado y la ropa mojada me ponen la carne de gallina cuando doy un par de
pasos hacia afuera, donde él indica.
—¿Ya ves como sí estás temblando? —dice, contra mi oído y, entonces, me envuelve
entre sus brazos —fuertes. Cálidos. Abrumadores— y me empuja con fuerza.
La confusión es apenas instantánea cuando caemos de lleno en el agua helada de la
piscina y me deja ir.
¡No está climatizada!
El agua me entra por la nariz y me quema las vías respiratorias cuando me sumerjo
en el agua profunda. Tengo que patalear hacia arriba para llegar a la superficie.
Para cuando consigo salir a tomar aire, Bruno ya se encuentra afuera de nuevo y se
seca con una toalla.
—¡¿Qué demonios está mal contigo?! —chillo, al tiempo que me percato de que he
perdido mis lentes en algún lugar de la alberca.
—Eso fue por la forma en la que me despertaste esta la mañana. —Me regala una
sonrisa radiante. En ese instante, el aliento me falta, pero no estoy segura de si
ha sido por la forma en la que me ha sonreído, o es solo el frío que se me adhiere
a los huesos—. Que descanses, liendre.
—¡Se me cayeron los lentes dentro de la alberca, animal! —chillo, una octava más
aguda de lo normal.
—Suerte encontrándolos, entonces —dice, mientras me regala un guiño y se adentra en
el departamento.

***

Es muy temprano en la mañana cuando me escabullo en la habitación principal —helada


y en penumbra— y enciendo el televisor con el mando para presionar el botón de
«mudo». Todo lo hago con una cautela que desearía el más experimentado de los
cazadores y miro hacia atrás, solo para comprobar que Bruno sigue dormido allá, en
el océano de sábanas y almohadas blancas al fondo de la estancia.
Míralo nada más. Dormido, cual rey; mientras tú tienes que dormir en la sala. Y no
conforme con eso, anoche te tiró a la piscina. Gusano de mierda.
Entorno los ojos en su dirección y arqueo una ceja mientras vuelvo mi atención al
televisor y busco, dentro del listado de las aplicaciones, la de YouTube. La
canción de hoy es Cake By The Ocean de DNCE y la pongo en pausa instantes antes de
escabullirme en la regadera con ropa limpia entre los brazos.
Ayer, luego de que el idiota de Bruno Ranieri me tuviera cerca de cuarenta minutos
en plena oscuridad, con lo mala nadadora que soy —apenas puedo mantener la cabeza
fuera del agua—, buscando en las profundidades de una alberca de dos metros y medio
de profundidad por mis anteojos; salí hecha una sopa directo al cuarto de lavado,
donde me encerré y me sequé con las toallas que ahí se encuentran almacenadas.
Luego, metí mi pijama mojado en la secadora y esperé ahí hasta que salió para
ponérmela de nuevo.
Todo ese tiempo libre —mientras esperaba por mi ropa ahí, de pie en medio del
cuarto de lavado tiritando de frío, quiero decir—, me hizo pensar demasiado en lo
ocurrido... Y me hizo planear una venganza.
Esta venganza.

Me ducho lo más rápido que puedo y me visto en unos minutos antes de salir andando
sobre mis puntas. La habitación sigue a oscuras. La única iluminación, es la del
televisor que dejé encendido y la que se cuela desde el baño. Tomo el control
remoto y me acerco hasta el interruptor de la luz. Entonces, le quito el mudo a la
pantalla, subo todo el volumen y presiono el botón de play.
La música estalla en los auriculares que se encuentran instalados en la espaciosa
estancia y la luz incandescente ilumina la habitación.
En ese momento, la voz de Joe Jonas lo llena todo y canto a todo pulmón mientras
empieza mi actuación.
Bruno Ranieri brama algo desde la cama, pero la secadora para el cabello que acabo
de encender —aunado a la música estridente— me impide escuchar lo que dice. Tampoco
es como si me hubiese esforzado mucho en hacerlo.
—¡¿Se puede saber qué carajo estás haciendo?! —Bruno grita a mis espaldas, vestido
únicamente por un bóxer negro. Lleva el cabello alborotado por el sueño y la mirada
furiosa, pese a lucir hinchada y aletargada.
—Me alisto para el trabajo —informo, mientras reprimo una sonrisa y lo miro a
través del espejo del tocador.
—Esta es mi habitación.
—El baño y el vestidor son áreas comunes —replico en voz alta, mientras apago la
secadora y me giro para encararlo—. No hay otro baño con regadera en toda la casa
y, como comprenderás, no puedo irme a trabajar con el cabello lleno de cloro de la
alberca.
Algo malicioso centellea en su mirada.
—Y decidiste venir a bañarte a las cinco de la puta madrugada, con música y todo.
¡Como si fueran las dos de la maldita tarde!
Sonrío, plenamente consciente de luzco como una completa hija de puta.
—No sé si eres consciente de esto, Bruno, pero más de la mitad de la población de
este país empieza el día a esta hora. —Le doy un par de palmadas en el hombro—.
Quizás sería bueno que comenzaras a hacerlo tú también.
—Voy a cerrar la puerta con llave para que no vuelvas a entrar aquí mientras yo
esté dormido.
—Y yo voy a derribarla si necesito entrar —refuto, con una brusquedad que hace que
me contemple con un gesto diferente al anterior. Como si estuviese reevaluándome—.
La próxima vez, procura no tirarme a la alberca, para que yo no tenga que venir a
molestarte a las cinco de la mañana para quitarme el cloro de encima.
—La próxima vez, procura no espiarme mientras nado —él espeta, con un hilo de voz y
la vergüenza me acalora el cuerpo.
A pesar de eso, me las arreglo para alzar el mentón, esbozar una sonrisa suave y
responder:
—No volveré a darte el privilegio. Que tengas buen día, Bruno.
Entonces, me giro sobre mi eje y enciendo la secadora una vez más.

Capítulo 8

BRUNO

La puerta de mi oficina se abre. Fernando Ranieri —mi padre—, seguido de su séquito


de lamebotas se abre paso hasta el interior. Lorena, mi secretaria, lo sigue a los
pocos pasos, con gesto mortificado y ansioso. Ella sabe que odio cuando mi padre
entra sin anunciarse. Tiene órdenes expresas de obligarlo a hacer una cita antes de
tener cualquier clase de contacto conmigo.
El horror en el gesto de la chica me hace compadecerla y decido no llamarle la
atención cuando noto cómo se lleva las manos a la boca en un gesto mortificado.
—Lo siento mucho, señor... —Lorena se apresura a decir —pese a que apenas soy un
par de años más grande que ella—, pero, con un gesto, le indico que se detenga.
Le dedico una sonrisa tranquilizadora y luego le digo que puede retirarse.
Mi padre se detiene frente a mi escritorio, pero yo no me muevo. Estoy sentado de
manera desgarbada, con el nudo de la corbata deshecho. He dejado el saco en el
perchero desde el mediodía y estoy bastante seguro de que apesto a cigarrillos. Me
importa una mierda, pero sé que a él no. De hecho, si hubiera sabido que vendría a
verme, no me habría afeitado esta mañana.
—González me dijo que rechazaste el caso de la Comercializadora Mendoza —dice, sin
más, y clavo mis ojos en los suyos.
Me aseguro de dedicarle mi mirada más glacial y aburrida mientras jugueteo con el
abrecartas que tengo entre los dedos.
Dejo que el silencio hable por mí y él suspira.
—Era un buen caso.
—Demasiado sencillo —digo, lacónico.
—Es fraude fiscal.
—Cualquiera en estas oficinas puede resolverlo. —Esbozo una pequeña sonrisa, pero
esta no toca mis ojos—. No me necesitas.
La compostura del hombre se va al caño en ese momento y pone ambas manos sobre el
escritorio para inclinarse hacia mí.
—Paso por encima de muchos para darte los mejores casos, Bruno —sisea, furioso y me
mira como si quisiera estrangularme—. Esos que son buenos para tu carrera. ¿Y tú
los desperdicias, así como así?
Ni siquiera me inmuto ante la ira en su voz.
—Yo nunca te he pedido nada. Mucho menos he tomado una de las mierdas de casos que
pretendes que resuelva —digo, en ese tono acompasado que sé que lo descoloca—. Ve y
dale esa basura a alguien más. Cuando tengas algo bueno... pero bueno de verdad...
hablamos.
—¡¿Crees que vas a hacerte de una reputación sin codearte con la gente adecuada?! —
espeta, con brusquedad—. ¡Necesitas relacionarte! ¡Necesitas hacer casos que no te
gustan para que la gente en el ramo te conozca!
Sé que tiene razón, pero no le doy la satisfacción de hacérselo notar. Me mantengo
tan estoico como siempre.
—Si viniste nada más a recriminarme que no tomé tu puñetero caso —hago un gesto en
dirección a la salida—, por favor, vete y déjame trabajar. No tengo tiempo para
esto y tampoco tengo diez años como para que vengas a regañarme.
Se hace el silencio y me mira un largo rato; como si estuviese contemplando la
posibilidad de seguir discutiendo conmigo.
Luego de unos instantes, parece decidir lo más sensato y deja escapar un suspiro
pesaroso.
—La semana que viene es cumpleaños de tu hermana —dice, luego de unos segundos más,
y yo asiento.
—Lo sé.
—Voy a llevarla a cenar. Julián también va. ¿Nos acompañas?
—No. —Sueno tan brusco y tajante, que tengo que reprimir el impulso que siento de
hacer una mueca. Siempre he sido muy directo, pero a veces ni siquiera soy capaz de
medir el daño que pueden hacer mis palabras si no las suelto con el tacto
necesario, así que añado—: Esa semana tengo que ir a la Ciudad de México para el
seguimiento de un caso. No estaré aquí para su cumpleaños, así que almorzaré con
ella mañana en su lugar.
Él asiente, pero la línea dura que es su boca me hace saber que mi respuesta no le
ha gustado para nada —aunque no es una mentira. Todo lo que le he dicho es verdad.
—Ya veo —dice—. En otra ocasión, entonces.
Asiento con dureza y él imita mi gesto antes de girarse sobre su eje y echarse a
andar fuera de la estancia. Cuando cierra la puerta detrás de él, me arrepiento de
la manera en la que me comporté, pero no puedo ser de otra manera. No con él.
Un suspiro largo se me escapa y me presiono el puente de la nariz con el pulgar y
el dedo medio. En ese momento, mi teléfono suena.
Es Dante.
Dejo escapar un suspiro largo. No he hablado con él desde el día que insinuó que
podía vivir con el monstruo insoportable que es Andrea Roldán, y de eso hace ya más
de una semana. Una jodida y tortuosa semana.
Decido responder.
—¿Sí?
—¿Qué tal la vida de roommate, amigo? —dice y quiero golpearlo.
—Fabulosa —respondo, con ironía—. Todos los días me he despertado a las cinco de la
mañana con la música más cursi que he escuchado en mi vida. A todo volumen, por
cierto. —La carcajada que suelta me hace sonreír, pero continúo—: No conforme con
ello, tengo que lidiar con que invada la habitación cada que necesita ducharse.
Todo eso sin contar la cantidad de mierda que usa y que solo quita espacio en las
repisas del baño.
—¡Oh, vamos! —Dante replica, luego de reír un poco más—. No debe ser tan malo.
—No fue malo el primer día, cuando cocinó pasta con pollo —le concedo—. Estaba
delicioso, por cierto, pero el pollo y la pasta no compensan el hecho de que esa
mujer ha estado torturándome a propósito desde hace más de una semana.
—Por supuesto que no está torturándote.
—El otro día trajo gente al apartamento sin avisarme.
—Fue su cumpleaños. Seguro fueron a visitarla. No seas amargado —me reprime.
—Como sea, por cortesía, debió decirme que llevaría visitas. Sabes cuánto detesto
que invadan mi espacio. Que las cosas no estén... —Me detengo, porque ni siquiera
delante de Dante soy capaz de admitir lo poco que me gusta que las cosas no estén
en su lugar. Que no sigan el curso que deben. Que cambien.
—Creo que exageras, hermano —Dante insiste—. No traté mucho con la chica, pero es
bastante simpática.
—Simpática y una mierda —digo, horrorizado, mientras él ríe un poco más—. Esa mujer
trata de volverme loco. Quiere echarme del apartamento. Estoy convencido de ello.
—Si tanto te molesta, ¿por qué no haces algo al respecto?
Una sonrisa maliciosa tira de las comisuras de mis labios.
—Oh, pero claro que haré algo al respecto —replico, al recordar la cita que tengo
esta noche.
—Bien. Me alegro —dice mi amigo, pero no parece percatarse en lo absoluto del
trasfondo que hay en mis palabras.
Mejor así. Que se entere cuando Andrea vaya a lloriquearle a su esposa.
—¿Qué tal la vida en España, amigo mío? —digo, para cambiar el tema, pero mi mente
no deja de darle vueltas a la pequeña venganza que me he armado.
Esa insana mujer va a desear jamás haberse metido conmigo.

***

Cuando cruzo el umbral del apartamento de la mano de Nancy —una excompañera de la


universidad—, todo está en penumbra.
Andrea no está.
Una punzada de preocupación me asalta cuando recuerdo que pasan de las once y
media, pero me digo a mí mismo que no debe importarme la hora a la que ella llega a
casa.
—Este lugar es asombroso —Nancy susurra y se aprieta contra mí. Sus pechos
presionándose contra mi espalda y brazo.
—Te dije que lo era —imito su tono bajo y la miro por encima del hombro antes de
que me bese.
—Quiero que me lo hagas en la alberca —pide, mientras me lame el lóbulo de la oreja
y yo sonrío.
—Déjame mostrarte el jacuzzi primero —le respondo y volvemos a besarnos. Esta vez,
la levanto del suelo para que envuelva sus piernas en mis caderas y me encamino
hasta la habitación.
No voy a decir que todo esto de invitar a Nancy es solo una venganza, porque en
realidad disfruto mucho de su compañía; pero, la sola idea de imaginarme a Andrea
escuchando cuán escandalosa es Nancy cuando follamos, me pone de un humor
inmejorable.
Lo mío con Nancy, contrario a lo que tengo con Rebeca, es más ocasional. Con mucha
menor frecuencia. Y Rebeca lo sabe. No es como si se lo hubiese dicho porque fuese
necesario, pero alguna vez tuve que mencionarlo porque quería que nos viéramos
cuando ya había quedado con Nancy. Me pareció adecuado hacerlo. Así como ella me
dijo que era casada, consideré que era prudente comentarle que me veo con Nancy una
o dos veces al año.
Además, pese a que todas mis relaciones son responsables, a mí me gustaría saber si
la mujer con la que follo, folla con alguien más.
Cuando cierro la puerta de la habitación detrás de mí, bajo a Nancy y miro el reloj
digital en el buró junto a la cama. Faltan quince minutos para la medianoche y, de
pronto, la imagen de la chica de cabello largo, lentes de montura delgada y bonitas
piernas me invade el pensamiento.
Otra punzada de preocupación.
—Voy a encender el agua —dice Nancy, cuando nos separamos y yo le doy un último
beso antes de dejarla ir.
La inquietud me agita las entrañas, pero la empujo lejos tan pronto como llega.
La chica te tortura y tú te preocupas por la hora a la que llega.
Sonrío y sacudo la cabeza en una negativa.
Mientras me desnudo, pienso en ella, por las mañanas, con toda esa jodida energía.
Cuando entro al baño cubierto en vapor caliente por el agua del jacuzzi, recuerdo
la primera vez que la vi y eso me descoloca durante unos instantes.
Nancy aparece desnuda frente a mí y me besa de nuevo, con una sonrisa en los
labios, pero no puedo apartar de mi cabeza la imagen de Andrea, medio desnuda, con
los ojos abiertos como platos y el cabello húmedo cayéndole sobre el torso, como si
de una sirena se tratase.
Trato de enfocarme en Nancy, pero no lo consigo. Retazos de vistazos fugaces me
invaden y, de pronto, me encuentro dándome cuenta de lo mucho que miro a esa odiosa
mujer mientras está a mi alrededor. Y eso que trato de evitarla a toda costa. Nunca
salgo de la recámara cuando sé que está despierta, llego muy tarde para no tener
que encontrármela levantada y pasé el fin de semana en casa de mi hermana para no
tener que estar en el mismo espacio que ella.
Nos metemos en el agua caliente sin dejar de besarnos. Nancy a horcajadas sobre mí.
Yo, duro, debajo de ella, y con un solo pensamiento en la maldita cabeza:
Andrea.
Andrea.
Andrea.
Como una cantaleta incesante. Como una jodida liendre: pegada en la puta cabeza.
Me aparto de Nancy cuando me doy cuenta de lo que estoy haciendo y me obligo a
mirarla a los ojos. Ella me mira, confundida, pero me sonríe.
—¿Qué pasa? —pregunta.
Maldita seas, Andrea Roldán.
—Nada —replico, y vuelvo a besarla.

Capítulo 9

ANDREA

Se me hizo tarde en el trabajo. Me tocó hacer cierre de cajas con la gerente del
turno y no pude marcharme hasta pasadas las once y media. Esta vez, no pude
aprovechar el aventón de Karla. Tuve que pagar un taxi. La única ventaja de aquel
despilfarro es que me dejó en la puerta del edificio, sana y salva, sin tener que
caminar calles infinitas en plena oscuridad.
Pasa de la medianoche y todo el apartamento está en penumbra, a excepción de la luz
de la terraza, que Bruno siempre deja encendida antes de irse a la cama —esa que
siempre termino apagando yo porque no me deja dormir.
El silencio en el que está sumido todo el lugar me hace saber que, seguramente, ya
está dormido... O no ha llegado todavía. No lo sé. Tampoco es como si me importara.
Llevo una semana viviendo aquí, con él, y pareciera que cada vez nos llevamos peor.
Debo admitir que yo he contribuido mucho a la causa poniendo música a todo volumen
a deshoras, pero él no deja de comportarse como si yo portara la peste o alguna
enfermedad extraña.
Siempre que intento ser amable, me responde cortante o con monosílabos, o a veces
no responde en lo absoluto. Por eso, cada mañana, me encargo de torturarlo un poco.
Avanzo en silencio hasta el lugar en el que duermo y me deshago de los zapatos
mientras contemplo la posibilidad de ir a tomar algo de ropa del armario. Descarto
el pensamiento tan pronto como recuerdo que dejé una carga de ropa limpia y doblada
en el cuarto de lavado. Tomaré algo de ahí para dormir.
Así pues, con ese pensamiento en la cabeza, bajo de nuevo y me adentro en la
habitación de servicio, donde me pongo una remera que me va grande y me cubre la
mitad de los muslos, y unas licras que suelo utilizar cuando uso falda —que, ahora,
con mi nuevo trabajo, no es muy a menudo.
Mientras salgo y me encamino a la cocina, me deshago la trenza larga que me hice
esta mañana y abro el refrigerador una vez en el lugar indicado.
Decido que es muy tarde y que, si como demasiado, no voy a dormir, así que opto por
servirme un tazón del cereal que compré la semana pasada. Una vez con mi cena
lista, apago la luz de la cocina y de la terraza, y subo a mi habitación
improvisada, dispuesta a terminar de ver la temporada de la serie que he empezado
ahora que me he dado por vencida con Dark: Sense8.
Apago las luces, me arrebujo entre los cojines y enciendo el televisor, para
después presionar el botón de «Netflix». En ese momento, comienzo a escucharlo...
Primero, empieza quedo, como un ruido esporádico y suave, y me obliga a agudizar el
oído. El sonido regresa y abro los ojos con alerta, al tiempo que miro hacia todos
lados.
La tercera vez que lo escucho, soy capaz de reconocerlo como un gemido.
¿Qué carajos...?
Un chillido agudo, seguido de otro gemido y un grito corto.
Entonces, los hilos comienzan a unirse en mi cabeza:
Es la voz de una mujer.
Gritos que no suenan incómodos. Suenan más como... gemidos.
Gemidos.
Dentro del apartamento.
¿Este cabrón de mierda trajo a una mujer al pent-house?
Entonces, la cantaleta comienza.
Gritos, suspiros y chillidos escandalosos inundan todo el apartamento y yo me quedo
aquí, quieta, mientras trato de procesar lo que está pasando.
Siento que el estómago se me cae hasta los pies en el instante en el que los cabos
se hilan en mi cabeza y me percato de lo que está sucediendo...
Bruno trajo a una mujer. Está aquí, en un lugar que no es suyo. En una cama que no
le pertenece, teniendo... algo con una mujer.
—Hijo de... —No puedo terminar la oración, porque un sonido particularmente
escandaloso retumba en las paredes y la vergüenza ajena se mezcla con la ira que
comienza a invadirme.
Siento que la sangre me hierve. Que el mundo entero comienza a palpitar junto con
el pulso acelerado que ha comenzado a invadirme la audición.
Quiero gritar. Quiero ir a decirle al hijo de puta que no tiene derecho alguno de
traer a una mujer a este lugar. Que es una falta de respeto hacia su amigo. Hacia
mi amiga. Hacia mí...
El aliento me falta y el coraje que siento es tanto, que por un segundo creo que la
cabeza me va a reventar.
Me pongo de pie, bajo un impulso casi primitivo, dispuesta a confrontarlo; pero una
vocecilla en mi cabeza me pide que me detenga. Me dice a gritos que haga las cosas
como es debido y que me la cobre como debe de ser.
Tomo una inspiración profunda. Presa de una emoción tan abrumadora, que no soy
capaz de procesarla del todo y aprieto la mandíbula y los puños mientras trato,
desesperadamente, de tragarme lo que siento.
Me palpitan las sienes y, durante un diminuto instante, la posibilidad de entrar en
esa habitación y romperles la cabeza con una maceta me invade el pensamiento. La
descarto de inmediato, por supuesto; pero es una imagen agradable a la que me
aferro unos segundos antes de volver a la realidad y empezar a espabilar.
Si este es el juego que Bruno Ranieri quiere jugar conmigo, adelante. A ver quién
pierde más.
Esto es la guerra.
Sonrío. Una emoción oscura se apodera de mi cuerpo y me obligo a controlarla
mientras tomo mi teléfono y escribo un mensaje de texto para mi supervisora del
trabajo.
***

Cuando llega la mañana, estoy lista para el espectáculo. Me he cerciorado —pese a


que apenas he podido dormir debido al escándalo de la invitada de Bruno— de
levantarme temprano para interceptarlos cuando vayan de salida.
Si ese hombre cree que hace diez años lo dejé en ridículo, no tiene idea de lo que
estoy a punto de hacerle.
La sonrisa maliciosa que se desliza en mis labios mientras vierto un poco del café
que acabo de preparar en una taza grande, es tan satisfactoria como enfermiza.
Lo he preparado todo en apenas una noche. Ni siquiera puedo creer la rapidez con la
que se me ocurrió. Lo único que espero ahora, es que las cosas me salgan bien por
una jodida vez en la vida.
Por favor, destino mío, déjame ganar esta vez.
Un nudo de anticipación y excitación me invade el estómago ante la perspectiva de
lo que podría ocurrir, pero me aferro a mi valor. A mi orgullo y a esta extraña sed
de absurda venganza que siento.
Ni siquiera puedo creer que haya cambiado de turno en el trabajo —con el poco lujo
que puedo darme ahora mismo— solo para hacer esto.
Doy un sorbo al café luego de que le pongo azúcar y leche, y me lo llevo conmigo
hasta la sala, donde abro las cortinas y me siento a observar la maravillosa —y
abrumadora— vista de la ciudad.
Durante un fugaz instante, me viene a la mente el juicio. El poco tiempo que el
licenciado Guzmán parece conseguirme y la incertidumbre. La inquietud de saber que
mi vida podría cambiar radicalmente de la noche a la mañana si esto sigue así.
Los ojos se me llenan de lágrimas y empujo la retahíla de negatividad lo más lejos
que puedo cuando estas comienzan a abandonarme.
Un grito ahogado hace que me vuelque en dirección al sonido, mientras me limpio las
mejillas con rapidez, avergonzada.
La figura de una chica de cabellos rojizos y cortos hasta los hombros, piel morena
y altura de muerte me recibe de lleno. Lleva el cabello revuelto y el maquillaje
corrido. Exactamente como creí que luciría luego del escándalo que montó anoche. Y,
lo más importante de todo... viene sola.
No puedo creer que esto esté marchando tan bien.
—Me sacaste un susto de muerte —dice, mientras se pone una mano en el pecho. De
inmediato, noto que usa una camisa de botones negra. De Bruno, seguramente. Es lo
único que ese hombre parece vestir: negro, azul marino, negro, gris oscuro y negro
otra vez.
Me mira de arriba abajo y yo hago lo mismo con ella. Va descalza y tiene un
chupetón en la clavícula que, de yo traerlo, me haría ruborizarme hasta la médula
cada que el maquillaje no lo cubriera, pero le sostengo la mirada.
—Disculpa que lo pregunte así, pero, ¿quién demonios eres tú? —dice, recelosa,
cuando parece haber caído en la cuenta de que soy una mujer en pijama y estoy en el
apartamento del hombre con el que folló toda la noche.
Esbozo una sonrisa triste —parte de mi acto.
—No quieres que hablemos de eso. Créeme.
Frunce el ceño y avanza hacia mí, pero yo me pongo de pie y, con dramatismo, me
detengo frente al ventanal que despejé hace un rato. Me aprovecho de las lágrimas
previas y cierro los ojos con fuerza para que se deslicen por mis mejillas, pese a
que ya no tengo ganas de llorar.
—¿De qué hablas? Déjate de juegos y dime quién eres —exige, irritada ahora,
mientras se detiene junto a mí.
La encaro.
—Soy su esposa.
Todo el color se fuga de su rostro en el instante en el que pronuncio aquello y
tengo que reprimir las ganas que tengo de sonreír como idiota.
—¿Qué?
Aparto la mirada, al tiempo que me limpio las lágrimas con los dedos. No respondo.
Dejo que el silencio se asiente, pesado y tenso entre nosotras.
—Estás mintiendo —dice, pero no suena para nada convencida de lo que dice.
—Ojalá lo hiciera —replico con amargura y me sorprendo a mí misma de la soltura con
la que me salen las palabras.
—¿Bruno se casó? —dice, incrédula—. ¿Eres esposa de Bruno Ranieri?
La miro a los ojos y dejo que toda la angustia y la preocupación con la que he
estado cargando se hagan cargo de ponerme lágrimas nuevas en la mirada.
—¿Sabías que era un hombre casado? —digo, con un hilo de voz y el horror en su
gesto casi me hace querer decirle que estoy mintiendo. Que nada de esto es verdad,
pero me obligo a continuar—: ¿Sabías que te follabas a un hombre con esposa y que
ella podía oírte gritar desde la sala de su casa?
Niega con la cabeza frenéticamente.
—¡No lo sabía! ¡Te juro que no tenía idea! ¡¿Desde hace cuánto...?!
—Poco —la interrumpo, mientras miro hacia la calle porque no soporto ver la
mortificación que se refleja en su rostro. En el proceso suelto una risotada
carente de humor—. Apenas unos meses. Empiezo a pensar que se casó conmigo solo
porque estoy embarazada.
—¡¿Estás embarazada?!
Cierro los ojos con fuerza y le doy la espalda.
—Él hace esto siempre. —Finjo un sollozo que suena más real de lo que espero—. Se
enoja, bebe y trae a alguien para hacerme escucharlo follar con otra. Y yo... Y-
Yo...
—¡Oh, Dios mío! ¡Lo siento tanto! Si hubiese sabido que era un hombre casado jamás
habría aceptado venir aquí. Él no me dijo nada. Él... —Sacude la cabeza en una
negativa, mientras las piezas parecen acomodarse en su cerebro hasta llevarla al
lugar al que quiero que llegue. De pronto, su expresión se ensombrece. Su gesto se
torna furioso y su mandíbula se aprieta tanto, que temo que pueda partírsela en dos
—. Es un hijo de puta... —susurra y me cubro la boca con una mano para ahogar otro
sollozo—. ¡Es un cabrón de mierda! ¡Pero ahora mismo me va a escuchar! ¡¿Qué clase
de mujer cree que soy?!
Se gira sobre sus talones y, antes de que pueda decirle nada, se abre paso hasta la
habitación del fondo. Entonces, se escucha un fuerte golpe sordo y luego, comienza
a gritar.
Dice algo parecido a: «Poco hombre», «cabrón de mierda», «cerdo» y «maltratador» y,
luego, dice cosas parecidas a: «no quiero volver a saber nada de ti» y «no me
busques nunca más».
Bruno suena confundido mientras habla y no deja de preguntar qué está pasando;
ella, sin embargo, no deja de replicarle que él lo sabe a la perfección.
Luego de que la discusión parece darse por zanjada, se escuchan tumbos y golpes
violentos e, instantes más tarde, la chica de cabellos rojizos sale por el pasillo
a toda velocidad, enfundada en un vestido negro y unos zapatos altos que la hacen
lucir aún más impresionante de lo que ya es.
Ni siquiera mira en mi dirección cuando llama al ascensor. Bruno —vestido
únicamente con un bóxer— la sigue a los pocos pasos, pero no logra impedir que la
chica se suba al elevador y se marche sin siquiera dedicarnos una última mirada.
—¡¿Se puede saber qué carajos le dijiste?! —Bruno espeta, furioso, encarándome.
No me pasa desapercibida la piel enrojecida de su pómulo izquierdo, como si alguien
le hubiese propinado una bofetada con todas las de la ley.
—Que era tu esposa y que estaba embarazada —replico, con soltura, al tiempo que
esbozo mi sonrisa más descarada.
La ira le oscurece la mirada y su mandíbula se aprieta tanto, que un músculo le
salta a la vista.
—¡¿Se puede saber por qué demonios hiciste eso?! —grita.
—¡Porque me dio mi regalada gana! ¡Porque tuve que escucharla gritar toda la
maldita noche! ¡Porque no tuviste ni la más mínima decencia y trajiste al
departamento a una mujer, aun cuando yo también vivo aquí!
—¡Creí que no estabas! ¡Que no llegarías a dormir! Pasaba de la hora en la que
sueles llegar —se justifica—. ¡Además, tú trajiste a tus amigos la otra noche!
—¡Se fueron antes de las doce! ¡Además, era mi maldito cumpleaños! —Señalo hacia el
ascensor—. ¡¿Tienes idea de lo asqueroso que fue escucharla gritar como cerdo en
matadero toda la maldita noche?!
—¡¿Tienes idea de lo incómodo que es escuchar tu mierda de música a las cinco de la
mañana todos los malditos días?! —escupe de regreso, mientras iguala su tono con el
mío.
—¡¿De esto se trata todo esto?! ¡¿De la maldita música?! ¡¿Por eso trajiste a una
mujer para que me arruinara el sueño?! —chillo, al tiempo que doy un par de pasos
más cerca de él, para enfrentarlo.
—¡Tú me has arruinado el puto sueño toda la maldita semana!
—¡Porque no dejas de tratarme como el culo cada que trato de ser amable contigo!
Silencio.
El único sonido que puede percibirse es el de nuestras respiraciones agitadas y
temblorosas.
—Aquí vivo y voy a traer a quien yo quiera. Acostúmbrate.
—Atrévete a traer a alguien más a este lugar y me encargaré de que se entere de
que, no solo eres casado y tu esposa está embarazada, sino que también tienes
herpes por todas las relaciones adúlteras que mantienes —digo, con tanta
contundencia que yo misma me sorprendo. Él aprieta la mandíbula—. Si quieres tener
relaciones con tus citas, llévalas a un motel. Si no lo haces, me encargaré de
hacerle saber a todas y cada una de las mujeres que vengan contigo que eres una
basura.
—Yo seré una basura, pero tú eres una loca de mierda.
—Tú no te quedas atrás —replico, al tiempo que esbozo una sonrisa que no toca mis
ojos.
—Dirás lo que quieras, pero al menos, no soy yo el que está aquí, perdiendo un día
laboral, solo por vengarse de alguien que ni siquiera vale la pena. —Sonríe, con
veneno, e imito su gesto.
—Resulta, Bruno —digo, con propiedad y recato—, que hoy entro tarde. ¿Sabes por
qué? —Ni siquiera espero a que me responda—: Porque alguien no me dejó dormir en
toda la noche y tuve que suplicar que me cambiaran el turno para dormir en la
mañana. No me estoy vengando de ti. Estoy recuperando el tiempo que perdí por tu
culpa. Que no se te olvide.
Silencio.
Bruno Ranieri me contempla como si fuese un desafío. Como si una nueva clase de
respeto hubiese nacido de él hacia mí. Como si fuese una encrucijada que está
dispuesto a resolver si le dan la oportunidad y el tiempo de hacerlo.
—Yo no traeré a nadie más siempre y cuando dejes de despertarme a las cinco de la
mañana —dice, finalmente, y me descoloca por completo el hecho de que no ha
replicado algo mordaz.
—Creo que hemos llegado a un acuerdo, Ranieri —Sonrío, pese a que no tengo ganas de
hacerlo, pero él no me corresponde el gesto. Se limita a mirarme un segundo más,
antes de girar sobre su eje y echarse a andar en dirección a la habitación
principal.
Se nota a leguas que no le gusta mi compañía, lo cual es perfecto, porque a mí
tampoco me gusta la suya.
—Eres un cerdo —mascullo hacia la nada, pero sé a la perfección que le hablo a él.
A Bruno.
No sé por qué me siento tan molesta. Supongo que es la falta de sueño y lo
desagradable que ha sido la noche pasada.
De pronto, una sensación extraña me embarga. Una mezcla entre júbilo y... desazón.
No sé por qué me siento de esta manera. El plan salió a pedir de boca. Lo que ideé
para vengarme de Bruno no pudo haber salido mejor y, de todos modos, estoy aquí,
sintiéndome incompleta. Vacía. Herida...
Cierro los ojos y niego con la cabeza. Como me encantaría tener un abrazo de mi
mamá ahora mismo, aunque no sé del todo el motivo.
Dejo escapar el aire y miro hacia las escaleras que dan hacia mi improvisada
habitación. Entonces, subo hacia allá. Me acuesto sobre el sofá cama e inspiro
profundo.
La imagen de Bruno, con el torso desnudo, los labios hinchados y el cabello
alborotado, invade mi pensamiento y aprieto los dientes debido a la frustración. No
puedo creer que esté pensando en él. No puedo creer que no pueda dejar de imaginar
qué diablos hace que es capaz de poner a gritar a una bellísima pelirroja.
Me sonrojo de pies a cabeza y hundo la cara en las manos.
No puedo creerlo, Andrea. Después de tanto tiempo, sigues pensando en él como si
fueses una jodida adolescente.
Un gemido frustrado escapa de mis labios, pero lo ahogo con una almohada antes de
girarme boca arriba.
Me acomodo la montura de los lentes en el proceso y aprieto los dientes antes de
clavar los ojos en el techo.
De nuevo, no puedo apartar la imagen de su rostro y me cubro la cara con ambas
manos.
—Ojalá que te pudras en el infierno, Bruno Ranieri —digo, cuando me doy cuenta de
que sigo sin poder apartarlo de mi pensamiento, y me pongo de pie de golpe. Va a
ser imposible para mí dormir ahora.

Capítulo 10

BRUNO

Andrea está sentada en el suelo de la sala, frente a la mesa de centro, con el


cabello suelto cayéndole desordenado por todos lados. El gesto de concentración que
esboza me hace notar los papeles que sostiene entre los dedos y que parece analizar
con suma concentración.
La curiosidad pica en mi sistema, pero me obligo a no preguntar qué diablos lee.
No me mira mientras me abro paso hasta la salida —hace rato ya que tomé una ducha y
me alisté para ir a almorzar con Tania—. Tampoco lo hace mientras espero a que el
elevador llegue. No digo nada mientras las puertas se abren, pero se me agolpan un
montón de palabras en la punta de la lengua cuando la veo por el rabillo del ojo y
ni siquiera hace ademán de querer echarme un vistazo.
No sé por qué me molesta tanto que me ignore como lo hace, pero reprimo el impulso
que tengo de decirle una tontería y me adentro en el ascensor. Entonces, presiono
el botón del estacionamiento y las puertas se cierran.
Me siento incómodo. Quiero regresar allá arriba y exigirle que me diga algo: que me
odia, que soy un maldito cerdo de mierda... Lo que sea. Pero no lo hago y me obligo
a subir a mi coche y ponerlo en marcha en dirección a la avenida, rumbo al
restaurante en el que quedé de verme con mi hermana.
La mejilla todavía me duele por la bofetada que Nancy me propinó y la ira me pulsa
en el pecho cuando recuerdo lo que Andrea le dijo a mi invitada.
Tú te lo buscaste.
Sé que mi subconsciente tiene razón. Que me pasé de la raya. Que no debí hacer eso
y que fue demasiado, pero no quiero retractarme. No quiero pedirle disculpas
a ella.
—Maldita sea —mascullo, mientras niego con la cabeza y enciendo la radio a todo
volumen.
No quiero pensar más. Mucho menos si el único maldito pensamiento que tendré tiene
que ver con Andrea Roldán.

***

—¿Qué te pasó en la mejilla? —Tania me saluda, mientras tomo entre los brazos a
Mateo —mi sobrino—, y sé perfectamente que se refiere al golpe que traigo en la
mejilla, patrocinado por Andrea y propinado por Nancy.
—No quiero hablar de eso —le digo a mi hermana y ella suelta una carcajada.
—¿Te metiste en una pelea, Bruno Ranieri? —se burla y la miro con cara de pocos
amigos.
—Más bien me agarraron con la guardia baja —digo, porque no es del todo una
mentira. Nancy me despertó con una gloriosa bofetada en la mejilla.
Entorna los ojos y esboza una sonrisa extraña.
—¿Cómo demonios te agarraron de frente con la guardia baja?
—Larga historia.
—Y supongo que no vas a contármela.
—Supones bien —replico, al tiempo que me siento en la silla frente a ella, con el
pequeño entre los brazos, quien se arrebuja contra mi pecho, como siempre hace
cuando lo abrazo.
—¿Qué tal la vida en el apartamento de lujo en el que vives? —inquiere, al tiempo
que abro el menú que tengo enfrente para ordenar algo de beber.
—La verdad es que podría estar mejor.
Arquea las cejas con incredulidad.
—Hace dos semanas estabas encantado con el lugar. Decías que, si algún día tenías
dinero suficiente, te comprarías un departamento así para ti... ¿Y ahora resulta
que ya no te gusta? —dice, suspicaz; y sé, de inmediato, que sospecha que algo ha
ocurrido.
Suspiro.
Tania siempre ha sido así. Tiene una habilidad sobrenatural para leer a las
personas —a mí, en especial— y tiene una más grande logrando que le cuentes lo que
te pasa sin siquiera presionarte un poco.
Sé que, si no le digo de buena gana lo que ocurre, de alguna manera va a sacármelo
a la fuerza. Siempre se las ingenia.
—Han pasado muchas cosas las últimas dos semanas —digo, mientras alzo una mano para
llamar la atención de una de las meseras.
Ordeno un café para empezar y mi hermana pide lo mismo.
—Cuéntamelo todo —dice, mientras deposito a Mateo —ya dormido—, en el portabebés
que se encuentra en la silla en medio de Tania y yo.
Sin que pueda evitarlo, mi mente evoca el rostro de Andrea y tengo que reprimir el
impulso que siento de rodar los ojos al cielo.
Así pues, con todo y la renuencia que siento de hablar —y luego de una pequeña
discusión sobre el motivo por el cual Mateo siempre se duerme cuando lo cargo y
nunca cuando Tania trata de hacerlo tomar una siesta—, le cuento todo el asunto de
Andrea, Génesis, Dante y el apartamento. También, le hablo acerca del incidente en
el bachillerato y lo que pasó hace apenas un poco más de una hora.
—No puedo creer lo estúpido que eres —Tania sisea, enojada, luego de que termino de
hablar.
El remordimiento que ya sentía antes de salir del apartamento resurge en mi
interior y me remuevo, incómodo, en mi lugar.
—Ella empezó —me justifico, pero su mirada sigue siendo como la que solía poner mi
madre cuando la hacía enojar.
—Ella te levantaba en la mañana con música —replica, con brusquedad—. Pudiste no
haberla dejado dormir poniéndole música a todo volumen tú también, pero no. Tuviste
que ser tan vulgar como para llevar a una de tus amiguitas.
—No sabía que ahora yo era el enemigo público —digo con una sonrisa, pero sueno
amargo.
—Te pasaste de la raya, Bruno —Tania me reprime—. No tenías porqué rebajarte a su
nivel. Tampoco tenías por qué quedarte si no estabas cómodo. Sabes perfectamente
que en mi casa...
—Te lo agradezco, Tania, pero ya hemos hablado sobre esto —la corto de tajo y ella
aprieta los labios en una línea dura e inconforme—. Además, no vine aquí a que me
sermonearas por haber hecho lo que me salía del culo.
La severidad en su gesto solo aumenta las ganas que tengo de enterrar la cara en un
agujero en la tierra.
—Yo solo estoy ofreciéndote otra alternativa.
—Y lo agradezco mucho, Tania, pero la verdad es que, por el bien de nuestra
relación, prefiero quedarme en casa de Dante —me sincero—. Además, la chica no se
quedará mucho tiempo. Será hasta que encuentre algo más.
—¿Cómo lo sabes?
—Dante me lo dijo. Su esposa le dijo eso.
El gesto de Tania me hace saber que no está del todo conforme con la idea de mí
viviendo con una completa desconocida —y una potencial acosadora—, pero no dice
nada. Se limita a mirarme fijamente antes de cambiar el rumbo de nuestra
conversación.
Luego del almuerzo, nos despedimos y voy directo a la oficina.

El resto del día es un completo martirio. Mi padre me ha jodido por completo el


caso por el cual iba a viajar a la capital del país y he tenido que pasar todo el
día encerrado en mi despacho, tratando de encontrar la manera de recuperar las
riendas de él antes de que me lo termine de arrebatar de las manos para dárselo a
alguien más.
Para coronarlo todo, he tenido otra discusión —además de la que tuvimos por el caso
— con él porque le grité a Julián durante un momento de estrés absoluto.
Para cuando llegan las once de la noche, estoy exhausto. Agotado y agobiado.
La cabeza me pulsa al ritmo que mantiene mi corazón y mataría por un trago.
Le escribo a Rebeca, pero me dice que esta noche no. Que su marido está de regreso
en la ciudad y me siento miserable. No quiero beber solo. No quiero regresar a casa
ahora e intentar dormir. No cuando mi mente es una revolución y el remordimiento
por lo que le hice a Andrea se ha vuelto así de insoportable.
Me froto la cara y contemplo mis posibilidades. Le llamo a un compañero de la
oficina con el que suelo embriagarme de vez en cuando, pero no responde. Le envío
un texto a otro amigo, pero me dice que ha quedado con su novia. Los maldigo a
todos. Me maldigo a mí mismo y, resignado, guardo mis cosas.
El motor del coche ruge a la vida cuando lo enciendo luego de que salgo de mi
oficina. Iré a casa. Ahí beberé hasta quedarme dormido. Y ni siquiera Andrea Roldán
va a impedir que lo haga.

***

La luz del pasillo y de la terraza están encendidas. Es lo único que necesito para
saber que Andrea está en casa.
Dejo el maletín en la sala. Si este fuera un día ordinario, lo llevaría hasta la
habitación; pero este no es uno de esos días. Hoy estoy demasiado agotado para eso.
Me deshago el nudo de la corbata y me la quito de un movimiento. El saco lo he
dejado en el auto, así que solo tengo que desabotonarme la camisa hasta que no me
siento sofocado y arremangarla para estar más cómodo. Todo esto lo hago mientras me
encamino hasta el mini-bar.
En el instante en el que me detengo frente a la barra, la veo. Está allá afuera, en
la terraza, casi de espaldas a donde yo me encuentro, sentada sobre uno de los
camastros junto a la alberca.
Lleva el cabello húmedo y suelto sobre los hombros y la espalda, y una nueva oleada
de culpa me embarga cuando recuerdo lo que pasó en la mañana.
Me sirvo un tequila cargado y le doy un trago largo antes de armarme de valor para
salir a la terraza.
Me cuesta admitirlo, pero he pasado el día entero dándole vueltas a lo ocurrido y a
la conversación que tuve con Tania al respecto. Sé que debo pedir disculpas, pero
es que es tan difícil...
Suspiro, suelto una maldición en voz baja y me encamino hacia allá.
En el instante en el que pongo un pie fuera, dice:
—No me voy a ir. Llegué aquí primero.
Silencio.
Le doy otro trago a mi bebida y, de manera descuidada, me recuesto sobre el
camastro que tengo más cerca.
La miro de reojo. Ella no disimula ni siquiera un poco y me observa fijamente, con
el entrecejo fruncido y gesto defensivo.
Es tan bonita...
Lástima que está loca.
No digo nada. Ella tampoco lo hace y, cuando se da cuenta de que no tengo intención
alguna de hablar, vuelve su atención al desgastado libro que sostiene entre los
dedos —uno distinto al que llevaba la otra vez—. Se ve tan viejo, que parece que se
va a deshacer en sus manos en cualquier momento.
No logro ver el título y, de pronto, me encuentro preguntándome qué lee con tantas
ganas que ha dejado la copia del libro en el estado en el que está.
Miro hacia la ciudad. Enormes edificios iluminados se alzan, altos e imponentes y,
allá abajo, las luces de los autos, los establecimientos y las casas, llenan la
vista de un aura cálida y amable.
Bebo un poco más.
—Llegaste temprano. —Habla con suavidad al cabo de un largo rato, y no sé cómo me
siento respecto al hecho de que sabe la hora a la que llego.
Tú también sabes a qué hora llega ella.
—Si no me quedara en la oficina más tiempo de lo debido, llegaría todavía más
temprano —digo, pero no sé por qué lo hago. No es como si a ella le interesara
saber a qué hora se supone que debería salir del trabajo.
Silencio.
—¿Qué lees? —inquiero, luego de unos segundos, incapaz de detener mi curiosidad. No
sé por qué le he preguntado eso. Yo solo venía a disculparme, no a entablar una
conversación.
La miro de reojo, justo a tiempo para verla esbozar una sonrisa suave, al tiempo
que se ruboriza por completo. Algo dentro de mí se remueve al notar ese color suave
en sus mejillas.
—Es... —Vacila—. Probablemente, lo encuentres una estupidez, pero es una novela de
romance. Histórica. Se llama Un beso inolvidable. Es mi favorita.
—¿De qué trata? —Me sorprendo a mí mismo ante el cuestionamiento. Podría jurar que
no me interesa en lo absoluto saber de qué va, pero aquí estoy, preguntándolo de
todos modos.
¿Por qué?
Suspira. Entonces, se enfrasca en la explicación de una historia cursi, melosa,
pero que, de alguna manera, puedo verla leyendo. Suena, exactamente, al tipo de
libro que leería una chiquilla de dieciséis, enamorada de un fulano al que jamás le
ha hablado. Y, por extraño que sea, lo encuentro... encantador —y un poco
perturbador de mi parte, también. Dada la trama del libro.
La manera en la que me cuenta la historia, emocionándose en unas partes y
ruborizándose cuando se da cuenta de lo emocionada que está mostrándose, me tienen
aquí, mirándola con atención, asintiendo como si la historia me gustase o de verdad
fuese a leerla.
Cuando me doy cuenta, ya me he girado hacia ella, con el trago —ahora casi vacío—
entre los dedos, haciendo comentarios y preguntas de vez en cuando respecto a la
historia.
Cuando termina, suspira y baja la mirada al libro en sus manos, con una sonrisa
avergonzada asomándosele por los labios.
—Lo lamento —dice—. Seguro piensas que es aburridísimo y cursi.
—Creo que es cursi —le concedo, antes de añadir, con una mueca horrorizada—: Y,
ciertamente, no sería algo que leería, pero no creo que sea tan aburrido.
Entorna los ojos y se acomoda la montura de los lentes en un ademán muy curioso.
—¿Y qué sería algo que leerías? —Me mira con un gesto que no puedo descifrar del
todo, pero que me hace sentir extraño.
Me encojo de hombros.
—El Conde de Montecristo —digo, porque es uno de los pocos libros que he leído los
últimos años que he disfrutado de verdad.
—No lo he leído —dice, con una mueca—. Tengo Los Tres Mosqueteros, del mismo autor,
pero no he leído El Conde de Montecristo.
—Deberías —apunto, al tiempo que me pongo de pie y anuncio—: Necesito otro trago.
—Yo también —dice ella, levantándose y la miro, curioso.
—No sabía que estabas bebiendo —apunto, pero ella me muestra una taza vacía.
—Bebía café. Ahora me apetece otra cosa.
La miro de soslayo una vez dentro del apartamento, mientras nos acercamos a la
barra. Andrea no luce como el tipo de chica que bebe o se embriaga. De hecho, si me
hubiese dicho que iba a prepararse un café, no me habría sorprendido en lo
absoluto.
La observo un segundo más de lo debido, mientras tomo otro vaso para ella.
—¿Qué quieres tomar? —pregunto, amable pero serio, mientras pongo hielos en su vaso
y en el mío.
—Tequila —responde con soltura y detengo mis movimientos un segundo.
La miro a los ojos.
Andrea no luce como una chica de tequila. Más bien, me la imaginaba con un mojito
en la mano. Una margarita. Quizás, un vodka con alguna clase de jugo. No con un
tequila.
—Te gusta el tequila. Quién lo diría.
—No me gusta —dice, haciendo una mueca de desagrado—, pero es la única clase de
alcohol que tolero. La cerveza me duerme, el whisky me baja la presión y el vodka
me hace vomitar tan pronto como lo tengo en el estómago. El tequila es lo único que
puedo tomar sin sentirme horrible al poco tiempo.
Vierto tequila en mi vaso, para luego verter un poco en el suyo. Luego, me pide que
rebaje el suyo con agua mineral y refresco y yo, para no sentirme como un completo
alcohólico que solo toma tequila con hielos, le pongo un poco de agua mineral al
mío.
Le da un trago largo a su bebida y no puedo evitar mirarla a detalle cuando lo
hace. Lleva una remera lisa y sus infames shorts de arcoíris. El cabello —casi seco
ahora— le cae por la espalda y el pecho, y huele delicioso. A frutas y flores.
Yo bebo un poco también, solo para no parecer un estúpido mientras la observo a
detalle.
—Llegaste temprano —insiste y es hasta ese momento que me doy cuenta de que está
diciéndome otra cosa en realidad. O, al menos, eso creo. Su mirada es curiosa y...
¿preocupada?
Suspiro y hago un gesto hacia la terraza. Ella se gira y avanza hacia allá, en
silencio.
—Tuve un mal día en el trabajo —admito, cuando se sienta en el camastro en el que
estaba. Yo hago lo propio y me siento donde estaba—. Solo quería salir de la
oficina cuanto antes.
Ella asiente, mientras mira hacia la ciudad que se extiende frente a nuestros ojos.
—Entiendo —dice y sonríe con amabilidad, sin encararme—. Lamento que haya sido de
esa manera.
La miro en silencio, pero no respondo. Ninguno de los dos dice nada después de eso,
solo bebemos mientras miramos hacia la calle.
—Escucha, Andrea, respecto a lo de ayer en la noche...
—No pasa nada —me corta de tajo.
—Sí pasa —insisto y ella me mira, confundida—. Fui un imbécil. Me pasé de la raya.
No debí haber traído a nadie a este lugar. Y menos para eso. Lo siento mucho, de
verdad.
Niega con la cabeza.
—Soy yo la que debe disculparse —dice—. No debí despertarte tan temprano toda la
semana. No es tu obligación hablarme o ser amable conmigo y yo asumí que, porque
vivíamos juntos, me debías aunque sea esa clase de decencia, pero...
—Es que sí te la debo —la interrumpo—. Te debo ese respeto. Se lo debo a Dante y a
su esposa. Por eso me disculpo. No volverá a suceder.
Andrea me mira durante un largo momento.
—Yo tampoco volveré a despertarte con música en las mañanas —dice y esbozo una
sonrisa.
—Lo agradezco —digo, pero ella sigue luciendo recelosa. Como si no supiera qué
hacer con mi amabilidad. Me siento como un completo idiota por hacerla sentir de
esa manera. Por hacerla sentir como si mi amabilidad llevara de la mano una
consecuencia gravísima.
Desvía la mirada.
—Quién diría que no eres tan odioso como creía —masculla y, sin que pueda evitarlo,
suelto una carcajada solo porque no me esperaba ese comentario.
—Puedo decir lo mismo de ti, Liendre —digo, pero el apodo suena cariñoso. No me
gusta que lo haga.
Ella arquea una ceja, al tiempo que bebe otro poco de su trago y se pone de pie.
—Me voy a dormir —anuncia y la decepción me invade, pero me las arreglo para
mirarla con gesto aburrido—. Gracias por el trago.
—Descansa, Andrea —digo, cuando se gira para marcharse y se detiene un segundo para
mirarme por encima del hombro. Cuando lo hace, le guiño un ojo, se ruboriza y se
gira a toda velocidad hacia enfrente. Entonces, sin decir una palabra, se adentra
en el apartamento.
No aparto la vista hasta que desaparece de mi campo de visión y, cuando las luces
del teatro en casa se encienden allá arriba, sacudo la cabeza y esbozo una sonrisa.
Quién lo diría. Pienso. La loca no es tan desagradable después de todo.

Capítulo 11

ANDREA

Hoy es mi día de descanso, así que tuve oportunidad de dormir un poco más antes de
iniciar el día. A pesar de eso, tuve que poner una alarma para poder hacer todos
esos pendientes que tengo desde la semana pasada.
Esta vez, cuando me levanto, pongo música en los auriculares de mi teléfono para
escuchar mientras me alisto. Hoy voy más arreglada de lo normal. Tengo cita con el
licenciado Guzmán a mediodía y, antes, debo presentarme ante a firmar en la
fiscalía una vez más.
Después de mi reunión con el abogado, iré a hacer mi despensa de la quincena. Si
tengo suerte, llegaré a casa temprano. Y, si tengo un poquito de más suerte,
también recibiré buenas noticias respecto a mi situación legal.
La expectativa me atenaza el estómago, pero me obligo a mantener las emociones a
raya mientras trato de echarme otro vistazo en el pequeño espejo de mi polvo
compacto.
Un suspiro frustrado se me escapa y, durante un segundo, considero la posibilidad
de entrar en la habitación solo para verme en alguno de los espejos que hay dentro.
Deshecho el pensamiento tan pronto como llega. Prometí no ser un dolor en el culo
con Bruno. Eso también incluye respetar su espacio. Al menos, mientras duerme, ya
que es imposible no entrar a esa alcoba por lo menos una vez por día.
Me digo a mí misma que me veré en uno de los espejos del gimnasio y, con este
pensamiento en mente, cambio de canción para poner algo que me pone de buen
humor: No Promises de Cheat Codes con Demi Lovato. Después, tomo mi bolso, echo mi
cartera, las llaves y algo de maquillaje para retocarme si lo necesito. Luego, bajo
a mirarme al espejo. Cuando lo hago, repito la canción una vez más y subo el
volumen.
Me guardo el teléfono dentro del sujetador mientras me preparo el desayuno y
bailoteo de manera inconsciente hasta que tengo que repetir la canción una vez más.
Para cuando estoy desayunando —café y pan francés— tengo la adrenalina tan a tope,
que estoy brincando y bailando al ritmo de la música que suena —ahora
muy, muy fuerte— en los auriculares que llevo puestos. Me siento relajada ahora.
Tranquila. Así que, cuando la canción termina esta vez, en lugar de repetirla,
busco una nueva. Mientras hago eso, me giro sobre mi eje para tomar la taza con
café que he dejado en la isla de la cocina. Entonces, lo veo.
Un grito ahogado se me escapa en el instante en el que la imagen repentina llega a
mí y me arranco un auricular a toda velocidad solo porque Bruno Ranieri se
encuentra ahí, en la entrada de la cocina, luciendo fresco y arreglado.
Su gesto es serio, pero una sonrisa baila en las comisuras de sus labios. Eso es lo
único que necesito para saber que me ha visto brincar y bailar como una lunática
por toda la cocina.
Oh, Dios. ¿Desde hace cuánto estás ahí?
La vergüenza se extiende sobre mi pecho con una rapidez abrumadora y siento cómo el
rubor me calienta la cara.
—Buenos días —digo, sin aliento. Él, sin despegar los ojos de mí, asiente.
—Buenos días, Andrea —dice, estoico y la vergüenza incrementa. Hace un gesto en mi
dirección con la cabeza y, luego añade—: Luces como si estuvieras lista para
presentarte ante un juzgado.
En el instante en el que las palabras abandonan su boca, la sangre se me agolpa en
los pies. De pronto, la posibilidad de que se entere de lo que está pasando conmigo
y mi situación legal, hace que me falte el aliento.
El horror repentino que me embarga hace que me den ganas de vomitar, pero me obligo
a sonreírle. Él no parece notar la tensión en mi gesto, ya que avanza con
naturalidad hacia la cafetera.
Me aclaro la garganta y apago la música para quitarme el auricular que me quedaba
en las orejas.
—Tengo una entrevista de trabajo —digo, porque necesito justificar el hecho de que
por lo regular nunca ando así de arreglada.
Bruno, sin ponerle ni siquiera un poco de azúcar al café, le da un sorbo largo, al
tiempo que se recarga contra la encimera e introduce su mano libre en el bolsillo
de su pantalón.
—Que tengas mucho éxito, entonces —dice, al tiempo que me regala una suave sonrisa
torcida. El día de hoy, lleva la mandíbula sin afeitar y la fina capa de vello le
da un aspecto rebelde.
El corazón me da un tropiezo solo porque es guapísimo y le sonrío de regreso. Esta
vez, mi gesto es más sincero que el anterior.
—Gracias —digo, mientras, disimuladamente, me aliso las arrugas de la falta de tubo
que llevo puesta.
—Trabajarás hasta tarde hoy, supongo —dice y, la manera en la que pregunta me saca
de balance unos instantes.
¿Está preocupado por ti?
—No —respondo—. Hoy es mi día de descanso, así que solo voy a mi entrevista, a unos
cuantos mandados y luego vuelvo a casa.
Él asiente, con gesto más recompuesto que hace apenas unos instantes y la confusión
incrementa otro poco.
Silencio.
Me muerdo el interior de la mejilla y bebo de mi café —con leche y azúcar— para no
tener que hablar.
Me aclaro la garganta de nuevo.
—¿Y tú? —inquiero, pese a que no quiero sonar muy curiosa—. ¿Trabajas hasta tarde
hoy?
Él me mira durante una fracción de segundo, pero, en lugar de decir lo que espero,
pronuncia:
—Mucho me temo.
La decepción me atenaza el pecho.
—Oh... —Sonrío, pesarosa—. Lo siento mucho por ti.
No responde. Solo bebe de nuevo un poco de su café. Yo me giro para sacarme el
teléfono del sujetador de un movimiento disimulado y rápido, y miro el reloj.
Faltan diez minutos para las nueve. Si quiero llegar a las nueve y media a la
Fiscalía del Estado, debo salir ya.
—Tengo que irme —digo, mientras me apresuro a recoger mi plato y mi taza para
lavarlo todo antes de irme.
—Deja ahí —Bruno dice y vuelco mi atención hacia él. Me sonríe y el corazón se me
estruja—. Yo me encargo.
—No podría...
Hace un gesto de cabeza en dirección a la salida, serio, pero con un brillo extraño
en los ojos. Agradable...
—Vete ya, liendre. Suerte en tu entrevista.
Algo me calienta el pecho.
—Gracias —digo, y reprimo las ganas que tengo de estrujarlo en un abrazo
agradecido, como haría con cualquiera de mis amigos. Dudo mucho que a Bruno le
gusten mucho ese tipo de demostraciones de afecto. Mucho menos, si vienen de mí —
dada nuestra historia, claro está.
En el pasado, llegué a pensar que Bruno era un chico dulce, hablador, cariñoso,
abierto y un líder nato. Ahora que empiezo a tratarlo, he podido darme cuenta de
que es todo lo contrario. Es serio, hosco, taciturno, cerrado... Un lobo solitario.
De alguna manera, todas esas ideas preconcebidas que tenía de él se han ido
diluyendo con el paso de los días en este lugar y, pese a que no convivimos
demasiado y las veces que hemos hablado han sido pocas, ahora no puedo dejar de
imaginarlo con esa personalidad tosca que en realidad tiene.
No puedo dejar de imaginarlo refunfuñando por todos lados, con el ceño fruncido y
esa postura intimidante de la que es poseedor.
Él me guiña un ojo en respuesta a lo que he dicho y, sin que pueda evitarlo, el
corazón me da un tropiezo; pero, sin decir nada más, tomo mi teléfono —y audífonos—
y salgo de la cocina lo más rápido que puedo.
Quiero mirar atrás durante un segundo, pero no lo hago. Me obligo a seguir
avanzando con el pulso golpeándome con fuerza detrás de las orejas y una sensación
inquietante removiéndose debajo de mi piel.

***

—Le traigo buenas noticias, señorita Roldán. —El tono entusiasta en el que el
abogado comienza a hablar, luego de haberse instalado en la mesa del restaurante en
el que hemos quedado, enciende una llama que se había mantenido apagada desde que
el licenciado Hernández dejó de mi caso.
—¿De verdad? —No quiero sonar ilusionada, pero lo hago de todos modos.
El hombre asiente, con una gran sonrisa pintada en los labios y las chispas de la
esperanza comienzan a invadirme por completo.
Antes de empezar a hablar, el hombre encarga un platillo del menú y miro, de reojo,
el precio. Siempre que nos vemos le invito lo que sea que esté más próximo: el
desayuno, la comida, la cena... Todo depende de la hora en la que nos veamos. Ahora
mismo, mi economía no puede permitirse el lujo de que ambos comamos algo, por eso,
cuando la mesera se acerca a tomar la orden, yo solo pido un café americano.
El hombre habla de trivialidades mientras esperamos por su desayuno —casi comida,
si puedo ser honesta— y yo solo puedo pensar en la idea se zarandearlo para que me
diga de una maldita vez cuales son las buenas noticias. Pese a eso, me obligo a
sonreír y a responderle con cortesía a todo lo que dice. Finalmente, cuando el
hombre empieza a engullir sus chilaquiles verdes, habla:
—Le decía, señorita Roldán, que le tengo excelentes noticias —dice, luego de beber
un largo sorbo de café.
Asiento, para instarlo a hablar y él se toma el tiempo de limpiarse la boca con una
servilleta antes de regalarme una sonrisa grande y satisfecha.
—Resulta que conseguí una apelación para usted. Argumenté que las pruebas no son lo
suficientemente esclarecedoras como para señalarla como presunta responsable del
delito y conseguí que la parte defensora tenga que buscar pruebas contundentes para
concluir con el juicio. Todo esto sin mencionar que se rumorea que el Corporativo
Mendoza está por realizar un cambio de defensa. Lo que quiere decir que esta
búsqueda de pruebas puede alargarse hasta el infinito. ¿No es eso fabuloso? —dice,
con entusiasmo y yo parpadeo un par de veces, mientras digiero todo lo que me ha
dicho.
La esperanza se diluye en mi sistema tan rápido como aparece, pero me deja un
regusto doloroso en el pecho y una punzada de ira crepitándome por la cabeza.
Me relamo los labios, seria. En el proceso, lo miro engullir otro bocado del
desayuno que voy a comprarle.
—¿Quiere decir que la buena noticia es que el juicio está detenido por el momento?
—inquiero, con calma, pese a que quiero arrancarle el tenedor de entre los dedos y
lanzarlo al suelo solo para que tenga la decencia de mirarme a los ojos mientras me
dice semejante estupidez.
Cómo, en el condenado infierno, es esa una buena noticia? ¡El juicio está detenido,
joder! ¡Eso no me absuelve de ningún cargo! ¡No elimina la posibilidad de que pase
diez o más años de mi vida encerrada en una maldita cárcel!
El hombre me mira, con esos ojos pequeños, dentro de esa cara regordeta, y aprieto
la mandíbula al notar la confusión en su mirada.
—Así es —dice, con lentitud—. ¿No le parece maravilloso? El juicio se ha detenido.
Niego con la cabeza. Primero lento, y luego cada vez más segura de mí misma. La
furia corre a través de mi sangre a toda velocidad y, de pronto, me encuentro con
un montón de palabras enojadas acumuladas en la punta de la lengua.
—No. No me parece maravilloso —espeto, con dureza y la sonrisa del hombre se
desvanece—. No me parece maravilloso, porque esto no me exime de lo que se me
acusa. No finaliza el proceso legal en mi contra. Lo alarga. —Me tomo unos
instantes para tomar un par de inspiraciones profundas y no hablar de más, pero es
casi imposible ahora mismo—. En todo caso, debería estar diciéndome que esto nos da
más margen de tiempo para conseguir pruebas que demuestren mi inocencia, no
creyendo que voy a dormir tranquila luego de saber que la mortificación por la que
estoy pasando se ha pausado hasta Dios-sabe-cuándo.
El hombre frente a mí me mira, estupefacto, mientras tomo mi bolso y mis cosas y
lanzo un billete que cubre su platillo —bebida incluida—, mi café y la propina de
la mesera.
—Necesito que haga algo —siseo, en dirección al hombre, mientras me inclino sobre
la mesa de manera amedrentadora.
Mi gesto furioso parece estar funcionando, ya que se pone lívido y abre los ojos
como platos al tiempo que boquea como un pez en busca de palabras para responder.
—Cuando tenga buenas noticias de verdad, llámeme —digo, incapaz de no sonar como
una completa desgraciada y me echo a andar en dirección a la calle.

***

El silencio incómodo en el que se ha sumido la estancia es solo interrumpido por el


repiqueteo de los cubiertos sobre la vajilla de porcelana en la que comemos mis
padres y yo.
Solo quiero salir corriendo, pero me obligo a echarme otro bocado, mientras me
estrujo la cabeza tratando de buscar un tema de conversación para entablar. Antes
era muy sencillo hacerlo. Cuando vivía con ellos y hacía lo que querían que
hiciera, quiero decir.
Mucho me temo que, luego de que me convertí en la oveja negra de la familia, rompí
mi compromiso y me independicé, las cosas han cambiado entre nosotros de una manera
tan drástica, que a veces me pregunto si alguna vez volverán a ser lo que eran.
Esta mañana —por no decir, casi tarde—, luego de mi fatídica reunión con el
abogado, mi madre me llamó por teléfono para invitarme a comer. La verdad de las
cosas es que no quería venir, pero no tuve el corazón de negarme luego de haber
pasado casi tres semanas enteras sin poner un pie en casa de mis padres.
Es por eso que ahora estoy aquí, sentada en la mesa del comedor; con el corazón
hecho un nudo de la tristeza que me provoca nuestra relación mermada, y la mente
hecha un lío en la búsqueda de aquello que nos hacía funcionar juntos.
Ya no me acuerdo cuándo fue la última vez que me sentí cómoda a su alrededor, y
mucho me temo que, quizás, nunca me he sentido del todo cómoda con ellos.
Cuando creces en un hogar en el que todo lo que haces es señalado, criticado y
castigado, es muy difícil no aprender a andar sobre las puntas de los pies todo el
tiempo; sin embargo, hubo una temporada de mi vida en la que creí que nuestra
relación podía mejorar. Cuando mi noviazgo con Arturo —el sobrino del sacerdote de
nuestra comunidad— se formalizó y nos comprometimos. Mucho antes de las palabras
hirientes, los desplantes, los malos tratos las horribles experiencias íntimas.
—Vimos a Arturo el domingo pasado. —La voz de mi padre se abre paso en el silencio
y, como si hubiese dicho que el mismísimo Lucifer en persona me buscara, el terror
me invade de pies a cabeza.
De pronto, una de las últimas interacciones con él me inunda la cabeza y una
dolorosa sensación de pánico me atenaza el cuerpo.
Él diciéndome cómo vestir y cómo actuar. Él tomándome por los brazos, sacudiéndome
con tanta brusquedad que me lastimó el cuello. Él forzando sus dedos dentro de mí,
aun cuando sabía a la perfección acerca de mi inexperiencia. Él abofeteándome
cuando le supliqué que se detuviera. Él gritándome a la cara las más hirientes de
las palabras...
Cierro los ojos un segundo y tomo una inspiración profunda.
—Preguntó por ti. —Mi papá insiste y yo me obligo a meterme otro bocado de comida.
—Ernesto... —Mi mamá interviene, pero mi papá, como siempre, la hace callar con la
mirada.
—No se ha casado todavía. Dice el padre Ramiro que no ha tenido ninguna otra novia
luego de ti. Incluso cuando ha pasado tanto.
Las lágrimas me pican en los ojos y un nudo ha empezado a formarse en mi garganta,
pero me obligo a alzar la mirada y clavarla en él.
—No voy a volver con Arturo. —Pese a lo mucho que me tiembla la voz, mi tono es
tajante. Firme. Determinado—. Lo mío con él se acabó hace más de dos años.
Respétalo, por favor.
Mi padre se levanta de la mesa y hago lo mismo.
—Andrea... —mi madre suplica, pero ya he comenzado a avanzar hacia la sala para
tomar mi bolso.
—Un día ese hombre se va a casar y vas a arrepentirte de haberlo dejado ir —mi
padre dice a mis espaldas y quiero gritarle que ese hombre abofeteó a su hija luego
de herirla. Que amenazó con matarla si le dejaba, y le llamaba e iba a buscarla de
madrugada para exigirle que lo tomara de vuelta.
A su hija. A esa a la que protegió de la vulgaridad y lo pagano, pero que expuso a
un predador más horrible solo porque navega con bandera de puritano.
—Si vuelves a hablarle de mí o a hablarme de él, nunca más volveré a poner un pie
en tu casa —le digo, ahogándome con las lágrimas que trato de reprimir con
desesperación—. Te lo dije antes: No quiero volver a saber de Arturo. No voy a
regresar.
—No entiendo qué fue lo que le pasó a la niña que crie —dice, con amargura y quiero
gritarle. Quiero espetarle a la cara que la niña a la que crio es una inútil,
incapaz de defenderse de nada y de nadie. Que ahora carga con una cruz que la hace
sentir tan poca cosa y tan poca mujer, que apenas puede mirarse al espejo en las
mañanas.
En su lugar, me obligo a lanzar lejos los pensamientos oscuros y lo encaro.
Sé que puede ver las lágrimas que brillan en mis ojos, pero de todos modos no
disminuye la hostilidad en su expresión.
—Creció, gracias a Dios —digo, igual de amarga que él—. Y se fue de aquí para nunca
volver.
—No te reconozco —dice, dolido y sonrío, triste.
—Yo tampoco te reconozco, papá.
Entonces, tomo mi bolso y me echo a andar hacia la salida.

El trayecto al apartamento de Génesis se me pasa como un martirio y un suspiro al


mismo tiempo. Cuando menos lo espero, ya estoy saludando a José Luis a desgana y
encaminándome al ascensor. Es tarde ya. Más de lo que me habría gustado.
Ni siquiera tuve el ánimo de pasar al supermercado a hacer mis compras. Me siento
tan miserable y mi mente está tan nublada de recuerdos tan turbios, que apenas
puedo mantenerme en una pieza hasta que el elevador se abre frente al flamante
recibidor del pent-house.
La oscuridad en la que se sume el apartamento ahora que el sol cae, le da un
aspecto melancólico al lugar. Tan similar a mi estado de ánimo, que decido dejarlo
así.
Bruno no está. Eso está más que claro y mi ánimo decae un poco más.
Las lágrimas empiezan a correrme por las mejillas cuando voy a medio camino en la
escalera que da a mi habitación improvisada; pero no es hasta que me quito los
zapatos y me acuesto sobre mi estómago —luego de cubrirme hasta la cabeza con una
frazada—, que los sollozos se me escapan.
Quiero llamar a la terapeuta, pero luego recuerdo que ya no tengo una porque no
puedo pagarla y me siento aún más miserable.
Me digo a mí misma una y otra vez que hice lo correcto al salir de la relación
abusiva en la que me encontraba estancada y que no debo sentirme culpable por haber
roto nuestro compromiso; pero, de todos modos, no puedo dejar de sentirme como si
fuese una persona horrible.
Cierro los ojos y trato de no llorar más, pero las lágrimas no dejan de
abandonarme. No dejan de hincharme los ojos y hacerme sentir, de alguna manera,
liberada.
Estoy agotada. Me duele la cabeza de tanto llorar y la noche ha caído ya.
No quiero moverme. No puedo hacerlo. Estoy tan adormecida y aturdida, que solo
puedo aovillarme —pese al calor que ha empezado a hacer— y arrebujarme en la manta.
Eventualmente, la pesadez del sueño se apodera de mí y me dejo ir.

Capítulo 12

BRUNO

Cuando llego al apartamento, todas las luces están apagadas. De inmediato, miro el
reloj en mi teléfono y aprieto la mandíbula cuando veo que pasan de las once.
Andrea dijo que llegaría temprano. Claramente, no lo ha hecho y, pese a que no
estoy muy seguro del motivo, me siento... inquieto. Preocupado.
Me quedo quieto al salir del elevador, pensando en la interacción que tuvimos esta
mañana, y la sensación de malestar incrementa. No sé muy bien qué demonios pensar
al respecto, pero me digo a mí mismo que, seguramente, está festejando con sus
amigos lo bien que le fue en su entrevista de trabajo.
Con ese pensamiento en la cabeza, enciendo la luz de la terraza —para que Andrea la
encuentre así cuando llegue— y me echo a andar hacia la habitación principal para
ponerme algo de ropa cómoda. Luego, me encamino a la cocina. Esta noche tengo tanta
hambre, que decido pedir tacos a domicilio. Encargo unos cuantos de más por si
Andrea quiere comer un poco cuando regrese. Aún me siento en deuda con ella por la
noche tan atroz que le hice pasar, así que, invitarle la cena se siente como lo
correcto por hacer.
Cuando la comida llega, contemplo la posibilidad de comerla en el teatro en casa,
pero descarto el pensamiento tan pronto como llega. Ahí duerme Andrea. No voy a
invadir su espacio. Menos si ella no se encuentra ahí.
Así pues, termino tomando mis alimentos en un banco alto de la isla que se
encuentra en la cocina, mirando un documental en el teléfono. Al terminar, miro la
hora de nuevo. Es casi medianoche.
Otra punzada de preocupación me embarga, pero la empujo lejos y me digo a mí mismo
que no debería importarme la hora a la que llega Andrea.
Con ese pensamiento en la cabeza, me obligo a arrastrarme de vuelta a la habitación
para calzarme unas zapatillas deportivas y dirigirme al pequeño gimnasio del pent-
house. Una vez ahí, me pongo auriculares y comienzo a ejercitarme.
Ni siquiera ha pasado una hora, cuando miro el reloj una vez más. Me pregunto si
Andrea está en casa y me reprimo cuando me doy cuenta de la frecuencia con la que
pienso en ella.
Media hora después, estoy fuera del gimnasio completamente bañado en mi propio
sudor. Necesito una ducha... Y ver si Andrea ha llegado a casa.
De pronto, me siento molesto con ella. Con las pocas molestias que se ha tomado de
avisar que está en casa —si es que de verdad ya llegó—, así que me apresuro hasta
la sala, esperando encontrarla sentada en algún sillón, con el libro manoseado con
el que suele vagar por todo el apartamento; o en la terraza, bebiendo café o algo
por el estilo; pero, cuando llego ahí, no puedo verla.
La busco en la cocina, el cuarto de lavado, la terraza, el estudio... Incluso, me
atrevo a buscarla en el baño de la habitación principal; pero no se encuentra en
ningún lado.
Es la una y media de la madrugada, y genuina preocupación ha comenzado a
embargarme. No sé qué hacer, así que subo a toda velocidad al teatro en casa para
ver si está allá arriba, pero lo único que encuentro son cojines desperdigados por
todos los sillones y penumbra.
Cuando bajo a la primera planta, lo hago con un solo pensamiento en la cabeza, así
que apenas me toma unos instantes ir a la habitación, tomar mi teléfono y llamar a
Dante.
—Si no me equivoco, allá en México es de madrugada. ¿Qué hace que me llames a esas
horas, Bruno Ranieri? ¿Es que de nuevo has peleado con tu compañera de apartamento?
—No ha llegado a casa —digo, sin un ápice de tacto y el silencio que le sigue a mis
palabras es satisfactorio de una manera enferma y retorcida.
—¿Qué?
—Pasa de la una y media de la madrugada y no ha llegado a casa.
—Seguro salió con sus amigos. —Dante razona.
—Esta mañana me dijo que iba a una entrevista de trabajo y hacer unos mandados, y
que luego regresaría a casa temprano —digo, cada vez más irritado con su tono
despreocupado—. Esto no es temprano.
—Déjame comentarlo con Génesis para que le llame. —Esta vez, cuando habla, suena
serio. Como si se hubiese dado cuenta de que no estoy jugando—. Quizás se le hizo
tarde o se quedó a dormir en casa de alguna amiga. Espera y te regreso la llamada,
¿vale?
—De acuerdo. —Asiento, pese a que no puede verme y, entonces, colgamos.
Me siento sobre la cama, pero la ansiedad es tanta, que tengo que levantarme.
Me quito la remera y la lanzo al suelo antes de salir de la habitación, en
dirección a la sala. Hace rato ya que apagué las luces de todo el lugar, así que la
única iluminación de la estancia es la que se cuela a través de las cortinas que
van desde el techo hasta el suelo.
Estoy abriéndome paso a la cocina para ir por algo de beber, cuando, de pronto, la
escucho...
—Estoy aquí. —La voz suave y débil a mis espaldas me hace girarme sobre mi eje solo
para toparme de frente con la imagen de Andrea, mirándome desde la parte alta de
las escaleras, con el teléfono en la oreja y los pies descalzos.
Alivio, enojo, vergüenza... Todo colisiona en mi interior y me abruma tanto, que no
puedo formular una oración coherente de inmediato; así que me quedo aquí, de pie en
medio de la sala, mirándola como si tratase de cerciorarme de que se encuentra
bien.
—¿Hace cuánto llegaste? —inquiero, luego de que se despide de Génesis al teléfono y
me mira fijo.
Pese a la oscuridad, soy capaz de ver la hinchazón de sus ojos y lo desastroso de
su cabello; como si hubiese pasado mucho tiempo dormida.
—Antes que tú —dice, con la voz enronquecida por la falta de uso—. Me quedé
dormida.
Aprieto la mandíbula, sintiéndome cada vez más estúpido y azorado, y la ira
comienza a invadirme con lentitud.
—La próxima vez, avísame para no estar como imbécil molestando gente al otro lado
del mundo —espeto y me arrepiento tan pronto como termino de hablar.
Pese a eso, me giro sobre mi eje, dispuesto a marcharme, pero su voz me llena de
nuevo los oídos:
—Lo siento —dice, con suavidad—. Lamento mucho haberte preocupado.
—No me preocupaste —refuto, cual niño de tres años y quiero estrellar la cabeza
contra el muro por eso.
—Puedo darte mi número, para que me llames la próxima vez que necesites algo. —Ella
no parece reaccionar a mis comentarios hostiles. Al contrario, pareciera como si
fuese capaz de entender lo poco que me gusta sentirme avergonzado o fuera de lugar.
Eso me asusta.
No respondo, pero tampoco me marcho.
Me divido entre las ganas que tengo de irme y de preguntarle cómo le fue en su
entrevista. Finalmente, la parte de mí que aún es decente gana y me giro sobre mi
eje para encararla.
—¿Cómo te fue?
No responde.
—¿Dónde? —Suena confundida.
—En la entrevista.
Suspira y es todo lo que necesito para saber que no me dará buenas noticias.
—No tan bien como esperaba —dice y la voz le tiembla ligeramente.
Por favor, no llores, liendre.
—Lo lamento.
Suelta una pequeña risita, que suena más a sollozo y el corazón se me estruja de la
pena.
—No pasa nada —dice, pero suena tan acongojada que, de pronto, las manos me pican—.
Ya estoy acostumbrada.
Silencio.
No sé qué decir. No sé si decir algo va a ayudar en lo absoluto, así que me quedo
aquí, mirándola fijo, sin saber qué hacer.
—¿Comiste algo? —No me gusta lo preocupado que me escucho, pero no puedo dejar de
pensar en ella saltándose comidas solo porque se quedó dormida.
—Sí —responde—. En casa de mis padres. —Suspira y se cubre el rostro con las manos
para luego apartarse el cabello lejos de la cara en un gesto frustrado—. Donde las
cosas tampoco estuvieron bien.
Suelta un gemido quejumbroso y una pizca de humor me calienta el pecho ante el
sonido tan peculiar.
—Fue un mal día, Andrea —digo, en voz baja y amable—, no es una vida.
Hace una mueca.
—Permíteme dudarlo —masculla, mientras se sienta sobre el primer escalón
descendente de las escaleras.
Sonrío.
—Eres bastante melodramática, ¿te lo han dicho?
Hace un gesto con una mano para restarle importancia a mi comentario.
—Independientemente de ello, empiezo a creer que de verdad estoy maldita o algo por
el estilo. —La seguridad con la que dice aquello me hace soltar una pequeña risa—.
¡No te rías! ¡Lo digo en serio!
—Dudo demasiado que existan las maldiciones o la mala fortuna —replico, pero sueno
amable y relajado.
—Eso es porque nunca habías conocido a alguien como yo —dice, con una seguridad y
una certeza que me hacen sonreír.
Entonces, comienza a relatarme una serie de historias de terror que parecen sacadas
de la más dramática de las telenovelas mexicanas. Empezando por su nacimiento
atropellado, para seguirle a un accidente automovilístico al que ella y su familia
sobrevivieron de milagro. Me cuenta, también —aunque de manera muy vaga— acerca del
despido de su empleo anterior y el desalojo que sufrió del apartamento que
alquilaba antes de llegar a este lugar; así como de una cirugía de emergencia a la
que tuvo que ser sometida. No entra en detalles sobre eso tampoco, pero no hace
falta que lo haga para hacerme sentir como si debiera decirle algo para consolarla
por todo aquello que ha tenido que vivir.
—Todo esto excluyendo la sarta de idioteces que he tenido que soportar gracias mis
propias malas decisiones —dice, luego de terminar con su línea de tiempo sobre sus
desgracias—. Ahí no tomo en cuenta el ridículo que hice al declararle mi amor a un
fulano que, claramente, no tenía idea ni de mi existencia; ni de la decisión tardía
que tomé de terminar mi compromiso a unas semanas de la boda.
Mis cejas se disparan al cielo, en total estupefacción.
—¿Estuviste comprometida?
—Aunque no lo creas, Bruno Ranieri, los hombres pueden fijarse en mí —dice y suena
a la defensiva.
Una sonrisa lenta se desliza en mis labios ante su tono enfurruñado.
—De eso no tengo la menor duda, Andrea.
No tengo idea de dónde demonios ha salido eso, pero me obligo a sostenerle la
mirada cuando clava sus ojos en mí.
Parpadea un par de veces, se moja los labios y me pregunto si estará sonrojada. La
poca iluminación apenas me permite verle las facciones desde el lugar en el que me
encuentro sentado — hace rato que me he instalado en uno de los sofás de la sala.
—Qué bueno que lo tenemos claro, entonces —dice, en voz baja, pero el tono en su
voz hace que me remueva en mi lugar. ¿Incómodo?... No... Expectante.
—¿Cuántos años tienes, Andrea?
—Cumplí veintiséis hace unas semanas —responde.
—¿Hace cuánto estuviste comprometida?
—Hace dos años, más o menos —dice.
—¿Por qué demonios ibas a casarte a los veinticuatro? Habiendo tantas cosas por
hacer antes de sentar cabeza —bromeo, pero, en lugar de escucharla reír o quejarse
de mi comentario, como espero que suceda, suspira.
—Porque creí que estaba enamorada —dice, pero hay algo oscuro en su tono. Entonces,
me dedica una mirada irónica para añadir—: Otra vez.
Sonrío.
—¿Qué te hizo darte cuenta de que no lo estabas? —inquiero, pese a que no es de mi
incumbencia en lo absoluto.
—No me di cuenta —dice—. Al menos, no en ese momento. No de eso... —Suspira—. Me
fui porque... Porque me di cuenta de que él no me amaba. Lo otro... que no estaba
enamorada, quiero decir... lo supe en terapia. —Me dedica una mirada cargada de
disculpa—. Lo siento. Ya crees que me faltan unas cuantas piezas, no me imagino lo
que debes estar pensando de mí ahora.
Sacudo la cabeza en una negativa.
—Yo también fui a terapia. —Ni siquiera sé por qué diablos lo digo, pero las
palabras me abandonan casi por voluntad propia—. Cuando mi mamá falleció, en
noviembre del año pasado.
—Lo lamento.
—No lo hagas —digo, amable—. Estaba sufriendo mucho. Me gusta pensar que ahora
descansa.
—Estoy segura de que lo hace, Bruno —dice y agradezco que lo haga. De alguna
manera, sus palabras me tranquilizan. Me hacen sentir que mi madre de verdad está
descansando.
Tomo una inspiración profunda y dejo escapar el aire con lentitud.
—Lamento haber hecho que Génesis te despertara —digo, al cabo de unos instantes de
silencio.
—No pasa nada —dice, y me sonríe—. Yo habría hecho lo mismo de estar en tu lugar. —
Debe ver la confusión en mi gesto, ya que aclara—: Llamar a Génesis para que Dante
te localizara, quiero decir.
Sonrío.
—¿Tienes hambre?
Asiente y hace un puchero.
—Me serviré un poco de cereal —dice.
—Tengo tacos en el refrigerador. ¿Quieres?
La sonrisa eufórica e infantil que me dedica me hace sonreír como imbécil a mí
también.
—¿Sería demasiado abusar?
—Solo un poco —bromeo—, pero que no se diga que no soy un buen compañero de
apartamento.
Entonces, sin esperar una respuesta, me levanto del sillón y me echo a andar en
dirección a la cocina. Cuando estoy a punto de entrar, veo por encima de mi hombro
solo para encontrarme con la imagen de Andrea siguiéndome a pocos pasos de
distancia.
Acto seguido, me adentro en la espaciosa habitación.

Capítulo 13

ANDREA

El teléfono vibra en el bolsillo trasero de los vaqueros que llevo puestos, pero no
es hasta que pido permiso de ir al baño —diez minutos después—, que veo el mensaje
de texto proveniente de un número desconocido:
«Este es mi número. Soy Bruno».
La sonrisa inmediata que se dibuja en mis labios cuando leo el texto escueto, es
casi ridícula y me reprimo internamente por ello. Pese a eso, no puedo dejar de
hacerlo. El gesto idiota que tengo en los labios es casi tan bobo como las ganas
que tengo de ponerme hacer un pequeño baile aquí, en medio del baño de empleados,
con el espejo de pared a pared como único testigo.
Esta mañana, antes de venir a trabajar, le dejé mi teléfono apuntado en una nota
sobre la isla de la cocina. No esperaba que lo viera. Mucho menos, que se tomara la
delicadeza de guardarlo y mandarme un mensaje; pero, ahora que lo ha hecho, no
puedo dejar de sentirme como si fuese una adolescente que acaba de recibir un
mensaje de alguien interesante.
Es un mensaje de alguien interesante. Me dice el subconsciente, pero me obligo a
ignorarlo.
Anoche, luego de que Bruno me mirara engullir los tacos que —sospecho, porque no lo
admitió, por más que presioné para que me lo dijera— compró para mí, nos fuimos a
dormir sin mediar muchas palabras. Y, esta mañana, pese a que no me lo pidió,
decidí dejarle mi teléfono. Solo por si alguna vez vuelve a ocurrir lo de ayer por
la noche.
Me muerdo el labio inferior, ante la perspectiva de él estando preocupado por mí,
pero me obligo a descartar el pensamiento tan rápido como llega porque se siente
ridículo. Bruno Ranieri, ni en un millón de años, sería capaz de verme
de esa manera.
Con todo y eso, la adolescente soñadora que fui no deja de sentirse realizada al
verlo en mi ventana de chats.
Sonrío, a pesar de que no debería sentirme tan entusiasmada y comienzo a teclear en
el aparato. Me las arreglo para mantener la compostura mientras lo hago.
«Lo usaré sabiamente. 
Aprovecho para avisar que llego tarde hoy también».
Luego de cerciorarme de no sonar demasiado interesada en mi mensaje, me echo a
andar de vuelta a mi puesto.
A la hora de la comida, tengo otro mensaje de Bruno y una llamada perdida de
Sergio. Primero leo el texto:
«¿Trabajas hasta tarde?».
Suspiro.
No tengo alternativa si quiero poder pagarle a Guzmán.
En su lugar, tecleo:
«Lamentablemente».
Él responde al cabo de unos instantes:
«Suerte con eso. Debo irme. Te veo en la noche ¿?».
Sonrío y escribo:
«Si es que tienes el privilegio, Ranieri».
Entonces, cierro la aplicación de mensajes instantáneos y le regreso la llamada a
Sergio. No duramos mucho al teléfono. Él y Ana están invitándome a bailar a
Chapultepec, pero no estoy muy convencida de ir. Pese a que mi amigo me ha
asegurado que él mismo me llevará a casa y a que Ana no ha dejado de rogar a gritos
desde la distancia por mi presencia en el lugar, no dejo de sentir cierto grado de
remordimiento ante la posibilidad de posponer mis horas extras —esas con las que
pago los honorarios del licenciado— para mañana.
Finalmente, luego de unos minutos más de jaleo —y de una llamada de atención por
parte de mi supervisor por retrasarme de mi hora de entrada del almuerzo—, accedo a
acompañarlos con la condición de que me dejarán volver a casa temprano.

El resto del día laboral se me pasa como un suspiro. Entre las interminables filas
de clientes y el movimiento anormal de la gente debido a que es quincena —y,
además, casi fin de semana—, han hecho que las horas se me pasen como si de agua
corriente se tratasen y, cuando menos lo espero, me encuentro recogiendo mis cosas
del casillero que se me asignó, lista para marcharme.
—Te vas temprano hoy —la voz de Karla, la compañera del trabajo con la que más
convivo, me llena los oídos y me giro para encararla.
Asiento y sonrío cuando la veo quitarse la horrorosa blusa azul chillante con
amarillo que la empresa nos hace utilizar.
—Iré con unos amigos a bailar —digo, sin evitar sentirme ligeramente entusiasmada
con la idea de despejar las ideas un rato. Luego del día tan horroroso que tuve
ayer, nada me apetece más que distraerme un rato—. No soy la mejor de las
bailarinas, pero es algo que disfruto hacer de todos modos.
—¿En serio? ¡Ay! ¡Qué emoción! Hace años que no salgo a bailar —dice, a manera de
queja juguetona.
—¿Quieres venir? —inquiero, para luego añadir—: Deberían acompañarnos tú y tu
novio. Mis amigos son increíbles y lo pasamos bien.
—Déjame lo comento con Gustavo y te mando un mensaje —responde y me da la impresión
de que la idea no le desagrada del todo. Es por eso que, luego de intercambiar
teléfonos, le insisto un poco más. Ella promete que me responderá más tarde y,
entonces, salimos ambas en dirección a la parada del autobús.

***

Cuando llego al pent-house, es tan temprano —apenas sí son las seis de la tarde—,
que me siento extraña estando aquí a esta hora.
Bruno, por supuesto, no está aquí, así que me siento en la total libertad de
apoderarme del baño para alistarme.
Sergio dijo que pasarían a recogerme a las nueve, así que tengo tiempo suficiente
para hacer algo por mi aspecto lamentable.
No recuerdo la última vez que presté atención a los detalles que antes me
obsesionaban: el aspecto de mis uñas, la manera en la que me lucía el cabello luego
de haber pasado media hora arreglándolo... Ahora que mi vida ha cambiado tanto,
nada de eso podría importarme menos; sin embargo, en este momento, y en este
intento desesperado que siento por tomar las riendas de mi vida una vez más, decido
que debo hacer algo por mí —por más ridículo que parezca el solo preocuparse por
estas cosas.
Así pues, me meto en la ducha con toda la intención de traer un poco de aquella
Andrea que alguna vez fui a la superficie.

Cuarenta minutos más tarde, me encuentro contemplando el armario en busca de qué


ponerme. Mi guardarropa no es numeroso ni mucho menos, pero tengo ropa que hace
meses no me pongo porque ya no hay lugares dónde hacerlo. Porque todos esos lugares
bonitos que podía permitirme han quedado en el olvido.
Finalmente, decido que no pasé casi una hora depilándome el cuerpo como para no
utilizar un vestido y me enfundo en uno de mis favoritos.
El escote no es muy pronunciado y tiene el largo perfecto como para moverte
cómodamente sin preocuparte por si se verá algo de más y, al mismo tiempo, el
material es tan fresco y ligero, que le da ilusión de ser de la más fina de las
telas. Todo eso lo acompaño, por supuesto, con unos zapatos altos que no son tan
incómodos como el resto de los que se empolvan en las repisas del vestidor.
Mientras termino de alisarme el cabello con la plancha, me pregunto si no me he
arreglado demasiado, pero me obligo a lanzar el pensamiento lejos de mi cabeza. Si
esta noche me he puesto un vestido y he pasado la última hora de mi tiempo
maquillándome, ha sido por mí. Para mí. Porque quiero verme bien únicamente para
complacerme a mí misma.

Cuando Sergio y Ana llegan al apartamento, agradezco haber elegido un vestido, ya


que la novia de mi amigo usa uno también. El lugar al que dicen que iremos tampoco
es muy informal, así que la prenda va de maravilla.
Nuestra primera parada es en un bar al que solíamos venir muy a menudo antes —antes
de la demanda. Antes de las acusaciones. Antes de toda la mierda de ahora—. Al
llegar, lo primero que hacemos luego de instalarnos en una de las mesas —luego de
ordenar algo para beber—, es preguntar el nombre de la banda que toca al fondo del
lugar.
A Sergio le ha gustado tanto cómo tocan, que ha detenido a cada mesero para
preguntarles cómo se llaman.
—Los hijos de la Victoria —le responde uno de ellos, luego de haber acosado a tres
y mi amigo, satisfecho por el logro, dice que pedirá su teléfono para contratarlos
cuando se preste la ocasión.
Mientras estamos ahí —y esperamos a que llegue Manuel y sus amigos—, recibo un
mensaje de Karla preguntándome dónde nos encontramos. Con una sonrisa, le digo el
nombre del bar, para luego decirle que después de aquí, iremos a ese lugar al que
Ana suele ir a bailar con sus amigas.
Al cabo de unos minutos, me contesta que nos verán allá dentro de una hora.
Apenas tenemos media hora en el lugar, cuando un pequeño escándalo ocurre allá, al
fondo, donde la banda se encuentra. La gente grita, aplaude y vitorea por algo
ajeno a nosotros y, diez minutos después, los meseros del bar salen con una ronda
de tragos para todos los comensales.
Al parecer, el dueño le propuso matrimonio a su novia y ella aceptó. Los tragos son
para que brindemos con ellos y no puedo evitar mirar en dirección a donde —supongo—
se encuentran.
Pese a que no soy capaz de verlos, me los imagino ahí, felices, plenos,
enamorados...
Sonrío por ellos. Porque, a pesar de todo lo que pasé con Arturo, aún creo en el
amor verdadero, en las almas gemelas y en la felicidad al lado de alguien.
Un suspiro largo se me escapa en ese momento y me obligo a volver mi atención a mis
amigos, quienes no dejan de parlotear respecto a nuestra buena suerte al venir aquí
hoy.

Una hora más tarde nos encontramos adentrándonos en la inmensa pista de baile de
uno de los lugares más populares de toda la ciudad. El lugar está a reventar, pero
gracias a que Ana conoce a una de las bailarinas principales del show, hemos podido
hacer nuestro camino sin hacer fila toda la noche.
Ahí, cada quién pide una bebida y, luego de que nos las traen, Ana y yo nos
levantamos a bailar. Karla y su novio llegan cuando volvemos a la mesa a tomar un
poco más de lo que pedimos, y conversamos a gritos todos juntos hasta que me duele
la garganta. Sergio y Ana bailan de vez en cuando y yo termino bailando con un
chico demasiado joven para mí que me pide mi teléfono.
Para cuando me doy cuenta, pasa de la medianoche y ya he empezado a sentirme
embotada por el alcohol que he consumido. Sé que debo irme ya o si no, mañana no
voy a poder levantarme a tiempo para llegar al trabajo, pero todo el mundo la está
pasando tan bien, que no me atrevo a arruinarles la fiesta diciéndoles que me
marcho.
Así pues, espero hasta que es la una y media de la madrugada para anunciar que
tengo que ir a casa. Todo el mundo protesta, y más cuando sugiero la posibilidad de
tomar un Uber a casa. Finalmente, Sergio y Ana anuncian que van a llevarme con la
promesa de regresar. Sé que lo harán. Sergio jamás haría una promesa sin tener
intenciones de cumplirla.
Luego de despedirme de todo el mundo —y de darme cuenta de que me encuentro un poco
más mareada de lo que me gustaría—, me dirijo hacia la salida del establecimiento
aferrada a Ana, quien parece tener más control de su cuerpo que yo.
No quiero ni ver el interior de mi cartera cuando la remuevo dentro de mi bolso
para ver la hora en mi teléfono. Quiero creer que no he gastado mucho, pero no
cuento con ello. Esta pequeña salida hará que tenga que hacer doble turno toda la
semana. Con todo y eso, me digo a mí misma que ha valido cada centavo, y trato de
empujar la mortificación lejos de mi sistema.
El camino de regreso al apartamento pasa entre canciones cantadas a todo pulmón y
risas bobas provocadas por el exceso de alcohol. El único que parece venir en sus
cinco sentidos, es Sergio.
Cuando llegamos, le digo a mi amigo que se estacione dentro del aparcamiento del
edificio y le doy la tarjeta de acceso para que pueda utilizarla en el lector de la
pluma electrónica de seguridad. Una vez ahí, Sergio dice que me acompañará hasta la
puerta del ascensor y me despido de Ana antes de bajar del vehículo. Acto seguido,
me encamino hacia las escaleras que dan hacia la recepción del edificio con Sergio
siguiéndome los pasos desde muy cerca.
Una vez dentro, saludamos a José Luis y nos detenemos frente a las puertas dobles
del elevador para despedirnos el uno del otro.
Sergio bromea acerca de mí yéndome de culo dentro del elevador por lo pasada de
copas que me encuentro y yo me río un poco antes de darle un abrazo de despedida.
—Descansa, Andy —dice, mientras nos separamos y le sonrío un segundo antes de que
algo, por el rabillo del ojo, llame mi atención.
Mi vista se vuelca fugazmente en dirección a la entrada lateral por la que hemos
ingresado al edificio, y regresa a toda velocidad cuando lo veo...
Está ahí, de pie a pocos pasos de distancia de donde Sergio y yo nos encontramos y
luce tan atractivo —y yo estoy tan borracha— que debo reprimir el impulso que tengo
de rodar los ojos.
La corbata del traje ha quedado en el olvido, así como el saco. Solo lleva una
camisa blanca con los botones superiores deshechos y sus pantalones de tintorería.
El cabello oscuro le cae sobre la frente de manera descuidada y sus cejas espesas
enmarcan su mirada imponente.
El aspecto desgarbado y desaliñado, aunado a ese porte natural con el que se mueve,
le da un aire peligroso, y quiero golpearme porque otra vez me encuentro aquí,
observando a Bruno Ranieri como si no tuviera algo mejor que hacer.
El corazón me da un tropiezo cuando me mira.
Cuando sus ojos me barren desde los pies hasta la cima de mi cabeza, el ligero
trompicón se transforma en otra cosa. En una sensación efervescente que nace en mi
vientre y se esparce a todos los lugares cálidos de mi cuerpo.
Su vista cae en Sergio unos instantes antes de volver a mí y saludarme con un gesto
de cabeza.
—Buenas noches —dice, cortés y lacónico, con esa voz ronca y profunda de la que es
poseedor, y Sergio le responde de la misma manera, antes de dirigir su atención
hacia mí y dedicarme una mirada irritada.
No es un secreto para nadie que Bruno jamás fue del agrado de mi mejor amigo, pero
verle expresar su repudio tan abiertamente me hace reprimir una sonrisa. Quizás
sean las copas de más. No lo sé. Pero, de pronto, la idea de Sergio detestando a
Bruno me parece divertidísima.
—Descansa, Sergio. —Me despido, luego de que él hace un gesto de fastidio a manera
de broma, pero no he dejado de sonreír.
—Nos vemos luego, Andy —dice, devolviéndome el gesto para echarse a andar en
dirección a la salida del lugar.
Para el instante en el que desaparece por la puerta por la que llegamos, el
elevador abre sus puertas.
Bruno —quién hasta ese momento ni siquiera se había dignado a dedicarme otra mirada
—, me echa un vistazo por encima del hombro y hace un gesto de cabeza en dirección
al ascensor, aún con gesto serio e inescrutable.
—¿Vienes? —inquiere, pero el brillo oscuro que hay en su mirada me hace dudar unos
instantes. De repente, el aliento se me atasca en la garganta, pero no entiendo muy
bien el motivo.
Estás demasiado borracha, Andrea Roldán.
Sin decir una sola palabra, me introduzco en el espacio y él lo hace detrás de mí,
para después presionar el botón indicado. Luego de pasar la tarjeta de acceso,
empezamos a movernos.
Ninguno de los dos dice nada. Ni siquiera nos miramos pero, en mi cabeza, ya estoy
reproduciendo esa estúpida escena en el elevador de Cincuenta Sombras de Grey y, de
pronto, me siento acalorada. Como si estuviese ruborizándome por completo. No me
sorprendería que así fuera.
—¿Te divertiste esta noche? —Bruno rompe el silencio y el sonido ronco de su voz
hace que un escalofrío me recorra.
Lo miro de reojo.
—Bastante —admito, y hago una mueca al escuchar lo arrastrada que suena mi voz.
—Me alegro.
—¿Tú? —pregunto—. ¿Te divertiste?
—Sí. —Asiente, pero no hay emoción alguna en su tono.
Silencio.
En ese momento, caigo en la cuenta de que dijo que trabajaría hasta tarde y la
vergüenza me invade. Debe pensar que no le pongo atención en lo absoluto ahora que
le he preguntado si se divirtió, aun cuando yo sabía a la perfección que
trabajaría.
La mortificación que me azota es tan intensa en ese momento, que tengo que reprimir
el impulso de corregirme a mí misma delante de él.
—¿A dónde fuiste? —Bruno inquiere, luego de unos largos y tortuosos instantes, y
vuelco mi atención hacia él.
—A bailar a Chapultepec —digo, con soltura.
—¿Bailas?
—No soy la mejor bailarina, pero lo hago de todos modos —me encojo de hombros—. Un
par de tragos y ¡adiós vergüenza!
Las comisuras de sus labios se elevan en un amago de sonrisa.
—Quién lo diría —dice, con diversión, para añadir en tono socarrón—: Andrea Roldán
no solo es una alcohólica, sino una desvergonzada.
—Vete al demonio —digo, pero estoy sonriendo.
Él imita mi gesto un segundo antes de que guardemos completo silencio.
—¿Puedo hacer una pregunta entrometida? —La voz de Bruno me saca de mis
cavilaciones al cabo de unos segundos y la confusión me embarga.
Pese a eso, me las arreglo para mantener el gesto inescrutable cuando digo:
—Claro.
—¿Ese de ahí abajo era tu novio?
Parpadeo un par de veces.
—¿Qué?...
Las puertas del elevador se abren, anunciando que hemos llegado ya, pero no me
muevo de mi lugar. Él tampoco.
Ninguno de los dos dice nada, nos quedamos callados durante un largo momento,
mientras proceso lo que está sucediendo. Una parte de mí quiere ponerse a gritar de
la emoción ante el absurdo rumbo que ha empezado a tomar mi mente inquieta; y otra,
esa que es cruel y despiadada, no deja de decirme que todo esto es una treta. Una
trampa ideada por Bruno para jugarme una broma pesada.
—No veo por qué eso es de tu incumbencia —me las arreglo para pronunciar con toda
la arrogancia que puedo.
Bufa y se gira para mirarme con gesto horrorizado.
—Realmente, no me importa, te lo aseguro —dice, con sorna y suena... ¿A la
defensiva?—. Lo pregunto porque, si yo fuese él y mi novia viviera con otro tipo,
enloquecería.
Miente.
Me obligo a empujar la vocecilla inquieta en mi cabeza, porque el pensamiento es
ridículo, incluso en el más remoto de los escenarios posibles.
—Sergio no es mi novio —digo, pese a que no le debo explicaciones de nada, con
mucho tacto y cuidado. No sé por qué me mortifica tanto que crea eso, pero lo hace
—. Somos amigos y nada más.
Bruno me mira por encima del hombro, al tiempo que esboza una sonrisa
condescendiente.
—Entonces, son de esa clase de amigos.
—¿Esa clase de amigos? ¿A qué te refieres con «esa clase de amigos»? —digo, aún sin
comprender lo que dice, al tiempo que sale del ascensor y lo sigo a los pocos
pasos.
Mi ceño está fruncido en un gesto contrariado mientras avanzo detrás de él, pero ni
siquiera me mira cuando deja el maletín que lleva entre los dedos sobre el sillón,
y se encamina hacia la barra del mini-bar. Una vez ahí, se desabotona las muñecas
de la camisa y se dobla las mangas hasta debajo de los codos antes de tomar un
vaso, ponerle hielos y verter tequila.
Entonces, le da un sorbo largo.
Lo miro fijo, sin moverme del lugar en el que me he instalado —al otro lado de la
barra— mientras da un paso hacia atrás y se recarga contra la encimera sobre la que
se encuentran utensilios de coctelería a los que ni siquiera les conozco el nombre.
—¿A qué te refieres con «esa clase de amigos»? —insisto y él suspira, fastidiado,
antes de beber un poco más de su trago, acercarse y dejarlo sobre la barra entre
nosotros.
—Esa clase de amigos... —pone ambas manos sobre la mesa y se inclina hacia mí, de
modo que me hace sentir acorralada—, en la que él está enamorado de ella
perdidamente, y ella —me mira de arriba a abajo—, como buena chica inocente y
mojigata, no se da cuenta. —Sonríe, pero el gesto no toca sus ojos.
Yo entorno los míos. De pronto, no sé por qué me siento tan azorada. Tan irritada
por su comentario. No porque crea que Sergio está enamorado de mí. Mucha gente
antes ha creído que alguno de nosotros tiene sentimientos por el otro. Eso no me
molesta en lo absoluto. Lo que me hace sentir así de incómoda es la manera en la
que me percibe.
No soy inocente. No soy una mojigata...
...Ya no más, de todos modos.
Alzo el mentón, presa de una furia que se cuece a fuego lento y de un temple que,
en cualquier otro momento, no tendría y tomo su trago para darle un largo sorbo.
El tequila me quema la garganta y la nariz, pero me obligo a mantener el gesto
inexpresivo cuando dejo el vaso sobre la encimera.
Él luce bastante entretenido. Como si mis intentos por hacerle ver que no soy el
tipo de mujer que cree que soy, le parecieran divertidos. Eso me pone furiosa. No
quiero que él me vea de esa manera.
—En primer lugar, Sergio no está enamorado de mí. Él y su novia llevan muchos años
juntos —puntualizo, pese a que no tengo porqué hacerlo—. En segundo lugar, no soy
ni una chica inocente. Mucho menos una mojigata.
Una sonrisa lenta y perezosa se desliza en los labios del odioso —e
insoportablemente atractivo— hombre que tengo enfrente y se inclina un poco más.
Yo, pese a que quiero dar un par de pasos hacia atrás cuando empieza a invadir mi
espacio vital, me mantengo firme.
Está tan cerca, que solo puedo verle los ojos. Tan cerca, que soy capaz de sentir
su aliento caliente golpeándome en la comisura de la boca.
—Ah, ¿no? —susurra, con la voz enronquecida, y un escalofrío me recorre entera.
—No. —Sueno más firme y segura de lo que espero, y le sostengo la mirada; pese a
que la suya es tan abrumadora, que quiero apartar la vista.
Sonríe aún más. Esta vez, la oscuridad en su gesto me provoca un nudo en el
estómago.
—Permíteme dudarlo, Andrea —dice, al tiempo que, con delicadeza, me toma por la
barbilla. Mi nombre en sus labios hace que el aliento me falte durante unos
instantes y quiero golpearme. Quiero golpearlo por provocarme todo esto con solo su
cercanía.
Trago duro y le miro los labios antes de clavar mis ojos en los suyos.
—Lo que creas de mí, me tiene sin cuidado —digo, con toda seguridad, pese a que el
corazón me late con fuerza contra las costillas. Le ruego al cielo que no sea capaz
de notarlo.
Algo brilla en su mirada y su sonrisa se desvanece mientras su rostro va
adquiriendo un tinte peligroso. Como si estuviese proponiéndole el más osado de los
retos.
—¿Lo hace? —susurra, al tiempo que se inclina hacia mí y levanta mi mentón con
suavidad. Está dándome la oportunidad de apartarme, pero no lo hago. No puedo
hacerlo. No, cuando el aroma fresco y varonil de su perfume me embota los sentidos
de esta manera.
Uno...
Dos...
Tres segundos pasan... Y, finalmente, me aparto de su toque.
Él sonríe lentamente, como si mi gesto no lo hubiese ofendido en lo absoluto. Casi
como si lo hubiese esperado.
—Inocente... —sentencia, mientras se aparta, y toma su trago—. Y miedosa.
Se encamina hacia la terraza y me giro sobre mi eje solo para verlo alejarse.
El desafío en su gesto me hace querer probarle que se equivoca. Que yo no soy
ninguna inocente. Mucho menos una miedosa; así que, presa del impulso envalentonado
que su comentario me provoca —y del alcohol que me corre por las venas—, me yergo
sobre mí misma y avanzo hacia donde él se encuentra.
Para cuando salgo a la terraza, ya se ha tumbado sobre uno de los camastros junto a
la alberca y me mira con aburrimiento cuando me planto delante de él, con el mentón
alzado y actitud altiva... O, al menos, así creo que me veo. Con tanto alcohol en
la sangre, no estoy segura.
—¿Qué te hace pensar que me conoces lo suficiente como para decir que soy inocente?
¿O miedosa?
Sus ojos se clavan en los míos y tienen un brillo tan peligroso, que tengo que
reprimir el impulso que siento de apartarme.
Se pone de pie con lentitud —aún con el trago en la mano—, como si esperase a que
realmente diera un paso lejos. Cuando está erguido en toda su altura, se acerca y
tengo que alzar la vista para mirarlo.
El corazón me late con violencia contra las costillas cuando acorta aún más la
distancia que nos separa, y soy capaz de percibir el calor que emana su cuerpo y el
olor a perfume caro, cigarrillos y alcohol que despide.
Finalmente, doy un paso hacia atrás.
Él sonríe, como si acabase de probar su punto y una punzada de ira, mezclada con
frustración y vergüenza me embargan.
—Lamento haberme hecho un mal juicio, Roldán —dice, y una sonrisa baila en la
comisura de sus labios y aprieto la mandíbula.
¡No lo dejes ganar!
El grito de la vocecilla insidiosa en mi cabeza hace que el pulso me dé un tropiezo
y, presa de un valor del que no sabía que era poseedora, me acerco a él y le
sonrío. Le sonrío con la misma malicia con la que él me sonríe a mí.
Entonces, me acerco un poco más a él, envuelvo una mano alrededor de su cuello —
temerosa de que vaya a rechazarme con alguna grosería— y me acerco tanto que,
durante un nanosegundo, soy capaz de ver la estupefacción en su mirada.
Acto seguido, me paro sobre mis puntas, lo atraigo hacia mí y, cuando nuestras
narices se tocan, deslizo mi rostro hasta que su oreja me queda a la altura de la
boca y puedo susurrar:
—¿Por qué te importa tanto mi relación con Sergio? —digo, en voz baja, sintiéndome
osada y atrevida, y me aparto para mirarlo a los ojos—. ¿Acaso te molesta?
El gesto serio que se ha apoderado de su rostro me atenaza las entrañas y el
corazón me late con tanta fuerza, que siento que me va a estallar.
—Me importa un carajo lo que tengas con ese fulano, o con cualquier otro —dice y,
pese a que sus palabras me hieren el orgullo, ensancho mi sonrisa.
—Si te importa un carajo, ¿por qué preguntaste?
Entorna sus ojos en mi dirección.
—No lo pregunté porque me interesara de esa manera. —Suena a la defensiva mientras
habla.
—¿De qué manera te interesa, entonces?
Sus ojos se clavan en los míos.
—No voy a tener esta conversación contigo, porque no voy a caer en tus
provocaciones —dice, tajante, y sonrío.
—No me digas, Bruno Ranieri, que te gusto.
Él suelta una sonora carcajada.
—Ni en tus sueños más salvajes, Andrea —dice, contundente, mirándome a los ojos y
el ardor de su rechazo me quema el pecho, pero me obligo a no hacérselo notar.
—No te creo.
—No necesito que me creas —dice, pero sus ojos se clavan en mis labios una fracción
de segundo.
Ese mero acto hace que las ganas que tenía de lanzarlo a la piscina, como él lo
hizo conmigo antes, se esfumen y sean remplazadas por unas distintas. Unas que lo
involucran a él y a mí. Y a sus labios y los míos.
Con todo y eso, me obligo a encogerme de hombros y apartarme para dejarlo ir. Me
aseguro de poner un par de pasos entre nosotros, porque me siento muy mareada y su
cercanía no le ayuda en nada a mis sentidos embotados.
—Bien. Porque no lo hago —digo, sin dejar de mirarlo a los ojos—. Buenas noches,
Bruno.
Cuando paso a su lado, con toda la intención de pasarlo de largo y entrar al
apartamento para subir a mi habitación, me toma por el brazo y me detiene con la
fuerza suficiente como para impedir que siga avanzando. Pese a eso, no me lastima
en lo absoluto.
—¿A dónde vas, pequeña cobarde? —Susurra, en voz baja y el corazón me da un vuelco
—. ¿De verdad crees que puedes dejarme así, luego de tales acusaciones?
Siento que la sangre me zumba en las venas, pero me las arreglo para mirar el punto
en el que su mano caliente y grande me toca. Luego, alzo la mirada para encararlo.
—¿Dejarte cómo? —Sueno tan peligrosa como él y eso me sorprende. Con todo y eso, me
obligo a entornar los ojos y esbozar una sonrisa lenta, justo como la suya.
Su mirada se oscurece varios tonos y se acerca tanto, que soy capaz de sentir su
aliento caliente golpeándome la mejilla.
—A veces, Liendre, lo mejor es ser prudente y no tentar al diablo —susurra, en voz
tan ronca y profunda, que me estremezco por completo.
—No tengo idea de que estás hablando, Bruno —digo, con calma, pese a que soy híper
consciente de la manera en la que sus dedos se envuelven alrededor de mi brazo. De
la forma en la que el aroma que emana del cuerpo me aletarga los sentidos.
—¿De verdad crees que voy a caer en tu juego?
—Yo no estoy jugando a nada —replico, pero no sé de dónde viene toda esta valentía.
Debe ser el alcohol que me ha envalentonado de esta manera.
Su mirada centellea con algo que no puedo reconocer, las entrañas se me revuelven y
el aliento me falta. Entonces, se gira hacia mí y, sin soltarme, se acerca de modo
que soy capaz de sentir su aliento cálido en la mejilla.
Nudillos cálidos me acarician el pómulo derecho y mis párpados se cierran.
—Es una lástima —musita y soy capaz se sentir cómo su nariz toca la mía, y se
desliza hasta el lugar que sus nudillos acariciaban hace unos instantes—. Porque,
contigo, yo jugaría sin dudarlo ni un segundo.
Oh...
Por...
Dios...
Siento su respiración contra los labios. El aroma embriagador que emana me hace
difícil pensar con claridad y el corazón me late con tanta brusquedad que estoy
segura de que puede escucharlo. Trago duro y mis labios, casi por voluntad propia,
se entreabren.
Entonces, el tacto se va. La respiración cálida se aparta y el hechizo se rompe tan
pronto como llega. Mis ojos se abren con rapidez y parpadeo un par de veces para
espabilar.
La sonrisa maliciosa y cruel que se desliza en los labios de Bruno hace que la
resolución caiga sobre mí como balde de agua helada.
—Qué te parece —dice, con socarronería—. El cazador, terminó siendo cazado, ¿no es
así, preciosa?
Balbuceo algo incoherente y él suelta una pequeña risotada.
—No juegues con fuego, Andrea, si no estás dispuesta a quemarte —dice y, entonces,
desaparece en dirección al interior del pent-house.

