Está en la página 1de 22

La historia humana

Los registros arqueológicos muestran que hace unos 50.000 años, en el inicio del Paleolítico
superior, se produjo una transición cultural y un desarrollo tecnológico sin precedentes
indicando posiblemente la evidencia del surgimiento de la mente humana moderna.

A diferencia de épocas anteriores, el cambio ahora se podía medir en milenios en vez de en


centenares de miles de años. En este "big bang cultural”, el ser humano exhibió una mayor
innovación que en los millones de años anteriores de evolución humana. A esta época
corresponden las primeras evidencias arqueológicas de entierros elaborados, rituales
religiosos, diferentes formas de arte, y una sustitución de las primitivas herramientas de
tecnología por otras más avanzadas.

También se produjeron cambios sociales y culturales importantes que sentaron las primeras
bases para el desarrollo de las sociedades modernas. Los antepasados más remotos tenían
solo una cultura rudimentaria y se organizaban en una escala tribal de cazadores-recolectores
que carecía de cooperación en una escala más grande que los grupos de parentesco cercano.
Pero ahora, los grupos humanos de finales del Pleistoceno se organizaron en una escala supra-
tribal que incluía alianzas políticas, económicas y culturales entre varias tribus que hablaban el
mismo dialecto y tenían rituales culturales similares.

Para que todos estos cambios fueran posibles, debieron desarrollarse una serie de instintos
sociales que actuaron como sustento de la conducta humana moderna. Muy posiblemente, los
genes y la cultura co-evolucionaron en esa época, de modo que la selección cultural del grupo
habría favorecido genotipos más favorables para la convivencia en grupos con un mayor nivel
de cooperación.

Esto posibilitó el surgimiento de sociedades cada vez más complejas y masivas, caracterizadas
por el marcado simbólico de los individuos que las integran, lo que permite la creación de
“comunidades imaginadas" capaces de suscitar un compromiso significativo por parte de los
miembros de dicha comunidad. De este modo, en la medida que las sociedades fueron
haciéndose tan grandes que muchos de sus miembros no se conocían personalmente, el
sentido de pertenencia era establecida por los elementos culturales comunes, y en especial
por el hecho de compartir una misma lengua vernácula, una misma religión, una misma
ideología o unas tradiciones y códigos sociales comunes.

Hace unos 10.000 años, el descubrimiento y difusión de la agricultura permitió la generación


de grandes excedentes en la producción de alimentos, el hecho de que los seres humanos ya
viviéramos en entornos sociales caracterizadas por altos niveles de cooperación y fuertemente
influenciados por la cultura, sentó las bases para los cambios revolucionarios que tuvieron
lugar a continuación en la forma de vida y organización social de las sociedades humanas.

En apenas unos miles de años, se inventaron las hachas, la hoz y otros instrumentos agrícolas,
la cerámica, la rueda, el vidrio, los metales, la escritura, las técnicas de edificación y
canalización, las matemáticas… Fue una verdadera explosión tecnológica, que no ha cesado
desde entonces, sino que, por el contrario, se ha ido intensificando y acelerando cada vez más.

A medida que fueron conformándose las sociedades masivas después de la invención de la


agricultura, los lazos sociales entre los miembros del grupo se hicieron cada vez más débiles, lo
cual hizo necesario reglamentar formalmente las conductas individuales y sociales y crear
mecanismos especiales para obligar a su cumplimiento.

De este modo, surgieron las instituciones de mando y control, que permitían soportar las
sociedades complejas coordinando y organizando de manera sistemática la cooperación y la
división del trabajo en sociedades que podían constar de cientos de miles o de cientos de
millones de personas. Las instituciones de mando y control conducen a unas economías más
eficientes, seguras y productivas.

Sin embargo, estas instituciones de mando y control no podrían haberse basado


exclusivamente en la amenaza o violencia coercitiva, porque hubieran resultado demasiado
limitadas, caras e inestables de mantener. Por eso, las grandes civilizaciones de todas las
épocas germinaron, no solo en base a la dominación coercitiva, sino apoyándose también en
instituciones que les confiriesen legitimidad, como el sistema legal romano o el sistema
confuciano en China.

Todas las sociedades complejas se basan en la existencia de instituciones formales con poder
coercitivo, apoyados en una infraestructura administrativa y financiera, pero también en una
legitimidad que permita complementar la acción coercitiva con la solidaridad moral emanada
de dichas instituciones legítimas.

También el desarrollo de la arquitectura monumental, puesta al servicio de actuaciones


rituales de masas, constituyó uno de los marcadores arqueológicos más antiguos de la
complejidad social emergente. De este modo, la construcción de distintas variantes de
comunidades imaginadas, simbólicamente marcadas, permitieron la creación de instituciones
cuasi-tribales como son las naciones, las regiones, las etnias, las castas o, modernamente, las
organizaciones empresariales y civiles.
Todos estos ordenes imaginados, que permiten la cooperación humana a gran escala, se basan
en la creencia en unos mitos compartidos que sustentan toda esta construcción. Si los
miembros de una comunidad o de una organización dejasen de creer en los mitos que
sustentan ese orden imaginado, la construcción se hallaría en serio riesgo de desmoronarse.

A lo largo de la historia humana, desde el surgimiento de las primeras grandes civilizaciones


posteriores al Neolítico, los grupos humanos han buscado ganar fuerza mediante la unificación
interna y la fortificación externa, siempre en torno a un orden imaginado. Estas poblaciones, al
igual que los grupos tribales ancestrales que les precedieron, se han caracterizado por una
doble dinámica de competición para imponerse, a menudo territorialmente, a otros grupos y,
simultáneamente, de competición de estatus en el seno de los propios grupos. A lo largo de la
historia, ambas competiciones, horizontal entre grupos y vertical en el seno de los grupos, han
estado interrelacionadas de modo, que cuando se producían conflictos sociales y grandes
tensiones y luchas de poder en el seno de un grupo, éste tendía a debilitarse y facilitaba que
otros grupos pudieran imponerse a él. Otras veces sucedía lo contrario, de modo que las
circunstancias de las luchas competitivas entre diferentes naciones o sociedades eran las que
generaban factores de inestabilidad interna en el seno de las mismas, favoreciendo el intento
de modificar el orden jerárquico existente en ellas.

Así, durante milenios los imperios y las revoluciones se fueron sucediendo, mientras la
humanidad en su conjunto avanzaba lentamente y con muchas fluctuaciones hacia una senda
de mayor riqueza, basada en el todavía débil progreso tecnológico.

El mecanismo del estatus jerárquico

Comencemos por definir la política como la actividad mediante la cual se dirime el equilibrio
de poder en cualquier grupo humano. De acuerdo con esta definición, la política está presente
en cualquier grupo social porque la especie humana es gregaria y, como todas las especies
gregarias, se encuentra jerárquicamente regulada.

