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Allen 19.03.2018
Título original: The Shadow of the Torturer
Gene Wolfe, 1980
Traducción: Rubén Masera & Lluis Domènech
Retoque de portada: Allen
Resurrección y muerte
Severian
Para que el hechizo fuera verdaderamente eficaz, uno tenía que andar
alrededor del sitio llevando una vela que hubiera ardido en un velatorio,
pero me descubrí riéndome de la idea —que recordaba la mascarada
nocturna de Drotte al sacar a simples de las tumbas— y decidí confiar en
los versos solamente, aunque estaba algo asombrado al comprobar que era
ahora bastante mayor como para no avergonzarme.
Los días transcurrieron y el recuerdo de mi visita al mausoleo fue lo
suficientemente vivido como para que yo no deseara repetirla y verificar
que mi tesoro estaba seguro, aunque a veces lo deseaba. Luego llegaron las
primeras nevadas, convirtiendo las ruinas de la muralla en una resbaladiza
barrera casi insuperable, y la necrópolis familiar en un extraño descampado
con montecillos engañosos, en los que los monumentos eran de pronto
demasiado grandes bajo la capa de la nieve reciente, y los árboles y los
arbustos habían quedado reducidos a la mitad por la misma cobertura.
Es propio de la naturaleza del aprendizaje en nuestro gremio que sea
fácil al principio, pero las tareas que le corresponden van haciéndose más y
más pesadas a medida que se acerca uno a la virilidad. Los niños pequeños
no trabajan. A la edad de seis años, cuando el trabajo empieza, consiste en
un principio en correr escaleras arriba y escaleras abajo en la Torre
Matachina transportando mensajes, y el pequeño y orgulloso aprendiz
apenas siente la tarea. A medida que el tiempo pasa, empero, el trabajo se
vuelve más y más oneroso. Los deberes lo llevan a otros lugares de la
Ciudadela: a los soldados en la barbacana, donde se entera de que los
aprendices militares tienen tambores y trompetas y oficleidos y botas, y a
veces corazas doradas; a la Torre del Oso, donde ve muchachos no mayores
que él, que aprenden a manejar animales de pelea de todas clases, mastines
de cabeza tan grande como la de un león, diatrymae más altos que un
hombre, con picos envainados en acero; y a un centenar de otros lugares
semejantes donde descubre por primera vez que el gremio es odiado y
despreciado aun por aquellos (a decir verdad, sobre todo por aquellos) que
recurren a sus servicios. Pronto hay que fregar y hacer trabajos en la cocina.
El hermano cocinero hace las tareas que podrían resultar placenteras o
interesantes, y el aprendiz tiene que cortar las verduras, servir a los oficiales
y llevar una infinita sucesión de bandejas escaleras abajo a las mazmorras.
Yo no lo sabía por entonces, pero pronto esta mi vida de aprendizaje,
que en mis recuerdos había venido haciéndose más y más dura, invertiría su
curso y se haría menos penosa y más placentera. El año antes de convertirse
en oficial, el aprendiz del último curso casi no tiene otra cosa que hacer que
vigilar a los menores. Come mejor, y aun viste mejor. Los oficiales más
jóvenes empiezan a tratarlo casi como a un igual, y tiene, sobre todo, la
consagradora carga de la responsabilidad, y el placer de impartir e imponer
órdenes.
Cuando llega la promoción, es un adulto. No desempeña otra tarea que
aquella para la que ha sido entrenado; es libre de abandonar la Ciudadela
después de cumplidos los deberes, y para esa recreación, se le suministran
fondos con cierta liberalidad. Si finalmente llega al magisterio (un honor
que requiere el voto afirmativo de todos los maestros vivos), podrá escoger
y elegir las tareas que puedan interesarle o divertirle, y dirigir los asuntos
del gremio.
Pero ha de entenderse que el año del que vengo escribiendo, el año en
que salvé la vida de Vodalus, no era consciente de nada de eso. El invierno
(se me dijo) había puesto fin a la temporada de campaña en el norte, y por
tanto había devuelto al Autarca y a sus principales oficiales y asesores a los
asientos de justicia.
—Y así —me explicó Roche—, tenemos todos estos nuevos clientes. Y
más por llegar… docenas, tal vez centenares. Quizá tengamos que reabrir el
cuarto nivel. —Agitó una mano pecosa para demostrar que él, cuando
menos, estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario.
—¿Está aquí? —pregunté—. ¿El Autarca? ¿Aquí en la Ciudadela? ¿En
el Torreón Grande?
—Claro que no. Si alguna vez viniera, uno lo sabría ¿no? Habría
desfiles e inspecciones y toda clase de procedimientos. Hay una suite para
él allí, pero no se la ha abierto en cien años. Estará en el palacio escondido,
la Casa Absoluta, en algún sitio al norte de la ciudad.
—¿No sabes dónde?
Roche se defendió.
—No se puede decir dónde está porque no hay nada allí excepto la Casa
Absoluta. Está donde está. En el norte, a la otra orilla.
—¿Más allá del muro? Mi ignorancia lo hizo sonreír.
—Mucho más allá. A semanas, si fueras andando. Naturalmente, el
Autarca podría estar aquí en seguida en una nave volante si así lo quisiera.
La Torre de la Bandera… allí aterrizaría la nave volante.
Pero nuestros nuevos clientes no llegaron en naves volantes. Los menos
importantes vinieron en caravanas de diez a veinte hombres y mujeres,
encadenados unos a otros por el cuello, y guardados por dimarchi, tropas
resistentes vestidas con armaduras que parecían haber sido hechas para ser
utilizadas, y que habían sido utilizadas. Cada cliente llevaba un cilindro de
cobre, que se suponía contenía sus papeles, y por tanto su destino.
Todos habían roto los sellos y leído esos papeles, por supuesto; y
algunos los habían destruido o los habían cambiado por otros. Los que
llegaban sin papeles serían retenidos hasta que se recibiera alguna nueva
acerca de su destino… y esperarían probablemente hasta el fin de sus días.
Los que habían cambiado los papeles por los de algún otro, habían
cambiado asimismo sus destinos; serían retenidos o liberados, torturados o
ejecutados, en lugar del otro.
Los más importantes llegaron en carruajes blindados. El propósito de
los laterales de acero y las ventanillas enrejadas de estos vehículos no era
tanto prevenir la huida como impedir el rescate, y no bien el primero de
ellos dobló estrepitosamente por el extremo oriental de la Torre de las
Brujas y entró en el Patio Viejo, en el gremio entero cundió el rumor de
osadas incursiones ideadas o intentadas por Vodalus. Porque todos mis
compañeros de aprendizaje y la mayor parte de los oficiales creían que
muchos de estos clientes eran partidarios, confederados y aliados de
Vodalus. Yo no los habría liberado por esa razón; habría sido una vergüenza
para el gremio, y a pesar del apego que yo sentía por Vodalus y por su
gente, no estaba dispuesto a nacerlo, y de cualquier modo hubiera sido
imposible. Pero tenía la esperanza de procurar a los que consideraba mis
camaradas en armas, las pequeñas comodidades que estaban a mi alcance:
comida adicional robada de las bandejas destinadas a clientes menos
meritorios, y a veces un pedazo de carne sacada de contrabando de la
cocina.
Un día muy ventoso, tuve la oportunidad de enterarme de quiénes eran.
Estaba fregando el suelo del estudio del maestro Gurloes, cuando lo
llamaron por algún recado y se fue dejando la mesa atestada de
documentos. Me apresuré no bien la puerta se cerró tras él y pude examinar
la mayor parte de esos documentos antes de oír sus pesados pasos de nuevo
en la escalera. Ni uno —ni uno— de los prisioneros cuyos papeles había
leído era un partidario de Vodalus. Había mercaderes que habían intentado
obtener ricos beneficios con los suministros que necesitaba el ejército,
criados de campamento que habían espiado para los ascios, y unos pocos y
sórdidos criminales civiles. Nada más.
Cuando llevé el cubo para vaciarlo en la tina de piedra del Patio Viejo,
vi uno de los carruajes blindados; el tiro de largas crines piafaba y coceaba,
y los guardianes con cascos guarnecidos de piel aceptaban con aire humilde
nuestros vasos humeantes de vino especiado. Atrapé en el aire el nombre de
Vodalus; pero en ese momento pareció que sólo yo lo oía, y de pronto sentí
que Vodalus había sido sólo un ediolon de la niebla creado por mi
imaginación, y sólo el hombre que yo había matado con su propia hacha era
real. Los documentos que había examinado hacía un momento parecían
volar contra mi cara como un puñado de hojas.
Fue en este momento de confusión cuando me di cuenta por primera vez
de que estoy un poco loco. Podría sostenerse que fue el momento más
inquietante de mi vida. Había mentido con frecuencia al maestro Gurloes, al
maestro Palaemon, al maestro Malrubius cuando todavía vivía, a Drotte
porque era capitán, a Roche porque era mayor y más fuerte que yo, y a Eata
y los otros aprendices menores porque deseaba que me respetaran.
Ahora ya no estaba seguro de que mi propia mente no estuviera
mintiéndome, y yo, que lo recordaba todo, no podía saber si esos recuerdos
no eran más que mis propios sueños. Recordaba la cara de Vodalus
iluminada por la luna; pero yo había querido verla. Recuerdo la voz de él
cuando me habló, pero yo había querido oírla, y también la voz de la mujer.
Una noche glacial, volví al mausoleo y miré el chrisos otra vez. La
gastada, serena y andrógina cara del reverso no era la de Vodalus.
IV
Triskele
—¿Quién está allí? —repitió el eco en la oscuridad. Con tanta osadía como
pude respondí:
—Alguien con un mensaje.
—Déjame escucharlo, entonces.
Mis ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad, y pude distinguir una
figura oscura y muy alta moviéndose entre negros jirones de formas aún
más altas.
—Es una carta, sieur —respondí—. ¿Es usted el maestro Ultan, el
conservador?
—El mismo. —Estaba erguido ante mí ahora. Lo que en un principio
me pareció un vestido blancuzco, era en realidad una barba que le llegaba
casi hasta la cintura. Yo ya era tan alto como muchos de los hombres a
quienes se les da ese nombre, pero él era una cabeza y media más alto que
yo, un verdadero exultante.
—Aquí tiene usted su carta, sieur —dije, y se la extendí.
Él no la tomó.
—¿De quién eres aprendiz? —Otra vez me pareció oír bronce, y de
pronto sentí que él y yo estábamos muertos, y que la oscuridad que nos
rodeaba era la tierra de la tumba que nos presionaba los ojos, tierra de la
tumba a través de la cual la campana llamaba a la veneración en cualquiera
de las capillas que hay bajo el suelo. La mujer lívida que yo había visto
sacar fuera de la tumba se me apareció tan vivida, que creí ver su rostro en
la blancura casi luminosa de la figura que hablaba—. ¿De quién eres
aprendiz? —volvió a preguntar.
—De nadie. Es decir, soy aprendiz de nuestro gremio. El maestro
Gurloes me ha enviado, sieur. El maestro Palaemon es en general el que
instruye a los aprendices.
—Pero no gramática. —Muy lentamente la mano de aquel hombre tan
alto buscó a tientas la carta.
—Oh, sí, gramática también. —Me sentía como un niño al hablar con
este hombre que ya era viejo cuando yo nací—. El maestro Palaemon dice
que debemos saber leer, escribir y calcular, porque cuando a nuestra vez
seamos maestros tendremos que enviar cartas y recibir las instrucciones de
las cortes, y mantener los registros y las crónicas.
—Como ésta —canturreó la oscura figura que tenía delante de mí—.
Cartas como ésta.
—Sí, sieur. Exactamente.
—¿Y qué dice esta carta?
—No lo sé. Está sellada, sieur.
—Si la abro —oí que la frágil cera se rompía bajo la presión de sus
dedos—, ¿me la leerás?
—Aquí está muy oscuro, sieur —dije dubitativo.
—Entonces tendremos que llamar a Cyby. Discúlpame. —En la
oscuridad apenas pude ver cómo se volvía y levantaba las manos juntas
como una trompeta—. ¡Cyby! ¡Cyby! —El nombre resonó a través de los
oscuros corredores. Sentí a mi alrededor como si una lengua de hierro
golpeara contra el bronce resonante a un lado y luego al otro.
Desde lejos llegó un grito de respuesta. Aguardamos en silencio durante
un momento.
Por fin vi una luz que avanzaba por un estrecho callejón bordeado (así
lo parecía) por paredes escarpadas de piedra irregular. Se acercó: un
candelabro de cinco brazos llevado por un hombre de unos cuarenta años,
corpulento y muy erguido, de cara chata y pálida.
El hombre de barba a mi lado dijo: —Por fin estás aquí, Cyby. ¿Has
traído una luz?
—Sí, maestro. ¿Quién es éste?
—Un mensajero con una carta. —Luego, en un tono más ceremonioso,
el maestro Ultan se dirigió a mí—: Éste es mi aprendiz, Cyby. También
nosotros los conservadores tenemos un gremio, del que los libreros son una
división. Yo soy el único maestro librero aquí, y es costumbre nuestra
asignar nuestros aprendices a nuestros miembros mayores. Cyby me
pertenece desde hace ya algunos años.
Le dije a Cyby que me honraba haberlo conocido y le pregunté, con
algo de timidez, cuál era el día festivo de los conservadores; una pregunta
que debió de ser sugerida por la idea de que tenían que haber transcurrido
muchos de esos días sin que Cyby hubiera sido elevado a oficial.
—Ya ha pasado —dijo el maestro Ultan. Al hablar me miró, y a la luz
del candelabro pude ver que sus ojos eran del color de la leche aguada—. A
principios de la primavera. Es un hermoso día. Casi todos los años las hojas
de los árboles ya han brotado para entonces.
No había árboles en el Patio Grande, pero asentí con la cabeza; luego,
recordando que no podía verme, le dije: —Sí, es hermoso, y sopla una brisa
suave.
—Precisamente. Tú eres un hombre joven conforme a mi corazón. —
Me puso la mano sobre el hombro; no pude evitar darme cuenta que tenía
los dedos oscurecidos de polvo—. Cyby también es un hombre joven
conforme a mi corazón. Cuando yo me haya ido de aquí él será el librero en
jefe. Sabes, nosotros los conservadores celebramos una procesión por la
calle de lubar. Él camina a mi lado entonces, los dos con una toga gris.
¿Cuál es el color de tu gremio?
—Fulígino —le dije—. El color que es más oscuro que el negro.
—Hay árboles… sicómoros y robles, arces y hayas que, según se dice,
son los más antiguos de Urth. Los árboles despliegan su sombra a ambos
lados de la calle de lubar, y hay más en las explanadas del centro. Los
tenderos salen a la puerta para ver a los extraños conservadores, sabes, y
por supuesto, los vendedores de libros y los anticuarios nos aclaman.
Supongo que a nuestro modesto modo, somos uno de los espectáculos de
primavera en Nessus.
—Debe de ser muy impresionante —dije.
—Lo es, lo es. La catedral es magnífica también, una vez que llegamos
a ella. Hay hileras de cirios, como si el sol brillara sobre el mar de la noche.
Y candelas de vidrio azul que simbolizan la Garra. Envueltos en luz
celebramos nuestras ceremonias ante el altar elevado. Dime, ¿tu gremio
visita la catedral?
Expliqué que nosotros utilizábamos la capilla de la Ciudadela, y dije
que me sorprendía de veras que los bibliotecarios y otros conservadores
abandonaran sus muros.
—Tenemos derecho a hacerlo ¿sabes? La misma biblioteca lo hace ¿no
es cierto, Cyby?
—Verdaderamente lo hace, maestro. —Cyby tenía una alta frente
cuadrada que su pelo ya algo cano comenzaba a abandonar. Eso hacía que
su cara pareciera pequeña y algo infantil; entendí por qué Ultan, que con
toda seguridad se la había acariciado más de una vez, del mismo modo que
el maestro Palaemon a veces acariciaba la mía, lo creía todavía casi un
muchacho.
—Estáis entonces en estrecho contacto con vuestros miembros
opositores de la ciudad —dije.
El viejo se acarició la barba.
—En el más estrecho, ya que nosotros mismos somos ellos. Esta
biblioteca es la biblioteca de la ciudad, y la biblioteca de la Casa Absoluta
también. Y muchas otras.
—¿Quiere usted decir que se le permite a la chusma de la ciudad entrar
en la Ciudadela para utilizar vuestra biblioteca?
—No —dijo Ultan—. Quiero decir que la biblioteca misma se extiende
más allá de los muros de la Ciudadela. Tampoco creo que sea la única
institución que lo hace. Tanto es así, que el contenido de nuestra fortaleza es
mayor que el continente.
Me tomó por el hombro mientras hablaba y empezamos a andar por uno
de los estrechos y largos pasillos, entre las inmensas estanterías de libros.
Cyby nos seguía sosteniendo el candelabro… supongo que para su
beneficio más que para el mío, pero podía ser lo suficiente como para no
chocar contra los estantes de roble oscuro junto a los que pasábamos.
—Los ojos no te fallan —dijo el maestro Ulman al cabo de un tiempo
—. ¿Ves los límites de este pasillo?
—No, sieur —dije, y de hecho así era. Hasta donde llegaba la luz del
candelabro, sólo había hilera sobre hilera de libros que iban desde el suelo
al techo. Algunas de las estanterías estaban desordenadas, otras en orden;
una o dos veces vi señales de que las ratas habían anidado entre los libros
acomodándolos para construirse abrigadas viviendas de dos y tres niveles y
esparciendo excrementos sobre las cubiertas para formar los toscos
caracteres de su idioma.
Pero siempre había libros y más libros: filas de lomos de cabritilla, piel
de Marruecos, tela, papel y muchos otros materiales que no fui capaz de
identificar. Algunos de esos lomos eran de un dorado resplandeciente, otros
lucían letras impresas en negro; por último había unos pocos con rótulos de
papel tan viejos y amarillentos que parecían hojas muertas.
—El rastro de la tinta no tiene fin —me dijo el maestro Ultan—. O al
menos eso es lo que dijo un hombre sabio. Vivió mucho tiempo atrás…
¿Qué diría si pudiera vernos ahora? Otro dijo: «El hombre es capaz de
renunciar a su vida por aumentar una colección de libros», pero a mí me
gustaría ver al hombre que fuera capaz de superar lo que tenemos aquí, no
importa sobre qué tema.
—Estaba mirando las encuadernaciones —contesté sintiéndome
bastante tonto.
—Qué suerte tienes. No obstante, estoy contento. Ya no puedo verlos,
pero recuerdo el placer con que antes lo hice. Eso fue justo después de
convertirme en maestro bibliotecario. Supongo que tendría unos cincuenta
años. ¿Sabes?, había sido aprendiz durante muchos, muchos años.
—¿Fue así, sieur?
—Realmente, lo fue. Mi maestro era Gerbold, y por décadas pareció
que no iba a morir nunca. Los años pasaban, y en todo ese tiempo yo no
hacía más que leer… supongo que muy pocos habrán leído tanto. Empecé,
como lo hacen la mayoría de los jóvenes, leyendo los libros que disfrutaba.
Pero con el tiempo descubrí que eso disminuía mi placer, hasta que dediqué
la mayor parte de mis horas a la búsqueda de libros semejantes. Luego me
tracé un plan de estudios, investigué las ciencias oscuras, una tras otra,
desde el alba del conocimiento hasta el presente. Finalmente agoté eso
también, y comenzando por la gran biblioteca de ébano que se encuentra en
el centro de la sala que nosotros los bibliotecarios hemos custodiado
durante trescientos años, aguardando la vuelta del Autarca Sulpicius (y en
la cual, por lo tanto, nadie entra), continué leyendo hacia la periferia a lo
largo de quince años, a menudo hasta dos libros en un día.
A nuestras espaldas, Cyby musitó: —Maravilloso, sieur. —Sospeché
que habría oído la historia muchas veces.
—Entonces, sucedió lo inesperado, el maestro Gerbold murió. Treinta
años antes, yo hubiera sido la persona ideal para el puesto, por predilección,
educación, experiencia, juventud, conexiones familiares y ambición. Pero
en el momento en que ocupé el puesto, nadie podría haber sido menos
adecuado que yo. Había esperado tanto, que esperar era todo lo que sabía, y
mi mente estaba sofocada bajo el peso de hechos inútiles. Sin embargo, me
obligué a mí mismo a ocupar el cargo, y consumí un número de horas que
para ti sería inconcebible intentando recordar los planes y las máximas que
había imaginado muchos años atrás para mi eventual sucesión.
Hizo una pausa y supe que estaba ahondando otra vez en una mente más
profunda y oscura que su gran biblioteca.
—Pero el viejo hábito de la lectura no me abandonaba —continuó—.
Perdí con los libros muchos días, y aun semanas, que debí haber ocupado en
la conducción del establecimiento del que yo era responsable. Luego, de
manera tan súbita como la campanada de un reloj, me ganó una nueva
pasión que desalojó la vieja. Seguramente ya habrás adivinado de qué se
trata.
Le dije que no era así.
—Estaba leyendo, o así lo creía, sentado en ese mirador de la planta
cuadragésimo primera que mira a… Me he olvidado. Cyby, ¿a qué mira?
—Al Jardín de los Tapiceros, sieur.
—Sí, ahora lo recuerdo… ese pequeño cuadrado verde y pardo. Creo
que allí secan romero para rellenar almohadones. Estaba sentado allí, como
dije, desde hacía varias guardias, cuando advertí que ya no estaba leyendo.
Por algún tiempo me fue difícil decir qué había estado haciendo. Cuando lo
intenté, sólo recordé ciertos olores, texturas y colores que no parecían estar
para nada conectados con lo que se exponía en el libro que tenía ante mí.
Por fin comprendí que, en lugar de leerlo, lo había estado observando como
un objeto físico. El rojo que recordaba provenía de la cinta cosida a la
cabezada y que servía de señalador. La textura que aún me cosquilleaba en
los dedos era la del papel en que estaba impreso el libro. El olor que
impregnaba mi nariz era del viejo cuero que todavía conservaba el aroma
del aceite de abedul. Fue sólo entonces, cuando vi los libros en sí mismos,
que empecé a comprender lo que significaba que estuvieran a mi cuidado.
»Aquí hay libros —continuó, apretándome aún más el hombro—,
encuadernados con el pellejo de equidnas, krakens y bestias extinguidas
desde hace tanto tiempo que, de acuerdo con la opinión de la mayoría de los
estudiosos, no hay más huellas de ellas que las fosilizadas. Tenemos libros
encuadernados en aleaciones de metales desconocidos, y libros cuyas
portadas tienen gemas engarzadas. Tenemos libros en cajas de madera
perfumada, enviados a través de los inconcebibles abismos del Universo…
libros doblemente preciosos porque nadie en Urth puede leerlos.
»Tenemos libros cuyo papel está hecho con fibras de plantas de las que
fluyen extraños alcaloides, de modo que el lector, al recorrer sus páginas,
cae sin darse cuenta en extravagantes fantasías y sueños quiméricos. Libros
cuyas páginas no son de papel, sino de delicadas láminas de jade blanco,
marfil y madreperla; libros cuyas hojas son las hojas disecadas de plantas
desconocidas. Y también tenemos algunos que no parecen libros en
absoluto, y que son rollos y tablillas y registros de cien sustancias
diferentes. Hay un cubo de cristal aquí, aunque ya no sé decirte dónde, no
más grande que la yema de tu pulgar, y que contiene más libros que toda la
biblioteca. Aunque una ramera podría colgárselo de la oreja como adorno,
no hay bastantes libros en el mundo como para contrabalancear el otro.
Todos estos llegué a conocer, y dediqué mi vida a salvaguardarlos.
»Durante siete años me ocupé de eso; y luego, justo cuando los
problemas urgentes y superficiales de la preservación se habían
solucionado, y estábamos a punto de comenzar la primera inspección
general de la biblioteca desde que ésta se fundara, los ojos empezaron a
licuárseme en las órbitas. Quien me había dado todos los libros en custodia,
me cegó para que yo supiera por quién están custodiados los custodios.
—Si no puede leer la carta que le traje, sieur, con mucho gusto se la
leeré —dije.
—Tienes mucha razón —musitó el maestro Ultan—. Lo había olvidado.
La leerá Cyby… lee bien. Aquí, Cyby.
Yo sostuve el candelabro y Cyby desplegó el resquebrajado pergamino,
lo levantó como si fuera una proclama y empezó a leer; los tres éramos un
pequeño círculo a la luz del candelabro, con todos esos libros alrededor.
—«Del maestro Gurloes, de la Orden de los Buscadores de la Verdad y
la Penitencia…».
—¿Qué? —exclamó el maestro Ultan—. ¿Eres un torturador,
muchacho?
Le dije que lo era, y hubo un silencio tan largo que Cyby empezó a leer
la carta una segunda vez.
—«Del maestro Gurloes, de la Orden de los Buscadores de la
Verdad…».
—Espera —dijo Ultan. Cyby hizo nuevamente una pausa; yo permanecí
como estaba, sosteniendo el candelabro y sintiendo cómo la sangre afluía a
mis mejillas. Por fin, el maestro Ultan volvió a hablar con voz tan tranquila
como cuando me había dicho lo bien que leía Cyby—. Apenas recuerdo
cómo fue mi ingreso en el gremio. Supongo que conocerás el método por el
que reclutamos gente.
Admití no saberlo.
—Por un antiguo precepto, cada biblioteca tiene un cuarto reservado a
los niños. En él hay libros de brillantes figuras que hacen el deleite de los
niños, y unos pocos que son simples cuentos de maravillas y aventuras.
Muchos niños acuden a esos cuartos, y mientras permanecen dentro de sus
confines no se muestra ningún interés por ellos.
Vaciló, y aunque no podía adivinar ninguna expresión en su rostro, tuve
la impresión de que temía que lo que estaba por decir podría apenar a Cyby.
—De vez en cuando, sin embargo, un bibliotecario observa a un niño
solitario que sale de ese cuarto… hasta que por fin lo abandona por
completo. Un niño así termina por descubrir, en alguna estantería baja, pero
oscura, El libro de Oro. Tú no has visto nunca ese libro y nunca lo verás,
pues has dejado atrás la edad en que es posible encontrarlo.
—Debe de ser muy hermoso —dije.
—Por supuesto que lo es. A menos que mi memoria me traicione, la
cubierta es de piel de gamo negro, considerablemente gastada en el dorso.
Varias de sus rúbricas se están borrando y le faltan algunas láminas. Pero es
un libro notablemente hermoso. Me gustaría volver a encontrarlo, aunque
todos los libros están ahora cerrados para mí.
»Como dije, en el momento oportuno el niño descubre, El Libro de Oro.
Entonces vienen los bibliotecarios… como vampiros dicen algunos, pero
otros dicen como el hada madrina de un bautizo. Ellos hablan con el niño, y
éste se va con ellos. En adelante está en la biblioteca cada vez que puede, y
pronto sus padres ya no lo conocen. Supongo que lo mismo sucede con los
torturadores.
—Tomamos a los niños que nos caen en las manos —dije—, y son muy
pequeños.
—Nosotros hacemos lo mismo —murmuró el viejo Ultan—. De modo
que no tenemos derecho a condenaros. Sigue leyendo, Cyby.
—«Del maestro Gurloes de la Orden de los Buscadores de la Verdad y
la Penitencia, al archivista de la Ciudadela: Salud, hermano.
»Por voluntad de una corte, tenemos en custodia a la exultante persona
de la chatelaine Thecla; y por la misma voluntad, querríamos procurarle a la
chatelaine Thecla en su confinamiento, los consuelos que no estén más allá
de lo razonable y lo prudente. Para que pueda pasar el tiempo hasta que su
momento con nosotros haya llegado o, como ella me ha indicado que yo lo
diga, hasta que el corazón del Autarca, cuya clemencia no conoce murallas
ni mares, se dulcifique para con ella, como reza para que así suceda, pide,
como es propio de vuestro cargo, le suministréis ciertos libros, los cuales
son…».
—Puedes omitir los títulos, Cyby —dijo Ultan—. ¿Cuántos son?
—Cuatro, sieur.
—No hay dificultades entonces. Sigue.
—«Por esto, archivista, os estamos muy agradecidos». Firmado:
«Gurloes, maestro de la Honorable Orden, comúnmente llamada Gremio de
Torturadores».
—¿Conoces alguno de los títulos que figuran en la lista del maestro
Gurloes, Cyby?
—Tres, sieur.
—Muy bien. Búscalos, por favor. Dime, ¿cuál es el cuarto?
—El Libro de las Maravillas de Urth y el Cielo, sieur.
—Mejor que mejor, hay un ejemplar a no más de dos estanterías de
aquí. Cuando tengas los cuatro volúmenes, nos encontrarás junto a la puerta
por la que este joven, a quien temo que ya hemos demorado demasiado,
entró en la biblioteca.
Intenté devolver el candelabro a Cyby, pero él me indicó con una seña
que debía conservarlo y se alejó corriendo por un estrecho pasillo. Ultan
andaba a grandes zancadas en la dirección opuesta, moviéndose con tanta
seguridad como si pudiera ver.
—Lo recuerdo bien —dijo—. Está encuadernado en cordobán pardo, los
bordes son dorados y tiene grabados de Gwinoc, coloreados a mano. Está
en la tercera estantería contando desde el suelo, junto a un infolio de tela
verde… creo que es Vidas de los Diecisiete Megaterianos, de Blaithmaic.
Sobre todo para que supiera que no lo había abandonado (aunque sin
duda su agudo oído captaba mis pasos detrás de él), le pregunté: —¿Qué es,
sieur? Me refiero a ese libro de Urth y el cielo.
—¡Vaya! —dijo—. ¿No conoces ninguna pregunta mejor para hacerle a
un bibliotecario? Nuestra preocupación, muchacho, ha de ser el cuidado de
los libros, no su contenido.
Capté el humor que había en su tono.
—Creo que conoce el contenido de cada uno de los libros que hay aquí,
sieur.
—Apenas. Pero Maravillas de Urth y el Cielo era una obra corriente
hace trescientos o cuatrocientos años. Relata la mayor parte de las leyendas
familiares de los tiempos antiguos. Para mí la más interesante es la de los
Historiadores, que habla de un tiempo en que era posible rastrear cada
leyenda hasta llegar a un hecho casi olvidado. Notas la paradoja, supongo.
¿Existía la leyenda en aquel tiempo? Y si no existía ¿cómo llegó a existir?
—¿No hay grandes serpientes, sieur, o mujeres voladoras?
—¡Oh, sí! —respondió el maestro Ultan inclinándose al hablar—. Pero
no en la leyenda de los Historiadores. —Con aire de triunfo cogió un
pequeño volumen encuadernado en piel escamada—. Mira esto, muchacho,
y comprueba si he tomado el correcto.
Apoyé el candelabro en el suelo y me agaché junto a él. El libro que
tenía en las manos era tan viejo y estaba tan rígido y mohoso, que sin duda
no se abría desde hacía más de un siglo. Él título confirmaba la jactancia del
viejo. Un subtítulo anunciaba: «Una Compilación de las Fuentes Impresas
de los Secretos Universales de una Edad Tal que su Significado ha Quedado
Oscurecido por el Tiempo».
—¿Y bien? —preguntó el maestro Ultan—. ¿Estaba en lo cierto o no?
Abrí el libro al azar y leí: «… por medio de lo cual una imagen podría
grabarse con tanta habilidad, que toda ella, si se destruyera, podría recrearse
a partir de una parte pequeña, y esa parte pequeña podría ser cualquiera».
Supongo que fue la palabra grabar lo que me evocó los acontecimientos
que había presenciado la noche que recibí el chrisos.
—Maestro —respondí—. Es usted formidable.
—No, pero rara vez me equivoco.
—Usted, de entre todos los hombres, es el único capaz de perdonarme
cuando le diga que me he demorado un instante leyendo unas pocas líneas
de este libro. Maestro, seguramente sabe usted de los devoradores de
cadáveres. Oí decir que comiendo la carne de los muertos junto con cierto
fármaco, son capaces de resucitar a sus víctimas.
—Es insensato saber demasiado acerca de ese tipo de prácticas —
murmuró el archivista—, aunque cuando pienso en compartir la mente de
un historiador como Loman, o Hermas… —En sus años de ceguera, el
maestro debió de haber olvidado cómo nuestros rostros pueden reflejar
nuestros más profundos sentimientos. A la luz de las velas vi cómo su
rostro se retorcía en una agónica expresión de deseo. Por delicadeza me
volví; su voz seguía tan calma como una campana solemne—. Pero por lo
que leí una vez, estás en lo correcto, aunque no recuerdo que el libro que
sostienes trate ese tema.
—Maestro —le dije—, le doy mi palabra que jamás sospecharía de que
usted fuese capaz de semejante cosa. Pero dígame esto: suponga que dos
colaboran en el robo de una tumba; uno toma la mano derecha y el otro la
izquierda. El que come la mano derecha ¿sólo posee la mitad de la vida del
hombre y el otro el resto? Y si es así ¿qué sucede si llega un tercero y se
come un pie?
—Es una lástima que seas un torturador —dijo Ultan—. Podrías haber
sido un filósofo. No, tal como entiendo yo este asunto malsano, cada cual
posee su vida entera.
—Entonces toda la vida de un hombre está contenida en su mano
derecha y también en la izquierda. ¿Y también en cada uno de sus dedos?
—Creo que cada participante tiene que consumir más de un bocado para
que la práctica sea efectiva. Pero supongo que lo que dices es correcto, al
menos en teoría. La vida entera está contenida en cada dedo.
Volvíamos ya andando en la dirección por la que habíamos venido.
Como el pasillo era demasiado estrecho para que uno pudiera adelantar al
otro, yo llevaba el candelabro delante de él, de forma tal que un extraño, al
vernos, podría pensar que iba iluminándole el camino.
—Pero maestro —dije—, ¿cómo puede ser? Con el mismo argumento,
la vida tiene que residir en cada articulación de cada dedo, y con seguridad
eso es imposible.
—¿Qué tamaño tiene la vida de un hombre? —preguntó Ultan.
—No tengo modo de saberlo, pero ¿no es mayor que eso?
—Para ti, que la ves desde el principio, parece muy larga. Pero yo, que
la recuerdo desde su término, sé lo pequeña que ha sido. Supongo que esa
es la razón por la que las depravadas criaturas que devoran el cuerpo de los
muertos buscan más. Permíteme que te pregunte algo, ¿no has observado
que con frecuencia el hijo se parece asombrosamente a su padre?
—Lo he oído decir, sí. Y lo creo —respondí. Al hacerlo, no podía dejar
de pensar en los padres que nunca conocería.
—Entonces estarás de acuerdo en que, dado que cada hijo puede
parecerse a su padre, es posible que una cara perdure a través de muchas
generaciones. Es decir, si el hijo se parece al padre, y su hijo se parece a él,
y el hijo de ese hijo se le parece, el cuarto del linaje, el tataranieto, se
parecerá al tatarabuelo.
—Sí —dije.
—Sin embargo, la semilla de todos ellos estaba contenida en un dracma
de fluido. Si no vinieron de allí, ¿de dónde vinieron?
No pude contestar y seguí andando, desconcertado, hasta que llegamos
a la puerta por la que había entrado al nivel más bajo de la gran biblioteca.
Allí encontramos a Cyby, que cargaba los otros libros mencionados en la
carta del maestro Ultan, y muy agradecido abandoné el aire enrarecido de
las estanterías. Volví varias veces a los niveles superiores, pero nunca más
entré en ese sótano que parecía una tumba, ni tuve deseos de hacerlo.
Uno de los tres volúmenes que había traído Cyby tenía el tamaño del
tablero de una mesa pequeña, un codo de ancho y apenas una ana de altura;
por las armas impresas en la cubierta de cabritilla, supuse que sería la
historia de alguna antigua familia noble. Los otros eran mucho más
pequeños. Un libro verde, apenas mayor que mi mano y no más grueso que
mi dedo índice, parecía ser un devocionario, repleto de figuras esmaltadas
con pantócratas ascéticos e hipóstatas de halo negro y ropas cubiertas de
gemas. Me detuve un instante a mirarlos, compartiendo con una fuente seca
un pequeño jardín olvidado, lleno del sol del invierno.
Antes de haber abierto siquiera alguno de los otros volúmenes, sentí ese
apremio del tiempo que es el más seguro indicio de que hemos dejado atrás
la niñez. Me había ya demorado cuando menos dos guardias para un
mandado sencillo, y pronto la luz se desvanecería. Recogí los libros y me
apresuré, aunque no lo sabía, al encuentro de mi destino y finalmente de mí
mismo en la chatelaine Thecla.
VII
La traidora
El conversador
Al día siguiente, le llevé a Thecla la cena por primera vez. Permanecí con
ella durante una guardia. Con frecuencia, Drotte nos observaba a través de
la rendija. Jugamos a juegos mundanos en los que ella era mucho mejor que
yo, y al cabo de un tiempo conversamos sobre esas cosas que quienes han
retornado, según se cuenta, dicen que están más allá de la muerte. Ella me
contó lo que había leído en el libro más pequeño de los que yo le trajera; no
sólo las aceptadas opiniones de los hierofantes, sino también varias teorías
excéntricas y heterodoxas.
—Cuando esté en libertad —dijo—, fundaré mi propia secta. Les diré a
todos que la sabiduría me fue revelada durante mi estancia entre los
torturadores. Eso lo atenderán.
Le pregunté en qué consistiría su enseñanza.
—En que no existe agathodaemon o vida después de la muerte. Que la
mente se extingue en la muerte como en el sueño, sólo que de un modo más
profundo.
—Pero ¿quién dirás que te lo ha revelado?
Ella sacudió la cabeza; luego apoyó la barbilla puntiaguda sobre una
mano, en una pose que revelaba de manera admirable la elegante línea del
cuello.
—Todavía no lo he decidido. Un ángel de hielo, quizá. O un fantasma.
¿Cuál te parece mejor?
—¿No hay una contradicción ahí?
—Precisamente. —La voz se le enriquecía con el placer que le
proporcionaba la pregunta—. En esa contradicción residirá el atractivo de
esta nueva creencia. No se puede fundar una teología novedosa sobre la
Nada, y ningún fundamento es tan seguro como una contradicción. Ahí
tienes a los grandes triunfadores del pasado: dicen que sus deidades son los
amos de todos los universos y sin embargo necesitan que sus abuelas los
defiendan, como si fueran niños asustados por las gallinas. O dicen
también: la autoridad que no castiga a nadie mientras haya oportunidad de
reforma, ha de castigar a todos cuando ya no hay posibilidad de que nadie
mejore.
—Esas cosas son demasiado complicadas para mí —dije.
—No, no lo son. Eres tan inteligente como la mayoría de los jóvenes.
Pero supongo que vosotros los torturadores no tenéis religión. ¿Os hacen
jurar que la abandonaréis?
—Nada de eso, tenemos una patrona celestial y preceptos, como
cualquier otro gremio.
—Nosotros no. —Por un momento, pareció reflexionar sobre la
cuestión—. Sólo los gremios los tienen, ¿sabes?, y el ejército, que también
es una especie de gremio. Creo que estaríamos mejor si los tuviéramos. Sin
embargo, los días festivos y las noches de vigilia se han convertido en
exhibiciones, en meras oportunidades para lucir nuevos vestidos. ¿Te gusta
esto? —Se puso de pie y extendió los brazos para mostrarme el estropeado
vestido blanco.
—Es muy bonito —aventuré—. El bordado y el modo en que están
cosidas las perlas.
—Es lo único que tengo… lo que tenía puesto cuando me trajeron aquí.
Es para la cena, en realidad. Después de la media tarde y antes de que
empiece la velada.
Le dije que estaba seguro que el maestro le haría traer otros si ella lo
pedía.
—Ya lo hice, y dice que envió a alguna gente a la Casa Absoluta para
traérmelos, pero que no pudieron encontrarla, lo cual significa que la Casa
Absoluta trata de fingir que no existo. De cualquier modo es posible que
toda mi ropa haya sido enviada a nuestro castillo del norte o a alguna de las
villas. Hará que su secretario escriba pidiéndola.
—¿Sabes a quién envió? —pregunté—. La Casa Absoluta tiene que ser
casi tan grande como nuestra Ciudadela, y pienso que sería imposible no
encontrarla.
—Por el contrario, es muy fácil. Como no se la ve, puedes estar allí, y
no saberlo nunca, si no tienes suerte. Además, con los caminos clausurados,
les basta con alertar a sus espías para que den una dirección incorrecta a
alguien en particular, y tienen espías en todas partes.
Empecé a preguntarle cómo era posible que la Casa Absoluta (que
siempre me había imaginado como un enorme palacio con torres
resplandecientes y grandes cúpulas) fuera invisible; pero Thecla ya estaba
pensando en otra cosa totalmente distinta, acariciando un brazalete en forma
de kraken, un kraken cuyos tentáculos le envolvían la cara blanca del brazo,
y cuyos ojos eran esmeraldas en bruto.
—Me sorprendió que me permitieran conservarlo. Es muy valioso. De
platino, no de plata.
—No hay nadie aquí que pueda ser sobornado.
—Podría venderse en Nessus para comprar ropa. ¿Sabes si alguno de
mis amigos ha intentado verme?
Negué con la cabeza: —No serían admitidos.
—Entiendo, pero alguno quizá podría intentarlo. ¿Sabes que casi todos
en la Casa Absoluta ignoran que este lugar existe? Veo que no me crees.
—¿Quieres decir que no saben de la Ciudadela?
—Eso lo saben, por supuesto. Partes de ella están abiertas para todos, y
de cualquier manera es imposible no ver los chapiteles si se va hasta el
extremo sur de la ciudad viviente, no importa de qué lado del Gyoll. —
Golpeó con una mano la pared de metal de la celda—. No saben de esto… o
cuando menos, muchos de ellos negarían que todavía existe.
Ella era una gran, gran chatelaine, y yo era algo peor que un esclavo
(ante los ojos de la gente común, que no comprende realmente las funciones
de nuestro gremio). Sin embargo, cuando el tiempo hubo transcurrido y
Drotte golpeó la puerta, fui yo el que se puso de pie, abandonó la celda, y
subió de prisa hasta encontrarse con el aire limpio de la tarde, mientras
Thecla se quedaba escuchando los lamentos y gritos de los demás.
(Aunque la celda se encontraba a cierta distancia de la escalinata,
Thecla alcanzaba a oír las risas del tercer nivel aun cuando no había nadie
allí para conversar con ella).
Esa noche en nuestro dormitorio, pregunté si alguno conocía los
nombres de los oficiales que el maestro Gurloes había enviado en busca de
la Casa Absoluta. Nadie lo sabía, pero mi pregunta provocó una animada
discusión. Aunque ninguno de los muchachos había visto el sitio o
conversado siquiera con alguien que lo hubiera hecho, todos habían
escuchado historias. Casi todas trataban acerca de fabulosas riquezas:
vajillas de oro, sillas tapizadas en seda y esa clase de cosas. Más
interesantes fueron las descripciones que se hicieron del Autarca, que de
adecuarse a todas ellas, habría sido una especie de monstruo; se decía que
de pie era alto, pero sentado de talla normal; viejo, joven, una mujer
disfrazada de hombre y así sucesivamente. Todavía más fantásticos eran los
cuentos acerca del visir, el famoso padre Inire, que parecía un mono y era el
hombre más viejo del mundo.
Acabábamos de empezar a intercambiar maravillas, cuando hubo un
golpe a la puerta.
El más joven abrió, y vi a Roche, vestido no con los calzones y la capa
fulígenos de los reglamentos del gremio, sino con pantalones, camisa y
chaqueta corrientes, pero nuevas y a la moda. Me hizo señas de que me
acercara, y cuando fui hasta la puerta para hablarle me indicó que lo
siguiera.
Cuando habíamos descendido un trecho de escalera, dijo: —Me temo
que asusté al pequeño. No sabe quién soy.
—No con esa ropa —le dije—. Te recordaría si te viera vestido como
solías hacerlo.
Eso le gustó y se rió.
—¿Sabes?, fue tan extraño tener que llamar a esa puerta. ¿Qué día es
hoy? Dieciocho… todavía no hace tres semanas. ¿Cómo van tus cosas?
—Bastante bien.
—Parece que tienes dominada a la pandilla. Eata es tu segundo ¿no es
así? No llegará a oficial hasta dentro de cuatro años, de modo que será
capitán tres después de ti. La experiencia será buena para él, y lamento que
tú no hayas tenido más antes de ocupar el cargo. Yo te estorbé el camino,
pero en ese tiempo ni lo sabía.
—Roche, ¿a dónde vamos?
—Bien, primero iremos a mi cámara para que te vistas. ¿Aspiras a
convertirte en oficial, Severian?
Estas palabras me las arrojó por sobre el hombro mientras bajaba a prisa
las escaleras delante de mí, y no esperó a mi respuesta.
Mi traje era muy parecido al suyo, aunque de distinto color. También
había abrigos y gorras para los dos.
—Estarás satisfecho con él —dijo mientras me ponía el abrigo—. Hace
frío, y está empezando a nevar. —Me alcanzó un pañuelo de cuello y me
dijo que me quitara los zapatos gastados y me pusiera un par de botas.
—Son botas de oficial —protesté—. No puedo llevarlas.
—No importa. Todo el mundo lleva botas negras. Nadie lo notará. ¿Te
van bien?
Eran demasiado grandes, de modo que me puse otro par de calcetines.
—Se supone que yo he de hacerme cargo del dinero, pero como quizá
tengamos que separarnos, sería mejor que llevaras unos pocos asimi. —
Dejó caer unas monedas en mi mano—. ¿Listo? Vamos. Me gustaría volver
a tiempo para dormir un poco si es posible.
Abandonamos la torre, y vestidos con nuestras extrañas ropas,
bordeamos el Torreón de las Brujas para tomar el paseo cubierto que lleva
más allá del Martello al patio que llaman Roto. Roche había estado en lo
cierto: empezaba a nevar; los copos blandos, grandes como la yema de mi
pulgar se movían en el aire con tanta lentitud que parecían haber estado
cayendo durante años. No soplaba viento y oíamos cómo se quebraba bajo
nuestras botas el delgado disfraz del mundo nuevo y a la vez familiar.
—Estás de suerte —me dijo Roche—. No se cómo lo lograste, pero
gracias.
—¿Logré qué?
—Una excursión a la Ecopraxia, y una mujer para cada uno. Sé que lo
sabes, el maestro Gurloes me dijo que ya te había notificado.
—Lo olvidé, y de cualquier modo no estaba seguro de que hablara en
serio. ¿Iremos a pie? Hay un largo camino.
—No tanto como quizá creas, pero ya te dije que disponemos de fondos.
Habrá fiacres en el Portalón Amargo. Siempre los hay… la gente está
continuamente yendo y viniendo, aunque uno no lo crea así desde nuestro
pequeño rincón.
Para hablar de algo, le comenté lo que la chatelaine Thecla había dicho:
que mucha gente de la Casa Absoluta no sabía que existíamos.
—Así es, estoy seguro. Cuando te crías en el gremio, éste parece el
centro del mundo.
Pero cuando eres algo mayor, esto lo descubrí por mí mismo y confío en
que a ti no te ocurra, algo estalla en tu cabeza y descubres que el gremio no
es la pieza clave de este universo después de todo, sino sólo un oficio
impopular pero bien pagado al que has ido a parar no sabes muy bien por
qué razones.
Como Roche había vaticinado, había coches, tres, esperando en el Patio
Roto. Uno pertenecía a un exultante con blasones pintados en las puertas y
palafreneros de exótico uniforme, pero los otros dos eran fiacres, pequeños
y sencillos. Los conductores, con sus gorras de piel, se inclinaban sobre un
fuego que habían encendido sobre el empedrado.
Visto desde lejos, a través de la cortina de nieve, no parecía más grande
que una chispa.
Roche agitó un brazo y gritó, y un conductor subió al asiento de un
salto, hizo restallar el látigo, y avanzó resonante hasta nosotros. Una vez
dentro del coche, le pregunté a Roche si el conductor sabía quiénes éramos,
y él me dijo: —Somos dos optimates que tuvieron algo que hacer en la
Ciudadela y ahora se dirigen a la Ecopraxia para una noche de placeres. Eso
es todo lo que sabe y todo lo que necesita saber.
Me pregunté si Roche tenía mucha más experiencia que yo en
semejantes placeres.
Parecía improbable. Con la esperanza de descubrir si había visitado
antes nuestro destino, le pregunté dónde quedaba la Ecopraxia.
—En el barrio Algedónico. ¿Has oído hablar de él?
Asentí y dije que el maestro Palaemon una vez había mencionado que
era una de las partes más antiguas de la ciudad.
—En realidad, no. Más hacia el sur hay otras partes que son mucho más
antiguas, un baldío de piedra donde sólo viven homófagos. La Ciudadela se
levantaba a cierta distancia al norte de Nessus ¿lo sabías?
Negué con la cabeza.
—La ciudad sigue arrastrándose río arriba. Los armígeros y los
optimates quieren agua más pura, no para bebérsela, sino para sus peceras,
para nadar y pasear en bote. Claro que además, cualquiera que viva
demasiado cerca del mar resulta algo sospechoso. De modo que las partes
más bajas, donde el agua es peor, van siendo abandonadas. Al final la ley
procede, y los que se quedan atrás tienen miedo de encender el fuego por lo
que el humo pueda acarrearles.
Yo estaba mirando por la ventanilla. Habíamos atravesado ya una gran
puerta desconocida para mí, pasando de prisa junto a unos guardianes con
yelmo; pero todavía estábamos dentro de la Ciudadela, descendiendo por
una calle estrecha en medio de dos hileras de ventanas cerradas.
—Cuando eres oficial, puedes ir a la ciudad tantas veces como quieras,
con tal de no estar de turno.
Eso yo ya lo sabía, por supuesto; pero le pregunté a Roche si lo
encontraba agradable.
—No exactamente… En realidad, sólo he ido dos veces. Y más que
agradable lo he encontrado interesante. Saben quién es uno, naturalmente.
—Dijiste que el conductor no lo sabía.
—Bueno, probablemente no. Esos conductores van por todo Nessus.
Puede que viva en cualquier parte y que no vaya a la Ciudadela más de una
vez al año. Pero los vecinos saben. Los soldados cuentan. Siempre saben y
siempre cuentan, eso es lo que todo el mundo dice. Pueden salir de
uniforme, si quieren.
—Esas ventanas están todas oscuras. No creo que viva nadie en esta
parte de la Ciudadela.
—Todo se vuelve más pequeño. Nadie puede hacer mucho para evitarlo.
Menos alimento significa menos gente, hasta que llegue el Sol Nuevo.
A pesar del frío, me sentí ahogado en el fiacre.
—¿Falta mucho todavía? —pregunté.
Roche rió entre dientes.
—Estás nervioso ¿no es eso?
—No, no lo estoy.
—Claro que lo estás. No te preocupes, es natural. No te pongas nervioso
por estar nervioso, si entiendes lo que quiero decir.
—Estoy tranquilo.
—Puede ser rápido, si eso es lo que quieres. Tampoco tienes por qué
hablar con la mujer. A ella no le importa. Por supuesto, hablará si eso te
gusta. Tú eres el que paga… en este caso, yo, pero el principio es el mismo.
Hará lo que tú quieras dentro de los límites de lo razonable. Si le pegas o
aprietas demasiado, cobran más.
—¿Hace eso la gente?
—Aficionados, ya sabes. No creí que tú lo desearas y no creo que nadie
del gremio llegue a eso, a no ser quizá cuando están borrachos. —Hizo una
pausa—. Lo que estas mujeres hacen es ilegal, de modo que no pueden
quejarse.
El fiacre se inclinó de un modo alarmante y salimos de la calle angosta
a una todavía más estrecha que corría retorcida hacia el este.
IX
La casa azur
Nuestro destino era una de esas estructuras agrandadas que se ven en las
partes más viejas de la ciudad (y que yo sepa, sólo allí) en las que la
acumulación y la interconexión de lo que originalmente eran edificios
separados, producen una confusión de estilos arquitectónicos, con pináculos
y torrecillas, donde los primeros constructores no habían querido más que
techados. La nieve había caído aquí más pesadamente, o tal vez sólo había
estado cayendo mientras viajábamos. Rodeaba el alto pórtico con informes
montículos blancos, suavizando y borroneando el contorno de la entrada; se
acumulaba en los alféizares; enmarcaba y borraba las cariátides de madera
que sostenían los tejados; parecía prometer silencio, seguridad y secreto. En
las ventanas inferiores había luces amarillentas. Las plantas superiores
estaban a oscuras. A pesar de la nieve caída, alguien de dentro debió de
haber oído nuestras pisadas. La puerta, grande, vieja y no ya en el mejor de
sus estados, se abrió de golpe antes de que Roche pudiera llamar.
Entramos y nos encontramos en un cuarto pequeño y estrecho como un
alhajero, con las paredes y el techo recubiertos de satén azul. La persona
que nos invitó a pasar, llevaba zapatos de suela gruesa e iba vestido de
amarillo; el pelo corto y blanco, peinado hacia atrás, dejaba al descubierto
una frente ancha y redondeada sobre una cara sin barba ni arrugas. Cuando
al entrar pasé junto a él, descubrí que yo estaba mirándole el interior de los
ojos como quien mira a través de una ventana. Y es que en verdad podrían
haber sido de vidrio, tan pulidos y faltos de vida parecían… como el cielo
en una sequía estival.
—Tienen suerte —dijo, y nos alcanzó a cada uno una copa—. No hay
nadie aquí más que ustedes.
—Estoy seguro de que las chicas se sienten solas —respondió Roche.
—Lo están. Se sonríe usted… veo que no me cree, pero es así. Se
quejan si hay mucho trabajo, pero se entristecen cuando no viene nadie.
Todas intentarán fascinarlos, ya lo verán. Las elegidas se jactarán, una vez
que ustedes se hayan marchado. Además, los dos son jóvenes y atractivos.
—Hizo una pausa, y aunque no miraba fijamente, pareció observar a Roche
más de cerca—. Usted ya ha estado antes aquí ¿no es cierto? Recuerdo el
rojo subido del pelo. Muy lejos hacia el sur, en las tierras estrechas, los
salvajes pintan un espíritu del fuego muy parecido a usted. Y su amigo tiene
cara de exultante… eso es lo que más les gustará a mis muchachas.
Entiendo por qué lo trajo aquí. —La voz del hombre podría haber sido de
tenor o de contralto.
Se abrió otra puerta donde había un vidrio de color con la imagen de la
Tentación.
Entramos en un cuarto que parecía en parte, por la pequeñez del que
acabábamos de abandonar, más espacioso que el edificio mismo. El techo
tenía unos festones blancos de algo que parecía seda, lo que le daba el aire
de un pabellón. Dos paredes estaban recubiertas de columnas… falsas, ya
que no eran sino medios pilares encajados en la superficie pintada de azul; y
el arquitrabe no era más que una moldura, pero mientras permanecimos en
el centro del cuarto, el efecto fue impresionante y casi perfecto.
En el extremo más alejado de esta cámara, frente a las ventanas, había
una silla de respaldo alto como un trono. Nuestro anfitrión se sentó, y casi
en seguida oí una campanilla en algún lugar del interior de la casa. Mientras
los ecos se extinguían, Roche y yo esperamos en silencio. De fuera no
llegaba otro ruido que los golpes blandos de los copos. El vino prometía
mantener el frío a raya y en unos pocos tragos vi el fondo de la copa. Era
como si estuviera esperando el comienzo de alguna ceremonia en la capilla
en ruinas. Pero era, a la vez, algo menos real y más serio.
—La chatelaine Barbea —nos anunció nuestro anfitrión.
Entró una mujer alta. Tenía un aspecto tan sereno, y era tan hermosa y
vestía con tanto atrevimiento, que transcurrieron unos instantes antes de que
pudiera darme cuenta de que no tendría más de diecisiete años. La cara era
ovalada y perfecta, los ojos eran límpidos, la nariz pequeña y recta y la boca
minúscula estaba pintada de modo que parecía todavía más pequeña. Los
cabellos brillaban como oro bruñido, tanto que podrían haber sido una
peluca de hilos dorados.
Avanzó un paso o dos hacia nosotros, y lentamente comenzó a girar
adoptando un centenar de graciosas actitudes. Hasta ese momento nunca
había visto una bailarina profesional, y aun hoy no creo haber visto a una
tan hermosa como ella. No puedo transmitir lo que sentí mientras la
observaba en ese cuarto extraño.
—Todas las bellezas de la corte están aquí para ustedes —dijo nuestro
anfitrión—. Aquí, en la Casa Azur, llegadas con la noche desde los muros
de oro para encontrar disipación en vuestro placer.
Medio hipnotizado como estaba, pensé que esta fantástica afirmación
había sido hecha en serio.
—Con seguridad que eso no es cierto —dije.
—Ustedes vinieron en busca de placer ¿no es así? Si un sueño aumenta
la alegría ¿por qué discutirlo? —Durante todo este tiempo la joven de
cabellos dorados habían continuado aquella lenta danza sin
acompañamiento.
Los instantes transcurrían.
—¿Le gusta? —preguntó nuestro anfitrión—. ¿La elige?
Yo iba a decir —en verdad iba a gritar, sintiendo que todo lo que había
anhelado en una mujer estaba allí presente— que sí, que la elegía. Antes
que recuperara el aliento, Roche dijo: —Veamos a algunas de las otras.
—La joven terminó su danza inmediatamente, hizo una reverencia y
abandonó el cuarto.
—Pueden estar con más de una. Por separado o juntas. Tenemos algunas
camas muy grandes. —La puerta se volvió a abrir—. La chatelaine Gracia.
Aunque esta joven parecía muy distinta, había mucho en ella que me
recordaba a la chatelaine Barbea, que había venido antes. Tenía el pelo tan
blanco como la nieve que caía tras las ventanas, lo que daba a su joven
rostro un aire más juvenil todavía, y hacía que el cutis oscuro, pareciera aún
más oscuro. Tenía (o al menos eso parecía) pechos más grandes y caderas
más generosas. No obstante, sentí que no era imposible que se tratara de la
misma mujer. Quizá se había cambiado de ropa, de peluca, y se había
oscurecido la cara con cosméticos en pocos segundos, entre la salida de la
una y la entrada de la otra. Era absurdo, pero tenía un elemento de verdad,
como tantos otros absurdos. Había algo de idéntico en los ojos de las dos
mujeres, en la expresión de las bocas, en el aire y la fluidez de los
ademanes. Me recordaba algo que yo había visto en otra parte (no recordaba
dónde) y que sin embargo era nuevo; y sentí que por algún motivo
desconocido lo otro, lo que había conocido antes, era lo que yo prefería.
—Ésta está bien para mí —dijo Roche—. Ahora debemos encontrar
algo para mi amigo. —La joven oscura, que no había bailado como la otra,
sino que sólo se había mantenido en el centro del cuarto sonriendo muy
ligeramente, permitió ahora que su sonrisa se hiciera algo más amplia, se
acercó a Roche, se sentó en uno de los brazos de la silla y empezó a
hablarle en susurros.
Cuando la puerta se abrió por tercera vez, nuestro anfitrión dijo: —La
chatelaine Thecla.
Tal como yo la recordaba parecía realmente ella; pero ignoraba cómo
podía haber escapado de la celda. Por fin fue la razón y no la percepción la
que me indicó que estaba equivocado. Qué diferencias podría haber notado
si las hubiera visto juntas, no lo sé, aunque esta mujer era ciertamente algo
más baja.
—Entonces, ésta es la que desea —dijo nuestro anfitrión. Yo no
recordaba haber hablado.
Roche avanzó con una bolsa de cuero, anunciando que él pagaría por los
dos. Observé las monedas cuando las iba sacando esperando ver el brillo de
un chrisos, pero sólo había unos pocos asimi.
La «chatelaine Thecla» me tocó la mano. La esencia que llevaba era
más fuerte que el suave perfume de la verdadera Thecla; sin embargo, se
trataba de la misma esencia, que me hacía pensar en una rosa ardiente.
—Ven —dijo ella.
La seguí. Había un corredor mal iluminado y no muy limpio, y una
estrecha escalera en un extremo. Le pregunté cuántas gentes de la corte
estaban allí y ella se detuvo mirándome de soslayo. Algo había en su cara
que podría haber sido vanidad satisfecha, amor o esa emoción más oscura
que sentimos cuando lo que había sido una disputa se convierte en
representación.
—Esta noche, muy pocos —dijo—. Por causa de la nieve. Yo vine en un
trineo, con Gracia.
Asentí con la cabeza. Pero yo sabía perfectamente que había venido por
alguno de los sórdidos senderos cercanos a la casa por los que habíamos
llegado esa noche, y con toda probabilidad, andando, con un chal sobre la
cabeza y un frío que le traspasaba el cuero de los viejos zapatos. Sin
embargo, lo que dijo parecía tener más sentido que la realidad: el silbido del
viento, el galope de los caballos sudorosos a través de la nieve, las jóvenes,
hermosas mujeres enjoyadas, envueltas en pieles de marta y lince, oscuras
sobre almohadones de terciopelo rojo.
—¿No vienes?
Ella ya había llegado a lo alto de la escalera; casi no podía verla.
Alguien le habló llamándola «mi más querida hermana», y cuando subí
unos peldaños más, vi a una mujer muy parecida a la que había estado con
Vodalus, la de cara con forma de corazón y capa negra. Esta mujer no me
prestó ninguna atención, y no bien le cedí el paso, se apresuró escaleras
abajo.
—¿Ves ahora lo que podrías haber obtenido si sólo hubieras esperado a
ver alguna más?
Una sonrisa de deseo que yo había aprendido en alguna otra parte,
asomaba en una comisura de mi boca.
—Aun así te habría escogido a ti —respondí.
—Pues eso es verdaderamente divertido… ven, ven conmigo, no
querrás quedarte para siempre en este pasillo ventoso. Tenías una expresión
muy seria, pero revolvías los ojos como una cabra. Es bonita ¿no es cierto?
La mujer que se parecía a Thecla abrió una puerta, y nos encontramos
en un minúsculo dormitorio con una cama enorme. Un frío incensario
colgaba del techo de una cadena de plata dorada; en un rincón se alzaba una
lámpara de pie que daba una luz rosa. Había una pequeña mesa de tocador
con un espejo, un guardarropa estrecho, y apenas espacio suficiente como
para que pudiéramos movernos.
—¿Te gustaría desnudarme?
Asentí con la cabeza y tendí mis manos hacia ella.
—Entonces, te lo advierto, debes tener cuidado con mis ropas. —Se
volvió, alejándose de mí—. Esto se cierra a la espalda. Empieza por arriba,
junto a mi nuca. Si te excitas y rompes algo, él te lo hará pagar. No digas
que no te lo he avisado.
Mis dedos encontraron una pequeña traba, y la solté.
—Yo pensaba, chatelaine Thecla, que tendrías muchos vestidos.
—Los tengo. Pero ¿crees que quiero volver a la Gasa Absoluta con un
vestido roto?
—Has de tener otros aquí.
—Unos pocos, pero no puedo guardar gran cosa en este sitio. Cuando
me marcho, alguien viene y se las lleva.
La tela que tenía entre los dedos, que allá abajo, en el cuarto azul de las
columnas había parecido tan brillante y costosa, era delgada y barata.
—Supongo que aquí no guardas ropas de satén —dije mientras soltaba
la siguiente traba—. Tampoco pieles ni diamantes.
—Claro que no.
Me alejé un paso de ella. (Casi toqué la puerta con la espalda). No había
nada de Thecla en esa joven. Todo no había sido más que una semejanza
casual, algunos gestos, una similitud en el vestido. Me encontraba en un
cuarto pequeño y frío mirando el cuello y los hombros desnudos de una
pobre mujer joven cuyos padres, quizás, aceptaban con gratitud parte de
nuestro escaso dinero y fingían no saber a dónde iba ella por la noche.
—No eres la chatelaine Thecla —dije—. ¿Qué estoy haciendo aquí
contigo?
Seguramente mi voz sonó algo más fuerte de lo que había sido mi
intención. Ella se volvió para mirarme; la delgada tela del vestido se deslizó
dejándole los pechos al descubierto. Vi que un estremecimiento de miedo le
cruzaba el rostro, como el centelleo de un espejo. Era probable que ya se
hubiera encontrado antes en esta situación, y seguramente le habría costado
un disgusto.
—Soy Thecla —dijo—. Si quieres que lo sea.
Levanté la mano y ella añadió de prisa: —Hay gente aquí para
protegerme. Todo lo que tengo que hacer es gritar. Puedes golpearme una
vez, pero no podrás hacerlo dos veces.
—No —le dije.
—Sí, hay tres hombres.
—No hay nadie. Todo el piso está vacío y frío… ¿no te das cuenta que
he advertido lo silencioso que está? Roche y su chica están abajo, y quizá
consiguieron un cuarto mejor porque es él el que pagó. La mujer que vimos
en lo alto de las escaleras se estaba marchando y quería hablar antes
contigo. Mira. —La cogí por la cintura y la levanté—. Grita. Nadie vendrá.
—Ella guardó silencio. La dejé caer en la cama, y al cabo de un momento
me senté a su lado.
—Estás enfadado porque no soy Thecla. Pero yo habría sido Thecla
para ti. Todavía podría serlo, si lo deseas. —Me quitó la chaqueta de los
hombros y la dejó caer—. Eres muy fuerte.
—No, no lo soy. —Sabía que algunos de los muchachos que me temían
ya eran más fuertes que yo.
—Muy fuerte. ¿No eres tan fuerte como para dominar la realidad,
aunque sea por un momento?
—¿Qué quieres decir?
—La gente débil cree lo que se le impone. La gente fuerte, lo que quiere
creer, forzándolo a ser real. ¿Qué es el Autarca, sino un hombre que se cree
el Autarca y se lo hace creer a los demás por la fuerza?
—Tú no eres la chatelaine Thecla —le dije.