Capítulo 14

BRUNO

Toma todo de mí no volver sobre mis pasos y tomar a esa mujer de nuevo entre mis
brazos para...
Cierro los ojos cuando mi imaginación inquieta me lleva a lugares que no quiero —
debo— visitar. El recuerdo del aroma fresco y dulce de Andrea Roldán me pone de
cabeza el mundo durante un instante, pero me las arreglo para meterme en la ducha y
abrir el grifo del agua fría antes de cometer una estupidez.
Mientras me hielo las venas, se me viene su imagen una vez más. Ese cabello largo y
liso; esas largas piernas, el vestido que llevaba, lo guapa que se veía...
¿Qué mierda sucede contigo, Bruno Ranieri?
Le atribuyo todo al alcohol, pese a que no estoy muy alcoholizado. Se lo atribuyo,
también, al día de mierda que tuve. Ese que me llevó a la decisión poco sensata que
tomé de mandarlo todo al carajo e ir a embriagarme con unos excompañeros de la
universidad.
Culpo, de paso, a mi padre, por haberme quitado el caso por el que iba a viajar el
lunes para dárselo a alguien más. Me culpo a mí mismo, por mi carencia de juicio y
le ruego al cielo que a ella jamás se le ocurra acercarse a mí de esa manera,
porque si lo hace...
Aprieto la mandíbula y me obligo a empujar el hilo peligroso que están tomando mis
pensamientos. Entonces, metódicamente —y cuidando de que mi mente divague una vez
más hacia lugares que no quiero visitar—, me ducho.
Esa noche sueño con perfumes florales, chicas de cabello largo y música que ni
siquiera me gusta y, a la mañana siguiente, cuando despierto, lo hago con una
erección digna de un puñetero adolescente.
Para ese momento, tengo que admitirme a mí mismo que Andrea Roldán despierta cosas
en mí que no debería. Y no me sorprende en lo absoluto. Es una chica guapa. Sexy —
dentro de su peculiar y torpe personalidad—, incluso. Tampoco es como si hubiese
sentimientos involucrados, pero me queda claro que Andrea provoca en mí lo mismo
que Rebeca —o cualquiera de las chicas con las que me he enrollado—. La diferencia
entre Rebeca y Andrea, es que a Andrea nunca voy a ponerle una mano encima.
Quizás, en otro momento, en otras circunstancias, lo intentaría. Trataría a como
diera lugar de meterme en su cama; pero no puedo hacerle eso a Dante. A su esposa.
Si él se enterara que tomé la decisión de tontear con la mejor amiga de su mujer —
esa que, por alguna extraña razón se ha ganado la simpatía de todo el que la conoce
—, me mataría.
Además, Andrea no es una chica para tontear.
Sé que mi subconsciente tiene razón. Andrea no es una chica con la que tonteas. Es
demasiado inocente. Demasiado soñadora. Involucrarme con ella —y tampoco estoy
diciendo que esté considerándolo, o que ella vaya a aceptar involucrarse conmigo—
sería alimentar aquella fantasía que se creó cuando era una adolescente.
Tampoco estoy insinuando que sigue enamorada de mí, porque estoy seguro de que no
es así; pero no quiero dar pie a que las cosas se malinterpreten y se compliquen.
Cierro los ojos y aprieto la mandíbula.
No puedo creer que este sea el hilo que están tomando mis pensamientos. Me reprimo
una y otra vez mientras me ducho —pese a que anoche también me bañé— y lo hago un
poco más mientras me alisto para ir a la oficina. Es sábado. Se supone que hoy solo
trabajo medio turno, pero voy tan tarde, que es probable que tenga que quedarme a
reponer las horas que me he quedado dormido.
Una parte de mí se alegra de ello, porque eso quiere decir que no tendré que ver a
mi padre.
Con ese pensamiento en la cabeza, abandono la habitación. Es tan tarde —pasan de
las once de la mañana— que ni siquiera espero encontrarme con Andrea —cosa que
agradezco, dado lo que pasó ayer entre nosotros— mientras cruzo el pasillo; sin
embargo, en el instante en el que escucho el extraño sonido en el baño cercano a la
sala, me detengo en seco.
Silencio.
Mi ceño se frunce y agudizo el oído. Otro sonido.
¿Eso fue una arcada?
Doy un paso cerca del baño y, entonces, los hilos terminan de tejerse en mi cabeza.
—Me lleva el infierno —mascullo, incrédulo, al tiempo que me acerco para llamar a
la puerta.
Luego de unos buenos diez segundos de silencio, alguien toce del otro lado de la
puerta y el sonido de otra arcada me inunda.
Sin que pueda evitarlo, suelto una palabrota en voz baja y aprieto los párpados al
tiempo que sacudo la cabeza en una negativa.
Me lleva el diablo...
—¿Andrea?
Nada.
—¿Está todo bien? —insisto.
—Sí —responde, luego de unos segundos, pero suena tan agotada, que no le creo en lo
absoluto—. Todo está en orden.
—¿Estás segura de eso? Porque creo haberte escuchado escupir un pulmón y luego
devolver los intestinos.
Silencio.
—De acuerdo. Se me pasaron un poco las copas, pero estoy bien.
Me mojo los labios, inseguro de mi siguiente movimiento. No me siento del todo
conforme con su respuesta, pero, al mismo tiempo, no quiero que piense que estoy
preocupado. Suficiente tuve con haber hecho el ridículo cuando le llamé a Dante
porque no la había visto en el apartamento.
—¿Necesitas algo de la farmacia? —inquiero, y me siento torpe y fuera de mi zona de
confort.
—No —dice, luego de otro sonido que me hace esbozar una mueca de pesar por ella.
Debe estar pasándolo muy mal—. Te digo que estoy bien. Además, tengo que ir a
trabajar.
La incredulidad me embarga con tanta rapidez, que ni siquiera proceso mis
movimientos cuando, sin llamar, abro la puerta y me planto en el umbral.
La imagen que me recibe me forma un nudo en el estómago y toma todo de mí no
levantarla del suelo helado y llevarla con un maldito doctor. O, por lo menos, a la
cama de la habitación; para que descanse como es debido.
Está lívida y su piel tiene un tinte verdoso; hay bolsas pronunciadas debajo de sus
ojos —señal de las pocas horas de sueño que debió tener— y tiembla tanto como un
chihuahua recién bañado.
Pese al extraño malestar que me provoca verla de ese modo, me las arreglo para
arquear una ceja en un gesto aburrido, pero crítico.
—¿Puedes siquiera ponerte de pie? ¿Piensas ir a trabajar así? —pregunto, burlón y
ella se limpia la boca con el dorso de la mano para mirarme con toda la
determinación que puede.

—¿De qué otro modo voy si no es así? —dice, rotunda, y una risa incrédula y carente
de humor se me escapa.
—Y planeas llegar arrastrándote por las calles de Guadalajara. —No es mi intención
sonar condescendiente, pero lo hago de todos modos.
—No puedo darme el lujo de no ir —insiste y, de pronto, me apetece tomarla por los
hombros y sacudirla hasta que entre en razón; sin embargo, me obligo a mantenerme
en mi lugar; inexpresivo, con esa cara de póker que suelo utilizar con todo el
mundo y que he perfeccionado con el tiempo.
—Andrea, no quiero sonar como si estuviera sermoneándote, porque, de verdad, no
tienes idea de cuánto detesto que lo hagan conmigo; pero, si te presentas así, vas
a arrepentirte y, además, van a regresarte a casa. —Trato de sonar aburrido
mientras hablo, pero no creo haberlo conseguido en lo absoluto.
—No tienes idea de cuánto perderé si no voy —dice, al tiempo que ahoga una arcada.
Suspiro, al tiempo que contemplo mis posibilidades.
Una parte de mí quiere rendirse y dejarla hacer su santa voluntad; pero la otra,
esa que por alguna extraña razón siente la imperiosa necesidad de hacer algo por
ella, me sugiere, muy quedo, desde lo más profundo de mi cabeza que le ayude.
—Uno de mis mejores amigos de la preparatoria es médico —digo, finalmente, una vez
resuelto el dilema en mi cabeza—. ¿Qué te parece si lo contacto y le pido que te
haga un justificante médico para que lleves a tu trabajo?
La dolorosa esperanza que se refleja en su gesto me hace querer tomar el teléfono
que guardo en el bolsillo delantero de mis pantalones y llamar a Oscar —el amigo en
cuestión— para arreglarlo todo.
—No podría abusar de esa manera.
Hago un gesto para restarle importancia a su comentario.
—No tienes idea de cuántas veces lo hizo para mí en la universidad —digo, al tiempo
que le guiño un ojo—. Ya mismo lo arreglo.
En ese momento, tomo el teléfono y busco entre mis contacto el número indicado.
Luego de unos instantes, estoy en comunicación con Oscar.
Mientras charlamos, creo escuchar a Andrea vomitar una vez más y me encamino a la
cocina para prepararle algo para el malestar. Las banalidades no se hacen esperar
en mi conversación, pero aprovecho esos minutos de charla ligera para prepararle a
la chica agonizante del baño una infusión de limón, agua y miel. Esa que mi hermana
me preparaba para asentarme el estómago en mis peores borracheras.
Cuando le pido a Oscar el favor, sin dudarlo un segundo, accede a ayudarme. Sabemos
que no son prácticas honestas —y Oscar jamás lo haría si fuese para alguien más—,
pero, ahora mismo, siento que es lo único que puedo hacer para conseguir que Andrea
se quede en casa a descansar. Eso, de alguna manera, lo justifica para mí.
—¿A nombre de quién lo quieres? —Oscar pregunta, mientras me adentro de nuevo en el
baño y me topo con la imagen de Andrea, limpiándose la boca con el dorso de la
mano.
—Andrea Roldán... —La miro para que me diga su nombre completo, mientras toma entre
sus dedos la bebida que le he preparado.
—Andrea Lizeth Roldán Gutiérrez —dice y yo lo repito para que mi amigo sea capaz de
escucharlo.
Al cabo de unos minutos más, Oscar me informa que ha quedado hecho y prometo pasar
más tarde a su casa por el justificante; cuando regrese de la oficina. También nos
prometemos una cerveza, aprovechando que nos veremos.
Para cuando finalizo la llamada, Andrea luce un poco más repuesta. Alerta, incluso.
—Quedó hecho —le informo, y ella me dedica una sonrisa débil y cansada.
—Gracias —dice y no puedo evitar devolverle el gesto.
—No hay de qué —replico—. Ahora llama a tu trabajo para avisar que te quedas en
casa.
Ella frunce el ceño, y esboza un puchero gracioso y ridículo en partes iguales.
—Sí, papá —dice y la miro con cara de pocos amigos.
—¿Necesitas algo de la farmacia? —insisto y ella sacude la cabeza en una negativa.
—Suficiente has hecho ya.
Suspiro, fastidiado porque no es capaz de tomar un maldito favor cuando se le pone
enfrente.
—Andrea, si no me dices ahora mismo qué carajos quieres que te traiga de la
farmacia, te juro que voy a...
—Un suero —me corta de tajo y enmudezco.
—Un suero. Vale —digo, al cabo de unos instantes—. ¿Qué más?
Entonces, añade un par de cosas más a la lista.
Asiento, mientras la escucho hablar y, cuando lo tengo todo, abandono el
apartamento.

***

Las puertas del ascensor se abren cuando estoy de regreso en el pent-house con las
compras que hice para Andrea. Es tarde ya. Demasiado tarde como para ir a la
oficina.
No quiero incomodar a Andrea con mi presencia en el apartamento, así que aún estoy
tratando de decidir qué voy a hacer cuando le deje todo esto que llevo cargando.
—¿Andrea? —la llamo en voz alta, mientras me encamino hacia el baño para buscarla.
—Aquí estoy —dice, desde el inicio de las escaleras que dan a su improvisada
habitación y me vuelco para encararla.
Lleva el cabello húmedo —en una clara señal de que ha tomado una ducha en mi
ausencia—, una remera que le va grande y un short de licras que sale del borde
largo de la playera que la cubre. Tiene mejor pinta que hace rato, pero aún luce
amarillenta; como si en cualquier momento pudiese deshacerse.
Mientras baja las escaleras, me acerco y nos encontramos a la mitad del camino.
Entonces, le extiendo lo que compré.
Ella toma la bolsa y me ofrece un billete que ni siquiera me molesto en ver.
—Así déjalo.
—Por favor —ella insiste, pero me giro sobre mi eje para que deje de insistir.
—Bruno... —dice, a mis espaldas y me detengo en seco, listo para refutar con algo
mordaz si insiste en pagarme; sin embargo, lo que dice me desarma—: Gracias.
La miro por encima del hombro.
—Por nada, Andrea —digo, y guardo silencio unos instantes antes de añadir—: Por
favor, bébete un suero.
Una pequeña sonrisa se dibuja en sus labios y asiente.
—Lamento haberte retrasado para la oficina —se disculpa, cuando estoy a punto de
encaminarme de nuevo hacia la habitación.
—No pasa nada —digo—. No tenía nada urgente que atender allá de todos modos.
Trabajaré desde el estudio hoy.
—Prometo no molestarte —ella me asegura y una punzada de irritación me embarga,
pero no sé por qué lo hace—. Ni siquiera notarás que estoy aquí.
—Andrea, no me molestas —digo, tajante, al tiempo que clavo mis ojos en los suyos—.
Tú también vives aquí. Puedes hacerte tan presente como te plazca.
Me mira fijo.
—De todos modos, prometo que te dejaré trabajar a tus anchas.
Asiento, con dureza; pese a que no estoy del todo conforme con lo que me ha dicho.
—Trata de descansar —digo y dudo unos instantes antes de agregar—: Toma la
habitación principal y duerme un poco.
Ella niega con la cabeza.
—Gracias, pero prefiero ir a mi habitación. —Señala la planta alta.
Me encojo de hombros.
—Como quieras —replico, y reprimo el impulso que siento de hacer una mueca por lo
duro que he sonado; pese a eso, me obligo a mantenerme inexpresivo y, entonces, me
encamino hasta la habitación principal para ponerme algo cómodo.

***

Son casi las seis de la tarde y ya no puedo más.


He pasado todo el día —o, al menos, lo que llevo despierto— encerrado en el
despacho de Dante, dándole vueltas al caso que mi padre me ha jodido por completo.
Llegados a ese punto, no puedo concentrarme en nada. Me siento tan saturado de
información, que la cabeza me punza.
Me aparto del escritorio, aún sentado sobre la silla, y giro el cuello mientras
cierro la laptop con la que accedo al servidor del despacho.
Estoy agotado y muero de hambre. No recuerdo a qué hora probé mi último bocado,
pero debe haber sido hace mucho, porque estoy famélico.
Durante un instante, me pregunto si Andrea ya comió algo, pero me reprimo a mí
mismo diciéndome que no me importa. Así como tampoco me importa que no se haya
hecho presente en todo el día. Que no haya hecho ni un maldito ruido, o se haya
dignado a echarme un vistazo a hurtadillas.
Primero te molestaba que te observara de esa manera, y ahora estás mendigando un
poco de su atención. Eres patético, Ranieri.
Dejo escapar un suspiro.
Quizás deberías preguntarle si quiere encargar algo para cenar.
Me muerdo el interior de la mejilla, indeciso de qué hacer; pero, finalmente, lo
decido y me pongo de pie para salir de la oficina.
Llevo los pies descalzos, un pantalón de chándal y una remera lisa. Hacía mucho
tiempo que no trabajaba así de cómodo y casi deseo que llegue el día en el que
pueda poner mi propio despacho para poder hacerlo siempre.
Lo primero que me recibe cuando salgo del despacho, es el delicioso aroma a comida.
El sonido tenue del jaleo en la cocina me atrae como una lámpara a una luciérnaga
y, de pronto, me encuentro abriéndome paso hasta el umbral de la espaciosa estancia
para encontrarme de lleno con la imagen de una Andrea más animada —y saludable—
revoloteando por todo el espacio.
Baila mientras revuelve algo que tiene en una cacerola sonrío solo porque acabo de
notar los auriculares que lleva en las orejas.
Es la segunda vez que la sorprendo así, con la guardia completamente abajo, y no
puedo dejar de sentirme intrigado por eso.
De pronto, me imagino acortando la distancia entre nosotros para envolverla desde
atrás con un brazo alrededor de su cintura. Me imagino hundiendo la cara en el
hueco de su cuello y aspirando ese aroma dulce que siempre emana.
El calor me abochorna de repente y me obligo a empujar los pensamientos indeseados
fuera de mí para aclararme la garganta y llamar su atención.
Ella se arranca un audífono de un movimiento brusco, y el gesto horrorizado y
avergonzado que esboza casi me hace sonreír.
—Me sacaste un susto de mierda —dice, sin aliento, y entorno los ojos mientras
lucho contra la sonrisa que amenaza con abandonarme.
—Lo lamento —digo, pero no sueno arrepentido en lo absoluto—. Venía a preguntarse
si querías encargar algo para cenar.
Ella señala a lo que está en la estufa.
—Estoy preparando la cena para los dos —dice, con una sonrisa suficiente—. Pasta
con pollo, como la otra vez.
—Estuvo delicioso —digo y la manera en la que se ilumina su mirada me hace querer
hacerle otro cumplido solo para verlo de nuevo.
—Creí que el pollo se lo había llevado Rosita. Qué bueno que sí lo probaste —
parlotea, mientras le echa otro vistazo a la cacerola en la que prepara el
platillo.
En el instante en el que lo hace y remueve el contenido, el olor de lo que prepara
me golpea y mi estómago ruge en respuesta.
—¿Cómo te sientes? —pregunto, porque de verdad quiero saberlo—. ¿Mejor?
Ella asiente.
—Muchísimo mejor —dice y esbozo una sonrisa—. ¿Tienes mucha hambre ya?
—Para nada —miento—. ¿Necesitas ayuda?
Ella me guiña un ojo y algo se remueve en mi interior.
—Lo tengo todo bajo control —dice y, se gira para añadirle algo más a lo que tiene
en la estufa.
Ella cocina mientras conversamos de tonterías y banalidades y, cuando termina, nos
sentamos juntos a comer en la isla.
La cena pasa entre risas bobas, charlas variopintas y comentarios mordaces de vez
en cuando. Ninguno de los dos hace mención alguna al incidente de anoche y lo
agradezco. De alguna manera, hacer como si no hubiese ocurrido, en estos momentos
se siente como lo correcto por hacer y, de pronto, me encuentro olvidándolo por un
instante y poniéndole toda mi atención otra vez. Deseando extender cada uno de
nuestros temas de conversación, y guardando en mi memoria todos esos pequeños
gestos que esboza y que la hacen lucir efervescente. Brillante.
Cuando terminamos, lavo los trastos sucios y ella limpia la mesa. Luego, anuncia
que empezará a ver —por cuarta ocasión, creo que ha dicho— una serie y la decepción
me invade sin que pueda evitarlo.
—¿Cuál serie es la que dices que verás?
—Dark —repite.
—¿Es buena?
Se encoge de hombros.
—No he logrado agarrarle el hilo a la historia, pero Génesis me la ha recomendado
tanto que no quiero rendirme todavía.
Asiento.
—Dante también me ha dicho que es buena, pero hace tantos años que no me hago el
tiempo de ver televisión, que ya ni siquiera trato de mentirme diciendo que la veré
algún día.
Ella me mira como si quisiera decirme algo, pero no se atreviera. Finalmente, luego
de mordisquearse el labio de una manera que me hace querer lamerle la piel herida
solo para aliviarla, dice:
—¿Quieres verla?
Silencio.
—Si no estás muy ocupado, quiero decir —añade y la observo con fijeza.
Todo dentro de mí es una revolución llegados a este punto. Sé que no es prudente.
Que, luego de lo que pasó anoche —y de la resolución a la que llegué debido a eso—,
lo más prudente que puedo hacer es tomar distancia; pero, de todos modos, no puedo
evitar querer estar cerca de ella. Ser estúpido y despreocupado y ver la maldita
televisión con ella.
No tiene que pasar nada. Me dice el subconsciente, pero todavía dudo.
Finalmente, luego de unos instantes más, replico:
—Quiero verla.
Ella sonríe y toda la cara se le ilumina cuando lo hace. El corazón me da un
tropiezo luego de eso.
—Vamos, entonces —dice, al tiempo que se encamina hacia la salida de la cocina;
rumbo al teatro en casa.
De pronto, las palabras que le dije anoche me retumban en la memoria y se burlan de
mí. Se ríen a carcajadas porque, para mi sorpresa, soy yo quien está jugando con
fuego. Soy yo quien está a punto de quemarse entero.
Capítulo 15

ANDREA

No quiero ser híper consciente de Bruno... pero lo soy.


Inevitablemente, mi cuerpo entero se siente en alerta solo porque está aquí, en el
espacio que ahora se siente como mi habitación, tumbado con los brazos cruzados
sobre el pecho y gesto de concentración, mientras mira la pantalla del proyector.
Es la tercera vez que veo este capítulo de la serie en cuestión y no estoy
entendiendo nada... de nuevo. Esta ocasión, sin embargo, no se debe a la poca
capacidad de retención de mi cerebro; sino al distractor más grande que ha existido
en la historia de la humanidad: Bruno Ranieri.
No he podido concentrarme para nada en lo que se supone que vemos y he empezado a
desesperarme. Incluso, he considerado la posibilidad de colocar una almohada en la
cara al chico en cuestión, para que así no sea capaz de ponerme en este estado
nervioso.
No estoy muy segura de cómo moverme a su alrededor. Sobre todo, luego de lo que
pasó entre nosotros anoche. Con todo y eso, me las he arreglado para mantener a
raya toda esta ansiedad desbordante que me atenaza el cuerpo.
Esta mañana, después de recordar toda la sarta de estupideces que le dije —mientras
devolvía el contenido de mi estómago en el retrete—, quería morirme de la
vergüenza. Casi deseé que no estuviese aquí mientras agonizaba en el baño; pero,
como siempre, la fortuna no jugó de mi lado y tuve que pasar el momento más
embarazoso de mi semana con él como único testigo.
Ahora, instalados en este lugar, no puedo dejar de darle vueltas a todo lo que dije
—e hice— y me siento tan avergonzada, que quiero fundirme entre los cojines sobre
los que me encuentro recostada.
—¿Ella quién es? —inquiero, cuando, por enésima vez, aparece un personaje que no
conozco.
—Es la abuela, pero joven —Bruno responde y mi ceño se frunce un poco.
—¿Cómo es que no te confundes con tantas caras para un mismo personaje? —Me quejo,
al cabo de un rato, y siento cómo sus ojos se fijan en mí casi tan pronto como
termino de hablar.
Un sonido —similar al de una carcajada corta e irónica— se le escapa de la
garganta.
—Poniendo atención es como lo hago —me dice y le dedico mi mirada más venenosa.
—Estoy poniendo atención.
—Sí, claro. —Esta vez, es un bufido el que le sigue a su afirmación, pero ya ha
centrado su atención en el capítulo en cuestión.
—¿Qué estoy haciendo si no es poner atención, genio? —espeto, sintiéndome
ligeramente atacada, luego de unos segundos de silencio. Él me dedica una sonrisa
incrédula.
—Estás haciendo todo menos poner atención, Andrea.
—Por supuesto que no. Estoy mirando la serie, justo como tú.
—No, no lo estás haciendo. —Entorna los ojos en mi dirección—. Estás mirándome a mí
en lugar de ver la pantalla.
Sus palabras hacen que toda la sangre del cuerpo se me agolpe en los pies y la
vergüenza que me invade es tan grande, que el aliento me falta.
De pronto, la posibilidad de fundirme con el material de los cojines no se siente
tan descabellada. Cualquier cosa es mejor que esta horrible mortificación.
¡Estúpida, estúpida, mil veces estúpida!
Verdadero horror me escuece las entrañas; pero, a pesar de eso, me obligo a
dedicarle mi sonrisa más condescendiente.
—Por supuesto que no estoy viéndote —me las arreglo para decir y él sonríe.
El gesto es tan descarado y cargado de certeza, que un puñado de piedras se asienta
en mi estómago en el instante en el que lo veo esbozarlo.
—¿Por qué te pones así de nerviosa? Yo solo estaba jugando —se burla y el bochorno
que siento es tan intenso, que toma todo de mí no lanzarle un almohadón a la cara
para después cubrirme con él.
—Eres insoportable —mascullo, al tiempo que cruzo los brazos sobre mi pecho y clavo
la vista en la imagen que se proyecta en la pantalla. Ni siquiera pasan diez
segundos, cuando añado—: Y, para tu información, no estoy nada nerviosa.
—Pues déjame decirte que no luces relajada —replica, socarrón y le dedico una
mirada irritada.
—¿Y tú qué haces viendo si luzco o no relajada? Se supone que vemos una serie —
refuto, azorada.
—Una serie que yo sí estoy entendiendo y tú no.
—Porque no me dejas poner atención.
—Entonces admites que te distraigo —sentencia y, esta vez, no puedo reprimir el
gesto indignado que se dibuja en mis facciones.
—Nunca dije que me distrajeras. —Esta vez, cuando hablo, sueno a la defensiva.
—Quién lo diría —dice, al tiempo que, cual Cleopatra, se recuesta sobre su costado
—. Sigo teniendo el poder de ponerte nerviosa. Aún después de, ¿qué? ¿Diez años de
nuestra pequeña historia?
—En primer lugar, tú y yo nunca tuvimos una historia. Supéralo, por favor- —Es mi
turno de girarme para encararlo—. Y, en segundo, te tienes en una estima muy alta
porque no me pones nerviosa.
—No te creo. —El eco de mis palabras en las suyas hace que enmudezca durante un
segundo y que, inevitablemente, una oleada de recuerdos sobre lo ocurrido anoche me
azote con violencia.
Yo le dije eso mismo ayer por la noche. Fui yo quien utilizó esas palabras en su
contra.
De pronto, no puedo dejar de pensar en él. En su cercanía. En la forma en la que,
durante un doloroso instante, me tuvo a su merced.
Un escalofrío me recorre entera y un nudo de anticipación se instala en mi vientre.
Mis ojos se posan en sus labios durante una fracción de segundo y, de pronto, no
puedo dejar de imaginarlo besándome. No puedo dejar de verme besándolo como siempre
fantaseé hacerlo. Sin embargo, esta vez, el beso de mis fantasías ha dejado de ser
dulce y amable. Ahora, es intenso y arrollador. Del tipo de beso que podría robarte
hasta el alma si se lo permitieras.
El aliento me falta.
—No necesito que me creas —replico, pese a que mi respiración falla un instante, y
la sonrisa peligrosa que se desliza en sus labios me hace saber que recuerda a la
perfección nuestra interacción. Cada detalle de ella.
—Qué bueno, porque no lo hago —dice y, en ese momento, se vuelca hacia enfrente, en
esa postura desgarbada que tenía hace unos instantes, y clava sus ojos en la
televisión con una sonrisa suficiente en los labios.
El regusto extraño que me dejan sus palabras en la punta de la lengua, me hace
sentir confundida y molesta en partes iguales. Me hace querer probarle que no me
pone nerviosa en lo absoluto —pese a que sí lo hace—, y me hace querer probarme a
mí misma que, por primera vez en la vida, puedo estar al mando de la situación.
Así pues, presa de un impulso envalentonado, bajo del sillón y me pongo de pie.
Mis pies descalzos hacen contacto con el material suave de la alfombra que cubre
parte del espacio y, sin darme tiempo de pensar dos veces mis movimientos, me
acerco y me detengo justo frente a él.
Su vista —aburrida y para nada sorprendida— se alza para encontrarme y, mientras
una sonrisa salaz tira de las comisuras de sus labios, adopta una postura
desafiante. Pese a que es él quien se encuentra recostado y yo de pie, no puedo
evitar sentir como si estuviese retándome a continuar con lo que sea que pretendo
hacer... Aunque ni siquiera yo estoy segura de qué sea eso.
Una ceja se arquea en su rostro, en un gesto arrogante y burlón, y espera,
paciente, por mi siguiente movimiento.
—Vamos dejando un par de cosas en claro, Bruno Ranieri —digo, con una seguridad que
ni yo misma me compro y él reprime una sonrisa—. En primer lugar: No me pones
nerviosa. —Él asiente, atento, sin dejar de mirarme con esos ojos entornados
cargados de diversión—. Y, en segundo... —Me inclino hacia adelante, de modo que
invado su espacio vital —y mi cabello cae como cortina sobre nosotros— y soy capaz
de poner mis ojos a la altura de los suyos—: Yo pongo las reglas del juego.
Él me mira los labios y el corazón se me estruja con violencia.
—Creí que no estabas jugando ninguno —dice, en voz baja y ronca, y trago duro.
Entonces, me mira a los ojos y todo dentro de mí comienza a colisionar.
Un escalofrío de pura anticipación me recorre entera y tengo que reprimir el
impulso salvaje que siento de sentarme a horcajadas sobre él y besarlo de una buena
vez por todas.
En lugar de eso, me quedo quieta, sosteniéndole la mirada. Él me aparta un mechón
rebelde de cabello y lo coloca detrás de mi oreja, al tiempo que se moja los
labios.
—Dime, Andrea, cuales son las reglas, entonces... —dice, en voz tan baja, que
apenas puedo escucharlo—. ¿Quién gana? ¿El que enloquezca al otro primero?
El corazón me da un tropiezo cuando pronuncia aquello y todo pensamiento coherente
en mi cabeza se fuga al instante. De pronto, solo puedo pensar en él. En la forma
en la que me mira —como si fuese la criatura más fascinante del mundo—. En el
embriagante aroma de su perfume y en la miel líquida que tiñe su mirada.
—Quizás lo hace el que sucumba primero... —susurra, al tiempo que se incorpora
ligeramente, obligándome a retroceder un poco. En respuesta, me sostiene por la
nuca, enredando sus dedos en las hebras de mi cabello—. ¿A dónde vas, preciosa?
Creí que eras tú la que trataba de intimidarme.
Su toque no es brusco; mucho menos me obliga a mantenerme en mi lugar. Es solo una
presión suave que, si quisiera, podría desperezarme en cualquier momento.
—Suéltame —le pido, pese a que bien podría apartarme por mi cuenta; pero la
realidad es que no quiero que lo hacerlo... Y tampoco quiero que me deje ir.
Su sonrisa se desvanece y es reemplazada por otra cosa. Por un gesto tan intenso y
abrumador, que no puedo hacer más que mirarlo de lleno.
—¿Estás segura de que eso es lo que quieres? —inquiere, al tiempo que clava sus
ojos en los míos. La respiración se me agota, el pulso me late con fuerza detrás de
las orejas y un zumbido agudo se ha apoderado de mi audición.
Huele a perfume y café, y sus dedos presionando mi cabello son cálidos y firmes.
—No... —admito, con un hilo de voz y su mirada se oscurece.
—¿Qué es lo que quieres, Andrea?
Que me beses.
Me mojo los labios con la punta de la lengua y un sonido gutural —casi salvaje— se
le escapa de la garganta cuando clava su vista en ellos. En ese instante, todo
dentro de mí se retuerce con violencia.
—No voy a hacerlo si no me lo pides... —dice, en voz baja y ronca, y mi corazón se
salta un latido porque él sabe a la perfección qué es lo que estoy pensando en
estos momentos. Sabe que muero por besarlo.
Maldita. Sea.
Pánico, ansiedad, emoción, nerviosismo, deseo... Todo se revuelve en mi interior
creando una tormenta atronadora que no me permite pensar como se debe.
Mis párpados revolotean, en una clara amenaza por cerrarse; tengo los dedos
helados, cerrados en puños y estoy convencida de que voy a hacer implosión si me
besa...
...Y también si no lo hace.
Trago duro y lo miro a los ojos. Él me mira de regreso. Entonces, armándome de un
valor que no sabía que poseía, pronuncio con un suave hilo de voz:
—Bésame, Bruno.
Y así lo hace. Sus labios encuentran los míos en un beso urgente y feroz. La clase
de beso que podría hacerte olvidar hasta tu nombre si se lo permitieses. El tipo de
contacto que solo existe en los más recónditos lugares de tu cabeza y es tan
abrumador y poderoso, que sería capaz de llevarte a cometer las más horribles
atrocidades solo por volver a probarlo. A sentirlo...
Un gemido ahogado se me escapa cuando su lengua busca la mía con avidez y no puedo
evitar ahuecarle la cara con las manos para sentirle el vello áspero que le baña la
mandíbula angulosa.
Él, en respuesta, envuelve su mano libre en mi cintura y me atrae más cerca, de
modo que tengo que subirme al sillón en el que se encuentra y acomodarme a
horcajadas sobre él.
Mis labios abandonan los suyos con brusquedad solo porque necesito un segundo para
espabilarme y el calor me abochorna por completo. Bruno, sin embargo, no me da
tiempo de poner en orden mis pensamientos y vuelve a besarme.
Esta vez, el contacto es más suave que antes. Más lento. Parsimonioso. Profundo.
Bruno se toma el tiempo de explorar mis labios con los suyos. De mordisquear y
lamer cada parte de ellos hasta dejarlos entumecidos y doloridos por la insistencia
de su caricia.
Es solo hasta ese momento —cuando los labios me arden de tanto besarle—, que una
estela de besos húmedos me recorre desde la mandíbula hasta el punto en el que se
une con mi cuello. Entonces, un sonido ahogado se me escapa y echo la cabeza hacia
atrás ante lo abrumadora de la sensación.
Su boca desciende por la longitud de mi cuello y me besa las clavículas antes de
que mis dedos se enreden en las hebras oscuras de su cabello y tiren de él con
suavidad para obligarlo a encararme.
El fuego en su mirada me hace sentir intimidada y, al mismo tiempo, la postura
dominante que mantengo me envalentona y lo beso una vez más. Planto mis labios
sobre los suyos en una caricia lenta y sinuosa.
Su lengua y la mía se encuentran en el camino y un escalofrío me recorre entera
cuando sus manos se deslizan por mi espalda hasta anclarse en mis caderas y
presionarme hacia él. Hacia su abdomen firme y fuerte.
Se aparta de mí con brusquedad en ese momento y une su frente a la mía.
—Andrea, si no me pides que pare, no voy a detenerme.
—¿Quién ha dicho que quiero que lo hagas? —respondo y no sé de dónde diablos viene
aquello, pero ya es demasiado tarde para retractarme. Tampoco quiero hacerlo, si
puedo ser sincera.
Él me mira a los ojos durante una fracción de segundo y, cuando creo que va a
volver a besarme, me acaricia el pómulo con los nudillos y clava la vista en mis
labios.
—Tan preciosa... —murmura y el corazón se me encoge ante la abrumadora sensación
que me provoca escucharle decir eso. Entonces, de un movimiento, envuelve un brazo
en mi cintura y nos gira; de modo que, ahora, está sobre mí. Asentado entre mis
piernas.
El corazón me late con tanta fuerza, que me duelen las costillas y el delicioso
peso de su cuerpo sobre el mío me deja sin aliento. Un extraño y doloroso nudo de
ansiedad se instala en mi vientre y, de pronto, un fugaz recuerdo desagradable me
invade el pensamiento, pero me obligo a empujarlo lejos cuando veo a Bruno
observándome como si fuese, de verdad, como me ha llamado: preciosa.
Se acerca hacia mí, para hundir el rostro en mi cuello un segundo y lamer la piel
de esa zona.
—Tan abrumadora... —dice y sus labios suben con lentitud hasta el lóbulo de mi
oreja. Entonces, susurra ahí—: Tan sexy...
Su boca encuentra la mía una vez más y, esta vez, el beso es más intenso que el
anterior.
Su tacto experto se desliza por mis costados hasta llegar al borde de mi remera
grande y floja, y casi siento que voy muy desnuda cuando sus dedos cálidos y
ásperos se deslizan hacia arriba, acariciándome el torso con las yemas, hasta
ahuecarse en mis pechos.
Un sonido estrangulado escapa de mis labios cuando sus pulgares trazan caricias
sobre las turgentes cimas, por encima del material del sujetador y, de pronto, no
puedo pensar con claridad.
Un sonido ahogado brota de mis labios cuando, con dedos expertos, empuja el
material hacia a un lado para dejar al descubierto esa parte de mi anatomía un
segundo antes de continuar su deliciosa tortura. Esta vez, por supuesto, lo hace
sin restricción alguna.
La vocecilla en mi cabeza me dice que voy demasiado rápido. Que debo detenerme un
segundo; pero, otra parte de mí, esa que es impulsiva, soñadora, y que desea esto —
o algo por el estilo— con él, no deja de instarme a continuar. A darle entrada
abierta a lo que sea que esté dispuesto a ofrecerme.
Sus manos están en todos lados, sus palmas trazan caricias suaves en mis muslos, mi
rostro... Sus labios trazan senderos cada vez más profundos, y mi espalda se arquea
cuando, finalmente —y con manos expertas—, se deshace del broche de mi sujetador.
En ese momento, lo empuja hacia arriba y ahueca de nuevo, con sus palmas abiertas,
los montículos de mis pechos.
Es hasta ese momento, que todo cae sobre mí como baldazo de agua helada y caigo en
la cuenta de lo que está ocurriendo. Es hasta ese preciso instante, que me doy
cuenta del peligroso juego que estoy jugando con Bruno Ranieri.
—Tan dulce... —susurra contra mi oreja, para luego lamer la piel debajo de ella y
mis labios se abren en un grito silencioso cuando succiona suavemente.
Mis dedos se aferran a las hebras oscuras de su cabello y tiro de ellas con
suavidad cuando la estela de besos desciende otro poco.
El material de la remera que llevo puesta empieza a elevarse con lentitud. Sus
dedos cálidos suben junto con él y me encienden la piel a su paso. Sus manos están
en mis costillas...
Entonces, el hechizo se rompe.
El familiar sonido de una llamada entrante lo invade todo. Bruno suelta una
palabrota, al tiempo que se incorpora y se saca el teléfono del bolsillo delantero
del pantalón de chándal.
Cuando mira la pantalla, lo lanza al sillón junto a nosotros, al tiempo que escupe:
—A la mierda.
Acto seguido, me besa de nuevo; sin embargo, el teléfono suena una vez más.
Una retahíla de palabrotas se le escapa y creo escucharle decir que va a asesinar a
su hermana antes de que, como impulsado por un resorte, se aparte de mí y tome el
aparato para responder.
—¿Qué? —espeta, al tiempo que, sin pudor alguno, acomoda la prominente erección que
alcanza a verse por encima del material del chándal que viste. La imagen hace que
me ruborice por completo y me obligo a apartar la vista mientras me incorporo y me
acomodo la remera en su lugar una vez más.
Bruno cierra los ojos con fuerza, como si hubiese cometido una estupidez y se
presiona el puente de la nariz en un gesto frustrado.
—Oscar, lo siento. Pensé que eras mi hermana —se disculpa y tengo que reprimir una
sonrisa idiota al ver el arrepentimiento en sus facciones. Guarda silencio unos
instantes y luego, dice—: ¡Sí! ¡Claro! No lo olvidé. Por supuesto que iré a recoger
el comprobante médico. —Me dedica una mirada torturada y una punzada de decepción
me embarga tan pronto como le escucho decir aquello—. Claro. También sigue en pie
la cerveza.
En el instante en el pronuncia eso, la desilusión me enfría el cuerpo por completo.
—Sí —dice, luego de un largo momento, al tiempo que me dedica una mirada cargada de
disculpa—. Por supuesto. En media hora está perfecto. —Otro silencio—. Vale.
Gracias, Oscar.
Entonces, finaliza la llamada.
—¿Qué tanto necesitas ese comprobante médico? —inquiere, al tiempo que me mira como
si pudiese desnudarme con la mirada.
—No demasiado —miento y él esboza una sonrisa torturada al tiempo que se acerca.
—Mentirosa —murmura, mientras se acuclilla delante de mí. Luego, me acaricia el
pómulo con los nudillos y suspira con frustración—. Tengo que ir. Se lo prometí
desde en la tarde. Además, tengo que recoger el condenado papel.
Asiento.
—Está bien —digo. No quiero sonar decepcionada, pero lo hago.
—Andrea...
—Ve —lo corto—. Pensándolo bien, sí necesito ese justificante médico.
No miento. Lo necesito; sin embargo, ahora mismo me encantaría que no fuese de esa
manera.
Es su turno de asentir.
—De acuerdo. Volveré pronto.
Le regalo una sonrisa suave.
—No tardes demasiado —pido, sin aliento, sintiéndome osada y su mirada se oscurece.
—Trataré de no hacerlo —promete y, entonces, planta sus labios en los míos en un
beso suave y se pone de pie para marcharse.
Antes de bajar por las escaleras, me echa un último vistazo y el aliento me falta.
Otra palabrota se le escapa luego de eso y, sacudiendo la cabeza, se dirige hacia
la planta baja del pent-house.
Cuando escucho al elevador llegar y marcharse, me dejo caer de espaldas sobre el
sillón y me cubro la cara con un cojín para ahogar un grito entusiasmado y
frustrado en partes iguales.
No sé qué demonios habría pasado si no le hubiesen llamado. No sé qué carajos
habría ocurrido entre nosotros si su amigo no nos hubiese interrumpido. Eso me
asusta.
No se necesita ser un genio para saber que Bruno Ranieri no es un hombre que se
tome en serio a las chicas. Me lo dejó bastante claro al traer a aquella mujer al
apartamento hace no demasiado.
¿Qué te hace pensar que a ti te va a tomar en serio, tonta Andrea?
Mis ojos se cierran con fuerza tan pronto como el pensamiento aparece en mi mente
y, de pronto, todo lo que ocurrió entre nosotros hace unos instantes me azota con
violencia.
La sola idea de haberle permitido besarme de esa manera hace que quiera reprimirme
eternamente y, al mismo tiempo, no puedo dejar de pensar en ello. En la forma en la
que sus labios y los míos colisionaron entre sí.
—Eres una tonta, Andrea Roldán —me reprimo, en voz baja, mientras aparto el cojín
lejos de mi cara para clavar los ojos en el techo, con frustración—. Una completa
estúpida.

Capítulo 16

BRUNO

Besé a Andrea y no fue la gran cosa.


No sentí que bien podría perderme una eternidad en sus labios. Mucho menos desee
más de ella. De su aroma fresco y dulce. De la suavidad de su piel debajo de mis
labios. De la manera en la que sus dedos se enredaban en mi cabello y tiraban de él
con suavidad. Ni del sabor dulce de sus labios o el tacto de sus pechos debajo de
mis dedos...
Besé a Andrea y no fue la gran cosa...
... Excepto que sí lo fue.
Sí fue la gran cosa. Fue, sin duda alguna, el beso más abrumador que me han dado en
mucho tiempo.
Andrea Roldán es un peligro para mí. Para mis sentidos y mis más bajas pasiones. Es
el tipo de tentación de la que suelo mantenerme alejado porque es demasiado
arriesgado caer.
No debo caer.
Y de todos modos estoy aquí, arriba de mi coche, con la mirada fija en el camino y
la mente en un lugar más cálido. Dulce. Aterrador...
Aprieto la mandíbula y suelto una palabrota.
No debí permitir que sucediera. Maldita sea, ni siquiera debí empezarlo todo de la
manera en la que lo hice. Lo único que agradezco de todo esto, es que Oscar llamó
en el momento indicado. Si no lo hubiera hecho, juro por Dios que habría llegado
hasta donde Andrea me hubiese permitido.
No puedes permitir que vuelva a pasar. Me dice el subconsciente, mientras me
detengo en un semáforo en rojo, y sé que tiene razón. No puedo permitirlo. No puedo
dejar que se repita. Nunca.
Cierro los ojos con fuerza y sacudo la cabeza en una negativa.
Esto fue un error, pero prometo que voy a enmendarlo. Nunca más voy a volver a
permitirme esas libertades con Andrea.

***

Ha pasado una semana entera desde que besé a Andrea. Una semana que he pasado
evitándola a toda costa.
El asunto conmigo y mis objetivos, es que siempre los consigo. Me he propuesto, a
como dé lugar, no encontrarme con esa chica en el apartamento y, pese a que ha sido
difícil, lo he conseguido bastante bien.
Ese día, luego de haberla besado para luego salir corriendo a encontrarme con
Oscar, decidí que no podía volver al pent-house temprano y me encargué de que mi
reunión con mi amigo se alargara hasta muy entrada la madrugada.
Cuando volví, todas las luces del apartamento estaban apagadas. Una parte de mí lo
agradeció, aunque no puedo negar que la perspectiva de encontrarla aún despierta,
era más agradable que enfrentarme a la realidad. Esa que me implicaba a mí, solo en
la inmensa cama de Dante, pensando en ella.
Desde ese día me he encargado de evitarla a toda costa. Me envió un mensaje de
agradecimiento a la mañana siguiente por haberle llevado el justificante médico —
ese que le dejé sobre la isla de la cocina—, pero no fui muy expresivo en mi
respuesta.
Hace un par de días me envió un mensaje diciéndome que llegaría tarde, y hace unos
minutos me envió uno que dice exactamente lo mismo: que hará horas extras; pero, de
ahí en más, no hemos conversado en lo absoluto.
He sido lo suficientemente cuidadoso como para evitar estar en el pent-house cuando
ella lo hace y, por las noches, me aseguro de llegar más tarde de lo habitual para
no tener que encontrármela merodeando por ahí.
Sé que estoy siendo un cobarde y que Andrea no lo merece, pero esto, ahora mismo,
es lo mejor que puedo darle. No estoy listo para tener que dar explicaciones de
algo que ni siquiera yo tengo muy claro.
Besarla fue un error, en efecto. Pero no me arrepiento. Ese es el maldito problema.
Debería estar arrepentido. Debería desear largarme del apartamento para no tener
que mirarla a la cara nunca más. El problema es que no lo hago. Al contrario, una
parte de mí desea que se repita. Es a esa a la que trato de poner en cintura.

Un suspiro largo se me escapa de la garganta cuando leo el mensaje de Andrea una


vez más. No me gusta cuando llega tarde. Me preocupa.
Quiero ofrecerme a pasar por ella. Quiero preguntarle dónde trabaja para así ir a
recogerla; pero, en su lugar, tecleo:
«De acuerdo. Con cuidado».

Paso el resto del día leyendo un par de casos nuevos que han llegado a la firma.
Eventualmente, como a eso de las nueve de la noche, Rebeca me escribe. Quiere que
nos veamos, pero no tengo humor, así que miento y le digo que estaré ocupado.
Es viernes, así que Oscar me escribe para que vayamos a tomarnos unos tragos junto
con Luis, otro de los chicos con los que solíamos juntarnos en la universidad. A él
le digo que estoy libre y, una hora más tarde, me encuentro camino al bar indicado.
Va a llover. Las nubes han cerrado el cielo casi por completo y, durante un
segundo, me pregunto qué tan tarde saldrá Andrea de trabajar. Si alcanzará a llegar
a casa sana y salva antes de que la lluvia llegue.
No te interesa, imbécil. Me reprime la vocecilla en mi cabeza y aprieto la
mandíbula.
No me reconforta la manera en la que mi mente trata de mantenerse alejada de ella;
pero, con todo y eso, me obligo a empujar la preocupación lejos, para enfocarme en
el camino.

La noche con Luis y Oscar pasa tranquila entre cervezas, cigarrillos y recuerdos de
nuestros años de libertinaje. No me sorprende cuando Luis nos cuenta que va a
proponerle matrimonio a su novia y me siento fuera de lugar cuando Oscar habla
sobre la chica con la que ahora sale. La manera en la que habla sobre formalizar un
poco más con ella, hace que me sienta extraño.
Cuando llega mi turno de hablar sobre mi inexistente vida romántica, aparento que
soy el lobo solitario que, hasta hace un par de meses amaba ser y se ríen de mí
cuando les aseguro que nunca voy a casarme o a sentar cabeza.
En el fondo, mientras lo digo, me siento vacío —como siempre—. Sin embargo, esta
vez, el sentimiento me incomoda. Me provoca una extraña picazón en el cuello.
Apenas unos minutos pasada la medianoche, me despido de mis amigos para volver a
casa. La lluvia ha comenzado a caer ya, pero lo peor de la tormenta todavía no
empieza. Los truenos que resuenan en la lejanía vaticinan la inminente caída de un
aguacero monumental, y me pregunto, por décima vez esta noche, si Andrea ya está en
casa.
Cuando llego al edificio —diez minutos después—, toma todo de mí no regresar sobre
mis pasos y preguntarle a José Luis, el portero, si Andrea ha llegado a casa. Por
el contrario, me obligo a subir al ascensor e ingresar la tarjeta de acceso para ir
al piso indicado.
Un par de minutos más tarde, me encuentro saliendo del elevador para toparme de
lleno con la imagen de un pent-house en completa oscuridad.
Una punzada de preocupación me invade el cuerpo y, de inmediato, tomo el teléfono
del bolsillo delantero de mis vaqueros para enviarle un mensaje a Andrea:
«¿Estás en casa?».
Ve el mensaje, pero no me responde, así que insisto:
«¿Andrea?».
Nada. Entonces, tecleo:
«¿?».

Una palabrota sale de mis labios y enciendo las luces antes de subir al teatro en
casa saltándome los escalones de dos en dos.
Una vez ahí, me cercioro de revisar cara rincón —para que no me pase lo de la
última vez— sin éxito alguno.
Cuando bajo de su improvisada recámara, voy a la cocina, la terraza, el gimnasio,
el baño... Reviso cada rincón del departamento solo para llegar a la conclusión de
que no está aquí.
Cuando reviso el teléfono, me doy cuenta de que ni siquiera ha leído mi último
mensaje, es por eso que decido llamarle.
El teléfono timbra cinco tonos antes de enviarme al buzón de voz. Cuelgo sin dejar
mensaje y lo vuelvo a intentar tres veces más.
La lluvia allá afuera ha empezado a arreciar y los relámpagos que caen, lo hacen
ahora casi encima de mi cabeza, iluminando el cielo de una tonalidad violeta que,
de niño, me habría puesto los vellos de punta.
Llegados a este punto, mi mandíbula está apretada y la preocupación ha empezado a
provocarme un extraño dolor en la boca del estómago.
Una palabrota se me escapa cuando, con el rugido de un rayo, la lluvia incrementa
su furia y me la imagino allá afuera, dentro de un taxi —en el mejor de los casos—,
esperando a que la tormenta pase.
El teléfono me vibra en la mano y el corazón me da un vuelco cuando veo que es un
mensaje de Andrea:
«Voy en camino».
Rápido, escribo:
«¿Vienes en taxi? 
¿Quieres que salga a esperarte con un paraguas?».
Pasan unos buenos seis minutos antes de que me responda de nuevo:
«No es necesario. Ya voy empapada de todos modos».
Mi ceño se frunce durante un segundo y, entonces, el peor de los pensamientos me
viene a la cabeza...
¿Qué tal si ella no viene en un taxi? ¿Qué si viene caminando con esta lluvia?
—No... —digo, en voz baja, para mí mismo—. No sería así de cabeza dura... ¿o sí?
En ese momento, escribo:
«Andrea, ¿vienes en taxi?».
Otros cuatro minutos enteros pasan antes de que reciba:
«Ya casi llego».
Una palabrota escapa de mis labios en ese momento y vuelvo sobre mis pies para
subir de nuevo al ascensor.
No sé muy bien qué diablos estoy haciendo, pero, cuando menos lo espero, ya estoy
bajando del elevador para dirigirme al estacionamiento. Una vez ahí, me subo al
coche y salgo a la avenida, en plena tormenta, con las luces intermitentes
encendidas y avanzando a vuelta de rueda, solo porque tengo esta absurda corazonada
de que voy a encontrarla. Porque esa mujer está así de desquiciada.
Una.
Dos.
Tres.
Cuatro calles...
Nada.
Empiezo a sentirme como un completo imbécil. Como el pelele que salió a buscar a
una chica a medianoche, en medio de una tormenta. Aun sabiendo que nadie en su sano
juicio se expondría de esa manera. Ni siquiera una chica como Andrea.
Un suspiro largo se me escapa y trago saliva, solo para deshacerme de esta
sensación de incomodidad. Me orillo a la primera oportunidad y reviso el teléfono
una vez más. No me ha respondido. Ni siquiera ha visto mi mensaje.
Una palabrota sale de mis labios sin que pueda evitarlo y echo la cabeza hacia
atrás, mientras me cubro los ojos con las manos, en un gesto frustrado.
—Esta mujer va a acabar con mis nervios —mascullo, al tiempo que niego con la
cabeza y me obligo a volver la vista hacia la calle.
Sigo orillado, en alto total, con las luces encendidas y las intermitentes
parpadeando.
La preocupación aún me llena el pecho de una extraña sensación incómoda, pero no es
eso lo que está empezando a molestarme. Es esta impotencia de no poder hacer nada
para remediarlo lo que está cociéndome las entrañas a fuego lento.
Finalmente, decido que no puedo hacer otra cosa más que esperar a que Andrea decida
responderme y, frustrado, comienzo a avanzar en busca del siguiente retorno.
Estoy a punto de dar la vuelta en un semáforo, cuando la veo...
Al principio creo haberlo imaginado, pero, cuando veo cómo arrastra el ridículo
paraguas de rana que he visto secándose en la terraza del apartamento, lo confirmo.
Es Andrea. Viene caminando por la acerca desierta, abrazando algo contra el cuerpo
con una mano, mientras arrastra un destrozado paraguas con la otra.
Un millar de sensaciones me invade el cuerpo y, durante un segundo, no puedo
moverme. Aprieto la mandíbula, el corazón me da un vuelco y, por acto reflejo, me
orillo lo más cerca posible de ella. En el acto, detiene su andar y, como las luces
están dándole directo en la cara, soy capaz de ver el instante en el que el terror
se apodera de sus facciones.
De inmediato, abro la puerta del coche para bajar de él. En el proceso, me empapo
los pies por el río de agua que corre por la avenida, y el cabello se me apelmaza
contra la cara casi al instante.
—¡¿Perdiste la puta cabeza?! —Grito, para hacerme oír por encima del rugido de la
tormenta—. ¡¿Se está cayendo el maldito cielo y no puedes tomar un condenado taxi?!
En ese momento, su gesto se contorsiona en una mueca dura y... ¿avergonzada?
Pese a eso, no responde. Se limita a mirarme unos instantes antes de seguir con su
camino.
—¡Andrea! —grito, cuando empieza a alejarse y, sin molestarme en cerrar la puerta
del coche, lo rodeo para subirme a la acera, donde se encuentra avanzando.
Cuando me doy cuenta de que no se detiene, avanzo hacia ella a zancadas largas
hasta alcanzarla. Cuando lo hago, envuelvo mis dedos en su brazo y tiro de él para
detenerla.
De inmediato, se gira sobre su eje y, de un movimiento brusco, se libera de mi
agarre. La mirada hostil que me dedica en el proceso hace que una punzada de algo
intenso me atraviese de lado a lado.
—No me toques —dice, entre dientes y, entonces, se gira de nuevo para seguir
caminando.
—Andrea, vas a enfermarte —medio grito, a sus espaldas y ella se detiene en seco
para girarse de nuevo y soltar una carcajada amarga.
—Estuviste evitándome toda la maldita semana y ahora te importa si me enfermo o no.
—Sacude la cabeza en una negativa—. Vete al diablo.
Aprieto la mandíbula y los puños.
Merezco esto, lo sé, pero de todos modos quema y escuece como el peor de los
ácidos.
—Puedes mandarme al diablo cuanto quieras, pero no voy a dejar que vayas a casa
caminando —digo, con toda la tranquilidad que puedo imprimir en la voz.
—¿Qué más da? —abre los brazos, en un gesto que me hace ver cuán mojada se
encuentra—. Ya casi llego. Ya voy empapada. ¿Qué más da si me mojo otro poco?
—Sube al auto, Andrea.
—Ni por todo el dinero del mundo.
La irritación que siento ahora es tan abrumadora, que no puedo pensar con claridad.
Que, de pronto, la idea de acortar la distancia que nos separa y llevarla a cuestas
hasta meterla en el auto no suena tan descabellada. De hecho, es tan tentadora, que
la considero unos instantes.
—Andrea, por favor... —insisto, aún tratando de ser razonable, pero ella me mira
con un desdén que me pica en las entrañas.
No responde. Solo me mira unos instantes antes de volver sobre sus pasos y avanzar
una vez más.
—De acuerdo —digo, medio gritando, en su dirección—. Como cavernícolas, entonces.
En ese momento, avanzo a toda velocidad, la tomo desde la cintura por la espalda y
la hago girar sobre su eje antes de anclar mis manos en sus caderas y echármela al
hombro de un movimiento rápido.
No pesa demasiado y es tan bajita, que maniobrar con ella —pese a que no ha dejado
de gritar, patalear y de golpearme la espalda con las palmas abiertas— es bastante
sencillo.
Cuando llegamos a mi coche y la deposito en el suelo, me aseguro de arrinconarla
contra el metal de mi coche y mi cuerpo. El aroma a flores que emana me aturde unos
segundos, pero me obligo a ignorar todo lo que provoca en mí para abrir la puerta y
empujarla en el interior.
Ella forcejea todo el tiempo y, si alguien nos viese desde la distancia,
probablemente creería que estoy secuestrándola; así que le ruego al cielo que nadie
nos esté mirando —o grabando— porque si no, voy a tener muchos problemas.
Cuando consigo depositarla en el asiento, pongo el seguro para niños y cierro la
puerta. Ella trata de salir por el lado del piloto cuando se percata de lo que he
hecho, pero, luego de otros buenos dos minutos de forcejeo —en el que termina
dándome con el codo en un pómulo—, logro introducirme en el coche para cerrar la
puerta.
Para cuando me instalo en el asiento, tengo la respiración agitada y el calor me
abochorna. Es tan condenadamente fuerte y estaba tratando con tanto ahínco de no
lastimarla, que me siento como si acabase de correr una carrera de resistencia sin
preparación previa.
Pese a eso, me obligo a encender el coche y encaminarlo hacia la avenida.
—Eres un animal —Andrea refunfuña a mi lado.
—Te lo pedí por las buenas.
—Y te dije que no quería. Debiste haberme dejado en la calle.
—¿Para que luego te asaltaran o algo peor? —espeto, molesto, al tiempo que le
dedico una mirada fugaz, pero cargada de hostilidad—. Perdóname, Andrea, por
haberte trepado al coche a la fuerza, pero es muy tarde y yo no voy a cargar con la
maldita culpa de saber que te pasó algo que pude haberlo evitado.
Ella enmudece al instante, pero soy capaz de sentir su mirada —pesada y furiosa—
sobre mí.
Su boca se abre para replicar, pero no dice nada. Al contrario, vuelve a cerrarse
con brusquedad un segundo antes de que se gire sobre el asiento y clave la vista en
la ventana.
Luego, viene el silencio.

El camino al apartamento es tenso, pero ninguno de los dos parece estar de humor
para entablar una conversación decente, así que lo dejamos estar.
Cuando llegamos al edificio, José Luis nos dedica una mirada extrañada, pero no
dice nada.
El camino en el ascensor es más hostil que el del coche. Ahora, con las ideas un
poco más espabiladas, no puedo dejar de pensar en que esta es la primera vez que
estoy a su alrededor desde que nos besamos. Es la primera vez que nos vemos desde
entonces.
Una vez dentro del pent-house, Andrea anuncia que se meterá en la ducha. Pese a la
brusquedad con la que habla, no deja de ser ella y promete darse prisa para que yo
pueda ducharme también. Una vez dicho eso, desparece por el pasillo que da a la
habitación principal; dejándome aquí, con un montón de palabras arremolinándose en
la punta de la lengua.
Me digo a mí mismo que me lo merezco. Que, si ella termina de ducharse y se va
directo a la cama sin mediar palabra conmigo, me lo he buscado.
Estuve evitándola luego de haberlo besado. Merezco, como mínimo, eso.
Un suspiro largo brota de mis labios y sacudo la cabeza en una negativa solo porque
no puedo creer en el lío en el que me he metido. Sabía perfectamente que no debía
complicar las cosas y de todos modos lo hice. Soy un completo idiota. Un jodido
imbécil de mierda —empapado hasta la médula— que no puede hacer más que mirar hacia
un pasillo desierto.

Capítulo 17

ANDREA

Estoy sentada sobre la cama en la que Bruno duerme, en un camisón de dormir que, si
bien es delgado —y muy... muy... revelador— ni siquiera es tan cómodo como
aparente. Para mi mala suerte, es esto o unos vaqueros... o un vestido de noche
porque no tengo nada de ropa limpia todavía.
Me digo a mí misma que, cuando me ponga el cárdigan que tengo entre los dedos —ese
negro que me regaló mi tía Ofelia la navidad pasada y que me llega hasta las
rodillas—, no me sentiré tan expuesta.
La cosa es que no estoy lista para salir de la habitación y encontrarme de frente
con Bruno.
Había estado haciendo un excelente trabajo evitándome y, ahora que sé que está allá
afuera, no sé si estoy lista para enfrentarlo. Para mirarlo a los ojos y pretender
que su silencio no me hizo añicos el orgullo y la dignidad.
No sé qué esperaba que pasara luego de nuestro contacto de la última vez, pero,
definitivamente, no era lo que sucedió. Supongo que una parte de mí —esa que sigue
siendo una soñadora y una romántica empedernida— esperaba que Bruno me cerrara la
boca. Que me demostrara que, después de todo, no lo conozco lo suficiente y
que sí es de esa clase de hombre que es capaz de no huir despavorido luego de un
beso.
Pero la realidad es que Bruno Ranieri no es un príncipe azul. Es más bien una
rana... No... Un sapo. Uno peligroso, venenoso e indeseable. Uno que evitó todo
contacto conmigo durante una semana entera. Que ni siquiera se molestó en enviarme
un mensaje para que no lo esperara despierta, y me dejó un justificante médico como
pago por la sesión de besos intensos que nos dimos horas antes.
Durante los días siguientes, le envié un par de mensajes escuetos —que realmente
necesitaban ser enviados—, con la esperanza de obtener una reacción. Lo único que
conseguí fueron un par de mensajes lacónicos de regreso y una dignidad aún más
lastimada —si es que eso es posible—. Es por eso que esta noche, luego de que bajé
del auto de Karla y su novio y recibí su mensaje, me molesté tanto.
No me cabe en la cabeza cómo diablos es que tuvo la osadía de escribirme —como si
nada hubiese pasado— para preguntarme si quería que saliera a esperarme con un
paraguas.
Una punzada de ira me atraviesa de lado al lado y aprieto la mandíbula.
Ese hijo de...
Un suspiro largo se me escapa y cierro los ojos, al tiempo que niego con la cabeza.
Trato de decirme que no vale la pena. Que Bruno Ranieri resultó ser otra clase de
patán. Una distinta a la de Arturo; pero patán al fin y al cabo.
Con ese pensamiento en la cabeza, me obligo a ponerme de pie y a colocarme el
cárdigan encima. Luego de que lo hago, me miro en el espejo solo para cerciorarme
de que nada de lo que hay debajo puede verse y hago un par de movimientos de
precaución, solo para ver si es capaz de ponerme en apuros si se mueve demasiado.
Cuando me aseguro de que todo está en orden, salgo de la habitación —con los lentes
en una mano y mi cepillo para el cabello en la otra— hasta llegar a la sala.
Bruno se encuentra de pie frente al ventanal de la estancia, sin camisa, de
espaldas a mí. Durante un segundo, no puedo evitar mirarle la espalda ancha y las
caderas estrechas.
El cabello húmedo se le enrosca en todas direcciones, mostrándome esa naturaleza
rebelde que portaba orgullosamente cuando perdí la cordura por él a mis dieciséis.
No puedo evitar pensar en cuánto he cambiado desde entonces y, al mismo tiempo, no
he dejado de ser la misma. Ya no soy la chiquilla idiota que idealizó a un chico
inmaduro y grosero. Ahora soy la patética mujer que pensó que, en el fondo, ese
chico podía ser quien ella idealizó. Esa que creyó que, debajo de todas esas capas
de hostilidad, Bruno Ranieri albergaba algo de decencia.
Me mojo los labios y me remuevo, incómoda ante la decepción que me provoca el hilo
de mis pensamientos.
—La ducha está libre —digo, en voz lo suficientemente alta como para que me escuche
y, sin darle tiempo de decir nada, me echo a andar hacia la cocina para cenar
algo...
...Y también para esconderme de él.
En tiempo récord, me las arreglo para engullir un plato de cereal, una manzana y un
par de galletas oreo solo porque la tentación era demasiada.
Para el instante en el que Bruno se introduce en la estancia, ya estoy deglutiendo
la última galleta, así que, sin dirigirle la palabra ni mirarlo, me echo a andar
hacia la salida.
Cuando paso a su lado, me sostiene por el brazo con suavidad. Pese a eso, me aparto
con violencia y clavo mis ojos en los suyos.
Un escalofrío me recorre entera solo porque soy híper consciente de cuán imponente
es Bruno. De lo varonil y masculino que es y de la forma en la que me mira; como si
hubiese encontrado la caja de Pandora en mi interior y estuviese deseoso de
abrirla.
—La próxima vez que se te haga así de tarde, llámame y paso a recogerte —dice y
otra punzada de ira me calienta las venas.
De pronto, no sé por qué me siento así de molesta e inevitablemente, suelto un
sonido a medio camino entre un bufido y una risotada cruel.
—¿Cuándo? ¿Antes o después de que me evites toda la semana? —siseo, con brusquedad,
pese a que no pretendo sonar así de amarga—. ¿Antes o después de que me dejes
esperando por ti como idiota hasta la madrugada como la otra noche?
—Andrea...
—Mira, Bruno... —lo interrumpo, al tiempo que alzo una mano, en señal de silencio—,
no me interesa escucharte. Creo que todo ha quedado bastante claro, así que ni
siquiera te molestes.
—¿Qué es lo que crees que ha quedado claro, Andrea? —Él replica, con dureza—. ¿Que
soy un cabrón? ¿Un hijo de puta? ¿Un cobarde? ¿Eso ha quedado claro? —Niega con la
cabeza—. ¿Qué hubiera pasado si hubiese vuelto a casa temprano? ¿Te habrías
acostado conmigo? —La manera en la que escupe las palabras, sin pudor alguno, hace
que mi cara comience a calentarse pese al enojo que me hierve en las venas—. ¿Y
luego qué? —Suelta una risa corta, pero carente de humor—. Si hubiese regresado a
terminar lo que empezamos, seguro como el infierno que las cosas entre nosotros
habrían terminado muy mal.
—¿Por qué? —escupo—, ¿Por que la tonta y enamoradiza Andrea va a obsesionarse
contigo el resto de sus días?
—¡Porque no eres el tipo de mujer con el que quiero una aventura! —espeta y sus
palabras queman con tanta intensidad, que el aliento me falta y un nudo comienza a
formarse en mi garganta.
Aprieto la mandíbula, enmudecida por la fuerza con la que sus palabras me golpean,
y parpadeo un par de veces para eliminar la picazón en mis ojos. Esa previa a la
humedad de las lágrimas.
Trago duro, sin apartar la mirada de la suya y, entonces, luego de una eternidad,
asiento y me echo a andar hacia mi habitación.
El aliento me falta mientras avanzo a toda velocidad, pero me obligo a mantener el
ardor que siento en el pecho a raya, porque no voy a permitirle hacerme daño.
Porque Bruno Ranieri no va a añadir una herida más a la lista.
—¡Andrea! —Le escucho llamarme, pero no me detengo.
Sé que viene siguiéndome los pasos de cerca, así que me apresuro hasta llegar al
pie de las escaleras que dan a mi habitación improvisada.
Es en ese momento —cuando estoy de pie sobre el primer escalón—, que me vuelvo
sobre mi eje para encararlo y decir con firmeza:
—No me sigas. No quiero que subas a mi habitación. Buenas noches.
Le doy la espalda y me echo a andar una vez más.
Durante un doloroso instante, creo que he conseguido huir de él. Que ha comprendido
el mensaje y se ha dado por vencido; sin embargo, está muy lejos de eso.
Ahora mismo, puedo escuchar sus pisadas firmes y violentas por las escaleras detrás
de mí. Tengo que girar sobre mi eje cuando llego a la planta alta e interponerme en
su camino para evitar que suba por completo.
—Te he dicho que no quiero que subas —suelto, con brusquedad, pese a que me siento
cohibida ante su imponente altura y lo profundo de su ceño fruncido. No soy una
chica baja de estatura. Mido mi buen metro con sesenta y cinco centímetros y, de
todos modos, a su lado soy bastante pequeña. Con todo y eso, me las arreglo para
erguirme sobre mí misma, alzar el mentón y obligarme a terminar—: Si yo soy capaz
de respetar tus espacios y de invadirlos lo menos posible, creo que tú también
puedes hacer lo mismo.
—Andrea, lo lamento, ¿de acuerdo? —dice, exasperado—. Lamento muchísimo haber
complicado las cosas. No era mi intención que llegáramos a esto.
—Bruno, por favor, ya déjalo estar —replico, irritada y dolida porque, ahora, no
solo me ha dicho que no soy lo suficientemente atractiva para él como para mantener
una aventura conmigo; sino que, además, me ha pedido disculpas por haberme besado.
Me ha dicho que no era su intención hacerlo.
—Si pudiera regresar el tiempo...
—Bruno, por favor, cierra la boca —lo interrumpo—. Me ha quedado clarísimo que no
soy el tipo de mujer con el que quieres una aventura. Que soy torpe, molesta y que
tiendo a obsesionarme. Sé que no soy guapa y mucho menos seductora, como tu amiga,
la del otro día. —No pretendo sonar así de herida, pero lo hago de todos modos—.
Pero, por favor, por el amor a mi dignidad y a mi orgullo, no me pidas disculpas
por haberme besado. Mucho menos digas que "si pudieras regresar el tiempo lo
evitarías"... o lo que sea que ibas a decir. Miénteme un poquito y hazme creer que,
al menos, de eso no te arrepientes.
Su mirada se oscurece. El corazón me da un vuelco cuando la seriedad se apodera de
su rostro y me observa con una determinación que me eriza los vellos de la nuca.
—¿Eso es lo que crees que quise decir? —dice, en voz baja y ronca, al tiempo que
sube un escalón más, haciéndome retroceder. Esta vez, en toda su altura, me hace
sentir diminuta y frágil—. Andrea, yo no quiero una aventura contigo no porque no
seas guapa, porque, créeme, distas mucho de ser otra cosa que no sea preciosa.
Tampoco porque crea que no eres seductora; porque, por si no te has dado cuenta, me
has puesto duro más veces de las que me gustaría admitir. —El rubor se ha apoderado
de mi rostro, pero no aparto los ojos de los suyos. Ni siquiera cuando se acerca
tanto que tengo que alzar la cara para sostener su mirada—. No quiero una aventura
contigo, porque mereces algo distinto. Algo que yo no puedo darte.
Parpadeo un par de veces.
—No soy un hombre de romance. No creo en el amor, ni en las almas gemelas. No
quiero una relación seria. No sé si algún día querré una... —Niega con la cabeza—.
Y, ciertamente, tú no te mereces eso.
El escozor que me provocan sus palabras en el pecho es casi tan ardiente como el
nudo que tengo en la garganta.
Quiero que se vaya. Que me deje en paz y deje de pensar que soy lo suficientemente
tonta e ilusa como para no saber qué clase de hombre es él y qué clase de
relaciones mantiene.
Sé que Bruno no busca nada serio. Que no se necesita conocerlo de hace mucho para
saber que no hay espacio en su vida para una mujer. Mucho menos si esa mujer es
alguien como yo...
... Y, de todos modos, sé que tiene razón. Que, de alguna manera, sería imposible
para mí llevar algo así con él porque soy una romántica empedernida. Alguien que
terminaría enamorándose y arruinándolo todo.
Está en lo correcto. No lo tengo en mí. No es parte de mi naturaleza.
Deberías intentarlo. Quizás, es lo que necesitas. La vocecilla insidiosa en mi
cabeza no deja de susurrarme, y aprieto la mandíbula y los puños.
En ese momento, como si hubiese sido liberado de su prisión recóndita en mi
cerebro, un recuerdo me invade el pensamiento. Es siniestro. Doloroso.
En él, estoy lloriqueando. Pidiéndole a Arturo que se detenga y deje de tocarme
como lo hace.
A ese, le sigue otra imagen tortuosa. En esta, estoy llorando en el baño de un
motel caro. Arturo está afuera, furioso porque intentó estar conmigo y, de nuevo,
el dolor me petrificó por completo.
En el siguiente, estoy mirando el suelo sucio y resquebrajado de otro motel. Este,
en una zona peligrosa de la ciudad. Más económico. Arturo se viste y yo aferro las
sábanas contra mi cuerpo mientras lloro.
Me ha llamado frígida. Ha dicho que lo mío equivale a una disfunción eréctil y, que
si no puedo darle lo que necesita, lo buscará en otro lugar. Que él ha hecho todo
bien y que, si no soy capaz de disfrutarlo, entonces es mi problema.
En este recuerdo, me dice que espera que, para nuestra noche de bodas, pueda
cumplir con mi deber marital y la mortificación solo consigue hacerme coger el bote
de basura junto a la cama para vomitar dentro de él.

—Andrea... —La voz de Bruno me trae de vuelta al aquí y al ahora, pero no puedo
responderle de inmediato, así que me limito a mirarlo un segundo antes de
espabilar.
El corazón me ruge contra las costillas, y un millar de sentimientos y sensaciones
me invaden el cuerpo.
Sé que la terapia que ayudó mucho al respecto. Que me di cuenta de que podía
disfrutarme a mí misma si me tocaba por mi cuenta. Hablar sobre lo que ocurría
conmigo cada que intentaba intimar con Arturo me hizo saber que no había nada malo
en mí. Que es algo que, con el tiempo, terapia y paciencia, he podido empezar a
entender.
Con todo y eso, mi inexperiencia no deja de ser un impedimento para mí. Un tabú que
ya me he hecho de mí misma y que me ha mantenido alejada de los hombres desde que
tomé la decisión de dejar a Arturo.
No puedo decirle a Bruno Ranieri que jamás en mi vida he estado con un hombre.
Mucho menos que todos los músculos de mi cuerpo entran en total rigidez ante la
sola idea de tener intimidad con un hombre, pero que, por alguna extraña razón, no
ocurre cuando me lo hago a mí misma. Cuando exploro mi cuerpo y todo aquello que
alguna vez fue prohibido siquiera imaginar.
Es por eso que, presa de una desazón horrible y un dolor apabullante en el pecho,
sacudo la cabeza en una negativa y digo:
—¿De verdad crees que soy tan estúpida como para no tener en claro qué clase de
hombre eres, Bruno? ¿Que clase de relaciones mantienes? —Sueno derrotada y así me
siento. Harta de todo esto. De que todo me salga mal siempre. De que no pueda tomar
una buena decisión en la jodida vida y todo sea siempre tan complicado—. ¿Acaso
crees que yo busco algo serio con alguien como tú? —Sacudo la cabeza, pese a que no
deja de dolerme la garganta—. Solo quería un polvo. Pasar el rato... Pero lo
arruinaste. Lo sigues arruinando. Así que, por favor, ya mejor déjalo estar y
déjame ir a la cama.
De pronto, algo en la expresión de Bruno se transforma. Su gesto luce fiero y
determinado. Como si algo de lo que dije hubiese encendido un fuego extraño en él.
—¿Eso querías entonces? —dice, con la voz enronquecida y un escalofrío me recorre
entera— ¿Pasar el rato? ¿Follar conmigo y nada más?
Aprieto la mandíbula, aterrada ahora ante la perspectiva de que esté dispuesto a
darme lo que pido. Horrorizada ante la perspectiva de que no lo haga. De que no
quiera ponerme las manos encima como el otro día; porque, pese a que sé que nunca
he podido culminar el acto como tal, nunca nadie me había hecho sentir lo que Bruno
Ranieri solo con sus besos.
—¿Importa ya?
—¿Eso querías, Andrea? —repite y aprieto la mandíbula con violencia—. Porque, si
eso es lo que quieres, con gusto puedo dártelo.
Una carcajada incrédula y amarga se me escapa sin que pueda evitarlo.
—¡Vaya! ¡Qué considerado, muchas gracias! —me burlo, cada vez más furiosa, antes de
dedicarle mi mirada más hostil y escupir—: Vete al demonio, Bruno.
Me giro sobre mis talones, dispuesta a marcharme, cuando él me sostiene por la
muñeca. Estoy a punto de tirar de su agarre para liberarme, cuando, de pronto, su
tacto firme se transforma en uno delicado, con las yemas de los dedos justo donde
el pulso me late arriba del pulgar.
El corazón me va a reventar, pero se da el lujo de saltarse un latido cuando siento
cómo el cuerpo de Bruno se pega al mío por la espalda.
Su cabeza se inclina hacia adelante y empuja la mía con suavidad hacia a un lado,
para permitirse la libertad de olisquearme el cuello.
Su mano —con la que me tocaba la muñeca— sube por la longitud de mi brazo y, cuando
llega a mi hombro, me aparta el cabello lejos para tener entrada libre a la piel de
la zona.
—Te deseo como no tienes una idea —susurra contra mi oído y las rodillas me fallan
mientras envuelve, de manera posesiva, un brazo alrededor de mi cintura—. Te veo y
solo puedo pensar en todas las formas en las que podría tocarte. En lo que haría
después de tocarte si tuviese oportunidad. —Hace una pequeña pausa que me permite
percatarme de la forma en la que mi pulso golpea detrás de mis orejas y, entonces,
planta sus labios en la piel caliente detrás de mi oreja para luego decir—: Así
que, Andrea, si eso es lo que quieres de mí, puedo dártelo. Eso y nada más.
El corazón me va a estallar. Las manos me tiemblan y un nudo de terror y ansiedad
se ha apoderado de mi estómago.
—Bruno, yo... —apenas puedo pronunciar y, por primera vez, sueno aterrorizada.
—Lo sé —me interrumpe, con suavidad y la forma tranquilizadora en la que habla hace
que el corazón se me encoja. De cualquier modo sé que no tiene ni idea.
Él cree que sabe lo que ocurre, pero la realidad es otra. Más cruda de lo que me
gustaría admitir.
Me giro sobre mi eje para mirarlo a los ojos. Su aroma a jabón, crema para afeitar
y perfume caro me inunda las fosas nasales. De pronto, no puedo dejar de imaginarlo
besándome de nuevo. Tocándome con esas manos grandes que posee. Recostándose sobre
mí como la última vez...
El terror aún me atenaza las entrañas, pero la vocecilla en mi cabeza que me
susurra que fui más de un año a terapia y que he recorrido un largo camino de
rehabilitación, me envalentona un poco. Solo un poco... Es por eso que, presa de
esa valía, envuelvo una mano sobre la nuca del hombre que, gustoso, une su frente a
la mía y, sin más, lo beso.
Él me corresponde de inmediato pero, cuando su lengua busca la mía, me aparto para
mirarlo a los ojos. Su expresión es ardiente, deseosa y oscura.
—Si te pido que te detengas, vas a detenerte —digo, firme, pero con un hilo de voz.
Los ojos del chico frente a mí se entornan, confundidos.
—Por supuesto —susurra—. Créeme que no tengo intención alguna de forzar a nadie a
nada. Jamás.
—Hablo en serio —digo, con total seriedad.
Él asiente, al tiempo que una especie de entendimiento que me aterra le inunda las
facciones.
—Yo también lo hago —dice, en voz tan baja y suave, que me quedo sin aliento unos
instantes.
Con todo y eso, le regalo un asentimiento duro, aún sintiéndome asustada ante lo
que quiero experimentar.
—Solo... —digo, sin aliento—. Me aseguraba.
Él me aparta un mechón rebelde de cabello lejos del rostro y me lo coloca detrás de
la oreja.
—Lo sé —musita, y, de manera inevitable, mis párpados se cierran.
Sus dedos cálidos y ásperos se deslizan por mi mejilla hasta apoderarse de mi
barbilla y me obliga a levantar más el mentón, de modo que puede encontrar mis
labios con los suyos.
El contacto al principio es tan suave, que me quedo quieta unos instantes antes de
que la presión ejercida por su boca aumente. Su lengua encuentra la mía en un beso
lento y profundo, y el sabor a menta de su contacto me llena los sentidos.
Las manos de Bruno me acunan el rostro, y la sensación suave de sus dedos contra la
piel de mi cuello y mandíbula, me pone la piel de gallina.
Una estela de besos ardientes hace su camino hasta el punto en el que mi cuello y
mi mandíbula se unen. Mi boca se abre en un grito silencioso cuando la suya
succiona la piel caliente y sensible de la zona.
Mis manos se cierran en el material de la remera blanca que lleva puesta y él
envuelve un brazo alrededor de mi cintura para empujarme con suavidad hacia los
sillones mullidos.
En el proceso, me besa de nuevo.
Cuando mis pantorrillas chocan con el más cercano de ellos, suelto un grito ahogado
de la impresión y Bruno suelta una risita suave contra mis labios.
Inevitablemente, una risa boba se me escapa a mí y él me acalla con un beso más
profundo que el anterior. Sus manos se apoderan del borde del cárdigan que me cubre
y, es hasta ese momento, que recuerdo lo que llevo puesto debajo y me aparto de él
con brusquedad.
Nuestras frentes se unen cuando, con lentitud, empuja el material fuera de mis
hombros y este cae sobre el sillón antes de deslizarse hasta el suelo.
Los ojos de Bruno me miran de arriba abajo y la miel en ellos se enciende y se
oscurece. De pronto, soy plenamente consciente de la forma en la que el material
delgado del camisón se me pega al cuerpo. En la manera en la que la tela suave
abraza cada curva de mí hasta detenerse a una altura escandalosa sobre mis muslos.
—Pero mira nada más qué tenemos por aquí... —susurra, con la voz enronquecida y un
nudo de anticipación me atenaza el vientre.
Me mira a los ojos y esboza una sonrisa peligrosa.
—¿Te pavoneabas por el apartamento con esto puesto y no pensabas hacérmelo saber? —
dice, en voz tan baja, que apenas puedo escucharlo.
—No tengo un pijama decente para esta noche —balbuceo, cuando hunde la cara en el
hueco entre mi cuello y el hombro—. Necesito lavar.
—Por mí ándate desnuda por todo el apartamento si así lo deseas, Andrea —murmura,
al tiempo que ancla sus manos en mis caderas las desliza hacia arriba, por la
curvatura de mi cintura—. Dios sabe cuánto he fantaseado con verte desnuda.
El calor me invade el rostro con sus palabras, pero no me da tiempo de procesarlas,
porque ya ha empezado a besarme el cuello de nuevo y sus manos se han ahuecado
sobre mis pechos.
Un sonido suave se me escapa de los labios cuando sus pulgares acarician las
turgentes cimas y mis ojos se cierran con fuerza cuando sus dientes mordisquean la
piel de mis clavículas.
Entonces, me empuja con lentitud hasta que quedo recostada sobre el sofá, con su
cuerpo sobre el mío y el pulso latiéndome como loco detrás de las orejas.
Nuestros labios se encuentran una vez más en un beso ardiente, más urgente que el
anterior y, de pronto, siento cómo sus dedos se deslizan por la longitud de mis
muslos. Cuando alcanzan el borde del camisón, el corazón me da un tropiezo; pero no
dejo que eso me amedrente y le permito empujar el material un poco más arriba de lo
que ya se encuentra. Es en ese instante, cuando sus besos descienden hasta mi
escote y sus pulgares se enganchan en mi ropa interior.
Una punzada de pánico me atraviesa de lado a lado, pero, de todos modos, alzo las
caderas para permitirle retirar el material de un movimiento.
La velocidad con la que está ocurriendo todo empieza a agobiarme y, de pronto, me
siento ansiosa. Aterrada de lo que sigue.
Bruno se instala entre mis piernas abiertas y me tenso por completo. Él, pese a
eso, no parece percatarse de ello y vuelve a besarme. La manera en la que se da el
contacto hace que me tranquilice un poco —y que olvide que me siento increíblemente
desnuda— y, cuando sus manos regresan hacia mis pechos, termino por relajarme de
nuevo.
El escote del camisón permite que Bruno sea capaz de empujar uno de los tirantes
hacia a un lado, dejando al descubierto parte de mi pecho. Él besa el lunar blanco
que tengo en la piel cercana al pezón de uno de ellos, para luego apoderarse de él
y torturarlo con la lengua.
La explosión placentera que estalla en mi cuerpo hace que mi espalda se arquee y
que mis dedos se envuelvan entre las hebras oscuras de su cabello. Un suspiro roto
se me escapa al instante, pero no es hasta que abandona su tortura y me descubre el
otro pecho para darle unas cuantas atenciones, que un sonido roto —similar al de un
gemido— me abandona.
Un gruñido ronco se le escapa cuando tiro de su cabello y sus caderas se empujan
contra las mías cuando envuelvo las piernas a su alrededor.
Sus manos están en todos lados. Sus labios exploran lugares que no sabía que eran
capaces de llenarme de sensaciones apabullantes, y no puedo respirar. No puedo
dejar de suspirar ante lo que me provoca. No puedo hacer otra cosa más que sentir.
Su boca arranca un beso feroz de la mía en el instante en el que una de sus manos,
finalmente, hace su camino por el interior de mis muslos hasta encontrarse con mis
pliegues húmedos. Durante una fracción de segundo, una mezcla de júbilo y confusión
me invade el cuerpo solo porque jamás había conseguido esta reacción con otras
manos que no fuesen las mías.
El corazón me va a estallar, los oídos me van a reventar y solo deseo que continúe.
Que no deje de besarme... Ni de tocarme.
Dedos expertos buscan por mi punto más sensible y, cuando lo encuentran, un gemido
suave e involuntario se me escapa. Caricias dulces, lentas y firmes trazan círculos
suaves sobre ese punto en el que todas mis terminaciones nerviosas convergen.
De pronto, se siente como si pudiera gritar. Como si, por voluntad propia, el
sonido pudiese abandonarme en cualquier momento.
Mis manos se aferran al material de su remera y tiran de él para quitárselo de
encima. Él, cooperativo, se aparta un segundo para permitirle desnudarle el torso y
me tomo un instante para admirarle. Para tener un vistazo de su abdomen firme y
fuerte y de sus brazos atléticos. Lleva el cabello revuelto por mis manos inquietas
y los labios hinchados por nuestro contacto feroz; pero no es hasta que se recuesta
sobre mí para volver a su tarea previa, que noto cuán oscuros lucen sus ojos ahora
mismo.
Entonces, reanuda lo que dejó a medio camino.
La piel suave de sus brazos es casi tan cálida como la de su abdomen y, de pronto,
me encuentro acariciando cada pedazo de ella. Cada ondulación de sus músculos. La
firmeza y la fuerza en ellos.
Un dedo largo trata de hacer su camino en mi interior, pero, en el instante en el
que lo siento en mi entrada, una ráfaga helada me invade el cuerpo. Todo el calor
previo se entibia y el aturdimiento se transforma en lucidez cuando soy híper
consciente de todos y cada uno de los movimientos de Bruno.
Él, de inmediato, se detiene y se aparta de mí para mirarme a los ojos. Busca algo
en ellos, pero no sé muy bien de qué se trate. Si puedo ser honesta, ni siquiera yo
misma sé qué es lo que siento en estos momentos. Finalmente, me da un beso casto en
la punta de la nariz y sus dedos vuelven al lugar que antes acariciaban.
—Estás demasiado tensa, preciosa —murmura contra mis labios, una vez reanudada la
sesión de besos ávidos. Un suspiro roto se me escapa cuando cambia el ritmo de su
caricia—. Tenemos que hacer algo al respecto.
En ese momento, su caricia me abandona y se aparta de mí con brusquedad. La
confusión momentánea es eclipsada por el nudo de anticipación que me provoca el ver
cómo se arrodilla al borde del sillón y se apodera de mis tobillos para tirar de
ellos.
Un grito ahogado escapa de mi garganta cuando, de un movimiento, termina por
recostarme por completo. En el proceso, me acomoda justo al borde del sofá, de modo
que él puede abrirme los muslos y dejarme así, expuesta totalmente ante él.
El calor de la vergüenza que me provoca la postura en la que me encuentro, no se
compara con el que comienza a hacerme líquido los músculos cuando pasea sus dedos
entre mis pliegues.
—Tan hermosa... —creo escucharle susurrar y, entonces, sucede...
Sus labios se cierran en mi feminidad. Su lengua traza caricias salvajes en mi
centro y un sonido particularmente ruidoso me abandona cuando una oleada de placer
intenso me recorre desde el vientre hasta los lugares más recónditos del cuerpo.
Mi espalda se arquea, mis rodillas se elevan y mis dedos se enredan en la mata
oscura que es su cabello para apartarlo... o atraerlo más cerca. Todavía no lo sé.
Un sonido particularmente ruidoso se me escapa cuando sus manos me levantan las
caderas y me sostienen ahí, en un ángulo distinto.
Los dedos me duelen debido a la fuerza con la que me aferro a todo lo que se
encuentra a mi paso, las piernas me tiemblan sin control y algo ha comenzado a
construirse en mi interior. El familiar e intenso nudo de placer que me atenaza las
entrañas amenaza con hacerme estallar en mil fragmentos y, cuando creo que no voy a
soportarlo un segundo más, explota. Explota y se lo lleva todo a su paso mientras
trato, desesperadamente, de aferrarme a algo. A él. A la forma en la que trepa
sobre mi cuerpo y me besa con fiereza. A la manera en la que uno de sus dedos
largos se introduce en mi interior —aun cuando todo dentro de mí todavía se
estremece bajo el poder de sus caricias expertas.
—Así está mejor —dice, contra mi oreja y, sin más, comienza a bombear en mi
interior una y otra vez. Primero, con lentitud, y luego, con más ritmo que antes.
Un gemido escandaloso se me escapa cuando su pulgar presiona mi punto más sensible
y mi cuerpo entero reacciona ante la nueva oleada de placer que me azota.
—¡Ah! ¡Bruno! —suelto en un resuello y él empuja sus caderas contra mi muslo solo
para que sea capaz de sentir su dureza contra mí.
Es en ese momento que, presa de un valor que no sabía que poseía, presiono mi palma
contra el bulto creciente entre sus piernas.
Un estremecimiento de terror y fascinación me recorre entera cuando siento su
tamaño y aprieto los dientes solo de pensar en tenerlo dentro. Si con Arturo
parecía una proeza, con Bruno será una misión imposible.
Un gruñido ronco retumba en su pecho cuando introduzco los dedos por el elástico de
chándal que viste y siento el borde de su ropa interior.
Mi labio inferior es atrapado entre sus dientes y un delicioso dolor suave me
invade los sentidos cuando me mordisquea en consecuencia a la forma en la que
jugueteo con el elástico de su bóxer.
Su mano libre —esa con la que no me acaricia hasta la tortura— me toma por la
muñeca con suavidad y guía mi camino para que, empujando el material que lo cubre,
lo tome entero. Un pequeño grito ahogado se me escapa cuando cierro los dedos a su
alrededor y me muestra cómo es que le gusta que le toquen.
Una vez impuesto el ritmo, me deja hacerlo por mi cuenta.
Sus labios están en mi mandíbula, en mi cuello, en mis pechos... Su mano libre me
sostiene en mi lugar mientras que, con la otra, me acaricia hasta que no puedo
concentrarme en nada.
He perdido la capacidad de raciocinio. De respiración. Soy una masa de
terminaciones nerviosas a punto de estallar.
El familiar nudo en el vientre regresa, augurando el delicioso final que la boca de
Bruno me hizo sentir antes y, entonces, sucede de nuevo.
Todo dentro de mí se contrae un instante antes de que una oleada de intenso placer
me haga cerrar las piernas con brusquedad y le aparte la mano sosteniéndole con
fuerza de la muñeca.
—¿Todo bien? —inquiere, con aire arrogante, al cabo de unos instantes que se me
antojan eternos, y que me son insuficientes para recuperarme de lo que acaba de
hacerme.
Un balbuceo ininteligible brota de mis labios y él suelta una risita boba.
Entonces, añade:
—¿Qué te parece si vamos a la habitación y te muestro que puedo hacerte en la cama?
—Me besa un hombro medio desnudo por la forma en la que me ha dejado el camisón—.
Si me dejas, también puedo enseñarte lo que puedo hacerte con la alcachofa de la
ducha.
El calor me invade el rostro por completo y estoy segura de que estoy ruborizada
hasta la mierda. Con todo y eso, me obligo a sostenerle la mirada. La sonrisa
suficiente que lleva en los labios es prometedora y lasciva, y hace que mi pulso se
acelere.
Una punzada de pánico se mezcla junto con la sensación expectante que me provoca lo
que está pasando entre nosotros, pero me las arreglo para empujarla lejos y
dedicarle mi sonrisa más seductora. Entonces, presa de otra oleada de valor, lo
empujo suavemente, me pongo de pie —acomodándome el camisón— y, dirigiéndome hacia
las escaleras, le echo un vistazo por encima del hombro.
No necesito decir nada para que él se ponga de pie de inmediato y me siga de cerca.
Creo que voy a vomitarme encima. Creo que el mundo va a terminarse hoy porque Bruno
Ranieri ha envuelto sus brazos alrededor de mis caderas mientras bajamos hasta la
planta baja. Porque me besa el cuello y me aprieta con suavidad los pechos mientras
nos dirigimos hacia la habitación.

Capítulo 18

ANDREA

Siempre idealicé la primera vez que intimaría con un hombre.


A mis dieciséis, me visualizaba en mi noche de bodas, vestida de blanco, con la
figura de mi flamante novio sin rostro llevándome a cuestas hasta el lecho nupcial.
Cuando empecé a salir con Arturo —porque así de corta y patética es mi vida
romántica—, la fantasía siguió siendo la misma; en ese entonces, sin embargo, el
novio —ese de mi fantasía—, tenía un rostro: el suyo.
Después, cuando Arturo y yo nos comprometimos y sugirió la posibilidad de hacerlo
antes de que nos casáramos, las fantasías y las posibilidades se expandieron.
Lo cierto es que la perspectiva de la intimidad siempre me causó terror. Crecer
bajo un yugo moralista, recatado y ortodoxo hizo que jamás se me hablara sobre
sexualidad e intimidad de pareja. Mi madre nunca tuvo La Conversación conmigo y,
cuando tuve edad para atraer la atención de los chicos, se encargó de llenarme la
cabeza con pensamientos horribles acerca de embarazos no deseados y crianza
parental en solitario. A eso, se le sumaron un centenar de restricciones y reglas
de recato y pudor que hicieron de mí la mujer más insegura e inexperta en el campo.
Para cuando Arturo llegó a mi vida, yo le tenía el miedo suficiente a las
relaciones sexuales como para petrificarme por completo ante la sola idea de estar
con un hombre. Literalmente, mi cuerpo entero se tensaba a tal grado que cualquier
clase de intento era una tortura agonizante. El dolor era insoportable y no podía
continuar más.
Y traté. Traté hasta el cansancio. Y me sentí como la mierda cuando fracasé todas y
cada una de esas veces. Creía que había algo malo en mí. Que jamás iba a ser capaz
de estar con alguien sin pasar por una agonía en el proceso.
Luego, en terapia, cuando se lo conté —entre lágrimas desesperadas— a la psicóloga,
entendí que no había absolutamente nada mal conmigo. La doctora Torres se
comprometió a ayudarme a superar mi tormentosa relación con Arturo y mis padres,
siempre y cuando yo me comprometiera conmigo misma a hacer lo mismo: a ayudarme y
tenerme la paciencia suficiente como para no culparme de nada.
Así pues, luego de muchos estudios, visitas con especialistas y una exhaustiva
evaluación psicológica, los médicos llegaron a la conclusión que lo mío no tenía
nada que ver con mi cuerpo. Lo que ocurre conmigo, me lo hago a mí misma. Me lo
hace mi cabeza. Mis prejuicios. Mis terrores.
La psicóloga se lo atribuye a la crianza ortodoxa y religiosa a la que fui
sometida. A la manera tan escandalosa en la que se me presentó el sexo y a mis
propios miedos infundados. Me dijo que era algo que sucedía con más frecuencia de
la que se cree y que es tratable.
Lo llamó vaginismo selectivo, porque puedo tocarme a mí misma sin problema alguno,
pero esas veces que intenté intimar con Arturo, me fue imposible —aunque, cuando
estaba con él, yo todavía no iba a terapia.
La realidad de las cosas es que nunca tuve el valor de intentar estar con alguien
nunca más. Al principio, porque me aterraba —pese a que había empezado a tratarme—;
luego, porque me daba vergüenza mi inexperiencia. Porque era... No... Soy. Soy una
virgen de veintiséis años. Una mujer que le tiene tanto miedo a la intimidad, que
prefiere dejarlo estar a lanzarse al vacío e intentarlo.
El sonido de la puerta siendo cerrada detrás de mí hace que mi corazón se salte un
latido antes de reanudar su marcha a una velocidad aterradora.
De pronto, soy consciente de los pasos lentos y deliberados de Bruno. De la manera
segura en la que se mueve y de cómo hace que un nudo de anticipación se instale en
mi vientre.
Se detiene a mis espaldas. El calor de su cuerpo, aunado a su respiración cálida
contra mi oreja, hace que un escalofrío me recorra entera.
Las yemas de sus dedos me acarician el interior de la muñeca y los oídos me zumban.
Estoy aterrada, ansiosa y fascinada ante lo que este hombre me provoca.
Todo tan distinto a cuando era una adolescente y, al mismo tiempo, tan abrumador
como lo que me causaba en ese entonces.
—¿Me recuerdas por qué todavía sigues vestida? —Su voz ronca me retumba en el oído
y reverbera en su pecho, poniéndome la carne de gallina y secándome la garganta.
Tomo una inspiración entrecortada y trago duro para deshacerme de la sensación de
tener un montón de vidrios atorados en la tráquea.
—Porque no has hecho nada al respecto —me las arreglo para responder, sin aliento,
y su cuerpo se pega al mío al instante.
Su abdomen firme y plano pegado a mi espalda. Los músculos de sus brazos
flexionándose hacia adelante para permitir que sus palmas se posen sobre mis muslos
escandalosamente desnudos.
El corazón me da un tropiezo cuando su tacto se desliza hacia arriba y eleva con
lentitud el material delgado del camisón que llevo puesto. Es solo hasta ese
momento que recuerdo que he dejado la ropa interior allá arriba, en el teatro en
casa, y siento el calor del bochorno en toda la cara.
El aliento se me atasca en la garganta cuando detiene su camino en mis caderas para
empujar las manos hacia la piel de mi vientre. Entonces, introduce una mano entre
mis piernas y yo pierdo la capacidad de pensar con claridad.
Un suave sonido se me escapa cuando echo la cabeza hacia atrás, para recargarla
sobre su hombro, mientras cierro los ojos y me concentro en lo que me provoca.
Una de mis manos se eleva para sostenerme de su cuello y la otra se aferra a su
brazo cuando el ritmo de su caricia cambia.
—¿Así te gusta, preciosa? —susurra, y mi única respuesta es un gemido suave. Él
tararea en aprobación un segundo antes de besarme el cuello—. O quizás, te gusta
más así...
En ese momento, desliza uno de sus dedos en mi interior y presiona su palma contra
mi punto más sensible.
Un sonido roto se me escapa ante la nueva sensación y él acaricia mis pechos por
encima del camisón cuando comienza a acariciarme así.
Las piernas se me doblan, siento los dedos agarrotados y voy a estallar en
cualquier momento si no tengo otro orgasmo... Y así sucede. Como si supiese
exactamente en qué lugares tocar y cómo hacerlo a la perfección, otra oleada de
placer me golpea con violencia.
Cuando los espasmos de mi cuerpo se detienen, me giro para encararlo y, presa de un
valor desconocido para mí, lo beso e introduzco mis manos en su pantalón de chándal
para sentirlo.
Bruno gruñe contra mi boca cuando deslizo hacia abajo el resto de su ropa, y, acto
seguido, toma por el borde del camisón y me lo saca por encima de la cabeza.
Mis manos le acarician, mis labios le besan y él me sostiene ahí, para él, mientras
saquea de mi boca todo eso que parece pertenecerle.
Una palabrota se le escapa cuando el ritmo de mi caricia cambia y, de pronto, la
idea de hacerle con la boca eso que él me hizo a mí allá arriba, en mi habitación
improvisada, es más que tentadora.
Bruno se aparta de mí con brusquedad, su respiración dificultosa se mezcla con la
mía y siento cómo busca entre mis pliegues para acariciarme de nuevo.
Un gemido quejumbroso se me escapa y quiero más. Quiero sentirlo dentro de mí.
Quiero llegar hasta donde esto me lleve sin importar las consecuencias. Al menos,
esta noche, no quiero tener miedo de lo que va a pasar después.
—Bruno, por favor... —suplico, pese a que no sé muy bien qué es lo que le estoy
pidiendo.
Él deja de besarme para soltar una risita que me hace querer golpearlo.
—Como tú lo ordenes, preciosa —él dice contra mi boca, antes de dejar de
acariciarme.
Después, ancla sus manos en mis caderas y me levanta del suelo, de modo que tengo
que envolver mis piernas alrededor de su torso. Él, una vez así, guía nuestro
camino hasta la cama.
Una vez ahí, me deposita sobre el colchón, me besa y se aparta para marcharse al
vestidor. Acto seguido, regresa con un cuadro de aluminio entre los dedos.
El corazón se me va a escapa del pecho en cualquier instante, los oídos me van a
estallar si no detengo el zumbido agudo que me ha invadido la audición y estoy
convencida de que podría desmayarme si sigo pensando en lo difícil que era todo
esto para mí en el pasado.
¡Basta! ¡No vayas ahí!
Parpadeo un par de veces, obligándome a enfocarme en el andar peligroso de Bruno.
En su mirada feroz y penetrante y su glorioso cuerpo desnudo.
—¿Me ayudas? —dice, con una sonrisa ladeada, al tiempo que me ofrece el
preservativo, y siento cómo mi cara se calienta de inmediato.
De inmediato, el pánico previo se diluye entre la irritación, la vergüenza y la
diversión que me provoca su pregunta.
Hay un reto implícito en su mirada. Como si supiera que nunca en mi vida he puesto
uno a algo que no sea una banana en la clase de educación sexual del bachillerato y
aprieto los dientes, pero tomo lo que me ofrece. Luego, tratando de mantener el
nerviosismo a raya, me las arreglo para ponérselo.
Bruno no deja de sonreír en todo momento, así que, cuando termino, le dedico una
mirada venenosa.
Él se inclina para besarme pero me aparto.
—No quiero que me beses —digo, solo porque quiero vengarme de alguna manera.
Él entorna los ojos, divertido.
—Andrea, te he explorado hasta la garganta, ¿y justo ahora no quieres que te bese?
Me encojo de hombros, aún irritada.
—Es más personal si me besas.
—¿De qué película de mierda has sacado eso? —se ríe y yo reprimo mi propia
carcajada.
—¡Déjame en paz! ¡Solo no me beses y ya!
Él me mira a los ojos con una intensidad que me eriza los vellos de la nuca.
—¿Estás segura de ello?
Asiento, al tiempo que me muerdo el labio interior, incapaz de saber durante cuánto
tiempo voy a seguir con esto. Él asiente, al tiempo que se relame los labios y, sin
apartar sus ojos de los míos, me frota con su pulgar.
Mis labios se abren ante la placentera sensación que me provocan sus caricias, pero
eso no impide que sea híper consciente de él cuando se coloca en mi entrada. De
pronto, no sé en qué diablos concentrarme: si en la deliciosa sensación que me
provocan sus manos, o en la anticipación que me atenaza el estómago ante lo que
está a punto —o no— de pasar.
Puedes hacerlo. Me dice el subconsciente cuando una punzada de pánico me atraviesa
de lado a lado y me obligo a alzar la vista para tirar de su cuello y besarlo.
Él, de inmediato, corresponde a mi caricia y me besa largo y tendido; como si de
alguna manera comprendiera lo que esto significa para mí.
Me recuerdo una y otra vez que esto no es muy distinto de tener un juguete adentro
—cosa que ya he hecho, como parte de la terapia física que tuve que realizar—, y le
muerdo el labio inferior cuando, finalmente, lo siento empujar su camino en mi
interior con lentitud.
El aliento me falta, una punzada de dolor me atraviesa de lado a lado y es
remplazada de inmediato por una adormecida y extraña que no se va del todo; ni
siquiera cuando, luego de varios intentos fallidos, de un solo movimiento, entra
completamente en mí.
—¡D-Dios! —exclamo, en un suspiro roto y tembloroso, y ahogo un grito solo porque
siento cómo todos mis músculos tratan de adaptarse a la intrusión. Mi corazón late
como loco y su tamaño hace que aferre mis piernas alrededor de sus caderas para
cambiar el ángulo en el que nos encontramos.
Bruno no se mueve en lo absoluto; dejándome acostumbrarme a la sensación invasiva e
incómoda de la que me he vuelto prisionera.
—Andy —susurra, dulce, al cabo de un largo rato de quejidos suaves provenientes de
mis labios—, mírame...
Es solo hasta ese momento —cuando parpadeo un par de veces—, que me doy cuenta de
que había tenido los ojos apretados todo el tiempo.
Mi mirada encuentra la suya en ese momento y lo que veo me desarma por completo.
El arco suave de sus cejas le da un aspecto amable a la tormenta ambarina que es su
mirada y sus labios entreabiertos en ese gesto vulnerable que jamás había visto en
sus facciones duras y hostiles, lo hacen lucir tan distinto. Tan maravilloso. Tan
impresionante...
Hay un cuestionamiento en sus ojos. De alguna manera, pregunta si quiero que se
detenga y yo, aún abrumada ante la sensación invasiva que me provoca, asiento, solo
para hacerle saber que quiero esto. Que no es tan malo como antes y que puedo
manejarlo.
Se inclina hacia mí y me besa lento. Pausado. Profundo. Como si entendiera a la
perfección que necesito un poco más de tiempo y, luego, cuando el beso toma
intensidad, sus caderas empiezan a moverse. Primero, con lentitud, permitiéndome
adaptarme a su tamaño; y después, con más ritmo, provocándome una sensación extraña
y placentera al mismo tiempo.
Sus labios están en mi cuello, en mis hombros, en mi boca... Y yo no puedo hacer
más que aferrarme a él. A su espalda ancha y fuerte. A sus brazos firmes y cálidos.
A esa cálida sensación victoriosa y abrumadora que me provoca escucharlo decirme al
oído —con la voz rota y susurrada— cuánto me desea. Cuán duro lo pongo. Cuán
hermosa soy y cuánto había fantaseado con este momento.
El ritmo de sus envites suaves cambia una vez más, cuando abre un poco más mis
piernas, y la sensación es tan abrumadora, que un zumbido constante se ha apoderado
de mi audición.
La incomodidad previa le ha abierto el paso poco a poco a una sensación más
agradable. Nueva y familiar al mismo tiempo.
Luego, al cabo de una eternidad, cuando un gemido involuntario se me escapa, Bruno
me frota y se hunde en mi interior con más fuerza que antes. En ese instante, todo
se vuelve difuso.
Un brazo se envuelve alrededor de mi cintura y, como si pesara nada, Bruno me
levanta —aún dentro de mí— y nos hace girar, de modo que él ha quedado de espaldas
contra el colchón y yo a horcajadas sobre él.
Mi cabello cae como cortina sobre nosotros y, cuando me inclino hacia adelante para
apoyar las palmas a cada lado de su rostro, él tira de mi cuello y planta un beso
en mis labios.
Al principio, mis movimientos son torpes y lentos, pero, conforme las sensaciones
van haciéndose cargo, todo toma de nuevo el ritmo adecuado.
He perdido los anteojos en algún punto de todo esto, pero no podría importarme
menos porque ahora ya no hay incomodidad. No hay otra cosa más que la deliciosa
fricción de nuestros cuerpos en contacto.
Bruno gruñe un instante antes de volver a girar nuestros cuerpos para quedar
asentado sobre mí. Entonces, comienza a moverse una vez más y todo se convierte en
un borrón inconexo de sensaciones placenteras e intensas. Todo se torna a abrumador
porque ha empujado mis rodillas para alcanzar un ángulo diferente.
Un sonido roto se me escapa cuando el nudo que le precede al orgasmo empieza a
invadirme el vientre.
—B-Bruno... —lloriqueo, y él se inclina para besarme.
—Todavía no, preciosa —murmura, contra mi boca—. Espera por mí.
Mi única respuesta es otro gemido entrecortado.
Estoy a punto de gritar. De explotar aquí y ahora si no se detiene... Y si lo hace
también.
Los movimientos son frenéticos ahora. Desesperados. Ansiosos de alcanzar algo que
ni siquiera yo misma conozco del todo.
Me tiemblan las piernas, tengo las uñas clavadas en su espalda y todo mi cuerpo se
tensa cuando trato de alargar un poco más la inminente implosión de mi cuerpo.
—Vamos, Andy —dice Bruno, con los dientes apretados y, entonces, dejo de intentar
reprimirlo. Dejo que todo pensamiento se vaya lejos de mi mente y me concentro en
la sensación abrumadora que, de pronto, estalla en mi interior en una oleada de
placer tan abrumadora que ni siquiera puedo respirar.
Bruno embiste una y otra vez con fuerza antes de tensarse unos segundos, pero yo
solo puedo intentar absorber los espasmos de mi propio orgasmo.
Cuando soy capaz de mirarlo me maravillo con la impresionante imagen de su cuerpo,
con todos los músculos tensos, la mandíbula apretada y el cuello echado hacia
atrás.
Luego de eso, me besa con fiereza una vez más. Cuando se aparta de mí y une su
frente a la mía, susurra:
—¿Quién iba a decir, Andrea Roldán, que serías así de dulce?
En el proceso, me aprieta un muslo, al tiempo que, aún dentro de mí, se remueve.
Un espasmo me recorre entera y cierro los ojos un instante antes de encararlo.
—¿Quién iba a decir, Bruno Ranieri, que sabes cómo complacer a una mujer? —bromeo y
él me dedica una sonrisa ladeada.
—¿Quién te dijo que eso es todo lo que puedo darte? —replica, ofendido y divertido
al mismo tiempo—. Aún tengo que mostrarte lo que puedo hacerte en la ducha. O en el
jacuzzi... —Me besa una vez más—. Hay un par de cosas que me encantaría hacerte en
el gimnasio y, por supuesto, nada me haría más feliz que mostrarte la infinidad de
cosas que puedo hacerte sobre el escritorio del estudio.
Una sonrisa nerviosa se desliza en mis labios ante la perspectiva, y la
anticipación burbujea en mi interior casi al instante.
—Hablas demasiado, Ranieri —digo, al tiempo que hago un gesto desdeñoso con una
mano, como para indicar que no le compro el discurso de macho alfa y su mirada se
oscurece ante el reto en mis palabras.
—Y tú juegas con fuego, Roldán —dice y, entonces, sin darme tiempo de decir nada
más, me besa de nuevo.