En efecto, la especie humana, al igual que la mayor parte de las especies de animales
gregarios, es una especie jerárquicamente regulada. Dado que se trata de un atributo propio
de nuestra especie, como de tantas otras, esto implica que siempre y en todas las épocas,
desde la más remota antigüedad, los grupos humanos siempre se han organizado de forma
jerarquizada. Esto significa que unas personas mandan y tienen más poder y prerrogativas, y
otros, a medida que descendemos en la escala social, son seguidores y tienen menos
capacidad de decisión.
Las empresas, los ejércitos, las administraciones públicas, los colegios, los partidos políticos, las
iglesias y prácticamente toda forma de organización social adquieren forma jerárquica. Y esto
es solo la punta de iceberg, porque en realidad no existe prácticamente ningún tipo de relación
humana, sobre todo cuando se trata de grupos, que no incluya consciente o
inconscientemente una relación jerárquica de poder.

Este fenómeno es tan universal que no puede atribuirse a meras circunstancias de la realidad
social actual, a oscuras maquinaciones de grupos de poder, ni a injusticias históricas vividas
durante generaciones. Es simplemente una cualidad intrínseca de la condición humana. Por
eso, aunque a veces ignoremos su existencia, la estructura jerárquica social se encuentra
siempre presente en cualquier grupo social, porque forma parte de nuestra herencia genética.

Las jerarquías de dominación han estado presentes en el Reino Animal desde su primera
aparición en tiempos biológicos muy antiguos en la escala de la evolución. Estas jerarquías
existen fundamentalmente por dos razones. En primer lugar, porque los recursos de todo tipo,
como la comida o las parejas sexuales son escasos. En un mundo de recursos ilimitados no
haría falta jerarquías, porque todas las necesidades y deseos de los individuos serían
satisfechos. Pero en la vida real siempre hay limitaciones en los recursos disponibles. De modo
que el éxito en la supervivencia y la reproducción dependerán de la capacidad de los
individuos por competir y acceder a estos recursos escasos en mayor medida que sus
congéneres.

En segundo lugar, las jerarquías existen en las especies sociales porque permiten dirimir quién
será el individuo o individuos que dirijan al grupo. Recordemos que en las especies sociales los
individuos se agrupan porque ello les permite obtener ventajas en el acceso a los alimentos, en
la defensa frente a los depredadores o en otras tareas que resultan vitales para su
supervivencia. Los individuos del grupo necesitan continuar juntos, pero ¿qué sucede cuando
hay que tomar una decisión que afecta al grupo? Por ejemplo, ¿cuándo moverse y hacia
dónde? Las necesidades y preferencias de todos los individuos del grupo pueden no ser
idénticas ya que quizás un individuo puede tener un organismo de mayor tamaño o un
metabolismo más acelerado que requieren un mayor consumo energético que los de otros
individuos. Este individuo puede tener hambre cuando quizás otros individuos se sientan aún
saciados. ¿Cómo se decide qué debe hacer el grupo, dónde y en qué momento?

Cuando dos individuos de la misma especie desean obtener los mismos recursos, o cuando
tienen distintas preferencias respecto a las actividades que debe realizar el grupo, debe existir
algún mecanismo que dirima quién será el que acceda al recurso, o quién lo hará en primer
lugar, y quién será el que tome la iniciativa y quienes actuarás como seguidores. Para eso
existen las jerarquías. Porque conforman un eficaz mecanismo mediante el cual se dirime,
generalmente a través de rituales competitivos que dependen de cada especie, el orden de
preferencia en el acceso de los individuos de una misma especie y grupo social a los bienes
escasos. Y también porque permiten la coordinación del grupo, definiendo la capacidad de
influencia de cada individuo que forma dicho grupo sobre el mismo.

Los naturalistas que empezaron a estudiar los comportamientos de los mamíferos sociales a
principios del siglo XX observaron su conducta jerárquica, y asignaron letras griegas a los
miembros del grupo para distinguir su posición. De este modo, al individuo dominante le
llamaron “alfa”, al siguiente “beta”, después “gamma”, y así hasta llegar a la base de la
estructura jerárquica, donde estaría el individuo “omega”. En realidad, la clasificación
secuencial según el alfabeto griego no es del todo acertada cuando se trata de grandes grupos,
como aquellos en los que se organizan los seres humanos. En estos casos se pierde la
regularidad de la lista alfabética y la clasificación recuerda más a una pirámide, donde unos
cuantos individuos pueden tener prácticamente el mismo rango en cada escalafón social.

Los omegas, que son los individuos del extremo inferior de la jerarquía social de dominación
son los últimos en acceder a cualquier recurso escaso deseado por los miembros del grupo,
tomando una parte menos que proporcional. Y en general, actúan como meros seguidores en
cualquier cuestión que afecta al grupo.

A partir de la existencia de las jerarquías se desarrolla de forma inmediata el deseo de ganar,


que es un instinto natural presente en todas las especies sociales, y que las ayuda a seguir
vivas. Buscar y perseguir un elevado estatus, lo que de forma habitual se consigue ganando o
sometiendo a los oponentes significa, históricamente, aumentar las probabilidades de
sobrevivir y tener descendencia. Por eso nuestros cerebros humanos han evolucionado para
premiar y gratificar la victoria con sentimientos de euforia, mientras que nos sentimos
terriblemente mal cuando perdemos. Dado que el éxito en la competición por el poder
conlleva un mayor acceso a los bienes escasos, tales como la comida, el territorio o las parejas
sexuales, la dominación de rango debe ser defendida de forma feroz.

La tendencia a la estabilidad de las jerarquías sociales

Una vez que ha quedado establecida una determinada jerarquía de dominación, y esta es una
de las cualidades más extraordinarias de las mismas, tiende a mantener una cierta estabilidad
dinámica. Es decir, una vez que los individuos de un grupo, en cualquier especie social, han
quedado fijados dentro de una determinada posición en el mismo, tenderán a mantener dicha
posición a lo largo del tiempo.

Y es que las jerarquías sirven no solo para dirimir las posiciones de poder, sino también para
ayudar a conservar las posiciones relativas de poder. Al fin y al cabo, uno de los propósitos
fundamentales de las jerarquías es precisamente ahorrar energía y recursos para que los
individuos de un grupo no tengan que estar compitiendo todo el tiempo con todos los demás
individuos que lo conforman. Dado que los recursos son escasos, la competición entre los
individuos es inevitable, pero no sería práctico luchar constantemente por esos recursos
escasos, porque supondría un gran desgaste de energía, además del riesgo constante de sufrir
heridas o la muerte en el transcurso de estas luchas competitivas. Por eso, las jerarquías
sociales evitan la necesidad de estar luchando constantemente, reemplazando esta lucha por
periodos más o menos largos de estabilidad en las relaciones, durante las cuales tienden a
mantenerse las posiciones de poder dentro del grupo.

