Está en la página 1de 10

Programa para el mejoramiento de la enseñanza de la filosofía

Universidad de Buenos Aires.

Enseñanza de la filosofía y contextos “difíciles” 1


Juan Nesprías

I.

El título de esta comunicación puede parecer, a primera vista, demasiado pretencioso.


Efectivamente lo es, pues no se tratará aquí de decretar cuáles son las posibilidades y de establecer
dónde están los límites de la enseñanza de la filosofía en contextos “difíciles”, sino más
modestamente, de iniciar una reflexión sobre la enseñanza de la filosofía en lo que podríamos
llamar, de un modo general, situaciones desfavorables. Cabe aclarar cuáles son esos “contextos
difíciles” o situaciones desfavorables a los que me voy a referir, pues contextos difíciles son todos.
No es lo mismo enseñar en escuelas que reciben a chicos de familias acomodadas, ni hacerlo en
educación para adultos, ni trabajar con el programa de filosofía con niños; cada uno de estos
ámbitos tiene sus condicionantes y sus dificultades específicas. Lo que denomino aquí “contexto
difícil” hace referencia, sin eufemismos, a contextos de marginación y pobreza, pues son
condiciones seguramente poco deseables para enseñar filosofía. Sin embargo, son condiciones que
obligan a repensar el papel –es decir, el sentido y la función– que juega o puede jugar la filosofía en
tales contextos. Para limitarnos a procedimientos cognitivos, entre los alumnos de primer año del
nivel Polimodal es muy común, por ejemplo, la lectura silábica, así como graves problemas de
escritura. En cuanto a la convivencia y el trato que mantienen los alumnos entre sí, al trato normal
entre adolescentes, se suma cierta cuota de violencia que muchas veces se torna complicado
manejar. Eso es lo que se refleja en las aulas, pero esconde sin dudas problemas sociales,
económicos, familiares, etc. No hay que ser investigador social para constatarlo.

No es tan claro que estos temas sean problemas de la filosofía. En muchos casos, son
considerados problemas externos, que rodean a lo propiamente filosófico, pero que no se confunden
con ella. Serán problemas de la didáctica (y será cuestión de pensar las mejores estrategias y los
mejores recursos, de manera de adaptar determinado contenido para que tal grupo, con ciertas
características, pueda comprender de la mejor manera ese contenido), o serán problemas que
incumben a la psicología (y habremos de averiguar qué facultades intervienen y cuáles son los
procesos necesarios para la captación de un problema filosófico). O serán problemas políticos, o de
“políticas educativas” (y habrá que intervenir en esos campos exteriores a la escuela para mejorar
esas condiciones desfavorables en las que se enseña filosofía). Por el contrario, vamos a sostener
que el problema de la enseñanza de la filosofía en condiciones adversas es un problema de la
filosofía, y que la tarea de pensar las condiciones en las que se enseña filosofía nos debería
involucrar como sujetos capaces de pensar esas condiciones desde el lugar de la misma filosofía.
Sin embargo, la tarea no debe hacerse aislada. Por lo general, los docentes –y muy especialmente,
por varios motivos, los docentes de filosofía– abordamos en condiciones solitarias los avatares
diarios de nuestra tarea. Además, no hay muchas investigaciones o espacios de trabajo que den

1
Versión aumentada de NESPRÍAS, J. “Enseñanza de la filosofía y contextos ‘difíciles’: límites, posibilidades y
desafíos”, en CERLETTI, A. (COMP.). La enseñanza de la filosofía en perspectiva, Buenos Aires, Eudeba, 2009, pp.
89-97).

1
Programa para el mejoramiento de la enseñanza de la filosofía
Universidad de Buenos Aires.

cuenta de los problemas generados cuando el encuentro entre la filosofía y el mundo no filosófico se
produce en sectores pobres o marginales. Los alumnos de sectores populares, sus deseos, sus
experiencias, los modos de supervivencia, las formas de resolución de conflictos y la autopercepción
sobre su vida y su mundo cotidiano, todo esto llega muchas veces a ser absolutamente desconocido
para quienes se encuentran en la tarea de enseñar o presentar la filosofía, lo que hace que el docente
deba vérselas con dificultades para las cuales el profesorado o la universidad no lo prepararon.
Podría pensarse que tras el descuido formativo se esconde una triste suposición: la filosofía no tiene
mucho que hacer en esos lugares.
En este trabajo voy a dar un rodeo por los estudios ya clásicos de las ciencias sociales que se
ocuparon de las relaciones entre la escuela y la sociedad, y voy continuar –para terminar– con una
referencia a algunas ideas de Jacques Rancière que pueden servir como desafíos para pensar nuestra
tarea.