Capítulo 19

BRUNO

No sé muy bien qué es lo que me despierta. Quizás es el halo suave que hace la
puerta del vestidor al abrirse y cerrarse. Quizás es simplemente que siempre, pese
a que trata de ser discreta —incluso cuando se alista afuera—, soy capaz de
sentirla a mi alrededor.
Pese a que hace mucho que se terminaron las serenatas matutinas y los despertares
abruptos, de alguna forma, la siento a mi alrededor cuando entra por algo que ha
olvidado. Por muy sigilosa que trate de ser, Andrea Roldán siempre es un
torbellino.
Abro un ojo, en el intento de verla, pero me toma unos segundos acostumbrarme a la
iluminación y tener un vistazo de ella.
Lleva el cabello —largo y oscuro— húmedo y viste unos vaqueros entallados, y un
suéter delgado que le queda grande. Me da la espalda mientras, de puntillas, se
dirige hacia la salida de la habitación. Casi ruedo los ojos al cielo ante lo
ridícula —y, de alguna manera, dulce— que luce.
Me incorporo en una posición sentada, aún soñoliento y me froto la cara y me rasco
la cabeza con ambas manos antes de hablar:
—Te llevo. —La voz me sale ronca por la falta de uso y ella pega un salto en su
lugar de la impresión.
Está claro que la tomé con la guardia baja y, aun así, se gira sobre sus talones
con gracia y me encara.
—Me asustaste —dice, sin aliento, y me froto los ojos una vez más antes de echarle
otro vistazo.
Luce caliente como el infierno, pero no estoy muy seguro del motivo. Quizás solo
soy yo y esta sensación que me provoca el ser consciente de lo que hicimos anoche.
Hay una mancha rojiza en su mandíbula —que claramente ha tratado de cubrir con
maquillaje—, seguramente, provocada por mis labios; y, de alguna manera, me siento
victorioso. La parte territorial en mí no deja de golpearse el pecho, cual gorila
mostrando su dominio.
De manera inevitable, uno a uno los recuerdos van invadiéndome y, sin más, me
encuentro dibujándola debajo de mí. Sobre mí. Con las piernas abiertas, el camisón
arrugado en la cintura, los lentes en la punta de la nariz, los labios
entreabiertos y las mejillas sonrojadas.
—¿Llevas mucha prisa o puedo ir al baño antes de irnos? —digo, al tiempo que,
plenamente consciente de mi desnudez —y de que estoy poniéndome duro una vez más—,
me pongo de pie sin pudor alguno.
Ella me mira y se ruboriza por completo.
Justo como anoche.
—No es necesario que me lleves —dice, al tiempo que me mira a los ojos y me regala
una sonrisa amable.
Dándole un poco de tregua al color intenso de su rostro, me envuelvo en las sábanas
y, luego de darle vueltas a sus palabras un par de veces —para distraerme del hilo
lujurioso que habían estado tomando mis pensamientos—, respondo:
—No. No es necesario. —La miro a los ojos, incapaz de comprender del todo lo que
siento—. Pero quiero hacerlo.
Algo dulce —y aterrador— se apodera de su mirada y, de pronto, soy consciente de lo
que acabo de decir. De cada palabra.
Soy el primero en declarar que no tengo relaciones sentimentales con nadie. A mis
amigos les digo que, cuanto menos te involucres con la persona en cuestión, es
mejor. Y, de todos modos, estoy aquí, diciéndole a una chica con la que follé que
quiero llevarla al trabajo al día siguiente, como si fuese su maldito novio o algo
por el estilo.
Se muerde el labio inferior y, en mi cabeza, puedo verla haciendo lo mismo, pero
debajo de mí, con el gesto contorsionado de placer.
Le agradezco a todos los dioses que estoy cubierto por las sábanas porque ahora sí
la erección es inevitable; y, al mismo tiempo, considero la posibilidad de
seducirla y hacer que vuelva a la cama conmigo.
—Bruno, no puedo aceptar... —dice, en voz baja, y la ansiedad que veo en sus
facciones solo es un reflejo de la revolución que llevo adentro.
—¿Por qué? —digo, pese a que sé que debería dejarlo estar de una vez—. ¿Por qué
follamos anoche y dijimos que sería algo casual? ¿Un polvo y nada más?
Esta vez, el rubor en sus mejillas y el gesto que esboza no me gustan para nada. Se
avergüenza... O se arrepiente. Que al caso, es lo mismo para mí.
No responde. Se limita a mirarme fijo.
Sacudo la cabeza en una negativa, al tiempo que esbozo una sonrisa amarga, pero no
digo nada más. Solo me encamino hacia el baño, incapaz de creer del todo lo que
está ocurriendo. Me detengo un instante antes de cerrar la puerta detrás de mí y la
miro por encima del hombro.
Ella no ha dejado de verme.
—Puedo ser amable contigo, Andrea, incluso luego de lo que pasó entre nosotros —
digo, solo porque necesito puntualizarlo—. Creí que era lo que querías: algo de una
noche y que todo siguiera igual.
—Y eso es lo que quiero —replica, casi al instante, y guarda silencio unos
segundos. Entonces, luego de pensarlo una eternidad, termina—: Que me lleves al
trabajo lo cambia todo. Hace que deje de ser igual.
Sé que tiene razón, pero eso no impide que sus palabras quemen en mi pecho con
violencia. Con todo y eso, me las arreglo para mantener mi gesto estoico e
inexpresivo.
—¿Ser amable contigo hace que deje de ser igual? ¿Quieres que te trate del carajo,
entonces? ¿Que vuelva a hacer como si no viviéramos bajo el mismo techo?
Aprieta la mandíbula.
—Sabes que no es eso a lo que me refiero —dice, en voz baja y sonrío una vez más,
solo porque no puedo creer que estoy de este lado de la conversación.
Por lo regular, soy yo quien utiliza los argumentos que está usando ella conmigo.
Karma, te odio, hijo de puta.
—De acuerdo —digo, presa de una oleada de molestia que me encargo de camuflar entre
capas y capas de indiferencia—. Como quieras.
Ella parpadea varias veces, como si trajera algo en los ojos, pero asiente de todos
modos.
—Gracias —dice, en voz baja y yo aprieto la mandíbula—. Nos vemos luego.
—Hasta luego, Andrea —digo y, entonces, cierro la puerta del baño, aún sintiéndome
como un completo imbécil.

Cuando termino de hacer mis necesidades primarias y salgo de nuevo, Andrea no está.
Cuando miro el reloj y me percato de lo temprano que es, suelto una palabrota y
dejo escapar un suspiro largo.
Supongo que será uno de esos días —que son poco frecuentes— en los que llego
temprano a la oficina.
Un gesto hastiado se forma en mi expresión, pero de todos modos regreso sobre mis
pasos para tomar una ducha.
Me duele el pómulo, donde Andrea me golpeó anoche mientras forcejeábamos en el auto
y, cuando me miro al espejo —segundos antes de meterme en la regadera— sonrío muy
mi pesar al mirar el chupetón que me dejó cerca de la clavícula.
De pronto, un centenar de recuerdos acerca de anoche me asaltan y suelto un
juramento solo porque no puedo creer cuánto me pone pensar en ella. En su piel
suave y blanda. En el sonido de su respiración contra mi oreja y los sonidos suaves
y dulces provenientes de su garganta.
El agua helada me golpea de lleno de inmediato y todo en mi interior se revuelve
con las sensaciones mezcladas que esto me provoca.
No sé qué clase de hechizo ha puesto esa mujer en mí que no puedo dejar de pensar
en ella ni siquiera mientras me visto y, mientras me pongo los zapatos, lo único
que es capaz de apartar de mi mente la imagen de su cuerpo desnudo debajo del mío,
son las pequeñas manchas rojizas sobre las sábanas.
—¿Pero qué...? —comienzo, pero, de inmediato, la resolución me invade cuando la
vocecilla en mi interior me susurra:
Seguro estaba a punto de venirle la regla.
Una sonrisa suave se desliza en mis labios y, solo porque sé que sería capaz de
torturarse hasta el cansancio si se da cuenta de que nos ha pasado, quito las
sábanas y las pongo en el canasto de la ropa que llevaré a la lavandería mañana.
Finalmente, luego de tomarme una taza de café para despertar, hago mi camino hacia
la oficina sintiéndome extraño y sin poder apartarme a Andrea de la cabeza.

***

Pasan de las seis de la tarde cuando mi padre entra a mi oficina con la corbata
deshecha y el gesto descompuesto. No estoy muy seguro de qué es lo que veo en su
expresión, si angustia o furia cruda.
Con todo y eso, me las arreglo para mantener mi gesto inescrutable mientras, se
detiene frente a mi escritorio y me mira.
—Necesito que te vayas hoy mismo a la Ciudad de México —dice, sin molestarse en
fingir algo de decencia, y mi ceño se frunce ligeramente.
—¿A qué carajos quieres que vaya a la Ciudad de México, papá? —digo, medio
divertido, medio incrédulo.
—El caso Lomelí se complicó más de la cuenta —dice, y arqueo las cejas en un gesto
asombrado y condescendiente.
—¡No me digas! —me burlo, con una sonrisa cargada de suficiencia en el rostro. Sé
que estoy siendo un completo hijo de puta, pero no puedo evitarlo. Ese fue el caso
que me jodió para que tomara el de la comercializadora. Ese que, de todas maneras,
terminé mandando al carajo.
—Te necesito allá hoy mismo para que te pongas al día con el caso el fin de semana.
El lunes tenemos audiencia.
—¿Qué te hace pensar que quiero retomar el caso ahora que lo jodiste todo? —espeto,
al tiempo que le dedico mi sonrisa más condescendiente.
—Bruno, estamos hablando de uno de nuestros mejores clientes. No podemos darnos el
lujo de perderlo. —El tono que utiliza es tan desesperado, que una punzada de
arrepentimiento me corre por las venas.
Sé que Armando Lomelí —junto con su emporio multimillonario— es uno de nuestros
mejores clientes en el despacho y que sería una completa estupidez de mi parte no
tratar de solucionar el problema en el que mi padre nos ha metido; sin embargo,
decido regodearme unos minutos más en la pequeña victoria en mi interior solo para
torturarlo un poco.
Después de todo, esto es lo único que ha podido hacerme olvidar —aunque sea durante
unos minutos— todo el asunto de Andrea.
—Si mal no recuerdo, fuiste tú el que decidió sacarme del caso luego de habérmelo
jodido —digo, entornando los ojos e inclinando la cabeza en su dirección.
—Bruno, no estoy jugando. Esto es importante.
—Y porque es importante debiste haberme dejado hacerme cargo desde el principio —
replico—. Me mandaste a la mierda solo porque querías que tomara el puñetero caso
del fraude fiscal.
—Y me arrepiento muchísimo de haberlo hecho —él refuta—. Me equivoqué. Lo sé. Ambos
lo sabemos. Ahora, por favor, deja de hacerme esto y toma el primer vuelo que
puedas a la Ciudad de México.
Asiento, satisfecho con lo que ha dicho.
—No puedo prometerte que voy a ganar el caso —digo, mirándolo fijamente y su
expresión se ensombrece—. Sabes que no puedo garantizarte nada a estas alturas del
partido.
Mi padre aprieta la mandíbula.
—Solo... Haz lo que puedas.
Asiento.
—De acuerdo —digo, luego de un suspiro largo—. Iré a casa a hacer la maleta, pero
le toca a tu secretaria el reservarme un vuelo. No voy a molestar a Lorena fuera de
su horario de trabajo.
Es su turno para asentir.
—Está bien. ¿En cuánto tiempo estarás listo?
Miro el reloj. Son casi las siete.
—Que me reserve el vuelo más tarde que encuentre —digo, al tiempo que guardo la
laptop y me pongo de pie para marcharme.
—De acuerdo. Le diré que te llame cuando lo tenga todo listo —dice, al tiempo que
deja escapar un suspiro aliviado—. Gracias, Bruno.
Detengo mis movimientos unos instantes antes de echarle un vistazo rápido.
Entonces, incómodo, respondo entre dientes:
—Por nada, papá.
Acto seguido, salgo de la oficina sin siquiera molestarme en verlo una última vez.

De camino a casa, Rebeca me llama, pero no le respondo. Minutos después, me marca


de nuevo. La insistencia hace que mi ceño se frunza ligeramente en confusión, pero
estoy tan absorto en el tráfico, que no me detengo a pensarlo demasiado.
Al llegar al apartamento, lo primero que noto es la ausencia de Andrea. En ese
momento, un montón de recuerdos cálidos me vienen a la cabeza y, de pronto, la
perspectiva de marcharme todo el fin de semana —y unos días más—, no me agrada del
todo. Pese a que esta mañana las cosas no acabaron muy bien entre nosotros, no
puedo evitar querer quedarme aquí, con ella. Aunque solo sea para verla a
hurtadillas.
Un suspiro pesaroso se me escapa de la garganta cuando, de camino a la habitación,
le envío un mensaje de texto:
«Estoy en casa».
Cuando me siento sobre la cama, recibo:
«Yo estoy a quince minutos de la libertad, ¿Quieres pancakes para la cena?».
Luego, le sigue un sticker que me hace reprimir una sonrisa.
Suspiro, al tiempo que me introduzco en el clóset, tomo una maleta y la coloco
sobre la cama. Luego, me tomo el tiempo de escribirle:
«Me encantaría, pero creo que me los voy a perder.
Tengo un vuelo que tomar en unas cuantas horas».
Dos minutos después, recibo:
«¿Viaje de trabajo?».
Me las arreglo para acomodar un par de camisas en el interior de la maleta —solo
para hacer algo de tiempo— antes de responder:
«Sí. Un caso se complicó y mi padre me ha enviado a la Ciudad de México a ponerme
al día porque el lunes tenemos una audiencia».
Luego de que echo unos cuantos sacos y pantalones que prometo llevar a la
tintorería del hotel tan pronto como me instale en la habitación, reviso el
teléfono para leer:
«No vuelves hasta el lunes, entonces».
Yo replico:
«Probablemente vuelva hasta el martes o miércoles de la siguiente semana. 
Todo depende de lo que ocurra en la audiencia del lunes».
Luego de que envío aquello, mi teléfono vibra con la notificación de un correo
electrónico. Es la información del vuelo que tomaré a las diez y media. Apenas me
dará tiempo de llegar al aeropuerto.
A toda velocidad, termino de hacer la maleta y, sintiéndome como un adolescente que
solo está al pendiente del teléfono, lo reviso de nuevo para leer el nuevo mensaje
que Andrea me ha dejado:
«Vale. Que todo salga bien».
En ese momento, una idea lunática me viene a la cabeza. De pronto, siento el
impulso idiota de preguntarle si quiere venir conmigo. De llamar a la secretaria de
mi padre, decirle que me compre otro maldito boleto y llevarla conmigo.
En ese momento, la perspectiva de tenerla allá, me parece de lo más tentadora e
interesante. Es por eso que, presa de un impulso envalentonado, escribo:
«¿Quieres venir?».
Ella me responde:
«¿Qué?».
Bien. Definitivamente, esa no era la reacción que esperaba.
«A la Ciudad de México. 
Conmigo.
¿Quieres venir?».
No responde y miro el reloj. Aún estamos a tiempo. Si me dice que sí, juro por Dios
que iré por ella a donde sea que se encuentre su condenado trabajo y me la llevaré
así. Sin una sola maleta. Allá le compro algo de ropa si acepta a irse conmigo.
Una palabrota se me escapa mientras contemplo mis posibilidades. Tengo tres
opciones: insistir por mensaje —y arriesgarme a que no me responda—, llamarle por
teléfono... O entender el mensaje y no preguntar una vez más.
Aprieto la mandíbula, sintiéndome ansioso y nervioso, pero, finalmente, lo decido.
Voy a llamarla. Voy a insistir porque no soy un cobarde. Porque, aunque me cueste
aceptarlo, de verdad quiero que ella me acompañe.
Busco su número en mi lista de contactos. Cuando lo encuentro, lo selecciono y mi
dedo baila en el botón de llamada un instante, con vacilación; sin embargo, me
obligo a presionarlo.
Luego de tres timbrazos, escucho su voz:
—Hola... —dice, en voz baja y algo dentro de mí se revuelve.
—¿Estás ocupada? —inquiero, sin siquiera tener la cortesía de saludarla. Me reprimo
internamente por eso.
—No —replica, de inmediato—. Acabo de salir. Estoy guardando mis cosas para ir a la
parada del autobús.
—Bien. —Asiento, pese a que no es capaz de verme y, sin rodeo alguno, digo—:
¿Entonces? ¿Qué dices?
—¿Qué digo acerca de qué? —Se está haciendo la loca y eso solo hace que una sonrisa
irritada se deslice en mis labios.
—¿Quieres venir conmigo?
Ella suelta una risotada nerviosa.
—¿Perdiste la cabeza?
—Desde hace mucho —digo, al tiempo que bajo la vista a mis pies y sonrío para mí
mismo—. Pero eso no es de lo que quiero hablar ahora mismo. Lo que yo necesito
saber es si quieres o no pasar unos días fuera de Guadalajara conmigo.
Silencio.
—Bruno... —una pausa—, no puedo.
—¿Por qué no?
—Tengo trabajo. Además... —Suspira—. Además, acordamos algo.
—¿Qué fue lo que acordamos? ¿Un polvo? Eso fue lo que nos dimos, Andrea. ¿Qué más
da si nos damos otro?
El silencio del otro lado de la línea es tan denso, que no puedo evitar querer
retractarme de lo que acabo de decir.
—Yo no tengo polvos —dice, en voz baja y entre dientes.
—Y yo no repito nunca algo que ya probé —refuto.
Otro silencio.
—Bruno, no voy a ir contigo a la Ciudad de México solo a calentarte la cama.
La declaración me pica debajo de la piel, pero me obligo a tragarme la frustración
que me provoca.
—Tienes razón. Que tonto de mi parte sugerirlo —ironizo, porque, claramente, en
ningún momento he dicho que quiero llevarla conmigo solo para que me caliente la
cama por las noches. Me gusta su compañía. Disfruto estar a su alrededor. Si
quisiera a alguien que me calentara la cama, invitaría a Rebeca—. ¿Sabes qué?
Olvídalo. Olvida, siquiera, que lo mencioné. Nos vemos el martes.
—Bruno, acordamos que...
—Lo sé —la interrumpo—. No volveré a mencionar nada por el estilo nunca más. Lo
prometo.
De nuevo se queda callada.
—Que tengas buen viaje, Bruno —dice, luego de otros largos instantes. Ahora soy
capaz de escuchar el sonido del tráfico a través del auricular.
—Gracias, Andrea —respondo, lacónico, pero me siento derrotado.
Entonces, finalizo la llamada.
La sensación de desazón que me provoca la conversación que acabo de mantener con mi
compañera de apartamento es tan grande, que no me muevo durante unos minutos.
Todo ese tiempo, no dejo de pensar en ella. En mí. En lo que me ocurre cuando se
trata de ella.
Al cabo de un par de minutos más, decido que debo dejarlo estar y, con ese
pensamiento en la cabeza, me encamino hasta el baño para tomar otra ducha rápida.
Cuando salgo, me pongo algo cómodo para viajar y me entretengo unos minutos más
cuando mi padre me llama para darme instrucciones específicas respecto al trato con
Lomelí.
Para cuando colgamos, ya voy tarde al aeropuerto y suelto una maldición mientras
pido un Uber desde el elevador.
Un par de minutos más tarde me encuentro en la recepción, a la espera del carro de
servicio. Faltan quince minutos para las nueve de la noche. Con el tráfico que hay
en la ciudad a esta hora, será un milagro si no pierdo el vuelo.
El teléfono me vibra en la mano con una notificación. El alivio me invade el cuerpo
cuando me notifica que ha llegado y salgo a toda velocidad a encontrarlo.
El chofer, amable, se presenta mientras yo abro la puerta trasera del vehículo.
—¡Bruno! —La voz a mis espaldas me hace girarme de inmediato y, aturdido, miro a la
hermosa mujer que aprieta el paso para alcanzarme.
Una mezcla de confusión, irritación y desconcierto me embarga cuando, sin siquiera
molestarse en disimular, se acerca a mí a paso seguro y decidido.
—Rebeca... —balbuceo, mientras ella me rodea en un abrazo apretado antes de
apartarse para mirarme a los ojos.
—Perdona por haber venido así, sin tu consentimiento, pero es que hemos estado tan
desconectados el uno del otro, que decidí venir a ver si todo estaba bien —dice y,
aún presa de un aturdimiento extraño, la escucho continuar—: Como no respondiste
mis llamadas, asumí lo peor.
—Rebeca, he tenido unas semanas de locura —me justifico, cuando en realidad, lo que
sucede es que no me ha dado la gana verla—. Ahora mismo, debería estar en el
aeropuerto. De hecho, voy retrasado, así que, lamento mucho ser así de descortés,
pero debo irme. Yo te llamo después, ¿vale?
Ella me mira durante unos instantes y la decepción en su mirada es tanta que, me
siento culpable.
—Entiendo —ella dice, al tiempo que esboza una sonrisa cargada de disculpa—. Creí
que... —Suspira—. En fin. No tiene importancia. ¿Crees que sea mucho problema si me
dejas en la plaza que se encuentra pasando la siguiente avenida? —inquiere—. El
chofer de mi marido pasará a recogerme allá y la verdad es que no tengo ganas de
esperar aquí por un taxi.
Silencio.
Su petición me parece de lo más inapropiada y, al mismo tiempo, tan inocente, que
no sé cómo demonios negarme. Es por eso que me irrita tanto.
Un suspiro fastidiado amenaza con abandonarme, pero me las arreglo para regalarle
un asentimiento educado, mientras el conductor del Uber me ayuda a subir mi maleta
al portaequipajes de vehículo.
—De acuerdo —digo, a regañadientes, pero le hago saber con mi expresión que no me
agrada en lo absoluto lo que está haciendo—. Sube y te dejo de paso.
Ella me regala una sonrisa radiante, como si de verdad le hubiese salvado la
existencia.
En ese momento, sin pensarlo dos veces, la mujer con la que había estado
manteniendo la mejor relación casual del mundo sube al coche de alquiler —no sin
antes encargarse de darme un buen vistazo de su trasero—, y yo no dejo de
preguntarme cómo diablos es que me metí en todo esto.

Capítulo 20

ANDREA

Odio esta sensación. Este escozor en el pecho, como si llevara un pedazo de carbón
ardiente dentro de la caja torácica. Odio, también, la picazón en los ojos. Esa que
le precede al llanto, y odio, por sobre todas las cosas, sentirme de esta manera
gracias a Bruno Ranieri.
Sé que fui yo la que impuso los límites desde el principio. Que fue cosa mía el no
dejarlo acercarse a mí por todo eso que me dijo. Porque él no quiere nada serio con
nadie y yo, luego de lo que pasó anoche —y de lo dulce y amable que fue conmigo—,
no sé si sea capaz de aceptar solo lo que me ofrece.
No obstante, eso no quiere decir que verlo marcharse con una mujer despampanante no
me haga sentir como si el peso del mundo entero se ciñera sobre mis hombros.
El aliento me falta, el pecho me arde y no puedo apartar la vista del suelo del
ascensor mientras repito —segundo a segundo— los últimos cinco minutos.
Sé que no me vio. Me aseguré de quedarme atrás cuando los vi afuera del edificio y,
cuando avanzaron en el coche en mi dirección, me encargué de escabullirme entre el
bullicio hasta la entrada del complejo.
Mientras las puertas del elevador se abren, no puedo evitar darle vueltas una vez
más a lo que acabo de ver y solo puedo llegar a la dolorosa conclusión de que Bruno
llevó a alguien más a la Ciudad de México. A esa mujer con la que acabo de verlo.
Cuando las lágrimas pesadas se deslizan por mis mejillas, me recuerdo a mí misma
una y otra vez que no quiero una relación casual. Que no quiero ser el polvo de
alguien —por muy bueno que este sea—. Mucho menos quiero terminar en una relación
en la que yo sufro esperando por más, mientras que él obtiene lo que quiere a costa
de mis sentimientos.
Tampoco estoy diciendo que estoy enamorada de Bruno, o que lo que pasó entre
nosotros me ha hecho amarle con todo el corazón, porque las cosas no son así. Sin
embargo, no quiero darle cabida a los errores. A los malos entendidos. No quiero
darle la oportunidad a mi estúpido y bobo corazón de ilusionarse con un hombre que
me ha dejado bien claro que no busca eso que yo anhelo desde siempre.
Bruno no tiene relaciones serias.
Yo sí.
Y si no podemos llegar a un acuerdo, lo mejor es cortar de tajo con lo que está
pasando antes de que sea demasiado tarde.
Ya es demasiado tarde. Me dice una vocecilla baja en lo más profundo de la cabeza y
las lágrimas reanudan su marcha.
El pecho me duele, el corazón me va a estallar en cualquier momento, y no dejo de
repetirme una y otra vez que fui yo quien decidió que las cosas fueran así.
No dejo de sentirme miserable de todos modos. De pronto, el hambre se me esfuma.
Los pancakes suenan como a mala idea ahora y solo quiero tomar una ducha e irme a
dormir.
Lloro mientras me ducho y me maldigo una y otra vez cuando una decena de recuerdos
sobre Bruno y yo, en esta misma regadera, no hace ni siquiera veinticuatro horas,
me embargan.
Cuando termino de vestirme, me digo a mí misma que no puedo dejar de comer y me
dirijo a la cocina para cenarme un tazón de cereal.
Mientras lo hago, reviso mi teléfono y me encuentro con que tengo un mensaje de
Génesis y una llamada perdida de Karla, mi compañera del trabajo.
En el mensaje, mi amiga me informa que acaba de adoptar un gato y, luego de un par
de textos al respecto, me debato a mí misma entre contarle lo que ocurrió entre
Bruno y yo o guardármelo por prudencia a su matrimonio y la amistad que Bruno
mantiene con Dante.
Sé que debo contárselo a alguien o voy a enloquecer, pero, al mismo tiempo, no
quiero causar un problema contándole todo a mi amiga. La conozco. Sé que tomará
partido por mí y despotricará contra Bruno —pese a que he sido yo la que ha
decidido que no quiero que las cosas cambien entre nosotros—. Sé que le dirá a
Dante y que las cosas acabarán del carajo si Dante se ve en la necesidad de hablar
con Bruno respecto a mí.
Además, lo último que quiero es que mi mejor amiga y su marido traten de
sermonearle por una decisión que tomamos los dos. Por algo que yo, con toda la
lucidez del mundo, accedí a que pasara.
Sabía qué era lo que aceptaba al estar con él. No sé qué esperaba que sucediera
luego de rechazarlo dos veces en un mismo día.
Tampoco es como si pudieras salir del estado. Me reprime el subconsciente. Sabes
que, si alguno de los involucrados en tu caso se entera que te has marchado de la
ciudad, van a encerrarte en una celda el resto de tu proceso legal. No puedes darte
el lujo de marcharte con él.
Suspiro y, en ese momento, mi teléfono vibra en mi mano.
Es Karla de nuevo.
No quiero responder, lo hago de todos modos:
—¿Diga?
—¿Qué te parece si nos ponemos una borrachera? —dice, sin preámbulo alguno y una
risita nerviosa se me escapa.
—¿Con qué motivo?
—Para celebrar mi soltería —suelta, sin más, pero el tinte dolido en su voz hace un
eco en el escozor propio que siento en el pecho—. Gustavo y yo acabamos de
mandarnos a la mierda.
—Oh, Karla, lo lamento mucho...
Ella ríe, pero no suena como si tuviese ganas de hacerlo.
—No quiero hablar de eso. Necesito ponerme una borrachera y llorar o no voy a poder
conmigo misma —dice, al cabo de unos instantes—, así que, ¿qué dices, Andrea?
¿Quieres acompañarme?
Suspiro.
—¿A dónde se supone que iremos?
—A donde sea, con tal de que haya alcohol y música fuerte.
Me muerdo el labio inferior.
—¿Qué te parece si mejor vienes al lugar en el que me estoy quedando? Al
apartamento de mi amiga. —Ella sabe que, por el momento, estoy quedándome en un
lugar que me prestaron.
—¿Qué hay de tu compañero de departamento? —inquiere, porque he mencionado a Bruno
de vez en cuando en nuestras pláticas matutinas.
—Se marchó todo el fin de semana a la Ciudad de México. —Mi propio comentario me
escuece las entrañas, pero me las arreglo para sonar despreocupada mientras hablo—.
Podríamos beber hasta la inconciencia y podrías dormir aquí si se hace muy tarde.
Mañana podemos irnos a trabajar con resaca juntas.
—Eres una mujer práctica, Andrea Roldán.
Sonrío.
—El apartamento es genial. Va a encantarte.
—Me has convencido —dice y sonrío pese a que no puede verme—. ¿Me mandas la
ubicación por mensaje?
—Claro —digo, mientras la pongo en altavoz y me meto a la aplicación de mensajes
instantáneos para enviarle la dirección—. Ya te la estoy enviando.
—Gracias —Karla responde—. Llego en media hora. ¿Quieres vodka o tequila?
—Tequila —replico, al instante y ella suelta una carcajada.
—Tequila será. Nos vemos en un rato.
Luego de eso, finalizamos la llamada.
Una hora y media más tarde, Karla y yo nos encontramos en la terraza, con la
botella de tequila sobre la mesa baja junto a los camastros, dos caballitos a su
lado, limones partidos en cuatro y un plato pequeño con una montaña de sal de
grano.
La música de fondo que suena en los altavoces que se encuentran desperdigados por
toda la casa, canta canciones de desamor y olvido.
Perdí la cuenta al cuarto caballito que me tomé y la verdad es que, como no me he
levantado del camastro desde que llegó Karla, no estoy segura de qué tan ebria me
encuentro en realidad.
Al llegar, y luego de un momento de estupefacción por la locura que es este
apartamento, me regañó casi cinco minutos porque le mentí respecto a la cantidad de
calles que tengo que caminar en las noches cuando ella y su ahora exnovio me dejan
en la avenida.
Una vez que me disculpé por ello, estuvo lista para cambiar de tema y me contó,
entre lágrimas, el motivo por el cual poco a poco su relación fue yéndose al caño.
Cómo la rutina fue acabando con lo que tenían, y cómo fue que una discusión
minúscula los llevó a una espiral sin cesar de reclamos pasados y reproches
insanos.
Luego de un par de tragos más y unas cuantas historias más contadas por Karla, me
pide que dejemos de hablar de ella y sus problemas amorosos, para luego pedirme que
le hable sobre mí. Sobre lo que me aqueja.
Yo, incapaz de mantener la lengua a raya, digo de inmediato:
—Ayer estuve con mi compañero de apartamento.
Ella, quien acaba de servirnos otro par de caballitos de tequila, detiene sus
movimientos un segundo antes de echarme un vistazo fugaz.
—Con «estuve» te refieres a... ¿sexo?
Siento cómo el rubor me invade el rostro de inmediato, pero me las arreglo para
asentir sin apartar la vista de ella.
—No me jodas —dice, al tiempo que abre los ojos como platos—. Pero, ¡¿cómo...?!
Sacudo la cabeza en una negativa e, incapaz de detenerme, se lo cuento todo. Desde
nuestro incidente hace diez años, hasta la manera en la que el destino jugó en mi
contra —omitiendo los detalles de mi demanda, por supuesto— y nos puso aquí, tanto
tiempo después, compartiendo el techo.
Para cuando termino de contarle cómo acabamos compartiendo una noche, para después
verlo marcharse con otra mujer justo el día que se le ocurre invitarme a viajar con
él a otra ciudad, estoy a punto de llorar de la frustración.
Ella suspira, al tiempo que niega con la cabeza.
—Andrea, en primer lugar, necesitamos aclarar un par de cosas... El tipo te gusta,
¿no es así? Te gusta mucho.
Sus palabras me golpean de lleno y, de pronto, me detengo unos instantes para
preguntarme a mí misma qué siento por él.
Me gusta. Claro que me gusta. Si no lo hiciera, no hubiera permitido que lo que
pasó entre nosotros ocurriera. El problema con que me guste es que, si lo digo en
voz alta, de alguna manera, me hago consciente de ello y, entonces, empiezo a
caer. Fuerte.
La chica frente a mí me mira fijo con una mezcla de lástima y simpatía. Como si
hubiese estado exactamente en el punto en el que me encuentro ahora mismo.
Suspira.
—No tiene nada de malo si te gusta.
—Lo es si se empeña en ser atento conmigo luego de lo que pasó entre nosotros —
digo, sintiendo cómo las lágrimas me empañan la mirada.
—¡Es que no sabes si solo está siendo atento contigo o si quiere algo más de ti! —
Karla replica, exasperada.
—Posiblemente se marchó con una mujer a la Ciudad de México. Por supuesto que no
quiere algo más de mí.
—Tú lo has dicho —refuta—: posiblemente. No tienes idea de si es así. No lo sabrás
si no se lo preguntas. Además, tú te negaste a ir con él.
—¿Y por eso tenía que llevar a alguien más?
—¿Tenía por qué no hacerlo? —Mi amiga extiende los brazos hacia sus costados, en un
gesto incrédulo—. Andrea, lo desairaste. Dos veces. Además, ambas sabemos que
querías irte con él, ¿por qué no lo hiciste? —dice, mirándome con exasperación—. El
tipo claramente no te ve como a cualquiera de las amiguitas de las que hablas. Te
ha invitado a marcharte de viaje con él luego que le rechazaste la cortesía que
tuvo de querer llevarte a trabajar.
—Para después llevar a otra mujer cuando le he dicho que no —replico, necia,
tratando de mantener las lágrimas de enojo a raya.
Sacude la cabeza en una negativa.
—Lo único que no entiendo, es por qué se tomó la molestia de invitarte si se supone
que ya dejó las cosas claras contigo. Cuando tú misma se las dejaste en claro esta
mañana. —Me mira unos instantes antes de añadir—: Está claro que no le eres
indiferente del todo.
—¿Y de qué me sirve no serle indiferente? Al final del día, Bruno no quiere nada
serio y yo no sé si estoy dispuesta a aceptar lo que él me ofrece. —Sueno más
dolida de lo que pretendo, pero ahora mismo me importa muy poco.
—Cariño, es un hombre. Los hombres no tienen idea de lo que quieren. Mi novio...
quiero decir, exnovio —no me pasa desapercibida la forma en la que su tono falla al
decir aquello—, decía que no creía en la monogamia y conmigo duró siete años. El
tipo ese no tiene idea de que añora una relación.
—¿Y qué si no es así? ¿Qué si me involucro con Bruno y al final termino sufriendo
por esperar algo que, claramente, me dijo que no debía esperar de él?
—Tampoco es necesario que te tortures de esa manera, Andrea. Ambos son adultos y
creo que están en todo el derecho de hablar claro —dice—.Si no quieres estar así,
en la incertidumbre, lo único que puedes hacer es preguntar. Hablar claro con él y
decirle tu postura respecto a las relaciones abiertas. Dale la oportunidad de
pensar si quiere considerar o no la posibilidad de estar contigo. No vas a saberlo,
ni él tampoco, si no se lo planteas.
—¿Y si me dice que no, que no quiere algo conmigo? —digo, luego de masticarme el
labio inferior unos segundos.
Ella sonríe, cómplice.
—Pues entonces tendremos otra noche de esto. —Alza el pequeño vaso de cristal
repleto de tequila y yo tomo el mío para hacer lo mismo. Entonces nos echamos el
contenido de un solo trago.
El fuego del alcohol me enciende la garganta, el pecho, el estómago y las orejas.
La mueca de desagrado es inevitable en mi rostro y mientras trato de degustar el
trozo de limón con sal que he tomado del plato, me estremezco de pies a cabeza.
—Creo que podría repetirlo —digo, una vez que la quemazón se convierte en un
calorcito dulce y que el regusto extraño en la boca se torna más dulce. Agradable.
Karla suelta una carcajada.
—Borracha de mierda —me reprime, pero está bromeando.
—Te está saliendo sangre de la boca. Creo que te mordiste la lengua.
Otra carcajada escandalosa se le escapa.
—Al diablo contigo, Andrea Roldán —dice, con una sonrisa juguetona en los labios—.
Y al diablo con Gustavo. De paso, también puede irse al demonio... ¿Cómo dices que
se llama?
—Bruno.
—Ese. Bruno. Al diablo con él también.
—Al diablo con todo el mundo —mascullo, mientras reposo la espalda en el respaldo
del camastro.
—¡Al diablo con todo el mundo! —grita Karla a la nada y alguien en algún edificio
cercano le grita algo de regreso. No entendemos un demonio de lo que dice, pero
reímos a carcajadas de todos modos.
Estoy borracha. Más de lo que me gustaría.
Miro hacia Karla, pero está dormida de costado sobre el camastro. No sé cuánto
tiempo ha pasado desde la última vez que nos reímos, pero creo que ha sido mucho.
Me siento muy mareada y quiero hablar con Bruno. Quiero escuchar su voz. Quiero
preguntarle por qué diablos quería llevarme esta mañana a trabajar y por qué me
invitó a ir con él a su viaje.
Quiero arrancarme del pecho estas ganas intensas que siento de escucharlo reír o
hablarme en ese tono sabiondo que utiliza y que tanto me molesta.
Tomo mi teléfono y le llamo.
No responde y una punzada de decepción me llena el pecho. Quiero llorar otra vez,
pero no lo hago. En su lugar, me guardo el teléfono en el bolsillo para luego
decirle a Karla que debemos irnos a la cama. Al subir las escaleras hasta el teatro
en casa, la recuesto bocabajo en un sillón. Luego, le acerco un bote de basura por
si le dan ganas de vomitar.
Yo hago lo propio, me saco el teléfono y lo dejo en la cómoda para luego acercar un
trasto para mí. Finalmente, exhausta, me echo sobre mi estómago e intento dormir.
Entre sueños, escucho mi teléfono sonar, pero estoy más dormida que despierta.
De todos modos, trato de abrir los ojos.
Lo último que veo antes de caer en un sueño profundo, es la luz de mi teléfono
apagarse en la oscuridad de la habitación.

Capítulo 21

BRUNO

Es miércoles a mediodía cuando regreso de la Ciudad de México. La audiencia estuvo


mejor de lo que esperaba. De hecho, me atrevo a decir que, a pesar de que todavía
no todo está dicho, tenemos muchas posibilidades de ganar.
He pasado el fin de semana más tortuoso y largo de la existencia entre documentos,
facturas y acusaciones y agravios que mi padre tuvo el descaro de añadir a la pila
de basura en su afán de arruinarme el caso. Ha sido un completo martirio y, para
coronarlo todo, no he podido sacarme a Andrea de la cabeza.
Sé que no debería pensar en ella. Que me dejó en claro que no tiene intención
alguna de repetir lo que hicimos y que quiere que la deje en paz; sin embargo, no
puedo dejar de pensarla todo el tiempo.
Quise llamarla desde el hotel, cuando, luego de un vuelo y una reunión de dos
horas, vi su llamada perdida; pero no me respondió. La llamé una vez más, pero esa
vez, la línea me envió directo al buzón de voz. Me di por vencido el lunes antes de
la audiencia, cuando caí en la cuenta de que tenía ya dos días fuera de la ciudad y
ella no había devuelto mi llamada.
No sé qué me pasa. Me siento patético y, de todos modos, no soy capaz de detenerme.
No soy capaz de parar esta obsesión tan insana que he desarrollado de mirar el
teléfono solo para ver si me ha escrito.
A estas alturas, tengo que aceptar que Andrea me gusta más —mucho más— de lo que
creí. De lo permitido para mí... Y, aún así, estoy aquí, en la sala de juntas de la
oficina —porque no puedo darme el lujo de ir a casa a descansar todavía—, mirando
el reloj mientras espero por mi padre; ansioso por llegar a casa, y no porque muera
de sueño, sino porque no puedo esperar para verla.
Sé que a él más que a nadie en el despacho le interesa tener los pormenores del
caso Lomelí, así que no voy a irme sin antes haberlo puesto al tanto. Para mi mala
suerte, cuando llegué, acababa de entrar a una reunión con unos clientes
importantes. Ahora, me encuentro aquí, tonteando en el teléfono, mientras espero a
que mi padre se desocupe para poder largarme de una vez.
Mientras respondo un mensaje de Dante, alguien llama a la puerta, pero la decepción
es inmediata cuando veo a Adán, y no a mi padre, entrando a la sala de juntas.
—¡Bruno! —exclama, al mirarme—. ¿Qué tal el viaje a la Ciudad de México? Supimos
que la audiencia se logró mejor de lo que se esperaba. Todos los socios han hablado
de eso. Dicen que acorralaste al juez hasta que no tuvo más remedio que concederte
otra audiencia.
Una sonrisa cansada se dibuja en mis labios.
—Yo diría que más bien están exagerando —digo, al tiempo que me recargo contra el
respaldo de la silla de manera desgarbada.
Adán sonríe.
—¡Oh, vamos, Ranieri! Deja la modestia. Te he visto en acción —dice, mientras se
instala en la silla frente a mí.
Mi sonrisa se extiende un poco más de manera inevitable.
—¿Qué ocurre? —dice, cambiándome el tema, mientras me regala una sonrisa lasciva—.
¿Es que no planeas contarme de tu aventura post-audiencia? ¿Te fuiste a algún bar?
¿Con alguna colega?...
Un suspiro largo se me escapa, al tiempo que, sintiéndome ligeramente insultado por
la manera en la que ha insinuado que voy de cama en cama —aunque no sea del todo
una mentira—, digo:
—Terminando la audiencia, me fui al hotel a beberme una copa en la comodidad de mi
habitación, ducharme y dormir temprano. Estaba exhausto y al día siguiente iba a
reunirme con Lomelí y sus empleados de confianza.
Él bufa.
—No te creo —dice—. Eres Bruno Ranieri. Follas cuando quieres.
—Bueno... —Me encojo de hombros—. No quería.
Él entorna los ojos.
—¿Quién eres y qué has hecho con Bruno? —La pregunta me hace soltar una carcajada,
pero el comentario tampoco me hace mucha gracia.
—Eres un imbécil —mascullo, tratando de mantener mi humor ligero, y él ríe también.
—Perdona, Bruno, pero es que, cuando te haces de una reputación...
—Yo no tengo una reputación —refuto, sin siquiera dejarlo terminar. Esta vez, sueno
más afilado. Hosco.
La sonrisa de Adán pierde su fuerza, pero se recompone tan pronto como vuelvo la
vista al teléfono, que ha sonado con el tono de un mensaje. Debe ser Dante. Nos
hemos mensajeado toda la mañana porque quiere que le eche un vistazo a un contrato
que tiene una de las empresas de su padre con una compañía mexicana.
Cuando tomo el aparato entre los dedos y lo desbloqueo, una sensación de malestar
me recorre el cuerpo. Es Rebeca. Quiere que nos veamos. No le respondo. No quiero
decirle nada por mensaje de texto. Por teléfono tampoco se siente correcto. Comencé
con esto de frente y de esa manera quiero terminarlo.
Acordamos que sería casual. Esporádico. Sin ataduras. Acordamos no darnos más
información de la necesaria para mantenerlo lo más impersonal posible y, de todos
modos, el viernes de camino a la plaza comercial donde la dejé de paso, Rebeca no
paró de hablarme de su vida privada. De lo mal que lo lleva con su marido y de lo
poco que tolera a sus hijos.
El recuerdo de todo lo que dijo aún me hace sentir culpable y miserable. Aún me
hace sentir como si estuviese repitiendo el comportamiento de mi madre, que aceptó
involucrarse con un hombre casado. Aún me hace sentir asqueado de mí mismo.
Adán habla y habla acerca de un caso que todavía no sabe si tomará, pero yo no
puedo apartar los ojos del mensaje de Rebeca.
—¿Entonces? ¿Qué opinas? ¿Será prudente tomarlo? Tú lo rechazaste. —La voz de mi
compañero de trabajo me trae de vuelta al aquí y al ahora, y parpadeo un par de
veces para espabilar.
No he escuchado una mierda sobre lo que ha dicho y maldigo para mis adentros porque
no sé qué demonios responderle.
Afortunadamente para mí, en ese momento, mi padre se adentra en la sala de juntas.
Salvado por la oportuna interrupción, me pongo de pie y me aliso el saco, más por
costumbre que por respeto, si puedo ser honesto. Acto seguido, le dedico un
asentimiento que él me regresa a manera de saludo y, de una mirada, despide a Adán.
Mi compañero de trabajo masculla un saludo cordial y luego se despide diciendo que
pasará a mi oficina mañana para terminar la conversación que empezamos.
Cuando la puerta se cierra dejándome a solas con mi padre, vuelvo a sentarme a la
cabeza de la mesa solo para fastidiarlo un poco. Él ni siquiera parece molesto
cuando se instala en el asiento contiguo, así que decido dejar de ser infantil y,
rápidamente, le cuento los pormenores de la audiencia. Le hago saber que todavía no
está todo dicho, pero que creo que tenemos oportunidad de ganar y él, satisfecho,
me agradece y me pide que me marche a casa a descansar. Dice, también, que si
quiero, puedo tomarme el resto de la semana.
Pese a que la opción es tentadora ahora que estoy agotado, sé que no podré hacerlo.
De todos modos, le agradezco y me despido para encaminarme hasta el
estacionamiento.
Es temprano todavía, pero en lo único en lo que puedo pensar es en dormir... Y en
comer. Decido pedir el desayuno a domicilio para que me lo lleven al pent-house y,
veinte minutos después, me encuentro en el elevador, con la maleta en una mano y
una bolsa de plástico repleta contenedores de comida en la otra.
Rosita está limpiando la habitación cuando llego —Andrea no está, como suponía—,
así que decido almorzar en la isla del comedor mientras ella termina.
Luego de engullir una porción entera de chilaquiles con frijoles, huevos y jugo de
naranja —y de invitar a la mujer de la limpieza a comerse la otra porción que
compré en un arranque de hambre voraz—, me meto en la ducha, me pongo unos shorts
cómodos y me meto en la cama.

Cuando despierto, el sol ha comenzado a ocultarse. He dormido casi toda la tarde y


solo puedo pensar en comer algo más para volver a meterme en la cama.
La habitación está tal cual se encontraba antes de que me marchara. El apartamento
está exactamente igual que antes y, de alguna forma, se siente diferente. Como si
algo hubiese cambiado desde la última vez que estuve aquí.
Cierro los ojos unos segundos antes de levantarme y tomar mi teléfono.
La aplicación de comida a domicilio se abre cuando presiono en los lugares
indicados y ordeno una pizza grande de peperoni antes de salir a averiguar si
Andrea ha llegado a casa.
Por lo regular, los miércoles llega temprano. Al menos, siempre llega antes que yo.
Sé que los jueves descansa, pero no sé qué tantas ganas tenga de correr a casa
luego de una jornada de miércoles.
Un suspiro cansado se me escapa cuando me descubro pensando en ella una vez más y
me reprimo mientras me encamino hasta la sala.
Está todo en penumbra, así que enciendo la luz del vestíbulo y me dirijo a la
cocina por un vaso con agua.
Cuando voy camino de regreso a la habitación, las puertas del elevador se abren y
me detengo en seco.
Inevitablemente, el estómago se me retuerce en una sensación incómoda, pero
mantengo mi gesto inexpresivo cuando Andrea Roldán hace su camino hacia el interior
del apartamento.
En el instante en el que me mira, se detiene y se arranca un auricular de la oreja
para mirarme con gesto asustado y aturdido.
—Volví a mediodía —le digo, sin siquiera molestarme en saludarla.
Ella me dedica una mirada larga antes de ruborizarse ligeramente y encaminarse
hacia la cocina.
Es hasta ese momento que me percato de las bolsas del supermercado que carga. La
sigo de cerca, preguntándome qué demonios le sucede y la observo colocar lo que ha
comprado sobre la isla.
Entonces, sin mirarme, comienza a acomodarlo todo en las repisas.
—¿Regresamos a la ley del hielo? —inquiero, sintiéndome ligeramente irritado. No
entiendo cómo en el infierno es que está ignorándome cuando fue ella quien decidió
que no quería que lo que pasó entre nosotros se repitiera.
No responde y la molestia se transforma en otra cosa. En algo más oscuro e
insidioso.
—¿Por qué? —insisto, luego de dos minutos de silencio absoluto. Ella ni siquiera me
mira—. Por favor, ilumíname porque no tengo idea de qué mierda se supone que hice
ahora para que no me hables. No he sido más que amable contigo.
Ella detiene sus movimientos para encararme con todo el fuego de su mirada. La ira
en su expresión me saca de balance unos segundos, pero no dejo que me ablande ni un
segundo.
De repente, luce como si estuviese debatiéndose en decir algo; sin embargo, al
final, parece decidir que no vale la pena y se gira sobre su eje para seguir
guardando Dios-sabrá-qué.
—Andrea... —suelto, con advertencia tiñéndome la voz.
—Te vi —dice, finalmente, al cabo de otro largo y tortuoso instante, en voz tan
baja que casi creo no haberla escuchado realmente.
La confusión es instantánea y parpadeo varias veces, en el afán de espabilar y
comprender de qué carajos está hablando.
—¿Me viste? —farfullo, confuso—. ¿Dónde? ¿De qué hablas?
Se gira para encararme, presa de un rubor y un gesto avergonzado.
—Afuera del edificio —dice, a regañadientes, y entorno los ojos.
—Me viste afuera del edif... —Me detengo en seco. La resolución me golpea y todas
las piezas caen en su lugar.
—Me viste con Rebeca. —No es una pregunta y su silencio es la única respuesta que
necesito.
Sacudo la cabeza, incrédulo, y ella se abraza a sí misma.
Mi impulso inmediato, es darle una explicación, pero me detengo en el instante en
el que las palabras comienzan a acumularse en la punta de mi lengua. En su lugar,
una satisfacción maliciosa me embarga y me llena la cabeza de posibilidades
favorables.
—Te vi irte con Rebeca —espeta, como si estuviese familiarizada con ella, con una
sonrisa amarga y una cínica tirando de las comisuras de los labios.
—¿Y por eso estás haciéndome la ley del hielo? ¿Porque me fui de aquí con una
mujer? —No quiero sonar encantado con la situación, pero lo hago de todos modos—.
Me dejaste muy en claro esa mañana que no querías que lo que pasó entre nosotros se
repitiera. Me lo reiteraste esa misma tarde, cuando te llamé para invitarte a
viajar conmigo. ¿Y ahora te indigna verme con alguien más?
Una carcajada carente de humor se le escapa, al tiempo que mira hacia otro lado.
—Y solo porque dije que no tenías que llevar a alguien. —Me mira fijo, con
aprensión, y la tortura que hay en sus facciones me hace querer aclararle de una
maldita vez que no llevé a nadie conmigo.
—¿Tenía que detenerme de hacerlo? —digo, pese a que una parte de mí quiere acabar
con esto de una vez por todas—. Andrea, tú me rechazaste.
Ella aprieta la mandíbula y, cuando creo que va a girarse para continuar con lo que
hacía, la veo cuadrar los hombros y alzar el mentón para decir:
—No quiero una aventura —dice—. No quiero una relación casual. No quiero eso que tú
eres capaz de ofrecer, porque soy una romántica empedernida. Porque jamás podría
tener algo así. Soy demasiado cursi. Demasiado boba y soñadora. —Sacude la cabeza
en una negativa—. No puedo hacerme eso a mí misma. No puedo ir contigo a otra
ciudad a pasar unos días cuando para mí puede significar más de lo que significa
para ti.
No sé qué decir. No sé qué carajos hacer. No puedo hacer más que clavar los ojos en
ella mientras trato de ponerle orden a las sensaciones que me paralizan.
—Lo mismo pasa si eres amable conmigo. —Se lleva las manos a las mejillas, en un
gesto mortificado—. No puedes ser atento luego de lo que pasó entre nosotros,
porque soy complicada y... —Deja escapar un suspiro entrecortado y cierra los ojos
con frustración.
Es en ese momento que a mí se me terminan las ganas de continuar con esto. De
seguir torturándola con la posibilidad de mí viajando con alguien más.
—Andrea, no llevé a Rebeca a la Ciudad de México —digo, finalmente.
Silencio.
Ella me mira fijo, incrédula y dudosa y me encojo de hombros, al tiempo que esbozo
una sonrisa ladeada, cargada de suficiencia.
—Soy muchas cosas, pero nunca un hijo de puta capaz de hacer una mierda de ese
estilo —digo—. Le di un aventón a Rebeca hasta la plaza que se encuentra seis
calles abajo. Y, solo para que quede claro: A la única a la que quería llevar es a
ti.
—¿Y qué se supone que quiere decir eso? —inquiere, pero yo no tengo una respuesta.
No todavía, así que me quedo callado mientras le sostengo la mirada.
Ella desvía la vista, avergonzada, y cierra los ojos en un gesto cargado de
frustración y mortificación. Quiero aliviarla. Alejar de su mente cualquier
tormenta que la aqueje y asegurarle que todo está bien.
La cosa es que no lo está.
Nada de esto está bien porque ella quiere algo que no puedo darle. Porque no quiero
hacerla esperar algo que puede que nunca llegue para mí; y de todos modos estoy
aquí, afirmándole cosas que no debería. Luchando con todas mis fuerzas para no
acortar la distancia que nos separa y tomarla entre mis brazos.
Andrea se abraza a sí misma y se encorva hasta que luce diminuta en esta espaciosa
estancia. Su cabello cae como cortina sobre su rostro, impidiéndome verle del todo
las facciones y, cuando suspira, el aire que se le escapa de los labios es
tembloroso.
—No puedo darte eso que tú quieres, Andrea —digo, con la voz enronquecida por las
emociones—. Me gustas mucho, no tienes idea de cuánto, pero no quiero una relación.
Ella esboza una sonrisa temblorosa y sus ojos se llenan de lágrimas que no derrama.
Durante un aterrador instante creo que se va a poner a llorar; en su lugar,
pronuncia con la voz enronquecida:
—Yo sí.
Sus palabras me calan hondo, pero no digo nada. No trato de persuadirla así como
ella no ha tratado de persuadirme a mí.
—Lo lamento —digo, porque no sé qué más decir y ella se encoge de hombros.
—No lo hagas —dice, mientras se recompone y vuelve a la tarea de acomodar todo lo
que trajo en las alacenas—. Mejor temprano que tarde, ¿no? Ya encontraremos cada
uno a alguien que esté dispuesto a darnos lo que buscamos.
Me quedo muy quieto, con el peso de lo que acaba de decir flotando en el aire. Con
un pensamiento insidioso rondándome...
Excepto que tú ya tienes a alguien que está dispuesto a darte eso que buscas y
quieres terminarlo.
Andrea termina de guardar todo antes de, sin siquiera dirigirme una mirada,
encaminarse hacia la salida. Yo, en el instante en el que la siento pasar junto a
mí, la tomo por el brazo para impedir que siga andando.
Excepto que tú quieres que Andrea te dé eso que tú buscas. No Rebeca, ni Nancy. Ni
ninguna chica con la que has estado nunca. Quieres a Andrea. ¿Por qué?
La hago girar ligeramente hacia mí y le pongo una mano en la cintura para atraerla
cerca. Ella farfulla algo que no entiendo un segundo antes de que la acorrale
contra el marco de la puerta.
La presión que ejerzo es suave —pese a lo dominante de mi postura—, dándole siempre
oportunidad de alejarse si así lo quiere; pero no lo hace. No se aparta, al
contrario, sus músculos se ablandan al contacto con los míos y su respiración se
acelera cuando me acerco hasta que nuestros labios se unen en un beso ardiente y
voraz.
Un pequeño suspiro se le escapa cuando envuelvo mis brazos alrededor de su cintura
y pego nuestros cuerpos. Es ese momento, que se aparta de mí y une su frente a la
mía.
—¿Qué es lo que buscas, Andrea? ¿Una relación o una etiqueta? —digo, enloquecido
por todo esto que me provoca—. Puedo darte los besos, los mimos, el sexo... Todo,
sin una etiqueta. Sin que me llames tu novio.
—¿Qué hay de la exclusividad? De las charlas, las tardes de hacer nada; Las salidas
a sabrá-Dios-dónde. ¿Eso también puedes dármelo? —pregunta, pero yo no puedo
responder.
Mis labios se abren para decir algo, pero lo pienso mejor y los cierro de golpe.
Cuando vuelvo a intentarlo, mi teléfono suena en el bolsillo de mi shorts. Una
palabrota se me escapa cuando lo tomo entre los dedos y miro que es un mensaje de
la aplicación de comida a domicilio. El repartidor de la pizza está allá afuera
esperando a que le dé la autorización a José Luis para pasar más allá de la
recepción.
—Piénsalo, Bruno —Andrea dice y alzo la vista para encararla.
Es demasiado tarde. Ya ha salido de la estancia. Ya me ha dejado aquí, de pie en
medio de la cocina, con las emociones revueltas y la confusión emanándome de cada
uno de los poros.

Capítulo 22

ANDREA

Me despierto desde muy temprano pese a que hoy no trabajo. Inevitablemente, mi


reloj biológico no me deja dormir más allá de las seis. Si tengo suerte, puedo
despertarme hasta las siete, pero casi nunca cuento con ello. Hoy desperté a las
seis quince, por ejemplo.
Durante la primera hora y media, me moví por el apartamento con toda la naturalidad
del mundo; sin embargo, cuando fui consciente de que era cada vez más tarde y de
que Bruno se va más o menos a las nueve de aquí, subí a mi guarida y no he bajado
desde entonces. No planeo hacerlo hasta que lo escuche marcharse, lo cual espero
que sea pronto porque estoy muriendo de hambre.
Así de patética me comporto hoy en día. Ocultándome de los problemas. Justo como
prometí que jamás haría de nuevo; pero, luego de lo que ocurrió ayer —y de lo
ridícula que me sentí al enterarme de que Bruno en realidad no se fue con esa mujer
(acorde a sus palabras)—, no tengo el valor de enfrentarlo todavía. De fingir que
no me provoca una revolución en el cuerpo cuando se me acerca.
Con todo y eso, no puedo dejar de pensar que esto —el que Bruno me haya dejado en
claro su postura respecto a las relaciones sentimentales— es lo mejor que pudo
pasarme. En mi vida todo siempre ha sido caos. De alguna manera, los problemas me
reciben con los brazos abiertos. No quiero ni imaginarme el infierno que sería
vivir conmigo misma si hubiese dejado que esto creciera y me engullera viva. Si lo
que siento por él se hubiese alimentado lo suficiente como para hacerme una herida
de cicatriz permanente.
Mis ojos se cierran unos instantes, mientras trato de borrarme de la memoria ese
gesto aterrorizado que le vi esbozar en la cocina ayer por la noche y me siento
miserable. Como una completa estúpida porque he permitido que esto se me saliera de
las manos.
Trato de distraerme en el teléfono, pero, cuanto más tarde se hace más ansiosa me
siento. Ansiosa y... hambrienta. Pasan de las diez y el estómago me ruge porque
suelo desayunar a las nueve y media a más tardar; pero Bruno todavía no se va y no
quiero arriesgarme a topármelo de frente.
A eso de las diez y media estoy famélica, así que decido que me voy a escabullir
hasta la cocina a servirme un tazón de cereal para aguantar mientras se va y, luego
de bajar las escaleras con sumo cuidado, me dirijo a la cocina asegurándome de ser
silenciosa.
En el instante en el que pongo un pie en el umbral, un grito se construye en mi
garganta y quiero volver sobre mis pasos.
Bruno Ranieri está ahí, de espaldas a mí, trabajando en algo —aún no sé del todo en
qué. No alcanzo a ver—, y todo dentro de mí se revuelve con violencia.
Durante un nanosegundo, considero la posibilidad de escapar ahora que creo que no
me ha visto —sentido— todavía, pero su voz me detiene cuando dice:
—¿Con qué te gustan los omelettes?
Mis párpados se cierran con fuerza y quiero patalear de la frustración, pero
termino aclarándome la garganta para después cuadrar los hombros.
—No sabía que cocinabas —digo y me las arreglo para hacer mi camino hasta el
refrigerador para abrirlo sin motivo alguno.
Durante unos instantes, no dice nada.
El único sonido en la estancia es el del cuchillo cortando algo que suena firme,
como a verduras.
—Son huevos con queso y lo que sea que se te antoje ponerles dentro. —Se gira para
mirarme y yo hago como que busco algo en el interior de la nevera mientras se
encoge de hombros y esboza una sonrisa sesgada—. Creo que puedo manejar algo como
eso.
Tomo el contenedor de la leche y cierro el aparato antes de, mecánicamente,
rebuscar por un tazón y la caja del cereal.
Él no aparta los ojos de mí todo el tiempo y, luego de que me ve tomar una cuchara,
insiste:
—¿Qué le pones a los omelettes?
—Desayunaré cereal. Gracias. —Sueno como una completa hija de puta, así que, para
suavizarlo todo, añado—: No suelo desayunar mucho.
—Ni saludable, supongo —El comentario es mordaz, pero lo paso por alto.
Un suspiro se me escapa.
—Me gustan con jamón, pimiento y tomate. Quizás con un poco de tocino —mascullo,
mientras me acomodo la montura de los lentes con un movimiento discreto.
—Bien —él dice, asintiendo, al tiempo que se gira para echarme una mirada rápida—.
No tengo tocino, pero cuenta con el jamón.
Una pequeña sonrisa tira de las comisuras de mis labios.
—Gracias —digo, en voz baja y él, en silencio empieza a trabajar.
Eventualmente, guardo la leche, el cereal y todo lo que tomé de los compartimientos
de vuelta en su lugar antes de acomodarme sobre un banquillo alto de la isla para
verlo cocinar.
Viste unos shorts que le llegan arriba de las rodillas y nada más, así que me
deleito en silencio con las ondulaciones de sus músculos mientras se mueve. Me
maravillo un poco más cuando me acerca una taza con café y puedo verle el abdomen
firme y plano. El cabello revuelto por el sueño profundo y el gesto soñoliento con
el que me mira mientras lo hace, solo trae recuerdos a mi sistema. Del tipo de
recuerdos que es capaz de formarme un nudo en el vientre y obligarme a apretar las
piernas juntas.
Cuando el desayuno está listo, Bruno coloca dos platos sobre la isla y se sienta en
el banquillo junto al mío para darle un sorbo largo a su café. Sus ojos no me han
abandonado ni un segundo y, cuando hace un gesto en dirección al desayuno, casi
quiero preguntarle si le ha puesto algo a mi comida y está tratando de envenenarme.
Con todo y eso, me obligo a mantener mi gesto inexpresivo cuando engullo el primer
bocado. Está delicioso. Sé que hacer un par de huevos no tiene demasiada ciencia,
pero, de alguna manera, esto me sabe a gloria.
—Esto está delicioso —digo, sin poder contener la sonrisa satisfactoria que se
dibuja en mis labios. Él oculta su sonrisa detrás de la taza y se encoge de
hombros.
—Qué puedo decirte, Andrea Roldán —dice, arrogante—. Yo todo lo hago bien.
Le dedico una mirada irritada.
—No abuses —le digo, al tiempo que me echo otro poco de comida a la boca.
Él comienza a engullir el desayuno también y, al cabo de un rato, me atrevo a
preguntar:
—¿No fuiste a la oficina?
Él niega con la cabeza.
—No. Me dieron el resto de la semana. —Me dedica una mirada presumida y juguetona—.
Resulta que hago tan bien mi trabajo, que mi jefe me dijo que podía quedarme en
casa a haraganear si quería.
—Eso y que tu jefe es tu padre —refuto y él entorna los ojos en mi dirección.
—Qué desagradable eres a veces, Roldán.
—No tienes idea, Ranieri, de cuán lejos ha corrido tu lengua luego de habértela
mordido por ese comentario.
Una carcajada se le escapa y, sin poder hacer nada para detenerlo, una risita me
abandona a mí también.
Cuando las risas se terminan, siento los ojos de Bruno sobre mí y me obligo a
mantener mi atención en el plato frente a mí. De pronto, pese a que está todo
riquísimo, no puedo seguir probando bocado.
—Andrea, respecto a lo de ayer...
—Todavía no —lo corto de tajo, al tiempo que lo miro y esbozo una sonrisa
aterrorizada—. Es muy pronto.
Él me mira durante un largo momento.
—Puedo darte las salidas —dice, pese a lo que acabo de pedirle—. Los mimos. Los
besos. El sexo.
Silencio.
—¿Y la exclusividad?
—Andrea, no me gustan las ataduras.
—No puedes pedirme que me quede tranquila sabiendo que vas de cama en cama —digo,
con toda la contundencia que puedo imprimir en la voz.
—¿Qué le pasa a todo el mundo y su afán de insinuar que voy de cama en cama, como
si fuese un puto enfermo de mierda? —Sacude la cabeza en una negativa, al tiempo
que se pone de pie—. No follo todas las noches con una mujer diferente, Andrea. Y
si así lo hiciera, siempre tomo mis respectivas precauciones.
—Las condiciones de las relaciones que mantienes con otras mujeres francamente no
me interesan. —Es mi turno de ponerme de pie; yo, sin embargo, tengo un destino
fijo: cualquiera lejos de aquí. De él. De las imágenes que me pone en la cabeza—.
Lo único que trato de decir aquí es que, si tú y yo vamos a tener algo, por muy
casual que sea, o sin ataduras, o sin títulos, tiene que ser exclusivo, Bruno. No
voy a aceptarlo de ninguna otra manera.
No dice nada, solo me mira fijo durante unos largos segundos. Yo aprovecho esos
instantes para hacer mi camino fuera de la estancia, sintiéndome miserable y
agobiada en partes iguales.

***

No bajo de mi habitación improvisada hasta que escucho a Bruno encerrarse en el


estudio y no lleva ahí una buena media hora. Yo aprovecho ese momento para
escabullirme a la recámara principal para hablar por teléfono con el abogado. Al
entrar, me cercioro dos veces de haberle echado el pestillo a la puerta y, luego,
solo por seguridad, me introduzco en el vestidor y aseguro la puerta.
Tengo en teléfono contra la oreja y el corazón me late con fuerza mientras los
tonos de llamada me inundan. El licenciado Guzmán no responde y vuelvo a
intentarlo.
Esta vez, luego de tres timbrazos, me responde.
—¿Diga?
—Buenos días, licenciado Guzmán. Soy Andrea Roldán, su cliente —digo, con toda la
amabilidad y jovialidad que puedo imprimir, pese a las condiciones en las que se
dieron durante nuestro último encuentro.
—¡Señorita Roldán! ¡Claro! —Suena gustoso de oírme. Como si nuestra interacción
pasada no hubiese existido— ¿Cómo está? ¿En qué puedo ayudarla?
—Estoy muy bien, gracias. Espero que usted también esté bien.
—Ya sabe. Un poco de esto y aquello —dice, risueño y su buen humor, de alguna
manera, me pone de nervios—, pero no puedo quejarme.
—Me alegro —digo, pese a que quiero ir al grano y aprovecho que ha dejado de
parlotear para añadir—: Llamo para avisarle que mañana mismo le deposito un abono
de los honorarios que le debo. También quería aprovechar para preguntarle si ha
habido alguna novedad respecto a mi caso.
—Ninguna novedad, señorita Roldán. Todo ha quedado en lo mismo que antes. Ya sabe,
con el juicio congelado hasta nuevo aviso. Así que no se preocupe —dice, satisfecho
y, luego de unos segundos de silencio, se apresura a agregar—: ¡Oh! Y estoy
buscando pruebas que la absuelvan, señorita. Se lo aseguro. Vamos a librarla de
este predicamento.
Cierro los ojos con fuerza, al tiempo que pego la frente a la pared más cercana.
No le creo una sola palabra. Sé que no está buscando nada. Sé que no trata de
librarme de la cárcel. Este hombre lo único que hará será hundirme en una prisión
de máxima seguridad mientras me cobra meses y meses de honorarios.
Si tan solo tuviera los medios suficientes como para pagarle a un buen abogado.
Bruno es abogado. Me susurra la vocecilla en mi cabeza y me obligo a hacerla callar
tan pronto como aparece porque la sola idea de decirle a Bruno sobre todo esto me
mortifica en demasía.
—Muchas gracias, licenciado. —Me las arreglo para replicar, solo porque no tengo
ganas de volver a desgastarme con el mismo tema de siempre—. Llámeme si encuentra
algo de relevancia o si algo cambia respecto al estado del caso.
—Delo por hecho, señorita Roldán —me asegura y yo pongo los ojos en blanco
internamente.
—Gracias, licenciado —mascullo—. Estamos en contacto.
—Estamos en contacto, señorita.
Entonces, finaliza la llamada.
Un suspiro frustrado se me escapa de los labios y, sin procesarlo demasiado, me
siento en el suelo del vestuario. Tengo los ojos abnegados en lágrimas de rabia e
impotencia, pero no derramo ninguna.
Por milésima vez, me pregunto qué diablos fue lo que pasó. En qué punto del camino
tomé el giro incorrecto para que ahora las cosas estén así para mí. Sigo sin tener
la respuesta.
Empecé a trabajar en la Comercializadora Mendoza como contadora auxiliar a los
veinticuatro. Estaba llena de inexperiencia y sueños guajiros. Mi compromiso con
Arturo no tenía mucho de haber terminado y las cosas en casa de mis padres no
marchaban bien. Necesitaba espacio. Ese trabajo me lo dio. Me dio la oportunidad de
dejar depender de ellos económicamente y solventarme una vida por mi cuenta.
Y durante mucho tiempo estuve muy feliz. Cómoda. Me pude solventar el alquiler de
un bonito apartamento, en una zona decente; pude amueblarlo poco a poco y
convertirlo en mi guarida. Incluso —cuando me ascendieron—, pude darme el lujo de
viajar a la playa por primera vez en mi vida para la boda de Génesis.
Luego, vinieron las complicaciones. Las auditorías, las investigaciones, los
señalamientos, las acusaciones...
Al parecer, la Comercializadora había estado reportando gastos de empresas fantasma
a Hacienda, en el afán de deducir impuestos. Las empresas no existían, sin embargo,
se emitían facturas para la Comercializadora de decenas de ellas. Fueron acusados
de evasión de impuestos y fraude fiscal y, ahora mismo, están en juicio por ello.
Cuando la bomba estalló, por supuesto, los directivos de la empresa decidieron
buscar a un culpable. Acusar a alguien de abuso de confianza, robo y fraude para
ganar algo de tiempo antes de su juicio. Por supuesto, todos en el área contable
fuimos los primeros en ser señalados e investigados.
Sentí que el mundo se deshacía debajo de mis pies cuando me mandaron llamar de la
oficina de los directivos.
Lo recuerdo como si acabase de pasar. Como si, de alguna manera, se hubiese tallado
en mi subconsciente para torturarme el resto de mi existencia.
Dijeron que habían encontrado cosas en la computadora de mi espacio de trabajo.
Dijeron que era claro que había hecho todo el fraude para embolsarme el dinero de
las evasiones. Cantidades millonarias y ridículas que jamás en mi vida soñaría con
tener.
Dijeron que acababan de demandarme, que estaba despedida y que, además, afuera
estaba esperándome una patrulla para llevarme en calidad de detenida.
Después de eso, todo es un borrón inconexo de sensaciones e imágenes. Recuerdo el
pellizco constante de las esposas, el temblor incontrolable de mi cuerpo, las
lágrimas calientes en mis mejillas y la incredulidad de verme trepada en una
patrulla, esposada y a punto de ser procesada por algo que no hice.
No puedo evocar nada del momento de mi llegada a la delegación. Solo puedo traer
recuerdos de mí, sentada junto a una mujer en una celda oscura con hedor a orina,
en completo estado de shock.
Las cuarenta y ocho horas que pasé detenida son una laguna en mi memoria. Un
agujero que no soy capaz de llenar, pero en el cual fui capaz de llamar a Sergio y
pedirle que me consiguiera un buen abogado.
El resto es historia.
Solo una sucesión de eventos desencadenados por la demanda que la Comercializadora
Mendoza puso en mi contra.
El abogado —el primero que contraté— me explicó que había sido un movimiento
arriesgado por parte de la Comercializadora pero que al final resultó dándoles lo
que querían: congelar su propio juicio ante Hacienda. Además, al tener un chivo
expiatorio al cual sacrificar, su defensa podría conseguirles alguna reducción en
su condena llegado el momento de su juicio.
Al final del día, fui yo quien pagó los platos rotos. Quien fue sacrificada para el
beneficio de sabrá-Dios-quién.
Cuando cierro los ojos, un par de lágrimas se me escapan y me traen de vuelta al
aquí y al ahora. Al vestidor en el apartamento de mi mejor amiga. A la sensación
angustiante que me provoca pensar en los «y si». «¿Y si terminan condenándome por
algo que no hice?», «¿Y si no pruebo mi inocencia?», « ¿Y si paso de diez a veinte
años de mi vida encerrada en una prisión de máxima seguridad?».
Me tiemblan las manos. El llanto es incontrolable ahora y no puedo respirar. El
terror que me engarrota los músculos me impide moverme de donde me encuentro y,
durante unos minutos, me permito ser débil. Me permito sollozar en silencio, cual
niña aterrada, hasta que puedo moverme de nuevo.
Hasta que soy capaz de recomponerme para enjugarme las lágrimas y hacer mi camino
hasta la regadera, donde tomo una ducha con agua caliente y lloro un poco más.
Cuando salgo, me siento adormecida y aturdida, y no puedo dejar de pensar en el
caos en el que se ha convertido mi vida.
Quiero dejar de pensar. Quiero olvidarme de todo y dejar de torturarme a mí misma
con esto. Ya no puedo más. Estoy en el borde.
Un pensamiento arrebatado me llena la cabeza y las entrañas se me revuelven ante la
perspectiva.
Estás loca.
Abro el cajón de mi ropa interior —estoy envuelta en una toalla— y rebusco hasta
que lo encuentro.
Ni se te ocurra, Andrea.
Estiro el material oscuro y mi pulso se dispara en latidos irregulares. Nunca
llegué a usarlo. La guardaba para mi noche de bodas.
—Bueno —digo, en voz baja, para mí misma—, como parece que no nos casaremos
pronto...
Todo dentro de mí grita mientras me pongo la delicada prenda de encaje que apenas
me cubre los pechos y rebusco en el cajón hasta que encuentro las bragas diminutas,
el liguero y las medias hasta los muslos.
¿Qué carajos estás haciendo? Me grita el subconsciente, pero ya estoy enfundándome
en un vestido que, si lo acomodo de la manera adecuada, deja a la vista el lugar
exacto en el que las medias terminan y el liguero comienza.
Me miro en el espejo. El material entallado del vestido me hace sentir
escandalosamente desnuda, pero me las arreglo para enfundarme en mis zapatillas
negras más altas.
Esta no es la manera. Me reprime mi mente, pero empujo su vocecilla insidiosa hasta
que no puedo escucharla más y soy capaz de abandonar la habitación, ponerme los
lentes y encaminarme hacia el estudio en el que Bruno Ranieri se encuentra.

Capítulo 23

BRUNO

El correo electrónico de la secretaria de Armando Lomelí está tan repleto de


información que no sé ni siquiera por dónde empezar, y la verdad es que tampoco he
podido concentrarme como me gustaría porque no puedo dejar de pensar en Andrea.
Llegados a este punto, me siento frustrado e irritado. Me siento fuera de mí. Con
Andrea no soy capaz de reconocerme y eso no me gusta. Es peligroso.
Un suspiro se me escapa y me llevo el índice y el pulgar al hueso de la nariz para
presionarlo con firmeza.
Es inútil. No puedo concentrarme. Ni siquiera el trabajo urgente es capaz de
arrancarme a esa mujer del pensamiento y casi quiero estrangularme por ello.
Pienso en sus palabras. En lo que me pide y las emociones encontradas me invaden de
inmediato una vez más. No quiero una relación. Jamás he tenido una y no sé si está
en mí el tenerla. No quiero convertirme en mi madre; pero, sobre todo, no quiero
convertirme en mi papá.
En un hombre incapaz de mantener una promesa. Un patán capaz de mentir y lastimar a
todos a su alrededor solo porque no puede tomarse un matrimonio —o cualquier clase
de compromiso— en serio.
No quiero hacerle eso a ninguna mujer. Mucho menos si esa mujer es Andrea.
El chasquido que hace el cerrojo de la puerta al abrirse me trae de vuelta al aquí
y al ahora, y alzo la vista de golpe.
En ese momento, todo pensamiento coherente se fuga de mi cabeza.
Durante un segundo, creo que estoy alucinando. Que una de mis más recónditas
fantasías se ha materializado frente a mis ojos solo para torturarme; sin embargo,
cuando parpadeo un par de veces y veo que no se ha ido, un nudo de anticipación se
aprieta en mi estómago.
Mis ojos barren por la extensión del cuerpo de Andrea y el mío responde de
inmediato ante lo que ven.
El vestido negro que lleva puesto se aferra a sus caderas y su cintura, y termina
justo en el lugar en el que las medias largas que lleva puestas acaban. El cabello
húmedo le cae desordenado sobre los hombros y el sonrojo en sus mejillas le da un
aspecto inocente y provocador al mismo tiempo.
Me quedo quieto, abrumado, mientras ella avanza con lentitud en mi dirección.
Confusión y curiosidad me invaden en partes iguales y quiero preguntarle qué
carajos pretende. Por otra parte, quiero ver hasta dónde va a llevar este juego que
no entiendo, pero que hemos empezado a jugar ambos.
Decido, entonces, que soy curioso y me reclino en el respaldo de la silla en la que
me encuentro, mientras que me llevo una mano a la barbilla y arqueo una ceja en un
gesto arrogante.
Ella no vacila ni se detiene, así que empujo la silla hacia atrás con desgarbo
cuando rodea el escritorio para quedar de pie justo frente a mí.
Desde este ángulo, tengo que alzar la vista para encararla, pero, de alguna manera,
me las arreglo para lucir socarrón y descarado cuando, sin más, le sonrío.
El rubor en su rostro incrementa, pero, en lugar de titubear, se sienta sobre el
escritorio y se hecha hacia atrás. Acto seguido, se relame los labios en un gesto
nervioso y, entonces, sube una pierna y luego la otra.
En ese instante, me explota la cabeza.
Quiero abalanzarme sobre ella y besarla. Quiero arrancarle el vestido, las medias,
el liguero del que ahora tengo una vista maravillosa, y esas malditas bragas
delicadas que le cubren; sin embargo, me quedo quieto en mi lugar, con la mandíbula
apretada y la mirada fija en la preciosa imagen que tengo enfrente.
Tiene los ojos nublados por el deseo y los labios entreabiertos. Su pecho sube y
baja con su respiración dificultosa, y yo solo puedo pensar en las formas en las
que podría tocarla. En todas las maneras en las que podría...
Trago duro.
—Creí que no tenías polvos —digo, con la voz enronquecida por las emociones. Me
vendría de maravilla un trago ahora mismo.
—No los tengo —dice y le tiembla la voz—. Pero ahora mismo me vendría bien uno.
Algo salvaje ruge en mi interior.
—Ven aquí —pido, pero no me gusta cuán mandón me escucho. Ella, sin embargo, baja
del escritorio y avanza hasta sentarse a horcajadas sobre mí. Cuando lo hace, anclo
mis manos en sus caderas y la acerco un poco más, de modo que me aseguro de que
sienta la erección entre mis piernas.
Una de mis manos se eleva hasta su cintura y la acerco un poco más. Hasta que
nuestras narices se tocan y sus manos están sobre mi pecho.
Entonces, la miro a los ojos.
En silencio, ella se muerde el labio inferior sin apartar la vista de la mía.
—No voy a ser tu desfogue de tensión, Andrea —digo, al cabo de unos instantes, en
voz baja—. Si vas a estar conmigo, te quiero aquí, no tratando de olvidarte de no-
sé-qué.
—Estoy aquí, contigo —me asegura, en un susurro y sin aliento—. Y quiero esto de
nuevo. Sin ataduras. Solo esta vez.
—Vas a volverme loco —digo, pero, de todos modos la beso.
El contacto es feroz y urgente, pero me llena el cuerpo de un alivio que no sabía
que necesitaba. Un suspiro tembloroso se le escapa cuando le beso el cuello y hundo
la cara en el hueco entre sus pechos.
Huele a perfume de frutas y jabón y sabe a la cosa más dulce que he probado jamás.
Sus dedos se crispan en la remera que me puse antes de encerrarme en el despacho y
los míos se deslizan por debajo del material del vestido, levantándoselo hasta la
cintura para después terminar sacándoselo por la cabeza.
La delicada prenda que le cubre los pechos solo hace que la urgencia de deslizarme
en su interior me haga apretar los dientes. Ella me saca la playera por encima de
la cabeza y se inclina para besarme el cuello y las clavículas. Yo aprovecho ese
momento para aferrar mis dedos a sus caderas y mover las mías solo para que sienta
lo que me hace.
Un beso urgente es arrebatado de mis labios cuando sus manos se deslizan hasta mi
erección y me frotan por encima de los shorts que me visten.
Todo es tan intenso en este momento, que no puedo pensar.
Un gruñido se me escapa, pero ni siquiera me da oportunidad de reaccionar, cuando
introduce sus manos para acariciarme. Un grito ahogado se le escapa cuando se da
cuenta de que no llevo ropa interior y una risa me abandona contra sus labios.
Ella ríe también antes de envolver sus dedos a mi alrededor y empezar a
acariciarme.
La forma en la que está llevando el mando de la situación me tiene al vilo de las
expectativas, pero de todos modos me toma con la guardia completamente abajo cuando
se desliza fuera de la silla, y tira del shorts hasta deshacerse de él y se
arrodilla delante de mí.
Luego... Nada.
El miedo en su mirada y la forma en la que vacila cuando se percata de la situación
en la que se ha metido me hace querer reconfortarla. Mis labios se abren para decir
algo, cuando me toma los dedos con torpeza. Todo su lenguaje corporal me habla
sobre su inexperiencia y me siento como un imbécil por no hacer nada para
remediarlo. Quiero hacerla sentir cómoda de hacer lo que le plazca y de evitar todo
aquello que la haga sentir mortificada.
Me inclino hacia adelante y le acaricio la mejilla con suavidad.
—No tienes que hacerlo —digo, sin aliento.
Ella se moja los labios, ansiosa.
—Lo sé —dice y, entonces, cierra sus labios a mi alrededor.
Un gruñido ronco y profundo se me escapa mientras mi cabeza se echa hacia atrás.
El nudo de vértigo que tengo en el vientre es casi tan intenso como la oleada de
placer abrasador que me provocan las caricias de su lengua.
Vuelvo a mirarla y le acaricio la mejilla cuando noto el suave gesto de
concentración que esboza.
Cuando abre los ojos y me ve, le sonrío.
—Lento —pido, con suavidad para hacerla sentir cómoda—. Me gusta lento.
Y así lo hace. Lento, pausado y apenas me permite pensar. Apenas me permite mirar
cómo va relajándose y tomando confianza en lo que hace.
Un sonido involuntario se me escapa cuando hace algo abrumador con su lengua y
tengo que hacerla detener porque es demasiado. Porque no quiero correrme todavía.
No sin haberla hecho olvidarse de lo que sea que la haya hecho buscarme en un
momento desesperado.
Ella luce confundida, pero no le doy oportunidad de preguntar nada cuando, con un
movimiento firme pero suave, la hago incorporarse y la levanto del suelo,
obligándola a envolver sus piernas alrededor de mis caderas.
Luego, cuando la deposito sobre el escritorio, me arrodillo y empujo el material
delgado de las bragas que lleva puestas hacia a un lado. Acto seguido, exploro
entre sus pliegues con mi mano libre y, entonces, cierro los labios sobre su
centro.
El suspiro entrecortado que escapa de su garganta es como música para mis oídos y
la beso. La beso hasta que dulces sonidos rotos se le escapan de la garganta. Hasta
que se remueve con fuerza y tengo que sostenerla ahí para mí.
Entonces, cuando un grito particularmente escandaloso se le escapa, introduzco uno
de mis dedos en su interior. Los espasmos de su orgasmo me aprietan las
articulaciones, pero no me detengo de bombear en su interior. De presionar el
pulgar contra su clítoris solo para escucharla murmurar mi nombre entre jadeos una
vez más.
—¡Ah! ¡Bruno! —gimotea, cuando cambio el ritmo de mi caricia e introduzco otro dedo
en su interior.
—¿Así te gusta, preciosa? —digo, al tiempo que me pongo de pie solo porque ella se
ha incorporado y muero por besarla.
Ella envuelve sus brazos alrededor de mi cuello cuando me acerco y me besa con
fiereza mientras la acaricio con más intensidad que antes.
—¡B-Bruno! —medio grita y, entonces, todo su cuerpo entra en tensión absoluta antes
de comenzar a temblar. Los espasmos de su orgasmo solo hacen que todo dentro de mí
ruja de ansias y de deseo.
—Andrea, necesito...
—Yo también —me corta de tajo, con la voz entrecortada.
—Necesitamos un condón —digo.
Ella asiente, aún aferrando los dedos a mi muñeca para evitar que siga moviendo la
mano.
—Ahora regreso —mascullo y, entonces, le regalo un beso suave y me encamino hasta
la habitación.

Cuando vuelvo al estudio con el condón entre los dedos, Andrea sigue arriba del
escritorio. Esta vez, sin embargo, se ha girado, de modo que, al entrar, puedo
verla directo a la cara.
Luce como un espejismo. Como una imagen sacada desde lo más recóndito de mi
subconsciente y no quiero que este momento acabe nunca. Quiero mirarla así:
expuesta, vulnerable y caliente por mí. Para mí. Vestida con esa lencería
provocativa o en sus shorts de arcoíris; en realidad, me importa una mierda. Lo
único que quiero es ver esa expresión en su rostro. Ese deseo en su mirada. Esos
labios entreabiertos pidiéndome a gritos que los bese.
—Eres hermosa. —Las palabras se me escapan de los labios casi por voluntad propia y
algo dulce —y aterrador— se dibuja en su mirada.
—Ven aquí —pide y, pese a que quiero obedecer gustoso, sacudo la cabeza en una
negativa suave.
—Quiero verte —digo, porque es cierto—. Me encanta verte.
El rubor en sus mejillas es claro ahora y luce tan jodidamente encantadora, que
solo puedo pensar en acortar la distancia que nos separa para besarla.
—Tócate. —Es una petición, pero suena a orden y reprimo una mueca de disgusto hacia
mí mismo.
El color de su rostro es tan intenso ahora, que reprimo una sonrisa.
Tan inocente...
—¿A-Ahora?
—Mañana, si quieres —bromeo y ella me dedica una mirada cargada de irritación.
Entonces, doy un paso en su dirección y envuelvo mis dedos alrededor de mi polla
para decir—: ¿Ayuda si me toco yo también?
Su mirada cae sobre mis movimientos y noto como sus ojos se llenan de una emoción
que me provoca querer abalanzarme a besarla.
Entonces, clava sus ojos en los míos. El desafío en mi mirada solo hace que baje
del escritorio con lentitud, deslice fuera de su cuerpo las bragas de encaje y suba
de nuevo para abrirse de piernas delante de mí.
Es en ese momento, que el pánico centellea en sus ojos. Pese a eso, y sin apartar
la mirada, se lleva una mano hacia los pliegues entre sus piernas con mucha
vacilación. Una vez ahí, congela sus movimientos y cierra los ojos con fuerza.
La vergüenza en su expresión me hace querer acortar la distancia que nos separa
para aliviarla; pero, en su lugar, susurro:
—Vamos, Andy. Enséñame cómo te gusta.
Un suspiro entrecortado la abandona.
—¿N-No vas a burlarte de mí? —inquiere y, de pronto, un ardor incómodo e intenso me
invade el cuerpo.
Ira cruda y profunda me anuda el estómago y quiero asesinar a golpes al cabeza de
esperma que se burló de ella en un momento de intimidad. A pesar de eso, me obligo
a tragarme el enojo para decir:
—Jamás, preciosa.
En ese momento, sus ojos se abren y me miran. El corazón se me estruja con una
emoción intensa y abrumadora. Acto seguido, busca entre sus pliegues. En el
instante en el que echa la cabeza hacia atrás, la mía estalla en fragmentos
diminutos.
El cabello le cae desordenado sobre los hombros y su cuerpo entero reacciona ante
lo que ella misma se hace, y solo puedo pensar en lo preciosa que es. En lo
caliente que me pone y en las ganas que tengo de sentir su calor acogiéndome
entero.
Me acerco a ella con lentitud, al tiempo que abro el paquetito del condón para
ponérmelo. Cuando termino con la tarea, me acerco al borde del escritorio, donde se
encuentra instalada.
La respiración entrecortada provocada por el placer tan intenso que se provoca solo
me hace querer besarla, y así lo hago. La beso largo y tendido mientras absorbo de
su boca todos los gemidos suaves que se le escapan.
—Si no te hago mía en este momento, Andrea, voy a perder la maldita cabeza —susurro
contra su boca.
—Hazme el amor, Bruno —suplica y tengo que apartarme para verla a los ojos.
No parece haberse dado cuenta de las palabras que acaba de utilizar. No parece
haberse dado cuenta de que me ha pedido algo que nunca le he hecho a nadie y que,
con todas mis fuerzas, quiero hacérselo a ella.
—Tus deseos son órdenes, princesa —digo, con la voz enronquecida y, entonces, me
coloco en su entrada.
Ella me pone una mano en el estómago anticipándose a la intrusión y yo la acaricio
primero para ayudarla a relajarse.
Cuando siento cómo sus piernas se languidecen al contacto con mis caricias, la beso
de nuevo.
Sus manos están en mi mandíbula mientras su lengua y la mía se encuentran en un
beso arrebatado y, sin poder contenerme más, me hundo en ella.
El jadeo que escapa de su boca me hace apretar los dientes un segundo antes de
soltar una disculpa por ser tan bruto.
Andrea ha envuelto sus brazos alrededor de mi cuello y ha hundido la cara en el
hueco entre mi mandíbula y su brazo. Sus piernas están envueltas alrededor de mis
caderas y suelto una palabrota solo porque no puedo creer cuán apretada se siente.
—Déjame besarte, preciosa —murmuro contra su oreja y su respuesta es un balbuceo
incoherente. Al notar que no se mueve, insisto—: Andy, quiero besarte.
Ella lloriquea algo antes de, finalmente, alzar la cara para permitirme entrada
libre a sus labios.
Esta vez, cuando la beso, lo hago lento. Pausado. Dulce...
Cuando siento cómo la tensión de sus brazos disminuye, escurro una mano entre
nuestros cuerpos hasta que puedo acariciar el botón suave entre sus pliegues.
Un gemido roto se le escapa cuando el ritmo de mi caricia incrementa y es entonces
cuando empiezo a moverme lento en su interior.
Un gruñido ronco brota de mi garganta cuando el calor de su cuerpo y lo estrecha
que está hacen que las sensaciones sean abrumadoras y cambio el ángulo de nuestro
encuentro solo porque necesito que ella sienta todo eso que me provoca. Que se dé
cuenta de que jamás me había sentido así con nadie.
Ella rompe nuestro beso para hundir el rostro en el hueco entre mi hombro y mi
cuello y soltar un lloriqueo roto e ininteligible.
Envuelvo un brazo alrededor de su cintura y pego nuestros cuerpos aún más.
—Eres tan hermosa... —susurro contra su oreja y sus labios se cierran en la piel de
mi hombro—. Tan dulce... —Presiono su clítoris con el pulgar, al tiempo que
incremento la velocidad de mis envites y un grito suave se le escapa—. Tan
encantadora...
Sus brazos se aferran a mí, sus piernas se cierran con violencia alrededor de mis
caderas y un gruñido se me escapa de los labios cuando detengo mis movimientos, la
levanto del escritorio y guío nuestro camino —conmigo aún dentro de ella— hasta la
silla de trabajo.
Andrea se acomoda en su lugar cuando me dejo caer sobre el asiento y, cuando
empieza a moverse, me deshago del diminuto sujetador que lleva puesto para luego
hundir el rostro en la piel blanda de sus pechos.
De pronto, somos besos, caricias, suspiros rotos y resuellos suaves. Somos
sensaciones y terminaciones nerviosas.
La sensación previa al orgasmo dentro del vientre hace que cambie el ángulo en el
que nos encontramos y, cuando gime con fuerza, decido que todavía no quiero que
esto termine. Así pues, me detengo de golpe y ella suelta un sonido quejumbroso.
No le doy tiempo de hacer nada, solo, con suavidad, la aparto para ponerme de pie y
guiarla hasta el escritorio, donde la hago poner las manos para colocarme a sus
espaldas.
Mis brazos se envuelven a su alrededor para incorporarla un poco más y le acaricio
esos preciosos pechos que tiene antes de sostenerla con suavidad por el cuello
mientras le beso el lóbulo de la oreja.
Una de sus manos está sobre la mía —esa que tengo sobre su cuello con suavidad— y
con la otra se sostiene con las puntas de los dedos sobre el escritorio.
Yo escurro una mano entre nuestros cuerpos y me coloco en su entrada. Esta vez,
cuando la penetro, lo hago con mucha lentitud; tanta, que puedo sentir cómo sus
piernas se ablandan ante mi intrusión. En ese momento, envuelvo el brazo alrededor
de su cintura y la sostengo ahí antes de empezar a moverme una vez más.
—No tienes idea de lo increíble que te sientes —digo contra su oreja y ella echa la
cabeza hacia atrás al tiempo que deja escapar un gemido tembloroso—. No tienes idea
de cuántas ganas tenía de volver a tenerte así, entre mis brazos. —Beso su hombro,
al tiempo que le pellizco un pezón con delicadeza.
—B-Bruno... —suspira, al tiempo que deslizo mi mano sobre su vientre hasta
introducirla entre sus piernas para buscar su punto más sensible.
—¿Así, preciosa?
—¡S-Sí!
Un gruñido de aprobación se me escapa, al tiempo que incremento el ritmo de mis
empujes.
El nudo que le precede al orgasmo me atenaza las entrañas.
—¡B-Bruno! ¡Bruno! ¡Ah! ¡Bruno!
—Vamos, Andy... —digo, entre dientes, al tiempo que froto mis dedos contra su
clítoris con más ímpetu que antes.
Un grito roto se le escapa y mis movimientos son cada vez más frenéticos. Voy a
correrme. Voy a correrme ahora mismo y Andrea todavía no ha...
Todo su cuerpo se tensa debajo de mí con violencia y un grito particularmente
ruidoso se le escapa en el instante en el que mi propio orgasmo me hace perder
consciencia de lo que ocurre a mi alrededor.

Cuando salgo de ella —aún con la respiración dificultosa y el pulso acelerado—,


beso su hombro y su cuello. Ella, en respuesta, gira la cara para besarme y así lo
hace. Me besa largo y tendido, como si supiera que no voy a ir a ningún lado ahora
mismo. Como si fuese consciente del hechizo que sus besos ponen en mí.
La hago girar sobre su eje sin romper el contacto y acuno su rostro entre mis manos
un segundo antes de unir su frente a la mía.
—Puedo con la exclusividad —digo, y me sorprendo a mí mismo de lo tranquilo y
sincero que sueno—, siempre y cuando no nos pongas una etiqueta, Andrea. No quiero
una atadura. Esto tiene que ser hasta que sea cómodo para ambos. Hasta que dejemos
de estar conformes con los límites.
—Con exclusividad te refieres a... —Ella me mira, inquisitiva, y casi pongo los
ojos en blanco por lo absurdo que es tener que aclararle mi concepto
de exclusividad.
—Ninguna otra mujer que no seas tú. Bajo ninguna circunstancia mientras esto siga
en pie, por ningún motivo —digo—. No, sin dar por terminado esto por adelantado o
haciéndote saber que para mí ha dejado de ser un compromiso exclusivo con
anticipación.
Me mira, dudosa.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué quieres esto conmigo? —pregunta, en un susurro tembloroso. Asustado.
—Porque me vuelves loco. —Me sorprenden mis propias palabras, pero me obligo a
mantener mi gesto inescrutable.
—Puedo besarte cuando quiera. —No es una pregunta, así que sonrío y asiento en
acuerdo.
—Cuando te plazca, Andrea Roldán.
—Puedo espiarte mientras nadas en la piscina. —Entorna los ojos en mi dirección e
imito el gesto al tiempo que hago un ademán pensativo.
—Preferiría que nadaras conmigo. —Le guiño un ojo—. Ya sabes. Desnudos.
—Olvídalo. No quiero ver mi culo en todo Facebook en algún video viral o algo por
el estilo.
Una carcajada genuina se me escapa de la garganta y sacudo la cabeza en una
negativa.
—¿Y si lo hacemos contra el ventanal de la sala?
—No has entendido el punto, ¿no es así?
—Los vidrios de los ventanales son anti-reflejantes —replico—. Desde el afuera, no
se ve una mierda hacia adentro. Es como si fuera un espejo.
—No vas a convencerme, Bruno Ranieri —sentencia y otra carcajada se me escapa.
—Entonces, déjame hacértelo frente a los espejos del gimnasio —susurro, al tiempo
que me acerco hasta que nuestros labios se rozan—. Para que veas lo hermosa que
eres.
El rubor se apodera de sus mejillas de inmediato.
—Te encanta ser el centro de atención, ¿no es cierto? —dice, pese a que se nota que
mi comentario previo la ha descolocado.
—Soy un hombre muy visual —admito, al tiempo que tiro un poco de una de las tiras
delgadas del liguero—. Este tipo de cosas me vuelven loco. Así que: sí. La
posibilidad de verte tener un orgasmo en una habitación llena de espejos, me pone
como no tienes una idea.
Su rostro es de un carmesí encantador, pero no aparta sus ojos de los míos.
—¿Qué pasa, Liendre? —me mofo y, por primera vez, no me incomoda que el apodo suene
cariñoso—. ¿Te comió la lengua el gato?
—La idea de verme en los espejos me... —sacude la cabeza, en un gesto mortificado—.
Siento que me haría ser híper consciente de mí. De mi cuerpo. De mis inseguridades.
Sonrío porque no puedo creer que no pueda ver lo preciosa que está. Lo sexy que es
y lo encantadora que es sin proponérselo.
De todos modos, decido que ya tendré tiempo para hacérselo saber y, con una sonrisa
descarada, digo:
—Si aceptas ir conmigo, cariño, te aseguro que me encargaré de hacer que te olvides
de los malditos espejos.
Ella esboza una sonrisa tímida. Expectante.
Hermosa.
—De acuerdo —asiente, en voz tan baja, que apenas puedo escucharla. Una sonrisa
tira de las comisuras de mis labios y la tomo de la mano para besarle el dorso.
Entonces, tiro de ella en dirección a la salida del despacho.

Capítulo 24

ANDREA

Las puertas del elevador se abren justo cuando Bruno termina de acomodarse el
cinturón en su lugar. Una ligera sonrisa tira de las comisuras de mis labios
mientras trato, con respiraciones profundas, de detener el latir desbocado de mi
corazón.
Don Tomás —el intendente del edificio— y José Luis se encuentran ahí, de pie frente
a nosotros y, durante unos segundos, el silencio es tenso. Entonces, Bruno, con ese
tono aburrido que suele utilizar y que me saca de quicio, dice:
—Discúlpennos. La señorita no tiene autocontrol y presionó el botón de emergencia
del ascensor.
De inmediato, disparo una mirada hostil en su dirección y farfullo una protesta
mientras, con una sonrisita boba, Bruno me pone una mano en parte baja de la
espalda y guía mi camino fuera del ascensor.
Mientras avanzamos, siento cómo la ropa interior mal acomodada debajo de los
vaqueros se enrosca un poco más y aprieto los dientes, al tiempo que una nueva
clase de vergüenza me embarga.
—¿Qué ocurre? —Bruno inquiere, curioso, mientras llegamos al estacionamiento, al
espacio donde se encuentra aparcado su coche. Es en ese momento que me percato de
la sonrisa que tira de las comisuras de los labios.
—Pensaba en que... —me relamo los labios—, la próxima vez me pongo una falda.
Una risotada se le escapa mientras me abre la puerta del copiloto.
—Eso podría ayudar —dice.
Cuando se instala en el asiento a mi lado y enciende el auto, mi teléfono se
conecta en automático al Bluetooth. Un gemido quejumbroso sale de sus labios en el
instante en el que hago un bailecillo ridículo y busco en mi teléfono por una
canción.
There's Nothing Holding Me Back de Shawn Mendes inunda los auriculares del vehículo
y, de pronto, me encuentro cantando de manera desafinada las bonitas florituras que
él entona.
Bruno conduce en silencio, como ha hecho todos los días desde hace una semana.
Una mirada de soslayo me permite ver el ángulo obtuso de su mandíbula recién
afeitada y, sin más, recuerdos de hace apenas unos minutos me embargan por
completo.
Un escalofrío me recorre entera cuando, de pronto, me veo ahí, en el elevador,
accediendo a sus caricias urgentes. Al reto implícito que dejé flotando en el
desayuno. Ese en el que él se jactaba de poder hacerme perder la cabeza en unos
minutos y yo decía dudarlo en demasía.
Estaba equivocada.
De alguna manera, Bruno Ranieri se las arregló para, en cuestión de diez minutos,
convencerme de tener sexo en el ascensor del complejo habitacional y, no conforme
con eso, se las arregló para conseguir eso mismo que prometió que haría.
Mi vientre se atenaza cuando el recuerdo de sentirlo hundirse en mí para luego
presionar el botón de emergencia y detener el ascensor de golpe me embarga.
—Sigo preguntándome cómo es que siempre llevas un preservativo contigo. —No quiero
que suene a reclamo, pero lo hace.
Él se detiene en un semáforo. Una sonrisa ladeada tira de una de sus comisuras.
—Lo hago desde que me di cuenta de lo incómodo que es tener que dejarte sola en
donde sea que nos encontremos solo para ir por uno a la alcoba. —Se encoge de
hombros y me guiña un ojo antes de añadir—: Además, tenía que estar preparado por
si te convencía.
—Eres un idiota —mascullo y siento cómo el rubor se instala de nuevo en mi rostro,
pero no dejo de sonreír.
—Uno muy práctico, si me permites agregar.
Mi sonrisa se ensancha y rebusco en mi teléfono por otra canción para poner.
—Es tiempo de algo de Jimi Hendrix —dice, cuando me ve husmear entre mi repertorio.
—No hay nada de Jimi Hendrix en mi teléfono. —Me excuso, mientras lo miro con
fingida tristeza.
—Pues debería —él refuta y, de soslayo, soy capaz de verle sonreír cuando hago un
mohín. Entonces, pone a andar el coche una vez más.

Desde hace una semana que Bruno Ranieri y yo tenemos algo.


Aún no sé exactamente cómo llamarlo, porque él no quiere etiquetarnos y a mí, con
franqueza, me asusta la posibilidad de ponerle un nombre. Este hombre le hace tanto
a mi sistema, que me aterra perderme en ello. En lo que eso —ponerle un título—
significaría para mí.
Pese a todo, nuestra convivencia no ha dejado de llenarme de las sensaciones más
aterradoras —y maravillosas—. Todos los días desde que comenzamos con esto me ha
llevado al trabajo. Todos los días hemos compartido el café en la mañana y la cama
por las noches. Compartimos, también, charlas de madrugada, de esas que se tienen a
susurros pese a que no hay nadie dormido en toda la casa; y confesiones. Del tipo
que se hacen bajo el cobijo dela oscuridad total, con el corazón entre los dedos y
brazos cálidos rodeándose entre sí para apaciguar los recuerdos tortuosos.
He conocido una faceta de Bruno que no sabía que podía existir y ahora no puedo
dejar de pensar en él como ese hombre suave y atento que es mientras me sostiene
contra su pecho por las noches y me acaricia el cabello de manera descuidada. Ese
que pasa el día con el entrecejo fruncido, pero que es capaz de arrancarme los
suspiros más dulces.

Nos acercamos a nuestro destino, así que una nueva tenaza me estruja el estómago.
Esta, sin embargo, es distinta a la anterior y es provocada por otra cosa. Una más
sencilla y complicada a la vez.
Vamos. No pasa nada. Él dijo que podía con ello.
Tomo una inspiración profunda y Bruno encausa el coche hacia la lateral que sale al
estacionamiento del Walmart en el que trabajo.
¡Solo dilo, Andrea!
Me aclaro la garganta, pero los nervios apenas me dejan respirar.
No sé por qué me siento así. No sé por qué diablos no soy capaz de pedirle a Bruno
Ranieri que salgamos cuando él dijo que podía con ello. Cuando fue él quien accedió
a todas mis demandas.
De todos modos, la posibilidad de que diga que no... o, peor aún, que diga que sí
solo por compromiso, me pone a temblar de la ansiedad.
Tomo una inspiración profunda y trago duro.
—¿Hacemos algo en la noche?
Las palabras suenan ligeras, pero todo mi cuerpo está en total alerta. Él guarda
silencio unos segundos.
—Hoy tengo algo que hacer, pero estoy libre todo el fin de semana. —Me regala una
mirada y un guiño rápido que me calienta el pecho con una sensación dulce.
—El fin de semana está bien. —Asiento y, pese a que quiero preguntar qué es eso que
tiene qué hacer, me obligo a mantener la lengua quieta.
Me repito una y otra vez que no soy nadie a quien tenga que rendirle cuentas de
nada, y, con ese pensamiento en la cabeza, me mantengo serena el resto del
trayecto.
Luego de que se marcha —una vez que me ha dejado en el trabajo—, mi teléfono vibra
en el bolsillo de mis vaqueros y, al tiempo que me encamino hacia el interior del
establecimiento, leo el mensaje de Génesis.
No le he dicho nada acerca de lo que tengo con Bruno. De hecho, no le he dicho a
absolutamente nadie. Solo Karla sabe un poco al respecto y tampoco ha sido mucho.
No sé cómo explicarle a la gente que, con nosotros, por el momento, las cosas son
de esta manera. Que, de alguna forma, para mí también es cómodo no tener qué
agobiarme por preguntarme qué siento y qué no siento por Bruno Ranieri.
Tenemos algo y, por ahora, eso es todo lo que necesito.

Mi día pasa entre mensajes de texto esporádicos, sonrisas bobas y buen humor.
Eventualmente, en el almuerzo, Bruno me llama para decirme que me enviará un Uber
para que me lleve a casa al salir del trabajo, pero, luego de cinco minutos de
acalorada discusión, logro hacer que desista de la absurda idea. Le aseguro que
saldré temprano y no hay necesidad alguna de ello y, luego de otros minutos de
conversación boba, colgamos.
—Veo que las cosas con tu amigo con derecho van bien —Karla se mofa, pero el tono
juguetón y dulce que usa le quita la malicia al título que nos ha puesto.
—No es mi amigo con derecho —mascullo.
—Pero tampoco es tu novio.
Hago una mueca.
—Es que si lo dices de esa manera, suena terrible —me quejo, para luego suspirar—.
Además, puede que me guste un poco todo esto de no ponerle nombre a lo que siento,
¿sabes? Es más fácil de sobrellevar.
—Eres una cobarde de mierda —suelta, con una sonrisa burlona en los labios y yo le
dedico una mirada hostil.
—No es cobardía, es solo que... —Hago una pausa larga, pero termino soltando un
suspiro cansado—: Bueno... Quizás sí soy una cobarde de mierda.
—Andrea, el tipo te llamó para preguntarte a qué hora te mandaba un Uber solo
porque no va a poder pasar él mismo a recogerte. —Sacude la cabeza en una negativa
—. Si eso no es interés, entonces no sé qué es.
—¿Amabilidad, tal vez?
—Amabilidad, mi culo —me corta—. Ningún hombre, por muy buena que seas en la cama,
va a preocuparse tanto como lo hace él contigo sin un interés sentimental de por
medio. Al tipo le gustas. Y no hablo solo del aspecto físico; sino en un plano
emocional.
—Y a mí me gusta él, pero ese no es el punto.
—¿Cuál es, entonces?
—Que no importa cuánto nos gustemos. Él de todos modos sigue sin querer una
relación.
Ella suspira.
—Sigo creyendo que se complican demasiado. Ya hacen cosas que hacen los novios. Van
a salir el fin de semana. ¿Por qué diablos no le ponen un título y se acabó?
Cierro los ojos.
—No quiero forzar las cosas entre nosotros. Antes de presionarlo, me gustaría
esperar un poco. Ver cómo se van dando las cosas.
Ella guarda silencio y me dedica una mirada larga. Entonces, suspira.
—Haz lo que te haga sentir cómoda —dice, finalmente—. Si esta es la forma en la que
quieres llevar las cosas, adelante. Solo... sé clara con él. Siempre. Ahora estás
bien con todo esto, pero, si llegas a no estarlo, debes decirlo. Sé clara, ¿vale?
Asiento.
—Gracias, Karla —digo, porque de verdad agradezco que siempre está dispuesta a
escucharme.
—No hay nada qué agradecer, boba. —Me guiña un ojo y, acto seguido, continuamos con
nuestros alimentos ahí, sentadas en el diminuto comedor del área de empleados del
establecimiento.

Al terminar la jornada, voy directamente hasta la fiscalía para firmar mi estadía


en el estado una vez más y, luego, me encamino hacia el pent-house.
La caminata desde la parada del autobús hasta el complejo habitacional me sabe
corta y ligera cuando Martin Garrix me invade los sentidos con su música
electrónica a través de los auriculares de mi teléfono.
El sol apenas está cayendo cuando por fin estoy en la puerta principal del edificio
y, cuando paso la tarjeta de acceso, me quito un audífono para saludar a José Luis.
Es en ese momento, que la mirada del hombre y la de una mujer a la que no había
visto hasta ahora, se posan en mí.
La familiaridad que me golpea cuando la veo es indescriptible, pero no logro
recordar dónde la he visto antes.
—¡Señorita, Roldán! —José Luis luce aliviado cuando hace un gesto para pedirme que
me detenga. La confusión que me embarga es inmediata—. ¡Qué bueno que la encuentro!
Doy un par de pasos dubitativos, sin apartar la vista de la mujer que me mira con
fijeza desde el mostrador de la recepción.
—La señora Márquez —José Luis la señala—, está buscando al joven Bruno. Le
comentaba que estuve comunicándome con él al teléfono del pent-house, pero que
parecía no haber nadie. —En ese momento, se dirige a la mujer en cuestión—: La
señorita Roldán es la... —me mira, inquisitivo—, compañera de departamento del
joven Ranieri. Quizás ella pueda recibir su mensaje o mantener una comunicación más
directa con él.
Los ojos de la mujer me estudian de arriba a abajo un segundo antes de regalarme
una sonrisa suave.
Es en ese momento, que las piezas embonan en mi cerebro; que el recuerdo se vuelve
tan real, que me taladra las sienes.
Es ella. La mujer que vi subirse a un coche de alquiler con Bruno y, viéndola ahora
de cerca, no puedo dejar de pensar en lo impresionante que es. En lo madura que
luce y en lo guapa que me parece.
—¡Oh, no! ¡No hace falta, de verdad! —Hace un gesto desdeñoso con una mano, para
restarle importancia al asunto—. Lo que pasa es que íbamos a vernos dentro de un
rato, pero algo surgió y no podré atender a nuestro encuentro. Quise llamarle por
teléfono, pero no responde, así que, como pasaba por la zona, pues... —Se detiene
en seco y deja escapar el aire, para luego sonreír apenada—. Olvídenlo. Estoy
divagando. Le enviaré un mensaje. Con eso debe bastar.
Yo parpadeo unas cuantas veces, solo porque no soy capaz de ponerle orden a la
vorágine de sentimientos que me embarga; pero, al cabo de un largo momento, digo:
—De todos modos, Si Bruno llega a pasar por el apartamento antes de asistir a su
reunión, le haré saber que vino y que se le complicó ir a su cita.
No sé cómo le hago para sonar jovial y fresca, pero quiero darme un par de
palmaditas en la espalda a manera de felicitación.
—Oh, eres un encanto, pequeña —dice y me hace sentir tan incómoda, que toma todo de
mí mantener la sonrisa amable que tengo en el rostro—. Lo agradezco muchísimo. En
fin... —Suspira y luego, sonríe— Tengo que irme. Ha sido un placer...
—Andrea —digo, cuando me doy cuenta de que está esperando a que le diga mi nombre.
—Andrea —Su sonrisa se ensancha y extiende su mano en mi dirección—. Soy Rebeca.
Esta vez, mi sonrisa flaquea un poco.
—Un gusto —me obligo a responder y, entonces, la veo encaminarse hasta la salida
del lugar.
El trayecto en el elevador me sabe eterno e insuficiente al mismo tiempo. Un
centenar de emociones colisionan entre sí en mi interior y quiero llorar. Quiero
gritar. Quiero llamar a Bruno y exigir una explicación porque él dijo que esto era
exclusivo. Que era solo nuestro... Y, aún así iba a verse con esa mujer esta noche.
El aliento me falta, las lágrimas me pican en los ojos y trato, desesperadamente,
de mantenerlas dentro de mi sistema. No quiero sacar conjeturas antes de tiempo,
pero me es imposible. Bruno jamás mencionó que la vería. Solo dijo que tenía algo
qué hacer.
Mis ojos se cierran con fuerza y suelto una palabrota antes de introducirme en la
ducha y abrir la regadera. El agua caliente pronto me golpea la espalda y el llanto
ahora sí es inevitable. Una sensación de doloroso malestar me invade el pecho y no
sé qué hacer para deshacerme de ella.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que me digne a salir a la alcoba y me encierre en
el vestidor para ponerme algo cómodo. Quiero acurrucarme en la cama, pero no quiero
que Bruno me encuentre aquí, en la habitación en la que él duerme. Así pues, con
todo y que sé que no hay nada más cómodo en esta casa que ese mullido colchón, me
encamino hacia la salida.
El sofá-cama del teatro en casa me recibe con los brazos abiertos y, pese a que
todavía tengo ganas de llorar, no lo hago. Me obligo a cerrar los ojos y bloquear
toda clase de pensamiento. Me obligo a empujar lo que acaba de pasar en un rincón
en lo más profundo de mi cabeza porque, por ahora, no puedo lidiar con ello.