Esto es cierto en cualquier especie social, incluida la humana. Por eso las clases sociales
tienden a mantener una notable estabilidad a lo largo del tiempo, y por eso también las
personas tendemos, en la mayoría de los casos, a mantener nuestro nivel social relativo
durante toda nuestra vida. Es cierto que, dependiendo del tipo de sociedad que se trate, existe
un mayor o menor grado de dinamismo social. Pero incluso en las sociedades más dinámicas,
no deja de ser cierto el hecho de que una persona que nazca rica y poderosa hace más
probable que muera en las mismas condiciones que si hubiese nacido pobre y menesterosa,
sucediendo lo mismo en el caso contrario.

Esto no significa que los individuos de un grupo no deseen mejorar su posición de estatus, o al
menos conservar la que han alcanzado. Sin embargo, la mayor parte de las veces sus
aspiraciones quedarán limitadas a intentar hacerlo en competición con sus vecinos inmediatos
de la jerarquía. En efecto, debido a la configuración piramidal de las jerarquías, cada individuo
no tiene que competir con todos los demás individuos del grupo, sino sólo con los inmediatos
seguidores o los que están justo por encima de él. Esto es así porque los individuos solo
sienten que tienen posibilidades reales de ganar una competición si se enfrentan a otros
individuos de parecido nivel de estatus. En cambio, ni se molestarán en intentar competir con
aquellos otros individuos que se encuentran en posiciones de estatus muy superiores, de
modo que desistirán anticipadamente de dicha competición para evitar una lucha en la que
sienten que probablemente resultarían perdedores.
Así pues, una vez definidas las jerarquías en un grupo social, tienden a la estabilidad, pero no
necesariamente se perpetúan de forma indefinida, sino que pueden alterarse siempre que los
individuos perciban variaciones significativas en las probabilidades de éxito y fracaso en sus
luchas competitivas dentro de un grupo.

Es decir, periódicamente se producen situaciones en las cuales los individuos reevalúan sus
posiciones relativas de poder, pudiéndose producir cambios. A veces, estas situaciones de
reevaluación se producen simplemente debido a que el paso del tiempo varía las realidades
biológicas de las personas, de modo que los adolescentes se convierten en adultos que pueden
desafiar a los que antes eran líderes, o éstos pueden envejecer y debilitarse.

Otras veces, los equilibrios de poder cambian debido a que se reconfiguran las alianzas
interiores dentro del grupo, resultando un balance de poder distinto al que existía antes.

Las jerarquías también pueden tambalearse cuando se producen acontecimientos


desestabilizadores, circunstancias adversas o situaciones de crisis, propiciando así la ocasión y
la excusa a otros aspirantes a líderes del grupo para disputarle el poder al líder vigente.

Cuando una persona siente que la jerarquía social actual ya no refleja la realidad de la
estructura de poder, debido a que su poder personal ha crecido al aumentar en edad, mejorar
sus habilidades personales, conformar nuevas alianzas, o por cualquier otra razón, dejará
típicamente de producir comportamientos de sumisión hacia el individuo más dominante que
se encuentra por encima de él en la jerarquía social. Entonces el enfrentamiento con esta
persona estará casi asegurado.

En general, las probabilidades de que un individuo, por si solo o en alianza con otros, decida
desafiar a otro individuo grupo de estatus superior, pudiéndose producir un reequilibrio del
poder, serán mayores siempre que se produzcan circunstancias de cambio o inestabilidad.

Un ejemplo de este tipo de procesos es el protagonizaron los burgueses europeos


(mercaderes, artesanos, profesiones liberales, etc.) durante la transición del feudalismo al
capitalismo. A medida que la burguesía prosperaba a finales del Medievo, se volvía cada vez
más consciente de la inadecuación entre su poder económico y el poder político,
monopolizado por la nobleza y el clero. Esto le llevó a desarrollar diferentes mecanismos de
contrapoder local en las ciudades, como los gremios o el patriciado urbano, y más adelante a
protagonizar una serie de revoluciones (como la americana y la francesa, en el siglo XVIII), que
pusieron fin al llamado Antiguo Régimen.
Una vez que, a lo largo del siglo XIX, la burguesía fue consolidando su dominio social y político,
dejó atrás su carácter revolucionario, y se convirtió en la nueva clase dominante y
conservadora, que ahora trataba de mantener sus privilegios frente a las reivindicaciones de la
clase obrera.

A veces, las revoluciones no se producen por un cambio en la estructura de poder, sino


simplemente porque las condiciones de opresión que practican las clases dirigentes sobre las
clases más desfavorecidas se vuelven demasiado insoportables. Del mismo modo, en
ocasiones, los pueblos dominados por un imperio pueden levantarse en armas cuando el
mismo cuando éste practica una política insoportablemente abusiva. En estos casos, las
revoluciones o las guerras se vuelven casi inevitables.

Cuando la clase dominante percibe que está siendo desafiada por otro grupo social de estatus
inferior, o cuando el imperio dominante aprecia que los pueblos sometidos intentan liberarse
de su yugo, buscará la forma de tratar de imponer su propia superioridad, casi siempre por
medios violentos. Se generará entonces un conflicto social, una revolución o una guerra que
pueden o no resultar en un nuevo equilibrio de poder.

Mecanismos amplificadores del estatus

Una vez que una determinada jerarquía social ha quedado establecida, existen una serie de
mecanismos biológicos, psicológicos y sociales que hacen que, no solo dicha jerarquía tiende a
mantenerse en el tiempo, sino que incluso las distancias entre quienes ocupan la cumbre de la
pirámide y quienes se encuentran debajo de ellos tiendan a amplificarse.

Para comprender este fenómeno vamos a remontarnos a los textos bíblicos del Evangelio
según San Mateo, donde se narra la historia de un amo acaudalado que hace balance de la
rentabilidad que han sacado a su dinero los administradores a quienes les había recomendado
su gestión. A la vista de la rentabilidad que le dieron dichos administradores del caudal
recibido, el amo dio más a los que habían recibido más y en cambio a los que habían obtenido
menos rentabilidad les quitó incluso ese poco que habían obtenido, y los expulsó fuera por no
haberlo sabido hacer productivo. Y se justificó diciendo: "al que más tiene, más se le dará; y al
que menos tenga, aun lo poco que tiene se le quitará".

Esta frase ha quedado para los anales de la historia como la quintaesencia del efecto
sociológico por el cual las personas que tienen éxito tienden a tener aún más éxito, mientras
que las que fracasan, tienden a hundirse todavía más en el abismo.
El fenómeno, que el sociólogo Robert K. Merton bautizó como "el Efecto Mateo" fue
comprobado y descrito por primera vez en relación con el campo de la investigación científica.
Mediante una serie de estudios se demostró que al científico de reconocido prestigio se le
presta mucha atención, mientras que, en comparación, se le presta muy poca atención al
científico no reconocido hasta el momento. Los científicos ya reconocidos acaparan citas,
artículos, financiación, medios... En cambio, aunque realicen iguales o mayores contribuciones,
los científicos que no son conocidos encuentran dificultades para que las revistas científicas de
primer orden les publiquen sus trabajos, tienen más problemas para encontrar financiación, y
en general cosechan menos aplausos que los investigadores eminentes.