II
Existen escuelas que a causa de su ubicación (y de otros factores), reciben alumnos de los
sectores más desprotegidos, con graves problemas económicos y sociales. En estos casos, por lo
general, el nivel de desarrollo alcanzado de habilidades cognitivas básicas, tales como la lectura
comprensiva, la escritura, la capacidad de argumentar, o de detectar supuestos, o simplemente el
nivel de desarrollo de ciertos hábitos como el de la disposición para el diálogo, la escucha, etc., es
muy bajo o en algunos casos inexistente. Frente a este panorama, las expectativas de que los
alumnos puedan discutir críticamente diferentes posturas antropológicas, o de que entablen un
“diálogo filosófico” a partir de la atenta lectura de las fuentes, o incluso de sus mismas opiniones
espontáneas, quedan desdibujadas. Nos encontramos ante un paisaje desalentador que sin embargo
es necesario afrontar de algún modo. (Si es que decidimos hacerlo; otra decisión puede ser desistir
de enseñar filosofía en estos lugares). Un modo de prepararse para la tarea consiste en pensar que la
filosofía requiere de (1) ciertas condiciones y necesidades materiales satisfechas y (2) de ciertas
capacidades mínimas: la filosofía sólo puede aprenderse o practicarse si están asegurados, al menos,
los más básicos procedimientos cognitivos (Aristóteles nos puede ayudar con el primer
requerimiento, Platón tal vez con el segundo). Hasta tanto no se hayan incorporado al saber de los
alumnos esos hábitos o procedimientos no sería posible la práctica de nuestra disciplina. Otra
posibilidad, si se quiere seguir en el intento, es “adaptar” los contenidos filosóficos al nivel de
desarrollo intelectual, “procedimental” o “actitudinal” de los alumnos. En este caso, un recurso
frecuente consiste en simplificar al máximo los conocimientos filosóficos eliminando todo aquello
que dificulte la comprensión de los alumnos. Se tratará de enseñar razonamientos sencillos, o
fórmulas contundentes, claras, que reflejen la posición de tal o cual filósofo o problema, sorteando
la lectura directa de los textos y reemplazándola por alguna versión más accesible al nivel de
comprensión del grupo. De ese modo, podríamos llegar a asegurar el traspaso de ciertos contenidos
filosóficos mínimos, o al menos asegurarnos que pueden comprender lo que explicamos porque se
trata de contenidos que nosotros interponemos entre algo muy complicado (lo filosófico) y algo muy
elemental y poco desarrollado (la capacidad de los alumnos). Lamentablemente, aun así, el resultado
no siempre es el esperado. Es muy probable que percibamos, al final, que sólo hemos logrado que
los alumnos puedan recordar, a veces con mucho esfuerzo, saberes esqueléticos, desconectados
entre sí, ridículos, tal vez, para nuestros oídos, y a los que difícilmente aceptemos darles el status de
“filosóficos”. Sin embargo, dadas las condiciones adversas, desfavorables, difíciles, dado el nivel de
comprensión de los alumnos, son conocimientos que consideramos “aceptables”. La conclusión está
justificada, en última instancia, porque se hizo todo lo que se pudo.

2
Programa para el mejoramiento de la enseñanza de la filosofía
Universidad de Buenos Aires.

Estas experiencias se presentan más de lo que sería deseable en nuestra práctica. Es difícil
escapar a esa insatisfacción personal cuando no se logra acortar la brecha que existe entre lo que
consideramos un conocimiento verdaderamente filosófico o una experiencia filosófica –acéptese
cierta vaguedad en los términos– y los conocimientos que pueden obtener los alumnos o los que
efectivamente obtienen, cuando nos proponemos que reproduzcan los procedimientos y prácticas de
nuestra disciplina. En alumnos que tienen mal o poco desarrollados procedimientos y disposiciones
básicas para el estudio, esa distancia se ensancha hasta el punto de preguntarnos por el sentido
último que tiene nuestro empeño en que se reproduzca lo más fielmente posible aquello que han
dicho y pensado otros antes que nosotros. Y esos alumnos, en general, son los que habitan las
escuelas periféricas, las zonas más difíciles de acceder, los barrios con mayores problemas
socioeconómicos. La razón no parece ser la cosa mejor repartida del mundo, como sostenía
Descartes.