***

El sonido del teléfono del pent-house me despierta de golpe, pero tardo unos
cuantos segundos en espabilar lo suficiente como para incorporarme en una posición
sentada. Durante unos instantes, me siento desorientada; pero, al cabo de unos
segundos, logro reconocer el lugar como el teatro en casa. Hacía tantos días que no
despertaba en este lugar, que se siente extraño hacerlo ahora.
... Y, además, me duele la espalda.
Un quejido se me escapa de los labios cuando me estiro para liberar la tensión que
me anuda los músculos, y el rumor de una voz ronca y familiar hace que agudice el
oído.
Bruno.
El mero pensamiento hace que el estómago me dé una voltereta de los nervios y
aprieto los dientes porque no puedo creer lo que es capaz de provocarme. El
ascensor llega hasta la planta alta y se marcha para, luego de unos minutos,
regresar.
¿Se marchó? ¿Volvió?
Contengo el aliento y trato de escuchar —si está en casa— qué es lo que hace. Hacia
dónde va. Por supuesto, es imposible para mí deducirlo desde aquí, pero aún no
estoy lista para encararlo. No sin haber procesado del todo lo que pasó.
Cierro los ojos.
Eres una cobarde de mierda.
—Lo sé —musito para mí misma, como la completa lunática que soy.
El sonido de los pasos lentos, pero seguros que se acercan desde las escaleras me
hace abrir los ojos justo a tiempo para ver a un desgarbado Bruno Ranieri, con los
botones superiores de la camisa deshechos, descalzo y el cabello por todos lados,
cargando una bolsa de plástico con contenedores térmicos en el interior.
Una sonrisa sesgada se desliza en sus labios cuando me mira e, inevitablemente, mis
entrañas se estrujan con violencia.
—Estás despierta —puntualiza lo obvio, para luego alzar lo que lleva entre los
dedos—. Aprovechando que lo estás, ordené la cena para dos de un lugar de comida
italiana que me encanta. Esperaba que quisieras acompañarme.
Con todo y la revolución que me provoca todo lo que sale de su boca, me las arreglo
para sostenerle la mirada un instante antes de decir:
—Creí que tenías planes para hoy.
—Me cancelaron de último minuto. —Se encoge de hombros—. La verdad es que no tenía
muchas ganas de ir de todos modos.
Silencio.
Entonces, como si estuviese cayendo en la cuenta de algo en ese preciso instante,
entorna los ojos en mi dirección.
—¿Por qué viniste a dormir aquí? —inquiere, como la idea le pareciera absurda.
Mi única respuesta es un encogimiento de hombros que hace que todo el humor
juguetón que le teñía las facciones se le diluya un poco.
—¿Está todo en orden?
Desvío la mirada.
Durante un segundo, considero la posibilidad de ni siquiera hablar con él respecto
a lo que pasó; sin embargo, luego de unos instantes de absoluto silencio, lo
encaro.
No sé muy bien qué es lo que estoy haciendo, pero, de cualquier forma, decido que
no me importa si hago el ridículo una vez más frente a este hombre. A estas alturas
de la vida, lo último que necesito es ocupar mi mente con dudas e inseguridades. No
puedo darme el lujo de perder la compostura por suposiciones. Por muy turbias que
luzcan las cosas, sé que debo de hacerle frente a lo que sea que esté ocurriendo.
Por mucho que duela saber la verdad, prefiero saberla a sentirme de esta forma. Es
por eso que, haciendo acopio de un valor de papel, digo:
—Esta tarde, cuando llegué a casa, estaba una mujer en la recepción buscándote. —
Sueno tranquila, pero la advertencia es clara en mi voz—. Rebeca, dijo que se
llamaba. Vino porque algo surgió y no iba a poder asistir a su reunión.
Su mandíbula se aprieta y, de pronto, su mirada se torna tan glacial, que se me
erizan los vellos de la nuca. Pese a eso, no es miedo o nerviosismo lo que veo en
su expresión. Es ira. Cruda y fría ira.
—¿Que Rebeca hizo, qué?
—¿Eso es en lo que te enfocas? —Sueno más irritada de lo que pretendo, pero, a
estas alturas no me importa.
Él sacude la cabeza en una negativa, pero su gesto solo se contorsiona un poco más
debido al coraje que lleva dentro.
—Tengo que salir —suelta, con tanta brusquedad que doy un respingo en mi lugar.
—Bruno, acordamos que...
—Sé muy bien qué fue lo que acordamos, Andrea —Bruno me corta de tajo y la manera
hosca en la que lo hace me escuece el pecho.
Parpadeo unas cuantas veces para apartar las lágrimas que me nublan la vista, pero
no digo nada. Me quedo callada mientras lo veo bajar las escaleras a toda
velocidad.
Minutos más tarde, escucho el elevador marcharse. Cuando lo hace, las lágrimas
hacen su camino fuera de mí una vez más.
La confusión —antes contenida en mi estómago— está esparcida en cada una de mis
terminaciones nerviosas y me siento tan vacía y tan hueca, que no sé qué demonios
hacer. No sé qué diablos decir o cómo tomar lo que acaba de pasar.
Me acurruco entre las sábanas una vez más y cierro los ojos.
Sé que esto no está bien. Que no puedo bloquearme de esta manera cada que tengo un
problema, pero, ahora mismo, es lo único que puedo hacer para mantener la
revolución en mi interior a raya.
Aprieto la mandíbula y cierro los ojos con fuerza mientras espero a que el llanto
cese. Cuando lo hace, trato de dormir, pero no lo consigo.

No sé cuánto pasa antes de que el elevador anuncie la llegada de Bruno, pero sé que
ha sido demasiado. De todos modos, ni siquiera se molesta en encender las luces del
vestíbulo. Las deja así: apagadas. Dejándome en completa oscuridad en más de una
forma.
Los ojos me arden cuando parpadeo, así que los cierro y absorbo el suave escozor
mientras me limpio la nariz con un trozo de papel higiénico que tenía dentro del
bolso.
Trata de dormir. Me dice el subconsciente y quiero hacerle caso. Quiero escucharlo
y dormir hasta que ya no sea capaz de sentir. Hasta que la confusión se vaya y
Bruno Ranieri deje de hacerme sentir en el cielo, para luego dejarme caer hasta el
mismísimo infierno.

Capítulo 25

BRUNO

Estoy que me lleva el demonio, pero no sé, exactamente, por qué.


Hacía muchísimo tiempo que no me sentía así de enojado y la sensación me es tan
incómoda, como desconcertante; es por eso que, cuando el agua fría me golpea de
lleno en la nuca y la espalda, el alivio es inmediato.
Algo dentro de mí parece estar a punto de estallar y no sé qué hacer para detener
el torrente de emociones abrumadoras que me embargan, mientras que, al mismo
tiempo, recapitulo una y otra vez lo ocurrido las últimas horas.
Acabo de volver de encontrarme con Rebeca.
Tenía que hacerlo. No podía dejar las cosas así luego de saber que vino hasta aquí
y habló con Andrea respecto a nuestra reunión de hoy.
Por supuesto que íbamos a vernos. Claro que sí. El asunto es que no era para lo
que, seguramente, Andrea pensó que sería. La verdad de las cosas es que iba a verme
con Rebeca para terminar de una vez por todas eso que teníamos. Lo había estado
posponiendo tanto, que decidí que lo mejor que podía hacer, era citarla y
terminarlo de la mejor manera posible.
No se lo dije a Andrea, porque... bueno... ¿Cómo demonios le explicas a la chica
con la que tienes algo exclusivo que vas a verte con la mujer a la que te follabas
para terminar de tajo con eso sin parecer un completo hijo de puta?
Ahora que lo veo en retrospectiva, creo que fue la decisión más estúpida que pude
haber tomado jamás.
Por otro lado, no puedo dejar de sentirme descolocado por la forma en la que Andrea
reaccionó. La sensación de asfixia que me provoca el mero pensamiento de ella
tomándose las atribuciones de reclamarme algo, me provoca ansiedad y, al mismo
tiempo, una sensación dulce. Todo esto aunado a la pequeña punzada de irritación
que me hace sentir el hecho de darme cuenta de lo frágil que es su confianza en mí.
En la promesa de exclusividad que le hice.
Es demasiado. Estoy tan ofuscado, que no soy capaz de pensar con claridad.
Un sonido frustrado se me escapa de la garganta y me froto la cara con fuerza para
tratar de enfocarme en la metódica tarea de tomar una ducha. Mientras lo hago,
vuelvo a darle vueltas al asunto.
Para cuando salgo de la ducha, me siento como un completo imbécil. Ahora que el
agua fría ha hecho lo suyo, no dejo de pensar en cómo me habría sentido yo de haber
estado en el lugar de Andrea. En lo furioso que me habría puesto de haberme
encontrado con un fulano aquí abajo, esperando por ella, para luego enterarme que
tenía un encuentro con él sabiendo que tenemos algo exclusivo.
Un suspiro cansado brota de mi garganta y me obligo a empujar lejos el hilo turbio
que están tomando mis pensamientos al tiempo que me pongo unos shorts y me seco el
cabello.
Para cuando termino de ponerme desodorante y algo de loción, me siento aún más
culpable; es por eso que, luego de dejar la toalla extendida sobre un mueble dentro
del baño, me encamino hacia la salida de la habitación.
La penumbra de todo el departamento hace que se sienta como si fuese muy, muy tarde
pese a que apenas pasan de las diez y media, y subo las escaleras al teatro en casa
con tanta lentitud, que mis pasos apenas hacen ruido.
La luz que refleja la luna en el ventanal con las cortinas abiertas, hace que toda
la estancia se vea azulada. Como escenografía de video musical o algo por el
estilo.
El único indicio de Andrea es un bulto cubierto por una frazada sobre el sofá-cama.
Durante unos instantes, no me muevo, pero, finalmente, decido que debo enmendar las
cosas —o, al menos, intentarlo— y me acerco hasta el lugar donde se encuentra.
Me siento, al borde de la cama —de espaldas a ella—, pero no sé muy bien qué decir;
es por eso que, siguiendo el impulso primario que siento de envolverla entre mis
brazos, me recuesto a su lado y, cierro uno de mis brazos a su alrededor para
atraerla cerca.
Me doy cuenta de que no está dormida cuando noto cómo se tensa ante mi tacto; así
que, luego de aspirar su aroma dulce unos instantes, susurro contra su oreja:
—Lamento mucho no habértelo dicho, pero las cosas no son como crees.
Guarda silencio, pero ha contenido su respiración unos segundos, a la espera de que
yo continúe.
—Tuve algo con ella —digo—. Fue ocasional e impersonal, y duró hasta hace apenas
unas semanas. —Hago una pequeña pausa—. Y, pese a que hace semanas que no nos
vemos, todavía no había terminado con ello definitivamente. —Me siento como un
verdadero imbécil mientras hablo, pero sé que no hay otra manera de decir algo como
esto. Si quiero que Andrea me crea, tengo que ser tan transparente como sea
necesario—. Necesitaba verla porque no quería posponerlo más y no me parecía
correcto hacerlo por teléfono.
No responde.
—No sabía cómo decírtelo. ¿Cómo hacerlo sin parecer un imbécil? Por eso decidí que
lo mejor era quedarme callado. —Suspiro, consciente de lo terrible que sueno—. Y
ahora que lo pienso, no puedo creer que siquiera lo haya considerado. Es una
reverenda estupidez.
—Fuiste a verla hace un rato... —dice, al cabo de unos instantes, con un hilo de
voz y me sabe a reclamo. No la culpo.
—Para terminarlo todo de una buena vez y que deje de buscarme. —Asiento, incapaz de
mentirle y suelto otro suspiro largo antes de mascullar—: Andrea, no quiero darte
los detalles de mi relación con Rebeca porque no me hacen sentir orgulloso, pero
quiero que sepas que se acabó mucho antes de que esto... —Mi voz se suaviza de
manera inevitable—, lo que tenemos..., empezara. —Hago una pequeña pausa, temeroso
de lo que voy a decir, pero, de todos modos, lo hago—: Y sé que probablemente no
creerás una palabra de lo que voy a decirte, pero, Andy, no he estado con ninguna
mujer desde la primera vez que nos besamos.
El peso de mis propias palabras cae sobre mí y me quedo quieto unos instantes
mientras las analizo a detalle. Es cierto. No me había dado cuenta, pero es verdad.
No he pensado —mucho menos tocado— en ninguna otra mujer que no sea Andrea en mucho
tiempo.
La realización de este hecho me aterroriza.
Siento cómo se relaja un poco entre mis brazos, más receptiva a mi abrazo, así que
aprovecho ese momento para acercarme hasta que no queda espacio alguno entre
nuestros cuerpos. En el proceso, entrelazo nuestros dedos. Ella acepta el contacto
y, pese a que no está abrazándome como tal, no se aparta.
—Pudiste haberme dicho todo esto hace un rato —musita, en voz baja y suave.
—Lo sé, pero estaba molesto.
—¿Con ella?
Asiento.
—Y contigo.
—¿Conmigo? —Suena indignada ahora—. ¿Por qué conmigo?
—Porque se supone que teníamos un acuerdo —digo, y se gira para mirarme y, en el
proceso, me regala un vistazo de su ceño fruncido en confusión. Por eso, explico—:
Soy un hombre de palabra, Andrea. Si te digo que esto es exclusivo, es porque es
así.
Algo cambia en su expresión y, de pronto, luce avergonzada.
No me gusta. Detesto ver ese gesto en su rostro, es por eso que alzo nuestras manos
entrelazadas y deposito un beso suave en la suya. Su expresión se suaviza al
instante.
—¿Qué habrías pensado tú estando en mi lugar? —dice, en un susurro bajo y sé que
tiene un punto ahí.
—Probablemente, lo mismo que tú —admito—. Pero, de todos modos, te habría
preguntado antes de asumir cualquier cosa.
—Te lo pregunté.
—No. Me avisaste que Rebeca había venido.
—Y tú te fuiste corriendo en cuanto lo hice —refuta—. Ni siquiera me diste tiempo
de preguntar qué ocurría.
Muy a mi pesar, una sonrisa tira de las comisuras de mis labios. Tiene razón... Una
vez más.
Suspiro.
—El punto es, Andrea Roldán, que necesitas confiar más en mí. —Trato de sonar
sabiondo y chocante, pero sueno como un completo ridículo.
Ella suspira, al tiempo que clava la vista en el techo de la estancia.
—Y tú necesitas decirme las cosas antes de que me haga un drama en la cabeza —
masculla y yo asiento en acuerdo.
—Prometo que no vuelve a pasar, preciosa —susurro, al tiempo que hundo el rostro en
el hueco entre su hombro y su cuello para besarla ahí.
Ella deja escapar una respiración entrecortada y me aprovecho un poco de la
situación para mordisquearle la piel.
—Prometo preguntar antes de hacerme conjeturas en la cabeza —replica, en un
resuello y me las arreglo para torturarla un poco más.
Cuando me aparto de ella, tiene los ojos nublados de deseo y los labios
entreabiertos.
—¿Tienes hambre? —inquiero, pese a que, ahora mismo, no puedo concentrarme en nada
que no sea en la fantasía persistente en mi cabeza. Esa que nos involucra a ambos,
desnudos y sudorosos.
Ella asiente y el cavernícola en mi interior se queja. Con todo y eso, me obligo a
apartar de mi cabeza la posibilidad de seducirla y deposito un beso casto en su
nariz.
—Ven —digo, al tiempo que me pongo de pie—. Vamos a calentar la cena.
Ella se levanta después de mí y, cuando comienzo a bajar las escaleras, me sigue de
cerca.

***

El sonido de mi teléfono hace que despegue la vista de la pantalla del ordenador.


La decepción que siento es inmediata cuando me percato que es Dante quien me llama
por Facetime, pero, de todos modos tomo el teléfono y le respondo.
La imagen de mi mejor amigo me recibe del otro lado de la pantalla y, de manera
inevitable, sonrío.
—¿Por qué demonios me tienes tan abandonado, Ranieri? —dice y mi sonrisa se
ensancha.
—Yo sabía que no podías vivir sin mí, Barrueco —bromeo—. Dile a tu esposa que
todavía me perteneces y vuelve a México.
Génesis, la esposa de mi mejor amigo, se asoma hacia la cámara cuando me escucha, y
me dedica una mirada irritada y divertida en partes iguales antes de desaparecer de
nuevo de mi vista.
Dante suelta una carcajada en el proceso y no puedo evitar imitarlo.
—¿Cómo has estado, Bruno? —inquiere, una vez superado el ataque de risa—. Hace
muchísimo que no nos ponemos al día. ¿Cómo van las cosas en casa con Andrea? ¿Qué
harás este fin de semana? ¿Cómo va lo de tu departamento? Quiero saberlo todo.
Suspiro.
—Veamos... Justo esta mañana hablé con Tania. Al parecer, el problema del agua en
el departamento es en todo el edificio; lo que quiere decir que la dichosa
remodelación se aplazará hasta sabrá-Dios-cuándo. —Ruedo los ojos al cielo—. En el
trabajo, las cosas van de maravilla. En casa, con Andrea, todo está increíble. —Me
mojo los labios, al tiempo que un recuerdo particular de esta mañana me llena el
pensamiento, pero me obligo a continuar—: Y, este fin de semana, saldré con
alguien.
—¿Rebeca?
Niego con la cabeza.
—Ya no me veo con Rebeca.
Sus cejas se disparan al cielo con incredulidad.
—¿Desde cuándo? —pregunta, con el ceño fruncido.
—Unas cuantas de semanas. Quizás más.
—¿Por qué?
Suspiro.
—Estaba tomándose atribuciones que no le correspondían —digo, a grandes rasgos—.
Cruzando límites. —Hago una pequeña pausa, indeciso; pero, luego de unos segundos,
añado—: Además, acabo de empezar algo exclusivo con alguien.
Esta vez, el pasmo en su expresión es tan grande, que toma todo de mí mantener mi
expresión despreocupada y serena.
—¿Estás saliendo con alguien? —Dante suena más allá de lo asombrado.
Hago una mueca.
—No tanto como eso —digo—, pero, es lo suficientemente serio como para requerir
exclusividad.
—¡Estás saliendo con alguien! —exclama, con una sonrisa tan grande que quiero
golpearlo—. ¡No me lo puedo creer! ¡Tienes una novia!
—No es mi novia. Y tampoco estamos saliendo —refuto.
—Es exclusivo, imbécil. Solo los noviazgos son exclusivos.
Suspiro, medio irritado; medio fastidiado.
—No es un noviazgo —replico—. Hay un área gris muy grande entre una relación
exclusiva y un noviazgo.
Dante entorna los ojos.
—Di lo que quieras, Ranieri, pero esa chica te gusta lo suficiente como para
hacerte tener algo exclusivo. Eso ya es decir demasiado.
Sonrío. Esta vez, mi gesto es más suave. Honesto.
—Confórmate con saber que me gusta. Muchísimo. —Le concedo.
—¿Quién es? ¿Cómo se llama? ¿La conozco?
Mi sonrisa se ensancha.
—¿Quién te hizo tanto daño que crees que voy a decirte un carajo sobre ella? —
Bromeo, pero sueno más despectivo de lo que espero.
—La conozco entonces. —Me mira con suspicacia.
Lo pienso unos instantes.
—No, realmente —digo, porque es cierto. Dante no la conoce. A lo sumo, la ha visto
un par de veces en su vida, pero no tiene idea de que Andrea es una criatura
fascinante y dulce.
—No te creo —dice, ahora con los ojos como rendijas.
Sonrío.
—Hagamos algo —digo, porque sé que solo de esta manera voy a quitármelo de encima—.
Si dura, te digo su nombre. Aún es muy pronto para que sepas cómo se llama.
Él suspira.
—De acuerdo. ¿Al menos me dirás dónde la conociste?
El intercomunicador de mi teléfono suena y frunzo el ceño.
—Dame un momento —musito, hacia Dante, antes de presionar el botón que me comunica
con Lorena, mi secretaria.
Ella, rápidamente, me dice que Julián —mi medio hermano— está esperándome afuera de
mi oficina. No le respondo de inmediato. Me limito a mirar hacia el teléfono que
tengo entre los dedos para decir:
—¿Te parece si te regreso la llamada en unos minutos? Me busca el consentido de
papá. —Pongo los ojos en blanco—. Debo atender si no quiero tenerlo respirándome en
el cuello el resto del mes.
Dante se ríe.
—Adelante, Bruno. Hablamos más tarde. Ni creas que olvidaré este asunto tan
fácilmente —advierte a manera de broma y, entonces, finalizamos la llamada.
La sensación de incomodidad que me provoca la sola idea de mantener una
conversación con Julián es tan grande que, por un segundo, considero en negarme a
recibirlo, pero el remordimiento de consciencia es tan grande que no me lo permite.
Es por eso que, en su lugar, suspiro, le digo a Lorena que lo haga pasar.
La imagen de medio hermano aparece frente a mis ojos y lo miro, aturdido, durante
unos instantes. El torbellino de emociones que me provoca el parecido que tenemos
me descoloca tanto, que tengo que apretar la mandíbula unos segundos antes de
ponerme esa máscara de indiferencia que siempre uso frente a él.
Lleva las manos en los bolsillos del pantalón, la corbata deshecha y una sonrisa
amable en los labios. Luce como si le hubiese tomado mucho el armarse de valor para
venir aquí y no lo culpo. Siempre termino perdiendo los estribos sin realmente
quererlo cuando estamos cerca.
—Espero no encontrarte muy ocupado —dice, para romper el hielo y fuerzo una
sonrisa.
—Si estuviera ocupado no te habría recibido —digo y me arrepiento tan pronto las
palabras terminan de abandonarme. Ha sonado como el culo y la verdad es que la
intención era distinta.
De todos modos, me las arreglo para mantener mi gesto estoico.
Julián duda. Luego, se aclara la garganta.
—No te quito mucho tiempo —masculla, antes de erguirse un poco y empezar—: Mañana
cumplo veinticuatro, es por eso que el sábado por la noche me voy a festejar con
unos amigos. Será en el antro de la familia de un compañero de la escuela.
Silencio.
—Me gustaría que fueras.
No respondo. Me limito a mirarlo fijo, confundido.
No entiendo a qué viene esto. Nunca nos hemos frecuentado. Jamás hemos sido
cercanos. Él es un extraño para mí así como yo lo soy para él. No sé por qué, de
pronto, quiere que vaya.
—¿Por qué? —No me molesto en sonar amable. Lo suelto así: con recelo y brusquedad.
Otro silencio.
Entonces, en voz baja, ronca y temblorosa, dice:
—Porque eres mi hermano.
Algo dentro de mí se revuelve con violencia, pero sigo sin cambiar mi expresión
aburrida.
Niego con la cabeza, aún sin comprenderlo del todo.
—Nunca hemos sido cercanos. —Puntualizo—. ¿Por qué ahora? ¿Por qué de pronto?
Él se encoge de hombros.
—Porque ya me cansé de que todo el mundo me diga que debo odiarte. No te odio,
Bruno. —Me mira a los ojos—. Y no pretendo que me veas como tu hermano. Solo...
Solo quiero que seamos amigos.
Aprieto la mandíbula.
Mi mente es una revolución, pero me niego a dejar que me vea vulnerable, así que me
mantengo inexpresivo. Pese a eso —y pese a que no entiendo qué carajos está pasando
—, me obligo a bajar la guardia un poco.
Julián está aquí, buscándome para invitarme al festejo de su cumpleaños, y yo no
puedo dejar de pensar en que está tramando algo.
¿Qué carajos te pasa?
—¿Cuándo dices que será? —digo, yendo contra el repele que siempre me ha provocado
la cercanía de mi hermano.
—El sábado después de las diez y media. El lugar se llama Spartacus. —Suena animado
y, muy a mi pesar, eso me hace querer sonreír. De todos modos, lo reprimo.
Suspiro.
—Ahí estaré —digo, al cabo de unos largos instantes.
La sonrisa que Julián me dedica me hace regresarle el gesto. Entonces, luego de una
extraña —y efusiva— despedida, se marcha de mi oficina.
Me deja con un regusto desconcertante en la punta de la lengua. Entre satisfactorio
y aterrador. De todos modos, me obligo a empujar la revolución que tengo dentro
para tomar mi teléfono.
Acto seguido, abro el chat que tengo con Andrea para escribirle un mensaje
sugerente.
Ahora mismo, no quiero pensar en nadie más.

Capítulo 26

ANDREA

Es sábado por la mañana y yo todavía no sé si mis planes con Bruno siguen o se han
cancelado. De camino al trabajo, no tuve el valor de traerlo a relucir y ahora que
he tenido un par de horas de día laboral para procesarlo, me arrepiento de no
haberlo preguntado.
Y es que ese es el asunto. Con Arturo, me aterraba decir lo que quería hacer, o
preguntar algo que lo hiciera responderme con alguna grosería —en ese momento, por
supuesto, no sabía que eran groserías—; es por eso que ahora con Bruno no puedo
evitar caer en los mismos comportamientos de antes.
La diferencia es que Bruno no es Arturo y, si bien nuestros gustos son
completamente opuestos para casi todo, jamás ha sido despectivo conmigo como era mi
exnovio. Y con todo y eso, no puedo evitar repetir el patrón.
Es por eso que, casi a la hora del almuerzo, durante una escapada que me doy al
baño, decido enviarle un mensaje:
«¿Qué haremos hoy?».
Cuando me doy cuenta de lo escueto que se lee mi mensaje, envío un emoji. Acto
seguido, me entretengo lavándome las manos y me guardo el aparato en el bolsillo
trasero de los vaqueros.
Pese a que trato de no prestarle mi total atención al nudo ansioso que me ha
atenazado los intestinos, no puedo dejar de sentir como si pudiese vomitarme encima
en cualquier momento.
Estoy a punto de abandonar el baño, cuando mi teléfono suena. De inmediato, lo tomo
en un impulso envalentonado y respondo sin siquiera mirar el identificador porque
de alguna manera sé que es él.
—Vas a matarme. —La voz de Bruno inunda mis oídos y todo dentro de mí se revuelve
con violencia. Odio que provoque esto en mí. De verdad, lo odio.
—«Hola» para ti también —bromeo y sonrío al tiempo que me recargo contra la pared,
aún presa de una sensación inquietante y dolorosa. De esas que te quitan el aliento
y te hacen imposible quedarte quieta.
—Andrea, vas a matarme —insiste y, desde ese momento, la desazón me llena el pecho.
—¿Por qué? —pregunto, pese a que ya sé qué es lo que dirá. Va a cancelarme los
planes. Lo sé.
Suspira.
—Es cumpleaños de mi medio hermano y prometí asistir a su festejo —dice, pesaroso—.
Había olvidado por completo que ya había quedado contigo y me comprometí a ir con
él. —Hace una pequeña pausa—. La cosa es que, con Julián las cosas nunca han ido
bien y, si no voy, pensará que lo odio o algo por el estilo.
¿Y por qué no puedo ir contigo? Quiero decir, pero no me atrevo. Las palabras no me
salen de la boca y me las trago todas, junto con el horrible escozor que me quema
el pecho.
—Entiendo —digo, pese a que no lo hago en realidad—. No te preocupes. Igual podemos
hacer algo cualquier otro día.
—¿Mañana, quizás? —dice—. Si no te gusta la idea de salir en domingo, sin problemas
podemos salir el día que tú quieras.
—No pasa nada —digo, para restarle importancia—. Luego organizamos algo. No tiene
que ser mañana.
—Andrea...
—Lo digo en serio —lo corto de tajo—. Ve con tu hermano. Pásala bien. Luego salimos
tú y yo.
—Me odias, ¿no es así?
—Ni un poco —le aseguro y lo escucho suspirar una vez más.
—Prometo compensarte, Liendre —dice y es mi turno para suspirar.
—Ni siquiera te preocupes —replico, pese a que hay un resquemor en mi pecho. Uno
imposible de ignorar o empujar lejos. Con todo y eso, me las arreglo para sonar
casual cuando digo—: Y no quiero que pienses que te odio, pero debo irme. Mi
supervisora debe estar como loca ahora que no estoy en mi lugar de trabajo.
Silencio.
Otro suspiro largo.
—De acuerdo —dice, pero no suena muy contento de tener que colgar tan pronto—. Te
llamo más tarde.
Me relamo los labios.
—Hasta más tarde, Bruno —musito y, sin darle tiempo de decir nada más, le cuelgo.

Vuelvo a la caja en la que estoy atendiendo sintiéndome aturdida y agobiada, pero


me las arreglo para concentrarme en la mecánica tarea de escanear productos en la
registradora. Pese a eso, algo parece notarse en mi rostro, ya que Karla, desde la
distancia —allá en su caja—, me mira inquisitiva, pero no es hasta la hora del
almuerzo que le cuento lo ocurrido.
No puedo evitarlo y, mientras le hablo sobre lo que pasó, los ojos se me llenan de
lágrimas.
La frustración es persistente en mi pecho, pero me las arreglo para continuar hasta
el final.
Para cuando termino de exponerle lo terrible que me hace sentir que, ni siquiera
por cortesía, mencionó la posibilidad de que fuéramos juntos, estoy al borde del
llanto.
—Entiendo que todo eso de la formalidad le da pavor, pero tampoco es como si
estuviese pidiéndole que me presente como su novia o algo por el estilo —digo,
mientras mordisqueo el sándwich que Bruno me preparó antes de salir de casa esta
mañana.
Ella me mira fijo, mientras pone gesto de estar analizando la situación a detalle.
Entonces, cuando parece haber concluido algo, dice:
—Cuando juegas a las relaciones libres; sin ataduras; este tipo de cosas pueden
ocurrir, Andrea. Se trata de límites y reglas. De exponer, por crudo o cruel que
sea, lo que se espera del otro. —Sacude la cabeza en una negativa—. Está claro que
ambos tienen una idea muy diferente de lo que tienen y deben aclararlo. Pronto. —
Clava sus ojos en los míos, dejándome en claro que lo que ha dicho es más un regaño
que un consejo. Entonces, se cruza de brazos—. Lo único que me parece bastante
bajo; y tengo que decírtelo, Andrea; es que hizo una promesa antes. Su compromiso
era contigo primero; no con su hermano.
—Pero es su hermano —justifico, pese a que una parte de mí me dice que no debería
hacerlo.
Ella asiente.
—Lo sé. —Suspira—. Es más complicado de lo que parece, lo admito; pero, lo que
trato de decir es que debes ser clara con él. En todo momento. Decirle qué te
molesta en el momento en el que lo hace. Si no, nunca van a llegar a ningún lado.
—No estoy segura de que él quiera llegar a algún lado conmigo —mascullo, entre
dientes y ella sonríe.
—No lloriquees. —Pone una mano sobre la mía—. Ni te agobies. —Esta vez, su sonrisa
es más amable. Entonces, cuando me suelta y vuelve su atención al atún con verduras
que ha traído desde casa, añade—: Mejor, deberías estar pensando a dónde quieres ir
esta noche.
Frunzo el ceño, confundida.
—¿A dónde quiero ir?
—¡Claro! ¿Acaso pensabas que ibas a quedarte en casa mientras ese cabrón se va de
fiesta? —Bufa—. Por supuesto que no, mi queridísima Andrea. Tú yo nos vamos a ir de
juerga.
—Yo no quiero irme de juerga. Menos si es solo para vengarme de Bruno —replico.
—No vas a irte de juerga para vengarte de él, cariño —Karla dice, con una sonrisa
sabionda en el rostro—. Vas a irte de juerga, en una noche de chicas conmigo,
porque cualquier cosa es mejor que quedarte en casa a amargarte la existencia
dándole vueltas al asunto. Tanto el tuyo con Bruno, como el mío con Gustavo.
Suspiro y arqueo una ceja.
—Touché.
Ella asiente, al escucharme decir eso, y su sonrisa se ensancha.
—Esta noche, tú y yo nos vamos a poner guapas, y vamos a ir a beber unas copas. A
bailar, quizás. —Se encoge de hombros—. Lo que se nos antoje. —Hace una pequeña
pausa y se relame los labios—. Ahora que, confieso que no estaría nada mal que te
aseguraras de que Bruno te mire salir con un vestido de muerte. Solo digo.
Es mi turno de sonreír.
—¿Eso no es una venganza?
—No lo es. —Sostiene, sonriendo como una completa desvergonzada—. Solo le vas a
mostrar el tamaño de mujer que pudo haberse marchado con él de haber carburado las
dos neuronas que tiene en la cabeza.
Suelto una risa nerviosa.
—Eres el mismísimo demonio, Karla —digo, incapaz de disimular lo mucho que me gusta
la posibilidad de asegurarme de que Bruno me vea marcharme en algo bonito... Y
sexy.
—Soy la voz de la razón, Andrea —Me guiña un ojo—. Asegúrate de estar temprano en
casa. Nos vamos tan pronto como nos hayamos asegurado de que Bruno te ha visto.
Mi sonrisa se ensancha.
—Pero no es una venganza, ¿no es así? —inquiero, con una ceja enarcada.
—Por supuesto que no. —Ella intenta un gesto serio y me guiña un ojo—. Ni siquiera
un poco.

***

Llego a casa antes que Bruno, es por eso que tengo oportunidad de adueñarme del
baño y la recámara a mis anchas.
Acababa de salir de ducharme —luego de una exhaustiva y dolorosa sesión de depilado
— cuando me llamó para preguntarme si quería que pasara a recogerme al trabajo.
Cuando le dije que ya estaba en casa, se quedó serio al teléfono por unos segundos.
No estoy segura de cuántos, pero fueron eternos para mí.
Finalmente, dijo que llegaría a casa tan pronto como la fila en el cajero y el
tráfico se lo permitiese, y yo le deseo buen viaje sin mencionarle una sola palabra
de mis planes para esta noche.
Pasan de las nueve cuando Bruno Ranieri entra a la habitación —ahora bañada en
perfume y con música de Ariana Grande a volumen considerable—. Todavía no me pongo
el vestido que he elegido, pero ya me he arreglado el cabello en ondas suaves y me
he aplicado casi todo el maquillaje. Solo me faltan los labios.
Cuando me mira, se detiene en seco y me mira fijo.
—¿Sales esta noche? —Inquiere, luego de mirarme de arriba abajo con lentitud. Llevo
puesta su remera de Pink Floyd, esa del triángulo y el arcoíris, y bragas. Me he
asegurado de eso con demasiada deliberación. Él tiene que saber que llevo unas
bragas diminutas. De encaje. Y rojas.
Sonrío ligeramente.
—Con una amiga —replico, ligera y fresca—. Noche de chicas.
Él asiente, aun mirándome con fijeza; como si tratase de averiguar si hago esto por
venganza o no.
—Que te diviertas —dice, al cabo de un largo momento, y su comentario suena genuino
—. Avísame si quieres que pase a recogerte cuando termines.
Le guiño un ojo.
—No será necesario. El hermano de mi amiga tiene un taxi. Pasará a recogernos y me
traerán a casa.
Ahora es notable la seriedad en su gesto, pero lo que he dicho no es una mentira.
El hermano de Karla de verdad nos llevará y nos recogerá al final de la noche.
—De acuerdo. De todos modos, ve con cuidado.
Asiento.
—Lo haré. No te preocupes.
En ese momento, él me regala un asentimiento que se me antoja duro y tenso; y, pese
a que tiene cara de que todavía tiene mucho qué decirme, se encamina directo al
baño.
El sonido de la regadera no se hace esperar y, cuando lo hace, le escribo a Karla.
«¿Estás lista?
Si es así, ya puedes pasar a recogerme».
A los pocos minutos, recibo:
«Diez minutos y salgo por ti.
¿Ya te vio?».
Sonrío y tecleo:
«Algo así, pero me verá de verdad antes de irnos. Te lo aseguro».
A los pocos instantes, leo:
«Y se supone que la perversa aquí soy yo. Jaja!
Nos vemos en media hora».
Mi única respuesta es un emoji guiñando un ojo y, luego de eso, me concentro en
aplicarme un bonito labial rojo. Cuando termino, me adentro en el armario y me
despojo de la remera para enfundarme en el revelador vestido que compré en una
rebaja hace años —en un estúpido impulso de compradora compulsiva—, pero que nunca
tuve el valor de usar por el tipo de corte que tiene.
Es negro y corto.
Muy corto.
Tiene el largo suficiente como para hacer que te muevas con precaución, pero no
tanto como para lucir vulgar. El escote es ligero y cae suelto sobre mis pechos, y
los tirantes son tan delgados, que no puedes llevar un sujetador con él; por
fortuna, tiene un par de copas que mantienen todo en su lugar.
Mis ojos se pasean por todo mi cuerpo cuando me miro al espejo. Durante un segundo,
dudo de lo que llevo puesto; sin embargo, luego de unos largos instantes de debate
interno, me digo a mí misma que me llevaré una chaqueta bonita y que no me la
quitaré en toda la noche.
Con ese pensamiento en la cabeza, me enfundo en unos zapatos altos de color negro
que hacía eternidades que no utilizaba y, finalmente, elijo un bolso bonito y una
chaqueta de piel negra que me regaló mi mamá hace dos navidades.
La chaqueta, por supuesto, no me la pongo todavía.
Antes de salir me echo un último vistazo y decido quitarme los lentes para
guardarlos dentro del bolso. Entonces, me acerco al reflejo para que mis ojos
cansados puedan enfocarme un poco mejor.
Si tuviera lentes de contacto, los usaría; pero como no es así, tengo que
conformarme con esto.
Suspiro, y me acomodo el cabello una vez más. Entonces, me echo a andar hacia la
habitación.
Cuando abandono el vestidor —luego de haberme puesto un poco del perfume barato que
utilizo y que huele delicioso—, Bruno está saliendo del baño y se detiene en seco
en el instante en el que me mira.
Lleva únicamente una toalla anudada en las caderas y el cabello húmedo le cae
desordenado sobre la frente. Pese a eso, soy yo quien se siente azorada. Acalorada
y poco vestida para la ocasión.
Sus ojos barren por la extensión de mi cuerpo con tanta lentitud, que un nudo me
atenaza el vientre y debo reprimir el impulso de apretar los muslos con fuerza.
—¿Esta es una clase de venganza? —inquiere, con la voz enronquecida, pero con un
brillo peligroso en los ojos.
Parpadeo un par de veces, fingiendo no saber a qué demonios se refiere.
—¿De qué hablas?
—Sabes bien a qué me refiero. Te vistes así solo para que me muera de los celos.
—Me visto así porque me veo guapísima —puntualizo—. No te creas tan importante.
Además, fuiste tú el que decidió cancelarme. Yo solo hice cambio de planes, justo
como tú.
—Es el cumpleaños de mi medio hermano.
—Y, de todos modos, ya habías quedado en algo conmigo.
—¿Y qué se supone que estás sugiriendo que haga? ¿Que le hable a Julián y le
cancele para salir contigo?
—Por supuesto que no —digo, horrorizada ante la posibilidad de ponerlo en ese
predicamento—; pero habría sido genial si me hubieras invitado.
Enmudece unos instantes.
—Andrea...
—Y aclaro que no estoy pidiendo que me presentes como tu novia o nada por el estilo
—lo interrumpo, a sabiendas de lo que puede estar pensando—; pero, habría sido
genial que se te ocurriera la posibilidad de que te acompañara. —Sacudo la cabeza y
suspiro. Mi teléfono suena dentro de mi bolso y lo tomo para mirar el mensaje de
Karla. Ha llegado. Está esperándome allá abajo—. En fin... Supongo que esperar eso
es demasiado para lo que tenemos —digo, sin mirarlo y, luego, lo encaro. Entonces,
alzo ligeramente el mentón y añado—: Quizás deberíamos sentarnos a hablar de eso
después. Ya sabes, discutir nuestros límites, términos y condiciones. Para saber
qué podemos esperar o no de esto.
Él aprieta la mandíbula.
—Dijimos que sería sin ataduras.
Una sonrisa triste se dibuja en mis labios.
—Y lo es. Por eso no dije absolutamente nada. —Lo miro a los ojos con total
franqueza—. Y no. No es una venganza. Fuiste tú quien lo trajo a colación. —Me
encojo de hombros—. Como sea... Debo irme. Llegaron por mí.
Acto seguido —y sin darle oportunidad de decir nada—, salgo de la habitación no sin
antes asegurarme de darle un vistazo del escote en la espalda que tiene el vestido.

***

Son alrededor de las once y media cuando Karla y yo decidimos pedir la cuenta en el
bar en el que comenzamos la noche. Mi amiga no me ha decepcionado en lo absoluto
con ese precioso vestido azul marino entallado que lleva, y se ha alisado tanto el
cabello que me pregunto cómo diablos consiguió hacer que luzca así de... perfecto.
Jamás, por más que lo he intentado, he logrado que mi cabello luzca así.
—¿Qué tanto me miras? —Karla inquiere, mientras esperamos a que el mesero nos
traiga la cuenta.
—Lo guapa que eres —bromeo y ella sonríe, descarada.
—No voy a ser tu plato de segunda mesa, Andrea Roldán —bromea de regreso y una
carcajada se me escapa.
Estoy a punto de hacer un comentario mordaz respecto a su ahora exnovio, cuando
alguien dice mi nombre a mis espaldas.
De inmediato, vuelco mi atención hacia el sonido y la familiaridad me golpea de
frente cuando el rostro de un chico me da de lleno. De manera inmediata, los
recuerdos me embargan y parpadeo un par de veces solo porque luce tan distinto que
casi no lo reconozco.
—¡Gonzalo! —exclamo, al tiempo que esbozo una sonrisa. Mi excompañero de la
universidad me regala una sonrisa radiante antes de abrazarme con efusividad.
—¡Estás divina, mi amor! —dice, al tiempo que se aparta para mirarme de arriba
abajo y una risotada se me escapa.
Gonzalo siempre —incluso en mis momentos más ridículos— me levantó los ánimos.
—¿Cómo has estado? —inquiero, al tiempo que le echo un vistazo a detalle.
Lleva sombra anaranjada en el interior del ojo, dándole aspecto de modelo de
pasarela; y el cabello completamente plateado solo complementan su look
extravagante.
—Mejor que nunca. Renuncié al despacho contable de la familia y puse mi propio
salón con mi mejor amiga. —Me regala una sonrisa radiante—. ¿Recuerdas cuánto lo
anhelaba?
Una sonrisa radiante, de genuina felicidad, se dibuja en mi rostro. Por supuesto
que lo recuerdo. Gonzalo soñaba despierto con la posibilidad de dejar la carrera
para dedicarse a su verdadera pasión; sin embargo, sabía que su padre terminaría
por perder la cabeza si lo hacía. De por sí, su relación ya estaba bastante
deteriorada. Según lo que, en su momento, me contó, su papá no podía asimilar
todavía que su único hijo fuera gay.
Verlo ahora así: contento, regio, con una sonrisa suficiente y realizada, no hace
más que llenarme de la sensación más satisfactoria del mundo.
—Por supuesto que lo recuerdo—digo, al tiempo que aprieto sus manos entre las mías
en un gesto afectuoso—. No tienes idea de lo feliz que me hace saber que por fin lo
has conseguido.
Él suelta una risita avergonzada y hace un gesto desdeñoso para restarle
importancia a mi comentario.
—Basta de mí. Mejor cuéntame, ¿cómo has estado?
Durante unos instantes, vacilo; pero termino reforzando mi sonrisa.
—Muy bien —digo, ambigua—. Todo está en orden conmigo.
—Qué bueno. Me da muchísimo gusto. ¿Sigues trabajando en la empresa en la que te
explotaban?
—¿En la Comercializadora? No. Ya no. —Esbozo una sonrisa forzada—. Pero es una
larga historia, y la verdad es que esta noche solo queremos divertirnos, ¿no es
así, Karla?
Mi amiga estira la mano para saludar a Gonzalo y los presento brevemente.
En el proceso, el mesero llega con nuestra cuenta.
—¿A dónde van ahora mismo? —inquiere mi excompañero, mientras Karla toma su
chaqueta y la bolsa de mano que trajo consigo. Yo la imito, pero solo tomo mi
bolso, ya que no me he quitado la chaqueta para nada.
—Pensábamos buscar un lugar para bailar —dice mi amiga, mientras se acomoda el
cabello detrás de los hombros.
—¿Por qué no nos acompañan, entonces? Es el cumpleaños del chico con el que sale mi
socia y vamos a ir a su festejo. Será en un antro súper exclusivo, pero he
escuchado que la música para bailar está espectacular. Solo pagamos la cuenta y nos
vamos para allá.
Karla y yo nos miramos.
—No lo sé, Gonzalo...
—¡Oh, vamos, Andrea! Tenemos muchísimo sin vernos. Además, necesito que me rescates
porque no conozco a nadie en ese lugar y no quiero sentirme como pez fuera del
agua.
Suspiro, al tiempo que le dedico una mirada a Karla. Ella, regalándome una sonrisa
tranquilizadora, dice:
—Por mí no hay ningún problema. Siempre y cuando haya qué beber y dónde bailar, soy
feliz de ir a donde sea.
Es mi turno de sonreír. Gonzalo hace lo propio y, luego de agradecernos una y otra
vez durante, al menos, otro minuto, nos encaminamos hasta el fondo del bar, donde
él, su socia y su pareja se encuentran terminando sus bebidas y pidiendo la cuenta.

—¿Cómo se llama el lugar al que vamos? —Karla inquiere, luego de que nos han
presentado con Sofía —la amiga Gonzalo— e Ignacio —su novio—, y nos dirigimos hacia
el estacionamiento del bar para tomar camino a nuestro siguiente destino.
—Spartacus —Ignacio responde, con una sonrisa radiante en el rostro, mientras nos
mira—. El lugar está increíble. Les va a encantar.
Acto seguido, nos subimos al coche en el que vienen y emprendemos camino.

Capítulo 27

BRUNO
La música electrónica retumba en mis oídos y, pese a que llevo aquí alrededor de
una hora, sigue provocando en mí lo mismo: esa sensación en el pecho. Esas ganas de
mover el cuerpo. De estar ahí abajo, en la pista de baile, escabulléndote de la
mano de una mujer. Pero no cualquiera. Solo una en específico.
Una de cabellos largos y bonitos ojos castaños. Una con la sonrisa más vibrante que
he visto en mi vida, a la que los labios siempre le saben a chicle de fresa y huele
como a frutas cítricas y dulces...
Una en la que no he dejado de pensar desde que abandonó el apartamento hace unas
horas.
Si puedo ser sincero conmigo mismo, no he dejado de pensar en ella desde hace mucho
tiempo. Más del que me gustaría.
El asunto con Andrea Roldán, es que me vuelve loco. Me saca de mis casillas. Me
vuelve descuidado y torpe; y, al mismo tiempo, hace que quiera cosas que implican
demasiados riesgos. Voy en caída libre y necesito detenerme.
Ahora mismo.
Un suspiro largo se me escapa y doy un trago largo al whisky que pedí hace un rato.
El calor que me provoca en la garganta es bien recibido y se asienta en mi tráquea
como brasa ardiente, pero no es desagradable.
No puedo decir que estoy borracho a morir, pero he bebido lo suficiente como para
no poder conducir. Tendré que volver a casa en taxi.
Julián y sus amigos ríen a mis espaldas y yo me acerco a la barandilla del palco
exclusivo que mi hermano ha reservado para su festejo. Luces de colores bailan al
ritmo de una canción que creo haber escuchado en el coche, gracias a Andrea y, de
pronto, me encuentro pensando en ella.
Una vez más.
Otro suspiro. Otro trago largo a la bebida.
Decenas de personas se mueven y bailan allá abajo; desinhibidos, alcoholizados... Y
yo no puedo evitar desear estar en casa pronto.
Una chiquilla —amiga de Julián— vuelve a acercarse a tratar de hacerme compañía,
pero, luego de escucharla cortésmente durante unos minutos —y de beberme el
contenido de mi vaso a una velocidad alarmante—, me excuso con el pretexto de ir
por otro trago.
Julián no ha dejado de integrarme en la conversación de sus amigos y, cuando menos
lo espero, me encuentro haciendo bromas mordaces e irónicas con él respecto a la
nula capacidad de nuestro padre de mantener la polla dentro de los pantalones.
Al cabo de un rato, uno de sus amigos llega a la mesa con una caja repleta de
condones que lanza a diestra y siniestra en dirección al cumpleañero.
Julián me lanza uno de los que sostiene a puños entre los dedos y me grita, para
hacerse oír sobre el ruido de la música:
—Para que no repitas la historia de papá.
La sonrisa ladeada en mis labios es un reflejo de la suya, y tomo su oferta antes
de agradecer con humor y guardarme el cuadro de aluminio en el bolsillo trasero de
los pantalones.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que Julián anuncie que su cita ha llegado y que
saldrá a recibirla.
Una sonrisa se desliza en mis labios y aprovecho ese momento para levantarme al
baño.
Luego de orinar, me lavo las manos y me paso las manos por el cabello para
acomodarlo un poco. Lo único que consigo es desordenarlo un poco más, así que dejo
el asunto por la paz y reviso el teléfono.
Quiero enviarle un mensaje a Andrea, pero no sé muy bien qué diablos voy a decirle
si lo hago. Una parte de mí quiere disculparse por no haberla invitado a venir y
otra ruge con fuerza que ella es la que está tomándose atribuciones que no le
corresponden. Que la exclusividad y las citas no quieren decir que debo incluirla
en todos mis planes.
Aprieto la mandíbula y dejo escapar el aire antes de guardarme el teléfono de nuevo
en el bolsillo.
Me regalo un último vistazo en el espejo. La camisa negra que llevo puesta ahora
está arremangada hasta mis antebrazos y llevo los botones superiores deshechos.
Luzco cansado. Hastiado. De todos modos, me obligo a salir del espacio. La música
electrónica estalla en mis oídos una vez más y, esta vez, no reconozco la melodía
que truena a todo volumen mientras me acerco a la barra del área VIP por un
caballito de tequila.
Luego de que me lo echo directo a la boca, pido otro tequila, pero con hielos y
agua mineral.
Quizás deberías detenerte un poco con los tragos. Me dice el subconsciente, pero lo
empujo lejos antes de avanzar hasta la mesa de mi hermano.
Cuando pregunto por él, me dicen que está bailando con su cita y, con una sonrisa
en el rostro, me acerco a la barandilla una vez más para mirarlo.
Mis ojos se pasean por todo el espacio cuando lo veo. Claramente, Julián no tuvo la
misma fortuna que yo de crecer junto a una hermana amante del baile, ya que lo hace
terrible. Y no me jacto de ser el mejor de los bailarines, pero, de verdad,
cualquier cosa es mejor que lo que mi hermano menor está haciendo en estos
momentos.
La vergüenza ajena que siento es tan grande, que desvío la mirada un poco. En ese
momento, el corazón me da un vuelco.
Al principio creo que lo estoy alucinando, pero, cuando la busco entre las personas
que suben las escaleras hacia el palco, vuelvo a encontrarla y mi pulso da un
tropiezo monumental.
—¿Pero qué demonios...? —mascullo, incapaz de entender qué carajos está pasando,
pero no puedo apartar la vista del lugar por el cual Andrea Roldán aparece.
Sube las escaleras con lentitud y el material del vestido que lleva puesto se
aferra a cada curva visible en su cuerpo —ya que lleva una chaqueta de piel puesta—
cuando mueve las caderas al compás de la música. Lleva las manos levantadas el
aire, con una bebida entre los dedos, y se mueve con una soltura de la que jamás la
creí poseedora mientras se abre paso por el área VIP del lugar.
Luce como una maldita diosa. Como un sueño erótico hecho realidad en medio de luces
de colores, humo, música a todo volumen y cuerpos en movimiento.
Andrea Roldán es la mujer más espectacular que he tenido la fortuna —o maldición,
todavía no lo decido— de encontrarme y no puedo dejar de mirarla como un idiota,
mientras que se acerca a la mesa donde los amigos de Julián se encuentran y instala
en uno de los sillones acojinados del área.
Junto a ella, se sientan una chica y un chico que, de inmediato, decido que no me
gusta por la manera en la que se inclina hacia ella para hablarle al oído; y un
chico más, que se ríe a carcajadas por algo que ha dicho Andrea.
Uno de los amigos de Julián les dice algo en la lejanía y la veo inclinarse hacia
adelante, hacia él, para escucharle.
De pronto, la enfermiza sensación que me provoca el ver a cualquiera de esos tipos
interactuando con ella me descoloca. El primitivo instinto que siento de acercarme
a ella y dejarle en claro a todo el mundo que tiene algo —lo que sea que esto sea—
conmigo, es más grande que nada que haya sentido antes.
Mira nada más como son las cosas. Me dice el subconsciente. Casualmente, está aquí,
en el lugar en el que estarías tú.
Aprieto la mandíbula y me digo a mí mismo que no debo pensar de esa manera de ella,
pero la vocecilla insidiosa en mi cabeza no deja de susurrarme al oído que Andrea
es una chica que tiende a obsesionarse. No deja de llenarme la cabeza de la imagen
de ella, en medio de la explanada de la preparatoria, diciéndole a todo el mundo
que estaba enamorada de mí.
Cierro los ojos con fuerza.
Andrea no es así. Ya no. Era una chiquilla y yo también. No puedo crucificarla por
lo que hizo en el pasado; y, al mismo tiempo, no puedo dejar de pensar en lo
invadido que me siento. En lo descolocado que me hace sentir el saber que se
encuentra en este lugar.
Aprieto la mandíbula. No sé qué hacer. No sé si debo acercarme y encararla o hacer
como si no la conociera y hablar de esto con ella en casa.
Una punzada cargada de frustración me atraviesa de lado a lado y me bebo el tequila
de un solo trago, antes de pedirle a un mesero que me traiga uno más.
Esos tragos, imbécil. Mi consciencia no deja de reprimirme y sé que tiene razón.
Debería detenerme.
El calor que me provoca el alcohol en el pecho hace que decida que debo quedarme
aquí una vez más y trato de distraerme mirando al ridículo de mi hermano tratando
de moverse medianamente decente.
Andrea no parece haberse percatado de mi presencia, pero no puedo dejar de mirarla
de vez en cuando desde la distancia. La chica que se encuentra sentada a su lado la
hace reír a carcajadas y se ha encargado de mantenerla bien provista de bebidas de
distintos colores y sabores.
Los otros dos chicos han mantenido a los amigos de Julián a raya cuando han tratado
de acercarse a las chicas que los acompañan.
Para cuando Julián sube de la mano de su cita —quien se desvía hacia el baño—, me
siento lo suficientemente adormecido por el alcohol como para tomar una decisión
arrebatada.
El mesero llega con mi bebida y le doy un trago largo antes de acercarme a la mesa
en silencio.
La atención de todo el mundo se posa en mí en el instante en el que hago acto de
presencia y Julián me pregunta dónde me he metido. Mis ojos, con lentitud, se alzan
para mirar a todos aquellos que se encuentran instalados en este lugar y, de manera
inevitable, mis ojos caen en Andrea.
Ella me mira de vuelta y, lo que encuentro en su expresión me llena de una
satisfacción cruda y retorcida.
Pese a la poca iluminación, soy capaz de notar el preciso momento en el que el
color le abandona el rostro y su gesto se torna incrédulo y horrorizado.
Sus bonitos labios rojos se abren por la sorpresa, pero se cierran de inmediato y
un brillo salvaje —que me provoca querer acercarme a besarla— se apodera de su
mirada.
Mantengo mi gesto serio e inexpresivo mientras replico que estaba en la barra y me
dejo caer de manera desgarbada sobre uno de los sillones que se encuentran pegados
a la pared; del otro lado de donde Andrea se encuentra, haciendo como si no la
conociera.
Cuando la cita de Julián regresa, nos presenta al chico de cabello teñido —ese que
susurra cosas en los oídos de Andrea— como su socio; a Andrea y a la otra chica,
nos las presenta como las amigas de su socio, y al otro chico viene con ellos lo
presenta como su mejor amigo.
Por el rabillo del ojo, soy capaz de sentir cómo Andrea me mira, pero me las
arreglo para mantenerme ocupado charlando con los amigos de Julián.
Eventualmente, Andrea y su amiga se levantan de la mesa y, de inmediato Julián —
quien había estado sentado cerca de ellas—, se acomoda en el asiento contiguo.
—El asunto está así —dice, sin previo aviso, inclinándose hacia sus amigos—: Le
pago las borracheras del mes a quien me quite de encima a Sofía. Es que me gustó
una de las amigas de su socio.
En el instante en el que las palabras abandonan la boca de mi medio hermano, me
tenso por completo. Pese a que no quiero lucir muy afectado por lo que ha dicho,
clavo mis ojos en él.
—¿Cuál? —inquiere uno de sus amigos, mirando en dirección a donde Andrea y su amiga
desaparecieron.
—La chica del cabello largo. —Hace un ademán que hace que algo dentro de mí
comience a calentarse a una velocidad alarmante. Este calor; sin embargo, no es
nada agradable. Me hace querer romper cosas. Estrellar los puños contra algo...
O alguien—. Tiene que marcharse conmigo esta noche.
Los oídos me zumban y mucho me temo que, si no dejo de escuchar lo que Julián dice,
voy a terminar golpeándolo en la cara.
Me bebo de un trago todo el contenido de mi bebida y me pongo de pie con brusquedad
y me giro sobre mi eje, dispuesto a marcharme.
En el instante en el que lo hago, golpeo algo —o a alguien— con el costado de mi
cuerpo y me detengo en seco, mientras, por acto reflejo, sostengo a quien sea que
se ha interpuesto en mi camino.
Una disculpa se construye en la punta de mi lengua, cuando una voz familiar
farfulla una disculpa ahogada.
Un escalofrío me recorre. La anticipación me forma un nudo en el pecho, pero me
mantengo inexpresivo cuando alzo la vista para encontrarme con que es Andrea quien
se encuentra aquí, bajo el tacto áspero de mis manos, a pocos centímetros de
distancia de mí, con una bebida entre los dedos y expresión horrorizada.
Sus ojos y los míos se encuentran. Esboza un amago de sonrisa nerviosa, pero,
dedicándole mi mirada más glacial, doy un paso hacia atrás y aparto las manos de
sus brazos. Acto seguido, me quito de su camino y le permito el paso.
Ella me mira durante un largo momento, como si estuviese cuestionando mi actitud,
pero yo no dejo que ninguna emoción me invada el gesto.
En ese momento, algo en su expresión cambia. Como si hubiese decidido algo
importante.
Luego, le da un trago largo a su bebida —sin apartar sus ojos de los míos— y se
encamina hasta el lugar que ocupaba en la mesa.
Su amiga la sigue de cerca —no sin antes lanzarme una mirada venenosa—, pero no es
hasta que veo cómo Andrea se quita la chaqueta, que la poca capacidad de raciocinio
que tenía se esfuma en el aire.
El escote en la espalda del vestido solo me vuela la cabeza y casi quiero ponerme a
gruñir como un verdadero animal salvaje cuando el chico del cabello teñido la toma
de la mano y la guía hasta las escaleras que llevan a la pista de baile principal.
La otra chica y el otro fulano los siguen de cerca y yo no puedo evitar excusarme
con el pretexto más estúpido para instalarme junto a la barandilla y mirar lo que
hacen.
Andrea baila con ligereza y sus caderas se contonean a un ritmo tan sinuoso, que no
puedo dejar de verla. No puedo dejar de imaginarme abrazándola por la espalda,
moviéndome al compás y ritmo de su cuerpo y de la música.
De pronto, me siento duro y aprieto la mandíbula.
Estás muy borracho.
Se echa el cabello hacia a un lado y levanta las manos para bailar mientras que el
chico de cabellos teñidos se acerca tanto a ella que me rechinan los dientes.
De pronto, el hechizo en el que había sido sometido se rompe con brusquedad y, sin
más, no puedo pensar con claridad. No puedo dejar de mirar cómo ese hijo de puta
pega su cuerpo al de Andrea y se mueve contra ella.
Aprieto los puños y mi visión se tiñe de rojo. El impulso es irrefrenable y
apabullante, y no puedo detenerlo. No puedo frenarlo y, sin pensar en las
consecuencias, me encamino hasta las escaleras.
La música electrónica es apenas un rumor bajo en medio del caos de latidos
irregulares que es el pulso detrás de mis orejas.
Ira, frustración, enojo, celos... Todo se arremolina en mi interior y quiero
gritar. Quiero romper algo. Quiero golpear a ese imbécil y echarme a Andrea al
hombro —cual cavernícola—, y llevármela lejos de este lugar para hacerle el amor
como Dios manda.

He llegado a la planta baja y ahora me abro paso entre cuerpos sudorosos y


calientes. Alguien suelta una palabrota cuando utilizo un poco más fuerza de la
debida, pero no me detengo. No puedo hacerlo.
Necesito acabar con esto de una maldita vez o voy a volverme loco.
Ahí está ella, moviéndose como si su única intención fuese enloquecerme; y ahí está
él, bailando cerca de ella. Demasiado cerca...
Aprieto la mandíbula, pero de todos modos doy un rodeo, de manera que quedo de
espaldas al tipo en cuestión.
Llegados a este punto, estoy tan enojado, que podría estallar en cualquier
instante; pese a eso, me sorprendo a mí mismo cuando, con toda la lentitud y
deliberación que puedo, le toco el hombro al sujeto en cuestión.
El chico se gira, confundido, y por el rabillo del ojo soy capaz de ver cómo Andrea
se percata de mi presencia.
—No quiero sonar como un completo hijo de puta, pero, si no quieres que las cosas
se compliquen para ti, debes irte —digo, sin un ápice de tacto, y me sorprende cuán
hosco sueno.
—¿Qué? —El fulano replica y aprieto los puños.
—Bruno... —Es Andrea quien interviene, pero ni siquiera me molesto en mirarla. Esto
es entre este tipo y yo.
—Largo —espeto, ahora con más brusquedad, en dirección al chico que me observa con
aturdimiento—. Ahora.

Capítulo 28

ANDREA

El corazón me late con fuerza contra las costillas, un zumbido constante se ha


apoderado de mi audición mientras que trato de procesar la imagen que tengo frente
a mí.
Bruno Ranieri —con ese cabello alborotado cayéndole desordenado por todos lados,
esos pantalones ajustados a la perfección y esa camisa de botones negra deshecha de
la parte superior y mangas hasta los antebrazos— se encuentra a pocos pasos de
distancia, erguido en toda su imponente altura, con postura amenazante y gesto
aterrador.
La manera en la que mira a Gonzalo —quien se encuentra a medio camino entre Bruno y
yo— hace que un escalofrío de puro terror me recorra entera.
Hay algo en su mirada que lo hace lucir amenazador. Peligroso...
—Estás loco —Gonzalo se burla en respuesta a lo que ha dicho Bruno, al tiempo que
lo mira de arriba abajo, como si mi compañero de cuarto tuviese la peste o algo por
el estilo—. ¿Quién demonios crees que eres?
El gesto de Bruno se torna siniestro. Tanto, que doy un paso hacia adelante para
interponerme entre ellos; sin embargo, Gonzalo me mantiene detrás de él con un
ademán suave pero firme.
—Gonzalo, por favor... —suplico.
—Te lo voy a decir una vez más —Bruno habla con calma, pero hay algo erróneo en la
manera en la que entorna los ojos en dirección a mi amigo—: Lárgate de aquí. Ahora.
—Hace un gesto en mi dirección—. Y aléjate de ella.
Gonzalo suelta una risotada burlona.
—Mira, machito de mierda —escupe, sin miedo, en su dirección—, Andrea tiene la
completa capacidad de pedirme que me aleje. No necesita que vengas a hablar por
ella.
Una sonrisa se desliza en los labios de Bruno, pero el gesto no toca sus ojos.
—Entonces, no necesito decirte que la chica con la que bailas y yo tenemos algo. —
En el instante en el que las palabras abandonan su boca, todo dentro de mí se
revuelve con violencia. No estoy segura de si es a causa del exceso del alcohol que
corre por mis venas, o por lo que ha dicho.
—Si tiene algo contigo, ¿por qué llegó aquí conmigo? —Gonzalo suelta, con veneno y
el gesto de Bruno se contorsiona tanto, que temo que cometa una estupidez.
—Gonzalo... —Ignacio, su pareja —y quien se había mantenido a raya hasta el momento
—, pronuncia con advertencia.
—Ya basta. Los dos —los reprimo, al tiempo que me interpongo entre ellos, pese a
que Gonzalo se niega a permitírmelo.
Las miradas curiosas de los que se encuentran a nuestro alrededor no se hacen
esperar y sacudo la cabeza en una negativa, mientras que señalo a Bruno con un
dedo.
—Tú no puedes venir a hacer esto cuando me has ignorado toda la maldita noche. —
Acto seguido, miro a Gonzalo y lo señalo a él también—. Y tú no puedes ir por la
vida provocando a la gente. Van a golpearte y no voy a poder hacer nada para
evitarlo.
Mi amigo bufa.
—El machito empezó.
—Vuelve a llamarme «machito». Te reto. —Bruno suena tan amenazador que los vellos
de la nuca se me erizan, pero me las arreglo para girarme sobre mi eje para
encararlo con todo el coraje que puedo imprimir.
—Ya basta —escupo, en su dirección—. Fue suficiente, Bruno.
—Entonces dile a tu amigo que se aleje, por lo menos treinta centímetros más de ti
—dice, sin apartar la mirada de Gonzalo.
—¿Estás escuchándote, Bruno? ¿Es en serio? —Mirándolo con incredulidad, le pongo
las manos en el pecho y lo empujo con suavidad, para apartarlo de Gonzalo.
Es hasta ese momento, que me percato de cómo aprieta los puños y de la forma en la
que tiembla ligeramente. Está furioso.
—Bruno, mírame —pido y él, a regañadientes, clava sus ojos en los míos.
El tropiezo que me da el corazón hace que me quede sin aliento unos instantes, pero
me las arreglo para sostenerle la mirada mientras digo:
—Si hay alguien con quien tienes que arreglar algo es conmigo, no con él. Lo sabes.
—Me mojo los labios con la punta de la lengua y lo empujo un poco más, obligándolo
a dar otro paso.
Aprieta la mandíbula y me mira fijo durante un largo rato antes de apartarse con
brusquedad y mascullar algo acerca de necesitar beber algo.
La mortificación me atenaza el cuerpo y me siento tan agobiada, que un nudo de
impotencia se me forma en la garganta.
No sé qué hacer. No sé si quedarme aquí, con Gonzalo, Ignacio y Karla, o seguir a
Bruno, quien se abre paso entre la gente como alma que lleva el diablo.
Sabía que esto saldría terrible. Lo sabía y de todos modos me dejé convencer. Dejé
que Karla y Gonzalo me persuadieran de quedarnos aquí luego de que Bruno hizo su
aparición en la mesa del novio de Sofía.
No fue hasta que me lo presentaron como su hermano, que todos los hilos en mi
cabeza se ataron de inmediato. Porque solo yo puedo tener la mala suerte de llegar
a parar en la fiesta de cumpleaños del hermano de Bruno Ranieri cuando no fui
invitada por él.
No puedo ni imaginar lo que debe estar pensando de mí. Seguro piensa que lo planee
todo con premeditación para encontrármelo casualmente aquí.
No voy a hacerme la tonta y decir que el venir a bailar con Gonzalo fue sin
intenciones de que Bruno me mirara marcharme con él hacia la pista de baile, porque
la realidad es otra.
Quería que Bruno me mirara. Quería que reaccionara de alguna manera. He aquí las
consecuencias.
El remordimiento que siento es tanto, que cierro los ojos unos instantes antes de
girarme para encarar a mis acompañantes, que no dejan de hablar de lo que acaba de
pasar con Bruno.
—Ahora regreso —digo y todos me miran con reprobación.
—Andrea... —Gonzalo comienza.
—Nosotros lo provocamos —lo interrumpo—. ¿Qué otra reacción esperabas?
—Ese de ahí es un punto —Ignacio concuerda conmigo, en voz baja.
Gonzalo suspira.
—Solo... —dice, al cabo de unos instantes—, asegúrate de dejarle en claro que no
puede volver a hacerte una escenita como esa.
Asiento y esbozo una sonrisa antes de abrirme paso entre la gente en dirección a
donde Bruno desapareció.
No me toma mucho encontrarlo. Está sentado en un banquillo alto de la barra al
fondo del lugar y, cuando me instalo a su lado —de pie— para ordenar un trago, se
echa el resto de algo que contenía muchos hielos.
—Creí que habíamos dicho que esto era exclusivo —Bruno suelta, cuando el barman se
marcha por otra botella de tequila.
El sonido de la música lo hace hablar en voz alta y golpeada; pero, de alguna
manera, consigue que se sienta como si nadie más pudiese escuchar lo que me dice.
—Lo somos —replico—. Gonzalo es solo un amigo.
Bufa y suelta una risita burlona.
—... Y es gay —añado, pese a que sé que no le debo explicaciones—. Ignacio, el
chico que bailaba con Karla, mi amiga, es su pareja.
En ese momento, enmudece por completo.
Cuando el barman regresa con nuestras bebidas, Bruno le pide que cargue la mía a su
tarjeta; junto con todo lo que consuma el resto de la noche. Una protesta escapa de
mis labios, pero, con una mirada cargada de advertencia, Bruno me hace callar.
—Me lo debes —dice, luego de que el barman se marcha.
—¿Te lo debo? —Bufo—. ¿Por qué demonios te lo debo?
—Por sacarme de mis casillas.
Esta vez, es una carcajada la que me abandona.
—Eres el colmo de la ridiculez, Bruno Ranieri —digo, incapaz de creer lo que está
pasando.
Le da un trago largo a su bebida.
—No me gusta que bailes con otros hombres —gruñe, cuando coloca el vaso de cristal
sobre la barra.
—Invítame a bailar tú, entonces —resuelvo y me mira con cara de pocos amigos—. O,
mejor aún, invítame a salir contigo.
—Andrea, es el cumpleaños de mi medio hermano. No se sentía correcto traerte porque
ni siquiera yo me siento del todo cómodo a su alrededor. —Sacude la cabeza en una
negativa—. Además, no estoy acostumbrado a estas cosas. A eso que tú esperas de mí.
—¿Y yo cómo diablos iba a saber todo esto si nunca me lo dijiste? —digo—. Si me lo
hubieses dicho desde un principio, probablemente, nos habríamos evitado esta
conversación. Esta situación.
Él suspira, al tiempo que le da otro trago a su bebida.
—Bruno, yo nunca voy a obligarte a ir más allá de tus límites. Si sientes que estoy
presionando demasiado y yo espero cosas que no puedes darme... —Me detengo unos
instantes, solo porque lo que estoy a punto de pronunciar me escuece el pecho,
pero, de todos modos, lo digo—: Quizás deberíamos... parar.
Clava sus ojos —ahora oscurecidos— en los míos y todo en mi interior se revuelve
con violencia.
—Andrea...
—Y quizás, también deberíamos tener esta conversación en otro momento —lo
interrumpo, solo porque me aterra lo siguiente que puede salir de su boca.
Él no dice nada. Se limita a mirarme fijo.
Yo aprovecho ese momento para tomar el caballito de tequila, alzarlo hacia él a
manera de brindis y bebérmelo de golpe.
La quemazón me recorre desde el estómago hasta las orejas, pero me las arreglo para
lucir medianamente compuesta cuando dejo el pequeño vaso sobre la barra.
—Gracias por el trago, Bruno.
Estoy a punto de marcharme, cuando algo me detiene. Dedos fríos se envuelven
alrededor de mi muñeca y tiran de mí con suavidad hasta instalarme entre las
piernas de abiertas de Bruno; quien ancla una de sus manos en mis caderas, al
tiempo que, con la otra, me sostiene el rostro desde la nuca para que lo mire
fijamente. Desde esta posición —él sentado en el banquillo y yo de pie entre sus
piernas—, nuestros rostros están a la altura, así que no es muy difícil para él
atraerme cerca.
Entonces, cuando estamos a un suspiro de distancia, cierro los ojos.
Él no me besa de inmediato. Se queda así, quieto, durante unos instantes eternos.
Acto seguido, me besa. Pero me besa en serio. Su lengua encuentra la mía en el
proceso, sus brazos se envuelven a mi alrededor para pegar nuestros cuerpos y todo
dentro de mí se deshace ante el fuego abrasador que Bruno Ranieri enciende en mi
sistema.
Cuando nos separamos, une nuestras frentes. Su respiración es tan dificultosa como
la mía y estoy convencida de que puedo sentir su corazón contra mis palmas —que se
encuentran presionadas contra su pecho— a través del material de su camisa.
—Hablaremos de todo esto en casa, Liendre —dice, en voz baja y ronca y las piernas
me flaquean ligeramente.
Entonces, me deja ir y, sin decir nada, me giro sobre mi eje. Estoy a punto de
marcharme, cuando, de pronto, algo más me viene a la mente.
Lo miro por encima del hombro.
—Y ¿Bruno? —lo llamo, para captar su atención, pese a que no había dejado de
mirarme—. Por favor, no vuelvas a hacerme una escena como la de hace un rato.
Sus ojos se oscurecen de inmediato, pero no dice nada. Yo aprovecho esos instantes
y me escabullo lejos de él. Lejos del aturdimiento que me provoca y de todo esto
que cada vez toma más fuerza en mi interior.
Karla, Gonzalo e Ignacio se encuentran en el mismo lugar en el que los dejé y el
alivio que siento por ello es grande, pero no sé muy bien por qué.
—¿Está todo bien? —Karla inquiere, con una sonrisa en el rostro y una ceja
arqueada.
Me encojo de hombros.
—Eso creo —digo, sin querer dar muchos detalles—. ¿Bailamos?
La sonrisa de mi amiga se ensancha un poco y, entrelazando nuestros dedos, me lleva
tan cerca del centro de la pista como es posible.
Mientras avanzamos, me doy cuenta de cuán borracha me encuentro y, de todos modos,
no le doy mucha importancia. Al contrario, decido que voy a divertirme cuanto me
sea posible y comienzo a moverme.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que decidamos volver al palco por algo de beber,
pero se siente como una eternidad.
Los pies me duelen de tanto bailar y estoy tan acalorada que, cuando nos acercamos
a la barra por algo de beber, me tomo el contenido de mi vaso en una sola
exhibición.
Karla dice algo respecto a mí vomitando si sigo bebiendo así y una risa boba se me
escapa mientras tomo su mano y dirijo nuestro camino hasta la mesa donde nos
instalamos al llegar.
No hay nadie aquí ahora mismo. Allá, lejos, soy capaz de ver a un par de los amigos
del hermano de Bruno y, al fondo, veo a Sofía en compañía del cumpleañero; pero, en
la mesa, no hay ni una sola alma.
Es por eso que aprovecho y me aseguro de esconder mi trago en una especie de
plataforma sobre la que está montada una bocina. La idea de dejarlo en la mesa y
que alguien le ponga algo me aterra, así que me aseguro de dejarlo fuera de la
vista de todo el mundo.
Para alcanzarlo, tendré que arrodillarme en los sillones... o pedirle a Gonzalo o
Ignacio que me ayuden; pero, ahora mismo, es lo que menos me preocupa.
Al terminar con la tarea, me las arreglo para hacer mi camino hasta donde se
encuentran ahora mis acompañantes.
Gonzalo, Ignacio y Karla bailan aquí mismo, en el área VIP, y lucen tan
despreocupados y desinhibidos, que decido unírmeles.
El alcohol en mis venas es tanto, que no hay cabida en mí para la vergüenza. Dejo
que la música haga lo suyo y me dejo llevar.
Una canción familiar retumba en todo el lugar y alzo las manos cuando reconozco la
voz de Sia cantando las primeras líneas de Bang my head.
Mis labios tararean la letra y muevo las caderas un poco más. De pronto, algo capta
mi atención por el rabillo de mi ojo.
Alguien se ha sentado en la mesa y mira en nuestra dirección. Mi vista se vuelve de
manera fugaz y el estómago me da un vuelco cuando me percato de que es Bruno
Ranieri quien se ha instalado en uno de los sillones de la mesa, con un trago en
una mano y postura desgarbada. Sus ojos están fijos en mí y todo mi cuerpo se
calienta cuando, sin apartar la mirada, le da un trago largo al vaso que sostiene
entre los dedos.
No me atrevo a apostar, pero creo haber visto una sonrisa asomándose en las
comisuras de sus labios.
Una sonrisa maliciosa se dibuja en mis labios ante el reto implícito en su gesto y,
presa de un valor que no sabía que poseía, me contoneo al ritmo de la música tanto
como puedo.
Bruno no deja de mirarme. Sus ojos no me han abandonado ni un segundo y, llegados a
este punto, se siente como si pudiera estallar en cualquier momento. El corazón me
golpea con violencia contra las costillas y, de pronto, lo único que quiero es
besarlo. Acortar la distancia entre nosotros y fundirme en él.
Y sé que no debería querer hacerlo. Que se ha comportado como un imbécil toda la
noche, pero no puedo evitarlo. Bruno Ranieri me provoca sensaciones que no sabía
que existían.
Mis ojos encuentran los suyos y me relamo los labios. Su gesto se ensombrece y, de
pronto, algo se enciende en mi sistema. Un pequeño recuerdo y un pinchazo de valor.
Un impulso salido de sabrá-Dios-dónde hace que, sin saber muy bien si funcionará,
avanzo hacia la mesa.
Hacia él.
No deja de mirarme. Sus ojos no se apartan de los míos y siento un nudo en el
estómago cuando me planto frente a él —entre sus piernas abiertas— y coloco una
rodilla sobre la piel de vinil del sillón.
Sus ojos se ensombrecen.
El corazón me da un tropiezo y me inclino hacia adelante. Me aseguro de acercarme a
él lo suficiente como para que tenga que alzar la vista y, justo cuando nuestros
rostros están a la altura, me estiro un poco más y alzo una mano para buscar el
vaso que dejé en la plataforma hace un rato.
Cuando lo encuentro, me bebo el contenido de un trago largo —asegurándome de
hacerlo así, en esta posición— y lo dejo de nuevo donde estaba.
Acto seguido, me aparto, bajo del sillón, me giro sobre mi eje y me echo a andar en
dirección a donde mis amigos se encuentran; no sin antes dedicarle una mirada
sugerente por encima del hombro mientras contoneo las caderas cuando me alejo.
Algo salvaje se ha apoderado de su rostro. Su cuerpo entero luce alerta, como el de
un depredador frente a una presa tentadora y hay algo tan peligroso en la forma en
la que me mira, que un nudo se instala en mi vientre solo de mirarlo.
Bruno se levanta y avanza en mi dirección. Yo vuelvo mi atención hacia enfrente y,
segundos más tarde, un brazo se envuelve en mi cintura.
El familiar aroma del perfume de Bruno me inunda las fosas nasales y las rodillas
me fallan cuando susurra contra mi oído:
—¿A dónde crees que vas, Liendre?

Capítulo 29

BRUNO

El perfume floral que me inunda las fosas nasales es embriagador. El alcohol que
corre por mis venas me vuelve desinhibido y, sin importarme que estemos que estemos
a la vista de todo el mundo, pego mi cuerpo al de Andrea Roldán.
Casi de inmediato, coloco una palma extendida sobre su estómago y ella se gira
sobre su eje para encararme. Cuando lo hace, mis ojos caen directamente a sus
labios rojos.
Una sonrisa lenta se dibuja en su boca antes de que envuelva los brazos alrededor
de mi cuello.
Quiero besarla.
—¿Bailamos? —inquiero, con la voz enronquecida.
Su sonrisa se ensancha.
—No —replica, y una mezcla de irritación y diversión me embota los sentidos. Ella
parece notar algo en mi gesto, ya que, luego de unos instantes, añade—: La próxima
vez, invítame a salir y bailamos. Hoy vine con mis amigos.
Señala a un punto a sus espaldas, donde la chica y los otros dos fulanos con los
que llegó se encuentran mirándonos de reojo.
Suspiro.
—Si vas a hacerme pagar por esto, que no sea esa noche, Andrea —digo, preso de una
honestidad brutal que no sé de dónde viene—. Esta noche no puedo dejar de pensar en
todo lo que puedo hacerte mientras usas ese vestido.
La preciosa mirada castaña de Andrea se oscurece ante lo que pronuncio y noto cómo
traga duro cuando, para probar mi punto, deslizo mis manos hasta la curvatura de su
espalda, justo donde el pronunciado escote termina y la piel caliente comienza.
—¿Y qué puedes hacerme? —dice, con un hilo de voz.
Una sonrisa lenta y perezosa se desliza en mis labios ante el reto implícito en su
declaración.
—¿Quieres que te lo diga? —Hago una pequeña pausa y me relamo los labios. Luego,
acerco mi rostro al suyo, tanto, que nuestros alientos se mezclan. Entonces,
continúo—: ¿O quieres que te lo haga?
Sus ojos se oscurecen tanto en ese momento, que toma todo de mí no echármela al
hombro y buscar un lugar dónde hacerle pronunciar mi nombre entre resuellos y
jadeos.
Se lame los labios con la punta de la lengua y todo dentro de mí se revuelve con
violencia y anticipación.
No dice nada, solo me regala una mirada que me impide pensar en nada que no sea en
ella debajo de mí. Sobre mí.
Se gira sobre su eje para deshacerse de mi abrazo.
Creo que me va a dejar aquí, de pie como un idiota, en medio del área VIP del
lugar, pero, contra todo pronóstico, entrelaza nuestros dedos y guía nuestro camino
hasta donde la gente que se encuentra aquí arriba baila. Es una espaciosa estancia
con sus propias luces danzantes y se encuentra cerca de la barra de la planta alta.

Una vez ahí, es mi turno de tomar el mando de la situación y me aseguro de


llevarnos al rincón más privado de todo el lugar. Cuando lo localizo, la atraigo
cerca y comenzamos a movernos juntos.
El ritmo de la música marca la pauta de nuestros movimientos, pero todos y cada uno
de ellos son en la búsqueda de la cercanía del otro.
Mis brazos la rodean por la cintura y las caderas mientras ella se contonea con la
gracia y la seguridad de alguien que conoce lo bien que luce bailando, y yo no
puedo evitar perderme en ella. En sus movimientos; en su aroma dulce y fresco; en
la calidez de su cuerpo contra el mío y en lo surreal que luce en medio del humo y
las luces de colores que bailan con nosotros.
Ella se gira, de modo que queda de espaldas a mí. Una vez en esa posición, mueve
las caderas ligeramente y soy capaz de sentirla frotándose contra mí. El calor se
eleva súbitamente en mi anatomía y, de pronto, me encuentro pegando mis caderas a
su trasero, solo para que sea capaz de notar lo que me hace.
Su cabeza se recuesta sobre mi hombro mientras que envuelve una mano alrededor de
mi cuello y se contonea contra mí un poco más.
Estamos casi al fondo de la improvisada pista de baile, casi en plena oscuridad,
con al menos una veintena de gente bailando cerca; pero, de alguna manera, el
espacio que elegimos es tan íntimo y escondido, que me tomo la libertad de recorrer
sus costados con las palmas. Cuando llego a sus caderas, deslizo los dedos un poco
más hacia abajo, hacia sus muslos desnudos.
La piel suave y fría se calienta bajo mi tacto y, cuando corro las manos con
lentitud, me aseguro de subir un poco la falda que la viste.
Andrea coloca sus manos sobre las mías, pero no trata de apartarme. Solo las deja
ahí para sentir los senderos que caricias que trazo por su cuerpo.
Me siento acalorado, duro y muy, muy borracho.
Quiero besarla.
Quiero acariciarla...
Nos giro al ritmo de la música. De pronto, nos encontramos dándole la espalda a la
gente y no hay nada más que paredes a nuestro alrededor. Elevo el vestido un poco
más, de modo que, cuando deslizo mi tacto hacia el interior de sus muslos, soy
capaz de sentir, con las puntas de los dedos, el material delgado de las bragas que
lleva puestas.
Andrea se remueve contra mí, pero abre ligeramente las piernas, de modo que puedo
frotar mis yemas sobre la prenda con más firmeza.
Siento cómo sus extremidades se vuelven lánguidas a mi alrededor. Como sus pulmones
se llenan de aire con rapidez, junto con lo acelerado de su respiración, y como el
suave encaje va llenándose de la humedad que mis caricias le provocan.
Quiero sentirla. Quiero acariciar la piel caliente y húmeda de su feminidad; es por
eso, que arriesgándome un poco más, empujo el material hacia a un lado.
Andrea contiene la respiración. Yo también lo hago. Entonces, deslizo mi tacto
hasta que soy capaz de buscarle el clítoris entre los pliegues.
Todo su cuerpo se tensa cuando comienzo a acariciarla y aferro mi brazo a su
alrededor cuando sus piernas se ablandan.
Inclina la cabeza hacia a mí y yo hago lo mismo, de modo que mis labios le quedan a
la altura de la oreja. Le susurro al oído todo lo que quiero hacerle. Cuánto me
gusta. Cuánto me pone.
Sus uñas se clavan en la carne de mi muñeca y atrapo el lóbulo de su oreja entre
mis dientes cuando me aparta la mano y su cuerpo entero comienza a temblar.
Para ese momento estoy tan duro. Tan caliente. Tan poco racional, que ni siquiera
lo pienso cuando siento cómo se baja el vestido, entrelaza nuestros dedos y guía
nuestro camino hacia los pasillos que dan a los baños del área VIP.
Estamos a punto de escabullirnos en el que dirige al baño de chicas, cuando, sin
más, me empuja contra la pared y me da un beso urgente.
Al principio, no entiendo qué diablos ocurre, pero, cuando veo a un puñado de
chicas abandonar el área, todo tiene sentido.
Luego de que desaparecen, Andrea se aparta de mí, me limpia el labio inferior con
el pulgar y, cuando lo aparta, noto el tono carmesí que —seguramente— me cubre toda
la boca.
Le regalo una sonrisa lenta y peligrosa, y su mirada se oscurece.
Entonces, toma mi mano una vez más y guía nuestro camino hacia el interior del baño
de mujeres. Una vez dentro, me aseguro de cerrar la puerta y echarle el pestillo.
Ella, sin perder el tiempo, tira de mí y se trepa a la barra alta de los lavamanos.
Yo la tomo por la parte trasera de las rodillas y la hago flexionarlas, de modo que
puedo deslizar mis manos por sus muslos, hacia el interior de su vestido.
Las bragas de encaje se deslizan por sus muslos suaves y, cuando las retiro
completamente de su cuerpo, las tomo en mi puño.
Sus dedos se deshacen de la hebilla de mi cinturón y clavo mis ojos en los suyos
mientras guardo la prenda en el bolsillo de mis pantalones. Acto seguido, la ayudo
a desnudar mi erección.
Luego, le levanto el vestido y froto mi pulgar contra su clítoris en el proceso.
—¿Tienes...?
Antes de que ella termine de preguntar, ya estoy —alarmado— hurgando en la cartera.
La palabrota que se forma en la punta de mi lengua se desvanece en el instante en
el que lo recuerdo...
Mis ojos se abren con sorpresa y me rebusco en los bolsillos traseros por el condón
que Julián me lanzó hace rato.
Sus ojos se entornan en mi dirección.
—¿Por qué tienes un condón contigo si se supone que esto es exclusivo? —dice, con
recelo, y una carcajada se me escapa.
—Uno de los amigos de mi hermano llegó lanzando docenas de estos por todos lados.
Si buscas, seguro te encuentras algunos en el suelo, debajo de la mesa. —Le guiño
un ojo—. Esto es exclusivo, Andrea, incluso desde antes de que empezara.
Algo dulce —y aterrador— se apodera de su mirada, pero no dejo que eso me turbe y
me acerco para asentarme entre sus piernas.
Mientras desgarro el envoltorio y me coloco el preservativo, la miro a los ojos.
Cuando estoy listo, me acerco para besarla, pero ella se aparta.
—No... —susurra, con un hilo de voz—. No te lo mereces.
Sonrío.
—No puedo besarte, pero sí puedo hacerte esto... —Froto su clítoris con el pulgar
una vez más sus ojos se cierran de golpe antes de que un suspiro roto se le escape
—. A veces me pregunto qué te pasa por la cabeza.
Ella, suelta un gemido en respuesta y uno mi frente a la suya antes de colocarme en
su entrada.
—Esto tendrá que ser muy rápido, preciosa —digo, sintiendo la adrenalina de saber
que, en cualquier momento, alguien puede llegar. Sé que le eché el pestillo a la
puerta, pero, ¿cuánto tardará alguien con una llave a abrir la puerta? —. Vas a
tener que ayudarme un poco aquí.
La confusión se apodera de su rostro durante un instante, pero no hago nada para
aclararle a qué me refiero todavía. En su lugar, me hundo en ella. Lento. Profundo.
Sus labios se entreabren en un grito silencioso y me acuna el rostro con ambas
manos cuando envuelve las piernas en mis caderas para acogerme entero.
Mi respiración rota se mezcla con la suya, pero, cuando trato de besarla, ella se
aparta.
—No... —suelta en un resuello.
Mis ojos se clavan en los suyos en ese momento, y una emoción salvaje se apodera de
pecho cuando caigo en la cuenta de que muero por besarla y no me deja.
Un gruñido ronco se me escapa a manera de protesta, pero, en lugar de hacer un
drama por ello o besarla a la fuerza, comienzo a moverme en su interior.
No soy nada suave. Los empujes son duros, fuertes, firmes. Me muevo contra ella con
toda la intención de correrme cuanto antes. Pequeños gemidos son arrancados entre
respiraciones entrecortadas de sus labios y aprieto la mandíbula cuando la levanto
un poco para cambiar el ángulo en el que nos encontramos.
—Ayúdame, amor —pido, en un susurro ronco—. Tócate.
Y ella así lo hace. Introduce una mano entre nuestros cuerpos y se acaricia
mientras la penetro.
Ella medio grita y echa la cabeza hacia atrás y, de pronto, todo es difuso.
Intenso. Abrumador.
Mi nombre se le escapa entre susurros temblorosos y tengo que cubrirle la boca con
la mano cuando un sonido particularmente escandaloso la abandona.
—Andrea, no voy a aguantar mucho —digo, con los dientes apretados.
Ella se aferra a mí con más fuerza antes de resollar:
—Yo tampoco.
Mis manos se colocan en su nuca y uno nuestras frentes. Ella no deja de tocarse
mientras que empujo con más ímpetu que antes.
Un grito ahogado se le escapa de la garganta y, de pronto, siento cómo todo su
cuerpo se estremece con la fuerza del orgasmo. Es todo lo que necesito para apretar
los dientes y dejarme ir yo también.

Andrea baja del lugar en el que se encuentra trepada y, dando un par de pasos
tambaleantes que me hacen tomarla de las manos, dice:
—Nunca lo había hecho en un baño.
Suena agitada y no puedo evitar soltar una carcajada mientras me quito el
preservativo y lo anudo para tirarlo al cesto de la basura.
—Yo tampoco —me sincero, mirándola a través del espejo. Ella me observa de regreso
y esboza una sonrisa que me hace querer acorralarla de nuevo contra la pared más
cercana.
Se baja la falda del vestido.
—¿Me das mi ropa interior? —pide, extendiendo su mano hacia mí.
Estoy abrochándome el cinturón llegados a ese punto.
Niego con la cabeza.
—Es mía ahora.
—No voy a salir de aquí sin ropa interior.
—¿Por qué no? —Arqueo una ceja.
—Porque se me va a ver todo el culo —dice, en un siseo escandaloso y mi sonrisa se
ensancha.
La miro de arriba abajo.
—Estarás bien —resuelvo—. El vestido no es tan corto.
Estoy mintiendo. Por supuesto que es corto. No luce vulgar o de mal gusto, pero no
deja de ser corto... Y eso me encanta.
El rubor se apodera de su rostro casi de inmediato.
—¿Estás seguro que quieres que ande por ahí sin ropa interior, en un vestido
diminuto? —inquiere, y el gorila en mi interior ruge a manera de protesta. Por
supuesto que no me agrada la idea cuando lo expone de esa manera, pero, por esta
ocasión, decido que voy a aprovecharme de las circunstancias.
Me encojo de hombros.
—¿Por qué no?
La indignación en su gesto es tanta, que tengo que reprimir una carcajada.
—Eres odioso —masculla, mientras se acerca al lavamanos a lavarse.
Yo no digo nada y hago lo propio y, luego de quitarme el lápiz labial rojo que
tengo en la boca por el beso que nos dimos antes de entrar, anuncio mi retirada —no
sin antes decirle que la esperaré a la salida de los baños.
Ella, luego de echarme un último vistazo cargado de rencor por el asunto de las
bragas, dice que me alcanzará cuanto antes.

Cuando abandono el corredor de los baños para dirigirme al lugar en el que acordé
encontrarme con Andrea, una voz a mis espaldas me llama y, con ello, hace que me
gire sobre mis talones.
El alcohol en mi sangre hace que el suelo debajo de mis pies se tambalee
ligeramente, pero nada que me haga perder el equilibro o lucir ridículo; sin
embargo, no es hasta que me encuentro con la imagen de un Julián con gesto furioso
acercándose a mí a paso rápido y decidido, que la confusión me embarga.
—¡Eres un hijo de puta! —escupe, cuando está lo suficientemente cerca para que
pueda escucharlo, pero no entiendo qué carajos le sucede.
Mi ceño se frunce, pero no me amedrento cuando se acerca para intimidarme.
—¿Qué demonios...?
—Sabías que esa chica me gustaba —sisea y su aliento alcohólico me golpea de lleno.
—Julián, estás borracho y las cosas no son como tú piensas —digo, tranquilo.
—¡Borracho y una mierda! —estalla—. ¡Lo hiciste solo para joderme! ¡¿No es así?!
¡Siempre lo haces para joderme!
—Julián...
—¡Vete a la mierda, Bruno! —Me corta de tajo—. ¡Eres un pedazo de mierda!
Un destello de irritación me calienta el pecho en ese momento, pero aprieto la
mandíbula y me mantengo estoico pese a todo.
En ese momento, por el rabillo del ojo, soy capaz de ver como Andrea se detiene a
pocos pasos de distancia al notar que algo está ocurriendo. Su expresión alarmada
me hace plantarme con más firmeza frente a Julián.
—¡Lárgate de aquí! —Julián grita—. ¡Vete si no quieres que haga que te saquen a
patadas como el muerto de hambre que eres!
Esta vez, la punzada iracunda es tan grande, que toma todo de mí no atestar un
puñetazo en su contra.
Aprieto la mandíbula.
Asiento.
—Que te la sigas pasando bien, Julián —digo, echándole un vistazo a Andrea, quien,
en ese momento, comienza a avanzar en mi dirección.
—Sí —escupe, cuando los dedos de la chica en cuestión se entrelazan con los míos y
su cuerpo se pega al mío, en señal de apoyo—. Tú también puedes lamerme un
testículo.
Mis puños se aprietan y Andrea tira de mí ligeramente, para alejarme de aquí.
—Bruno... —dice, en voz baja, y tomo una inspiración profunda para tranquilizar el
impulso asesino que me hierve en las venas.
Acto seguido, sin decir nada, me giro sobre mi eje y comienzo a avanzar con Andrea
de la mano.
Cuando salimos de la vista de mi hermano, detiene nuestro andar y me obliga a
encararla.
—¿Qué pasó? —inquiere, con preocupación.
Yo sacudo la cabeza.
—Una estupidez —digo, luego de un suspiro cansino—. Ni siquiera vale la pena.
Andrea aprieta los labios en un gesto inconforme.
—Pero, Bruno...
Le robo un beso fugaz.
—Ahora no, preciosa —digo, en voz baja, para restarle importancia y ella me mira,
aturdida, unos instantes antes de hacer un mohín.
Una sonrisa suave se desliza en mis labios y le acaricio el pómulo con el pulgar.
—Debo irme —digo, a manera de disculpa y la decepción le surca las facciones—. No
puedo quedarme luego de lo que acaba de pasar.
Ella asiente pesarosa y yo le beso el dorso de la mano.
—Te veo en casa —digo, sin apartar los ojos de los suyos.
—Llévame contigo —pide, cuando estoy a punto de marcharme y una sonrisa suave se
desliza en mis labios.
—Creí que ibas a irte de aquí con tus amigos —apunto y ella se encoge de hombros
mientras sonríe.
—Estarán bien sin mí. Solo necesito avisarles. Y pagarle el taxi a Karla.
Sonrío.
—Si quiere irse ya, puede hacerlo con nosotros. La dejamos en su casa —resuelvo—.
Si quiere quedarse, puedo pedirle un Uber o, si te parece demasiado peligroso,
puedo llamar a uno de los choferes de confianza del despacho para que venga a
recogerla y a llevarla a casa.
—Bruno...
—Ni siquiera empieces a quejarte, Andrea Roldán —advierto, pero sueno juguetón
mientras hablo—. Te lo debo. Por ser un imbécil.
Esboza una sonrisa dulce.
—Vamos —digo, cuando doy por ganada la discusión, y entrelazo nuestros dedos para
encaminarnos hacia la mesa, donde nuestras pertenencias —y la amiga de Andrea— se
encuentran.

Capítulo 30

ANDREA

El pent-house está en completa oscuridad cuando llegamos.


No sé muy bien qué hora es, pero estoy tan borracha y Bruno tan cerca, que no puedo
pensar con claridad.
Avanzamos en la penumbra, él detrás de mí, abrazándome por la cintura, hundiendo la
cara en el hueco de mi cuello para besarlo a sus anchas; yo, aferrada a sus brazos
firmes, mientras inclino la cabeza hacia a un lado para darle entrada a eso que
busca.
Mis labios se entreabren cuando la mano de Bruno sube para introducirse en el
escote del vestido y acariciarme un pecho. Un gruñido aprobatorio escapa de su
garganta cuando se da cuenta de que no llevo sujetador y una nueva oleada de calor
me golpea.
El camino al departamento fue rápido en taxi y, luego de que dejamos a Karla en
casa, Bruno no dejó de susurrarme al oído todo lo que me haría tan pronto como
pusiéramos un pie dentro del elevador.
Y no ha mentido. No ha dejado de desperdigar besos fugaces en todos lados. Ahora
mismo, nos encaminamos a paso lento y torpe por el pasillo que da a la habitación,
y solo puedo pensar en lo mucho que quiero sentirlo de nuevo en mi interior.
Un suspiro roto se me escapa cuando su mano libre —esa con la que no me acaricia
los pechos— se desliza entre mis muslos y busca entre mis pliegues por mi punto más
sensible.
Un gruñido ronco se le escapa cuando lo encuentra —porque sigo sin llevar ropa
interior— y un gemido entrecortado me abandona cuando sus dedos empiezan a trazar
caricias en mi centro.
Las rodillas me fallan, el aliento me falta y siento que me va a explotar la cabeza
si sigue acariciándome como lo hace.
Bruno me gira sobre mis talones y me besa con fuerza. Su lengua y la mía se
encuentran en el camino y seguimos avanzando así, mientras le deshago los botones
de la camisa.
Para cuando llegamos a la habitación, Bruno está desnudo de las caderas hacia
arriba, y me recuesto sobre la cama mientras él tira de mis tobillos para colocarme
en la orilla.
Cuando esto ocurre, el mundo da una voltereta. Estoy muy borracha.
—Estoy demasiado borracho —la voz de Bruno es un eco del pensamiento que me asalta
y asiento en acuerdo.
—Yo también —digo, en un resuello, mientras siento cómo me quita los zapatos altos.
El alivio que sienten mis plantas es inmediato, pero se marcha en el instante en el
que él une su frente a la mía antes de besarme una vez más.
—Ven —susurra contra mi boca mientras se quita los zapatos y los calcetines, acto
seguido, sube a la cama de un movimiento que se me antoja atlético y caliente; acto
seguido, se coloca contra la cabecera, recostado en una posición medio sentada.
Me toma unos instantes apartar la vista de su abdomen plano y fuerte para notar que
me mira con curiosidad y diversión.
—¿Te gusta lo que ves, preciosa? —inquiere y siento cómo el calor se apodera de mi
rostro de inmediato.
—Te detesto —mascullo, al tiempo que trepo a la cama, me temo, con menos gracia que
él.
Tiene las piernas abiertas, así que me instalo entre ellas y avanzo para
encontrarme con su boca.
—Y tú a mí me encantas —dice, cuando estoy lo suficientemente cerca como para
sentir su aliento rozándome los labios mientras me mira a los ojos.
Todo dentro de mí se convierte en marea alta. En un torrente incontenible de
emociones.
No me da tiempo de responder, ya que, de un movimiento suave, me obliga a girar
sobre mi eje para acomodarme entre sus piernas abiertas. Una vez que estoy de
espaldas a él, sentada entre sus piernas, tira de mí con suavidad hacia atrás; de
modo que ahora quedo recostada sobre él. Mi espalda ahora está pegada a su pecho y
abdomen firme; mi cabeza le queda a la altura del hombro. Aliento caliento me hace
cosquillas en la oreja.
Desde donde me encuentro, solo soy capaz de ver las piernas fuertes —y vestidas— de
Bruno y sus pies descalzos; y mi propio cuerpo, enfundado en un vestido
escandalosamente alzado, y unos muslos desnudos asentados entre los suyos.
Bruno me acaricia un pecho con suavidad por encima de la ropa y me envuelve la
cintura con su brazo libre antes de deslizar su tacto por mi cintura, más allá del
ombligo.
Cuando sus dedos expertos rozan mis pliegues, me remuevo en mi lugar. Él gruñe
contra mi oído y deja de atenderme los pechos para levantarme el vestido con
suavidad.
Cuando bajo la mirada, solo soy capaz de encontrarme con el material arrugado en mi
cintura y la desnudez completa de mi cuerpo en la parte baja.
El corazón me da un tropiezo cuando veo cómo su mano vuelve a instalarse entre mis
piernas y busca hasta encontrar mi punto más sensible.
Mis ojos se cierran y echo la cabeza hacia atrás, mientras trato de absorber el
placer intenso que me provoca la forma en la que me acaricia.
—¿Sabes también qué me encanta? —dice, en un susurro ronco contra mi oreja y mi
única respuesta es un gemido suave—. Como te mojas para mí.
Introduce un dedo largo en mi interior.
—Por mí...
Agrega un dedo y un sonido —mitad quejido, mitad gemido— se me escapa.
Con su mano libre me acaricia los pechos y las mías están aferradas a él. Al
material de sus vaqueros negros.
—Quiero que mires, Andrea —susurra contra mi oreja—. Quiero que veas cómo te toco.
La vergüenza que me embarga es grande, pero, de todos modos, me obligo a mirar y a
bajar la vista hacia nosotros. Hacia lo que me hace.
Su palma está presionada contra mi punto más sensible; al tiempo que dos de sus
dedos se mantienen en mi interior. Entonces, comienzan a bombear con lentitud.
Un gemido silencioso me abre los labios, pero no puedo apartar la vista de lo que
veo. No puedo dejar de verlo cambiar el ritmo de su caricia para frotarme desde
otro ángulo.
Bruno no deja de susurrarme al oído cuán duro lo pongo. Cuán caliente soy y cuánto
se muere por estar dentro de mí.
Sonidos rotos se me escapan entre jadeos cuando sus caricias me provocan una oleada
intensa de sensaciones y, de pronto, no puedo pensar. No puedo hacer más que
concentrarme en todo eso que me provoca. En el nudo intenso de placer que me
atenaza el vientre y el latir desbocado de mi corazón.
Estoy a punto de estallar. El orgasmo inminente está a punto de azotarme con
violencia, cuando la voz de Bruno me llena los oídos:
—¿Confías en mí, preciosa?
No puedo responder, así que asiento y emito un sonido que provoca un gruñido en él.
—Bien —dice, entre dientes y, entonces, deja de acariciarme, pero no aparta su mano
de mi centro.
Las ganas que tengo de gritar de la frustración son tantas, que un balbuceo
incoherente se me escapa.
Todo mi cuerpo está en absoluta tensión, privado de la liberación y, justo cuando
siento que voy a hacer implosión, reanuda el ritmo de sus caricias.
—B-Bruno... —Mi tono suena a reproche. Lo es.
—Lo sé, amor —dice, sin aliento, contra mi oreja, como si tratase de consolarme y
aprieto los dientes cuando, de nuevo, la sensación previa al orgasmo comienza a
llenarme los sentidos—. Lo siento.
Esta vez, cuando se detiene antes de permitirme llegar, me remuevo en mi lugar a
manera de protesta y trato de apartarle la mano. No me lo permite.
Un lloriqueo ininteligible se me escapa y Bruno reanuda la marcha de su caricia una
vez más.
—B-Bruno, por favor... —suplico, en un resuello tembloroso e inestable.
En respuesta, él gruñe. Su caricia cambia de ángulo y todo se vuelve difuso.
Tengo un nudo en el vientre, el corazón me late con violencia contra las costillas
y estoy convencida de que si sigue torturándome así voy a enloquecer.
Esta vez, cuando se detiene antes de que acabe, un sonido a medio camino entre un
gruñido y un quejido brota de mi garganta.
Me remuevo una vez más, pero él me sostiene de las caderas con su mano libre.
—Bruno... —me quejo de nuevo, pero su única respuesta es un beso en mi hombro y la
reanudación de sus caricias en mi centro.
Esta vez, cuando lo hace, la sensación placentera es tan intensa, que apenas puedo
soportarla.
—Ya casi, amor —replica y un grito ahogado se me escapa cuando la velocidad de su
caricia cambia.
Él gruñe contra mi oreja cuando mis caderas empiezan a alzarse en la búsqueda de su
toque y todo se vuelve tan intenso. Tan abrumador. Tan caliente... Que no soy capaz
de pensar con claridad.
—¿Quieres correrte ya, cariño? —dice, entre dientes, al tiempo que cambia el ángulo
y la forma en la que me acaricia.
En respuesta, suelto un gemido incoherente.
Su caricia cambia una vez más y, esta vez, el orgasmo es irrefrenable. Demoledor.
Me hace alzar las caderas y temblar todo el cuerpo. Me hace caer en picada y lo
obliga a sostenerme con fuerza en mi lugar, mientras los espasmos irrefrenables me
hacen polvo los músculos.
Soy vagamente consciente de cómo Bruno rebusca en el cajón del buró junto a la
cama, y apenas puedo procesar lo que ocurre cuando, con suavidad, me saca el
vestido por encima de la cabeza; dejándome en total desnudez entre sus brazos.
Cuando siento cómo escurre una mano entre nuestros cuerpos para deshacerse de la
hebilla del cinturón y del botón de su pantalón, un nudo de anticipación me atenaza
el vientre.
Trato de girarme sobre mi eje, para acariciarlo, pero él no me lo permite.
—Así... —pide—. Lo quiero rápido. Caliente. Y contigo arriba.
El rubor se apodera de mi rostro, pero la idea de montarlo en la postura en la que
nos encontramos, se me antoja íntima e intensa.
Me aparto un poco para permitirlo liberarse a sí mismo y colocarse el preservativo
que ha sacado de la gaveta del buró sin siquiera molestarse en quitarse los
pantalones.
Cuando está listo, nos acomoda de modo que termino encima de él, con las piernas
abiertas —escandalosamente abiertas— a cada lado de las sus caderas y la espalda
recostada sobre su pecho firme.
Una vez en esta posición, flexiona las rodillas y escurre una mano entre nuestros
cuerpos, de modo que soy capaz de sentirlo en mi entrada.
La posición es complicada, pero, una vez que estamos listos, soy capaz de sentir el
latir desbocado de mi pulso contra mis orejas debido a la anticipación.
Me deslizo hacia abajo con lentitud. Él empuja las caderas también y, de pronto, lo
siento abrirse paso en mi interior con lentitud.
La sensación invasiva es abrumadora, y todavía hay un poco de dolor cuando entra en
mí por primera vez, pero no es nada que me impida continuar. Nada que me impida de
disfrutar de lo que hacemos juntos.
Me toma apenas unos instantes acostumbrarme a la sensación de intrusión que me
embarga, pero él parece notarlo, ya que espera unos instantes antes de que
empecemos a movernos.
Al principio, todo se siente lento. Torpe. Pero, en el instante en el que él me
pone las manos en las caderas y comienza a guiar el ángulo en el que nos
encontramos, todo se vuelve fácil —e intenso.
Bruno desliza una mano sobre mi cuerpo, de modo que es capaz de acariciarme al
tiempo que empuja en mi interior una y otra vez. Es en ese preciso instante, en el
que yo pierdo la capacidad de pensar.
Gemidos suaves e involuntarios brotan de mi garganta cuando sus dedos comienzan a
trazar círculos firmes sobre mi punto más sensible y el mundo entero da una
voltereta de placer.
—¿Sientes lo que me haces? —Gruñe contra mi oreja y un grito ahogado se me escapa
por la manera en la que empuja en mi interior—. ¿Sientes lo duro que estoy por ti?
—¡B-Bruno!
—¿Tienes una idea de cuánto me pone escucharte gritar mi nombre? —dice, en un
susurro gutural y un balbuceo incoherente se me escapa.
No puedo más. Voy a estallar una vez más.
No sé qué diablos es lo que este hombre me hace, pero es capaz de llevarme a un
lugar al que no creí llegar jamás. Uno cálido, dulce... y ardiente. Uno hecho de
todas estas sensaciones que me despierta y que me llevan al borde de la locura.
—Andy, voy a correrme —gruñe, a mis espaldas, con la voz entrecortada y, presa de
un impulso envalentonado, le aparto la mano con la que me acaricia y comienzo a
hacerlo yo misma. Comienzo a acariciarme para llegar ahí con él.
—Y-Yo también... —digo, en un resuello y un sonido gutural se le escapa cuando
afianza sus manos en mis caderas y comienza a embestir con fuerza.
El placer me zumba en las venas. El corazón me late con violencia contra las
costillas y una oleada de calor parece estar a punto de fundirme el cuerpo entero.
Grito su nombre. Él gruñe el mío...
Y, entonces, estallo en fragmentos diminutos. Él también se tensa debajo de mí unos
instantes antes de embestir un par de veces más y dejarnos caer sobre el mullido
colchón.
Mi pecho sube y baja en consecuencia a mi respiración dificultosa, pero eso no
impide que haga salir a Bruno de mi interior —con cuidado de no llevarme el
preservativo conmigo— para rodarme y caer sobre el colchón.
Bruno se quita el condón de un movimiento antes de tirarlo en el cesto de la basura
y volverse para encontrarme.
Cuando lo hace, me acaricia un lado del rostro. Cierro los ojos ante su tacto y me
acerco a él.
De inmediato, se acomoda de modo que puede envolverme entre sus brazos.
—¿Tienes frío? —dice, en un susurro, al tiempo que me frota los muslos fríos por la
desnudez.
Asiento, en un balbuceo ininteligible y él me besa la frente antes de desaparecer.
Acto seguido, siento como algo cálido y suave me cubre, pero estoy tan agotada
ahora, que no soy capaz de abrir los ojos para descubrir de qué se trata.
Un brazo se envuelve a mi alrededor y otro beso es depositado en mi frente antes de
que, finalmente, me deje vencer por el sueño.

***

He tenido un día horroroso. Entre el dolor de cabeza y lo indispuesto que tengo el


estómago luego de la borrachera tan horrorosa que me puse anoche, no puedo dejar de
desear estar en casa de una buena vez.
Esta mañana, pese a que me sentía terrible, me obligué a meterme en la ducha y
alistarme para ir a trabajar. Ni siquiera la terquedad y la tozudez de Bruno fueron
capaces de hacer que me quedara en casa con él. A cambio, tuve que acceder a
dejarlo pedirme —y pagarme— un Uber para que me llevara al trabajo.
El día entero fue una tortura en el trabajo. Entre las filas interminables de
gente, el barullo, las ganas de vomitar y el dolor de cabeza, fue imposible
conseguir unos minutos para respirar. Apenas sí pude salir a mordisquear un
sándwich que compré ahí mismo, en el Walmart en el que trabajo, antes de volver a
enfrascarme en el caos que es el supermercado los domingos.
Eventualmente, Bruno me envía un mensaje para preguntarme si quiero que venga a
recogerme, pero, debido a que no hemos hablado de los términos y condiciones de
nuestra relación, decido decirle que no es necesario. Que saldré temprano y que iré
a casa en transporte público.

Son las cinco de la tarde cuando mi turno habitual termina y decido que me es
físicamente imposible hacer horas extras. Apenas son las cinco y veinte cuando
Karla y yo nos despedimos en la parada del autobús, y son casi las seis cuando hago
mi camino a pie hasta el edificio donde el pent-house se encuentra.
La caminata me sabe corta, ligera y amena al ritmo del nuevo álbum de Harry Styles,
así que, para cuando llego al ascensor, estoy de un humor inmejorable.
La preciosa sala del departamento me recibe iluminada, y es lo único que necesito
para saber que Bruno está en casa.
Seguro está trabajando en el despacho. Pienso, pese a que sé que es domingo. Porque
así de demente está ese hombre.
Un nudo de anticipación me atenaza las entrañas solo porque sé que no podré
posponer mucho tiempo nuestra conversación, pero me las arreglo a avanzar hasta mi
improvisada habitación para deshacerme del bolso que siempre llevo conmigo al
trabajo y el suéter que, en el afán de no cargar, me puse encima.
Luego, me quito los zapatos y bajo de nuevo en dirección a la cocina por algo para
comer.
Pese a que el estómago dejó de dolerme hace ya unas horas y el malestar estomacal
ha disminuido, todavía no quiero confiarme. El sordo dolor de cabeza que aún me
invade me dice que sea cuidadosa y elija bien lo que me voy a meter a la boca.
Finalmente, luego de un intenso debate interno, opto por comenzar con una manzana
antes de intentar comerme algo más consistente.
Estoy a punto de darle una mordida —luego de haberla lavado—, cuando Bruno Ranieri
aparece en el umbral de la puerta, vestido con una remera grande y unos shorts que
le llegan a la rodilla.
De manera inevitable, el corazón me da un vuelco furioso cuando nuestros ojos se
encuentran y un escalofrío de pura anticipación me recorre cuando noto el brillo
extraño que tienen sus ojos.
Alzo una mano a manera de saludo y le doy una mordida a la manzana en mi mano. Él
se cruza de brazos al tiempo que se recarga contra el marco de la puerta. El gesto
es desgarbado y despreocupado, pero hay algo premeditado en él. Planeado. Falto de
naturalidad.
—¿Qué tal el trabajo, Andrea? —inquiere, con ese tono ronco y profundo que posee, y
otro escalofrío me recorre—. ¿Tuviste resaca?
Luce fresco y casual, pero, de alguna manera, me hace sentir como si fuese yo la
que va poco vestida.
Me tomo mi tiempo masticando lo que traigo en la boca y, una vez que puedo hablar,
me encojo de hombros para decir:
—Lo normal. Nada de qué agobiarse. ¿Tú? ¿Qué tal la resaca? ¿Qué tal tu domingo? —
No sé por qué me siento tan forzada. Como si estuviese tratando de parlotear para
compensar el hecho de que me siento intimidada por la forma en la que me mira; como
si supiera algo que yo no.
—La resaca me dio problemas hasta el mediodía —Bruno replica, con ese tono aburrido
que es capaz de entonar a diestra y siniestra—. El domingo, sin embargo, ha sido
toda una revelación.
Frunzo mi ceño, ligeramente confundida por su comentario.
—¿Una revelación?
Una sonrisa lenta y perezosa se desliza por sus labios en ese momento y, de pronto,
una alarma extraña se enciende en mi sistema. La insidiosa sensación de que me
estoy perdiendo de algo importante me embarga por completo y un pequeño nudo de
ansiedad y nerviosismo comienza a formarse en mi estómago, pese a que no sé muy
bien por qué.
—Resulta que hace como una hora Dante me llamó por teléfono para pedirme un favor —
comienza, al tiempo que se aparta del umbral y avanza en mi dirección—. Está
tratando de tener un control de todas las propiedades a nombre de su familia, así
que me pidió que buscara las del pent-house. —Abre el refrigerador y toma un cartón
de jugo de naranja abierto. Acto seguido, le da un trago largo y me señala con él
para decir—: Imagínate que me dio permiso de hurgar en cada rincón de la habitación
principal. Sobre todo, en el vestidor y todos los rincones del armario. —Las manos
empiezan a temblarme. Él cierra la nevera y me regala una sonrisa socarrona—. Ya te
imaginarás la sorpresa que me llevé al encontrarme una caja de zapatos repleta
de... tú sabes... juguetes.
Siento cómo el corazón se me apelmaza en los pies de un solo movimiento.
Me aclaro la garganta.
—Ah, ¿sí? —digo, nerviosa—. Seguro son de Génesis. De Dante. —Me encojo de hombros
—. Algo erótico que hacen como esposos. Yo qué sé.
Él sonríe.
—Tienes razón —dice, al tiempo que da un par de pasos más cerca—. ¿Será prudente
llamarles para pedirles disculpas por haber encontrado algo tan... íntimo?
Trago duro.
—N-No creo que sea prudente. No deberías decirles nada —digo, con un hilo de voz—.
Deberías evitarte y evitarles a ellos la vergüenza.
—Pero, debo insistir, me siento en el deber de ofrecer una disculpa. Por haber
invadido su intimidad, quiero decir.
Me quedo muda. Petrificada ante la situación y quiero gritar. Quiero echarme a
llorar. Quiero desaparecer del planeta porque Bruno Ranieri encontró los juguetes
con los que hacía mi terapia física para el vaginismo. Porque encontró todo eso que
tan recelosamente había guardado de su vista.
—¿Sabes qué? Voy a llamarle a Dante ahora mismo. Es lo mejor.
La manzana que sostengo entre los dedos se me cae al suelo y el aliento me falta.
El corazón me golpea con violencia contra las costillas y casi puedo jurar que
estoy a punto de desmayarme.
Bruno saca su teléfono del bolsillo del shorts que lleva puesto y rebusca en él.
¡No puedes permitir que le llame! ¡Si habla con Dante, él también sabrá que son
tuyos! Me grita el subconsciente y sé que tiene razón.
Sé que debo detener a Bruno ahora mismo, es por eso que, con un nudo formándose en
la base de mi tráquea digo, en un susurro tembloroso:
—S-Son míos.
Bruno alza la vista del aparato que sostiene entre los dedos y su mirada se
oscurece varios tonos.
—¿Qué? —dice, pese a que no suena para nada sorprendido.
Él sabía que eran tuyos. Solo te estaba engañando.
Cierro los ojos con fuerza, al tiempo que me llevo las manos a la cabeza.
Acto seguido, repito, con la voz entrecortada:
—Los juguetes son míos.