Posteriormente, se ha ido comprobando que este fenómeno de la amplificación de las


diferencias es extensible a la mayoría de los campos de actividad humana, además del campo
científico. Básicamente, el fenómeno consiste en que las diferencias iniciales entre los
miembros que compiten en un mismo grupo son magnificadas por el resultado de la
competición a través de una serie de mecanismos, de modo que, con el tiempo, las jerarquías
tienden a resultar fortalecidas. Los más poderosos se hacen cada vez más poderosos, y los más
débiles, no dejarán de perder fuerza competitiva.

Esto se produce no solo debido al mecanismo del prestigio, que tiende a centrar la atención en
quienes ya han conseguido logros, éxitos o reconocimiento en el pasado mientras se ignora a
quienes no los han logrado, sino también debido a mecanismos biológicos y psicológicos que
afectan a los individuos en función de los resultados de sus contiendas competitivas. Debido a
una combinación de suerte y habilidad, algunos individuos ascienden en la escala social, o
nacen en el seno de un estrato social elevado, mientras otros son empujados hacia abajo o se
encuentran en una capa social baja desde su nacimiento. Aquellas individuos que tienen éxito
en sus primeras confrontaciones, lo cual depende de diferentes circunstancias que a menudo
son azarosas, tienen mayores probabilidades de continuar buscando nuevas competiciones de
lucha, mientras que las individuos que empiezan fracasando, tienden a evitar las mismas. De
este modo se quedan cada vez más rezagados en la jerarquía.

Las reacciones depresivas que se producen en los individuos que resultan perdedores en las
luchas competitivas, unidas a las reacciones jubilosas que tienen lugar en los ganadores,
conforman un mecanismo que tiende a incrementar las pequeñas diferencias de partida,
amplificándolas a través de la interacción social competitiva.
De este modo, incluso diferencias muy ligeras o sucesos casi accidentales en los albores de la
vida pueden producir diferencias significativas de estatus a través de los efectos biológicos y
psicológicos que causan las derrotas y las victorias.

Este fenómeno se ve reforzado por el hecho de que las personas de las clases más pudientes
obtienen títulos académicos de las mejores instituciones escolares que vienen una especie de
títulos nobiliarios que les dan derecho a conseguir ventajas a la hora de acceder a los mejores
puestos de trabajo.

Desde siempre la educación ha sido considerada un medio de ascenso social de los individuos,
a través de su promoción profesional. De ahí la enorme demanda de educación en la
actualidad, presentada en casi todas las sociedades como el modo más seguro y al alcance de
todos para conseguir la promoción social.

Ciertamente, la educación conforma hoy en día una de las mejores defensas contra el paro y la
pobreza y la oportunidad de acceder a mejores oportunidades de empleo, y por tanto
podemos considerar que, a priori, la educación es una niveladora de clases sociales. Pero al
mismo tiempo, encontramos, de forma opuesta, que la educación también es, en muchos
casos, un claro factor de estabilización social, pues las estadísticas demuestran que la
movilidad ascendente por medio de los estudios conforma más una excepción que la regla.
Tiende a darse en sujetos favorecidos por una serie de circunstancias que los ayudan a
alcanzar un éxito que es, a priori, poco probable.

Resulta significativa, en este sentido, la célebre investigación llevada a cabo por el psicólogo
norteamericano Lewis Terman, que comenzó en los años 20 del siglo pasado. Terman
seleccionó a más de 1.000 niños de primaria y secundaria, de entre un total de 250.000
alumnos, en función de su coeficiente de inteligencia. El investigador hizo un seguimiento de
estos niños, con un coeficiente de inteligencia superior a 135, y los continuó estudiando
durante varias décadas, pues estaba convencido de que llegarían a formar la élite de quienes
alcanzarían el éxito social.

Sin embargo, tras esta prolongada investigación, Trenan tuvo que admitir decepcionado que
este grupo de niños con una inteligencia privilegiada apenas habían conseguido alcanzar un
desempeño o un éxito superior a la media. En cambio, el único factor que había demostrado
ser relevante en la predicción del éxito o el fracaso en este grupo de niños, era su estatus
social de origen. Los niños de clase media y alta tendían a triunfar, mientras que los niños de
clase baja tendían a fracasar.
Actualmente podemos seguir observando la misma realidad en prácticamente todos los países,
de tal modo que el origen socioeconómico de los alumnos conforma siempre el primer factor
que explica el éxito o fracaso escolar. Y, por ende, pronostica buena parte del éxito o el fracaso
durante la edad adulta.

Los niños y adolescentes de clase baja no sólo se retiran antes de la escuela, sino que, además,
tienden a seguir una vía educativa distinta de la de los niños de clase media y alta. Mientras
que estos últimos transitan por la red de escolarización secundaria-superior, que les permite
aspirar a los estudios superiores y a los puestos de trabajo mejor remunerados, los niños de
clase baja circulan por la red de escolarización primaria-profesional, que sólo les da opción
para ocupar los puestos de trabajo que representan la parte inferior del escalafón social.
Aunque las dos redes están ligadas por frágiles pasarelas, se hayan distanciadas entre sí y son
heterogéneas tanto por el contenido de las enseñanzas que imparten, como por las salidas
profesionales que ofrecen, dirigidas a capas sociales distintas. De modo que el nivel
socioeconómico de la familia tiene una influencia decisiva en el desarrollo de los niños, en sus
carreras escolares y también en las expectativas que se generan en los niños.

Los mecanismos biológicos asociados al estatus

En cualquier especie social, incluida la humana, todas las realidades políticas dentro de un
grupo vienen mediadas por una serie de mecanismos biológicos, que se apoyan en las
variaciones de los niveles de testosterona y de serotonina, entre otras hormonas y
neurotransmisores. Esto significa que nuestra posición de estatus social y los resultados de
nuestras luchas de competición se correlacionan en buena medida con los aumentos o
reducciones en los niveles de estos elementos bioquímicos, en una relación de doble sentido.

En su forma más simple, estos mecanismos biológicos de regulación del estatus son
sumamente primitivos, ya que se encuentran presentes en la mayor parte de los organismos
vivientes que viven en sociedades jerarquizadas. En las especies de primates superiores, y
sobre todo en el ser humano, estos mecanismos biológicos se complementan con la utilización
de las capacidades de nuestra corteza frontal, que nos permiten adaptar nuestros
comportamientos en formas complejas, dependiendo de las alianzas y equilibrios sutiles de
poder dentro del grupo.