III
Eso nos permite pensar en algo hoy por hoy evidente: la tarea de pensar la enseñanza de la
filosofía en contextos desfavorables obliga a ampliar la mirada sobre las condiciones en que se
enseña filosofía, y a vincular lo que ocurre en el aula con lo que ocurre fuera de ella. Y ello invita,
por su parte, a revisar aquellos estudios que han tratado el problema, pues muchos de ellos echan luz
sobre diferentes aspectos del funcionamiento escolar.
Frente a una consideración más tradicional sobre el papel que desempeñan las instituciones
educativas, se ha puesto en evidencia, a partir de los estudios socioeducativos de la década del
setenta, la estrecha vinculación existente entre la escuela y la necesidad que tiene el sistema de
producción capitalista de asegurar su propia reproducción. La visión educativa tradicional 2
enfatizaba la idea de que la educación es el motor principal para superar las desigualdades existentes
fuera de la escuela, y que el factor –en última instancia determinante– del progreso y la movilidad
social es el esfuerzo, o la inteligencia, o las capacidades individuales de quienes se hallan en proceso
de formación. Según esto, la educación, gracias a la igualdad de oportunidades educativas,
promovería la movilidad social de aquellos con mayor “aptitud” 3.
Desde otra perspectiva, de inspiración marxista, las escuelas son consideradas como lugares
en donde se reproduce, a través de diversos mecanismos, la estructura de la sociedad, manteniendo
principalmente las desigualdades económicas y culturales existentes (aunque no sea esta la intención
que anima a la mayoría de los integrantes del sistema educativo). Este enfoque, más crítico, no
puede reducirse a un autor ni a una línea teórica homogénea. Hay quienes enfatizan la
correspondencia entre la escuela y las relaciones sociales capitalistas, y en el modo en que la
escuela reproduce y fortalece esas relaciones 4; otros se ocupan más específicamente del papel que
cumple el currículum en la reproducción social, ya sea segmentando un conocimiento de alto status
para las clases dominantes y otro para clases bajas 5, ya sea moldeando y reforzando los rasgos de la
personalidad requeridos por los puestos de trabajo que corresponden a cada alumno según su lugar
social de origen.
Pierre Bourdieu 6, por citar a uno de los sociólogos que se ha ocupado del problema, utilizó
el concepto de “capital cultural” para referirse al conjunto de conocimientos previos, estilos,

2
Podríamos decir, de modo muy general, la versión liberal, o desde otros presupuestos, el enfoque funcionalista
3
Véase Apple, M., Ideología y currículo, trad. de R. Lassaletta, Madrid, Akal, 1986.
4
Bowles, S. y Gintis, H., La instrucción escolar en la América capitalista, México, Siglo XXI, 1986.
5
Baudelot, Ch. y Establet, R., La escuela capitalista, Mexico, Siglo XXI, 1990.
6
Bourdieu, P. y Passeron, J-C., La reproducción. Elementos para una teoría del sistema de enseñanza, Mexico,
Fontamarra, 1995

3
Programa para el mejoramiento de la enseñanza de la filosofía
Universidad de Buenos Aires.

disposiciones y habilidades que es repartido en forma desigual en la sociedad y que se transmite a


través del ámbito doméstico. La escuela funciona distribuyendo el conocimiento socialmente
valorado, conocimiento que en general es propio de –es decir, que legitima y reproduce– la cultura
dominante. La cultura de clase media –y alta– es presentada como neutral y objetiva, al tiempo que
indiscutiblemente más valiosa, y es empleada como si todos los estudiantes tuvieran igual acceso a
ella. De este modo, aquellos jóvenes cuyas familias no tienen un vínculo fuerte con la cultura de la
clase privilegiada se encuentran en desventaja, pues no tienen habitualidad con los conocimientos y
formas lingüísticas necesarias para manejarse en esta cultura. Al no tener en cuenta la diferencia
entre el capital cultural que exige y el capital cultural que se acerca a ella, la escuela toma como
natural lo que en verdad es un don social. De este modo, se disocia el rendimiento de los alumnos de
las condiciones económicas y sociales en que se encuentran, para dejar en manos del esfuerzo, la
inteligencia o la capacidad individual tanto el éxito como el fracaso.
Este tipo de análisis ha sido en su momento objetado por autores que intentaron matizar el
peso de los determinantes estructurales de los procesos sociales, haciendo hincapié en la capacidad y
las posibilidades de aquellos que trabajan en la escuela de resistir a esas fuerzas que los sobrepasan.
Por otra parte, estos estudios fueron objeto de críticas porque tomaron a la escuela como una “caja
negra” que producía determinados efectos o reflejaba ciertos aspectos del afuera social –a la vez que
se encaminaron a especificar la manera en que la escuela producía o reflejaba situaciones desiguales
fuera de ella–, pero no se detenían en la consideración del funcionamiento interno y diario de las
escuelas, esto es, no se introdujeron en el micronivel escolar (en el contenido de lo que se enseña, en
la interacción entre el docente y el estudiante, en las categorías que usan los docentes, etc.). La
“nueva sociología de la educación”, promotora de esas críticas, privilegió el estudio de los aspectos
de la vida diaria en las escuelas, y la llamada “pedagogía de la resistencia” sostuvo la posibilidad de
crear un lenguaje y una actitud común en la esperanza de enfrentar, desde la escuela, las
desigualdades de la estructura social. La discusión, que continúa y a veces parece interminable,
oscila entre posiciones fuertemente deterministas y pesimistas que se mantienen en el nivel macro, y
posiciones más optimistas que sobrevaloran la libertad de la acción humana frente a la estructura en
la construcción de los procesos sociales. Pero por un lado los análisis teóricos a gran escala no se
ponen de acuerdo en cómo actuar para modificar lo que de hecho sigue ocurriendo: la desigualdad
del éxito escolar, y por otro lado la “resistencia” diaria, no parece ser capaz de constituirse en algo
más que los deseos de algunos pedagogos de un mundo y una educación más justos (y las buenas
intenciones no siempre tienen efectos políticos).