Capítulo 31

BRUNO

Arqueo una ceja con lentitud, al tiempo que reprimo la sonrisa idiota que amenaza
con filtrarse en mi gesto.
Me lamo los labios. Jamás me había puesto así de duro tan rápido.
—No sabía que eras una chica de juguetes, Andrea —digo, en un tono sugerente y
lascivo.
El rubor que adquiere su rostro es tan intenso, que no puedo dejar de preguntarme
por qué, en el jodido infierno, está así de avergonzada.
Saber que tiene juguetes me pone. Como a un jodido enfermo.
—¡N-No lo soy! —exclama, azorada y, de repente, balbucea algo ininteligible, al
tiempo que comienza a moverse por todo el espacio.
El sonido de su respiración agitada, aunado al terror que se ha apoderado de su
gesto, hace que las alarmas se enciendan en mi sistema de inmediato.
Se lleva las manos a la cara, en un ademán mortificado y, en dos zancadas, acorto
la distancia que nos separa para interponerme en su camino.
—Hey... —digo, al tiempo que le pongo las manos en los brazos para detenerla y me
inclino hacia adelante, de modo que soy capaz de verla a los ojos.
Los tiene cerrados con fuerza, así que le acuno la cara con suavidad. Ella pone sus
dedos helados y temblorosos sobre los míos.
—Preciosa, no pasa nada —susurro, al tiempo que me acerco un poco más.
Sus ojos se abren.
Lágrimas aterrorizadas le invaden la mirada.
—No es lo que tú piensas —dice, en un susurro arrebatado y, acto seguido, empieza a
farfullar algo sobre un tal Arturo —quien, creo, es su ex prometido o algo por el
estilo. No estoy seguro de haber escuchado bien—, una psicóloga, una condición y
terapia física; pero habla tan rápido que no soy capaz de seguir el hilo arrebatado
de lo que pronuncia.
Sus dedos están tan apretujados en los míos, que sus uñas me hacen daño, pero,
ahora mismo, es lo que menos me importa. En lo único en lo que puedo concentrarme,
es en tratar de entender qué demonios está pasando.
Esta tarde, cuando Dante me llamó para pedirme que le buscara las escrituras del
pent-house y encontré la caja con los juguetes, casi me vi tentado a tomarle una
fotografía para enviársela a Andrea.
Sabía que era de ella. La encontré entre sus cosas —y no porque quisiera husmear
entre sus cosas, sino porque una de las cajas fuertes del pent-house se encuentra
en ese lado del vestidor—, justo detrás de donde guarda las cajas con sus libros. Y
no habría sabido de su contenido de no ser porque, al maniobrar con la que se
encontraba debajo, cayó al suelo —y, con ella, todo su contenido.
Aún puedo recordar la estupefacción que sentí al darme cuenta de lo que eran y lo
rápido que corrió mi mente a lugares calurosos solo de imaginármela utilizando
vasta la variedad de juguetes que tiene.
Por supuesto que mi intención no era burlarme de ella o que reaccionara de la
manera en la que lo hizo. Solo quería que admitiera que eran suyos para después
intentar convencerla de utilizarlos frente a mí...
... Y mientras la follo.
Nunca, ni por asomo, me imaginé que esta era la reacción que obtendría y quiero
golpearme por ello.
—Andy —pronuncio su nombre en voz baja y suave, para que deje de alzar la voz como
lo hace, y baje un poco las revoluciones a las que está maquinando su cabeza—,
escúchame. —La obligo a mirarme a los ojos. Entonces, cuando estoy seguro de que
toda su atención está en mí, digo—: No tiene nada de malo que tengas juguetes de
ese tipo. —Me acerco para hacer énfasis en lo siguiente que voy a decir—: Es
caliente como el infierno.
Traga duro, pero no dice nada.
—No tienes idea de cuántas imágenes mentales pusiste en mi cabeza cuando los
encontré —admito, solo porque necesito dejarle en claro que no tiene absolutamente
nada de qué avergonzarse, y el aturdimiento parece embargarla.
Cuando parpadea, un par de lágrimas gruesas se le escapan, pero se apresura a
limpiarlas.
—¿E-En serio? —inquiere, en un susurro ronco y bajo, y tengo que reprimir las ganas
que tengo de estrujarla contra mi pecho.
En su lugar, le sonrío y asiento.
—Jamás en mi vida había fantaseado tanto algo, Andrea Roldán, y tú has logrado
mantenerme con la imaginación ocupada toda la tarde.
El alivio parece embargarla en ese momento, pero la reacción solo provoca
curiosidad en mí. Una distinta a la anterior. Esta, respecto a la manera en la que
reaccionó y a todo eso que balbuceaba de manera arrebatada y aterrada.
Cierra los ojos.
—Debo admitir que me intriga bastante todo eso que estabas diciendo antes de que
puntualizara mi postura —digo, en voz baja, y el terror vuelve a su rostro.
—No tiene importancia.
—Claro que la tiene. —Soy firme, pero, al mismo tiempo, trato de mostrarme amable y
tranquilo mientras la encaro—. De hecho, creo que es algo que me gustaría escuchar
de nuevo; ahora con calma, para que podamos entendernos, por favor.
La preocupación parece regresar a atormentarla y se despereza de mi agarre para
alejarse un par de pasos.
—Es que...
—Andrea... —la corto de tajo, con suavidad—. Por favor...
Se cubre la cara con las manos, al tiempo que sacude la cabeza en una negativa.
Una palabrota —muy impropia de ella— se le escapa y, cuando me mira, luce tan
angustiada que casi quiero decirle que se olvide del asunto.
—Tienes que prometerme que no vas a decir una sola palabra hasta que termine de
hablar —dice, con un hilo de voz y yo asiento.
—De acuerdo.
—Y tienes que prometerme que no vas a mirarme diferente después de lo que voy a
contarte. —Esta vez, cuando habla, suena tan afectada que una punzada de genuina
preocupación me embarga.
—Lo prometo —digo, porque sé que es lo que necesita; y porque, a estas alturas del
partido, de la única manera en la que puedo ver a Andrea, es como increíble.
Fascinante de pies a cabeza.
Toma una inspiración profunda y luego deja escapar el aire en una exhalación
arrebatada.
Entonces, comienza:
—Cuando estuve comprometida, mi entonces novio y yo intentamos... —Hace una pausa,
al tiempo que desvía la mirada—. Tú sabes... —Asiento, porque no quiero escucharla
hablarme sobre todo el sexo que tuvo con su casi marido. Ella asiente también,
cuando se da cuenta de que sé a qué se refiere y continúa—: Pero... —Deja escapar
el aire en un suspiro tembloroso—. N-Nunca pudimos.
Mi ceño se frunce, ligeramente. La confusión incrementa de manera considerable; así
que, sin más pregunto:
—¿Por qué no?
Ella se muerde el interior de la mejilla, mientras piensa sus palabras con
detenimiento.
—Porque... —Otro suspiro roto y entrecortado—, y-yo no podía.
Entorno los ojos.
—Andrea, no estoy entendiendo...
—Literalmente, Bruno, no podía —explica—. Mi cuerpo entero s-se bloqueaba y no
había poder humano que pudiese hacerme dilatar. Me petrificaba. No podía.
La miro fijo.
—Eso, por obviedad, trajo muchos problemas a mi relación. Más de los que ya
teníamos. —Sacude la cabeza en una negativa—. No sabía qué me ocurría y... y...
luego de que mi compromiso con Arturo terminó, me independicé y empecé a ir a
terapia, lo hablé con mi psicóloga. —Hace una pausa, mientras busca algo en mi
rostro. Una reacción. Lo único que puedo regalarle, es un asentimiento amable, para
instarla a continuar, y ella así lo hace—: Me mandó a hacerme estudios médicos.
Visité a unos cuantos especialistas y... —Otra pausa—. Todos me dijeron que no
había nada malo con mi cuerpo. Con la manera en la que mi organismo funciona. —Se
encoge de hombros—. Era algo que me hacía yo misma. Psicológico...
Un centenar de sensaciones me embarga mientras la escucho, pero no puedo decir
nada. No todavía.
Desvía la mirada, al tiempo que cierra los ojos, presa de una emoción que me hace
querer acortar la distancia que nos separa para envolverla entre mis brazos.
No lo hago. Me quedo aquí, quieto, mientras espero a que ella continúe.
Me mira a los ojos.
—Vengo de una familia muy religiosa, ¿sabes? —Un sonido roto —similar al de un
sollozo reprimido— se le escapa, junto con un montón de lágrimas que quiero limpiar
tan pronto como veo rodar por sus mejillas—. Dormía encerrada con llave en mi
habitación, porque mis padres convenían que no era apropiado que durmiera sin
seguridad habiendo un hombre en casa. —Suelta una risotada torturada y se limpia
las lágrimas con los dedos—. Porque ni siquiera en mi padre se podía confiar,
supongo.
Doy un paso más cerca, pero ella se aparta uno más.
Es en ese momento que entiendo que desea mantener su distancia y me obligo a
quedarme quieto, pese a que solo quiero abrazarla. Enjugarle las lágrimas.
Susurrarle que no tiene que seguir si no desea hacerlo.
—Fui a colegios de monjas para señoritas —hace énfasis en la última parte, como si
estuviese mofándose de algo que solo ella conoce—, hasta que no hubo remedio que
asistir a las escuelas mixtas... y públicas. —Hace una pequeña pausa, para
recomponerse y, cuando lo consigue ligeramente, continúa—: E-El sexo era una
conversación prohibida en casa. No podía ver ciertos programas en la televisión que
eran acordes a mi edad porque eran vulgares, paganos o había la más mínima
insinuación de romance o contacto físico entre un hombre y una mujer.
Un nudo de impotencia se me forma en el estómago, pero aprieto los dientes y me
obligo a mantener los ojos clavados en ella.
—Para cuando tuve edad de que se me hablara de sexo, lo único que recibí fueron
historias de terror sobre embarazos no deseados y un sinfín de cosas más. —Hace un
ademán, como de alguien que no recuerda los detalles sórdidos de algo, pero que
tiene la certeza de que escuchó muchas sandeces—. Además del asunto religioso. De
la crianza ortodoxa. De la virginidad hasta el matrimonio, porque si no lo eres,
entonces, tu valía como mujer se pierde.
Esta vez, no puedo evitar apretar los puños debido a la punzada de ira que ha
comenzado a recorrerme.
—Y estuve tan aterrorizada de todo eso durante tanto tiempo, que, cuando finalmente
intenté... —Se detiene en seco, al tiempo que se acomoda los lentes en un ademán
ansioso, y reprime un puchero que me rompe por completo—, estar con alguien..., no
pude.
La desolación que veo en su gesto solo hace que quiera acortar la distancia que nos
separa y lo intento de nuevo. Doy un paso en su dirección y no se aparta.
—No importaba cuánto hiciera o cómo lo hiciera, no podía. —Cierra los ojos con
fuerza—. Y era una tortura total, porque sentía que había algo terriblemente mal
conmigo.
Hace una pequeña pausa antes de encararme una vez más, sacudiendo la cabeza en una
negativa, como quien trata de deshacerse de un pensamiento indeseable.
—Cuando hablé de todo esto con la psicóloga, y luego de la exhaustiva búsqueda
médica, concluyó que tengo... tenía... no lo sé... algo llamado vaginismo. —Debe
ver la confusión grabada en mis facciones, ya que, pronto, me explica—:
Básicamente, todos los músculos de mi cuerpo entraban en tensión total a la hora de
intimar con alguien. En mi caso, fue ocasionado por la crianza ortodoxa y
religiosa, y todas estas cuestiones morales que se me inculcaron desde niña.
Asiento, ahora más claro de lo que me dice y, al mismo tiempo, sin tenerlo todo
asentado y digerido todavía.
—La terapeuta me dijo que tendríamos que empezar un tratamiento tanto físico, como
psicológico. —Entrelaza sus dedos para hacer sonar las articulaciones, en un gesto
nervioso y, esbozando una mueca dolorosa, dice, con la voz entrecortada—: L-Los
juguetes eran parte del tratamiento.
Silencio.
—E-El ayudarle a mi cuerpo era... necesario. —La mortificación en su gesto es
tanta, doy otro paso más cerca. Pese a eso, no soy capaz de decir nada.
Ella suela una risotada torturada.
—No tenía idea de lo mucho que funcionó la terapia —comenta, al tiempo que voy un
par de pasos más—. No hasta que empezamos esto.
Me detengo en seco.
El corazón se me cae a los pies y, de pronto, no puedo dejar de repetir —en un
bucle incesante— eso último que acaba de decir.
El horror y el pánico se apoderan de mi cuerpo mientras las piezas van acomodándose
en mi cabeza.
Maldita. Sea.
—¿Hasta que empezamos esto? —inquiero, con la voz enronquecida por la revolución
atronadora que acaba de embargarme.
Ella no parece darse cuenta de lo que está ocurriendo, ya que, sin siquiera
pensarlo un poco, asiente y dice:
—Me daba tanto miedo intentarlo luego del desastre con Arturo que, aunque estaba
yendo a terapia y haciendo lo que debía, nunca me atreví a probar una vez más.
Parpadeo un par de veces. El zumbido que me ha invadido la audición es insoportable
y me marea. Me embota los sentidos. Me llena el cuerpo de una conclusión aterradora
y dolorosa.
De pronto, no puedo dejar de reproducir una y otra vez el momento en el que
encontré las diminutas manchas de sangre en las sábanas luego de la primera vez que
estuvimos juntos. No puedo dejar de recordar cuánto trabajo le cuesta acogerme
cuando estoy dentro de ella.
Cierro los ojos con fuerza. Verdadero horror me inunda las venas y un gruñido
frustrado se construye en mi garganta. Quiero golpearme por bruto. Por imbécil.
Creí que solo era estrecha. Muy estrecha. ¿Cómo no iba a serlo si es tan menuda?
¿Tan delgada?
—Andrea... —sueno horrorizado. Aterrado ante el pensamiento que me embarga, y me
siento enfermo. Descolocado ante la posibilidad de haber desvirgado a Andrea Roldán
sin siquiera haberme enterado.
Y no porque sea malo desvirgar a alguien; es solo que siempre fui tan tosco.
Tan... asno.
Sacudo la cabeza con lentitud, sintiéndome atormentado y miserable en partes
iguales, y aprieto la mandíbula.
—Andrea, estás diciéndome que la primera vez que tú y yo... —No puedo continuar de
inmediato. No sé cómo hacerlo; pero, al final, me las arreglo para decir—: La
primera vez que tú y yo estuvimos juntos, fue la primera vez que tú...
No dice nada. Solo me mira fijo.
El corazón me ruge contra las costillas. La mortificación me invade y todo dentro
de mí se convierte en caos porque no hace falta que hable. La expresión torturada y
dolorosa que esboza me lo dice todo y yo lo único que puedo pronunciar es:
—Oh, mierda...

Capítulo 32

ANDREA

Bruno se lleva las manos a la cabeza, al tiempo que me da la espalda, en un gesto


que hace que la garganta me arda.
La mortificación y la angustia que me llena el cuerpo en el instante en el que lo
miro hacer aquello es tan grande, que me duele el pecho. Las lágrimas queman en mis
ojos, pero me las arreglo para mantenerme aquí, firme, con el mentón alzado y el
gesto inexpresivo.
Se gira de nuevo para encararme. La emoción salvaje que le surca las facciones me
provoca un escalofrío y cierro los ojos antes de mojarme los labios con la punta de
la lengua.
—¿Por qué?
Suspiro, al tiempo que una nueva oleada de vergüenza me invade.
—P-Porque me daba miedo. —Sacudo la cabeza en una negativa—. Porque no quería una
relación y tampoco quería que fuese algo casual. No quería que la primera vez que
lo intentara fuese con un completo desconocido.
Lágrimas cálidas me ruedan por las mejillas y me apresuro a limpiarlas.
Él niega con la cabeza.
—No —dice, como si todo lo que acabo de confesarle no tuviese relación con su
pregunta—. ¿Por qué no me lo dijiste?
Me quedo callada.
Durante unos segundos, considero la posibilidad de mentir. De decir que no lo sé.
Que no tengo idea..., pero no quiero hacerlo. No puedo seguir haciéndome esto.
Cargando con todo para no preocupar al resto del mundo. Minimizando lo que siento
solo para no angustiar a los demás.
Trago duro para deshacerme del nudo que tengo en la garganta.
—Porque... —Tomo una inspiración profunda porque me falta el aliento. El corazón me
va a hacer un agujero en el pecho, estoy convencida de ello; y, con todo y eso, me
las arreglo para intentarlo de nuevo—: El complejo de saberme virgen a los
veintiséis era demasiado como para compartirlo con... —Lo señalo, como para
puntualizar algo—. Contigo.
Suelta una palabrota y un juramento, al tiempo que gira sobre su eje; como quien no
encuentra su lugar en la estancia. Entonces, me encara.
—Andrea, debiste decírmelo.
Un par de lágrimas más me abandonan.
—Lo sé —asiento, mientras las enjugo—. Lo siento.
Algo doloroso atraviesa sus facciones.
De pronto, luce como si estuviese a punto de vomitar. Como si algo estuviese
atravesándole el cuerpo de lado a lado.
—¿Te hice daño? —inquiere y, durante unos instantes, no logro entender a qué se
refiere; sin embargo, en el momento en el que caigo en la cuenta de lo que trata de
decir, mis defensas caen.
Niego con la cabeza.
—No —susurro, porque no es una mentira. Si llegó a doler, hizo que pasara pronto—.
Nunca.
En dos zancadas, acorta la distancia que nos separa y me acuna el rostro entre las
manos con suavidad.
Acto seguido, sacude con la cabeza, al tiempo que me mira con una angustia que hace
que el corazón me duela.
—Maldita sea, Andrea. ¿Por qué demonios no me lo dijiste? —Esta vez, pese a que
suena frustrado, su tono es dulce.
Lágrimas nuevas me inundan la mirada y él las limpia con sus pulgares cuando me
ruedan por las mejillas.
Me encojo de hombros, abrumada y me atrae cerca hasta envolverme entre sus brazos
fuertes y firmes. Un suspiro roto se me escapa y él me aprieta contra su pecho
cálido.
—Fui un bruto —dice, contra mi cabello y niego con la cabeza.
Otra palabrota se le escapa y hundo la cara en el hueco entre su cuello y su
hombro.
—Si lo hubiese sabido...
—Bruno —lo corto—, para.
Él suspira, frustrado.
—Fuiste justo lo que necesitaba —digo, sin siquiera pensar en lo que me sale de los
labios y siento cómo se tensa unos segundos.
—No es suficiente —medio gruñe.
Una pequeña risita brota de mis labios, pese a que todavía hay lágrimas corriéndome
por las mejillas y me aprieta con más fuerza contra su pecho.
—Me siento como un imbécil —masculla y afianzo mi agarre en él.
—No lo hagas —susurro y me besa en la sien.
—Y pensar que yo solo intentaba seducirte —dice, entre dientes y otra risotada se
me escapa.
—De haberlo sabido, no abro la boca —me quejo y él ríe con suavidad.
Silencio.
—¿Alguna vez te he lastimado? —inquiere, en voz baja, al cabo de unos instantes.
—Nunca.
—¿Ni siquiera anoche?
—Mucho menos anoche —me aseguro de puntualizar y lo siento relajarse un poco.
—Déjame llevarte a cenar —susurra, al cabo de un largo rato—. Déjame enmendar el
mal trago que te acabo de hacer pasar.
—No es necesario —digo, pero la idea de salir de aquí con él me parece de lo más
tentadora.
—Sé que no, pero me gustaría hacerlo —replica y todo dentro de mí se calienta.
—De acuerdo —digo, al cabo de unos instantes de silencio—. Solo... necesito una
ducha.
Él asiente, pero no me deja ir de inmediato.
Finalmente, cuando nos apartamos, esbozo una sonrisa suave antes de anunciar mi
partida hacia el cuarto de baño.
Bruno se queda ahí, en la cocina, mientras hago mi camino hacia la habitación.

***

Para cuando pedimos la cuenta en la pequeña cenaduría a la que he convencido a


Bruno de ir a cenar, me siento mucho mejor. Mi estado de ánimo es más ligero que
hace un rato que salimos del pent-house, y mucho se lo atribuyo a que Bruno se ha
dedicado a cumplirme hasta el más mínimo de los caprichos.
Luego de la ducha rápida y de vestirme más rápido de lo que jamás creí posible,
Bruno insistió en que fuéramos a algún restaurante de Chapultepec; pero la verdad
es que a mí me apetecía venir a este lugar.
Su cara cuando sugerí venir a la colonia donde viven mis padres a buscar algo de
pozole o un par de enchiladas casi me hizo sentir culpable de siquiera sugerirlo;
pero, luego de una discusión acalorada, un mohín y un beso largo en el
estacionamiento del edificio, accedió a traerme.
El lugar está lleno de gente porque es domingo y el local está casi frente a la
parroquia de la comunidad a la que pertenecen mis papás. Afortunadamente para mí,
mis padres —así como todas esas personas que ahora son indeseables en mi vida— van
sin falta alguna a la misa del mediodía; así que no hay peligro alguno de toparme
con nadie ahora que pasan de las ocho de la noche.
Casi sentí remordimiento de conciencia cuando pasamos a unas calles de donde viven
mis papás y ni siquiera hice el menor intento de pedirle a Bruno que se desviara
para pasar a saludarlos; sin embargo, luego de haberme recordado hasta el cansancio
que lo que menos quiere Bruno es conocer a mis padres, me convencí que había hecho
lo correcto al no comentar nada y guiar nuestro camino hasta este lugar.
Ahora que hemos cenado y conversado de trivialidades hasta el cansancio, no puedo
dejar de sentir que tomamos la decisión correcta al venir aquí.
La sobrina de la dueña —que trabaja como mesera— nos trae la cuenta cuando Bruno
está preguntando si se vería demasiado glotón de su parte decir que quiere pasar
por un churro espolvoreado de azúcar y canela de afuera del templo, y la chica nos
sugiere visitar el puesto junto al atrio, el del señor que tiene vendiendo ahí
desde que tengo uso de razón. Yo, sonriendo, asiento en acuerdo a todo lo que dice.
Por supuesto que son los mejores.
Bruno paga la cena sin siquiera dejarme protestar y masculla algo sobre dejarme
comprarle un churro cuando vayamos de camino al auto. Cuando la chica se marcha y
promete volver para traer el cambio, Bruno anuncia que debe ir al baño y se levanta
de la mesa, dejándome sola.
En ese momento, aprovecho para revisar mis mensajes y respondo a Karla y a Génesis
antes de que un sonido familiar llegue a mí por la espalda:
—¿Andrea?
Alzo la vista de mi teléfono de golpe y busco, aturdida, al dueño de la voz que me
ha llamado. Cuando echo un vistazo hacia atrás, el corazón se me cae a los pies.
Ay, Dios...
Me giro hacia enfrente con lentitud al tiempo que aprieto los puños sobre mis
rodillas y cierro los ojos con fuerza unos instantes.
El terror que me invade el cuerpo es tan grande en estos momentos, que no puedo
pensar con claridad. Que no puedo hacer otra cosa más que perder el aliento y
tratar de recuperarlo; que temblar incontrolablemente mientras caigo en picada en
una espiral dolorosa de recuerdos.
Me pongo de pie y tomo mis cosas, al tiempo que me giro con lentitud; como quien
hace algo de manera casual y deliberada. Cuando clavo mi vista en él una vez más,
me aseguro de regalarle mi mirada más glacial y mi sonrisa más forzada.
La familiar figura de la mujer de edad avanzada que la acompaña me llena el pecho
de una sensación distinta. Cálida. Ella, pronto se da cuenta de mi presencia y,
mientras se acerca a mí con una sonrisa amable, digo:
—Señora Ruvalcaba —le regalo un asentimiento a manera de saludo y, luego, por
cortesía —y de manera seca y golpeada—, digo en dirección al hombre que la sigue—:
Arturo.
Él me mira fijo, al tiempo que da un paso más cerca que me eriza los vellos de la
nuca.
Aprieto la mandíbula.
—¿Cómo has estado, hija? —La madre de Arturo me saluda, jovial y maternal, como si
la ruptura de su hijo conmigo no hubiese sido desastrosa, y la incomodidad crepita
por mi cuerpo a una velocidad impresionante.
No puedo culparla por comportarse de esa manera. Ella nunca supo realmente qué fue
lo que pasó. Arturo lo mantuvo oculto de su familia hasta el último minuto, y no
fue hasta lo amenacé con ponerle una orden de restricción —además de contarle a
toda su familia el patán de mierda tan grande que es—, que les contó que nuestro
compromiso acabó.
No sé qué les habrá dicho o qué se habrá inventado; pero no me sorprendería
enterarme de que no les dijo nada cercano a la verdad.
—Muy bien, gracias. —Asiento, amable, pero guardando mis distancias.
—¿Tus padres? —Ella inquiere, pese a que no he hecho nada para continuar con
nuestra interacción.
—Muy bien, también.
—Qué gusto me da. —La señora parece captar de inmediato mi renuencia a hablar y se
aclara la garganta antes de abrir la boca para decir algo.
—¿Viniste de visita? —Arturo habla antes de que su madre pueda decir cualquier
cosa, y un escalofrío de puro terror me recorre el cuerpo.
Me remuevo, incómoda. No quiero rendirle cuentas sobre lo que hago o no en este
lugar, pero tampoco quiero ser maleducada y responderle con una grosería.
—No —replico, respetuosa, pero tajante—. Solo a cenar.
—¿Nos acompañas? —La pregunta de Arturo suena más como una orden que otra cosa y
otra oleada de terror me llena el cuerpo, pese a que sé que no puede obligarme a
nada.
—¿Acompañarte? ¿A dónde vamos a acompañarte? —La voz cálida y ronca de Bruno me
llena los oídos y el corazón se me estruja ante la seguridad que me embarga al
sentir su mano en mi espalda; su anatomía cerca de la mía y la firmeza de su
presencia a mi lado.
Los ojos de Arturo se clavan en Bruno y, con una sonrisa que no toca sus ojos,
dice:
—¿Tú eres...?
—Bruno —Mi acompañante le extiende una mano, todo hombre de negocios—. Su novio.
El aturdimiento que me embarga en el instante en el que lo escucho decir aquello es
tan grande que, por unos instantes, no puedo moverme.
Quiero mirarlo. Clavar mis ojos fijamente en él para entender por qué carajos ha
dicho eso; sin embargo, me obligo a mantener el gesto inexpresivo mientras Bruno
Ranieri se instala a mi lado y se yergue en toda su altura.
De pronto, el chico atento y dulce se marcha para abrirle paso a este hombre
estoico e inexpresivo que es cuando recién lo conoces. A este tipo hermético y
arrogante que solo consigue hacerte querer sacarle los ojos.
La expresión de Arturo se ensombrece en el instante en el que nota como Bruno me
toca; la naturalidad de sus movimientos en mi cuerpo debido a toda esa intimidad
que compartimos.
El rubor me enciende las mejillas solo de recordar cuán salvaje fue nuestro
encuentro de anoche y cuán dulce ha sido hoy, al escucharme con atención y no
juzgarme mientras le hablaba de mi inseguridad más grande.
Parpadeo un par de veces para ahuyentar el hilo extraño que ha comenzado a formarse
en mi cerebro y me obligo a enfocarme en el aquí y el ahora.
—La verdad es que nosotros ya nos íbamos —digo, para evitar cualquier clase de
confrontación o momento incómodo, y me obligo a mirar a Bruno con una sonrisa
jovial. En el fondo, solo espero que sea capaz de ver las pocas ganas que tengo de
tener una confrontación.
—Qué gusto verte, Andrea —dice la madre de Arturo, quien parece ser la primera en
entender el mensaje; cosa que agradezco.
El alivio que me embarga tan pronto la escucho decir eso, es casi ridículo.
—El gusto es mío, señora —digo, hacia ella, porque de verdad me da gusto saber que
está bien; y, entonces, sin siquiera dedicarle una última mirada a Arturo, me
encamino hacia la salida con Bruno siguiéndome de cerca. Aún con las puntas de los
dedos tocándome la espalda baja; haciéndome consciente de su presencia. De la
seguridad que emana.
Cuando el aire fresco de la noche nos da de lleno, casi quiero echarme a correr en
dirección al auto de Bruno para marcharnos cuanto antes, pero me obligo a
mantenerme serena. A seguir avanzando a ritmo normal.
Bruno camina a mi lado; ahora con ambas manos dentro de los bolsillos de los
vaqueros que se puso antes de salir del apartamento.
—Gracias —digo y sueno más afectada de lo que espero.
Silencio.
—¿Por qué?
—Por haberle dicho que eras mi novio.
Clavo mis ojos en él justo a tiempo para verlo relamerse los labios con la lengua.
Se encoge de hombros.
—Es tu exnovio, ¿no es así? —dice, pero ni siquiera me deja responder, ya que
continúa—: Te escuché llamarle como él. —Hace una pequeña pausa—. Supuse, al verte
así de rígida y al escucharte llamarle por su nombre, que la estabas pasando mal.
Por eso lo hice.
Trago el nudo que ha comenzado a formarse en mi garganta.
—Gracias —apenas puedo pronunciar, pero él ya está haciendo un gesto para restarle
importancia.

Caminamos en silencio hasta donde ha aparcado su vehículo y, luego de abrirme la


puerta del copiloto, se instala en su lugar a mi lado para conducir hacia el pent-
house.
Ninguno de los dos habla mientras encausamos en una de las avenidas principales de
la ciudad; esa que nos lleva hasta el fraccionamiento donde el edificio se
encuentra. Tampoco lo hacemos cuando nos detenemos en una gasolinera a llenar el
tanque del vehículo.
No es hasta que viramos hacia una calle poco transitada, que Bruno dice:
—¿Sabes en qué pensaba?
Medio distraída —y medio ansiosa—, lo miro.
—¿En qué?
—En que, si voy a fingir que soy tu novio delante de la gente que te incomoda —se
moja los labios—, voy a tener que armar un personaje. —Me regala una mirada rápida
y socarrona—. Ya sabes... Propósitos histriónicos.
Parpadeo unas cuantas veces, confundida.
—Se me ocurre que a tu novio ficticio le guste el fútbol, el buen rock y el
tequila. —Sonríe—. Que beba cerveza los domingos con tu padre y que sea un cursi de
mierda, porque así te gustan, ¿no?: Cursis de mierda.
Entorno los ojos, medio indignada e intrigada por todo lo que dice.
—Se me ocurre, también, que tu novio ficticio podría no ser del todo un pelele, y
podría tener otro tipo de gustos... —Se detiene en un alto de disco y me mira. Un
escalofrío entero me recorre cuando noto cuán oscurecida tiene la mirada—. Ver a su
novia jugar con eso que guarda en una caja dentro del armario, por ejemplo.
Un nudo de anticipación se me instala en el estómago y aprieto la mandíbula ante la
imagen que me viene a la cabeza.
—Se me ocurre, incluso, que su novia podría disfrutarlo mucho si lo intentara. —El
tono ronco y bajo que utiliza me hace líquido los músculos y yo solo puedo pensar
en él y en mí... Y en el pequeño vibrador que puedo sostener contra mi...
Maldita.
Sea.
—Se me ocurre que, quizás a ella le gustaría intentarlo —digo, con un hilo de voz y
una sonrisa lasciva se desliza en sus preciosos labios mullidos.
La bocina de un auto nos hace saltar en nuestros lugares y, mientras Bruno nos pone
en marcha una vez más, lo escucho mascullar una palabrota.
Luego, cuando vira de nuevo en dirección a la siguiente avenida que debemos tomar,
me echa un vistazo para decir:
—No sabes cuántas jodidas ganas tengo de llegar a casa.
Una carcajada ansiosa se me escapa y él, luego de balbucear un juramento que me
hace reír un poco más, se enfoca en el camino.

Capítulo 33

ANDREA

No puedo dormir.
Hace un largo rato que llegamos al pent-house —tanto que se siente como una
eternidad— y, de todos modos, no puedo conciliar el sueño.
Bruno se quedó dormido —pese a su entusiasmo de llegar a casa— después de que se
metió en la ducha y pusimos una película en el televisor de la recámara. Luego de
verla de principio a fin y poner otra, decido apagar el televisor e intentar dormir
un poco.
Pasa de la una y media de la madrugada cuando decido que es imposible conseguirlo y
me levanto de la cama.
Me llevo conmigo un libro y me pongo los anteojos una vez más antes de salir por el
pasillo hasta la sala.
Mi primer impulso es salir a leer a la terraza, pero ya ha empezado a refrescar. El
clima se ha enfriado un poco ahora que el temporal de lluvias ha terminado y el
otoño está a la vuelta de la esquina, es por eso que decido quedarme dentro del
apartamento y me adentro en el estudio en el que Bruno trabaja cuando está en casa.
Cuando enciendo las lámparas que proyectan luz cálida y suave en toda la estancia,
soy capaz de ver los rastros de él por todos lados.
Hay un saco colgado en el perchero, y, cuando me acerco al escritorio, me encuentro
con unas cuantas carpetas acomodadas metódicamente sobre el material. Una MacBook
Pro —que, estoy segura, cuesta una cantidad considerable— descansa al centro de
todo y me instalo en la silla en la que hicimos el amor hace apenas unas noches
para hojear el libro que traje conmigo.
Suspiro cuando no soy capaz de concentrarme y me encamino hacia la salida de la
estancia —luego de apagar las luces que encendí a mi paso.
Al llegar a la sala, me acerco al enorme ventanal, ahora cubierto en su totalidad
con un par de pesadas cortinas, y las corro un poco. Lo suficiente como para que un
haz de luz de luna se filtre en la estancia y pinte la penumbra de sombras azules y
blancuzcas.
Las luces de la ciudad se ven impresionantes desde aquí y me quedo sin aliento ante
la preciosa imagen de la luna medio cubierta por las nubes. Estoy agotada, pero no
puedo dormir. No puedo concentrarme en nada. No puedo hacer otra cosa más que
recapitular una y otra vez el día tan extraño que tuve.
La mortificación que me provoca el ser consciente de lo que ahora sabe Bruno
Ranieri sobre mí, es casi tan grande como el alivio que me da el saber que encontró
los juguetes y no las copias que tengo sobre todo lo relacionado con la demanda.
No sé qué habría hecho si hubiera sido así. No hay otra cosa que me agobie más que
la idea de que crean que soy una ladrona. Que no tengo principios y que estoy hasta
el cuello en problemas por ello.
Deberías decirle. Me susurra el subconsciente, pero lo empujo lejos tan pronto como
comienza a hacerlo.
No puedo decirle a Bruno acerca de la demanda. No sé cómo reaccionaría a ello y la
verdad es que la sola idea me horroriza. Creyó que estaba yendo demasiado lejos
cuando le dije que hubiera sido lindo que me invitara a acompañarlo al festejo de
su hermano; no quiero ni pensar en cómo se sentirá si, de buenas a primeras, le
cuento sobre la montaña de problemas que cargo a cuestas.
No quiero ni pensar en lo obligado que se sentiría a tener que ayudarme. No puedo
permitir que eso pase. No puedo dejar que Bruno, solo porque tenemos algo, se vea
en la obligación de hacer algo por mí.
Cierro los ojos con fuerza.
Una oleada de ansiedad me embarga tan pronto como todo lo que ha pasado vuelve a mi
memoria como una insidiosa retahíla, y quiero gritar. Quiero deshacerme de esta
sensación de pesadez que me provoca.
—¿Qué haces ahí? —La voz amodorrada de Bruno hace que pegue un salto en mi lugar y
me gire con brusquedad para encararlo.
Está de pie justo al inicio del pasillo. Viste únicamente un short que luce cómodo
y tiene el cabello enmarañado por la postura en la que estaba dormido. Lleva un ojo
cerrado y el otro abierto, y me mira con aturdimiento y confusión.
—Me asustaste —digo, en un susurro bajo, para luego añadir—: No puedo dormir.
Parpadea un par de veces mientras me observa a detalle.
—¿Qué ocurre? —dice, y suena tan cálido y amable, que el corazón se me estruja.
Sacudo la cabeza en una negativa.
—Nada.
—Mentirosa.
Una sonrisa se dibuja en mis labios y me abrazo a mí misma.
—Es solo que... —Suspiro—. Ni siquiera yo sé qué ocurre.
—¿Es sobre lo que pasó con tu exnovio? —inquiere, con suavidad, pero sacudo la
cabeza en una negativa tan pronto como las palabras lo abandonan.
—No —replico, contundente—. Arturo ya no tiene ese poder sobre mí. —Sonrío,
aliviada—. Gracias al cielo.
Él sonríe, también.
—¿Es sobre lo que encontré esta tarde?
—No... —Bufo—. Sí... No lo sé. —Dejo escapar el aire en un suspiro frustrado.
—Quizás tiene que ver con lo que me contaste sobre ti. —Se aventura a adivinar,
pero suena más a afirmación que a otra cosa y yo no puedo hacer más que morderme la
parte interna de la mejilla.
Él se acerca a paso lento, pero decidido.
No puedo mirarlo así que bajo la vista a mis pies descalzos y, cuando está frente a
mí, me pone un dedo en la barbilla y me obliga a mirarlo.
—Me habría encantado saberlo antes. A tiempo —dice, en un susurro suave y ronco—.
Para ser cuidadoso. —Me mira a los ojos antes de acercarse un poco más—. Pero eso
es todo. No hay nada de malo. Deja de angustiarte.
Cierro los ojos y dejo escapar el aire con lentitud.
—Debes pensar que soy...
—Lo único que pienso sobre ti, Andrea Roldán —me interrumpe y guarda silencio unos
instantes; como si estuviese debatiéndose si debe o no decir lo que tiene en la
punta de la lengua; pero, al cabo de unos instantes que me parecen eternos, termina
—: es que eres hermosa.
Abro los ojos para encontrarme con su cercanía. Con su nariz rozando la mía con
suavidad y su aliento mezclándose con la tibieza del mío.
—Dulce —murmura y cierro los ojos—. Bondadosa.
Sus labios se unen a los míos en un beso suave y profundo. Su lengua encuentra la
mía en el camino y le pongo las manos sobre la mandíbula áspera por el vello
facial.
El contacto me sabe a seguridad. A tranquilidad. A alivio y algo más... Algo
cálido... y aterrador.
Sus brazos se envuelven a mi alrededor con suavidad y me atrae cerca. La
familiaridad de su contacto hace que, pronto, me encuentre envolviendo los dedos
entre las hebras despeinadas de su cabello.
Cuando nos apartamos, une su frente a la mía y me acaricia la mejilla con los
nudillos.
—¿Quién lo iba a decir? —murmura y, pese a que no puedo verlo, soy capaz de
escuchar la sonrisa en su voz. Ese sonido divertido que emiten las personas cuando
están diciendo algo con una sonrisa reprimida.
Me aparto un poco, para verlo a los ojos.
—¿Quién iba a decir, qué?
Su mirada se oscurece varios tonos. Su gesto se pone serio, de pronto y un
escalofrío me recorre entera cuando, de manera posesiva, me atrae un poco más hacia
él; de modo que su rodilla queda instalada entre mis piernas.
—Que iba a gustarme tanto la perspectiva de ser el primero —susurra, con la voz
enronquecida y el corazón me da un tropiezo—. Tu primero.
—Engreído de mierda —mascullo y él suelta una risita tan absurda y dulce, que no
puedo evitar reír con él.
—¿Qué se siente?
—¿El qué?
—¿Que te guste un engreído de mierda?
Hago un mohín, pero él me abraza aún más fuerte.
—No me gustas tanto —mascullo y él me pone la frente en la sien para acariciarme la
mejilla con la punta de la nariz.
—Admítelo. Sé que te gusto —dice, arrogante e insufrible como siempre y reprimo una
sonrisa irritada.
—Si ya lo sabes, ¿para qué necesitas que te lo diga? —refuto.
Se aparta de mí y me mira a los ojos. Entonces, en voz baja, susurra:
—Porque me gustaría escucharlo de tu boca.
Un nudo de algo cálido me atenaza las entrañas.
—Me gustas, Bruno Ranieri —digo, con un hilo de voz y él me mira fijo, con
expresión intensa y abrumadora.
—Y tú me encantas, Andrea Roldán.
Un maremoto de emociones colisiona en mi interior. El corazón se me estruja con
violencia y un escalofrío me recorre entera.
Acto seguido, me besa. Me besa largo y tendido, hasta que los labios me arden y me
siento mareada por la avidez de nuestro contacto. Entonces —solo entonces—, desliza
su tacto por mis costados en una caricia suave.
Ha hecho esto muchas veces. Tantas, que no puedo contarlas; sin embargo, esta vez,
no sé por qué se siente así de diferente. Por qué hay algo nuevo en la forma en la
que sus palmas trazan caminos suaves por cada curva existente en mi cuerpo. Por qué
hay algo distinto en la forma en la que me besa; como si tuviese todo el tiempo del
mundo para hacerlo y, al mismo tiempo, como si eso no fuese suficiente.
Un suspiro roto se me escapa de los labios cuando los suyos trazan un camino
ardiente desde mi mandíbula hasta el punto en el que se une con mi cuello, y todo
se vuelve difuso.
Un nudo de algo familiar me atenaza las entrañas cuando sube los labios a mi oído
y, luego, susurra:
—¿Qué demonios es lo que me haces?
Deslizo mis manos por su pecho y él me besa el cuello una vez más antes de
apartarse para mirarme a los ojos. En el proceso, me aparta un mechón de cabello
lejos del rostro.
Yo no puedo contenerme y planto mis labios sobre los suyos. Es un beso fuerte,
ávido y él gruñe contra mis labios para atraerme cerca. Tanto, que no hay espacio
alguno entre nuestros cuerpos.
Un suspiro entrecortado se me escapa cuando deja una estela de besos ardientes por
mi mandíbula y baja hasta llegar a mis clavículas. Cuando vuelve a besarme en la
boca, sus manos viajan hasta la curva de mi trasero y lo acarician con firmeza
antes de anclarse en mis muslos. Acto seguido, me levanta del suelo y me hace
envolverle las piernas alrededor de las caderas.
Bruno avanza conmigo a cuestas —como si pesara nada— y me deposita entre los
mullidos cojines del sillón más cercano, al tiempo que se recuesta sobre mí.
—¿Por qué demonios eres tan bonita? —susurra, antes de besarme y el aire se fuga
por completo de mis pulmones en ese momento.
La manera en la que sus labios me besan me deja sin aliento y no puedo pensar. No
puedo hacer otra cosa más que sentir lo que me hace. Lo que me provoca. Este calor
intenso en el pecho que no me permite concentrarme. Esta emoción abrumadora que no
deja de gritarme al oído que necesito más de él.
Todo, si es posible.
Sus manos se deslizan por debajo de la remera grande que tomé prestada de su
armario y sus yemas me rozan la piel de los costados hasta que se apoderan de mis
pechos con suavidad.
Las caricias son familiares y distintas al mismo tiempo.
Más dulces.
Más abrumadoras.
Mis dedos temblorosos viajan por sus costados hasta que soy capaz de acariciarle el
pecho y subir las manos hasta su nunca, donde lo sostengo para mí.
Sus labios se apartan de los míos y, en un susurro arrebatado, murmura algo que no
logro entender. Acto seguido, se deshace del material de la remera y vuelve a
besarme. La sensación de su piel contra la mía es tan cálida como agradable y,
cuando sus besos descienden con lentitud hasta el hueco entre mis pechos, todo el
aire que contenía en los pulmones se me escapa.
Me mira a los ojos. La manera en la que me observa hace que un escalofrío me
recorra entera, y no hace falta que diga nada para hacerme sentir como si fuese la
mujer más bonita que ha visto en su vida.
—¿Cómo es que me gustas tanto? —musita, pero suena como si hablase solo para él.
No me da oportunidad de responder, ya que, en ese momento, sus labios se cierran
alrededor de uno de mis pechos y un sonido suave se me escapa de la garganta.
Tengo la mandíbula apretada, la espalda arqueada y el pulso me golpea con violencia
contra las orejas. La sangre me corre por las venas a toda velocidad y estoy
convencida de que voy a estallar si sigue torturándome de esta forma.
Un sonido roto me abandona cuando sus labios abandonan la tarea impuesta y se
apoderan de mi otro pecho.
Esta vez, cuando lo hace, no puedo evitar enredar los dedos entre las hebras
oscuras de su cabello. Un gruñido ronco se le escapa cuando tiro de ellas, y
reprimo un gemido cuando, con las manos extendidas, me acaricia los muslos con
lentitud.
Sus dedos se aferran al borde del dobladillo del short que llevo puesto y tiran de
él con suavidad. Yo, de inmediato, desenredo las piernas de sus caderas y alzo las
mías para permitirle deslizar el material fuera de mi cuerpo.
Sus labios descienden de mi pecho a mi ombligo, dejando una estela ardiente a su
paso y bajan un poco más hasta que, inevitablemente, se encuentran con el borde de
las austeras bragas de algodón que, por comodidad, decidí ponerme para dormir.
Sus pulgares se enganchan en el material suave que me cubre y, sin más, lo deslizan
con lentitud hasta que logra deshacerse de él por completo. Entonces, tira de mí
para colocarme en el borde del sillón, con las caderas alzadas en el reposabrazos y
las piernas abiertas; completamente expuesta ante él.
Acto seguido, de arrodilla...
... Y, entonces, me besa.
Ahí.
Un gemido entrecortado se me escapa. El placer arrollador me envía al borde de mis
cabales en un abrir y cerrar de ojos, y le pongo las manos en la cabeza para
apartarlo. Para acercarlo. Todavía no lo sé.
La tensión de todo mi cuerpo incrementa con cada segundo que pasa y algo comienza a
construirse en mi vientre.
Un balbuceo incoherente se me escapa cuando uno de sus dedos se desliza en mi
interior, al tiempo que su lengua hace un movimiento particularmente abrumador.
Estoy a punto de estallar. La sensación previa al orgasmo comienza a invadirme y,
de pronto, me encuentro levantando las caderas. Bruno me sostiene ahí para él
cuando trato de apartarlo y un sonido tembloroso se me escapa cuando cambia el
ritmo de su caricia.
—¡B-Bruno! —Se me escapa en medio de los sonidos involuntarios que brotan de mi
garganta y él gruñe contra mí antes de que todo el mundo se vuelva difuso y el
orgasmo demoledor me envuelva por completo.
Cuando se aparta y me ayuda a incorporarme en una posición sentada —sobre el
reposabrazos—, me besa la punta de la nariz y murmura:
—Ahora regreso.
Acto seguido, se marcha y me deja aquí, aún mareada por la intensidad de nuestro
encuentro.
No le toma mucho tiempo regresar con un cuadro de aluminio entre los dedos antes de
volver a instalarse entre mis piernas para besarme.
Su mano se desliza para tomarme por la nuca y me sostiene mientras sus labios
encuentran los míos en un beso lento, profundo y pausado.
Cuando mis manos viajan por las ondulaciones de su torso hasta el borde del short
que lleva puesto, mi labio es atrapado entre sus dientes; sin embargo, no es hasta
que empujo el material hasta que este cae al suelo en un halo a sus pies, que
mordisquea la piel de la zona.
Una sonrisa boba se desliza en mi boca cuando me doy cuenta de que no lleva ropa
interior y él gruñe contra mi boca cuando lo envuelvo entre mis dedos y comienzo a
acariciarlo.
Bruno me besa el cuello mientras deslizo mi tacto por su longitud y mis labios se
abren en un grito silencioso cuando sus dedos buscan entre mis pliegues.
Besos suaves y caricias dulces son desperdigadas por todas partes y, cuando menos
lo espero, ya me encuentro de nuevo jadeando ante lo que me hace.
Su boca recorre senderos enteros por mis clavículas y se detiene un segundo en el
hueso que sobre sale de ellas para lamerlo. Un suspiro roto me abandona cuando, en
el proceso, desliza uno de sus dedos en mi interior, y no puedo pensar como una
persona normal cuando presiona su pulgar contra mi punto más sensible.
El nudo de placer que comienza a atenazarme los músculos es casi tan abrumador como
el escalofrío que me recorre entera al sentir la respiración de Bruno contra mi
oreja.
—Bruno, p-por favor... —pido y él gruñe una maldición antes de apartarse de mí con
brusquedad.
Acto seguido, toma el preservativo, desgarra el empaque y se lo pone con dedos
expertos.
Cuando se instala entre mis piernas y se acomoda en mi entrada —luego de acomodarme
al filo del reposabrazos—, me pone una mano en la barbilla y me obliga a mirarlo a
los ojos.
—Si alguna vez te hago daño, vas a decírmelo, ¿no es así? —dice, con la voz
enronquecida y yo asiento, incapaz de confiar en mi voz para hablar.
Sus ojos buscan algo en los míos y todo dentro de mí se estremece cuando veo algo
distinto en ellos. Algo que me provoca una sensación abrumadora en el pecho. Acto
seguido, me besa una vez más y, uniendo su frente a la mía, se hunde en mí con
lentitud.
Por primera vez desde que empezamos esto, no hay dolor alguno. Ni siquiera
incomodidad. Solo está él, llenándome entera y yo, tratando de acostumbrarme a la
intrusión. A su tamaño.
Un suspiro roto me abandona cuando, con delicadeza, me levanta un poco y nos
acomoda de modo que soy capaz de sentirlo llenarme desde otro ángulo. Uno más
cómodo y llevadero. Él me obliga a mirarlo a los ojos y, sin decir nada, comienza a
moverse.
Un gemido ronco se me escapa cuando une su frente a la mía y nuestras respiraciones
se mezclan. La sensación intensa y placentera que me embarga mientras se mueve
contra mí es tan abrumadora, que no puedo pensar en nada más.
Bruno murmura contra mis labios lo bonita que le parezco y un sonido
particularmente ruidoso me abandona cuando cambia el ángulo en el que nos
encontramos.
Un beso arrebatado y ardiente es arrancado de mi boca y me aferro a él envolviendo
los brazos alrededor de sus hombros fuertes y cálidos.
Un sonido particularmente escandaloso brota de mis labios cuando el ritmo en el que
nos encontramos cambia y Bruno gruñe antes de decir con los dientes apretados:
—Mírame, preciosa.
Y así lo hago. Abro los ojos para encontrarme de lleno con esa mirada ambarina suya
que me vuelve loca. Con ese gesto cálido y vulnerable que esboza cuando me hace el
amor.
Lleva los labios entreabiertos y enrojecidos por los besos ávidos de nuestro
encuentro, y su respiración es dificultosa.
—Eres la cosa más hermosa que he visto en la vida, ¿sabías eso? —dice, al tiempo
que cambia el ritmo de sus envites.
Yo no puedo responder, ya que un latigazo de placer me azota con violencia y me
obliga a cerrar los ojos y echar la cabeza hacia atrás casi en contra de mi
voluntad. Bruno gruñe una vez más y se inclina para mordisquearme el cuello.
Mis uñas se clavan en su espalda cuando me levanta las piernas tomándome de las
rodillas y cambia el ángulo en el que nos encontramos.
Mi nombre escapa de sus labios en un resuello entrecortado, pero no logro escuchar
qué es lo que dice después porque estoy demasiado ocupada tratando de absorber la
sensación previa al orgasmo que me satura los sentidos.
Un grito suave se me escapa, Bruno empuja con más fuerza que antes y, entonces,
estallo.
Todo en mi interior se vuelve fuego y líquido cuando el orgasmo me embarga de pies
a cabeza. Trato de apartarlo, porque es demasiado, pero él empuja aún más,
alargando un poco más el placer incontenible que me embota los sentidos y, acto
seguido, se tensa por completo antes de clavarme los dedos en las caderas y empujar
unas cuántas veces más.

Cuando, finalmente, sale de mí, une su frente a la mía.


—¿Qué demonios estás haciendo conmigo, Andrea Roldán? —susurra y, luego, me besa.
Yo no soy capaz de responderle. Solo puedo corresponder su gesto. Solo puedo tratar
de recuperar el aliento y la cordura.
Lo único que puedo hacer en estos momentos, es tratar de apartar esta cálida
sensación que me llena el pecho porque no debo sentirla. No una vez más. No por
Bruno Ranieri.

Capítulo 34

Tengo la vista clavada en el techo de la habitación. Andrea está acurrucada contra


mi pecho y la estancia solo es iluminada por el halo suave que emite el televisor
encendido.
Hace rato que regresamos a la recámara y pusimos una película. Hace otro tanto que
Andrea se quedó dormida y hace una eternidad que dejé de intentar conciliar el
sueño. No puedo hacerlo.
He estado muy ocupado dándole vueltas a todo lo que pasó esta noche. A la manera en
la que me sentí después de que le hice el amor en la sala. A esta sensación tan
intensa que me asfixia y me llena de maneras que no comprendo.
Cierro los ojos y jugueteo distraídamente con un mechón suave de cabello.
¿Qué demonios estás haciendo, Bruno? Me recrimino, pero no soy capaz de responder a
esa pregunta. No soy capaz de darle sentido a todo esto que Andrea despierta en mí
y que me hace querer cosas que nunca pensé que desearía.
Tomo una inspiración profunda y dejo escapar el aire con lentitud.
—¿Estás despierto? —susurra y, durante un segundo, me sobresalto.
Parpadeo un par de veces.
—Sí —replico, en voz baja—. ¿Sigues sin poder dormir?
Sacude la cabeza, en lo que interpreto como un asentimiento y la acerco un poco
más.
—¿Qué es lo que te roba el sueño ahora? —inquiero, porque necesito dejar de pensar
en eso que me taladra a mí la cabeza.
Se encoge de hombros.
—No lo sé. Ha sido un día largo —dice, en voz tan baja que apenas puedo escucharla
—. No sé cómo haré para ir a trabajar dentro de unas horas.
—No vayas —susurro—. Quédate aquí, conmigo.
—No puedo darme el lujo de faltar —dice, y suena pesarosa.
La frustración que me embarga de pronto es tan repentina como extraña, pero me las
arreglo para mantenerla a raya mientras, entre dientes, digo:
—¿Por qué trabajas en ese lugar? ¿Qué te detiene de buscar algo mejor?
No pretendo sonar molesto, pero lo hago y me arrepiento tan pronto como las
palabras me abandonan.
Su cuerpo se pone rígido de inmediato y, en ese momento, el ambiente se tensa.
Silencio.
—Andrea, lo lamento —digo, en un susurro arrepentido—. No era lo que quería decir.
Es solo que...
Se despereza de mi abrazo y me siento aún más imbécil.
—Buenas noches —dice, tajante y aprieto la mandíbula con fuerza mientras maldigo
para mis adentros.
—Andy, por favor. —Sueno patético, pero no me importa...
... Al menos, no demasiado.
Suspira.
—Bruno, solo... déjalo así.
No digo nada. Me quedo aquí, con la vista clavada en el techo, la mandíbula
apretada y un nudo de emociones en el pecho.
Dejo escapar un suspiro largo y tenso.
No quiero hacer esto. No de esta manera. Y, al mismo tiempo, necesito que ella sepa
que muchas veces no me sale eso de expresar cómo me siento y que suelo ser hiriente
sin querer serlo en realidad.
Me aclaro la garganta.
—No sé expresar lo que siento —digo, en voz tan baja, que dudo que haya podido
oírme. De todos modos, continúo—: Las cosas terminan saliendo de mi boca de la peor
manera posible y la mayoría de las veces no es intencional. —Silencio—. Andrea, no
quiero que creas que cuestiono las decisiones que tomas en tu vida. Nunca ha sido
así. Nunca va a serlo. A lo que quería llegar con la estupidez que dije, fue a
decirte que nada me encantaría más que pasar un día entero enredado en la cama
contigo. —De pronto, las palabras salen a borbotones—: Y no necesariamente haciendo
el amor, sino viendo películas, ordenando comida a domicilio para comer aquí,
tumbados en la cama... —Me detengo unos instantes—. Me gusta estar contigo,
Liendre. Más de lo que me gusta estar con muchas personas. Eso era lo único que
trataba de decir.
—A mí también me gusta estar contigo, Bruno —dice, con un hilo de voz y el corazón
se me calienta con una sensación desconocida y aterradora. Dulce y apabullante al
mismo tiempo.
El silencio que nos engulle luego de eso es tan espeso que, durante unos instantes,
creo que se ha quedado dormida; sin embargo, cuando se acurruca de nuevo contra mí,
no puedo evitar preguntar:
—¿Estás dormida?
Sacude la cabeza en una negativa.
—Adormilada, solamente.
Otro largo instante de silencio.
—¿Puedo preguntar algo? —digo, porque, de pronto, las ganas de seguir conversando
con ella son más grandes de las que tengo de dormir.
Ella tararea un asentimiento.
—No tienes que responder si crees que es muy personal —digo, porque la única cosa
que me viene a la cabeza es cuestionar algo que realmente no me incumbe—, pero...
¿Puedo saber por qué terminaste con tu compromiso? La verdadera razón, quiero
decir.
El silencio que le sigue a mis palabras es tan largo, que, por un momento, deseo
retractarme de lo que he dicho; sin embargo, ella habla antes de que pueda decir
nada:
—Era un hombre abusivo. —Suena serena y tranquila mientras habla; como si fuese
algo con lo que ya ha hecho su paz, pese a que es evidente que aún le afecta un
poco—. Por supuesto, es muy fácil decirlo de esa manera y no preguntarse cómo
demonios llegué a comprometerme con un hombre abusivo. —Suspira—. Y es que la
verdad es bastante complicado. No siempre fue de esa manera. Y, cuando empezó, eran
cosas diminutas. Pequeñas. Imperceptibles... —La irritación que me provoca
escucharle decir eso me hace apretar la mandíbula con fuerza—. Cuando me di cuenta,
ya controlaba hasta la manera en la que me vestía y me hacía sentir tan miserable
todo el tiempo, que no sabía cómo vivir en mi propia piel.
La irritación se transforma rápido en algo más oscuro y trato, desesperadamente, de
detenerlo sin éxito.
Hijo de puta.
—No fue hasta que... —Traga duro—. Hasta que me abofeteó luego de lastimarme
mientras intentábamos... —No hace falta que diga más. No quiero que lo haga. Voy a
enloquecer si lo hace. Suspira—. No fue hasta ese momento que me di cuenta de que
no podía quedarme. —Hace una pausa—. Recuerdo que, luego de eso, me pidió que lo
acompañara a una reunión familiar. No quería ir, por supuesto, pero no sabía cómo
decirle que no. Le tenía tanto miedo... —Niega con la cabeza—. Recuerdo que llegó
más temprano de lo acordado. Siempre lo hacía. Le gustaba asegurarse de tener
oportunidad de aprobar lo que iba a ponerme.
Le acaricio un brazo en un gesto conciliador, solo porque se queda callada durante
unos largos instantes.
—Mi mamá estaba en la cocina, preparando algo para la comida —continúa—. Mi papá
estaba viendo el fútbol en su recámara, así que estábamos solos para cuando salí a
la sala, lista para marcharnos. —Me acaricia el pecho desnudo de manera distraída—.
Se puso furioso en el instante en el que me vio. Me dijo que era sinvergüenza si me
atrevía siquiera a pensar que la blusa que llevaba era adecuada para salir a la
calle. —Se aclara la garganta—.Era de botones, para nada escotada, y de todos modos
estábamos teniendo una discusión monumental respecto a mi decencia y el respeto que
se suponía que le debía.
Las manos me queman por estrellarlas en puños contra el rostro del imbécil de
Arturo, pero me las arreglo para seguir escuchando lo que Andrea tiene que decir.
Me las arreglo para tragarme enteras las ganas que tengo de romper algo.
—No sé qué pasó, o cómo fue que ocurrió, pero, cuando me di cuenta, me había
empujado contra un mueble. Fue entonces cuando tuve la certeza definitiva de que no
podía casarme con él. De que no me amaba y que, si así se comportaba antes de hacer
una vida juntos, solo podía esperar algo peor si accedía a casarme.
No puedo pensar con claridad. La ira que me escuece por dentro es tan intensa que
apenas puedo contener las ganas que tengo de golpear algo. De pedirle que me diga
donde vive para ir a molerlo a golpes, por poco hombre.
—Imagino que se lo tomó fatal cuando terminaste con todo —digo, con la voz
enronquecida por las emociones, pero no puedo evitarlo. Estoy que me lleva el
diablo.
—No le di la oportunidad de tomárselo fatal —dice y su declaración capta mi
atención por completo.
—¿A qué te refieres?
Suelta un suspiro largo.
—Sabía que, cuando sucediera, iba a ponerse furioso. Y más a tan poco tiempo de la
boda. —Suena ligeramente turbada mientras habla, como si el recuerdo le causara
repelús—. Sabía, también, que no iba a contar con el apoyo de nadie. Que mis padres
se pondrían como locos y me harían la vida imposible hasta conseguir que me casara
con él; así que, la decisión iba a significar hacer algo drástico. Y doloroso.
La aprieto contra mí un poco más, solo porque su voz se quiebra un poco, como si
los recuerdos estuviesen tomando lo mejor de ella.
—¿Qué hiciste?
Silencio.
—Le pedí ayuda a Génesis —dice y, de pronto, el sonido de su voz se vuelve cálido;
como si le guardase un particular cariño al momento que evoca en su memoria—. En
ese entonces, ella tenía ya tiempo trabajando en un despacho contable y yo acababa
de entrar a la empresa en la que trabajé hasta hace poco. Entre ambas teníamos la
oportunidad de independizarnos de nuestras familias si lo hacíamos juntas, y lo
hablamos muchas veces, incluso antes de que me comprometiera con Arturo; es por eso
que se lo propuse. Le conté lo que estaba ocurriendo y le dije que no podía
quedarme en casa de mis padres una vez que todo terminara. Además, le tenía tanto
miedo a ese hombre que lo único que quería era desaparecer. Irme a vivir a un lugar
que él no conociera.
Siento que me voy a reventar la mandíbula de tan fuerte que la aprieto y no puedo
dejar de imaginarme a una Andrea más joven, inocente e inexperta, aterrorizada de
un imbécil con esperma en lugar de cerebro.
—Ella se encargó de todo. Buscó el departamento en una zona que nos quedara bien a
las dos, dio el depósito y me hizo el favor de ir a comprarme un colchón
matrimonial para no dormir en el suelo —continúa—. Cuando me dijo que sus maletas
estaban listas, hice las mías, cité a Arturo para vernos en una plaza que me
quedaba cerca del trabajo y me fui a trabajar al día siguiente muy temprano por la
mañana. Una vez en la oficina, le llamé a Sergio, mi mejor amigo, y le dije que
necesitaba que fuera a la plaza a la hora de mi cita con Arturo, con muchos chicos,
para intimidarlo. —Mientras habla, no puedo dejar de imaginármela asustada hasta la
mierda, planeándolo todo a la perfección—. Le dije que iba a terminar con mi
compromiso, pero que estaba aterrada y que necesitaba que estuviese ahí, cerca, por
si cualquier cosa sucedía. Estaba segura de que en un lugar público, jamás haría
nada; pero no quería arriesgarme.
Otro silencio.
—¿Qué pasó después? —inquiero, solo porque necesito saber que el hijo de puta no le
hizo daño. Que no se atrevió a ponerle un solo dedo encima.
—Hice mi día como si nada pasara —replica, con un hilo de voz—. Como si por dentro
no estuviese carcomiéndome la angustia... —Traga duro—. Al salir del trabajo, llamé
a Génesis. Ella sabía a la perfección lo que pasaría. De hecho, también llegaría a
la plaza, porque había decidido acompañarme a recoger mis cosas a casa de mis
padres.
—¿Ese mismo día?
Asiente.
—Si me quedaba en casa de mis padres aunque solo fuera una noche, me habrían
doblegado la voluntad. Me habrían hecho desistir de mi decisión.
Suspiro, frustrado también con sus padres.
—Recuerdo que, al salir, recogí mis cosas, le llamé a Sergio solo para asegurarme
de que él también iba en camino y tomé un autobús en dirección hacia la plaza —
dice, al cabo de unos instantes—. Cuando llegué, volví a llamar a mi mejor amigo.
No tenía pensado entrar a ese lugar sin que él y sus amigos estuviesen ahí.
—Decisión sensata —comento y ella suelta una risita nerviosa que aligera el
ambiente.
Se aclara la garganta.
—Afortunadamente, Sergio es un chico muy puntual y ya estaba ahí para cuando yo
llegué —continúa, y no puedo evitar sentir un poco de curiosidad por el tipo
ese. Sergio—. De todos modos, esperé unos minutos afuera del lugar, solo porque
necesitaba armarme de valor.
La abrazo un poco más y recargo la mejilla en su frente. En respuesta, ella se
arrebuja más cerca y me echa una pierna por encima de las caderas.
—Génesis me mandó un mensaje diciéndome que había llegado justo antes de que me
armara de valor para entrar a la plaza para encaminarme al café en el que había
quedado con Arturo —dice, en voz baja—. Ya tenía una llamada perdida suya antes de
llegar al establecimiento. Lo recuerdo bien. —El humor en su voz solo consigue que
la punzada de oscura irritación que me embarga, se acentúe. Quiero moler a palos a
ese sujeto; sin embargo, me obligo a mantenerme atento a lo que dice—: Ya estaba
enojado para cuando me senté en la mesa que eligió para nosotros, y no dejó de
refunfuñar hasta que la mesera llegó a preguntarnos qué íbamos a tomar. —Suspira—.
Él ordenó un café y se molestó todavía más cuando dije que no quería nada. El
resto, es como un borrón en mi memoria. —Sacude la cabeza en un gesto confundido—.
No recuerdo cómo inicié la conversación. Solo recuerdo que me quité el anillo, lo
dejé sobre la mesa, frente a él, y le dije que no podía más. Que la boda había sido
una decisión precipitada y que necesitaba terminar con lo nuestro.
Tengo un nudo en el estómago, pero no me atrevo a romper el silencio largo que, de
pronto, nos invade.
—Jamás lo había visto así de... desencajado. Y me dio tanto miedo, que solo quería
levantarme de esa mesa y salir corriendo —dice, con la voz entrecortada por las
emociones y la estrujo un poco más—. Me pidió que fuéramos a hablar a otro lugar.
Me dio que lo pensara bien, porque todo en esta vida tenía consecuencias y que a mí
no me gustaría pagar las de esa decisión...
Voy a matarlo.
Voy a golpearlo tanto, que voy a terminar asesinándolo si vuelvo a topármelo de
frente una vez más.
—Solo recuerdo que temblaba. De pies a cabeza —dice—. No había una parte de mi
cuerpo que no estuviese tensa y sentía que iba a vomitarme encima. No sé cómo le
hice para levantarme de esa mesa y alejarme.
—¿Te siguió? —inquiero, con la voz enronquecida y ella asiente.
—Cuando lo hizo, Sergio y sus amigos lo interceptaron —me cuenta—. Por supuesto, no
hizo nada cuando se vio amedrentado. Solo dijo que iba a dejarme enfriar la cabeza
y que luego hablaríamos. Yo le dije que no había nada que hablar, que ya no quería
seguir y que no quería que me buscara más, y me fui de ahí acompañada de Génesis y
escoltada por Sergio y sus amigos.
Dejo escapar el aire que no sabía que contenía.
—Después de eso, fuimos a casa de mis papás por mis cosas. —Suelta una risita
carente de humor—. Por supuesto, cuando llegué, ellos ya estaban enterados de lo
que había pasado. Arturo les había llamado para contárselos, así que me ahorró las
explicaciones.
—¿Les dijiste lo mierda que era contigo?
—Todo.
—¿Y qué dijeron?
—Que lo hacía porque me quería. Que los celos eran algo natural y debía
comprenderlo. —Suelta un bufido—. Fue cuando me di cuenta de que solo perdía el
tiempo tratando de explicarme y fui por mis cosas. —La risa que ahora le abandona
es más ansiosa que la anterior—. A mi papá casi le da un infarto de lo enojado que
estaba y yo estaba tan aterrada, que apenas puedo entender cómo diablos fue que
salí de ahí caminando y no arrastrándome de lo paralizada que me sentía.
—¿Se enojaron contigo?
—Muchísimo —afirma—. Mi papá me gritó, mientras me subía al coche de Génesis, que
si me iba nunca más iba a poder poner un pie en su casa. Mi mamá solo lloraba.
Lloraba mucho.
Otro silencio.
—Esa noche, cuando llegué al apartamento que alquilamos, lloré como Magdalena. No
podía dejar de hacerlo. ¿Cómo iba a poder? Creía que amaba al hombre con el que
acababa de terminar una relación. Pese a todo, creía que estaba enamorada de él y
me dolía muchísimo tener que dejarlo. Tenerle miedo. —Sacude la cabeza, como quien
trata de ahuyentar un recuerdo terriblemente doloroso—. Y a eso había que sumarle
lo que había pasado en casa de mis padres... —Suspira—. Me sentía miserable. Tanto,
que empecé a temer por mí. Por mi integridad... Génesis no tardó demasiado en
sugerirme el ir con un psicólogo y no pasaron ni siquiera dos semanas desde que
abandoné la casa de mis padres cuando ya había asistido a mi primera terapia.
El alivio que me traen sus palabras es indescriptible. Balsámico.
—Y por supuesto que todavía me sentía miserable a ratos, y extrañaba a mis padres,
a Arturo, y a toda esa seguridad que me daba esa vida que ya conocía —dice, con
suavidad—. Con todo y eso, entendía que así debían ser las cosas y que no había
nada que pudiera hacer para cambiarlas. No, sin dañarme a mí misma. Así que
decidí... seguir.
—¿Arturo no volvió a buscarte?
—Oh, claro que lo hizo —afirma—. Tuve que cambiar mi teléfono porque no paraba de
llamarme. De alguna manera, una semana antes de la fecha de nuestra boda, encontró
el lugar al que me había mudado con Génesis e iba a buscarme de madrugada a
exigirme que volviera con él. Una vez, fue tan borracho, que se le ocurrió decirme
que iba a matarme si lo dejaba.
Se me van a reventar los intestinos en cualquier momento debido a la ira
incontrolable que amenaza con acabar con mi autocontrol.
—Tuve que amenazarlo con ponerle una orden de restricción y decirle a toda su
familia la clase de basura que era —dice, ajena a la furia que amenaza con
consumirme hasta los cimientos—. Para ese momento, me había enterado de que nadie
de su familia sabía sobre nuestra ruptura y ya habían pasado casi un mes. Así que
lo amenacé con ello. Por supuesto, no tuvo más remedio que acceder y dejarme
tranquila. —Hace una pausa—. De todos modos, luego de eso, Génesis y yo nos mudamos
una vez más, por si las dudas; y no volví a tener contacto con mis padres, ni
ningún miembro de mi familia hasta un año después, cuando la psicóloga lo sugirió.
—¿Y Arturo? ¿Siguió insistiendo?
—No directamente. Pregunta por mí a mis papás de vez en cuando, pero ya no ha
intentado contactarme. Gracias al cielo.
No podría estar más de acuerdo. Gracias al cielo.
—Me alegro. De verdad no sabes cuánto. El tipo es un pedazo de mierda.
Ella suelta una pequeña risa.
—En definitiva lo es.
—La próxima vez que lo vea, me aseguraré de que se disculpe contigo por ser un
completo hijo de puta.
Esta vez, el sonido que escapa de su garganta es más ligero que el anterior.
Burbujeante.
—Esperemos que no haya próxima vez, por favor —ella masculla y la atraigo más
cerca.
—Por su propio bien, Liendre, espero que así sea —sentencio y, entonces, la beso en
la sien.

Capítulo 35

BRUNO

Cuando la llamada de Facetime entra en mi teléfono, dudo en responderla.


La verdad es que no sé si tengo ganas de hablar con Dante. No sé si tengo ganas de
hablar con alguien. Punto.
No sé qué me sucede. He pasado el día entero atrapado en esta retahíla de
sentimientos encontrados que me abruman y me hacen incapaz de concentrarme en nada.
Un suspiro largo se me escapa, pero termino respondiendo.
Dante aparece frente a mí, vestido con ropa cómoda y gesto amodorrado. Yo, por el
contrario, luzco como si acabase de salir de un juzgado: con la corbata deshecha,
el cabello alborotado y cada de pocos amigos.
—¿Quién se ha atrevido a molestarte, Bruno Ranieri? —Mi amigo, de inmediato, es
capaz de notar mi malhumor y suelto un bufido.
—¿Qué te hace pensar que necesito que alguien me moleste para tener una actitud de
mierda? —bromeo y él suelta una carcajada sonora.
—No cambias, Bruno —dice, al tiempo que niega con la cabeza y esboza una sonrisa
radiante. Muy a mi pesar, imito su gesto.
Dante tiene la virtud de ponerme de buen humor en cuestión de instantes.
—¿Cómo estás, Barrueco? —inquiero, amable y más animado.
—Mejor que tú. Eso seguro —afirma y pongo los ojos en blanco—. Ya cuéntame, ¿qué
demonios te ocurre? No has respondido a mis mensajes en todo el día. Empezaba a
preocuparme.
—Ni siquiera mi hermana es tan insistente como tú.
—¿Qué tal la chica con la que sales? ¿Es igual de insistente que yo?
—En primer lugar, no estoy saliendo con ella —replico, plenamente consciente de que
sueno a la defensiva—. Y, si tanta es tu curiosidad: No. Tú eres más insistente.
Mucho más insistente, de hecho, que ella.
Sonríe, radiante.
—Así me gusta. Que nadie ocupe mi lugar —bromea y es mi turno de sonreír.
—¿Qué es lo que quieres, Dante? —mascullo, medio irritado y medio divertido.
—Teníamos una plática pendiente respeto a una persona —dice—, y acá es tarde y no
puedo dormir. Y, como no tengo mucho que hacer porque Génesis duerme, pensé que
quizás podríamos..., ya sabes..., hablar sobre tu chica.
—No es mi chica —refuto, haciendo énfasis en las palabras, justo como él lo ha
hecho—. Es la chica con la que follo y nada más.
—Exclusivamente.
Aprieto la mandíbula.
—Exclusivamente. —Le doy la razón.
—¡Ah! Ya. —La sonrisa socarrona que esboza Dante me hace querer colgarle, pero me
las arreglo para mantener mi gesto inexpresivo.
—Me habías dicho que te gustaba, ¿qué no? —insiste, al cabo de unos segundos de
silencio y suelto un bufido.
—¿Quieres dejarlo ir?
—Bruno, por el amor de Dios, deja de comportarte como si tuvieses dieciséis y ten
los cojones para decirme qué demonios es lo que tienes con esa chica —espeta, medio
irritado y medio divertido—; quienquiera que ella sea.
Enmudezco por completo y cierro los ojos unos instantes.
—No lo sé —digo, al fin, luego un largo momento—. No sé qué demonios tengo con... —
Me detengo en seco al darme cuenta de que estoy a punto de decir su nombre y
rectifico—: Con ella.
—¿A qué te refieres?
—No soy un imbécil. Sé que no solo es sobre el sexo. Que algo más ocurre entre
nosotros y que no puedo explicarlo del todo; y, al mismo tiempo... —Dejo escapar un
suspiro largo—. Al mismo tiempo, me hace sentir... incómodo. Vulnerable.
Dante, del otro lado de la línea, me mira fijo, con expresión de saber algo que yo
desconozco por completo.
—Te importa. —No es una pregunta. Está afirmándolo. Y tampoco hace falta que diga
más para que entienda a la perfección de quién está hablando.
—Por supuesto.
—Te preocupas por ella.
—Todo el maldito tiempo —suelto, y me saca de balance lo aterrado que sueno.
—Solo puedes pensar en salir de esa maldita oficina para ir a verla.
No digo nada. Solo lo miro con fijeza durante unos largos instantes.
Él se ríe.
—Lamento decírtelo, Bruno Ranieri, pero creo que estás enamorado.
Una carcajada estentórea se me escapa.
—Por supuesto que no estoy enamorado —replico, tan pronto como el ataque de risa
termina—. Me gusta y nada más. Quizás me he encariñado un poco con ella, porque es
simpática, pero eso es todo.
—¿Estás seguro, Bruno?
—Por supuesto —aseguro, pero la forma en la que me observa hace que me sienta
incómodo. Fuera de lugar
Su sonrisa se ensancha.
—Espero, de verdad, que tengas razón y no vayas a darte cuenta demasiado tarde de
lo que en realidad sientes.
Otra carcajada se me escapa.
—Qué melodramático eres —mascullo, y él suelta una risa que le quita toda la
tensión al momento.
El teléfono de mi escritorio suena en ese momento y miro hacia la pantalla digital
solo para descubrir que es Lorena, mi secretaria.
—El deber me llama —suspiro, para luego añadir a regañadientes—: Maldita sea. Y yo
que quería irme a casa temprano.
—Vaya, Licenciado Ranieri, que debes mantener esa mente ocupada antes de que te
haga corto circuito de tanto pensar en esa mujer. —Se burla y le regalo el dedo
medio.
—Vete al infierno —espeto, pero estoy sonriendo. Él también lo hace.
—Nos vemos luego, Bruno —dice y, entonces, finaliza la llamada.

Cuando levanto el teléfono que descansa sobre el escritorio, la voz de mi


secretaria me llena los oídos y dice algo, pero no le pongo atención por estar
viendo el reloj.
Son las seis y media. Si todo sale como espero, me iré a casa en treinta minutos.
—¿Señor? —Mi secretaria insiste, y me saca de mi estupor.
—Lorena, discúlpame —digo, avergonzado—. No te escuché.
—Le comentaba que aquí afuera está una mujer que desea tener una consultoría
privada.
—Mándala con Ayala o con Torres —ordeno, pero no sueno duro o molesto. Por alguna
razón, esta vez no he sonado como un completo imbécil. Me doy una palmada mental en
la espalda por ello.
—Quiere verlo específicamente a usted, señor. —Lorena suena nerviosa—. Hizo una
cita.
Suspiro, fastidiado.
—Hazla pasar —digo, al cabo de unos instantes—. ¿Te dijo cómo se llamaba?
—Rebeca Márquez —dice mi secretaria y, en ese momento, cae sobre mí como baldazo de
agua helada.
Rebeca.
Cuelgo al teléfono y suelto una maldición antes de ponerme de pie de la silla y
llevarme las manos a la cabeza, en un gesto frustrado.
No pasa mucho tiempo antes de que Lorena llame a la puerta y anuncie la llegada de
una mujer a la que ya conozco. Una a la que, quizás, conozco más de lo que me
gustaría.
—Gracias, Lorena —digo, al tiempo que hago una seña que indica que puede retirarse.
—Si necesita algo más, señor Ranieri, no dude en decírmelo —ella replica y, luego,
se marcha.
No miro a Rebeca hasta que la puerta de mi oficina se cierra y, cuando lo hago, me
aseguro de hacerle saber que no estoy nada contento con su presencia en este lugar.
—¿Quién lo iba a decir? —dice, al tiempo que mira alrededor, como si acabase de
descubrir algún secreto oscuro de mi pasado—. Eres el heredero de una firma de
abogados importantísima.
—Yo no soy el heredero de nada —replico, con dureza y ella clava sus ojos en los
míos.
—Cuanto más sé de ti, más fascinante me pareces, Bruno —dice y una punzada de ira
me atraviesa de lado a lado.
—Se te está haciendo costumbre el ir metiendo las narices en lugares que no te
corresponden —espeto y sueno tan siniestro, que me mira fijamente durante un largo
momento—. Si no te dije a qué me dedicaba, era porque no quería que lo supieras. No
era necesario que invadieras mi privacidad investigándome. —Doy un paso en su
dirección y ella retrocede un par—. Ya fuiste a buscarme al lugar donde vivo. Ya
viniste a mi trabajo. ¿Qué sigue? ¿Vas a buscarme en casa de mi padre? ¿Con mis
amigos?
—Lo dices como si te acosara.
—¿Y qué es, si no es acoso, Rebeca? —escupo—. Te dije que no quería que volvieras a
buscarme. Que lo que tuvimos se acabó, y de todos modos estás aquí, en mi oficina,
buscándome para sabrá-Dios-qué.
—Solo quiero entender porqué.
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué, de la noche a la mañana, dejaste de querer verme?
Silencio.
—¿Es por la chica con la que compartes el departamento? ¿Por Andrea? ¿Tienes algo
con ella?
Escucharle decir su nombre me revuelve el estómago y hace que algo ruja en mi
interior con tanta intensidad, que apenas puedo concentrarme.
Sacudo la cabeza en una negativa incrédula.
—Lo que tenga o no con quien sea no es de tu incumbencia —escupo—. No te debo nada,
Rebeca. Lo que tuvimos se acabó, así que, por favor, deja de buscarme.
—Entonces, tienes algo con ella.
Planto las puntas de los dedos sobre mi escritorio y me inclino hacia adelante, en
un gesto intimidatorio y clavo los ojos en los suyos.
—Y si lo tengo, ¿qué?
Silencio.
—Bruno...
—No. En serio: ¿Qué? —inquiero, con más crueldad de la que pretendo; pero, de todos
modos, no me detengo y digo, al tiempo que sacudo la cabeza—: Aquí no importa si
tengo o no algo con alguien. Importa lo que yo quiero, y lo que yo quiero, Rebeca,
es que no me vuelvas a buscar. ¿Entiendes, o tengo qué ser más tajante?
Me mira fijo, durante unos segundos que me parecen eternos.
—Mira nada más. El caballerito se transformó en sapo —dice, para luego soltar una
risotada amarga—. Ojalá que la muchachita esa se dé cuenta a tiempo de que eres un
patán.
Sus palabras me escuecen más de lo que me gustaría, pero mantengo el gesto
inexpresivo y la ira a raya para pronunciar:
—Vete de aquí, Rebeca.
Ella me observa un segundo más y barre los ojos por la extensión de mi cuerpo antes
de alzar el mentón y echarse a andar en dirección a la salida.

Al cerrarse la puerta detrás de ella, apenas tengo oportunidad de sentarme de


manera desgarbada sobre la silla de mi escritorio, cuando el teléfono de la oficina
vuelve a sonar.
Reprimo una palabrota.
—¿Sí? —digo, amable, pese a que quiero ser más grosero y brusco.
—Señor, lamento molestarlo de nuevo, pero su padre me ha pedido que lo convoque a
una junta de emergencia. Es sobre un caso nuevo y muy importante. —Lorena dice, en
voz baja y temerosa, y dejo escapar el aire con lentitud.
Después de todo, tendré que salir tarde de la oficina. No importa cuánto trate de
evitarlo.
—Gracias, Lorena. Hazle saber que ahí estaré —digo, al cabo de unos segundos de
silencio y, entonces, cuelgo.

***

Son cerca de las diez y media cuando, por fin, termina la jornada extenuante a la
que mi padre nos sometió a mí y a otros tres de sus abogados de confianza.
Tenemos un caso enorme que involucra a una de las empresas petroleras más grandes
del país y a uno de nuestros clientes más antiguos. Ha sido un completo dolor en el
culo y, pese a que ya hemos esclarecido un poco el panorama sobre cuál es la mejor
manera de proceder, no hay garantía alguna de que podamos ganar.
Me duele la cabeza, pero ni siquiera considero la posibilidad de ir a mi oficina
por las pastillas para la migraña que guardo en el cajón izquierdo de mi
escritorio. Solo quiero llegar a casa.
Mi papá me intercepta de camino al auto y sugiere que vayamos a tomarnos algo. Esta
vez, cuando me niego, soy honesto y le digo que estoy muy cansado. Cuando se
despide de mí, me dice que me nota distinto y su comentario me sacude durante unos
instantes.
Me trepo al auto con el regusto extraño y agradable que me han dejado sus palabras,
pero trato de empujarlo lejos mientras tomo el teléfono y reviso los mensajes.
Específicamente, busco por una respuesta de Andrea.
Quise enviarle un Uber al trabajo, pero se negó, determinante —como siempre.
Pese a lo poco que me gustó la idea, dijo que iría a casa en autobús porque no era
demasiado tarde, y prometió avisarme que estaba en cada en el momento en el que
llegara.
Las alarmas se encienden en mi sistema cuando el último mensaje que tengo de ella
es uno en el que me avisa que se ha subido al autobús, pero trato de acallarlas
mientras conecto el teléfono a los altavoces del coche.
—Llamar a Liendre —digo en voz alta, para que el teléfono haga lo suyo y emprendo
la marcha en dirección al pent-house.
El teléfono me manda directamente al buzón y, pese a que trato de mantenerme
sereno, una punzada de preocupación me embarga.
Espero hasta llegar al semáforo para volver a pedirle al aparato que la llame una
vez más, pero el resultado es el mismo que antes.
Cuando entronco al tráfico ligero de la noche, ya estoy ordenándole al teléfono que
llame al número del pent-house, para que sea capaz de responderme por ahí si se ha
quedado sin batería o algo.
Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis timbrazos...
La máquina contestadora.
Finalizo la llamada.
Un suspiro frustrado se me escapa y lo intento una vez más. El resultado es el
mismo que antes y aprieto los dedos contra el volante.
En ese momento, me pregunto qué demonios sé sobre ella y la realidad me azota al
instante porque no la conozco para nada. No sé quiénes son sus amigos, sus padres o
dónde puedo buscarla cuando algo así ocurre.
El único hilo que teje su vida con la mía, es la esposa de Dante, pero tampoco la
conozco. Apenas sí he cruzado un par de saludos con ella por videollamada y nada
más.
Andrea bien podría tomar sus cosas y marcharse lejos sin avisar y yo no tendría
idea de dónde buscarla.
¿Y por qué irías a buscarla? Inquiere mi subconsciente, y el corazón me da un
vuelco cuando las palabras de mi mejor amigo retumban en mi cerebro una vez más.
—Deja de pensar sandeces, Bruno —mascullo para mí, incapaz de seguir andando por
ese camino.
Debo enfocarme en lo importante. No puedo seguir divagando en eso. No ahora mismo.
Aprieto los dedos contra el volante.
—Llamar a Liendre —repito, en voz alta y, mientras el teléfono hace lo suyo, piso
un poco el acelerador.

***

11:43 p. m.
Todavía no sé nada sobre Andrea y estoy enloqueciendo.
No he dejado de dar vueltas por todo el apartamento, cual león enjaulado, y ya he
recorrido veinte veces el camino que hace a pie cuando regresa a casa en autobús.
No la he encontrado ninguna de esas veces.
Intenté llamar a Dante, para saber si su esposa sabe algo —pese a que sé que es muy
poco probable—, pero no respondió. No me sorprende en lo absoluto. Allá debe ser de
madrugada todavía.
Estoy desesperado. La opresión que siento en el pecho es tan intensa, que me cuesta
trabajo pensar con claridad, y bien podría destrozar algo con las manos si no me
deshago de esta ansiedad atronadora que me escuece las entrañas.
Pienso —mientras doy vueltas por todo el espacio, como un completo lunático— en
llamar a alguno de los contactos que tiene mi padre en la Fiscalía del Estado, para
que busquen si Andrea ha estado en alguna delegación o algo por el estilo, pero no
estoy del todo seguro.
Me muerdo el labio inferior mientras busco en mi lista de contactos el teléfono de
mi padre y me revuelvo el cabello en un gesto frustrado, mientras el dedo me baila
sobre la tecla de llamada.
Estoy a punto de presionarla, cuando el teléfono empieza a sonar en mi mano.
El estómago se me cae a los pies, el corazón me da un vuelco furioso y los oídos me
zumban. La anticipación me forma un nudo en el estómago, pero toda la ilusión se
esfuma en el instante en el que leo el nombre de Dante en la pantalla. Es una
llamada de Facetime y, pese a que sé que luzco como un completo demente, contesto
de inmediato.
—Bruno, acabo de ver tu llamada perdida. Supongo que es por Andrea —dice, sin
siquiera permitirme decir nada, y la confusión me embarga de inmediato.
Mi amigo luce como si acabase de despertarse y estuviese aturdido y preocupado en
partes iguales.
—¿Cómo lo sabes?
—Le acaba de llamar a Génesis —explica—. Escucha... Sé que la chica no te agrada y
todo eso, pero tiene un asunto con sus padres y ha llamado a Génesis para pedirle
que le hiciera el favor...
Quiero gritarle que hable de una maldita vez y me diga dónde diablos está Andrea,
pero en su lugar, digo con voz ronca y pastosa:
—¿Dónde está?
—En la clínica 46. —Dante dice, y la angustia regresa con violencia a mi sistema—.
La asaltaron. Dice Gen que Andrea ha dicho que no es grave, pero de todos modos
necesita atención médica, así que está ahí. La policía está con ella. Van a tomarle
una declaración y esas cosas...
No puedo escuchar lo que dice después de eso. De hecho, no puedo hacer otra cosa
más que tratar de controlar la marea de sentimientos que me embargan. Necesito
salir de aquí. Necesito ir a cerciorarme por mi cuenta que en realidad se encuentra
bien.
... Y necesito que Dante cierre la boca.
—Voy para allá —digo, cortando de tajo su diatriba y, sin esperar a que diga nada
más, finalizo la llamada.
Acto seguido, reviso que lleve conmigo la tarjeta del pent-house y las llaves del
coche y me abro paso hacia la salida del apartamento.
No puedo concentrarme en nada mientras me introduzco en el ascensor. No puedo
arrancarme esta sensación de asfixia que me atenaza los pulmones. No puedo hacer
otra cosa más que moverme en automático para encontrarla.

Capítulo 36

BRUNO

Son las seis de la mañana cuando, por fin, Andrea aparece en mi campo de visión por
el pasillo de la sala de espera de la clínica a la que la trajeron.
Al principio, creo que estoy alucinando; pero no es hasta que se detiene en seco y
clava sus ojos en mí, que espabilo y me levanto del incómodo asiento en el que me
encuentro instalado.
Alivio, preocupación e impotencia... Todo se mezcla en mi interior mientras me abro
paso en su dirección a paso firme y decidido.
Quiero decirle que moría de la angustia; que lamento no haber estado ahí; que, si
pudiera regresar el tiempo, mandaría al carajo a mi padre solo para pasar a
recogerla y evitar todo esto.
Quiero decir tantas cosas ahora mismo, que no sé por dónde empezar, así que no lo
hago. Cuando me detengo frente a ella, no digo una sola palabra, solo le acuno el
rostro —sin lentes— con las manos para examinarle la hinchazón que tiene en un lado
de la cara; y luego, con suavidad, envolverla en un abrazo.
No la estrujo tanto como me gustaría. Tengo miedo de hacerle daño.
Sus brazos se envuelven a mi alrededor también y me aprietan con tanta fuerza, que
no puedo evitar devolver la presión ansiosa con la que me abraza.
—¿Nos podemos ir ya? —inquiero, en voz baja, contra su cabello y ella asiente.

El corto trayecto del hospital al auto es silencioso, pero lo aprovecho para


mirarla a detalle.
Camina inclinada ligeramente hacia un lado. Usa una muñequera y ha murmurado algo
acerca de un esguince; así que supongo que por eso la lleva. Tiene un raspón enorme
en el lado derecho de la cara y el pómulo inflamado en esa parte, pero, de ahí en
más, no parece tener más magulladuras. De todos modos, no me atrevo a apostar que
no haya pasado nada más.
Le abro la puerta del coche una vez que llegamos a donde lo dejé aparcado, y luego
me instalo en el asiento del piloto para emprender el camino a casa.
Me muero por preguntar qué fue lo que pasó, pero no lo hago. No sé si debo o si
desea hablar de ello; es por eso que, en su lugar, solo conduzco.
Andrea llora todo el trayecto de regreso y, pese a que me siento como un completo
imbécil por no poder hacer nada para remediarlo, cada que tengo oportunidad, le
tomo la mano izquierda —esa en la que no lleva una muñequera puesta— y le beso el
dorso.
El cielo ha comenzado a clarear para cuando llegamos al apartamento, pero el sol
aún no sale. No hemos hablado en lo absoluto desde que salimos del hospital, y lo
primero que Andrea balbucea en mi dirección, es algo acerca de avisar a su trabajo
que faltará. Yo le digo que me haré cargo de ello y, luego de eso, nada. No habla
conmigo para nada más.
Cuando le ofrezco algo de comida, lo declina, así que decido prepararle un baño.
Cuando lo sugiero, ella acepta y me pongo a ello.
Estoy agotado, pero, de buena gana, lleno la enorme tina del baño de la recámara
principal y, cuando está listo, salgo para avisarle.
Andrea está sentada sobre la cama y lleva una mueca de dolor en el rostro. De
inmediato, las alarmas se encienden en mi interior y me acerco a ayudarla a
levantarse.
Lleva los lentes en una mano, así que extiendo la mía para que me los dé.
—Déjame ayudarte —digo y, dubitativa, los pone sobre mi palma.
Están destrozados. Inservibles.
El corazón se me hunde en el pecho.
—Los arreglaré después —dice, y me pregunto cómo, en el jodido infierno, hará eso.
—Te compraré otros —replico, indignado ante la idea de que verla trabajar en algo
sin arreglo, antes de ayudarla a ponerse de pie.
El andar lento y torpe de Andrea me hace saber que algo le duele, así que envuelvo
un brazo alrededor de su cintura —tratando de ser lo más cuidadoso posible— y la
hago recargarse en mí mientras avanza.
Ella balbucea un agradecimiento mientras guío nuestro camino hasta el cuarto de
baño, donde una tina humeante la espera.
Una vez ahí, la ayudo a sentarse sobre el borde de bañera. Acto seguido, la veo
doblarse e intentar quitarse los zapatos. De inmediato, una mueca adolorida la
asalta y, sin pensarlo dos veces, me acuclillo frente a ella y la ayudo.
A las Converse blancas que lleva puestas se les está haciendo un agujero en la
suela y una sensación incómoda me llena el cuerpo. Me obligo a ignorarla mientras,
con cuidado, la ayudo a quitarse la chaqueta y la blusa de mangas largas que
llevaba al salir esta mañana.
—Yo puedo sola —dice, cuando trato de ayudarla a levantarse para que se quite los
vaqueros y, pese a que no quiero hacerlo, doy un paso hacia atrás para darle
espacio para trabajar.
Luego de varios intentos y gritos ahogados de dolor, no puedo soportarlo más y me
acerco a auxiliarla pese a que sé que no quiere.
La ignoro por completo cuando me dice una vez más que ella puede hacerlo por sí
misma y, con cuidado, le saco el pantalón por las piernas.
El sujetador lo trabaja ella misma con su mano buena y le doy toda la privacidad
que necesita cuando lo desliza fuera de sus hombros dándome la vuelta para darle la
espalda.
No sé por qué lo hago —tomando en cuenta que la he visto desnuda más veces de las
que puedo recordar—, pero, de todos modos, no me parece correcto mirarla desnuda
ahora que debe sentirse como la mierda.
—Bruno... —dice, en voz baja y tímida y yo muevo la cabeza, de modo que soy capaz
de escucharle con atención.
—¿Sí?
—¿Podrías ayudarme, por favor?
Me giro sobre mi eje y clavo los ojos en ella.
Inevitablemente, el primer pensamiento que me viene a la cabeza, es que es hermosa.
Que es preciosa y que han pintado su bonito rostro con una mueca triste. Asustada.
La desnudez de su cuerpo —porque ha logrado quitarse las bragas por sí misma— y su
postura encorvada, la hacen lucir vulnerable. Rota. Y quiero moler a golpes al
responsable de que lleve ese gesto desolador en el rostro y esos ojos abnegados en
lágrimas.
Doy un paso hacia ella y luego otro. Es suficiente para estar frente a ella y
tomarla de la mano buena.
Andrea, con mucho cuidado, se introduce en la tina sin soltarme de la mano y, una
vez ahí, se quita la muñequera y me la entrega para que la ponga donde no pueda
mojarse.
Con su mano sana, trata de deshacerse el moño que lleva en la cima de la cabeza,
pero no lo consigue, así que la ayudo. Ella agradece en un murmullo suave y, cuando
termino con la tarea, me aparto.
—Háblame cuando quieras que te ayude a salir —digo, al cabo de unos instantes de
silencio y, sin esperar por una respuesta, me giro para encaminarme a la salida.
—Bruno... —el sonido de su voz es urgente. Asustado.
Me detengo cuando tengo la mano sobre la perilla de la puerta y la miro por encima
del hombro.
—¿Podrías...? —Hace una pequeña pausa y se relame los labios; temerosa—.
¿Podrías... quedarte?
No digo nada. Me quedo quieto unos instantes y, entonces, vuelvo sobre mis pasos.
Los botones de mi camisa son deshecho por mis dedos y, me saco el material antes de
quitarme los zapatos, los calcetines y los pantalones más rápido de lo que me
gustaría admitir.
Andrea no deja de mirarme cuando termino de desnudarme y, con cuidado, me meto en
la tina con ella; a sus espaldas.
Ella me hace espacio y pronto se encuentra instalada en el hueco entre mis piernas;
con la espalda pegada a mi pecho desnudo.
No decimos nada. Nos quedamos así, dentro de la tina repleta de agua caliente,
acurrucados el uno contra el otro, y no puedo pensar en nada más que en el alivio
que siento ahora mismo. En la calidez que me invade el cuerpo tan solo de tener la
certeza de que se encuentra a salvo ahora.
—M-Me siguieron al bajar de autobús —dice, en un susurro tembloroso, luego de un
largo rato, y yo envuelvo los brazos a su alrededor antes de besarle un hombro—. Ni
siquiera caminé muy lejos antes de que el tipo me alcanzara y m-me picara con una
navaja en la espalda. —La manera en la que su cuerpo comienza a temblar hace que
una ira profunda y cruda se filtre en mis venas—. N-Ni siquiera me dio oportunidad
de cooperar. —Un sollozo la abandona y aprieto la mandíbula—. Me empujó contra la
pared más cercana y m-me presionó la cabeza contra ella antes de pedirme que le
diera todo lo que traía conmigo.
El silencio que le sigue a sus palabras solo es interrumpido con el sonido de sus
sollozos suaves y quiero hacer algo para remediarlo todo. Para que no llore como lo
hace. Para evitar todo el miedo que sé que aún siente.
—Me arrebató el teléfono de la mano con tanta fuerza que me dobló el pulgar —dice,
una vez que puede volver a hablar y solo quiero gritar de la frustración—. C-Cuando
le di mi cartera y notó que no llevaba mucho conmigo, me soltó una palabrota y me
aventó al suelo para darme una patada.
Aprieto los dientes con tanta fuerza que me duelen.
—Creí... —Traga duro—. Creí que me haría algo más... —El corazón se me sube a la
garganta con el mero pensamiento—. Pero, por fortuna, s-se fue. —Sacude la cabeza—.
No puedo dejar de pensar en lo afortunada que me sentí cuando se fue.
—Lo lamento mucho —digo, con la voz enronquecida por las emociones—. Andrea, no
sabes cuánto deseo no haberme quedado en la oficina. Me siento tan culpable.
Ella niega.
—No es tu culpa —dice, al tiempo que me pone la mano sana sobre el brazo y traza
una caricia suave—. Pudo pasarme en cualquier otro momento. Incluso, trabajando.
Aprieto los dientes una vez más y cierro los ojos con fuerza.
Sé que lo que dice es cierto. Que no puedo culparme por algo que pudo ocurrido
durante cualquier otra circunstancia, pero es que me siento tan impotente...
Suelto un suspiro largo.
—La idea de saber que quizás pude haberlo evitado me mata —confieso, al cabo de un
largo rato y ella se arrebuja contra mí.
—No te tortures con eso... —susurra, tímida y dulce.
Al cabo de unos segundos de silencio, añade:
—Gracias.
—¿Por qué? —bufo—. ¿Por no insistir un poco más cuando sugerí la posibilidad de
enviarte un Uber?
—Por ir a buscarme a la clínica y esperar hasta que estuve libre de volver —dice,
en voz baja y ronca—. No tenías por qué hacerlo y de todos modos lo hiciste.
Gracias por eso.
Cierro mis brazos a su alrededor un poco más, con cuidado de no lastimarla.
—Lo haría las veces que fuesen necesarias —digo, y me sorprende la honestidad con
la que hablo—. Lo único que espero, es que no sea necesario que se repita. Nunca
más.
Ella suelta una pequeña risa.
—Yo también lo espero —musita y una sonrisa suave tira de las comisuras de mis
labios solo porque he conseguido, aunque sea por un instante, hacerla reír.
—Estaba muy preocupado. —Me sincero, luego de unos minutos de absoluto silencio.
—¿Quién lo iba a decir? —Ella pronuncia, al cabo de unos segundos más—. Bruno
Ranieri preocupado por mí: la chica que lo dejó en ridículo antes de su graduación
de la preparatoria.
Una risita suave se me escapa.
—Las vueltas que da la vida —digo, una vez que soy capaz de hablar, en tono
juguetón—. Un día estás siendo un imbécil con ella frente a todo el bachillerato, y
al otro estás muriendo de la angustia cuando pasan de las diez, no ha llegado y su
teléfono está muerto.
Suspira.
—Tendré que comprar otro teléfono. —La angustia con la que habla me hace apretar
los dientes.
—No pienses en eso ahora —digo, prometiéndome a mí mismo que le compré los lentes y
un maldito teléfono, y le doy un beso en la sien.'

No sé cuánto tiempo pasa antes de que salgamos de la tina y nos metamos en la


regadera para lavarnos las sales de baño del cuerpo; pero, el sol casi ha salido ya
para cuando Andrea se queda profundamente dormida junto a mí en la cama.
Yo no puedo hacerlo. Ya le he dejado un mensaje a mi padre diciéndole que tuve un
inconveniente y que trabajaré desde casa el día de hoy; pero, de todos modos, no
puedo conciliar el sueño todavía.
Me levanto al baño cuando doy un par de vueltas más en la cama y me entretengo
recogiendo la ropa que dejamos regada por toda la superficie. La parte meticulosa
en mí dobla la mía con cuidado y me detengo en seco cuando empiezo con la de ella.
Los vaqueros están desgastados y zurcidos de la entrepierna y la blusa de tiene
unos pequeños agujeros de desgaste en las mangas. El corazón se me hunde en el
pecho, pero me obligo a colocarla con cuidado en un montón ordenado. Acto seguido,
la tomo y la llevo fuera del baño para colocarla sobre el canasto de la ropa sucia
que se encuentra junto al tocador.
El pensamiento de volver a la cama e intentar conciliar el sueño solo es
interrumpido por el pequeño vistazo que me hace volver la vista al espejo. Me veo
como la mierda, pero de todos modos no aparto los ojos de mi reflejo porque,
durante unos instantes, no soy capaz de reconocerme. El hombre que me devuelve la
mirada luce como si estuviese a punto de caer de bruces debido al agotamiento,
pero, de todos modos, me agrada más que el que veía hace unos meses. Luce
más... vivo.
Suspiro y sacudo la cabeza.
Debo volver a la cama.
Algo capta mi atención por el rabillo del ojo y, por instinto, vuelco mi atención
hacia el lugar donde dejé los lentes destrozados de Andrea. El plástico del armazón
está roto de una bisagra, pero no es eso lo que llama mi atención. Es la plasta
blanquecina que parece ser una reparación vieja y meticulosa lo que lo hace.
El corazón se me hunde en el pecho una vez más. Esta vez, la abrumadora sensación
de impotencia que me embarga me llena los sentidos del instinto sobreprotector más
ridículo del mundo. Uno insistente y odioso que no me deja tranquilo. Que me
taladra los sentidos y me hace querer encargarme de que no vuelva a traer nada roto
o zurcido jamás.
Aprieto la mandíbula y dejo escapar el aire con lentitud.
Me digo a mí mismo que voy a hacer algo respecto a todo esto y, con ese pensamiento
en la cabeza, me voy de vuelta a la cama.
La única luz que ilumina la estancia es la del televisor encendido —porque he
cerrado todas las cortinas para que la luz no entre— y me recuesto junto a Andrea,
quien duerme sobre su costado.
La expresión suave y que esboza hace que no pueda reprimir el impulso que siento de
apartarle un mechón de cabello lejos del rostro.
—¿Qué me haces, Andrea Roldán? —susurro, envalentonado porque sé que no puede
escucharme, pero aterrado por todo lo que despierta en mí, y la contemplo unos
instantes más.
Finalmente, el sueño me vence y me acomodo sobre mi costado, de modo que quedo de
frente a ella y soy capaz de verla mientras los ojos se me cierran y la pesadez me
hace sucumbir ante el cansancio.

Capítulo 37

ANDREA

El sonido estridente y familiar que me invade la audición hace que me remueva sobre
la mullida superficie en la que me encuentro.
Un sonido quejumbroso se me escapa de los labios cuando la melodía insistente
continúa y se alarga hasta volverse abrumadora.
El gruñido de la voz de Bruno me hace un poco más consciente de lo que ocurre a mi
alrededor, pero no soy capaz de comprender una sola palabra de lo que dice.
Cuando la canción se detiene, el sueño vuelve a embargarme y no sé cuánto tiempo
pasa antes de que vuelva con toda su fuerza a despertarme de nuevo.
Me ruedo sobre mi eje y el dolor se dispara en todas las direcciones posibles. Un
sonido ahogado y adolorido se me escapa y hago una mueca, siendo cada vez más
consciente de lo que sucede a mi alrededor.
—¿No vas a responder? —inquiero, en dirección a Bruno, quien tiene la cabeza
levantada y el teléfono en una mano.
—Es tu amiga —dice, mientras me muestra un mensaje de Dante que dice que Génesis me
llamará al teléfono de Bruno—. La esposa de Dante.
En ese momento, y como si hubiese sido invocada por el poder de nuestras palabras,
el teléfono vuelve a sonar en la mano de Bruno, y mi rostro magullado aparece en la
pantalla ante la solicitud de Facetime que mi amiga ha enviado.
—Respóndele, por lo que más quieras. —Bruno dramatiza y una sonrisa dolorosa tira
de mis labios casi al instante.
—No me hagas reír —me quejo—. Me duele.
Él masculla una disculpa antes de dejarme su teléfono y darme la espalda.
El edredón claro le cae sobre la cintura, dejando al descubierto parte de su torso
desnudo y firme, y quiero golpearme por mirarlo como lo hago durante unos
instantes.
Me digo a mí misma que no tengo ni un ápice de vergüenza y deslizo el dedo sobre la
pantalla para responder.
La imagen de Génesis aparece en mi campo de visión y me enderezo en la cama solo
para darle la imagen más decente posible de mí misma.
—¿Estás bien? ¿Cómo te sientes? —dice, tan pronto como es capaz de verme y una
sonrisa tira de las comisuras de mis labios—. ¿Qué diablos fue lo que pasó?
Un suspiro largo se me escapa. De pronto, recapitular la pesadilla de ayer, se
siente agotadora; pero, de todos modos, le digo lo que pasó a grandes rasgos.
Le cuento, también, cómo es que una pareja de señores me ayudó y me llevó a la
clínica, y que fue ahí donde llamaron a la policía y me permitieron avisarle a
alguien acerca de lo que había pasado. Entrando un poco en detalles, le explico
que, como no me sé el número de nadie, salvo el de mis padres y el suyo, decidí
arriesgarme un poco y le llamé, a sabiendas de que era probable que no me
contestara por la diferencia horaria.
Para cuando termino de hablar, me encuentro recostada contra las almohadas de
manera desgarbada y Génesis hace lo propio, pero en su propia cama.
—¿Y qué esperabas que hiciera? ¿Que te resolviera el problema desde el otro lado
del mundo? —bromea, mientras recuesta el peso de su cabeza en su palma.
—¿Acaso no fue eso lo que hiciste? ¿No me resolviste el problema desde el otro lado
del mundo? —digo, al tiempo que arqueo una ceja y reprimo una sonrisa juguetona.
—Eres muy afortunada de tenerme —afirma y una carcajada boba se me escapa.
—Lo soy —le concedo, al tiempo que me giro sobre mi costado bueno y reprimo una
sonrisa dolorosa.
La sonrisa de mi amiga se diluye un poco y sus ojos se entornan.
—¿Dónde estás...? —Sacude la cabeza, al tiempo que se acerca el teléfono a la cara
y solo tengo un vistazo extraño de sus ojos—. ¿Quién está detrás de ti?
En ese momento, la sangre se me agolpa a los pies y me incorporo de golpe, en el
intento de ocultar lo que sea que Génesis haya visto a mis espaldas.
—Nadie —digo, al tiempo que esbozo una sonrisa que pretendo que luzca confundida.
—Andrea Roldán, ¿quién está...? —No puede terminar de formular la pregunta. No
puede hacer nada porque la resolución se apodera de sus facciones con una rapidez
aterradora y sus ojos se ensombrecen—. ¿Se aprovechó de ti? ¿De tu estado
emocional?
—¿Qué? —finjo demencia—. ¿De qué hablas?
—No trates de hacerte la tonta conmigo, Andrea Roldán, te conozco a la perfección.
—Génesis me mira con severidad—. No trates de protegerlo. Sé que es Bruno Ranieri
el que está dormido detrás de ti.
Bruno suelta una maldición a mis espaldas, porque ha sido capaz de escuchar lo que
mi amiga acaba de decir y mis ojos se cierran con fuerza en ese momento.
—Génesis, escucha —digo, al tiempo que me pongo de pie de la cama a toda velocidad
y me encamino hacia el armario para encerrarme ahí—. Las cosas no son como tú
piensas.
Bruno suelta otra palabrota y lo escucho dar tumbos al ponerse de pie de la cama.
Estoy a punto de encerrarme en el vestidor, cuando una palma grande y firme me
impide cerrar la puerta y otra —suave pero firme— me quita el teléfono de los dedos
para encarar a Génesis.
Lleva el entrecejo fruncido, el cabello alborotado y cara de pocos amigos; sigue
sin llevar nada que le cubra el torso y se nota a leguas que estaba dormido; pero,
con todo y eso, no deja de lucir imponente y amenazador.
—No debería hacer esto, porque lo que tenemos Andrea y yo solo nos incumbe a
nosotros, pero de todos modos voy a sacarte de las dudas —Bruno suelta, con dureza,
antes de continuar—: No me estoy aprovechando de nadie. Nunca lo he hecho. Anoche
no pasó absolutamente nada entre nosotros; y si quieres saber si ha pasado...
bueno, pues entonces tendrás que preguntárselo a ella, porque yo no voy decirte una
mierda. —Hace una pequeña pausa, antes de añadir—: Lo único que quiero que quede
bien claro, es que yo jamás me aprovecharía de alguien como ella. Nunca.
Entonces, me ofrece el teléfono de regreso y sale del vestidor.

Me toma unos instantes volver al aquí y al ahora, pero, tan pronto como lo hago,
echo el pestillo y me recargo sobre la puerta antes de tomar el teléfono de Bruno
entre los dedos para volver a encarar a Génesis.
El gesto que esboza está a medio camino entre la diversión, la indignación y la
confusión, y me encantaría decir que el mío es muy diferente del suyo, pero la
verdad es que no es así. Muy a mi pesar, hay una revolución en mi interior y se me
refleja en la cara.
—Andrea, no me digas que tú eres la chica con la que ese patán tiene algo —Génesis
inquiere, y sé que no lo hace desde un lugar impositivo. Que la irritación en su
voz es mera preocupación; pero, de todos modos, hace que quiera colgarle al
teléfono.
Lo primero que quiero preguntar es: «¿Cómo diablos sabes que Bruno tiene algo con
alguien?... o lo que sea que sea esto», pero, en su lugar, digo:
—Y si es así... ¿Qué?
—Andrea, el tipo tiene una reputación horrible. —Génesis suena frustrada cuando
habla—. Yo, que ni siquiera lo conozco, he escuchado mil y un historias de boca de
Dante y me da tanto miedo que te haga daño, que...
—Te agradezco la preocupación, Génesis —la corto de tajo—, pero creo que puedo
cuidarme de alguien como él.
Aprieta la mandíbula.
—Te mereces más que ser el polvo de un fulano, Andrea.
—Lo que tenemos es exclusivo —defiendo, pese a que sus palabras me calan hondo.
—Pues, por muy exclusivo que lo que tienen sea, te mereces más —replica—. Lo sabes.
Él también debería saberlo.
Cierro los ojos con fuerza.
—Y no trato de reprenderte por las decisiones que tomas. —El tono de Génesis es más
suave ahora. Preocupado—. Mucho menos trato de hacerte sentir que haces algo malo.
E solo que quiero que te preguntes si eso... sea lo que sea que ese tipo te
ofrece... es lo que tú quieres. Si es así, te prometo que no volveré a molestarte
más con el asunto; pero, si lo que deseas es distinto, Andrea, no se lo permitas.
No te lo permitas a ti misma. No te des menos de lo que te mereces. Ya lo hiciste
una vez.
Mi amiga y yo nos miramos durante un largo momento, pero ninguna de las dos se
atreve a decir nada. Sus palabras han quedado asentadas en mi interior, ardiendo
como brasas al rojo vivo, pero me las arreglo para esbozar una sonrisa
tranquilizadora.
—Gracias por preocuparte por mí, Gen —digo, porque ahora mismo no estamos para
hablar de esto. Ninguna de las dos.
Ella parece captar el mensaje de inmediato, ya que, con una broma respecto a la
hinchazón de mi pómulo, cambia el rumbo de nuestra conversación.