—Pero no te das cuenta, tampoco ella lo es. La chatelaine Thecla, a
quien dudo mucho que hayas visto nunca… No, veo que me equivoco. ¿Has
estado en la Casa Absoluta?
Las manos, pequeñas y cálidas me apretaban la mano derecha. Meneé la
cabeza.
—Algunos clientes dicen que han estado allí. Siempre me complace
escucharlos.
—¿Han estado allí? ¿De veras?
Ella se encogió de hombros.
—Estaba diciendo que la chatelaine Thecla no es la chatelaine Thecla.
No la chatelaine Thecla que tienes en la mente, la única que te preocupa.
Tampoco yo lo soy. ¿Cuál es pues la diferencia entre las dos?
Mientras me desnudaba, le dije: —Ninguna, supongo. No obstante
todos buscamos lo que es real.
¿Por qué? Quizá somos atraídos hacia el teocentro. Eso es lo que dicen
los hierofantes, que sólo eso es verdad.
Ella me besó los muslos, sabiendo que había ganado.
—¿Estás preparado para descubrirlo? Tienes que estar adecuadamente
vestido, recuérdalo. De lo contrario, serás entregado a los torturadores. Eso
no te gustaría.
—No —dije y tomé su cabeza entre mis manos.
X
El año pasado
Creo que era intención del maestro Gurloes que fuera llevado a esa casa a
menudo con el fin de que no me sintiera demasiado atraído por Thecla. En
realidad, permití que Roche se guardara el dinero y nunca volví allí. El
dolor había sido excesivamente placentero, el placer, demasiado doloroso;
de modo que temí que con el tiempo mi mente no fuera lo que yo conocía.
Además, antes de que Roche y yo abandonásemos la casa, el hombre de
pelo blanco (advirtiendo que yo lo miraba), había sacado de entre sus ropas
lo que en un principio me pareció un icono, pero pronto vi que era una
especie de ampolla dorada con forma de falo. Me había sonreído, y como en
su sonrisa no había más que amistad, tuve miedo.
Transcurrieron algunos días antes que pudiera librar mis pensamientos
referidos a Thecla de ciertas impresiones producidas por la falsa Thecla,
que me había iniciado en las diversiones anacreónticas y los goces del
hombre y la mujer. Quizás esto tuvo el efecto contrario al esperado por el
maestro Gurloes, aunque no lo creo. Pienso que nunca estuve menos
inclinado a amar a la desdichada mujer que cuando aún llevaba frescas en
mi memoria las impresiones de haberla gozado libremente; fue entonces
cuando más claramente vi que era una falsedad, quise reparar el hecho y a
través de ella (aunque apenas me daba cuenta entonces) me sentí atraído por
el mundo del conocimiento antiguo y privilegiado que ella misma
representaba.
Ella se convirtió en mi oráculo, y los libros que le había llevado, en mi
universidad. No soy un hombre instruido… del maestro Palaemon apenas
aprendí a leer, escribir, calcular, junto con unos pocos hechos acerca del
mundo físico y los requisitos de nuestro misterio.
Si los hombres instruidos me han considerado a veces, si no un igual,
cuando menos alguien cuya compañía no los avergonzaba, lo debo
solamente a Thecla: la Thecla que recuerdo, la Thecla que vive en mí y los
cuatro libros.
Lo que leímos juntos y lo que nos dijimos entonces, no lo diré; contar
una mínima parte desgastaría esta breve noche. Todo ese invierno, mientras
la nieve blanqueaba el Patio Viejo, yo subía de las mazmorras como si
saliera de un sueño y empezara a ver mis huellas detrás de mí y mi sombra
en la nieve. Thecla estuvo triste ese invierno, a pesar de lo cual se deleitaba
en hablarme de los secretos del pasado, de las conjeturas de las altas esferas
y de las armas y las historias de héroes muertos milenios atrás.
Llegó la primavera, y junto con ella los lirios listados de púrpura y
salpicados de blanco de la necrópolis. Se los llevé a la chatelaine, y ella me
dijo que mi barba había brotado como ellos, y que mis mejillas serían más
hirsutas que las del común de los hombres, y al día siguiente me pidió que
la perdonara, diciéndome que en realidad ya eran así. Con el tiempo cálido
y, creo, las flores que le llevé, le mejoró el ánimo. Cuando estudiamos las
insignias de las casas antiguas, me habló de amigas de su posición, y de los
matrimonios de muchas de ellas, buenos y malos, y de cómo una
determinada mujer había cambiado su futuro por una fortaleza en ruinas
porque la había visto en sueños; y cómo otra, que había jugado a las
muñecas con ella de niña, ahora era dueña de muchos miles de leguas.
—Sabes, Severian, alguna vez habrá un nuevo Autarca y quizás una
Autarquía. Las cosas pueden seguir como hasta ahora durante mucho
tiempo. Pero no para siempre.
—Sé poco sobre la corte, chatelaine.
—Cuanto menos sepas, tanto mejor para ti. —Hizo una pausa; se
mordió el labio inferior delicadamente curvado—. Cuando mi madre estaba
con dolores de parto hizo que los sirvientes la llevaran a la Fuente Profética,
cuya virtud es revelar el porvenir. Profetizó que me sentaría en un trono.
Thea siempre me lo ha envidiado. Sin embargo, el Autarca…
—¿Si?
—Sería mejor no decir demasiado. El Autarca no es como los demás.
No importa cómo hable yo a veces, en toda Urth no hay otro como él.
—Lo sé.
—Entonces, eso es suficiente para ti. Mira esto —sostuvo en alto el
libro marrón—. Aquí dice: «Thalelaeus el Grande pensaba que la
democracia», eso significa el Pueblo, «deseaba ser gobernada por un poder
superior a ella misma, y Yrieriz el Sabio opinaba que la comunidad jamás
permitiría que alguien que no fuera como ellos ocupara altos cargos. No
obstante, cada uno de ellos es llamado El Amo Perfecto».
No entendí a qué se refería y me quedé callado.
—Nadie sabe realmente qué hará el Autarca. A eso viene a parar todo.
O tampoco el padre Inire. Cuando estuve por primera vez en la corte, se me
dijo con gran secreto que era el padre Inire el que realmente decidía la
política de la Mancomunidad. Después de haber estado allí dos años, un
hombre altamente situado del que ni siquiera puedo decirte el nombre, dijo
que era el Autarca quien gobernaba, aunque a los de la Casa Absoluta les
pareciera que era el padre Inire. Y el año pasado, una mujer en cuyo juicio
confío más que en el de ningún hombre, dijo que realmente no había
diferencia, porque los dos eran tan insondables como las profundidades
pelágicas, y que si uno decidía las cosas cuando la luna menguaba y el otro
cuando el viento soplaba desde el este, nadie sabría notar la diferencia. Creí
que ése era un juicio atinado, cuando me di cuenta que sólo estaba
repitiendo lo que yo misma le había dicho el año anterior. —Thecla guardó
silencio reclinándose en la cama estrecha, con los cabellos oscuros
esparcidos sobre la almohada.
—Al menos —le dije— tenías razón en haber confiado en esa mujer.
Tomaba sus opiniones de una fuente digna de fe.
Como si no me hubiera oído, murmuró: —Pero si es todo verdad,
Severian. Nadie sabe lo que pueden hacer. Quizá mañana me dejen ir. Es
muy posible. Ya tienen que saber que estoy aquí. No me mires de ese modo.
Mis amigos hablarán con el padre Inire. Hasta es posible que algunos me
mencionen ante el Autarca. Sabes por qué me encerraron, ¿no es así?
—Por algo relacionado con tu hermana.
—Mi media hermana Thea está con Vodalus. Dicen que es la amante de
Vodalus, y yo lo creo extremadamente probable.
Recordé a la bella mujer en lo alto de las escaleras de la Casa Azur y
dije: —Creo que vi una vez a tu media hermana. Fue en la necrópolis.
Había un exultante con ella, llevaba un bastón-espada y era muy bien
parecido. Me dijo que se llamaba Vodalus. La mujer tenía un rostro en
forma de corazón y una voz que me recordó el arrullo de las palomas. ¿Era
ella?
—Supongo que sí. Quieren que ella lo traicione para salvarme a mí, y
yo sé que no lo hará. Pero cuando lo descubran, ¿por qué no soltarme?
Yo cambié de conversación hasta que ella terminó por reír y me dijo: —
Eres tan intelectual, Severian. Cuando te hagan oficial serás el torturador
más cerebral de toda la historia… espantosa idea.
—Tenía la impresión que te gustaban estas conversaciones, chatelaine.
—Sólo ahora, porque no puedo salir. Aunque te sorprenda, cuando era
libre rara vez dedicaba mi tiempo a la metafísica. En cambio iba a bailar, o
cazaba el pécari con sabuesos moteados. La erudición que admiras la
adquirí de niña, y cuando no me separaba de mi tutor bajo la amenaza de la
vara.
—No necesitamos hablar de esas cosas, chatelaine, si así lo prefieres.
Se puso de pie y hundió la cara en el ramillete que yo había llevado para
ella.
—Las flores son mejor teología que los folios, Severian. ¿Estaba
hermosa la necrópolis cuando estuviste allí? No me traes flores de las
tumbas ¿no es cierto? Esas flores cortadas y llevadas allí por alguien.
—No. Éstas fueron plantadas hace ya mucho. Florecen cada año.
Por la rendija de la puerta, Drotte dijo: —Es hora de partir —y yo me
puse de pie.
—¿Crees que podrás ver otra vez a la chatelaine Thea, mi hermana?
—No lo creo, chatelaine.
—Si la ves, Severian ¿le contarás de mí? Puede que no hayan podido
comunicarse con ella. No habrá traición en eso, estarás haciendo el trabajo
del Autarca.
—Lo haré, chatelaine.
Estaba saliendo por la puerta, cuando ella agregó:
—No traicionará a Vodalus, lo sé, pero puede que haya algún tipo de
compromiso.
Drotte cerró la puerta y giró la llave en la cerradura. No dejé de advertir
que Thecla no preguntara cómo su hermana y Vodalus habían ido a dar a
nuestra antigua —y para la gente como ella, olvidada— necrópolis. El
corredor, con hileras de puertas de metal y paredes húmedas y frías, parecía
oscuro después del brillo de la lámpara en la celda.
Drotte empezó a hablar de una expedición de él y Roche a la guarida de
un león, al otro lado del Gyoll; por sobre el sonido de su voz, oí a Thecla
llamar débilmente: —Recuérdale la vez en que le cosimos una muñeca a
Josepha.
Los lirios se marchitaron como lo hacen los lirios, y las rosas oscuras de
la muerte florecieron, púrpuras y escarlatas. Las corté y se las llevé a
Thecla. Ella sonrió y recitó:
Aquí la Rosa Agraciada, no la Rosa Casta, reposa. El perfume que asciende, no es
perfume de rosas.
La fiesta
El traidor
El lictor de Thrax
Durante los diez días que siguieron viví la vida de un cliente, en una celda
del nivel superior (de hecho, no lejos de la que había sido la de Thecla).
Con el fin de que el gremio no fuera acusado de haberme detenido sin
proceso legal, dejaron la puerta abierta, pero fuera había dos oficiales
armados con espadas, y nunca la traspasé salvo un breve tiempo al segundo
día, cuando fui conducido ante el maestro Palaemon para que yo volviera a
contar mi historia. Ése fue mi juicio, si se quiere. Durante el resto del
tiempo, el gremio meditó sobre mi sentencia.
Se dice que es una cualidad peculiar del tiempo conservar los hechos, y
que lo hace volviendo verdaderas nuestras falsedades pasadas. Así sucedió
conmigo. Había mentido al decir que amaba el gremio, que no deseaba otra
cosa que permanecer en él. Ahora descubría que esas mentiras se volvían
verdades. La vida de un oficial, y aun la de un aprendiz, me parecían
infinitamente atractivas. No sólo porque tenía la certeza de que moriría,
sino verdaderamente atractivas en sí mismas, porque las había perdido.
Ahora veía a los hermanos desde el punto de vista de un cliente, y por tanto
los veía poderosos, los principios activos de una maquinaria enemiga y casi
perfecta.
Sabiendo que mi caso no tenía esperanzas, aprendí en mi propia persona
lo que el maestro Malrubius había inculcado en mí cuando yo era niño: que
la esperanza es un mecanismo psíquico al que no afectan las realidades
externas. Yo era joven y estaba bien alimentado; se me permitía dormir y,
por tanto, tenía esperanzas. Una y otra vez, despierto y dormido, soñaba que
justo cuando yo estuviera por morir, Vodalus llegaría. No solo, como lo
había visto lucharen la Necrópolis, sino a la cabeza de un ejército que
barrería la decadencia de siglos, y nos transformaría una vez más en los
amos de las estrellas. A menudo creía oír el paso de ese ejército resonando
en los corredores; a veces llevaba mi vela hasta la pequeña rendija de la
puerta porque creía haber visto el rostro de Vodalus fuera en la oscuridad.
Como he dicho, creía que moriría. La cuestión que ocupó mi mente
durante esos lentos días era por qué medios. Había aprendido todas las artes
del torturador; ahora pensaba en ellas: a veces de una en una, tal como nos
las habían enseñado, otras todas juntas, en una revelación del dolor. Vivir
día tras día en una celda subterránea pensando en el tormento, es el
tormento mismo.
Al undécimo día fui convocado por el maestro Palaemon. Vi otra vez la
luz roja del sol, y respiré ese viento húmedo que indica en invierno que la
primavera casi ha llegado. Pero cuánto me costó dejar atrás la puerta abierta
de la torre y ver la puerta de los cadáveres en el muro encortinado, y al
viejo Hermano Portero allí, ocioso.
Cuando entré en el estudio del maestro Palaemon, me pareció muy
grande, todavía muy preciado para mí, como si los papeles y los libros
polvorientos me pertenecieran. Me pidió que me sentara. No llevaba
máscara y me pareció más viejo que en mis recuerdos.
—El maestro Gurloes y yo hemos discutido tu caso —dijo—. Hemos
tenido que comunicárselo a los otros oficiales y también a los aprendices.
Es mejor que sepan la verdad. La mayoría está de acuerdo en que mereces
la muerte.
Esperó a que yo hiciera algún comentario, pero no lo hice.
—Y, sin embargo, se dijo mucho en tu defensa. Varios oficiales en
encuentros privados me insistieron a mí, y también al maestro Gurloes, en
que se te permitiera morir sin dolor.
No sabría decir por qué, pero me pareció sumamente importante saber
cuántos amigos así tenía, y lo pregunté.
—Más de dos, y más de tres. El número exacto no interesa. ¿No crees
que mereces morir con dolor?
—Mediante el Revolucionario —dije, con la esperanza de que si pedía
esa muerte como favor, no me sería concedida.
—Sí, eso sería lo adecuado. Pero…
Y aquí hizo una pausa. El momento pasó, luego otro. La primera mosca
de abdomen tornasolado del nuevo verano, zumbó contra la ventana. Tuve
ganas de aplastarla, de atraparla y soltarla, de gritarle al maestro Palaemon
que hablara, de salir corriendo del cuarto; pero no podía hacer ninguna de
esas cosas. En cambio, me quedé sentado en la vieja silla de madera junto a
la mesa, sintiendo que ya estaba muerto, aunque todavía tenía que morir.
—No podemos matarte. Me llevó mucho tiempo convencer a Gurloes,
pero es así. Si te matamos sin una orden judicial, no nos comportaremos
mejor que tú: tú nos has traicionado, pero nosotros habremos traicionado la
ley. Además, pondríamos al gremio en peligro para siempre. Un inquisidor
lo llamaría asesinato.
Esperó a que yo hiciera algún comentario y entonces le dije: —Pero por
lo que he hecho…
—La sentencia sería justa. Sí. Sin embargo, según la ley no tenemos
derecho a quitar la vida con nuestra sola autoridad. Los que tienen ese
derecho están justamente celosos de él. De acudir a ellos, el veredicto sería
seguro. Pero si lo hiciéramos, la reputación del gremio quedaría pública e
irrevocablemente manchada. Casi toda la confianza que hay depositada en
nosotros, desaparecería para siempre. Hasta sería posible que en el futuro
otros supervisaran nuestros propios asuntos. ¿Te gustaría ver a nuestros
clientes vigilados por soldados, Severian?
La visión que yo había tenido en el Gyoll cuando estuve por ahogarme
apareció ante mí, y era como entonces, de un sombrío aunque intenso
atractivo. —Antes me quitaría la vida —dije—. Fingiré nadar y moriré en
medio del canal, lejos de toda ayuda.
La sombra de una sonrisa cruzó la arruinada cara del maestro Palaemon.
—Me alegro de que me hayas hecho ese ofrecimiento sólo a mí. El
maestro Gurloes se habría complacido no poco en señalar que por lo menos
transcurriría un mes antes que eso de morir ahogado en el canal fuera
verosímil.
—Soy sincero. Busqué una muerte sin dolor, pero es la muerte lo que
busqué y no una extensión de la vida.
—Aun cuando estuviéramos en medio del verano, lo que propones no
podría permitirse. Un inquisidor podría deducir que fuimos nosotros los que
preparamos tu muerte. Por fortuna para ti, nos hemos puesto de acuerdo en
una solución menos incriminatoria. ¿Sabes algo del estado de nuestro
ministerio en las ciudades provincianas?
Negué con la cabeza.
—Es malo. Sólo en Nessus hay un cabildo de nuestro gremio. Los
lugares menores lo más que tienen es un carnificario que quita la vida y
aplica los tormentos que los jueces decretan. Un hombre semejante es
universalmente odiado y temido. ¿Comprendes?
—Esa posición —respondí— es demasiado elevada para mí. —No
había falsedad en lo que decía, en ese momento me despreciaba a mí mismo
mucho más que al gremio.
Desde entonces he recordado esas palabras con frecuencia, aunque no
eran sino mías, y me han servido de consuelo en muchos infortunios.
—Hay una ciudad llamada Thrax, la Ciudad de las Habitaciones sin
Ventanas —continuó el maestro Palaemon—. Abdiesus, el arconte de allí,
envió una carta a la Casa Absoluta. Un alguacil de ésta se la transmitió al
Castellar, y de él la he recibido yo. En Thrax necesitan un funcionario como
el que te he descrito. En el pasado han perdonado a hombres condenados
con la condición de que aceptaran el puesto. Ahora la traición pudre el
campo, y desde que el cargo requiere cierto grado de confianza, se sienten
reacios a volver a hacerlo.
—Lo entiendo —dije.
—En dos ocasiones anteriores se han enviado miembros del gremio a
ciudades cercanas, aunque si esos casos fueron como éste, las crónicas no lo
dicen. No obstante, son un precedente, y una posible solución al problema.
Tienes que ir a Thrax, Severian.
He preparado una carta de presentación para el arconte y sus
magistrados. Te describe como muy capacitado en nuestro ministerio. Para
un sitio así, no será una falsedad.
Asentí, resignado. Sin embargo, mientras estaba allí, manteniendo la
inexpresiva cara de un oficial cuya sola voluntad es obedecer, sentí que una
nueva vergüenza me quemaba. Aunque no tan ardiente como la de haber
deshonrado al gremio, era más nueva y dolorosa, pues no me había
acostumbrado todavía al malestar que producía en mí, como me había
sucedido con la otra. La vergüenza era que me alegraba partir, que mis pies
anhelaban ya el contacto con la hierba; mis ojos, los extraños paisajes; mis
pulmones, el nuevo aire limpio de lugares lejanos y despoblados.
Le pregunté al maestro Palaemon dónde quedaba la ciudad de Thrax.
—Gyoll abajo —dijo—. Cerca del mar. —De pronto calló, como hacen
a veces los viejos, y continuó luego—: No, no, ¿en qué estoy pensando?
Gyoll arriba, por supuesto. —Y en ese instante, centenares de leguas de olas
en movimiento y el grito de las aves marinas, se desvanecieron para mí. El
maestro Palaemon sacó un mapa del armario y lo desenrolló para
mostrármelo, inclinándose sobre él hasta que los lentes con los que miraba
esas cosas, casi tocaron el pergamino—. Allí —dijo, y me señaló un punto
del joven río al pie de las cataratas bajas—. Si tuvieras los fondos
necesarios podrías viajar en barco. Tal como están las cosas, irás a pie.
—Entiendo —dije, y aunque recordaba la delgada pieza de oro que
Vodalus me había dado, segura en su escondite, no podía valerme de ella. El
gremio había decidido enviarme con no más dinero del que puede disponer
un oficial joven, y tanto por prudencia como por honor, debía partir de esa
manera.
Con todo, sabía que era injusto. Si no hubiera visto a la mujer con rostro
en forma de corazón, es muy posible que jamás le hubiera llevado el
cuchillo a Thecla, comprometiendo así mi posición en el gremio. En cierto
sentido, aquella moneda había comprado mi vida.
Muy bien, dejaría mi vieja vida atrás…
—¡Severian! —exclamó el maestro Palaemon—. No me estás
escuchando. Nunca fuiste un alumno desatento en nuestras clases.
—Lo siento. Estaba pensando en muchas cosas.
—Sin duda. —Por primera vez, realmente se sonrió, y por un momento
fue el de antes, el maestro Palaemon de mi niñez—. Y yo que estaba
dándote tan buenos consejos para el viaje. Ahora tendrás que pasarte sin
ellos, aunque de todas formas los habrías olvidado. ¿Sabes lo de los
caminos?
—Sé que no hay que utilizarlos. Nada más.
—El Autarca Maruthas los clausuró. Eso fue cuando yo tenía tu edad.
Viajar alentaba la sedición, y él quería que los productos entraran y salieran
de la ciudad por el río, de modo que pudiera imponérseles tasas con
facilidad. La ley ha permanecido en vigencia desde entonces, y hay una
fortificación, según he oído decir, cada cincuenta leguas. Con todo, los
caminos siguen donde estaban. Aunque se encuentran en mal estado, se dice
que algunos los utilizan por la noche.
—Entiendo —dije—. Clausurados o no, los caminos harían más fácil el
tránsito que viajar por el campo como lo exigía la ley.
—Lo dudo. Mi intención es advertirte que los evites. Son patrullados
por ulanos con la orden de matar a quienquiera que encuentren, y como
tienen permiso de saquear los cuerpos de los que matan, no son muy
proclives al perdón.
—Entiendo —le dije, mientras me pregunté cómo era posible que
supiera tanto de viajes.
—Bien. El día ya casi ha pasado. Si quieres, puedes dormir aquí esta
noche, y partir por la mañana.
—Dormir en mi celda quiere decir.
Asintió. Aunque sabía que apenas podía verme la cara, sentí que algo en
él me estaba examinando.
—Ahora lo dejaré, entonces. —Traté de pensar qué tendría que hacer
antes de volver la espalda para siempre a nuestra torre; no se me ocurrió
nada, aunque parecía que seguramente algo tendría que hacer—. ¿Puedo
disponer de una guardia para prepararme? Cuando llegue el momento
partiré.
—Eso es fácil de conceder. Pero antes de partir, quiero que vuelvas
aquí… Tengo algo que darte. ¿Lo harás?
—Desde luego, maestro, si usted así lo quiere.
—Y, Severian, ten cuidado. Hay muchos en el gremio que son tus
amigos y desean que esto no hubiera ocurrido nunca. Pero hay otros que
consideran que has traicionado nuestra confianza y que mereces la agonía y
la muerte.
—Gracias, maestro —le dije—. El segundo grupo está en lo cierto.
Mis pocas posesiones estaban ya en mi celda. Las empaqueté todas
juntas, y el paquete resultó tan pequeño que pude ponerlo en la vaina que
me colgaba del cinturón.
Llevado por el amor y la pena por lo que había ocurrido, me encaminé a
la celda de Thecla.
Todavía estaba vacía. El suelo había sido lavado y no había sangre en él,
pero una gran mancha oscura se extendía por el metal. Su ropa había
desaparecido y también sus cosméticos. Los cuatro libros que le había
llevado un año antes estaban apilados junto a otros sobre la mesa. No puede
resistir la tentación de tomar uno; había tantos en la biblioteca, que no lo
echarían de menos. Había tendido la mano antes de darme cuenta de que no
sabía cuál elegir. El libro de heráldica era el más hermoso, pero me pareció
demasiado grande como para cargarlo por el campo. El libro de teología era
el más pequeño, pero no mucho más que el marrón. Por fin fue el que
escogí, con sus historias de palabras desvanecidas.
Dejando atrás el cuarto de almacenaje, subí las escaleras de la torre
hasta el cuarto del cañón, donde las piezas destinadas a romper bloqueos
esperaban en plataformas colgantes. Luego ascendí más todavía, hasta el
cuarto de tejado de vidrio, de mamparas grises y sillas extrañamente
retorcidas, y subí aún más alto por una delgada escalerilla de mano hasta los
mismos resbalosos paneles, donde mi presencia ahuyentó a una bandada de
tordos que se elevaron como manchas de hollín, mientras sobre mi cabeza,
nuestra bandera fulígena flameaba y restallaba al viento.
Abajo, el Patio Viejo parecía pequeño y atestado, pero infinitamente
confortable y hogareño. La rotura de la muralla era más grande de lo que
jamás lo había advertido, aunque a cada lado de ella la Torre Roja y la Torre
del Oso todavía se mantenían en pie, orgullosas y fuertes. Más cerca de la
nuestra, la Torre de las Brujas era más delgada, oscura y alta; por un
momento el viento me trajo el sonido de unas risas frenéticas y sentí un
antiguo temor, aunque nosotros los torturadores siempre hemos estado en
los más amistosos términos con las brujas, nuestras hermanas.
Más allá del muro, la gran necrópolis descendía hasta el Gyoll, cuyas
aguas alcanzaba a ver entre los edificios medio carcomidos de las orillas. A
lo lejos, al otro lado del río, la redondeada bóveda del khan no parecía más
que una pequeña piedra, y la ciudad de alrededor una extensión de arena
multicolor hollada por los maestros torturadores de antaño.
Vi un caique de proa y popa altas y agudas; con las velas desplegadas
navegaba corriente abajo; y en contra de mi voluntad lo seguí un instante…
Iba hacia el delta y los pantanos, hacia el mar resplandeciente donde la gran
bestia Abaia, traída desde las orillas más lejanas del universo en los tiempos
preglaciares, se revuelca hasta que llegue el momento en que ella y los de
su especie devoren los continentes.
Luego abandoné el sur de mares ahogados por el hielo, y me volví hacia
el norte, hacia las montañas y las fuentes del río. Durante largo tiempo (no
sé cuánto, aunque el sol parecía ocupar otro lugar cuando volví a
observarlo) miré hacia el norte. Con los ojos de mi mente podía ver las
montañas, pero con los verdaderos, sólo la extensión ondulada de la ciudad
de un millón de tejados. En realidad, las altas columnas de plata del Torreón
y las cúpulas de alrededor, me impedían contemplar la mitad del panorama.
Sin embargo, no me interesaban para nada y apenas los veía. En el norte se
encontraba la Casa Absoluta y las cataratas y Thrax, la Ciudad de las
Habitaciones sin Ventanas. Al norte se extendían las amplias llanuras, un
centenar de bosques sin caminos y la podredumbre de las junglas en la
cintura del mundo.
Cuando hube pensado en todas esas cosas hasta casi enloquecer, bajé
nuevamente al estudio del maestro Palaemon y le dije que estaba listo para
partir.
XIV
Terminus Est
Y así sucesivamente. Aun cuando las lámparas no eran más que una
chispa a una legua o más río arriba, el viento traía el sonido. Como luego lo
sabría, alzan la pértiga con el estribillo y vuelven a hundirla con los versos
alternados, y así avanzan guardia tras guardia.
Poco antes del amanecer, vi sobre la amplia y oscura cinta del río una
línea de luces que no provenía de los barcos, y que se extendía de orilla a
orilla. Era un puente, y después de errar un tiempo en la oscuridad, llegué a
él. Dejando atrás las lenguas de agua que besaban la orilla, ascendí un
tramo de peldaños rotos desde la Vía de Agua hasta la calle más elevada del
puente, y de pronto descubrí que era el protagonista de una nueva escena.
Había tanta luz en el puente como sombras en la Vía de Agua. Cada
diez pasos, más o menos, podía ver antorchas en lo alto de postes
tambaleantes, y a intervalos de unos cien pasos, garitas cuyas ventanas
resplandecían como fuegos de artificio adheridos a los pilares del río.
Pasaban carruajes con linternas, y la mayor parte de las gentes que andaban
por las aceras iban acompañadas por un paje de armas o ellas mismas
llevaban luz. Había vendedores que vociferaban las mercancías exhibidas
en bandejas colgadas del cuello, extranjeros que parloteaban en lenguas
toscas, y mendigos que mostraban llagas, fingían tocar caramillos, y
pellizcaban a sus hijos para que llorasen.
Confieso que estaba muy interesado por todo esto, aunque mi formación
me prohibía manifestar cualquier entusiasmo. Con la capucha bien baja
sobre la cabeza y los ojos apuntados hacia delante con resolución, pasé
entre la multitud como si me fuera indiferente; pero por un breve tiempo, al
menos, sentí que la fatiga desaparecía y mis zancadas eran, creo, más largas
y rápidas porque deseaba demorarme allí.
Los guardias de la atalaya no eran agentes de la policía de la ciudad,
sino peltastas de media armadura que llevaban escudos transparentes.
Estaba ya casi en la orilla occidental cuando dos de ellos avanzaron para
bloquearme el camino con lanzas llameantes.
—Es un delito grave llevar la vestimenta que luce. Si intentara usted
algún truco o artificio, correría un serio peligro a causa de esta capa.
—Tengo derecho a llevar el hábito de mi gremio —dije.
—¿Entonces se declara usted un carnificario? ¿Es una espada lo que
lleva?
—Lo es, pero no soy un carnificario, sino un oficial de la Orden de los
Buscadores de la Verdad y la Penitencia.
Hubo un silencio. Un centenar de personas nos habían rodeado en los
pocos minutos que tardaron los guardias en interrogarme, y yo en contestar.
Vi que el peltasta que no había hablado miró al otro como diciendo habla en
serio. Luego, volviéndose a mí, dijo: —Venga, adentro. El lagario quiere
hablar con usted.
Pasé delante de ellos y entré por una puerta estrecha. Se trataba de un
cuarto pequeño con una mesa y unas pocas sillas. Subí por una escalera
angosta muy desgastada. En el cuarto de arriba un hombre con coraza
estaba escribiendo en un alto escritorio. Los peltastas me habían seguido, y
cuando estuve ante él, el último en hablar señaló: —Éste es el hombre.
—Ya estoy enterado —dijo el lagario sin levantar la cabeza.
—Dice ser un oficial del gremio de torturadores.
Por un momento la pluma que venía avanzando sin pausa, se detuvo.
—Nunca creí encontrarme con semejante cosa fuera de las páginas de
algún libro, pero me atrevería a afirmar que no ha dicho más que la verdad.
—¿Debo dejarlo en libertad, entonces? —preguntó el guardia.
—No, todavía.
El lagario limpió la pluma, echó arena sobre la carta en la que había
estado trabajando, y nos miró.
—Los subordinados de usted me han detenido porque pusieron en duda
el derecho a llevar la capa que me cubre —dije.
—Hicieron lo que les ordené, y lo ordené porque estaba usted
provocando un disturbio, de acuerdo con el informe de las torrecillas
orientales. Si pertenece al gremio de torturadores, que para ser honesto creía
desaparecido desde mucho tiempo atrás, usted se ha pasado la vida en la…
¿Cómo se llama?
—La Torre Matachina.
Hizo chasquear sus dedos y pareció divertido y apenado a la vez.
—Me refiero al lugar en dónde se alza esa torre.
—La Ciudadela.
—Sí, la vieja Ciudadela. Está al este del río, según recuerdo, y en el
extremo norte del barrio Algedónico. Me llevaron allí a ver la Torre del
Homenaje cuando era cadete. ¿Ha ido con frecuencia a la ciudad?
Pensé en las ocasiones en que íbamos a nadar, y dije: —Con frecuencia.
—¿Vestido así?
Sacudí la cabeza.
—Por favor, échese hacia atrás esa capucha. Lo único que veo es que
menea la nariz. —El lagario se bajó del taburete y fue hasta una ventana
que daba al puente—. ¿Cuánta gente cree que hay en Nessus?
—No tengo la menor idea.
—Tampoco yo, torturador. Ni nadie. Todo intento de contarlos ha
fracasado, como han fracasado, sistemáticamente, todos los esfuerzos que
se han hecho por imponer impuestos. La ciudad crece y cambia cada noche,
como lo que se escribe con tiza en las paredes. Gente lista levanta casas en
las calles después de recoger piedras por la noche y a la mañana siguiente
reclama el terreno como propio… ¿lo sabía? El exultante Talarican, cuya
locura se manifestó como exagerado interés en los aspectos más bajos de la
existencia humana, sostuvo que las personas que viven de devorar la basura
de los demás llegan a dos gruesas de millares. Que hay diez mil acróbatas
mendicantes de los que casi la mitad son mujeres. Que si un pobre saltara
del parapeto de este puente cada vez que respiramos, viviríamos para
siempre, porque la ciudad engendra y quebranta a los hombres más rápido
de lo que respiramos. En medio de semejante multitud, no hay alternativa
para la paz. No pueden tolerarse los disturbios porque los disturbios no
pueden extinguirse. ¿Me sigue?
—Existe la alternativa del orden. Pero sí, hasta que eso se consiga, lo
entiendo —contesté.
El lagario suspiró y se volvió hacia mí.
—Si entiende eso al menos, mejor que mejor. Será pues necesario que
consiga una vestimenta más… convencional.
—No puedo volver a la Ciudadela.
—Entonces, desaparezca de la vista esta noche y cómprese algo
mañana. ¿Tiene fondos?
—Un poco, sí.
—Bien. Cómprese algo. O róbelo, o quítele las ropas al próximo
desdichado que mate con esa cosa. Haría que uno de los míos lo condujera
hasta una posada, pero eso significaría más fisgoneo y murmuraciones
todavía. Ha habido alguna clase de perturbación en el río y ya corren
demasiadas historias de fantasmas por ahí. Ahora el viento se está calmando
y llega la niebla… eso empeorará aún más las cosas. ¿A dónde se dirige?
—He sido destinado a la ciudad de Thrax.
El peltasta que antes había hablado dijo: —¿Hemos de creerle, lagario?
No nos ha mostrado ninguna prueba de lo que dice.
El lagario estaba mirando otra vez por la ventana, y ahora yo también vi
las hebras oscuras de una niebla.
—Si no sabe usar la cabeza, use la nariz —dijo—. ¿Qué olores entraron
junto con él?
El peltasta hizo un gesto de incertidumbre.
—Hierro oxidado, sudor frío, sangre putrefacta. Un impostor olería a
tela nueva o a andrajos encontrados en un baúl. Si no espabilas pronto en el
desempeño de tu oficio, Petronax, irás al norte a luchar contra los ascios.
El peltasta dijo: —Pero lagario… —y me lanzó tal mirada de odio, que
temí que intentara hacerme algún daño cuando abandonara la atalaya.
—Muéstrele a este individuo que pertenece en verdad al gremio de
torturadores.
El peltasta estaba distendido, de modo que no hubo grandes
dificultades. Aparté a un lado el escudo con mi brazo derecho, poniéndole
el pie izquierdo sobre la pierna derecha mientras le aplastaba el nervio del
cuello que produce convulsiones.
XV
Calveros
La tienda de harapos
Fue en esa caminata por las calles de la todavía adormilada Nessus cuando
mi pena, que iba a obsesionarme con tanta frecuencia, me sobrecogió de
veras por primera vez.
Cuando estaba preso en la mazmorra, la enormidad de lo que había
hecho, y la enormidad del correctivo que sin duda me impondría el maestro
Gurloes, la habían mitigado. El día anterior, mientras caminaba por la Vía
del Agua, la alegría de la libertad y la conmoción ante el exilio habían
llegado a borrarla. Ahora me parecía que no había nada en todo el mundo
más allá del hecho de la muerte de Thecla. Cada retazo de oscuridad entre
las sombras, me recordaba su pelo; cada resplandor me recordaba su piel.
Apenas podía resistir la tentación de volver corriendo a la Ciudadela para
ver si no estaría aún sentada en la celda, leyendo a la luz de la lámpara de
plata.
Encontramos un café con mesas alineadas a lo largo del borde de la
calle. Era todavía bastante temprano como para que casi no hubiese tránsito.
Un hombre muerto (había sido sofocado, creo, con un lambrequín, pues hay
quien practica ese arte) yacía en la esquina. El doctor Talos le registró los
bolsillos, pero no encontró nada.
—Bien, pues —dijo—. Tenemos que pensar. Tenemos que idear un
plan.
Una camarera trajo tazas de moca y Calveros cogió una. La revolvió
con el dedo índice.
—Amigo Severian, quizá es necesario que explique nuestra situación.
Calveros, mi único paciente, y yo somos oriundos de la región que rodea el
lago Diuturna. Nuestra casa se quemó, y necesitados de un poco de dinero
para restaurarla, decidimos aventurarnos al extranjero. Mi amigo es un
hombre de fuerza extraordinaria. Reúno una muchedumbre, él quiebra
algunos leños y levanta diez hombres a la vez y yo vendo mis medicinas.
No es mucho, dirá usted. Pero hay más. Tengo una obra y hemos
conseguido alguna utilería. Cuando la situación es favorable, él y yo
representamos ciertas escenas y aun invitamos a participar a algunos
miembros de la audiencia. Ahora, amigo, dice usted que va hacia el norte, y
por la cama en la que durmió anoche, entiendo que está sin fondos. ¿Puedo
proponerle una aventura conjunta?
Calveros, que sólo pareció haber entendido la primera parte del
parlamento, dijo lentamente: —No está del todo destruida. Las paredes son
de piedra, muy gruesas. Parte de la bóveda se salvó.
—Exactamente. Planeamos restaurar nuestro querido y viejo hogar.
Pero vea el dilema en que nos encontramos: estamos ahora de regreso y a
medio camino, y el capital acumulado aún dista mucho de ser suficiente. Lo
que propongo…
La camarera, una joven delgada con los cabellos desordenados, trajo un
cuenco de gachas para Calveros, pan y fruta para mí y una pasta para el
doctor Talos.
—¡Qué muchacha tan atractiva! —dijo éste.
Ella le sonrió.
—¿Puede sentarse con nosotros? Parece que no hubiera otros clientes.
Después de echar una mirada hacia la cocina, la camarera se encogió de
hombros y acercó una silla.
—Quizá quiera un pedacito de esto… Yo estaré demasiado ocupado
hablando como para comer algo tan seco. Y un sorbo de moca, si no tiene
inconveniente en beber de mi taza.
Ella dijo: —Usted cree que él nos permitiría comer gratis ¿no? Pues no.
Lo cobra todo a máximo precio.
—¡Ah! Entonces no es usted la hija del propietario. Temía que lo fuera.
O su esposa. ¿Cómo puede haber resistido la tentación de detenerse a cortar
semejante pimpollo?
—Hace sólo un mes que trabajo aquí. El dinero que dejan en la mesa es
todo lo que recibo. Ustedes tres, por ejemplo: si no me dan nada, los habré
servido por nada.
—¡Exactamente, exactamente! Pero ¿y esto? ¿Intentamos hacerle un
obsequio precioso y usted lo rechaza? —El doctor Talos se inclinó hacia
ella y me dio la impresión de que no sólo tenía cara de zorro (una
comparación quizá demasiado fácil, porque las hirsutas cejas rojizas y la
afilada nariz la sugerían en seguida) sino también de zorro embalsamado.
He oído decir a los que se ganan la vida cavando, que no hay tierra en
ningún lugar del mundo que al abrirla no descubra fragmentos pretéritos.
No importa dónde se vuelva la pala, siempre descubre pavimentos rotos y
metal herrumbrado; y los eruditos escriben que la especie de arena que los
artistas llaman policroma (porque en su blancura se mezclan motas de todos
los colores) no es en realidad arena, sino el vidrio del pasado, reducido
ahora a polvo por eones de tumbos en el mar. Si hay capas de realidad bajo
la realidad que vemos, al igual que hay capas de historia bajo el terreno que
pisamos, en una de esas realidades más profundas la cara del doctor Talos
era una máscara de zorro sobre una pared, y me maravilló ver cómo se
volvía e inclinaba hacia la mujer, logrando mediante esos movimientos, que
parecían hacer que expresión y pensamiento jugaran con la sombra de la
nariz y las cejas, una asombrosa y realista apariencia de vivacidad—. ¿Lo
rechazaría usted? —volvió a preguntar, y yo me sacudí como si despertara.
—¿A qué se refiere? —quiso saber la mujer—. Uno de ustedes es un
canificario. ¿Me está hablando del obsequio de la muerte? El Autarca, de
poros más brillantes que las mismas estrellas, protege la vida de sus
súbditos.
—¿El regalo de la muerte? ¡Oh, no! —rió el doctor Talos—. No, mi
querida. Ése siempre lo ha tenido. Lo mismo que él. No pretendemos darle
lo que ya le pertenece. Él obsequio que le ofrecemos es la belleza, con la
fama y la fortuna que de ella derivan.
—Si me está queriendo vender algo, le advierto que no tengo dinero.
—¿Venderle algo? ¡En absoluto! Muy por el contrario, le estamos
ofreciendo un nuevo empleo. Yo soy un taumaturgo, y estos optimates son
actores. ¿No ha soñado nunca con actuar en el teatro?
—Me parecieron de aspecto extravagante, los tres.
—Necesitamos una ingenua. Puede aspirar al papel, si quiere. Pero debe
venir con nosotros ahora… no tenemos tiempo que perder y no volveremos
a pasar por aquí.
—Volverme actriz no me hará hermosa.
—Yo la haré hermosa porque necesitamos una actriz. Ése es uno de mis
poderes. —Se puso de pie—. Ahora o nunca. ¿Vendrá?
La camarera se puso también de pie mirándolo a la cara.
—Tengo que ir a mi habitación…
—¿Acaso tiene algo más que harapos? Necesito volverla atractiva y
enseñarle la letra, todo en una jornada. No puedo esperar.
—Páguenme el desayuno, y le diré que me marcho.
—¡Tonterías! Como miembro de nuestra compañía, he de ayudar a
conservar los fondos que nos harán falta para comprar sus vestidos. Y eso
sin mencionar que se comió mi pasta. Páguelo usted misma.
Por un instante ella vaciló. Calveros dijo: —Puede confiar en él. El
doctor tiene su propio estilo de concebir el mundo, pero miente menos de lo
que la gente cree.
La voz profunda y lenta pareció comunicarle confianza.
—Muy bien —dijo—. Iré.
En unos instantes, los cuatro nos encontrábamos lejos, pasando junto a
tiendas que aún estaban casi todas cerradas. Después de andar un rato, el
doctor Talos anunció: —Y ahora, mis queridos amigos, tenemos que
separarnos. Yo consagraré mi tiempo al realce de esta sílfide. Calveros, tú
recogerás nuestro deteriorado proscenio y el resto de la utilería en la posada
donde tú y Severian habéis pasado la noche… confío en que eso no presente
dificultades. Severian, representaremos, creo, en el Cruce de Ctesifon.
¿Conoce el lugar?
Asentí, aunque no tenía idea de dónde se encontraba. La verdad es que
no pensaba volver a reunirme con ellos.
Ahora bien, cuando el doctor Talos se alejó a paso rápido con la
camarera trotando junto a él, me encontré solo con Calveros en la calle
desierta. Ansioso por que él también se fuera, le pregunté a dónde iba. Más
me parecía estar hablando con un monumento que con un hombre.
—Hay un parque cerca del río donde se puede dormir de día, aunque no
por la noche. Cuando empiece a oscurecer, despertaré e iré a recoger
nuestras pertenencias.
—Me temo que no tengo sueño. Iré a dar un vistazo por la ciudad —
dije.
—Entonces lo veré en el Cruce de Ctesifon.
Por alguna razón, sentí que él sabía lo que yo estaba planeando.
—Sí —dije—. Por supuesto.
Tenía los ojos apagados de un buey cuando se volvió y se encaminó con
pasos largos y esforzados hacia el Gyoll. Como el parque de Calveros
quedaba en el este y el doctor Talos se había llevado a la camarera hacia el
oeste, yo decidí andar hacia el norte y de ese modo continuar mi viaje hacia
Thrax, la Ciudad de Estancias sin Ventanas.
Entre tanto, Nessus, la Ciudad Imperecedera, en la que había vivido
toda mi vida, aunque la conocía tan poco, se extendía a mi alrededor.
Avancé a lo largo de una ancha avenida empedrada, sin saber, ni
preocuparme por saber, si se trataba de una calle lateral o principal. A cada
lado había senderos elevados para peatones y un tercero en el centro, que
servía para dividir el tránsito que iba hacia el sur del tránsito que iba hacia
el norte.
A izquierda y derecha los edificios parecían brotar del suelo como
granos plantados en hileras, empujándose unos a otros para ganar espacio.
Pero ninguno era tan alto como el Torreón Grande, ni tan viejo; ninguno
tenía los muros de metal de nuestra torre, de cinco pasos de grosor; sin
embargo, en la Ciudadela no había ningún edificio que pudiera compararse
con éstos en color u originalidad de concepción, ni tan novedoso o
fantástico como cualquiera de estas estructuras, aunque se levantaran en
medio de centenares de otras semejantes. Como es costumbre en algunos
sectores de la ciudad, la mayor parte de estos edificios tenían tiendas en los
niveles inferiores, aunque no habían sido edificados con este fin, sino como
casas gremiales, basílicas, estadios, conservatorios, almacenes de tesoros,
oratorios, asilos, fábricas, conventos, hospicios, lazaretos, molinos,
refectorios, casas mortuorias, mataderos y casas de juegos. Los diseños
reflejaban estas diferentes funciones, a la vez que un millar de distintas
tendencias estéticas. Un paisaje erizado de torres y minaretes se apaciguaba
por momentos en la tranquilidad de bóvedas y amplias rotondas; por los
muros escarpados ascendían tramos de peldaños tan empinados como
escalerillas de mano, y los balcones envolvían las fachadas cobijándolas en
la intimidad de granados y limoneros.
Estaba admirando estos jardines colgantes en medio de un bosque de
mármol blanco y rosa; ladrillos de sardónice rojo, azul grisáceo, crema y
negro, y mosaicos verdes, amarillos y tirios, cuando la figura de un
lansquenete que montaba guardia a la entrada de una caserna, me recordó la
promesa que le había hecho al oficial de los peltastas la noche anterior.
Como tenía poco dinero y sabía que necesitaría el abrigo de la capa de mi
gremio por la noche, lo mejor sería comprar un manto de tela barata que
pudiera echarme encima. Las tiendas se estaban abriendo, pero las que
vendían ropa no parecían tener nada que conviniera a mis propósitos, o los
precios eran demasiado altos para mí.
La idea de ejercitar mi profesión antes de llegar a Thrax no se me había
ocurrido todavía, y de habérseme ocurrido, la hubiera desechado,
suponiendo que habría tan poca demanda de los servicios de un torturador,
que hubiese sido poco práctico ponerme a buscar a aquellos que los
requerían. Creía, en suma, que el poco dinero que llevaba en el bolsillo, me
alcanzaría hasta llegar a Thrax; y no tenía idea del monto de las
recompensas que me serían otorgadas. De modo que miraba los ricos
balmacanes y linares, los jubones de paduasoy, matelassé y un centenar de
otras telas costosas, sin entrar en los sitios que las exhibían o ni siquiera
detenerme para examinarlas.
Pronto mi atención se centró en otros artículos. Aunque yo nada sabía
por ese entonces, miles de mercenarios estaban ofreciéndose para la
campaña de verano. Había brillantes capas militares y mantas de montura,
sillas de montar que resguardaban los riñones, gorras con visera rojas,
ketenes de asta larga, abanicos de hojuelas de plata para transmitir señales,
arcos curvados y recurvados para uso de la caballería, flechas en conjuntos
idénticos de diez y veinte, estuches de cuero decorados con tachas doradas
y de madreperla, y protectores que protegían la muñeca izquierda del
arquero de la cuerda del arco. Cuando vi todo esto, recordé lo que el
maestro Palaemon había dicho antes de que yo fuera ungido acerca del
hecho de ir tras el tambor; y aunque había sentido algún desprecio por los
marineros de la Ciudadela, me pareció oír el prolongado sonido de una
carraca llamando al desfile y el brillante desafío que las trompetas lanzaban
desde lo alto de las fortificaciones.
Cuando ya había olvidado por completo lo que estaba buscando, una
mujer alta, de algo más de veinte años, salió de una de las tiendas oscuras
para abrir las verjas. Llevaba un vestido de brocado multicolor
sorprendentemente rico y andrajoso a la vez, y cuando la observé, el sol
iluminó un desgarrón en la tela, justo debajo de la cintura, dando una
palidez dorada a aquella zona de la piel.
No puedo explicar el deseo que experimenté por ella, entonces y
después. De todas las mujeres que he conocido, ella fue, quizás, la menos
hermosa… menos graciosa y voluptuosa que la que más he amado, mucho
menos regia que Thecla. Era de altura media, nariz corta, pómulos anchos y
de ojos pardos y rasgados. La vi abrir la verja, y la amé con un amor mortal
y a la vez irresponsable.
Por supuesto, me acerqué a ella. No podría haberme resistido a aquel
extraño encanto más de lo que hubiera resistido la ciega codicia de Urth, si
hubiera caído de un acantilado.
No sabía qué decirle y me aterraba la idea de que retrocediera ante mi
espada y mi capa fulígena. Pero sonrió y hasta pareció admirar mi
apariencia. Al cabo de un momento, en el que no dije nada, me preguntó
qué quería; le pregunté si sabía dónde podría comprar un manto.
—¿Para qué lo quiere? —Tenía la voz más profunda de lo que había
esperado—. Esa capa es tan hermosa. ¿Puedo tocarla?
—Por favor, si lo desea.
Alzó el borde y frotó suavemente la tela entre las palmas.
—Nunca vi un negro semejante… es tan oscuro que apenas si se
alcanzan a ver los pliegues. Parece como si mi mano desapareciera. Y la
espada. ¿Es eso un ópalo?
—¿Quiere examinarla también?
—No, no. En absoluto. Pero si realmente necesita un manto… —Hizo
un ademán señalando el escaparate y vi que estaba lleno de ropas usadas de
toda clase: jelabes, capotes, batas, cimares—. Muy barato. Verdaderamente
razonable. Si entra, estoy segura de que encontrará lo que busca. —Entré
por una puerta que hizo sonar una campanilla, pero la joven no me siguió
como yo había esperado.
El interior estaba en penumbra, pero no bien hube mirado a mi
alrededor, entendí por qué a la mujer no la había perturbado mi apariencia.
El hombre que estaba tras el mostrador era más horripilante que cualquier
torturador. La cara era casi una calavera, una cara con los ojos encajados en
dos órbitas profundas, mejillas hundidas, y boca sin labios. Si no se hubiera
movido o hablado, yo no habría creído en absoluto que estuviera vivo, ya
que parecía un cadáver de pie detrás del mostrador, que cumplía allí el
mórbido deseo de algún antiguo propietario.
XVII
El desafío
Ahora empiezo otra vez. Ha transcurrido mucho tiempo (he oído dos veces
el cambio de guardia fuera de la puerta de mi estudio) desde que escribí las
líneas que acabas de leer. No estoy seguro de que sea correcto registrar
estas escenas, que quizá sólo para mí son importantes, con tanto detalle. Tal
vez hubiese sido mejor resumirlo de este modo: vi una tienda y entré en
ella; un oficial de los Septentriones me desafió; el tendero envió a su
hermana para que me ayudara a arrancar la flor venenosa. He dedicado
varios días fatigosos a la lectura de la historia de mis predecesores, y poco
más hay en ellas que, por ejemplo, estas líneas acerca de Ymar:
Disfrazándose, se aventuró a internarse en la campaña donde vio a un muni que
meditaba debajo de un plátano. El Autarca se le unió y se sentó con la espada contra el
tronco hasta que Urth empezó a espolear al sol. Unas tropas que llevaban una oriflama
pasaron al galope; un mercader condujo una mula que avanzaba trabajosamente bajo el
peso del oro; una hermosa mujer cabalgaba a hombros de unos eunucos, y por fin pasó
un perro trotando por la senda polvorienta. Ymar se puso de pie y siguió al perro, riendo.
El Jardín Botánico
La luz del sol nos encegueció como si hubiéramos pasado del crepúsculo al
pleno día.
Alrededor de nosotros flotaban unas doradas partículas de paja.
—Así está mejor —dijo Agia—. Aguarda un momento y deja que me
oriente. Creo que los Peldaños de Adamnian están a nuestra derecha. El
conductor no habría descendido por ellos, o quizá sí, pues el tipo estaba
loco, pero nos habrían conducido al apeadero por la ruta más corta. Dame el
brazo, Severian; la pierna todavía me molesta.
Andábamos por la hierba, y vi que la tienda-catedral había sido
levantada en un terreno liso, entre casas fortificadas; los absurdos
campanarios se alzaban sobre unos parapetos. Una ancha calle pavimentada
bordeaba el prado; cuando llegamos a la calle volví a preguntar quiénes
eran las peregrinas.
Agia me miró de soslayo.
—Tienes que perdonarme, pero no me resulta fácil hablar de vírgenes
profesionales a un hombre que acaba de verme desnuda. Aunque en otras
circunstancias, sería distinto. En realidad no las conozco bien, pero en la
tienda tenemos algunos hábitos de la orden, y una vez le pedí a mi hermano
que me hablara de ellas. Desde esa vez, presté atención a todo cuanto pude
oír. Es un traje popular en las mascaradas… todo ese rojo.
»De cualquier modo son una orden de convencionales, como sin duda
ya te habrás dado cuenta. El rojo representa la luz poniente del Sol Nuevo.
Viajan por el campo con esa enorme catedral a cuestas y la levantan allí
donde les viene en gana sin importarles lo que pueda decir el propietario del
terreno. La orden pretende guardar la más valiosa de las reliquias, la Garra
del Conciliador, de modo que el rojo puede representar también las Heridas
de la Garra.
Tratando de ser gracioso, dije: —No sabía que tuviera garras.
—No es una verdadera garra… dicen que es una gema. Tienes que
haber oído hablar de esa garra. No sé por qué la llaman la Garra, y dudo que
hasta esas sacerdotisas lo sepan. Pero si tuviera en verdad alguna relación
con el Conciliador, sería realmente importante. De cualquier modo el
conocimiento que tenemos ahora del Conciliador es meramente histórico…
lo que significa que confirmamos o negamos que estuviera en contacto con
nuestra raza en un pasado remoto. Si la Garra es lo que las peregrinas
afirman, entonces el Conciliador ha existido, aunque ahora puede que esté
muerto.
La mirada sobresaltada que me echó una mujer que llevaba un
dúlcemele, me indicó que el manto que le había comprado al hermano de
Agia estaba abierto y permitía ver la capa fulígena de mi gremio, que a la
pobre mujer le habrá parecido una oscuridad vacía.
Mientras me lo cerraba y me ajustaba el broche, dije: —Como sucede
con todas estas argumentaciones religiosas, el significado inicial se va
perdiendo con el tiempo.
Suponiendo que hace muchos eones el Conciliador haya andado entre
nosotros ¿a quién puede importarle más que a los historiadores y a los
fanáticos? Valoro esta leyenda como parte del pasado sagrado, pero me
parece que lo que hoy interesa es la leyenda, y no el polvo del Conciliador.
Agia se frotó las manos y pareció calentárselas a la luz del sol.
—Suponiendo… doblemos por esta esquina. Severian, si miras a lo alto
de las escaleras podrás ver las estatuas de los epónimos… Suponiendo que
haya vivido, fue por definición el Amo del Poder. Lo que significa la
trascendencia de la realidad, e incluye la negación del tiempo. ¿No es eso
correcto?
Asentí.
—Entonces no hay nada que le impida desde una posición de, digamos
treinta mil años atrás, volver a lo que llamamos el presente. Muerto o no, si
existió alguna vez, podría aparecerse a la vuelta de la esquina o la semana
próxima.
Habíamos llegado al comienzo de la escalera. Los peldaños eran de
piedra blanca como la sal, a veces tan anchos que eran necesarias varias
zancadas para descender de uno a otro, y a veces tan abruptos como los de
una escalerilla de mano. Aquí y allá, confiteros y vendedores de monos
habían montado sus tenderetes. No sabía porqué, pero me gustaba hablar
con Agia de todos estos misterios mientras bajábamos por las escaleras.
Dije: —Todo esto porque esas mujeres dicen que conservan una lustrosa
uña del Conciliador. Supongo que produce curas milagrosas ¿verdad?
—De vez en cuando, así lo afirman. También perdona las injurias,
resucita a los muertos, crea nuevas razas a partir de la tierra, aplaca la
lujuria, etcétera. Todas esas cosas que se supone él mismo hizo.
—Ahora te estás riendo de mí.
—No, es el Sol… ya sabes lo que dicen que produce en la cara de las
mujeres.
—Las pone morenas.
—Las pone feas. Por empezar, reseca la piel y produce arrugas.
Además, resalta cualquier defecto por pequeño que sea. Urvasi amaba a
Puruvas antes de verlo a la luz del sol. De cualquier manera, lo sentí en mi
cara y pensé: Tú no me importas. Soy demasiado joven para preocuparme
por ti, y la próxima vez recuérdame que traiga un sombrero de ala ancha.
A la luz del sol, el rostro de Agia distaba mucho de ser perfecto, pero
ella no tenía nada que temer. Mi hambre se alimentaba también de esas
imperfecciones, yo veía en ella el coraje esperanzado y desesperado de los
pobres, quizá la más atractiva de las cualidades humanas; y me deleitaba en
las máculas que la hacían más real ante mis ojos.
—De cualquier manera —continuó apretándome la mano—, admito que
jamás he entendido por qué gente como esas peregrinas siempre piensan
que las personas corrientes necesitan aplacar la lujuria. De acuerdo con mi
experiencia, la dominan bastante bien, y casi todos los días, además. Lo que
la mayoría de nosotros necesita es alguien con quien ponerla en práctica.
—Entonces te complace que te ame —dije bromeando sólo a medias.
—A todas las mujeres les gusta ser amadas y cuantos más hombres las
amen ¡mejor! Pero he decidido no amarte, si a eso te refieres. Sería tan
sencillo ir contigo paseando del brazo por la ciudad. Pero si esta tarde te
matan, me sentiré desgraciada al menos durante quince días.
—También yo —dije.
—No, tú no. Ni te importará siquiera. Ni eso ni ninguna otra cosa,
nunca jamás. Estar muerto no duele, y tú deberías saberlo más que nadie.
—A veces creo que todo este asunto no es más que una patraña
inventada por ti o por tu hermano. Estabas afuera cuando llegó el
septentrión… ¿le dijiste algo para disponerlo contra mí? ¿Es tu amante?
Agia rió al oírme, y los dientes le brillaron al sol.
—Mírame. Llevo un vestido de brocado, pero ya has visto lo que hay
debajo del vestido. Voy descalza. ¿Ves anillos o pendientes? ¿Una lamia de
plata trenzada alrededor del cuello? ¿Brazaletes de oro en los brazos? Si no
los ves, has de reconocer que no tengo por amante a ningún oficial del
Hogar de las Tropas. Hay un viejo marinero, feo y pobre, que insiste en que
me vaya a vivir con él. Aparte de eso, bueno, Agilus y yo somos
propietarios de la tienda. La heredamos de nuestra madre y está libre de
deudas sólo porque no encontramos a nadie bastante tonto como para
prestarnos algo, aceptando la tienda como garantía. A veces rompemos
algunas telas de nuestro almacén y las vendemos a los fabricantes de papel
para poder comprar un cuenco de lentejas.
—De cualquier modo podrás comer bien esta noche —le dije—. Pagué
un buen precio a tu hermano por este manto.
—¿Cómo? —Parecía haber recobrado el buen humor. Dio un paso atrás
y abrió la boca en una expresión de asombro fingido—. ¿No me invitarás a
cenar esta noche? ¿Después de haberme pasado todo el día aconsejándote y
guiándote?
—Y enredándome en la destrucción del altar de esas peregrinas.
—Eso lo lamento. De veras. No quería que se te cansaran las piernas…
las necesitarás en la lucha. Pero aparecieron aquellos hombres y me pareció
que era una buena oportunidad para que obtuvieras algún dinero.
La mirada de Agia había abandonado mi rostro para posarse sobre uno
de los bustos brutales que flanqueaban la escalinata. Le pregunté: —¿De
verdad no significó más que eso?
—La verdad es que deseaba que siguieran pensando que tal vez fueras
un armígero. Los armígeros suelen ir disfrazados porque están siempre
yendo a fiestas y torneos, y tú pareces uno de ellos. Hasta yo misma lo
pensé cuando te vi por primera vez. Y ¿sabes?, si de verdad era así,
entonces yo era alguien que acompañaba a un armígero, probablemente el
hijo bastardo de un exultante. Aunque sólo se tratara de una especie de
broma. No tenía modo de saber lo que sucedería.
—Entiendo —dije. De pronto me dio un ataque de risa—. Qué tontos
tuvimos que parecer arriba de ese fiacre.
—Si entiendes, bésame.
Me la quedé mirando.
—¡Bésame! ¿Cuántas oportunidades te quedan? Te daré más de lo que
necesitas… —Hizo una pausa y luego se echó a reír—. Después de la cena,
quizá. Si podemos encontrar un sitio discreto, aunque no te convenga para
la lucha. —Entonces me abrazó y, poniéndose de puntillas me besó en los
labios. Tenía unos pechos firmes y altos, y yo podía sentir el movimiento de
sus caderas.
—Basta ya. —Me apartó de un empujón—. Mira allí abajo, Severian,
entre los pilones. ¿Qué ves?
El agua resplandecía como un espejo al sol.
—El río.
—Sí, el Gyoll. Ahora, a la izquierda. Hay tantos nenúfares que no es
fácil ver la isla. Pero el césped es de un verde claro y brillante. ¿No ves el
cristal donde se refleja la luz?
—Veo algo. ¿Es todo el edificio de cristal?
Ella asintió.
—Ése es el Jardín Botánico. Allí dejarán que cortes tu averno… todo lo
que tienes que hacer es exigirlo como un derecho ineludible.
El resto del descenso lo hicimos en silencio. Los Peldaños de Adamnian
serpentean a lo largo de la ladera de una colina: Son un lugar bastante
frecuentado por los paseantes, que a menudo alquilan caballos para bajar
por los peldaños. Vi a muchas parejas muy bien vestidas, hombres que
llevaban en el rostro las marcas de antiguas penurias y niños retozando.
También desde diversos puntos pude ver las oscuras torres de la Ciudadela
que se levantaban en la orilla opuesta, lo que no hizo más que
entristecerme. La tercera vez que las vi, recordé que en mi infancia me
había zambullido en ese río después de haber peleado con los niños del
vecindario, y una o dos veces observé la estrecha línea blanca sobre la orilla
occidental, tan lejos corriente arriba, que casi era imposible verla.
El Jardín Botánico se encontraba en una isla cercana a la orilla,
encerrado en un edificio de cristal (algo que yo no había visto antes y que
no sabía que pudiera existir). No había torres ni muros almenados, sólo el
tholos facetado que se alzaba hasta perderse en el cielo, y cuyo resplandor
se confundía con el de las pálidas estrellas. Le pregunté a Agia si
tendríamos tiempo de ver el Jardín, pero antes de que pudiera responderme,
le dije que lo vería, hubiera tiempo o no. El hecho era que no tenía
escrúpulos en llegar tarde a la cita con mi muerte, y estaba empezando a
tener dificultades para tomarme en serio un combate librado con flores.
—Si deseas pasar tu última velada visitando el jardín, sea —dijo—. Yo
misma vengo aquí a menudo. Es gratis, pues lo mantiene el Autarca, y
entretenido, si uno no es demasiado remilgado.
Subimos por escaleras de vidrio color verde claro. Le pregunté a Agia si
el único propósito del enorme edificio era obtener flores y frutas.
Riendo, negó con la cabeza y señaló la amplia arcada que se abría
delante de nosotros.
—A ambos lados de este corredor hay cámaras, y cada una de ellas es
un biopaisaje. Te lo advierto porque aunque el corredor es más corto que el
edificio, las cámaras irán ensanchándose a medida que nos adentremos en
ellas. Hay personas a las que esto les resulta desconcertante.
Entramos, había allí un silencio como el que hubo seguramente en el
amanecer de la Tierra, antes de que los padres de los hombres hubieran
abierto la superficie del Gyoll con las palas de los remos. El aire era
fragante, húmedo y algo más cálido que el de fuera. Las paredes a ambos
lados del suelo de mosaico también eran de cristal, pero tan gruesas que
apenas podían verse; las hojas, las flores y aun los árboles parecían ondear
como si se los mirara a través del agua. Sobre una amplia puerta, leí:
EL JARDÍN DEL SUEÑO
Como Agia había dicho, en el lejano norte las verdaderas junglas están
enfermas.
Nunca las había visto; sin embargo, el Jardín de la Jungla me daba la
impresión de que no siempre había sido así. Aun ahora, mientras estoy
sentado ante mi escritorio en la Casa Absoluta, algún ruido lejano me
recuerda los chillidos del loro de pecho magenta y alas doradas que
revoloteaba de árbol en árbol, vigilándonos con ojos desconfiados
ribeteados de blanco… aunque esto sin duda se debía a que mi mente se
volvía hacia ese sitio encantado. A través de su chillido, un sonido nuevo —
una voz nueva— llegaba de algún mundo rojo no conquistado aún por el
pensamiento.
—¿Qué es? —Toqué el brazo de Agia.