IV
¿Por qué recurrir, entonces, a los estudios socioeducativos desde la filosofía? ¿Qué es lo que
pueden aportar a la enseñanza de la filosofía? En primer lugar, acercarse a estos enfoques
(principalmente a los de la tradición crítica) permite situar a los docentes en mejores condiciones
para visualizar los vínculos entre los acontecimientos macrosociales, y lo que ocurre en la escuela y
en el acontecer diario del aula 7. En este sentido, la enseñanza de la filosofía, como la enseñanza de
la matemática o las ciencias en general pueden servir, sin percatarse de ello, a intereses no previstos
por quienes se encuentran comprometidos con ella, y la pertinencia de estas corrientes es justamente
la de señalar que esos intereses existen. Sin embargo, y en segundo lugar, los vínculos entre

7
De todos modos, la búsqueda de esos vínculos es el tema actual de la sociología de la educación, y los mismos
investigadores sociales admiten que aun las investigaciones son muy incipientes en muchos sentidos. Ver, Da Silva, T,
Escuela, conocimiento y curriculum. Ensayos críticos, Buenos Aires, Miño y Dávila, 1995, cap. 4.

4
Programa para el mejoramiento de la enseñanza de la filosofía
Universidad de Buenos Aires.

educación y sociedad son llevados a cabo por investigaciones que no siempre incorporan el saber
que poseen quienes se encuentran en el día a día educativo, y cuando existe una verdadera
apropiación por parte de los profesores, se hace en reflexiones que no traspasan el ámbito individual
o personal. Son dos mundos sin conexión: el de los investigadores y el de los profesores. Y son los
profesores, los que se encuentran cara a cara con ese mundo “alejado” de la investigación
profesional, quienes conocen esa realidad de la que hablan los sociólogos, los especialistas en
educación y los administradores. Por eso, se hace necesario generar saberes que no sólo involucren
análisis estructurales o macrosociales, sino también, y especialmente, saberes que vinculen esas
relaciones a gran escala con lo que se hace en el aula. En tercer lugar, se hace necesario pensar
también esos vínculos desde cada disciplina (las conexiones son infinitas, al docente le corresponde
ir actualizando esa potencialidad)
Por ejemplo, habría que pensar de qué modo los supuestos de lo que aquí he llamado la
visión tradicional se filtran en las prácticas escolares cotidianas. Ideas como las expuestas más arriba
estructuran gran parte de la vida en las instituciones educativas. De algún modo, el aire común que
parece nutrir el sistema educativo determina que el éxito en la escuela, y por ende, en la sociedad,
depende del mérito individual, y que del mismo modo, cada cual es culpable de sus fracasos. La
noción de “competencias” de los alumnos, más actual, y bajo una lógica economicista, viene a
continuar con la idea de que hay ciertas marcas innatas que son las que permiten hablar de
“facultades naturales” de cada sujeto. Diversas estrategias discursivas y métodos de enseñanza se
guían por estos principios. El esfuerzo o la inteligencia son los principales referentes de las
explicaciones que justifican lo heterogéneo de los resultados de los alumnos. En lo que respecta a
las clases de filosofía, resulta difícil no admitir que hay en ciertos alumnos una cierta capacidad
“extra” para la comprensión de contenidos filosóficos, o una cierta habilidad e inventiva para la
resolución de problemas o para la elaboración conceptual propia, y parece difícil no atribuir esas
“aptitudes” filosóficas a los “dotes naturales” que trae consigo cada alumno. Sin embargo, si bien es
indudable que hacer filosofía es una actividad que implica el esfuerzo, la inteligencia, y también la
imaginación de aquel que emprende su estudio y su práctica, parece muy espinoso poder determinar
cómo y en qué medida estos factores se ponen en juego cuando es “otro” el que emprende la tarea
de abordar el pensamiento de un filósofo o un problema filosófico. Esto, que constituye un problema
esencial a la hora de evaluar el proceder filosófico de “otro” en cualquier contexto, cuando se trata
de aplicar a sectores con dificultades elementales llega a ser un obstáculo que adquiere dimensión
política y un verdadero desafío para pensar lo que hacemos en el aula y en función de qué lo
hacemos. Cuando se trata de legitimar a la filosofía frente a alumnos que “saben” que no van a
seguir estudios superiores, o cuando se trata de hacer explícitas las ventajas de adentrarse en el
mundo de la filosofía a personas que difícilmente compartan con el docente de filosofía ciertas
disposiciones, o hábitos, o gustos, o prácticas, esa legitimación debe hacerse con sumo cuidado,
teniendo en cuenta que las condiciones de nuestra tarea “profesional” no tiene por qué coincidir con
lo que deberíamos exigir a los alumnos. Por otra parte, la obsesión por que los alumnos retengan
ciertas ideas (o autores o problemas) filosóficamente “importantes”, o por que puedan explicar lo
que han pensado otros antes que ellos, o por que aprendan determinadas habilidades supuestamente
necesarias para futuros empleos, subordina la filosofía más a nuestros problemas, a nuestras
satisfacciones y a nuestras limitaciones que a la posibilidad de que los alumnos se apropien de
aquello que es lo único que puede lograr que una clase de filosofía signifique algo para ellos: la de
formular sus propias inquietudes filosóficas, con la seguridad de que pueden hacerlo, y no sintiendo
el peso de todo lo que les falta para ser filósofos profesionales. Es muy frecuente escuchar todavía,
en sectores marginales, por boca de directoras/es, padres y alumnas/os, y profesores/as también, que
la educación prepara para el mundo del trabajo, que no hay trabajo porque no hay suficiente estudio,