***

Bruno no ha preguntado sobre lo que hablé con Génesis luego de que me encerré en el
armario y lo agradezco. Ahora mismo me siento tan agobiada y abrumada, que prefiero
no traerlo a colación.
Por mucho que me cueste admitirlo, las palabras de mi amiga no han dejado de darme
vueltas en la cabeza, como una cantaleta incesante y dolorosa. Como un martilleo
constante que me provoca un pequeño dolor en el pecho. Uno que, mucho me temo,
podría acrecentar si indago en los sentimientos que me llenan el cuerpo.
Con todo y eso, me las he arreglado para mantenerme serena dentro de lo que cabe.
Hace un par de horas, luego de que despertamos, Bruno salió para llevar mi
justificante médico al trabajo. Tendré incapacidad durante una semana —tres días
que me dieron en la dependencia oficial de gobierno y cuatro más que Bruno me
consiguió con su amigo, el médico—, así que no sé qué haré con tanto tiempo libre
en casa.
Ahora mismo, no sé qué hacer. Estoy tan acostumbrada a estar siempre corriendo de
un lado a otro, que ahora que tengo un poco de tiempo libre, no tengo idea de en
qué invertirlo.
Bruno está trabajando en el despacho del pent-house, así que he pasado la mayoría
de la tarde viendo la pantalla de Netflix sin decidir del todo qué quiero poner
ahora —todo esto después, por supuesto, de arreglar las patitas mis anteojos
con Pegatodo y bicarbonato.
Tampoco es como si tuviera muchas ganas de ver algo. Con la revolución que traigo
adentro, no estoy segura de tener cabeza para poner toda mi concentración en una
sola cosa.
Un suspiro cansado se me escapa y, durante un segundo, considero la posibilidad de
ir a ver a Bruno, solo porque me pone de nervios el hecho de que ha estado muy
serio todo el día; sin embargo, lo descarto tan pronto como me viene a la cabeza y
decido meterme en la ducha.
El agua caliente hace maravillas con mis músculos magullados y aprovecho el calor
para mover los hombros y estirarme lo más posible.
Al salir, me pongo una sudadera que me llega a la mitad de los muslos y bragas —sin
sujetador— y me meto en la cama una vez más.

***

Me despierta el sonido de la puerta al cerrarse y me sobresalto durante un segundo


antes de darme cuenta de que es Bruno quien me mira con gesto de disculpa desde la
entrada del vestidor.
Se ha duchado. Tiene el cabello húmedo y viste ropa cómoda y deportiva.
—Lo lamento. Sigue durmiendo —dice, en voz baja y sacudo la cabeza en una negativa.
—Ya no tengo sueño —miento y él, pese a que sé que no me cree, me mira unos
instantes.
Me mojo los labios.
—¿Qué ocurre? —inquiero.
—Dante no ha dejado de molestarme en todo el día —admite y suena frustrado e
irritado.
Me muerdo el labio inferior.
—¿Crees que deba hablar con él también?
Bruno niega con la cabeza.
—Lo haré yo —me asegura—. No necesitas someterte a eso. Lo que necesitas, es
descansar.
Otro silencio.
—Lamento haberte metido en problemas con tu amigo —digo, en voz baja y suave.
Él niega una vez más.
—En el único problema en el que me has metido, Andrea, es en el predicamento de
tener que encerrarme todo el día en esa oficina para dejarte descansar y no
intentar... ya sabes... —me guiña un ojo en un gesto sugerente—. Seducirte.
El corazón me da un vuelco furioso en ese momento y un puñado de piedras se instala
en mi estómago.
—Quizás deberías venir a descansar tú también. —No es mi intención sonar ronca y
sugerente, pero lo hago de todos modos.
Una sonrisa lenta y perezosa se desliza en sus labios en ese momento y un brillo
malicioso le llena la mirada.
—Solo si me dices cuál de los juguetes que guardas en esa caja es tu favorito —dice
y un centenar de imágenes que aún no ocurren se disparan en mi cabeza.
La garganta se me seca, el estómago se me encoge y aprieto los puños.
—Si tienes suerte, te los muestro todos —digo, con un hilo de voz y él suelta una
palabrota en respuesta.
—Estás tentando al diablo, Andrea Roldán.
—Será mejor que no lo hagamos esperar, entonces. —Apenas puedo pronunciar y, acto
seguido, acorta la distancia que no separa en un par de zancadas.

Capítulo 38

BRUNO

—Señor Ranieri, disculpe que lo moleste de nuevo, pero el señor Barrueco ha llamado
una vez más. —La voz de Lorena inunda mis oídos y alzo la vista de los documentos
que leía con atención.
Una mezcla de diversión e irritación rápidamente se cuela en mi torrente sanguíneo
y una sonrisa irritada, de manera inevitable, se dibuja en mi rostro.
—¿Qué le has dicho? —inquiero, curioso, pero tratando de mantener mi gesto serio.
—Que seguía en reunión... —Hace una mueca dolorida—. Como hace una hora que llamó.
Asiento.
—Bien. —Hago un gesto que indica que puede retirarse—. Gracias.
—Pero, señor, ¿qué hago si vuelve a llamar?
Lo pienso unos segundos.
—Eso: Que sigo en junta. —Esta vez, no me molesto en disimular la sonrisa descarada
que tira de mis labios.
El gesto torturado de mi secretaria casi me hace retractarme, pero me mantengo
firme hasta que se marcha y me deja solo una vez más.
El teléfono nuevo entre mis dedos me parece una exageración cuando lo tomo, pero no
tuve más remedio que quedármelo pese a que no lo necesitaba.
Ayer, luego de que salí del pent-house por la cena, no pude evitar pasar a un
centro comercial a comprar un condenado teléfono para Andrea. Fue el error más
grande que pude haber cometido. Se puso como loca cuando se lo di. Casi me lo lanza
a la cara cuando le dije que se lo tomara como regalo de cumpleaños muy —muy—
atrasado.
Estaba tan indignada y molesta, que creí que no volvería a hablarme. Por fortuna,
unos cuantos arrumacos y una disculpa susurrada —y bien intencionada— contra su
oreja, fueron suficiente para hacerla olvidar el mal rato.
Y, pese a que las cosas no pasaron a mayores términos entre nosotros, tuve que
tomar una decisión estratégica para conseguir que Andrea me aceptara un Smartphone.
Una sonrisa lenta y satisfecha se desliza en mis labios cuando leo «Liendre
(temporal)» en la pantalla, seguido de un ícono de mensaje, y lo abro de inmediato
para leer:
«Te dije que no quería que me regalaras un teléfono».
Un bufido se me escapa, pero tecleo rápidamente:
«No te lo estoy regalando».
Al cabo de unos segundos, recibo:
«¿No? ¿Qué es esto, entonces?»
No me toma mucho responder:
«Un préstamo.
Te estoy prestando un teléfono que ya no voy a utilizar porque ayer me compré uno
nuevo».
Un cliente me llama a la oficina, es por eso que me toma casi diez minutos leer su
siguiente mensaje:
«¡Ja, ja! Te crees muy listo, ¿no es así? No voy a dejar que me regales un
teléfono. Mucho menos un iPhone. No está a discusión, Bruno Ranieri».
—Necia como solo tú puedes —mascullo, para mí mismo y, rápido, tecleo:
«Es un préstamo».
Lee mi mensaje, pero no lo responde y aprieto la mandíbula porque me provoca una
sensación incómoda.
Sabía que le molestaría también. Que era arriesgadísimo pasar a dejar mi antiguo
teléfono en la tienda de reparaciones de un amigo para que lo limpiara y le
asignara otro número —y así poder quedarme yo con el mío—, para luego pedirle que
lo mandara por mensajería al pent-house —porque, por supuesto, quería que Andrea lo
tuviera de inmediato—; pero jamás imaginé que también esto le incomodaría tanto.
No debí decirle a Daniel —mi amigo, el de la tienda— que, cuando terminara,
guardara mi número como: «20 cms Ranieri». Maldigo para mis adentros y contemplo la
pantalla unos instantes y, luego, escribo:
«¿Qué tiene de malo, Andrea?
No te lo estoy regalando, ya te lo dije. Solo te lo estoy prestando.
Mientras te compras uno nuevo. No puedes andar incomunicada y lo sabes».

El condenado aparato entre mis dedos suena con la llamada entrante de Dante y un
sonido frustrado se me escapa de la garganta casi al instante.
No ha dejado de buscarme por todos los medios habidos y por haber. Todo este asunto
con Andrea ha puesto a mi amigo y a su esposa bastante... inquietos —por no decir
insoportables—, y no puedo dejar de desear que nada de esto hubiera pasado. Que no
se hubieran enterado y todo siguiera tal cual estaba.
Suspiro, irritado y frustrado en partes iguales.
Sé que Dante no dejará de molestar si no le pongo un alto. Que debo hablar con él
de una buena vez si quiero que detenga este sinsentido de llamadas a todas horas;
es por eso que, pese a que lo último que quiero es rendirle cuentas a alguien,
respondo a su llamada por Facetime.
No sé qué esperaba encontrar cuando apareciera por la pantalla, pero,
sorprendentemente, Dante no luce tan descompuesto como creí que luciría. De todos
modos, la irritación en su gesto es palpable.
—Al fin respondes —puntualiza lo obvio con tanto veneno, que tengo que reprimir la
sonrisa boba que amenaza con asaltarme.
—Si no fueses tan insistente, probablemente te habría regresado la llamada antes —
me sincero y él me ve con cara de pocos amigos.
—Mira, Bruno, no estoy de humor para esto. Solo te llamaba para advertirte que...
—Escucha, Dante —lo corto, antes de que diga algo que pueda hacerme reaccionar—, si
me llamaste para amenazarme, recriminarme o reprimirme por lo que tengo con Andrea,
ahórratelo. No voy a discutir mis relaciones contigo. Andrea tampoco tendría que
discutirlas con tu esposa. Somos adultos y no hacemos nada malo.
—Te estás aprovechando de ella.
—Me estoy aprovechando de ella —repito, con aire socarrón y burlón, pero la ira que
ha desatado su comentario me escuece las entrañas—. ¿Es que acaso no es lo
suficientemente inteligente como para notar cuando alguien trata de tomarle
ventaja? —Sacudo la cabeza en una negativa—. No la conoces. No es una tonta y yo
tampoco soy un patán de mierda. Le he dejado en claro cuál es mi postura sobre lo
que tenemos.
—Pero, Bruno...
—Pero, Bruno, nada. —Lo corto una vez más y, luego de unos segundos de silencio
tenso, continúo—: Dante, me conoces. Sabes que no soy un imbécil. Que sé
diferenciar a la perfección la línea entre lo correcto y la patanería y, te juro
que nada de lo que hacemos cruza esa línea.
Mi amigo me mira fijamente durante un largo rato antes de dejar ir un suspiro.
—Génesis está preocupada —dice, al cabo de otro momento.
Asiento.
—Lo sé —replico—, pero, Dante, no está ocurriendo nada malo entre nosotros.
—Yo sé que no, Bruno —rezonga—, pero, asumiendo que ella es la chica sobre la que
hemos hablado, ¿qué va a pasar cuando ella quiera más? ¿O cuando te aburras de lo
que tienen?
Es mi turno de suspirar.
—Te prometo una cosa, Dante: Si lo mío con Andrea empieza a volverse complicado
para cualquiera de los dos, lo terminaré de inmediato. Para no herirla.
Dante sacude la cabeza en un gesto indeciso e incómodo.
—Bruno...
—Confía en mí. —Le sonrío, para aligerar el ambiente y él me devuelve el gesto muy
a su pesar.
—Me vas a sacar canas verdes, Ranieri.
—Deja de preocuparte tanto por mí, Barrueco. Lo tengo todo bajo control.
Me mira con gesto reprobatorio.
—Espero, por el bien de todos, que así sea —dice y, una sonrisa fácil tira de mis
labios antes de que, de manera deliberada, cambie de tema.

***

Mi vista cae en la sinuosa chica de vestido floreado que aparece en mi campo de


visión.
Sus ojos caen en los míos, el corazón me golpea fuerte contra las costillas y una
sonrisa lenta y perezosa se desliza en mis labios cuando ella —a paso firme y
decidido— se acerca.
Casi dejo de sentirme ridículo por llevar un contenedor con palomitas a medio comer
en una mano y un bolso de una mujer en la otra.
Andrea Roldán es capaz de volverme preso completo de su atención mientras, luciendo
caliente como el infierno —y al, mismo tiempo, arreglándoselas para parecer
inocente—, se abre paso en mi dirección.
Me quita el bolso de los dedos e introduce algo en él rápidamente. Cree que no he
notado su movimiento, pero lo he hecho. De todos modos, se para sobre sus puntas y
planta un beso casto en mi boca.
—¿Todo en orden? —inquiero, y el tono lascivo en mi voz hace que un ligero rubor se
apodere de sus mejillas.
En ese momento, lo único que deseo es meter la mano en el bolsillo de mis
pantalones y tomar mi teléfono para...
Se aclara la garganta, distrayéndome.
—En orden —dice, con aire suficiente y, de alguna manera, me siento retado. Como si
me acabara de decir que no he hecho el trabajo adecuado.
Me relamo los labios.
—¿Averiguamos por cuánto tiempo? —digo, en voz tan baja, que solo ella puede
escucharme.
Sus ojos se oscurecen ante mi declaración y una sonrisa maliciosa tira de las
comisuras de mis labios.
Andrea se muerde el labio inferior, al tiempo que reprime una sonrisa.
—Decidí que es injusto que solo yo tenga que ser torturada, así que he igualado un
poco las circunstancias. —Me guiña un ojo—... Y las reglas.
Una punzada de curiosidad me invade de pies a cabeza, pero ni siquiera me da tiempo
de preguntar, ya que se me acerca y hace como si fuese a quitarme algo de la frente
y me susurra, mirándome a los ojos, con nuestros alientos mezclándose:
—Puedes divertirte cuanto quieras, pero no podrás tocar hasta que lleguemos a casa.
Sonrío.
—Puedo con ello —digo, arrogante.
Es su turno de sonreír. El brillo malicioso en sus ojos me saca de balance.
Entonces, se acerca un poco más y, sin importarle que aún haya personas saliendo
del cine en el que nos encontramos, me dice al oído:
—Olvidé el detalle más importante: no llevo ropa interior.
Todo pensamiento coherente escapa de mí en el instante en el que escucho aquello y,
de pronto, estoy tan duro, que temo que sea evidente a través del pantalón que
llevo puesto.
Una palabrota brota de mis labios cuando, sin más, se gira sobre su eje y se echa a
andar en dirección a las escaleras eléctricas del vacío centro comercial.
Avanzo detrás de ella, mientras me rebusco el teléfono en el bolsillo.
Esta tarde, cuando Andrea me llamó para avisarme que compró boletos para ver una
película en el cine que moría por ver —ella, no yo—, ni por la mente me pasó que
las cosas se pondrían tan... interesantes.
Busco en mi teléfono la aplicación del vibrador que compré para nosotros la semana
pasada y que sé —con toda certeza— que lleva puesto ahora mismo; y, cuando la
encuentro, enciendo el dispositivo.
Mi palma se posa contra su espalda justo en el momento en el que enciendo el
aparato y, cuando se detiene en seco y toma aire con brusquedad, reprimo una
sonrisa.
—¿Todo bien, preciosa? —le susurro al oído, mientras le doy un poco de tregua, y la
dejo avanzar hasta que llegamos a las escaleras.
—Vete al demonio —ella masculla y yo suelto una pequeña risita.
—¿No te gusta? —inquiero, al tiempo que esbozo un gesto serio de fingida
preocupación.
Ella no dice nada. Solo aprieta los labios y reprime una sonrisa.
—Eso pensé —digo, arrogante, y ella arquea una ceja en mi dirección.
—No abuses —me advierte y tengo que reprimir otra risa.
—Me encantas —le digo, porque es cierto y se ruboriza un poco más.
Entonces, enciendo el juguete de nuevo. Esta vez, a una velocidad tan baja, que no
es hasta que pagamos el ticket del estacionamiento, que Andrea me sostiene el
antebrazo con fuerza y me mira, suplicante.
Lo apago en su totalidad y ella deja escapar un suspiro tembloroso.
Maldita. Sea.
Me digo a mí mismo que no la torturaré hasta que estemos en el auto, pero, en mi
mente, ya le he quitado el vestido que lleva de diez maneras diferentes.
Le abro la puerta del auto cuando llegamos al lugar en el que aparcamos y, cuando
se instala en el asiento, me aseguro de mirarla a los ojos mientras, tomo el
teléfono entre mis dedos y enciendo el vibrador a una velocidad considerable.
Un grito ahogado se le escapa y se retuerce en el asiento un segundo antes de que,
con una sonrisa maliciosa en los labios, cierre la puerta y rodee el coche para
introducirme del lado del conductor.
Andrea está tensa en el asiento a mi lado y se muerde el interior de la mejilla con
tanta fuerza, que temo que se esté haciendo daño. Con todo y eso, la imagen de
ella, sentada a mi lado, totalmente a mi merced, es tan caliente que no puedo
pensar con claridad.
Un sonido quejumbroso brota de sus labios cuando cambio el ritmo en la aplicación y
me tomo mi tiempo acomodando mis espejos y poniéndome el cinturón.
—B-Bruno... —suplica y enciendo el auto.
Acomodo el teléfono en el soporte que compré en un crucero hace una eternidad y lo
desbloqueo para poner el navegador.
Acto seguido, comienzo a conducir hacia el tráfico nocturno.
Un gemido roto a mi lado hace que casi me pase un semáforo, pero me las arreglo
para lucir sereno mientras, de reojo, le echo un vistazo.
Lleva los labios entreabiertos, los ojos cerrados y aprieta las manos en el borde
del asiento con tanta fuerza, que toma todo de mí no orillarme para hacerla gritar
en serio.
—¿Te gusta así, preciosa? —inquiero, socarrón, y es en ese momento en el que ella
suelta un gruñido ronco y se deshace del cinturón de seguridad.
Luego, se arrodilla en el asiento y, pese a que se nota que no puede moverse con la
libertad que le gustaría, trepa hasta pasar a la parte trasera de mi coche.
Acto seguido —y siendo plenamente consciente de que la miro por el espejo
retrovisor—, se acomoda en el asiento, se quita los zapatos y sube los pies antes
de abrir los muslos para quedar totalmente expuesta ante mí.
El material delgado del vestido se le enrosca hacia arriba y, de pronto, en lo
único en lo que puedo concentrarme, es en la vista espectacular que tengo en estos
momentos —pese a la penumbra de la noche—. En lo caliente que luce y en cómo es que
no mentía cuando dijo que no llevaba nada debajo de la prenda floreada.
Un juramento escapa de mis labios en el momento en el que nuestras miradas se
encuentran y los suyos se entreabren en un gemido silencioso.
El sonido de la bocina de un coche que viene detrás de nosotros me hace saber que
el semáforo se ha puesto en verde y otra palabrota se me escapa debido a eso.
—Tócate —le pido y, pese a que una sombra de duda atraviesa su mirada, desliza su
mano con timidez para acariciarse y, de pronto, cuando suelta un gemido
particularmente escandaloso, que casi pierdo los estribos.
Incremento la velocidad del dispositivo y un grito agudo se le escapa, al tiempo
que eleva las caderas y se aferra a todo lo que puede.
Un balbuceo ininteligible brota de su garganta en ese momento y echa la cabeza
hacia atrás cuando el orgasmo demoledor la embarga.
Llegados a ese punto, falta tan poco para llegar al apartamento y yo estoy tan
duro, que no puedo evitar acelerar hasta que introduzco el vehículo en el garaje
del edificio.
Andrea ha retirado el aparato de su interior y tiene la cabeza recostada en el
respaldo del asiento. Su respiración dificultosa es lo único que resuena dentro del
vehículo, así que, cuando me estaciono en el lugar en el que siempre suelo hacerlo,
no tengo que hablar muy fuerte cuando digo:
—Ven aquí.
Ella levanta la cabeza para verme.
—Aún no hemos llegado —Andrea dice, arqueando una ceja.
—Perdí —digo, sin dejar de mirarla a través del espejo retrovisor, al tiempo que me
deshago del cinturón de seguridad y de la hebilla de mi cinto—. Ahora, ven aquí.
Una risita boba escapa de sus labios en ese momento, pero, de buena gana se levanta
y pasa entre los asientos para sentarse a horcajadas sobre mí.
Ella me besa cuando se encuentra instalada y yo le correspondo gustoso mientras
libero mi erección.
Creo haber visto un condón en la guantera esta tarde, así que no me toma demasiado
estirarme para buscarlo a tientas en el compartimiento.
—¿Aquí hay cámaras? —Andrea inquiere, entre besos arrebatados y yo me aparto un
segundo para buscarlas rápidamente.
—No lo sé —admito—. No nos quedaremos tanto como para averiguarlo.
Sin aliento —y con manos temblorosas y torpes—, me pongo el condón en tiempo récord
y la ayudo a acomodarse en el lugar indicado.
Para cuando ella deja caer el peso de su cuerpo y me abro paso en su interior,
estoy tan caliente que temo correrme tan pronto como comienza a moverse encima de
mí.
Tengo los dientes apretados y me siento cegado; abrumado por las sensaciones
apabullantes que Andrea me provoca.
Le acuno la cara y la atraigo hacia mí para besarla.
Gemidos suaves escapan de sus labios y golpean los míos cuando la levanto un poco y
muevo las caderas con fuerza debajo de ella.
—Andy, amor, voy a correrme —digo, contra su boca y desliza una mano entre nuestros
cuerpos para acariciarse una vez más.
—Y-Yo también —tartamudea en un resuello ronco y, luego de eso, suelta un sonido
agudo y dulce.
Entonces, no lo contengo más. No puedo hacerlo. Me corro tan pronto como mi cuerpo
me lo exige.
Andrea me sigue a los pocos instantes. Las contracciones de sus músculos solo
avivan la intensidad de mi propio orgasmo y tengo que apretar los dientes para no
gruñir, cual animal.
—Fue divertido —bromeo, sin aliento—. Deberíamos repetir.
Ella suelta una risa corta y rota, debido a que también trata de recuperarse de
nuestro encuentro.
—Por mí encantada —dice, en un susurro bajo y es mi turno de reír.
Con cuidado, Andrea se aparta y se acomoda en el asiento del copiloto, al tiempo
que se arregla el vestido y el cabello.
—¿Te apetece un baño y otra película? —inquiero, mientras me abotono los pantalones
y la hebilla.
—Suena perfecto —replica y la miro justo a tiempo para verla esbozar una sonrisa
que me calienta el pecho.
Le guiño un ojo, al tiempo que bajo del auto y lo rodeo para abrirle la puerta.
Ella baja tambaleándose ligeramente y la sostengo, para que no trastabille.
Andrea ríe sobre un comentario que hago respecto a las cámaras de seguridad que hay
en todo el estacionamiento del edificio y subimos la escalinata al vestíbulo
principal en medio de bromas bobas y risas sin sentido.
El ascensor se abre un par de instantes luego de que lo llamamos y, cuando se abre,
la figura de José Luis, el portero, nos recibe.
—¿Cómo está la pareja más cariñosa el complejo? —dice, amable, mientras se
interpone entre las puertas, para evitar que se cierren.
Una punzada de algo extraño, pero incómodo, me retuerce las entrañas. De pronto,
escucharle llamarnos una pareja me llena el cuerpo de una sensación
insidiosa. Aterradora.
—Buenas noches, don José Luis — Andrea lo saluda, afectuosa, pero yo todavía no
puedo dejar ir el sentimiento previo.
—Ya no se te nota nada el asalto. —El portero comenta.
—Es que fue hace mucho ya. —La chica a mi lado replica, amena y risueña—. Un poco
más de un mes.
—¿Tanto? —El viejo inquiere, sorprendido—. Qué rápido se pasa el tiempo, ¿verdad? —
Me mira—. Lo bueno es que aquí tiene a su novio, que está al pendiente todo el
tiempo de usted.
Andrea suelta una risa nerviosa y yo aprieto la mandíbula.
—Soy muy afortunada, ¿no es así? —dice y su comentario no hace más que incrementar
la punzada de irritación que me provoca esta conversación—. Don José Luis, siempre
es un gusto saludarlo.
La despedida jovial de Andrea debería apaciguar al león que ha comenzado a gruñir
de incomodidad en mi interior, pero no lo hace. Al contrario, no hace más que
acentuarla; volverla insoportable.
El hombre de la recepción se despide de nosotros, pero no puedo ponerle la atención
necesaria. Estoy muy ocupado tratando de descifrar por qué me molesta tanto que
asuman que Andrea y yo somos una pareja de enamorados o algo por el estilo.
Para cuando las puertas del elevador se cierran, me zumban los oídos.
Andrea parlotea sobre todo y nada a mi lado, pero no puedo ponerle atención. De
pronto, me siento muy enojado y no sé por qué. Me siento fuera de mí. Fuera de
balance...
—Si tú no le dices que no somos nada, lo haré yo —digo, cortando de tajo su
diatriba y, de inmediato, me arrepiento de haberlo soltado. Estoy molesto. No debo
decir cosas cuando estoy molesto. Alguien debería amordazarme cuando me siento así,
para no decir estupideces como la que acabo de pronunciar.
Aprieto la mandíbula.
Silencio.
La puerta del elevador se abre, revelando el pent-house, con solo las luces bajas
de la sala encendidas, justo como lo dejamos antes de salir.
Se aclara la garganta.
—Si tanto te molesta, se lo hago saber tan pronto tenga la oportunidad de hacerlo —
Suena tan triste y a la defensiva, que quiero estrellar la cara contra algo.
De todos modos, no me retracto. No puedo hacerlo aún. No cuando me siento así de
incómodo todavía.
Aprieto la mandíbula y salgo del elevador a toda velocidad, tratando de evadir una
discusión con ella, pero con la sensación de solo estar empeorándolo todo.

Capítulo 38

BRUNO

—Señor Ranieri, disculpe que lo moleste de nuevo, pero el señor Barrueco ha llamado
una vez más. —La voz de Lorena inunda mis oídos y alzo la vista de los documentos
que leía con atención.
Una mezcla de diversión e irritación rápidamente se cuela en mi torrente sanguíneo
y una sonrisa irritada, de manera inevitable, se dibuja en mi rostro.
—¿Qué le has dicho? —inquiero, curioso, pero tratando de mantener mi gesto serio.
—Que seguía en reunión... —Hace una mueca dolorida—. Como hace una hora que llamó.
Asiento.
—Bien. —Hago un gesto que indica que puede retirarse—. Gracias.
—Pero, señor, ¿qué hago si vuelve a llamar?
Lo pienso unos segundos.
—Eso: Que sigo en junta. —Esta vez, no me molesto en disimular la sonrisa descarada
que tira de mis labios.
El gesto torturado de mi secretaria casi me hace retractarme, pero me mantengo
firme hasta que se marcha y me deja solo una vez más.
El teléfono nuevo entre mis dedos me parece una exageración cuando lo tomo, pero no
tuve más remedio que quedármelo pese a que no lo necesitaba.
Ayer, luego de que salí del pent-house por la cena, no pude evitar pasar a un
centro comercial a comprar un condenado teléfono para Andrea. Fue el error más
grande que pude haber cometido. Se puso como loca cuando se lo di. Casi me lo lanza
a la cara cuando le dije que se lo tomara como regalo de cumpleaños muy —muy—
atrasado.
Estaba tan indignada y molesta, que creí que no volvería a hablarme. Por fortuna,
unos cuantos arrumacos y una disculpa susurrada —y bien intencionada— contra su
oreja, fueron suficiente para hacerla olvidar el mal rato.
Y, pese a que las cosas no pasaron a mayores términos entre nosotros, tuve que
tomar una decisión estratégica para conseguir que Andrea me aceptara un Smartphone.
Una sonrisa lenta y satisfecha se desliza en mis labios cuando leo «Liendre
(temporal)» en la pantalla, seguido de un ícono de mensaje, y lo abro de inmediato
para leer:
«Te dije que no quería que me regalaras un teléfono».
Un bufido se me escapa, pero tecleo rápidamente:
«No te lo estoy regalando».
Al cabo de unos segundos, recibo:
«¿No? ¿Qué es esto, entonces?»
No me toma mucho responder:
«Un préstamo.
Te estoy prestando un teléfono que ya no voy a utilizar porque ayer me compré uno
nuevo».
Un cliente me llama a la oficina, es por eso que me toma casi diez minutos leer su
siguiente mensaje:
«¡Ja, ja! Te crees muy listo, ¿no es así? No voy a dejar que me regales un
teléfono. Mucho menos un iPhone. No está a discusión, Bruno Ranieri».
—Necia como solo tú puedes —mascullo, para mí mismo y, rápido, tecleo:
«Es un préstamo».
Lee mi mensaje, pero no lo responde y aprieto la mandíbula porque me provoca una
sensación incómoda.
Sabía que le molestaría también. Que era arriesgadísimo pasar a dejar mi antiguo
teléfono en la tienda de reparaciones de un amigo para que lo limpiara y le
asignara otro número —y así poder quedarme yo con el mío—, para luego pedirle que
lo mandara por mensajería al pent-house —porque, por supuesto, quería que Andrea lo
tuviera de inmediato—; pero jamás imaginé que también esto le incomodaría tanto.
No debí decirle a Daniel —mi amigo, el de la tienda— que, cuando terminara,
guardara mi número como: «20 cms Ranieri». Maldigo para mis adentros y contemplo la
pantalla unos instantes y, luego, escribo:
«¿Qué tiene de malo, Andrea?
No te lo estoy regalando, ya te lo dije. Solo te lo estoy prestando.
Mientras te compras uno nuevo. No puedes andar incomunicada y lo sabes».

El condenado aparato entre mis dedos suena con la llamada entrante de Dante y un
sonido frustrado se me escapa de la garganta casi al instante.
No ha dejado de buscarme por todos los medios habidos y por haber. Todo este asunto
con Andrea ha puesto a mi amigo y a su esposa bastante... inquietos —por no decir
insoportables—, y no puedo dejar de desear que nada de esto hubiera pasado. Que no
se hubieran enterado y todo siguiera tal cual estaba.
Suspiro, irritado y frustrado en partes iguales.
Sé que Dante no dejará de molestar si no le pongo un alto. Que debo hablar con él
de una buena vez si quiero que detenga este sinsentido de llamadas a todas horas;
es por eso que, pese a que lo último que quiero es rendirle cuentas a alguien,
respondo a su llamada por Facetime.
No sé qué esperaba encontrar cuando apareciera por la pantalla, pero,
sorprendentemente, Dante no luce tan descompuesto como creí que luciría. De todos
modos, la irritación en su gesto es palpable.
—Al fin respondes —puntualiza lo obvio con tanto veneno, que tengo que reprimir la
sonrisa boba que amenaza con asaltarme.
—Si no fueses tan insistente, probablemente te habría regresado la llamada antes —
me sincero y él me ve con cara de pocos amigos.
—Mira, Bruno, no estoy de humor para esto. Solo te llamaba para advertirte que...
—Escucha, Dante —lo corto, antes de que diga algo que pueda hacerme reaccionar—, si
me llamaste para amenazarme, recriminarme o reprimirme por lo que tengo con Andrea,
ahórratelo. No voy a discutir mis relaciones contigo. Andrea tampoco tendría que
discutirlas con tu esposa. Somos adultos y no hacemos nada malo.
—Te estás aprovechando de ella.
—Me estoy aprovechando de ella —repito, con aire socarrón y burlón, pero la ira que
ha desatado su comentario me escuece las entrañas—. ¿Es que acaso no es lo
suficientemente inteligente como para notar cuando alguien trata de tomarle
ventaja? —Sacudo la cabeza en una negativa—. No la conoces. No es una tonta y yo
tampoco soy un patán de mierda. Le he dejado en claro cuál es mi postura sobre lo
que tenemos.
—Pero, Bruno...
—Pero, Bruno, nada. —Lo corto una vez más y, luego de unos segundos de silencio
tenso, continúo—: Dante, me conoces. Sabes que no soy un imbécil. Que sé
diferenciar a la perfección la línea entre lo correcto y la patanería y, te juro
que nada de lo que hacemos cruza esa línea.
Mi amigo me mira fijamente durante un largo rato antes de dejar ir un suspiro.
—Génesis está preocupada —dice, al cabo de otro momento.
Asiento.
—Lo sé —replico—, pero, Dante, no está ocurriendo nada malo entre nosotros.
—Yo sé que no, Bruno —rezonga—, pero, asumiendo que ella es la chica sobre la que
hemos hablado, ¿qué va a pasar cuando ella quiera más? ¿O cuando te aburras de lo
que tienen?
Es mi turno de suspirar.
—Te prometo una cosa, Dante: Si lo mío con Andrea empieza a volverse complicado
para cualquiera de los dos, lo terminaré de inmediato. Para no herirla.
Dante sacude la cabeza en un gesto indeciso e incómodo.
—Bruno...
—Confía en mí. —Le sonrío, para aligerar el ambiente y él me devuelve el gesto muy
a su pesar.
—Me vas a sacar canas verdes, Ranieri.
—Deja de preocuparte tanto por mí, Barrueco. Lo tengo todo bajo control.
Me mira con gesto reprobatorio.
—Espero, por el bien de todos, que así sea —dice y, una sonrisa fácil tira de mis
labios antes de que, de manera deliberada, cambie de tema.

***

Mi vista cae en la sinuosa chica de vestido floreado que aparece en mi campo de


visión.
Sus ojos caen en los míos, el corazón me golpea fuerte contra las costillas y una
sonrisa lenta y perezosa se desliza en mis labios cuando ella —a paso firme y
decidido— se acerca.
Casi dejo de sentirme ridículo por llevar un contenedor con palomitas a medio comer
en una mano y un bolso de una mujer en la otra.
Andrea Roldán es capaz de volverme preso completo de su atención mientras, luciendo
caliente como el infierno —y al, mismo tiempo, arreglándoselas para parecer
inocente—, se abre paso en mi dirección.
Me quita el bolso de los dedos e introduce algo en él rápidamente. Cree que no he
notado su movimiento, pero lo he hecho. De todos modos, se para sobre sus puntas y
planta un beso casto en mi boca.
—¿Todo en orden? —inquiero, y el tono lascivo en mi voz hace que un ligero rubor se
apodere de sus mejillas.
En ese momento, lo único que deseo es meter la mano en el bolsillo de mis
pantalones y tomar mi teléfono para...
Se aclara la garganta, distrayéndome.
—En orden —dice, con aire suficiente y, de alguna manera, me siento retado. Como si
me acabara de decir que no he hecho el trabajo adecuado.
Me relamo los labios.
—¿Averiguamos por cuánto tiempo? —digo, en voz tan baja, que solo ella puede
escucharme.
Sus ojos se oscurecen ante mi declaración y una sonrisa maliciosa tira de las
comisuras de mis labios.
Andrea se muerde el labio inferior, al tiempo que reprime una sonrisa.
—Decidí que es injusto que solo yo tenga que ser torturada, así que he igualado un
poco las circunstancias. —Me guiña un ojo—... Y las reglas.
Una punzada de curiosidad me invade de pies a cabeza, pero ni siquiera me da tiempo
de preguntar, ya que se me acerca y hace como si fuese a quitarme algo de la frente
y me susurra, mirándome a los ojos, con nuestros alientos mezclándose:
—Puedes divertirte cuanto quieras, pero no podrás tocar hasta que lleguemos a casa.
Sonrío.
—Puedo con ello —digo, arrogante.
Es su turno de sonreír. El brillo malicioso en sus ojos me saca de balance.
Entonces, se acerca un poco más y, sin importarle que aún haya personas saliendo
del cine en el que nos encontramos, me dice al oído:
—Olvidé el detalle más importante: no llevo ropa interior.
Todo pensamiento coherente escapa de mí en el instante en el que escucho aquello y,
de pronto, estoy tan duro, que temo que sea evidente a través del pantalón que
llevo puesto.
Una palabrota brota de mis labios cuando, sin más, se gira sobre su eje y se echa a
andar en dirección a las escaleras eléctricas del vacío centro comercial.
Avanzo detrás de ella, mientras me rebusco el teléfono en el bolsillo.
Esta tarde, cuando Andrea me llamó para avisarme que compró boletos para ver una
película en el cine que moría por ver —ella, no yo—, ni por la mente me pasó que
las cosas se pondrían tan... interesantes.
Busco en mi teléfono la aplicación del vibrador que compré para nosotros la semana
pasada y que sé —con toda certeza— que lleva puesto ahora mismo; y, cuando la
encuentro, enciendo el dispositivo.
Mi palma se posa contra su espalda justo en el momento en el que enciendo el
aparato y, cuando se detiene en seco y toma aire con brusquedad, reprimo una
sonrisa.
—¿Todo bien, preciosa? —le susurro al oído, mientras le doy un poco de tregua, y la
dejo avanzar hasta que llegamos a las escaleras.
—Vete al demonio —ella masculla y yo suelto una pequeña risita.
—¿No te gusta? —inquiero, al tiempo que esbozo un gesto serio de fingida
preocupación.
Ella no dice nada. Solo aprieta los labios y reprime una sonrisa.
—Eso pensé —digo, arrogante, y ella arquea una ceja en mi dirección.
—No abuses —me advierte y tengo que reprimir otra risa.
—Me encantas —le digo, porque es cierto y se ruboriza un poco más.
Entonces, enciendo el juguete de nuevo. Esta vez, a una velocidad tan baja, que no
es hasta que pagamos el ticket del estacionamiento, que Andrea me sostiene el
antebrazo con fuerza y me mira, suplicante.
Lo apago en su totalidad y ella deja escapar un suspiro tembloroso.
Maldita. Sea.
Me digo a mí mismo que no la torturaré hasta que estemos en el auto, pero, en mi
mente, ya le he quitado el vestido que lleva de diez maneras diferentes.
Le abro la puerta del auto cuando llegamos al lugar en el que aparcamos y, cuando
se instala en el asiento, me aseguro de mirarla a los ojos mientras, tomo el
teléfono entre mis dedos y enciendo el vibrador a una velocidad considerable.
Un grito ahogado se le escapa y se retuerce en el asiento un segundo antes de que,
con una sonrisa maliciosa en los labios, cierre la puerta y rodee el coche para
introducirme del lado del conductor.
Andrea está tensa en el asiento a mi lado y se muerde el interior de la mejilla con
tanta fuerza, que temo que se esté haciendo daño. Con todo y eso, la imagen de
ella, sentada a mi lado, totalmente a mi merced, es tan caliente que no puedo
pensar con claridad.
Un sonido quejumbroso brota de sus labios cuando cambio el ritmo en la aplicación y
me tomo mi tiempo acomodando mis espejos y poniéndome el cinturón.
—B-Bruno... —suplica y enciendo el auto.
Acomodo el teléfono en el soporte que compré en un crucero hace una eternidad y lo
desbloqueo para poner el navegador.
Acto seguido, comienzo a conducir hacia el tráfico nocturno.
Un gemido roto a mi lado hace que casi me pase un semáforo, pero me las arreglo
para lucir sereno mientras, de reojo, le echo un vistazo.
Lleva los labios entreabiertos, los ojos cerrados y aprieta las manos en el borde
del asiento con tanta fuerza, que toma todo de mí no orillarme para hacerla gritar
en serio.
—¿Te gusta así, preciosa? —inquiero, socarrón, y es en ese momento en el que ella
suelta un gruñido ronco y se deshace del cinturón de seguridad.
Luego, se arrodilla en el asiento y, pese a que se nota que no puede moverse con la
libertad que le gustaría, trepa hasta pasar a la parte trasera de mi coche.
Acto seguido —y siendo plenamente consciente de que la miro por el espejo
retrovisor—, se acomoda en el asiento, se quita los zapatos y sube los pies antes
de abrir los muslos para quedar totalmente expuesta ante mí.
El material delgado del vestido se le enrosca hacia arriba y, de pronto, en lo
único en lo que puedo concentrarme, es en la vista espectacular que tengo en estos
momentos —pese a la penumbra de la noche—. En lo caliente que luce y en cómo es que
no mentía cuando dijo que no llevaba nada debajo de la prenda floreada.
Un juramento escapa de mis labios en el momento en el que nuestras miradas se
encuentran y los suyos se entreabren en un gemido silencioso.
El sonido de la bocina de un coche que viene detrás de nosotros me hace saber que
el semáforo se ha puesto en verde y otra palabrota se me escapa debido a eso.
—Tócate —le pido y, pese a que una sombra de duda atraviesa su mirada, desliza su
mano con timidez para acariciarse y, de pronto, cuando suelta un gemido
particularmente escandaloso, que casi pierdo los estribos.
Incremento la velocidad del dispositivo y un grito agudo se le escapa, al tiempo
que eleva las caderas y se aferra a todo lo que puede.
Un balbuceo ininteligible brota de su garganta en ese momento y echa la cabeza
hacia atrás cuando el orgasmo demoledor la embarga.
Llegados a ese punto, falta tan poco para llegar al apartamento y yo estoy tan
duro, que no puedo evitar acelerar hasta que introduzco el vehículo en el garaje
del edificio.
Andrea ha retirado el aparato de su interior y tiene la cabeza recostada en el
respaldo del asiento. Su respiración dificultosa es lo único que resuena dentro del
vehículo, así que, cuando me estaciono en el lugar en el que siempre suelo hacerlo,
no tengo que hablar muy fuerte cuando digo:
—Ven aquí.
Ella levanta la cabeza para verme.
—Aún no hemos llegado —Andrea dice, arqueando una ceja.
—Perdí —digo, sin dejar de mirarla a través del espejo retrovisor, al tiempo que me
deshago del cinturón de seguridad y de la hebilla de mi cinto—. Ahora, ven aquí.
Una risita boba escapa de sus labios en ese momento, pero, de buena gana se levanta
y pasa entre los asientos para sentarse a horcajadas sobre mí.
Ella me besa cuando se encuentra instalada y yo le correspondo gustoso mientras
libero mi erección.
Creo haber visto un condón en la guantera esta tarde, así que no me toma demasiado
estirarme para buscarlo a tientas en el compartimiento.
—¿Aquí hay cámaras? —Andrea inquiere, entre besos arrebatados y yo me aparto un
segundo para buscarlas rápidamente.
—No lo sé —admito—. No nos quedaremos tanto como para averiguarlo.
Sin aliento —y con manos temblorosas y torpes—, me pongo el condón en tiempo récord
y la ayudo a acomodarse en el lugar indicado.
Para cuando ella deja caer el peso de su cuerpo y me abro paso en su interior,
estoy tan caliente que temo correrme tan pronto como comienza a moverse encima de
mí.
Tengo los dientes apretados y me siento cegado; abrumado por las sensaciones
apabullantes que Andrea me provoca.
Le acuno la cara y la atraigo hacia mí para besarla.
Gemidos suaves escapan de sus labios y golpean los míos cuando la levanto un poco y
muevo las caderas con fuerza debajo de ella.
—Andy, amor, voy a correrme —digo, contra su boca y desliza una mano entre nuestros
cuerpos para acariciarse una vez más.
—Y-Yo también —tartamudea en un resuello ronco y, luego de eso, suelta un sonido
agudo y dulce.
Entonces, no lo contengo más. No puedo hacerlo. Me corro tan pronto como mi cuerpo
me lo exige.
Andrea me sigue a los pocos instantes. Las contracciones de sus músculos solo
avivan la intensidad de mi propio orgasmo y tengo que apretar los dientes para no
gruñir, cual animal.
—Fue divertido —bromeo, sin aliento—. Deberíamos repetir.
Ella suelta una risa corta y rota, debido a que también trata de recuperarse de
nuestro encuentro.
—Por mí encantada —dice, en un susurro bajo y es mi turno de reír.
Con cuidado, Andrea se aparta y se acomoda en el asiento del copiloto, al tiempo
que se arregla el vestido y el cabello.
—¿Te apetece un baño y otra película? —inquiero, mientras me abotono los pantalones
y la hebilla.
—Suena perfecto —replica y la miro justo a tiempo para verla esbozar una sonrisa
que me calienta el pecho.
Le guiño un ojo, al tiempo que bajo del auto y lo rodeo para abrirle la puerta.
Ella baja tambaleándose ligeramente y la sostengo, para que no trastabille.
Andrea ríe sobre un comentario que hago respecto a las cámaras de seguridad que hay
en todo el estacionamiento del edificio y subimos la escalinata al vestíbulo
principal en medio de bromas bobas y risas sin sentido.
El ascensor se abre un par de instantes luego de que lo llamamos y, cuando se abre,
la figura de José Luis, el portero, nos recibe.
—¿Cómo está la pareja más cariñosa el complejo? —dice, amable, mientras se
interpone entre las puertas, para evitar que se cierren.
Una punzada de algo extraño, pero incómodo, me retuerce las entrañas. De pronto,
escucharle llamarnos una pareja me llena el cuerpo de una sensación
insidiosa. Aterradora.
—Buenas noches, don José Luis — Andrea lo saluda, afectuosa, pero yo todavía no
puedo dejar ir el sentimiento previo.
—Ya no se te nota nada el asalto. —El portero comenta.
—Es que fue hace mucho ya. —La chica a mi lado replica, amena y risueña—. Un poco
más de un mes.
—¿Tanto? —El viejo inquiere, sorprendido—. Qué rápido se pasa el tiempo, ¿verdad? —
Me mira—. Lo bueno es que aquí tiene a su novio, que está al pendiente todo el
tiempo de usted.
Andrea suelta una risa nerviosa y yo aprieto la mandíbula.
—Soy muy afortunada, ¿no es así? —dice y su comentario no hace más que incrementar
la punzada de irritación que me provoca esta conversación—. Don José Luis, siempre
es un gusto saludarlo.
La despedida jovial de Andrea debería apaciguar al león que ha comenzado a gruñir
de incomodidad en mi interior, pero no lo hace. Al contrario, no hace más que
acentuarla; volverla insoportable.
El hombre de la recepción se despide de nosotros, pero no puedo ponerle la atención
necesaria. Estoy muy ocupado tratando de descifrar por qué me molesta tanto que
asuman que Andrea y yo somos una pareja de enamorados o algo por el estilo.
Para cuando las puertas del elevador se cierran, me zumban los oídos.
Andrea parlotea sobre todo y nada a mi lado, pero no puedo ponerle atención. De
pronto, me siento muy enojado y no sé por qué. Me siento fuera de mí. Fuera de
balance...
—Si tú no le dices que no somos nada, lo haré yo —digo, cortando de tajo su
diatriba y, de inmediato, me arrepiento de haberlo soltado. Estoy molesto. No debo
decir cosas cuando estoy molesto. Alguien debería amordazarme cuando me siento así,
para no decir estupideces como la que acabo de pronunciar.
Aprieto la mandíbula.
Silencio.
La puerta del elevador se abre, revelando el pent-house, con solo las luces bajas
de la sala encendidas, justo como lo dejamos antes de salir.
Se aclara la garganta.
—Si tanto te molesta, se lo hago saber tan pronto tenga la oportunidad de hacerlo —
Suena tan triste y a la defensiva, que quiero estrellar la cara contra algo.
De todos modos, no me retracto. No puedo hacerlo aún. No cuando me siento así de
incómodo todavía.
Aprieto la mandíbula y salgo del elevador a toda velocidad, tratando de evadir una
discusión con ella, pero con la sensación de solo estar empeorándolo todo.

Capítulo 39

ANDREA

Las manos me tiemblan mientras, metódicamente, extiendo el edredón —que hacía


muchísimo no utilizaba— sobre el sofá cama del teatro en casa.
El ardor que tengo en la garganta apenas me permite respirar con normalidad, y he
pasado la última media hora tratando de contener las lágrimas impotentes y furiosas
que me empañan la mirada.
Siento el corazón como un trozo de carbón caliente que me escuece el pecho hasta
hacerme imposible concentrarme en nada más que en eso.
Me siento ridícula. Absurda por la forma en la que estoy reaccionando y, al mismo
tiempo, me siento tan miserable y molesta, que apenas puedo estar en mi propia
piel.
El sonido de los pasos provenientes de las escaleras hace que me tense de pies a
cabeza. Afortunadamente, le doy la espalda a la escalinata, así que no tengo que
encarar a Bruno cuando se detiene en la entrada del lugar.
Lo primero que hizo al llegar —luego de escupirme en la cara que debía aclararle al
portero que no somos nada—, fue encaminarse hasta la habitación y encerrarse en el
baño.
No recuerdo qué fue exactamente lo que hice después de eso. Lo único que sé es que,
cuando me di cuenta, ya me encontraba en el vestidor, poniéndome un pijama limpio y
tomando todo eso que utilizaba cuando dormía en el teatro en casa: un edredón, una
cobija, una sábana y una almohada.
Luego, antes de que Bruno saliera de la ducha, me escabullí fuera de la estancia y
comencé a trabajar en el lugar en el que planeo dormir esta noche.
—¿Qué estás haciendo? —La voz del hombre a mis espaldas me envía un escalofrío por
la espina, pero me las arreglo para entretenerme unos instantes más acomodando los
cojines sobre el sofá-cama.
—Me alisto para dormir —replico, al cabo de un rato, seca y lacónica.
Silencio.
—Andrea, estás exagerando. Yo solo...
—¿Estoy exagerando? —Lo corto de tajo, al tiempo que giro sobre mi eje para
encararlo. Tengo los ojos entornados en su dirección en un gesto incrédulo y,
sintiéndome cada vez más molesta, escupo—: Bruno, me pediste, de muy mala manera,
debo decir, que le aclarara al portero del edificio que no somos nada. ¡Al
condenado portero! —Bufo y permito que un par de lágrimas enfurecidas se deslicen
por mis mejillas—. ¡Como si el señor tuviese la obligación de saber un carajo
respecto a nuestra vida personal!
Aprieta la mandíbula.
Viste un chándal y nada más y lleva el cabello húmedo por la ducha que acaba de
tomar.
—No somos nada —dice y no sé por qué sus palabras me hieren tanto como lo hacen.
—Eso ya lo sé.
—No parece. —Él sacude la cabeza y la confusión que me provocan sus palabras solo
se mezcla con el enojo que ha comenzado a hervirme en la sangre.
—¿Qué?
—No parece, Andrea. —Niega—. Vas por ahí, comprándonos boletos para el cine,
llevándome a cuánto lugar ridículo se te ocurre solo porque te da la gana, como si
yo tuviese interés alguno en jugar a ser tu noviecito de mierda.
Cada palabra que pronuncia es como un puñal en mi pecho, pero me las arreglo para
sostenerle la mirada y mantener el mentón alzado, pese a que quiero echarme a
llorar.
—¿Y por qué nunca dijiste que te molestaba? —apenas puedo pronunciar—. ¿Por qué me
dejaste seguir haciéndolo? ¿Por qué...?
—¡Porque te hacía feliz! —Él truena—. ¡Porque me gusta verte feliz!
La contradicción que me provocan sus palabras me aturde unos instantes, pero decido
que no voy a permitir que lo que ha dicho me afecte. No ahora. No cuando me siento
del modo en el que lo hago.
Mi boca se abre para replicar, pero él habla primero:
—Y no me molesta. —Se lleva las manos a la cabeza, en un gesto frustrado—. Me gusta
pasar tiempo contigo. Me gusta hacer cosas contigo. Es solo que...
Silencio.
—¿Qué, Bruno? —inquiero—. ¿Qué es lo que te molesta? ¿Qué insinúen que tienes algo
conmigo?
—No tiene nada que ver contigo. —Me mira fijo—. Es conmigo. No quiero nada con
nadie. Nunca.
Trago duro.
—Y te incomoda que alguien sugiera que tienes algo con alguien —concluyo, sin
aliento, pero no responde.
Se limita a clavar sus ojos en mí.
—Bruno, necesito pensar en esto con calma —digo, finalmente, tras un largo momento
de absoluto silencio.
Aprieta la mandíbula y añado:
—Creo que es conveniente que tú lo pienses también. —No sé cómo le hago para que la
voz no me tiemble cuando, finalmente, termino—: Es por eso que voy a dormir aquí.
Para darnos espacio.
No dice nada. Solo clava sus ojos en los míos y me mira con aprensión.
El gesto que tiene grabado en el rostro es tan torturado, que casi me siento
culpable de haber pronunciado lo que dije, pero no me retracto. No puedo hacerlo.
—Toma la habitación —dice, luego de una eternidad, con la voz enronquecida, pero
niego con la cabeza.
—Me quedo aquí. Gracias.
—Andrea...
—Buenas noches, Bruno. —Lo corto y me giro sobre mi eje antes de avanzar hasta el
interruptor y apagar las luces.
Acto seguido, me meto en la cama.
Bruno no se va hasta que le doy la espalda y me acurruco. El corazón me duele como
nunca, pero me obligo a mantenerme en una pieza hasta que lo escucho marcharse.
Solo hasta ese momento, me permito llorar.

***

Me levanto muy temprano en la mañana para no tener que ver a Bruno merodeando por
el apartamento mientras me alisto, y me marcho antes de que despierte.
La caminata al autobús se me hace más pesada de lo que recuerdo que era y, de
pronto, me encuentro pensando en la rapidez con la que me acostumbré a las
comodidades que Bruno pone —o ponía— en mi día a día.
El extraño escozor —ese que había tratado de ignorar desde que me levanté— me
atenaza el pecho y los ojos me arden con la sombra de unas lágrimas que no llegan a
mí del todo.
No sé por qué me siento así de miserable. No se supone que debería hacerlo. Bruno
siempre dejó en claro lo que buscaba de esto y yo lo acepté. Estaba bien con lo que
teníamos. Con la exclusividad y esa sensación de seguridad que me provocaba pasar
tiempo con él; pero, ahora no sé porqué no es suficiente.
No sé porqué no puedo conformarme con eso y disfrutarlo como es debido, y tampoco
sé qué diablos hacer para solucionarlo. Para poder seguir siendo fiel a mí misma y
tenerlo a él —a lo que me ofrece— al mismo tiempo.
Sabes que es imposible. Me susurra el subconsciente y cierro los ojos con fuerza
porque mucho me temo que es verdad. Aceptar lo que Bruno me ofrece va en contra de
todo lo que quiero para mí y tampoco puedo forzarlo a aceptar querer tener algo
conmigo.
¿Y tú quieres algo con él?
Dejo escapar el aire y abro los ojos para abrazarme a mí misma mientras espero el
autobús y me obligo a dejar de pensar en todo esto.

El camino al trabajo pasa sin novedad alguna hasta que Bruno me llama por teléfono
y me deja un par de mensajes de texto que no leo hasta que estoy guardando mis
cosas en el casillero que me han asignado.
Pregunta por qué me he marchado sin más y me pide que le avise tan pronto esté aquí
en el trabajo. Las emociones contradictorias que me embargan son tan intensas, que
decido solo escribirle un mensaje escueto —avisándole que llegué al trabajo sana y
salva— para no tenerlas dándome vueltas el resto de la mañana.
Karla, durante el almuerzo, me pregunta qué ocurre y, sin poder privarme de las
ganas que tengo de desahogarme, se lo cuento todo.
Le hablo sobre las atenciones, las charlas hasta la madrugada, las risas a todas
horas y lo mucho que disfruto de su compañía. De lo brillantes que son mis días
desde que forma parte de ellos y, pese a que no deseo hacerlo, también le cuento
todo aquello que me ha mantenido inquieta —todo lo que había pasado antes y que
nunca hablamos— y este último incidente con José Luis y la oleada de sentimientos
que me provocó.
Para el momento en el que termino de hablar, hay un nudo tan apretado en mi
garganta, que me cuesta incluso respirar.
—Cariño, no necesito decírtelo, ¿no es así? —Karla pone una mano sobre la mía y la
aprieta en un gesto conciliador, al tiempo que me mira con diversión y lástima.
Cierro los ojos, pero no digo nada.
—Sabes que estás enamorada de tu compañero de apartamento, ¿verdad? —ella insiste y
un sonido doloroso se me escapa en ese momento.
—Es un imbécil —me quejo, al tiempo que me cubro la cara con las manos.
—Y así, imbécil y todo, estás enamorada de él. —No puedo refutar a su declaración,
así que me limito a cruzarme de brazos unos instantes antes de volver a lamentarme
cubriéndome la cara.
—No tenía que pasar de esta manera. Se supone que él era un idiota y yo solo tenía
buen sexo. Se supone que era inmune a sus encantos ahora que somos mayores y que no
debía... —Sacudo la cabeza en una negativa desesperada, al tiempo que las lágrimas
me impiden continuar. Karla me envuelve en un abrazo tan conciliador, que casi me
olvido de que estamos en la mesa más recóndita del área común para empleados y me
echo a llorar de la manera más patética.
—No entiendo qué tiene de malo que estés enamorada. —Karla dice, al tiempo que se
aparta para mirarme a los ojos—. Sí, el tipo es un imbécil, pero no creo que no
tenga remedio.
Una carcajada carente de humor brota de mi garganta, al tiempo que un par de
lágrimas traicioneras me abandonan.
—Se comportó como un completo asno ayer.
—Está asustado.
—Y de todos modos, eso no lo justifica. —Niego con la cabeza—. Una vez le permití a
alguien ser un completo idiota conmigo y terminó de la peor manera posible para mí;
así que: No, gracias. No voy a volver a pasar por eso. No me lo merezco.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres, Andrea? ¿Mandarlo a la mierda? ¿Qué haga algo
para enmendarlo? —Sacude la cabeza—. Por lo que dices, el tipo tiene un serio
problema con los apegos emocionales y se comunica como el culo; pero, también, por
lo que dices, no suena como una mala persona. Como alguien que quisiera herirte de
manera intencional, quiero decir. Y, además, le importas.
Desvío la mirada de la suya y la clavo en el suelo al tiempo que me abrazo a mí
misma.
—¿Y de qué me sirve todo eso si no...? —Me detengo en seco por que no sé cómo
terminar esa pregunta.
—Si no, ¿qué? —Karla inquiere, en voz baja—. ¿Si no te corresponde? ¿Si no quiere
lo mismo que tú? ¿Tienes la certeza de ello? ¿Él la tiene? ¿Por qué no se lo
preguntas? ¿Por qué no hablas con él sobre todo esto?
—Porque él me lo ha dejado en claro más veces de las que puedo contar —replico,
frustrada y dolida—. Me ha dicho hasta el cansancio que lo nuestro es exclusivo,
pero no de esa manera.
—Pero tú no le has dicho nada de lo que sientes. No le has dicho nada de lo que
quieres. Es tiempo de que lo hagas, Andrea.
El pánico que me invade luego de que mi amiga pronuncia aquello es indescriptible.
Sordo e intenso por sobre todas las cosas.
Y no solo por lo que implica hablarle a Bruno sobre lo que siento, sino porque en
realidad no sé qué diablos siento.
No soy una tonta. Sé perfectamente que Bruno Ranieri no me es indiferente. Que, en
el fondo, he albergado ciertas esperanzas. ¿De qué? No estoy muy segura. Lo único
que sé es que me gusta mucho más de lo que me gustaría admitir. El tiempo a su lado
se pasa volando. Con todo y su carácter hosco y huraño, no puedo dejar de tener el
mejor humor cuando se encuentra cerca.
No hay nada que no me gustaría hacer con ese hombre y me aterra tanto saberlo, que
no sé cómo lidiar con ello. Que prefiero cerrar los ojos a ello y no enfrentarlo.
—No pienso declararle mis sentimientos a ese hombre una segunda vez, Karla —digo,
al cabo de un largo momento, en un afán de quitarle tensión al momento y ella
suelta una carcajada—. No te rías. Hablo en serio. Mi orgullo no me lo permite.
—No vas a declararle tus sentimientos, boba. Solo vas a decirle que quieres algo
más.
—¿Qué no es eso lo mismo?
Ella lo piensa unos instantes.
—Quizás sí. —Asiente—. Pero... con gracia.
Esta vez, la carcajada que se me escapa está a medio camino entre la histeria y la
diversión.
—Estás loca.
—Di lo que quieras, Andrea Roldán —Karla dice—, pero, la que está enamorada de un
estúpido eres tú, no yo. Al mío ya lo superé.
Otra risotada se me escapa y le muestro mi dedo medio de la mano derecha.
—Vete al infierno.
Es el turno de mi amiga para reír para, luego de eso, llevar la conversación a un
lugar más ameno.
—Solo... piensa qué es lo que quieres hacer, Andrea. Toma una decisión. Si no
quieres hablar con él porque sientes que todo ha quedado muy claro, entonces, solo
queda decidir.
Decidir.
Decidir si quiero o no seguir con lo que tenemos, de la manera en la que lo
tenemos. Decidir si quiero o no terminarlo de una buena vez.
Suspiro.
El pecho no ha dejado de dolerme y me escuece aún más cuando el teléfono me vibra
entre los dedos y leo, en la burbuja que aparece en la pantalla, un mensaje de
Bruno que dice:
«Odio cuando no somos amigos. Lo lamento. Soy un idiota».
Lágrimas nuevas me inundan la mirada y cierro los ojos para contenerlas.
—C-Creo que voy a tomar mi distancia.
—¿Vas a terminar con lo que tienen? —Karla inquiere, en voz baja y suave, como si
tratase de no herirme con lo que dice.
—No lo sé. —Admito—. Solo sé que necesito... espacio.
Ella asiente.
—¿Vas a hablar con él?
—No lo sé. ¿Tiene objeto?
Suspira.
—Lo lamento tanto, Andrea.
Me encojo de hombros.
—No lo lamentes —digo, pese a que quiero echarme a llorar—. Aquí no ha pasado nada.
No todavía. Pienso, pero me obligo a empujar el pensamiento en lo más profundo de
mi mente.

Capítulo 40

BRUNO

Lorena y la secretaria de mi padre están hablando de mí. Ellas creen que no puedo
escucharlas, pero lo hago fuerte y claro.
Ahora mismo, Lorena le ha dicho a Silvia —la secretaria de mi padre— que llevo dos
semanas comportándome como un completo dolor en el culo. Claro que no ha utilizado
esas palabras. Por supuesto que no. Lorena tiene más clase; pero, en resumidas
cuentas, eso es lo que ha dicho.
Y me encantaría estar enojado por ello. Molesto hasta el carajo... pero no puedo.
No estoy ni un poco irritado porque sé, muy en el fondo, que tiene razón.
No he tenido mis mejores semanas y, por más que me cueste admitirlo, mucho me temo
que Andrea Roldán tiene mucho que ver.
Hace dos semanas que me mandó a la mierda. No directamente. No me confrontó y me
dijo que ya no quería nada conmigo. Solo... empezó a evitarme.
Dejó de responderme a los mensajes bobos —ahora solo me escribe cuando va a salir
tarde del trabajo—, comenzó a dormir de nuevo en el teatro en casa —pese a que le
rogué que me dejara quedarme ahí en su lugar— y, de pronto, dejamos de coincidir en
el apartamento.
Siempre tiene algo qué hacer o un lugar al cuál llegar. Siempre regresa a casa
agotada y nunca tiene ganas de hacer nada conmigo.
Por supuesto, no me tomó mucho tiempo darme cuenta de lo que estaba pasando. Y
tampoco es que pueda culparla. La última vez me comporté como un verdadero imbécil.
No sé en qué diablos pensaba cuando toda aquella basura salió de mi boca. Tampoco
sé qué carajos esperaba que sucediera después.
Fui un idiota. Un completo hijo de puta incapaz de tomar las cosas con calma o, en
el mejor de los casos, con humor. José Luis solo creyó algo que, seguramente,
creería cualquiera que hubiese visto lo que él: a un hombre y a una mujer riendo,
de la mano, mientras suben al apartamento en el que viven. Cualquiera asumiría lo
que él asumió. Y, de todos modos, no le encuentro explicación a la forma en la que
me sentí en ese momento.
Por supuesto, si hubiese sabido que terminaría sintiéndome peor de lo que lo hacía,
me habría quedado callado.
Lo cierto es que eso que dice Lorena no es una mentira. He andado con un humor de
perros. He despotricado y maltratado a todo aquel que me lo ha permitido, solo
porque no soporto estar ni un minuto más en mi propia piel.
Pero sé que lo merezco. Merezco sentirme tan miserable como lo hago, y andar con el
humor asqueroso con el que he navegado estos últimos días.
Y lo peor de todo es que ni siquiera he tenido el valor de disculparme con ella
porque soy tan orgulloso. Tan imbécil. Tan...
El teléfono de la oficina empieza a sonar y me saca de mis cavilaciones de golpe.
Una palabrota malhumorada se forma en la punta de mi lengua, pero me la trago
mientras levanto la bocina:
—¿Qué? —No pretendo sonar así de brusco, así que no puedo evitar que una mueca de
disgusto me asalte.
—Señor Ranieri —Lorena dice, con mucho tacto—, lamento importunar. Sé que me dijo
que no recibiría a nadie el día de hoy, pero su hermana está aquí y quiere pasar a
verlo.
Cierro los ojos y me presiono el tabique de la nariz con los dedos, en un gesto
fastidiado.
Lo que me faltaba.
—Hazla pasar, Lorena —digo, pese a que lo último que quiero es tener que lidiar con
Tania ahora mismo; sin embargo, me las arreglo para sonar más amable en esta
ocasión.
—De acuerdo —ella musita y, luego, finaliza la llamada.
No le toma mucho tiempo a Tania el aparecer en el umbral de la puerta de mi
oficina.
La aparatosa carriola de Mateo se abre paso en el interior y, detrás de ella, mi
hermana entra con esa energía vibrante que siempre la ha caracterizado.
Recuerdo que mi madre solía decirle a todo el mundo que éramos como el día y la
noche: ella siempre vibrante y electrizante, y yo todo el tiempo taciturno.
Ensimismado. Huraño.
Ahora que miro en retrospectiva, la verdad es que las cosas no han cambiado
demasiado. Al contrario, ella cada vez es más bella y yo cada vez más bestia.
—Quita esa cara, que no vengo a quitarte mucho tiempo. —Mi hermana comienza, sin
siquiera saludarme, mientras empuja el armatoste que lleva a mi sobrino en el
interior.
Cuando está dentro de la estancia, deja a Mateo cerca y rodea el escritorio.
Apenas me da tiempo de ponerme de pie, cuando me besa la mejilla y me envuelve en
un abrazo efusivo.
La sonrisa radiante que lleva en el rostro me pone ligeramente nervioso, porque sé
que no augura nada bueno.
Al menos, no para mí.
—¿Cómo estás? —inquiere, mientras regresa s0bre sus pasos para tomar la carriola de
Mateo y empujarla hasta que queda junto a la silla frente a mi escritorio.
Parpadeo un par de veces.
—¿A qué viniste? —La miro, con cautela.
Fingida indignación se apodera de su gesto.
—¿Debo tener un motivo para venir a ver a mi hermano menor? —Suelta, con una dureza
que no le compro.
—Tú no vienes aquí. Nunca —apunto—. Odias este lugar. Si quisieras verme, habrías
ido al pent-house, o me habrías llamado para que fuera a verte. Estás aquí por
algo. ¿A qué viniste?
Un brillo extraño se apodera de su gesto y su seguridad vacila.
—¿Por qué demonios me conoces así de bien? —se queja y sonrío.
—Mientras que lo que vienes a decirme no involucre malas noticias, todo está
perfecto.
—Nada de malas noticias —me asegura—. Vengo a decirte algo maravilloso, de hecho.
—Suéltalo, entonces.
—Estoy organizándote una fiesta de cumpleaños.
—¿Ves? Este tipo de malas noticias son las que no tienes que venir a darme, Tania —
bromeo, pero, una parte de mí no lo hace del todo.
—¡Oh, vamos! ¡Cumples veintinueve! No podíamos dejar de festejar que casi llegas a
los fabulosos treinta.
Pongo los ojos en blanco.
—Y el año que viene querrás festejar mi cumpleaños con el pretexto de que «No todos
los años se cumplen treinta» o alguna mierda del estilo —refuto—. Nunca tendrás
suficiente.
—Cúlpame por querer festejarle el cumpleaños a mi hermanito.
—Eso es chantaje y lo sabes.
Una risotada se le escapa.
—Bruno, por favor —dice, al tiempo que hace un puchero—. No quiero que pase
desapercibido. Será algo pequeño. Lo prometo. Solo nosotros y a quien tú desees
invitar de tus amistades.
Un suspiro largo se me escapa.
—De acuerdo —digo, porque ahora mismo no tengo ganas de discutir con ella—. Solo
porque será algo pequeño, Tania.
—Diminuto. Solo nosotros y tus amigos cercanos.
Asiento.
—Está bien —digo, antes de que ella me cambie el tema y empiece a hablarme de la
remodelación de mi departamento.
***
Invité a Andrea a la reunión que está organizando Tania para el fin de semana.
Pese a que las cosas siguen extrañas entre nosotros, no dudé ni un segundo en
comentárselo a la primera oportunidad.
No dijo que iría, por supuesto, pero sí que lo pensaría. Desde entonces, me he
sentido más ansioso que de costumbre. Como si esperase que, de alguna manera,
accediera a acompañarme. Si así lo hiciera, sería más sencillo disculparme.
¿Por qué demonios me cuesta tanto trabajo disculparme?
Un suspiro largo brota de mis labios solo porque apenas es martes y todavía falta
mucho para el sábado —el día de la reunión—, y me reclino contra el respaldo de la
cómoda silla de mi escritorio.
No me gusta celebrar mi cumpleaños. Nunca me ha gustado. Y, de alguna manera,
siempre termino poniéndome una borrachera endemoniada. Y no es que esté quejándome;
por supuesto que no. Siempre he gozado de la fortuna de —pese al carácter de los
mil demonios que tengo— estar rodeado de gente que me procura en demasía.
Mi hermana, Tania, se encarga de que el veintiocho de septiembre —el día de mi
cumpleaños— nunca pase desapercibido.
Oscar —mi amigo, el médico—, desde que nos conocemos, también se encarga de que nos
reunamos ese día y, de alguna manera, termino yendo de festejo en festejo.
Este año; sin embargo, no me apetece nada de eso. Hoy, más que en cualquier otra
ocasión, deseo quedarme en casa y tumbarme a ver películas todo el día.
Lo que tú quieres es pasar tu cumpleaños con Andrea. Se burla mi subconsciente y me
froto la cara con ambas manos cuando, inevitablemente, el hilo de mis pensamientos
me lleva a ella una vez más.
Un gruñido frustrado brota de mis labios y me pongo de pie de la silla en la que me
encuentro instalado.
Es inútil. No puedo seguir así. Tengo que sacarme a Andrea de la cabeza de una
maldita vez. Tengo que ir a casa, esperarla y disculparme.
Lo que ocurra después, me importa un demonio. Si me manda a la mierda, merecido me
lo tengo. Lo único que necesito es escucharlo de su boca. Que me mire a los ojos
cuando me diga que ha decidido que soy un imbécil sin educación y me mande al
infierno.
Miro el reloj. Son las seis y media.
Tienes reunión a las siete.
Levanto la bocina del teléfono y llamo a la extensión de Lorena.
—Dígame, señor Ranieri.
—Lorena, cancela la junta de las siete y agéndala para el jueves a las cinco, por
favor —ordeno, amable.
—De acuerdo. Ya mismo llamo al corporativo Loyola para posponer su reunión. ¿Algo
más que pueda hacer por usted?
—Ve a casa temprano —digo y, sin darle tiempo de replicar finalizo nuestra llamada.
El camino al pent-house es más lento de lo que me gustaría, pero decido poner la
radio para disminuir un poco la ansiedad que ha empezado a embargarme.
No sé qué demonios estoy haciendo. Yo no soy así. No soy un tipo impulsivo, que
deja todo solo porque decidió que debía hablar con una mujer que, claramente, lo ha
mandado al carajo desde hace mucho; y, de todos modos, estoy aquí, entroncando en
una de las avenidas principales de la ciudad a hacer eso mismo: ir a rogar por un
poco de la atención de alguien que no quiere estar cerca de mí —con motivos
suficientes.

Me toma veinte minutos llegar al edificio en el que vivimos. No es mucho tiempo, si


tomamos en cuenta el tráfico que había, pero, de todos modos, se siente como si
hubiese sido una eternidad.
Bajo del auto a toda prisa. Me aseguro de llevar conmigo todas mis pertenencias —
para luego no tener que bajar de nuevo por ellas— y me abro camino hasta el
elevador.
La tarjeta del pent-house se desliza por el sensor y me hace teclear el código de
seguridad. Cuando lo hago, las puertas se cierran y empiezo a subir.
Las luces de la sala están encendidas y es todo lo que necesito para saber que
Andrea está en casa.
—¿Andrea?
Silencio.
—Andrea, voy a subir —anuncio, mientras dejo mis cosas sobre uno de los sillones de
la sala.
El maletín, el saco y la corbata descansan descuidadamente sobre uno de los
mullidos cojines cuando me dirijo hacia las escaleras que dan al teatro en casa.
Al no recibir respuesta alguna, subo un par de escalones.
—¿Andrea?
Nada.
Llego hasta el piso superior, pero aquí no hay nada. El único indicio de que Andrea
está en casa, es el televisor encendido, con la pantalla de Netflix pasando
imágenes promocionales en modo presentación.
Bajo las escaleras.
Al llegar a la planta baja, me encamino hasta la cocina, pero ahí tampoco hay
nadie. Acto seguido, reviso la terraza, el estudio, el cuarto de lavado y el
gimnasio sin éxito alguno. Solo me queda revisar en la habitación.
La puerta está abierta para cuando llego a ese lugar, así que no me toma mucho
adentrarme en la estancia.
En ese momento, me congelo.
Escucho su voz. Está hablando con alguien por teléfono. Lo sé, porque solo puedo
escucharla a ella.
Suena como si estuviese en el armario, encerrada, así que asumo que la llamada
requiere algo de privacidad. Es por eso que, con lentitud, vuelvo sobre mis pasos
para salir de la espaciosa habitación.
Entonces, escucho mi nombre.
Me detengo en seco. De manera inevitable, mi atención entera se desvía hacia la
conversación que la chica con la que comparto el apartamento mantiene.
No logro escuchar mucho de lo que dice, así que doy un paso cauteloso en dirección
al armario y luego otro.
Cuando me doy cuenta, ya he llegado casi hasta la puerta del vestidor —la cual se
encuentra entreabierta— y me detengo en seco cuando la escucho decir:
—Me invitó a una reunión para festejar su cumpleaños, pero no creo que vaya.
Una punzada de enojo, mezclada con algo doloroso y sofocante me azota en ese
instante y aprieto los puños y la mandíbula.
No me muevo. Me quedo quieto, mientras los oídos me zumban y el pulso me palpita en
las sienes. El león en mi interior ruge, furioso y herido, ante lo que acaba de
escuchar y parpadeo un par de veces, incrédulo de lo que siento. De todo esto que
Andrea Roldán es capaz de provocarme.
La parte pragmática de mi cerebro me dice que vuelva sobre mis pasos y, así como
ella lo ha hecho, corte de tajo con todos mis intentos de conseguir que arreglemos
las cosas; pero otra, una poderosa, visceral y que siempre suelo tener bajo
control, grita una y otra vez que necesita un motivo. Que necesita que tenga la
condenada decencia de mandarme a la mierda viéndome a los ojos.
Ni se te ocurra... La razón me habla, pero ya he dado un paso hacia el interior del
armario.
¿Qué carajos haces? Sal de aquí, Bruno.
Doy un paso más.
Andrea me da la espalda. Está sentada en el suelo. Dobla un montón de ropa y tiene
el teléfono recargado contra una pila de pantalones de mezclilla.
Me equivoqué. No hablaba por teléfono. Lo hace por Facetime.
—Andrea... —La voz de la esposa de Dante, me inunda los oídos y, seguro como el
infierno, que le ha hecho una seña porque me ha visto a través de la cámara, ya que
ella, de inmediato, mira por encima del hombro para encararme.
Todo el color se drena de su rostro en ese momento.
—¿Podemos hablar? —inquiero, y me sorprende a mí mismo cuán serena suena mi voz.
En contraste con la revolución que me corroe, me escucho bastante compuesto.
No me responde de inmediato. Se acomoda la montura de los lentes, como siempre hace
cuando se encuentra nerviosa, y vuelve su atención al teléfono.
—¿Hablamos después? —dice, hacia la esposa de Dante, quien responde algo que no
escucho del todo.
Luego, cuando finaliza la llamada, se acomoda el cabello detrás de las orejas y se
pone de pie.
Me encara.
Andrea siempre ha sido mucho más bajita que yo; sin embargo, jamás la había visto
tan... pequeña. Y, pese a lo molesto que me encuentro, no puedo dejar de sentirme
incómodo con la imagen.
—¿Por qué? —Es lo primero que pregunto, y me sorprendo a mí mismo. No sé por qué
diablos empecé con esto, pero no me retracto. Mantengo el cuestionamiento firme y
fuerte.
Traga duro.
—¿Por qué, qué? —dice, sin aliento.
—¿Por qué no vas a acompañarme? ¿Por qué no me lo dijiste a mí? ¿Por qué me evitas?
¿Por qué no hablas conmigo? ¿Por qué no me miras a los ojos y me mandas a la
mierda, si eso es lo que todo esto significa?
Sus ojos —aterrados y dolidos— están fijos en mí y su mandíbula está tan apretada,
que temo que pueda hacerse daño.
—No puedo seguir con lo que tenemos —dice, con tanta firmeza y seguridad, que una
punzada de algo doloroso me atraviesa de lado a lado.
Asiento.
—Entiendo —digo, y, luego de una pausa, añado—: ¿Por qué?
Sé perfectamente por qué está mandándome al carajo. Sé que crucé una línea delgada
y que merezco esto; sin embargo, quiero escucharlo de su boca. Quiero que termine
de sentenciarme por lo que hice.
Niega con la cabeza.
—¿No puedes deducirlo? —Su voz es apenas un hilo delgado y frágil.
Es mi turno de negar.
—¿Es por lo que pasó la otra noche con José Luis? —Esta vez, permito que el tono
suave que siempre —y de manera inconsciente— uso con ella se filtre—. Andrea, sé
que fui un imbécil. Sé que me comporté como un idiota por una estupidez, y no sabes
cuánto me arrepiento.
—Bruno, es que no es solo eso —ella refuta, al tiempo que se lleva las manos a la
cabeza, en un gesto ansioso—. Queremos cosas diferentes el uno del otro. Queremos
cosas distintas en nuestras relaciones. —Clava sus bonitos ojos castaños en los
míos—. Tú no quieres ninguna. Yo sí lo hago.
La angustia con la que me mira hace que el aliento me falte, pero me las arreglo
para mantener mi gesto inexpresivo y firme.
—Creí que la pasábamos bien. —Es lo único que puedo pronunciar—. Creí que te
gustaba lo que teníamos.
Su expresión se suaviza.
—Bruno, me gusta pasar tiempo contigo. Me gusta todo lo que hacemos juntos. —Cierra
los ojos y deja escapar una exhalación temblorosa antes de volver a encararme—. Me
gusta todo lo que tenga qué ver contigo... Y, quizás, me gusta demasiado.
La miro fijo.
—Ese es el problema, Bruno. Que me gusta demasiado. Que, de no haberte escuchado
repetir una y otra vez, durante todos estos meses, que no quieres una relación, te
habría pedido más. —Su voz se quiebra cuando pronuncia la última palabra.
—Andrea...
—Y no necesito que digas nada. Que me reafirmes una vez más algo que ya sé —me
interrumpe—. Sé que no quieres una relación sentimental con nadie. Que no quieres
un noviazgo ni nada por el estilo, y lo entiendo. Lo respeto. Lo acepto... Pero,
entonces, tú tienes que entender que yo sí deseo eso: Una relación. Un
noviazgo. Más. —Hace una pequeña pausa—. Es por eso que no puedo seguir con lo que
tengo contigo.
—Andrea, si pudiera... —Hago una pausa, porque la revolución que tengo dentro es
tan intensa, que apenas puedo procesar lo que siento—. Si pudiera tener algo con
alguien, lo haría contigo.
Ella suelta una risita que me rompe en pedazos.
—Mejor déjalo así, Bruno —dice, y suena tan derrotada, que todo dentro de mí se
contrae en respuesta.
Aprieto la mandíbula.
El silencio se apodera de nosotros unos largos momentos antes de que ella masculle
algo sobre la ropa que tiene en la secadora y trate de abandonar el vestidor.
Yo, sin saber muy bien por qué, la detengo sosteniéndola por el brazo para impedir
que se marche.
En ese momento, el aire se espesa. Los ojos de Andrea se clavan en los míos unos
segundos antes de que bajen hasta mi mano, la cual se encuentra envuelva alrededor
de su bíceps.
—Andrea, no hagas esto —digo, en un susurro asustado. Tan asustado, que me
sorprendo a mí mismo.
Una sonrisa temblorosa se desliza en sus labios.
—Tengo que hacerlo. —Suena tan dolida, que el estómago se me contrae.
—¿Por qué no podemos seguir como estamos? —Sé que estoy siendo egoísta. Que no
puedo pedirle algo así si yo no estoy dispuesto a ser recíproco e intentar lo que
ella quiere; pero, de todos modos, lo hago.
Se lo pregunto porque la sola idea de seguir sintiéndome de esta manera, me es
inconcebible. Porque el solo pensamiento de Andrea, lejana y distante como es ahora
conmigo, me vuelve loco.
Cuando me mira a los ojos una vez más, los suyos están llenos de lágrimas sin
derramar.
—N-no puedo decírtelo.
—¿Por qué no?
—P-Porque me prometí a mí misma que saldría de esta con el orgullo intacto.
—A la mierda el orgullo, Andrea. ¿Por qué no podemos seguir como estamos?
Traga duro. Un par de lágrimas se deslizan por sus mejillas y no reprimo el impulso
que siento de enjugarlas con los dedos.
Ella se libera de mi agarre, pero enreda los dedos de sus manos en las hebras de mi
nuca. Entonces, tira de mí hacia ella y me besa.
El contacto es lento, pausado y profundo. Su lengua busca la mía con avidez y yo
correspondo a su gesto de inmediato.
El corazón me va a estallar contra la caja torácica y el alivio que siento ahora
que sus labios y los míos están en contacto es casi ridículo.
Andrea me hace esto. Me vuelve emocional e impulsivo. Me lleva a mis límites sin
siquiera proponérselo y me convierte en este tipo necesitado de ella. De su
cercanía. De la manera en la que nuestros cuerpos embonan. De la forma en la que
mis manos se amoldan a cada parte de ella que tocan.
Un gruñido ronco se me escapa cuando la atraigo hacia mí y pego nuestros cuerpos
para envolver mis brazos a su alrededor.
Se aparta de mí y une su frente a la mía.
—No podemos seguir como estamos —dice, en un susurro apenas audible—, porque me
gustas más de lo que deberías. Porque no quiero solo una relación sentimental; sino
que estoy empezando a quererla solo contigo.
El corazón me da un vuelco.
—A-Andrea...
—No podemos seguir como estamos, Bruno Ranieri, porque estoy enamorada de ti.

Capítulo 41

ANDREA

Es la segunda vez que le confieso a Bruno Ranieri mis sentimientos.


La primera, lo hice a mis dieciséis. Idealizando a un chico que distaba de ser lo
que yo imaginaba. De una fantasía adolescente con la que decidí obsesionarme.
Ahora, lo hago enamorada de él. Del verdadero Bruno. De su personalidad hosca,
taciturna y huraña. De sus sonrisas seductoras y de esa pésima forma que tiene de
expresarse. De la manera en la que me abraza antes de dormir y de cómo es capaz de
mantenerme atenta al sonido de su voz cuando me cuenta algo sobre su pasado.
Esta vez, lo hago plenamente consciente de que nada va a ocurrir y, al mismo
tiempo, con la certeza de que voy a terminar con el corazón hecho pedazos una vez
más.
Nudillos suaves me acarician la mejilla y cierro los ojos. La respiración se me
atasca en la garganta y las rodillas se me doblan.
—Andrea... —La voz de Bruno suena tan ronca, que apenas puedo reconocerla como
suya.
Me muerdo el interior de la mejilla y dejo escapar una exhalación temblorosa.
—No —digo, pero suena más bien como una súplica. En el fondo, lo es. No quiero que
diga nada. No lo necesito.
—Andrea, no tienes idea de cuánto me gustas —dice, pese a lo que acabo de pedirle—.
No sabes cuánto disfruto de tu compañía. De todo lo que hacemos juntos dentro y
fuera de la cama... —Mis manos se cierran en puños ansiosos y el corazón me da un
tropiezo—. Pero me rehúso a prometerte algo que sé que no puedo darte. —Sacude la
cabeza en una negativa—. Y no puedo darte un noviazgo. —Hace una pequeña pausa—. No
como el que te mereces.
—Bruno, basta. —Quiero que se detenga. Quiero que deje de hablar ahora porque
es... demasiado.
—Andy, si pudiera...
Es mi turno para negar.
—Andrea, lo siento tanto.
Una risotada amarga y rota se me escapa, al tiempo que un par de lágrimas
traicioneras me abandonan.
—No lo sientas —me las arreglo para decir, al tiempo que doy un paso lejos de él—.
No hay nada que sentir.
La aprensión que veo en sus ojos hace que todo dentro de mí se remueva con
violencia, pero me las arreglo para mantenerme en una pieza cuando, al cabo de unos
instantes más, me obligo a farfullar algo acerca de la ropa que tengo en la
secadora.
Es una mentira. Por supuesto que lo es. Es solo que necesito poner distancia entre
nosotros o voy a desmoronarme delante de él y no puedo permitírmelo.
No le doy tiempo de decir nada. Salgo —dentro de lo que la dignidad lo permite— lo
más rápido que puedo de la estancia y, sin detenerme, me dirijo al cuarto de lavado
para cerrar la puerta detrás de mí.
Una vez dentro, permito que las lágrimas me corran por el rostro. Estoy enojada
conmigo misma por sentirme de esta manera, pero no puedo evitarlo. Esto es una
ridiculez. Llorar por Bruno Ranieri a sabiendas de que todo estaba dicho entre
nosotros, es una reverenda estupidez; y, de todos modos, estoy aquí, tratando de
ahogar los sollozos que se construyen en mi garganta.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que me arme de valor para salir de este lugar.
Cuando lo hago, es con una pila de ropa doblada lo suficientemente alta como para
cubrirme la cara con ella de ser necesario.
Sé que luzco como la mierda. Que tengo los ojos hinchados y, probablemente, mi cara
luzca como un tomate; pero era salir ahora o esperar a que Bruno se fuera a la
cama...
... O que, incluso, se le ocurriera empezar a buscarme.
Cualquiera de las opciones me es inconcebible; es por eso que decidí salir de aquí
y escabullirme hasta el baño. Con suerte, podré tomar una ducha que me mejore el
semblante. Si tengo un poco más de suerte —que sería demasiado pedirle a mi mala
fortuna, si puedo ser honesta—, podré irme a la cama sin toparme una vez más con
Bruno.
El camino a la habitación es seguro y, cuando llego, no hay indicios de que Bruno
se encuentre aquí.
Asomo la cabeza al armario, solo para ver si se encuentra aquí, pero no lo hace. El
resto de la estancia luce tal cual la dejé antes de irme y la sensación incómoda
que me provoca me hace querer salir de aquí.
Rápidamente, ordeno la pila de ropa que llevo conmigo y me dirijo al baño.
No quiero llamar a la puerta, así que pego la oreja a ella inútilmente —para tratar
de escuchar en el interior— sin éxito alguno.
Deja la ridiculez y llama a la puerta, Andrea. Me reprimo a mí misma, y aprieto los
dientes antes de tomar un par de inspiraciones profundas y llamar con golpes
suaves.
Silencio.
Llamo una vez más.
Nada todavía.
Abro la puerta. El baño está vacío. El alivio que siento al notarlo es inmediato,
pero no me permito saborearlo porque vuelvo sobre mis pasos para tomar algo de ropa
y me meto en la ducha.
En la regadera lloro otro poco, pero me las arreglo para recomponerme antes de
salir de ahí.
Para cuando dejo el espacioso cuarto de baño, me siento un poco mejor. La sensación
de desasosiego no se ha marchado para nada, pero el baño me ha asentado un poco las
ideas.
Vuelvo al armario luego de que deposito la ropa sucia en el canasto respectivo, y
me apresuro a terminar de doblar la ropa que tengo regada por todo el suelo
alfombrado antes de ordenarla y salir de la habitación lo más rápido que puedo.
No hay indicios de Bruno en la cocina, pero logro ver las puertas del despacho
cerradas cuando voy camino al teatro en casa.
Seguro está ahí.
Me muerdo el labio inferior, me reprimo solo porque no debería estar preocupada por
dónde se encuentra y me obligo a avanzar a paso rápido hasta la planta superior.
De repente, la idea de ponerme a ver una serie —justo como pensaba hacer cuando
terminara con la ropa— me apetece poco. Tan poco, que decido apagar el televisor y
acurrucarme entre las cobijas que ahora utilizo para dormir.

Mi teléfono —ese que Bruno me prestó y que planeo devolver tan pronto como pueda
comprarme uno— suena cuando el sueño ha empezado a hacer estragos en mí; así que me
toma unos instantes espabilar y tomarlo entre los dedos.
«Licenciado Guzmán». Leo en la pantalla y el corazón se me cae hasta los pies solo
porque no tengo idea de qué significa esto.
En otro momento, su llamada me habría provocado una sensación de esperanza absurda
—como esa que suelo guardar para todo, pese a que sé que soy un imán para los
problemas—; pero, ahora, no puedo hacer otra cosa más que tragar duro para
deshacerme del agujero ansioso que me invade el estómago.
Me levanto de la cama y me acerco a la barandilla de la estancia, solo para
intentar ver si Bruno se encuentra por ahí. Cuando no lo veo, respondo:
—¿Diga?
—Señorita Roldán, buenas noches —dice, y el tono serio que utiliza enciende todas
las alarmas en mi sistema.
—Licenciado Guzmán, ¿qué tal le va? —me obligo a decir, pese a que quiero preguntar
si llama para darme noticias.
—Muy bien, gracias. ¿Y usted?
—Todo de maravilla —miento—. ¿A qué debo el placer de su llamada?
—Me temo que no son motivos muy placenteros, señorita Roldán —el licenciado
pronuncia y todo mi cuerpo se tensa en respuesta.
El corazón me da un tropiezo, pero me las arreglo para mantenerme firme y segura
cuando digo:
—Lo escucho.
Silencio.
—Llamo para informarle que su proceso legal está en marcha de nuevo.
Las rodillas me fallan. El pulso me golpea con violencia detrás de las orejas, y
lágrimas nuevas y aterrorizadas me llenan la mirada.
El licenciado Guzmán está hablando, pero no logro escuchar nada de lo que dice.
Estoy tan aturdida ahora mismo, que apenas puedo escuchar el sonido de mi propia
respiración dificultosa.
Lo escucho decirme algo sobre vernos el fin de semana, y puedo escucharme a mí
misma accediendo a eso. Lo escucho decirme que no debo preocuparme porque lo tiene
todo bajo control y eso me provoca ganas de reír. No lo hago. Me quedo aquí,
quieta, mientras lo escucho hablar y hablar sobre algo a lo que no puedo ponerle ni
un poco de mi atención.
No puedo respirar. No puedo moverme. Estoy agarrotada, sentada en el suelo del
teatro en casa del pent-house de mi mejor amiga, con el corazón roto y los ojos
abnegados en lágrimas.
Estoy aterrorizada. Me duele todo el cuerpo. El corazón me va a estallar en
cualquier momento y quiero gritar. Quiero cerrar los ojos y que, cuando los abra,
todo esto sea una horrible pesadilla.
Quiero colgar el teléfono, meterme en la cama y olvidar que este día sucedió porque
no puedo soportarlo más.
—Licenciado Guzmán... —No sé cómo le hago para que la voz me suene tan estable
cuando hablo—. ¿Podemos hablar de todo esto cuando nos veamos?
El silencio del otro lado de la línea me hace saber que mis palabras lo han tomado
con la guardia baja.
—Por supuesto, señorita Roldán —dice, al cabo de un largo momento—. El sábado que
nos veamos hablamos sobre los pormenores del caso.
Asiento, pese a que sé que no puede verme.
—Me parece bien. —Esta vez, cuando hablo, sueno cansada. Derrotada...
—Nos vemos el sábado, entonces.
—Hasta el sábado, Licenciado Guzmán.

Capítulo 42
BRUNO

Hoy es mi cumpleaños. No debería trabajar en mi cumpleaños, pero, de todos modos,


iré un rato a la oficina porque cualquier cosa es mejor que estar en el pent-house.
Porque, desde que Andrea dio por zanjado lo que teníamos, apenas puedo estar en
este lugar.
No me gusta. Me incomoda. Trae imágenes indeseables a mi mente y me hace anhelar
cosas que no pueden ser. Ya no más.
Me miro en el espejo, mientras, con un paño húmedo, me retiro el resto del gel para
afeitar que me ha quedado en la mandíbula.
Mi teléfono suena y miro la pantalla. Es una excompañera de la universidad, así que
no respondo. Mejor, me abotono la camisa y me pongo la corbata.
El teléfono suena con el tono que indica que he recibido un mensaje, pero, sin
siquiera molestarme en verlo, me guardo el aparato en el bolsillo de los pantalones
y salgo del cuarto de baño.
No sé por qué me siento particularmente irritable hoy. Como si algo dentro de mí se
rehusara a pasar por el desfile variopinto que siempre es mi cumpleaños. Como si la
sola idea de pasar el día fingiendo que todo está bien fuese inconcebible para mis
emociones.
Y tampoco es que me queje de la cantidad de personas que me buscan para desearme lo
mejor este día; es solo que últimamente me siento tan hastiado, que no tengo ánimos
de fingir que no me siento del carajo.
Por mucho que me cueste aceptarlo, todo esto de la distancia con Andrea me ha
provocado un conflicto para el que no estaba preparado.
Estaba tan acostumbrado a su compañía —a su parloteo incesante, sus comentarios
mordaces y burlescos, su risa escandalosa y su música pop que no termina de
gustarme— que, ahora que todo ha vuelto a ser como era antes, me siento fuera de
lugar. Como si no terminase de encajar en ese estilo de vida solitario que llevaba.
Tomo el saco y el maletín en el que llevo la computadora, y me echo un último
vistazo en el espejo.
Bien. Digo, para mis adentros, pero lo cierto es que tengo una pinta miserable.
Las bolsas oscuras que me acentúan los ojos solo hacen que me vea más cansado que
de costumbre, pero no he podido dormir bien. De alguna manera, termino despierto, a
las tres de la madrugada, sin poder cerrar los ojos hasta que faltan apenas un par
de horas para que la alarma suene.
Me aparto del tocador y hago mi camino hacia el pasillo del pent-house.
Por favor, que no esté aquí. Por favor, que no esté aquí. Por favor...
Sí. En esto me he convertido. En un cobarde de mierda que le ruega al cielo que
Andrea no esté en casa solo para no tener qué enfrentarla. Para no tener que
soportar la indiferencia con la que me trata; como si mi presencia a su alrededor
le incomodara. O, pero aún, como si ni siquiera le importara.
Entro en la cocina.
Ahí está ella, con la mirada fija unos papeles que sostiene entre los dedos.
No ha tocado su desayuno. En el plato, puedo ver un pan tostado entero y una
manzana cortada en trozos que ha comenzado a oxidarse y, de inmediato, cuando le
echo una segunda ojeada desde la puerta, me percato de cómo luce.
Lleva el cabello —largo y oscuro— suelto y en ondas suaves y viste como si
estuviese lista para trabajar en la oficina de mi padre.
Caliente como el infierno.
Maldigo para mis adentros, solo porque detesto pensar en ella de esa manera. De
todas, si puedo ser honesto.
Me aclaro la garganta, para no sacarle un susto de mierda cuando me acerque a la
cafetera, pero sigue tan absorta en lo que lee, no me escucha.
Cuando lo noto, me atrevo a pronunciar:
—Buenos días.
Ella alza la vista de inmediato y, en el instante en el que me mira, todo el color
se fuga de su rostro.
—Buenos días —replica, con un hilo de voz y, de inmediato, quiero preguntar si todo
está bien.
Lo reprimo.
Mientras dejo el maletín y el saco para después servirme un poco de café, ella se
levanta y lleva su plato a la nevera para dejarlo dentro.
Cuando se percata de que estoy mirándola, me regala una sonrisa tensa y nerviosa.
—Me lo comeré después —farfulla.
Asiento, pero no me agrada la idea de que no haya desayunado en lo absoluto.
—¿Trabajas hoy? —inquiero, solo para tratar de aligerar el ambiente, pero es
imposible. La tensión entre nosotros es tanta, que no puedo evitar querer alejarme
de ella, solo para no notarla así de incómoda.
Niega.
—Tengo unas entrevistas de trabajo —replica y yo asiento.
—Éxito, entonces —digo, sincero, y esta vez, cuando sonríe, hay un brillo amable —y
triste— en su gesto.
—Gracias.
Silencio.
—Debo irme... —masculla y me muerdo la parte interna de la mejilla para no pedirle
que espere. Para no confesarle que esto —nuestra pequeña interacción— ha hecho que
me sienta mejor de lo que me he sentido en días.
No respondo. Le doy un sorbo largo al café caliente y amargo.
Se encamina hasta la salida, pero se detiene en el umbral y me mira por encima del
hombro.
—Feliz cumpleaños —dice y, sin más, el pecho se me calienta con una sensación dulce
y asfixiante.
De pronto, me siento abrumado, pero sonrío —de verdad: sonrío.
—Gracias, Liendre.
Es su turno de sonreír y toma todo de mí no acortar la distancia que nos separa y
besarla.
—Nos vemos luego —dice, nerviosa y le guiño un ojo.
—Que todo salga bien en las entrevistas.
Suspira y, de pronto, luce tan aterrada que quiero abrazarla.
—Gracias —dice y, acto seguido, sale de la estancia.

Cuando escucho las puertas del elevador cerrarse, dejo escapar un suspiro largo y
pesado.
Cierro los ojos.
Todavía puedo recordar cómo me sentí aquella noche. Todavía puedo revivir en mi
cabeza cada maldita palabra que dijo. Cada sensación que me dejó a flor de piel.
Todavía no logro digerirlo del todo. Una parte de mí todavía se encuentra ahí, de
pie en el armario, con los brazos entumecidos y el sabor de sus labios en la boca.
Esa noche, me encerré en el estudio de Dante y bebí como hacía mucho no bebía y, al
día siguiente, seguí encerrado y bebí un poco más.
Para no pensar. Para no sentir. Para no tener que enfrentarme a la revolución que
Andrea Roldán me provoca. Y, de todas maneras, cuando terminé de revolcarme en mi
propia miseria, no fui capaz de ponerle un orden a todo aquello que sentí. Que
aún siento.
Sacudo la cabeza en una negativa.
Necesito dejar de darle vueltas a lo mismo. Se supone que tomé una decisión, ahora,
debo afrontar las consecuencias de ello. Por mucho que la situación me disguste.
Por mucho que quiera que las cosas sean diferentes.
Con eso en la cabeza, termino el café que me serví y salgo del pent-house.

***

El medio día laboral que trabajo se me pasa rápido y lento a la vez. Entre llamadas
de trabajo y felicitaciones incómodas, apenas tengo oportunidad de pensar en Andrea
—cosa que agradezco— y, cuando me doy cuenta, ya estoy partiendo un pastel de
cumpleaños y escuchando las desafinadas Mañanitas en las voces de mis compañeros de
trabajo.
Salgo un poco más tarde de lo planeado de ahí, así que me apresuro a llegar al
pent-house para ducharme antes de ir a casa de mi hermana.
No espero encontrarme a Andrea cuando regreso, y no lo hago. Sigue fuera del
apartamento.
Cuando me percato de ello, no puedo evitar lanzarle al universo la petición de que
todo le salga bien.
Me reprimo cuando me doy cuenta de que estoy pensando en ella una vez más y me meto
en el agua helada cuando los pensamientos me llevan a lugares más calurosos. A
recuerdos que nos involucran a ambos, desnudos, en todos los rincones de este
lugar.
No me toma mucho tiempo alistarme, pero, de todos modos, ni siquiera he subido al
ascensor cuando Tania me llama por teléfono.
—Ya voy para allá —le digo, sin siquiera molestarme en saludarla, porque ya sé que
para eso es que me habla.
—Te amo. Feliz cumpleaños —replica y, entonces, cuelga.
Una sonrisa boba me asalta y niego con la cabeza.

El camino a casa de mi hermana es ligero, pero no deja de ponerme ansioso. Solo


quiero que el día acabe. Solo quiero terminar temprano con todo esto para volver al
pent-house.
Para volver a ver a Andrea. Me dice el pensamiento, burlándose de mí, y aprieto la
mandíbula mientras entronco en la entrada al residencial donde vive.
Una palabrota se me escapa cuando noto la cantidad de vehículos que hay aparcados
en la calle y suelto una plegaria silenciosa para que esto no sea lo que creo que
es.
Me estaciono tan pronto como encuentro un espacio disponible y me encamino hasta la
casa de Tania a paso lento.
Al llegar, toco el timbre.
—¡Sorpresa! —El grito estridente que me recibe, me aturde unos instantes y me toma
un poco de tiempo darme cuenta de lo que está ocurriendo.
Me han bañado en confetis y toda la casa está decorada con globos de todos los
colores.
Unos brazos delgados y cálidos se envuelven en mi cuello y, de pronto, el perfume
de Tania me llena los sentidos.
—¡Feliz cumpleaños, hermanito! —medio grita, contra mi oreja.
—Dijiste que sería algo pequeño —reprocho, pero, muy a mi pesar, sonrío.
—Lo es —dice, aparándose de mí y guiñándome un ojo—. Es solo la familia.
Y no miente. Las cuatro hermanas de mamá están aquí y, con ellas, todos esos primos
que hacía años que no veía; muchos de los cuales ya están casados y tienen familia.
Efectivamente, solo son ellos y algunos amigos de la preparatoria y la universidad
—Oscar y Daniel entre ellos.
—Voy a asesinarte —le digo a Tania, luego de que logro terminar una conversación
con la hermana más vieja de mi madre y ella se ríe.
—Lo siento. Te dije que no podía pasar desapercibido —responde y, una sonrisa
irritada se dibuja en mis labios.
Y yo que quería ir a casa temprano...
Suspiro, solo porque sé que no voy a poder ver a Andrea antes de que se vaya a
dormir y me dirijo a la mesa en la que todos mis primos varones se encuentran.

***

Son casi las diez y media cuando aparco en el estacionamiento del edificio en el
que vivo.
Estoy agotado y, pese a que logré deslindarme de la reunión familiar más temprano
de lo que esperaba, no puedo dejar de sentir como si el día hubiese durado
cincuenta horas.
Cuando bajo del auto, decido que no bajaré todos los regalos que, con mucho cariño,
llevaron mis tías y mis primos. Lo haré mañana, ya que me dé la gana despertar; y,
con esto en mente, me dirijo hacia la puerta que lleva al ascensor principal.
Voy con la mirada clavada en el teléfono, y reprimo el impulso que tengo de
enviarle un mensaje a Andrea para preguntarle si está en casa.
Llamo al ascensor de manera distraída, mientras respondo el mensaje de un compañero
de la oficina. Entonces, escucho mi nombre:
—¡Bruno!
Alzo la vista y, de inmediato, esta viaja en dirección a la recepción del edificio.
Un puñado de piedras se me asienta en el estómago y reprimo una palabrota cuando,
sin más, Rebeca —enfundada en un vestido negro entallado— aparece en mi campo de
visión y avanza hacia donde me encuentro.
José Luis, el portero, va detrás de ella con gesto apenado y mortificado, pero a
Rebeca no parece inmutarse. Al contrario, continúa su camino a paso rápido y
decidido.
En ese momento, hago un gesto en dirección al hombre para indicarle que puedo
manejarlo y, con un asentimiento, se retira hacia la recepción.
—Bruno, buenas noches. Perdona que venga a esta hora y sin avisar —dice Rebeca, tan
pronto como se acerca lo suficiente para ser escuchada y, aturdido, la miro unos
instantes.
Las piezas aún no terminan de hacer clic en mi cabeza, es por eso que me toma unos
segundos sacudir la cabeza en una negativa incrédula y decir:
—¿Qué demonios estás haciendo aquí, Rebeca?
—Necesito hablar contigo.
Suelto una risotada escandalosa y carente de humor.
—Rebeca, por el amor de Dios, no hagas esto —suplico, incapaz de comprender qué
diablos ocurre en la cabeza de esta mujer que tiene que hacerse esto a sí misma:
venir a buscarme a sabiendas de que no quiero nada con ella—. Vete a casa, con tu
marido y tus hijos. Disfrútalos. Valóralos. Ámalos.
—Bruno, voy a dejar a mi marido.
Silencio.
—Rebeca —digo, con tacto—, eso no cambia nada para mí. Te lo dije antes: no quiero
una relación. No quiero un noviazgo.
—No quieres una relación? ¿O no la quieres conmigo? —suelta, con amargura y, luego
de una pequeña pausa, añade—: ¿Es por la muchachita con la que vives?
Desvío la mirada, al tiempo que cierro los ojos y aprieto la mandíbula.
—¡Contéstame! ¡¿Es por ella?!
—Y si es así, ¿qué? —escupo—. ¿Qué, si es por ella?
El gesto dolido en su expresión me saca de balance. No tenía idea de cuán
encaprichada estaba Rebeca con lo que teníamos, al grado de querer echar por la
borda su matrimonio. Su familia...
—¿La amas?
Durante unos instantes, soy incapaz de respirar.
No lo sé.
—No.
—¿Sientes algo por ella?
¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Estás loco por ella!
—Sí.
—¿Estás enamorado de ella?
Dilo. Solo... di que sí.
—No lo sé.
Cobarde de mierda.
Los ojos de Rebeca están llenos de una emoción irreconocible, pero no dejo que eso
me ablande. Al contrario, me yergo en mi altura y la miro con toda la seguridad que
puedo imprimir.
—Vete a casa, Rebeca —digo, con la voz enronquecida por las emociones—. Con tu
familia.
Aprieta la mandíbula, pero asiente, derrotada.
—Tienes razón —murmura—. No sé en qué demonios pensaba.
Sacudo la cabeza en una negativa.
—¿Vienes en tu coche?
Asiente.
—Dejé a los niños en una pijamada que organizaron sus abuelos y mi marido salió de
viaje de negocios este fin de semana.
—De acuerdo —digo, pese a que no me interesa nada de lo que acaba de contarme. Mi
mente está en otro lugar. En todo eso que el subconsciente me decía a gritos sobre
Andrea. Sobre lo que siento por ella—. Te acompaño afuera, entonces.
El silencio es incómodo entre nosotros, pero la educación que me dio mi madre me
impide no asegurarme de que, al menos, de aquí se vaya sana y salva; es por eso
que, con todo y las ganas que tengo de dejar que se las arregle por su cuenta,
avanzo a su lado.
Rebeca se entretiene unos instantes rebuscando sus llaves dentro del bolso grande
que lleva consigo y hace una broma respecto a lo despistada que es de vez en
cuando.
—Se hace tarde, Rebeca —digo, cortando su diatriba a la primera oportunidad, y la
sonrisa en su rostro vacila.
—Tienes razón. Yo... —Enmudece por completo, al tiempo que clava la vista en un
punto cercano a la salida del complejo.
De inmediato, mi atención viaja hasta ese lugar y el suelo debajo de mis pies se
estremece.
Parpadeo un par de veces y maldigo para mis adentros una y otra vez, como una
retahíla incesante y odiosa solo porque no puedo creer que esto esté pasando. No
puedo creer que Rebeca esté aquí, y Andrea ahí, en la entrada del edificio, con
aspecto agotado —¿triste? —, un globo con forma de signo de interrogación y un
contenedor repostero diminuto.
Me lleva el demonio.

Capítulo 43

ANDREA

El corazón me arde en la caja torácica como nunca antes había hecho y el aire
apenas entra en mis pulmones con cada inspiración entrecortada que tomo. La tortura
instantánea a la que me someto es dolorosa, pero, de todos modos, no aparto la
vista de la pareja que se encuentra aquí, en la recepción del edificio en el que
vivo.
Soy una estúpida. La mujer más idiota en la faz de la tierra. Una completa ridícula
sin dignidad que se tomó el atrevimiento de comprarle a un obsequio a un hombre que
siempre le dejó en claro cuáles eran sus intenciones. A un hombre del que está
tontamente enamorada, pero que no le corresponde.
Qué patética eres...
Quiero llorar. El nudo que siento en la garganta es inmenso y las lágrimas se me
acumulan en la mirada a una velocidad aterradora. Necesito recomponerme. Necesito
cortar de tajo con la sensación de asfixia previa al llanto desmesurado porque no
puedo darme el lujo de dejarlo ir. No puedo llorar delante de ellos.
Vamos. Puedes hacerlo.
Tomo una inspiración profunda —pero entrecortada— y, como puedo, esbozo una sonrisa
amable.
—¡Hola! —digo y, luego, me yergo ligeramente antes de echarme a andar.
El pulso me late con violencia detrás de las orejas, las lágrimas queman en la
parte posterior de mi tráquea y las rodillas me fallan.
No sé cómo le hago para avanzar hasta donde Bruno Ranieri y esa mujer con la que
tuvo algo —Rebeca— se encuentran, y le agradezco a todos los dioses existentes por
la soltura que me regalan cuando, con una sonrisa jovial —o, al menos, así trato
que sea—, le extiendo a Bruno lo que compré para él.
—Lamento la interrupción —me disculpo, sin mirar a ninguno en específico.
—No interrumpes nada. Rebeca ya se iba —Bruno refuta y, de manera rápida, lo miro a
los ojos.
Su vista está clavada en mí y la intensidad con la que me observa envía un
escalofrío por mi espina.
De cualquier modo, me aclaro la garganta y desvío la vista una vez más.
—De todos modos, no los interrumpo —insisto, al tiempo que obligándome a encararlo
con una sonrisa amable, le ofrezco el pastel diminuto que pasé a conseguirle antes
de volver a casa—. Lo compré de camino a casa. Feliz cumpleaños otra vez, Bruno.
Hay un brillo feroz y aturdido en la mirada del hombre abrumadoramente atractivo
que me mira de lleno, y me obligo a no suspirar como una idiota cuando me doy
cuenta de lo guapo que luce y de lo mucho que deseo que las cosas sean diferentes
entre nosotros.
—Andrea, no tenías...
—Pero lo hice —lo corto de tajo, porque, ahora, el haberle comprado esto se siente
como la más estúpida de las decisiones.
En mi mente, era un detalle amable. Un tratado de paz. Una tregua, para no
comportarnos con tanta formalidad y, si bien no tener una amistad —porque no quiero
una amistad con Bruno Ranieri. No podría soportarlo—, no evitarnos como lo hemos
venido haciendo desde hace semanas. Ahora se siente como una nueva clase de
humillación a la que me he sometido a mí misma. Como una nueva clase de tortura que
he decidido probar en mí.
—Gracias —dice, con un hilo de voz. La aprensión con la que me observa me
avergüenza y me agobia, así que me encojo de hombros en un gesto que pretendo que
luzca indiferente.
—No es nada. Espero que lo disfrutes. —Me obligo a sonreír una vez más, al tiempo
que me pongo el cabello detrás de las orejas y me aclaro la garganta—. Ahora sí, me
voy a descansar. —Pese a que no quiero, miro a Rebeca—. Buenas noches.
Entonces, sin darle tiempo a nadie de decir nada, me echo a andar en dirección al
ascensor.
Bruno dice mi nombre en voz alta, pero no me vuelvo a mirarlo. No puedo. Si lo hago
voy a ponerme a llorar.
No puedes dejar que te vea llorar.
Para mi buena suerte, cuando llamo al ascensor, la puerta se abre de inmediato, así
que puedo introducirme lo antes posible.
Cuando las puertas se cierran y empiezo a moverme, el alivio se mezcla con la
maraña de sentimientos que tengo enredada en el pecho.
Lágrimas gruesas y pesadas se deslizan por mis mejillas sin que pueda detenerlas y
me muerdo el interior de la mejilla para no ponerme a sollozar. Estoy abrumada.
Aterrada. Descorazonada...
He tenido el día más horrible de mi existencia y ahora estoy convencida de que nada
—absolutamente nada— podría salir peor.
Un sonido estrangulado se me escapa de la garganta cuando las puertas del elevador
se abren y la espaciosa sala del pent-house aparece delante de mis ojos.
Me muevo en automático. Avanzo paso a paso hasta la escalinata que da a mi
improvisada habitación y, pese a que sé que eso no impedirá que Bruno entre aquí,
empujo el sofá más cercano para colocarlo justo donde las escaleras terminan,
impidiendo el paso.
Acto seguido, me encamino hasta el sillón más cercano y me siento con lentitud.
Mi vista está fija en la alfombra de la estancia, pero mi mente viaja por la serie
de acontecimientos caóticos de mi día.
El juicio se ha reanudado. Ha retomado su marcha y mi abogado es un completo
inepto. Un hombre que trata de convencerse a sí mismo de que sabe lo que hace, pero
que, en realidad, no tiene ni idea de cómo hacer su trabajo.
Hoy, durante nuestra reunión, no pude dejar de preguntarme qué diablos va a pasar
conmigo cuando ese hombre pierda el juicio. Voy a pasar un montón de años en
prisión por algo que no hice y nadie va a poder evitarlo.
Las lágrimas incrementan su torrente incontenible.
Cierro los ojos. Cuando lo hago, soy capaz de revivir unas cuantas desgracias más
que me ocurrieron en el turno que tuve en el trabajo —entre ellas, una falta de
efectivo considerable en mi caja que se me descontará de mi siguiente cheque—. Me
torturo un poco más recordando lo envalentonada que me sentí cuando, pese al día
que tuve, decidí comprar un estúpido globo y un pastel para Bruno Ranieri.
Eres una estúpida.
Es evidente que Bruno llevó a esa mujer a su festejo de cumpleaños. ¿Por qué no
habría de hacerlo? Después de todo, hace ya un tiempo que di por terminado lo que
teníamos. Él es libre de estar con quien le plazca e ir a donde sea con quien le
plazca; es solo que verlo hacerlo duele tanto...
Seguro que se ven desde que terminaste con lo que tenían. Me susurra el
subconsciente y quiero acallarlo porque solo me lastima un poco más. Hace que la
herida sea más grande.
Sé que soy absurda por sentirme de esta forma, pero no puedo evitarlo. No me había
dado cuenta de lo mucho que Bruno Ranieri se ha metido en mi sistema. En mis
sentidos.
—Andrea... —La voz ronca y profunda hace que el corazón me dé un vuelco furioso y,
de inmediato, alzo la vista para encontrarme de lleno con la imagen del hombre con
el que hasta hace poco compartía la ducha, la cama y todo lo demás—. ¿Podemos
hablar?
Como si su pregunta hubiese accionado algo en mí, me pongo de pie y me enjugo las
lágrimas como puedo.
Le doy la espalda.
—Quiero dormir, Bruno. Estoy muy cansada.
—Andrea, solo necesito que sepas que...
—Bruno, por favor, no.
Silencio.
—Andrea, no he estado con nadie que no seas tú. —La confesión sale de sus labios en
un susurro tembloroso e inestable y todo dentro de mí se remueve con violencia.
—Bruno, detente... —suplico, sin aliento, porque no puede hacerme esto.
No puede venir a decirme que no ha estado con nadie más si no quiere nada conmigo.
Si, de cualquier forma, las cosas entre nosotros siguen igual.
—Andy, mírame —pide. Yo cierro los ojos con fuerza y me mojo los labios con la
punta de la lengua—. Por favor.
Me abrazo a mí misma y me obligo a girarme para encararlo.
Está aquí, de pie a pocos pasos de distancia de mí. Ha saltado el sofá que,
inútilmente, puse para impedirle el paso y ahora se encuentra al centro de la
estancia, con los ojos clavados en mí y la mandíbula apretada.
El gesto descompuesto que me recibe me saca de balance, pero trato de no hacérselo
notar.
—Lo que tenía con Rebeca acabó hace mucho tiempo.
Niego con la cabeza.
—Bruno, no tienes qué explicarme nada.
Traga duro.
—No, pero quiero.
Cierro los ojos.
—Bruno, necesito estar sola.
—Y yo necesito hablar contigo. Necesito... —Se detiene de manera abrupta, como si
no supiese cómo continuar su oración.
Silencio.
Espero, solo porque él ha dicho que necesita hablar, pero no dice nada. Solo me
mira largo y tendido. Como si una revolución estuviese llevándose a cabo en su
interior.
Al cabo de unos largos y tortuosos instantes, me obligo a decir:
—Buenas noches, Bruno.
Acto seguido —y asegurándome de no pasar cerca de él para que no pueda impedirme el
paso—, me encamino hasta las escaleras.
No sé muy bien qué diablos estoy haciendo, pero no me detengo. Dejo que la parte
impulsiva de mi cerebro tome posesión de él y me encamino hasta el ascensor.
Cuando llegué, ni siquiera tuve oportunidad de dejar el bolso, así que todavía lo
llevo conmigo y, con él, todas mis pertenencias importantes: teléfono, llaves y
cartera.
El elevador ni siquiera ha llegado a la recepción, cuando Bruno me llama por
teléfono. No respondo. Al contrario, desvío la llamada.
Salgo por la puerta del estacionamiento para que José Luis no sea capaz de verme y,
una vez que estoy en la calle, me subo a un taxi.
Sé que es lo más estúpido que he hecho en la última década —además de comprometerme
con Arturo, claro está—, pero, ahora mismo estoy tan abrumada, que nada me importa.
Solo quiero que todo esto termine.
Una vez dentro del vehículo, llamo a Sergio, pero no responde, así que decido
llamarle a Karla.
Mi amiga responde al tercer timbrazo y, cuando le pido asilo por una noche, no duda
ni un segundo en decir que va a mandarme la dirección en un mensaje de texto.
Cuando la recibo, le doy indicaciones al chofer del coche.