La existencia de los mecanismos biológicos de regulación del estatus se justifica en el hecho de


que, si no existieran, y todos los individuos de un grupo tuviesen ambiciones inmoderadas e
inquebrantables de ganar, la convivencia sería imposible. Desde este punto de vista es
preferible que un individuo tenga ambiciones iniciales de competir por las posiciones de
liderazgo cuando existe una vacante, pero que modere dichas ambiciones una vez que ese
puesto ya se encuentre ocupado, o si resulta perdedor en un encuentro competitivo.

Por eso, la programación biológica de la rendición, asociada a un descenso en los niveles de


testosterona del perdedor y un incremento de sus niveles de cortisol -la hormona del estrés-
facilita su futura sumisión. Este decrecimiento hormonal de la testosterona después de sufrir
un fracaso se ha comprobado en todo tipo de eventos competitivos, ya sea el boxeo, el tenis,
el ajedrez, o en un torneo de matemáticas. La subrutina de la rendición asegura que el
perdedor se rinda de una forma efectiva y no intente llevar a cabo un nuevo ataque. Y al
mismo tiempo permite asegurar al vencedor que la rendición ha tenido realmente lugar, de
modo que el conflicto finaliza, sin mayor daño para el perdedor. Para que esto se produzca, el
perdedor debe sentirse mermado en sus recursos interiores, deprimido, debilitado en su
determinación de luchar, reducido en su confianza en sí mismo, disminuido en su nivel de
energía, encogido en su autoestima. La armonía social relativa puede entonces ser restaurada.

De modo similar, la programación biológica de la victoria debe producir en el ganador el


sentimiento de que el triunfo ha tenido efectivamente lugar, y que cualquier intento del
vencido de intentar un contraataque será resistido y neutralizado de forma eficaz. Para ello –
mediante un incremento del nivel de testosterona-, la victoria producirá sentimientos de
euforia en el ganador, elevará su nivel de confianza y su determinación para luchar,
acrecentará su fuerza y su energía, y le asegurará que, en caso de necesidad, será capaz de
obligar al perdedor a rendirse de una vez por todas.

Tanto la subrutina de la rendición como la subrutina de la victoria permiten limitar los daños
que sufre el perdedor, al mismo tiempo que aseguran que los conflictos y los cambios sociales
se produzcan de forma relativamente rápida y conduzcan a una situación jerárquica
subsiguiente de una cierta estabilidad, sin que los vencedores deban pensar en defender su
estatus a cada momento.

Normalmente, una vez que el ganador y el perdedor se han amoldado a la nueva situación
jerárquica y ha cesado el conflicto, tanto la depresión del perdedor consecuente a la derrota
en la lucha de estatus, como la euforia del ganador, tenderán a ir desapareciendo
gradualmente. Lo que no implica que no puedan producirse, como así sucede habitualmente,
cambios duraderos en los niveles hormonales de uno y otro, como reflejo de la nueva situación
de estatus.
En realidad, lo habitual es que acabe produciéndose una cierta depresión en los individuos que
se encuentran en la escala más baja del grupo, incluso aunque no mantengan abierto ningún
tipo de conflicto, al contrario de lo que sucede con los individuos que se encuentran en lo alto
de la escala social.

Los individuos que ocupan los niveles más altos de la escala social suelen ser los más
poderosos, los más fuertes, los más ricos, o los que cuentan con alianzas más sólidas. Pueden
permitirse tener una vida más relajada y placentera. No necesitan mantenerse en un estado
permanente de alerta, preocupándose constantemente por las amenazas inmediatas, como les
sucede a menudo a quienes se encuentran en una situación social de mayor debilidad. Por
ejemplo, las personas de nivel económico más bajo se ven sometidas a un estrés adicional
debido al estado de ansiedad y el sobreesfuerzo que deben realizar para superar sus
dificultades económicas, y la mayor inseguridad laboral de sus empleos.

Estas circunstancias hacen que, tal como han demostrado numerosos estudios, exista una
correlación negativa entre el nivel de estatus social y la salud y esperanza de vida. Es el
llamado “síndrome del estatus”, una constante que se mantiene en todas las sociedades
humanas conocidas, cualquiera que sea su régimen político, su estructura social y demográfica,
su sistema económico, su grado de desarrollo, o su sistema de creencias religiosas o filosóficas.

El profesor de epidemiología Michael Marmot llevó a cabo el que es seguramente el estudio


más completo y significativo del fenómeno del síndrome de estatus, al analizar la relación
entre nivel de riqueza y salud del conjunto de personas que integran la Administración Pública
Inglesa. De sus datos se obtienen resultados concluyentes: en una organización social, las
probabilidades son que cuanto más alto sea el escalafón que ocupemos dentro de la jerarquía
del grupo, disfrutaremos de mejor salud, y cuanto más descendamos en la escala, tendremos
peor salud y viviremos menos años.

Además, los efectos negativos relacionados con el estatus social no afectan sólo a los
escalones más bajos, sino que estadísticamente existe una correlación entre el estatus que las
personas ocupamos dentro de un grupo social, cualquiera que sea, y el riesgo de sufrir ataques
al corazón. Se trata además de un fenómeno gradual: el riesgo se incrementa escalón a
escalón, de modo que quienes están en el tercer escalón tienen más riesgo que los que están
en el segundo, los del cuarto más que los del tercero y así sucesivamente. La diferencia entre
las personas situadas en la base de la pirámide jerárquica y las que se encuentran en la
cúspide, puede cifrarse en un riesgo de muerte por cardiopatía cuatro veces mayor.
El principal factor implicado en este fenómeno de la relación entre estatus y salud es la
capacidad de control. Tener sensación de control ayuda a reducir los niveles de estrés, y es
siempre la persona que está en lo alto del escalafón quien controla en mayor medida la
situación, mientras que el último mono de la jerarquía no controla nada en absoluto. Es el jefe
quien le dice a la secretaria lo que tiene que hacer a lo largo del día, y no al revés. Es el
profesor el que decide la agenda escolar y los alumnos los que la acatan. Es siempre la persona
con mayor poder quien controla la agenda de participación. En general, tener el control del
grupo supone sufrir un menor grado de incertidumbre y vulnerabilidad, y por tanto estar
sometido a un menor grado de estrés.

Cómo se consigue el poder en las sociedades humanas

Debido a la naturaleza jerárquica de nuestra especie, las luchas de poder son inherentes a
cualquier tipo de relación social humana, ya que dicho poder confiere una serie de
prerrogativas a quienes lo poseen dentro del grupo, en especial el acceso privilegiado a los
bienes escasos y la capacidad de influencia sobre el grupo del que forma parte.

Son varios los mecanismos que permiten el acceso al poder en las sociedades humanas y su
acumulación en lo que el sociólogo Pierre Bourdieu denominó “capital simbólico”. Este
concepto indica que existen diferentes formas de poder en las sociedades humanas, las cuales
suelen ser transformables en capital económico y viceversa.