5
Programa para el mejoramiento de la enseñanza de la filosofía
Universidad de Buenos Aires.

que los alumnos deben esforzarse si quieren seguir estudios superiores. Quien enseña filosofía no
puede, aquí, mirar para otro lado. Frente a las preguntas necesarias sobre el qué y el cómo de
contenidos y técnicas escogidos, es necesario plantearse honestamente: ¿puede la filosofía decir
algo ante la miseria? ¿Será cuestión, también allí, de insistir en su capacidad explicativa, en su dar
sentido, en su importancia para el mundo del trabajo, o para la vida o para continuar estudiando?
¿Qué bandera debe levantar frente a la resignación y el desengaño de aquellos que ya no esperan
nada de nosotros? ¿Cómo enfrentar a quien no opone resistencia porque sabe que no hay nada que
ganar, y mucho peor, que no tiene nada que perder?

V
Las corrientes vistas anteriormente dan elementos para pensar el lugar que podría ocupar la
filosofía en la vida de la escuela, y principalmente en la vida de quienes van a las escuelas de
sectores pobres. Su estudio puede resultar revelador, por ejemplo, en cuanto a la circulación de
lugares comunes referidos a la legitimación de la tarea intelectual en general y de la filosofía en
particular. Como señalamos, hay diferencias importantes entre ellas, y un acercamiento más
cuidadoso y detenido podría aportar mayores elementos para enriquecer la mirada sobre la tarea de
enseñar filosofía. Aquí me gustaría, sin embargo, poner entre paréntesis sus diferencias y hacer un
ejercicio violento de reducción encerrándolas a todas ellas de acuerdo a un rasgo común: desde las
corrientes educativas tradicionales hasta las más progresistas, desde las más liberales hasta las más
críticas, todas se preocupan por acortar la desigualdad poniendo como objetivo último a lograr, la
igualdad. Y en mayor o menor medida, con diversas disposiciones, con diferentes enfoques y
presupuestos de todo cuño, todas ellas adjudican a la escuela un papel central en esta tarea 8. Éste es
el planteo del problema que propone Jacques Rancière en un libro que se llama El maestro
ignorante, que quisiera retomar acá 9. El problema central, para Rancière, es lugar de la igualdad. Y
dice lo siguiente: quien coloca la igualdad como un fin a lograr, en realidad, está partiendo de la
desigualdad y coloca a aquella –la igualdad– en el infinito, en un lugar al que nunca se llega. Partir
de la desigualdad, para Rancière, significa partir de donde parten todas las pedagogías que pretenden
lograr una mayor igualdad a través de la escuela. Es decir, significa partir de un hecho
aparentemente evidente: la desigualdad de las inteligencias. En el conurbano bonaerense, referencia
situacional desde donde se encara este trabajo, esto es muy evidente, es más, no se escucha otra cosa:
a ciertos chicos “no les da” la capacidad intelectual para comprender determinados temas. Por lo
pronto, es necesaria una instancia que medie entre los alumnos y lo que se pretende que ellos sepan:
la explicación. Explicamos para hacer comprender cosas que de otro modo no se comprenderían.
Mencionamos antes que esa explicación puede estar en función de pseudosaberes, de repeticiones
sin sentido, pero su existencia misma viene dada por la poca capacidad de los alumnos. Sin
embargo, dice Rancière, el problema de toda la educación –no solamente la de algunos sectores con