—Un tigre dientes de sable. Pero está lejos, y sólo quiere asustar a los
ciervos para confundirlos y que caigan en sus fauces. Huiría de ti y tu
espada mucho más de prisa de lo que tú podrías huir de él. —Una rama le
había desgarrado el vestido dejándole un pecho al descubierto. El incidente
la había puesto de mal humor.
—¿A dónde conduce el sendero? ¿Y cómo puede ese animal estar tan
lejos cuando esto es sólo un cuarto del edificio que vimos desde lo alto de
los Peldaños de Adamnian?
—Nunca me he adentrado tanto en este jardín. Hemos venido porque tú
quisiste.
—Contesta lo que te pregunto —dije y la tomé por el hombro.
—Si este sendero es como los otros, quiero decir los de los demás
jardines, ha de trazar un amplio círculo que nos llevará de nuevo a la puerta
por donde entramos. No hay nada que temer.
—La puerta se desvaneció al cerrarse.
—Es sólo un truco. ¿No has visto esos cuadros en los que aparece un
devoto con expresión meditativa cuando estás en un extremo del cuarto, y
que te mira fijamente cuando estás en el otro? Veremos la puerta cuando
nos acerquemos desde la dirección opuesta.
Una serpiente venenosa con ojos de cornalina se deslizaba por el
sendero; levantó la cabeza para mirarnos y luego desapareció entre las
plantas. Oí que Agia retenía el aliento y dije: —¿Quién es ahora el que tiene
miedo? ¿Huirá esa serpiente de ti tan de prisa como tú de ella? Ahora
respóndeme a lo que te he preguntado acerca del tigre dientes de sable.
¿Cómo es posible que esté tan lejos?
—No lo sé. ¿Crees que hay respuestas para todo aquí? ¿Acaso las hay
en el lugar de donde vienes?
Pensé en la Ciudadela y las costumbres antiquísimas de los gremios.
—No —dije—. Hay oficios y costumbres inexplicables en mi patria,
aunque en estos tiempos de decadencia están cayendo en desuso. Hay torres
en las que nunca nadie ha entrado, y cuartos perdidos, y túneles cuyas
entradas jamás se han visto.
—¿No puedes entender entonces que lo mismo sucede aquí? Cuando
estábamos en lo alto de la escalinata y miraste hacia abajo y descubriste
estos jardines ¿pudiste ver todo el edificio?
—No —admití—. Se interponían pilones y chapiteles y la esquina del
malecón.
—Y aun así ¿pudiste delimitar lo que viste?
Me encogí de hombros.
—El cristal hacía difícil distinguir los bordes del edificio.
—Entonces ¿cómo puedes hacer las preguntas que haces? Y si es tan
necesario para ti hacerlas, ¿puedes entender que yo no tengo por qué
conocer las respuestas? Por el sonido del rugido supe que el dientes de sable
se encontraba lejos. Pero tal vez no se encuentre aquí en absoluto, y no se
trate más que de una lejanía en el tiempo.
—Cuando miré este edificio desde lo alto, vi una bóveda facetada.
Ahora al mirar hacia arriba, entre las hojas y las lianas sólo veo el cielo.
—Las superficies de las facetas son grandes. Puede que los bordes
queden ocultos por las ramas —dijo Agia.
Seguimos andando, y vadeamos una delgada corriente en la que se
bañaba un reptil de dientes afilados y una gran cresta a lo largo del lomo.
Desenvainé Terminus Est temiendo que se lanzara sobre nuestros pies.
—Admito —le dije— que la vegetación es demasiado densa aquí como
para que pueda ver a mucha distancia. Pero mira a través de la abertura por
donde corre este arroyuelo. Corriente arriba no se ve más que jungla.
Corriente abajo resplandece el agua, como si desembocara en un lago.
—Ya te advertí que los cuartos se ensanchaban y que tal vez esto te
resultara perturbador. Se dice también que las paredes de estos sitios son
espejos, cuya capacidad reflexiva crea la apariencia de vastos espacios.
—Conocí a una mujer una vez que había estado con el padre Inire. Me
contó una historia acerca de él. ¿Quieres escucharla?
—Como quieras.
En realidad era yo el que quería oír la historia, y la verdad es que me
gustaba: me la había contado a mí mismo muchas veces, y ahora la oía con
no menos que cuando la escuchara por vez primera estrechando las manos
de Thecla, blancas y frías como lirios arrancados de una tumba llena de
agua de lluvia.
—Tenía trece años, Severian, y tenía una amiga llamada Domnina. Era
una chica bonita que parecía varios años más joven de lo que en realidad
era. Quizá por eso me gustó.
»Sé que no sabes nada de la Casa Absoluta. Debes creerme cuando te
digo que en un lugar llamado la Sala del Significado, hay dos espejos. Cada
uno de ellos tiene de tres a cuatro anas de ancho, y ambos llegan hasta el
cielo raso. No hay nada entre los dos excepto unas pocas docenas de pasos
de suelo de mármol. En otras palabras, cualquiera que entre en la Sala del
Significado, verá su propia imagen multiplicada hasta el infinito.
»Imagínate lo atractivo que es ese lugar para una niña que se cree
bonita. Domnina y yo estábamos jugando allí una noche, dando vueltas y
vueltas, pavoneándonos en nuestras túnicas nuevas. Habíamos transportado
hasta allí un par de grandes candelabros; uno estaba a la izquierda de un
espejo y el otro a la izquierda del de enfrente… en las esquinas opuestas, si
entiendes lo que quiero decir.
»Estábamos tan ocupadas en mirarnos, que no advertimos la presencia
del padre Inire hasta que estuvo sólo a un paso de distancia. Por lo general,
cuando lo veíamos venir huíamos y nos escondíamos de él, aunque apenas
era algo más alto que nosotras. Usaba unos trajes iridiscentes, que parecían
volverse grises cuando uno los miraba, como si los tiñera una niebla. «Tener
mucho cuidado cuando os miráis en esos espejos», dijo. «Detrás de ellos, un
duende espera el momento adecuado para meterse en los ojos de aquel que
lo descubra».
»Entendí a qué se estaba refiriendo, y me ruboricé. Pero Domnina dijo:
«Creo que lo he visto. ¿Tiene la forma de una lágrima y resplandece?».
»El padre Inire no vaciló antes de responder, ni siquiera parpadeó… Sin
embargo, supe que estaba sorprendido. Dijo: «No, ése es otro, dulcinea.
¿Puedes verlo con claridad? ¿No? Entonces preséntate mañana en mi
cámara algo después que el sol se ponga, y te lo mostraré».
»Cuando se marchó, nos quedamos atemorizadas. Domnina juró un
centenar de veces que no iría. Yo aplaudí esa decisión y la animé a que no
se marchara. Así es que decidimos que se quedaría conmigo esa noche y
todo el día siguiente.
»No sirvió de nada. Un poco antes del tiempo convenido, llegó un
sirviente en busca de la pobre Domnina. Llevaba una librea que ninguna de
las dos había visto jamás.
»Unos pocos días antes me habían regalado una colección de figuras de
papel. Eran doncellas, colombinas, cónicas, arlequines, y otras por el
estilo… lo corriente. Recuerdo que durante toda la tarde esperé en el asiento
junto a la ventana a que Domnina regresara, jugando con aquellas figuras,
coloreando sus vestidos con lápices de cera, disponiéndolas de distintas
maneras e inventando juegos a los que las dos jugaríamos cuando volviese.
»Por fin mi niñera me llamó a cenar. Para entonces yo ya creía que el
padre Inire había matado a Domnina o que la había enviado de vuelta a su
madre con la orden de que nunca volviera a visitarnos. Cuando estaba
terminando de cenar, alguien golpeó la puerta. Oí que la sirvienta de mi
madre iba a abrirla, y Domnina entró corriendo. Nunca olvidaré su rostro…
estaba tan blanco como las caras de las muñecas. Lloraba y mi niñera la
consolaba; finalmente pudimos sacarle la historia.
»El hombre que había sido enviado a buscarla la llevó por salas de cuya
existencia ella nada sabía. Comprenderás, Severian, que eso sólo ya era de
por sí aterrador. Las dos creíamos conocer perfectamente el ala que
ocupábamos en la Casa Absoluta. Finalmente llegaron a lo que debía de ser
la cámara del padre Inire. Era un cuarto amplio con cortinados de un subido
color rojo y casi desprovisto de muebles, salvo algunos vasos más altos que
un hombre y tan anchos que los brazos de ella no conseguían abarcarlos.
»En el centro había lo que Domnina tomó al principio por un cuarto
dentro del cuarto. Las paredes eran octogonales y tenía laberintos pintados.
Sobre él, visible desde la entrada de la cámara, ardía la lámpara más
resplandeciente que jamás hubiese visto. Era blancoazulada, y tan brillante,
dijo, que un águila no hubiera podido mirarla fijamente.
»De pronto, oyó como cerraban con llave la puerta por la que había
entrado. No veía ninguna otra salida. Corrió hacia las cortinas, con la
esperanza de encontrar otra puerta, pero no bien hubo corrido una a un lado,
una de las ocho paredes con laberintos pintados se abrió, y por ella salió el
padre Inire. Detrás de él vio un agujero sin fondo lleno de luz.
»“Estás aquí” dijo. «Has llegado justo a tiempo. Niña, el pez está casi
atrapado. Puedes observar la preparación del anzuelo y aprender por qué
medios esas escasas doradas caen prisioneras en nuestras redes». La tomó
por el brazo y la condujo al recinto octogonal.
A esta altura tuve que interrumpir el relato para ayudar a Agia a
transitar una sección del sendero casi por completo cubierta de malezas.
—Estás hablando para ti mismo —dijo—. Puedo oír como murmuras
por lo bajo.
—Me estoy contando a mí mismo la historia que te mencioné. No
parecías tener el menor interés en escucharla, y yo quería oírla de nuevo…
además, se relaciona con los espejos del padre Inire, y puede sugerirnos
algo que quizá nos sea útil.
—Domnina se alejó. En el centro del recinto, justo debajo de la
lámpara, había una niebla de luz amarilla. Nunca se estaba quieta, dijo. Se
movía de arriba abajo y de lado a lado con rápidos centelleos, no dejando
nunca un espacio mayor de cuatro palmos de altura y otros cuatro de largo.
Le recordaba por cierto un pez. Mucho más que el ligero fulgor del que
había tenido un atisbo en los espejos de la Sala del Significado… un pez
que nadaba en el aire, confinado en un cuenco invisible. El padre Inire cerró
tras ellos la pared del octaedro. Era un espejo en el que ella podía verle
reflejadas la cara y la mano y los vestidos brillantes e indefinidos. Su propia
figura también, y la del pez. Pero detrás de ella parecía haber otra niña con
su mismo rostro observándola por encima del hombro; y luego otra y otra y
otra, cada cual con un rostro más pequeño detrás. Y así hasta el infinito, una
interminable cadena de rostros de Domnina cada vez más débiles.
»Se dio cuenta cuando vio que enfrente de la pared del recinto
octogonal por la que había entrado, había otro espejo. De hecho, todas las
paredes eran espejos que atrapaban la luz de la lámpara blancoazulada. Esta
vez se movía de uno a otro como niños que se pasaran balones de plata,
entrelazándose y entretejiéndose en una danza interminable. En el centro, el
pez, una criatura nacida de la convergencia de la luz, se agitaba de un lado a
otro.
»“Aquí lo tienes” dijo el padre Inire. «Los antiguos, que conocían este
proceso tan bien como nosotros, si no mejor, consideraban al pez el
habitante menos importante y más común de los espejos. No es preciso que
nos detengamos en la falsa creencia de que las criaturas convocadas estaban
siempre presentes en las profundidades del espejo. Con el tiempo, se
centraron en una cuestión más grave: ¿por qué medios viajar cuando el
punto de partida se encuentra a una distancia astronómica del punto de
llegada?».
»“¿Puedo atravesarlo con la mano?”.
»“En esta etapa puedes hacerlo, niña. Más adelante, no te lo
aconsejaría”.
»Ella adelantó la mano y sintió un cálido estremecimiento. «¿Es así
cómo vienen los cacógenos?».
»“¿Te ha llevado alguna vez tu madre en su nave voladora?”.
»“Por supuesto”.
»“Y supongo que habrás visto las naves de juguete que los niños
mayores hacen volar de noche en el parque, con armazones de papel y
linternas de pergamino. La relación de lo que ves aquí con los medios
utilizados para viajar entre los soles, se parece a la relación que hay entre
esas naves de juguete y las verdaderas. Sin embargo, puedes convocar al
Pez, y quizás a otras criaturas. Y así como las naves de los niños chocan a
veces contra algún pabellón, incendiándolo, nuestros espejos, aunque su
concentración no es poderosa, no dejan de ser peligrosos”.
»“Yo creía que para viajar a las estrellas, uno tenía que sentarse en el
espejo”.
»El padre Inire sonrió. Era la primera vez que lo veía sonreír, y aunque
sabía que sólo lo hacía porque ella lo había divertido y complacido, no le
gustó. «No, no. Permite que haga un esbozo del problema. Cuando algo se
mueve muy, muy rápido —tan rápido como los objetos familiares de tu
cuarto de juegos cuando tu gobernanta enciende la candela— se vuelve
pesado. No más grande, ¿comprendes?, sino sólo más pesado. Es atraído
hacia Urth o hacia cualquier otro mundo con mayor intensidad. Si se
moviera con la velocidad suficiente, se convertiría en un mundo, atrayendo
otros objetos hacia él. Por supuesto, no existe ninguna cosa capaz de hacer
eso, pero si lo hiciera, eso es lo que ocurriría. Sin embargo, aun la luz de tu
lámpara se mueve lo bastante de prisa como para viajar entre soles».
»El pez ascendía y descendía, avanzaba y retrocedía.
»“¿No se podría fabricar un candil más grande?”, preguntó Domnina
pensando sin duda en el candil pascual que veía cada primavera, más grueso
que el muslo de un hombre.
»“Es posible, pero no por eso tendría la luz mayor velocidad. Sin
embargo, aunque es tan liviana, la luz presiona aquello sobre lo que cae,
como el viento, que aunque no lo podamos ver, empuja las aspas del
molino. Ahora observa lo que ocurre cuando damos luz a los espejos
enfrentados: la imagen reflejada se traslada de uno a otro y vuelve. Supón
que se encuentra consigo misma al volver… ¿qué crees que sucede
entonces?”.
»Domnina rió a pesar del miedo que sentía y respondió que no podía
adivinarlo.
»“Pues se neutraliza a sí misma. Piensa en dos niñitas que corren en un
prado sin mirar por dónde van. Cuando se encuentran ya no hay niñitas que
corren. Pero si lo espejos están bien hechos y las distancias entre ellos son
correctas, las imágenes no se encuentran. En cambio, una sucede a la otra.
No ocurre así cuando la luz proviene de un candil o de una estrella común,
pues tanto la luz anterior como la posterior, que de otro modo la harían
avanzar, no son más que una azarosa luz blanca, como las ondas que
produciría una niñita al arrojar un puñado de pedruscos al agua de un
estanque. Pero si la luz proviene de una fuente coherente y forma la imagen
reflejada de un espejo de óptica correcta, la orientación del frente de la onda
es la misma porque la imagen es la misma. Como en nuestro universo no
hay nada que pueda superar la velocidad de la luz, la luz acelerada lo
abandona y penetra en otro. Cuando vuelve a reducir la velocidad, retorna
nuestro universo… naturalmente, en otro sitio”.
»“¿No es más que un reflejo?”, preguntó Domnina, mientras miraba al
pez.
»“Acabará siendo real si no oscurecemos la lámpara o quitamos los
espejos. Pues que una imagen reflejada exista sin un objeto que la origine,
viola las leyes de nuestro universo y, por tanto, algún objeto ha de cobrar
existencia”.
—Mira —dijo Agia—, nos acercamos a algo.
La sombra de los árboles tropicales era tan profunda, que los rayos de
sol resplandecían en el sendero como oro fundido. Yo entorné los ojos para
atisbar más allá de las quemantes columnas de luz.
—Una casa sobre pilotes de madera amarilla. El techo es de hojas de
palma. ¿No la ves?
Algo se movió, y la casa pareció saltar ante mis ojos como si emergiera
de entre una maraña de verdes, amarillos y negros. Una hendidura en
sombras se convirtió en una puerta; dos líneas oblicuas, en el ángulo del
techo. Un hombre vestido de color claro estaba de pie en una minúscula
galería, mirándonos.
Yo me alisé el manto.
—No es necesario —dijo Agia—. Aquí no tiene importancia. Si tienes
calor, quítatelo.
Me quité el manto y lo doblé sobre mi brazo izquierdo. El hombre de la
galería se volvió con una inconfundible expresión de terror y entró en la
cabaña.
XXI
La cabaña en la jungla
Dorcas
Cuando oí por primera vez hablar de él, me había imaginado que el averno
crecería en macizos, como las flores del invernadero de la Ciudadela. Más
tarde, cuando Agia me hubo contado más acerca del Jardín Botánico,
imaginé un lugar como la necrópolis donde jugaba de niño, con árboles y
tumbas desmoronadas y senderos pavimentados de huesos.
La realidad era muy diferente: un lago oscuro en un pantano infinito.
Los ácoros casi nos impedían caminar, y silbaba un viento frío al que
parecía que nada detendría hasta llegar al mar. Crecían juncos junto al
sendero por el que andábamos, y una vez o dos un ave acuática levantó el
vuelo, dibujando un negro perfil contra un cielo nuboso.
Le había estado hablando a Agia de Thecla. Ahora ella me tocó el
brazo.
—Puedes verlos desde aquí, aunque tendremos que ir hasta la mitad del
lago para coger uno. Mira donde señalo… esa mancha blanca.
—Desde aquí no parecen peligrosos.
—Han dado cuenta de mucha gente, te lo puedo asegurar. Hasta es
posible que algunas víctimas estén enterradas en este jardín.
De modo que había tumbas después de todo. Le pregunté dónde estaban
los mausoleos.
—No los hay. Tampoco ataúdes, ni urnas mortuorias ni nada por el
estilo. Mira el agua que te empapa los pies.
Lo hice. Era parda como el té.
—Tiene la propiedad de preservar los cadáveres.
Les meten plomo a los cuerpos por la garganta y luego los hunden aquí,
señalando antes la posición en un mapa para poder pescarlos en caso de que
alguien quiera verlos.
Yo había estado dispuesto a jurar que no había nadie a una legua de
distancia de donde nos encontrábamos. O cuando menos (si, tal como se
suponía, los segmentos del edificio de cristal realmente limitaban espacios)
dentro de los límites del Jardín del Sueño Infinito. Pero no bien Agia hubo
callado, cuando la cabeza y los hombros de un viejo aparecieron por entre
los juncos a una docena de pasos de distancia.
—¡No es cierto! —gritó—. Sé que eso es lo que dicen, pero no es cierto.
Agia, que había dejado que el corpiño del vestido desgarrado le colgara
de cualquier modo, se lo sujetó en seguida.
—No sabía que estuviera hablando con nadie además de mi compañero.
El viejo no tuvo en cuenta el reproche. Sin duda estaba demasiado
concentrado en la observación que había alcanzado a oír como para
prestarle demasiada atención.
—Tengo aquí la cifra… ¿quieren verla? Usted, joven sieur… cualquiera
puede notar que es una persona instruida. ¿Quiere mirar? —Parecía llevar
una pértiga. Vi que la cabeza se alzaba y descendía varias veces, y al fin
comprendí que empujaba alguna clase de embarcación hacia nosotros.
—Más dificultades —dijo Agia—. Mejor que nos vayamos.
Pregunté si no sería posible que el viejo nos transportara a través del
lago, para evitar el largo rodeo de una caminata.
El viejo sacudió la cabeza.
—Demasiado peso para mi pequeño bote. Aquí sólo hay lugar para Cas
y para mí. Con ustedes dentro, zozobraríamos.
La proa apareció a la vista y advertí que había dicho la verdad: el
esquife era tan pequeño que ya no parecía pedirle demasiado que
mantuviera al mismo viejo a flote, aunque estaba encorvado y reducido por
la edad (parecía aún más viejo que el maestro Palaemon), al punto de que
difícilmente pesaría más que un niño de diez años. Nadie lo acompañaba.
—Con su perdón, sieur —dijo—. Pero no puedo acercarme más. Tal vez
esté mojado, pero no lo suficiente para que yo pueda seguir. Si se acerca al
borde, le mostraré la cifra.
Sentí curiosidad por saber qué quería de nosotros, de modo que hice lo
que me pedía; Agia me siguió de mala gana.
—Aquí está. —El viejo metió la mano dentro de la túnica y sacó un
pequeño pergamino—. Aquí está la posición. Eche una mirada, joven sieur.
El pergamino estaba encabezado por un nombre al que seguía una larga
descripción del lugar en que esa persona había vivido, con quién se había
casado y qué había hecho él para ganarse la vida; todo lo cual fingí leer con
gran atención. Bajo la descripción había un mapa toscamente trazado y dos
números.
—Como usted ve, señor, debería ser bastante fácil. Este primer número,
son los pasos desde el Fulstruam hacia el otro lado. El segundo número,
hacia éste. Pues bien ¿puede usted creerme que todos estos años he estado
tratando de encontrarla y no me ha sido posible? —Mirando a Agia, se
enderezó hasta casi parecer erguido.
—Le creo —dijo Agia—, si eso le satisface. Pero lamento saberlo.
Todas esas cosas nada tienen que ver con nosotros.
Se volvió para marcharse, pero el viejo extendió la pértiga para impedir
que yo la siguiera.
—No haga caso de lo que dicen. Los ponen donde la cifra indica, pero
no permanecen allí. Algunos han sido vistos en el río. —Miró vagamente
hacia el horizonte—. Allí.
Le dije que dudaba que eso fuera posible.
—Toda esta agua que usted ve, ¿de dónde cree que viene? Hay un
conducto subterráneo que la trae, si no fuera así, todo este lugar se secaría.
Cuando empiezan a moverse de un lado al otro ¿qué le impediría a alguno
atravesarlo a nado? ¿Qué se lo impediría a veinte? No existen corrientes
que valga la pena nombrar. Usted y ella… vienen a buscar un averno ¿no es
cierto? Por empezar ¿sabe por qué los plantaron aquí?
Negué con la cabeza.
—Por los manatíes. Están en el río y solían venir nadando hasta aquí
por el conducto. Los parientes se asustaban al ver las caras que asomaban
en el lago, de modo que el padre Inire hizo que los jardineros plantaran los
avernos. Yo estaba aquí y lo vi. Es sólo un hombre pequeño con el cuello
torcido y las piernas arqueadas. Si un manatí viniera ahora, esas flores lo
matarían por la noche. Una mañana vine a buscar a Cas como hago siempre,
a no ser que tenga que cuidar alguna otra cosa, y había dos conservadores
en la orilla con un arpón. Un manatí muerto en el lago, dijeron. Yo salí con
mi gancho y lo rescaté, pero no era un manatí, sino un hombre. Había
escupido el plomo o no le habían metido la cantidad suficiente. Tenía tan
buen aspecto como usted o como ella, y mejor que el mío, desde luego.
—¿Hacía mucho que había muerto?
—No hay modo de saberlo, porque el agua aquí los escabecha. Habrá
oído decir que la piel se les pone como cuero y de verdad que es así. Pero
no piense en la suela de unas botas cuando lo oiga, sino más bien en unos
guantes de mujer.
Agia se nos había adelantado mucho y yo empecé a andar tras ella. El
viejo nos seguía impulsando el esquife junto al sendero cubierto de ácoros.
—Les dije que habían tenido más suerte en un día que yo en cuarenta
años. He aquí mis aparejos. —Sostuvo en alto un garfio de hierro atado a
una cuerda—. No que no los haya atrapado en abundancia, y de muchas
clases. Pero no a Cas. Empecé donde indicaba la cifra, al año siguiente de
que ella hubiera muerto. No se encontraba allí, de modo que comencé a
alejarme poco a poco. Al cabo de cinco años me encontraba lejos del lugar
indicado, o así lo pensé entonces. Tuve miedo de que estuviera allí después
de todo, de modo que empecé de nuevo. Primero, en el sitio indicado,
luego, alejándome. Durante diez años. Volví a tener miedo, así es que lo que
hago ahora es empezar por la mañana en el sitio indicado y arrojo allí mi
garfio. Después voy al sitio donde abandoné la búsqueda la última vez, y
me alejo en círculo algo más. Ella no está donde dice la cifra, lo sé; conozco
a todos los que se encuentran allí ahora, y a algunos los he pescado cien
veces. Pero ella anda errante, y sigo pensando que quizá vuelva.
—¿Era la esposa de usted?
El hombre asintió con la cabeza y me sorprendió que no dijera nada.
—¿Por qué quiere recuperar el cuerpo?
No me respondió. La pértiga no hacía ningún ruido al entrar y salir del
agua; el esquife dejaba una ligera estela por detrás, y unas ondas minúsculas
lamían los bordes de la senda de ácoros.
—¿Está seguro de que si la encontrara después de tanto tiempo la
reconocería?
—Sí… sí. —Asintió con la cabeza, lentamente al principio, luego con
más vigor—. Estará usted pensando que la saqué, le miré la cara y volví a
arrojarla al agua. ¿No es cierto? Imposible. ¿Cómo no reconocer a Cas? Se
preguntaba usted por qué quería recuperarla. Una de las razones es que el
recuerdo que tengo de ella, el más fuerte, es el del agua parda al cubrirle la
cara. Los ojos cerrados. ¿Conoce eso?
—No sé bien a qué se refiere.
—Ponen una especie de cemento en los párpados. Supongo que para
mantenerlos siempre cerrados, pero cuando el agua los alcanzó, los ojos se
abrieron. Explíquelo. Es lo que recuerdo, lo que me viene a la mente
cuando intento dormir. El agua parda que le cubría la cara, y los ojos azules
que se abrían. Cada noche me despierto cinco, seis veces. Antes de
sumergirme yo mismo, me gustaría tener otra imagen… el rostro
emergiendo de nuevo, aunque sólo fuese en el extremo de mi gancho.
¿Comprende lo que le digo?
Pensé en Thecla y en la sangre corriendo por debajo de la puerta de la
celda, y asentí.
—Además hay otra cosa. Cas y yo teníamos un pequeño comercio.
Hacíamos trabajos de esmalte. El padre y el hermano de ella los fabricaban,
y nos acomodaron en la Calle de la Señal, poco más o menos en la mitad,
junto a la casa de subastas. El edificio se encuentra todavía allí, aunque
nadie viva en él ahora. Yo iba a ver a mis parientes políticos y colocaba las
piezas en las estanterías. Cas les ponía precio, las vendía y ¡lo mantenía
todo tan limpio! ¿Sabe durante cuánto tiempo hicimos eso? ¿Atendimos
nuestro pequeño negocio?
Meneé la cabeza.
—Cuatro años, menos un mes y una semana. Luego murió. Cas murió.
No pasó mucho antes que todo hubiera terminado, pero fue la mejor época
de mi vida. Ahora duermo en un pequeño ático. Un hombre que conocí hace
muchos años, aunque eso fue tiempo después de que Cas hubiera partido,
me deja dormir allí. No hay una pieza de esmalte en ese lugar, ni un vestido,
ni siquiera un clavo de la vieja tienda. Dígame ahora esto. ¿Cómo puedo
saber que no fue más que un sueño?
Pensé que el viejo tal vez estuviera bajo los efectos de un hechizo, como
la gente de la casa de madera amarilla; de manera que dije: —No tengo
modo de saberlo. Quizá, como usted dice, sólo haya sido un sueño. Creo
que se atormenta usted demasiado.
Como sucede en los niños, el humor del viejo cambió en un instante, y
se echó a reír.
—Es fácil ver, sieur, que a pesar del atuendo que lleva bajo el manto,
usted no es un torturador. Sinceramente me gustaría llevarlo, y también a la
querida de usted. Pero como no puedo, hay un individuo aguas arriba que
tiene un bote más grande. Viene aquí bastante a menudo, y a veces habla
conmigo, como usted. Dígale que yo espero que los ayude.
Se lo agradecí y fui de prisa detrás de Agia, que se había adelantado.
Renqueaba y recordé todo lo que había andado después de haberse
lastimado la pierna. Cuando estaba por alcanzarla y ofrecerle mi brazo, di
uno de esos pasos en falso que tan avergonzados nos hacen sentir en el
momento, aunque después uno se ría, y con ese paso, desencadené uno de
los más extraños incidentes de mi, obviamente, extraña carrera. Empecé a
correr y al hacerlo me acerqué demasiado al lado interior de una curva del
sendero.
En un momento saltaba yo sobre los enredados ácoros, y en el siguiente
me debatía cubierto por un agua oscura y helada, entorpecido por el manto.
En el tiempo que dura un respiro, sentí otra vez el terror de morir ahogado;
luego me incorporé y saqué mi cabeza del agua. Recordé los hábitos
desarrollados durante tantos veranos en el Gyoll: arrojé el agua por la boca
y la nariz, aspiré profundamente, y me quité de la cara la capucha
empapada.
No bien recobré la calma, me di cuenta de que había dejado caer
Terminus Est, y en ese momento la pérdida de la espada me pareció más
terrible que la posibilidad de enfrentarme con la muerte. Me sumergí sin
siquiera quitarme las botas, abriéndome camino entre una masa de juncos,
cuyos tallos, aunque multiplicaban la amenaza de muerte, terminaron por
salvar a Terminus Est, que sin duda habría llegado al fondo, sepultándose en
el cieno a pesar del aire retenido en la vaina, si los tallos no hubieran
detenido su caída. De este modo, a ocho o diez codos por debajo de la
superficie, mi mano encontró la bendita forma familiar de la empuñadura de
ónix.
En el mismo instante, mi otra mano tocó un objeto completamente
distinto. Era otra mano humana, y el apretón (porque aferró la mía en el
momento mismo en que la toqué) coincidió de manera tan perfecta con la
recuperación de Terminas Est, que pareció que el dueño de la mano me la
estuviera devolviendo, como antes hiciera la alta señora de las peregrinas.
Primero sentí una oleada de demente gratitud, luego un miedo infinito: la
mano tiraba de mí arrastrándome hacia las profundidades.
XXIII
Hildegrin
Con lo que sin duda eran las últimas fuerzas que me quedaban, logré arrojar
a Terminus Est sobre el sendero de ácoros y aferrarme a las juncias de la
orilla antes de volver a hundirme.
Alguien me agarró por la muñeca. Miré esperando ver que fuera Agia,
pero no era ella sino una mujer todavía más joven, de largos cabellos
rubios. Traté de agradecérselo, pero de mi boca salió agua en lugar de
palabras. Ella tiró y yo me esforcé hasta que por último quedé tendido sobre
las juncias, tan agotado que casi no podía moverme.
Debo de haber descansado allí cuando menos tanto tiempo como se
tarda en recitar el ángelus, y quizá más todavía. Tenía conciencia del frío,
que iba agudizándose, y del entramado de plantas podridas, que poco a
poco cedía bajo mi peso, hasta encontrarme otra vez sumergido a medias.
Respiraba con grandes bocanadas intentando llenar mis pulmones.
Entonces, alguien (era la voz de un hombre, una voz fuerte que me parecía
haber oído mucho tiempo atrás) dijo: —Tira de él o se hundirá de nuevo.
—Fui levantado por el cinturón, y en unos instantes pude mantenerme
de pie, aunque me temblaban tanto las piernas que tenía miedo de caerme.
Agia estaba allí, y la muchacha rubia que me había ayudado a subir al
sendero de ácoros, y un hombre corpulento de cara sólida. Agia preguntó
qué había sucedido, y aunque yo estaba casi inconsciente, noté que tenía la
cara muy pálida.
—Dadle tiempo —dijo el hombre—. Se recuperará pronto. —Y luego
volviéndose hacia la muchacha, que parecía tan confundida como yo, le
preguntó—: ¿Quién eres en Phlegethon? —Ella comenzó a tartamudear—:
D… d… d… —luego dejó caer la cabeza y se quedó callada. Estaba
cubierta de lodo desde la cabeza a los pies, y las ropas que llevaba no eran
más que harapos.
El hombre le preguntó a Agia: —¿De dónde viene esta mujer?
—No lo sé. Cuando miré atrás para ver por qué se demoraba Severian,
vi que lo estaba ayudando a subir al sendero.
—Por suerte que lo hizo. Por suerte para él, al menos. ¿Está loca? ¿O
hechizada por alguna salmodia, quizá?
—Sea como fuere —dije—, me salvó. ¿No puede darle algo para que se
cubra? Debe de estar congelándose. —Yo mismo me estaba congelando,
ahora que tenía vida suficiente para advertirlo.
El hombre sacudió la cabeza y pareció envolverse aún más en el abrigo.
—No, a no ser que se limpie primero. Y no lo hará a no ser que se meta
de nuevo en el agua. Pero tengo algo aquí que tal vez sea mejor. —De un
bolsillo del abrigo sacó un pote de metal con forma de perro y me lo
alcanzó.
Él hueso que tenía el perro en la boca resultó ser el tapón. Le ofrecí el
pote a la muchacha rubia que, al principio no parecía saber qué hacer con
él. Agia lo tomó entonces y se lo llevó a la boca, hasta que hubo tragado
algo, y luego me lo dio a mí. El contenido parecía ser aguardiente de
ciruelas; el fuerte sabor me quitó agradablemente la amargura del agua
pantanosa. Cuando volví a poner el hueso tapando el frasco, me pareció que
el vientre del perro estaba medio vacío.
—Bien pues —dijo el hombre—. Creo que vosotros mismos tendríais
que decirme quiénes sois y qué hacéis aquí… y no me digáis que habéis
venido a contemplar el panorama del jardín. Veo tantos papamoscas
últimamente que me es imposible no reconocerlos antes de que estén
bastante cerca como para que nos saludemos. —Me miró—. Tiene ahí un
cuchillo de considerable tamaño, por empezar.
Agia dijo: —El armígero está disfrazado. Ha sido retado a duelo y ha
venido a cortar un averno.
—Él está disfrazado y tú no, supongo. ¿Crees que no sé reconocer un
falso brocado y unos pies descalzos cuando los veo?
—No dije que no estuviera disfrazada, ni que fuera del rango del
armígero. En cuanto a los zapatos, los dejé fuera para que no se estropearan
con el agua.
El hombre asintió con la cabeza de un modo que era imposible saber si
le creía o no.
—Ahora tú, rizos de oro. Esta damisela ha dicho ya que no te conoce.
En cuanto a él, no creo que este pez —aunque tú lo pescaste, lo que no fue
poca hazaña además— que te conozca más que yo. Tal vez ni siquiera tanto.
Así pues, ¿quién eres?
La muchacha rubia tragó saliva.
—Dorcas.
—Y ¿cómo llegaste aquí, Dorcas? ¿Y cómo te metiste en el agua?
Porque es evidente que allí es donde has estado. No pudiste mojarte tanto
sólo con tirar de tu joven amigo.
El aguardiente había encendido las mejillas de la muchacha, pero su
rostro parecía tan inexpresivo y ausente como antes, o casi.
—No lo sé —susurró.
Agia preguntó: —¿Entonces no recuerdas haber venido aquí?
Dorcas sacudió la cabeza.
—Entonces ¿qué es lo último que recuerdas?
Hubo un largo silencio. El viento parecía soplar más fuerte que nunca, y
a pesar del aguardiente sentía un frío terrible. Por fin Dorcas musitó: —
Estaba sentada junto a un escaparate… había cosas tan bonitas en él:
bandejas y cajas y una cruz.
El hombre dijo: —¿Cosas bonitas? Bueno, si tú estabas allí, seguro que
así era.
—Está loca —dijo Agia—. O bien alguien la cuida y se ha extraviado, o
bien nadie la cuida, lo que parece más probable por el estado de sus ropas, y
se ha metido aquí sin que los conservadores lo notaran.
—Tal vez alguien la golpeó en la cabeza, y después de robarle lo que
tenía la abandonó aquí creyéndola muerta. Hay más modos de entrar, señora
Fango, que los que conocen los conservadores. O quizá la trajeran aquí para
arrojarla en lo que ellos llaman el venidero, cuando sólo estaba enferma y
dormida, y el agua la despertó.
—Cualquiera que la hubiere traído se habría dado cuenta.
—Uno puede permanecer sumergido durante mucho tiempo en un
venidero, según he oído decir. Pero de cualquier forma, ya no importa. Aquí
está ella y es cuestión suya, diría yo, averiguar quién es y de dónde viene.
Me había quitado el manto y estaba tratando de retorcer la capa de mi
uniforme para secarla; pero alcé la cabeza cuando Agia dijo: —Nos ha
estado preguntando quiénes somos. ¿Quién es usted?
—Tenéis derecho a saberlo —dijo el hombre—. Todo el derecho del
mundo, y os daré una información más auténtica que la que todos vosotros
me habéis dado. Sólo que después tendré que atender mis propios
quehaceres. Vine como lo hubiera hecho cualquier otro, porque vi que este
joven armígero estaba ahogándose. Pero tengo mis propios asuntos que
atender, como el que más.
Al decir eso, se quitó el sombrero de copa y sacó de dentro una tarjeta
grasienta dos veces más grande que las tarjetas de visita que en ocasiones
yo había visto en la Ciudadela. Se la dio a Agia y yo miré por encima de su
hombro. Con florida escritura, la leyenda decía:
HILDEGRIN EL TEJÓN
Excavaciones de toda clase:
un solo excavador o 20 veintenas.
La piedra no es demasiado dura
ni el lodo demasiado blando.
Pregunte en la calle del Bajel
donde vea el letrero PALA CIEGA
o al Alticamelus a la vuelta
de la esquina de Veleidad.
—Y ése soy yo, señora Fango y joven sieur… espero que no lo moleste
que lo llame así, en primer lugar porque es más joven que yo, y segundo,
porque parece algo más joven que ella, aunque sólo sea un par de años. Y
ahora seguiré mi camino.
—Aguarde un momento —lo interrumpió Severian—. Antes de caer al
agua, encontré a un viejo en un esquife; me dijo que bajando por el sendero
encontraría a alguien que podría transportarnos por el lago. Me imagino que
se refería a usted. ¿Nos llevará?
—Ah, sí, el que busca a su esposa… pobre hombre. Bien, le debo varios
favores, de modo que si él os recomienda, supongo que es mejor que lo
haga. Mi chalana puede cargar a cuatro en caso de apuro.
Echó a caminar dando grandes zancadas, indicándonos que lo
siguiéramos; noté que sus botas, aparentemente engrasadas, se hundían
entre las juncias aún más que las mías. Agia dijo: —Ella no viene con
nosotros. —Sin embargo, Dorcas nos seguía con un aire tal de abandono,
que me quedé atrás para consolarla.
—Te prestaría mi manto —le susurré—, si no estuviera tan mojado.
Pero si sigues hasta el final de este sendero, encontrarás un corredor más
caliente y seco. Entonces, si buscas una puerta donde está escrito Jardín de
la Jungla, llegarás a un lugar donde el sol es cálido y te sentirás muy
cómoda.
No bien hube hablado, recordé el pelicosaurio que habíamos visto en la
jungla. Por fortuna, quizá, Dorcas no mostró el menor indicio de haberme
oído. Algo en su expresión delataba que tenía miedo de Agia, o cuando
menos que sabía que la había disgustado; por lo demás, no parecía que
estuviera más atenta a las cosas de alrededor que una sonámbula.
Consciente de que no había logrado distraerla, empecé otra vez: —Hay
un hombre en el corredor, un conservador. Estoy seguro de que tratará de
conseguirte ropa seca y un fuego con el que puedas calentarte.
El viento agitó los cabellos castaños de Agia cuando volvió la cabeza
para mirarnos.
—Hay demasiadas mendigas como para que alguien se preocupe por
una más, Severian. Incluyéndote a ti.
Al oír la voz de Agia, Hildegrin miró por sobre el hombro.
—Conozco a una mujer que podría recibirla. Sí, y lavarla y darle alguna
ropa. Hay un buen cuerpo debajo de ese lodo, a pesar de lo delgada que
está.
—¿Y qué hace usted aquí, después de todo? —preguntó Agia con
brusquedad—. Por lo que dice la tarjeta, contrata trabajadores, pero ¿qué
asunto lo trae por aquí?
—Lo que usted ha dicho, señora. Mi asunto.
Dorcas había empezado a estremecerse.
—De veras —le dije—, todo lo que tienes que hacer es regresar. Hace
mucho más calor en el corredor. No vayas al Jardín de la Jungla. Podrías ir
al Jardín de Arena; allí brilla el sol, y está seco.
Algo de lo que le dije pareció rozar una cuerda en ella.
—Sí —susurró—. Sí.
—¿El Jardín de Arena? ¿Te gustaría estar allí?
Muy suavemente: —El sol.
—Aquí está la vieja chalana —anunció Hildegrin—. Siendo tantos,
importa mucho dónde nos sentemos. Y es precioso no moverse. El agua
llegará casi a la borda. Una de las mujeres en la proa, por favor, y la otra y
el joven armígero en la popa.
—Me gustaría encargarme de un remo —dije.
—¿Ha remado alguna vez? No me parece. No, es mejor que se siente en
la popa como dije. No es mucho más difícil manejar dos remos que uno, y
lo he hecho muchas veces, créame, aun cargando a media docena.
El bote era como él: ancho, tosco y de aspecto pesado. La proa y la popa
eran cuadradas, tanto que apenas si se estrechaba a partir del combés donde
estaban los toletes, aunque el casco era menos alto en los extremos.
Hildegrin entró primero, y de pie con una pierna a cada lado del banco,
movió un remo para que el bote se acercara a la orilla.
—Tú —dijo Agia, tomando a Dorcas del brazo—. Siéntate allí en la
proa.
Dorcas parecía dispuesta a obedecer, pero Hildegrin la detuvo.
—Si no tiene inconveniente, Señora —le dijo a Agia—, preferiría que
usted ocupara la proa. No podré vigilarla, sabe, cuando esté remando, a no
ser que se siente atrás. Todos estamos de acuerdo en que ella no se
encuentra bien; con lo lleno que va el bote, me gustaría verla por si comete
alguna locura.
Dorcas nos sorprendió a todos diciendo: —No estoy loca. Sólo que…
me siento como si acabara de despertar.
De todos modos Hildegrin le dijo que se sentara conmigo en la popa.
—Pues bien, —dijo mientras empezamos a avanzar— esto es algo que
probablemente nunca olvidaréis. Cruzar el Lago de los Pájaros en el Jardín
del Sueño Eterno. —Los remos se hundían en el agua con un ruido sordo y
algo melancólico.
Le pregunté a Hildegrin por qué lo llamaban el lago de los Pájaros.
—Porque dicen que se encontraron muchos pájaros muertos en estas
aguas. Aunque la razón podría ser más simple: la gran cantidad de pájaros
que hay aquí. Se dice mucho en contra de la muerte. Me refiero a los que
tienen que morir y la pintan como a una bruja fea con un saco y todo eso.
Pero es una buena amiga de los pájaros; me refiero a la muerte. Allí donde
haya hombres muertos e inmóviles, habrá pájaros. Ésa ha sido mi
experiencia.
Asentí recordando cómo cantaban los tordos en nuestra necrópolis,
asentí con la cabeza.
—Ahora, si miráis por encima de mi hombro, tendréis una clara visión
de la costa de delante y podréis ver un montón de cosas que antes estaban
ocultas detrás de los juncos.
Notaréis, si no hay demasiada niebla, que más adelante la tierra se
eleva. Allí termina el terreno pantanoso y comienzan los árboles. ¿Podéis
verlos?
Asentí y advertí que Dorcas asentía también.
—Eso es porque todo este espectáculo está montado como si fuera la
boca de un volcán extinguido. La boca de un hombre muerto, dicen
algunos, pero en realidad no es así. Si lo fuera, habrían puesto dientes.
Recordaréis, sin embargo, que cuando entrasteis aquí, pasasteis por un tubo
subterráneo.
Una vez más Dorcas y yo asentimos con la cabeza. Aunque Agia estaba
a sólo dos pasos de distancia, casi no podíamos verla tras los anchos
hombros de Hildegrin y su enorme abrigo.
—Allí —señaló con su barbilla cuadrada—, tendríais que poder ver una
mancha negra. Está a media altura entre el pantano y el borde. Algunos la
ven y creen que es la salida, pero eso está detrás de vosotros y es mucho
más pequeño. Eso que veis es la Cueva de la Cumaea: la mujer que conoce
el futuro y el pasado y todo lo demás. Hay quienes dicen que todo este sitio
fue hecho sólo para ella, aunque yo no lo creo.
Dorcas preguntó en voz baja: —¿Cómo puede ser? —y Hildegrin
entendió mal, o al menos fingió no entender.
—Dicen que el Autarca la quiere aquí, para poder venir y hablar sin
tener que ir hasta el otro extremo del mundo. Eso no lo sé, pero a veces veo
a alguien andando por aquí, y el brillo de un metal, o tal vez de una joya.
Quién es, no lo sé; y como no me interesa conocer mi futuro, y mi pasado lo
conozco mejor que nadie, no me acerco a la cueva. La gente viene a veces
con la esperanza de saber cuándo se casarán y si tendrán éxito en los
negocios. Pero he observado que con frecuencia no regresan.
Casi habíamos llegado al centro del lago. El Jardín del Sueño Infinito se
elevaba alrededor de nosotros como el borde de un vasto cuenco, con
verdes pinos en lo alto y densos juncos y ácoros más abajo. Yo sentía
mucho frío y comenzaba a preocuparme cómo podría haber afectado a
Terminus Est la inmersión en el agua, sin embargo, aun así el hechizo del
lugar me subyugaba. (Sin duda, este jardín tenía un hechizo. Casi podía
oírlo canturrear sobre el agua, en una lengua desconocida pero inteligible).
Creo que Hildegrin y Agia sentían lo mismo que yo. Por un instante
avanzamos en silencio; vi gansos, nadando a lo lejos; y una vez, como en
un sueño, la cara casi humana de un manatí me miró a unos pocos palmos
de distancia, emergiendo del agua pardusca.
XXIV
La flor de la disolución
Por suerte, o tal vez por desgracia, los lugares con los que me he
relacionado a lo largo de mi vida han sido, con escasas excepciones, de
carácter sumamente duradero. Si lo quisiera, mañana mismo podría volver a
la Ciudadela y (creo) al mismo camastro donde dormí cuando aprendiz. El
Gyoll fluye todavía a las afueras de mi ciudad, Nessus; el jardín Botánico
aún resplandece al sol, con esos extraños claustros en los que un único
estado de ánimo se preserva para siempre. Cuando pienso en lo efímero de
mi vida, advierto que está constituido sobre todo de hombres y mujeres.
Pero hay unas pocas casas, además, y sobre todas ellas destaca la taberna
junto al Campo Sanguinario.
Habíamos andado durante toda la tarde, amplias avenidas abajo,
estrechas calles arriba, y siempre entre los mismos edificios de piedra y
ladrillo. Por fin llegamos a terrenos que no parecían terrenos, pues no había
en ellos una villa elevada. Recuerdo que advertí a Agia que se avecinaba
una tormenta; la sentía en el aire, y vi una línea de amarga negrura a lo
largo del horizonte.
Ella se rió de mí.
—Lo que ves, y lo que sientes también, no es más que el Muro de la
Ciudad. Siempre es así aquí. El Muro impide el movimiento del aire.
—¿Y esa línea de oscuridad? Asciende hasta la mitad del cielo.
Agia rió otra vez, pero Dorcas se apretó contra mí.
—Tengo miedo, Severian.
Agia la oyó.
—¿Del Muro? No te hará daño a no ser que se derrumbe sobre ti, y ha
permanecido en pie durante una docena de edades. —La interrogué con la
mirada y añadió—: Cuando menos así de antiguo parece, y quizá lo sea más
todavía. ¿Quién puede saberlo?
—Podría abarcar el mundo entero. ¿Se extiende completamente
alrededor de la ciudad?
—Por definición. Lo que está cercado es la ciudad, aunque hay campo
abierto en el norte según he oído, y leguas y leguas de ruinas en el sur,
donde nadie vive. Pero ahora mira entre esos álamos blancos. ¿Ves la
taberna?
No la vi y así lo dije.
—Bajo el árbol. Me prometiste una comida y allí es donde la quiero.
Tenemos el tiempo justo para comer antes de que te enfrentes con el
septentrión. Ahora no —dije—. Cumpliré mi promesa una vez que el duelo
haya acabado. Si quieres, haré los arreglos necesarios ahora mismo. —No
distinguía aún ningún edificio, pero vi algo extraño en el árbol: una rústica
escalera de madera junto al tronco.
—Hazlo. Si te matan, invitaré al septentrión… y si no acepta, a ese
marinero arruinado que está siempre invitándome. Beberemos por ti.
Una luz brillaba entre las ramas más altas del árbol, y pude distinguir un
sendero que conducía hasta la escalera. Delante de ella, un cartel mostraba
una mujer deshecha en lágrimas arrastrando una espada ensangrentada. Un
hombre monstruosamente gordo con un delantal salió de la sombra y se
quedó junto al cartel frotándose las manos mientras esperaba nuestra
llegada. A lo lejos, podía oír el tintineo de las ollas.
—Abban a sus órdenes —dijo el gordo cuando llegamos junto a él—.
¿Qué desean? —Advertí que observaba nervioso mi averno.
—Una cena para dos que tendrá que ser servida a… —Miré a Agia.
—La nueva guardia.
—Bien, bien. Pero no puede ser tan pronto, sieur. Llevará más tiempo
prepararla. A no ser que se conformen con carne fría, una ensalada y una
botella de vino.
Agia se impacientó.
—Queremos un pollo asado… joven.
—Como desee. Haré que el cocinero empiece los preparativos ahora
mismo, y pueden entretenerse con algo horneado después de la victoria del
sieur hasta que el ave esté lista. —Agia asintió y la mirada que
intercambiaron me dio la seguridad de que ya se conocían—. Entretanto —
continuó el tabernero—, si tienen tiempo, podría procurarles un cubo de
agua caliente y una esponja para esta otra joven señora, y si lo desean, una
copa de Medoc y algunos bizcochos.
Cobré de pronto conciencia de que no había comido nada desde que al
amanecer desayunara con Calveros y el doctor Talos, y también de que
Agia y Dorcas tal vez tampoco habían probado bocado en todo el día.
Cuando asentí, el tabernero nos condujo a la ancha escalera en espiral que
subía apoyada en un tronco de diez pasos de diámetro.
—¿Nos ha visitado antes, sieur?
Sacudí la cabeza.
—Estaba por preguntarle qué clase de taberna es ésta. Nunca vi nada
que se le pareciera.
—Ni lo verá, sieur, excepto aquí. Pero debería haber venido usted
antes… nuestra cocina es famosa, y cenar al aire libre despierta en uno el
mejor de los apetitos.
Pensé que en verdad era así, si él lograba conservar una cintura
semejante en un lugar en el que para acceder a cualquiera de los cuartos
había que subir unos escalones; pero no dije nada.
—La ley, sabe usted, sieur, prohíbe toda clase de edificios tan cerca del
Muro. A nosotros nos lo permiten porque no tenemos paredes ni techo. Los
que asisten al Campo Sanguinario vienen aquí, los combatientes y los
héroes famosos, los espectadores y los médicos, aun los éforos. Ésta es la
cámara de ustedes.
Era una plataforma circular perfectamente nivelada. Por encima y en
torno, un follaje de color verde pálido protegía contra el sonido y las
miradas. Agia se sentó en una silla de lona y yo (muy cansado, lo confieso)
me arrojé junto a Dorcas, sobre un diván hecho de cuero y los cuernos
entrelazados de antílopes y kobos. Cuando hube puesto el averno detrás del
diván, desenvainé Terminus Est y empecé a limpiar la hoja. Una ayudante
de cocina trajo agua y una esponja para Dorcas, y cuando vio lo que yo
estaba haciendo, trapos y aceite para mí. No demoré en quitar la
empuñadura para tener la hoja libre y someterla a una buena limpieza.
—¿No quisieras lavarte? —le preguntó Agia a Dorcas.
—Me gustaría bañarme, sí, pero no si miran.
—Severian se girará si se lo pides. Esta mañana se comportó muy bien
en un lugar donde estuvimos.
—Y usted, señora —le dijo Dorcas suavemente—. Preferiría que no
mirara. Me gustaría disponer de un lugar privado si fuera posible.
Agia sonrió, pero yo llamé a la ayudante de cocina y le di una oricreta
para que trajera un biombo plegable. Cuando estuvo instalado, le dije a
Dorcas que si en la taberna no tenían ningún vestido que le gustara, yo le
compraría uno.
—No —dijo ella. En un susurro le pregunté a Agia qué creía ella que le
sucedía a la muchacha.
—Le gusta lo que lleva, es evidente. Yo he de andar sujetándome el
corpiño con una mano, si no quiero quedar avergonzada para toda la vida.
—Dejó caer la mano y sus altos pechos brillaron a la luz del sol—. Pero
esos harapos dejan casi al descubierto las piernas y el pecho. Tiene un
desgarrón a la altura de la ingle, además, aunque estoy segura de que no lo
has notado.
El tabernero nos interrumpió conduciendo a un camarero que traía una
bandeja con pastas, una botella y copas. Le expliqué que mis ropas estaban
mojadas e hizo traer un brasero; luego procedió a calentarse él mismo junto
al brasero, como si se encontrara en un apartamento privado.
—Hace buen tiempo en esta época del año —dijo—. El sol ha muerto y
no lo sabe todavía, pero nosotros sí. Si a usted lo matan, echará de menos el
próximo invierno, y si queda malherido, tendrá que quedarse dentro. Eso es
lo que siempre les digo. Por supuesto, la mayor parte de los combates se
libran antes del verano, resulta más apropiado entonces, por así decir. No sé
si esto sirve de algo, pero no hace daño a nadie.
Me quité el manto y la capa de nuestro gremio, puse las botas en un
banquillo junto al brasero, y me acerqué para que se me secaran los
pantalones y las calzas; le pregunté si todos los que asistían a una
monomaquia se detenían a reparar fuerzas en la taberna.
Como cualquier hombre que siente que probablemente vaya a morir, me
habría hecho feliz saber que aquello era parte de alguna tradición
establecida.
—¿Todos? Oh, no —me dijo—. Que la moderación y San Amand lo
bendigan, sieur. Si cada uno que viniera se demorara en mi taberna… vaya,
no sería mi taberna; la habría vendido y estaría viviendo cómodamente en
una casona de piedra con atroxes en la puerta y unos pocos jóvenes armados
de cuchillos a mi alrededor para que dieran cuenta de mis enemigos. No,
hay muchos que pasan sin siquiera echar una mirada a la taberna; no se
detienen a pensar que cuando pasen por aquí la próxima vez, puede que sea
demasiado tarde para probar mi vino.
—Hablando de vino —dijo Agia, y me ofreció una copa. Estaba llena
hasta el borde de un oscuro caldo carmesí. No era demasiado bueno, en
realidad; hizo que me escociera la lengua y una cierta aspereza estropeaba
su delicioso sabor. Pero en la boca de alguien que estaba tan fatigado y
sentía tanto frío como yo, era un vino maravilloso. Agia se sirvió una copa;
tenía las mejillas encendidas y le brillaban los ojos, y me di cuenta de que
no era la primera vez que bebía. Le dije que guardara un poco para Dorcas,
y ella dijo—: ¿Esa virgen de agua y leche? No lo bebería. Además, tú eres
quien está necesitado de coraje… no ella.
No con verdadera honestidad, dije que no tenía miedo.
El tabernero exclamó: —¡Así es como debe ser! No tenga miedo y no se
llene la cabeza de nobles pensamientos acerca de la muerte y los últimos
días y todas esas cosas. Quienes hacen eso son los que nunca vuelven,
puede estar seguro. Creo que iba usted a encargar una cena para usted y las
dos señoritas que lo acompañan ¿no es así?
—La he encargado.
—Encargado, pero no pagado, es lo que quise decir. Además están el
vino y los gateaux secs. Éstos han de pagarse aquí y ahora, ya que aquí y
ahora fueron comidos y bebidos. Dejarán un depósito de tres oricretas para
la casa, y pagarán dos más cuando vengan a comer.
—¿Y si no vuelvo?
—En ese caso no hay que pagar nada más, sieur. Así es cómo puedo dar
de cenar a tan buen precio.
La completa insensibilidad del hombre me desarmó; le di el dinero y él
dejó la plataforma. Agia espió por el extremo del biombo; Dorcas se estaba
lavando detrás con ayuda de la criada, y yo volví a sentarme en el diván y
tomé una pasta para acompañar lo que quedaba del vino.
—Si sujetáramos estas bisagras, Severian, podríamos deleitarnos por
unos momentos sin que nadie nos interrumpiera. Quizá poniendo una silla,
pero sin duda esas dos elegirían el peor de los momentos para ponerse a
chillar y derribarlo todo.
Estaba por contestarle con una burla, cuando advertí un pedazo de papel
plegado bajo la bandeja del camarero, y que sólo alguien que estuviera
como yo, sentado en el diván, hubiera podido ver.
—Esto es realmente demasiado —dije—. Primero un desafío, y ahora
una nota misteriosa.
Agia se acercó para ver de qué se trataba.
—¿Qué dices? ¿Ya estás borracho?
Le puse la mano sobre la redonda plenitud de la cadera, y al ver que no
se resistía, la atraje hacia mí tirando del placentero soporte, hasta que ella
pudo ver el papel.
—¿Qué supones que dice? —le pregunté—. «La Mancomunidad lo
necesita: póngase en marcha cuanto antes…». «Su amigo es el que le diga:
camarilla…». «Cuídese del hombre de pelo rosado…». Uniéndose a la
broma, Agia continuó: —«Venga cuando tres guijarros golpeen su
ventana…». Hojas yo hubiera dicho aquí. «La rosa ha apuñalado el iris,
cuyo néctar…». Ése es tu averno matándome, sin duda. «Conocerás a tu
verdadero amor por su túnica roja…». —Se inclinó para besarme, luego se
sentó en mi regazo—. ¿No vas a mirar? —El corpiño desgarrado había
vuelto a soltarse.
—Estoy mirando.
—No ahí. Tapa eso con la mano y mira la nota.
Hice lo que me dijo, pero dejé la nota donde estaba.
—Es realmente demasiado, como dije hace un momento. El misterioso
septentrión y su desafío, luego Hildegrin, y esto ahora. ¿Te he mencionado
a la chatelaine Thecla?
—Más de una vez mientras andábamos.
—La amaba. Leía mucho. No tenía mucho que hacer cuando yo la
dejaba, salvo leer y coser y dormir; y cuando me encontraba con ella
solíamos reírnos de la trama de algunas historias. Siempre estaban
sucediéndoles este tipo de cosas a sus personajes, y continuamente se veían
involucrados en asuntos elevados y melodramáticos para los que no estaban
preparados.
Agia rió junto conmigo y volvió a besarme, con un largo beso. Cuando
nuestros labios se separaron, ella dijo: —¿Qué es eso acerca de Hildegrin?
Me pareció un tipo de lo más corriente.
Tomé otra pasta, toqué la nota con ella, y luego le di a morder un
pedazo.
—Hace algún tiempo le salvé la vida a un hombre llamado Vodalus.
Agia se apartó de mí escupiendo migajas.
—¿Vodalus? ¡Estás bromeando!
—En absoluto. Así lo llamó su amigo. Yo era poco más que un
muchacho, pero impedí que un golpe de hacha lo matara; en recompensa
me dio un chrisos.
—Espera. ¿Qué tiene esto que ver con Hildegrin?
—Cuando vi a Vodalus por primera vez, un hombre y una mujer lo
acompañaban.
Estaban rodeados de enemigos y Vodalus se quedó rezagado para pelear,
mientras el otro hombre llevaba a la mujer a lugar seguro. (Decidí no decir
nada sobre el cadáver, ni mencionar que yo había matado al hachero). —Yo
misma habría luchado… entonces hubiéramos sido tres. Adelante.
—Hildegrin era el hombre que acompañaba a Vodalus, eso es todo. Si lo
hubiéramos encontrado antes, habría tenido cierta idea, o habría creído
tenerla, de por qué un hiparca de la Guardia de Septentriones querría luchar
conmigo. Y, además, por qué alguien ha decidido enviarme una especie de
mensaje secreto. Ya sabes, todas esas cosas de las que la chatelaine Thecla y
yo solíamos reírnos: espías e intrigas, citas a las que se acude enmascarado,
heredades perdidas. ¿Qué sucede?
—¿Te repugno? ¿Soy tan fea?
—Eres hermosa, pero parece que estuvieras por indisponerte. Creo que
bebiste demasiado de prisa.
—Ya está. —Con un rápido movimiento, Agia se quitó el vestido
multicolor, que cayó en torno a sus pies polvorientos como un montón de
piedras preciosas. La había visto desnuda en la catedral de las peregrinas,
pero ahora, sea por el vino que habíamos bebido, porque la luz era menos
intensa, o sólo porque entonces ella había sentido miedo y vergüenza
cubriéndose los pechos y escondiendo su femineidad entre los muslos, me
atraía mucho más. Me sentí estúpido de deseo, apreté el cuerpo cálido
contra mi carne helada.
—Severian, espera. No soy una prostituta, pienses lo que pienses. Pero
hay un precio que pagar.
—¿Cómo?
—Prométeme que no leerás esa nota. Arrójala al brasero.
La solté y retrocedí.
Como brota la fuente entre las rocas, los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Me gustaría que pudieras ver cómo me estás mirando ahora,
Severian. No, no sé lo que dice. Es sólo que… ¿no has oído nunca de
ciertas mujeres que tienen un conocimiento sobrenatural? ¿Premoniciones?
¿Que saben cosas que es imposible que hayan aprendido?
El deseo que me asaltara, casi había desaparecido. Agia estaba asustada
y enfadada, aunque yo no sabía por qué.
—Tenemos un gremio de mujeres así en la Ciudadela —dije—. No te
pareces a ellas, ni por la cara ni por la voz.
—Sé que no soy así. Pero ésa es la causa por la que has de hacer lo que
te digo. Nunca hasta ahora había tenido una premonición, y ahora la tengo.
¿No te das cuenta que por fuerza ha de significar algo tan verdadero y tan
importante para ti que no puedes ni debes no tenerla en cuenta? Quema la
nota.
—Alguien está tratando de advertirme algo y tú no quieres que la vea.
Te pregunté si el septentrión era tu amante. Me dijiste que no, y te creí.
Ella comenzó a hablar, pero yo se lo impedí.
—Te creo, todavía. Había verdad en tu voz. Sin embargo, de algún
modo estás intentando traicionarme. Dime ahora que no es así. Dime que
actúas sólo en favor de mis intereses.
—Severian…
—Dímelo.
—Severian, nos encontramos esta mañana. Apenas sí nos conocemos.
¿Qué puedes esperar y qué esperarías, si no acabaras de abandonar la
protección de tu gremio? He tratado de ayudarte de vez en cuando. Estoy
tratando de ayudarte ahora.
—Ponte el vestido. —Tomé la nota de debajo de la bandeja. Ella se
precipitó sobre mí, pero no me fue difícil mantenerla apartada con una
mano. Más que escrita, la nota había sido garabateada con una pluma de
cuervo; en la penumbra apenas sí podía descifrar unas pocas palabras.
—Debí haberte distraído y arrojarla al fuego. Eso es lo que debí haber
hecho. Severian, suéltame…
—Quédate quieta.
—La semana pasada todavía tenía un cuchillo. Era una misericordia con
una empuñadura de raíz de hiedra. Teníamos hambre y Agilus la empeñó.
¡Si ahora la tuviera te apuñalaría!
—Habría estado en tu vestido, y tu vestido está allí, en el suelo. —La
empujé y ella retrocedió trastabillando (tenía bastante vino en el estómago
como para que no fuera sólo por la violencia de mi empellón) hasta caer en
la silla de lona. Llevé la nota a un sitio donde la última luz del sol penetraba
aún entre el denso follaje, y leí:
La mujer que le acompaña ha estado antes aquí. No confíe en ella.
Trudo dice que el hombre es un torturador. Usted es mi madre que ha
vuelto.
XXVI
Toque de trompetas
Apenas había tenido tiempo de asimilar lo que acababa de leer, cuando Agia
saltó de silla, me arrebató la nota de las manos y la arrojó fuera de la
plataforma. Por un momento se mantuvo erguida frente a mí, mirando a
Terminus Est que, ya limpia, estaba apoyada contra uno de los brazos del
diván. Creo que temía que le cortara la cabeza y la arrojara luego tras la
nota. Cuando vio que no hacía nada, preguntó: —¿La leíste?
¡Severian, di que no lo has hecho!
—La leí, pero no la he entendido.
—Entonces no pienses en ella.
—Cálmate un instante. Ni siquiera estaba destinada a mí. Puede que
haya sido para ti, pero si lo era ¿por qué la pusieron donde sólo yo podía
verla? Agia ¿has tenido un hijo? ¿Qué edad tienes?
—Veintitrés. Es edad suficiente, pero no, no lo he tenido. Mira mi
vientre si no me crees.
Traté de hacer un cálculo mental y descubrí que no sabía lo bastante
acerca del desarrollo de las mujeres.
—¿Cuándo tuviste tu primera menstruación?
—A los trece. Si hubiera quedado preñada, habría tenido catorce años
en el momento de nacer el niño. ¿Es eso lo que estás tratando de averiguar?
—Sí. Y el niño tendría nueve años ahora. Si fuera muy inteligente, sería
capaz de escribir una nota así. ¿Quieres que te diga lo que decía?
—¡No!
—¿Cuántos años dirías que tiene Dorcas? ¿Dieciocho? ¿Diecinueve
quizá?
—No debes pensar en eso, Severian.
—No quiero empezar a jugar contigo. Eres mujer… ¿cuántos años le
das?
Agia frunció los labios.
—Yo diría que tu aburrido pequeño misterio tiene dieciséis o diecisiete
años. Poco más que una niña.