En primer lugar, en la historia de las luchas de poder entre los individuos y los grupos humanos
para hacerse con el control y acceso privilegiado a los recursos escasos y para imponer su
dominio e influencia sobre los demás, la agresión y la violencia han ocupado siempre un lugar
de privilegio.

Podemos imaginar que la fuerza física y la capacidad de imponerse a los demás mediante la
disputa y la intimidación debió ser un mecanismo fundamental para dirimir la posición
jerárquica en los grupos tribales prehistóricos.

Después, a medida que las poblaciones fueron creciendo a partir del Neolítico, los nuevos
estados que fueron surgiendo se reservaron para sí mismos el monopolio de la violencia. Para
ello, utilizaban las fuerzas policiacas y militares como sus principales instrumentos para hacer
respetar la ley, sustentar las relaciones existentes de poder social, y también para someter y
dominar a otras naciones o para defenderse de sus agresiones.
Naturalmente, no siempre los Estados conseguían su objetivo de arrogarse en exclusiva el uso
de la fuerza, y en todas las sociedades ha habido grupos de hombres armados que se
organizaban al margen de la ley. Estos grupos podían tener objetivos de mera búsqueda de sus
intereses particulares al margen de los mecanismos previstos por la legalidad vigente en ese
momento, o bien podían defender causas sociales, ideológicas, nacionales o de otro tipo
enfrentándose a los que en ese momento detentaban el poder a través de procesos armados y
revolucionarios. El hecho de que la historia juzgara después a estas bandas como movimientos
sociales o políticos legítimos o como meros grupos de bandoleros y terroristas, dependía
fundamentalmente del resultado de la contienda y de quién era el que narraba la historia.

En la actualidad, la capacidad de imponerse mediante la utilización del poder coercitivo de las


armas continúa siendo un método fundamental de ganar estatus y control sobre los recursos
escasos deseables, tanto en el seno de los grupos como en la lucha competitiva entre éstos.

Por ejemplo, unas pocas naciones detentan el monopolio de la fuerza nuclear e impiden, si es
necesario mediante el uso de la fuerza militar, que otros estados puedan unirse a este selecto
club de la destrucción masiva.

De hecho, la era nuclear inaugurada hace unas décadas ha cambiado para siempre las reglas
del juego de la guerra entre las naciones. Las guerras ya no son globales, porque el coste de
destrucción mutua asegurada sería inaceptable para las partes. En lugar de eso, se producen
guerras locales en las que las grandes potencias compiten indirectamente o por
representación a través de contiendas militares locales. Otras veces los enemigos son naciones
de segundo o tercer orden en el plano militar, que no representan verdaderas amenazas para
las grandes potencias, pero que éstas no dudan en arrasar cuando resulta de su conveniencia.
El ancestral mecanismo de la disputa de poder mediante la fuerza sigue estando hoy en día
plenamente vigente, como lo ha estado siempre a lo largo de nuestra historia.

Más allá de la maquinaria militar, el ejercicio del poder en cualquier campo requiere establecer
algún sistema de legitimidad que permita obtener la obediencia de los pueblos sometidos sin
necesidad de tener que recurrir constantemente a la fuerza.

Al fin y al cabo, el verdadero objetivo de las guerras nunca ha sido destruir a las naciones
enemigas ni matar a sus habitantes, sino controlarles y dominarles. La destrucción de bienes y
personas que producen las guerras son una simple consecuencia de la búsqueda de control y
dominio sobre un oponente que resiste.

Esta legitimación de los mecanismos de dominación puede venir dada por alguna construcción
social basada en la religión o la moral o por algún mecanismo legal o institucional, como los
sistemas instaurados en 1945 por los vencedores de la II Guerra Mundial. A través de ellos, las
potencias mundiales se reservaron para sí mismas el arbitrario derecho a veto en el Consejo de
Seguridad de las Naciones Unidades, único organismo cuyas decisiones tienen fuerza ejecutiva
para obligar a sus Estados Miembros.

Lo cierto es que, por encima de los aparatos legales, son sobre todo los mecanismos culturales
los que permiten reforzar y perpetuar las relaciones de dominación de unos pueblos sobre
otros o de unos grupos sobre otros dentro de una determinada sociedad.

Por eso, todos los imperios conquistadores han justificado sus acciones colonizadoras en base
a la autoproclamada superioridad de su propia cultura con relación a los pueblos conquistados
o sometidos. Al mismo tiempo, han intentado persuadir a dichos pueblos de que su cultura era
inferior a la de los conquistadores o colonizadores y, que por tanto debían someterse a ellos.

Del mismo modo, la cultura permite también amplificar las diferencias en el seno de los
propios grupos, ya que frecuentemente las personas de los estratos sociales superiores buscan
acentuar las diferencias de clase social. Las remarcan mediante una diferenciación en la forma
de vestir o adornarse, el vocabulario y el acento utilizado al hablar, las costumbres y
protocolos sociales y, en general, su cultura, en un intento de los miembros de las clases
dominantes de mantener su distinción respecto a las clases más bajas. Por ejemplo, las
personas de clases superiores tienden a utilizar expresiones gramaticales correctas y un
vocabulario que puede ser hasta 20 veces mayor que el de las personas de clases bajas. En el
otro extremo, los individuos de economía más baja tienden a utilizar construcciones
gramaticales menos precisas y un acento que permite identificarlos como pertenecientes a las
clases bajas apenas han pronunciado una frase.

Vemos, por tanto, que una primera y esencial forma de conseguir el poder en las sociedades
humanas consiste en el uso de la fuerza y la coerción, casi siempre amparadas en mecanismos
morales y culturales que les confieran algún tipo de legitimidad que permita obtener la
obediencia de los pueblos sometidos o las clases dominadas sin necesidad de tener que
recurrir constantemente a la fuerza. Pero no es el único mecanismo de acceso al poder en las
sociedades humanas. La capacidad de tejer alianzas sociales, el mecanismo del prestigio y el
uso de los medios de comunicación como medio de influencia social son otros medios de
conseguir el poder que analizaremos en los siguientes vídeos.

El mecanismos de las alianzas


Una de las formas principales de ganar y mantener poder en las sociedades humanas consiste
en construir una sólida red de alianzas, que permita a los coaligados favorecer sus intereses
mutuos frente a terceros.

Generalmente, estas alianzas implican una promesa tácita de intercambios recíprocos, y


tienden a mantenerse en la medida en que los aliados esperan que su contraparte sea capaz
de devolver los beneficios y favores recibidos.

A lo largo de la historia, al igual que sigue sucediendo en la actualidad, la mayoría de los


imperios recurrieron a algún tipo de alianzas, como medio de extender su dominio. Estas
alianzas les permitían aumentar la rapidez en conseguirlo o eran utilizadas como medida de
coacción frente a terceros para hacerles desistir de su empeño en atacarles o para que diesen
por perdida la batalla antes de que ésta comenzase. Del mismo modo, la disolución de dichas
alianzas ha sido con frecuencia la causa principal de la caída de dichos imperios.