8
Paul Willis llama la atención sobre la conclusión de que la escuela es el lugar central para la conquista de semejante
tarea, y es quien más hace hincapié en la producción cultural de los dominados, y en las posibilidades creativas a partir
de condiciones extremas. Sin embargo, para lo que nos interesa aquí, bien puede estar dentro de algunas de las corrientes
señaladas más arriba. Ver el artículo de Paul Willis, “Producción cultural no es lo mismo que reproducción cultural, que
a su vez no es lo mismo que reproducción social, que tampoco es lo mismo que reproducción”, en Maillo-Castaño-de
Pada (comps.), Lecturas de antropología para educadores, Madrid, Ed. Trotta, 1993.
9 Rancière, J., El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, Barcelona, Laertes, 2003.

Rancière narra la vida de un profesor muy particular de literatura francesa de principios del siglo XIX, Joseph Jacotot,
quien decía que se puede enseñar aquello que no se sabe (más aun, sólo así se puede ser un maestro emancipador), y que
cada uno por sí solo puede aprender todo lo que quiera.

6
Programa para el mejoramiento de la enseñanza de la filosofía
Universidad de Buenos Aires.

problemas– es justamente la explicación. Quien explica, embrutece. La explicación es la que debe


presuponer que hay cierta gente que no puede comprender algo que podrá hacerlo sólo con la ayuda
de otro. Más aún, la explicación supone un mundo dividido entre superiores e inferiores, y en este
mundo la escuela misma encuentra su razón de ser: la de acortar la brecha entre desiguales. La
explicación, es decir, los profesores y la escuela y todo paradigma pedagógico que se apoye en ella,
no sólo parten de la desigualdad, sino que principalmente la confirman. Incluso aquellos que con la
mejor buena voluntad se empeñan en reducirla, no cesan de reproducir hasta el infinito esa supuesta
desigualdad que no se cansan de constatar.
¿Qué propone Rancière? Rancière quiere pensar una educación que parta de la igualdad. Es
decir, que tome a la igualdad no como algo que se tenga que probar, o como algo que deba buscarse,
sino como algo que pueda pensarse para ver lo que se puede hacer bajo esta suposición: todas las
inteligencias son iguales 10. No se puede aislar la inteligencia. Pero un hecho parece ser
incuestionable por su evidencia: todas las inteligencias son diferentes, no hay un solo ser humano
que utilice el pensamiento, la capacidad intelectual, del mismo modo. Nada parece ser más cierto.
Sin embargo, sostiene Rancière, la justificación de la igualdad de las inteligencias, tanto como la
desigualdad, es siempre tautológica. Lo que se debe hacer es observar hechos sin pretender
asignarles la causa. Dos hombres se comportan de modo distinto, y sus inteligencias no obtienen los
mismos resultados ¿podrá decirse que tienen inteligencias diferentes? Por lo pronto, ninguna verdad
puede demostrar con certeza que la siguiente suposición es falsa: no hay allí, en la diferencia de
resultados, jerarquía de las inteligencias, no hay inferioridad en uno y superioridad en otro, sólo hay
poco desarrollo de una inteligencia y mucho en la otra. Hay una gran trampa que comienza con el
“yo no puedo, yo no entiendo” internalizado de los inferiores, que llegan a serlo por el sólo hecho de
creerlo y aceptarlo así. Pero “«No puedo» no es el nombre de ningún hecho”, y “hablando
propiamente, no quiere decir nada”. El secreto de los genios, el secreto de las “inteligencias
superiores” es la voluntad: “el hombre es una voluntad servida por una inteligencia”, y es el defecto
de la voluntad (la distracción, la ausencia, la pereza) lo que hace errar a la inteligencia 11. Dice
Rancière:

La potencia de la inteligencia [...] está en toda manifestación humana. La misma inteligencia crea
los nombres y crea los razonamientos. No existen dos tipos de espíritu. Existen distintas
manifestaciones de la inteligencia, según sea mayor o menor la energía que la voluntad comunique
a la inteligencia para descubrir y combinar relaciones nuevas, pero no existen jerarquías en la