A veces, como supongo que todos lo han notado, hablar de personas
ausentes parece convocarlas como eidólones. Así fue entonces. Un panel
del biombo se movió y apareció Dorcas, ya no como la criatura embarrada a
que nos habíamos acostumbrado, sino como una esbelta muchacha de
pechos redondeados y gracia singular. Yo había visto una piel más blanca
que la suya, pero aquélla no había sido una blancura sana. Dorcas parecía
resplandecer. Limpios, los cabellos eran de oro pálido; los ojos eran como
siempre: el azul profundo de Uroboros, el río del mundo en mis sueños.
Cuando vio que Agia estaba desnuda, quiso refugiarse otra vez detrás del
biombo, pero el grueso cuerpo de la criada se lo impidió.
—Es mejor que vuelva a ponerme mis harapos antes de que tu mascota
se desmaye —dijo Agia.
—No miraré —murmuró Dorcas.
—No me importa si lo haces —le dijo Agia, pero nos volvió la espalda
para ponerse el vestido. Hablando al muro de hojas añadió—: Ahora
realmente tenemos que irnos, Severian. La trompeta sonará en cualquier
momento.
—¿Y eso qué significa?
—¿No lo sabes? —Se volvió para enfrentarnos—. Cuando las
maquinaciones del Muro de la ciudad parecen tocar el borde del disco solar,
una trompeta —la primera— resuena en el Campo Sanguinario. Algunos
creen que sólo para regular los combates, pero no es así. Es una señal para
que los guardianes de dentro del muro cierren los portones. También es una
señal para el comienzo de la lucha, y si te encuentras allí cuando suene,
entonces será el momento de iniciar la contienda. Cuando el sol está bajo el
horizonte y llega la verdadera noche, un trompetero sobre el muro toca
retreta. Eso significa que los portones no volverán a abrirse ni siquiera para
los que tienen pases especiales, y también que quien haya lanzado o
recibido un reto y no haya llegado todavía al Campo, ha rehusado pedir o
dar satisfacción. Puede ser atacado donde se lo encuentre, y no es deshonra
que un armígero o un exultante contacten asesinos en ese tiempo.
La criada, que había estado de pie junto a la escalera escuchando y
asintiendo con la cabeza, se apartó para dar paso al tabernero.
—Sieur —dijo—, si en verdad tiene una cita mortal, yo…
—Eso mismo me decía mi amiga —le dije—. Tenemos que marcharnos.
Dorcas preguntó entonces si podía beber un poco de vino. Algo
sorprendido, asentí; el tabernero le sirvió una copa que ella sostuvo con las
dos manos, como una niña. Le pregunté al tabernero si podía darme algo
con qué escribir.
—¿Desea hacer testamento, sieur? Venga conmigo, tenemos un pequeño
salón destinado a estos casos. Es gratis, y si quiere mandaremos a un niño
que lleve el documento al ejecutor testamentario.
Tomé a Terminus Est y lo seguí dejando que Agia y Dorcas cuidaran el
averno. El pequeño salón del que nuestro anfitrión se jactaba, se apoyaba en
una rama y alcanzaba apenas a contener un escritorio, pero había una silla
allí, varias plumas de cuervo, papel y un frasco de tinta. Me senté y escribí
las palabras de la nota; en la medida de mi entendimiento, el papel parecía
ser el mismo en que había sido escrita la nota, y la tinta producía la misma
borrosa línea negra. Cuando terminé de escribir, eché arena en el papel, lo
plegué y lo guardé en un compartimiento del bolsillo del sable que rara vez
utilizo. Luego le dije al tabernero que no había necesidad de mensajero y le
pregunté si conocía a alguien llamado Trudo.
—¿Trudo, sieur? —Parecía desconcertado.
—Sí. Es un nombre bastante común.
—Seguro que sí, sieur, lo sé. Sólo que estaba tratando de pensar en
alguien que yo pudiera conocer, y en alguien, si me entiende, sieur, de la
elevada posición de algún armígero o…
—Cualquiera —dije—. No importa quien sea. ¿No se llamará así el
camarero que nos sirvió?
—No, sieur. Su nombre es Ouen. Tuve un vecino una vez llamado
Trudo, sieur, pero eso fue hace años, antes que comprara este lugar. No creo
que sea él a quien busca. Después está mi palafrenero… su nombre es
Trudo.
—Querría hablar con él.
El tabernero asintió inclinando la cabeza, y la barbilla le desapareció en
la grasa que le envolvía el cuello.
—Como desee, sieur. Pero no creo que pueda decirle mucho. —Los
peldaños crujieron bajo el peso del hombre—. Es del sur, se lo advierto. —
(Se refería a las regiones sureñas de la ciudad, no a las tierras áridas que
limitan con el hielo)—. Y del otro lado del río, por añadidura. Es
improbable que le diga algo con sentido, aunque es un hombre que trabaja
duro.
—Sospecho que conozco la parte de la ciudad de donde proviene —
dije.
—¿Sí? Bien, eso es interesante. Muy interesante. He oído a uno o dos
decir que se daban cuenta de esas cosas por el modo en que un hombre viste
o habla, pero yo ignoraba que usted se hubiera topado con Trudo, como
suele decirse. —Nos estábamos acercando al suelo ahora y él vociferó—:
¡Trudo! ¡Tr-u-u-do! —Y luego—: ¡Riendas!
Nadie apareció. Una laja del tamaño de una mesa grande había sido
puesta al pie de la escalera, y pasamos sobre ella para salir.
Era justo el momento en que las sombras alargadas dejan de ser sombras
para convertirse en estanques de negrura, como si algún fluido aún más
oscuro que las aguas del lago de los Pájaros surgiera de la tierra. Centenares
de personas, algunas solas, otras en pequeños grupos, se apresuraban por
sobre la hierba desde la dirección de la ciudad.
Todos parecían concentrados, empujados por la ansiedad que cargaban
sobre la espalda como un fardo. La mayoría no parecía llevar armas, pero
unos pocos portaban espadines, y a cierta distancia distinguí los capullos
blancos de un averno, transportado, como yo hiciera con el mío, a la manera
de un cayado.
—Lástima que no se detengan aquí —dijo el tabernero—. En la cena
previa es donde está el dinero. Hablo francamente, porque veo que, joven
como es usted, sieur, es demasiado sensible y no ignora que todo negocio se
atiende para obtener un beneficio. Trato de ofrecer un servicio de calidad, y
como le he dicho, nuestra cocina es famosa. ¡Trudo! Tiene que ser así, pues
ninguna otra clase de comida me satisface… me moriría de hambre, sieur, si
tuviera que comer lo que come la mayoría. Trudo, piojoso ¿dónde te has
metido?
Un muchacho sucio apareció desde algún sitio detrás del tronco,
limpiándose la nariz con el antebrazo.
—No está allí atrás, mi amo.
—Bueno ¿pues dónde está? Búscalo.
Yo estaba contemplando todavía la corriente de centenares de personas.
—¿Van todos al Campo Sanguinario, entonces? —Por primera vez,
creo, tuve plena conciencia de que antes que saliera la luna posiblemente yo
estaría muerto. Tener en cuenta la nota parecía inútil e infantil.
—Como usted comprenderá, no todos van a luchar. La mayoría va sólo
por ver el espectáculo, los hay que vienen una única vez, porque se bate
alguien que conocen, o porque alguien les habló de los duelos o leyeron
acerca de ellos o escucharon una canción que los mencionaba. De ordinario
éstos se indisponen, porque después vienen aquí y generalmente se
despachan una botella o algo más para recobrarse.
»Pero hay otros que vienen cada noche o cuatro o cinco noches a la
semana. Son especialistas, aunque sólo en un arma o tal vez dos, y
pretenden saber más acerca de ellas que quienes las emplean, lo cual tal vez
es cierto en algunos casos. Después de la victoria, sieur, dos o tres querrán
invitarle a una copa. Si acepta, le dirán los errores que han cometido tanto
usted como su oponente, pero comprobará que no concuerdan.
—Nuestra cena ha de ser privada —dije, y al hacerlo, oí un roce de pies
desnudos en los peldaños detrás de nosotros. Agia y Dorcas estaban
bajando; Agia llevaba el averno, y en la penumbra me pareció que el tallo
había crecido.
He dicho ya lo mucho que deseaba a Agia. Cuando conversamos con las
mujeres, lo hacemos como si el amor y el deseo fueran dos cosas distintas;
y las mujeres, que a menudo nos aman y a veces nos desean, mantienen la
misma ficción. El hecho es que son aspectos de lo mismo, como podría
haberle hablado al tabernero del lado norte y el lado sur del árbol. Si
deseamos a una mujer, pronto llegamos a amarla por haber consentido en
someterse a nosotros (éste había sido el cimiento original del amor que sentí
por Thecla), y como si la deseamos ella siempre se somete, cuando menos
en la imaginación, siempre hay algo de amor, en todos los casos. Por otra
parte, si la amamos, pronto llegamos a desearla, pues el atractivo es uno de
los atributos que ha de tener una mujer, y no podemos soportar la idea de
que no los tenga todos; de esta manera los hombres llegan a amar a mujeres
paralíticas, y las mujeres a desear a hombres que son impotentes excepto
con otros hombres.
Pero nadie puede decir de dónde proviene lo que llamamos, casi a
nuestro gusto, amor o deseo. Cuando Agia bajaba la escalera, la última luz
del día le iluminaba un lado de la cara, y el otro estaba en la sombra; la
falda, desgarrada casi hasta la cintura, permitía un atisbo de un muslo
sedoso. Y todo el sentimiento hacia ella que había perdido un momento
antes cuando la alejé de mí de un empujón, volvió multiplicado y vuelto a
multiplicar. Ella lo vio en mi cara, lo sé, y Dorcas, apenas un peldaño tras
ella, lo vio también y apartó los ojos. Pero Agia estaba enfadada conmigo
todavía (como quizá tuviera derecho a estarlo), de modo que aunque fingió
una sonrisa, y pudo no haber ocultado un dolor en las ijadas, si hubiera
querido, fue mucho lo que escondió.
Creo que en esto radica la verdadera diferencia entre las mujeres a
quienes, si hemos de seguir siendo hombres, tenemos que ofrecerles nuestra
vida, y las que (una vez más, si hemos de seguir siendo hombres) tenemos
que dominar y superar en inteligencia, y usarlas como nunca lo haríamos
con una bestia: que las segundas nunca permitirán que les demos lo mismo
que damos a las primeras. A Agia le gustaba que la admirara, y mis caricias
la habrían transportado al éxtasis; pero aun si me derramara en sus entrañas
un centenar de veces, nos separaríamos como extraños. Entendí todo esto al
descender ella los últimos peldaños, una mano sobre el corpiño del vestido,
la otra sosteniendo el averno como si llevara un báculo. Y, sin embargo, la
amaba todavía, o la hubiese amado de haber podido.
El niño volvió corriendo.
—Dice la cocinera que Trudo se ha marchado. Cuando salió a buscar
agua, pues la criada se había ido, vio que Trudo se alejaba corriendo, y sus
cosas desaparecieron del establo también.
—Se ha ido para siempre, entonces —dijo el tabernero—. ¿Cuándo se
marchó? ¿Ahora mismo?
El muchacho asintió con la cabeza.
—Oyó que usted lo buscaba, sieur, eso es lo que me temo. Alguien
habrá oído que usted me preguntaba por el nombre y corrió a contárselo.
¿Le robó alguna cosa?
Sacudí la cabeza.
—No me hizo ningún daño; por el contrario, sospecho que intentaba
hacer algo bueno. Siento haberle costado un sirviente.
El tabernero abrió los brazos.
—Tenía que pagarle el sueldo, de modo que no será una pérdida para
mí.
Cuando se volvió, Dorcas susurró: —Y yo siento haberte quitado tu
alegría allí arriba. No quería hacerlo. Pero, Severian, yo te amo.
Desde algún lugar cercano, la voz plateada de una trompeta llamó a las
estrellas renacientes.
XXVII
¿Está muerto?
El Campo Sanguinario, del cual habrán oído todos mis lectores, aunque
algunos, espero, no lo habrán visitado, se encuentra al noroeste de las
secciones edificadas de nuestra capital de Nessus, entre un enclave
residencial de armígeros de la ciudad y las barracas y establos de la
Xenargía de los Dimarchi Azules. Está lo bastante cerca del Muro como
para que a alguien como yo, que nunca había estado cerca de él, le pareciera
muy cerca; sin embargo eran necesarias muchas leguas de duro andar por
avenidas retorcidas para llegar hasta él desde el centro de la ciudad. A
cuántos combates podía dar cabida, no lo sé. Es posible que las balaustradas
que delimitan los distintos campos, y sobre las que los espectadores se
apoyan o se sientan según lo prefieran, sean móviles y se ajusten de acuerdo
con las necesidades de la noche. Sólo visité el lugar una vez, pero me
pareció, con la hierba pisoteada y todos aquellos espectadores silenciosos y
lánguidos, extraño y melancólico.
Durante el breve tiempo que vengo ocupando el trono, se me han
planteado muchos problemas cuya importancia es más inmediata que la
monomaquia. Sea buena o mala (como me inclino a pensar) es sin duda
imposible de erradicar en una sociedad como la nuestra, que para su propia
subsistencia ha de mantener las virtudes militares por encima de las demás,
y en la que el estado puede destinar tan pocos servidores armados a la
vigilancia policial del populacho.
Sin embargo ¿es mala en realidad?
En aquellos períodos en que la pusieron fuera de la ley (y según mis
lecturas eso sucedió cientos de veces) fue reemplazada en gran medida por
el asesinato; y por asesinatos en general del tipo que la monomaquia parece
destinada a prevenir: asesinatos que son el resultado de disputas entre
familias, amigos y conocidos. En estos casos mueren dos en lugar de uno,
porque la ley rastrea al asesino (una persona que no es por inclinación, sino
por ocasión, un criminal) y le da muerte, como si con esto devolviera la
vida a la víctima. Así pues, si por ejemplo se libraran mil combates legales
entre individuos que tuvieran por resultado otras tantas muertes (lo cual es
muy improbable, pues la mayoría de los combates no terminan en muerte) e
impidiera quinientos asesinatos, el Estado no se encontraría peor.
Además, el sobreviviente de uno de estos combates es, probablemente,
el individuo más adecuado para la defensa del Estado, y también el más
idóneo para engendrar hijos saludables; mientras que en la mayor parte de
los asesinatos no hay sobrevivientes, y el asesino, si sobreviviera, no sería
por ello más fuerte, rápido o inteligente, sino sólo malvado.
Y, sin embargo, con qué prontitud esta práctica se presta a la intriga.
Oímos cómo voceaban los nombres cuando nos encontrábamos todavía
a un centenar de pasos de distancia, fuerte y solemnemente anunciados por
sobre el croar de las ranas arbóreas.
—¡Cadroe de las Diecisiete Piedras!
—¡Sabas del Prado Partido!
—¡Laurentia de la Casa del Arpa! (Esto clamado por una voz de mujer).
—¡Cadroe de las Diecisiete Piedras!
Le pregunté a Agia a quién llamaban de ese modo.
—Son los que han desafiado a alguien, o han sido desafiados.
Vociferando así —o haciendo que un sirviente vocifere por ellos— hacen
saber que han venido, pero no el oponente.
—¡Cadroe de las Diecisiete Piedras!
El sol se ponía, y su disco ya casi oculto tras la negrura impenetrable del
Muro, había teñido el cielo de cereza, bermellón y un violeta fantasmal.
Estos colores, al dar sobre el tropel de monomaquistas y espectadores (del
mismo modo que los rayos áureos del favor divino tocan a los jerarcas del
arte), les confería un aspecto insustancial y taumatúrgico, como si hubieran
aparecido un instante antes por el floreo de una tela y fueran a desvanecerse
en el aire otra vez a la señal de un silbido.
—¡Laurentia de la Casa del Arpa!
—Agia —dije, y de algún lugar en las cercanías nos llegó el estertor de
la muerte en la garganta de un hombre—. Agia has de anunciar: «Severian
de la Torre Matachina».
—No soy tu sirvienta. Grita tú mismo si quieres.
—¡Cadroe de las Diecisiete Piedras!
—No me mires así, Severian. ¡Ojalá no hubiéramos venido! ¡Severian!
¡Severian de los Torturadores! ¡Severian de la Ciudadela! ¡De la Torre del
Dolor! ¡La Muerte! ¡La Muerte ha llegado! —La golpeé debajo de la oreja
y cayó tendida con el averno junto a ella.
Dorcas me tomó del brazo.
—No tendrías que haberlo hecho, Severian.
—Sólo le di con el dorso de la mano. Se recuperará.
—Te odiará todavía más.
—Entonces ¿crees que no me odia ahora?
Dorcas no respondió y un instante más tarde yo mismo ya había
olvidado mi pregunta: a cierta distancia, entre la multitud, había avistado un
averno.
El terreno era un círculo de unos quince pasos de diámetro, rodeado por
una baranda con dos entradas. El éforo anunció: —La adjudicación del
averno ha sido ofrecida y aceptada. Éste es el sitio. Ésta es la hora. Sólo
queda por decidir si emprenderéis la contienda como estáis, desnudos o de
algún otro modo. ¿Qué decís?
Antes que yo pudiera hablar, Dorcas gritó: —Desnudos. Ese hombre
tiene una armadura.
El grotesco yelmo del septentrión se movió de lado a lado, negando.
Como la mayor parte de los yelmos de la caballería, dejaba las orejas al
descubierto para oír mejor las órdenes gritadas por los superiores. En la
sombra tras las placas de metal que le cubrían las mejillas, me pareció ver
una estrecha banda negra, y traté de recordar dónde había visto antes algo
semejante.
El éforo preguntó: —¿Se niega usted, hiparca?
—Los hombres de mi país sólo se desnudan delante de una mujer.
—Lleva armadura —volvió a protestar Dorcas—. Este hombre ni
siquiera tiene una camisa. —La voz de la muchacha, siempre tan dulce,
resonaba ahora en el crepúsculo como una campana.
—Me la quitaré. —El septentrión se echó hacia atrás la capa y se llevó
una mano al hombro. La coraza resbaló, cayendo a sus pies. Había esperado
un pecho tan macizo como el del maestro Gurloes, pero el que vi era más
estrecho que el mío.
—El yelmo también.
Una vez más el septentrión negó con la cabeza, y el éforo preguntó: —
¿Su negativa es absoluta?
—Lo es. —Hubo una vacilación apenas perceptible—. Sólo puedo decir
que he recibido instrucciones de no quitármelo.
El éforo se volvió hacia mí.
—Ninguno de nosotros, creo, desearía turbar al hiparca y menos
todavía, al personaje, no digo quién pueda ser, al que sirve. Creo que lo más
atinado sería, sieur, permitirle alguna ventaja compensatoria. ¿Puede sugerir
alguna?
Agia, que había guardado silencio desde que yo le pegara, dijo
entonces: —Rehúsate a combatir, Severian. O reserva tu ventaja para
cuando la necesites.
Dorcas, que estaba aflojando las tiras de trapo que sostenían el averno,
dijo también: —Rehúsate a combatir.
—He recorrido un camino demasiado largo como para volverme atrás.
El éforo preguntó con cierto tono mordaz: —¿Ha decidido usted, sieur?
—Creo que sí. —Recordé que llevaba mi máscara. Como todas las del
gremio, era de cuero blando reforzado con tiras de hueso. No tenía modo de
saber si serviría contra las afiladas hojas del averno… pero fue una
satisfacción oír que los espectadores retenían el aliento cuando la saqué de
golpe.
—¿Están prontos ahora? ¿Hiparca? ¿Sieur? Sieur, debo dar esa espada a
alguien para que se la tenga. No se puede portar más arma que el averno.
Miré alrededor en busca de Agia, pero había desaparecido entre la
multitud. Dorcas me dio el capullo mortal y yo le entregué Terminus Est.
—¡Comiencen!
Una hoja silbó cerca de mi oreja. El septentrión avanzaba con un
movimiento irregular; la mano izquierda aferraba el averno debajo de las
hojas, y la mano derecha estaba tendida hacia mí como si intentara quitarme
la planta. Recordé que Agia me había prevenido acerca de este riesgo, y la
sostuve tan cerca de mí como me atreví a hacerlo.
Durante el tiempo que lleva respirar cinco veces, giramos en círculo.
Entonces le golpeé la mano extendida. El septentrión detuvo el golpe con la
planta. Levanté la mía por sobre su cabeza como una espada, y me di cuenta
entonces de que la posición era ideal: mi tallo quedaba fuera del alcance del
septentrión, me permitía golpear a voluntad con toda la planta, y al mismo
tiempo podía arrancar las hojas con la mano derecha. Sin demora, puse a
prueba este último descubrimiento: arranqué una hoja y se la arrojé a la
cara.
A pesar de la protección que le brindaba el yelmo, el hombre la esquivó,
y la multitud que se agolpaba detrás de él se apartó para evitar el proyectil.
Tras la primera arrojé otra.
Y otra más, que dio en el aire contra una suya.
El resultado me sorprendió. En lugar de absorber la fuerza del impulso y
caer al suelo, como hubiera ocurrido con cualquier otro tipo de hojas, éstas
se retorcieron y enroscaron, tajeando y golpeando con las puntas tan
rápidamente que antes de caer apenas un codo, no eran más que tiras
desgarradas de un verde negruzco que se transformaba en un centenar de
colores mientras giraban como el trompo de un niño…
Algo, o alguien, presionaba contra mi espalda. Era como si un
desconocido estuviera detrás de mí, ejerciendo una ligera presión con la
espina dorsal. Tenía frío y agradecí el calor de ese cuerpo.
—¡Severian! —Era la voz de Dorcas, pero parecía haberse alejado.
—¡Severian! ¿Nadie va a ayudarlo? ¡Saltadme!
Un toque de canillón. Los colores, que había tomado por los de las hojas
en combate, estaban en cambio en el cielo, donde un arco iris se abría bajo
la aurora. El mundo era un gran huevo de pascua multicolor. Cerca de mi
cabeza una voz preguntó: —¿Está muerto? —y alguien contestó, dándolo
por cierto: —Así es. Esas cosas siempre matan.
La voz del septentrión (extrañamente familiar) dijo: —Como vencedor,
reclamo el derecho a quedarme con sus ropas y armas. Dadme esa espada.
Me senté. A unos pasos de mis botas, las hojas, débilmente, luchaban
todavía. El septentrión estaba de pie un poco más allá. Yo tomé aliento para
preguntar qué había sucedido, y algo cayó desde mi pecho a mi regazo; era
una hoja con la punta teñida de sangre.
Al verme, el septentrión giró y levantó el averno. El éforo se interpuso
entre nosotros con los brazos extendidos. Desde más allá de las barandas
algún espectador gritó. —¡Derecho de cortesía! ¡Derecho de cortesía,
soldado! Que se ponga de pie y recoja el arma.
Las piernas apenas me sostenían. Aturdido, miré alrededor buscando mi
propio averno, y lo encontré por fin cerca de los pies de Dorcas, que estaba
luchando con Agia. El septentrión gritó: —¡Tendría que estar muerto! —El
éforo le dijo: —Pues no lo está, hiparca. Cuando recupere el arma, podrá
proseguir el combate.
Toqué el tallo de mi averno y por un instante sentí que había cogido por
la cola a algún animal de sangre fría, pero todavía vivo. Pareció
estremecerse en mi mano, y las hojas se agitaron como la cola de una
serpiente. Agia gritaba: —¡Sacrilegio! —y yo hice una pausa para mirarla;
luego tomé el averno y me volví para enfrentar al septentrión.
El yelmo le ocultaba los ojos, pero había terror en cada músculo de su
cuerpo. Por un momento pareció mirarme, y después miró a Agia. Luego se
volvió y comenzó a correr hacia la abertura en el extremo de la arena. Los
espectadores le bloquearon el camino, y él comenzó a golpear con el averno
a derecha e izquierda, como si fuese un látigo. Mi averno me tiraba hacia
atrás o, mejor dicho, había desaparecido, y alguien me tenía cogido por la
mano. Era Dorcas. En algún lugar a lo lejos Agia chilló: —¡Agilus! —Y
otra mujer llamó—: ¡Laurentia de la Casa del Arpa!
XXVIII
Carnificario
Agilus
La noche
La representación
Cinco patas
La mañana
—¿Está usted dormido? —dijo el doctor Talos—. Espero que haya dormido
bien.
—Tuve un sueño extraño. —Me puse de pie y miré a mi alrededor.
—Aquí sólo estamos nosotros. —Como calmando a un niño, el doctor
Talos señaló a Calveros y las mujeres dormidas.
—Soñé que mi perro volvía y se echaba a mi lado. Hace años que lo he
perdido. Aún podía sentir el calor de su cuerpo cuando desperté.
—Estaba acostado junto a una hoguera —señaló el doctor Talos—.
Aquí no ha habido ningún perro.
—Un hombre vestido de modo muy similar al mío.
El doctor Talos negó con la cabeza.
—No podría haber dejado de verlo.
—Pudo haber dormitado.
—Sólo por la noche temprano. Estoy despierto desde las dos últimas
guardias.
—Cuidaré el escenario y sus efectos —dije— si quiere acostarse ahora.
—Lo cierto es que tenía miedo de volver a dormirme.
El doctor Talos pareció vacilar y luego dijo: —Eso es muy amable de su
parte —y muy rígidamente se dejó caer sobre mi manta empapada de rocío.
Volví la silla de modo que yo pudiera contemplar el fuego, y me senté.
Por algún tiempo estuve a solas con mis pensamientos. Primero pensé en el
sueño y luego en la Garra, la poderosa reliquia que la casualidad había
puesto en mis manos. Me sentí muy contento cuando Jolenta empezó a
moverse; por fin se levantó y estiró sus miembros lozanos contra el cielo
teñido de escarlata.
—¿Hay agua? —preguntó—. Quiero lavarme.
Le dije que creía que Calveros había traído el agua para nuestra cena
desde donde se encontraba el bosquecillo; ella asintió y partió en busca de
un arroyo. La aparición de Jolenta consiguió distraerme de mis
pensamientos; la observé mientras se alejaba, y luego me volví hacia
Dorcas. La belleza de Jolenta era perfecta. Ninguna otra mujer que hubiera
visto podía aproximársele: la altura majestuosa de Thecla hacía que
pareciese ruda y varonil en comparación, la rubia delicadeza de Dorcas era
tan magra e infantil como Valeria, la muchacha olvidada que había
encontrado en el Atrio del Tiempo.
Sin embargo, no me sentía atraído por Jolenta como me sintiera atraído
por Agia; no la amaba como había amado a Thecla; y no deseaba la
intimidad de pensamiento y sentimiento que había nacido entre Dorcas y
yo, ni la creía posible. Como todo hombre que alguna vez la vio, la deseé,
pero de la manera en que se desea a una mujer pintada en un cuadro. Y aun
cuando la admirara (como lo había hecho la noche anterior en el escenario),
no podía dejar de ver con cuánta torpeza andaba, ella, que inmóvil parecía
tan graciosa. Esos muslos redondeados se rozaban entre sí, esa carne
admirable pesaba en ella al punto que llevaba su voluptuosidad como otra
mujer hubiera llevado un niño en el vientre. Cuando estuvo de vuelta, con
unas gotas de agua clara brillándole en las pestañas y la cara tan pura y
perfecta como la curva del arco iris, sentí como si todavía me encontrara
solo.
—… dije que había fruta, si quiere. Anoche el doctor hizo que guardara
un poco para el desayuno. —Estaba ronca, y parecía que le faltara el
aliento. Yo la escuchaba como si fuera música.
—Lo siento —dije—. Estaba pensando. Sí, me gustaría comer algo de
fruta. Muchas gracias.
—No se la traeré. Tendrá que ir usted mismo a buscársela. Está allí,
detrás de ese soporte de armadura.
Lo que señalaba era en realidad una tela estirada sobre un marco de
alambre plateado. Detrás de ella encontré un viejo cesto con uvas, una
manzana y una granada.
—También a mí me gustaría comer un poco —dijo Jolenta—. Unas
uvas, tal vez.
Se las alcancé, y pensando que Dorcas preferiría la manzana, la puse
cerca de ella y escogí para mí la granada.
Jolenta sostuvo las uvas en alto.
—Cultivadas bajo vidrio por el hortelano de algún exultante… es
demasiado temprano para que sean naturales. No creo que esta vida de
cómico ambulante vaya a resultar tan mala, después de todo. Y además
recibo la tercera parte del dinero.
Le pregunté si no había salido antes de gira con el doctor y el gigante.
—Usted no me recuerda ¿verdad? Creo que no. —Se metió una uva en
la boca, y me pareció que se la tragaba entera—. No, nunca. Hubo un
ensayo anterior, pero con esa muchacha incluida tan de pronto en la
historia, tuvimos que cambiarlo todo.
—Con seguridad que yo alteré las cosas más que ella. Casi no apareció.
—Sí, pero usted tenía que aparecer. El doctor Talos interpretaba los
papeles de usted mientras ensayábamos, además de los suyos, y me
comunicó lo que usted debía decir.
—Dependía entonces de que nos encontráramos.
El mismo doctor se incorporó entonces, casi con un estallido. Parecía
del todo despierto. —Pues claro, claro. Le dijimos dónde nos
encontraríamos cuando desayunamos, y si no hubiera aparecido anoche,
habríamos representado «Grandes Escenas De», y hubiéramos esperado a
otro día. Jolenta, ahora no recibirás la tercera parte de lo recaudado, sino la
cuarta; es justo que lo compartamos con la otra mujer.
Jolenta se encogió de hombros y tragó otra uva.
—Despiértela ahora, Severian. Tenemos que marcharnos. Yo despertaré
a Calveros. Luego empacaremos y repartiremos el dinero.
—No iré con usted —dije.
El doctor Talos me miró sorprendido.
—Tengo que volver a la ciudad. He de atender un asunto con la Orden
de las Peregrinas.
—Entonces puede quedarse con nosotros hasta que lleguemos al camino
principal.
Será la forma más rápida de volver. —Quizá porque no me hizo
preguntas, sentí que sabía más de lo que parecía saber.
Sin tener en cuenta nuestra conversación, Jolenta ahogó un bostezo.
—Tendré que dormir algo más antes de esta noche, o mis ojos no
lucirán tan bien como sería necesario.
—Lo haré —dije—, pero me marcharé cuando lleguemos al camino.
El doctor Talos ya estaba despertando al gigante, sacudiéndolo y
golpeándole los hombros con el bastón.
—Como desee —dijo, pero no supe si hablaba con Jolenta o conmigo.
Le acaricié a Dorcas la frente y le susurré que era hora de ponernos en
marcha.
—¿Por qué me despertaste? Estaba soñando el más bello de los
sueños… Era tan real.
—También yo… antes de despertar, quiero decir.
—¿Hace mucho que has despertado, entonces? ¿Esa manzana es para
mí?
—Me temo que será todo tu desayuno.
—Es todo lo que me hace falta. Mírala, qué redonda es, qué roja.
¿Cómo es aquello de «Rojo como las manzanas…»?
—No lo recuerdo.
—¿Quieres un mordisco?
—Ya he comido. Una granada.
—Pude suponerlo por las manchas que tienes en la boca. Creí que
habrías estado chupando sangre toda la noche. —Me mostré sin duda
desagradablemente sorprendido, porque en seguida añadió: —Bueno,
parecías un murciélago negro inclinado sobre mí.
Calveros estaba sentado ahora, y se frotaba los ojos con las manos como
un niño desdichado. Dorcas le dijo por sobre el fuego: —Es terrible tener
que levantarse tan temprano ¿no es cierto, don? ¿También usted soñaba?
—Ningún sueño —respondió Calveros—. Nunca sueño. —(El doctor
Talos me miró y sacudió la cabeza como diciendo: Muy poco saludable).
—Le daré algunos de los míos, entonces. Severian dice que también él
tiene muchos.
Aunque despierto por completo, Calveros se quedó mirándola
extrañado.
—¿Quién es usted?
—Yo… —Dorcas se volvió hacia mí, asustada.
—Dorcas —dije yo.
—Sí, Dorcas. ¿No lo recuerda? Nos conocimos detrás del telón, anoche.
Usted… su amigo nos presentó y dijo que yo no debía tenerle miedo porque
sólo fingía lastimar a la gente. En el espectáculo. Yo dije que lo entendía,
porque Severian hace cosas terribles, pero en realidad es tan bueno… —
Dorcas volvió a mirarme—. Tú lo recuerdas, Severian, ¿no?
—Pues claro. No creo que tengas que preocuparte por Calveros sólo
porque lo ha olvidado. Es corpulento, lo sé, pero esa talla es como mis
ropas fulígenas… le hace parecer mucho peor de lo que es.
Calveros le dijo a Dorcas: —Tiene usted una magnífica memoria. Me
gustaría poder recordarlo todo de ese modo. —La voz le resonaba como un
rodar de piedras pesadas.
Mientras hablábamos, el doctor Talos había traído la caja con el dinero.
La hizo resonar para interrumpir nuestra conversación.
—Venid, amigos, os he prometido una distribución justa y equitativa de
los beneficios de nuestra representación, y cuando eso se haya acabado, será
hora de ponernos en camino. Vuélvete, Calveros, y extiende la manos sobre
tu regazo. Sieur Severian, señoras, ¿queréis acercaros también?
Yo había notado, por supuesto, que cuando habló de repartir las
contribuciones de la noche anterior, el doctor había especificado que serían
divididas en cuatro partes; pero yo había supuesto que quien no recibiría
nada sería Calveros, pues parecía el esclavo del doctor. Ahora, sin embargo,
después de revolver el contenido de la caja, el doctor Talos puso un brillante
asirni en las manos del gigante, me dio otro a mí, un tercero a Dorcas y un
puñado de oricretas a Jolenta; luego empezó a distribuir oricretas de una en
una.
—Notaréis que hasta ahora todo es dinero legítimo —dijo—. Lamento
informaros que hay aquí además un número bastante crecido de monedas
dudosas. Cuando la especie no sujeta a duda se haya acabado, cada uno de
vosotros tendrá su parte de ellas.
—¿Ha tomado ya la suya, doctor? —preguntó Jolenta—. Creo que los
demás tendríamos que haber estado presentes.
Las manos del doctor Talos, que venían trasladándose de cada uno de
nosotros al siguiente mientras contaba las monedas, se detuvieron un
momento.
—Yo no tengo participación —dijo.
Dorcas me miró como para confirmar lo que pensaba y murmuró: —Eso
no parece justo.
—No es justo, doctor —dije—, usted participó en el espectáculo de
anoche como cualquiera de nosotros, y recogió el dinero, y por lo que he
visto, procuró el escenario y los decorados. En el peor de los casos tendría
que recibir una parte doble.
—Yo no tomo nada —dijo el doctor Talos con lentitud. Era la primera
vez que lo veía confundido—. Me complace dirigir lo que ahora puedo
llamar la compañía. Escribí la pieza que representamos y como… —(miró
alrededor de él como buscando una comparación)—… como esa armadura
de allí desempeño mi parte. Estas cosas constituyen mi placer, y son toda la
recompensa que necesito.
»Ahora bien, amigos, habréis observado que hemos quedado reducidos
a unas pocas oricretas y que no son suficientes para completar otra vez la
ronda. Para ser preciso, sólo quedan dos. Quien lo desee puede quedarse
con ellas siempre que renuncie a los aes y las monedas dudosas. ¿Severian?
¿Jolenta?
Con cierta sorpresa de mi parte, Dorcas dijo: —Yo me quedo con ellas.
—Muy bien. No he de discriminar la distribución del resto,
sencillamente lo repartiré. Advierto a los que lo reciban, que tengan cuidado
al pasarlo. Hay sanciones para estas cosas, aunque fuera del Muro… ¿Qué
es esto?
Me volví y vi a un hombre vestido con gastadas ropas grises que
avanzaba hacia nosotros.
XXXV
Hethor
ePub r1.1
Budapest 02.08.14
Título original: The Claw of the Conciliator
Gene Wolfe, 1981
Traducción: José A. Santiago Tagle
La villa de Saltus
Daría cuanto poseo para ser como los que os quejáis de que la memoria os
abandona. Con la mía no sucede así. Mis recuerdos siempre permanecen, y
siempre con la misma nitidez que en la primera impresión, de modo que
una vez conjurados me transportan como un hechizo.
Creo que me alejé del posadero y me mezclé con la multitud de rústicos
que empujaban y de vendedores charlatanes, pero no los vi, y tampoco lo vi
a él. En cambio, sentí bajo mis pies los senderos de necrópolis sembrados
de huesos, y a través de la niebla que emanaba del río vi cómo la esbelta
figura de Vodalus entregaba la pistola a su amiga y desenvainaba la espada.
Ahora (es triste haberse convertido en hombre) ese gesto me parecía
extravagante. El que en cien letreros clandestinos decía luchar por las viejas
costumbres, por la antigua y gran civilización que Urth había perdido, se
despojaba del arma eficaz de esa civilización.
Que mis recuerdos del pasado permanezcan intactos tal vez se deba sólo
a que el pasado no existe más que en mi memoria. Sin embargo Vodalus,
que —como yo— quería resucitarlo, seguía siendo una criatura del
presente. Nuestro pecado imperdonable: sólo somos capaces de ser lo que
somos.
De haber sido yo uno de vosotros a quien la memoria le falla, sin duda
lo habría rechazado esa mañana en que me abría paso a codazos entre la
multitud, y así de algún modo habría escapado a esta muerte en vida que me
atenaza incluso mientras escribo estas palabras. O quizá no habría escapado
en absoluto. Sí, es más probable que no. Y en todo caso las viejas
emociones recordadas eran demasiado intensas. Me atrapaba la admiración
de lo que una vez admiré, como una mosca en ámbar sigue siendo
prisionera de algún pino que desapareció hace un tiempo.
II
El Hombre en la Oscuridad
El ramo de flores
Permíteme que haga una pausa en este punto y te hable como una mente a
otra, aunque quizá nos separe un abismo de eones. Aunque lo que ya he
escrito (desde la puerta cerrada hasta la feria de Saltus) abarca la mayor
parte de mi vida de adulto y lo que queda por registrar no comprende más
que algunos meses, siento que todavía no he llegado ni a la mitad de mi
relato. Para que no ocupe una biblioteca tan grande como la de Ultan,
pasaré por alto (te lo digo sencillamente) muchas cosas. He mencionado la
ejecución de Agilus, el hermano gemelo de Agia, porque es importante para
mi historia, y la de Morwenna por las circunstancias poco corrientes que la
rodearon. Ya no describiré otras, aunque tengan cierto interés especial. Si
gozas con el dolor y la muerte, te seré de poca satisfacción. Baste decir que
ejecuté las operaciones prescritas con el ladrón de ganado, que culminaron
en su ejecución; en lo futuro, cuando describa mis viajes, has de entender
que practiqué los misterios de nuestro gremio donde resultaba beneficioso
hacerlo, aunque no menciono las ocasiones concretas.
V
El arroyo
Queridísimo Severian:
Uno de estos amables hombres que me está ayudando me ha dicho que te encuentras en la
villa de Saltus, no muy lejos. Parece demasiado hermoso para que sea verdad, pero ahora
tengo que saber si puedes perdonarme.
Te juro que los sufrimientos que hayas soportado por mí no fui yo quien los eligió. Desde
el principio quise contártelo todo, pero los demás se opusieron desde el principio.
Consideraron que sólo deberían saberlo quienes tuvieran que saberlo (o sea, nadie más que
ellos) y por último me dijeron sin rodeos que si no les obedecía en todo abandonarían el plan
y me dejarían morir. Yo sabía que tú morirías por mí, y así que me atreví a esperar que si
hubieras podido escoger, hubieras escogido sufrir por mí también. Perdóname.
Ahora estoy lejos y casi libre. Soy dueña de mi persona, en tanto que sólo obedezco las
sencillas y humanas instrucciones del Padre Inire. Por tanto, te lo contaré todo, esperando que
cuando lo sepas me perdonarás de verdad.
Ya sabes lo de mi arresto. Recordarás con cuánto celo procuraba mi bienestar tu maestro
Gurloes, y cuán frecuentemente visitaba mi celda para hablarme o me llamaba para que él y
los demás maestros me interrogaran. Esto se debía a que mi protector, el buen Padre Inire, le
había encargado ser estrictamente atento conmigo.
Al fin, cuando quedó claro que el Autarca no me liberaría, el Padre Inire se propuso
hacerlo él mismo. Desconozco de qué amenazas fue objeto el maestro Gurloes o qué sobornos
le ofrecieron. Pero bastaron, y pocos días antes de mi muerte (como tú creías, querido
Severian) él me explicó cómo se dispondría todo. Por supuesto, no bastaba con que yo fuera
liberada. Era necesario también que no me buscasen. Eso significa que por fuerza tenía que
parecer que yo estaba muerta; sin embargo, el maestro Gurloes había recibido instrucciones
estrictas de no dejarme morir.
Ahora podrás imaginarte cómo conseguimos sortear esa maraña de impedimentos. Se
dispuso someterme a un ingenio cuya acción no fuera más que interna, y antes el maestro
Gurloes lo desarmó para que yo no sufriera ningún daño real. Cuando me creyeras
agonizante, yo debía pedirte algo que terminara con mi lastimosa existencia. Todo sucedió
como estaba planeado. Tú me diste el cuchillo, me hice un corte superficial en el brazo, me
arrastré cerca de la puerta para que corriera algo de sangre por debajo, y después me manché
de sangre la garganta y me extendí sobre la cama para que me vieras así cuando miraras
dentro de la celda.
¿Lo hiciste? Yo yacía con la quietud de la muerte. Tenía los ojos cerrados, pero me
pareció sentir tu dolor cuando me viste allí. Estuve a punto de llorar, y ahora recuerdo el
miedo que tuve de que vieras mis lágrimas. Al fin oí que te ibas. Me vendé el brazo y me lavé
la cara y el cuello. Después de algún tiempo, el maestro Gurloes acudió y me sacó de allí.
Perdóname.
Ahora he de verte de nuevo, y si el Padre Inire consigue el perdón para mí, como
solemnemente se ha comprometido a hacerlo, no hay ninguna razón para que volvamos a
separarnos. Pero acude en seguida a mí; estoy esperando a un mensajero, y si llega he de
volar a la Casa Absoluta para arrojarme a los pies del Autarca, cuyo nombre sea un bálsamo
tres veces loado para las abrasadas frentes de sus siervos.
No le hables a nadie de esto; ve desde Saltus hacia el noroeste hasta que encuentres un
arroyo que avanza serpenteando hacia el Gyoll. Sigue la corriente, y verás que sale de la boca
de una mina.
Aquí he de comunicarte un grave secreto, que en modo alguno has de revelar a los demás.
En esta mina el Autarca esconde un tesoro: allí ha amontonado grandes sumas de monedas
acuñadas, lingotes y gemas en previsión de que llegue un día en que se vea obligado a huir
del Trono Fénix. El tesoro lo guardan ciertos servidores del Padre Inire, pero no debes
tenerles miedo. Se les ha dado instrucciones para que me obedezcan y les he hablado de ti
ordenándoles que te permitan pasar sin oponer resistencia. Así, pues, cuando entres en la
mina sigue el curso de agua hasta que llegues a su fin, allí donde mana de una piedra. Ahí te
espero y de ahí te escribo, con la esperanza de que perdones a tu
THECLA
Me siento incapaz de describir la alegría que sentí cuando leí y releí esta
carta. Jonas, que miraba mi cara, saltó al principio de la silla, pensando
quizá que iba a desmayarme; después se retiró como si huyera de un
lunático. Cuando por fin doblé la carta y la metí en el bolsillo de mi
cinturón, él no me hizo ninguna pregunta (pues Jonas era un verdadero
amigo), aunque me indicó con la mirada que estaba dispuesto a ayudarme.
—Necesito tu animal —le dije—. ¿Me lo puedo llevar?
—Encantado. Pero…
Yo ya estaba abriendo la puerta.
—No puedes venir. Si todo va bien, procuraré devolvértelo.
Cuando bajé corriendo las escaleras y entré en el patio, la carta me
hablaba con la voz misma de Thecla; y cuando entré en el establo ya me
había convertido en un verdadero lunático. Busqué el petigallo de Jonas,
pero en su lugar, ante mí, descubrí un gran corcel, la altura de cuyo lomo
rebasaba la de mis ojos. No tenía ni idea de quién podía haberlo montado en
esta villa pacífica, y no lo pensé. Sin dudarlo un momento, lo monté de un
brinco, desenvainé Terminus Est, y de un tajo cercené las riendas que lo
ataban.
Jamás he visto una montura mejor. En un salto estuvo fuera del establo,
y en dos, arremetiendo hacia la calle de la villa. Durante el espacio de un
aliento temí que tropezara en la cuerda de alguna tienda, pero en su galope
tenía la seguridad de una bailarina. La calle corría hacia el este, hacia el río.
Tan pronto como hubimos dejado atrás las casas, le hice ir hacia la
izquierda. Saltó un muro como si nada, y me encontré atravesando a todo
galope un prado donde los toros levantaban los cuernos a la verde luz de la
luna.
Ahora no soy un gran jinete y entonces lo era menos. A pesar de lo
elevado de la silla de montar, creo que me hubiera caído de un animal más
bajo antes de recorrer media legua, pero mi corcel robado se movía, a pesar
de toda su velocidad, con la levedad de una sombra. Y, en verdad, una
sombra debíamos parecer, él, con su piel negra, yo, con mi capa fulígena.
No frenó su carrera hasta que atravesamos chapoteando el arroyo a que se
refería la carta. Allí me detuve, en parte agarrando el ronzal, pero más con
palabras, a las que él atendía como un hermano. No había sendero ni a uno
ni a otro lado del río, y no lo seguimos mucho trecho cuando los árboles
ocuparon las riberas. Entonces llevé al animal por el arroyo (aunque él se
resistía), donde avanzamos por entre aguas agitadas y espumosas como si
subiéramos por peldaños, y nadáramos en remansos profundos.
Durante más de una guardia de tiempo, vadeamos este arroyo pasando
por un bosque muy parecido al que Jonas y yo habíamos atravesado cuando
nos separamos de Dorcas, el doctor Talos y los demás en la Puerta de la
Piedad. Después, las riberas se hicieron más anchas y accidentadas, los
árboles más pequeños y retorcidos. En la corriente habían guijarros, de
bordes rectos, y supe que habían sido hechos por manos humanas y que nos
encontrábamos en la región de las minas, sobre las ruinas de una gran
ciudad. Nuestro camino se hizo más empinado, y a pesar de todo su brío, el
animal resbaló varias veces sobre las piedras, de modo que me vi obligado a
desmontar. Atravesamos así una serie de pequeñas y extrañas oquedades,
todas oscuras en los costados sombríos, pero también moteadas aquí y allá
de luz verde de luna, todas sonoras con el sonido del agua, pero sólo con él,
y por lo demás envueltas en silencio.
Por último, entramos en un valle más pequeño y estrecho que los otros,
y en el extremo del valle, a una cadena de donde la luz de la luna rebosaba
sobre una pronunciada elevación, vi la oscuridad de una abertura. Allí nacía
el arroyo, de allí manaba como saliva de los labios de un titán petrificado.
Junto al agua encontré una superficie de terreno bastante nivelada como
para que mi montura se mantuviera erguida, y conseguí atarla allí,
anudando lo que quedaba de las riendas a un árbol achaparrado.
No cabe duda que tiempo atrás se accedió a la mina con ayuda de un
caballete de madera, que hacía ya tiempo se había podrido. Aunque a la luz
de la luna la escalada parecía imposible, conseguí encontrar unos cuantos
puntos de apoyo para los pies en el antiguo muro, y lo escalé por uno de los
lados de la cascada de agua.
Ya tenía las manos dentro de la abertura cuando oí, o creí oír, un ruido
que venía del arroyo, detrás de mí. Me detuve y volví la cabeza. La tromba
de agua habría ahogado cualquier ruido menos perentorio que un toque de
corneta o que una explosión; pero sin embargo yo había notado algo, la nota
de una piedra que cae sobre otra, quizás, o el ruido de una zambullida.
El arroyo parecía tranquilo y silencioso. Entonces vi que mi corcel
cambiaba de posición, y por un momento la orgullosa cabeza y las orejas
empinadas hacia delante se irguieron a la luz. Imaginé que lo que había oído
no era más que el golpe de las herraduras contra la piedra, y que el animal
coceaba descontento por haber sido atado con una rienda corta. Me escurrí
dentro del túnel, y más tarde supe que de este modo había salvado mi vida.
Por poco seso que tenga, cualquier hombre que, como yo, sabe que ha
de internarse en un lugar semejante, habría llevado una linterna y una cierta
cantidad de velas. Pero el pensamiento de que Thecla aún vivía me había
arrebatado de tal manera que no disponía de ninguna, así que avancé
arrastrándome en la oscuridad, y no hube dado aún doce pasos cuando la
luz de la luna del valle desapareció detrás de mí. Mis botas estaban en el
agua, así que caminé como cuando había conducido a mi diestrero por la
corriente. Llevaba a Terminus Est colgada al hombro izquierdo, y no temía
que la punta de la vaina pudiera mojarse en la corriente, ya que el techo del
túnel era tan bajo que yo avanzaba inclinado hacia delante. Así continué
durante largo rato, siempre temiendo haberme equivocado de camino y que
Thecla me esperara en otro lugar, y que me siguiera esperando en vano.
VI
Resplandor azul
Los asesinos
Los cultellarii
Ninguno de nosotros sentía deseo alguno de asistir a las atracciones que aún
ofrecía la feria a quienes se habían pasado la noche jaraneando. Nos
retiramos a nuestra habitación y nos preparamos para dormir. Cuando Jonas
me propuso compartir el oro conmigo, me negué. Antes había tenido dinero
de sobra, además del adelanto de mi paga, y él había vivido, digamos, de mi
generosidad. Pero ahora me alegraba que ya no tuviera que sentirse en
deuda conmigo. También sentí vergüenza de ver la total confianza que
ponía en mí ofreciéndome el oro, y recordé cuán cuidadosamente le había
ocultado (y aún le ocultaba) la existencia de la Garra. Me sentí obligado a
contárselo, pero no lo hice, y en cambio procuré sacar el pie de la bota
mojada de manera que la Garra cayera dentro de la punta.
Me levanté alrededor del mediodía, y después de cerciorarme de que la
Garra seguía allí, desperté a Jonas como me lo había pedido.
—En la feria habrá joyeros que querrán comprármelo, supongo —dijo
—. Al menos, podré regatear con ellos. ¿Quieres acompañarme?
—Tenemos que comer algo, y para cuando hayamos concluido será la
hora de estar otra vez en el cadalso.
—¿Así que vuelves al trabajo?
—Sí. —Cogí mi capa; estaba bastante desgarrada, y mis botas aún
seguían descoloridas y un poco húmedas.
—Una de las doncellas de aquí puede cosértela. No quedará como
nueva, pero sí bastante mejor que ahora. —Jonas abrió la puerta de un tirón
—. Ven conmigo si tienes hambre. ¿Por qué estás tan pensativo?
En el reservado de la posada, delante de una buena comida, y mientras
la mujer del posadero me cosía la capa en otra habitación, le conté lo que
había ocurrido debajo de la colina y que terminó con los pasos que oí muy
debajo de la tierra.
—Eres un hombre extraño —fue todo lo que dijo.
—Tú lo eres más que yo. No quieres que la gente lo sepa, pero eres un
forastero.
Él sonrió.
—¿Un cacógeno?
—Un extranjero.
Jonas negó con la cabeza y después asintió.
—Sí, debo de serlo. Pero tú… Tú tienes ese talismán que te permite
gobernar las pesadillas, y has descubierto un tesoro de plata. Y, sin
embargo, me lo cuentas como si estuvieras hablando del tiempo.
Cogí un poco de pan.
—Admito que es extraño, pero lo extraño reside en la Garra, en la cosa
misma y no en mí, y en cuanto a contártelo, ¿por qué no había de hacerlo?
Si te quisiera robar el oro, lo vendería y me gastaría el dinero, pero no creo
que las cosas le fueran bien a quien robara la Garra. No sé por qué, pero así
lo creo, y por supuesto, Agia la robó. En cuanto a la plata…
—¿Y ella te la puso en el bolsillo?
—En el esquero que me cuelga del cinturón. Creyó que su hermano me
mataría, recuérdalo. Después reclamarían mi cuerpo, ya lo habían planeado,
así que se llevarían Terminus Est y mi ropa. Ella obtendría mi espada, mis
prendas de vestir y la gema, y mientras tanto, si la encontraban, me
culparían a mí y no a ella. Recuerdo…
—¿Qué?
—Las Peregrinas. Nos detuvieron cuando intentábamos salir. Jonas,
¿crees que es verdad que algunos pueden leer los pensamientos de otra
gente?
—Por supuesto.
—No todo el mundo está tan seguro. El maestro Gurloes estaba a favor
de esa idea, pero el maestro Palaemón no quería ni que se la mencionaran, y
sin embargo creo que la primera sacerdotisa de Las Peregrinas lo podía
hacer, al menos en cierto grado. Ella sabía que Agia, y no yo, se había
llevado algo. Hizo desnudar a Agia de modo que pudieran registrarla, pero
no me registraron a mí. Más tarde destruyeron la catedral, y pienso que
quizá fue por la pérdida de la Garra; después de todo, era la Catedral de la
Garra.
Jonas asintió meditabundo.
—Pero no es eso lo que quería preguntarte. Me gustaría saber qué
piensas de aquellos pasos. Todo el mundo sabe de Erebus y de Abaia y de
otros seres del mar que algún día han de venir a la tierra. No obstante,
pienso que tú sabes más que la mayoría de nosotros.
El rostro de Jonas, hasta ahora tan franco, se cerró, en guardia.
—¿Y por qué lo piensas? —preguntó.
—Porque has sido marino, y por la historia de los guisantes que contaste
en la puerta de la Muralla. Debes de haber visto mi libro marrón cuando lo
leía arriba. Cuenta todos los secretos del mundo, o al menos lo que varios
magos decían qué secretos eran ésos. No lo he leído entero, ni siquiera la
mitad, aunque Thecla y yo solíamos leer alguna cita cada pocos días y el
tiempo que mediaba entre lectura y lectura lo pasábamos discutiendo. Pero
me he dado cuenta que todas las explicaciones de ese libro son sencillas e
infantiles en apariencia.
—Igual que mi historia.
Asentí con la cabeza.
—Tu historia parece sacada del libro. La primera vez que se lo llevé a
Thecla supuse que era para niños o para adultos que gozaban con cosas de
niños. Pero cuando hubimos hablado sobre algunos de los pensamientos del
libro, comprendí que tenían que ser expresados de esa manera y de ninguna
otra. Si el escritor hubiese querido describir una nueva manera de hacer
vino o la mejor forma de hacer el amor, podría haber recurrido a un
lenguaje complejo y preciso, pero en el libro que realmente escribió él tenía
que decir: «En el comienzo fue sólo el Hexamerón», o «No ha de verse el
icono quieto de pies, sino ver el quieto de pie». La cosa que oí bajo tierra…
¿era algo parecido?
—No la vi. —Jonas se levantó—. Voy a salir a vender la maza. Pero
antes de irme, voy a decirte lo que todas las esposas dicen a sus maridos
antes o después: «Antes de hacer más preguntas, piensa si realmente quieres
conocer las respuestas».
—Una última pregunta —dije—, y te prometo que no insistiré. Cuando
estábamos saliendo por la Muralla, dijiste que lo que veíamos entonces eran
soldados, con lo que quisiste decir que se les había destacado allí para
resistir a Abaia y a los otros. ¿Son los hombres mono soldados del mismo
tipo? Si lo son, ¿de qué pueden valer los luchadores de talla humana cuando
nuestros oponentes son grandes como montañas? ¿Y por qué los antiguos
autarcas no utilizaron soldados humanos?
Jonas había envuelto la maza en un paño y ahora estaba de pie
pasándosela de una mano a la otra.
—Has hecho tres preguntas, y sólo puedo contestar con certeza a la
segunda. Aventuraré una respuesta para las otras dos, pero te voy a tomar la
palabra: es la última vez que hablamos de estas cosas.
»Primero, la última pregunta. Los antiguos autarcas, que no lo eran o no
se les llamaba así, utilizaron sin duda soldados humanos, pero los guerreros
que crearon humanizando animales, y quizás en secreto animalizando
hombres, eran más leales. Tenían que serlo, puesto que el populacho, que
odiaba a sus gobernantes, odiaba todavía más a estos servidores inhumanos.
Así, a los servidores podía hacérseles soportar cosas que no hubieran
tolerado los soldados humanos. A eso puede obedecer el que se les utilizara
en la Muralla. O tal vez haya otra explicación completamente diferente.
Jonas hizo una pausa y fue hacia la ventana para mirar no la calle, sino
las nubes.
—Ignoro si tus hombres mono son el mismo tipo de híbrido. El que vi
me pareció bastante humano exceptuando la piel, así que me siento
inclinado a convenir contigo en que son seres humanos cuya naturaleza
esencial ha experimentado algún cambio a causa de la vida en las minas y el
contacto con las reliquias de la ciudad allí enterradas. Urth es ya muy
antiguo. Es muy antiguo, y no cabe duda de que en tiempos periclitados se
han enterrado muchos tesoros. El oro y la plata no se alteran, pero sus
guardianes pueden sufrir metamorfosis más extrañas que las que cambian la
uva en vino y la arena en perlas.
Dije:
—Pero los del exterior aguantamos la oscuridad todas las noches, y se
nos traen los tesoros que se sacan de las minas. ¿Por qué no hemos
cambiado también?
Jonas no respondió, y recordé mi promesa de no preguntarle nada más.
Aunque cuando se volvió a mirarme, en sus ojos había algo que me decía
que me estaba comportando como un idiota, que en realidad habíamos
cambiado. De nuevo volvió a darme la espalda y a mirar por la ventana
hacia arriba.
—De acuerdo —asentí—, no tienes que contestar a eso. Pero ¿y la otra
pregunta que prometiste responder? ¿Cómo pueden los soldados humanos
resistir a los monstruos de los mares?
—Tenías razón al decir que Erebus y Abaia son grandes como
montañas, y admito que me sorprendió que lo supieras. La mayoría de la
gente carece de imaginación para concebir algo tan enorme, y piensa que no
son más grandes que casas o barcos. Su tamaño real es tan enorme que si
bien siguen en este mundo no pueden nunca abandonar el agua, pues su
propio peso los aplastaría. No debes imaginártelos golpeando la Muralla
con los puños, o lanzando cascotes aquí y allá. Reclutan a sus servidores
con el pensamiento y los lanzan contra todas las normas que se oponen a las
propias.
Entonces Jonas abrió la puerta de la posada y desapareció en el tumulto
de la calle; yo seguí donde estaba, con el codo apoyado en la mesa donde
habíamos comido, y me acordé del sueño que había tenido cuando compartí
la cama con Calveros. La tierra no podría sostenernos, habían dicho las
monstruosas mujeres.
¿Lo ves? Es muy fácil malgastar horas y días con tales recuerdos, y en
ocasiones me sumerjo tanto en ellos que me embriagan y me ahogan. Eso
fue lo que acababa de ocurrir. Los pasos que oí en la caverna de los
hombres monos todavía resonaban en mi mente. Buscando alguna
explicación volví a mi sueño, seguro ahora de que sabía de dónde procedía
y esperando que hubiera revelado más de lo que yo mismo había
aprehendido.
De nuevo me encuentro subido sobre la mitrada montura de alas de piel.
Los pelícanos vuelan bajo nosotros batiendo las alas rígidas y formalmente,
y las gaviotas se lamentan volando en círculos.
De nuevo vuelvo a caer por el abismo del aire, avanzo silbando hacia el
mar, pero permanezco suspendido por unos momentos entre olas y nubes.
Me doblo para ponerme de cabeza, dejo que las piernas me sigan detrás
como bandera al viento y de esta manera atravieso el agua y veo flotando en
el claro azul la cabeza con cabellos de serpiente y el animal de múltiples
cabezas, y después el jardín de arena, que se mueve en torbellinos mucho
más abajo. La gigantesca figura femenina levanta unos brazos como troncos
de sicómoro, y en la punta de los dedos tiene garras de amaranto y
entonces, de súbito, yo, hasta entonces ciego, comprendí por qué Abaia me
había enviado este sueño y había tratado de reclutarme para la gran guerra
final de Urth.
Thea
Thecla
Pero más pronto llegaron los hombres que Vodalus envió por nosotros:
cuatro tipos fornidos, quizás ex campesinos que portaban berdiches, y un
quinto, con cierto aspecto de armígero, que llevaba puesto el espadón de un
oficial. Tal vez estos hombres se encontraban entre la multitud que frente al
estrado nos había visto llegar; en todo caso, parecían decididos a no correr
riesgos con nosotros y nos rodearon con las armas dispuestas aun cuando
nos saludaron como amigos y camaradas de armas. Jonas alegró la cara
todo lo que pudo, y charló con ellos mientras nos escoltaban avanzando por
los senderos del bosque; yo era incapaz de pensar en otra cosa que en la
dura prueba que nos esperaba, y caminaba como si fuéramos al fin del
mundo.
Urth le volvió la cara al sol mientras avanzábamos. Ningún resplandor
de estrellas atravesaba el apretado follaje, y sin embargo nuestros guías
conocían tan bien el camino que apenas aminoraron la marcha. A cada paso
que dábamos, yo quería preguntarles si nos obligarían a participar en la
comida a la que éramos conducidos, pero entendí en seguida que negarse, o
parecer que uno quería negarse, destruiría toda la confianza que Vodalus
pudiera tener en mí, poniendo en peligro mi libertad y quizá mi vida.
Nuestros cinco guardianes, que al principio no habían respondido más
que a regañadientes a las bromas y preguntas de Jonas, se fueron poniendo
más alegres a medida que mi desesperación aumentaba, charlando como si
fueran camino de una fiesta de borrachos o un burdel. Sin embargo, aunque
por sus voces se adivinaba lo que nos esperaba, los sarcasmos que proferían
eran tan ininteligibles para mí como lo serían para un niño las bromas de las
libertinas:
—¿Llegarás lejos esta vez? ¿Vas a volver a ahogarte de nuevo? (Esto
hablaba, como una voz incorpórea en la oscuridad, el hombre que cerraba la
marcha de nuestro grupo).
—Por Erebus, me voy a zambullir tanto que no me verás hasta el
invierno.
Una voz que identifiqué como la de un armígero preguntó:
—¿No la habéis visto todavía? —Los demás se habían mostrado
simplemente jactanciosos, pero detrás de estas sencillas palabras había una
clase de anhelo que yo nunca había oído antes. Igual podía haber sido un
viajante perdido preguntando por su casa.
—No, Waldgrave.
(Otra voz). —Alcmund dice que está bien, ni vieja ni demasiado joven.
—Espero que no se trate de otra tríbada.
—Yo no…
La voz se interrumpió; o quizá dejé de atender a lo que decía. Pues
había visto el resplandor de una luz entre los árboles.
Unos pasos más y pude distinguir antorchas y oír el sonido de muchas
voces. Alguien enfrente ordenó que nos detuviéramos, y el armígero se
adelantó y murmuró la contraseña.
Pronto me encontré sentado sobre el mantillo del bosque, con Jonas a
mi derecha y una silla baja de madera tallada a mi izquierda. El armígero se
había puesto a la derecha de Jonas, y el resto de los presentes (casi como si
hubieran estado esperando nuestra llegada) formaron un círculo cuyo centro
era un farol naranja que humeaba bajo las ramas de un árbol.
No se encontraban presentes más allá de un tercio de quienes habían
asistido a la audiencia del claro, pero por sus atuendos y armas me pareció
que en su mayor parte eran los de jerarquía más elevada, y con ellos se
encontraban quizá los miembros de ciertos mandos guerreros que gozaban
de favor. Había cuatro o cinco hombres por cada mujer, pero éstas parecían
tan aguerridas como los hombres, y en todo caso, más impacientes porque
la fiesta comenzara.
Llevábamos cierto tiempo esperando cuando Vodalus hizo su dramática
aparición desde la oscuridad y avanzó a través del círculo. Todos los
presentes se levantaron, y volvieron a sentarse cuando Vodalus se acomodó
en la silla tallada que había junto a mí.
Casi en seguida, un hombre vestido con la librea de un sirviente de casa
noble vino avanzando hasta quedar en el centro del círculo bajo la luz
naranja. Llevaba una bandeja con una botella grande y otra pequeña y una
copa de cristal. Hubo un murmullo; no se trataba de palabras, pensé, sino
del sonido de cien pequeños ruidos de satisfacción, de respiraciones
aceleradas y lenguas que se relamían. El hombre de la bandeja permaneció
inmóvil hasta que los sonidos se hubieron apagado, después avanzó hacia
Vodalus con pasos comedidos.
La voz embaucadora de Thea dijo detrás de mí:
—El alzabo de que te hablé está en la botella más pequeña. La otra
contiene un compuesto de hierbas estomacales. Bebe un buen trago de la
mezcla.
Vodalus se volvió a mirarla con una expresión de sorpresa.
Ella penetró en el círculo, pasando entre Jonas y yo, y después entre
Vodalus y el hombre que llevaba la bandeja, y por fin se colocó a la
izquierda de Vodalus. Vodalus se inclinó hacia ella con intención de
hablarle, pero el hombre de la bandeja había empezado a mezclar los
contenidos de las botellas en la copa, y él pareció pensar que el momento
era inapropiado.
El hombre de la bandeja la movió en círculos para imprimir al líquido
un suave movimiento de remolino.
—Muy bien —dijo Vodalus. Cogió la copa de la bandeja con ambas
manos se la llevó a la boca, y después me la pasó—. Como te ha dicho la
chatelaine, tienes que beber un buen trago. Si bebes menos, la cantidad no
bastará, y no compartirás nada. Si tomas más, no sacarás ningún provecho y
la droga, que es muy preciosa, se habrá desperdiciado.