***

Cuando reviso el teléfono una vez más, tengo diez mensajes, cinco llamadas y tres
mensajes de voz en el buzón. Todo proviene del número de Bruno.
Hace media hora que llegué al apartamento de mi amiga y, luego de recibir un regaño
de su parte por subirme a un taxi casi a las once de la noche, le conté todo lo que
había pasado en el trabajo y en casa, con Bruno.
Por supuesto, no le conté nada del asunto legal que me aqueja. No tuve el valor de
hacerlo. Pese a que somos bastante cercanas, no me he atrevido a agobiarla con la
montaña de problemas que tengo. Nuestra amistad es tan ligera y fresca, que temo
cambiarla.
—Mejor avísale que vas a quedarte aquí o va a insistir toda la noche —Karla dice,
haciendo una seña en dirección al teléfono entre mis dedos. Está viendo todas las
notificaciones en él.
—Tienes razón —musito, al tiempo que entro en la aplicación de mensajes.
Cuando abro el chat que tengo con Bruno, leo todo lo que me ha enviado:
«Andrea, ¿a dónde fuiste?».
«Responde, por favor».
«José Luis no te vio salir. ¿Dónde estás?».
«¿Andrea?».
«Contéstame, por favor».
«Solo quiero saber si estás bien».
«Andrea...».
«Andrea, estoy muy preocupado, por favor, solo dime que estás bien».
«Por favor».
«Andrea, me estoy volviendo loco. Por favor, contesta».
El corazón se me estruja de inmediato, así que, escribo:
«Lo siento. Apenas vi el teléfono.
Voy a quedarme en casa de Karla.
Ya estoy con ella».
Él ve los mensajes de inmediato, pero demora unos minutos en responder:
«¿Puedo llamarte?».
En ese momento, el teléfono entre mis dedos empieza a sonar.
La sangre se me agolpa en los pies al instante, pero todo vestigio de nerviosismo
se esfuma en el instante en el que veo el nombre de Sergio en la pantalla.
Una parte de mí lo agradece; sin embargo, no puedo evitar sentirme ligeramente
decepcionada.
Respondo:
—Hola.
—Tengo una llamada perdida tuya. ¿Está todo bien? —La voz de mi mejor amigo me
inunda los oídos y una sonrisa suave se me desliza en los labios solo porque sé
cuán sobreprotector suele ser.
—Todo bien —miento—, pero me vendría bien verte mañana.
—Tengo cierre de inventario en el trabajo, pero puedo hacerme un espacio para
cenar. ¿Te gusta la idea?
—Está perfecto. De todos modos, tengo trabajo temprano —replico.
—Vale. Paso a donde vives temprano. ¿A las ocho está bien?
Silencio.
—¿Y si mejor nos vemos en algún lugar?
—¿Por qué?
Suspiro.
No quiero decirle que no estoy en el pent-house —y que no deseo volver pronto—. No
todavía. Él no sabe absolutamente nada sobre lo que pasó entre Bruno y yo y, si se
lo cuento ahora, no me dejará ir a la cama hasta que se lo haya dicho todo.
—Larga historia. ¿Qué te parece si la dejamos para mañana?
—Andrea...
—Hagamos las cosas a mi modo. Solo esta vez —pido y él debe notar la súplica en mi
tono, ya que suspira.
—De acuerdo —masculla, a regañadientes—. ¿Dónde nos vemos, entonces?
—En tu casa. De ahí buscamos un lugar para cenar.
—Vale. Nos vemos mañana, Andrajosa.
—Te odio —digo, pero no es verdad—. Nos vemos mañana.
Entonces, colgamos.
Bruno no ha escrito de nuevo y tampoco ha intentado llamarme, así que asumo que ha
interpretado mi falta de respuesta como una rotunda negativa.
Es mejor así. Me digo a mí misma, pero no dejo de sentirme miserable.
Con todo y eso, me obligo a salir de la aplicación de mensajes para bloquear el
aparato. Entonces, me obligo a avanzar hasta la cocina del apartamento de Karla,
donde ella se encuentra preparando café para las dos.
Extrañamente, esta noche a ninguna nos apetece beber nada más.

Capítulo 44

BRUNO

El ardor que me provoca el alcohol en la garganta es bien recibido por mi cuerpo,


pero mi estómago protesta cuando el calor abrasador del tequila me quema las
entrañas.
Quizás deberías detenerte. Me susurra el subconsciente, pero vierto un poco más de
tequila en el caballito vacío que sostengo entre los dedos.
No sé a qué hora empecé a beber. Tampoco sé cuánto he bebido. Solo sé que estoy muy
—muy— borracho.
La pesadez en la lengua y las imágenes distorsionadas a mi alrededor me lo hacen
saber a gritos; pero, de todos modos, me tomo de golpe lo que acabo de servirme.
Esta vez, es una punzada intensa en las sienes lo que hace que deje ir lo que
sostengo con las manos para colocarlas sobre mis ojos.
Soy patético. Un imbécil. Un idiota incapaz de afrontar lo que siente por una
mujer.
Tomo el teléfono una vez más y lo contemplo un largo rato.
Andrea no ha respondido. Yo tampoco he intentado llamarle. No me atrevo a hacerlo.
¿Qué voy a decirle? ¿Que regrese? ¿Que está volviéndome loco estar así con ella?
¿Que no concibo los jodidos días sin su compañía y que me asusta todo esto que
despierta en mí? ¿De qué sirve que lo haga si de todas maneras no sé qué es lo que
quiero?
He pasado toda la vida evitando involucrarme demasiado. Imponiéndome límites para
no ser como mi padre. O, peor aún, como mi madre... He pasado tanto tiempo huyendo
de todo esto que Andrea despierta en mí, que ahora no sé qué demonios hacer con
ello.
Esto no debería estar pasando. No debería sentirme así. No debería querer correr a
buscarla y suplicarle que vuelva a casa.
Necesito hablar con alguien. Necesito que alguien me diga qué diablos hago con esto
que me taladra el pecho. Qué hago con este pánico sin sentido que tengo de no
ser suficiente.
Le llamo a Dante —pese a que ya lo intenté un par de veces sin éxito— pero no
contesta.
Contemplo la posibilidad de dejarle un mensaje hablándole sobre todo esto que
siento, pero no me parece adecuado, dado a que todavía no le he agradecido la
botella de tequila que envió al pent-house por mi cumpleaños.
Me sirvo otro caballito y me lo echo a la boca de golpe.
Detente ya. Me reprime el subconsciente, pero lo ignoro una vez más y me sirvo otro
poco de alcohol. El que sea necesario para adormecerme los sentidos. Estas ansias
desesperadas que siento por saber de Andrea.
Marco el número de Oscar, pero tampoco contesta y maldigo a mi mala suerte.
Bebo un poco más antes de encaminarme hasta la terraza para tomar un poco de aire.
Es hasta ese momento que me percato de lo intoxicado que me encuentro. Apenas puedo
caminar. El aire fresco me golpea y me mareo un poco debido a la cantidad de licor
que tengo en la sangre.
Me dejo caer sobre un camastro y contemplo al cielo deseando estar en otro lugar.
Con otra persona. En otro momento.
Mi teléfono suena, pero no contesto de inmediato. No es hasta que el sonido me
irrita que me digno a responder sin mirar la pantalla.
—¿Sí?
Silencio.
El corazón me da un vuelco y me aparto el teléfono de la oreja solo para ver el
número. No está registrado en mi lista de contactos.
—¿Andrea? —inquiero, ansioso, pegándome el aparato a la oreja.
—No. —La voz femenina que me responde es familiar, pero estoy tan borracho, que no
logro conectar los puntos en mi cabeza y averiguar de quién se trata.
Frunzo el ceño.
¿Quién eres?
—Rebeca.
Quiero colgar. Quiero lanzar el teléfono al vacío para que así deje de insistir.
En su lugar, digo:
—Creí que habíamos sido claros. —Mi voz suena arrastrada, pero eso no le resta
determinación a mis palabras.
Silencio.
—Mi marido tiene otra mujer.
Maldita sea.
—Mi marido tiene otra mujer y yo... —Solloza—. Y-Yo n-no sé qué hacer. No sé a
quién llamar. N-No tengo a nadie. Estoy sola y...
Cierro los ojos y maldigo de nuevo para mis adentros.
—Bruno, si me deja no sé qué voy a hacer —dice, en medio de un llanto desmesurado y
abrumador—. Va a querer quitarme a los niños. Si me quita a los niños, te juro por
Dios que me muero. Prefiero morirme a perderlos.
De pronto, no soy capaz de escucharla. Me encuentro aturdido. Abrumado por la
cantidad de emociones que me embargan, y fuera de mí, por el alcohol que corre a
través de mi torrente sanguíneo.
Me incorporo de la posición sentada en la que me encuentro y trato de levantarme,
pero estoy tan intoxicado, que no puedo hacerlo; así que decido quedarme donde
estoy.
Rebeca no deja de hablar. No deja de sollozar, histérica, por la vida que ahora
siente perdida y, de pronto, me encuentro escuchándola. Me encuentro poniendo
atención a las historias que salen de su boca.
No sé en qué momento me comprometí con lo que me cuenta, ya que, de vez en cuando
le regalo unas cuantas palabras de entendimiento.
—Debes pensar que soy una hipócrita —dice, luego de un largo silencio en el que me
debato si debo o no servirme otro trago, pese a lo borracho que me encuentro—.
Estoy aquí, llorando la infidelidad de un hombre al que le hice lo mismo primero.
Silencio.
—Yo no soy nadie para juzgarte, Rebeca —digo, al cabo de un largo momento—. Al
final del día, solo tú sabes cuales fueron los motivos que te llevaron a buscar
algo con alguien más y yo no soy nadie para señalarlos o condenarlos. Sería
hipócrita de mi parte, porque yo también tengo mi culpa ahí. Debí detener lo que
pasaba entre nosotros tan pronto como supe que eras casada y no lo hice. No hay
nada que juzgar, porque en juzgarnos se nos iría la vida entera.
Ella suspira.
—Creí que ya no sentía nada por él. Que lo que teníamos había terminado hacía mucho
tiempo y que ahora solo nos ataban nuestros hijos, pero... —Su voz se quiebra
ligeramente—. ¡Dios! Debo tenerte mareado repitiendo lo mismo una y otra vez. —Se
ríe, pero suena triste—. Mejor te dejo. Andrea debe estar esperándote y solo estoy
quitándote el tiempo.
Es mi turno de soltar una risita amarga.
—Andrea... —Suspiro—. Andrea no quiere estar cerca de mí.
—No me digas que te metí en problemas con ella —dice, y suena genuinamente
mortificada.
Me pongo de pie y, pese a que me tambaleo un poco, me encamino a la barra del mini-
bar.
—Va más allá de lo que haya interpretado en la recepción —digo, al tiempo que me
sirvo otro caballito de tequila—. Andrea no quiere estar cerca de mí porque... —
suspiro—. Porque le hago daño.
—No se lo hagas, entonces.
Suelto una risotada nerviosa. Ansiosa. Dolida.
—Me encantaría que fuese tan sencillo como eso —digo, amargo—. Me encantaría que
existiera un interruptor dentro de mí que me convirtiera en el hombre que se
merece.
Mis propias palabras me sorprenden. Me sacan de balance y, de alguna manera, le dan
sentido a lo que me pasa por el corazón. Eso que me embota los sentidos.
Rebeca no dice nada, así que continúo porque no puedo detenerme:
—Es tan hermosa. —Sueno fascinado y horrorizado en partes iguales—. Tan brillante.
Tan... dulce. —Cierro los ojos con fuerza—. Y yo soy un asno. Un imbécil que tiende
a huir cuando todo se vuelve insoportable. Un idiota que podría hacerle mucho daño
sin siquiera proponérselo.
—Espero que estés oyéndote a ti mismo y estés dándote cuenta de lo ridículo que
suenas —dice y me froto la frente con la palma—. Bruno, estás dejando ir la
oportunidad de estar con una chica que te gusta lo suficiente como para rechazar
cualquier insinuación de intimidad por ella.
Esta vez, la risa que se me escapa es más ligera que la anterior.
—Bruno, no le tengas miedo a tus sentimientos.
—No le temo a lo que siento —respondo—. Le temo a no ser suficiente. A lo que puede
esperar de mí. A hacerle daño, como se lo hicieron a mi madre. ¿Tienes una idea de
cuántas veces la escuché llorar por él? ¿Por mi papá? ¿Cuántas veces entré a su
habitación para encontrarla sollozando en silencio por él? —Hago una pequeña pausa
—. Lo odié por hacerle eso. Lo odié por ser mi padre. Lo odié por llevarlo en la
sangre y me prometí a mí mismo que nunca le haría algo así a nadie y que nunca
permitiría que alguien me lo hiciera. Que siempre hablaría claro y que nunca iba a
permitirme sentir algo por alguien.
—Pero llegó Andrea...
Asiento, pese a que no puede verme y me bebo el caballito que me serví hace una
eternidad.
—Y no puedo sacármela de la cabeza.
Silencio.
—Bruno, no puedes pasar la vida entera huyendo de algo solo porque no quieres
repetir un patrón de comportamiento. Está mal. No es saludable para ti o para los
que te rodean. Sobre todo, para esa muchachita —me reprime y sé que tiene razón—.
Se ve que es una buena chica y que le gustas mucho. No se necesita conocerla de
mucho tiempo para notarlo.
Suspiro, pero no respondo. Me limito a contemplar la botella de tequila que llevo a
la mitad y me debato entre servirme otro trago o ya dejarlo por la paz.
Vas a vomitar si sigues bebiendo así. Me reprime el subconsciente, pero trato de no
hacerle mucho caso y vierto un poco más del líquido en el vaso que tengo enfrente.
—No me lo perdonaría jamás si le hiciera daño —digo, en un susurro tembloroso y
ronco. Me sorprende cuán asustado sueno.
—No le tengas miedo al amor, Bruno. Es aterrador, lo sé; pero no deja de ser
maravilloso.
Suspiro y nos quedamos en silencio un largo rato.
—Deberíamos ir a embriagarnos —dice Rebeca, al cabo de otro rato—. Beber por el
amor que perdí y por el que acabas de encontrar.
Suelto una risa suave.
—Ya te llevo mucha ventaja —admito y ella ríe.
—Pues entonces, debemos darnos prisa y ponernos a mano. ¿Te espero en el bar de
siempre?
Suspiro.
—No puedo conducir, Rebeca. Estoy muy borracho.
—Paso por ti —resuelve y yo dudo.
—No lo sé, Rebeca. Quizás, debería irme a la cama.
—Solo un par de tragos, Bruno. Lo necesito. No quiero volver a casa todavía.
La indecisión es grande ahora.
—Rebeca...
—No tiene que ser en el bar de siempre. Algo que nos quede cerca de tu casa.
Sé cortés. Acéptale un trago. Necesita hablar con alguien y ella te escuchó ahora
que lo necesitabas.
Cierro los ojos con fuerza.
—De acuerdo —digo, finalmente—. Vamos por un trago. Te veo en el bar de siempre.
Tomaré un Uber.

***

Voy a la mitad del segundo trago con Rebeca, pero no voy a terminármelo. He bebido
demasiado. Tanto, que ya no considero prudente hacerlo más.
Hace rato ya que he dejado de escuchar lo que dice Rebeca. Sé que ha llorado un
poco y que no ha dejado de hablar de su marido; sin embargo, ya no soy capaz de
hilar sus palabras con el significado de ellas.
Deberías irte. Escucho, en la parte trasera de mi cabeza y decido hacer caso.
Lo siguiente que soy capaz de conectar con el cerebro, es la imagen de mis manos
sosteniendo un teléfono muerto. Sin batería.
Una palabrota de me escapa, pero escucho a Rebeca decir que ella puede llevarme a
casa. Que solo ha bebido dos tragos.
Me escucho a mí mismo negándome a aceptar, pero ella insiste.
Acto seguido, me tambaleo mientras avanzo, pero alguien sostiene mi peso con el
cuerpo. El aire frío me hiela los huesos, pero termina tan pronto como me
introduzco en una enorme camioneta.
Me aterra la manera en la que mi cerebro es capaz de desconectarse, ya que, cuando
soy consciente de mí mismo una vez más, estoy en la recepción del edificio donde
vivo.
Quiero vomitar, pero, como puedo, me las arreglo para mantener la cena dentro
mientras, vagamente, escucho a alguien pedirme la tarjeta del pent-house y el
código de seguridad.
Me niego a ello y, en su lugar, soy yo el que —luego de muchos intentos— introduce
el código y la tarjeta en la ranura.
Todo el camino del ascensor lo paso con la frente pegada al metal helado de las
puertas y, cuando estas se abren, casi caigo de bruces al interior del apartamento.
Alguien me ayuda a mantenerme incorporado y, de camino a la habitación, me detengo
a vomitar en el baño del pasillo. Cuando me he recuperado, soy guiado a la recámara
y, luego, al cuarto de baño, donde vomito una vez más.
Dedos cálidos me desabotonan la camisa y se deshacen de ella para luego posarse
sobre la hebilla de mi cinturón. De un movimiento torpe, me deshago del agarre y,
en lugar de insistir, el tacto regresa a manera de paño helado en mi frente.
La sensación helada es bien recibida y me despierta un poco del letargo.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que pueda ponerme de pie y, cuando lo hago, me
lavo los dientes porque el sabor amargo que tengo en la boca es intolerable.
Las manos amables regresan y me guían fuera del baño para recostarme en la cama,
donde me quitan los zapatos, los calcetines y tratan, una vez más, de deshacerme la
hebilla de los pantalones.
Esta vez, me siento tan aletargado, que se lo permito.
Cierro los ojos.
Siento unas manos que me tocan. Me acarician el pecho. Unos labios húmedos me besan
el cuello y algo dentro de mí grita que debo reaccionar.
—No... —apenas puedo pronunciar, pero las manos no se detienen.
Me desabotonan el pantalón, pese a que trato de detenerlas.
—No —repito, pero me besan en la boca.
La ansiedad y desesperación que me provoca lo que está ocurriendo es tanta, que la
repulsión hace que un disparo de adrenalina me permita empujar a la mujer de
perfume empalagoso que acababa de introducir su mano en mi ropa interior.
—¡L-Largo! —apenas puedo pronunciar, al tiempo que me levanto de la cama—. ¡Largo
de aquí!
—Bruno...
—¡Largo! —El bramido que me abandona es tan fuerte, que la mujer delante de mí da
un respingo en su lugar.
Ella aprieta la mandíbula antes de asentir y, tomando todas las precauciones del
mundo para no tocarme, se encamina a paso rápido hasta la puerta para salir a toda
velocidad de la habitación.
A los pocos minutos escucho al elevador abrir y cerrar sus puertas.
En ese momento, trato de llegar a la cama sin éxito y me desplomo en el suelo con
violencia.
Una palabrota se me escapa al instante, pero no tengo fuerzas para levantarme. Me
quedo aquí, quieto, mientras trato de deshacerme de la sensación desagradable que
me han dejado las manos de esa mujer sobre la piel.
Mientras trato de deshacerme del mareo que el alcohol me ha dejado en el cuerpo.

***

Me despierta el dolor de cabeza...


... Y las ganas de vomitar.
Cuando abro los ojos, estoy tan desorientado que no logro reconocer la habitación
en la que me encuentro de inmediato.
No es hasta que me pongo de pie —tambaleante—, que distingo la recámara principal
del pent-house en el que vivo.
¿Qué demonios hacía dormido en el suelo?
Rápido, me dirijo al baño y vacío el contenido de mi estómago en el retrete.
Vomito un par de veces más antes de que, por fin, el estómago se me asiente y sea
capaz de descansar un poco de la tortura de sentir los intestinos a punto de
escapar de tu cuerpo.
No sé cuánto tiempo paso ahí, tirado junto al inodoro, pero, cuando tengo la
capacidad de pensar un poco, trato de recordar cómo demonios llegué a la
habitación.
Retazos de recuerdos me invaden, pero todos son tan lejanos y vagos, que no puedo
evocar una imagen en concreto. El último recuerdo coherente que tengo, es de mí
mismo, tumbado en un camastro en la terraza.
No lo vuelvo a hacer. Pienso, mientras me pongo de pie y una punzada me atraviesa
la cabeza de lado a lado. Acto seguido, me encamino hasta la regadera para tomar
una ducha.
Apesto a alcohol. Pareciera como si transpirara el hedor, es por eso que no salgo
de la regadera hasta que me he asegurado de quitarme de encima todo vestigio de
borrachera. Me he lavado los dientes tantas veces que ya perdí la cuenta de cuántas
llevo, pero aún no se va el regusto amargo que siento en la boca.
Finalmente, me doy por vencido y le doy un trago al enjuague bucal para ver si eso
ayuda. Sí lo hace.
Me duele tanto la cabeza, que quiero arrancármela, pero, luego de secarme y
vestirme, me obligo a encaminarme al mini-bar para servirme otro trago. Las tripas
se me revuelven ante la perspectiva de tomarme otro vaso de tequila, pero sé que,
si no lo hago, la resaca no me dejará tranquilo hasta muy entrada la noche.
Sirvo un poco de licor en un vaso diminuto. El olor hace que las ganas de vomitar
regresen, es por eso que me entretengo recogiendo el pequeño desastre que dejé
anoche antes de armarme de valor y volver a él.
El regusto amargo y caliente que me envuelve la garganta de inmediato hace estragos
en mí y tengo que correr de vuelta al baño para vomitar una vez más.
Si el alcohol ha funcionado, esta será la última vez que devuelva el estómago. Si
no, voy a pasar el día entero abrazando al inodoro.
Al cabo de un rato —cuando estoy seguro de que no voy a vomitar más—, regreso a la
habitación principal, me lavo los dientes tres veces más y me voy a la cama.
Antes de quedarme dormido, trato de revisar el teléfono, pero está descargado. Lo
conecto al cable que descansa en el buró junto a la cama y, luego de eso, me quedo
dormido.

***

Está casi oscuro cuando vuelvo a saber de mí. Las alarmas se encienden en mi
sistema de inmediato, pero me toma unos instantes incorporarme y tratar de
espabilar.
La sombra del dolor de cabeza que me aquejaba me retumba en lo profundo del cráneo,
y tengo tanta hambre que podría comerme una vaca entera. También tengo sed. Mucha.
Parpadeo un par de veces antes de encender las lámparas a cada lado de la cama y
tomo el teléfono para ordenar algo para comer.
En el instante en el que lo sostengo entre los dedos, me pregunto si Andrea habrá
cenado y, como avalancha, todo lo que ocurrió entre nosotros ayer me azota.
¿Habrá vuelto al departamento? Si no es así, ¿dónde está?
Rápidamente, enciendo el aparato y espero a que responda para introducirme en la
aplicación de los mensajes instantáneos.
Tengo tres de Andrea. El primero lo envió a las seis de la mañana y dice:
«Iré directo al trabajo».
El segundo y el tercero son de hace dos horas —son casi las diez— y dicen:
«Iré a cenar con unos amigos luego del trabajo».
«Te aviso si duermo en casa de Karla otra vez».
Una sensación pesarosa me llena el pecho y aprieto los dientes porque es, de alguna
manera, insoportable y tortuosa. Cierro los ojos y me obligo a responderle que
espero que se divierta y que estaré al pendiente de su aviso.
Una parte de mí quiere preguntar dónde se encuentra para ir a buscarla y hablar.
Quiere pedirle que venga y me deje ponerle un orden a todo esto que me hace sentir
y que tanto me confunde; pero no lo hago. Me obligo a cerrar la aplicación de los
mensajes para pedir algo de comer a domicilio.
Veinte minutos después, escucho las puertas del elevador abrirse y, estúpidamente,
pienso que es la comida, hasta que me doy cuenta de que es imposible que el
repartidor haya subido hasta acá sin la tarjeta de acceso y el código de seguridad.
De inmediato, la sangre del cuerpo se me agolpa en los pies porque eso solo puede
significar una cosa...
Andrea.
Me pongo de pie, olvidándome por completo de que visto una remera y unos shorts, y
me encamino por el pasillo que da a la sala del pent-house.
En el instante en el que llego al recibidor, me congelo en mi lugar. Todo vestigio
de esperanza que había empezado a filtrarse en mi sistema se esfuma tan pronto como
veo a Andrea acompañada de un tipo.
De manera inevitable, lo miro de pies a cabeza.
El cabello ondulado cae le desordenado sobre la frente y luce tan... simple que no
puedo dejar de preguntarme qué diablos hace Andrea con un tipo como él.
Aprieto la mandíbula.
Ella se aclara la garganta.
—Bruno... —dice, en voz baja, y mis ojos se posan en ella de inmediato—. Él es
Sergio.
De inmediato, el nombre trae recuerdos a mi sistema. Es su amigo. Ese que me causa
incomodidad y respeto al mismo tiempo. Ese que es capaz de inspirarme una extraña
inseguridad que jamás había sentido y que tampoco es capaz de desagradarme porque
Andrea habla de él con tanto cariño, que no me atrevo a pensar en él de otra manera
que no sea positiva.
Aprieto los dientes, pero asiento con educación.
—Bruno —digo, escueto y él sonríe ligeramente.
—Un gusto, Bruno —dice, pero luce como si supiera algo que yo no; cosa que me saca
de mis casillas un poco.
—Igualmente —replico, pero en realidad no sé cómo me siento. Una parte de mí quiere
mirarlo de manera incómoda hasta que se marche y, otra, solo desea volver a la cama
y no haber visto a Andrea llegar con él.
Me siento como un imbécil, así que les dedico un asentimiento y me encamino hacia
el pasillo, en dirección a la habitación, pero mi teléfono suena y un número
desconocido aparece en mi pantalla.
Una palabrota se construye en mi garganta cuando leo una notificación de la
aplicación de comida a domicilio que cita:
«Tu pedido ha llegado. Sal a recogerlo».
Respondo la llamada, mientras, con torpeza, me encamino hacia la habitación para
ponerme unos zapatos y bajar por mi comida.
Cuando regreso a la sala del pent-house, Andrea y su invitado siguen ahí, hablando.
Yo les regalo un asentimiento educado cuando presiono el botón del ascensor y le
pido al cielo que esté aquí arriba todavía y no tenga que esperarlo.
La suerte está de mi lado ya que las puertas se abren de inmediato y no tengo que
estar un segundo más cerca de la interacción que tiene la chica con la que comparto
el apartamento y su invitado.
Mientras el elevador baja hasta la recepción, no puedo dejar de darle vueltas al
asunto y, cuanto más lo pienso, más miserable me siento. Más... visceral.
Aprieto los dientes y los puños.
Me digo una y otra vez que no tengo derecho alguno de sentirme como lo hago, pero
no puedo dejar de rechinar los dientes ante la perspectiva de Andrea, buscando
refugio en él y no en mí. De ella corriendo a buscarlo a él por consuelo y no tener
esa misma confianza conmigo.
Cierro los ojos con fuerza y me acuno las manos sobre la boca, en un gesto ansioso.
Las puertas se abren.
El repartidor está en la recepción con José Luis y nuestra pequeña interacción no
me distrae ni un segundo del pensamiento previo: Andrea y ese tipo. Sergio.
Cierro los puños un poco más.
Luego de agradecerle al chico que acaba de traerme la comida, regreso sobre mis
pasos.
Considero muy seriamente la posibilidad de treparme al coche y cenar ahí, para no
tener que ver a Andrea y a Sergio una vez más. Cuando me doy cuenta de lo ridículo
que estoy siendo, llamo al ascensor.
Esta vez, se demora un poco más de lo habitual.
Las puertas del elevador se abren cuando comienzo a impacientarme, pero me congelo
en mi lugar en el momento en el que Sergio aparece —sin compañía— delante de mis
ojos.
Durante unos segundos, me estudia y yo hago lo propio.
Sigo sin comprender qué diablos es lo que me molesta de él, pero me obligo a
regalarle un asentimiento amable me regresa con una sonrisa tirando de las
comisuras de sus labios.
Sin decir una palabra, sale del ascensor y yo subo.
Las puertas se cierran cuando me instalo en mi lugar, pero no puedo sacudirme la
sensación de que ese sujeto estaba burlándose de mí.
Deja la paranoia, Bruno. Me aconseja el subconsciente y trato de escucharlo.
Trago duro.
Las puertas del elevador se abren cuando llego al pent-house y me decepciona un
poco no encontrarme con Andrea en la recepción.
Con todo y eso, me encamino hasta la cocina, donde deposito la comida y me dispongo
a comerla.
Apenas pasan unos minutos desde que me he instalado sobre uno de los banquillos
altos de la isla, cuando las pisadas apresuradas que se acercaban a la cocina se
detienen en seco.
Sé que es Andrea y que está en el umbral de la puerta. Casi puedo visualizarla ahí,
de pie, sin saber si entrar o no en la cocina.
—¿Qué tal la cena? —inquiero, pese a que quiero preguntar si fue a cenar solo con
él o la palabra «amigos» es la que utiliza siempre que va a salir con uno en
específico.
Relájate.
—Genial.
Sonrío, pese a que no puede verme, pero el gesto no toca mis ojos.
No lo hagas. No lo hagas. No lo hagas...
—Qué suerte que tengas amigos tan atentos que te acompañan hasta la sala de tu
casa.
Eres un estúpido.
Silencio.
—No puedo creerlo —ella replica, en un susurro tembloroso y me levanto de la silla
en la que me había instalado para ponerme de pie y encararla.
Andrea, sin embargo, no tiene ganas de enfrentarme a mí, ya que suelta un bufido
exasperado antes de negar con la cabeza y echarse a andar fuera de la estancia.
Maldita sea.
—Andrea...
Salgo de la cocina para ir detrás de ella.
—¡Andrea! —medio alzo la voz, cuando la veo subir las escaleras al teatro en casa a
toda velocidad.
Una palabrota se construye en la punta de mi lengua, pero me la trago mientras, a
zancadas, subo hasta el lugar donde siempre elige refugiarse cuando huye de mí.
Odio que huya de mí.
—Bruno, por favor, déjame sola —dice, tan pronto me ve y se encarga de hacer que el
sofá-cama se interponga entre nosotros.
—Andrea, necesitamos hablar.
—¡Hablar! —exclama, en medio de una risotada carente de humor—. ¿Quieres hablar?
Bien. Hablemos. —Me mira con una ferocidad con la que nunca lo había hecho, cuadra
los hombros y, entonces, comienza—: Me rechazaste. Te dije lo que sentía y me
mandaste al carajo —sentencia, para luego acotar—: Y está bien. No me estoy
quejando —sacude la cabeza, como si tratase de recuperar el hilo de las palabras
arrebatadas y molestas que la abandonan—. Pero, entonces, ¿por qué demonios vienes
aquí a preguntarme sobre lo que hago o no con mi mejor amigo? —Su voz se eleva con
cada palabra que pronuncia, y la colisión de sentimientos que me azota es tan
intensa, que no puedo hacer más que escucharla—. ¿Qué te hace pensar que puedes
cuestionarme cuando, en primer lugar, me rechazaste y, en segundo, ayer estabas en
la recepción con otra mujer? ¿Con qué derecho vienes a recriminarme nada si eres tú
el que no siente nada por mí?
Quiero gritarle que nunca he dicho que no siento nada por ella. Que lo siento todo.
Absolutamente todo. Incluso estos celos apabullantes y atronadores que me cuecen la
sangre a fuego lento. Quiero gritarle que la sola idea de verla con alguien más me
llena de la sensación más incómoda e insidiosa de todas, y que no quiero hacer más
que golpearme el pecho, cual gorila enojado, porque ella prefiere la compañía de
ese sujeto a la mía.
Quiero gritarle que estaba seguro de no querer absolutamente nada con nadie hasta
que apareció en mi vida, con esa bonita sonrisa y ese dulce corazón. Que me siento
con el derecho de reprocharle todo eso porque yo soy suyo. Imperfecto.
Aterrorizado. Imbécil... pero suyo. Nos pertenecemos.
—¡¿Con qué puto derecho?! —espeto, ahogándome en el mar de sentimientos que me
ataranta los sentidos—. ¡Andrea, eres mi mujer!
No es lo que quiero decir. Por supuesto que no, pero las palabras me abandonan de
esa manera y no entiendo por qué.
Ella se ríe. Cruel. Despiadada. Ajena a la revolución que llevo dentro y la
frustración incrementa un poco más.
—¡Tu mujer, dices! —Se burla.
—¡Sí! —estallo, sin entender qué diablos siento y por qué está haciéndome esto,
pero no me detengo— ¡Mía! Mía para besar... —Me acerco, enloquecido por los celos,
y salto el sillón que se interpone entre nosotros. Acto seguido, la empujo con
suavidad hasta que soy capaz de acorralarla y pegar mi cuerpo al suyo. Mi nariz y
la suya se tocan y nuestras respiraciones entrecortadas se mezclan. Estoy a un
palmo de besarla, pese a que todo el tiempo que pasé reprimiendo todos y cada uno
de los impulsos desesperados que tenía de hacerlo—. Mía para abrazar. —La voz me
sale en un susurro tembloroso, y la atraigo aún más cerca—. Mía para tocar... —
Deslizo mi tacto hasta la curva de sus caderas y noto como contiene la respiración
cuando ahueco su trasero con las palmas abiertas. Pego mis caderas a las suyas y
ella se ablanda entre mis brazos. Yo solo puedo imaginármela desnuda. Caliente.
Sudorosa. Temblorosa. Con mi nombre siendo arrancado de sus labios entre suspiros
rotos. Mi cuerpo entero responde—. Mía para hacer el amor...
Ella se estremece y el león en mi interior ruge victorioso.
Estoy a punto de besarla. Mis labios están a un suspiro de distancia de los suyos
y, en ese momento, me empuja con brusquedad.
Aturdido, la miro a los ojos. Es la primera vez que me rechaza.
—¿También soy tuya para amar? —Tienes la mirada llena de lágrimas sin derramar, y
su voz es un suspiro roto y tembloroso que me hace sentir como el ser más
despreciable de la tierra—. ¿Para cuidar? ¿Para procurar? ¿Para no lastimar? ¿O es
que acaso esto solo funciona cuando es para tu beneficio?
Silencio.
—Sí —digo, al cabo de un largo momento.
—¿Qué?... —Andrea suelta, en un susurro confundido, al tiempo que me mira como si
hubiese perdido la cabeza.
—Sí —repito.
Ella entorna los ojos y frunce el entrecejo.
Trago duro.
—Quiero cuidarte, Andrea —empiezo, porque es más sencillo empezar por ahí—.
Procurarte. No lastimarte.
Ella me mira fijo, como si todavía no entendiese lo que estoy diciéndole.
Me mojo los labios con la punta de la lengua.
—Andrea... —hago una pequeña pausa, porque el corazón me late con tanta fuerza
contra las costillas que temo que pueda hacerle un agujero a mi caja torácica—, no
quiero nada con nadie que no seas tú... Y eso me aterra.
—Bruno...
—Y no quiero perderte... —La interrumpo, porque ya lo he dicho y ahora no puedo
parar. Si lo hago, voy a acobardarme de nuevo—. Y eso me aterra también. —Dejo caer
los brazos a los costados, en un gesto derrotado—. Andrea, me encantas. Me vuelves
loco. Te tengo adherida a la cabeza, como una maldita liendre; y no sé cómo lidiar
con ello. Lo único que sé, es que nunca había sentido algo como lo que siento por
ti, y me da tanto miedo arruinarlo. Echarlo a perder...
Ella no dice nada. Me mira fijo durante un largo momento.
Da un paso hacia enfrente y luego otro.
Un par de pasos más la llevan a envolverme los brazos alrededor de los hombros y,
de inmediato, el alivio que me llena el cuerpo es instantáneo. Todo es correcto.
Todo está bien. Y la garganta me arde debido a las emociones acumuladas en mi
interior.
—Andrea... —digo, en un susurro tembloroso, cuando acuna mi rostro entre sus manos.
Acto seguido, me besa.

Capítulo 45

ANDREA

Bruno se aparta con brusquedad para unir su frente a la mía y todo me da vueltas.
Una parte de mí todavía no termina de procesar lo que acaba de decir, pero eso no
le impide susurrar:
—Andrea, no quiero hacerte daño. —El sonido roto y ansioso no es otra cosa más que
un reflejo de mis propios sentimientos. Del latido desbocado de mi corazón y del
temblor que me invade las extremidades—. Jamás me lo perdonaría si lo hiciera. —
Sacude la cabeza en una negativa—. Y odio esto. Odio el silencio. La distancia
entre nosotros. Odio este pánico sin sentido que le tengo a lo que me provocas y
aborrezco, por sobre todas las cosas, el no tener idea de cómo hacer... esto.
—Shhh... —Le pongo un dedo sobre los labios y suelta un suspiro entrecortado que me
desarma por completo—. No tienes nada de qué preocuparte, Bruno. Tampoco hay mucho
que pensar. —Mi voz es apenas un susurro suave, dulce y trémulo—. Quizás tú no
tienes idea de cómo hacerlo, pero yo sí.
Es una mentira. No tengo idea de cómo diablos se hace esto. Toda la vida he buscado
el amor en los lugares menos saludables. A veces, por inocencia pura; otras, porque
me casé con la ideología de buscar al hombre perfecto. Ese que, por fuera,
ostentaba ser ejemplo de moralidad, pero que pronto descubrí que podía ser mezquino
y egoísta en la oscuridad.
Creía que sería capaz de reconocer el amor cuando tocara a mi puerta, pero la
realidad es que no es así. Nunca ha sido así. Así que, sí... También estoy
aterrada. Asustada de lanzarme al vacío con este hombre que es capaz de moverme el
universo con solo un beso; porque me descoloca tanto, que no sé qué va a ser de mí
si esto no funciona. Porque estoy tan loca por él, que no sé qué diablos será de mí
si me rompe el corazón.
De todos modos, no dejo que el hilo turbio que ha empezado a invadirme el
pensamiento me acobarde y, para probar mi punto, lo beso una vez más; sin embargo,
ahora me tomo mi tiempo. Enredo los dedos en las hebras oscuras de su cabello y
pego mi cuerpo al suyo cuando me envuelve por la cintura para atraerme hacia él.
Un gruñido ronco escapa de su garganta cuando mi lengua busca la suya, y sus palmas
se deslizan hasta la curva de mis caderas en el proceso.
De pronto, todo está bien. El mundo se cae a pedazos a mí alrededor, pero, de
alguna manera, eso no importa ahora. Solo está él. Besándome. Susurrando cosas
dulces contra mis labios y envolviéndome con sus brazos como si no estuviese
dispuesto a dejarme ir nunca.
No sé en qué momento nos deslizamos hasta el suelo de la habitación. Tampoco sé
cuándo el peso de su cuerpo se posó sobre el mío. Mucho menos el momento en el que,
asentado entre mis piernas, empezó a besarme de otra manera. Desde la mandíbula
hasta la base del cuello y un poco más abajo.
Un suspiro roto me abandona cuando sus manos trazan senderos suaves por mis muslos,
y el corazón me da un tropiezo cuando un beso voraz es arrancado de mi boca.
Sus manos están en todos lados. Primero ansiosas; luego, dulces. Suaves. Gentiles.
Besos largos son desperdigados por todo mi cuerpo y, de pronto, soy un manojo de
sensaciones y terminaciones nerviosas. Un montón de suspiros rotos y
estremecimientos placenteros.
—Tan hermosa... —Bruno murmura, cuando me quita de la blusa que me vestía el torso,
y se inclina una vez más para besarme de nuevo.
En el proceso, sus dedos se deshacen del botón de mis vaqueros. Los míos se ocupan
de la remera que lleva puesta y tengo que alzar las caderas para ayudarlo a retirar
la prenda.
—No tienes idea de cuánto te he echado de menos —susurra, en medio de un par de
besos arrebatados, y el corazón se me calienta ante la maravillosa sensación que me
provocan sus palabras.
En respuesta, le aparto un par de mechones rebeldes lejos de la cara y le acuno el
rostro para besarlo de nuevo.
Labios ávidos me besan con vehemencia y me llenan de una sensación dulce y
aterradora al mismo tiempo. Sus manos se deslizan hacia mi espalda y me arqueo para
permitirle deshacerse del broche del sujetador.
Un suspiro entrecortado me abandona cuando la delicada tela es removida de mi
cuerpo, pero ni siquiera me da tiempo de sentirme cohibida con mi desnudez, porque
ya está besándome de nuevo. Acunándome los pechos, besándolos, colmándolos de todas
esas atenciones que me vuelven loca y me embotan los sentidos.
Un gemido suave se me escapa de los labios cuando se recuesta sobre su costado e
introduce una mano dentro del material suave de mi ropa interior.
Un sonido tembloroso me abandona cuando busca en la humedad entre mis piernas y
encuentra mi punto más sensible.
Abro los labios en un grito silencioso y cierro los ojos con fuerza mientras trato
de absorber las caricias dulces que traza en mi centro.
Un gemido particularmente ruidoso me abandona cuando introduce uno de sus largos
dedos en mi interior y presiona su pulgar contra el botón entre mis pliegues.
—¿Así te gusta, amor? —gruñe, contra mi oreja y la única respuesta que puedo darle
es un sonido roto y ronco.
—Dime cómo te gusta, Andy. —Me insta y echo la cabeza hacia atrás cuando comienza a
trazar círculos suaves con el pulgar.
El dedo que mantiene en mi interior comienza a moverse también y todo se vuelve
difuso.
—¡Así! —digo, en un gemido y él me gruñe contra la oreja cuando su caricia cambia
de ritmo.
De pronto, deja de tocarme y su mano me abandona por completo.
Durante unos instantes, quiero gritar, pero cuando veo cómo engancha los dedos en
los bordes de mi ropa interior para quitármela, un nudo de anticipación me atenaza
el estómago.
No dice nada. Solo tira de mis muslos y se acomoda entre mis piernas, acto seguido,
dibuja un camino de besos que va desde las costillas hasta el vientre y, entonces,
me dedica una mirada.
Todo dentro de mí se contrae ante la intensidad con la que me observa y, sin más,
me besa.
Ahí.
Un gemido tembloroso me abandona la garganta y echo la cabeza hacia atrás mientras
enredo los dedos en las hebras suaves de su cabello.
Quiero alejarlo. Acercarlo. Todavía no lo sé. Quiero fundirme en él y permanecer
aquí, en el calor de sus brazos. En el confort de sus labios. En la revolución que
me provoca en el cuerpo y en la tranquilidad que me trae al alma.
Las manos de Bruno me sostienen ahí para él. Las mías tratan de aferrarse a
cualquier cosa para no perder la cordura. Todo dentro de mí se estremece cuando el
nudo previo al orgasmo me atenaza el vientre y un sonido particularmente ruidoso me
abandona.
Me llevo una mano a la boca, pero no puedo reprimir el gemido intenso que me
abandona cuando su lengua cambia el ritmo de la caricia implacable.
Mis caderas se alzan, el mundo da una voltereta y él me sostiene con más fuerza
unos instantes antes de que el placer avasallador me invada de pies a cabeza.
Apenas tengo oportunidad de reponerme del orgasmo demoledor, cuando sus dedos se
introducen en mí y me hacen estremecer.
Otro sonido roto me abandona, pero me las arreglo para tirar de él hacia mí para
deshacerme del short que lleva puesto y, como puedo, se lo quito junto con la ropa
interior.
Un gruñido ronco lo abandona cuando lo envuelvo entre los dedos y comienzo a
acariciarlo.
Es casi ridícula la forma en la que el cuerpo me pide a gritos que le pida estar
dentro de mí de una buena vez, pero me tomo mi tiempo acariciándole. Tocándole.
Besándole...
Sus manos no detienen la deliciosa tortura la que me someten y pronto me encuentro
suplicando por más.
—Bruno, por favor... —digo, contra su boca, cuando el familiar nudo en el vientre
comienza a formarse de nuevo.
—¿Qué es lo que quieres, preciosa? —susurra, ronco. Pastoso. Gutural—. ¿Correrte?
Un gemido me abandona porque ha cambiado el ritmo de su caricia una vez más.
—N-No —digo, sin aliento.
—¿Qué es lo que quieres, amor?
—Sentirte... —Arranco de mis labios y él gruñe antes de besarme una vez más.
—Espera aquí —dice, al tiempo que detiene el ritmo de sus caricias para
incorporarse.
Quiero protestar, pero sé que lo que aguarda vale la pena por completo y permito
que se vaya y me deje aquí, tumbada en la alfombra del teatro en casa, con el
corazón latiéndome con fuerza contra las costillas y la anticipación llenándome
cada parte del cuerpo.

Cuando aparece de nuevo en mi campo de visión —completamente desnudo—, lleva un


cuadro de aluminio entre los dedos, los labios enrojecidos por nuestro contacto
urgente y una sonrisa taimada tirándole de las comisuras de la boca.
Es impresionante.
Bruno Ranieri es el hombre más imponente que he conocido en mi vida y está aquí,
desnudo frente a mí, mirándome como si fuese la mujer más hermosa del mundo. ¿Y lo
mejor de todo? Está a punto de hacerme el amor.
El corazón me da un tropiezo cuando avanza hacia mí. Para mi buena suerte, sigo en
el suelo, así que no es capaz de notar la forma en la que mi cuerpo tiembla de
anticipación.
Se arrodilla frente a mí y abro las piernas, solo para que se asiente entre ellas,
aún incorporado.
Entonces, sintiéndome osada y valerosa, lo envuelvo entre los dedos para
acariciarlo con suavidad.
Él me toma por la barbilla y se inclina para besarme. Su lengua me invade la boca
sin pedir permiso y la mía lo recibe gustosa en el camino.
Un gruñido lo abandona cuando presiono la piel suave y tersa de la punta y deja de
besarme para unir nuestras frentes.
Una palabrota se le escapa luego de eso y me aparta las manos antes de murmurar
algo sobre querer correrse apropiadamente.
Acto seguido, desgarra el envoltorio y se pone el preservativo con manos expertas.
Entonces, tira de mis piernas, de modo que termino recostada sobre la alfombra y se
asienta entre ellas.
El pulso me late como loco detrás de las orejas, me falta el aliento y siento los
lentes empañados, es por eso que me los quito y los dejo en algún lugar en el
suelo.
Bruno frota su pulgar sobre mi punto más sensible y no es hasta que un sonido
incontenible me abandona que deja de acariciarme para acomodarse en mi entrada.
—Mírame, Andy —pide y así lo hago.
Abro los ojos para mirar los suyos.
—Estoy loco por ti —dice, con un hilo de voz y, sin darme tiempo de replicar nada,
se hunde en mí.
Un grito ahogado me abandona cuando lo siento llenarme por completo y envuelvo los
dedos alrededor de su nuca, cuando empieza a moverse en mi interior.
De pronto, no soy capaz de pensar. No soy capaz de hacer otra cosa más que absorber
las sensaciones intensas que me provoca la fricción de nuestros cuerpos.
Bruno no deja de susurrar palabras dulces en mi oído. No deja de colmarme de besos
largos y ávidos. De cambiar el ritmo con el que se mueve.
Gemidos suaves me abandonan cuando una de sus manos se introduce entre nuestros
cuerpos y comienza a acariciarme con los dedos.
La sensación previa al orgasmo me anuda el vientre y hace que el aliento me falte.
—¡B-Bruno! —Medio grito, y él gruñe contra mi oreja, al tiempo que comienza a
moverse con más intensidad.
El disparo de sensaciones que me provoca es tan abrumador, que un grito me abandona
y me aferro a él con todas mis fuerzas.
—Espera por mí, amor —dice, contra mi oído y los músculos se me hacen líquido
debido al orgasmo que trato de contener.
Un sonido estrangulado me abandona y arqueo la espalda porque no puedo soportarlo
más.
Entonces, me dejo ir.
Bruno gruñe y embiste con más fuerza un par de veces antes de tensarse sobre mí.
En ese momento, me permito cerrar los ojos y concentrarme en las sensaciones
placenteras y maravillosas que me embargan. Del calor férvido que me llena el pecho
y solo lo provoca el saber que Bruno Ranieri siente algo por mí.
Cuando cae rendido sobre mí, une nuestras frentes y planta sus labios en un beso
casto y rápido.
—Me encantas —murmura sin aliento, y el corazón me da un vuelco furioso.
—Lo tomo, pero me ofende muchísimo —digo, con humor y él suelta una carcajada—. No
te rías. No me conformo solo con gustarte. —Soy toda seriedad ahora—. Lo quiero
todo.
Se aparta para mirarme a los ojos y me aleja un mechón rebelde de la frente.
—Yo también lo quiero todo —dice, con la voz enronquecida y, luego, me besa otra
vez.

Capítulo 46

BRUNO

Si hace diez años me hubieran dicho que tendría algo con Andrea Roldán, me habría
reído a carcajadas.
En primer lugar, por la manera tan peculiar en la que nos conocimos y, en segundo,
porque siempre me dije a mí mismo que jamás me permitiría sentir algo por nadie.
Y mira nada más, cuán irónico es el destino que ahora no solo tengo algo con Andrea
Roldán —es mi novia—, sino que, además, estoy completamente loco por ella.
También estoy aterrado, no lo voy a negar; pero ahora mismo me siento tan bien —tan
feliz; tan... lleno—, que no puedo tomarme mucho tiempo para pensar en las
consecuencias del paso que estoy dando.
—Señor Ranieri, Armando Lomelí acaba de llamar. Quiere comunicarse con usted lo
antes posible. —Lorena me intercepta tan pronto como salgo de la sala de juntas, y
me saca del hilo agradable que había empezado a llenarme la cabeza—. También
llamaron su hermana y Rebeca Márquez.
El nombre de Rebeca hace que todo el buen humor —ese provocado por la noche que
pasé en el pent-house con Andrea, entre besos largos, conversaciones a media voz y
mis manos en todo su cuerpo— se esfume durante unos instantes.
Quiero refunfuñar una grosería, pero decido que mi secretaria no tiene la culpa de
nada y suspiro.
—Gracias, Lorena —digo lacónico, pero amable al tiempo que nos encaminamos a la
oficina. Seguro que Armando la ha presionado toda la tarde, de otro modo, no habría
ido a esperarme afuera de la sala más grande de la firma; por eso, la tranquilizo
añadiendo—: Me haré cargo lo antes posible.
Ella asiente y la despido con un gesto antes de encerrarme en mi despacho.
Me llevo una mano a la frente, mientras que evoco un recuerdo extraño. En él, estoy
hablando por teléfono con Rebeca, pero no puedo traer mucho de la conversación a la
superficie. Creo que estaba llorando —ella—, pero no estoy seguro.
La turbación que me provoca es tan incómoda que me paraliza unos segundos. No sé de
dónde ha venido eso, pero procuro no indagar, porque me provoca una sensación
extraña en el estómago.
Suspiro.
Necesito hablar con ella seriamente. No puede seguir haciendo esto. Mucho menos
ahora, que he empezado algo con Andrea.
Voy a llamarla tan pronto como resuelva lo de Lomelí. Me digo a mí mismo y, tomo el
celular solo para mirar la hora.
Andrea me ha enviado un mensaje. Salió temprano del trabajo y le pedí un Uber a
casa para que la llevara. Acaba de avisarme que ya llegó y que prepara la cena para
los dos.
En respuesta, escribo algo acerca de llevar el postre si me espera vestida con lo
más provocativo que tenga y, en menos de dos minutos, me encuentro leyendo:
«Reto aceptado. Quiero brownies y helado de vainilla».
Una sonrisa lasciva se desliza en mis labios ante la expectativa de lo que podría —
o no— esperarme llegando a casa y, sin que pueda evitarlo, me pongo duro.
Una palabrota se me escapa, pero me las arreglo para teclear:
«Brownies y helado de vainilla será, entonces.
Sorpréndeme».
Me envía una foto de tres diminutas bragas de encaje, para luego escribir:
«Trabajo en ello.
Te veo más tarde».
Y así, sin más, el mal humor provocado por Rebeca, se esfuma y se hace nada.

Me entretengo la siguiente hora al teléfono con Armando Lomelí. Está ansioso porque
termine su caso y yo lo estoy también. Pese a que es uno de los mejores clientes
del despacho, es un dolor en el culo cuando se lo propone.
Termino de hablar con él cerca de las siete y aprovecho para llamar a Rebeca, pero
no responde.
Me digo a mí mismo que mañana a primera hora lo volveré a intentar y me encamino
hacia la salida del edificio donde trabajo, no sin antes despachar a Lorena para
que también se vaya a casa y cuando menos los espero, ya me encuentro en el
estacionamiento, buscando en el teléfono por una pastelería cercana. Con suerte,
podré conseguir brownies y helado de vainilla en el mismo lugar.
Quince minutos más tarde, me encuentro camino al pent-house, armado con todo lo
necesario para cumplir con mi parte del trato y unas ganas inmensas de ver a
Andrea.
El recorrido me toma apenas quince minutos más y, cuando bajo del coche, me siento
ridículo por el nerviosismo que siento.
Con todo y eso —y a paso decidido—, me encamino hasta el ascensor para llamarlo.
Baltazar, el guardia de seguridad que viene los días que José Luis descansa, me
saluda a distancia. Correspondo el gesto un segundo antes de que las puertas se
abran. Acto seguido, introduzco el código de seguridad del pent-house y deslizo la
tarjeta de acceso.
En cuestión de unos instantes, las puertas del pent-house se abren de nuevo y,
cuando doy un paso en el interior del mismo, me congelo.
El corazón me da un vuelco y una punzada iracunda me invade las venas en un abrir y
cerrar de ojos.
Trato, desesperadamente, de procesar lo que veo, pero me es imposible.
Aquí está Rebeca. Frente a ella, está Andrea, que tiene los ojos llenos de lágrimas
y me mira fijo, con una expresión que nunca había visto en su rostro, pero que me
provoca la sensación más dolorosa en el pecho.
Poso la atención en Rebeca.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —espeto con tanta dureza, que ambas dan un
salto en su lugar debido a la impresión.
—Será mejor que me vaya —farfulla, turbada por la forma en la que le he hablado y,
a toda velocidad, avanza en dirección al ascensor.
—¡Irte y una mierda! —trueno, pese a que ya ha presionado el botón, que abre las
puertas de inmediato—. ¡¿Qué demonios estás haciendo aquí, Rebeca?!
Se encoge ligeramente, pero se las arregla para alzar el mentón e introducirse en
el reducido espacio.
—Te dije que se daría cuenta de la basura que eres —sisea y, entonces, las puertas
se cierran.
Mis ojos se quedan fijos en las puertas metálicas.
—¿Es cierto? —La voz de Andrea suena dolorosa y temblorosa, y me hace girarme para
encararla.
—¿El qué?
—Todo.
—Andrea, no sé qué fue lo que te dijo.
Lágrimas calientes y pesadas se le escapan y me siento tan miserable, que apenas
puedo respirar. Quiero acortar la distancia que nos separa y estrujarla entre los
brazos, pero me quedo donde estoy, porque sé que ahora mismo no me quiere cerca.
—¿Estuvo aquí la noche que pasé en casa de Karla?
—¿La noche que pasaste en casa de Karla? —Es mi turno de farfullar, con el
entrecejo fruncido.
—En tu cumpleaños.
De pronto, un recuerdo atronador me embarga. En él, estoy hablando por teléfono con
Rebeca. Sacudo la cabeza, confundido, y otra imagen viene a mí. En ella, estamos
los dos en la habitación principal.
Me lleva el diablo.
Silencio.
Andrea reprime un sollozo.
—¿Estuvo aquí el sábado en la noche, Bruno?
Mi mente viaja a toda marcha a través de los recuerdos que tengo de ese fatídico
día y soy capaz de evocar unos cuantos.
Hablé con ella por teléfono. Creo.
Lloró mucho. Creo.
Recuerdo que quería que nos viéramos y que pedí un Uber.
Sacudo la cabeza en una negativa frenética, pero hay algo oscuro y denso en la
parte posterior de mi memoria. Algo que me llena de una sensación insidiosa e
incómoda.
—No lo sé —digo con un hilo de voz, porque no me atrevo a asegurar nada. No quiero
mentirle—. Y sé que voy a sonar como un completo hijo de puta, pero estaba muy
borracho.
Suelta una risotada amarga, que termina en sollozo y doy un par de pasos en su
dirección.
—¡No te me acerques! —exclama, en voz de mando y me congelo en mi lugar.
—Andrea...
Desesperado, trato de arrancar los recuerdos de mi cabeza, pero nada viene a mí.
Rasco lo más que puedo y me deshago los sesos tratando de traer algo a la
superficie hasta que lo consigo. De inmediato, deseo no haberlo hecho, porque lo
único que puedo evocar es a Rebeca en la habitación, conmigo medio desnudo.
Un escalofrío desagradable y helado me eriza los vellos de la nuca y el corazón
empieza a latirme con fuerza. La angustia que me embarga es tan arrolladora, que no
logro entender la naturaleza de ella. Como si mi cuerpo supiese algo que yo no.
Como si él pudiese recordar cada segundo de nuestra interacción y ahora se
arrepintiese.
Un nudo se me instala en la garganta, pero no entiendo muy bien el motivo.
Rabia. Debe ser eso. Cruda y atronadora rabia.
—¿Es casada? —La voz de Andrea me saca de mis cavilaciones.
Aprieto la mandíbula, al tiempo que parpadeo un par de veces y trago, para
deshacerme del ardor que siento en la tráquea.
—Sí. —Apenas puedo hablar.
Otra carcajada amarga.
—Sabías que tiene hijos, ¿no es así?
—Sí.
Esta vez, no hay risa forzada. Solo hay silencio...
Luego, un sonido similar al de un sollozo contenido.
—¿Te acostaste con ella la noche que me quedé en casa de Karla?
¡No lo sé! ¡No lo sé! ¡No lo sé, maldita sea! Quiero gritar, pero no lo hago. No
puedo.
Recuerdo un beso. Unas manos acariciándome. Dentro de mi ropa interior.
Cada vez más turbado y asqueado, parpadeo unas cuantas veces.
Se me cierra la garganta. Me tiemblan las manos.
¿Por qué estoy temblando tanto?
—Estaba muy borracho... —digo con un hilo de voz, abrumado por la cantidad de
emociones apabullantes que me saturan.
Miedo, ansiedad, ira, frustración, desesperación... Todo se arremolina dentro de mí
y me hacen imposible procesar lo que está ocurriendo.
Tengo la mente hecha una maraña inconexa e indescifrable y quiero regresar el
tiempo y hacer todo diferente; para que así Andrea no me mire con la decepción con
la que lo hace. Para que no llore del modo en el que lo está haciendo.
Se da la media vuelta y avanza en dirección al pasillo que da a la habitación y la
sigo de cerca.
La bolsa que contenía el postre que traje conmigo es dejada en el olvido, sobre la
mesa de centro de la sala, y ahora todas mis fuerzas están puestas en ir detrás de
ella.
No puede cerrarme la puerta de la alcoba en las narices, pero sí se apresura al
baño y logra encerrarse ahí antes de que la alcance.
El pestillo es echado de inmediato e, instantes después, la escucho sollozar.
Me zumban los oídos. No puedo respirar. El corazón me va a estallar dentro del
pecho y quiero romper algo. Necesito romper algo.
Me llevo las manos a la cabeza y tiro del cabello. Me siguen temblando las manos.
No puedo recordar.
No puedo recordar.
No. Puedo. Recordar.
Grito, furioso con Rebeca. Conmigo mismo por la condenada borrachera. Por las malas
decisiones. Esas que hacen que Andrea crea que soy el mismo que era hace unos
meses. Ese al que no le importaba tener algo con una mujer casada y con hijos —a
sabiendas de que estaba destruyendo una familia—. Ese que podría haberse acostado
con Rebeca la misma noche que Andrea se fue de aquí porque me había visto con ella.
Ese que era un imbécil y que no hacía otra cosa más que pensar en sus propios
intereses... Ese al que ya no reconozco, porque no soy como él.
¿Estás seguro de eso? Nada te garantiza que no haya pasado nada con Rebeca. Hasta
donde recuerdas, estuvo aquí, en esta habitación y tenía las manos sobre tu polla.
Trato de empujar el hilo insidioso de mis pensamientos, pero es imposible cuando
Andrea llora y llora del otro lado de la puerta.
Me siento miserable. Como un verdadero hijo de puta.
—Andrea, por favor... —suplico, al tiempo que pego la frente a la madera y ella
solloza un poco más—. Por favor, escúchame... —Trago duro, para aminorar el escozor
que siento en la garganta, pero es imposible. No soy capaz de controlar las
emociones, y eso no me gusta. Lo detesto—. No me siento orgulloso del hombre que
fui en el pasado. Hice cosas horribles. Estuve con Rebeca, a sabiendas de que era
una mujer casada. De que estaba destruyendo una familia... —Hago una pequeña pausa,
porque admitirlo en voz alta quema. Quema y escuece como nunca nada lo había hecho.
Porque soy una persona horrible, que terminó repintiendo el patrón de sus padres,
aceptando una relación adúltera, que afectaba a terceros inocentes—. Me comporté
como un imbécil con gente que no se lo merecía y me aproveché muchas veces de las
buenas intenciones de los demás... Y no puedo decirte que soy un hombre mejor,
porque sé que no es así; pero sí puedo decirte que estoy tratando de serlo. —Trago
duro, porque las lágrimas me inundan la mirada—. Y no sé qué diablos es lo que pasó
esa noche, pero quiero que sepas que Rebeca no significa nada para mí. Nada, amor.
Andrea no para de llorar.
—Y me encantaría jurarte que no pasó nada entre nosotros, pero me mata la idea de
asegurar algo de lo que no tengo la certeza porque solo recuerdo retazos de cosas.
Pero, Andrea, yo solo pienso en ti. Desde hace meses, eres lo único que me pasa por
la cabeza.
Los sonidos dolorosos ceden un poco.
—¿Qué es lo que recuerdas?
Silencio.
—¿La besaste? —inquiere, y una parte de mí quiere mentir. Quiere decir que no
ocurrió nada, pero no quiero ser así con ella. No puedo serlo.
Me quedo callado. Impotente.
—¿Cómo puedes asegurarme que no pasó nada si recuerdas haberla besado?
Cierro los ojos con fuerza y presiono la frente contra la madera, sintiéndome cada
vez más frustrado.
—Andrea...
—Bruno, por favor, déjame sola. Necesito estar sola.
Aprieto la mandíbula.
—Por favor, Liendre.
—No me llames así —pide y todo dentro de mí se estruja con violencia.
Trago duro.
—De acuerdo. —Apenas puedo hablar—. Lo lamento.
No responde. No habla. No solloza desde el otro lado y, derrotado, suspiro al cabo
de un largo momento.
Sé que quiere que la deje sola, pero no me muevo de donde estoy. ¿Cómo podría? Está
ahí adentro, pensando que soy un hombre sin escrúpulos capaz de destruir una
familia solo por pasar un buen rato.
Lo eres. Lo eres. Lo eres.
Me dejo caer al suelo, contrario a lo que quiere y me digo a mí mismo que no voy a
moverme de aquí hasta que hable conmigo.
Creo que puedo escucharla llorar luego de una eternidad de tortuoso silencio y me
siento cada vez más miserable.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que escuche el sonido de la regadera abrirse.
Tampoco sé cuánto tiempo pasará antes de que se digne a salir de ahí, pero no me
importa ahora mismo. Lo único que me interesa, es hablar con ella...
... Y recordar.
Necesito recordar. Probarme a mí mismo que ya no soy la basura que era.

Capítulo 47

ANDREA

Ahí viene de nuevo.


Es como un bucle incesante. Un ir y venir, rebotando como pelotita de pingpong de
un lado para otro, sin salir de lo mismo.
Empieza conmigo, levantando el teléfono del pent-house. Le sigue la voz de Baltazar
diciendo que la hermana de Bruno estaba en la recepción y, luego, recuerdo la
indecisión. El no querer ser grosera y dejarla esperando allá afuera por él y, al
mismo tiempo, el no saber cómo se tomará el mismo Bruno saber que me he tomado esas
atribuciones.
Puedo evocar el sonido de mi voz cuando le dije algo entre las líneas de: «Que
suba. Solo pasa la llave maestra y desde aquí libero el código».
Lo siguiente pasa como un borrón, porque corrí a la habitación para ponerme algo
decente —necesitaba quitarme el conjunto diminuto que llevaba para sorprender a
Bruno— y, lo siguiente que vi al regresar a la sala, fue a esa mujer. Rebeca.
Un escalofrío me recorre cuando revivo lo que sentí al verla aquí. Baltazar dijo
que era la hermana de Bruno, pero ahí solo estaba ella, a la mitad de la estancia,
mirando alrededor.
Cuando nos miramos, no dijo nada. Yo tampoco lo hice. Nos quedamos así unos
instantes hasta que, finalmente, se dignó a hablar.
Todavía puedo recordar sus palabras:
—Lamento haber mentido. Lo que pasa es que tenía que hablar contigo.
Le pedí que se marchara. Le dije que llamaría a la policía.
Cierro los ojos y me llevo las manos al cabello, porque recuerdo a la perfección
qué fue lo siguiente que pronunció:
—Está bien. Me iré. Pero antes necesito decirte algo importante. Debes saberlo. Es
lo justo.
Lágrimas nuevas me invaden la mirada cuando recuerdo haber avanzado hasta el mueble
en el que se encuentra el teléfono para marcar el número de emergencias.
—Esto es grave, Andrea. Tienes qué escucharme. —Revivo el sonido de su voz, al
tiempo que me veo a mí misma, girándome sobre mi eje para encararla.
Me extiende una hoja de papel.
—¿Se acostó contigo también las últimas semanas? Si es así, debes ir a revisarte,
porque si a mí me lo pegó, seguro a ti también.
Sacudo la cabeza, para tratar de deshacerme de las imágenes que le siguen a lo que
dijo.
No tomé el papel. Por supuesto que no. Solo lo miré fijamente hasta que me atreví a
arrastrar la vista hacia ella.
Dijo que también iría a decírselo a Nancy, la pelirroja.
Entonces, empezó a hablar. Dijo que ella sabía que lo nuestro era exclusivo, pero
que de todos modos no se negó cuando Bruno la buscó todas esas veces que estuvo con
ella a escondidas mías. Lloró. Me pidió disculpas por haber accedido a estar con
él, aún cuando sabía que lo que teníamos era un acuerdo de dos.
Me confesó que era casada, que tenía dos hijos —Linet y Germán—, y lloró un poco
más cuando dijo que su esposo acababa de dejarla por culpa de lo que pasó con
Bruno.
Apenas podía respirar cuando me juró que la última vez que estuvo con él fue el día
de su cumpleaños —por culpa de un desliz de su parte al aceptar la invitación de
Bruno para tomarse un trago—, pero me confesó que pasaron mucho tiempo juntos
durante todo el tiempo que él y yo estuvimos juntos.
Todavía puedo escucharla decirme que ella creía que solo estaba con nosotras dos,
pero que, cuando se hizo sus estudios rutinarios, se dio cuenta de que le habían
contagiado de algo.
—A saber, a cuántas mujeres más habrá perjudicado. —Recuerdo haberle escuchado
decir y quiero estrellar la cabeza para que el hilo denso de los recuerdos me deje
tranquila—. Y me da muchísima pena decírtelo, pero será mejor que te revises.
De nuevo, me gana la rabia. La tristeza. Las ganas de gritar, porque no sé qué
creer. Porque, pese a que sé que ha sido mezquino de parte de esa mujer el venir
aquí a tratar de llenarme la cabeza de tonterías, sé que no todo han sido mentiras.
Es una mujer casada. Con una familia. Y, para coronarlo todo, estuvo aquí hace dos
noches.
Y también sé que no tengo derecho de sentirme como lo hago, porque Bruno no me
había hecho ninguna clase de promesa antes, ni tenía nada conmigo, pero de todos
modos duele. Duele la idea de imaginarlo aquí, en este lugar, compartiendo con ella
lo que compartía conmigo. Imaginarlo aquí, despechado, tomándola a ella.
Me cubro los ojos con las manos y el aire se me escapa en una bocanada inestable.
Estoy temblando. Tiritando de frío porque hace rato que cerré la llave de la
regadera y me quedé aquí, desnuda en el suelo de la ducha, incapaz de moverme y
enfrentarlo.
Cierro los ojos. Me escuecen de tanto llorar.
Abro el grifo y el agua caliente me cae sobre la espalda y me reconforta unos
segundos antes de que empiece a quemar. Cuando lo hace me pongo de pie y abro la
llave del agua fría para templarla.
Me toma cinco minutos entrar en calor y salir de la ducha, pero me quedo otra
eternidad en el baño, envuelta en una toalla, sin saber qué diablos hacer ahora.
No estoy lista para enfrentarlo. Para escucharlo decirme que no recuerda si estuvo
o no con esa mujer. Para ver ese gesto dolido en su expresión y querer correr a
borrárselo del rostro.
Al final, decido que no puedo ser así de cobarde y me obligo a avanzar hasta la
puerta del baño, donde paso otra ridícula eternidad armándome de valor para
abrirla.
Lo primero que encuentran mis ojos —fijos en el suelo, por si Bruno está cerca— es
un par de largas piernas. De inmediato, miro hacia el dueño y el corazón se hunde
en mi pecho cuando lo veo ahí, tumbado en el suelo, recargado contra la pared, con
la cabeza apoyada en el marco de la puerta, los ojos cerrados y la mandíbula
cerrada en un ángulo pronunciado.
Está dormido y una oleada de sentimientos me azota con violencia.
Quiero despertarlo para hacerlo ir a la cama y, al mismo tiempo, no quiero hablar
con él en lo absoluto. El corazón me duele un poco más, pero decido que sigo siendo
una persona decente y que voy a despertarlo.
Pero primero ponte algo de ropa. Me ordena el subconsciente y estoy de acuerdo con
él. Si voy a volver a encarar a Bruno Ranieri, será en una pieza. No puede ser de
otra manera.
Me encamino hasta el vestidor lo más rápido que puedo y me enfundo una remera lisa
que me va grande y el short de un pijama que compré hace poco.
Me tomo unos minutos más para cepillarme el cabello y ponerme un poco de
desodorante antes de tomar la ropa sucia que saqué conmigo del baño para echarla en
el canasto junto a la puerta.
Mi teléfono cae sobre el cesto cuando estoy a punto de abrirlo y lo tomo para
descubrir que tengo tres llamadas perdidas del licenciado Guzmán.
Frunzo el ceño mientras deposito la ropa en su lugar y echo un vistazo fuera del
vestidor solo para comprobar que Bruno sigue dormido. Acto seguido, cierro la
puerta detrás de mí.
Es irónico como funciona esto del destino porque, justo esta mañana, estaba
decidida a hablar con Bruno —después de la cena— sobre todo el asunto legal que he
venido arrastrando desde hace meses. No con el afán de pedirle ayuda, sino con la
intención de que no existiera ninguna clase de secreto entre nosotros ahora que
habíamos acordado que esto era una relación. Un noviazgo.
Novios.
Siento que se me va a hacer un hueco en la caja torácica debido al dolor
apabullante que me invade.
Sacudo la cabeza en una negativa, al tiempo que dejo escapar el aire en un suspiro
largo.
Me aseguro de alejarme lo más posible de la puerta y, de todos modos, me introduzco
en el interior de un par de puertas corredizas que cubren gran parte del clóset.
Dentro, hay cosas de Bruno en las perchas. Con todo y eso, me acurruco en un rincón
y cierro las puertas para amortiguar el sonido lo más posible.
Llamo al abogado.
Timbra una, dos, tres veces...
—Señorita Roldán, qué bueno que me regresa la llamada.
Me froto la frente en un gesto ansioso que él no puede ver y respondo un escueto:
—Licenciado Guzmán, espero que esté muy bien.
—Excelente. Gracias por preguntar —replica y titubea un instante antes de decir—:
La llamaba para notificarle que tenemos fecha para su audiencia.
El corazón me da un vuelco.
—Francamente, debo confesar que no esperaba que el proceso fuese a avanzar tan
rápido. —Suena apenado. Nervioso, incluso—. Al parecer, la defensa del Corporativo
Mendoza está muy interesada en terminar con el proceso lo antes posible.
Parpadeo un par de veces, pero sigo viendo borroso.
No puedo respirar.
—¿Cree que sea posible que nos reunamos mañana para repasar el caso?
Un zumbido me invade la audición. Los ojos se me llenan de lágrimas. Estoy
temblando de pies a cabeza.
—¿Señorita Roldán?
Solo puedo escuchar el golpeteo incesante del pulso acelerado detrás de mis orejas.
Me duele el pecho. Tengo las manos acalambradas y me escuece todo el cuerpo.
Sigo sin poder respirar.
El teléfono se me resbala de los dedos y el espacio en el que me encuentro se
reduce. Me asfixia.
Inhalo profundo, pero el aire apenas entra en mis pulmones.
Abro las puertas y me arrastro fuera del espacio. Estoy mareada. Lágrimas ansiosas
y desesperadas me abandonan y jadeo cuando trato de inspirar una vez más.
Pánico total me embarga cuando un centenar de escenarios fatalistas me invaden la
cabeza y las extremidades me fallan.
Un sonido tembloroso se me escapa y jadeo con desesperación cuando decenas de
puntos negros comienzan a invadirme la mirada.
Alguien dice mi nombre, pero no puedo responder. Un par de manos aparecen en mi
campo de visión y tratan de llegar a mí, pero las aparto con violencia. Con todo y
eso, regresan. Esta vez, son más firmes y contundentes. Tanto, que terminan
inmovilizándome.
Acto seguido, unos brazos fuertes y cálidos me abrazan con fuerza. Me apretujan
contra un cuerpo cálido y firme, y luchan contra mi cuerpo en total rigidez hasta
que son capaces de inmovilizarlo.
Aliento caliente y agitado me golpea la oreja.
—Aquí estoy, amor —susurra una voz pastosa y temblorosa—. Te tengo. Respira
conmigo.
Jadeo en busca de aire.
—Conmigo, preciosa. —El sonido me eriza los vellos de la nuca.
Escucho una inspiración contra mi oído y la imito; profunda. Por la nariz.
La exhalación en el cuello me pone la piel de gallina y trato de seguirla abriendo
la boca para dejar escapar el aire.
De nuevo. Inhalamos. Exhalamos.
Inhalo.
Exhalo.
Inhalo.
Exhalo.
Me punza la cabeza. Las sienes me palpitan. Tengo los dedos acalambrados y las
palmas sudorosas.
Un zumbido agudo me llena la audición, pero al fondo de todo eso, soy capaz
de escucharlo. De notar las palabras dulces que son susurradas en voz baja solo
para mí.
Me concentro en ellas. En su sonido más que en su significado y trato de ponerles
toda mi atención. Trato de empujar lejos todo el terror y las imágenes apabullantes
y catastróficas que me invaden el pensamiento y me concentro en el sonido, porque
es dulce. Tranquilizador.
Cierro los dedos en el material suave de la tela que envuelve las piernas firmes y
fuertes que se abren a cada lado de mi cuerpo y trato de acompasar la respiración
un poco más.
El corazón sigue latiéndome a toda velocidad, el pánico es irrefrenable, pero
conforme pasan los segundos —los minutos, las horas... no lo sé— soy más consciente
de lo que pasa a mi alrededor. Del movimiento rítmico, cálido y suave del pecho de
alguien a mis espaldas. Del aroma a perfume de hombre que me invade los sentidos.
Lágrimas gruesas y pesadas corren como ríos sobre mis mejillas y me hormiguean los
dedos.
Las palabras dulces se terminaron hace un rato, y ahora solo queda el silencio y el
sonido de mi respiración temblorosa y jadeante.
—Andrea, no sabes cuánto lo lamento... —Bruno susurra, a mis espaldas.
Sabía que era él. Incluso durante ese lapso de dolorosa confusión y aturdimiento,
sabía que era él quien me sostenía.
—Nunca ha sido mi intención hacerte daño —dice, en un hilo tembloroso—. Lo sabes,
¿no es así?
Cierro los ojos y permito que me abrace fuerte. Que hunda la cara en mi cuello y
presione los labios contra la piel de la zona.
—Te prometo una cosa... —susurra, al cabo de un largo rato, cuando estoy a punto de
quedarme dormida, envuelta en el sopor que me dan sus brazos. El calor de su cuerpo
y esos pequeños y dulces besos que desperdiga por todos lados—. Nunca más vas a
llorar por mi culpa.
Entonces, me dejo ir.

Capítulo 48

BRUNO

El humo sale de mis labios en una exhalación. En un suspiro que me llena el sistema
de nicotina y me nubla los sentidos por unos instantes. El aire helado me alborota
el cabello y recargo el peso de mi cuerpo en los antebrazos, sobre la barandilla de
la terraza del pent-house.
El vértigo inmediato que siento al mirar hacia abajo, pero ni siquiera eso logra
distraerme de la vorágine en la que se han convertido mis pensamientos.
Todavía me tiemblan las manos, pero no sé si es debido a la angustia y la
impotencia, o al frío que se cuela a través del delgado material de la camisa que
llevo puesta.
Le doy otra calada al cigarrillo y contengo el humo unos segundos antes de dejarlo
ir.
Reprimo una palabrota y me llevo las manos a la cara para frotarla con insistencia.
El tabaco aún se sostiene débilmente entre mis dedos, pero ya no me apetece
terminarlo, así que lo apago en el cenicero que traje conmigo desde el estudio y lo
dejo sobre la mesa baja junto a los camastros.
Entonces, me encamino hacia el interior de la residencia.
Las luces de todo el lugar están apagadas, justo como las dejé antes de salir a la
terraza y me encamino hacia el despacho con aire ausente. Una vez dentro, me tumbo
sobre el sillón y cierro los ojos.
De nuevo, lo primero que me viene a la mente es Andrea. El ataque de pánico que
tuvo. La angustia apabullante que sentí al no saber cómo ayudarla.
Me cubro el rostro con un cojín, como si eso fuese a eliminar la imagen que tengo
de ella llorando desconsolada y reprimo un gruñido.
Me siento miserable. Como una basura. Andrea no merece esto. No necesita a alguien
como yo en su vida. Merece tranquilidad. Estabilidad. Que sean como es ella con el
mundo: transparente. Blanca. Dulce...
... Y si vuelvo a verla como esta noche, voy a volverme loco.
Todo esto es tu culpa.
—Lo sé —digo, en voz baja, y estoy convencido de que ya he perdido la cabeza por
completo.
No debí ilusionarme. No debí creer que podía tener algo decente por primera vez en
la vida sin que el destino me gritara en la cara que mi camino es estar solo.
Me aparto el cojín de la cara y clavo la vista en el techo de la estancia.
Todavía puedo recordarme a mí mismo, llevando a Andrea a cuestas hasta la cama
cuando me percaté de que se había quedado dormida entre mis brazos. Todavía puedo
verme a mí mismo depositándola con cuidado entre los edredones. Arropándola.
Un sonido —mitad gruñido, mitad quejido— me abandona y me incorporo de golpe.
No puedo hacer esto. No puedo someterla a este nivel de estrés porque no es
saludable. Porque, si lo que voy a provocarle es eso, prefiero no estar cerca de
ella. Para no hacerle daño.
Tomo el teléfono entre los dedos. No es tan tarde, pero se siente como si fuese de
madrugada.
Busco el número de mi padre. Llamo.
—Bruno, hola. —La voz de mi padre suena temerosa. Extrañada. Y, luego de unos
segundos, inquiere—. ¿Está todo bien?
—Sí. —Mi propia voz suena ronca, pero eso no impide que continúe—: Perdona la hora.
—Está bien. ¿Ocurre algo?
—Quería saber si tienes algo fuera de la ciudad.
—¿Un caso, quieres decir? —dice, confundido y asiento en un monosílabo antes de que
el silencio le siga a mi declaración. Al cabo de unos instantes, pronuncia—: Ahora
mismo me vendría bien una mano en un caso que estoy llevando yo mismo. La semana
que viene es el juicio en Monterrey.
Es mi turno de guardar silencio.
Claro que quiero algo que me saque de la ciudad, para así no tener que someter a
Andrea a mi presencia en este lugar —al menos, hasta que encuentre algún lugar para
alquilar y dejarle el pent-house—, pero viajar a Monterrey con mi padre es...
demasiado.
Me froto la frente, en un gesto contrariado, al tiempo que evalúo mis opciones. La
verdad es que ninguna parece ideal, pero me digo que cualquier cosa es mejor que
poner a Andrea en el predicamento de tener que aguantarme aquí, así que, decidido,
respondo:
—Estoy dentro.
—Bruno, ¿qué sucede? —Mi padre insiste y dejo escapar el aire en un suspiro largo.
—Nada de lo que debas preocuparte —digo, porque es verdad. Lo mío con Andrea no le
compete a nadie que no seamos nosotros—. Lo prometo.
Es su turno de suspirar.
—Sabes que puedes contar conmigo, ¿no es así? Para lo que sea que necesites.
Sus palabras me revuelven el pecho con emociones nuevas y enmudezco unos instantes.
—Gracias, papá —digo, con la voz ronca.
—Lo digo en serio, Bruno.
—Lo sé. Gracias —digo, amable, y el guarda silencio unos instantes.
Algo extraño se asienta entre ambos, como si, por primera vez en mucho tiempo, no
existieran muros altos separándonos. Como si, por una vez en la vida, las defensas
que mantenía arriba desaparecieran.
—Te envío al mail todo lo que debes saber sobre el caso. Aún estoy en la oficina. —
La voz de mi padre me saca del ensimismamiento y me aparto el teléfono de la oreja
para ver la hora. Faltan pocos minutos para las once.
Una sensación incómoda me llena el pecho.
—Ve a descansar —digo, en voz baja—. Mañana me la envías.
—Tarde. Seguro ya la tienes en tu correo. Revísala hasta mañana y descansa.
—Gracias —digo—. Tú también ve a casa.
—Justo estoy apagando todo. —Me asegura y asiento, pese a que no puede verme—. Nos
vemos mañana, hijo.
—Hasta mañana —respondo, sin saber por qué tengo un nudo en la garganta y, después,
colgamos.
Me recuesto sobre el sillón y pongo la alarma temprano.
Esto es lo mejor. Me digo a mí mismo cierro los ojos para intentar dormir.
***
Cuando el sonido agudo me invade la audición abro los ojos de golpe.
Apenas puedo con la sensación de pesadez que aún me envuelve le cuerpo, pero me
obligo a incorporarme. La posición incómoda en la que dormí hace que los músculos
me griten cuando estiro la espalda.
Hago una mueca cuando me doy cuenta de que llevo puesto lo mismo que usaba ayer
antes de salir de casa y salgo del estudio rogándole al cielo que Andrea siga
dormida... o que ya se haya marchado a trabajar.
Llamo a la puerta de la habitación principal cuando llego a ella, pero nadie
responde del otro lado. Con cuidado, abro la puerta. Todo sigue a oscuras.
El alivio me embarga de inmediato y me escabullo al baño para tomar un baño rápido.
Me aseguro de tomar ropa del armario y una toalla antes de cerrar la puerta detrás
de mí.
Entonces, abro la llave del agua caliente.
Veinte minutos después estoy fuera del cuarto de baño, vestido en un traje limpio y
el cabello alborotado por la toalla que acabo de utilizar para quitar el agua fuera
de él.
Decido que no tengo humor para afeitarme y solo hago algo por el aspecto de mi
cabello antes de encaminarme a la salida luciendo considerablemente mejor que
cuando entré.
En el instante en el que pongo un pie fuera de la estancia, me detengo en seco. El
corazón me da un vuelco, pero me las arreglo para mantener el gesto inexpresivo
cuando me topo de frente con Andrea saliendo del vestidor.
Ella también deja de moverse, consciente de mi presencia en este lugar, pero no
dice nada. Solo me mira fijo, como si estuviese evaluando la posibilidad de huir
sin conseguir que la aborde.
Aprieto la mandíbula y —haciendo caso omiso del latir inquieto de mi corazón y del
ligero temblor de mis manos— me abotono los puños metódicamente, al tiempo que
digo, sin mirarla:
—¿Estás mejor?
Temo que sea capaz de escuchar cuán preocupado estoy por ella. Cuánto quiero rogar
que me perdone por todo.
Tarda tanto en responder, que tengo que alzar la vista para verla a la cara solo
para comprobar que no se ha marchado y me ha dejado con la palabra en la boca.
Sigue ahí, sin apartar los ojos de mí, con el rostro enrojecido por la vergüenza
que sé que siente.
De inmediato me arrepiento de haber preguntado, pero es que estoy tan, tan
preocupado por ella...
Se moja los labios con la punta de la lengua.
—Sí. —Su voz es apenas un hilo—. Bruno, yo...
—No hace falta, Andrea —digo, tranquilizador, pero quiero hacer un millón de
preguntas.
Cierra la boca con brusquedad y aprieta la mandíbula.
Un suspiro largo se me escapa de los labios.
—Andrea, lo lamento mucho. Por todo. —Arranco de mi boca, porque si no lo digo, voy
a enloquecer. Sé que ayer se lo dije hasta el cansancio, pero necesito repetirlo
ahora que sé que tengo toda su atención—. No necesitas esto en tu vida y me
disculpo por ello.
Silencio.
—También aprovecho para decirte que mi departamento está casi listo —miento—. En
una o dos semanas a más tardar me mudo por completo. Por lo pronto, hoy me llevo
unas cuantas cosas cuando salga del trabajo, para pasar allá un par de noches.
Quizás tengo que volver por un par de cosas más, porque tengo un juicio fuera de la
ciudad la semana que viene, pero trataré de sacarlo todo de aquí lo más pronto
posible. —Me obligo a mirarla a los ojos cuando pronuncio lo siguiente—: No es
necesario que pases un día más sintiéndote incómoda aquí por mi culpa.
—Bruno...
—Lo sé. —La interrumpo—. Sé que tienes un corazón bueno, y que vas a decirme que no
tengo que irme, pero es una decisión personal, amor. Necesito hacer esto o no voy a
poder vivir conmigo.
No dice nada, solo me mira fijo y, no me atrevo a apostar —porque la luz que
refleja la lámpara de noche hace que le brillen los anteojos—, pero creo que sus
ojos están llenos de lágrimas sin derramar.
De nuevo, me siento miserable.
Muero por acortar la distancia que nos separa para consolarla y, al mismo tiempo,
quiero alejarme de ella, para no hacerla sufrir más. Para que no llore nunca más
por un «poca cosa» como yo.
Dejo escapar el aire un suspiro tembloroso y parpadeo un par de veces, para
ahuyentar el escozor que siento en los ojos.
—Tengo que irme, Andrea —digo, pese a que todavía tengo tiempo de sobra y, sin
esperar que diga nada, me encamino fuera de la estancia.
Antes de salir, tomo la corbata, el saco y los zapatos que dejé listos cerca de la
puerta y, luego, hago mi camino hacia el pasillo del pent-house.
Me entretengo unos minutos poniéndome los zapatos en la sala, pero decido que la
corbata y el saco me los pondré llegando a la oficina, y llamo al ascensor.

Capítulo 49

ANDREA

Me detengo en seco cuando la veo.


Ahí, entre mis cosas, se encuentra la remera de Bruno. Esa con el logo del disco
más icónico de una banda a la cual no le recuerdo el nombre.
Todavía puedo recordar la reacción que tuvo la primera vez que me la vio puesta. La
forma en la que me miró de pies a cabeza e, inexpresivo, dijo que se vería aún
mejor si no llevara las bragas puestas.
Aún puedo visualizarme avanzando hacia la silla del escritorio en el estudio para
sentarme a horcajadas sobre él.
Recuerdo sus dedos cálidos en mi nuca. La fuerza de sus brazos atrayéndome con
suavidad para besarme. Mi cabello cayendo como cortina sobre nuestros rostros y mis
dedos trabajando en los botones superiores de su camisa.
Un nudo me aprieta la garganta cuando me recuerdo con esa misma prenda, acurrucada
entre sus brazos, a punto de quedarme dormida.
Trago duro para deshacerme de la sensación de asfixia que me embarga y aparto la
remera con cuidado. Un suspiro entrecortado me abandona y tengo que recordarme una
vez más que no puedo buscarlo. Que él decidió tomar distancia y que debo
respetarlo.
Además, ¿qué caso tiene?
Cierro los ojos.
Trato de empujar a Bruno lejos de mi mente, como he hecho todos los días desde que
se fue.
Hace exactamente una semana.
Aprieto la mandíbula porque no puedo creer que esté haciéndome esto a mí misma.
Debería estar preocupada por el juicio de mañana. Debería estar hostigando al
abogado en lugar de estar aquí, guardando mis cosas, pensando en Bruno.
Suspiro.
De nuevo, me quedo inmóvil en mi lugar contemplando las pilas ordenadas de ropa que
he hecho. No debería estar empacando. Ni siquiera debería estar esperando a Sergio
para darle instrucciones en caso de que lo peor ocurra; y de todos modos estoy
aquí, metiendo mis pocas pertenencias en cajas, porque a estas alturas del partido
tengo que reconocer que voy a ir a la cárcel.
No tengo la menor duda de ello. Ahora lo único que le pido al cielo es que la
sentencia sea benevolente y no tenga que pasar el resto de mis días en una prisión
de alta seguridad.
Las ganas de llorar regresan y la impotencia me forma un nudo en el estómago.
Quiero vomitar, pero me las arreglo para mantener la cena dentro.
El abogado no ha dejado de ser optimista los últimos días que nos hemos visto para
ultimar los detalles del juicio, pero no puedo mantener el mismo espíritu que él;
así que he pasado los últimos días arreglando detalles para el caso más extremo de
mi sentencia, mientras escucho por horas a un hombre al que, claramente, le da
igual si gana o pierde este caso.
De nuevo, el pánico creciente que he estado manteniendo a raya desde hace una
semana sube como el oleaje del mar y me asfixia.
El sonido de las puertas del ascensor me alerta. Hace que todo pensamiento
fatalista se esfume y el pánico se vaya. Hace que todo sea remplazado por la
confusión.
Durante unos instantes, no comprendo qué está pasando hasta que, sin más, cae sobre
mí como balde de agua helada.
Solo hay una persona en toda la ciudad que tiene una llave de acceso a este lugar:
Bruno.
Mierda.
El corazón se me acelera en un abrir y cerrar de ojos, y el primer impulso que
tengo es el de salir a encontrarlo. A verlo.
Muero por verlo.
Me quedo quieta. Me digo a mí misma que no puedo salir corriendo a buscarlo. No sin
que crea que soy una chica sin dignidad. Además, todavía no sé cómo me siento
respecto a todo el asunto con Rebeca, y he tenido tan poco tiempo te darle vueltas,
que todavía no sé qué pensar. Qué sentir. Qué creer...
Con todo y eso, no puedo evitar la reacción que tiene mi cuerpo ante la idea de
Bruno Ranieri en este lugar luego de tanto.
Me tiemblan las manos. Es casi ridículo el efecto que este hombre tiene en mí, pero
no puedo evitarlo. Bruno es capaz de llevarme a los extremos de mis emociones.
Trato de respirar profundo un par de veces para tranquilizarme, pero no lo consigo.
El nerviosismo es incontenible.
El pulso me golpea contra las orejas, la sangre me zumba en el torrente sanguíneo y
me quedo quieta, casi sin respirar, tratando de escuchar algo.
Silencio.
Nada sucede durante una eternidad hasta que, de pronto, lo oigo.
Son pasos.
—¿Andrea?
El sonido de su voz es como una descarga eléctrica a mis sentidos. Como la más
horrible de las torturas y la más suave de las caricias. Como un golpe en el
estómago y un grito eufórico. Todo al mismo tiempo.
La puerta del vestidor se abre y me congelo un instante antes de volcar la atención
hacia la entrada.
La sangre se me agolpa en los pies, el corazón se salta un latido y aprieto la
mandíbula cuando los ojos de Bruno encuentran los míos.
Lleva un saco azul que nunca le había visto —supongo que es nuevo—, pero se ha
deshecho de la corbata y de los botones superiores de la camisa. Lleva el cabello
hecho un desastre y no se ha afeitado en varios días.
Está guapísimo —como siempre—. Inalcanzable.
—Hola... —dice, en voz baja y suave—. Pensé que no estabas. Lo lamento.
Y normalmente, no estaría aquí. Los miércoles a esta hora siempre estoy en el
trabajo... Excepto, que ya no tengo trabajo. Esta mañana presenté mi renuncia
porque, independientemente de lo que ocurra en ese juicio, no pienso volver a ese
lugar.
No tuve el valor de despedirme de Karla. No podía. ¿Qué iba a decirle?
«Oye, Karla, fíjate que renuncié y no voy a volver. Es que estoy en juicio por
fraude fiscal y no sé si voy a ir a la cárcel mañana, así que preferí renunciar».
Por supuesto que no.
Por eso preferí irme así. Si salgo bien librada de todo esto, la llamaré y me
inventaré algo. Si no... Bueno... trato de no pensar mucho en eso.
Parpadeo un par de veces. La angustia se me sube a la garganta y quiero gritarle al
hombre que tengo enfrente que necesito que me abrace. Así él no quiera hacerlo.
—Hola... —Apenas puedo hablar—. Salí temprano. No pasa nada.
Asiente, y luego le echa un vistazo al montón de ropa que tengo en el suelo.
—¿Limpieza de armario?
De pronto, soy consciente de que estoy sentada en el suelo y me siento cohibida.
—Algo así —mascullo, al tiempo que miro alrededor.
Se aclara la garganta.
—Escucha... No estaré aquí mucho tiempo —dice—. Es solo que tengo que tomar algo de
ropa. Mañana salgo de la ciudad y no tuve oportunidad de ir a la lavandería.
Sacudo la cabeza, al tiempo que frunzo el ceño.
—No tienes que darme explicaciones, Bruno. —Arranco las palabras de mi boca—. Sabes
que puedes venir cuando te plazca.
No responde. Solo me mira fijo durante unos instantes.
—¿Estás comiendo bien? —La pregunta me saca de balance porque, en realidad, apenas
he podido alimentarme en estos días. Y no es que no quiera hacerlo, es que es
imposible tragar bocado alguno cuando se está tan angustiada como lo he estado
últimamente.
Hay veces en las que estoy tan absorta que, cuando me doy cuenta, he pasado el día
entero sin echarme nada a la boca.
—Sí. —Miento.
Su boca se cierra en una línea dura e inconforme.
No me cree.
—Andrea...
—¿Dónde estás quedándote? —Lo interrumpo, para desviar el lugar hacia el que se
dirige nuestra conversación.
Me mira unos instantes, como si no estuviese seguro de si quiere o no dejar pasar
el asunto de la comida.
—En un hostal cerca de la oficina —responde, al final—. La semana que viene
alquilaré una habitación en un hotel de larga estancia o algo por el estilo.
Entonces vendré por mis cosas.
Asiento, pero he notado que me ha mentido. Su departamento no está listo todavía si
está quedándose en un hostal y luego piensa alquilar una habitación de hotel.
Ya lo sabía. Era obvio que se iba de aquí para evitarme y lo entiendo. Lo
entiendo... pero eso no impide que el nudo que siento en la garganta sea
insoportable.
De cualquier modo, decido que no voy a confrontarlo. En su lugar, voy a tratar de
convencerlo de que se quede aquí, porque, de todos modos, es muy probable que yo no
pueda volver.
—De hecho... de eso quería hablarte —digo, al tiempo que esbozo una sonrisa
temblorosa—. ¿Recuerdas a Karla, mi amiga del trabajo? Resulta que su casero le
subió el precio del alquiler y me preguntó si quería compartir gastos con ella. —
Casi me sorprende la naturalidad con la que las mentiras me salen de la boca—. Así
que no es necesario que te vayas.
Silencio.
—Andrea, no digas estupideces. Quédate aquí. No necesitas compartir los gastos con
nadie cuando aquí todo está cubierto.
Me muerdo el interior de la mejilla.
—Bruno, por favor, no te vayas. Yo...
Ni siquiera me permite terminar, ya que ha comenzado a avanzar hasta el armario
para sacar un puñado de perchas.
—Bruno... —digo, al tiempo que me pongo de pie y lo sigo hasta la salida del
vestidor.
Sobre la cama, hay una maleta abierta y vacía, y él empieza a llenarla de prendas,
arrugándolas y amontonándolas sin orden alguno.
—Andrea, ni siquiera quiero escucharte. No vas a irte de aquí. Fin de la discusión.
—Soy perfectamente capaz de ver por mí.
—Nadie dice lo contrario. Solo digo que es una decisión estúpida el irte de aquí.
Aprieto la mandíbula.
Sé que tiene razón. Nadie en su sano juicio renunciaría a un lugar en el que no
paga ni un centavo de alquiler si no fuese necesario de verdad. Era obvio que Bruno
no iba a comprarse el cuento tan fácil. Que no iba a dejarse convencer por la idea
de mí, viviendo con una amiga.
Es en ese momento que decido que debo utilizar todos los recursos posibles para
igualar las cosas entre nosotros. Para que ceda un poco.
—¿Y qué me dices de ti? Te fuiste a pagar un hostal y alquilarás una habitación de
hotel. Es obvio que tu apartamento no está listo. Solo te fuiste para... —Me
detengo en seco, porque lo siguiente que voy a decir es doloroso y me hiere en
muchos aspectos. De cualquier modo, haciendo acopio de toda mi dignidad, mantengo
el mentón alzado cuando pronuncio—: Para evitarme. —Trago duro y parpadeo un par de
veces—. Y lo entiendo. Claro que lo hago. Pero el hecho de que te hayas marchado,
no quiere decir que yo quiero quedarme aquí.
De pronto, las palabras me abandonan a borbotones:
—¿Cómo querría? —inquiero, y el corazón se me estruja con violencia debido a todas
las emociones que me saturan los sentidos—. Aquí todo me recuerda a ti. Aquí todo
es... —Cierro los ojos, para ahuyentar las lágrimas que amenazan con impedirme
continuar.
—Andrea...
—No, Bruno. Es tu turno de escucharme... —digo, en apenas un hilo, al tiempo que
abro los ojos para encararlo.
Está ahí, de pie junto a la cama con los brazos lánguidos a los costados, con la
maleta abierta, la ropa amontonada sobre ella y toda la atención fija en mí.
«Podemos arreglarlo», quiero decir, pero ¿cómo hacerlo?
Mañana tengo un juicio legal, por el amor de Dios. ¿Cómo le digo que podemos
arreglarlo si no sé si tendremos el tiempo para hacerlo?
Me trago el nudo que siento en la garganta.
Vamos, Andrea. Díselo todo. Quizás él pueda ayudarte. Arreglarlo todo de verdad.
El aliento me falta y me trago la ansiedad que ha empezado a crepitar en mi
interior.
—Podemos arreglarlo. —Apenas puedo hablar y el gesto de Bruno se llena de una
tortura que no comprendo.
—Andrea, tengo recuerdos de las manos de Rebeca sobre mi polla —dice, crudo y
cruel, y la sensación que me embarga es tan desgarradora que estoy convencida de
que voy a partirme en trozos diminutos.
Ninguno de los dos dice nada. Solo nos quedamos en silencio hasta que sus palabras
se asientan entre nosotros. Es solo hasta entonces, que concluye en voz baja:
—Ni siquiera yo he podido perdonármelo. ¿Cómo espero que lo hagas tú?
Trago duro, para tratar de deshacerme del nudo que me impide hablar, pero el
torbellino en mi interior no puede asentarse. No puede lidiar con la idea de Bruno
compartiendo intimidad con esa mujer.
No digo nada. Estoy paralizada por los sentimientos que me destrozan de adentro
hacia afuera y me quedo aquí, al centro de la estancia, tratando de arrancar fuera
de mí las palabras que sé que quiere escuchar, pero que no sé si puedo cumplir.
No quiero decir que no importa, porque no es así. Porque importa. Y duele. Como
nunca nada antes había dolido.
Una sonrisa triste tira de una de las comisuras de sus labios y el corazón se me
rompe en mil pedazos.
—¿Lo ves?
Me muerdo el interior de la mejilla, al tiempo que trato de contener las lágrimas
que amenazan con abandonarme.
Parpadeo unas cuantas veces más, pero es inevitable que un par se deslicen por mis
mejillas. Rápido, las limpio con las puntas de los dedos, por debajo de los
anteojos.
Él traga duro.
Acto seguido, se vuelve a terminar con la maleta.
Cuando lo hace, la baja de la cama y la lleva a cuestas. Sigo sin moverme de donde
me encuentro, así que tiene que pasar a mi lado cuando va en dirección a la salida
de la habitación. Se detiene cuando lo hace. Giro el rostro, para mirarlo y
nuestros ojos se encuentran.
Duda un segundo. Entonces, envuelve sus dedos cálidos alrededor de mi nuca para
tirar de mí en su dirección. El beso cálido y dulce en mi frente hace que una
avalancha de emociones caiga sobre mí y me quedo sin aliento.
Cierro los ojos un segundo.
Se aparta de mí y, sin decir una palabra más, sale de la habitación.
Instantes más tarde, escucho las puertas del ascensor abriéndose y cerrándose y,
cuando lo hacen, dejo de contenerlo y dejo escapar las lágrimas desesperadas que
amenazaban con abandonarme.
Lloro unos segundos.
No puedes hacerte esto. Tienes que pensar en lo que es importante ahora. Tienes que
recomponerte. Me digo a mí misma, pero me tomo unos minutos más antes de intentar
recuperar el control.
Cuando lo hago, me aseguro de llevarme fuera del sistema toda la humedad de las
lágrimas y vuelvo hacia el vestidor.
Sergio no debe tardar en llegar.

***

—¿Lista para mañana? —Sé que trata de sonar despreocupado y juguetón, pero el
comentario de mi amigo solo consigue que la tensión incremente considerablemente.
Una sonrisa forzada se desliza en mis labios y me muerdo el labio inferior para no
hacer un comentario fatalista.
—Algo así... —mascullo, al tiempo que le hago una seña en dirección a la habitación
—. ¿Me acompañas?
—Andrea, estoy halagado, pero tengo novia, ¿recuerdas?
Ruego los ojos al cielo. Esta vez, la sonrisa en mis labios es honesta.
—Te odio, ¿lo sabías? —replico, al tiempo que avanzamos por el espacioso pasillo
del pent-house.
—Lo sé. Me lo dices todo el tiempo —bromea y le dedico una mirada cargada de
irritación.
Cuando llegamos a la habitación principal, se detiene en seco y contempla la pila
de cajas acomodadas que he dejado en una pared.
Me aclaro la garganta.
—En esas cajas están todas mis pertenencias —digo, sin preámbulo alguno—. Si algo
sucede...
—Andrea...
—Es solo un caso hipotético, Sergio. Tengo que estar preparada para todos los
escenarios.
—Andrea, si algo sucede, busco a un abogado competente, le cuento todo a tu familia
y entre todos resolvemos esto. Como debimos hacerlo desde el inicio —refuta.
El horror que me embarga al escucharlo hablar, hace que la ansiedad que había
mantenido a raya se potencialice.
—No —digo, tajante—. No puedes decírselo a mis papás, Sergio. ¿Entiendes?
—¿Entonces, qué tal a tu amiga la millonaria?
—Perdiste la cabeza, ¿no es así?
—¡Eres tú la que perdió la cabeza, Andrea! ¡Mañana es tu juicio y tus padres no lo
saben! —estalla, mirándome como si no pudiese comprenderme. Como si no supiera la
clase de hombre que es mi padre y las condiciones que pondría para ayudarme.
Sé que no me lo diría. Que no me pediría nada directamente, pero, de alguna manera,
haría que me sintiera con el compromiso de retribuírselo de alguna forma. De hacer
lo que a él le pareciera prudente en agradecimiento.
Cierro los ojos.
—Sergio...
—¡Sergio y una mierda! —Sacude la cabeza en una negativa incrédula—. Estás viviendo
bajo el mismo techo que un imbécil que, si bien no es mi persona favorita, es un
buen abogado y trabaja para un buen despacho. ¡Estabas teniendo algo con él, por el
amor de Dios! ¡¿Por qué diablos nunca le dijiste nada?!
Es mi turno de negar con la cabeza.
—¿Estás escuchándote? —espeto de vuelta—. ¡Por supuesto que no iba a decirle nada a
mis padres al respecto! ¡Sabes la clase de persona que es mi padre! ¡Y claro que no
iba a decirle nada a Bruno Ranieri! ¡Por el amor de Dios! ¿Te imaginas lo
denigrante que hubiera sido? Me habría sentido como una cualquiera, como alguien
sin dignidad que paga con sexo por que alguien como él le haga un favor.
Sergio no dice nada más. Se limita a mirarme fijamente durante un largo rato.
—Andrea, déjame buscarte un buen abogado. Por lo que más quieras...
Cierro los ojos.
—Sergio, es tarde para buscar otro abogado.
—Pero...
—No puedo hacer esto. —Lo corto de tajo, con la voz rota por las emociones—. No
puedo perder el tiempo pensando en cosas que podemos hacer después, porque mañana
tengo un juicio y tengo que estar preparada para todo. Lo lamento mucho, Sergio,
pero no es para eso para lo que te pedí que vinieras. Y entiendo si no quieres
ayudarme luego de esto, pero...
—Cierra la boca. —Me interrumpe—. Por supuesto que quiero ayudarte. Y voy a
hacerlo. Aunque no esté de acuerdo con las decisiones que estás tomando.
Lágrimas nuevas me inundan la mirada y me envuelve en un abrazo amable y
confortable.
—¿Qué es lo que necesitas? —inquiere, cuando dejo de llorar y me enjugo las
lágrimas antes de empezar.
—Si... —Me aclaro la garganta—. Si el veredicto no llegase a ser... bueno. —Suspiro
—. Necesito que vengas por mis cosas y las saques de aquí.
—De acuerdo.
—¿Podrías guardármelas un tiempo?
—Andrea...
—Sé que tienes que hacer algo con ellas, pero no quiero que se las lleves a mis
padres. Espera un par de semanas.
Suspira.
—Andrea, van a saberlo. Tengo que decírselos.
—Lo sé. —Asiento—. Solo... No lo hagas de inmediato.
—Cuanto más tiempo esperemos, más difícil será sacarte de ahí.
Cierro los ojos con fuerza.
—En caso de que la sentencia no sea favorable, vas a buscar a un abogado que
reevalúe el caso y te diga, con certeza, si puede o no hacer algo por mí. Y solo
hasta que tengas la respuesta de ese abogado, vas a decírselo todo a mi familia.
¿De acuerdo?
Silencio.
—De acuerdo.
Dejo ir el aire que no sabía que contenía.
—Todo va a salir bien, Andrea. —Trata de animarme, pero ambos sabemos que no es
así. Que lo peor va a ocurrir mañana y ninguno de los dos podrá evitarlo.
—Eso espero —digo, pese a que tengo la certeza de que no será así y él me atrae de
nuevo en un abrazo cálido y dulce.
—Vamos a solucionarlo todo. Te lo prometo.

***

El pulso me golpea con violencia detrás de las orejas y un zumbido aterrador se ha


apoderado de mis oídos.
Con todo y eso, no dejo de avanzar. No dejo de caminar en estos zapatos altos que
me lastiman del empeine, pero que me dan una seguridad que no sabía que necesitaba.
Llevo un pantalón de vestir entallado y la camisa de botones que solía utilizar en
todas mis entrevistas de trabajo. El cabello lacio me cae sobre los hombros y, con
todo y el disfraz que he decidido ponerme para esta mañana, sigo sintiéndome
insegura. Aterrada de lo que está a punto de ocurrir.
A lo lejos, puedo ver al licenciado Guzmán, vestido en un traje café que no le
favorece en lo absoluto y no puedo dejar de preguntarme si estará aunque sea un
poco nervioso.
—Todo va a salir bien. —Sergio, a mi lado, trata de sonar conciliador.
—Sí, Andy. Estamos contigo. —Ana, su novia, reafirma y trato de esbozar una
sonrisa.
—Buenos días, señorita Roldán. —Me saluda el abogado—. ¿Lista?
Asiento, porque no confío en mi voz para hablar.
—Bien —responde, satisfecho—. Solo queda esperar a que nos llamen. —Me sonríe—. No
se preocupe, señorita Roldán. Vamos a hacer todo lo que esté en nuestras manos.
Lo miro, aterrada, pero no replico nada en retorno. No puedo hacerlo. No cuando
tengo este horrible presentimiento. Esta sensación apabullante que me provoca el
tener la certeza de que algo muy —muy— malo está a punto de ocurrir.