10
Rancière, J., El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, Barcelona, Laertes, 2003, pág.
64 y 68. Rancière narra la vida de un profesor muy particular de literatura francesa de principios del siglo XIX, Joseph
Jacotot, quien decía que se puede enseñar aquello que no se sabe (más aún, sólo así se puede ser un maestro
emancipador), y que cada uno por sí solo puede aprender todo lo que quiera.
11
Ídem, pág. 74-76. Según esto, podría pensarse a Rancière como un representante de una versión más refinada de
aquellas teorías que ponen todo el peso del éxito en variables individuales, o de la teoría del capital humano, que ve a la
formación personal como una inversión en uno mismo: quien no invierte demasiado, o quien no sabe invertir “recursos
humanos” (es decir, quien no se esfuerza, quien no desarrolla su inteligencia suficientemente, quien no estudia) tiene la
culpa de su fracaso. En verdad, la apelación de Rancière a la voluntad y la inteligencia pretende distanciarse tanto de
estas teorías como de aquellas que colocan el acento en la reproducción del sistema a través de la “violencia simbólica”
de la cultura “universal”, y ponerlas a ambas en el mismo plano: tanto las pedagogías progresistas (encarnadas en la obra
de Bourdieu) como la llamada ideología republicana (igual distribución del saber, sin consideración de sectores sociales)
coinciden en una cosa: la igualdad está afuera, en el futuro, en una meta a la cual llegar, las dos son estrategias para
reducir la desigualdad. De ese debate –en la década de los ´80, en Francia, cuando se publicó el libro– Rancière quiere
justamente sustraerse.

7
Programa para el mejoramiento de la enseñanza de la filosofía
Universidad de Buenos Aires.

capacidad intelectual. Es la toma de conciencia de esta igualdad de naturaleza la que se llama


emancipación y la que abre la posibilidad a todo tipo de aventura en el país del conocimiento.

Parece raro escuchar, en medio de estudiosos preocupados por múltiples tipos de


inteligencias, una voz diciendo que todas las inteligencias son iguales y que lo único que hace falta,
para estar emancipado, es ser conciente de la potencia de su inteligencia. Parece raro a quien acepta
que hay chicos que no tienen, naturalmente, ciertas capacidades, y a quien está habituado a
escuchar de los mismos chicos esa confirmación. Ciertamente, los reparos para encubrir esta dura
sentencia son muchos: no están todavía preparados, no se alimentaron “de chiquitos”, sus problemas
familiares, su mala formación previa, etc. Seguramente, dificultades muy ciertas ¿Y después de
todo, cómo enseñar filosofía a un auditorio que parece adormecido, que maneja otras vías de
comunicación, que no tiene, aparentemente, la capacidad de abstracción sostenida para “pensar
filosóficamente”, que se comporta de modo inexplicable para ciertos parámetros culturales, que
llega a ser un “otro” muy alejado del alumno estándar de nuestros profesorados? Rancière no
pretende proponer ningún método novedoso que nos salve de situaciones a las que nos estamos
acostumbrados. Tampoco una serie de principios para una pedagogía universal más progresista que
lograra lo que no pudieron las anteriores. Contra toda evidencia en contrario, como si la incapacidad
intelectual fuera sólo una ficción creada aquellos que la necesitan para ser explicadores
profesionales, como si los pedagogos preocupados por la falta de “comprensión” no existiesen,
Rancière cuestiona una premisa básica del acto educativo: en rigor, es posible enseñar sin
“transmitir” ningún conocimiento. No se puede otorgar la igualdad ni luchar por ella, así como no
se puede “dar” la libertad, es decir, enseñarla o reivindicarla. En todo caso, éstas se practican.
¿Qué queda entonces para la enseñanza de la filosofía? Pues bien, Rancière –tomando como
referente a Jacotot– no se ocupa de la enseñanza de la filosofía ni de cómo podría institucionalizarse
alguna pedagogía sobre la base de estos principios. Más aún, estos principios son incompatibles con
alguna institución, pues todas ellas suponen un mundo de inferiores y superiores, de gente que sabe
y gente ignorante. Sin embargo, podríamos pensar en un punto de partida fundamental para la
enseñanza de la filosofía: decidir si a pesar de todos nuestros datos objetivos y prejuicios y
evidencias, consideramos a todos los alumnos como personas que sin importar su condición, ni sus
dificultades de “comprensión”, pueden pensar filosóficamente. Esa decisión regulará otras que
inevitablemente llegarán: por lo pronto, deberemos decidir cuánto resignamos de aquel lugar en el
que mejor nos movernos, esto es, el lugar desde donde explicamos temas y autores, desde donde
controlamos que se argumente correctamente, o que se detecten supuestos, etc., y cuánto nos
adentramos en los senderos más inseguros –para nuestros saberes– de la imaginación del otro. Sin
dudas, esto no es una solución mágica; por el contrario, a partir de allí, comienzan nuevos
problemas, tal vez más difíciles de afrontar. Desde nuestra preocupación docente, es difícil digerir
todas las proposiciones de Rancière. ¿Cómo renunciar a ser un “explicador” de filósofos y
problemas filosóficos, o a plasmar en el aula lo que para cada uno debería ser la “práctica”
filosófica? Sin embargo, y más allá de esto, lo crucial de las provocaciones de Rancière es que tocan
un punto sensible de nuestra práctica: nuestra manera de enseñar puede significar dos cosas
opuestas: “o confirmar una incapacidad en el acto mismo en que se pretende reducirla o, a la
inversa, forzar una capacidad, que se ignora o se niega, a reconocerse y a desarrollar todas las
consecuencias de este reconocimiento” 12.