Bebí de la copa como me había indicado. La mezcla tenía la amargura
de la hiel y parecía fría y fétida, recordándome un día de invierno, ya hace
mucho, cuando se me ordenó limpiar el desagüe exterior que llevaba las
aguas servidas de las dependencias de los oficiales. Por un momento sentí
que algo me subía a la garganta como había ocurrido junto al arroyo,
aunque en verdad nada me quedaba en el estómago que pudiera subir. Me
atraganté y tragué, y pasé la copa a Jonas, y a continuación descubrí que la
saliva me llenaba la boca.
Jonas tuvo tantas dificultades o más que yo, pero lo consiguió al fin y
pasó la copa al waldgrave que había capitaneado a nuestros guardianes.
Después vi cómo la copa recorría lentamente el círculo. Su contenido
parecía alcanzar para diez bebedores; cuando se hubo agotado, el hombre
de la librea limpió el borde, volvió a llenar la copa, y la ronda comenzó otra
vez.
Gradualmente, este hombre pareció perder la forma sólida que es
natural a un objeto redondeado y fue quedándose en sólo una silueta, una
mera figura de madera recortada. Recordé las marionetas que había visto en
sueños la noche que compartí el lecho con Calveros.
También el círculo donde estábamos sentados, aunque sabía que
contenía treinta o cuarenta personas, parecía recortado en papel y doblado
como una corona de juguete. A mi izquierda y a mi derecha, Vodalus y
Jonas eran normales, pero el armígero parecía ya un dibujo esbozado, y
también Thea.
Cuando el hombre de la librea la alcanzó, Vodalus se puso de pie, y
moviéndose con tan poco esfuerzo que podía haber sido impulsado por la
brisa de la noche, avanzó como flotando hacia el farol. A la luz naranja
parecía encontrarse muy lejos, y sin embargo yo sentía su mirada como se
siente el calor del brasero donde se preparan los hierros candentes.
—Antes de compartir hay que hacer un juramento —dijo, y por encima
de nosotros los árboles asintieron solemnemente—. Por la segunda vida que
vais a recibir, ¿juráis no traicionar nunca a los aquí reunidos? ¿Y que
consentiréis en obedecer, sin dudas ni escrúpulos, hasta la muerte si es
necesario, a Vodalus como vuestro caudillo escogido?
Traté de asentir con los árboles, y cuando pareció insuficiente, dije:
—Consiento.
Y Jonas dijo:
—Sí.
—¿Y que obedeceréis, como si fuera Vodalus, a cualquier persona a
quien Vodalus ponga por encima de vosotros?
—Sí.
—Sí.
—¿Y que guardaréis este juramento por encima de todos los demás que
hubierais jurado antes o que juréis después de ahora?
—Lo guardaremos —dijo Jonas.
—Sí —dije yo.
La brisa desapareció. Era como si algún espíritu inquieto hubiera
asistido a la reunión y de pronto se hubiera desvanecido. De nuevo Vodalus
estaba en su silla a mi lado. Se inclinó hacia mí. No me di cuenta si
arrastraba la voz. Pero algo en sus ojos me decía que estaba bajo la
influencia del alzabo, y quizá tan profundamente como yo.
—No soy un erudito, pero sé que a menudo las grandes causas se
alcanzan con los medios más bajos. A las naciones las une el comercio; el
precioso marfil y las raras maderas de los altares y relicarios se mezclan con
las entrañas hervidas de innobles animales; los hombres y mujeres se unen
mediante los órganos de la eliminación. De ese tipo es la unión entre tú y
yo, y de ese modo nos uniremos ambos, de aquí a unos instantes, con un
mortal que volverá a vivir otra vez en nosotros, y con fuerza durante algún
tiempo, gracias a los efluvios obtenidos de la molleja de una de las bestias
más inmundas. De ese modo brotan las flores en el estiércol.
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Esto nos fue enseñado por nuestros aliados, los que esperan a que el
hombre se purifique otra vez, dispuestos a unirse a ellos para conquistar el
universo. Fue traído por los otros con propósitos malignos que esperaban
mantener ocultos. Te lo digo porque tal vez tú, cuando vayas a la Casa
Absoluta, los encuentres, a aquéllos a quienes el vulgo llama cacógenos y la
gente culta, extrasolares o hieródulos. Has de tener cuidado en no llamarles
la atención, pues si te miran de cerca sabrán por determinadas señales que
has utilizado el alzabo.
—¿La Casa Absoluta? —Aunque sólo por un instante, ese pensamiento
dispersó las nieblas de la droga.
—Por supuesto. Allí tengo a alguien a quien debo transmitir ciertas
instrucciones, y he sabido que el grupo de comediantes al que una vez
perteneciste será recibido allí para un tiaso dentro de unos días. Te volverás
a unir a ellos y aprovecharás la oportunidad para dar lo que yo te daré —y
rebuscó en su túnica— a aquél que te diga: «La carraca pelágica avista
tierra». Y si a su vez él te da un mensaje, puedes confiárselo a quienquiera
que te diga: «Vengo de las quercine penetralia».
—Señor —dije—, me da vueltas la cabeza. —Y añadí, mintiendo—: No
puedo recordar esas palabras… Ya las he olvidado. ¿No os oí decir que
Dorcas y el otro estarán en la Casa Absoluta?
Vodalus puso con fuerza en mi mano un objeto pequeño que por la
forma parecía un cuchillo. Lo miré, era un eslabón, como el que se utiliza
para encender fuego golpeándolo con pedernal.
—Te acordarás —dijo—. Y nunca olvidarás tu juramento de fidelidad
hacia mí. Muchos de los que ves aquí vinieron, como lo pensaban, sólo una
vez.
—Pero, sieur, la Casa Absoluta…
Las notas aflautadas de una upanga sonaron desde los árboles detrás del
lado más alejado del círculo.
—Debo irme pronto para acompañar a la novia, pero no tengas temor.
Hace algún tiempo conociste a un hombre de los míos…
—¡Hildegrin! Sieur, no entiendo nada.
—Sí, utiliza ese nombre entre otros. Pensó que no era muy corriente ver
a un torturador tan lejos de la Ciudadela, y además hablando de mí, de
modo que pensó que valía la pena vigilarte aunque no tenía ni idea de que
me habías salvado aquella noche. Desgraciadamente, los vigilantes te
perdieron de vista en la Muralla; desde entonces han venido observando los
movimientos de tus compañeros de viaje con la esperanza de que te unieras
de nuevo a ellos. Supuse que un exiliado elegiría ponerse de nuestro lado y
de ese modo retener a mi pobre Barnoch el tiempo suficiente para que
nosotros lo liberáramos. Anoche yo mismo fui a caballo a Saltus para hablar
contigo, pero acabaron robándome la montura y no conseguí nada. Hoy,
pues, era necesario que te encontráramos no importa cómo para evitar que
ejercieras tu oficio con mi servidor; pero yo aún tenía esperanzas de que te
unieras a nuestra causa, y por esa razón ordené a los hombres que te trajeran
vivo. Eso me ha costado tres hombres y me ha reportado dos… Ahora la
cuestión es saber si estos dos compensarán a los otros tres.
Entonces Vodalus se puso de pie, con cierta inseguridad; agradecí a la
Sacra Katharine que yo no tuviera que levantarme, pues estaba seguro de
que las piernas no me sostendrían. Algo borroso y blanco y dos veces más
alto que un hombre salía como navegando de entre los árboles entre los
trinos de la upanga. Todos los presentes se volvieron a mirarla y Vodalus se
acercó con paso arrastrado. Thea se inclinó sobre la silla de Vodalus.
—¿No es adorable? Han conseguido maravillas.
Era una mujer sentada en una litera de plata que seis hombres llevaban a
hombros. Por un momento pensé que era Thecla, tanto se le parecía a la luz
anaranjada. Al fin comprendí que se trataba de una imagen, hecha quizá de
cera.
—Dicen que es peligroso —dijo la voz embaucadora de Thea— cuando
se ha conocido al compartido en vida; cuando se juntan los recuerdos, el
cerebro puede desconcertarse. Sin embargo yo, que la quise, correré ese
riesgo; y sabiendo por tu mirada cuando hablabas de ella que también lo
desearías, no le dije nada a Vodalus.
Vodalus levantó la mano para tocar el brazo de la figura mientras era
transportada a través del círculo, esparciendo alrededor un olor dulce e
inconfundible. Me acordé de los agutíes que se servían en los banquetes de
nuestras mascaradas, con la piel de coco especiado y los ojos de frutas en
conserva, y supe que lo que yo veía no era más que una recreación de ese
tipo: un ser humano en carne asada.
Creo que en ese momento me hubiera vuelto loco de no haber sido por
el alzabo. El alzabo se interponía entre mi percepción y la realidad como un
gigante de niebla, que permitía verlo todo sin aprehender nada. También
tenía yo otro aliado: se trataba del conocimiento que crecía en mí, de la
certidumbre de que si ahora consintiera y devorase alguna parte de la
sustancia de Thecla, las huellas de su pensamiento, que de otro modo
pronto se perderían en la carne corrupta, penetrarían en mí y perdurarían,
aun atenuadas, mientras yo viviera.
Llegó el consentimiento. Lo que estaba a punto de hacer ya no me
parecía inmundo ni espantoso. Al revés, me abrí a Thecla y engalané de
bienvenida la esencia de mi ser. También llegó el deseo, nacido de la droga,
un hambre que ningún otro manjar podía satisfacer, y cuando paseé la
mirada por el círculo vi que ese hambre estaba en todos los rostros.
El servidor de la librea, de quien pienso que debió de haber pertenecido
a la antigua casa de Vodalus y que se exilió con él, se unió a los seis que
habían traído a Thecla al círculo y ayudó a bajar la litera. Durante un
momento las espaldas de los hombres me impidieron ver. Cuando se
apartaron, ella había desaparecido; no quedaban más que trozos de carne
humeante puestos sobre lo que podía haber sido un mantel blanco… Comí y
esperé, suplicando el perdón. Ella merecía el sepulcro más suntuoso, un
mármol inapreciable de exquisita armonía. En cambio la sepultarían en mi
taller de torturador, de suelo cepillado e instrumentos ocultos bajo
guirnaldas de flores. El aire de la noche era fresco, pero yo sudaba. Esperé a
que ella viniera, sintiendo las gotas que me resbalaban por el pecho desnudo
y mirando al suelo porque tenía miedo de verla en las caras de los demás
antes de sentirla en mí mismo.
Justo cuando ya desesperaba, ella estaba allí, llenándome como una
melodía llena una casa de descanso. Yo me encontraba con ella, corriendo
junto al Acis cuando éramos niños. Conocía la antigua villa en medio de un
oscuro lago, el paisaje a través de las polvorientas ventanas del belvedere, y
el espacio secreto en ese rincón particular entre dos habitaciones donde nos
sentábamos al mediodía para leer a la luz de una vela. Yo conocía la vida en
la corte del Autarca, donde el veneno esperaba en una taza de diamante.
Supe lo que era, para alguien que nunca había visto una celda ni había
conocido el látigo, ser prisionero de los torturadores, y lo que significaba la
agonía y la muerte.
Supe que para ella yo había sido más de lo que había imaginado, y por
último caí en un sueño en el que ella aparecía siempre. No eran sólo
recuerdos, que antes había tenido a montones. Tomé sus pobres y frías
manos entre las mías, y ya no llevaba los harapos de aprendiz ni la capa
fulígena de oficial. Ambos éramos uno, desnudo y feliz y limpio, y
sabíamos que ella ya no era y que yo todavía vivía, y no luchábamos contra
nada de eso, y con los cabellos entrelazados leíamos de un único libro y
hablábamos y cantábamos sobre otras cosas.
XII
Los nótulos
Al amanecer del cuarto día aún nos apresurábamos hacia el norte. A nuestra
derecha, el Gyoll reflejaba el sol como un dragón que avanzara perezoso
guardando el camino prohibido que era de hierba en la ribera. El día
anterior habíamos visto una patrulla de ulanos, hombres que cabalgaban de
manera parecida a nosotros y llevaban lanzas como las que acabaron con
los viajeros en la Puerta de la Piedad.
Jonas, que desde que partimos se había mostrado inquieto, murmuró:
—Hemos de apresurarnos si queremos acercarnos a la Casa Absoluta
esta noche. Ojalá Vodalus te hubiera dado la fecha en que comienza la
celebración y algunos indicios de cuánto va a durar.
Yo pregunté:
—¿Sigue estando lejos la Casa Absoluta?
Él señaló hacia una isla en el río.
—Me parece que recuerdo esa isla, y dos días más tarde algunos
peregrinos me dijeron que la Casa Absoluta estaba cerca. Me previnieron
contra los pretorianos y parecían saber de qué hablaban.
Imité a Jonas, y puse al trote mi montura.
—Ibas caminando.
—Montaba a mi petigallo. Supongo que nunca volveré a ver a la pobre
bestia. Cuando iba deprisa avanzaba menos que estos animales a paso lento,
te lo aseguro. Pero no estoy convencido de que los diestreros sean dos veces
más rápidos.
Iba a decirle que no creía que Vodalus nos hubiera despachado entonces
si no hubiera pensado que llegaríamos a tiempo a la Casa Absoluta, cuando
algo, que al principio me pareció un enorme murciélago, pasó deslizándose
a un palmo sobre mi cabeza.
Yo no sabía qué era, pero Jonas sí. Gritó palabras que no entendí y arreó
a mi diestrero con los extremos de sus riendas. La bestia dio un salto hacia
delante y casi me tumbó, y en un instante nos encontramos galopando como
locos. Recuerdo haber pasado como una centella por entre dos árboles sin
que sobrara más de un palmo a ambos lados, mientras que veía la silueta de
la criatura recortada contra el cielo como una mancha de hollín. Un
momento más tarde matraqueaba entre las ramas detrás de nosotros.
Cuando dejamos atrás el margen del bosque y nos adentramos más allá
en la seca hondonada, dejé de verla; pero cuando llegamos a la parte baja y
comenzamos a subir por el otro lado, emergió de entre los árboles, más
desgarrado que nunca.
Durante el lapso de una oración pareció que nos había perdido de vista,
remontándose a un costado de nuestro propio camino y volviendo luego
sobre nosotros en un vuelo prolongado y horizontal. Desenvainé Terminus
Est, y golpeándole el cuello con las riendas, llevé a mi animal entre la cosa
voladora y Jonas.
Aunque nuestros diestreros eran rápidos, la criatura era todavía más
rápida. Si mi espada hubiera sido puntiaguda, creo que podría haberla
ensartado mientras descendía; en ese caso es probable que yo hubiera
muerto. Pero le acerté con un mandoble. Fue como cortar el aire, y me
pareció que la cosa era demasiado ligera y dura, aun para filo tan mordiente.
Un instante más tarde se partió como un trapo. Sentí una breve sensación de
calor, como si la puerta de un horno se hubiera abierto y cerrado sin ruido.
Yo hubiera desmontado para examinarlo, pero Jonas gritó y me hizo
señas. Habíamos dejado muy atrás los bosques altos que rodean Saltus, y
estábamos entrando en un terreno muy accidentado de pronunciadas colinas
y ásperos cedros. Había un bosquecillo en lo alto de la cuesta. Nos
lanzamos como locos a las enmarañadas ramas, tumbados sobre los cuellos
de nuestras monturas. Pronto el follaje fue tan espeso que sólo pudimos
avanzar a paso lento. Casi en seguida llegamos a una pared de roca, y nos
vimos obligados a detenernos. Cuando dejamos de abrirnos camino entre
las ramas, oí otra cosa detrás de nosotros, crujidos secos, como si un pájaro
herido aleteara entre las copas de los árboles. La fragancia medicinal de los
cedros me oprimía los pulmones.
—Debemos salir de aquí —Jonas jadeó—, o al menos seguir
avanzando. —El extremo astillado de una rama le había horadado la
mejilla, y cuando hablaba le corría un hilo de sangre. Después de mirar en
ambas direcciones, escogió la que llevaba al río, por la derecha, y azotó a su
montura para obligarla a atravesar lo que parecía una espesura
impenetrable.
Dejé que fuera abriéndome camino, pensando que si la cosa oscura nos
alcanzaba yo podría oponerle alguna defensa. Pronto la vi entre el follaje
gris verdoso; momentos después apareció otra muy parecida a la primera y
a muy corta distancia.
El bosque acabó, y de nuevo marchamos al galope. Las aleteantes
manchas nocturnas venían detrás de nosotros, pero aunque parecían más
rápidas porque eran más pequeñas, volaban más lentamente que la entidad
anterior.
—Tenemos que encontrar una hoguera —gritó Jonas por encima del
tamborileo de los cascos de los diestreros—, o un animal grande que
podamos matar. Si despanzurráramos una de estas bestias, probablemente
eso bastaría, pero si no, no podremos huir.
Con un gesto, le indiqué que yo tampoco quería matar a uno de los
diestreros, aunque me cruzó por la mente que el mío pronto podía caer
exhausto. Jonas ya estaba teniendo que frenar el suyo para no distanciarse
de mí. Le pregunté:
—¿Es sangre lo que quieren?
—No. Calor.
Jonas desvió el diestrero hacia la derecha y le golpeó el flanco con la
mano de acero. Tuvo que haber sido un buen golpe, pues el animal, como
aguijoneado, brincó hacia delante. Saltamos por encima de un cauce seco, y
de costado entre resbalones y tropiezos, descendimos por una cuesta
polvorienta hasta un terreno abierto y ondulante, donde los diestreros
podían correr a su máxima velocidad.
Detrás de nosotros aleteaban los andrajos negros.
Volaban al doble de la altura de un árbol alto y parecía que los llevaba el
viento, aunque la inclinación de la hierba indicaba que volaban contra él.
Delante de nosotros, la disposición del terreno cambió tan sutil y sin
embargo tan abruptamente como el paño se altera en las costuras. Una
sinuosa franja verde se extendía tan plana como si le hubieran pasado un
rodillo, y por ella me adentré con el corcel negro, gritándole en las orejas y
golpeándolo de plano con mi espada. El animal estaba empapado de sudor y
sangraba por los arañazos de las ramas astilladas de los cedros. Detrás, oía
que Jonas me gritaba advertencias, pero no le hice caso.
Torcimos por una curva, y vi el resplandor del río a través de un hueco
entre los árboles. Otra curva, y mi montura empezó a desmayar otra vez…
Y entonces, a lo lejos, vi lo que había estado esperando. Quizá no debí
decirlo, pero entonces levanté mi espada al Cielo, al sol venido a menos con
un gusano en el corazón, y grité:
—¡Su vida por la mía, Sol Nuevo, por tu ira y mi esperanza!
El ulano (sólo había uno allí) pensó seguramente que yo lo estaba
amenazando, y en realidad así era. El flamear azul de la punta de su lanza
aumentó mientras corría hacia nosotros.
A pesar del viento, el diestrero negro me obedeció volviéndose como
liebre perseguida. Un tirón de riendas, y resbaló y se dio vuelta aplastando
las hierbas del camino. Casi en seguida galopábamos hacia las cosas que
estaban persiguiéndonos. No sé si Jonas entendió mi plan, pero así me
pareció, pues lo siguió sin aminorar nunca la marcha.
Una de las criaturas aleteantes descendió sobre nosotros, y todo Urth
pareció como un agujero cortado en el universo, pues era una fulígena
auténtica, tan desprovista de luz como mi propio atuendo. Creo que iba por
Jonas, pero se puso al alcance de mi espada y lo partí como había hecho
antes, y volví a sentir aquel tufo de calor. Sabiendo de dónde procedía, me
pareció peor que cualquier olor nauseabundo. Sólo con sentirlo en la piel
me puse enfermo. Con las riendas desvié al diestrero del río, temiendo en
cualquier momento la descarga de la lanza del ulano, que llegó cuando
apenas habíamos dejado el camino, abrasando la tierra e incendiando un
árbol muerto.
Tiré de la cabeza de mi montura, haciéndola retroceder y relinchar. Por
un momento busqué las tres cosas oscuras alrededor del árbol que ardía,
pero no estaban allí. Entonces miré hacia Jonas, temiendo que tal vez lo
habían atrapado y lo estaban atacando de algún modo que yo no
comprendía.
Tampoco estaban allí, pero los ojos de Jonas me indicaron dónde habían
ido: revoloteaban alrededor del ulano, y vi que él trataba de defenderse con
la lanza. Descarga tras descarga rompía el aire, de modo que había un
continuo chasquido atronador. Con cada descarga se borraba el brillo del
sol, pero la propia energía con la que él trataba de destruirlas parecía darle
fuerza. Me pareció entonces que ya no volaban, sino que centelleaban como
rayos de oscuridad, apareciendo aquí y allá cada vez más cerca, hasta que,
en menos tiempo de lo que he tardado en escribirlo, los tres se encontraron
en la cara del ulano. El ulano cayó de su montura y la lanza se le desprendió
de la mano y se apagó.
XIII
La antecámara
Acabo de hacer una pausa para volver a leer lo que he escrito, y veo que no
he logrado en absoluto describir lo esencial. La figura era escultórica. Si
algún ángel caído hubiera espiado mi conversación con el hombre verde,
podría haber ideado un enigma semejante para burlarse de mí. En cada uno
de sus movimientos transmitía la serenidad y la permanencia del arte y de la
piedra. Yo sentía que cada gesto, cada posición de la cabeza y de las
extremidades y del torso podía ser la última, o que cada una de ellas podía
repetirse interminablemente, como las poses de los gnomenos en los
cuadrantes multifacéticos de Valeria que se repiten a lo largo de los
curvilíneos corredores de los instantes.
El primer terror que me invadió, después de que la extrañeza de la
estatua blanca me hubiera quitado el deseo de morir, fue la impresión
instintiva de que iba a hacerme daño.
El segundo fue que no lo intentaría. Tener tanto miedo como yo tenía de
esa figura silenciosa e inhumana y descubrir después que no quería hacerme
daño hubiera sido insoportablemente humillante. Olvidando por un
momento que golpear esa piedra viviente estropearía irremediablemente el
acero, desenvainé Terminus Est y acosé con las riendas a mi diestrero. La
misma brisa pareció detenerse con nosotros allí, el diestrero apenas
temblando, yo con la espada en alto, nosotros mismos tan quietos como
estatuas. La verdadera estatua vino hacia nosotros, su cara, tres o cuatro
veces del tamaño natural, contenía una inconcebible emoción y sus
extremidades estaban envueltas en una terrible y perfecta belleza.
Oí gritar a Jonas y el ruido de un golpe. Tuve el tiempo justo de verlo en
el suelo enredado en una pelea con hombres de cascos altos y
empenachados que desaparecían y reaparecían incluso mientras los miraba,
cuando oí un zumbido cerca de mi oreja; algo me golpeó la muñeca y me
encontré debatiéndome entre un embrollo de cuerdas que me constreñían
como pequeñas boas. Alguien me agarró de la pierna y tiró, y yo caí.
Se nos hizo ir con nuestros captores afuera del bosque a unos prados
ondulantes que pronto se convirtieron en césped. La estatua caminaba
detrás de nosotros, y otras de su especie se le unieron hasta que hubo una
docena o más, todas enormes, todas diferentes y todas hermosas. Pregunté a
Jonas quiénes eran los soldados y adónde nos llevaban, pero él no
respondió, y yo sentía que el lazo me estrangulaba.
Sólo puedo decir que llevaban armaduras de la cabeza a los pies, y sin
embargo el pulido perfecto del metal daba la impresión de algo liso y suave,
un efecto casi líquido que era profundamente perturbador y que les permitía
desaparecer contra el cielo y la hierba a unos pasos de distancia. Cuando
hubimos recorrido media legua por el césped, entramos en un bosquecillo
de ciruelos en flor, y en seguida los cascos empenachados y las hombreras
relucientes bailaron una danza de rosa y blanco.
Allí llegamos a un sendero que se torcía una y otra vez. Cuando
estábamos a punto de salir del bosquecillo nos detuvimos, y Jonas y yo
fuimos empujados violentamente hacia atrás. Oí cómo nos seguían los pies
de las pétreas figuras, y cómo rascaban la gravilla cuando se detuvieron en
seco; uno de los soldados las conminó a mantenerse apartadas en lo que
pareció un grito sin palabras. Miré como pude por entre las flores para ver
lo que había más allá.
Delante de nosotros el camino era mucho más ancho que el que
habíamos utilizado hasta ahora. Era, de hecho, un sendero de jardín
agrandado hasta convertirse en una magnífica avenida. El pavimento era de
piedra blanca y a ambos lados había balaustradas de mármol. Por él
marchaban gentes variopintas, la mayoría a pie, aunque algunos montaban
bestias de varias clases. Uno llevaba un arctótero lanudo; otro iba subido al
cuello de un perezoso de tierra, más verde que el césped. Apenas hubo
pasado este grupo cuando otros lo siguieron. Aunque todavía estaban
demasiado lejos para que yo pudiera distinguirles las caras, llamó mi
atención un individuo que con la cabeza inclinada sobresalía al menos tres
codos por encima del resto. Un momento después reconocí en otra cara la
del doctor Talos, que avanzaba jactancioso, el pecho hinchado y la cabeza
hacia atrás. Mi propia querida Dorcas lo seguía de cerca, y más que nunca
parecía una niña desamparada caída de alguna esfera superior. Cubierta de
velos que el viento movía y de joyas que centelleaban bajo su sombrilla, iba
Jolenta cabalgando a lo amazona una pequeña jaca; y detrás de todos ellos,
empujando pacientemente un carro con todos los accesorios que él no podía
llevar a hombros, avanzaba aquél a quien yo había reconocido primero, el
gigante Calveros.
Si para mí fue doloroso verles pasar sin poder llamarlos, para Jonas tuvo
que haber sido un tormento. Cuando Jolenta pasaba frente a nosotros,
volvió la cabeza. En ese momento me pareció que ella había olfateado el
deseo de Jonas, igual que entre las montañas se dice que algunos espíritus
impuros son atraídos por el olor de la carne que ha sido arrojada al fuego
para ellos. Sin duda no fue más que uno de los árboles en flor entre los que
nos encontrábamos lo que le llamó la atención. Oí como Jonas se quedaba
sin aliento; pero la primera sílaba del nombre de Jolenta fue interrumpida
por un golpe seco, y él cayó a mis pies. Cuando ahora recuerdo la escena, el
ruido de la mano metálica sobre la gravilla del camino tiene la misma
intensidad que el perfume de los brotes del ciruelo.
Cuando hubieron pasado todas las compañías de actores, dos
pretorianos recogieron a Jonas y se lo llevaron con la misma facilidad que si
se tratara de un niño. Entonces lo atribuí a la fortaleza de los pretorianos.
Cruzamos el camino por el que habían venido los actores y entramos en un
seto de rosales más alto que un hombre, cubierto con enormes brotes
blancos y repleto de nidos de aves.
Más allá estaban los jardines propiamente dichos. Si tratara de
describirlos, daría la impresión de haberme contagiado de la desvariada y
tartamudeante elocuencia de Hethor. Cada colina, cada árbol, cada flor
parecían haber sido dispuestos por una inteligencia maestra (que desde
entonces he sabido que es la del Padre Inire) en una escena que cortaba el
aliento. El observador siente que está en el centro, que todo lo que ve
apunta hacia el lugar en que se encuentra, pero que cuando ha caminado
cien pasos o una legua todavía sigue encontrándose en el centro; y cada
visión parece transmitir alguna verdad incomunicable, como una de esas
intuiciones inefables que sólo a los eremitas les es dado experimentar.
Tan bellos eran estos jardines que sólo después de estar allí cierto
tiempo me di cuenta de que ninguna torre se alzaba sobre ellos. Aparte de
los pájaros y las nubes, sólo el viejo sol y las pálidas estrellas subían más
alto que las copas de los árboles. Podíamos haber estado errando por algún
divino paisaje silvestre. Más tarde alcanzamos la cresta de una ola de tierra,
más adorable que cualquier ola de cobalto de Uroboros; y súbitamente,
tanto que nos cortó el aliento, un foso se abrió a nuestros pies. Aunque lo he
llamado foso, no era en modo alguno el negro abismo que normalmente
asociamos con esa palabra. Más bien era una gruta llena de fuentes y de
flores nocturnas y punteada con gentes más brillantes que cualquier flor,
gentes que paseaban ociosas junto a las aguas y charlaban entre las
sombras.
En seguida, como si hubiera caído el muro de una tumba para dar paso a
la luz, me inundaron muchos recuerdos de la Casa Absoluta, que ahora eran
míos por haber absorbido la vida de Thecla. Comprendí algunas cosas que
habían estado implícitas en la obra del doctor y en muchas de las historias
que Thecla me había contado, aunque ella nunca lo dijo abiertamente: la
totalidad de este gran palacio estaba bajo tierra, o más bien los techos y
paredes tenían encima montones de tierra cultivada y organizada en
paisajes, de modo que todo este tiempo habíamos venido caminando sobre
la sede del poder del Autarca, que yo creía aún a cierta distancia.
No descendimos a la gruta, que sin duda se abría hacia cámaras
completamente inadecuadas para la detención de prisioneros, ni tampoco a
ninguna de las otras veinte por las que pasamos. Sin embargo, al final
llegamos a una mucho más sórdida, aunque no menos bella. La escalera por
la que entramos había sido tallada de modo que pareciese una formación
natural de roca oscura, irregular y en ocasiones traicionera. El agua goteaba
desde arriba, y en las partes altas de esta caverna artificial crecían helechos
y yedra oscura, por donde aún lograba pasar un poco de luz. En las regiones
inferiores, mil escalones más abajo, las paredes se encontraban tachonadas
de hongos; algunos eran luminosos, otros esparcían por el aire aromas
extraños y mohosos, y otros sugerían fantásticos fetiches fálicos.
En el centro de este oscuro jardín, apoyado en un andamiaje, colgaba,
verde con verdigrís, un conjunto de gongs. Me pareció que se los había
dispuesto con la idea de que el viento los hiciera sonar; sin embargo,
parecía imposible que pudiera tocarlos alguna vez.
Así al menos lo pensé hasta que uno de los pretorianos abrió una pesada
puerta de bronce y de madera carcomida en uno de los oscuros muros de
piedra. Entonces una corriente de aire frío y seco sopló por la puerta y los
gongs comenzaron a mecerse y a chocar, produciendo un ruido tan
armonioso que parecía en verdad la composición programática de algún
músico, cuyos pensamientos se encontraban aquí en el exilio.
Al alzar la vista hacia los gongs (lo que los pretorianos no me
impidieron hacer) vi a las estatuas, cuarenta al menos, que nos habían
seguido todo el camino a través de los jardines. Ahora bordeaban el foso,
inmóviles al fin, y miraban hacia nosotros como si fueran un friso de
cenotafios.
Yo había previsto ser el único ocupante de una pequeña celda, supongo que
porque inconscientemente trasplantaba las prácticas de nuestras propias
mazmorras a este lugar desconocido. No era posible imaginar nada más
distinto. La entrada no se abría sobre ningún corredor de puertas estrechas,
sino hacia uno espacioso y alfombrado con una segunda entrada en el lado
opuesto. Delante de este segundo conjunto de puertas había unos hastarii
con lanzas llameantes, apostados como centinelas. A una palabra de uno de
los pretorianos, las abrieron inmediatamente; más allá se extendía una
estancia vasta, oscura y despejada con un techo muy bajo. Esparcidas por la
estancia había varias docenas de personas, hombres y mujeres y unos pocos
niños; la mayoría solos, pero algunos en parejas o en grupos. Las familias
ocupaban nichos y en algunos sitios se habían levantado cortinas de harapos
para proporcionar cierto aislamiento.
Se nos empujó al interior de esta estancia. O más bien yo fui empujado
y el infortunado Jonas fue arrojado. Traté de sostenerlo mientras caía, y al
menos conseguí que no golpeara con la cabeza contra el suelo; mientras, oí
cómo detrás de mí las puertas se cerraban de golpe.
XV
Fuego fatuo
Jonas
I
El reducto de los magos
Una vez, a orillas del indómito mar, existió una ciudad de pálidas torres.
En ella habitaban los sabios. Y esa ciudad estaba marcada por una ley y una
maldición. La ley era ésta: que todos los que moraban allí, tenían dos
caminos en la vida: crecer entre los sabios y pasear con capuchas de mil
colores, o dejar la ciudad e internarse en el mundo hostil.
Ahora bien, había un hombre que durante mucho tiempo había
estudiado toda la magia conocida en la ciudad, que era la mayor parte de la
conocida en el mundo. Y se acercó la hora en que debía elegir su camino.
En mitad del verano, cuando las flores de amarillas y despreocupadas
corolas brotan incluso de las paredes oscuras que se alzan sobre el mar, fue
a uno de los sabios que se cubría la cara de mil colores desde tiempos
inmemoriales, y que durante muchos años había enseñado al estudiante al
que le había llegado la hora, y le dijo:
—¿Cómo puedo yo, ignorante de mí, conseguir un lugar entre los sabios
de la ciudad? Pues deseo pasar todos mis días estudiando los conjuros que
no son sagrados, y no salir al mundo hostil y bregar para ganarme el
sustento. Entonces el anciano rio y dijo: —¿Te acuerdas que, cuando eras
poco más que un niño, te enseñé el arte de engendrar hijos con materia de
sueños? ¡Cuán hábil eras en esos días! Sobrepasabas a todos los demás. Ve
ahora y engendra ese hijo, y lo mostraré a los encapuchados y serás como
nosotros.
Pero el estudiante dijo:
—Deja que pase otra estación y haré cuanto me aconsejas.
Vino el otoño, y los sicomoros de la ciudad de pálidas torres, cuyas altas
murallas los protegían de los vientos marinos, dejaron caer unas hojas que
eran como el oro que hacían sus propietarios. Y los ánsares surcaron los
aires entre las pálidas torres, y tras ellos los pigargos y los quebrantahuesos.
Entonces el anciano hizo llamar de nuevo al que había estudiado con él, y le
dijo:
—Ahora ciertamente has de engendrar por ti mismo una creación de
sueño, como te he enseñado. Pues los otros encapuchados se ponen
impacientes. Salvo nosotros, eres el más viejo de la ciudad, y puede ocurrir
que si no actúas ahora te echen para el invierno.
Pero el estudiante respondió:
—He de seguir estudiando para conseguir lo que busco. ¿No me puedes
proteger una estación más? —Y el anciano que le había enseñado pensó en
la belleza de los árboles que durante tantos años habían deleitado sus ojos
como blancos miembros de mujeres.
El dorado otoño fue extinguiéndose, y llegó el invierno amenazador
desde su helada capital, donde el sol rueda a lo largo del borde del mundo
como engañosa bola de oro y donde los fuegos que fluyen entre las estrellas
y Urth encienden el cielo. Llegó y transformó las olas en acero y la ciudad
de los magos lo saludó colgando de los balcones estandartes de hielo y
amontonando nieve escarchada en los tejados. El anciano volvió a llamar a
su alumno, y el estudiante respondió como antes.
Vino la primavera y con ella la alegría de la naturaleza, pero la negrura
continuaba pesando sobre la ciudad; y el odio, y el aborrecimiento de los
propios poderes —que como un gusano corroe el corazón— cayó sobre los
magos. Pues la ciudad no tenía más que una ley y una maldición, y aunque
la ley regía durante todo el año, la maldición gobernaba la primavera. En
primavera, las más bellas doncellas de la ciudad, las hijas de los magos, se
vestían de verde; y mientras los suaves vientos primaverales jugueteaban
con sus cabellos dorados, salían descalzas por el portal de la ciudad y
bajaban por el sendero que conducía al muelle y abordaban el barco de
velas negras. Y como sus cabellos eran de oro y sus trajes de verde faya, y
como a los magos les parecía que se las llevaban cual si fuera cosecha de
trigo, las llamaban las doncellas trigueras.
Cuando el hombre que tanto tiempo había sido alumno del anciano pero
que aún seguía descapuchado oyó los cantos de dolor y los lamentos, y
asomándose a la ventana vio cómo se alejaban las doncellas, dejó de lado
todos los libros y comenzó a dibujar unas figuras que ningún hombre había
visto jamás, y a escribir en muchas lenguas, como su maestro le había
enseñado en otro tiempo.
II
El despellejamiento del héroe
Trabajó día tras día. Cuando la primera luz llegaba por la ventana, su
pluma había estado activa durante muchas horas; y cuando el encorvado
lomo de la luna asomaba por entre las pálidas torres, la lámpara del cuarto
brillaba con fuerza. Al principio le pareció que todas las artes que el
maestro le enseñara lo habían abandonado, pues desde la primera luz hasta
la aparición de la luna se encontraba solo en el cuarto, y sólo una polilla
rompía de vez en cuando esa soledad, aleteando como si mostrara la
insignia de la muerte en la impávida llama de la vela.
Entonces, cuando a veces cabeceaba sobre la mesa, en el sueño se le
deslizaba otro hombre, y él, que sabía quién era ese otro, le daba la
bienvenida, aunque los sueños eran fugaces y pronto se olvidaban.
Continuó trabajando, y aquello que se esforzaba por crear se fue
concentrando a su alrededor así como el humo se acumula sobre el
combustible que se añade a una hoguera casi apagada. En ocasiones (y
sobre todo cuando trabajaba temprano o tarde, y cuando después de dejar de
lado todos los instrumentos de su arte, se tendía sobre la cama estrecha
destinada a quienes todavía no habían ganado la capucha de muchos
colores) él oía el paso, siempre en otra habitación, del hombre que esperaba
traer a la vida.
Con el tiempo estas manifestaciones, que al principio eran raras y se
limitaban casi por entero a las noches en que el trueno retumbaba entre las
pálidas torres, se fueron haciendo comunes, y hubo signos inequívocos de la
presencia del otro; por ejemplo, encontraba sobre una silla un libro que en
decenios no había sacado de la estantería; se abrían, como solas, las
cerraduras de ventanas y puertas; un antiguo alfanje, relegado durante años
a la condición de ornamento apenas más mortífero que un cuadro trompe
l’œil, apareció desprovisto de su pátina, brillante y recién afilado.
Una tarde dorada, cuando el viento se entretenía en los inocentes juegos
de la niñez, moviendo las hojas nuevas de los sicomoros, llamaron a la
puerta del cuarto. Sin atreverse a volver la cabeza, ni a expresar en voz alta
lo más mínimo de lo que sentía, ni tampoco a abandonar el trabajo,
contestó:
—Adelante.
Así como las puertas se abren a medianoche aunque ningún ser vivo se
mueva, la puerta comenzó a abrirse, muy lentamente. A medida que se
movía parecía ir ganando fuerza, de modo que cuando estuvo bastante
abierta (como él juzgó por el ruido) para que pudieran meter una mano en la
habitación, pareció como si la brisa hubiera entrado por la venta para
insuflar vida al corazón de la madera. Y cuando, como juzgó de nuevo,
estuvo más abierta aún, tanto que hasta un ilota inseguro hubiera podido
entrar con una bandeja, pareció que una verdadera tormenta marina
agarraba la puerta y la lanzaba contra la pared; entonces oyó pasos a su
espalda, pasos rápidos y resueltos, y una voz respetuosa y joven, pero
profunda y limpiamente masculina, que se dirigía a él diciendo:
—Padre, no me gusta molestarte cuando estás sumido en tu arte, pero
mi corazón está muy turbado y así lleva varios días, y te ruego, por el amor
que me tienes, que soportes mi intrusión y me aconsejes en mis dificultades.
Entonces el estudiante se atrevió a volverse en el asiento, y vio ante él a
un joven de porte altanero, ancho de hombros y fuerte de musculatura. La
boca era firme y voluntariosa, y había inteligencia en los ojos brillantes y
valor en los rasgos de la cara. Llevaba sobre la frente esa corona invisible
que hasta un ciego puede ver: la inapreciable corona que atrae a los
valientes hacia un paladín y que vuelve arrojados a los débiles. Entonces
dijo el estudiante:
—Hijo, no tengas miedo en molestarme ahora ni nunca, pues nada hay
bajo el cielo que prefiera ver antes que tu cara. ¿Qué te preocupa?
—Padre —dijo el joven—, hace muchas noches que interrumpen mis
sueños llantos femeninos, y he visto con frecuencia, como una verde
serpiente atraída por las notas de una flauta, una columna de verde que se
desliza bajo nuestra ciudad por el acantilado y hacia el muelle. Y a veces en
mi sueño se me permite acercarme, y entonces veo que todas las que
caminan en esa columna son rubias mujeres que entre lloros y lamentos se
mueven vacilando, de modo que podría imaginármelas como un campo de
cereal temprano que bate un viento quejumbroso. ¿Qué significa este
sueño?
—Hijo —dijo el estudiante—, ha llegado el momento en que he de
contarte lo que hasta ahora te he escondido, temeroso de que con la
impetuosidad de tu juventud pudieras atreverte a demasiado antes de que
llegara la hora. Has de saber que a esta ciudad la oprime un ogro, que todos
los años le exige sus hijas más bellas, como has visto en tu sueño.
A esto refulgieron los ojos del joven, que preguntó:
—¿Quién es este ogro, y qué forma tiene, y dónde habita?
—Nadie sabe cómo se llama, pues ningún hombre ha podido
acercársele. Tiene la forma de una naviscaput, y esto significa que ante los
hombres toma la apariencia de un navío, y sobre la cubierta (que en realidad
no es más que sus hombros) lleva un único castillo, la cabeza, y en el
castillo un único ojo. Pero el cuerpo nada en las aguas profundas con la raya
y el tiburón, y los brazos son más largos que los más altos mástiles y las
piernas son como pilares que llegan hasta el fondo mismo del mar. Habita
en un puerto de una isla de occidente, donde un canal se interna en la tierra
con muchos giros y revueltas, dividiéndose una y otra vez. Es en esta isla
donde las doncellas trigueras habitan por fuerza, según dice mi historia, y
allí, anclado, el ogro se desenvuelve entre ellas, moviendo eternamente el
ojo a izquierda y derecha para observar como desesperan.
III
El encuentro con la princesa
IV
La batalla contra el ogro
Puede que el canal no fuera tan derecho como habían creído. O que en
el combate hubieran perdido la orientación, sin darse cuenta. O que (como
algunos sostenían) los canales se torcieran como gusanos en una hoja de
lichi cuando nadie tenía la vista puesta en ellos. Sea cual fuere la verdad,
estuvieron todo el día navegando a vapor (pues el viento se había apagado),
y con la última luz sólo vieron que avanzaban entre islotes desconocidos.
Toda la noche estuvieron al pairo. Cuando llegó la mañana, el joven
oficial llamó a aquéllos que a su juicio podían darle los consejos más
valiosos; pero a ninguno se le ocurrió otra cosa que llamar al joven nacido
de sueños (a lo que eran reacios) o continuar avanzando hasta dar con el
mar abierto o con el luquete de la princesa.
Esto hicieron durante todo el día, tratando de mantener invariable el
rumbo, pero enmendándolo de mala gana para seguir las revueltas de los
canales. Y cuando volvió a caer la noche, no estaban en mejor situación que
antes.
Pero a la mañana del tercer día el joven nacido de sueños salió de su
camarote y comenzó a pasearse de un lado a otro por la cubierta como solía
hacer, examinando las reparaciones y preguntando cómo se sentían a los
heridos que a causa del dolor habían despertado temprano. Entonces
vinieron a él el oficial y quienes lo habían aconsejado, y le explicaron todo
lo que habían hecho y preguntaron cómo volverían a encontrar el mar, para
poder así enterrar a los muertos y regresar a sus casas de la ciudad de los
magos.
A esto, el joven alzó la mirada hasta la bóveda misma del firmamento.
Y algunos creyeron que rezaba, y otros que trataba de reprimir la ira que
sentía contra ellos, y otros que así sólo pretendía que le viniera una
inspiración. Pero tanto tiempo tuvo así clavada la mirada que el temor fue
dominándolos, como cuando él había mirado el agua, y uno o dos
empezaron a retirarse en silencio. Entonces él les dijo:
—¡Mirad! ¿No veis las aves marinas? Acuden de todos los rincones del
cielo. Seguidlas.
Durante casi toda la mañana, siguieron a las aves, tanto como las curvas
de los canales lo permitían. Por fin las vieron delante, volando en círculos y
zambulléndose, de manera que las alas blancas y las cabezas de ébano
semejaban una nube baja, hermosa por fuera y tormentosa por dentro.
Entonces el joven nacido de sueños les dijo que cargaran un cañón sólo con
pólvora y que dispararan; y con el estampido todas las aves remontaron
entre gritos y chillidos. Y allí donde habían estado, la tripulación vio que
flotaba un enorme trozo de carroña, que les pareció un animal terrestre,
pues tenía, así creyeron, cabeza y cuatro patas. Pero era mayor que muchos
elefantes.
Cuando estuvieron cerca, el joven ordenó preparar un bote, y cuando
subió a bordo vieron que ceñía un enorme alfanje cuya hoja destellaba al
sol. Durante algún tiempo estuvo ocupado con la carroña, y cuando regresó
llevaba un mapa, el mayor que ninguno de ellos había visto, dibujado sobre
piel sin curtir.
Al oscurecer llegaron al luquete de la princesa. Todos esperaron a bordo
mientras la madre la visitaba; pero cuando esa terrible mujer se hubo
marchado, todos los que podían caminar fueron a tierra y las doncellas
trigueras se les apiñaron alrededor, cien por cada mozo, y el joven nacido de
sueños tomó en brazos a la hija de la Noche y abrió todos los bailes.
Ninguno de ellos olvidó jamás aquella noche.
El rocío los sorprendió bajo los árboles del jardín de la princesa, medio
cubiertos por las flores. Durante algún tiempo durmieron así, pero cuando la
tarde hizo retroceder las sombras de los mástiles, ya estaban despiertos.
Entonces la princesa se despidió de la isla y juró que aunque tal vez
visitaría todos los países por los que su madre tenía que pasar, nunca
regresaría allí, y lo mismo juraron las doncellas trigueras. Quizás eran
demasiadas para que el barco pudiera llevarlas; pero así se hizo, y todas las
cubiertas fueron verdes como sus vestidos y de oro como sus cabellos.
Mucho les acaeció en el camino de regreso a la ciudad de los magos. Tal
vez se podría contar cómo echaron sus muertos al mar entre oraciones, y
cómo más tarde se les veía de noche en la arboladura; o cómo algunas de
las doncellas trigueras se casaron con príncipes que habían pasado tantos
años bajo el hechizo de encantamiento que se resistían a abandonar esa vida
(en la que habían aprendido mucha magia), príncipes que construyen
palacios sobre hojas de nenúfar y raramente son vistos por los hombres.
Pero todo eso no tiene cabida aquí. Baste decir que al aproximarse al
acantilado en que se levanta la ciudad de los magos, el estudiante que había
engendrado al joven con materia de sueños se encontraba en las almenas
esperando a que aparecieran en el mar. Y cuando vio las velas oscuras,
tiznadas por el humo de la brea que había cegado al enemigo, las creyó
ennegrecidas en señal de duelo por la muerte del joven y se arrojó al vacío,
y así pereció. Pues nadie vive mucho tiempo cuando sus sueños han muerto.
XVIII
Espejos
Trasteros
Cuadros
Hidromancia
Pocos espectáculos puede haber en el mundo más hermosos que el sol del
amanecer visto a través de las mil aguas chispeantes de la Fuente Profética.
Aunque no soy entendido en estética, mi primera visión de esta danza (de la
que tanto había oído hablar) debió de tener un efecto restaurador. Todavía la
recuerdo con placer, tal como la vi cuando el encapuchado servidor me
abrió una puerta —después de tantas leguas de inventados pasillos en la
Segunda Casa— y contemplé cómo las corrientes plateadas trazaban
ideogramas cruzando el disco solar.
—Todo derecho hacia delante —murmuró la figura encapuchada—.
Sigue el camino que atraviesa la Puerta de los Árboles. Te encontrarás a
salvo entre los actores. —La puerta se cerró detrás de mí y se convirtió en
la pendiente de un montículo herboso.
Avancé dando traspiés hacia la fuente, que me refrescó con las
salpicaduras sopladas por el viento. Me encontré rodeado por un pavimento
serpentino; me quedé allí algún rato, tratando de leer mi fortuna en las
formas danzantes, y por último registré en mi esquero en busca de una
ofrenda. Los pretorianos se habían llevado todo mi dinero, pero mientras
rebuscaba entre las pocas posesiones que llevaba allí (un trapo, el
fragmento de la piedra de afilar y un frasco de aceite para Terminus Est, un
peine y el libro marrón para mí) vislumbré una moneda encajada entre los
adoquines verdes que había a mis pies. Con un pequeño esfuerzo pude
sacarla; era un simple asimi, tan desgastado que apenas quedaba rastro de la
estampación. Musité un deseo y la lancé al centro mismo de la fuente. Un
chorro salió allí a encontrarla, y la lanzó contra el cielo, de modo que por un
momento destelló antes de caer. Comencé a leer los símbolos que dibujaba
el agua contra el sol.
Una espada. Esto parecía bastante claro. Seguiría siendo torturador.
Después una rosa, y debajo un río. Caminaría Gyoll arriba como había
planeado, pues ése era el camino que llevaba a Thrax.
Y ahora olas furiosas, que pronto se convierten en una elevación larga y
amenazadora. El mar, tal vez; pero me pareció que no se podía llegar al mar
caminando corriente arriba hacia el nacimiento del río.
Una vara, una silla, una multitud de torres, y comencé a pensar que los
poderes oraculares de la Fuente, en los que nunca había creído mucho, eran
completamente falsos. Me volví para irme, pero vislumbré entonces una
estrella de muchas puntas que se hacía más y más grande.
Personificaciones
Cuando desperté, fue como si nunca nos hubiéramos separado. Dorcas tenía
aún el mismo delicado encanto. El resplandor de Jolenta lo ensombrecía
como siempre, pero, cuando los tres estábamos juntos, me hacía desear que
nos dejara, para que yo pudiera mirar a Dorcas. Llevé a Calveros aparte,
aproximadamente una hora después de que todos nos hubiéramos
despertado, y le pregunté por qué me había dejado en el bosque pasada la
Puerta de la Piedad.
—Yo no estaba contigo —dijo con lentitud—. Estaba con mi doctor
Talos.
—Y también yo. Podíamos haberlo buscado juntos y habernos ayudado
mutuamente.
Hubo una prolongada duda; me pareció sentir el peso de aquellos ojos
apagados en mi cara, y llegué a pensar lo terrible que sería si Calveros
tuviera energía y voluntad para encolerizarse. Por fin dijo:
—¿Estabas con nosotros cuando dejamos la ciudad?
—Por supuesto. Dorcas, Jolenta y yo estábamos con vosotros.
Otra duda.
—Así pues, os encontramos allí.
—Sí. ¿No lo recuerdas?
Meneó la cabeza con lentitud, y observé unos toques gris en la tosca
cabellera negra.
—Una mañana desperté y te vi allí. Yo estaba pensando. Me dejaste
pronto.
—Entonces las circunstancias eran distintas; habíamos convenido en
volver a encontrarnos. —(Sentí una punzada de culpa al recordar que nunca
tuve la intención de cumplir esa promesa).
—Ya nos hemos vuelto a encontrar —farfulló Calveros, y después,
viendo que la respuesta no me satisfacía, añadió—: Para mí, aquí lo único
real es el doctor Talos.
—Tu lealtad es digna de alabanza, pero podías haber recordado que él
deseaba tenerme a mí tanto como a ti. —Veía que era imposible enfadarse
con este apagado y amable gigante.
—Ganaremos dinero aquí en el sur, y después volveremos a construir,
como lo hemos hecho antes, cuando hayan olvidado.
—Estamos en el norte. Pero es verdad que tu casa fue destruida, ¿no es
así?
—Incendiada —dijo Calveros. Casi podía ver las llamas reflejadas en
sus ojos—. Lo siento si lo pasaste mal. Desde hace mucho tiempo sólo
pienso en el castillo y en mi trabajo.
Le dejé allí sentado y fui a echar un vistazo al utillaje de nuestro teatro;
no es que lo necesitara, o que yo pudiera descubrir otra cosa que no fueran
las faltas más evidentes. Algunos actores se habían reunido alrededor de
Jolenta, y el doctor Talos los alejó e hizo que ella entrara en la tienda. Un
momento después oí el ruido de la vara pegando en la carne; salió sonriente,
pero todavía enfadado.
—No es culpa de ella —dije—. Ya sabe lo atractiva que es.
—Demasiado, quizás excesivamente. ¿Sabes lo que me gusta de ti, sieur
Severian? Que prefieres a Dorcas. A propósito, ¿dónde está? ¿La has visto
desde que volviste?
—Se lo advierto, doctor. No la golpee.
—No se me ocurriría. Sólo tengo miedo de que se pierda.
La expresión de sorpresa del doctor me convenció de que estaba
diciendo la verdad. Le dije:
—Sólo estuvimos charlando un momento. Ha ido por agua.
—Pues es muy valiente de su parte —dijo. Y como advirtió mi
extrañeza añadió—: Teme al agua. Seguramente lo has notado. Es limpia,
pero incluso cuando se lava no lo hace más que en un dedo de agua; cuando
cruzamos por puentes, se agarra a Jolenta y tiembla.
Entonces regresó Dorcas, y si el doctor dijo algo más, no lo oí. Cuando
ella y yo nos vimos por la mañana, no pudimos hacer mucho más que
sonreír y nos tocamos con manos incrédulas. Ahora venía hacia mí, dejó en
el suelo los cubos que traía, y pareció devorarme con la mirada.
—Te he echado mucho de menos —dijo—. Me he encontrado muy sola
sin ti.
Me reí de que alguien pudiera echarme de menos, y levanté el borde de
mi capa fulígena.
—¿Echaste esto de menos?
—La muerte, quieres decir. ¿Que si eché de menos la muerte? No, te
eché de menos a ti. —Me quitó la capa de la mano y me condujo hacia la
hilera de chopos que formaban una pared de la Sala Verde. —Hay un banco
que encontré entre macizos de yerbas. Ven a sentarte conmigo. Ellos pueden
prescindir de nosotros un rato, después de tantos días. Y cuando Jolenta
salga encontrará el agua, que de todos modos era para ella.
En cuanto hubimos dejado atrás el bullicio de las tiendas, donde los
malabaristas jugaban con cuchillos y los acróbatas lanzaban niños al aire,
nos vimos envueltos en la quietud de los jardines. Son tal vez la superficie
de tierra más grande que se haya planeado y cultivado como lugar de
recreo, con excepción de los territorios vírgenes que son los jardines del
Increado y cuyos cultivadores son invisibles para nosotros. Setos que se
superponían formaban una puerta estrecha. Entramos en un bosquecillo de
árboles de ramas blancas y perfumadas que me traían el triste recuerdo de
los ciruelos en flor por el que los pretorianos nos habían arrastrado a Jonas
y a mí, aunque aquéllos parecían haber sido plantados como adorno, y
éstos, me parecía, para que dieran frutos. Dorcas había quebrado una rama
con media docena de flores y se la había puesto en el pálido cabello dorado.
Más allá de los árboles había un jardín tan antiguo que se me ocurrió
que estaba olvidado por todos menos por los servidores que lo cuidaban. El
asiento de piedra tenía allí cabezas talladas, que se habían desgastado hasta
perder casi todas las facciones. Quedaban unos cuantos macizos de flores
comunes, y con ellas, hileras fragantes de hierbas de cocina: romero,
angélica, menta, albahaca y ruda, que crecían en un suelo negro como el
chocolate por el trabajo de incontables años.
También había una pequeña corriente, de donde sin duda Dorcas había
sacado el agua. Tal vez el manantial había sido una fuente en otro tiempo,
pero ahora no era más que una especie de brote de agua que se elevaba en
un cuenco poco profundo, salpicaba sobre el borde y se iba serpenteando
por pequeños canales de tosca mampostería para regar los árboles frutales.
Nos sentamos en el asiento de piedra, apoyé mi espada contra el brazo
tallado, y Dorcas tomó mis manos en las suyas.
—Tengo miedo. Severian —dijo—. Tengo sueños terribles.
—¿Desde que me fui?
—Desde siempre.
—Cuando dormimos juntos en el campo me dijiste que habías
despertado de un buen sueño. Dijiste que era muy minucioso y que parecía
real.
—Si fue bueno, ya lo he olvidado.
Yo ya había advertido que ella procuraba apartar los ojos del agua que
brotaba de las ruinas de la fuente.
—Todas las noches sueño que paseo por calles de tiendas. Soy feliz, o al
menos estoy contenta. Tengo dinero, y hay una larga lista de cosas que
quiero comprar. Una y otra vez me recito esa lista, y trato de decidir en qué
lugares del barrio puedo adquirir lo mejor por el precio más bajo.
»Pero poco a poco, conforme voy de tienda en tienda, me doy cuenta
cada vez más de que todo el mundo me desprecia y me odia, pues suponen
que tengo un espíritu poco limpio que se ha envuelto en el cuerpo de mujer
que ellos ven. Por último entro en una pequeña tienda atendida por un
anciano y una anciana. Ella está sentada haciendo encaje, mientras que él
me muestra lo que tiene extendiéndolo sobre el mostrador. Oigo detrás de
mí el sonido que ella hace con el hilo cuando da una nueva puntada.
Le pregunté:
—¿Qué es lo que entraste a comprar?
—Pequeñas prendas de vestir. —Y Dorcas mantuvo apartadas un palmo
las manos pequeñas y blancas—. Tal vez ropa para muñecas. Recuerdo en
particular unas camisitas de fino algodón. Por fin elijo una y le doy el
dinero al anciano. Pero no se trata en absoluto de dinero, sólo un puñado de
porquería.
Le temblaban los hombros, y le pasé el brazo por encima para
confortarla.
—Entonces tengo ganas de gritar que están equivocados, que no soy el
sucio espectro por el que me toman. Pero sé que si lo hago, cualquier cosa
que diga será interpretada como la prueba definitiva de que tienen razón, y
las palabras me ahogan. Lo peor de todo es que el siseo de la hebra de hilo
se interrumpe justo entonces. —Ella había vuelto a cogerme la mano libre,
y ahora la apretaba como para meter en mí lo que quería decir—. Sé que
nadie que no haya tenido ese mismo sueño podría comprenderme, pero es
terrible. Terrible.
—Tal vez ahora que estoy de nuevo contigo, terminarán esos sueños.
—Y después me quedo dormida, o por lo menos me hundo en la
oscuridad. Si entonces no despierto, tengo un segundo sueño. Me encuentro
en un bote que se mueve en un lago espectral empujado por una pértiga…
—Al menos en eso no hay misterio —dije—. Una vez fuiste en un bote
así con Agia y conmigo. Pertenecía a un hombre llamado Hildegrin.
Seguramente te acuerdas de ese viaje. Dorcas —meneé la cabeza—. No es
ese bote, sino uno más pequeño. Un hombre lo empuja con una pértiga, y
yo me he tendido a sus pies. Estoy despierta, pero no puedo moverme. Mi
brazo se arrastra en las aguas negras. Justo cuando vamos a llegar a la
orilla, caigo del bote y el viejo no me ve, y mientras me hundo en el agua sé
que él nunca ha sabido que yo estaba allí. Pronto desaparece la luz y siento
un gran frío. Muy por encima de mí, oigo una voz que grita mi nombre,
pero no me acuerdo de quien es esa voz.
—Es mi voz, que te llama para despertarte.
—Tal vez. —La marca del látigo que Dorcas traía desde la Puerta de la
Piedad le ardía como una llama en la mejilla.
Durante un rato estuvimos sentados sin hablar. Los ruiseñores callaban
ahora, pero los pardillos cantaban en todos los árboles, y vi un loro, vestido
de escarlata y verde, como un pequeño mensajero con librea, que se
precipitaba entre las ramas.
—Qué cosa tan terrible es el agua. No te debería haber traído aquí, pero
no se me ocurrió otro lugar por aquí cerca. Ojalá nos hubiéramos sentado en
la hierba debajo de aquellos árboles.
—¿Por qué la odias? A mí me parece hermosa.
—Porque está aquí a la luz del sol, pero por su propia naturaleza
siempre desciende, más y más, alejándose de la luz.
—Pero vuelve a subir —dije—. La lluvia que vemos en primavera es la
misma agua que vimos correr por las alcantarillas un año antes, o al menos
así nos lo enseñó el maestro Malrubius.
La sonrisa de Dorcas destelló como un sol.
—Es bonito creerlo, sea o no verdad. Severian, sería tonto decirte que
eres la mejor persona que conozco, porque eres la única persona buena que
conozco. Pero creo que si conociera miles de otros, todavía seguirías siendo
el mejor. Eso es lo que quería hablar contigo.
—Si necesitaras mi protección, ya sabes que la tienes.
—No es nada de eso —dijo Dorcas—. De algún modo, yo quiero darte
la mía. Eso sí que suena tonto, ¿verdad? No tengo familia, no tengo a nadie
más que a ti, y sin embargo pienso que puedo protegerte.
—Conoces a Jolenta, al doctor Talos y a Calveros.
—No son nadie. ¿Es que no lo sientes, Severian? Incluso yo no soy
nadie, pero ellos menos que yo. La pasada noche estuvimos los cinco en la
tienda, y sin embargo tú estuviste solo. Una vez me dijiste que no tenías
mucha imaginación, pero seguro que te diste cuenta.
—¿De eso quieres protegerme, de la soledad? Me agradaría contar con
esa protección.
—Entonces te daré toda la que pueda, durante el tiempo que pueda.
Pero sobre todo, quiero protegerte de la opinión del mundo. Severian,
¿recuerdas lo que te dije de mi sueño? ¿De cómo toda la gente en las
tiendas y en la calle creía que yo no era más que un espectro horroroso? Tal
vez tengan razón.
Estaba temblando, y la apreté contra mí.
—Por eso hay tanto dolor en el sueño. Pero hay dolor también porque
en muchos sentidos sé que ellos están equivocados. El espectro sucio está
en mí. Soy yo. Pero también hay en mí otras cosas, y soy esas cosas, tanto
como eso otro.
—Nunca podrías ser un espectro sucio, ni nada sucio.
—Oh, sí —dijo con gravedad, y alzó la mirada hacia mí. Aquella carita
levantada nunca fue más hermosa que entonces a la luz del sol, ni más pura
—. Oh, sí, podría serlo, Severian. Igual que tú podrías ser lo que ellos te
llaman, lo que a veces eres. ¿Recuerdas cómo vimos saltar la catedral hacia
los cielos y arder en un instante? ¿Y cómo nos pusimos a andar por un
camino entre árboles hasta que vimos una luz enfrente, y eran el doctor
Talos y Calveros preparados para una representación junto con Jolenta?
—Me tenías de la mano —dije—. Y hablábamos de filosofía. ¿Cómo
podría olvidarlo?
—Cuando salimos a la luz y el doctor Talos nos vio ¿recuerdas lo que
dijo?
Pensé de nuevo en aquella tarde, al final del día en que ejecuté a Agilus.
Volví a oír los rugidos del público, el grito de Agia, y después el redoble de
tambor de Calveros.
—Dijo que ya habían venido todos, y que tú eras la Inocencia y yo la
Muerte.
Dorcas asintió solemnemente.
—Exacto. Pero tú no eres de veras la Muerte, ¿sabes? No importa las
veces que te lo diga. Tú no representas la muerte, como tampoco un
carnicero aunque se pase el día degollando vacas. Para mí tú eres la Vida,
eres un joven llamado Severian, y si quisieras ponerte otras ropas y
convertirte en carpintero o en pescador, nadie podría impedírtelo.
—No deseo dejar mi gremio.
—Pero podrías, hoy mismo. Nunca lo olvides. La gente no quiere que
otras gentes sean gente. Les ponen nombres y los encierran en esos
nombres, y yo no quiero que tú te dejes encerrar. El doctor Talos es peor
que la mayoría. A su manera, es un mentiroso…
Dejó inconclusa la acusación, y me aventuré a comentar:
—En una ocasión le oí decir a Calveros que el doctor raras veces
mentía.
—Dijo a su manera. Calveros tiene razón, el doctor Talos no miente
como los demás. Llamarte Muerte no era una mentira. Era una… una…
—Metáfora —sugerí.
—Pero era una metáfora peligrosa y malvada, que iba dirigida a ti como
una mentira.
—¿Entonces crees que el doctor Talos me odia? Yo hubiera dicho que
es uno de los pocos que se ha mostrado verdaderamente amable desde que
dejé la Ciudadela. Tú, Jonas que ya se ha ido, una anciana que conocí
mientras estuve en prisión, un hombre vestido de amarillo, que por cierto
también me llamó Muerte, y el doctor Talos. Realmente, la lista es corta.
—No creo que odie como nosotros lo entendemos —replicó Dorcas—.
Ni tampoco que ame. Lo que quiere es manipular todo aquello con que se
topa, cambiarlo a voluntad, y puesto que destruir es más fácil que construir,
es lo que hace con mayor frecuencia.
—Sin embargo, me parece que Calveros lo quiere —dije—. Yo tuve un
perro tullido, y he observado que Calveros mira al doctor como Triskele me
miraba a mí.
—Te comprendo, pero a mí no me da esa impresión. ¿Has pensado
alguna vez qué aspecto debías haber tenido cuando mirabas a tu perro?
¿Sabes algo sobre el pasado de Calveros y el doctor?
—Sólo que vivían juntos cerca del Lago Diurtuma. Al parecer, la gente
de allí les incendió la casa para que se fueran.
—¿Crees que el doctor Talos podría ser hijo de Calveros?
La idea era tan absurda que me reí, contento de que algo aliviara mi
tensión.
—De todas maneras —dijo Dorcas—, así es como actúan. Como un
padre de ideas lentas y quehacer duro y un hijo brillante y voluble. Al
menos, así me lo parece.