Capítulo 50

BRUNO

La chica a mi lado acaba de preguntarme algo, pero no le he puesto atención. Tiene


alrededor de dos minutos parloteando acerca de cosas que no me interesan, pero no
tiene caso que se lo diga. De todos modos, no va a escucharme.
Levanto la mano para llamar la atención del barman y, sin importarme que la chica
esté hablando conmigo, le pido la cuenta.
La mujer a mi lado enmudece en el instante en el que me escucha.
—¿No vas a invitarme un trago? —dice, medio incrédula; medio irritada.
—No —replico, lacónico y glacial, al tiempo que me pongo de pie—. Llevo prisa
Le echo un vistazo por el rabillo del ojo solo para encontrarme con un gesto
indignado y furioso.
—Eres un imbécil —dice, entre dientes y hago como que no la he escuchado mientras
dejo un billete que cubre mi trago y la propina.
Luego, me echo a andar en dirección al lobby del hotel.
Bajar a tomarme una copa no fue la mejor de las decisiones, pero era eso o quedarme
en la habitación pensando en Andrea. Y no es que no haya pensado en ella de camino
al bar, o mientras el bar tender me preguntaba qué iba a tomar y recordé cómo se
bebe el tequila —con agua mineral y refresco—; o mientras veía a la pareja que reía
y se besaba al fondo de la vacía estancia...
Pero cualquier cosa era mejor que estar ahí encerrado, con la tortura como única
compañía y un autocontrol nulo a la hora de reprimirme. Si me quedaba iba a
llamarla. A herirla de nuevo con esperanzas y expectativas que no sé si pueda
cumplir.
Llamo al elevador que me llevará al piso donde mi habitación se encuentra y espero.
Cuando las puertas se abren frente a mí, la imagen de mi padre, vestido con ropa
casual, me encuentra de lleno y me congelo donde estoy.
Él también luce sorprendido. Está claro que no esperaba encontrarme aquí.
—Creí que estabas dormido —dice—. Mañana el vuelo sale muy temprano.
—Fui por un trago al bar —respondo, al tiempo que me aparto para dejarlo salir.
—Justo iba a allá por uno. ¿Quieres acompañarme?
Dudo. No quiero ir con él, pero tampoco quiero ser grosero o que crea que es algo
personal.
Aprieto la mandíbula y quiero maldecir mi incapacidad de decir no últimamente. Es
como si me hubiese ablandado. Como si esa parte de mí que se negaba a ceder hubiese
sido debilitada hasta sus cimientos.
—De acuerdo —mascullo, al tiempo que lo sigo de vuelta por el lobby.
Mi padre parlotea acerca del juicio de esta mañana. De lo bien que fue y de lo
contento que está con el resultado, porque eso quiere decir que ahora tendremos un
cliente más aquí en Monterrey.
Trato de comprometerme en la conversación, pero no lo consigo del todo. Mi mente
todavía está en Guadalajara, en un pent-house en una zona exclusiva de la ciudad,
cerca de una chica de cabello largo, sonrisa inocente y piernas de muerte.
Cuando me doy cuenta, ya nos hemos instalado en la barra, cerca de la salida.
Mi padre pide un whisky y yo tequila con agua mineral y bebemos en silencio hasta
que, de vez en cuando, mi padre parlotea respecto a algo trivial.
Cuando habla de la hora a la que tendremos que levantarnos mañana para abordar el
avión de regreso, hago una mueca de desagrado.
No quiero volver al hostal, pero tampoco puedo volver al pent-house a incomodar a
Andrea.
—Dije «volver a casa» y te cambió el semblante. —Fernando Ranieri observa,
divertido y sé que la mueca incómoda me regresa a la cara.
—Es que tengo que mudarme regresando a Guadalajara —mascullo, al tiempo que me bebo
el resto del tequila de un trago.
Silencio.
—¿Y eso por qué? Tu hermana dijo que todavía faltaban dos meses para que puedan
empezar a pintar las paredes de tu departamento.
Lo miro, horrorizado.
—Mi hermana te ha hablado más a ti de mi departamento que a mí mismo.
Es su turno de hacer una mueca.
—Dice que no quiere comentarte cuánto más va a tardar porque sabe que te dará «un
ataque o algo». —Con las manos, hace un par de comillas—. Palabras suyas.
Literales.
Una risotada corta e irritada me abandona, al tiempo que sacudo la cabeza en una
negativa. Tania me conoce tan bien, que ni siquiera puedo enojarme con ella por no
haberme dicho nada de esto antes.
Mi papá termina su trago también y pide otro. Cuando me preguntan a mí qué quiero,
declino la oferta de seguir bebiendo y me quedo aquí, en el banquillo alto, junto
al hombre al que aborrecí durante mucho tiempo.
—¿Qué está pasando, Bruno? —inquiere, cuando el barman le deja otro whisky—.
Primero me llamas pidiéndome un caso fuera de la ciudad y ahora me dices que te
mudas.
Tomo una inspiración profunda antes de dejarla ir en un suspiro largo.
—Es... complicado.
—Imagino que involucra a una mujer.
Lo miro.
—¿Cómo lo sabes?
—No es difícil de adivinar. Tienes esa mirada.
—¿Esa mirada? ¿Qué demonios se supone que significa eso? —digo, medio divertido,
medio irritado por la manera en la que me habla; como si fuese un maldito
adolescente.
Bebe de su trago.
—La mirada de la desdicha. Del despecho. Del desamor. Esa expresión patética y
lastimera que llevas arrastrando desde que salimos de Guadalajara.
Lo miro con cara de pocos amigos.
—Pues prefiero traer esta expresión patética y lastimera por una mujer, a no sentir
remordimiento alguno cuando le rompo el corazón a dos. —No sé qué me sucede, pero
no puedo detener las palabras que me abandonan. No puedo parar el veneno. Los filos
ásperos y punzantes.
Silencio.
Estoy a punto de ponerme de pie, cuando lo escucho hablar:
—Amaba a tu madre. —Me congelo en mi lugar—. Desde el momento en el que la conocí
supe que sería mi fin.
—Acabaste con ella.
Me mira a los ojos.
—Lo sé. —Su rostro se contorsiona en una mueca torturada—. Y no sabes cuánto me
arrepiento. Cuánto me aborrezco por haberlo hecho.
Tengo un nudo en la garganta y, de pronto, una extraña sensación me ha empezado a
llenar los músculos. Está a medio camino entre la impotencia y la ira.
—¿Por qué te aborreces? —digo, con un hilo de voz—. ¿Por haberla enamorado estando
casado? ¿Por haber tenido dos hijos con ella a base de mentiras? ¿Por haberle
jurado una y otra vez que dejarías a tu mujer para estar con ella? ¿O por no
haberla dejado hacer su vida con alguien más solo por el capricho de tenerla?
—Porque nunca tuve el valor de dejarlo todo por ella —espeta—. Porque soy un
cobarde de mierda que no tuvo el coraje de dejar a su esposa por la mujer que
amaba, y un egoísta de mierda que no fue capaz de dejar ir al amor de su vida para
que ella encontrara a alguien que pudiese amarla como se merecía.
Sus palabras me asfixian. Me llenan el cuerpo de un dolor extraño y consistente. De
un enojo que no comprendo y de una lástima intensa e insoportable.
—¿Y se supone que debo sentir lástima por ti? ¿Pobrecito de ti que jugaste con los
sentimientos de dos mujeres?
—Bruno, sé que no soy un buen hombre. Que le fallé a tu madre muchas veces y que
les fallé a ti y a tu hermana en incontables ocasiones. También le fallé a Aurora y
a Julián. —Niega con la cabeza—. Fui un cobarde de mierda, incapaz de hacerse
responsable de sus sentimientos y sus acciones, y tomó decisiones fáciles sin
pensar en las consecuencias... —Hace una pequeña pausa—. Pero, ¿eso que estás
haciendo? No está bien.
Estoy a punto de replicar con un comentario mordaz, pero no me deja siquiera
empezar:
—¿Crees que no me doy cuenta de que vas por ahí, tratando desesperadamente de no
ser como yo? Pero te tengo una noticia, Bruno: eres, exactamente, como yo.
La ira corre a través de mi torrente a toda velocidad y aprieto los puños.
—Huyendo de lo que sientes. Siendo un cobarde de mierda, sin comprometerte con
nadie.
—¿Sin comprometerme con nadie? Le estoy haciendo un favor alejándome de ella —
escupo, incapaz de contener las emociones apabullantes que me embargan—. Contrario
a ti, yo no estoy dispuesto a hacerle daño a nadie solo para llenar mis putos
vacíos.
No le doy tiempo de decir nada más y me pongo de pie para salir del bar.
Tengo la respiración agitada para cuando me subo al ascensor y sigo temblando para
cuando me encierro en mi habitación.
Mi teléfono suena y contemplo la posibilidad de lanzarlo por el balcón sin mirar
quién llama, pero decido que estoy demasiado enojado ahora y que no estoy pensando
claro; es por eso que, haciendo acopio de una paciencia que no siento, lo tomo
entre los dedos.
Es un Facetime de Dante.
Esta vez, no reprimo la palabrota que se me forma en la punta de la lengua y la
dejo ir. Las ganas de lanzar el maldito aparato regresan, pero las contengo y me
obligo a responder.
El rostro de mi amigo aparece delante de mis ojos y tiene una sonrisa en los
labios, pero el gesto no toca sus ojos.
—¿Cómo estás, Ranieri? —Me saluda, y de inmediato sé que algo está ocurriendo. No
es su habitual tono de voz. Ese hablar despreocupado que siempre mantiene conmigo.
Me lleva el diablo. ¿Y ahora, qué?
—Bien —digo, lacónico, pero amable—. ¿Tú qué tal, Barrueco?
Esta vez, la sonrisa en su rostro es más honesta.
—Bien, también —replica, para luego suspirar—. Escucha, sé que no es de mi
incumbencia, pero me llamaron de la recepción del edificio anoche antes de dormir y
preguntaron si sabía si los inquilinos iban a regresar. ¿Sabes algo de eso?
Cierro los ojos con fuerza.
—Escucha, Dante... Con todo lo que ha pasado, olvidé decírtelo. —Hago una pequeña
pausa—. Ya no estoy viviendo en el pent-house. Desde hace una semana.
—¿Por qué? ¿Dónde estás quedándote? —Sacude la cabeza, pero el entendimiento parece
llegar a él mucho antes de que pueda responderle nada, ya que pronuncia—: ¿Ocurrió
algo con Andrea?
Suspiro, al tiempo que salgo al balcón de la habitación para tomar algo de aire
fresco.
Hace frío, pero no el suficiente como para hacerme entrar una vez más.
—Dante, lo arruiné, ¿de acuerdo? —admito, cuando me siento sobre una de las sillas
de exterior dispuestas en el pequeño espacio.
—¿Qué has arruinado?
—Lo mío con Andrea.
—Pero creí que decías que no era nada. Solo algo... exclusivo. —dice, con las cejas
alzadas, pero hay un brillo extraño en sus ojos. Un gesto sabiondo que solo
consigue irritarme.
—No estás escuchándome. El punto aquí es que se terminó, ¿de acuerdo? Se acabó y
estoy tomando distancia, para no lastimarla.
—Bruno, por el amor de Dios, ¿no crees que estás exagerando? ¿Qué fue lo que pasó?
¿Estás seguro de que no tiene remedio? ¿Has hablado con Andrea?
Cierro los ojos un segundo.
—Dante, no quiero ser grosero contigo, pero en realidad no estoy diciéndote esto
para hablar acerca de mi relación con Andrea. Lo hago para explicarte el motivo por
el cual José Luis te ha llamado preguntándote por mí.
—Bruno, no seas así. Sabes que puedes hablar conmigo. Contarme lo que pasa.
—Pero no quiero hacerlo.
—¿Por qué no?
—Porque no, Dante. Entiéndelo. No tengo nada qué discutir contigo respecto a
Andrea.
—¿Por qué? ¿Por que todavía te aterra admitir que tienes sentimientos por ella?
Me río, pero el sonido es áspero y amargo.
—¿De qué te ríes? —continúa, pese a que sabe que está llevándome al límite de mi
paciencia—. Nunca había dicho nada más en serio, Bruno. Te aterra admitir que
Andrea te gusta.
—Yo no tengo miedo de admitir que Andrea me gusta —replico, con decisión—. El
problema es que no lo hace. —Dante bufa, dispuesto a interrumpirme, pero no se lo
permito, ya que sigo hablando—: No me gusta en lo absoluto. Me gusta mi carro. Mi
departamento. La corbata que usé esta mañana... Lo que yo siento por esa condenada
mujer no se le compara a eso. A gustar. Por eso es que me alejo de ella. Porque no
quiero hacerle daño. Porque ya se lo hice una vez y no quiero repetirlo.
—Bruno, ¿escuchas lo ridículo que suenas? ¡Estás enamorado! ¡Enamorado, grandísimo
gilipollas! ¿Cómo cojones planeas renunciar a eso, así como así?
—El día de mi cumpleaños follé con otra mujer. —Suelto sin tacto—. Rebeca.
—Mierda, Bruno...
—Había discutido con Andrea. No estábamos en buenos términos y me puse una
borrachera. No me acuerdo ni de la mitad de lo que hice, pero Rebeca fue al pent-
house a decírselo a ella. A decirle que estuvimos juntos esa noche.
—Joder...
Asiento, porque su gesto refleja la impotencia que siento ahora mismo.
—Lo peor de todo es que no me acuerdo de casi nada. No tengo la certeza de que haya
ocurrido algo entre nosotros, pero también sé que algo pasó porque ella estuvo en
el pent-house. Lo recuerdo. —Sacudo la cabeza en una negativa—. Entonces, todo está
jodido, porque las cosas no pueden ser así. No puedo emborracharme y buscar a
cualquier mujer para vengarme. ¿Entiendes? No puedo hacerle eso a Andrea.
Dante frunce el ceño.
—¿Revisaste las cámaras de seguridad? —inquiere y alzo las cejas con incredulidad.
Durante un segundo, la indignación me invade la sangre solo porque su pregunta no
ha tenido nada que ver con lo mío con Andrea; pero, luego, lo que ha dicho enciende
una idea en mi cabeza.
—¿Hay cámaras de seguridad?
—No en todo el pent-house, claro que no; pero hay una en el vestíbulo, una en el
pasillo y dos en la terraza. Quizás no puedes ver qué ocurrió, pero puedas darte
cuenta de cuánto tiempo estuvo esa mujer en el pent-house. No lo sé...
—¿La del pasillo graba sonido?
—Sí. Me parece que sí.
—¿Crees que pueda tener acceso a los videos de esa noche?
—Claro. Si los quieres, ahora mismo los puedo buscar para enviártelos. ¿Qué
pretendes hacer con ellos?
—Escucharlos. Sobre todo, el del pasillo. Quiero escuchar si...
—Si pasó algo con Rebeca esa noche. —Dante termina y asiento.
—¿Y qué va a pasar si descubres que pasó algo?
Suspiro.
—No lo sé... —admito—. Pero al menos tendré la certeza de algo y no solo... vacío.
Es su turno de asentir.
—¿Y si descubres que no pasó nada?
Lo miro, incapaz de pronunciar eso que muero por decir.
Trago duro y él sonríe.
—No me lo creo —dice, y suena extasiado—. Bruno Ranieri enamorado.
—Vete a la mierda.
—¡Y de su acosadora de la adolescencia, nada menos!
—Voy a colgarte —advierto.
—¿Vas a decirle?
—¿El qué?
—Lo que sientes.
—Ella sabe que siento algo por ella —digo, avergonzado.
—Tú lo has dicho. Sabe que sientes algo por ella... ¿Pero sabe que estás enamorado?
Lo miro con cara de pocos amigos, pero la sola idea de decirlo en voz alta me
asusta más de lo que me gustaría.
—Primero debo descubrir qué pasó esa noche. —Desvío el rumbo de la conversación—.
Después de eso, hablaré con Andrea.
—Ni se te ocurra dejarla ir sin luchar, Bruno. —Mi amigo advierte—. Ya mismo busco
los videos para mandártelos.
***
Son las diez y media de la mañana cuando el taxi se detiene frente al edificio
donde el pent-house de Dante se encuentra.
No quiero estar aquí. No todavía, pero el miércoles hice la maleta con tanta prisa,
que solo tomé lo necesario para un viaje de dos días. Es un hecho que tenía que
regresar por algo de ropa.
Lo único que me consuela es que, a estas horas, Andrea se encuentra trabajando, así
que es imposible que me la encuentre aquí. De todos modos, estar en este lugar sin
saber todavía qué ocurrió realmente esa noche, me pone de nervios.
Dante no me ha enviado los videos y estoy empezando a desesperarme. Sé que dijo que
tomaría más tiempo del estimado porque tenía que comunicarse con la compañía de
seguridad para recuperar las claves de acceso a los archivos en la nube —y eso
sería hasta esta mañana, por la diferencia horaria—, pero de todos modos no puedo
evitar sentirme ansioso e impaciente.
José Luis está en la recepción cuando entro por la puerta principal y su mirada se
ilumina con sorpresa y alegría.
—¡Joven Ranieri! ¡Qué gusto verlo! Creí que ya no volvería a verlo —dice, cuando
estoy lo suficientemente cerca como para escucharlo, y sonrío a regañadientes.
—Buenos días, José Luis —digo, amable—. Es bueno verte también.
—¿La señorita viene con usted?
Una punzada me atraviesa el pecho de lado a lado, pero sacudo la cabeza en una
negativa.
—Solo yo.
—Ella no regresa, entonces.
—No. No todavía, supongo —digo, un tanto extrañado por la congoja que veo en su
gesto, pero no dejo que eso me entretenga más—. Tengo que irme, José Luis. Solo
vine a recoger algo antes de ir a la oficina.
El hombre de la recepción asiente.
—Que le vaya bien —dice, y me despido con un gesto amable antes de encaminarme
hasta el ascensor.
Es la primera vez que entro al vestíbulo del pent-house con la mirada en el techo.
Estoy tratando de encontrar la cámara que se encuentra aquí. Cuando no logro
localizarla, avanzo hasta el pasillo. Esa es más fácil de encontrar —pese a que es
discreta y diminuta—. Está cerca de la habitación principal y suelto una plegaria
silenciosa para que las grabaciones me hagan recordar algo más que retazos sueltos
y sensaciones desagradables.
La habitación está a oscuras, con las cortinas cerradas, así que debo encender la
luz.
Algo se siente equivocado, pero no estoy seguro de qué es. Como si alguien hubiese
movido un mueble o algo por el estilo; pero, a simple vista, todo está en su lugar.
Sacudo la cabeza en una negativa, al tiempo que abro la maleta vacía. Hice una
parada a la lavandería para dejar la ropa que llevaba, así que ahora puedo meter
cosas en su interior con libertad.
Me adentro en el vestidor y me congelo en seco.
Toda la sangre del cuerpo se me agolpa en los pies y me quedo quieto, tratando de
procesar lo que veo.
Algunas puertas del armario —todas esas que contenían y guardaban las pertenencias
de Andrea— están abiertas de par en par, revelando el interior vacío.
El pulso me golpea con violencia detrás de las orejas, pero me obligo a adentrarme
en la estancia. Con pasos dubitativos, me acerco a las puertas cerradas para
abrirlas. En el interior solo están mis cosas. Las manos me tiemblan, pero me
obligo a avanzar a la isla con cajones al centro de todo para abrirlos.
Todos aquellos que contenían la ropa de Andrea están vacíos.
No.
Estoy acuclillado en el suelo y me pongo de pie.
—¿Te fuiste? —inquiero a la nada.
Mi teléfono suena, pero sigo contemplando el armario donde toda la ropa de Andrea
se encontraba, como si eso fuese a traer las prendas de regreso.
Tienes que ir a buscarla.
—¿Pero a dónde? —me pregunto a mí mismo y sacudo la cabeza antes de que la
resolución me asalte.
Su trabajo.
El teléfono sigue sonando cuando me encamino hacia el ascensor y, cuando se
detiene, vuelve a timbrar.
Respondo:
—¿Qué? —Ni siquiera me he molestado en ver el número que me llama.
—Bruno, encontré algo en los videos. —La voz de Dante me llena los oídos y lo que
dice hace que toda mi atención se pose en él—. Tardé porque me tomé el atrevimiento
de ver yo mismo los metrajes que necesitas. También mandé cortarlos y amplificar el
sonido, para que fuera más fácil de escuchar lo que ocurre, y...
—Al grano, Dante. —Lo corto de tajo—. ¿Follé con ella?
Juro que es el silencio más largo que he experimentado en la vida.
—No, Bruno. Por supuesto que no lo hiciste.
Sus palabras son como un bálsamo para el ardor que siento en el pecho. Una bocanada
de aire después de haber pasado mucho tiempo debajo del agua.
—Esa hija de... —Maldigo, cuando pienso en Rebeca viniendo aquí a decirle a Andrea
una mentira de ese tamaño.
—Te estoy enviando los videos, para que los escuches por ti mismo.
—Gracias —digo, con un hilo de voz, mientras salgo del edificio mirando hacia todos
lados en busca de un taxi—. Tengo que colgar, Dante. Estoy en algo importante.
—¿No vas a llamar a Andrea?
Una sonrisa irritada se desliza en mis labios y sacudo la cabeza.
—Voy a buscarla, imbécil.
Una carcajada resuena del otro lado del teléfono.
—Ve —responde—. Suerte, gilipollas.
Entonces, colgamos y yo detengo al primer taxi que veo.

Capítulo 51

BRUNO

El teléfono de Andrea me manda directo al buzón...


... Otra vez.
Suspiro, al tiempo que miro con impaciencia hacia todos lados, en busca de la cara
de una chica que no sé si recuerdo del todo.
Andrea renunció a su trabajo esta semana. O, al menos, eso fue lo que me dijeron
cuando llegué a este lugar hace más de media hora.
Tuve que esperar mucho tiempo para que alguien que de verdad supiera algo de Andrea
se dignara a hablar conmigo. Fue la supervisora de turno quien me comentó que,
justo el día que pasé al pent-house, Andrea había renunciado.
Por eso estaba en casa cuando llegaste. Ya había renunciado. No salió temprano.
El corazón se me hunde ante la idea de que pudo habérmelo dicho, pero prefirió no
hacerlo.
Me habría encantado inspirarle la confianza suficiente como para que quisiera
contármelo.
Suspiro, al tiempo que vuelvo a mirar alrededor.
No sé si esto vaya a servir de algo, pero tenía que intentarlo. No podía irme de
aquí sin pedir hablar con su amiga, Karla. Sin intentar preguntarle a ella si sabe
algo de ella —tomando en cuenta que Liendre dijo que estaba considerando la
posibilidad de compartir los gastos con ella.
Un rostro familiar aparece en mi campo de visión, pero no es hasta que la veo
avanzando hacia mí que sé que es la chica a la que busco.
Apago el cigarrillo que encendí y lo tiro en un contenedor de basura antes de
encaminarme hacia Karla para encontrarla a medio camino.
Me saluda con un gesto de cabeza.
—Te ahorro las cortesías —dice, al tiempo que se abraza a sí misma—: Yo tampoco sé
nada de ella. Ni siquiera me dijo que renunciaría. Simplemente, vino, renunció y se
fue sin decir nada. Traté de llamarla, pero su línea ha estado muerta desde el
miércoles. Fui al lugar donde viven y el portero dijo que acababa de mudarse.
El corazón me da un vuelco cuando recuerdo el extraño gesto de José Luis y su
pregunta sobre Andrea.
Él sabía que se había marchado.
—Dijo que viviría contigo. —Trato de mantenerme en el aquí y el ahora.
Sacude la cabeza en una negativa.
—Conmigo no está. —Suspira—. Es como si se la hubiera tragado la tierra.
Aprieto la mandíbula.
Génesis tampoco sabe nada de ella. Acabo de llamarle a Dante para pedirle hablar
con su esposa.
Ahora hay una pareja angustiada en el otro lado del mundo porque tampoco tienen
idea de a dónde pudo haber ido a Andrea. Génesis dice que es imposible que haya ido
a casa de sus padres, dada la relación tan fracturada que tienen.
Mencionó algo acerca de su amigo, Sergio, pero ella no lo conoce mucho.
—¿No sabes de alguien que pudiera saber algo sobre su paradero? —inquiero, en
dirección a Karla.
Ella sacude la cabeza en una negativa, pero la resolución de algo parece asaltarla
de pronto y sus ojos se abren como platos.
—¡Ana!
Frunzo el ceño.
—Ana, la de recursos humanos, es novia del mejor amigo de Andrea. —Entorna los
ojos, como quien trata de acordarse de algo—. Sergio, creo que así se llama.
¡Bingo!
—¿Crees que puedas contactarla?
Asiente.
—Salió a almorzar, pero seguro regresa en una media hora. Puedo investigar si ella
sabe algo.
—O su novio, quizás —sugiero, al tiempo que tomo una tarjeta de presentación de mi
cartera, escribo mi teléfono personal en ella y se la doy—. ¿Crees que puedas darle
esto? Dile que necesito hablar con Sergio, independientemente de lo que te diga.
—De acuerdo.
—Y guarda mi teléfono tú también. —Odio lo mandón que sueno, pero la chica asiente
en acuerdo—. Si sabes algo de Andrea, por favor, llámame de inmediato.
—Lo mismo digo —dice ella, apuntando mi teléfono en su agenda antes de llamarme
para hacer timbrar mi número antes de colgar.
Ahora podré registrarla.
—No tengas duda de ello —aseguro, al tiempo que miro el reloj. Debo pasar a la
oficina a hacer un par de llamadas. Necesito que alguno de los amigos de mi padre
investigue si hay reportes de alguna chica con sus características encontrada
herida en algún lugar o algo por el estilo.
La sola idea me pone la carne de gallina, pero trato de empujarla lo más lejos que
puedo.
—Debo seguir buscando —digo—. Gracias por tu ayuda, Karla.
—No hay de qué, Bruno. —Sonríe, y duda unos segundos antes de decir—: Me alegra que
te hayas dado cuenta.
—¿De qué?
—De que es fabulosa.
Su declaración solo hace que el corazón se me estruje.
—Ojalá que no sea demasiado tarde —digo, en respuesta—. Debo irme.
Y, sin esperar una palabra más, me encamino hasta la avenida mientras ordeno un
Uber.

***

Cuando voy camino a casa de Sergio, lo hago en mi auto.


Ahora que he pasado a la oficina, lo he recogido del estacionamiento —donde lo dejé
el jueves por la mañana, antes de salir al aeropuerto— y voy en camino a
encontrarme con el tipo en cuestión.
No sé cómo me siento al respecto —además de ansioso—. Esta tarde —un par de horas
más tarde de haber hablado con Karla—, la novia de Sergio, Ana, me envió un mensaje
de texto diciéndome que él también quería hablar conmigo.
Cuando me dijo que tendría que esperar hasta las ocho de la noche —que es cuando se
desocupa y llega a casa del trabajo— casi me pongo a gritar de la frustración.
Con todo y eso, tuve que aguantarme y esperar toda la tarde —en la oficina,
haciendo llamadas para movilizar la búsqueda de Andrea— a que llegara la hora de
alistarme para ver al sujeto en cuestión.
Hace media hora recibí la ubicación de su residencia, así que ahora me encuentro a
unas calles, listo para buscar un lugar donde aparcar.
Cinco minutos más tarde me encuentro buscando el número que marca la dirección en
el GPS y el nerviosismo incrementa cuando lo localizo.
Me encamino hasta la puerta y llamo.
Es una casa pequeña —diminuta, diría yo—, en una colonia tranquila. De alguna
manera, puedo asociar la imagen que tengo de Sergio con este lugar.
La puerta se abre y poso la atención en la figura que me recibe.
Ojos castaños, cabello a los hombros y piel morena me dan de lleno y, de inmediato,
asumo que es Ana.
—Buenas noches —digo, pese a que quiero ahorrarme las cortesías y preguntar por
Andrea de una maldita vez.
—Bruno, ¿cierto? —La chica me saluda con una sonrisa amable, pero con gesto
defensivo. Como si alguien le hubiese dicho algo sobre mí con antelación y no
hubiese sido bueno.
Extiendo mi mano para saludarla apropiadamente.
—Mucho gusto —digo, asintiendo—. Tú debes ser Ana.
Su sonrisa se vuelve un poco menos recelosa.
—Así es. Un placer. —Se aparta de la entrada para dejarme pasar—. Pasa. Sergio no
debe tardar. Llegó directo a la ducha. —Hace una mueca cargada de disculpa—.
Siéntate, por favor. ¿Te ofrezco algo de beber?
Parpadeo un par de veces, incapaz de decidir a qué, de todo lo que ha dicho, debo
responder primero.
—Estoy bien así. Gracias —digo, optando por responder a lo último, mientras me
instalo en uno de los sillones de la diminuta sala de estar.
Ana se adentra en la cocina al fondo de la estancia, mientras me pregunta si me
costó trabajo dar con el domicilio. La conversación, pese a ser trivial, no es
incómoda, cosa que me saca de balance. No suelo sentirme cómodo con desconocidos a
la primera de cambios.
—Buenas noches. —La voz masculina proveniente del pasillo hace que vuelque la
atención hasta ese lugar justo a tiempo para encontrarme de frente con Sergio. Me
pongo de pie para extenderle una mano y hace lo propio mientras murmuro un saludo.
Ana vuelve a la estancia con tres vasos llenos de agua de frutas y nos instalamos
en la sala luego de eso.
—Realmente no quiero quitarles mucho tiempo —digo, después de las trivialidades con
Sergio—. Y tampoco quiero incomodarlos ni importunarlos, pero la verdad es que
estoy preocupado por Andrea.
—¿Qué hay con ella? —Sergio inquiere, entornando los ojos en mi dirección, al
tiempo que me mira con algo similar al... ¿desprecio?
—Compartimos el apartamento, como ya lo sabes —digo—. El asunto es que hace unos
días salí de la ciudad por trabajo y, cuando regresé hoy en la mañana, ella no
estaba. Sus cosas tampoco —continúo—. La llamé, pero su teléfono está muerto. Fui a
buscarla a su trabajo, pero me dijeron que había renunciado, y su amiga, Génesis,
tampoco sabe nada de ella. Estoy, de verdad, desesperado, y tenía la esperanza de
que tú... —Me detengo para corregirme e incluir a Ana en la declaración—: De que
ustedes supieran algo.
Sergio me mira largo y tendido.
—¿Y por qué habría de decirte algo de ella en caso de que lo supiera? —inquiere,
con veneno, al cabo de un rato—. No te importa. Nunca te importó. De haberlo hecho,
le habrías dado eso que sabías que debías darle. —Sus palabras calan hondo y
encienden un sentimiento doloroso y asfixiante—. No mereces saber nada sobre ella.
No te la mereces. Tampoco los sentimientos que te tiene.
—Lo sé —digo, al tiempo que asiento—. Sé que no la merezco, y que tampoco merezco
lo que siente por mí. Sé que lo eché a perder, pero... —Me falta el aliento, pero
me obligo a seguir—. Pero la amo... —Se me quiebra la voz, el corazón se me acelera
y tengo los sentidos embotados—. Y necesito decírselo o voy a enloquecer.
Sergio me mira fijo durante un largo momento antes de asentir.
—De acuerdo —dice—. Te lo voy a contar todo.
Entonces, empieza a hablar.

Capítulo 52

ANDREA

A la punzada de dolor, le sigue el sabor metálico de la sangre y cierro los ojos


cuando me doy cuenta de que, de nuevo, me he mordido las uñas más de lo que
debería.
Me saco el pulgar de la boca y lo presiono con ambos dedos para disminuir el
sangrado escandaloso. Cuando noto que no se detiene me levanto de la diminuta cama
—que más bien es como un catre y una litera. Ambas cosas al mismo tiempo— y avanzo
los dos pasos que la separan del minúsculo lavamanos al centro de la estancia —que
tampoco es muy grande.
Un golpe sordo en los barrotes de la celda me hace saltar en mi lugar, y mi
compañera —Dolores— se burla de mí y masculla algo sobre mí, siendo una flor
delicada.
Sé que no le agrado. Siendo honesta, ella tampoco me gusta demasiado, pero luce lo
suficientemente peligrosa como para hacerme mantener una distancia adecuada entre
nosotras.
—Nueva —la voz áspera de una de las policías de turno hace que cierre la llave del
agua con la que me enjuagaba las manos y me gire para encararla. Está abriendo la
puerta—, ven conmigo.
Frunzo el ceño.
No tengo mucho tiempo en este lugar —apenas unos días—, pero sé que todo aquí
funciona gracias a un horario estricto. A las seis y media nos despertamos, a las
ocho estamos desayunando y a las nueve haciendo cualquiera de las actividades
programadas para ese día.
Por la tarde nos permiten estar en las áreas comunes —siempre vigiladas, por
supuesto— y nada más. El hecho de que hayan venido a buscarme me descoloca, sobre
todo, porque no creo que sea algo bueno en este lugar.
Me seco las manos en el pantalón de material áspero que llevo puesto y dubitativa,
avanzo hasta la salida mientras trato de recordar si hice algo para hacer que me
mandaran llamar. No he aceptado nada de nadie. Ninguna clase de favor. Ni siquiera
algo diminuto. Mucho menos me he metido en problemas.
Me he mantenido alejada de aquellas personas de las que se habla con miedo a
susurros y me he las he arreglado para colarme poco a poco entre las mujeres que
son madres. Esas que están aquí, embarazadas o con sus hijos pequeños —aún
necesitados de ellas— y he tratado de pasar lo más desapercibida posible.
La puerta de la celda se cierra detrás de mí y, cuando avanzamos por el pasillo,
algunas reclusas miran con curiosidad en mi dirección. Trato de mantener la vista
al frente —nunca al suelo— todo el tiempo y, cuando por fin abandonamos el área,
dejo escapar el aire que no sabía que contenía.
La mujer que me escolta, flanquea el camino y nos guía por una serie de pasillos
estrechos en silencio.
—¿A dónde vamos? —inquiero, cuando las paredes grises van pareciendo más a las que
encontrarías en alguna oficina y no en un reclusorio.
—Tu abogado quiere verte —responde, lacónica, y sigue avanzando hasta que llegamos
a un pasillo iluminado.
—¿Mi abogado? —inquiero, pensando en la imagen regordeta del licenciado Guzmán y
ella asiente.
De inmediato, cientos de preguntas se arremolinan en mi interior.
Lo primero que pienso es en Sergio. En la plática que tuvimos antes del juicio, y
casi quiero gritar de la emoción ante la perspectiva de mi amigo encontrando a un
abogado que pueda ayudarme.
Que sea eso y no Guzmán. Que sea eso y no Guzmán. Que sea eso y no Guzmán.
Si mis suposiciones son ciertas y Sergio hizo lo acordado, seguramente, ya habló
con mis padres. La verdad es que ahora mismo no me importa que lo haya hecho. No
puedo pasar aquí diez meses... Diez años... Lo que sea que vaya a ser el tiempo que
me quede en este lugar.
No podría hacerlo.
Aprieto los dientes cuando los recuerdos de la audiencia regresan a mí una vez más.
Pese a que no estaba bajo los efectos de ninguna clase de sustancia o fármaco, todo
lo que recuerdo viene en retazos inconexos.
Todavía no entiendo muy bien qué fue lo que pasó, pero, lo último que dijo el
licenciado Guzmán es que era algo bueno. Que el juicio aún no terminaba y que
todavía podía salir bien librada de esto...
... Pero de todos modos estoy aquí, encerrada en una prisión de alta seguridad.
Diez meses de prisión preventiva oficiosa. Eso dijo el juez. Diez meses de prisión
mientras mi abogado —Guzmán, o quien sea que haya conseguido Sergio— demuestra que
soy inocente. Diez meses para que un juzgado dictamine si cometí o no fraude
fiscal.
El nudo de terror que me invade el estómago es abrumador, pero me obligo a seguir
avanzando.
Nos detenemos frente a la primera puerta y la abre haciendo un gesto hacia el
interior.
Observo, pero no me muevo de donde estoy. Aún insegura de las esperanzas absurdas
que han empezado a embargarme, pese a que sé que no debería permitírmelas.
La policía me mira fijo, con curiosidad.
—¿Quién es tu abogado? —inquiere.
Parpadeo un par de veces.
—¿A qué se refiere? —replico, confundida, y ella sacude la cabeza en una negativa.
—Esto no es... usual —dice, y solo le ruego al cielo que esto no vaya a dejar en la
ruina a mis padres, al tiempo que me adentro en la oficina que, en definitiva, es
más grande que la celda en la que vivo.
La policía adopta de nuevo esa actitud de superioridad que había mantenido todo el
camino hasta aquí, antes de mirarme y decir:
—Estaré afuera. Tu abogado no debe tardar.
Entonces, cierra la puerta detrás de sí.
Giro sobre mi eje con lentitud, para tener un vistazo de la estancia y observo
alrededor. De inmediato, me doy cuenta de que aquí no hay cámaras de seguridad y el
corazón me da un vuelco pequeño. No sé qué tan bueno o malo sea eso.
¿Qué clase de abogado consiguió Sergio? Pienso, horrorizada de la cantidad de
honorarios que debe cobrar un licenciado capaz de conseguir una reunión a deshoras
con su cliente, en una habitación sin vigilancia absoluta.
La puerta se abre de nuevo.
Mi atención se vuelca hacia ese lugar de inmediato y me congelo.
El corazón se me detiene durante una fracción de segundo y siento cómo un puñado de
piedras se me instala en el estómago. El aire se me atasca en los pulmones y un
disparo de ansiedad me llena las venas a una velocidad aterradora.
—Tienen cinco minutos —dice la oficial, en dirección al impresionante hombre que ha
llenado la estancia, pero él ni siquiera le dedica una mirada cuando responde.
—Tengo todo el tiempo que yo quiera. Si necesita corroborarlo, vaya directamente
con De La Torre a preguntarlo.
Poso la vista en la mujer de manera fugaz y noto como palidece ante la mención de
aquel apellido. Asumo de inmediato que es una persona importante. Al menos, en este
lugar.
Una nueva emoción se mezcla con la revolución de sentimientos que ya se mueve a
toda velocidad a través de mi torrente sanguíneo y miro de nuevo en dirección al
hombre que me observa con esa mirada penetrante de la que es poseedor.
Un escalofrío me recorre entera y las ganas de llorar —esas que usualmente solo me
asaltan por las noches en este lugar— me invaden por completo.
La policía masculla algo que francamente no escucho y, segundos más tarde, cierra
la puerta, dejándome a solas con él.
Con Bruno Ranieri.
Me tiemblan las manos, así que aprieto los puños en un intento de controlarlo.
Apenas puedo respirar. El corazón me late con tanta fuerza que estoy convencida de
que es capaz de escucharlo y me quedo aquí, quieta, mientras trato de entender lo
que está sucediendo.
Su gesto es estoico cuando me mira de arriba abajo, pero eso no impide que una
quemazón extraña me invada conforme su mirada viaja a través de mí.
Sé cómo debo lucir a sus ojos. Sé que el uniforme café y holgado que nos
proporcionan es deprimente y que yo tampoco he hecho demasiado por ponerle un poco
de esfuerzo a mi aspecto.
Hace días que no me miro en un espejo. Que apenas me paso el cepillo por el cabello
—cada mañana, antes de ducharme y nada más—. Y ahí está él, enfundado en un traje
gris oscuro que le queda de maravilla, una camisa negra y una corbata satinada del
mismo color —negra—. Con el cabello estilizado en su lugar y la mandíbula cubierta
por una fina capa de vello áspero. Con ese porte arrogante que siempre lo ha
caracterizado y esa soberbia irradiándole a través de cada poro del cuerpo.
Me muerdo el interior de la mejilla cuando siento que los ojos se me llenan de
lágrimas y quiero preguntar cómo lo averiguó. Si él mismo lo descubrió o Sergio fue
tan canalla como para correr a contárselo.
—¿C-Cómo lo supiste? —Apenas puedo arrancarme las palabras de la boca.
—No como me hubiese gustado —replica, con esa voz ronca tan suya y se me erizan los
vellos de la nuca.
Lágrimas gruesas y pesadas se deslizan por mis mejillas, pero no me atrevo a
limpiarlas porque la vergüenza que siento es tan abrumadora, que no me permite
moverme.
Él lo sabe.
Todo.
No hay duda de ello.
—N-No lo hice —digo, porque necesito que me escuche decirlo. Más que nadie,
necesito que él sepa que no soy capaz de hacer algo así.
Su expresión se suaviza al instante.
—Lo sé —dice y las ganas que tengo de llorar largo y tendido incrementan.
Me llevo una mano a la boca para contener un sollozo y desvío la mirada.
—¿Por qué no me lo dijiste? —pregunta y cierro los ojos. No puedo verlo. No quiero.
Estoy tan mortificada. Tan angustiada ante la idea de él estando en este lugar,
sabiendo absolutamente todo sobre mi situación legal.
Sacudo la cabeza en una negativa y lo encaro.
—Me daba vergüenza —admito y la expresión dolida que esboza hace que todo dentro de
mí escueza con violencia.
Es su turno de negar.
Acorta la distancia que nos separa, deja el maletín sobre la mesa al centro de la
estancia y me acuna el rostro entre las manos para obligarme a verlo a los ojos.
—¿Vergüenza de qué, Andrea? —inquiere, con frustración—. Te habría ayudado desde el
primer momento. Sin dudarlo.
Reprimo otro sollozo, pero me permito tocarlo. Ponerle las manos sobre los
antebrazos y sentirlo...
—N-No sabía cómo —confieso, en un suspiro tembloroso—. Me aterraba que creyeras que
había sido capaz de robarme ese dinero, o hacer algo así.
—Andrea... —Me reprime, pero suena dulce y amable—. ¿Por qué diablos no me lo
dijiste antes? ¿Por qué permitiste que llegara hasta este punto? ¿Por qué...?
Mis dedos se posan sobre su pecho y tantean hasta que encuentran la corbata. Acto
seguido, tiro de él hacia mí para besarlo. Para acallar esos cuestionamientos para
los que ni siquiera yo tengo la respuesta.
Un gruñido lo abandona cuando mi lengua encuentra la suya, pero corresponde a mi
caricia ansiosa al instante.
—Puedo arreglar esto —dice, contra mis labios—. Déjame arreglarlo. También puedo
hacer algo por el asunto de Rebeca, amor. Puedo...
Lo beso una vez más.
Otro sonido ronco y profundo lo abandona cuando nuestros labios se encuentran en
otro beso y, en esta ocasión, tira de mí para envolver los brazos alrededor de mi
cintura.
Cuando nos apartamos —una eternidad después—, une su frente a la mía.
Los labios me arden debido a la intensidad de nuestro contacto y, de pronto, todo
se siente más llevadero. Esperanzador.
—Voy a sacarte de aquí, preciosa —dice, en un susurro ronco—. Así sea lo último que
haga.

Capítulo 53

BRUNO

Ayer a las ocho de la noche, luego de haber ido a ver a Andrea al reclusorio, hice
las llamadas pertinentes para ampararla lo más rápido posible. Hoy, a las ocho de
la mañana, ya tenía tres llamadas perdidas de mi padre.
No me sorprende para nada. De hecho, lo esperaba. Después de todo, yo mismo quedé
estupefacto cuando me di cuenta de que este caso era el que él quería que tomara
hace muchísimos meses.
Resulta que no lo tomé yo, pero lo hizo Adán, uno de los abogados más jóvenes y
prometedores de la firma.
Es un tiburón. Un cabrón de mierda sin escrúpulos capaz de hacer todo —como
conseguirle diez meses de prisión preventiva a la mujer que me vuelve loco— con tal
de congraciarse con los socios del despacho.
Mi teléfono suena de nuevo, pero no respondo porque estoy a punto de llegar a la
oficina.
Si Fernando Ranieri quiere que hablemos, será en persona.
Aparco en mi lugar habitual y bajo del auto con toda la normalidad que puedo,
aunque en realidad tengo un nudo de nerviosismo en el estómago.
Hago mi camino hasta la entrada del estacionamiento y saludo a Hilda, la mujer de
la recepción, con toda la naturalidad del mundo cuando ingreso al edificio.
La mujer me mira como si me compadeciera, y ese es el claro indicativo de que mi
padre ya está aquí y está hecho una furia.
Me las arreglo para lucir despreocupado mientras me abro paso hasta el pasillo que
da hacia su oficina, y saludo a su secretaria con jovialidad antes de abrir mi
camino al interior de la estancia.
Nadie intenta detenerme y no me sorprende. Seguramente ya todos saben que mi padre
quiere verme.
Cuando sus ojos encuentran los míos, su gesto se contorsiona en una mueca
furibunda.
—¡¿Se puede saber qué carajos haces metiéndote con el caso de Adán?! —grita, sin
previo aviso y me mantengo inexpresivo cuando continúa despotricando—: ¡Con un
demonio, Bruno! ¡¿Qué demonios te sucede?! ¡¿Qué está pasando?!
—Tomé ese caso por motivos personales —digo, con todo el tacto que puedo, pero sin
dejar de ser firme y tajante—. Esto no tiene nada que ver con Adán, contigo o con
la firma.
—Retírate —escupe—. Retírate del caso.
Niego con la cabeza.
—Lo siento. No puedo.
—Te despediré.
Me encojo de hombros, pero la determinación no deja de ser la misma.
—Entiendo si es la decisión que crees pertinente. Sigo manteniéndome donde mismo:
no voy a retirarme.
Aprieta la mandíbula.
—¿Por qué?
Dudo, incapaz de decidir si deseo o no contarle a mi padre sobre Andrea, pero, al
cabo de unos instantes digo:
—La conozco.
—¿A quién? —inquiere, confundido.
—A la chica.
Durante un segundo, parece no ser capaz de procesar lo que he dicho, pero, luego de
unos segundos, la resolución lo asalta.
—Con un demonio...
Le sostengo la mirada.
—Me pediste que no fuera como tú y que luchara por ella —digo, con la voz
enronquecida—. Eso estoy tratando de hacer.
El entendimiento le tiñe las facciones y, durante unos segundos, ni siquiera se
mueve.
Al final, se lleva una mano a la cara y se la frota con frustración antes de soltar
una palabrota.
Acto seguido, me mira.
—¿Lo hizo? —pregunta—. ¿Se robó ese dinero?
—No —digo, con seguridad y mi padre me mira de arriba abajo.
—¿Cómo lo sabes? —inquiere, con los ojos entornados en mi dirección.
—Solo lo sé —respondo y suelta otra palabrota seguida de un bufido incrédulo.
—Vete —dice, haciendo una seña hacia la salida de su oficina.
—¿Estoy despedido?
Me mira con aprensión.
—No. Pero vete ya si no quieres que cambie de opinión.
Asiento y me retiro de su oficina para adentrarme en la mía.
Tengo que sacar a Andrea de ese lugar a como dé lugar y tiene que ser lo antes
posible. No me importa a cuánta maldita gente debo sobornar, pero tengo que sacarla
a como dé lugar.
La imagen rota y frágil que me viene a la mente de ella hace que el corazón se me
estruje con una emoción violenta y dolorosa, y aprieto la mandíbula para apretar el
paso.
Lorena todavía no ha llegado —entra a las nueve—, así que espero por ella mientras
continúo leyendo la investigación que me proporcionó el amigo que tiene mi padre en
la fiscalía del Estado.
Una vez que se reporta conmigo, le pido que se comunique con el contador de mi
padre —para que le eche un vistazo a todas las pruebas presentadas por el imbécil
de Adán— y le pido que me consiga el teléfono de los investigadores privados que
trabajan para el despacho.
A simple vista, el caso no debería haber sido como fue. El abogado de Andrea pudo
haber hecho más —mucho más— y la verdad es que no le compro tanta incompetencia.
Al cabo de una hora, me encuentro saliendo rumbo a la oficina del contador con dos
cajas enteras de facturaciones del Corporativo Mendoza, y con la certeza de que
todos los involucrados en el caso serán investigados.
Necesito ver a Andrea de nuevo, para que me cuente absolutamente todo lo que pasó a
detalle. Paso a paso. Hora a hora, de ser posible.
Necesito sacarla de ahí. A como dé lugar.
Con ese pensamiento en la cabeza, meto las cajas en la cajuela del coche, trepo en
él y arranco en dirección al despacho del contador.

***

Todavía no puedo arrancarme del pecho la dolorosa sensación que me provoca el ver a
Andrea como la he visto los últimos dos días.
Me dan ganas de echármela al hombro y salir con ella acuestas de ese horrible
lugar.
Pese a que he tratado de movilizarme lo más posible, no he encontrado ningún
recoveco legal que me haga pedir que sea liberada mientras reúno las pruebas para
reabrir el caso. Eso me tiene frustrado, pero trato de no enfocarme en lo negativo.
Trato de pensar en todo el progreso que he tenido hoy y en que el contador ya está
trabajando en la documentación que le llevé.
Ahora mismo, voy camino al pent-house, completamente agotado, pero con la certeza
de que las cosas han empezado a avanzar. Quizás no a la velocidad que me gustaría,
pero sí con consistencia.
Suspiro.
Ver a Andrea en ese uniforme me hizo querer gritarle a todo el mundo. Me hizo
querer moler a golpes a Adán y al imbécil del licenciado que llevó el caso antes de
que le pusiera las manos encima.
Me detengo en un semáforo en rojo y cierro los ojos un segundo antes de que el
sonido del celular me haga brincar en mi lugar.
El ayudante inteligente salta en los altavoces del auto y dicen que Dante está
llamándome.
Dante.
No he hablado con él desde que salí a buscar a Andrea —hace una eternidad—. Ni
siquiera creo que estén enterados de lo que está pasando con ella ahora mismo.
Así pues, decido que debo responder.
—Me ofende ligeramente que no me hayas llamado para agradecer por los videos antes
de pasar a la fase «luna de miel» con tu novia —dice, sin preámbulo alguno y una
punzada de dolor me atraviesa de lado a lado porque nada me hubiera gustado más que
eso hubiese pasado y no esta jodida pesadilla.
Aprieto las manos en el volante.
—Hola, Dante —digo, con tacto, sin saber muy bien por dónde empezar. No se siente
correcto hablar de esto con mi amigo sin antes consultarlo con Andrea, pero,
después de lo que está a punto de ocurrir, voy a necesitar que me haga un par de
favores.
—No suenas como un lunamielero, Ranieri. No me digas que lo volviste a joder.
Una sonrisa irritada se desliza en mi boca pese a lo delicado de la situación.
—Vete a la mierda —mascullo, antes de recomponerme—. Las cosas se complicaron, pero
esta vez prometo que no es por mi culpa.
—¿Qué pasó ahora?
Suspiro.
—Voy camino al pent-house. ¿Puedo regresarte la llamada cuando esté allá? Tengo que
hablar contigo y con tu esposa sobre algo.
—De acuerdo —responde. Esta vez, suena más serio. Preocupado—. Espero la llamada,
entonces.
Asiento, pese a que no puede verme.
—Te llamo enseguida —digo y, luego de una despedida breve, Dante finaliza la
llamada.

***

Para cuando termino de hablar, el horror en los rostros de Dante y Génesis es


palpable.
La mortificación que se cuela en el gesto de la esposa de mi amigo es tanta, que
casi me arrepiento de haber pedido hablar con ambos.
Se instalaron frente a la computadora de Dante y, por Facetime, les hablé sobre lo
que encontré cuando volví de Monterrey.
—Dijo que Guzmán había conseguido algo. Que el juicio estaba detenido —Génesis dice
y mi atención se posa en ella. De inmediato, una punzada de enojo me atraviesa de
lado a lado.
—¿Sabías sobre esto y no hiciste nada? —inquiero.
—¡Le ofrecí mi ayuda decenas de veces! ¡A duras penas aceptó vivir en el pent-
house! ¿Crees que iba a permitir que le pagáramos un abogado?
—¡Es que ni siquiera debiste haber preguntado! —Espeto—. Era pagárselo y punto.
—¿Sabes qué habría conseguido con eso? ¡Que despidiera al abogado y dejara de
responderme al teléfono! Se habría encargado de desaparecer de la faz de la tierra
para mí. —Ella replica, con los ojos abnegados en lágrimas—. Creí que teniéndola
cerca podría disuadirla. ¡Ella dijo que sería honesta si las cosas se complicaban!
¡Ella...!
El sollozo que le corta la voz hace que me arrepienta de haber sido tan duro, pero
no me disculpo todavía y clavo los ojos en Dante.
—¿Tú lo sabías?
Mi amigo sacude la cabeza.
—Sabía que tenía problemas, pero nunca imaginé hasta qué punto —farfulla ante mi
tono demandante.
Aprieto la mandíbula y cierro los ojos. Tratando de recordarme a mí mismo que ellos
no tienen la culpa de lo que está ocurriendo y que nada va a cambiar con
reclamarles qué hicieron o dejaron de hacer; pero, cuando vuelvo a encararlos, las
ganas que tengo de gritar regresan.
—¿Pudiste echarle un vistazo a su caso? ¿Crees que conozcas a alguien que pueda
ayudarla? —Génesis inquiere y la miro con cara de pocos amigos.
—Voy a tomar el caso.
—Bruno, pero tú no puedes... —Dante empieza a hablar.
—Si renuncio sí puedo. —Lo interrumpo y se hace el silencio.
—No entiendo... —Génesis musita.
—Por ética, Bruno no puede tomar el caso de Andrea si el despacho en el que trabaja
representa a la parte contraria. —Dante le explica.
—A menos que renuncie a mi puesto —añado y el entendimiento parece embargar el
gesto de Génesis.
—O que te despidan. —Dante acota—. Pero eso no pasará, ¿no es así, Bruno? Tu padre
no va a despedirte.
Asiento, porque tiene razón.
—Pero tampoco puedo quedarme y permitir que mi padre me proteja. Si lo hago,
arruino a la firma —finalizo y ambos me miran por un largo rato.
—Vas a renunciar. —No es una pregunta. Dante está afirmándolo, y mucho me temo que
está en lo correcto. Voy a hacerlo.
—Mañana.
Génesis se cubre la boca con una mano.
—¿Estás seguro de esto? —Mi amigo inquiere.
—Nunca he estado más seguro de nada.
Aprieta la mandíbula y me mira un largo rato.
—¿Qué necesitas? —dice, al cabo de una eternidad, como si lo que sea que estuviese
rondándole por la cabeza respecto a mí pudiese esperar.
Tomo una inspiración profunda, a sabiendas de que estoy a punto de pedirle que sea
el maldito amo del mundo que puede llegar a ser, y dejo escapar el aire en una
exhalación temblorosa.
—Una carta de recomendación en algún bufete de abogados sería genial —digo,
finalmente—. No me importa en cual, si puedo ser honesto. Solo necesito tener algo
seguro. —Admito—. Tengo algo de dinero ahorrado, pero todavía no sé cuánto vaya a
costarme el juicio de Andrea, así que...
—Por eso no te preocupes. —Dante me corta—. Nosotros nos haremos cargo de todo lo
que al juicio involucre. —Asegura—. Respecto al trabajo, tengo a un par de
conocidos que matarían por integrarte en sus filas. Me encargaré de conseguirte lo
mejor.
El alivio que siento en el pecho es grande y me siento cobijado. Arropado por la
calidez de las personas que me rodean.
Todavía no entiendo cómo es que el destino se ha encargado de llenar mi camino de
personas luminosas cuando yo soy las tinieblas andando.
—Gracias, Dante.
Mi amigo sonríe.
—Ni lo menciones, Bruno.
—Vas a renunciar a tu trabajo para tomar el caso de Andrea. —Génesis murmura, pero
suena más como si hablara para ella misma en lugar de con nosotros. De todos modos,
sus palabras me provocan un bochorno extraño. Una vergüenza desagradable y cálida
al mismo tiempo—. Pensabas pagar todos los gastos del juicio tú mismo...
Aprieto la mandíbula y desvío la mirada.
—Haría cualquier cosa por ella —admito en voz baja y ronca, y el silencio se
apodera de la estancia.
—Gracias, Bruno. —Génesis pronuncia al cabo de un largo momento, y esbozo una
sonrisa avergonzada e incómoda.
—Todavía no me agradezcas nada. Esto apenas empieza —digo, porque es cierto.
—Mantennos al tanto de todo, por favor. —Dante pide y poso mi atención en él.
—Claro.
—Me pondré a trabajar a primera hora y te llamo en cuanto haya resuelto lo de la
recomendación, ¿vale?
Asiento.
—Gracias, Dante.
—No tienes nada qué agradecer, hermano.

***

Hace rato ya que colgué al teléfono con Dante, tomé una ducha y me puse a trabajar
un poco más en el caso de Andrea.
Luego de redactar mi renuncia decido que debo parar por hoy y voy a la cocina para
buscar algo para echarme a la boca.
El cereal que Andrea suele comer a todas horas está en la alacena y el solo verlo
me pone un nudo en la garganta. Lo tomo y busco algo de leche en la nevera antes de
instalarme en la isla para servirme un tazón.
Me digo a mí mismo que cuando la saque de ahí voy a tener la despensa repleta de
sus cereales favoritos y, con ese pensamiento en la cabeza, me pongo a cenar.
Mientras lo hago, bobeo en el teléfono y reviso todos los mensajes que he dejado
sin abrir por estar absorto en el caso de Andrea.
Le respondo a una Tania histérica por no haber tenido contacto conmigo en
veinticuatro horas y sigo bajando a través de los mensajes para detenerme en el
chat que tengo con Dante.
El ícono junto a su nombre marca 5 mensajes sin leer y el último que puedo ver es
un link.
Los videos.
Abro nuestra conversación y me encuentro con tres links distintos y dos mensajes:
«Tuve que subirlos a la nube porque eran muy pesados para enviarlos por aquí.
Además, me tomé el atrevimiento de cortarlos para evitarte horas y horas de nada, y
pedí incrementar el volumen de todos para que seas capaz de escuchar lo más
posible».
«Si necesitas cualquier otra cosa, avísame».
Vuelvo a los links y abro el primero.
Es el de la cámara del vestíbulo. El video empieza conmigo casi yéndome de bruces
al abrirse las puertas del ascensor. Porque el imbécil de Dante tenía que hacerme
saber que me vio en uno de los momentos más patéticos de mi vida.
Pauso el video para maldecirlo por lo bajo y para volver al estudio a buscar unos
audífonos. Cuando los encuentro, vuelvo a la cocina —a mi tazón de cereal y al
video— y me instalo en mi lugar para reanudar la reproducción, con los audífonos
apropiados y toda mi atención en la pantalla del teléfono.
Puedo ver a Rebeca entrando conmigo; ayudándome a mantenerme en pie mientras
avanzamos a paso torpe en dirección al pasillo.
Casi un minuto después de que desaparecemos de la imagen, me escucho vomitar. Asumo
que lo he hecho en el baño justo entrando al corredor.
Después... nada.
De todos modos, un recuerdo vago me embarga. Es sobre mí, derrumbado sobre el suelo
del baño del pasillo, sintiéndome como la mierda y vomitando mi peso en alcohol.
Aprieto los dientes.
Nada sucede en esa cámara por los siguientes veinte minutos y no me sorprende. Esa
cámara está muy lejos de la recámara principal.
De todos modos, me aseguro de mirar el video en su totalidad, con el volumen a tope
y la atención fija en él, en caso de que algo suceda.
Al final del video, puede escucharse mi voz gritando algo que, desde la distancia,
no se entiende. Luego, puede verse a una Rebeca muy descompuesta llamando al
ascensor, mirando en dirección a la alcoba. Como si esperase que en cualquier
momento alguien saliera a perseguirla.
Después, desaparece a través de las puertas dobles y el video finaliza.
El segundo video es igual de largo que el anterior: treinta y siete minutos; y es
de una cámara en la terraza. Una que tiene un vistazo extraño del vestíbulo y el
inicio del pasillo.
Misma dinámica: otro ángulo de mi torpeza y Rebeca encaminándome hasta desaparecer
por el pasillo.
Este video no tiene sonido, pero de todos modos lo miro minuto a minuto para no
perder detalle alguno.
Al final, aparece la imagen de Rebeca avanzando a toda velocidad, deteniéndose solo
para llamar al elevador.
El último link es el de la cámara del pasillo, y también dura lo mismo que los
otros dos videos. En esta ocasión, pasan unos minutos antes de que pueda escuchar —
lo que creo que es— el sonido de mis arcadas. Después, puedo verme a mí mismo
avanzando tambaleante junto a Rebeca por el pasillo.
Pongo atención cuando desaparezco y, gracias a un aumento considerable y abrupto de
sonido —uno que me hace dar un salto en mi lugar debido a la impresión—, creo
escuchar más arcadas y, luego...
Nada.
De nuevo.
Frunzo el ceño en concentración.
Los minutos pasan eternos, pero no soy capaz de escuchar una sola cosa durante unos
buenos veinte minutos antes de que escuche mi voz haciendo un sonido extraño.
Una especie de ruido entre una negativa y un gruñido.
El sonido se repite y casi puedo jurar que lo he imaginado cuando pasan los
segundos y no regresa.
El corazón se me acelera.
Se oyen tumbos y, entonces, mi voz medio gritando patéticamente:
—¡L-Largo! ¡Largo de aquí!
—Bruno... —Es la voz de Rebeca y, como un rayo, una serie de recuerdos difusos me
golpea.
Rebeca acariciándome el pecho, besándome el cuello; desabotonándome el pantalón e
introduciendo sus manos dentro de mi ropa interior.
Recuerdo la repulsión. Las ganas de quitármela de encima y mis negativas.
Entonces, la recuerdo a ella tambaleándose lejos de mí mientras me levanto de la
cama con torpeza.
—¡Largo! —Esta vez, mi voz es un bramido contundente y feroz, y el alivio me invade
las venas.
Otra imagen se despierta en mi cabeza. En ella, puedo ver a una Rebeca mirándome
fijo antes de abandonar la habitación.
Treinta segundos después, puedo verla salir corriendo por el pasillo hasta
desaparecer.
Tres o cuatro minutos después, el video termina.
Aprieto la mandíbula y dejo escapar el aire que no sabía que contenía y me quedo
mirando la pantalla oscura del teléfono.
No tengo idea de qué hora es, pero no sé si pueda dormir después de esto. No sé si
pueda dormir después de todo lo que ha estado pasando.
Rebeca mintió.
No pasó nada entre nosotros esa noche.
La eché de aquí.
Me llevo las manos a la cara, en un gesto frustrado.
—Necesito hacer algo contigo —mascullo, pese a que sé que Rebeca no puede
escucharme.
Entonces, viene a mí como una chispa en la oscuridad...
Le escribo a Dante:
«Hey... ¿Crees que puedas hacerme otro favor?».
Al cabo de unos minutos, Dante me responde:
«Claro. ¿Qué necesitas?».
Entonces, le mando una nota de voz:
—Necesito la grabación del vestíbulo del día que Rebeca fue a buscar a Andrea, el
martes pasado. ¿O fue el lunes? No lo recuerdo. Fue alrededor de las seis o siete.
Acababa de salir de la oficina. Necesito escuchar qué fue lo que le dijo.
Al cabo de unos minutos, recibo un audio:
—Claro. Me movilizo para conseguírtelo. ¿Qué estás planeando?
Respondo:
—Todavía no lo sé. Apenas estoy en ello. Pero se me ocurre que va a ser buena idea
hablar con su esposo. Investigar si todo lo que ha dicho sobre él es real o no,
porque vino aquí a decirle a Andrea que la había follado y no es verdad. Necesito
saber si él sabe sobre lo que tuvimos. Si no es así, entonces, se lo haré saber
para que Rebeca deje de venir a joderme las malditas pelotas de una vez por todas.
El siguiente audio que recibo comienza con una carcajada sonora:
—¿Necesitas ayuda con eso? Conozco a un par de buenos investigadores privados.
Cuando respondo, lo hago poniéndome de pie, dejando el trasto vacío del cereal en
el fregador:
—Sería abusar demasiado de tu buena fe, Dante. Te lo agradezco, pero puedo
encargarme.
—Como desees, Bruno —responde, en otro audio—. De todos modos, te consigo el video
lo antes posible.
—Gracias, Dante. Has hecho mucho por mí. No voy a poder pagártelo nunca. —Mando en
un audio, pero la única respuesta que obtengo es un emoji guiñándome el ojo.
Sonrío, al tiempo que suspiro y contemplo el chat con mi mejor amigo.
—Cuando todo termine —digo, en voz baja, para mí mismo—, voy a mostrarle todo esto
a Andrea.
Una pequeña sonrisa tira de las comisuras de mis labios y, con este dulce sabor de
boca entre tantos tragos amargos, me voy a la cama.
Mañana será un largo día.

Capítulo 54

BRUNO

Los últimos días han sido una locura. Entre mi renuncia, el cambio de oficina y el
juicio de Andrea apenas he tenido oportunidad de dormir. De comer. De respirar.
A mi padre casi le da un ataque de ira cuando le dije que renunciaba y me iba, con
nada menos, que con la competencia. Si bien Ranieri y Asociados tiene una
reputación impecable, Montoya-Vázquez tiene lo suyo y mi padre siempre los ha
aborrecido.
Cuando Dante dijo que Genaro Montoya —el fundador de la firma— se había mostrado
interesado en sumarme a sus filas, no pude negarme. Pese a que sé de la rivalidad
que mi padre siente, no podía darme el lujo de tener un salario menor del que ya
poseía en el despacho de mi padre.
Genaro, incluso, me ofrece más, en el afán de convencerme; así que no tuve más
remedio que aceptar.
Mi llegada al despacho ha estado rodeada de curiosidad y tratos preferenciales. Se
siente como si todo el mundo hubiese sido aleccionado para tratarme como si mi
apellido estuviese en el nombre del bufete.
De cualquier modo, es una mierda dejar a mi padre. Sé que le rompí el corazón. Que
se molestó hasta el carajo... pero no podía ser de otra manera. No si quiero
encargarme yo mismo de esto.
Así pues, he pasado la última semana absorto en los nuevos casos que me han
presentado... y Andrea. Siempre Andrea.
Ahora mismo —pese a que debería estar trabajando en otra cosa—, le echo una hojeada
—de nuevo— a los documentos del juicio.
Los repaso uno a uno, listándolos en mi mente y mi ceño se frunce cuando termino
con ellos y faltan dos...
Reviso los papeles una vez más.
Me muerdo la uña del pulgar, al tiempo que tomo mi teléfono y llamo al número de mi
antigua oficina.
Lorena me responde al tercer timbrazo.
—Hola, Lorena. Soy Bruno —digo, mientras reviso una vez más.
—Joven Ranieri, buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?
—No me hables de usted, Lorena. Ya no eres mi secretaria.
—Lo siento —murmura—. La costumbre.
—Lorena, lamento quitarte el tiempo, pero necesito hacerte una pregunta —digo,
haciendo caso omiso a su comentario.
—Claro. Dígame.
Ruedo los ojos al cielo y decido que voy a rendirme con el «usted».
—¿Recuerdas la carpeta del caso que te pedí que organizaras?
—¿El del fraude fiscal? —inquiere.
—Ese.
—Claro.
—¿Recuerdas si venía el acta de los derechos firmada por la acusada? —digo—. No la
encuentro por ningún lado. Tampoco la orden de aprehensión que debería ir anexa a
la orden de prisión preventiva del juez.
Son documentos importantes. Que deberían estar aquí porque si no están...
El corazón me golpea con fuerza contra las costillas ante lo que esto significa,
pero no dejo que la emoción me invada. No todavía.
Silencio.
—Ahora que lo menciona, creo que no —musita—. Recuerdo que anoté algo en mi agenda
sobre eso, permítame...
Los segundos que paso esperando se me hacen eternos y dolorosos hasta que,
finalmente, Lorena vuelve al teléfono:
—¡Sabía que lo había apuntado en algún lado! —Suena triunfal—. Recordaba que
faltaban documentos básicos en la carpeta y que lo había anotado en algún lado para
comentárselo después —explica, pero yo solo quiero que vaya al grano—. Faltaban
justamente esos documentos: el acta de los derechos y la orden de aprehensión.
Me pongo de pie de la silla, porque no puedo contener la emoción burbujeante que me
llena el cuerpo a toda velocidad.
Una sonrisa idiota se dibuja en mis labios.
—Gracias, Lorena. Acabas de salvarme la existencia —digo y, ella me responde algo
que no escucho porque mi mente corre a toda marcha.
Estos documentos son esenciales. Si no están aquí, es violación al debido proceso.
Violentan los derechos del acusado. Puedo solicitar que la liberen porque no se
llevó el proceso legal de manera correcta. Puedo conseguir que la saquen de ahí de
inmediato.
Benditos vacíos legales.
Quiero gritar de la euforia que siento, pero en su lugar, agradezco a la mujer del
otro lado del teléfono una vez más y me despido de ella.
Tengo que llamar a la fiscalía. Hablar con quien sea necesario para buscar esos
documentos.
Si no están...
El aire me falta.
Si no están, podré sacar a Andrea de ese lugar cuanto antes.

***

Acabo de colgar con el investigador que está encargándose del caso de Andrea, y no
porque él tenga algo de información consistente, sino porque he decido añadir un
nombre más a la lista de las personas a las que necesito que investigue: Horacio
Guzmán Robles. El antiguo abogado de Andrea.
Su grado de ineptitud es tan grande, que estoy empezando a sospechar de él. De su
ética y del poco —por no decir nulo— trabajo que hizo en el caso de mi chica. Algo
me huele mal con ese hombre y necesito averiguar si realmente es así de
incompetente o alguien estuvo pagándole para no hacer nada.
No me parece descabellada la idea, tomando en cuenta que el Corporativo Mendoza
tiene un juicio detenido por evasión fiscal. A ellos no les conviene que declaren
inocente a Andrea, de ser así, tienen muy pocas —o nulas— posibilidades de ganar su
juicio.
Ellos necesitan un culpable. Alguien que pague los platos rotos.
Pero se metieron con la mujer equivocada. No tienen idea de lo que voy a hacerles.
No solo voy a conseguirle a Andrea la maldita absolución de todos los cargos, sino
que voy a hacer que la indemnicen por toda esta mierda. Por todos estos días con
ella ahí, encerrada en una jodida prisión. Por todos esos meses de angustia que
vivió al perderlo todo. Por hacerla diminuta cuando ella es grande y brillante.
Aprieto la mandíbula y cierro los ojos cuando la ira empieza a invadirme. Trato de
recordarme que no debo ser visceral y que debo mantenerme enfocado en lo productivo
y me levanto de la silla.
Miro el reloj. Son las diez apenas y suelto una palabrota porque sé que no voy a
poder dormir. Otra vez. Apenas si he podido hacerlo la última semana. Ahora, con la
adrenalina a tope, me será imposible pegar un ojo.
Estoy ansioso. ¿Y cómo no estarlo? Mañana sabré de una vez por todas si los
condenados documentos faltantes están desbalagados por ahí, en alguna oficina en la
fiscalía. De no ser así, podría sacar a Andrea de inmediato.
Esta misma semana si llamo a las personas adecuadas.
Mi teléfono suena. Es Tania.
Cierro los ojos con fuerza.
No he hablado con ella. Estoy casi seguro de que ni siquiera le he dicho que
renuncié al despacho de papá.
Suelto un juramento, pero me obligo a responder:
—¿Diga?
—¿Así nada más? ¿Cómo si no hubieras tomado una decisión drástica de la noche a la
mañana sin decirle nada a nadie? —La voz de mi hermana suena a medio camino entre
el enojo y la preocupación—. Bruno, ¿qué pasó? ¿Por qué renunciaste a la firma?
¿Por qué todo esto pasó hace casi una semana y yo apenas estoy enterándome?
Me veo tentado a colgarle, pero inhalo profundo y me recuerdo que es mi hermana y
que solo está preocupada por mí, y respondo:
—Hola, Tan. Estoy bien, gracias. ¿Tú qué tal?
—A la mierda, Bruno —escupe y suelto una risotada inevitable.
Mi hermana mayor enojada es la cosa más adorable del mundo. No puedo evitar
dibujarla en mi cabeza, con ese ceño fruncido y los brazos cruzados sobre el pecho,
cual niña pequeña.
—¡No te rías!
—Tania, no te preocupes. Todo está bien. —Le aseguro.
—Renunciaste a tu trabajo.
—Y ahora tengo uno mejor. Me pagan más. ¿Te dijeron eso también?
—Tú no eres así, Bruno —dice—. Jamás harías algo como esto. Mucho menos por dinero.
¿Qué está pasando?
Mi hermana suena agobiada y el remordimiento me golpea.
Suspiro.
Debo decírselo. De cualquier manera, va a terminar enterándose; así que, sin más
comienzo a contárselo todo.
Sin entrar en detalles, le cuento cómo mi relación con Andrea fue pasando de algo
sin títulos a algo distinto, y de toda la locura que han sido las últimas semanas,
con todo lo del juicio y el caso.
Mi hermana guarda silencio una eternidad después de que termino de hablar.
—Renunciaste para tomar su caso —dice, cuando empieza a atar ella misma todos los
cabos que dejé sueltos, y asiento con la cabeza, pese a que no puede verme.
—Sí.
Otro silencio.
—Entiendo —murmura—. ¿Necesitas algo? ¿Cualquier cosa?
Si la tuviera enfrente la besaría. Definitivamente, la abrazaría o algo así.
—¿Eso es todo lo que vas a decir al respecto?
—¿Hay otra cosa que decir? —inquiere—. Bruno, estás enamorado. Esa es la mujer que
amas. Por la que dejaste tu trabajo y estás moviendo cielo mar y tierra. Si tú
crees que vale la pena para hacer las cosas de esa manera, entonces te apoyo y te
ofrezco cualquier cosa que puedas necesitar que yo pueda darte o conseguirte.
Esta vez, el nudo que siento en la garganta viene acompañado de un sentimiento
agradable. Dulce.
—Gracias, Tan —digo, con la voz ronca.
—Por nada, bobalicón —dice, juguetona, antes de soltar una risita boba para añadir
—: Prométeme una cosa.
—¿Qué?
—Si tienes hijos con esa chica, o te casas con ella o algo así, vas a tener que
dejarme a mí contar la historia de cómo se conocieron hace diez años.
Suelto una carcajada.
—Vete al demonio —digo cuando puedo volver a hablar, y ella ríe también.
—Te quiero, Bruno.
—Y yo a ti, Tania.

***

Son las diez de la mañana cuando recibo la llamada por la cual no pude dormir, y ni
siquiera me importa el hecho de que tengo una reunión introductoria al mediodía
cuando escucho que los documentos que busco no se encuentran en ningún lado.
De inmediato, me pongo de pie y me encamino fuera de la oficina. Necesito salir de
aquí cuanto antes. Necesito sacar a Andrea de esa prisión de inmediato. Necesito
mover cielo, mar y tierra para que esté libre lo más pronto posible.
Una vez fuera, estaré tranquilo y podré hacerme cargo de su juicio con la cabeza
fría. Necesito terminar esto con ella afuera o voy a volverme loco.
—Solo un poco más, Liendre —musito, pese a que soy consciente de que la persona a
la que me dirijo ni siquiera puede escucharme y me trepo en el coche.
Andrea estará en casa pronto.

Capítulo 55

ANDREA

Todavía no caigo en la cuenta de lo que está ocurriendo, pese a que ayer vino
Sergio a decírmelo. Al parecer, Bruno lo envió a darme la noticia. Tenía algo que
hacer en la oficina, por eso no vino él mismo a contarme que iba a salir libre esta
mañana y, pese a que me habría encantado que lo hiciera, el recibir la noticia de
boca de mi mejor amigo fue también algo alucinante.
Todavía no puedo creerlo.
Pese a que avanzo por un largo pasillo, flanqueada por una oficial de policía,
vestida con un pantalón de chándal y una remera que me va grande, y no ese odioso
uniforme café que vestí durante dos semanas enteras.
Libre.
... O algo por el estilo.
Todavía no estoy muy segura.
Sergio dijo que Bruno había conseguido que saliera gracias a un vacío legal de lo
más estúpido. Un requisito indispensable y bobo —como mi firma en un documento—,
pero que fue capaz de conseguirme un pase de salida inmediato de este lugar por
atentar a mis derechos fundamentales.
Y así, sin más, Bruno Ranieri consiguió, en un lapso de dos semanas, sacarme de la
prisión preventiva.
Parpadeo un montón de veces para deshacerme de las lágrimas que me invaden los ojos
y me trago las emociones. Trato de empujarlas lejos mientras avanzamos hasta la
salida.
Me pregunto si será Bruno quien esté aquí afuera para recibirme, pero sé que lo más
seguro es que sean Sergio y Ana quienes me lleven a casa.
El aliento me falta ante las dolorosas ganas que tengo de verlo, pero me digo a mí
misma que ya habrá tiempo para eso y para agradecerle todo lo que ha hecho por mí.
No sé cómo diablos voy a pagárselo.
El sonido de la cerradura abriéndose hace que salga de mi ensimismamiento. La
oficial no dice nada, solo se aparta de la puerta para dejarme salir. Así como así.
El nudo en mi garganta se aprieta, pero avanzo hacia las áreas civiles. Esas en las
que solo está permitido acceder si no has recibido alguna especie de condena.
Ahí, de pie al final de un corredor, se encuentra él.
Bruno.
Las ganas de llorar regresan, pero me obligo a mantenerme serena cuando llegamos
hasta donde se encuentra, y avanzamos hasta una especie de recepción.
Ahí, Bruno revisa los documentos que le ofrece una mujer y, con el gesto más
glacial que le he visto esbozar, se despide y guía nuestro camino hacia el
exterior. Hacia el estacionamiento del lugar.
Estoy temblando. El corazón me golpea con violencia contra las costillas y me
zumban los oídos.
Casi espero que alguien salga detrás de nosotros a decirnos que no puedo marcharme,
pero eso no sucede. Nadie nos sigue. Nadie trata de detenernos. Avanzamos hasta el
coche de Bruno y subimos en él.
Cuando empezamos a movernos, las oleadas de alivio llegan a mí y lloro. Lloro hasta
que me arden los ojos y una extraña paz me entume los sentidos.
Bruno no dice nada en todo el camino de regreso y lo agradezco de cierta manera. Me
siento tan abrumada, que no sé si voy a ser capaz de lidiar con nosotros ahora
mismo. Con todo esto que despierta en mí.
No hemos hablado de lo que va a ocurrir con lo que tenemos —... o teníamos. No lo
sé—. ¿Cómo hacerlo? Estábamos tan absortos en el juicio, que ninguno de los dos lo
trajo a colación en todas esas ocasiones en las que nos reunimos para hablar sobre
lo que pasó durante mi tiempo laboral en el Corporativo Mendoza.
Debo admitir que, conocer este lado de Bruno que no tenía idea de que existía, es
fascinante. Verlo tan analítico y glacial, en su faceta de abogado, es aterrador y
maravilloso al mismo tiempo.
Para cuando aparcamos en el estacionamiento del pent-house he dejado de llorar,
pero la sensación de agobio no se ha marchado.
Bruno no dice nada cuando baja del auto y me abre la puerta para que salga. Tampoco
lo hace cuando subimos al ascensor y, cuando nos adentramos en el apartamento, nos
quedamos aquí, quietos en el vestíbulo, durante una eternidad.
Él está detrás de mí, a una distancia prudente; como si no estuviera seguro de qué
hacer a continuación.
Se aclara la garganta, pero sigo absorta en la imagen que tengo del espacio.
Estoy libre.
Libre.
—Dentro de poco debo volver a la oficina —dice, con la voz ronca, pero tono
apacible—. ¿Crees poder arreglártelas sola hasta las siete?
Asiento, pese a que quiero pedirle que no se vaya.
Me obligo a encararlo y hay tantas cosas que deseo decirle en estos momentos, que
no encuentro las palabras adecuadas. Que se atoran todas en mi tráquea y me impiden
respirar.
Bruno asiente también, pero el gesto que lleva en el rostro es casi tan tortuoso
como la sensación opresiva que me invade.
—Pide algo para desayunar —ordena, suave y con el entrecejo fruncido en señal de
preocupación—. Hay algo de efectivo sobre la mesa de noche de la recámara. Traeré
la cena cuando regrese. —Hace una pequeña pausa, dudoso, antes de añadir—: Trata de
descansar.
Parpadeo unas cuantas veces para deshacerme de las ganas que tengo de echarme
llorar y le regalo otro asentimiento.
Las ganas que tengo de pedirle que se quede un poco más incrementan.
Suspira.
—Debo irme —anuncia y la opresión aumenta.
—De acuerdo —murmuro, al tiempo que me abrazo a mí misma.
Es su turno de regalarme un gesto a manera de despedida antes de girarse para
llamar al ascensor una vez más.
Las puertas se abren casi de inmediato.
—Bruno... —pronuncio, con un hilo de voz y se detiene en seco. Luego, mira por
encima del hombro. Cuando nuestros ojos se encuentran, digo—: Gracias.
Su gesto se suaviza. La dureza que le fruncía el ceño se aligera y una sonrisa
cansada tira de las comisuras de sus labios.
—No tienes nada qué agradecer, amor —dice y mi pecho se calienta con el poder de
mis emociones.
—¿De verdad tienes que irte? —inquiero con un hilo de voz, y la tortura vuelve a su
gesto.
—Me temo que sí —dice, y suena realmente triste—. Han pasado muchas cosas estas
últimas dos semanas. Te lo contaré todo cuando regrese, ¿te parece?
Es mi turno de asentir.
—Nos vemos más tarde —promete, y esbozo una sonrisa suave.
—Nos vemos más tarde, Bruno.
Entonces, presiona las puertas para llamar el ascensor una vez más —porque ya se
han cerrado antes— y desaparece de mi vista.
Suspiro, al tiempo que contemplo el vestíbulo. Creí que no volvería a pisar este
lugar. De verdad, creí que todo estaba perdido. Y ahora estoy aquí, luego de las
dos semanas más extrañas de mi vida, con la cabeza hecha una maraña de ideas y el
corazón una revolución de sensaciones.
Cierro los ojos y tomo una inspiración profunda y, segundos más tarde, el sonido
del teléfono de la casa me hace saltar en mi lugar.
Una palabrota se construye en mi garganta, pero me las arreglo para avanzar hasta
el aparato y tomarlo para responder:
—¿Diga?
—Gracias a Dios que por fin estás en casa. —La voz de Génesis me llena los oídos y
las ganas de llorar vuelven una vez.
Me froto la frente con una mano, al tiempo que permito que un par de lágrimas
traicioneras me abandonen, pero saludo a mi amiga con toda la naturalidad que puedo
imprimir.
No sé cuánto tiempo pasamos al teléfono, pero sé que ha sido demasiado. No me
importa en lo absoluto que así sea. Si puedo ser honesta, ahora mismo, tener su
compañía —aunque sea por este medio— es lo único que ha impedido que me desmorone.
—¿Bruno está en casa? —Génesis inquiere, cuando damos por zanjado el tema de su
horrible cuñada y de la manera en la que su suegra la trata, y niego con la cabeza,
al tiempo que miro el reloj.
—No. Dijo que debía regresar a la oficina.
Son las dos de la tarde y ni siquiera he desayunado. Debo hacer algo al respecto.
Me pongo de pie, aún con el teléfono entre el hombro y la oreja, y me dispongo a
servirme un tazón de cereal.
Me detengo en seco cuando noto que mi vieja caja abierta no está. Ha sido
remplazada por una nueva.
El corazón se me hunde en el pecho.
—Entiendo. Imagino que ahora que trabaja en Montoya-Vásquez no puede ser tan
flexible con su horario —musita, sacándome de mis cavilaciones, y la confusión me
embarga de inmediato.
—¿Cómo dices? —pregunto, alarmada, al tiempo que dejo el tazón sobre la isla y me
dispongo a escucharla.
Silencio.
—¿No te lo dijo?
—¿El qué?
—Renunció a su trabajo, Andrea.
—¡¿Qué?! ¡¿Pero por qué?!
—Porque Ranieri y Asociados está defendiendo al Corporativo Mendoza —explica—. No
podía tomar tu caso sin renunciar.
Las palabras de Génesis hacen que el corazón me dé un tropiezo. El remordimiento
que siento es tan grande, que apenas puedo soportar estar en mi propia piel.
—Ese hombre está loco por ti, Andrea —dice, y mi pecho se calienta con una emoción
familiar y dulce. Una que me aterra porque solo él es capaz de provocármela.
Trago duro.
—Y yo estoy loca por él, Gen —admito, en voz baja y mi amiga ríe ligeramente.
—Sé que han estado muy absortos con lo de tu caso, pero ¿han hablado sobre... ya
sabes... ustedes?
—No —digo, con pesar—. Lo besé el día que fue a la prisión a decirme que se haría
cargo de todo, pero no hemos hablado de nada al respecto desde entonces.
—Claro. Lo imaginaba. ¿Planeas traerlo a relucir pronto o esperarás a que todo
termine? —inquiere y muerdo mi labio inferior ante la duda que me trae su
cuestionamiento.
Suspiro.
—No lo sé todavía. Me siento... —Hago una pausa, para intentar ponerle un nombre a
esto que siento y que me hace querer llorar, gritar y reír. Todo al mismo tiempo—.
Agobiada.
—Y es entendible. —Mi amiga replica—. Has pasado por muchísimo las últimas semanas.
Lo mejor es que no trates de presionarte para tomar decisiones ahora. Bruno puede
esperar. Lo importante ahora es que toda esta pesadilla termine.
Cierro los ojos unos instantes.
—Lo lamento mucho. —Apenas puedo hablar—. Debí haber pedido ayuda antes. Debí...
—No te mortifiques. —Génesis me corta—. Lo importante es que ahora estamos haciendo
algo al respecto. Gracias al cielo que Bruno es un maldito tiburón en lo que hace.
Dante está sorprendido del tiempo que le tomó sacarte de ahí. Dice que ningún otro
abogado habría podido sacarte en dos semanas. Él calculaba dos meses como mínimo.
El agradecimiento que siento hacia Bruno incrementa con cada palabra que mi amiga
pronuncia y, de pronto, solo quiero verlo. Que regrese a casa para agradecerle
todo. Para envolverlo en un abrazo fuerte, porque solo deseo eso: abrazarlo. Hundir
el rostro en su pecho y olvidarme de todo.
—También tengo mucho que agradecerles a ustedes —digo, porque necesito desviar el
tema de nuestra conversación o voy a volverme loca—. Dante y tú han hecho muchísimo
por mí.
—No hay nada que agradecer, Andrea. Lo hacemos de corazón. Lo sabes.
Asiento, pese a que sé que no puede verme.
—Lo sé —musito, y ella me cambia el tema de la conversación una vez más.
Esta ocasión, a un lugar más ligero y suave. Uno que me permite comer un poco de
cereal entre risas bobas y bromas simplonas.
Nunca me pregunta respecto a mi estancia en el penal y lo agradezco. No estoy lista
para hablar de eso. No porque la haya pasado particularmente mal; es más mi estado
anímico lo que me avergüenza. Lo que me hace no querer regresar a esos momentos.
Cuando colgamos, tomo una ducha. De inmediato, me percato que no tengo nada de ropa
conmigo —seguramente sigue en casa de Sergio—, así que debo hurgar entre las cosas
de Bruno para ponerme algo suyo.
La remera de Pink Floyd y unos pantalones de chándal grises son la elección y,
luego de eso me recuesto en la cama.
Trato de dormir, pero no puedo hacerlo, así que solo doy vueltas en la cama, aún
tratando de digerir lo que ha pasado las últimas semanas.
En algún momento debo quedarme dormida, porque, lo siguiente que viene a mí es el
sonido del teléfono y la oscuridad de la habitación.
Tengo que correr a contestar desde otro teléfono —el del despacho— porque el que
tomé de la sala —con el que hablé gran parte de la tarde con Génesis— está
descargado.
Es Bruno.
—Hola... —Un escalofrío me recorre entera ante el sonido de su voz.
—Hola —respondo, con la voz áspera por la falta de uso.
—¿Te desperté?
—No —miento—. ¿Vienes a casa?
—Sí —responde—. Llevaré la cena. ¿Algo en específico?
—Lo que sea está bien.
—De acuerdo. Llevaré mucho de «lo que sea».
Una pequeña sonrisa se desliza en mis labios.
—Te veo en un rato —dice, luego de unos segundos.
—Nos vemos en un rato, Bruno.
Entonces, colgamos.

***

Estoy hablando por teléfono con Sergio cuando Bruno llega a casa, pero, contrario a
la llamada con Génesis, con mi mejor amigo apenas demoro unos minutos.
Vendrá mañana a verme con Ana y Karla —quien, al parecer, ya está al tanto de todo
lo que está pasando.
Luego de que finalizo la llamada con él, me encamino hasta la cocina, donde Bruno
ya se encuentra desempacando la cantidad ridícula de comida que compró.
Hay pizza, pasta, tacos, donas, brownies, alitas y bebidas desde refresco hasta
infusiones extrañas y café.
—Tú dijiste «lo que sea». Esto es «lo que sea».
Una sonrisa boba se dibuja en mis labios.
—Buffet en casa —digo y lo miro a los ojos—. Me gusta.
Su mirada se llena de un brillo agradable.
—Siempre es un placer complacerte, Andrea Roldán.

La cena es extraña. Por una parte, se siente forzada. Como si ninguno supiera qué
hacer para deshacernos de la inevitable tensión en el ambiente y, por otro lado, se
siente ligera entre comentarios casuales y bromas tontas.
Bruno no habla sobre el caso en lo absoluto y yo tampoco hago nada por hablar
respecto a él o mi estadía en la prisión.
Cuando acabamos con la cena —y guardamos todo lo que sobró—, Bruno anuncia que
tomará una ducha y desaparece por la puerta de la estancia, dejándome completamente
a solas.
Me miro las manos, que aún sostienen una franela con la que estaba terminando de
limpiar la encimera.
La dejo en su lugar y me muerdo el interior de la mejilla.
No quiero estar aquí sola, es por eso que, al cabo de un par de minutos, me
encamino hacia la habitación.
No sé muy bien qué estoy haciendo, pero me adentro en la alcoba antes de desnudarme
y entrar al baño.
El vapor que ha llenado la estancia me eriza la piel y contrasta con la sensación
helada del suelo debajo de mis pies descalzos.
Me deshago del moño suelto en el que había amarrado mi cabello y me paso los dedos
entre las hebras para desenredarlo antes de caminar con lentitud hasta la ducha.
Cuando abro la puerta corrediza, Bruno da un respingo. Claramente, no me escuchó
entrar.
El agua caliente me salpica y siento la mirada pesada y densa del hombre frente a
mí, pero no dice nada. Se aparta para permitirme entrar debajo del chorro.
El calor es bien recibido por mi cuerpo y me quedo ahí, con los ojos cerrados y el
agua cayéndome sobre la cabeza, dándole la espalda a Bruno, durante una eternidad.
—Moría por tenerte aquí —dice, en un susurro apenas audible—. En casa. A mi
alrededor... —Hace una pequeña pausa que solo es interrumpida por el sonido del
agua cayendo—. Y ahora que estás aquí, no sé qué hacer. Cómo comportarme.
El corazón se me estruja con violencia.
—Abrázame... —pido, con un hilo de voz, y no pasan más que un par de segundos antes
de que sienta sus brazos fuertes y cálidos envolviéndome desde la espalda.
Su cuerpo desnudo se pega al mío y hunde el rostro en el hueco de mi cuello para
besarme ahí con suavidad.
Lágrimas calientes y pesadas se me acumulan en los ojos y me permito ser vulnerable
y llorar delante de él. Llorar porque todo esto ha sido una locura y no puedo creer
que esté pasando.
Bruno, con lentitud, me gira sobre mi eje y me envuelve en un abrazo fuerte, cálido
y apretado.
—Lo lamento tanto... —digo, con un hilo de voz y lo siento negar con la cabeza—. D-
Debí...
—Shhh... —Me corta, cuando trato de empezar a enumerar todo aquello que debí haber
hecho y que por orgullo no hice—. No te disculpes.
—Fui estúpida. Fui descuidada y ahora... —Me falta el aliento—. Ahora, tuviste que
renunciar a tu trabajo para ayudarme y jamás voy a poder pagarte algo como eso.
Jamás voy a poder...
Me toma por la barbilla y me obliga a mirarlo.
Lleva el cabello apelmazado por el agua que cae sobre nosotros.
Luce tranquilo. Sereno.
No hay ceño profundo en su entrecejo. Tampoco hay molestia en su expresión como
creí que encontraría. Solo hay algo que no soy capaz de reconocer del todo.
—Andrea, ¿es que no lo entiendes? —dice—. No tienes nada qué pagarme o retribuirme.
Hago esto porque quiero ayudarte. Porque no podría vivir conmigo sabiendo que pude
haber hecho algo por ti. Porque... —Se detiene, como si no estuviese seguro de
querer pronunciar lo que tiene en la punta de la lengua.
Al final, suelta un juramento.
El llanto es desesperado ahora y un par de sollozos me abandonan en el proceso. Sus
brazos se tensan a mí alrededor y me atrae con más fuerza contra su pecho desnudo.
—Andrea, esta no es la manera en la que quiero decírtelo y me prometí a mí mismo
que no lo haría hasta que todo esto no hubiese terminado, pero necesito que lo
sepas ahora. Necesito decírtelo aquí, porque si no lo hago, voy a enloquecer.
Necesito decírtelo aquí, porque desde que llegamos esta mañana, he tenido las
palabras en la punta de la lengua, listas para abandonarme en cualquier momento.
Traga duro.
—Estoy enamorado de ti, Andrea —dice, en un susurro ronco y tembloroso—. De tu
esencia. De tu luz. De todo eso que eres y que no logro entender del todo. —Esta
vez, las lágrimas que derramo no son de tristeza—. Me iluminaste. Llenaste los
vacíos y ahora estoy lleno de esto. De esta emoción incontrolable que me ruge en el
pecho todo el tiempo. De tu sonrisa, tu tacto y la forma en la que me miras. De ti.
Me besa en la cima de la cabeza.
—Y voy a volver a decírtelo, cuando todo haya terminado... Es solo que no quería
dejar pasar un día más sin que lo supieras.
Levanto la cara para mirarlo a los ojos.
Hay pequeñas gotas en sus pestañas y parpadea unas cuantas veces para deshacerse de
ellas.
Le acuno el rostro con ambas manos y presiono mis labios contra los suyos en un
beso casto y suave.
—Estoy enamorada de ti, Bruno... —musito, contra sus labios—. Pero ya lo sabías,
¿no es así?
Suspira contra mi boca.
—Pero ahora ya sé qué hacer con eso —replica y me aparto para verlo a los ojos. La
diversión baila en su mirada. Entonces, me besa. Largo, profundo.
Cuando nos separamos, une su frente a la mía.
—Hay algo más que debes saber —dice, con la voz ronca—. No podía quedarme así como
así respecto a lo de Rebeca, así que indagué.
Me tenso, solo porque no quiero hablar de esa mujer ahora mismo.
—¿Sabías que hay cámaras de seguridad en la terraza, el pasillo y el vestíbulo? —
inquiere y debo parpadear varias veces para espabilar.
—No —digo, en voz baja y él asiente.
En lo único en lo que puedo pensar, es en todas esas veces que él y yo hicimos
cosas impronunciables en todos esos lugares y el rubor se extiende a través de mi
rostro.
—Pues resulta que las hay y, al menos las que están dentro de la casa, graban
sonido. —Entorna los ojos y, casi me atrevo a decir que hay una sonrisa bailando en
las comisuras de sus labios—. Así que pedí las grabaciones de esas noches. Los
videos no solo esclarecen muchas cosas, sino que trajeron recuerdos vívidos.
Espero, casi conteniendo el aliento. Él lo sabe así que continúa:
—No pasó nada entre nosotros. Absolutamente nada, amor.
Pese a todo, sus palabras son como un bálsamo para mi corazón herido y envuelvo los
brazos alrededor de su cuello para pegar nuestros cuerpos todavía más.
—Tengo los videos para probarlo.
—No necesito verlos —susurro, para luego besarlo. Cuando nos apartamos de nuevo,
susurro—. Te creo.
Él sonríe contra mis labios.
—De todos modos, quiero mostrártelos —dice—. Pero no ahora. Ahora solo quiero
besarte.
Como para probar su punto, vuelve a unir nuestras bocas en un beso ávido.
—Gracias, Bruno —susurro, cuando volvemos a apartarnos el uno del otro—. Por todo
lo que has hecho por mí.
—A ti, preciosa. Por exactamente lo mismo.

Capítulo 56

ANDREA

Estoy aterrada. Siento que el corazón va a escaparse fuera de mí debido a la


violencia con la que golpea contra mi caja torácica.
Soy un manojo de nervios ahora mismo y no entiendo muy bien por qué.
Supongo que, antes, la posibilidad de la libertad era tan lejana, que estaba más
resignada que otra cosa. Sin embargo, ahora las cosas han cambiado.
Bruno Ranieri ha tomado y caso, y no solo eso, sino que se ha encargado de llenarme
de esperanzas y expectativas. De planes a futuro y posibilidades infinitas.
De eso han estado hechos los últimos meses de mi vida. De esperanza. De estabilidad
y de un hombre impresionante haciendo su trabajo de una manera asombrosa.
En cuestión de apenas unos meses, Bruno ha conseguido cambiar por completo mi
panorama legal.
Para empezar, descubrió que el Corporativo Mendoza estaba pagándole al licenciado
Guzmán para perder mi caso a propósito. Estaba tan furiosa cuando me lo dijo, que
Bruno tuvo que detenerme de llamarle al viejo ese para gritarle hasta de lo que se
iba a morir.
Me pidió hacer las cosas a su modo y, ahora, ha iniciado un proceso en su contra.
De ganar —Bruno dice que no hay posibilidad alguna de que perdamos ese juicio—,
perderá su licencia para ejercer e irá a la cárcel. La cantidad de tiempo que pase
ahí, dependerá de un juez, pero mi novio no está dispuesto a dejar que salga muy
bien librado de esto, así que hará todo lo que esté en sus manos por arruinarlo,
justo como él estaba intentando arruinarme a mí.
La verdad es que no sé cómo me siento respecto a eso. Una parte de mí desea pedirle
a Bruno que se detenga. Que el licenciado Guzmán ha aprendido la lección; pero
otra, esa que aún recuerda todo lo que pasé durante esas dos semanas de mi estadía
en la prisión, me susurra que él no iba a tener esa misma misericordia por mí. Que
estaba dispuesto a dejarme en la cárcel, pese a que no hice nada de lo que se me
acusó.
Debe pagar por lo que hizo y no porque me lo deba a mí o a alguien en específico,
sino porque es lo correcto. Cada acción tiene una consecuencia y ese hombre debe
afrontar las consecuencias de las decisiones que ha tomado.
En cuanto a lo que mi caso respecta, Bruno tiene la certeza de que puede librarme
de todos los cargos.
Luego de haberme hecho explicarle todos los protocolos que se realizaban a la hora
de entregar las declaraciones fiscales en el Corporativo Mendoza, revisó —junto con
un contador— todas y cada una de las pruebas presentadas por la empresa.
El vacío que Bruno encontró, fue que ninguna de esas declaraciones fraudulentas —
esas que contenían facturación de empresas fantasma— no estaban firmadas por mí.
Era requisito indispensable que así se hiciera. De lo contrario, era motivo de
sanción grave —en primera instancia— y despido inmediato de ser algo recurrente —
como en todas las declaraciones sin firmas que presentó el Corporativo como
pruebas.
A eso, se le ha sumado el hecho del soborno de mi abogado y eso le da armas a Bruno
de, no solo absolverme de todos los cargos, sino también conseguirme una
indemnización por todos los daños causados durante todo el tiempo que duró mi
proceso legal.
A mi lado, Bruno se encuentra sentado, enfundado en un impresionante traje azul
marino y expresión glacial en el rostro. La única imperfección en su gesto marmoleo
es la sombra del morado que tuvo en el ojo durante un poco más de un par de
semanas.
No sé muy bien qué fue lo qué pasó. Simplemente, un día llegó a casa con el ojo
inflamado y los labios reventados diciendo que había solucionado el asunto con
Rebeca.
No quiso entrar en detalles sobre eso. Solo dijo que había hecho lo correcto y
había hablado con el esposo de la mujer. Al parecer, todo lo que dijo sobre su
separación era mentira y, cuando Bruno fue a reunirse con el hombre, se lo dijo
todo.
No me dijo cómo acabó todo, pero, por los golpes con los que llegó, puedo imaginar
que no fue algo que Bruno quiera recordar.
Con todo y eso, desde entonces no hemos vuelto a tocar el tema de Rebeca. Bruno
confía en que nunca más volverá a buscarnos. A saber, si habló con ella también,
además de con su marido.
El hombre a mi lado mira su reloj una vez más, serio y estoico.
Todavía no me acostumbro a verlo así, en su faceta de abogado, pero debo admitir
que me parece fascinante.
Hay algo maravilloso y sexy en Bruno Ranieri, soberbio y arrogante como el
infierno. Con ese ceño ligeramente fruncido y esos labios mullidos sellados en un
gesto inexpresivo y altivo al mismo tiempo.
—Tranquila —dice, en voz baja, y lo encaro justo a tiempo para verlo perder la pose
inalcanzable durante unos instantes. Cuando lo hace, me guiña un ojo—. Lo tengo
todo bajo control.
Sonrío de regreso, reconfortada por su seguridad.
A diferencia del licenciado Guzmán, a Bruno sí le creo.
—Lo sé —respondo, porque sé que es así. Que ha hecho hasta lo imposible para que
esto se solucione de la mejor manera. Tanto así, que su padre le ha llamado para
intentar negociar un acuerdo con nosotros. Por supuesto, Bruno se negó a aceptar
nada que no fuera igual o mejor de lo que me iba a conseguir el mismo en la corte.
Así que ahora estamos aquí, como en un déjà vu, a la espera de que nos llamen para
que me den la sentencia definitiva.
Pronuncian mi nombre y un zumbido me invade la audición mientras me pongo de pie.
El corazón me ruge contra las costillas y el aliento me falta.
Los dedos cálidos de Bruno se envuelven en los míos en un gesto cálido y
reconfortante y trato de dejar ir el aire que no sabía que contenía sin mucho
éxito.
Cierro los ojos un segundo mientras me pongo de pie.
A mi lado, Bruno hace lo propio y guía nuestro camino hasta el lugar indicado.
Apenas puedo registrar qué es lo que está pasando. Estoy tan abrumada, que no soy
capaz de hilar nada. De pronto, cuando parpadeo, Bruno está hablando y suena tan
calculador y frío, que no puedo reconocer el sonido de su voz con la imagen del
hombre que tan solo esta mañana, me preparaba el desayuno mientras me duchaba.
Tengo los ojos llenos de lágrimas todo el tiempo, pero no derramo ninguna durante
ningún instante y, de pronto, cuando me doy cuenta ya nos han pedido que nos
pongamos de pie una vez más.
Me preguntan cosas, pero no recuerdo qué respondo. Seguramente la verdad. Aquí
nunca he dicho una sola mentira respecto a lo que recuerdo de mi tiempo laboral en
el Corporativo Mendoza.
No sé cuánto tiempo pasamos ahí dentro. Es una eternidad... O quizás, apenas unos
minutos; pero, cuando nos ponemos de pie de nuevo, es para recibir la sentencia del
juez.
No me importa buscar el tacto de de Bruno antes de intentar escuchar lo que el
hombre que tiene mi destino en sus manos tiene qué decir.
Él encuentra mis dedos de manera discreta y me aprieta tan fuerte como necesito que
lo haga.
No escucho una mierda.
Bruno me gira para obligarme a mirarlo y pronuncia algo que no escucho.
Parpadeo un par de veces.
—¿Qué? —inquiero, sin aliento.
—Se acabó. —Bruno sonríe, al ver mi estupefacción.
—¿Terminó?
—Te besaría ahora mismo si pudiera —dice, sin dejar de sonreír.
—¿Y g-ganamos?
Esta vez, es una carcajada larga la que lo abandona.
—¿Lo dudabas?
Estoy a punto de colgármele al cuello en un abrazo, sin importarme que todo el
mundo nos esté mirando, cuando el cuerpo de Ana me abraza con fuerza y me saca todo
el aire de los pulmones.
Estoy temblando, pero le correspondo al gesto. Sergio, en la lejanía —a una
distancia prudente que, seguro, Ana no pudo respetar debido a la emoción— me sonríe
y me aferro a la mujer que me abraza con fuerza mientras un par de lágrimas
aliviadas me abandonan.
—Ahora regreso. —Bruno dice, cuando me aparto de mi amiga—. Debo recoger los
documentos necesarios.
Asiento.
—No tardes demasiado —pido y él sonríe.
—No sabes lo feliz que estoy por ti, amor —dice, en voz baja, para que solo yo
pueda escucharlo y el pecho se me calienta con una emoción cálida y dulce.
—Nada de esto habría pasado de no ser por ti —pronuncio, porque es cierto—.
Gracias, Bruno.
No dice nada, solo sonríe y se encamina en dirección a donde el juez se encuentra.

***

Son casi las diez cuando todos se marchan.


Y no es que hayamos sido muchos celebrando el veredicto de mi sentencia. Solo
estuvimos Sergio, Ana, Karla, Bruno y yo. Más tarde, Tania, la hermana de Bruno,
fue a comer con nosotros al pent-house junto con su familia —su marido y su pequeño
de casi un año, quien parecía fascinado conmigo y no dejaba de pedirme que lo
tomara en brazos.
Era la primera vez que convivía con la familia de Bruno —o, al menos, con una parte
de ella—, y estaba muy nerviosa, pero creo que todo salió bastante bien.
Tania es una mujer encantadora y su marido es un hombre muy amable y servicial.
Ahora, luego de limpiar un poco, hemos tomado una ducha y ahora nos encontramos
aquí, acurrucados el uno junto al otro, en la oscuridad de la habitación.
Hemos hablado del juicio todo el día y ahora no me quedan ganas de hablar más al
respecto, pero, de todos modos, le agradezco una vez más todo lo que hizo por mí.
Él no dice nada. Se queda callado un largo momento.
—Andrea, te amo —dice, cuando creo que se ha quedado dormido y la declaración hace
que todo dentro de mí se estruje con violencia—. Ya me cansé de guardármelo. Jamás
había sentido nada así. Te amo. Y porque te amo haría cualquier cosa por ti. Así
que no tienes nada qué agradecer.
Esto aturdida, el corazón me golpea con violencia contra las costillas porque es la
primera vez que me lo dice.
No es un secreto para nadie que tenemos una relación. Que, desde hace unos meses,
compartimos algo más que la intimidad de la cama. Algo diferente —que involucra
sentimientos y planes a futuro—. Pero nunca me había dicho que me amaba.
Quiero gritar de la emoción, quiero estrujarlo contra mi cuerpo; pero, en su lugar,
levanto la cabeza y recargo la barbilla sobre su pecho desnudo para mirarlo a la
cara.
—Te amo, Bruno —digo, porque no hay otra cosa que quiera decirle—. Y jamás voy a
dejar de agradecer todo lo que haces por mí. Absolutamente todo.
Me aparta un mechón rebelde lejos del rostro.
—Mejor agradece a la vida que todo terminó y que estamos aquí, después de tanto.
Sonrío y me acurruco sobre su pecho una vez más.
—Me encantas.
—Y yo te amo, Liendre.

***

El edificio está en una zona bastante agradable. No es una zona cercana al centro
de la ciudad, pero tampoco está alejada; lo cual lo hace en una ubicación bastante
conveniente. Detesto que así sea. ¿Por qué no puede estar muy lejos y quedarle
terrible a Bruno para ir al trabajo?
Cierro los ojos con fuerza cuando bajo del Uber que mi flamante novio pidió para mí
hace veinte minutos.
Cuando me adentro en la recepción, soy capaz de tener un vistazo de él, vistiendo
un pantalón negro y una camisa gris doblada hasta los antebrazos, con los botones
deshechos en la parte superior y una sonrisa fácil dibujada en los labios.
La semana pasada le entregaron su departamento.
Por fin, luego de meses y meses de arreglos y remodelaciones, Bruno podrá habitar
ese espacio que es suyo y que, de no haber sufrido un montón de desperfectos debido
a la humedad, habría impedido que nos conociéramos...
... Y no es que aborrezca la idea de él, por fin deshaciéndose de un pendiente que
venía arrastrando desde hacía casi un año; es solo que, el que tenga su
departamento listo quiere decir que va a mudarse del pent-house. Que vamos a dejar
de compartir un espacio que, si bien no nos pertenece, hemos hecho nuestro con el
paso del tiempo.
Sonrío cuando se acerca para besarme y murmurar un saludo. Yo correspondo la
caricia suave antes de dejarme encaminar por él hasta el ascensor.
Es un lugar espacioso, pese a que no es igual de inmenso que el pent-house. De
cualquier modo, es un lugar que podría disfrutar yo misma. Suspiro, cuando paseo la
vista por los sillones de piel oscura que reviste la sala y me pregunto cuándo
podré tener un lugar así para mí misma.
Pese a que hace cuatro meses encontré un empleo bueno, ejerciendo mi profesión,
todavía tengo muchas deudas que liquidar antes de poder pensar en la posibilidad de
independizarme por completo y dejar de depender de la caridad de Génesis y Dante —
que aún nos permiten habitar en su casa.
En cuanto a mi relación con Bruno se refiere, dentro de una semana cumpliremos
siete meses juntos. Siete meses que se han pasado como agua entre los dedos, de tan
ligeros y amenos que se sienten. Con Bruno puedo ser yo misma y la vida se te
escurre entre risas y momentos increíbles cuando encuentras a alguien que es capaz
de hacerte sentir bien en tu propia piel. Que, en lugar de llenarte de
inseguridades absurdas, te muestra todo eso por lo que brillas.
—Este es el único lugar que pude conseguir que Tania dejara tal cual estaba —Bruno
comenta, cuando nota mi escrutinio a su bonita y espaciosa sala, y guía nuestro
camino a la cocina, donde explica que todos los muebles en madera oscura son
nuevos; así como la isla que se encuentra al centro de la estancia.
El departamento tiene dos habitaciones. Una de ellas —la de invitados— está
decorada como oficina y tiene un escritorio y una silla muy cómodos.
Cuando nos abrimos paso hasta la habitación principal, lo primero que me llama la
atención, es el librero de anaqueles vacíos que se encuentra al fondo de la
estancia y el sillón cómodo que se encuentra junto a él.
Luce como el espacio perfecto para sentarte —o recostarte— a leer.
—Esta es la habitación principal —Bruno puntualiza lo obvio—. Tiene su propio baño
ahí. —Señala en dirección a la puerta cerrada—. Y un armario muy espacioso. —Señala
la puerta junto a él—. Quizás no es un pent-house, pero...
—Es increíble. —Lo corto, al tiempo que me giro para encararlo—. Todo el lugar.
Él suspira, como si le provocara alivio el hecho de que su departamento me guste.
Miro más allá de él, hacia la espaciosa cama al centro de la habitación, revestida
con colores oscuros.
—Si quieres podemos probarla. —Bruno comenta, mirando el lugar que observo y, pese
a que siento el calor subiéndome por la cara, sonrío.
—¿Esa es una propuesta, Bruno Ranieri?
—Completamente, señorita Roldán —dice, acortando la distancia que nos separa para
besarme. Cuando nos apartamos, une se frente a la mía y susurra—. ¿Te gusta el
sillón?
—¿Ese de ahí? —Hago un gesto en dirección al mueble a mis espaldas y él asiente—.
Es muy bonito.
—Si quieres, puedes cambiarlo. Es tuyo.
Me aparto, para verlo a los ojos.
—Y el librero también. Para que pongas todos esos libros que tienes en cajas —dice,
al tiempo que me deja ir para acercarse a la puerta del armario y abrirla—. Aquí
perfectamente caben nuestras cosas, pero si crees que necesitas más espacio, puedes
hacer uso del estudio. No tengo problemas de nada. —Se gira para mirarme, ansioso—.
Siéntete en libertad de hacer con este lugar lo que te plazca.
Sacudo la cabeza en una negativa.
—No entiendo...
—Andrea, sé que no es la casa de Dante y Génesis... —Me interrumpe—. Pero nada me
haría más feliz si aceptaras vivir conmigo aquí. En mi departamento.
Los ojos se me llenan de lágrimas, el corazón me late con fuerza y quiero gritar
porque es un hombre maravilloso. Porque no puedo creer que haya pasado tanto tiempo
sin él en mi vida.
—¿Qué dices, Andrea?
—Digo que nuestras cosas caben perfectamente en ese armario, amor —pronuncio, con
un hilo de voz y él se acerca una vez más para besarme.

EPÍLOGO

Andrea baja del taxi, al tiempo que le envía un mensaje de texto a su amiga, Karla,
para avisarle que ya está ahí. Que todo ha ido de maravilla en la oficina y que,
por fin, ese ascenso que había estado buscando se le dio.
Baja del vehículo luego de pagar por el servicio y se encamina a paso rápido hacia
el establecimiento en el que van a celebrar.
Bruno, su novio, va a alcanzarlas más tarde, cuando salga de la oficina.
Al entrar al establecimiento, le toman la temperatura, y le ponen gel antibacterial
en las manos. Pasa por el tapete sanitizante y se introduce en el bar semi vacío en
el que quedó de verse con su amiga.
Apenas ha comenzado a sentirse cómoda saliendo, luego de un año de locura encerrada
en casa, saliendo solo lo indispensable.
Porque solo Andrea Roldán podría ser víctima de una pandemia una vez que su vida
empezaba a tomar el rumbo adecuado.
Pero siempre había sido positiva y no podía quejarse cuando había conseguido un
buen empleo y, además, había logrado sobrevivir a un bicho extraño y nuevo
encerrada en un apartamento con Bruno Ranieri.
Una sonrisa se desliza en sus labios solo porque no puede esperar para verlo. Para
contarle a detalle sobre su ascenso —pese a que fue el primero en saberlo, todavía
falta contárselo todo.
Tiene que acomodarse el cubrebocas para desempañar los lentes de montura delgada
que lleva puestos, pero, una vez resuelto todo, se abre paso hasta llegar a la mesa
indicada.
Pese a que no deberían, se abrazan fuerte y empiezan a charlar como si no hubiesen
pasado meses desde la última vez que se vieron.
El lugar, pese a que no está a su total capacidad, se llena del barullo de la gente
y Andrea y Karla beben, charlan y ríen mientras escuchan la música acústica que
toca un dueto —un chico y una chica— al fondo de la estancia.
La noche ha empezado a caer, el lugar está un poco más lleno, y la música se ha
terminado porque los músicos se han ido a tomar un pequeño descanso.
Andrea llama a Bruno cuando Karla se levanta al baño, pero no le responde.
Frunce el ceño, ligeramente preocupada porque hace mucho que pasó de la hora
acordada a la que se verían, así que le envía un mensaje de texto.
¿Todo bien, amor?
A los pocos segundos, recibe:
Lo lamento. Me gusta más Camila que Reik.
Andrea frunce el ceño, confundida por el mensaje que acaba de recibir y se queda
unos segundos mirando la pantalla del teléfono antes de escuchar los familiares
arpegios de guitarra que inician una canción que conoce y que ha escuchado antes
muchas veces.
La letra de Todo Cambió de Camila comienza a ser cantada por la voz de la chica del
dueto y el corazón le da un vuelco cuando un par de meseros aparecen en su campo de
visión, llevando consigo un cartel discreto y bonito, pero que la llena de
recuerdos en un abrir y cerrar de ojos.
Un nudo se le pone en la garganta en el instante en el que Bruno Ranieri, su
flamante novio, aparece en su campo de visión y se sienta en la silla frente a
ella.
—No me preguntes por qué, pero tenía que hacerlo de esta manera —dice, cuando nota
el cuestionamiento en su rostro y hace un gesto de cabeza en dirección al cartel.
Lágrimas le inundan la mirada, pero ya ha podido leer lo que el pequeño cartel
cita. Es una pregunta. Una pregunta que hace eco en la voz de Bruno cuando
pronuncia:
—¿Te casas conmigo, Liendre?
Los ojos de Andrea se posan en el hombre frente a ella, ese que ahora se ha llevado
la mano al bolsillo interior del saco para tomar una cajita diminuta.
Un sollozo escapa de los labios cuando ve a su novio arrodillarse y abrir la caja
que contiene un anillo de compromiso.
No puede dejar de llorar, así que acuna el rostro del hombre entre sus manos para
besarlo y murmurar un «sí» contra su boca.
Todos a su alrededor aplauden cuando él pone el anillo en su dedo y, de pronto, la
chica puede ver que su mejor amigo está allá, al fondo de la estancia, con su —
ahora— esposa, Ana. Junto a ellos, está Karla, quien sonríe radiante desde la
distancia.
Es obvio para Andrea que todos lo sabían ya. Estaban enterados de lo que pasaría
ese día.
—Creí que dijiste que nunca te casarías. —Ella se burla, al tiempo que envuelve los
brazos alrededor del cuello de su prometido.
—Eres tú, Andrea —dice, sin más—. Me haces escogerte siempre. Tú, de nuevo tú y, al
final, tú. Te amo y hace mucho que dejé de tenerle miedo a lo que siento.
Esta vez, la sonrisa en el rostro de ella asemeja la de él. Plena. Llena. Segura.
—Tú, de nuevo tú y al final, tú. Te amo, Bruno Ranieri —dice ella, en un susurro
tembloroso y cálido.
—Te amo, Andrea Roldán.

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