En el seno de los grupos, las alianzas también son una forma fundamental de ganar estatus a
través del intercambio de favores. A menudo también los aliados intercambiarán entre ellos
información sensible que puede resultar clave para conquistar posiciones de poder o para
mantenerlas una vez que se ha accedido a las mismas.

Construir esta red de alianzas requiere tiempo y dedicación, buscando los puntos de conexión,
determinando los posibles beneficios mutuos de la relación y creando confianza e intimidad.
En la mayoría de los casos, la calidad y cantidad de estos aliados que una persona puede llegar
a conseguir dependerá de factores tales como sus orígenes familiares, su poder de
intercambio, sus relaciones de amistad o sus habilidades sociales.

Cualquiera que sea la naturaleza de las alianzas, no cabe duda de que son una fuente
formidable de poder… y al mismo tiempo tienen un lado oscuro que puede perjudicar al
conjunto de la sociedad.

Por ejemplo, cuando la cultura del nepotismo se instala en un país, o cuando la principal
calificación que tiene una persona para conseguir un determinado puesto es el padrinazgo con
el que cuenta, el resultado puede ser devastador tanto para la confianza social como para
eficiencia económica. Del mismo modo, cuando la principal forma de generar ingresos y
beneficios de muchas empresas consiste en contratar con las administraciones públicas,
mediatizadas a través de una cadena de alianzas y favores personales; o cuando se propician
concentraciones de poder monopolista u oligopólico en determinados sectores basada en las
alianzas espurias entre las élites políticas y económicas bajo la protección del Estado, el
resultado es que destruye la igualdad de oportunidades, y se perjudica la productividad y la
competitividad generales en beneficio de unos pocos.

Por supuesto, el intento de ganar poder e influencia a través del mecanismo de las alianzas no
es privativo de las élites sociales, sino que puede darse en cualquier estrato de la pirámide
social. De hecho, en la base de dicha pirámide, quienes forman parte ella son siempre mucho
más numerosos que quienes se encuentran en la cúspide la pirámide.

Esta multitud de personas que no consiguen encaramarse a lo alto de la pirámide social, suelen
tener un escaso nivel de influencia social y se espera de ellos que sean modestos, abnegados,
humildes, recatados, maleables, dispuestos al sacrificio de sus propios intereses personales en
aras del interés del grupo.

Sin embargo, a veces estas personas también deciden formar alianzas formales o informales
con otros individuos, para intentar aprovechar la fuerza conjunta del grupo. De este modo,
esperan conseguir mayor influencia que la que tienen de forma separada, constituyendo lo
que se denominan “movimientos sociales”. Estos movimientos sociales son grupos de
individuos que colaboran para el logro de un propósito común, como por ejemplo expresar
públicamente algún tipo de descontento, defender un cambio de la agenda pública, para que
se incluya un nuevo tema en el orden del día de la gran discusión social. o intentar producir
algún tipo de cambio social. Normalmente, los movimientos sociales solo pueden tener éxito
en la medida en que sus reivindicaciones encuentran eco en la sociedad y consiguen un gran
número de adhesiones y simpatizantes para ser capaces de modificar la opinión y las políticas
públicas en un determinado sentido. Cuando así sucede, pueden llegar a conformar grupos
fuertes de interés y presión hacia el poder instituido.

Tradicionalmente, las grandes movilizaciones en el pasado se conseguían principalmente a


través de octavillas y el boca a boca, pero aquellas formas de movilizarse pertenecen a un
pasado ya visto como remoto. El análisis de los movimientos sociales no puede realizarse hoy
día al margen de todos los espacios de discusión surgidos al abrigo del Ciberespacio. Internet
se ha configurado como una herramienta relevante para la movilización social llegando a
constituir el principal medio utilizado por los actores para actuar, informar y organizar y
coordinarse de forma colectiva. Tal vez por eso, las elites dominantes recurren también de
forma cada vez más indisimulada a la censura y la manipulación de la web, en su intento de
preservar sus privilegios de dominación y evitar que la población pueda informarse libremente
u organizarse para la acción social que no sea acorde con su propia agenda.
Lo cierto es que tanto las alianzas de las elites dominantes como los movimientos de base
social pueden actuar de forma pública o secreta y sus agendas pueden igualmente mantenerse
en público o en secreto. A veces incluso, pueden tener agendas públicas que sean solo una
cortina de humo para ocultar sus verdaderas agendas privadas e incluso muchos de quienes
integran dichas alianzas pueden creer estar actuando al servicio de la agenda pública declarada
mientras en realidad están siendo manejados por grupos reducidos poderosos que tienen
agendas diferentes. En el caso de los movimientos de base, cuando se opta por el secretismo
normalmente es para protegerse a sí mismos contra la represión de cualquier tipo que podrían
imponerles quienes detentan el poder legal o fáctico. En el caso de las elites, la motivación
para el ocultamiento no se encuentra en el temor a represalias, sino en el propósito de
conseguir mejor sus objetivos que podrían responder a agendas inconfesables que buscan su
propio interés en perjuicio de la mayoría.

El mecanismo del prestigio

Podemos observar que, mientras que en casi todas las especies sociales existe una lucha de
dominación que produce un determinado equilibrio jerárquico en los grupos, en la especie
humana coexiste, junto con este mecanismo de dominación jerárquica, otro mecanismo
paralelo que permite ganar estatus que consiste en poseer un alto valor de intercambio. Dicho
valor de intercambio puede estar conformado por bienes materiales, pero también por
conocimientos o habilidades especializadas que resulten valiosas para los demás.

Así, podemos ganar poder y estatus en la medida en que tengamos algo que los demás
quieran, como el dinero o algún otro tipo de recurso escaso, lo cual nos otorga un poder de
recompensa. Pero también podemos competir para ganar la atención y valoración de los
demás miembros del grupo adquiriendo algún tipo de conocimiento experto que sea
socialmente valioso, lo cual conforma la base del mecanismo del prestigio social.

Al contrario que la dominación jerárquica, el prestigio no se gana habitualmente luchando,


amenazando o imponiéndose de alguna forma a los otros miembros del grupo, sino
destacando en algún ámbito de la actividad o el conocimiento que resultan socialmente
apreciados. Es decir, no se gana prestigio mediante la fuerza o la coerción, sino a través del
consentimiento y la deferencia que voluntariamente ceden los demás miembros del grupo a
aquellos de entre ellos que alcanzan un mayor grado de excelencia en una determinada
parcela de actividad o conocimiento.
Podemos adivinar que este mecanismo de incrementar el estatus, casi exclusivamente
humano, se desarrolló en paralelo con la capacidad, también muy específica de nuestra
especie, de transmisión cultural. La capacidad de transmisión cultural supuso una enorme
ventaja adaptativa que tuvo que generar necesariamente una presión selectiva que
favoreciese las mutaciones genéticas que ayudasen a dicha transmisión cultural. Eso produjo
cambios en nuestra psicología ancestral, dirigidos a obtener el máximo provecho de la
capacidad de transmisión cultural de la información, lo que acabó produciendo la emergencia
del mecanismo del prestigio como forma de ganar estatus.