Hasta que no abandonamos el banco y nos encontramos en el camino de
vuelta hacia la Sala Verde (que ya no se parecía al cuadro que Rudesind me
había enseñado más que cualquier otro jardín), no se me ocurrió plantearme
si el nombre de «Inocencia» con que el doctor Talos llamaba a Dorcas no
habría sido una metáfora del mismo tipo.
XXIII
Jolenta
Personajes de la obra:
Gabriel Un profeta
El gigante Nod El generalísimo
Mesquia, el Primer Hombre Dos demonios (disfrazados)
Mesquiana, la Primera Mujer El Inquisidor
Jahi Un familiar
El Autarca Seres angélicos
La Condesa El Sol Nuevo
La Doncella El Sol Viejo
Dos soldados La Luna
Una estatua
GABRIEL.
Saludos. Vengo para describiros la escena; después de todo, es mi
cometido. Estamos en la noche del último día y la noche antes del
primero. El Sol Viejo se ha puesto. Nunca más aparecerá. Mañana se
levantará el Sol Nuevo, y mis hermanos y yo lo saludaremos. Esta
noche… esta noche nadie sabe. Todos duermen.
(Entra el AUTARCA).
JAHI. Ya ves que aquél a quien tienes por tu divinidad apoyaría y aconsejaría
cuanto te he propuesto. Volvamos a empezar antes de que el Sol Nuevo
se levante.
AUTARCA. He aquí una adorable criatura. ¿Cómo es, hija, que veo las llamas
vivas de las velas reflejadas en cada uno de tus ojos mientras que allí tu
hermana continúa soplando la leña fría?
JAHI. ¡No es mi hermana!
AUTARCA. Tu adversaria, entonces. Mas ven conmigo. Daré a estos dos
licencia para que acampen aquí, y esta noche te pondrás un rico vestido,
y por tu boca correrá el vino, y esa grácil figura quizá lo será un poco
menos gracias a las alondras rellenas de almendras, y a los higos
confitados.
JAHI. Vete, viejo.
AUTARCA. ¡Cómo! ¿Sabes quién soy?
JAHI. Soy aquí la única que lo sabe. Eres un fantasma y todavía menos, una
columna de cenizas levantada por el viento.
AUTARCA. Ya veo, está loca. ¿Qué quiere ella que hagas, amigo?
MESQUIA. (Aliviado). ¿No le guardáis ningún rencor? Eso dice bien de vos.
AUTARCA. ¡Ninguno en absoluto! Incluso una querida que estuviera loca
sería una experiencia interesante… Créeme que mi intención es
conseguirla, y hay pocas cosas que yo tenga intención de conseguir
después de haber visto y hecho todo lo que yo he visto y hecho. La
chica no muerde, ¿verdad? Quiero decir, ¿no mucho?
MESQUIANA. Sí muerde, y tiene los colmillos emponzoñados.
MESQUIA. Hay algo que nunca he llegado a comprender. ¿Por qué tengo que
hablaros cuando conocéis cada uno de mis pensamientos? Mi primera
pregunta era ésta: sabiendo que ella pertenece a la progenie que habéis
desterrado, ¿no debería yo hacer lo que propone? Pues ella sabe que lo
sé, y creo de corazón que ella propone lo correcto, y que a la vez piensa
que lo despreciaré porque viene de ella.
AUTARCA. (Aparte). Ya veo que este hombre también está loco. Y me
considera divino por mis prendas amarillas. (A MESQUIA). A ningún
hombre le hace daño un poco de adulterio, a menos, por supuesto, que
el adulterio lo cometa su propia mujer.
MESQUIA. ¿Entonces el mío le dolería a ella? Yo…
(MESQUIA, que se ha ido enfadando cada vez más a medida que ella
habla, la golpea, tirándola al suelo. Sin ser visto, el AUTARCA huye
por detrás de él).
CONDESA. Si…
MESQUIA. ¿Si qué?
CONDESA. Si mi cuerpo contuviera una parte del vuestro… gotas de tejido
licuescente apresadas en mis ijadas…
MESQUIA. Si lo tuvieras, quizás errarías más tiempo por Urth, como criatura
perdida que nunca podría encontrar el camino a casa. Pero no me
acostaré contigo. ¿Crees que eres más que un cadáver? Eres menos que
eso.
CONDESA. Decís que sois el padre de todo lo que es humano. Así parece,
pues sois la muerte para una mujer.
(El escenario se oscurece. Cuando vuelve la luz, MESQUIANA y JAHI
yacen juntas bajo un serbal. Detrás de ellas hay una puerta en la
falda de la colina. JAHI tiene un labio partido e hinchado, lo que le
da un mal aspecto. La sangre le gotea del labio a la barbilla).
MESQUIANA. Aún tendría fuerzas para buscarlo, si al menos sólo supiera que
tú no me seguirías.
JAHI. Me muevo con la fortaleza del Mundo de Debajo y te seguiré hasta la
segunda terminación de Urth, si es necesario. Pero si vuelves a
golpearme, lo pagarás.
MESQUIANA. Tus piernas temblaban más que las mías cuando decidimos
descansar aquí.
JAHI. Sufro mucho más que tú. Pero la fortaleza del Mundo de Debajo
consiste en aguantar más de lo que se puede aguantar; así como soy más
hermosa que tú, soy también una criatura mucho más delicada.
MESQUIANA. Me parece que ya nos hemos dado cuenta.
JAHI. Te lo advierto de nuevo, y no lo haré por tercera vez. Si me golpeas,
atente a lo que pase.
MESQUIANA. ¿Qué harás? ¿Llamar a Erinys para destruirme? No me da
miedo. Si pudieras, lo habrías hecho mucho antes.
JAHI. Peor aún. Golpéame otra vez y lo comprobarás.
(JAHI levanta las dos manos, extendiendo los dedos pulgar, índice y
meñique. Por un momento hay silencio, después una extraña y
suave música llena de trinos. La nieve cae en copos blandos).
AUTARCA. Heme aquí sentado como si fuera el señor de cien mundos, y sin
embargo ni siquiera domino éste.
(Fuera del escenario se oyen los pasos de hombres que desfilan. Se
oye una voz de mando).
AUTARCA. ¡Generalísimo!
(NOD intenta salir fuera del escenario, pero las picas le detienen. El
GENERALÍSIMO saca una pistola).
(Entra la CONDESA).
(Sale la CONDESA).
(Sale el INQUISIDOR).
MESQUIANA. ¿Lucharon por ti también? ¡Qué triste que tantos tuvieran que
morir!
FAMILIAR. (Sujetando a JAHI en un artefacto al otro lado del escritorio).
Leyó dos veces el mismo papel. Le señalaré ese error —
diplomáticamente, puedes estar segura— cuando regrese.
JAHI. ¿Tú encantaste a los soldados? Pues hazlo también con este idiota y
líbranos.
MESQUIANA. No tengo ningún canto de poder, y sólo encanté a siete de
cincuenta.
JAHI. (Se libra de los grilletes y sale caminando). ¡Sí! Soy yo quien
contesta, pues en el mundo de la realidad soy más grande que cualquiera
de vosotros. (Camina alrededor del escritorio y se inclina sobre el
hombro del FAMILIAR). ¡Qué interesante! Tosco, pero interesante.
FAMILIAR. (Sotto voce). ¡Qué hermosa es! Ojalá que ella y yo… nos
encontráramos en mejor momento.
(El escenario se oscurece; se oye el correr de los pies de JAHI.
Después, una luz tenue muestra a NOD andando deprisa por los
pasillos de la Casa Absoluta. Las imágenes en movimiento de urnas,
cuadros y muebles detrás de él indican cómo va de un lado a otro.
JAHI aparece entre ellas, y él se precipita fuera, persiguiéndola. JAHI
entra en el escenario por la izquierda, con el SEGUNDO DEMONIO
pisándole los talones).
JAHI. ¿Adónde puede haber ido? Los jardines están calcinados. Apenas
tienes apariencia de carne… ¿No puedes convertirte en búho y traerla?
SEGUNDO DEMONIO. (Burlándose). Aaah… ¿A quién?
JAHI. ¡A Mesquia! Espera a que el Padre se entere de cómo me has tratado,
traicionando todos nuestros esfuerzos.
SEGUNDO DEMONIO. ¿Tú se lo dirás? Fuiste tú quien dejaste a Mesquia,
embaucada por la mujer. ¿Qué le dirás? ¿Que la mujer te sedujo?
Hemos terminado con eso hace ya tanto que nadie lo recuerda, salvo tú
y yo, y ahora has echado a perder la mentira haciendo que se convierta
en verdad.
JAHI. (Volviéndose hacia él). ¡Sucio mocoso! ¡Garabateador de ventanas!
SEGUNDO DEMONIO. (Retrocediendo de un salto). Y ahora serás desterrada a
la tierra de Nod, al este del Paraíso.
(JAHI sale del escenario como un rayo, perseguida por NOD, pero
antes de que él desaparezca, ella vuelve a entrar colándose entre las
piernas del gigante. Él continúa fuera, dándole tiempo a ella a
esconderse en un baúl. Mientras tanto, el SEGUNDO DEMONIO se ha
desvanecido).
NOD. (Vuelve a entrar). ¡Eh! ¡Detente! (Corre al otro lado del escenario y
regresa). ¡La culpa es mía, mía! Una vez pasó cerca de mí en el jardín.
Tenía que haberla agarrado y aplastado como un gato, un ratón, un
gusano, una serpiente. (Se vuelve hacia el público). ¡No os riáis de mí!
¡Podría mataros a todos! ¡A toda vuestra ponzoñosa raza! ¡Y esparcir
por los valles vuestros huesos blancos! ¡Estoy acabado, acabado! ¡Y
Mesquiana, que confió en mí, está perdida!
NOD. Qué tiene de bueno este don del habla, sino para poder maldecirme.
Madre buena de todas las bestias, quítamelo. Volvería a ser lo que fui y
a chillar sin palabras entre los montes. La razón indica que la razón no
puede traer más que dolor; ¡qué sabio es olvidar y volver a ser feliz!
(NOD se sienta en el baúl donde se esconde JAHI y hunde la cara en
las manos. A medida que la luz se apaga, el baúl empieza a
resquebrajarse bajo el peso de NOD. Cuando la luz vuelve, la escena
vuelve a ser la de la cámara del INQUISIDOR. MESQUIANA está en el
potro. El FAMILIAR está moviendo la rueda. Ella grita).
FAMILIAR.Eso hizo que te sintieras mejor, como te dije, ¿no? Además, así se
enteran los vecinos de que aquí estamos despiertos. No lo creerías, pero
toda esta ala está llena de cuartos vacíos y de sinecuras. Aquí todavía
hacemos nuestro trabajo, mi señor y yo todavía lo hacemos, y así la
Comunidad se mantiene. Y queremos que ellos lo sepan.
(El FAMILIAR echa unas cadenas sobre NOD y cierra los candados;
después le encadena un brazo cruzándoselo sobre el cuerpo de
modo que tenga aferrada a JAHI. NOD la aprieta contra él).
La separación
Hacia Thrax
Cuando desperté, la luna (apenas podía creer que fuera la misma luna que
me había guiado por los jardines de la Casa Absoluta) casi había sido
sobrepasada por el horizonte ascendente. La luz de berilo corría río abajo,
dando a cada rizo de agua la sombra negra de una ola.
Me sentí inquieto sin saber por qué. El miedo de Jolenta por las fieras
ya no me parecía tan estúpido. Me levanté, y después de comprobar que
Dorcas y ella dormían en paz, busqué más leña para nuestro fuego
moribundo. Me acordé de los nótulos, que según Jonas eran enviados fuera
por la noche, y de la cosa de la antecámara. Sobre nosotros planeaban aves
nocturnas, no sólo búhos como los muchos que anidaban en las ruinosas
torres de la Ciudadela, aves de cabezas redondas y alas cortas, anchas y
silenciosas, sino aves de otras clases, con colas de dos y tres horquillas,
aves que descendían para peinar el agua y gorjeaban durante el vuelo. De
vez en cuando unas mariposas nocturnas mucho más grandes que
cualquiera de las que yo hubiese visto, pasaban de tres en tres. Las alas con
figuras eran tan largas como los brazos de un hombre, y hablaban entre ellas
como los hombres, pero con voces casi inaudibles, demasiado altas.
Removí el fuego, comprobé que mi espada estaba allí, y durante un rato
estuve mirando el rostro inocente de Dorcas con sus grandes y tiernas
pestañas cerradas por el sueño; después me volví a tumbar para observar las
aves que viajaban entre constelaciones y penetrar en ese mundo de la
memoria que, por dulce o amargo que pueda ser, nunca me está
completamente cerrado.
Traté de recordar aquella celebración del día de la Sacra Katharine, al
año siguiente de convertirme en capitán de aprendices; pero los
preparativos de la fiesta acababan de comenzar apenas cuando otras
memorias irrumpieron de rondón. Me encontraba en nuestra cocina
llevándome a los labios una copa de vino robado, y descubrí que se había
convertido en un pecho del que brotaba una leche cálida. Así pues, era el
pecho de mi madre, y apenas pude contener el regocijo (que podía haber
borrado esa memoria) de haber conseguido al fin remontarme hasta ella,
después de tantos intentos infructuosos. Traté de abrazarla, y si hubiera
podido, habría levantado mis ojos para mirarla a la cara. Sin duda era mi
madre, pues los niños que recogen los torturadores no conocen ningún
pecho. Y entonces, la mancha gris en el límite de mi campo de visión era el
metal del muro de su celda. Pronto se la llevarían y ella gritaría en el
Aparato o en el Collar Permisivo. Traté de retenerla, de marcar el momento
de manera que yo pudiera regresar a él cuando quisiera; ella se desvaneció
mientras yo intentaba sujetarla, disolviéndose como la niebla cuando se
levanta el viento.
De nuevo era niño… niña… Thecla. Estaba en una magnífica sala cuyas
ventanas eran espejos, espejos que a la vez iluminaban y reflejaban. A mi
alrededor había hermosas mujeres, dos veces más altas que yo, en diversos
grados de desnudez. El aire era de una espesa fragancia. Buscaba a alguien,
pero al mirar los rostros pintados de las altas mujeres, hermosos y realmente
perfectos, empecé a dudar si la reconocería. Las lágrimas me resbalaron por
la cara. Tres mujeres corrieron hacia mí y miré a una y después otra. Los
ojos de ellas se encogieron entonces hasta convertirse en puntos de luz, y
una mancha en forma de corazón junto a los labios de la más próxima
extendió unas alas de quiróptero.
—Severian.
Me incorporé sentándome, desconociendo en qué punto la memoria
había dado paso al sueño. La voz era dulce, pero muy profunda, y aunque
yo estaba seguro de haberla oído antes, no recordé en seguida dónde. La
luna ya casi estaba detrás del horizonte occidental, y nuestra hoguera moría
por segunda vez. Dorcas había echado a un lado las mantas raídas y dormía
exponiendo un cuerpo de hada al aire de la noche. Viéndola así, con la piel
aún más pálida a la menguante luz de la luna, excepto donde enrojecía al
relumbre de las ascuas, sentí un deseo como jamás había conocido, ni
cuando había apretado a Agia contra mí en los Peldaños de Adamnian, ni
cuando viera a Jolenta por primera vez en el escenario del doctor Talos, y ni
siquiera en las innumerables ocasiones en que me apresuraba a visitar a
Thecla. Pero no era Dorcas a quien yo deseaba; hacía poco que la había
gozado, y aunque creía plenamente que ella me quería, no estaba seguro de
que se me hubiera entregado tan prestamente de no haber tenido sospechas
más que fundadas de que yo había penetrado a Jolenta la tarde antes de la
representación, y de no haber creído que Jolenta nos observaba al otro lado
de la hoguera.
Ni tampoco deseaba a Jolenta, que estaba echada de costado y roncaba.
Deseaba a las dos, y a Thecla, y a la meretriz sin nombre que había fingido
ser Thecla en la Casa Azur, y a su amiga que había hecho de Thea y a quien
había visto en la escalera de la Casa Absoluta. Y Agia, Valeria, Morwenna
y mil más. Me acordé de las brujas, de su locura y de su danza frenética en
el Patio Viejo las noches de lluvia; de la belleza fría y virginal de las
Peregrinas de túnica roja.
—Severian.
No era un sueño. Unas aves adormiladas, posadas en las ramas de los
árboles a orillas del bosque, se estremecieron con la voz. Desenvainé
Terminus Est y dejé que la hoja reflejara la fría luz del amanecer, de modo
que aquél que había pronunciado mi nombre supiera que yo estaba armado.
Todo volvió a quedar en silencio, un silencio que ahora era más
profundo que en todo el resto de la noche. Esperé, volviendo la cabeza
lentamente para tratar de localizar a quien me había llamado, aunque sin
duda habría sido mejor mostrar que yo ya sabía de dónde venía la voz.
Dorcas se movió y gimió, pero ni ella ni Jolenta despertaron; no había otro
sonido que el crepitar del fuego, el viento del amanecer entre las hojas, y el
chapoteo del agua.
—¿Dónde estás? —musité, pero nadie respondió. Brincó un pez con un
chapoteo plateado, y el silencio volvió otra vez.
—Severian.
Aunque profunda, era una voz de mujer, palpitando de pasión, húmeda
de necesidad; me acordé de Agia y no enfundé la espada.
—En el banco de arena…
Aunque temía que no era más que una treta para que volviera la espalda
a los árboles, recorrí el río con la mirada hasta que la vi, a unos doscientos
pasos de nuestra hoguera.
—Ven a mí.
No era una treta, o al menos no la que temiera al principio. La voz venía
de río abajo.
—Ven. Por favor. No te oigo donde estás.
—No he hablado —dije, pero no hubo respuesta. Esperé, pues me
resistía a abandonar a Jolenta y Dorcas.
—Por favor. Cuando el sol llegue a estas aguas, tendré que irme. Tal
vez no haya otra ocasión.
El riachuelo era más ancho en el banco de arena que aguas abajo o
aguas arriba, y yo podía caminar sobre la arena, a pie enjuto, casi hasta el
centro. A mi izquierda el agua verdosa se estrechaba y se hacía
gradualmente más profunda. A mi derecha había una laguna profunda de
unos veinte pasos de ancho, desde el que el agua fluía rápida pero
suavemente. Me quedé de pie en la arena blandiendo Terminus Est con
ambas manos y la punta cuadrada enterrada entre mis pies.
—Aquí estoy —dije—. ¿Dónde estás tú? ¿Me oyes ahora?
Como si el mismo río respondiera, tres peces saltaron a la vez, después
volvieron a saltar en una sucesión de blandas explosiones sobre la
superficie del agua. Un mocasín de dorso marrón marcado con dibujos
dorados y negros de anillos eslabonados, se deslizó casi hasta mi bota, se
volvió como para amenazar a los peces que saltaban, silbó, y después se
adentró en el vado por la parte superior de la barra y se alejó nadando con
grandes ondulaciones. Tenía el cuerpo tan grueso como mi antebrazo.
—No tengas miedo. Mira. Contémplame. Entiende que no te haré daño.
Aunque el agua había sido verde, se puso más verde aún. Mil tentáculos
de jade serpenteaban allí sin llegar a romper la superficie. Mientras miraba,
demasiado fascinado para tener miedo, un disco blanco de tres pasos de
anchura apareció entre ellos, subiendo lentamente.
Hasta que estuvo a unos pocos palmos de la superficie no comprendí lo
que era, y aun entonces sólo porque abrió los ojos. Una cara me miraba a
través del agua, la cara de una mujer que podría haber jugado con el cuerpo
de Calveros como un juguete. Los ojos eran de color escarlata y los labios
carnosos eran de un carmesí tan oscuro que al principio no creí en absoluto
que fueran labios. Detrás de ellos había un ejército de dientes puntiagudos;
los verdes zarcillos que le enmarcaban la cara eran su cabello flotante.
—He venido por ti, Severian —dijo ella—. No, no estás soñando.
XXVII
La odalisca de Abaia
Los vaqueros
Poco después del mediodía observé un ave carroñera que volaba en círculos
por encima de nosotros. Se dice que estas aves huelen la muerte, y recordé
que una vez o dos, cuando los oficiales estaban muy ocupados en la sala de
exámenes, nosotros los aprendices teníamos que salir a apedrear a las que
pasaban sobre la ruinosa muralla, para que no dieran a la Ciudadela una
reputación todavía peor. Me repugnaba pensar que Jolenta pudiera morir, y
hubiera dado mucho por un arco para disparar contra el ave; pero no llevaba
nada parecido y tuve que resignarme.
Después de un tiempo interminable, a esta primera ave se unieron otras
dos mucho más pequeñas, y por el color brillante de las cabezas, visibles en
algunos momentos aun desde tan abajo, supe que eran catártidas. Así, la
primera, con alas tres veces más grandes que las de las otras, era un
teratornis de montaña, del que se dice que ataca a los montañeros,
rasgándoles las caras con garras venenosas y golpeándolos con los codos de
las grandes alas hasta despeñarlos. De vez en cuando las otras dos se le
aproximaban, y se volvía entonces contra ellas. Cuando eso ocurría oíamos
en ocasiones un chillido penetrante que descendía desde los murallones de
un castillo de aire. En una ocasión gesticulé con aire macabro para que los
pájaros vinieran a nosotros. Descendieron los tres y yo blandí mi espada
contra ellos y dejé de gesticular.
Cuando el horizonte del poniente había subido casi hasta el sol,
llegamos a una casa baja, poco más que una choza, hecha de paja. En un
banco de delante se sentaba un hombre nervudo con polainas de cuero, que
bebía mate y fingía observar los colores de las nubes. En realidad, tuvo que
habernos descubierto mucho antes que nosotros a él, pues era pequeño y
moreno y apenas se lo veía delante de la casa pardusca, mientras que
nuestras siluetas se recortaban claras contra el cielo.
Aparté la Garra cuando vi a este vaquero, aunque no estaba seguro de
cómo reaccionaría el toro. Al fin no hizo nada y siguió avanzando como
antes, cargando a las dos mujeres. Cuando llegamos a la casa de paja las
ayudé a bajar, y el animal levantó el hocico, olisqueó el viento y después
me miró con un ojo. Agité la mano señalándole los campos ondulados para
indicarle que ya no lo necesitaba y para hacerle ver que tenía la mano vacía.
Dio media vuelta y se alejó al trote.
El vaquero se quitó de los labios la paja de peltre y dijo:
—Eso era un buey.
Asentí con un gesto.
—Lo necesitábamos para transportar a esta pobre mujer enferma y lo
tomamos prestado. ¿Es suyo? Suponíamos que no le importaría. Después de
todo, no le hemos hecho daño.
—No, no. —El vaquero hizo un gesto de vaga protesta—. Sólo
preguntaba porque cuando al principio os vi pensé que era un diestrero. Mi
vista no es tan buena como antes. —Nos contó lo buena que fuera en un
tiempo, muy buena realmente—. Pero, como decís, era un buey.
Esta vez, Dorcas y yo asentimos juntos.
—Ya veis lo que es llegar a viejo. Hubiera lamido la hoja de este
cuchillo —y palmeó la empuñadura de metal que le sobresalía del ancho
cinturón— y apuntando con él hacia el sol habría jurado que vi algo entre
las piernas del buey. Pero si no fuera tan estúpido, sabría que nadie puede
montar a los toros de las pampas. Sólo la pantera roja, pero se mantiene
sobre él clavándole las garras en el lomo, y aún así muere en ocasiones. Sin
duda era una ubre que el buey heredó de su madre. Yo la conocí y tenía una.
Le dije que yo era de la ciudad y muy ignorante en todo lo que se refería
al ganado.
—Ah —dijo, y sorbió su mate—. Yo soy más ignorante que tú. Excepto
yo, por aquí todos son eclécticos ignorantes. ¿Conoces a esta gente que
llaman eclécticos? No saben nada; ¿cómo puede uno aprender con vecinos
así?
Dorcas dijo:
—Por favor, ¿nos permite entrar y poner a esta mujer donde podamos
acostarla? Me temo que se esté muriendo.
—Os dije que no sé nada. Tendríais que preguntarle a este hombre, pues
puede conducir a un buey —casi dijo un toro— como si fuera un perro.
—¡Pero él no puede ayudarla! Sólo usted.
El vaquero me guiñó un ojo y comprendí que él había sabido deducir
que había sido yo, y no Dorcas, quien domesticara al toro.
—Lo siento mucho por vuestra amiga —dijo—, que según veo tuvo que
haber sido una hermosa mujer. Pero aunque he estado bromeando con
vosotros aquí sentado, tengo un amigo que ahora mismo está echado ahí
dentro. Teméis que vuestra amiga se esté muriendo. Yo sé que mi amigo se
está muriendo y me gustaría ayudarlo a irse sin que nadie lo moleste.
—Sí, claro está, pero no lo molestaremos. Quizás hasta podamos
ayudarle.
El vaquero miró de Dorcas a mí y de nuevo a ella.
—Sois gente extraña; ¿qué sé yo? No más que uno de esos eclécticos
ignorantes. Entrad, entonces. Pero guardad silencio y recordad que sois mis
huéspedes.
Se levantó y abrió la puerta, que era tan baja que tuve que agacharme
para pasar. La casa tenía un solo cuarto, oscuro y que olía a humo. En un
jergón delante del fuego yacía echado un hombre mucho más joven y, según
pensé, más alto que nuestro anfitrión. Tenía la misma piel morena, pero no
había sangre bajo el pigmento. Parecía que le hubiesen embadurnado las
mejillas y la frente. No había más lecho que aquel sobre el que yacía, pero
extendimos la harapienta manta de Dorcas sobre el suelo de tierra y
pusimos sobre ella a Jolenta. Por un momento se le abrieron los ojos. No
había conciencia en ellos, y el color verde claro de otrora se había apagado
como un paño barato dejado al sol.
Nuestro anfitrión meneó la cabeza y en seguida susurró:
—No durará más que ese ecléctico ignorante de Manahen. Tal vez
menos.
—Necesita agua —le dijo Dorcas.
—Detrás, en el tonel. Iré por ella.
Cuando oí el golpe de la puerta, saqué la Garra. Esta vez brilló con una
llama de color cianoso, tan abrasadora que temí que atravesara las paredes.
El joven que yacía sobre el jergón respiró profundamente, y exhaló el aire
con un suspiro. Aparté en seguida la Garra.
—A ella no le ha servido —dijo Dorcas.
—Tal vez el agua la ayude. Ha perdido mucha sangre.
Dorcas fue a alisarle el cabello a Jolenta. Tenía que haber estado
cayéndosele, como ocurre a menudo con el pelo de las ancianas y de
quienes padecen fiebres altas, tanto cabello quedó pegado a la palma
húmeda de Dorcas que pude verlo con claridad a pesar de la falta de luz.
—Creo que ha estado siempre enferma —susurró Dorcas—. Siempre
desde que la conozco. El doctor Talos le daba algo que la mejoraba por un
tiempo, pero ahora la ha apartado de él; ella solía ser muy absorbente y él se
ha vengado.
—No puedo creer que quisiera de veras ser tan duro.
—Ni tampoco yo, realmente. Escucha, Severian. Seguramente él y
Calveros se detendrán para actuar y espiar en estas tierras. Quizá podamos
encontrarlos.
—¿Espiar? —Tuve que haber parecido tan sorprendido como me sentía.
—Al menos, siempre pensé que viajaban para averiguar lo que pasaba
en el mundo, tanto como para ganar dinero; una vez el doctor Talos llegó
incluso a admitirlo, aunque nunca supe exactamente qué estaban buscando.
El vaquero vino con una calabaza llena de agua. Ayudé a Jolenta a que
se sentara, y Dorcas le llevó la calabaza a los labios. El agua se derramó y
empapó el traje rasgado de Jolenta, aunque una parte le entró también en la
garganta, y cuando la calabaza estuvo vacía y el vaquero la llenó de nuevo,
pudo tragar. Le pregunté al vaquero si sabía dónde estaba el Lago Diuturna.
—No soy más que un ignorante —dijo—. Nunca he ido lejos. Me han
dicho que está en esa dirección —señalando al norte y al oeste—. ¿Deseáis
ir allí?
Asentí con la cabeza.
—Entonces tenéis que pasar por un mal lugar. Quizá por muchos
lugares malos, pero desde luego por la ciudad de piedra.
—¿Entonces hay una ciudad cerca de aquí?
—Sí, hay una ciudad, pero sin gente. Los eclécticos ignorantes que
viven cerca de allí piensan que vaya donde vaya un hombre, la ciudad de
piedra se mueve para esperarlo en el camino. —El vaquero rio entre
dientes, y en seguida se puso serio—. No es que sea así, pero la ciudad de
piedra tuerce el camino que lleva el jinete, de modo que se la encuentra
delante cuando cree que está dando un rodeo. ¿Comprendéis? Me parece
que no es así.
Me acordé del jardín Botánico y asentí con la cabeza.
—Lo entiendo. Sigue.
—Pero si vais al norte y al oeste tenéis que pasar de cualquier modo por
la ciudad de piedra. Ni siquiera tendrá que torcer vuestro camino. Algunos
no encuentran allí nada más que paredes caídas. He oído decir que algunos
encuentran tesoros. Otros regresan con historias nuevas, y otros no
regresan. Supongo que ninguna de estas mujeres es virgen.
Dorcas abrió la boca. Yo meneé la cabeza.
—Eso es bueno. Son ellas quienes no regresan la mayoría de las veces.
Tratad de atravesarla de día, con el sol sobre el hombro derecho por la
mañana y más tarde en el ojo izquierdo. Si llega la noche, no os detengáis ni
dobléis a un lado. Mantened delante de vosotros las estrellas del Ihuaivulu
cuando empiecen a brillar.
Moví la cabeza asintiendo e iba a pedirle más información cuando el
hombre enfermo abrió los ojos y se sentó. La manta se le cayó y vi que en
el pecho tenía un vendaje manchado de sangre. Se sobresaltó, me miró y
gritó algo. En un instante sentí la fría hoja del cuchillo del vaquero en mi
garganta.
—No te hará daño —le dijo al hombre enfermo. Utilizó el mismo
dialecto, pero como hablaba con más lentitud pude comprenderle—. No
creo que él sepa quién eres.
—Te digo, padre, que es el nuevo lictor de Thrax. Han llamado a uno y
dicen los clavígeros que ya está en camino. ¡Mátalo! Pues viene a matar a
todos los que no han muerto todavía.
Me asombró oírle mencionar a Thrax, que estaba aún tan lejos, y quise
preguntarle por la ciudad. Creo que podría haber hablado con él y con su
padre y hacer alguna suerte de paz, pero Dorcas golpeó al viejo en el oído
con la calabaza, golpe inútil de mujer que no hizo más que reventar la
calabaza y hacerle poco daño. Él la atacó con el cuchillo torcido de doble
filo, pero le detuve el brazo y se lo rompí, y después rompí también el
cuchillo bajo el talón de mi bota. Su hijo, Manahen, intentó levantarse; pero
si la Garra le había devuelto la vida, al menos no le había dado fuerzas, y
Dorcas volvió a empujarlo sobre el jergón.
—Moriremos de hambre —dijo el vaquero. Torcía la cara morena
tratando de no gritar.
—Usted cuidó a su hijo —le dije—. Él curará pronto y podrá cuidar de
usted. ¿Qué le pasó?
Ninguno de los dos quiso decirlo.
Le encajé el hueso y se lo entablillé, y Dorcas y yo comimos y
dormimos fuera esa noche después de decir al padre y al hijo que los
mataríamos si oíamos que abrían la puerta o hacían algún daño a Jolenta.
Por la mañana, mientras ellos todavía dormían, toqué con la Garra el brazo
roto del vaquero. No lejos de la casa había un diestrero atado a un poste, y
montado en él pude conseguir otro para Dorcas y Jolenta. Cuando volvía,
me di cuenta de que las paredes de paja se habían vuelto verdes por la
noche.
XXX
De nuevo el Tejón
Siendo yo aprendiz y tan pequeño que sólo me confiaban las tareas más
elementales, me dieron una carta para llevarla a la torre de las brujas, en el
lado opuesto del Patio Viejo. (Mucho después supe que había una buena
razón para que sólo niños muy por debajo de la pubertad llevaran los
mensajes que nuestra proximidad a las brujas requería). Ahora que sé que
nuestra torre inspiraba horror no sólo a la gente del barrio sino también, en
el mismo o en mayor grado, a los demás residentes de la propia Ciudadela,
siento un regusto de extraña candidez recordando mi propio miedo. Sin
embargo, le parecía muy real al niñito poco atractivo que yo era. Había oído
terribles historias de los aprendices más antiguos, y había observado que
otros niños, sin duda más valientes que yo, tenían miedo. En esa torre, la
más lúgubre de las miríadas de torres de la Ciudadela, de noche ardían luces
de extraños colores. Los gritos que oíamos por las portillas de nuestro
dormitorio no procedían de ninguna sala de exámenes como las nuestras,
sino de los niveles más altos; y sabíamos que eran las propias brujas
quienes chillaban así y no sus clientes, pues en el sentido en que
utilizábamos esa palabra, ellas no tenían ninguno. Tampoco eran esos gritos
los aullidos lunáticos y los penetrantes alaridos de agonía que se oían en
nuestra torre.
Hicieron que me lavara las manos para no ensuciar el sobre, y fui muy
consciente de que estaban húmedas y rojas cuando me puse en camino entre
los charcos de agua helada que salpicaban el patio. Mi mente conjuró una
bruja inmensamente enaltecida y humilladora, que no retrocedería a la hora
de castigarme de algún modo repelente por atreverme a llevarle una carta
con las manos coloradas y que también me enviaría de vuelta al maestro
Malrubius con un informe despreciativo.
Tenía que ser realmente pequeño: di un salto para alcanzar el aldabón.
Todavía siento el ruido apagado de las finas suelas de mis zapatos en el
desgastadísimo umbral de las brujas.
—¿Quién es? —La cara que me miraba apenas estaba más alta que la
mía. Era de ésas (notables en su clase entre los cientos de miles de caras
que he visto) que sugieren a la vez belleza y enfermedad. La bruja a la que
pertenecía me pareció vieja y en realidad tenía unos veinte años o un poco
menos; pero no era alta, y se movía en la postura encorvada de la edad
extrema. Era una cara tan adorable y tan descolorida que podía haber sido
una máscara tallada en marfil por algún maestro escultor.
En silencio, le alargué la carta.
—Ven conmigo —dijo. Éstas eran las palabras que yo había temido, y
ahora que habían sido pronunciadas parecían tan inevitables como la
sucesión de las estaciones.
Entré en una torre muy diferente de la nuestra. La nuestra era sólida
hasta la opresión, de placas de metal tan bien encajadas que se habían
amalgamado hacía siglos unas con otras en una sola masa, y los pisos
inferiores de nuestra torre eran cálidos y húmedos. En la torre de las brujas
nada parecía sólido, y pocas cosas lo eran. Tiempo después, el maestro
Palaemón me explicó que tenía muchos más años que la mayoría de las
demás partes de la Ciudadela, y que había sido construida cuando el diseño
de las torres era apenas algo más que la imitación inanimada de la fisiología
humana, de manera que se utilizaron esqueletos de acero para soportar una
estructura de sustancias más endebles. Con el paso de los siglos, ese
esqueleto se había corroído en gran parte, y al final la estructura se
mantenía en pie sólo gracias a las ocasionales reparaciones llevadas a cabo
por generaciones pasadas. Habitaciones demasiado grandes estaban
separadas por muros no más gruesos que cortinas; ningún piso estaba
nivelado, ni ninguna escalera derecha; los balaustres y barandillas que
tocaba parecían ir a deshacerse en mi mano. En las paredes había dibujos en
tiza de figuras gnósticas en blanco, verde y púrpura, pero el mobiliario era
escaso, y el aire parecía más frío que en el exterior.
Después de subir por varias escaleras y una escala de ramas de corteza
fragante, me llevaron delante de una anciana que estaba sentada en la única
silla que yo había visto allí hasta entonces; la mujer miraba a través de una
plancha de vidrio lo que parecía ser un paisaje artificial habitado por
animales derrengados y sin pelo. Le di la carta y me dejó ir; pero por un
momento me miró y su cara, como la cara de la mujer joven-vieja que me
había llevado hasta ella, quedó por supuesto grabada en mi mente.
Menciono todo esto ahora porque me pareció, al dejar a Jolenta sobre las
tejas junto a la hoguera, que las mujeres allí agachadas eran las mismas. Era
imposible; la anciana a la que había entregado la carta habría muerto casi
seguramente, y la joven (si todavía vivía) habría cambiado, como yo, y ya
no la reconocería. Sin embargo, las caras que se volvieron hacia mí eran las
que recordaba. Quizás en el mundo no hay más que dos brujas, que nacen
una y otra vez.
—¿Qué le pasa? —preguntó la mujer más joven, y Dorcas y yo se lo
explicamos como mejor pudimos.
Mucho antes de que termináramos, la más vieja tenía en el regazo la
cabeza de Jolenta y estaba introduciéndole en la garganta el vino de una
botella de barro.
—Le haría daño si el vino fuera fuerte —dijo—. Pero tres partes son
agua pura. Puesto que no queréis verla morir, sois afortunados,
posiblemente, por haber dado con nosotras. Pero no puedo decir si ella
también lo es.
Le di las gracias y pregunté adónde había ido la tercera persona que se
sentaba al fuego.
La anciana suspiró y me miró por un momento antes de volverse otra
vez hacia Jolenta.
—Sólo estábamos nosotras dos —dijo la más joven—. ¿Viste a tres?
—Con mucha claridad; a la luz de la hoguera. Tu abuela (si lo es) me
miró y me habló. Tú y quienquiera que se encontrara contigo levantasteis la
cabeza y después volvisteis a agacharla.
—Ella es la Cumana.
Ya había oído esa palabra antes; por un momento no recordé dónde, y el
rostro de la mujer, inmóvil como la oréade de un cuadro, no me dio ninguna
pista.
—La vidente —aclaró Dorcas—. ¿Y quién eres tú?
—Su acolita. Me llamo Merryn. Tal vez sea significativo que vosotros,
que sois tres, vierais a tres de nosotras al fuego, mientras que nosotras, que
somos dos, no vimos al principio más que a dos de vosotros.
—Se volvió hacia la Cumana como para que ella lo confirmase, y
después, como si hubiera recibido esa confirmación, nos enfrentó otra vez,
aunque no vi que entre ellas hubieran intercambiado mirada alguna.
—Estoy completamente seguro de que vi una tercera persona, más
grande que cualquiera de vosotras —dije.
—Ésta es una noche extraña y hay quienes cabalgan por el aire de la
noche y en ocasiones toman apariencia humana. Lo que me pregunto es por
qué semejante poder desearía mostrarse a vosotros.
El efecto de sus ojos oscuros y su rostro sereno fue tan grande que
pienso que la hubiera creído si no hubiera sido por Dorcas, que sugirió con
un movimiento de cabeza casi imperceptible que el tercer miembro del
grupo junto al fuego podría haber escapado a nuestra observación cruzando
el tejado y escondiéndose en lo más alejado del caballete.
—Quizá viva esta mujer —dijo la Cumana sin levantar la mirada de la
cara de Jolenta—, aunque no lo desea.
—Fue una suerte para ella que vosotras dos tuvierais tanto vino —dije.
La anciana no mordió el anzuelo, y se limitó a decir:
—Sí. Para vosotros y posiblemente también para ella.
Merryn cogió un palo y removió el fuego.
—La muerte no existe.
Me reí un poco, creo que sobre todo porque ya no estaba tan
preocupado por Jolenta.
—Los de mi oficio pensamos otra cosa.
—Los de tu oficio estáis equivocados.
Jolenta murmuró:
—¿Doctor?— Era la primera vez que la oía hablar desde la mañana.
—Ahora no necesitas un médico. Aquí hay alguien mejor.
La Cumana musitó:
—Busca a su amante.
—¿Entonces no lo es este hombre vestido de fulígeno, Madre? Ya me
parecía que era demasiado corriente para ella.
—No es más que un torturador. Ella busca a uno peor que él.
Merryn asintió en silencio, y después nos dijo:
—Puede que no deseéis moverla más esta noche, pero debemos pediros
que lo hagáis. Encontraréis cien lugares mejores para acampar al otro lado
de las ruinas, pues sería peligroso para vosotros que os quedarais aquí.
—¿Peligro de muerte? —pregunté—. Pero me estáis diciendo que la
muerte no existe, de modo que si he de creeros, ¿por qué tendría que estar
asustado? Y si no puedo creeros, ¿por qué tendría que hacerlo ahora? —Sin
embargo, me levanté para irme.
La Cumana alzó los ojos.
—Ella tiene razón —graznó—. Aunque no lo sepa y hable
maquinalmente, como estornino enjaulado. La muerte no es nada, y por eso
debéis temerla. ¿A qué se puede temer más?
Volví a reírme.
—No puedo discutir con alguien tan sabia como tú. Y puesto que nos
habéis dado la ayuda que podíais, ahora nos iremos porque es nuestro
deseo.
La Cumana permitió que le quitara a Jolenta, pero dijo:
—No es mi deseo. Mi acolita cree todavía que ella manda en el
universo, como un tablero donde puede mover las fichas y formar las
figuras que le convengan. Los Magos creen conveniente incluirme en su
pequeño censo, y yo perdería mi lugar en él si no supiera que gente como
nosotras no somos más que pececitos, que han de nadar con mareas
invisibles para que no caigamos exhaustas sin encontrar sostenimiento.
Ahora has de envolver a esta pobre criatura en tu capa y dejarla tumbada
junto a mi hoguera. Cuando este lugar salga de la sombra de Urth, le
volveré a mirar la herida.
Me quedé de pie con Jolenta en brazos, sin saber si debíamos irnos o
quedarnos. La Cumana parecía bastante bienintencionada, pero su metáfora
me había traído el desagradable recuerdo de la ondina; y examinándole el
rostro llegué a dudar de que se tratase realmente de una anciana, y recordé
con una gran claridad las repugnantes caras de los cacógenos que se habían
quitado las máscaras cuando Calveros se lanzó entre ellos.
—Me avergüenzas, Madre —le dijo Merryn—. ¿Tengo que llamarlo?
—Ya nos ha oído. Vendrá sin que lo llamemos.
Tenía razón. Yo ya oía el roce de las botas sobre las tejas al otro lado del
techo.
—Te has alarmado. ¿No sería mejor que dejaras en el suelo a la mujer,
como te dije, para que pudieras sacar la espada y defender a tu amante?
Pero no será necesario.
Cuando acabó de hablar, pude ver la silueta, recortada contra el cielo de
la noche, de un sombrero alto y una cabeza grande y hombros anchos. Puse
a Jolenta cerca de Dorcas y desenvainé Terminus Est.
—No hace falta —dijo una voz profunda—. No hace ninguna falta.
Hubiera aparecido antes para renovar nuestra amistad, pero no sabía que la
chatelaine aquí presente así lo quería. Mi señor (y el tuyo) manda saludos.
—Era Hildegrin.
XXXI
La limpieza
Cuando me recuperé, yacía sobre las tejas cerca del fuego. Tenía la boca
húmeda de saliva espumosa mezclada con sangre, pues me había mordido
los labios y la lengua. Mis piernas estaban demasiado débiles para ponerme
en pie, pero me incorporé hasta que estuve otra vez sentado.
Al principio pensé que los demás se habían ido. El tejado que era sólido
debajo de mí, pero ellos me parecían vaporosos como fantasmas. Un
fantasmagórico Hildegrin yacía tumbado a mi derecha. Le puse la mano
sobre el pecho y sentí que el corazón le latía como una polilla que trataba de
escapar. La más borrosa era Jolenta, apenas presente. Le habían hecho más
de lo que Merryn había supuesto; vi alambres bajo su carne, y bandas de
metal, aunque también ellas eran borrosas. Entonces me miré a mí mismo, a
mis piernas y pies, y descubrí que podía ver la Garra ardiendo como una
llama azul a través del cuero de mi bota. La agarré, pero apenas alcanzaba a
mover los dedos y no pude sacarla.
Dorcas estaba tendida, como durmiendo. No tenía espuma en los labios,
y parecía más sólida que Hildegrin. Merryn era ahora una muñeca vestida
de negro, tan delicada y tenue que a su lado la delgada Dorcas parecía
robusta. Ahora que la inteligencia ya no animaba a aquella máscara de
marfil, vi que no era más que pergamino sobre hueso.
Como yo había sospechado, la Cumana no era ninguna mujer; pero
tampoco ninguno de los horrores que yo había contemplado en los jardines
de la Casa Absoluta. Algo lustroso y viperino estaba enrollado en la vara,
reluciente. Busqué la cabeza con la mirada pero no encontré ninguna,
aunque cada una de las figuras dibujadas en el dorso del reptil era una cara,
y los ojos de esa cara parecían perdidos y arrobados.
Dorcas despertó mientras yo los miraba.
—¿Qué nos ha ocurrido? —dijo. Hildegrin se estaba moviendo.
—Creo que nos estamos mirando desde una perspectiva más larga que
la de un solo instante.
La boca de ella se abrió, pero no emitió ningún sonido.
Aunque las nubes amenazadoras no trajeron viento, el polvo se movía
en remolinos en las calles, por debajo de nosotros. No sé cómo describirlo
si no es diciendo que parecía como si incontables huestes de minúsculos
insectos cien veces más pequeños que moscas enanas hubieran estado
ocultos en los intersticios del pavimento, y ahora la luz de la luna los
estuviera atrayendo al exterior para que celebraran un vuelo nupcial. Se
movían en silencio y sin ninguna regularidad, pero después de un tiempo la
masa indiferenciada se alzó en enjambres que iban y venían, que se hacían
cada vez más grandes y más densos, y por último volvió a posarse en las
piedras rotas.
Entonces pareció que los insectos ya no volaban, sino que gateaban
unos sobre otros, tratando de llegar al centro del enjambre.
—Están vivos.
Pero Dorcas susurró:
—Mira, están muertos.
Tenía razón. Los enjambres que un momento antes habían bullido de
vida mostraban ahora costillas blanqueadas; las motas de polvo,
ensamblándose así como los estudiosos juntan los fragmentos de vidrios
antiguos a fin de recrear para nosotros una ventana coloreada que se rompió
miles de años atrás, formaron calaveras que a la luz de la luna tenían un
resplandor verde. Entre los muertos se movían algunos animales:
elurodontes, espelaeae escurridizas y formas que reptaban a las que yo no
sabría cómo llamar, todas ellas más borrosas que nosotros, que
contemplábamos aquello desde el tejado.
Uno a uno se levantaron y los animales se desvanecieron. Débilmente al
principio, comenzaron a reconstruir la ciudad; las piedras se alzaron otra
vez, y unos maderos hechos de cenizas fueron encajados en los muros
restaurados. Las gentes, que al levantarse parecían poco más que cadáveres
ambulantes, fueron ganando vigor con el trabajo y se convirtieron en una
raza de piernas arqueadas que caminaban como marineros y hacían rodar
piedras ciclópeas con la fuerza de sus anchas espaldas. Más tarde la ciudad
estuvo completa y esperamos a ver qué sucedería a continuación.
Los tambores rompieron el silencio de la noche; por el tono supe que la
última vez que redoblaron hubo un bosque alrededor de la ciudad, pues
reverberaban como sólo reverberan los sonidos entre los troncos de grandes
árboles. Un chamán de cabeza rapada desfilaba por la calle, desnudo y
pintado con los pictogramas de una escritura que yo jamás había visto, tan
expresiva que las meras formas de las palabras parecían gritar sus
significados.
Iba seguido por cien o más bailarines que evolucionaban en fila uno tras
otro, cada uno con las manos puestas en la cabeza de delante. Como sus
caras miraban hacia arriba, me pregunté (como todavía me lo pregunto) si
no estarían imitando a la serpiente de cien ojos que llamábamos la Cumana.
Lentamente iban calle arriba y abajo dibujando espirales y entrecruzándose
una y otra vez alrededor del chamán, hasta que por fin llegaron a la entrada
de la casa desde donde nosotros mirábamos. Con el ruido de un trueno,
cayó la losa de la puerta. Hubo un aroma como de mirra y rosas.
Un hombre se adelantó para saludar a los bailarines. Si hubiera tenido
cien brazos o hubiera llevado la cabeza bajo las manos, no me habría
producido tanto asombro, puesto que la suya era una cara que yo había
conocido desde la niñez, la cara del bronce funerario en el mausoleo donde
yo jugaba cuando era niño. Llevaba brazaletes de oro macizo, brazaletes
engastados de jacintos y ópalos, cornalinas y esmeraldas destellantes. Con
pasos medidos avanzó hasta que se encontró en el centro de la procesión,
con los bailarines cimbreándose alrededor. Después se volvió hacia
nosotros y levantó los brazos. Nos miraba, y supe que sólo él, de los cientos
que estaban allí, nos veía realmente.
Estaba tan absorto por el espectáculo de allá abajo que no me di cuenta
cuando Hildegrin abandonó el techo. Ahora se lanzaba hacia delante como
una flecha (si eso puede decirse de un hombre tan grande), se confundía con
la multitud, y agarraba a Apu-Punchau.
Apenas sé cómo describir lo que siguió. En cierto modo fue como el
pequeño drama de la casa de madera amarilla del Jardín Botánico; sin
embargo, era mucho más extraño, aunque sólo porque entonces supe que
sobre la mujer, el hermano y el salvaje pesaba un encantamiento. Y ahora
casi parecía que los que estábamos envueltos en magia éramos Hildegrin,
Dorcas y yo. Estoy seguro de que los bailarines no veían a Hildegrin, pero
sabían de algún modo que estaba entre ellos, y gritaban contra él y azotaban
el aire con garrotes de piedra dentada.
Yo estaba seguro de que Apu-Punchau sí lo veía, así como nos había
visto sobre el tejado y como Isangoma nos había visto a Agia y a mí. Pero
no creía que viera a Hildegrin como yo lo veía, y puede ser que lo que él
viera le pareciera tan extraño como la Cumana me lo había parecido a mí.
Hildegrin le echó las manos encima, pero no pudo subyugarlo. Apu-
Punchau forcejeó, pero no pudo librarse. Hildegrin me miró y me pidió
ayuda a gritos.
No sé por qué respondí. Desde luego, ya no me dominaba el deseo de
servir a Vodalus ni sus objetivos. Tal vez fuera porque el alzabo estaba
actuando todavía, o sólo por el recuerdo de Hildegrin mientras nos llevaba
en la barca a Dorcas y a mí por el Lago de los Pájaros.
Traté de separar a empujones a los hombres de piernas arqueadas, pero
uno de los golpes que daban al azar me acertó en un lado de la cabeza y caí
de rodillas. Cuando volví a levantarme, me pareció haber perdido de vista a
Apu-Punchau entre los bailarines que saltaban y gritaban. En vez de él
había dos Hildegrin, uno que forcejeaba conmigo y otro que luchaba contra
algo invisible. Aparté furiosamente al primero y traté de acudir en ayuda del
segundo.
—¡Severian!
Me despertó la lluvia que me caía sobre la cara; gotas grandes de lluvia
fría que picaban como granizo. El trueno redoblaba por las pampas. Durante
un rato pensé que me había quedado ciego; pero el destello de un relámpago
me mostró la hierba azotada por el viento y las piernas derruidas.
—¡Severian!
Era Dorcas. Comencé a levantarme y mi mano tocó ropa y también
barro. Tiré de ella y la liberé; era una banda de seda larga y estrecha con
borlas en el extremo.
—¡Severian! —El grito era de terror.
—¡Aquí! —grité—. ¡Estoy aquí abajo! —Otro relámpago me mostró el
edificio y la silueta de la frenética Dorcas sobre el techo. Bordeé la muralla
y encontré los escalones. Nuestras monturas habían desaparecido. Tampoco
las brujas estaban en el tejado; Dorcas, sola, se inclinaba sobre el cuerpo de
Jolenta. A la luz del relámpago vi la cara muerta de la camarera que nos
había servido al doctor Talos, a Calveros y a mí en el café de Nessus. Toda
su belleza había sido limpiada. En el recuento final no queda más que el
amor, más que esa divinidad. Nuestro pecado imperdonable es siempre el
mismo: sólo somos capaces de ser lo que somos.
Una de las tareas más difíciles del traductor consiste en expresar con
precisión y en términos inteligibles para nosotros todo lo que se relaciona
con las castas y la posición social. En el caso de El Libro del Sol Nuevo esta
tarea es doblemente difícil a causa de la falta de documentos en que
apoyarse; y la exposición que sigue no es más que un esbozo.
Por lo que se deduce de los manuscritos, al parecer la sociedad de la
Comunidad se compone de siete grupos básicos. De éstos, al menos uno
parece completamente cerrado. Para ser exultante hay que serlo de
nacimiento, y se sigue siéndolo toda la vida. Aunque es posible que dentro
de esta clase haya grados, ninguno se indica en los manuscritos. A sus
mujeres se las llama «Chatelaine» y los hombres tienen varios títulos. Fuera
de la ciudad que he optado por llamar Nessus, esta clase se encarga de
administrar los asuntos cotidianos. Esa concepción hereditaria del poder
choca con el espíritu de la Comunidad y explica de sobra la evidente
tensión que hay entre exultantes y autarquía, aunque es difícil concebir
cómo podría organizarse mejor la gobernación local, dadas las condiciones
imperantes; en efecto, la democracia degeneraría inevitablemente en un
mero regateo, y la existencia de una burocracia nombrada por el poder es
imposible cuando no se cuenta con un número suficiente de gentes a la vez
educadas y relativamente desprovistas de dinero que hagan el trabajo de
oficina. En todo caso, es indudable que la sabiduría de los autarcas incluye
el principio de que un acuerdo completo con la clase dirigente es la
enfermedad más mortífera del Estado. Thecla, Thea y Vodalus son sin
ninguna duda exultantes.
Los armígeros son muy parecidos a los exultantes, pero en una escala
inferior. El nombre indica una clase guerrera, pero no parecen haber
monopolizado los principales cargos del ejército, y su posición podría
equipararse a la de los samurai que servían a los daimios del Japón feudal.
Lamer, Nicarete, Racho y Valeria son armígeros.
Los optimates aparecen como comerciantes más o menos ricos. De las
siete clases, ésta es la que menos se nombra en los manuscritos, aunque hay
indicios de que Dorcas perteneció en un principio a los optimates.
Como en toda sociedad, los comunes constituyen la gran masa de la
población. Aunque en general se conforman con lo que tienen y son
ignorantes porque el país es demasiado pobre para darles una educación,
están resentidos por la arrogancia de los exultantes y veneran al Autarca
que, sin embargo, es en último análisis la apoteosis de los comunes.
Pertenecen a esta clase Jolenta, Hildegrin y los habitantes de Saltus, así
como otros innumerables personajes que aparecen en los manuscritos.
En torno al Autarca —que desconfía de los exultantes, sin duda con
razón— están los servidores del trono. Son los administradores y consejeros
militares y civiles. Parecen proceder de los comunes, y es digno de observar
que valoran la educación que han recibido. (Obsérvese cómo, por el
contrario, Thecla la rechaza con desprecio). Al propio Severian y a otros
habitantes de la Ciudadela, con la excepción de Ultan, se les podría
encasillar en esta clase.
Los religiosos son casi tan enigmáticos como el dios al que sirven, dios
que parece fundamentalmente solar, pero no apolíneo. (Dado que al
Conciliador se le atribuye una Garra, es fácil asociar el águila de Júpiter con
el sol, lo que quizás es bastante oportuna). Como el clero católico romano
de nuestros días, parecen pertenecer a diversas órdenes, pero en cambio no
obedecen a una autoridad unificadora. En ocasiones, algo en ellos sugiere el
hinduismo, a pesar de un monoteísmo obvio. Las Peregrinas, que en los
manuscritos desempeñan un papel más importante que cualquier otra
comunidad sagrada, son claramente una hermandad de sacerdotisas, a las
que acompañan (a causa del carácter errante de la orden y el lugar y la
época) servidores varones armados.
Por último, los cacógenos representan, de un modo difícil de entender,
ese elemento foráneo que precisamente por serlo es universal en grado
sumo y que existe en casi todas las sociedades de que tenemos noticia. El
nombre parece indicar que son temidos, o al menos odiados, por los
comunes. Su presencia en las fiestas del Autarca parece mostrar que la corte
los acepta (aunque tal vez bajo coacción). Aunque en apariencia el
populacho de los tiempos de Severian los considera una clase homogénea,
es probable que en la realidad sean distintos grupos. En los manuscritos,
este elemento está representado por la Cumana y por el Padre Inire.
El tratamiento honorífico que he traducido por sieur se aplica sólo a las
clases más altas, pero las más bajas de la sociedad lo empleaban extensa e
inapropiadamente. El título de don se aplica con propiedad a un cabeza de
familia.
G. W.
GENE WOLFE. Nacido en Nueva York el 7 de mayo de 1931 es un escritor
estadounidense de ciencia ficción y fantasía.
Estudió en la Universidad A&M de Texas, y ya por entonces escribió su
primera obra. Intervino en la Guerra de Corea, y a su regreso obtuvo el
título de Ingeniero Mecánico en la Universidad de Houston (algo pocas
veces dicho es que inventó la máquina con que se fabrican las patatas fritas
Pringles).
Cuentista y novelista enormemente prolífico, se destaca por su
profundidad y prosa rica en alusiones así como también por la fuerte
influencia de su fe católica, que adoptó después de contraer matrimonio con
una católica. Su obra más celebrada es El libro del sol nuevo, cuatro
volúmenes y una coda que transcurren en un futuro remoto, en un planeta
de sol agonizante llamado Urth, y narran la peripecia de Severian, aprendiz
de torturador que llega a ser un mesías. En la década de 1990 publicó las
cuatro entregas de El libro del sol largo, historia de intrigas políticas y
revolución en un mundo metido dentro de una vastísima nave espacial; el
héroe es un humilde sacerdote de barrio. A continuación emprendió El libro
del sol corto, que trata de la colonización de los planetas Verde y Azul. Las
tres sagas forman una obra llamada Ciclo Solar.
Wolfe es tan admirado por los lectores como por críticos y escritores,
muchos de los cuales lo consideran uno de los grandes novelistas vivos sin
distinción de géneros. Otros libros suyos son La quinta cabeza de Cerbero
(inigualada novela sobre clones; Minotauro, 1997), Puertas (Martínez
Roca, 1994), Especies en peligro (Grijalbo, 1993) y The Knight (2003).
Otra obra importante es la serie de Latro, que se inicia en 1986 con
Soldado de la niebla, con la que ganó el premio Locus de Novela de
Fantasía; le siguió Soldado de Areté en 1989, cerrando la serie en 2006 con
Soldado de Sidón.
Ha ganado el Premio Nébula y el World Fantasy Award dos veces cada
uno, el Campbell Memorial Award, y el Locus Award cuatro veces. Ha sido
nominado para el Premio Hugo en varias ocasiones. En 1996 fue
galardonado con el premio «World Fantasy Award for Lifetime
Achievement».
Wolfe vive en Barrington, Illinois, un suburbio de Chicago, con su
esposa Rosemary.
Al principio de su carrera como escritor, Wolfe intercambió
correspondencia con JRR Tolkien.
Fue invitado de honor en la Convención Mundial de Ciencia Ficción
1985 y recibió el Edward E. Smith Memorial Award 1989 en el New
England convención Boskone. En marzo de 2012 se le otorgó el primer
Chicago Salón Literario de la Fama de Fuller, por su contribución a la
literatura de un autor de Chicago.
Severian, desterrado por el pecado de misericordia, ha llegado a
Thrax, la Ciudad de los Cuartos sin Ventanas, y se prepara para
desempeñar el papel, a menudo desagradable, de funcionario del
gobierno. Los acontecimientos perturbadores se precipitan. Dorcas
deja a Severian y vuelve al Lago de los Pájaros. Severian es
perseguido por una bestia mortífera. Ha empezado a cuestionarse
su oficio de torturador y al fin deja libre a una mujer y escapa de la
ciudad. Ya en las montañas sobrevive a otro encuentro con Agia,
que pretende vengar la muerte de su hermano, y sigue huyendo en
compañía de un niño, huérfano a causa de un alzabo. Más tarde, en
una ciudad desierta, la Garra revive a un hombre que había sido
enemigo del Conciliador. El niño muere, pero Severian mata al
hombre, reparando de este modo una antigua deuda de venganza.
Severian se une entonces a las gentes de las islas flotantes, y los
ayuda a atacar el castillo donde volverá a encontrarse con Calveros
y el doctor Talos.
Gene Wolfe
ePub r1.0
Budapest 25.01.14
Título original: The Sword of the Lictor
Gene Wolfe, 1981
Traducción: Marcelo Cohen
OSIP MANDELSTAM
I
—Lo tenía pegado al pelo, Severian —dijo Dorcas—. Así que me quedé
bajo la cascada de la sala de piedras calientes… No sé si el ala de los
hombres está dispuesta de la misma manera. Y cada vez que me apartaba
del agua las oía hablar de ti. Te llamaban carnicero negro, y otras cosas que
no quiero contarte.
—Es muy natural —dije—. Probablemente hayas sido la única
desconocida que entró allí en todo el mes; bien puede entenderse que
chismorrearan sobre ti, y que las pocas que sabían quién eras estuvieran
orgullosas y tal vez contaran algún cuento. En cuanto a mí, estoy
acostumbrado, y en el camino habrás oído muchas veces esas expresiones;
sé que yo las oí.
—Sí —admitió, y se sentó en el alféizar de la tronera. Abajo, en la
ciudad, las lámparas de los comercios hormigueantes empezaban a colmar
el valle del Acis de un resplandor amarillo como los pétalos de un narciso,
pero ella no parecía verlas.
—Ahora comprenderás por qué las reglas del gremio me prohíben
tomar esposa… Aunque, como te he dicho muchas veces, por ti las
quebrantaré cuando lo desees.
—Quieres decir que me convendría vivir en otra parte, y venir a verte
sólo una o dos veces por semana, o esperar a que vayas tú.
—Es lo que se suele hacer. Yen algún momento las mujeres que hoy
hablaban de nosotros comprenderán que quizás un día a sus hijos, a sus
maridos o a ellas mismas les toque estar bajo mi mano.
—Pero ¿no ves que no se trata de eso? Se trata de… —Aquí Dorcas
calló y, luego de que los dos estuviéramos un rato en silencio, se levantó y
empezó a pasearse por el cuarto, agarrándose los brazos. Nunca antes la
había visto hacer aquello, y me resultó inquietante.
—¿De qué se trata, pues? —pregunté.
—De que entonces no era cierto. De que ahora lo es.
—Practiqué el Arte cada vez que hubo un trabajo que hacer. Me alquilé
a tribunales de las ciudades y el campo. Varias veces tú me miraste desde
una ventana, aunque nunca quisiste estar entre la multitud… Cosa que
apenas puedo reprocharte.
—No te miraba —dijo ella.
—Yo recuerdo haberte visto.
—No. No mientras sucedía realmente. Tú estabas absorto en tu tarea, y
no me veías retroceder y taparme los ojos. Solía mirarte, y te saludaba con
la mano en el primer momento, cuando te encumbrabas en el patíbulo.
Estabas tan orgulloso…, y derecho como tu espada, tan bello… Eras
sincero. Recuerdo que una vez te miré; estaban contigo un oficial de alguna
clase, y el condenado y un hieromonje. Y el rostro más sincero era el tuyo.
—Es imposible que lo vieras. Sin duda llevaba puesta la máscara.
—Severian, no me hacía falta verlo. Sé cómo es tu rostro.
—¿Y ahora no es el mismo?
—Sí —dijo ella, reacia—. Pero he estado allá abajo. He visto la gente
encadenada en los túneles. Esta noche, cuando tú y yo durmamos en nuestra
cama blanda, estaremos durmiendo encima de ellos. ¿Cuántos dijiste que
había cuando me llevaste?
—Unos mil seiscientos. ¿De veras crees que los dejarían libres a todos
si no estuviera yo para vigilarlos? Cuando llegamos, recuérdalo, ya estaban
aquí.
Dorcas se negaba a mirarme.
—Es como una tumba común —dijo. Vi cómo le temblaban los
hombros.
—Tendría que serlo —dije yo—. El arconte podría liberarlos, pero
¿quién resucitará a los que ellos han matado? Tú nunca has perdido a nadie,
¿no? Dorcas no respondió.
—Pregúntales a las mujeres y las madres y las hermanas de los hombres
que nuestros prisioneros han dejado pudrirse a la intemperie si Abdiesus
debería soltarlos.
—Sólo a mí misma —dijo Dorcas, y apagó la vela de un soplo.
Thrax es una daga torcida que entra en el corazón de las montañas por un
angosto desfiladero del valle del Acis, y se extiende hasta el castillo de
Acies. El coliseo, el panteón y otros edificios públicos ocupan todo el
terreno llano entre el castillo y la muralla (llamada Capulus) que cierra el
extremo inferior de la zona más estrecha del valle. Los edificios privados de
la ciudad trepan a los acantilados de ambas laderas, y muchos están cavados
en la propia roca, práctica de la cual Thrax obtiene uno de sus apodos: la
Ciudad de las Habitaciones sin Ventanas.
Debe su prosperidad a la posición que ocupa en la cabecera del tramo
navegable del río. En Thrax hay que descargar todas las mercancías
enviadas al norte por el Acis (muchas de las cuales han navegado nueve
décimas partes del Gyoll antes de entrar en la boca del río menor, que bien
puede ser la verdadera fuente del otro), y transportarlas a lomo de animal si
han de viajar más lejos. Inversamente, los atamanes de las tribus
montañesas y los terratenientes de la región que desean despachar lana y
maíz a las ciudades del sur los traen para embarcarlos en Thrax, más abajo
de la catarata que cae rugiendo del arqueado vertedero del castillo de Acies.