12
Rancière, J., op. cit., pág. III-IV del prólogo a la edición española.

8
Programa para el mejoramiento de la enseñanza de la filosofía
Universidad de Buenos Aires.

La forma de pensar, los hábitos lingüísticos, la voluntad y los deseos de los alumnos, como los de
cualquier persona, se ven afectados sensiblemente por las condiciones en las que se encuentran y por
el modo en que viven. Eso ha llevado a suponer que ciertos sujetos corren con desventaja atendiendo
a las durísimas condiciones en las que deben sobrevivir, lo cual es evidentemente cierto. De allí que
muchos se preocupen por atenuar la distancia que los separa de aquellos que no poseen esas ventajas
económicas, sociales o culturales. Pero esta desventaja es considerada, a veces, como una
disminución en la capacidad intelectual. Es cierto que la urgencia de las necesidades, lo duro de la
situación, las carencias de condiciones materiales influyen en la capacidad intelectual. Sin embargo,
esto se traduce muchas veces en confirmación de la desigualdad de las inteligencias: en última
instancia, se dice, ¿qué más se puede hacer con estos chicos?
Rancière, como vimos, considera que educar para la emancipación intelectual no puede tener
efectos en el orden social, porque nunca podría institucionalizarse ni establecerse una pedagogía así.
Sin embargo, podemos distanciarnos de un escepticismo radical. En una realidad con tantas
desigualdades, decir que todos tenemos la misma inteligencia y que nadie es más inteligente que
nadie, y actuar a partir de eso, puede traer consecuencias insospechadas. Más todavía cuando
aquellos sobre los que recae con mayor fuerza el prejuicio de la desigualdad de las inteligencias, los
pobres 13, son quienes tienen internalizado su fracaso porque nunca han oído otra cosa. Pero asumir
esto significa romper con la lógica de la necesidad, y en eso algo de razón tenía Aristóteles, por más
duro que eso suene. No se puede hacer filosofía con “carenciados”, con gente que simplemente
necesita y se (la) define a partir de eso.
Una forma de hundir más en la necesidad a ciertos sujetos es insistir en que además de no
tener facilidades económicas, tampoco pueden pensar por su cuenta. Y esto no significa desatender
las necesidades básicas –muy por el contrario–, sino forzar a reconocer que lo único que no se le
puede quitar a nadie es su pensamiento. El desafío más estimulante de Rancière es el llamamiento a
trabajar a partir de la confianza en sí mismo, de la voluntad, de la poca o mucha libertad que se
tenga para construir el propio camino. El que no tiene nada, puede pensar, y en eso es igual a todos.
Qué hacer después con eso; si logra transformarse en filosofía, si sirve para modificar su situación o
su vida, si ese pensamiento logra encuentros más amplios, sistemáticos o novedosos depende, en
parte, de la tarea del profesor, pero principalmente de la voluntad y de la potencia de la inteligencia
de quien emprende la tarea de pensar.

Bibliografía

Apple, M., Ideología y currículo, trad. de R. Lassaletta, Madrid, Akal, 1986.


Baudelot, Ch. y Establet, R., La escuela capitalista, Mexico, Siglo XXI, 1990.
Bourdieu, P. y Passeron, J-C., La reproducción. Elementos para una teoría del sistema de
enseñanza, Mexico, Fontamarra, 1995.
Bowles, S. y Gintis, H., La instrucción escolar en la América capitalista, México, Siglo XXI, 1986.
Da Silva, T., Escuela, conocimiento y curriculum. Ensayos críticos, Buenos Aires, Miño y Dávila,
1995.
Kohan, W., Infancia. Entre educación y filosofía, Barcelona, Laertes, 2004.

13
Rancière, J., op. cit., pág. 137. Una posición que no descarta las repercusiones de este principio de igualdad en el
orden social la encontramos en el libro de Walter Kohan, Infancia. Entre educación y filosofía, Barcelona, Laertes,
2004, en el capítulo dedicado a Rancière, págs. 203-229.

9
Programa para el mejoramiento de la enseñanza de la filosofía
Universidad de Buenos Aires.

Rancière, J., El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, Barcelona,
Laertes, 2003.
Willis, P., “Producción cultural no es lo mismo que reproducción cultural, que a su vez no es lo
mismo que reproducción social, que tampoco es lo mismo que reproducción”, en Maillo-Castaño-de
Pada (comps.), Lecturas de antropología para educadores, Madrid, Ed. Trotta, 1993.

10

También podría gustarte