Imaginemos por ejemplo un cazador excelente que viviese en la época prehistórica. Aquellas
personas del grupo que fuesen capaces de aprender e imitar las técnicas que utilizaba dicho
cazador, incrementarían sus posibilidades de supervivencia. De modo que la selección natural
tendería a favorecer aquellos comportamientos que permitiesen adquirir estas capacidades de
aprendizaje eficiente. Por ejemplo, las personas del grupo debían ser capaces de distinguir
aquellos modelos a quienes resultaba productivo copiar, porque tenían un conocimiento o
habilidad superiores a la media. Ahora bien, esas personas que servían de modelo para los
demás, no tendrían razón alguna para compartir su conocimiento y sus destrezas, a menos que
obtuviesen contrapartidas por ello. De modo que la selección natural no sólo favoreció la
capacidad de reconocer a las personas más capaces del grupo, sino que también favoreció
aquellos comportamientos de deferencia, respeto y obsequio, que hacían más probable que
dichas personas destacadas estuviesen dispuestas a compartir sus conocimientos con quienes
mostraban dichas conductas reverentes hacia ellos.

Así que la excelencia en algún conocimiento o habilidad socialmente valiosos permiten


obtener el reconocimiento de los demás miembros del grupo, es decir, el prestigio social. Y
cuanto más prestigio social tiene una persona, mayor es el número de seguidores o imitadores
que puede conseguir, todos ellos consciente o inconscientemente deseosos de copiar su
comportamiento para incrementar sus propias posibilidades de supervivencia y reproducción.
Pues, al fin y al cabo, copiar un modelo exitoso es siempre mucho más fácil y menos arriesgado
que inventar o descubrir las cosas por sí mismo, y permite incrementar dramáticamente la
curva de aprendizaje individual.

Por eso, tendemos a otorgar voluntariamente mayor estatus a los expertos de cualquier tipo,
como los médicos, los abogados, los ingenieros, o los pilotos aéreos, y nos dirigimos a ellos con
respeto, siguiendo mansamente sus consejos y recomendaciones cuando nos encontramos
dentro de su dominio de acción. Es decir, aceptamos su liderazgo, aunque solo sea en
determinadas situaciones en las que consideramos que su mayor conocimiento y preparación
les confieren mérito suficiente para aceptar seguirles.

Pero, si la capacidad de adquirir estatus a través del mecanismo del prestigio hunde sus raíces
en los instintos humanos más básicos, la variante de ascender en la escala social por medio del
mecanismo de la fama representa, en cambio, una modalidad relativamente nueva e inédita
de promoción social.

Por supuesto, desde siempre ha existido el fenómeno de la modelación, que permite replicar
el éxito, o al menos intentarlo, de aquellos que lo han obtenido antes, siguiendo sus pasos,
imitando sus acciones e inspirándonos en sus hazañas.

Ya en las antiguas civilizaciones, la gloria envolvía a las personalidades extraordinarios o a los


héroes protagonistas de gestas memorables, que se convertían en referentes culturales y
modelos de conducta. Pero es en las sociedades mediáticas modernas donde el fenómeno de
la fama se ha convertido en un mecanismo clave para entender la dinámica competitiva de los
individuos que rivalizan en el mercado del interés público. En este mercado, muchos intentan
obtener sus minutos de gloria mediática, pero son pocos son los que consiguen entrar en el
olimpo de la fama o mantenerse en el mismo durante mucho tiempo.

Podemos preguntarnos cuál es la razón antropológica del surgimiento de este mecanismo de la


fama como mecanismo para ganar respeto y admiración entre los miembros de la comunidad.
Si el surgimiento del mecanismo del prestigio se explica por su capacidad de favorecer la
transmisión cultural de modelos exitosos que copiar, ¿qué sentido tiene imitar la ropa, los
peinados o la forma de hablar de iconos mediáticos que han tenido éxito en campos como el
deporte o la música, donde la mayoría de sus seguidores tienen muy pocas esperanzas o
aspiraciones de medrar?

Seguramente, la explicación es que cuando nuestros ancestros desarrollaron la capacidad de


imitar culturalmente a los modelos más exitosos, tendían a incorporar el conjunto de los
comportamientos observados en dichos modelos como si fuesen un único paquete por
reproducir.

Por ejemplo, los hombres podrían observar a un buen cazador mientras se preparaba para la
acción, quizás vistiéndose con algún atuendo especial, practicando algún tipo de ritual,
tallando las puntas de sus flechas…, todo ello quedaba englobado dentro del mismo modelo
exitoso a imitar.
Llevado a nuestros días, este comportamiento podría explicar por qué los admiradores de una
determinada celebridad deciden imitar sus peinados, vestir su misma marca de vaqueros, o
comprarse su misma marca de reloj. Y esa es también básicamente la razón por la cual las
empresas patrocinan a estrellas mediáticas para que utilicen sus marcas y productos
comerciales. El apoyo de los famosos no sólo hace más visibles sus productos, sino que
también los hace más deseables.

La fama es un mecanismo de ascenso social que se mide fundamentalmente por el número de


seguidores o imitadores que se pueden conseguir. Al fin y al cabo, los ganadores en esta
competición de popularidad consiguen un logro que siempre ha sido el parámetro
fundamental que mide el estatus social de las personas: la cantidad e intensidad de atención
social que son capaces de atraer y mantener de las demás personas del grupo. En general, en
cualquier época y lugar, la cantidad de atención que se presta a una persona es una medida
muy fiable de su estatus social, de modo que cuanta más atención, mayor es el estatus,
mientras que las personas de bajo estatus se vuelven prácticamente invisibles para los demás.

Existen diferentes formas de conseguir fama en nuestro mundo actual. Por ejemplo, los
personajes que alcanzan prestigio y notoriedad en algún campo de actividad, como el deporte,
las artes, la literatura, la moda, las ciencias, la música o la empresa, tienden a convertirse en
modelos de referencia para una parte de los ciudadanos. Igualmente, la aparición de la
potente industria cinematográfica norteamericana en las primeras décadas del siglo XX
impulsó la fama y popularidad de sus estrellas hasta convertirlas en ídolos universales.
Después, la popularización de la televisión a partir de la segunda mitad del siglo XX, la convirtió
en la principal fábrica de creación de famosos, muchos de los cuales no poseen más mérito o
talento que el mero hecho participar en programas televisivos.

También podría gustarte