Como siempre ha de ocurrir cuando una plaza fuerte impone el rigor de
la ley sobre una región turbulenta, la administración de justicia era la
principal preocupación del arconte de la ciudad. Para imponer su voluntad a
las gentes de extramuros que en caso contrario la hubiesen rechazado, podía
convocar siete escuadrones de dimarchi, cada cual a las órdenes de su
propio comandante. El tribunal se reunía todos los meses, desde el primer
día de luna nueva hasta el primero de la llena, comenzando con la segunda
guardia matutina y continuando todo el tiempo necesario para despachar el
orden del día. En tanto ejecutor principal de las sentencias del arconte, a mí
se me exigía que asistiese a las sesiones, para garantizar que los castigos
por él decretados no se tornaran más blandos o más severos por obra de los
encargados de transmitírmelos; y para supervisar con todo detalle el manejo
de la Vincula, en la cual se detenía a los prisioneros. En menor escala, era
una responsabilidad equivalente a la del maestro Gurloes en nuestra
Ciudadela, y durante las primeras semanas que pasé en Thrax me sentí
agobiado.
Una máxima del maestro Gurloes decía que no existe prisión bien
situada. Como la mayoría de las sabias sentencias proferidas para
edificación de los jóvenes, era tan incontestable como inservible. Cualquier
fuga entra en una de tres categorías: bien se consuma por astucia, bien por
violencia, bien por traición de los destacados para vigilar. En los lugares
remotos se hace muy difícil la huida furtiva, y por esta razón han sido
preferidos por la mayoría de quienes han meditado largamente la cuestión.
Por desgracia, desiertos, cumbres e islas solitarias son un campo fértil
para fugas violentas. Si el lugar es sitiado por amigos de los prisioneros, es
difícil advertirlo antes de que sea demasiado tarde, y poco menos que
imposible reforzar la guarnición; y de modo similar, si los prisioneros se
rebelan, es altamente improbable que las tropas lleguen antes de que la
suerte esté decidida.
El emplazamiento en un distrito bien poblado y bien defendido evita
estas dificultades, pero ocasiona otras aún más graves. En sitios tales el
prisionero no necesita mil secuaces sino uno o dos; y no es preciso que
éstos sean combatientes: bastará con una fregona y un buhonero, si son
inteligentes y resueltos. Por lo demás, una vez que el prisionero ha
traspuesto los muros se mezcla de inmediato con la muchedumbre sin
rostro, de modo que su captura ya no será asunto de rastreadores y perros
sino de agentes e informadores.
En nuestro caso no habría podido pensarse en una prisión aislada en un
lugar remoto. Aun de haber estado provista con las suficientes tropas,
además de sus clavígeros, para rechazar los ataques de los autóctonos, los
zoántropos y los cultellarii que recorrían los campos, por no mencionar los
séquitos armados de los pequeños exultantes (en quienes nunca se podía
confiar), habría seguido siendo imposible prescindir de los servicios de un
ejército para escoltar los trenes de abastecimiento. Por fuerza, pues, la
Vincula de Thrax está situada dentro de la ciudad; específicamente, a media
altura de los riscos de la ribera izquierda, y a una media legua del Capulus.
Es de diseño antiguo, y siempre me pareció que desde el comienzo se la
había concebido como prisión, aunque corre la leyenda de que en un
principio era una tumba y que sólo hace unos cientos de años fue ampliada
y adaptada a un nuevo propósito. A los ojos de un observador situado en la
más holgada ribera este, parece una atalaya rectangular que surge de la roca,
una atalaya de cuatro plantas de altura por el lado visible, cuyo techo plano
y merlonado culmina contra el risco. Esta porción de la estructura —que
para muchos visitantes de la ciudad puede parecer todo el edificio— es en
realidad la parte menor y menos importante. En la época en que yo fui lictor
no albergaba más que nuestras oficinas administrativas, una barraca para los
clavígeros y mis propias habitaciones.
A los prisioneros se los alojaba en un túnel inclinado que se hundía en
la roca. La disposición adoptada no era de celdas individuales, como la que
teníamos para los clientes en la mazmorra de mi cofradía, ni la de sala
común que había visto durante mi reclusión en la Casa Absoluta. En cambio
se encadenaba a los prisioneros a los muros del túnel, cada uno con un
pesado collar de hierro de modo tal que quedara en el centro suficiente
espacio para que dos clavígeros pudieran pasearse a sus anchas sin peligro
de que les birlaran las llaves.
El túnel medía unos quinientos pasos de largo, y tenía más de mil
posiciones para prisioneros. El agua provenía de una cisterna hundida en la
roca en la cima del acantilado, y los desechos sanitarios se eliminaban
inundando el túnel cada vez que la cisterna amenazaba desbordarse. Una
cloaca practicada en el extremo inferior del túnel dirigía el agua sucia hacia
un conducto en la base del acantilado; allí atravesaba el muro del Capulus
para vaciarse en el Acis, debajo de la ciudad.
En sus orígenes, la Vincula no era más sin duda que la atalaya
rectangular que cuelga del risco y el propio túnel. Más tarde la había
complicado una maraña de galerías ramificadas y túneles paralelos
(resultantes de pasados intentos de liberar prisioneros abriendo pasajes,
desde una u otra de las residencias privadas en la superficie del acantilado)
y de contraminas excavadas para frustrar esos intentos; a todos los cuales se
recurría ahora forzadamente en busca de alojamiento adicional.
La existencia de estos anexos poco o nada planificados hacía mi tarea
mucho más difícil de lo que habría sido en otras circunstancias, y una de
mis primeras acciones fue iniciar un programa de clausura de pasajes
indeseados e innecesarios, llenándolos con una mezcla de piedras del río,
arena, agua, cal quemada y grava, y de ensanchamiento y conexión de los
que quedaban, de modo tal que acabaran teniendo una estructura racional.
Por necesario que fuera, este trabajo sólo podía llevarse a cabo con gran
lentitud, pues era imposible liberar más que a unos cientos de prisioneros
por vez, y la mayoría estaba en pobres condiciones.
Durante las primeras semanas siguientes a nuestra llegada a la ciudad,
mis deberes no me dejaron tiempo para ninguna otra cosa. Dorcas la
exploró por los dos, y le encargué estrictamente que averiguase dónde
estaban las Peregrinas. La conciencia de que llevaba la Garra del
Conciliador había sido una pesada carga en el largo trayecto desde Nessus.
Ahora que ya no viajaba y no podía rastrear a las Peregrinas por el camino,
y ni siquiera cerciorarme de que avanzaba en una dirección que a la larga
me permitiría quizá dar con ellas, el peso se había vuelto casi insoportable.
Durante el viaje había dormido bajo las estrellas con la gema en la caña de
la bota, y escondida bajo los dedos del pie en las pocas ocasiones en que
habíamos podido parar bajo techo. Ahora descubría que me era imposible
dormir si no la tenía conmigo, si no podía asegurarme, cada vez que me
despertaba de noche, de que aún seguía en mi poder. Dorcas me cosió una
bolsita de antílope que yo llevaba día y noche colgada del cuello. Una
docena de veces durante esas primeras semanas soñé que veía la gema en
llamas, suspendida en el aire por encima de mí como una catedral ardiente,
y me desperté y vi que brillaba con tal intensidad que el fino cuero
translucía un tenue fulgor. Y una o dos veces por noche me despertaba y
descubría que yacía de espaldas, y que sobre mi pecho la bolsa había
cobrado tan ostensible peso (aunque pudiera levantarla sin esfuerzo con la
mano) que me estaba aplastando la vida.
Dorcas hacía todo lo posible por alentarme y asistirme; y no obstante yo
veía que era consciente del abrupto cambio en nuestra relación y que estaba
aún más perturbada que yo. Estos cambios, en mi experiencia, son siempre
desagradables, pues entrañan la probabilidad de otros cambios. Mientras
habíamos marchado juntos (y con mayor o menor prontitud habíamos
viajado desde aquel momento en el jardín del Sueño Infinito, cuando
Dorcas me había ayudado a trepar, medio ahogado, al flotante sendero de
juncos) habíamos sido pares y compañeros, cada cual cubriendo todas las
leguas a pie o montando nuestras cabalgaduras. Si yo había suministrado a
Dorcas un grado de protección física, ella me había suministrado
igualmente un cierto abrigo moral, pues pocos podían fingir por mucho
tiempo que despreciaban su inocente belleza, o que les horrorizaba mi
oficio cuando al mirarme les era inevitable verla también a ella. Había sido
mi consejera en la perplejidad y mi camarada en un centenar de parajes
desiertos.
Cuando al fin entramos en Thrax y presenté la carta del maestro
Palaemon para el arconte, inevitablemente todo aquello había acabado.
Vestido con mi traje fulígeno, ya no tenía que temer a la multitud; al
contrario, eran ellos, quienes me temían como oficial más alto del brazo
más terrible del estado. Ahora Dorcas vivía, no como una igual, sino como
la amante que una vez había visto en ella la Cumana, en las habitaciones de
la Vincula reservadas a mí. Su consejo se había vuelto inútil, o casi, porque
las dificultades que me atribulaban eran las legales y administrativas, en
cuyo manejo me habían instruido durante años y sobre las que ella no sabía
nada; y además porque rara vez yo tenía tiempo o energías para
explicárselas y poder discutirlas.
Así, mientras guardia tras guardia yo permanecía en el tribunal del
arconte, Dorcas tomó la costumbre de vagar por la ciudad; y después de
haber estado incesantemente juntos durante la última parte de la primavera,
en el verano pasamos a no vernos casi, compartiendo una comida por la
noche para trepar exhaustos a la cama, donde pocas veces hacíamos algo
más que dormirnos abrazados.
Por fin brilló la luna llena. ¡Con qué alegría la recibí desde la terraza de
la torre, verde como una esmeralda en su manto de bosque y redonda como
el borde de una taza! Yo aún no estaba libre del todo, ya que debía ultimar
detalles de los suplicios y administraciones acumulados durante mi
asistencia al tribunal; pero al menos lo estaba para dedicar toda mi atención
a ellos, lo cual parecía casi tan bueno como la libertad misma. Había
invitado a Dorcas a bajar conmigo al día siguiente, cuando haría una
inspección de las zonas subterráneas de la Víncula.
Fue un error. En el aire malsano, rodeada por la miseria de los
prisioneros, se indispuso. Esa noche, como ya he referido, me contó que
había ido a los baños públicos (cosa rara en ella, pues tenía tanto miedo del
agua que se lavaba parte por parte con una esponja humedecida en una
jofaina no más honda que una sopera) para limpiarse el pelo del olor del
túnel, y que había oído a las asistentas hablar de ella con otras parroquianas.
II
Sobre la catarata
A la puerta de la choza
Al salir de la posada quise volver a la Víncula por la ruta más directa; pero
cometí el error de suponer que si la callejuela donde estaba el Nido del Pato
corría casi hacia el sur, sería más rápido seguir por ella y cruzar el Acis más
abajo que rehacer el camino por el que había venido con Dorcas hasta el
muro posterior del castillo de Acies.
La callejuela me traicionó, como habría esperado si hubiese conocido
mejor Thrax. Pues aunque muchas de las tortuosas calles que serpentean
por las laderas puedan cruzarse, en general corren de arriba abajo; de modo
que para ir de una a otra casa apretada al risco (a menos que estén muy
cerca o una encima de otra) hay que bajar hasta la franja central cercana al
río y luego volver a subir. Así, al poco rato me encontré tan alto en el
acantilado oriental como la Víncula estaba en el opuesto, con menos
perspectivas de llegar a ella que las que había tenido al abandonar la
posada.
A decir verdad, el hallazgo no me desagradó del todo. Me esperaba
trabajo, y llena como tenía aún la mente de pensamientos sobre Dorcas, no
sentía ningún deseo especial de hacerlo. Me atraía más agotar mis
frustraciones usando las piernas, y resolví seguir la cabriolante calle hasta el
final, si era preciso, y ver la Víncula y el castillo de Acies desde aquella
altura, y luego mostrar mi insignia de oficial a los guardias de las
fortificaciones y caminar por ellas hasta el Capulus, para cruzar el río por el
camino más bajo.
Pero después de media guardia de esfuerzo tenaz descubrí que no podía
seguir adelante. La calle terminaba contra un precipicio de tres o cuatro
cadenas de altura, y en verdad quizás había terminado antes, pues la última
veintena de pasos yo la había dado por lo que probablemente no era más
que el sendero privado de la miserable choza de adobe y cañas que tenía
delante de mí.
Tras cerciorarme de que no había manera de rodearla, y ningún camino
hacia la cumbre en una buena distancia a mi alrededor, iba a alejarme
disgustado cuando una criatura salió de la choza, y deslizándose hacia mí
entre temerosa y audaz, observándome sólo con el ojo derecho, extendió
una mano pequeña y muy sucia en el ademán universal de los mendigos. Es
posible que si yo hubiera estado de mejor humor, me habría reído de la
pobre criatura, tan tímida e inoportuna; el caso es que dejé caer unos aes en
la manchada palma.
Envalentonada, la criatura se arriesgó a decir:
—Mi hermana está enferma. Muy enferma, sieur. —Por el timbre de la
voz decidí que era un niño; al hablar había vuelto la cara casi hacia mí, y vi
que tenía el ojo izquierdo cerrado, hinchado por alguna infección. Unas
lágrimas de pus se le habían secado en la mejilla—. Muy, muy enferma.
—Ya veo —le dije.
—Oh, no, sieur. No puede desde aquí. Pero si lo desea puede mirar por
la puerta… No la molestará.
En ese momento un hombre cubierto con un rasguñado delantal de
albañil llamó en voz alta.
—¿Qué pasa, Jader? ¿Qué quiere? —Trajinaba sendero arriba hacia
nosotros.
Como cualquiera habría previsto, el único efecto de la pregunta fue
asustar al niño y hacerlo callar. Yo dije:
—Estaba preguntando cuál es el mejor camino hacia la zona de abajo.
Sin responder, el albañil se detuvo a unos cuatro pasos de mí y cruzó
unos brazos de aspecto más duro que las piedras que rompían. Parecía
irascible y desconfiado, aunque me era imposible saber por qué. Quizá mi
acento había delatado que yo era del sur; quizá sólo fuera por mi
vestimenta, que, si bien nada rica o fantástica, indicaba que pertenecía a una
clase social superior a la de él.
—¿He entrado en terreno privado? —pregunté—. ¿Es suyo este lugar?
No hubo respuesta. Pensara lo que pensase de mí, estaba claro que no
habría comunicación entre nosotros. Yo sólo podía hablarle como un
hombre le habla a un animal, y ni siquiera como a un animal inteligente, por
cierto, sino apenas como un arriero le grita a una res. Y él, por su parte, sólo
podía hablar como hablan los animales a un hombre, con un sonido
formado en la garganta.
He notado que en los libros, al parecer, nunca se dan estos puntos
muertos; los autores tienen tal ansiedad por llevar adelante las historias (por
muy inexpresivas que sean, y aunque avancen como carros de mercado con
infatigables ruedas chirriantes, y sólo vayan a pueblos polvorientos donde el
encanto del campo se ha perdido y nunca se encontrarán los placeres de la
ciudad) que no hay tales malentendidos, ninguna negativa que exija una
negociación. El asesino que ha puesto la daga en el cuello de la víctima está
impaciente por discutir el asunto, y con todo el detenimiento que la víctima
o el autor deseen. La apasionada pareja unida en amoroso abrazo se muestra
al menos igualmente dispuesta a retrasar la estocada, si no más.
En la vida no es así. Yo miraba fijamente al albañil, y él me miraba a
mí. Se me ocurrió que podría matarlo allí mismo, aunque no estaba seguro,
pues parecía insólitamente fuerte, y nada garantizaba que no tuviera un
arma escondida, o amigos en las miserables viviendas próximas. Sentí que
estaba a punto de escupir en el trecho de sendero que nos separaba, y si lo
hubiera hecho yo le habría arrojado la chilaba a la cabeza y lo habría
apuñalado. Pero no lo hizo, y cuando ya hacía un buen rato que nos
estábamos mirando, el niño, que tal vez no tuviera idea de lo que estaba
pasando, volvió a decir:
—Puede mirar desde la puerta, sieur. A mi hermana no le molestará. —
En el empeño de mostrar que no había mentido se atrevió incluso a tirarme
un poco de la manga, sin darse cuenta, por lo visto, de que su sola
apariencia justificaba cualquier mendacidad.
—Te creo —dije. Pero entonces comprendí que decir que le creía era
insultarlo, mostrando que yo no confiaba en lo que me decía, no tanto al
menos como para ponerlo a prueba. Me incliné y espié por la rendija,
aunque al principio, como miraba desde el día brillante hacia el tenebroso
interior de la choza, lo que pude ver fue poco.
La luz me daba casi de lleno en la espalda. Sentía su presión en la nuca,
y era consciente de que el albañil podía atacarme con impunidad ahora que
yo no lo veía.
Pequeña como era, la habitación no estaba atiborrada. Contra la pared
opuesta a la puerta habían amontonado unas pajas, y allí yacía la chica.
Estaba en esa fase de la dolencia en la que ya no sentimos compasión por el
enfermo, que se ha convertido en objeto de horror. La cara parecía una
calavera sobre la que se estiraba una piel fina y translúcida como el parche
de un tambor. Los labios ya no le cubrían los dientes, ni siquiera durante el
sueño, y la guadaña de la fiebre le había arrebatado el pelo hasta dejarle
apenas unos mechones.
Apoyé las manos en el muro de barro y mimbres que enmarcaba la
puerta y me enderecé.
—Ya ve que está muy enferma, sieur —dijo el niño—. Mi hermana. —
Y volvió a estirar la mano.
Yo lo veía —lo veo ahora como si lo tuviera delante— pero no dejaba
ninguna huella en mi mente. Sólo podía pensar en la Garra; y me parecía
que me estaba oprimiendo el esternón, no tanto como un peso sino como los
nudillos de un puño invisible. Me acordé del ulano, muerto en apariencia
hasta que yo le toqué los labios con la Garra, y que ahora parecía pertenecer
al pasado remoto; y me acordé del hombre-mono y su muñón, y de cómo se
habían desvanecido las quemaduras de Jonas al pasarles la Garra por
encima. No la había usado ni pensado en usarla desde que no había
conseguido salvar a Jolenta.
Ahora había guardado el secreto tanto tiempo que temía volver a
probarla. Habría tocado con ella a la niña moribunda, tal vez, si su hermano
no hubiese estado mirando; habría tocado el ojo enfermo del niño de no
haber sido por el hosco albañil. Lo cierto es que sólo traté de respirar contra
la fuerza que me agobiaba las costillas, y sin hacer nada, me alejé camino
abajo ignorando hacia dónde iba. Oí que la saliva del albañil le volaba de la
boca y daba a mis espaldas contra el sendero de piedra; pero no supe qué
era ese ruido hasta que casi estuve de nuevo en la Vincula y me sentí más o
menos recuperado.
IV
En la torre de la Víncula
Mis escoltas eran hombres fornidos, elegidos por su fuerza. Blandiendo las
grandes clavas de hierro me acompañaron por las calles ondulantes,
mientras yo llevaba Terminus Est al hombro, caminando a mi lado cuando
el ancho del camino lo permitía, delante o detrás de mí cuando no. A orillas
del Acis los despedí, fortaleciendo sus deseos de dejarme con el anuncio de
que tenían permiso para pasar el resto de la velada como se les ocurriese, y
alquilé un caique pequeño y angosto (con un dosel alegremente pintado,
que transcurrida ya la última guardia diurna, yo no necesitaba) para que me
llevara río arriba hasta el palacio.
Era la primera vez que realmente navegaba por el Acis. Sentado a popa,
entre el patrón-timonel y sus cuatro remeros, con el río helado y
transparente corriendo tan cerca que yo habría podido hundir las manos en
el agua, parecía imposible que ese frágil caparazón de madera, que desde la
tronera de nuestra torre habría parecido apenas un insecto bailoteante,
tuviera esperanzas de avanzar un palmo contra la corriente. Entonces el
timonel dijo algo y zarpamos; ciñéndonos a la orilla, cierto, pero casi por
encima del río como una piedra arrojada, tan rápidos y perfectamente
coordinados eran los golpes de los ocho remos y tan ligeros y estrechos y
suaves éramos nosotros, viajando más por el aire que por el agua. Un farol
pentagonal con paneles de vidrio de amatista colgaba del toldo de popa;
justo cuando, en mi ignorancia, creí que la corriente estaba a punto de
envolvernos, hacernos volcar y enviarnos zozobrando hacia el Capulus, el
timonel soltó la caña y encendió la mecha del farol.
Él había calculado bien, por supuesto, y yo mal. Mientras la puertecita
de la linterna se cerraba sobre la llama amarillo-manteca que lanzaba rayos
violáceos, un remolino nos atrapó y nos hizo virar, nos lanzó cien o más
pasos corriente arriba mientras los galeotes desarmaban los remos, y nos
depositó en una bahía en miniatura serena como una alberca y medio llena
de festivas barcas de recreo. Una escalera acuática, muy parecida a la que
había pisado de niño para zambullirme en el Gyoll pero mucho más limpia,
surgía de lo hondo del río para subir a las brillantes antorchas y elaborados
pórticos de los jardines del palacio.
Yo había visto muchas veces el edificio desde la Víncula, y por eso
sabía que no era la estructura subterránea modelada a imagen de la Casa
Absoluta que de otro modo hubiese esperado. Tampoco era una fortaleza
lóbrega como nuestra Ciudadela; al parecer el arconte y sus predecesores
habían considerado que los baluartes del castillo de Acies y el Capulus,
ligados doblemente por los muros y defensas que recorrían las crestas de los
acantilados, eran bastante seguros como para mantener la ciudad a salvo.
Aquí las murallas eran meros setos de boj destinados a excluir las miradas
curiosas y quizá frenar a eventuales ladrones. Esparcidos por un parque de
aspecto íntimo y colorido había construcciones con cúpulas doradas; desde
la tronera se parecían mucho a peridotos caídos de un collar sobre las
figuras de una alfombra.
En los portales filigranados había centinelas, desmontados jinetes con
corselete y casco de acero, con lanzas refulgentes y espadas de caballería de
larga hoja; pero tenían un aire de actores aficionados y subalternos, de
hombres afables y recios que gozaban de un respiro entre persecuciones y
patrullas hostigadas por el viento. La pareja a la cual mostré mi disco de
papel pintado apenas le echó un vistazo antes de darme paso con una seña.
V
Cyriaca
Fui uno de los primeros invitados en llegar. Había más sirvientes ajetreados
que máscaras, sirvientes que daban la impresión de haber empezado a
trabajar sólo un momento antes, decididos a acabar en seguida. Encendían
candelabros con lentes de cristal y coronas lucis colgadas de las ramas
superiores de los árboles, sacaban bandejas de comida y bebida, las
posaban, las cambiaban de lugar, luego las llevaban de vuelta a uno de los
edificios abovedados; y aunque había un sirviente encargado de cada una de
estas tareas, de vez en cuando (sin duda porque algo distinto atareaba a los
otros) uno solo llevaba a cabo las tres.
Durante un rato vagué por los jardines, admirando las flores en esa luz
crepuscular que rápidamente se apagaba. Luego, al observar que había
gente disfrazada entre los pilares de un pabellón, entré a juntarme con ella.
Ya he descrito lo que podía ser una reunión así en la Casa Absoluta.
Aquí, donde la sociedad era enteramente provinciana, la atmósfera parecía
casi infantil: niños que jugaban con la ropa vieja de sus padres; vi hombres
y mujeres vestidos de autóctonos, con manchas bermejas y pinceladas de
blanco en la cara, y hasta un hombre que vestía de autóctono pese a que lo
era, con un traje ni más ni menos auténtico que los otros, de modo que me
sentí inclinado a reírme de él hasta que comprendí que aunque sólo él y yo
lo sabíamos, este disfraz era en verdad el más original de todos, como si
alguien se hubiera disfrazado de ciudadano de Thrax. En torno a todos esos
autóctonos, reales y autoimaginados, había una cantidad de figuras no
menos absurdas: oficiales vestidos de mujeres y mujeres vestidas de
soldados, eclécticos fraudulentos como los autóctonos, gimnosofistas,
nuncios y sus acólitos, eremitas, eidólones, zoántropos medio animales y
medio humanos, y deodantes y remontados en harapos pintorescos, con los
ojos salvajemente pintados.
Me descubrí pensando qué extraño sería que el Sol Nuevo, el propio
Astro del Día, apareciese entonces tan de repente como había aparecido
tiempo atrás, cuando se lo llamaba Conciliador, y apareciese allí porque era
un lugar impropio y él siempre había preferido los lugares menos
apropiados, viendo a esa gente con ojos de una frescura para nosotros
imposible; y que, habiendo así aparecido, decretara por teurgia que todos
ellos (a ninguno de los cuales yo conocía, como ninguno me conocía a mí)
hubiesen de vivir para siempre los papeles que habían adoptado esa noche,
los autóctonos doblados ante hogueras en montañesas chozas de piedra, los
verdaderos autóctonos eternos burgueses en una mascarada, las mujeres
lanzándose espada en mano tras los enemigos de la Mancomunidad, los
oficiales bordando junto a ventanas del norte y alzando la vista y suspirando
hacia caminos vacíos, los deodantes plañendo sus impronunciables
abominaciones en el yermo, los remontados incendiando sus propios
hogares y volviendo la mirada hacia las montañas; y únicamente yo
inalterado, como se dice que inalterada se mantiene la luz a través de las
transformaciones matemáticas.
Luego, mientras sonreía para mí bajo la máscara, me pareció que la
Garra se me apretaba contra el esternón en su blanda bolsa de cuero,
recordándome que el Conciliador no había sido un bufón, y que yo llevaba
conmigo un fragmento de su poder. En ese momento, echando una mirada a
la sala por sobre las plumas y los yelmos y las cabelleras hirsutas, vi una
Peregrina.
Me abrí paso hacia ella lo más deprisa que pude, apartando a empujones
a los que no se hacían a un lado. (Eran pocos, pues aunque ninguno creía
que yo fuese lo que aparentaba, mi altura los llevaba a tomarme por un
exultante, cuando no había ningún exultante cerca).
La Peregrina no era ni joven ni vieja; bajo la estrecha máscara su rostro
parecía un óvalo suave, refinado y remoto como el rostro de la madre
sacerdotisa que me había permitido entrar en la tienda de la catedral
después de que con Agia destruyéramos el altar. Como si jugara, sostenía
una copita de vino, y cuando me arrodillé ante ella la dejó en una mesa para
darme a besar los dedos.
—Absuélvame, Dominicellae —le supliqué—. He hecho el mayor de
los daños a usted y sus hermanas.
—La muerte nos daña a todos —respondió.
—No soy ella. —Entonces alcé los ojos para mirarla, y se me cruzó la
primera duda.
Sobre el parloteo de la muchedumbre oí el siseo del aire que inspiraba:
—¿No lo eres?
—No, Dominicellae. —Y, aunque ya dudara de ella, temí que se me
escapara y estirándome aferré el ceñidor que le colgaba de la cintura—.
Perdóneme, Dominicellae, pero ¿de veras es usted miembro de la orden?
Sin decir nada ella sacudió la cabeza, y luego se desplomó.
No es inhabitual que nuestros clientes finjan desmayarse en la
mazmorra, pero la impostura se detecta con facilidad. El falso desvanecido
cierra deliberadamente los ojos y así los mantiene. En un desmayo auténtico
la víctima, que puede ser tanto hombre como mujer, pierde primero el
dominio de los ojos, de modo que por un instante dejan de mirar
exactamente en la misma dirección; a veces tienden a desaparecer bajo los
párpados. Éstos, por su parte, rara vez se cierran del todo, porque cerrarlos
no es un acto deliberado sino un mero reflejo de la relajación muscular. Por
lo general se puede ver una fina media luna de esclerótica entre el párpado
superior y el inferior, como vi yo cuando aquella mujer caía.
Varios hombres me ayudaron a llevarla a una alcoba, donde se dijo una
buena cantidad de tonterías sobre el calor y la excitación, aunque no había
habido ni una cosa ni otra. Durante un rato fue imposible echar a los
mirones; luego se acabó la novedad, y casi tan imposible me habría sido
retenerlos si lo hubiese deseado. A esas alturas la mujer de escarlata
empezaba a moverse, y por una mujer de más o menos la misma edad,
vestida como una niña, me había enterado de que era la esposa de un
armígero cuya villa no estaba lejos de Thrax pero que había ido a Nessus
por algún negocio. Volví entonces a la mesa a buscar la copita y le mojé los
labios con el líquido rojo que contenía.
—No —dijo ella con voz débil—. No quiero… Es sangría y la
detesto… Yo… sólo la elegí porque el color hace juego con mi disfraz.
—¿Por qué se desmayó? ¿Porque la tomé por una verdadera monja?
—No, porque adiviné quién es usted —dijo ella, y por un momento
estuvimos callados, ella medio recostada aún en el diván al cual yo había
ayudado a llevarla, y yo sentado a sus pies.
Reviví en mi mente el instante en que me había arrodillado ante ella;
tengo, como he dicho, el poder de reconstruir así todos los momentos de mi
vida. Ya] fin tuve que decir:
—¿Cómo lo supo?
—Si a cualquiera que llevase esas ropas le preguntaran si es la Muerte,
respondería que sí…, porque estaría disfrazado. Hace una semana estuve en
el tribunal del arconte, cuando mi marido acusó de robo a uno de nuestros
peones. Ese día lo vi a usted de pie a un costado, con los brazos cruzados
sobre la guarda de la misma espada que lleva ahora, y cuando le oí decir lo
que dijo, cuando me besó la mano, lo reconocí y pensé… ¡Ah, no sé qué
pensé! Que se había arrodillado porque iba a matarme, supongo. Por la
manera en que estaba de pie, cuando lo vi en la corte, se habría dicho que
era siempre galante con la pobre gente cuyas cabezas iba a seccionar, y
sobre todo con las mujeres.
—Me arrodillé simplemente porque estoy ansioso por localizar a las
Peregrinas, y su disfraz, como el mío, no parecía un disfraz.
—No lo es. Es decir, no estoy autorizada a usarlo, pero no lo han hecho
mis criadas. Es un hábito auténtico. —Hizo una pausa—. ¿Sabe que ni
siquiera sé su nombre?
—Severian. El suyo es Cyriaca; lo dijo una mujer mientras cuidábamos
de usted. ¿Puedo preguntarle cómo llegó a tener esas ropas, y si sabe dónde
están las Peregrinas?
—No será parte de su trabajo, ¿no? —Me miró un momento a los ojos,
y luego meneó la cabeza—. Es una cuestión privada. Me educaron ellas. Yo
era novicia, ¿sabe? Viajábamos por el continente, y yo solía recibir
maravillosas lecciones de botánica mirando los árboles y las flores al pasar.
A veces, cuando vuelvo a pensarlo, tengo la impresión de que pasábamos
de palmeras a pinos en una semana, aunque sé que no puede ser cierto.
»Iba a hacer los últimos votos, y el año anterior cosen el hábito para que
una pueda probárselo y le caiga justo, y también para que lo vea entre la
ropa corriente cada vez que deshace el equipaje. Es como cuando una niña
mira el traje de boda de la madre, que también fue de la abuela, sabiendo
que se casará con él, si alguna vez se casa. Sólo que yo nunca llegué a
llevar mi hábito, y cuando volví a casa, después de mucho esperar a que
pasáramos cerca, porque no había nadie para escoltarme, lo traje conmigo.
»Hacía mucho que no me acordaba de él. Pero cuando recibí la
invitación del arconte lo volví a sacar y decidí ponérmelo esta noche. Estoy
orgullosa de mi silueta, y sólo tuvimos que hacerle algunos retoques. Creo
que me sienta bien, y tengo cara de Peregrina, aunque me faltan los ojos de
ellas. La verdad es que nunca tuve esos ojos, aunque pensara que me
cambiarían cuando hiciera los votos, o después. La directora de novicias
tenía esa mirada. Podía estar sentada cosiendo, y mirándole los ojos una se
convencía de que veían los confines de Urth, donde viven los periscios,
atravesando los viejos, raídos faldones y las paredes de la tienda,
atravesándolo todo. No, no sé dónde están ahora las Peregrinas; dudo de
que ellas mismas lo sepan, salvo quizá la Madre.
—Usted tendría amigas entre ellas, sin duda —le dije—. ¿No se quedó
allí alguna de las novicias?
Cyriaca se encogió de hombros:
—Ninguna me escribió nunca. Realmente no lo sé.
—¿Se siente bastante repuesta como para volver al baile? —Una música
empezaba a filtrarse en nuestra alcoba.
La cabeza no se le movió, pero vi que sus ojos, que mientras hablaba de
las Peregrinas habían remontado los corredores de los días, giraban para
mirarme de soslayo.
—¿Es eso lo que usted quiere hacer?
—Supongo que no. Nunca me siento del todo cómodo donde hay mucha
gente, a menos que sean mis amigos.
—O sea que tiene algunos. —Parecía sinceramente asombrada.
—Aquí no… Bueno, aquí tengo una amiga. En Nessus tenía a los
hermanos de nuestro gremio.
—Comprendo. —Titubeó—. No hay ninguna razón para que vayamos.
Este asunto durará toda la noche, y cuando amanezca, si el arconte se sigue
divirtiendo, bajarán las cortinas para que no entre la luz y tal vez hasta
corran el palio sobre el jardín. Podemos quedarnos aquí cuanto se nos
antoje, y cada vez que vengan los sirvientes tendremos la comida y la
bebida que queramos. Cuando pase alguien con quien nos interese hablar, lo
detendremos para que nos entretenga.
—Me temo que empezaré a aburrirla antes del amanecer —dije.
—En absoluto, porque no pienso permitirle hablar demasiado. Voy a
hablar yo, y hacer que usted me escuche. Para empezar…, ¿sabe que es
muy bien parecido?
—Sé que no lo soy. Pero como nunca me ha visto sin esta máscara, es
imposible que sepa cómo soy. —Al contrario.
Se inclinó hacia adelante como para examinarme la cara por los
orificios de los ojos. Su propia máscara, del mismo color que el vestido, era
tan pequeña que parecía una mera convención: dos almendrados lazos de
tela alrededor de los ojos; sin embargo, le daban un aire exótico que de otro
modo no hubiera tenido, y también le daban, pienso, un aire de misterio, de
ocultamiento que la aliviaba del peso de la responsabilidad.
—Estoy segura de que es usted un hombre muy inteligente, pero no ha
estado en tantos bailes como yo, porque habría aprendido el arte de juzgar
una cara sin verla. Es más difícil, claro, cuando la persona que una está
mirando lleva una máscara de madera que no se adapta a la cara; pero aun
así se pueden saber muchas cosas. Tiene el mentón puntiagudo, ¿no? Con
un pequeño hoyuelo.
—Sí al mentón puntiagudo —repliqué—. No al hoyuelo.
—Miente para despistarme, o a lo mejor nunca se había fijado. Puedo
juzgar los mentones observando las cinturas, sobre todo en los hombres.
Cintura estrecha significa mentón afilado, y la máscara de cuero que lleva
descubre lo suficiente y lo confirma. Aunque tenga los ojos muy hundidos,
son grandes y movedizos, y en un hombre, sobre todo si el rostro es
delgado, eso implica un hoyuelo en el mentón. Tiene pómulos altos —los
contornos se delatan un poco bajo la máscara— y las mejillas chatas los
hacen parecer más altos. Pelo negro, porque se lo veo en los dorsos de las
manos, y labios delgados que se ven por la boca de la máscara. Si no puedo
verlos enteros es porque se curvan y pliegan, lo cual es sumamente deseable
en los labios de un hombre.
Yo no sabía qué decir, y para ser sincero habría dado bastante por irme
en ese momento; al fin pregunté:
—¿Quiere que me quite la máscara y comprobemos la precisión de sus
afirmaciones?
—Oh, no, no debe. No hasta que festejen la alborada. Además, ha de
tener en cuenta mis sentimientos. Si se la quitara y yo descubriera que no es
bien parecido, me privaría de una noche interesante. —Había estado
incorporada en el diván. Ahora, sonriendo, volvió a reclinarse con el pelo
desplegado como una gran aureola—. No, Severian, no debe
desenmascararse la cara sino el espíritu. Más tarde lo hará, enseñándome lo
que me enseñaría si usted fuera libre y pudiera hacer lo que se le antojara, y
ahora contándome todo lo que quiero saber de usted. Viene de Nessus: eso
ya me lo ha dicho. ¿Por qué tanto afán en encontrar a las Peregrinas?
VI
La biblioteca de la Ciudadela
Iba a responderle cuando una pareja pasó ante la alcoba, el hombre cubierto
con un sambenito, la mujer vestida de midinette. Nos miraron apenas, sin
detenerse, pero algo —tal vez la inclinación de las dos cabezas juntas, o
cierta expresión de los ojos— me dijo que sabían, o sospechaban al menos,
que yo no estaba disfrazado. Fingí que no había notado nada, sin embargo,
y dije:
—Algo que pertenece a las Peregrinas cayó en mis manos por
casualidad. Quiero devolvérselo.
—Entonces, ¿no les hará daño? —preguntó Cyriaca—. ¿Puede decirme
qué es?
No me atrevía a decirle la verdad, y sabía que, cualquiera que fuese el
objeto que nombrara, me pediría que lo mostrase; de modo que dije:
—Un libro… Un viejo libro bellamente ilustrado. No me jacto de saber
nada de libros, pero estoy seguro de que tiene importancia religiosa y es
muy valioso. —Y saqué de mi esquero el libro marrón de la biblioteca del
maestro Ultan que me había llevado al dejar la celda de Thecla.
—Viejo, sí —dijo Cyriaca—. Y no poco enmohecido, por lo que veo.
¿Puedo echarle una mirada?
Se lo di y pasó las páginas al vuelo, y luego se detuvo en un dibujo de
los sikinnis, alzándolo para que le diera la lumbre de la lámpara que ardía
en un nicho, sobre el diván. En la luz titilante pareció que los hombres
astados saltaban de la página, y que los silfos se contorsionaban.
—Yo tampoco sé nada de libros —dijo devolviéndomelo—. Pero tengo
un tío que sí sabe, y creo que por éste daría cualquier cosa. Me gustaría que
estuviera aquí y pudiera verlo… Aunque quizá sea mejor así, porque
probablemente yo trataría de sacárselo de un modo u otro. Cada péntada mi
tío viaja tan lejos como viajaba yo con las Peregrinas, nada más que para
buscar libros viejos. Ha estado incluso en los archivos perdidos. ¿Ha oído
hablar de esos archivos?
Meneé la cabeza.
—Lo único que sé es lo que él me contó una vez, cuando bebió de
nuestra reserva familiar un poco más que de costumbre, y tal vez no me
dijera todo, porque mientras hablábamos me pareció que temía que yo
también intentara ir. Y nunca he ido, aunque a veces lo he lamentado. Como
sea, en Nessus, muy al sur de la ciudad que visita la mayoría, tan al sur por
el gran río que casi todos piensan que la ciudad tendría que haber terminado
mucho antes, hay una fortaleza. Hace mucho que todo el mundo la olvidó
salvo acaso el autarca —que su espíritu perviva en mil sucesores—, y se
supone que está embrujada. Se alza sobre una colina que domina el Gyoll,
me contó mi tío, frente a un campo de sepulcros ruinosos, sin nada que
defender.
Hizo una pausa y movió las manos, modelando en el aire la colina y la
fortaleza. Tuve la impresión de que había contado la historia muchas veces,
quizás a sus hijos. Comprendí entonces que realmente tenía edad de ser
madre, y de hijos bastante grandes como para haber oído muchas veces
aquel cuento y otros. Los años no le habían marcado el rostro terso y
sensual; pero el candil de la juventud, que en Dorcas ardía aún con tanto
fulgor, que hasta en Jolenta había irradiado una luz clara y ultraterrena, que
con tanta firmeza y vivacidad había brillado tras la fuerza de Thecla y
alumbrado los brumosos, amortajados senderos de la necrópolis cuando su
hermana Thea recogió la pistola de Vodalus al borde de la tumba, se había
extinguido en ella hacía tanto que no quedaba ni siquiera el perfume de la
llama. Me apiadé.
—Usted ha de conocer la historia de cómo la raza de los días antiguos
llegó a las estrellas, y de cómo para hacerlo sus integrantes malvendieron la
mitad más salvaje de sí mismos, de modo que dejó de importarles el sabor
del viento pálido, el amor y el placer, hacer canciones nuevas y cantar las
viejas, y todas las otras cosas animales que creían haber traído con ellos de
las selvas húmedas en el fondo de los años… Aunque en realidad, me dijo
mi tío, esas cosas los habían traído a ellos. Y usted sabe, o debería saber,
que aquéllos a quienes vendieron esas cosas, que eran creaciones de sus
propias manos, los odiaron de corazón. Yen verdad tenían corazón, aunque
los hombres que los habían hecho nunca quisieran reconocerlo. El caso es
que decidieron arruinar a sus creadores, y lo hicieron devolviendo, cuando
la humanidad se hubo expandido a un millar de soles, todo lo que les habían
dejado tanto tiempo atrás.
»Hasta aquí, al menos, usted tiene que conocer la historia. A mí, como
acabo de contársela, me la contó una vez mi tío, que la había encontrado en
un libro junto con muchas otras. Era un libro que, según creía, nadie había
abierto en una quilíada.
»Pero menos conocido es cómo hicieron lo que hicieron. Me acuerdo
que cuando era chica me imaginaba a las máquinas malas cavando…,
cavando de noche hasta arrancar las raíces retorcidas de los árboles y
desenterrar un arcón de hierro que habían enterrado cuando el mundo era
muy joven; y cuando rompían el candado del arcón todas las cosas de que
hemos hablado salían volando como un enjambre de abejas doradas. Es una
locura, pero ni siquiera hoy consigo imaginar cómo pueden haber sido esas
máquinas pensantes.
Recordé a Jonas, con los lomos cubiertos de metal ligero y brillante, en
lugar de piel, pero no pude imaginármelo desencadenando una plaga que
aquejaría a la humanidad, y meneé la cabeza.
—Pero, según mi tío, el libro decía claramente que eso fue lo que
hicieron, y que las cosas que dejaron escapar no fueron enjambres de
insectos sino un torrente de artefactos de toda clase, destinados a revivir
todos aquellos pensamientos que la gente había abandonado porque les
resultaba imposible escribirlos en cifras. Desde las ciudades hasta las jarras
de crema, la construcción de todo estaba en manos de las máquinas, y tras
un millar de vidas enteras de construir ciudades como grandes mecanismos,
volvieron a construir ciudades como bancos de nubes antes de una
tormenta, y otras como esqueletos de dragones.
—¿Y eso cuándo fue?
—Hace muchísimo tiempo… Mucho antes de que se levantaran las
primeras piedras de Nessus.
Le había puesto un brazo sobre los hombros, y ahora ella dejó que su
mano se deslizara en mi regazo; sentí el calor y la lenta búsqueda.
—Y en todo lo que hacían siguieron el mismo principio. En la forma de
los muebles, por ejemplo, y en el corte de la ropa. Y, como los dirigentes
que en otro tiempo habían decidido que la humanidad abandonara los
pensamientos simbolizados por las ropas y los muebles y las ciudades,
habían muerto hacía mucho, y la gente había olvidado sus rostros y sus
máximas, las cosas nuevas les encantaron. Y así, erigido como había estado
únicamente sobre el orden, el imperio entero sucumbió.
»Pero aunque el imperio se disolviera, los mundos tardaron mucho
tiempo en morir. Al principio, para que los humanos no rechazaran otra vez
lo que les estaban devolviendo, las máquinas concibieron espectáculos y
fantasmagorías, cuyas representaciones inspiraban a quienes las veían
pensamientos sobre la fortuna o la venganza o el mundo invisible. Más
tarde dieron a cada hombre o mujer un consejero amigo, invisible para
todos los otros ojos. Los niños habían tenido compañeros así desde hacía
mucho tiempo.
»Cuando los poderes de las máquinas se debilitaron todavía más —
como ellas mismas deseaban—, ya no pudieron mantener aquellos
fantasmas en las mentes de sus dueños, ni tampoco construir más ciudades,
porque las ciudades que quedaban en pie ya estaban casi vacías.
»Habían alcanzado, me contó mi tío, el punto en el que esperaban que la
humanidad se volviera contra ellas y las destruyera; y sin embargo esto no
ocurrió, porque a esas alturas, así como en otro tiempo habían sido
despreciadas como esclavas o adoradas como demonios, las máquinas eran
enormemente amadas.
»Y entonces reunieron a su alrededor a los que más las amaban, y
durante largos años les enseñaron todas las cosas que la raza de los hombres
había dejado a un lado, y a su tiempo murieron.
»Luego los que habían sido amados por ellas, y que a su vez las habían
amado, debatieron cómo se podían preservar las enseñanzas, pues sabían
que la especie no volvería a aparecer en Urth. Pero brotaron encarnizadas
disputas. No habían aprendido juntos; cada cual, hombre o mujer, había
escuchado a una de las máquinas como si no hubiera en el mundo nadie
más que ellos dos. Y porque había tantos conocimientos y tan pocos para
aprenderlos, las máquinas habían ido enseñándole a cada cual algo
diferente.
»Así fue que se dividieron en partidos, y cada partido en dos, y cada
uno de éstos en dos de nuevo, hasta que al fin cada individuo quedó solo,
incomprendido, denigrado, y denigrando a los demás. Uno a uno se
alejaron, fuera de las ciudades que habían albergado a las máquinas o bajo
la superficie, salvo unos pocos que por costumbre permanecieron en los
palacios montando guardia junto a los cuerpos de las máquinas.
Un sommelier nos trajo copas de vino casi tan claro como el agua, y tan
quieto como el agua hasta que algún movimiento de la copa lo despertaba
de pronto. Perfumaba el aire como esas flores que nadie ve, las flores que
sólo pueden encontrar los ciegos; y beberlo era como beber la fuerza de un
corazón de toro. Cyriaca bebió ávidamente, y después de vaciar la copa la
arrojó tintineando a un rincón.
—Cuénteme más —le dije— de la historia de los archivos perdidos.
—Cuando la última máquina estuvo fría e inmóvil y cada uno de los que
habían aprendido de ellas la ciencia prohibida se separó de los demás, el
miedo invadió todos los corazones. Pues todos sabían que eran simples
mortales y sobre todo que habían dejado atrás la juventud. Y cada cual veía
con pesar que con él moriría el conocimiento que más amaba. Entonces
cada uno —suponiendo que era el único que lo hacía— se puso a escribir lo
que había aprendido en los largos años de atención a las máquinas que
derramaban el oculto saber de las cosas extrañas. Mucho pereció, pero
mucho sobrevivió, cayendo a veces en manos de copistas que los
vivificaban con añadidos propios o los debilitaban con omisiones…
Bésame, Severian.
Aunque mi máscara nos estorbaba, nuestros labios se encontraron.
Mientras ella se apartaba, dentro de mí fluyó el pálido recuerdo de los
burlones amoríos de Thecla en los seudotirums y tocadores catactonianos
de la Casa Absoluta, y dije:
—¿No sabes que estas cosas requieren toda la atención de un hombre?
Cyriaca sonrió:
—Por eso lo hice… Quería saber si estabas escuchando.
»Bien, durante mucho tiempo —nadie sabe cuánto exactamente,
supongo, y además el mundo no estaba entonces tan cerca de la extinción
del sol, y tenía más años por delante— aquellos escritos circularon o se
corroyeron en cenotafios donde sus autores los habían escondido. Eran
fragmentarios, contradictorios y exegéticos. Luego, esperando recobrar el
dominio ejercido por el primer imperio, cierto autarca (aunque entonces no
se llamaban autarcas) ordenó que los juntasen, y los sirvientes, hombres de
túnica blanca, saquearon desvanes y derribaron las androsfinges erigidas en
memoria de las máquinas y entraron en los cubículos de mujeres moiraicas
muertas largo tiempo atrás. Con el botín se levantó una gran pila en la
ciudad de Nessus, que por entonces acababa de construirse, para quemarlo.
»Pero la noche anterior al comienzo de la quema, el autarca de la época,
que nunca había tenido los salvajes sueños del dormido sino los meros
sueños de dominio del despierto, soñó por fin. Yen su sueño vio los
indómitos sueños de la vida y la muerte, de la piedra y el río, de la bestia y
el árbol escurriéndosele de las manos para siempre.
»Al llegar la mañana ordenó que no se encendieran las hogueras, y en
cambio anunció que se construiría una gran bóveda para albergar todos los
volúmenes y rollos reunidos por los hombres de túnica blanca. Pues pensó
que si el nuevo imperio que estaba proyectando acababa por fracasar, se
retiraría a la bóveda y entraría en los mundos que, a imitación de los
antiguos, había resuelto dejar a un lado.
»Como debía ocurrir, el imperio fracasó. El pasado no puede
encontrarse en el futuro donde no está: no hasta que el mundo metafísico,
que es tanto más extenso y tanto más lento que el físico, complete su
revolución y llegue el Sol Nuevo. Pero el autarca no se retiró como tenía
planeado a la bóveda y la muralla que había hecho alzar alrededor, pues si
una vez el hombre las abandona del todo y para siempre, las cosas salvajes
aprenden a reconocer las trampas y es imposible recapturarlas.
»De todos modos, se dice que antes de sellar la bóveda, puso un
guardián a cuidarla. Y que cuando aquel guardián vio que acababan sus días
en Urth, encontró otro, y éste otro más, de modo que continúan siempre
fieles a las órdenes del autarca, pues los colman los salvajes pensamientos
que manan de la ciencia conservada por las máquinas, y uno de tales
pensamientos es esa fe.
Yo había estado desnudándola mientras hablaba, y besándole los
pechos; pero dije:
—Los sentimientos de que hablas, ¿desaparecieron del mundo cuando
el autarca los encerró? ¿No habré tenido alguna vez noticias de ellos?
—No, porque por mucho tiempo han pasado de mano en mano,
impregnando la sangre de todos los pueblos. Además, se dice que a veces el
guardián los envía afuera, y aunque al final siempre vuelven, alguien o
muchos los leen antes de que se hundan de nuevo en la oscuridad.
—Es una historia maravillosa —dije—. Creo que tal vez yo sepa de ella
más que tú, pero nunca la había oído. —Descubrí que tenía piernas largas, y
suavemente ahusadas desde los muslos como cojines hasta los finos
tobillos; todo su cuerpo, en realidad, estaba modelado para el placer.
Sus dedos tocaron el cierre que me sujetaba la capa a los hombros.
—¿Necesitas quitarte esto? —preguntó—. ¿No nos puede cubrir?
—Puede —dije yo.
VII
Atracciones
Dejé los jardines del palacio por uno de los portales que daban a tierra.
Había seis soldados de caballería vigilando, sin el menor aire de
relajamiento que pocas guardias antes había caracterizado a los dos de la
escalinata del río. Uno, cerrando el paso educada pero inconfundiblemente,
me preguntó si tenía que irme tan temprano. Me identifiqué y dije que temía
que sí, que aún me quedaba trabajo por hacer esa noche (lo que era muy
cierto) y que a la mañana siguiente me esperaba además una dura jornada
(lo que no lo era menos).
—Pues es usted un héroe. —La voz del soldado sonó un poco más
amistosa—. ¿No tiene escolta, Lictor?
—Tenía dos clavígeros, pero los despedí. No hay motivo para que no
encuentre yo solo el camino a la Víncula.
Otro soldado, que hasta entonces no había hablado, dijo:
—Puede quedarse dentro hasta mañana. Le darán un lugar tranquilo
para acostarse.
—Sí, pero no haría mi trabajo. Me temo que debo partir ahora.
El que había estado bloqueándome el paso se apartó.
—Me gustaría mandar un par de hombres a que lo acompañen. Lo haré
si espera usted un momento. Tengo que pedirle permiso al oficial de
guardia.
—No es necesario —contesté, y partí antes de que pudieran decir algo
más. Era evidente que algo, presumiblemente el ejecutor de los asesinatos
que había mencionado mi sargento, actuaba en la ciudad; parecía casi
seguro que mientras yo estaba en el palacio del arconte había ocurrido otra
muerte. La idea me llenó de una agradable excitación; no porque fuera tan
tonto como para imaginarme superior a un ataque, sino porque la idea de
que me atacaran, de enfrentarme con la muerte esa noche en las oscuras
calles de Thrax, aliviaba en parte la depresión que yo habría sentido en
circunstancias opuestas. Este terror indeterminado, esa amenaza nocturna
sin rostro, era la más temprana de mis pesadillas infantiles; y como tal,
ahora que la niñez había quedado atrás, tenía la cualidad íntima que tienen
todas las cosas infantiles cuando somos enteramente adultos.
Estaba en la misma margen del río que la choza que había visitado esa
tarde, y no necesitaba volver a tomar un barco; pero las calles me eran
extrañas y en la oscuridad parecían casi un laberinto construido para
confundirme. Varias veces inicié la marcha en falso antes de encontrar el
camino angosto que yo buscaba y que trepaba por el risco.
En las viviendas de ambos lados, silenciosas mientras habían esperado a
que el poderoso muro de piedra que tenían enfrente se alzara y cubriera el
sol, había ahora murmullos de voces, y unas pocas ventanas destellaban a la
luz de unas lámparas de grasa. Mientras Abdiesus festejaba abajo, en su
palacio, la gente humilde de lo alto del risco también celebraba, con un
regocijo que difería del otro sobre todo en que era menos tumultuoso. Oí al
pasar los ruidos del amor, lo mismo que los había oído en el jardín del
arconte después de dejar a Cyriaca por última vez, y aquí y allá voces de
hombres y mujeres conversando tranquilamente, y también bromeando. El
jardín del palacio había estado perfumado por la fragancia de las flores, y el
aire, refrescado por las fuentes del mismo jardín y por la fuente mayor del
frío Acis, que corría justo al lado. Aquí ya no había esos olores; pero una
brisa se movía entre las chozas y las cuevas de bocas taponadas, acercando
ora un hedor de estiércol, ora el aroma del té o de algún estofado humilde, y
sólo a veces el aire limpio de las montañas.
Cuando hube llegado a cierta altura de la cara del acantilado, donde no
vivía nadie tan rico como para permitirse más luz que la de un fogón de
cocina, me volví a mirar la ciudad, como la había mirado esa tarde, aunque
con un ánimo totalmente distinto desde las almenas del castillo de Acies. Se
dice que hay en las montañas grietas tan profundas que desde el fondo se
ven las estrellas; grietas, pues, que atraviesan enteramente el mundo. Ahora
yo sentía que había encontrado una. Era como mirar una constelación, como
si toda Urth se hubiera derrumbado y yo estuviera mirando un abismo de
estrellas.
Parecía probable que a esas alturas me hubiesen empezado a buscar.
Pensé en los dimarchi del arconte apresurándose por las calles silenciosas,
quizá llevando antorchas arrebatadas del jardín. Mucho peor era la idea de
los clavígeros que hasta ahora había comandado desplegándolos en abanico
desde las puertas de la Vincula. Sin embargo, no veía que se movieran
luces, y no oía ningún grito ronco y lejano, y si la Vincula estaba
alborotada, el alboroto no afectaba la telaraña de calles que cubrían el risco
de la otra orilla. Tendría que haberse visto, también, el resplandor
parpadeante del gran portón abriéndose para dejar salir a los hombres recién
levantados, cerrándose, y luego volviendo a abrirse. Por fin di media vuelta
y seguí subiendo. Aún no habían dado la alarma. Con todo, no tardaría en
sonar.
La salamandra
Fuera las estrellas parecían más brillantes, y por primera vez en muchas
semanas la Garra había dejado de apretarme el pecho.
Al bajar el sendero angosto, ya no me hizo falta parar y volverme a
mirar la ciudad. Se extendía ante mí en diez mil luces titilantes, desde el
faro del castillo de Acies hasta el reflejo de las ventanas de la sala de
guardia en las aguas que corrían a través del Capulus.
A esas alturas ya me habrían cerrado las puertas. Si aún no habían
lanzado a los dimarchi, lo harían antes de que yo alcanzara la planicie junto
al río; pero había decidido ver una vez más a Dorcas antes de abandonar la
ciudad, y por alguna razón no dudaba de mi habilidad para lograrlo.
Empezaba a urdir planes para sortear después los muros cuando lejos y
abajo se encendió una nueva luz.
A lo lejos era pequeña, sólo una picadura de alfiler como las demás; y
sin embargo no se les parecía en absoluto, y puede que mi mente sólo la
registrara como luz porque no sabía con qué otra cosa compararla. La noche
en que Vodalus había resucitado a la muerta en la necrópolis, yo había visto
un poderoso disparo de pistola: un coherente haz de energía que había
partido la niebla como un relámpago. Este fuego no era así, pero se le
parecía más que cualquier cosa que yo pudiera recordar. Relumbró
brevemente y se apagó, y un latido después sentí la ola de calor en la cara.
Plomo
Siguiendo la corriente
Dorcas dijo:
—Y ahora te marchas al norte como un fugitivo, y yo te he quitado el
dinero.
—No necesito mucho, y conseguiré más. —Me levanté.
—Llévate la mitad, al menos. —Meneé la cabeza y ella dijo: Entonces
llévate dos chrisos. Yo puedo prostituirme, si las cosas empeoran mucho, o
robar.
—Si robas te cortarán la mano. Yantes de que des las manos por tu cena,
es mejor que yo corte otras para pagarme la mía.
Iba a marcharme, pero ella saltó de la cama y me aferró la capa.
—Ten cuidado, Severian. En la ciudad anda algo suelto… Salamandra,
lo llamó Hethor. Sea lo que sea, quema a sus víctimas.
Le dije que tenía mucho más que temer de los soldados del arconte que
de la salamandra, y salí sin darle tiempo a que me replicase. Pero mientras
me fatigaba subiendo por una callejuela de la ribera oeste que según habían
asegurado mis barqueros me llevaría a la cima del acantilado, me pregunté
si no tendría que temer más el frío de las montañas y las bestias salvajes que
cualquiera de los otros dos peligros. También me pregunté por Hethor, y por
cómo me habría seguido hasta tan al norte, y por qué. Pero más que en
ninguna de esas cosas pensé en Dorcas, y en lo que había sido para mí, y yo
para ella. Iba a pasar mucho tiempo antes de que volviese siquiera a verla
un momento, y creo que en cierto modo lo presentí. Así como al dejar por
primera vez la Ciudadela me había subido la capucha para ocultar mis
sonrisas a los transeúntes, ahora me cubrí la cara para ocultar las lágrimas
que me mojaban las mejillas.
Dos veces había visto aquel día el depósito que alimentaba la Vincula, pero
ninguna de noche. Antes me había parecido pequeño, un estanque
rectangular no mayor que los cimientos de una casa y no más hondo que
una tumba. Parecía casi un lago bajo la luna menguante, y podría haber sido
tan hondo como la cisterna que había bajo el Campanario.
Estaba a no más de cien pasos de la muralla que defendía el margen
occidental de Thrax. En la muralla había torres —una muy cerca del
depósito— y a esas alturas, sin duda, las guarniciones habrían recibido la
orden de prenderme si intentaba escapar de la ciudad. A intervalos, mientras
avanzaba por el acantilado, había divisado a los centinelas que patrullaban
el muro; llevaban las lanzas apagadas, pero las estrellas les alumbraban las
crestas de los yelmos, que a veces reflejaban tenuemente la luz.
Me agazapé, mirando la ciudad y confiando en que la capa y la capucha
fulígenas los engañaran. Habían bajado los barrados portículos de hierro de
las arcadas del Capulus; podía detectar las turbulencias del Acis donde el
agua los golpeaba. Eso me despejó cualquier duda: habían detenido a
Cyriaca; o más probablemente la habían visto, nada más, y la habían
denunciado. Abdiesus podría o no hacer ingentes esfuerzos para capturarla;
me parecía muy probable que le permitiera desaparecer, evitando así que
llamara la atención. Pero no cabía duda de que a mí me iba a apresar, si
podía, y a ejecutarme como el traidor a su autoridad que yo era.
Desde el agua volví la mirada hacia el agua, desde el presuroso Acis al
depósito en calma. Conocía la palabra para abrir la compuerta, y la usé. El
antiguo mecanismo rechinó, como puesto en marcha por esclavos
fantasmas, y entonces las aguas quietas también corrieron, corrieron más
rápido que el furioso Acis en el Capulus. Muy abajo, los prisioneros oirían
el bramido, y los más cercanos a la entrada verían la espuma blanca del
torrente. En un momento los que estaban de pie tendrían el agua hasta los
tobillos, y los que habían estado durmiendo se esforzarían por incorporarse.
Un momento más y todos tendrían el agua a la cintura; pero estaban
encadenados a sus sitios, y los más débiles serían sostenidos por los más
fuertes: ninguno, esperaba yo, se ahogaría. Dejando sus puestos, los
clavígeros de la entrada se apresurarían a subir el empinado sendero que
llevaba a la cumbre para ver quién había tocado el depósito.
Mientras se escurría lo que quedaba de agua, oí rodar por la pendiente
las piedras que desplazaban con los pies. Volví a cerrar la compuerta y me
metí en el viscoso y casi vertical pasaje que el agua acababa de atravesar.
Habría avanzado con más facilidad de no haber sido por Terminus Est. Para
apretar la espalda contra un lado de ese tubo retorcido, como de chimenea,
tuve que descolgármela del hombro, pero no tenía ninguna mano libre para
sostenerla. Me puse el tahalí alrededor del cuello, dejé que hoja y vaina
colgaran y traté de que el peso no me molestara demasiado. Dos veces
resbalé, pero cada vez me salvó una curva del menguante pasaje; y al fin,
cuando habiendo pasado un cierto tiempo me convencí de que los
clavígeros se habían ido, vi el resplandor rojo de una antorcha y saqué la
Garra.
Nunca volvería a verla arder con ese brillo. Era enceguecedor, y al
llevarla en alto por el largo túnel de la Víncula, no pude sino maravillarme
de que no me redujera la mano a cenizas. No hubo, creo, un solo prisionero
que me viera a mí. La Garra los fascinaba como una linterna nocturna al
ciervo del bosque; permanecieron inmóviles, las bocas abiertas, alzadas las
caras barbudas y macilentas, las sombras detrás de ellos afiladas como
siluetas cortadas en metal y oscuras como el fulígeno.
Al final del túnel, donde el agua se volcaba en la larga, inclinada cloaca
que la llevaba por debajo del Capulus, estaban los prisioneros más débiles y
enfermos; y fue allí donde vi con más claridad la fuerza que les comunicaba
la Garra. Hombres y mujeres que nunca en el recuerdo del más viejo de los
clavijeros se habían mantenido en pie, parecían ahora altos y fuertes. Los
saludé agitando la mano, aunque estoy seguro de que ninguno de ellos lo
advirtió. Luego puse la Garra del Conciliador en su pequeña bolsa, y nos
hundimos en una noche al lado de la cual la noche de la superficie de Urth
sería clara como el día.
El aluvión había limpiado la cloaca, y me fue más fácil descender por
ella que por el tubo del depósito, pues, aunque más estrecha, era menos
empinada, y pude arrastrarme rápidamente adelantando la cabeza. Al final
había una rejilla; pero, como había notado en uno de mis paseos de
inspección, estaba comida por la herrumbre.
XIII
En las montañas
Pasé esa noche encogido al abrigo de una roca desnuda. No había comido
nada desde que me había cambiado de ropa en la Víncula, lo que parecía
haber sido semanas antes, si no meses. En realidad, sólo habían pasado
meses desde que le había deslizado a la pobre Thecla un cuchillo de cocina,
y había visto que la sangre se le escurría, vacilante gusano carmesí, por
debajo de la puerta de la celda.
Al menos había elegido bien la roca. Detenía el viento, así que mientras
me mantuviera detrás sería casi como si descansara en el aire calmo y
frígido de alguna cueva de hielo. Uno o dos pasos a cualquiera de los lados
me exponían a la plenitud de las ráfagas, tanto que en un solo momento
glacial quedaba helado hasta los huesos.
Dormí alrededor de una guardia, creo, sin sueños que sobrevivieran al
descanso, y luego me desperté con la impresión —que no era un sueño, sino
la suerte de conocimiento o seudoconocimiento infundado que a veces nos
sobreviene a fuerza de cansancio y de miedo— de que tenía a Hethor
inclinado sobre mí. Me pareció sentir su aliento en la cara, hediondo y
gélido; sus ojos, que ya no eran opacos, ardían en los míos. Cuando me
despabilé, comprendí que los puntos luminosos que había confundido con
sus pupilas eran en verdad dos estrellas, grandes y muy brillantes en el aire
ligero y transparente.
Intenté dormirme de nuevo, cerrando los ojos y obligándome a
rememorar los lugares más cálidos y cómodos que había conocido: las
habitaciones de oficial que me habían dado en nuestra torre, que tan
palaciegas me habían parecido entonces (recintos privados con mantas
abrigadas), y el dormitorio de los aprendices; la cama que una vez había
compartido con Calveros, calentada por su amplia espalda como por una
estufa; los apartamentos de Thecla en la Casa Absoluta; la abrigada
habitación de Saltus donde me había alojado con Jonas.
Nada servía. No pude volver a dormirme, aunque tampoco me atrevía a
seguir caminando a oscuras por miedo a caerme en un precipicio. Pasé el
resto de la noche contemplando las estrellas; era la primera vez que
experimentaba realmente la majestuosidad de las constelaciones, sobre las
cuales el maestro Malrubius nos había dado clases cuando yo era el menor
de los aprendices. Qué extraño es que el cielo, de día terreno estacionario en
donde parecen moverse las nubes, se transforme de noche en telón de fondo
del movimiento mismo de Urth, tanto que lo sentimos rodar bajo nosotros
como un marinero siente el correr de la marea. Aquella noche la conciencia
de esta lenta rotación era tan fuerte, tan inequívoca, que su largo, continuo
barrido estuvo a punto de marearme.
Fuerte era también la sensación de que el cielo es un pozo sin fondo en
donde el universo podría precipitarse eternamente. Había oído a algunos
decir que, cuando miraban demasiado las estrellas, los aterrorizaba la
impresión de ser absorbidos. Antes que en los soles remotos, mi miedo —
pues tenía miedo— se centraba en la desmesura del vacío; y por momentos
llegué a asustarme tanto que me aferré a la roca con dedos ateridos, pues me
parecía que iba a caerme de Urth. Es claro que todo el mundo siente un
atisbo de esto; por algo se dice que no hay clima tan benigno como para que
la gente acepte vivir en casas sin techo.
Ya he descrito cómo, aunque me desperté pensando que el rostro de
Hethor me miraba (supongo que porque había tenido a Hethor tan presente,
desde que había hablado con Dorcas), al abrir los ojos descubrí que no
quedaba de él más detalle que dos brillantes estrellas que le habían
pertenecido. Lo mismo me ocurrió al principio cuando intenté reconocer las
constelaciones, cuyos nombres había leído a menudo, pero de cuya posición
en el cielo tenía apenas una idea muy imprecisa. Primero todas las estrellas
me parecieron un enjambre de luces, aunque hermosas, como las chispas
que despide una fogata. Pronto, por supuesto, empecé a advertir que unas
brillaban más que otras, y que los colores no eran en modo alguno
uniformes. Luego, de improviso, cuando ya hacía rato que las estaba
observando, la forma de un peritón pareció destacarse tan claramente como
si hubieran entalcado el cuerpo del pájaro con polvo de diamante. En un
momento desapareció de nuevo, pero al punto regresó, y con ella otras
formas, algunas correspondientes a constelaciones de las que yo tenía
noticia, otras que eran, me temo, pura imaginación mía. Particularmente
clara era una anfisbena, o serpiente con una cabeza en cada extremo.
Cuando estos animales celestiales se hicieron visibles, su belleza me
intimidó. Pero cuando fueron tan nítidos y evidentes (como no tardó en
ocurrir) que no me bastaba un acto de voluntad para desdeñarlos, empecé a
tenerles tanto miedo como a caer en el abismo sobre el cual se
contorsionaban; no obstante, éste no era un simple miedo Hsico o instintivo
como el otro, sino sobre todo una especie de horror filosófico ante la idea
de un cosmos en donde unas toscas figuras de bestias y monstruos habían
sido pintadas con soles ardientes.
Después de cubrirme la cabeza con la capa, lo que me vi obligado a
hacer si no quería volverme loco, me puse a pensar en los mundos que
circundaban a aquellos soles. Todos sabemos que existen, y que algunos son
meras e inacabables llanuras de roca, y otros, esferas de hielo o de colinas
cenicientas donde fluyen ríos de lava, como se afirma de Abaddón; pero
que muchos otros son mundos más o menos bellos, y habitados por
criaturas, bien descendientes de la especie humana, bien al menos no del
todo diferentes de nosotros. Al principio pensé en cielos verdes, hierba azul,
y en toda la sarta de exotismos infantiles que aquejan a la mente cuando
concibe otros mundos que Urth. Pero al cabo de un tiempo me cansé de esas
ideas pueriles, y empecé a pensar en sociedades y formas de pensamiento
completamente distintas de las nuestras, mundos en los cuales las personas,
sabiéndose descendientes de una sola pareja de colonos, se trataban entre sí
como hermanos y hermanas, mundos donde, al no haber dinero sino honor,
todos trabajaban en orden para tener derecho a asociarse con cierto hombre
o mujer que había salvado a la comunidad, mundos en los que ya no se
libraba la larga guerra entre el hombre y los animales. Estos pensamientos
arrastraron otros cientos, o más: cómo podía administrarse la justicia
cuando todos amaban a todos, por ejemplo; cómo un mendigo que no
conservaba sino su humanidad podía mendigar honor, y las formas de vestir
y de alimentar a un pueblo que no mataba animales sensibles.
La primera vez que, de niño, me había dado cuenta de que el círculo
verde de la luna era una suerte de isla colgada del cielo, cuyo color provenía
de bosques ahora inmemorialmente viejos, plantados en los días más
tempranos de la raza humana, me había hecho el propósito de ir allí, y a él
había añadido todos los mundos del universo cuando, con el tiempo, caí en
la cuenta de que existían. Como parte (creía yo) del crecimiento, había
abandonado aquel deseo al enterarme de que sólo personas de posición
social, para mí, inaccesiblemente alta conseguían alguna vez irse de Urth.
Ahora volvía a encenderse en mí el viejo anhelo, y aunque el paso de
los años parecía haberlo vuelto aún más absurdo (pues sin duda aquel
pequeño aprendiz había tenido más posibilidades de relumbrar entre las
estrellas que el paria perseguido que yo había llegado a ser), era
inmensamente más firme y más fuerte porque entretanto yo había conocido
la locura de limitar el deseo a lo posible. Iría, estaba decidido. Por el resto
de mi vida estaría insomnemente alerta a cualquier oportunidad, por ligera
que fuese. Ya una vez me había encontrado solo con los espejos del padre
Inire; luego Jonas, mucho más sabio que yo, se había arrojado sin vacilar a
la marea de fotones. ¿Quién podía decir que nunca volvería a encontrarme
frente a esos espejos?
Con este pensamiento me aparté la capa de la cabeza, resuelto a mirar
las estrellas una vez más, y descubrí que la luz del sol había despuntado
sobre las cumbres reduciéndolas hasta casi volverlas insignificantes. Los
rostros titánicos que se cernían sobre mí ahora eran sólo los de los
soberanos de Urth muertos largo tiempo atrás, consumidos por el tiempo,
las mejillas desprendidas en aludes.
Me puse de pie y me desperecé. Estaba claro que no podía pasarme el
día sin comida, como había hecho la víspera; y más claro todavía que no
podía pasar la noche siguiente como había pasado ésta, sin más abrigo que
la capa. Así, aunque aún no me atrevía a bajar a los valles poblados, tracé
mi ruta para que me condujera al alto bosque que veía allá abajo en las
laderas.
Llegar al bosque me llevó la mayor parte de la mañana. Cuando al fin
alcancé a gatas los achaparrados abedules que lo flanqueaban, comprobé
que aunque estaba asentado más abruptamente de lo que yo había supuesto,
en el centro, donde el suelo era algo más nivelado y la escasa tierra por lo
tanto un poco más rica, contenía árboles de altura muy considerable, tan
cercanos unos a otros que los espacios entre los troncos apenas eran más
anchos que los troncos mismos. No eran, desde luego, los duros árboles de
hojas satinadas del bosque tropical que habíamos dejado atrás en la ribera
sur del Cephissus. La mayoría eran coníferas de corteza arrugada, árboles
altos, rectos y fuertes, pero que se inclinaban apartándose de la sombra de la
montaña, y al menos una cuarta parte de ellos exhibía heridas de las guerras
con el viento y los rayos.
Yo había subido esperando encontrar leñadores o cazadores a quienes
reclamar la hospitalidad que todos (como quieren creer las gentes de las
ciudades) ofrecen a los extraños en tierras salvajes. Durante largo rato, no
obstante, me vi decepcionado. Una y otra vez me detenía a escuchar,
buscando el tintineo de un hacha o ladridos de perros. Sólo había silencio, y
por cierto, no vi ninguna señal de que se hubiera cortado leña aunque los
árboles habrían provisto gran cantidad.
Finalmente topé con un arroyo de agua helada que erraba entre los
árboles, bordeado de tiernos helechos enanos y de hierba fina como cabello.
Bebí hasta saciarme y durante algo así como media guardia seguí la
corriente cuesta abajo por una sucesión de cascadas y lagos en miniatura,
maravillándome, como sin duda les ha pasado a otros desde hace
incontables quilíadas, al observar cómo estas aguas iban creciendo poco a
poco, sin haber reclutado a otras de su especie que yo hubiera visto.
Al fin aumentaba tanto que ni los árboles quedaban a salvo, y más
adelante vi un tronco de casi cuatro codos de grosor que había caído al agua
con las raíces socavadas. Me acerqué sin gran cuidado, pues no había
ningún sonido que me previniese, y apoyando los brazos en una cepa salté
hacia el tronco.
Por poco no me caí en un océano de aire. Las almenas del castillo de
Acies, desde donde había visto a Dorcas abatida, era una balaustrada
comparada con esta altura. Seguramente la única obra manual capaz de
rivalizar con ella es la Muralla de Nessus. El arroyo caía silenciosamente en
un abismo que lo disolvía en rocío, y lo desvanecía en un arco iris. Los
árboles de abajo podrían haber sido juguetes hechos para un niño por un
padre indulgente, y en el límite del bosque, con un breve campo detrás, vi
una casa no más grande que un guijarro con un penacho de humo blanco,
fantasma de la cinta de agua que había caído y muerto, ascendiendo en un
rizo para desaparecer como ella en la nada.
Al principio, bajar del farallón me pareció excesivamente fácil, pues la
inercia de mi salto casi me había hecho pasar por encima del tronco, que
por su parte colgaba a medias del filo. Una vez recobrado el equilibrio, sin
embargo, lo consideré casi imposible. Grandes zonas de la superficie rocosa
parecían lisas desde donde yo estaba; si hubiese tenido una soga tal vez
habría podido ir descolgándome, pero lo cierto era que no la tenía, y de
todos modos habría sido una necedad fiarse de una soga tan larga como la
que se necesitaba.
Estuve algún tiempo explorando la cima del farallón, no obstante, y
acabé por descubrir un sendero que, aunque muy escarpado y muy angosto,
mostraba inconfundibles signos de uso. No referiré los detalles del
descenso, que realmente tienen poco que ver con mi historia, aunque bien
puede imaginarse que en ese entonces me absorbieron por completo. Pronto
aprendí a estar atento nada más que al sendero y la pared del farallón, que
me quedaba a la derecha o la izquierda según las vueltas del sendero. En su
mayor parte éste era una abrupta rampa de un codo o menos de ancho. De
vez en cuando se convertía en una serie de escalones descendentes cortados
en la roca viva, y en cierto punto sólo había agujeros para pies y manos por
los que bajé como por una escalerilla. Objetivamente visto, era mucho más
fácil que colgar de las grietas a que me había aferrado de noche en la boca
de la mina de los hombres-mono, y al menos se me ahorraba la conmoción
de las saetas explotándome en los oídos; pero la altura era cien veces
mayor, y vertiginosa.
Quizá por la obligación de esforzarme tanto en no ver el precipicio del
lado opuesto, fui muy consciente de la enorme, seccionada porción de la
corteza del mundo por donde me arrastraba. En tiempos antiguos —eso leí
en uno de los textos que me indicó el maestro Palaemon— el corazón
mismo de Urth estuvo vivo, y los variables movimientos de ese centro
animado hicieron surgir llanuras como fuentes, y a veces, en una noche,
abrieron mares entre islas que al ponerse el sol habían sido un continente
único. Ahora se dice que está muerta, y enfriándose y menguando bajo su
manto de piedra como el cadáver de una anciana en una de esas casas
abandonadas que había descrito Dorcas, momificándose en el aire calmo y
seco hasta que se le caigan las ropas, plegándose sobre sí mismas. Así, se
dice, pasa con Urth; y allí donde yo estaba media montaña se había
desprendido de su otra mitad, cayendo al menos una legua.
XIV
La casa de la viuda
En Saltus, donde estuve con Jonas unos días y llevé a cabo la segunda y
tercera decapitaciones de mi carrera, los mineros saquean la tierra de
metales, piedras de construcción e incluso artefactos dejados por
civilizaciones olvidadas quilíadas antes de que empezara a levantarse la
Muralla de Nessus. Lo hacen abriendo estrechos túneles en las laderas de
las colinas hasta que dan con algún rico estrato de ruinas, o incluso (si los
cavadores son especialmente afortunados) con una construcción que ha
preservado parte de su estructura y les sirve como galería ya hecha.
Lo que allí se hacía con tanto trabajo, en el farallón que yo iba bajando
podría haberse logrado casi sin ninguno. A mis espaldas estaba el pasado,
desnudo e indefenso igual que todas las cosas muertas, como si lo que el
derrumbe de la montaña había dejado abierto fuese el tiempo mismo.
Huesos fósiles sobresalían de la superficie en algunos lugares, huesos de
animales poderosos y de hombres. También el bosque había asentado allí su
propia muerte, tocones y ramas que el tiempo había convertido en piedra, y
cuando empecé a bajar me pregunté si no ocurriría acaso que Urth no es,
como aceptamos, más vieja que sus hijos los árboles, y me los imaginé
creciendo en el vacío frente al sol, un árbol agarrado a otro con las raíces
enredadas y las copas enlazadas hasta que esa acumulación se convirtió al
fin en nuestra Urth, y ellos sólo en el paño de una vestimenta.
Más profundamente que esos árboles yacen las construcciones y los
mecanismos de la humanidad. (Y acaso también los de otras razas, pues
varias de las historias del libro marrón que yo llevaba parecían entrañar que
en un tiempo existieron aquí colonias de esos seres que llamamos
cacógenos, aunque en realidad pertenezcan a miríadas de razas, cada una
tan particular como la nuestra). Allí vi metales que eran verdes y azules en
el mismo sentido en que se dice que el cobre es rojo, o la plata, blanca,
coloreados metales de forja tan curiosa que no pude saber si esas formas
habían sido creadas como obras de arte o partes de extrañas máquinas, y
ciertamente podría ser que para algunos de esos pueblos inescrutables no
hubiera ninguna diferencia.
A cierta altura, apenas un poco antes de la mitad del descenso, la línea
de la falla había coincidido con el muro de azulejos de algún edificio
grande, de modo que el sinuoso sendero que yo seguía lo atravesaba de un
tajo. Qué indicaba el diseño de esos azulejos es algo que nunca supe;
durante la bajada lo tenía demasiado cerca como para verlo, y cuando al fin
llegué al pie del farallón estaba demasiado lejos, perdido en las volubles
brumas de la cascada. Con todo, mientras bajaba, la vi como puede decirse
que un insecto ve la cara de un retrato sobre cuya superficie se mueve. Los
azulejos eran de muchas formas, aunque se ajustaban perfectamente unos a
otros, y al principio me parecieron representaciones de pájaros, lagartos,
peces y criaturas por el estilo, todas trabadas en poses vitales. Ahora pienso
que no era así, que más bien eran formas de una geometría que no atiné a
comprender, diagramas tan complejos que de ellos parecían surgir formas
vivas, así como formas de animales reales surgen de la intrincada geometría
de las moléculas complejas.
Fuera como fuese, esas formas parecían tener poca relación con el
dibujo o el diseño. Estaban cruzadas por líneas de color, y aunque debían de
haber sido insufladas en la sustancia de los azulejos hacía muchos eones,
eran tan deliberadas y brillantes que parecían haber sido trazadas sólo un
momento antes por el pincel de un artista titánico. Los tonos más usados
eran el berilo y el blanco pero, aunque varias veces me detuve y me esforcé
por entender qué habría pintado allí (fuera escritura, un rostro, tal vez un
mero diseño decorativo de líneas y ángulos o un patrón de plantas
entrelazadas), no lo conseguí; y quizás hubiera todas esas cosas, o ninguna,
según el punto de donde se mirara y la predisposición del observador.
Una vez pasado el enigmático muro, el camino se hizo más fácil. No me
volvió a hacer falta descolgarme por un abrupto precipicio, y aunque había
varios tramos más de escalones, no eran tan empinados o estrechos como
antes. Llegué abajo antes de lo que esperaba, y miré el sendero tan
asombrado como si nunca hubiese puesto en él un pie; y, ciertamente, vi
que en varios puntos parecía que el desprendimiento de secciones del
farallón lo hubiese roto, de modo que daba la impresión de ser intransitable.
La casa que desde arriba había divisado tan claramente ahora no se veía,
oculta como estaba entre árboles; pero el humo de la chimenea seguía
distinguiéndose contra el cielo. Corté camino por un bosque menos
escarpado que aquél por donde había seguido el arroyo. Los oscuros árboles
parecían, en todo caso, más viejos. Aquí faltaban los grandes helechos del
sur, y lo cierto es que nunca los vi al norte de la Casa Absoluta, excepto los
que se cultivaban en los jardines de Abdiesus; pero había violetas silvestres
de hojas satinadas y flores del color exacto de los ojos de la pobre Thecla
que crecían entre raíces de árboles, y musgo como el más grueso terciopelo
verde, tanto que el suelo parecía alfombrado y los propios árboles vestidos
con una tela costosa.
Algo antes de ver la casa o cualquier signo de presencia humana, oí el
ladrido de un perro. Junto con ese sonido decrecieron el silencio y la
maravilla de los árboles, presentes aún pero infinitamente más lejanos.
Sentí que una vida misteriosa, vieja y extraña, y sin embargo amable, había
estado a punto de revelárseme, y que se había retirado como un personaje
inmensamente eminente, un maestro de músicos, acaso, a quien durante
años me había esforzado por atraer a mi puerta, y que cuando él al fin iba a
llamar, había oído la voz de otro huésped que le disgustaba, y dejando caer
la mano, se había alejado para no volver nunca más.
Y, sin embargo, qué reconfortante era. Yo había estado casi dos largos
días totalmente solo, primero en agrietados campos de piedra, luego entre la
belleza glacial de las estrellas, por fin en el sosegado aliento de los árboles
antiguos. Ahora aquel sonido áspero, familiar, me hacía pensar de nuevo en
la hospitalidad humana; no sólo pensar, sino imaginarla de un modo tan
vívido que ya creía sentirla. Supe que cuando lo viera, el perro sería
parecido a Triskele; y lo era, con cuatro patas en vez de tres, de cráneo algo
más largo y angosto, y más marrón que leonado, pero con los mismos ojos
bailarines, la misma cola movediza y la misma lengua colgante. Empezó
con una declaración de guerra, que anuló en cuanto le hablé, y menos de
veinte zancadas después ya me presentaba las orejas para que se las rascara.
Llegué al pequeño claro donde estaba la casa con el perro saltando a mi
alrededor.
Las paredes eran de piedra, apenas más altas que mi cabeza. El techo,
muy empinado, estaba salpicado de unas piedras planas que sostenían la
paja cuando arreciaban los vientos. Era, en suma, el hogar de uno de esos
campesinos pioneros que son la gloria y la desesperación de nuestra
Mancomunidad, que un año producen comida de sobra para sostener a la
población de Nessus y al otro tienen que ser alimentados para no morirse de
hambre.
Cuando delante de una puerta no hay camino pavimentado, uno puede
juzgar cuán a menudo entran y salen pies por el grado en que la hierba se
incrusta en la tierra hollada. Aquí, frente al escalón de piedra, había
solamente un círculo de polvo del tamaño de un pañuelo. Cuando lo vi,
supuse que si me presentaba en la puerta sin anunciarme tal vez asustara a
la persona que vivía en la cabaña (pues supuse que no podía haber más de
una), y como el perro había dejado de ladrar, me detuve al borde del claro y
voceé un saludo.
Los árboles y el cielo se lo tragaron, dejando nada más que silencio.
Grité otra vez y avancé hacia la puerta con el perro en los talones, y casi
había llegado cuando apareció una mujer. Tenía una cara delicada que
fácilmente podría haber resultado hermosa si no hubiera sido por los ojos de
posesa, pero llevaba un vestido harapiento que se diferenciaba del de una
mendiga sólo porque estaba limpio. Un momento después, por el borde de
la falda asomó un niño de cara redonda y ojos aún más grandes que los de
la madre.
—Siento haberla asustado —dije—, pero me he perdido en las
montañas.
La mujer hizo un gesto de asentimiento, titubeó, luego se apartó de la
puerta y yo entré. Dentro de las gruesas paredes la casa era todavía más
pequeña de lo que yo había pensado, y hedía a cierta verdura fuerte puesta a
hervir en una vasija que colgaba de un gancho sobre el fuego. Las ventanas
eran pocas y pequeñas, y a causa del grosor de las paredes más parecían
cajas de sombras que aberturas de luz. Sentado en una piel de pantera, de
espaldas al fuego, había un anciano; tenía los ojos tan desenfocados e
inexpresivos que en el primer momento creí que era ciego. En el centro de
la estancia había una mesa, y alrededor cinco sillas, tres de las cuales
parecían hechas para adultos. Recordé lo que me había dicho Dorcas sobre
los muebles que se traían de las abandonadas casas de Nessus para
eclécticos dados a costumbres más cultas, pero todas las piezas mostraban
signos de haber sido hechas en el lugar.
La mujer advirtió la dirección de mi mirada y dijo:
—Mi marido llegará pronto. Antes de la cena.
Le contesté:
—No se preocupe; no tengo malas intenciones. Si me permiten
compartir esta noche su comida y su sueño a resguardo del frío, y por la
mañana me dan instrucciones, me alegraré de ayudar en el trabajo que haya.
La mujer asintió, e imprevistamente, el niño canturreó:
—¿Ha visto a Severa?
La madre se volvió hacia él con tal rapidez que me acordé del maestro
Gurloes haciendo una demostración de las llaves que controlaban a los
prisioneros. Oí el golpe, aunque apenas lo vi, y el niño aulló. La madre fue
a bloquear la puerta y él se escondió detrás de un baúl en la otra punta.
Entonces comprendí, o creí comprender, que Severa era una muchacha o
mujer que consideraba más vulnerable que ella, y a quien había ordenado
que se escondiera (probablemente en el desván, bajo el techo) antes de
dejarme entrar. Pero razoné que cualquier defensa de mis buenas
intenciones sería un derroche con esa mujer, que aunque ignorante no era
ninguna tonta, y que la mejor forma de ganarme su confianza era merecerla.
Empecé por pedirle un poco de agua para lavarme, y dije que de buen grado
la acarrearía desde la fuente que hubiera si me permitían calentarla al fuego.
Ella me dio una vasija, y me dijo dónde estaba el manantial.
Aunque en una u otra ocasión he estado en la mayoría de los lugares
que convencionalmente se consideran románticos —en las cúpulas de altas
torres, en las entrañas del mundo, en edificios palaciegos, en junglas, a
bordo de barcos— ninguno de ellos me ha afectado del mismo modo que
esa pobre cabaña de piedra. Se me antojaba el arquetipo de aquellas cuevas
en las cuales —como enseñan los estudiosos— la humanidad ha vuelto a
refugiarse en el punto más bajo de cada ciclo de la civilización. Todas las
descripciones de idílicos retiros rústicos que he leído o escuchado (y era
una idea que le gustaba mucho a Thecla) han descansado en la limpieza y el
orden. Hay una planta de menta bajo la ventana, leña apilada contra la pared
más fría, un suelo de lajas relucientes, etcétera. Allí no había nada de esto,
ninguna cosa ideal; y sin embargo su imperfección volvía la casa más
perfecta, mostrando que los seres humanos podían vivir y amarse en un
lugar tan remoto sin la capacidad de convertir su hábitat en un poema.
—¿Siempre se afeita con la espada? —preguntó la mujer. Era la primera
vez que me hablaba sin ninguna cautela.
—Es una costumbre, una tradición. Si la espada no estuviera afilada
como para poder afeitarme, me avergonzaría de empuñarla. Y si está lo
bastante afilada, ¿para qué necesito navaja?
—Pero tiene que ser incómodo sostener una hoja tan pesada, y ha de
tener mucho cuidado para no cortarse.
—El ejercicio me fortalece los brazos. Además, me conviene manejar la
espada siempre que puedo, para que se me haga tan familiar como los
brazos.
—Así que es soldado. Me había parecido.
—Soy carnicero de hombres.
Pareció desconcertada, y dijo:
—No quería ofenderlo.
—No me ha ofendido. Todo el mundo mata ciertas cosas; usted mató
esas raíces al ponerlas a hervir en la vasija. Cuando yo mato a un hombre,
salvo a todas las cosas vivientes que él habría destruido si hubiese seguido
vivo, incluidos quizá muchos otros hombres, y mujeres y niños. ¿Qué hace
su marido?
Ante la pregunta la mujer sonrió un poco. Era la primera vez que la veía
sonreír, y la hacía mucho más joven.
—De todo. Aquí un hombre tiene que hacer de todo.
—O sea que ustedes no nacieron aquí.
—No —me dijo—. Solamente Severian… —La sonrisa desapareció.
—¿Severian, ha dicho?
—Así se llama mi hijo. Es el que usted vio al entrar; y ahora nos está
espiando. A veces es un poco atolondrado.
—Yo me llamo igual. Soy el maestro Severian.
La mujer llamó al niño:
—¿Has oído? ¡El señor se llama igual que tú! —Y volviéndose de
nuevo hacia mí—: ¿Le parece un buen nombre? ¿Le gusta?
—Me temo que nunca lo he pensado mucho, pero sí, supongo que me
gusta. Creo que me sienta.
Yo había terminado de afeitarme, y me acomodé en una silla a repasar la
hoja.
—Yo nací en Thrax —dijo la mujer—. ¿Alguna vez ha estado allí?
—De allí vengo, justamente —contesté. Si después de que yo me fuera
llegaban a interrogarla los dimarchi, de todos modos mi ropa me delataría.
—¿No conoció a una mujer que se llama Herais? Es mi madre.
Sacudí la cabeza.
—Bueno, supongo que es una ciudad grande. ¿Estuvo mucho tiempo?
—No, no mucho. Desde que viven ustedes en estas montañas, ¿han oído
algo de las Peregrinas? Es una orden de sacerdotisas que van vestidas de
rojo.
—Me temo que no. Aquí no tenemos muchas noticias.
—Estoy tratando de localizarlas; o, si no puedo, de unirme al ejército
del Autarca que combatirá a los ascios.
—Mi marido podrá orientarlo mejor que yo. De todos modos, no habría
debido subir tanto. Becan, mi marido, dice que las patrullas nunca se meten
con los soldados que van al norte, aun cuando usen los caminos viejos.
Mientras ella hablaba de soldados que iban al norte, alguien, mucho más
cerca, también empezó a moverse. Era un movimiento tan furtivo que
apenas se oía por encima del crujido del fuego y la pesada respiración del
anciano, pero no obstante era inconfundible. Unos pies desnudos, incapaces
de soportar más la inmovilidad total a que obliga el silencio, se habían
desplazado casi imperceptiblemente, y las maderas que los sostenían habían
chirriado a causa de la nueva distribución de la carga.
XV
El alzabo
—Nos vamos —me dijo Casdoe—. Pero antes de partir haré el desayuno.
No tiene que comer con nosotros si no quiere.
Asentí y esperé fuera hasta que me llevó una cuchara y un cuenco de
madera con gachas; fui a comérmelas a la fuente. Ésta estaba escondida
entre juncos, y no me asomé; era, supongo, una violación del juramento que
le había hecho al alzabo, pero allí esperé, vigilando la casa.
Al cabo de un rato aparecieron Casdoe, su padre y el pequeño Severian.
Ella llevaba un atado y el bastón del marido, y el viejo y el niño un pequeño
saco cada uno. El perro, que al aparecer el alzabo debía de haberse metido
bajo perra (no puedo decir que lo culpo, pero Triskele no lo habría hecho),
retozaba entre ellos. Vi que Casdoe me buscaba con la mirada. Al no
encontrarme, dejó un bulto en el umbral.
Los miré caminar bordeando el pequeño campo, que había sido arado y
sembrado hacía apenas un mes y que ahora los pájaros cosecharían. Ni
Casdoe ni su padre miraron atrás; pero el niño, Severian, se detuvo antes de
subir la primera loma para ver una vez más el único hogar que había
conocido. Las paredes de piedra se alzaban tan sólidas como siempre, y el
humo del fuego del desayuno aún brotaba de la chimenea en un rizo blanco.
Parece que entonces lo llamó la madre, porque corrió tras ella y se perdió de
vista.
Dejé el abrigo de los juncos y fui hasta la puerta. En el bulto del umbral
había dos suaves mantas de guanaco y carne disecada envuelta en un tapete.
Guardé la carne en mi talego y volví a doblar las mantas para llevarlas al
hombro.
La lluvia había dejado el aire fresco y limpio, y estaba bien saber que
pronto dejaría atrás la cabaña de piedra y sus olores a humo y comida. Eché
un vistazo adentro, y vi la mancha negra de la sangre del alzabo y la silla
rota. Casdoe había vuelto a poner en su sido la mesa, sobre la cual la Garra,
que tan débilmente había brillado, no había dejado marca alguna. No
quedaba nada que pareciera valer la pena llevarse; salí y cerré la puerta.
Luego me puse en marcha tras Casdoe y su grupo. No le perdonaba que
no me hubiese alumbrado mientras luchaba contra el alzabo; habría podido
hacerlo fácilmente bajando un poco la lámpara del desván. Pero tampoco
podía culparla mucho por haberse puesto de parte de Agia: era una mujer
sola entre los rostros escrutadores y las glaciales coronas de las montañas; y
el niño y el viejo, a ninguno de los cuales podía atribuírsele gran culpa en la
cuestión, eran por lo menos tan vulnerables como ella.
El sendero era blando, tanto que podía rastrearlos en el sentido más
literal, siguiendo las pequeñas huellas de Casdoe, las más pequeñas aún del
niño, que daba dos pasos por cada uno de la madre, y las del viejo, con los
dedos apuntando hacia afuera. Caminaba despacio para no alcanzarlos, y
aunque supiera que para mí el peligro crecía con cada paso que daba, me
atrevía a esperar que las patrullas del arconte, al interrogarlas, me pusieran
sobre aviso. Casdoe no me traicionaría, pues cualquier información honesta
que les facilitara llevaría a los dimarchi por mal camino; y si el alzabo
rondaba por ahí, esperaba oírlo u olerlo antes de que atacase; a fin de
cuentas no había jurado dejar a sus presas indefensas, sino únicamente no
perseguirlo ni quedarme en la casa.
El sendero no era sin duda más que una huella de caza ensanchada por
Becan; pronto desapareció. Aquí el paisaje parecía menos árido que sobre la
línea de vegetación. Las laderas que daban al sur estaban frecuentemente
cubiertas de pequeños helechos y musgos, y en los riscos crecían coníferas.
Rara vez dejaba de oírse el rumor de cascadas. Dentro de mí, Thecla
recordó haber ido a pintar a un lugar muy parecido a éste, acompañada de
su maestro y de dos guardias ceñudos. Empecé a pensar que pronto daría
con el caballete, la paleta y la desordenada caja de pinceles, abandonados
junto a alguna cascada cuando el sol ya no se demoraba en el rocío.
Por supuesto que no sucedió, y durante varias guardias no hubo ningún
signo de presencia humana. Mezclados con las huellas del grupo de Casdoe
vi rastros de ciervos, y en dos ocasiones observé las pisadas de los gatos
monteses que los perseguían. Seguramente habían sido estampadas al
amanecer, cuando la lluvia había amainado.
Luego vi una hilera de huellas dejadas por un pie desnudo más grande
que el del viejo. En realidad eran más grandes que las de mis botas, y los
pasos de su dueño, si acaso, más largos que los míos. Cruzaban en ángulo
recto a las que yo seguía, pero una marca había caído sobre una de las del
niño, demostrando que quien la hubiese impreso había pasado entre
nosotros.
Apresuré la marcha.
Supuse que eran huellas de autóctono, aunque aun así me asombró la
longitud de sus pasos: normalmente esos salvajes de las montañas son de
baja estatura. Si de verdad era un autóctono, parecía improbable que hiciese
daño a Casdoe y los demás, aunque podía robarles lo que llevaban. Por lo
poco que sabía de ellos, los autóctonos eran cazadores astutos, pero no
guerreros.
Las marcas de pies desnudos aparecieron otra vez. Por lo menos dos o
tres individuos se habían unido al primero.
Otra cosa sería si se trataba de desertores del ejército; alrededor de una
cuarta parte de los prisioneros de la Vincula habían sido esos hombres y sus
mujeres, y muchos habían cometido los crímenes más atroces. Los
desertores estarían bien armados, aunque yo hubiera esperado que también
fueran bien calzados, no por cierto descalzos.
Frente a mí apareció una cuesta empinada. Vi los agujeros de la estaca
de Casdoe, y las ramas rotas que ella y el viejo habían usado para trepar;
algunas, era posible, rotas también por sus perseguidores. Reflexioné que a
esas alturas el viejo tendría que estar exhausto, y que era sorprendente que
la hija todavía pudiera urgirlo a caminar; tal vez el viejo ya supiera, tal vez
lo supieran los tres, que los estaban persiguiendo. Cuando me acercaba a la
cresta oí ladrar al perro, y luego (al mismo tiempo pareció casi un eco de la
noche anterior) un grito salvaje, inarticulado.
Sin embargo, no era el horrible aullido semihumano del alzabo. Era un
sonido que yo había oído a menudo antes; algunas veces, débilmente,
incluso mientras estaba acostado en mi catre al lado del de Roche, y muchas
cuando llevaba a nuestra mazmorra las comidas de los oficiales de guardia
y de los clientes. Era precisamente el grito de uno de los clientes del tercer
nivel, uno de los que ya no podían hablar con coherencia y por eso nunca
eran llevados de nuevo a la sala de exámenes con fines prácticos. Eran
zoántropos, como los que yo había visto imitados en la mascarada de
Abdiesus. Al llegar a la cumbre los vi, y también a Casdoe con su padre y
su hijo. En verdad, no se los puede llamar hombres; pero de lejos lo
parecían, nueve hombres desnudos que rodeaban a los tres acuclillándose y
brincando. Apreté el paso hasta que vi que uno descargaba la maza y el
viejo caía.
Entonces vacilé, y lo que me detuvo no fue el miedo de Thecla sino el
mío.
Yo había luchado contra los hombres-mono con valor, quizá, pero había
tenido que hacerlo. Me había medido con el alzabo hasta que fue imposible
seguir, pero no había habido otro sitio a donde escapar que la oscuridad de
fuera, donde seguramente me habría matado.
Ahora podía elegir, y me contuve.
Casdoe tenía que haber sabido algo de ellos, viviendo donde había
vivido, aunque era posible que nunca se los hubiera encontrado. Con el niño
aferrado a la falda, blandía la estaca como si fuera un sable. Su voz me
llegaba por encima de los aullidos de los zoántropos, aguda, ininteligible y
aparentemente remota. Sentí el horror que siempre se siente cuando atacan
a una mujer, pero junto a él, o quizá por debajo, estaba la idea de que ella
no había querido luchar a mi lado y ahora tenía que luchar sola.
No podía durar, desde luego. Esas criaturas, o se asustan en seguida o
no se asustan en absoluto. Vi que uno le arrebataba el palo, y desenvainé
Terminus Est y corrí hacia ellos cuesta abajo. La figura desnuda la había
tirado al suelo y se disponía (supuse) a violarla. Entonces algo enorme saltó
desde los árboles que había a mi izquierda. Era tan grande y se movía con
tal rapidez que al principio me pareció un caballo rojo, sin jinete ni silla.
Sólo al ver el destello de los dientes y oír el grito del zoántropo comprendí
que era el alzabo.
Los otros lo atacaron en seguida. Subiendo y bajando, por un momento
las porras de madera dura se parecieron grotescamente a cabezas de gallinas
que picoteaban unos granos de maíz recién desparramados. Luego un
zoántropo voló por el aire, y el mismo que antes había estado desnudo
pareció ahora envuelto en una capa escarlata.
Cuando al fin entré en combate el alzabo estaba en el suelo, y por un
momento no pude prestarle atención. Terminus Est silbaba en órbita en
torno a mi cabeza. Cayó una figura desnuda, luego otra. Una piedra del
tamaño de un puño me pasó zumbando junto al oído, tan cerca que la oí; si
me hubiera dado, un momento después habría estado muerto.
Pero éstos no eran los hombres-mono de la mina, tan numerosos que a
la larga era imposible vencerlos. A uno lo abrí del hombro a la cintura,
sintiendo cómo las costillas se quebraban una a una y traqueteaban contra la
hoja; enseguida decapité a otro, y partí un cráneo.
Luego sólo hubo silencio y los gemidos del niño. En la hierba de la
montaña quedaban siete zoántropos, cuatro muertos por Terminus Est, creo,
y tres por el alzabo. En las fauces de la bestia vi el cuerpo de Casdoe,
cabeza y hombros ya devorados. El viejo que había conocido a Fechin yacía
arrugado como un muñeco; el famoso artista habría transformado esa
muerte en algo hermoso, mostrándola desde una perspectiva que nadie más
hubiera podido descubrir y corporizando en esa cabeza deformada la
dignidad y la futilidad de toda vida humana. Pero Fechin no estaba allí.
Junto al viejo yacía el perro, con las mandíbulas ensangrentadas.
Busqué al niño. Para mi horror, se había apretado contra el lomo del
alzabo. Sin duda la cosa lo había llamado con la voz de su padre, y él había
acudido. Ahora los cuartos traseros del alzabo temblaban
espasmódicamente y los ojos estaban cerrados. Cuando tomé al niño por el
brazo, la lengua de la bestia, más ancha y gruesa que la de un buey, brotó de
la boca como para lamerle la mano; luego los hombros le temblaron con tal
violencia que di un paso atrás. La lengua, que no había vuelto del todo a la
boca, yacía fláccida en la hierba.
Aparté al niño y le dije:
—Ya se ha terminado, Severian chico. ¿Estás bien?
Severian asintió y empezó a llorar, y durante largo rato lo tuve en brazos
y caminé de un lado a otro.
Severian y Severian
Bebí toda el agua que pude, y le dije al niño que debía hacer lo mismo, que
en las montañas había muchos lugares secos, que quizá no volviera a beber
hasta la mañana siguiente. Él había preguntado si ahora no volveríamos a
casa; y aunque hasta entonces yo había planeado rehacer nuestra ruta desde
la casa que fuera de Casdoe y Becan, le dije que no, pues sabía que para él
sería terrible ver de nuevo aquel techo, y el campo y el pequeño jardín, y
tener que dejarlos por segunda vez. A su edad incluso podía figurarse que la
madre y el padre, la hermana y el abuelo todavía estaban allí dentro de
algún modo.
Sin embargo, no podíamos descender mucho más; ya estábamos muy
por debajo del nivel en que el viaje se volvía peligroso para mí. El brazo del
arconte se alargaba cien leguas y aun más allá, y ahora era muy posible que
Agia decidiera que los dimarchi me persiguieran.
Al nordeste se alzaba el pico más alto que había visto hasta ese
momento. Una mortaja de nieve le cubría no sólo la cabeza sino también los
hombros, y le bajaba casi hasta la cintura. Yo no podía decir, y tal vez no
pudiera decirlo nadie, qué rostro orgulloso era el que miraba al oeste por
encima de tantas cumbres menores; pero había gobernado seguramente en
los más tempranos de los grandes días de la humanidad, disponiendo de
energías capaces de modelar el granito como el cuchillo del tallador modela
la madera. Mirando su imagen, tuve la impresión de que incluso los
avezados dimarchi, que tan bien conocían las agrestes tierras altas, deberían
tenerle miedo. Así que hacia él nos encaminamos, o más bien hacia el alto
paso que unía la drapeada tela de su túnica con la montaña donde Becan se
había establecido una vez. Por el momento el ascenso no era difícil, y
empleamos más fuerzas en caminar que en trepar.
A menudo el niño Severian me tomaba de la mano cuando no
necesitaba mi apoyo. No soy ducho en apreciar los años de los niños, pero
me pareció que él estaba en la edad en que de haber sido uno de nuestros
aprendices, habría acabado de ingresar en la escuela del maestro Palaemon;
es decir, era lo bastante mayor para caminar bien, y para entender y hablar y
hacerse entender.
Estuvo una guardia o algo así sin decir nada más que lo que ya he
referido. Luego, mientras bajábamos por una cuesta abierta y herbosa
bordeada de pinos, un lugar muy parecido al de la muerte de su madre, me
preguntó:
—Severian, ¿quiénes eran esos hombres?
Comprendí de quiénes hablaba.
—No eran hombres, aunque una vez lo fueron y todavía se les parecen.
Eran zoántropos, una palabra que designa a las bestias con forma humana.
¿Entiendes lo que digo?
El niño asintió, solemne, y luego preguntó:
—¿Por qué no llevaban ropa?
—Porque, como te dije, ya no son seres humanos. Los perros nacen
perros y los pájaros nacen pájaros, pero hacerse humano es un logro; uno lo
tiene que pensar. Tú lo has estado pensando los últimos tres o cuatro años,
por lo menos, Severian chico, aunque quizá nunca hayas pensado en que lo
pensabas.
—Los perros sólo buscan cosas para comer —dijo el niño.
—Exacto. Pero eso plantea la cuestión de si hay que obligar a las gentes
a que piensen, y hace mucho tiempo algunos decidieron que no. Podemos
obligar a un perro, a veces, a actuar como un hombre: a caminar en dos
patas, llevar collar y cosas así. Pero no debemos ni podemos obligar a un
hombre a actuar como un hombre. ¿Nunca has querido dormirte, por más
que no tenías sueño ni estabas cansado?
El niño asintió con la cabeza.
—Era porque querías descargarte del peso de ser un niño, al menos por
un tiempo. Yo a veces bebo demasiado vino, y es porque por un rato me
gustaría dejar de ser un hombre. Hay gente que se quita la vida por eso. ¿Lo
sabías?
—O hacen cosas que pueden lastimarlos —contestó. La forma en que lo
dijo me hablaba de discusiones oídas por azar; muy probablemente Becan
había sido esa clase de hombre, o no habría llevado la familia a un lugar tan
remoto y peligroso.
—Sí —le dije—. Puede ser lo mismo. Y hay ciertos hombres, y hasta
mujeres, que a veces llegan a odiar la carga del pensamiento, pero no por
eso aman la muerte. Ven a los animales y desearían ser como ellos, que sólo
reaccionan por instinto y no piensan. ¿Sabes qué es lo que te hace pensar,
Severian chico?
—La cabeza —se apresuró a responder el niño, y se la agarró con las
manos.
—Los animales también tienen cabeza… Hasta los más estúpidos, como
los cangrejos, los bueyes o las garrapatas. Lo que te hace pensar es apenas
una pequeña parte de tu cabeza, que está dentro, justo encima de los ojos.
—Le toqué la frente—. Ahora bien, si por alguna razón quieres que te
corten una mano, puedes acudir a ciertos hombres expertos en eso. Supón,
por ejemplo, que te haces en la mano una herida de la que nunca curará.
Ellos te la pueden cortar de tal manera que casi no haya posibilidades de
que le pase algo al resto de tu cuerpo.
El niño asintió.
—Muy bien. Esos mismos hombres pueden quitarte esa pequeña parte
de la cabeza que te hace pensar. Lo que no pueden es volver a ponértela,
¿entiendes? Y aunque pudieran, una vez sin esa parte tú no podrías decir
nada. Pero a veces la gente paga a esos hombres para que les quiten esa
parte. Quieren dejar de pensar para siempre, y a menudo dicen que les
gustaría dar la espalda a todo lo que ha hecho la humanidad. Entonces ya no
es justo tratarlos como a seres humanos: se han transformado en animales,
si bien animales que aún tienen forma humana. Preguntaste por qué no
llevaban ropa. Ellos ya no comprenden qué es la ropa, y por eso no se la
pondrían aunque tuvieran frío, por más que puedan echarse en ella y hasta
envolverse.
—¿Tú eres un poquito así? —preguntó el niño, y me señaló el pecho
desnudo.
La idea que estaba insinuándome no se me había ocurrido nunca, y por
un momento me sorprendió.
—Es la norma de mi gremio —dije—. A mí no me han quitado ninguna
parte de la cabeza, si es eso lo que preguntas, y en un tiempo usaba
camisa… Pero sí, supongo que soy un poco así, porque nunca lo había
pensado, ni siquiera teniendo mucho frío.
Me miró como diciendo que le había confirmado lo que él sospechaba.
—¿Por eso estás escapando?
—No, no estoy escapando por eso. En todo caso, supongo que podrías
decir que es por lo contrario. Tal vez esa parte de mi cabeza se haya
agrandado demasiado. Pero respecto a los zoántropos tienes razón, es por
eso que viven en las montañas. Cuando un hombre se vuelve animal, se
vuelve un animal peligroso, y a los animales así no se los puede tolerar en
lugares más colonizados, donde hay granjas y mucha gente. Por eso se los
expulsa a estas montañas, o los traen sus antiguos amigos, o alguien a quien
le pagan antes de descartar la capacidad del pensamiento humano. Como
todos los animales, claro, siguen pudiendo pensar un poco. Lo suficiente
para encontrar comida en el páramo, aunque cada invierno mueren muchos.
Lo suficiente para tirar piedras como los monos tiran nueces, e incluso para
buscar compañera, pues ya te digo que algunas son mujeres. Los hijos e
hijas rara vez viven mucho, y supongo que por suerte, porque nacen
exactamente como naciste tú, y también yo: con la carga del pensamiento.
Cuando terminamos de hablar, aquella carga me pesaba enormemente;
tanto, en verdad, que por primera vez comprendí realmente que para otros
pudiera ser una maldición tan grande como para mí la memoria.
Nunca he sido muy sensible a la belleza, pero la del cielo y la de la
ladera eran tales que parecían colorear mis meditaciones, y tuve la
sensación de que podía comprender cosas casi incomprensibles. Cuando el
maestro Malrubius se me había aparecido tras la primera representación de
la obra del doctor Talos —algo que entonces no pude entender y aún no
entiendo hoy, aunque cada vez estoy más seguro, y no menos, de que
ocurrió—, me había hablado de la circularidad del gobierno, aunque el
gobierno era algo que no me concernía. Ahora se me ocurrió que la propia
voluntad estaba gobernada, si no por la razón, al menos por cosas situadas
encima o debajo de ella. No obstante, era muy difícil decir de qué lado de la
razón estaban esas cosas. El instinto, sin duda, estaba debajo; pero ¿no
podía estar arriba, también? Si el alzabo había atacado a los zoántropos, era
porque el instinto le había ordenado preservar su presa frente a otros; Becan
lo había hecho por instinto de preservar a su mujer y su hijo. Ambos habían
llevado a cabo la misma acción, y de hecho en el mismo cuerpo. ¿El
instinto superior y el inferior habían unido las manos a espaldas de la
razón? ¿O detrás de toda razón no hay más que un instinto, y la razón ve
una mano a cada lado?
Pero ¿es realmente instinto ese «apego a la persona del monarca» que
según sugirió el maestro Malrubius era la forma de gobierno a la vez más
alta y más baja? Pues está claro que el instinto no puede haber surgido de la
nada: indudablemente, los halcones que planeaban sobre nuestras cabezas
habían construido sus nidos por instinto; pero tiene que haber habido un
tiempo en que no se construían nidos, y el primer halcón que hizo uno no
pudo heredar el instinto de sus padres, puesto que ellos no lo tenían.
Tampoco es posible que ese instinto se haya desarrollado lentamente, y que
mil generaciones de halcones buscaran un palito hasta que algún halcón
buscó dos; pues ni un palito ni dos sirven gran cosa al halcón que está
haciendo un nido. Quizá lo que estuvo antes que el instinto fue un principio
de gobierno de la voluntad, a la vez superior e inferior. Quizá no. Las aves
que giraban allá arriba trazaban sus jeroglíficos en el aire, pero a mí no me
era dado leerlos.
Parte I
Estío Temprano y su hijo
En la cima de una montaña allende las costas de Urth vivía una vez una
mujer encantadora llamada Estío Temprano. Era la reina de aquel país, pero
su rey era un hombre fuerte e implacable, y porque ella tenía celos de él
también él tenía celos de ella, y mataba a cualquier hombre que le pareciese
un posible rival.
Un día Estío Temprano se paseaba por el jardín cuando vio un capullo
hermosísimo de una especie que desconocía totalmente. Era más rojo que
todas las rosas y de perfume más dulce, pero con un fuerte tallo sin espinas
y liso como el marfil. Lo arrancó y lo llevó a un lugar retirado, y al
reclinarse a contemplarlo, empezó a parecerle que no era ningún capullo
sino el amante que anhelaba desde hacía mucho tiempo, poderoso y sin
embargo tierno como un beso. Parte de los jugos de la planta la penetraron
y ella concibió. No obstante, le dijo al rey que el niño era de él y, puesto
que estaba bien custodiada, él le creyó.
Fue varón, y por deseo de la madre lo llamaron Viento Primaveral.
Cuando nació, todos aquéllos que estudiaban los astros se reunieron a
hacerle el horóscopo, no sólo los que vivían en la cumbre de la montaña
sino muchos de los más grandes magos de Urth. Largamente se afanaron
sobre sus cartas, y nueve veces se reunieron en cónclave solemne. Y al fin
anunciaron que Viento Primaveral sería irresistible en el combate, y que
ningún hijo suyo moriría sin haber alcanzado el crecimiento pleno. Estas
profecías complacieron mucho al rey.
A medida que Viento Primaveral crecía, su madre advirtió con secreto
placer que lo que más lo deleitaba eran los campos y las flores y los frutos.
Bajo su mano prosperaba todo lo verde, y era la podadera lo que deseaba
empuñar, no la espada. Pero, cuando se hubo hecho joven, llegó la guerra, y
recogió la lanza y el escudo.
Porque era de conducta tranquila y obediente al rey (a quien creía su
padre, y quien se creía padre de él), muchos supusieron que la profecía
resultaría falsa. No fue así. En el calor de la batalla luchó con sangre fría,
bien pensada la audacia y sobria la cautela; no había general más pródigo
que él en estratagemas y ardides, ni oficial más atento a todos los deberes.
Los soldados que él guiaba contra los enemigos del rey eran adiestrados
hasta que parecían hombres de bronce avivados con fuego, y la lealtad que
le profesaban era tal que lo habrían seguido hasta el Mundo de las Sombras,
el territorio más distante del sol. Entonces los hombres dijeron que era el
viento primaveral el que derribaba las torres, y el viento primaveral el que
enviaba los barcos a pique, aunque lo que Estío Temprano había pretendido
no era eso.
Sucedía que a menudo los azares de la guerra llevaban a Viento
Primaveral a Urth, y allí llegó a tener noticia de dos hermanos que eran
reyes. El mayor de ellos tenía varios hijos, pero el menor solamente una
hija, una muchacha llamada Pájaro del Bosque. Cuando esta muchacha se
hizo mujer, mataron a su padre; y el tío, para que nunca engendrara hijos
que reclamasen el reino de su abuelo, introdujo el nombre de Pájaro del
Bosque en el protocolo de las sacerdotisas vírgenes. Esto disgustó a Viento
Primaveral, porque la princesa era hermosa y su padre había sido amigo de
él. Un día ocurrió que, habiendo entrado solo en el mundo de Urth, vio a
Pájaro del Bosque dormida junto a un arroyo, y la despertó con sus besos.
De la unión nacieron gemelos pero, aunque las sacerdotisas de la orden
habían ayudado a Pájaro del Bosque a ocultar la gestación a los ojos de su
tío, el rey, no pudieron esconder los bebés. Antes de que Pájaro del Bosque
alcanzase siquiera a verlos, las sacerdotisas los pusieron en una
bamboleante cesta forrada de edredones de plumas y los llevaron a la orilla
del mismo arroyo donde Viento Primaveral había sorprendido a su amada, y
después de echar la cesta al agua se alejaron.
Parte II
De cómo Rana encontró una nueva madre
Lejos navegó aquella cesta, sobre aguas frescas y sal. Otros niños habrían
muerto, pero los hijos de Viento Primaveral no podían morir, porque aún no
habían crecido. Los acorazados monstruos del agua chapoteaban en torno a
la cesta y los monos arrojaban en ella palos y cocos, pero la cesta siguió
siempre a la deriva hasta que al fin llegó a una ribera donde dos hermanas
pobres estaban lavando ropa. Al verla, las buenas mujeres se echaron a
gritar, y como los gritos no servían de nada, se enrollaron las faldas en los
cinturones y vadearon el río y llevaron la cesta a la orilla.
Puesto que las hermanas habían encontrado los niños en el agua, los
llamaron Pez y Rana, y cuando se los mostraron a sus maridos, y se vio que
eran niños de fuerza y hermosura notables, cada hermana eligió uno. La
hermana que eligió a Pez era mujer de un pastor, y el marido de la hermana
que eligió a Rana era leñador.
Esta hermana cuidó con abnegación a Rana y lo amamantó en su propio
pecho, pues se daba el caso de que acababa de perder un hijo suyo. Cuando
el marido iba a cortar leña a los bosques, ella cargaba el niño envuelto en un
chal, y es así que los urdidores de la tradición dicen que era la más fuerte de
las mujeres, pues llevaba un imperio sobre la espalda.
Transcurrió un año, al cabo del cual Rana había aprendido a estar de pie
y dar algunos pasos. Una noche el leñador y su mujer estaban sentados ante
su pequeña fogata en un claro de los bosques; y, mientras la mujer del
leñador preparaba la cena, Rana se acercó desnudo al fuego y estuvo
calentándose ante las llamas. Entonces el leñador, que era un hombre rudo y
benévolo, le preguntó al pequeño: «¿Te gusta?»; y, aunque hasta entonces
nunca había hablado, Rana asintió con la cabeza y dijo: «Flor roja». En ese
momento, se dice, Estío Temprano se agitó en su cama de la montaña
allende las costas de Urth.
El leñador y su mujer se quedaron perplejos, pero no tuvieron tiempo de
decirse uno a otro qué había ocurrido, ni de intentar persuadir a Rana de que
hablara otra vez, y ni siquiera de ensayar lo que le dirían al pastor y su
mujer cuando al día siguiente se encontraran con ellos. Pues en eso llegó al
claro un ruido horrible; dicen los que lo han escuchado que es el ruido más
pavoroso del mundo de Urth. Tan pocos de quienes lo oyeron han
sobrevivido, que no tiene nombre, aunque se parece un poco al zumbido de
las abejas, y un poco al sonido que harían los gatos si los gatos fuesen más
grandes que las vacas, y algo al primer ruido que aprenden a hacer los
lanzavoces, un ronroneo gutural que parece provenir de todas partes a la
vez. Era la canción que canta el esmilodonte cuando se ha acercado con
sigilo a su presa, la canción de la que incluso los mastodontes se asustan
tanto que huyen por donde no deben y son apuñalados por detrás.
Sin duda el Pancreador conoce todos los misterios. Él pronunció la larga
palabra que es nuestro universo, y suceden pocas cosas que no sean parte de
esa palabra. Por voluntad suya, entonces, no lejos del fuego se alzaba un
otero, donde en días muy antiguos había habido una gran tumba; y aunque
el pobre leñador y su mujer no lo sabían, allí habían hecho su guarida dos
lobos: una casa baja de techo y gruesa de paredes, con galerías iluminadas
por lámparas verdes que bajaban por entre túmulos en ruinas y urnas rotas;
es decir, lo que a los lobos les encanta. Allí estaba el lobo chupando el
húmero de un corifodonte, y la loba, su esposa, con los cachorros contra los
pechos.
Oyeron cerca la canción del esmilodonte y maldijeron en el Idioma
Gris, como maldicen los lobos, porque ninguna bestia legítima caza cerca
de la guarida de otra de especie cazadora, y los lobos se llevan bien con la
luna.
Terminada la maldición, la loba dijo:
—¿Qué bestia será ésa que el Carnicero, el estúpido asesino de caballos
de río, ha encontrado, cuando tú, oh esposo mío, que olfateas las lagartijas
que retozan en las rocas de las montañas que suben allende Urth, te has
conformado con morder un palo reseco?
—Yo no devoro carroña —contestó tajante el lobo—. Ni arranco
lombrices de la hierba matutina, ni cazo ranas en los bajíos.
—Tampoco el Carnicero canta para ellos —dijo la mujer.
Entonces el lobo alzó la cabeza y olisqueó el aire.
—Acecha al hijo de Mesquia y a la hija de Mesquiana, y sabes que de
esa carne nunca sale nada bueno.
La loba tuvo que asentir, porque sabía que, entre todas las criaturas
vivientes, los hijos de Mesquia son los únicos que matan a todos cuando es
asesinado uno de los suyos. Es por eso que el Pancreador les dio Urth, y
ellos rechazaron la dádiva.
Acabada su canción, el Carnicero rugió como para hacer temblar las
hojas de los árboles; luego gimió, porque las maldiciones de los lobos son
maldiciones fuertes mientras brilla la luna.
—¿Cómo es que se queja? —preguntó la loba, que estaba lamiéndole la
cara a una de sus hijas.
El lobo volvió a olisquear.
—¡Carne quemada! Se ha metido en el fuego. —Se rieron los dos como
ríen los lobos, en silencio, mostrando los dientes; tenían las orejas erguidas
como tiendas en el desierto, porque escuchaban cómo el Carnicero
tropezaba entre las ascuas buscando a su presa.
Sucedió que la puerta de la guarida de los lobos estaba abierta, pues
cuando cualquiera de los mayores se encontraba en casa no les importaba
quién entrase, y pocos de los que pasaban volvían a salir. El umbral, que
había estado pleno de luz de luna (pues la luna siempre es bienvenida en las
casas de los lobos) se oscureció. En él había un chico, un poco asustado,
acaso, de la oscuridad, pero husmeando el olor fuerte de la leche. El lobo
gruñó, pero la loba dijo con su voz más maternal:
—Entra, hijito de Mesquia. Aquí podrás beber, y estar limpio y caliente.
Aquí tienes los compañeros de juegos de ojos brillantes y pies rápidos, los
mejores del mundo.
Al oír aquello el niño entró, y la loba apartó a sus cachorros ahítos de
leche y se lo puso contra el pecho.
—¿De qué sirve una criatura así? —dijo el lobo.
La loba se rio.
—¿Y lo preguntas tú, que puedes chupar un hueso de la cacería de la
luna pasada? ¿Te acuerdas de cuando estalló la guerra por aquí y el ejército
del príncipe Viento Primaveral arrasó la tierra? En ese tiempo no nos acosó
ninguno de los hijos de Mesquia, porque se acosaban entre ellos. Después
de las batallas salimos, tú y yo y todo el Senado de los Lobos, y hasta el
Carnicero, y El Que Ríe, y el Asesino Negro, y nos movimos entre los
muertos y los moribundos eligiendo lo que queríamos.
—Es verdad —dijo el lobo—. El príncipe Viento Primaveral hizo
grandes cosas por nosotros. Pero ese cachorro de Mesquia no es él.
La loba se limitó a sonreír y dijo:
—Le huelo el humo de la batalla en el pelaje de la cabeza y en la piel.
—Era el humo de la Flor Roja—. Tú y yo seremos polvo cuando de la
puerta de la muralla parta la primera columna, pero esa columna engendrará
mil más que alimentarán a nuestros hijos y sus hijos, y a los hijos de sus
hijos.
El lobo asintió, porque sabía que la loba era más sabia que él, y que así
como él olía cosas que estaban más allá de las costas de Urth, ella veía los
días allende las lluvias del año siguiente.
—Lo llamaré Rana —dijo la loba—. Porque es cierto que el Carnicero
cazaba ranas, como tú dijiste, oh esposo mío. —Creía haber dicho aquello
para halagar al lobo, que tan prestamente había consentido; pero lo cierto
era que en Rana corría sangre de los de la cumbre de más allá de Urth, y los
nombres de los que llevan esa sangre no pueden esconderse mucho tiempo.
Fuera resonó una risa salvaje. Era la voz de El Que Ríe, que exclamaba:
—¡Está allí, Señor! ¡Allí, allí, allí! ¡Aquí, aquí, aquí está el rastro!
¡Entró por allí, por esa puerta!
—Ya ves —comentó el lobo— lo que se consigue nombrando al diablo.
Nombrar es llamar. Así es la ley. —Y sacó la espada y acarició el filo.
El umbral volvió a oscurecerse. Era un umbral angosto, pues sólo los
necios y los templos tienen umbrales anchos, y los lobos no son necios;
Rana había ocupado la mayor parte. Ahora el Carnicero lo ocupaba todo,
volviendo los hombros para poder meterlos y agachando la enorme cabeza.
Como el muro era muy grueso, el umbral parecía un pasadizo.
—¿Qué buscas? —preguntó el lobo, y lamió el plano de la espada.
—Lo que es mío, y sólo eso —dijo el Carnicero. Los esmilodontes
luchan con un puñal curvo en cada mano, y éste era mucho más grande que
el lobo, pero no quería enzarzarse en una batalla en ese lugar cerrado.
—Nunca fue tuyo —dijo la loba. Dejando a Rana en el suelo, se acercó
tanto al Carnicero que éste podría haberla golpeado si se hubiera atrevido.
Los ojos de la loba lanzaban destellos de fuego—. Cazabas ilegalmente,
ibas tras una presa ilegal. Ahora ha bebido de mí y es lobo para siempre,
consagrado a la luna.
—He visto lobos muertos —dijo el Carnicero.
—Sí, y has comido carne de lobo, aunque diría yo que hasta para las
moscas era mala. Tal vez comas la mía, si un árbol me cae encima.
—Dices que es un lobo. Habrá que llevarlo ante el Senado. —El
Carnicero se relamió, pero con una lengua seca. A campo abierto se habría
enfrentado con el lobo, quizá; pero no tenía ganas de enfrentarse a la pareja,
y sabía que si cruzaba el umbral le arrebatarían a Rana y se retirarían a los
pasajes subterráneos entre los derruidos sillares de la tumba, donde muy
pronto tendría a la loba a sus espaldas.
—¿Y tú qué tienes que ver con el Senado de los Lobos? —preguntó la
loba.
—Tal vez tanto como él —dijo el Carnicero, y se fue a buscar carne más
fácil.
Parte III
El oro del Asesino Negro
El Senado de los Lobos se reúne bajo cada luna llena. Todos los que pueden
acuden, pues se supone que el que no lo hace es porque planea una traición,
ofreciéndose, acaso, a cuidar el rebaño de los hijos de Mesquia a cambio de
mendrugos. Si un lobo falta a dos Senados, al regresar ha de afrontar un
juicio, y si el Senado lo declara culpable muere a manos de las lobas.
Los cachorros también han de presentarse al Senado, para que cualquier
lobo adulto que lo desee pueda inspeccionarlos y comprobar que su padre
era un lobo de verdad. (A veces, por despecho, alguna loba trampea con un
perro, pero aunque los hijos de los perros suelen parecerse mucho a los
cachorros de lobo, siempre tienen en alguna parte una mancha blanca,
porque blanco era el color de Mesquia, quien recordaba la luz pura del
Pancreador; y sus hijos la siguen dejando como marca en todo lo que
tocan). Así pues, en luna llena la loba compareció ante el Senado de los
Lobos, y los cachorros jugaban a sus pies, y Rana —que parecía
ciertamente una rana cuando la luna atravesaba las ventanas y le teñía la
piel de verde— estaba junto a ella agarrado al pelaje de la falda. El
presidente de la Manada ocupaba el asiento más alto, y si lo sorprendía ver
comparecer ante el Senado a un hijo de Mesquia, sus orejas no lo
demostraban. Cantó:
Parte IV
Pez en el surco
Si se contaran todas las aventuras de Rana —cómo vivió entre los lobos, y
aprendió a cazar y luchar—, llenarían muchos libros. Pero los que llevan la
sangre del pueblo de la cumbre de más allá de Urth siempre acaban por
sentir su llamada; y llegó el día en que Rana llevó fuego al Senado de los
Lobos y dijo:
—He aquí la Flor Roja. En su nombre yo gobierno.
Y como nadie se le oponía condujo a los lobos y los llamó pueblo de su
reino, y pronto acudieron a él tanto hombres como lobos, y aunque apenas
era un muchacho, siempre parecía más alto que los hombres que lo
rodeaban, porque llevaba la sangre de Estío Temprano.
Una noche en que se abrían las rosas silvestres, ella acudió a él en un
sueño y le habló de la madre, Pájaro del Bosque, y del padre y del tío, y del
hermano. Él encontró al hermano, que se había hecho pastor, y con los
lobos y Asesino Negro y muchos hombres fueron a ver al rey y le exigieron
su herencia. El rey era viejo y sus hijos habían muerto sin hijos, y les dio la
herencia, y Pez tomó de ella la ciudad y las tierras de cultivo, y Rana las
colinas salvajes.
Pero el número de hombres que lo seguían fue creciendo. Robaron
mujeres de otros pueblos, y engendraron hijos, y cuando los lobos ya no
hicieron falta, volvieron a los páramos, Rana juzgó que su gente debía tener
una ciudad donde morar, con murallas que la protegieran cuando los
hombres estuviesen en guerra. Fue a los rebaños de Pez y tomó una vaca
blanca y un toro blanco y los unció aun arado, y con ellos aró un surco que
marcaba dónde se alzaría el muro. Pez fue a pedir que le devolvieran los
animales en momentos en que el pueblo se preparaba para la construcción.
Cuando el pueblo de Rana le enseñó el surco y le dijo que eso iba a ser su
muro, se rio y lo cruzó de un salto; y ellos, sabiendo que las cosas pequeñas
que son ridiculizadas no crecen nunca, lo mataron. Pero entonces ya era un
hombre pleno, de modo que la profecía hecha al nacimiento de Viento
Primaveral se había cumplido.
Cuando Rana vio muerto a Pez, lo enterró en el surco para garantizar la
fertilidad de la tierra. Pues así lo había instruido el Desnudo, a quien
también llamaban el Salvaje, o Squanto.
XX
Con la primera luz del día entramos en la selva de la montaña como se entra
en una casa. Detrás de nosotros el sol jugaba con la hierba y los arbustos y
las piedras; atravesamos una intrincada cortina de enredaderas tan espesa
que tuve que cortarla con la espada y ante nosotros no vi más que sombra y
troncos altos como torres. Dentro no zumbaba un insecto ni gorjeaba un
pájaro. No soplaba ningún viento. Al principio el suelo desnudo que
pisábamos era casi tan rocoso como el de las laderas, pero no habíamos
andado una legua cuando se hizo más blando, y al fin llegamos a una breve
escalera que seguramente había sido tallada con una pala.
—Mira —dijo el niño, y señaló algo rojo, de forma extraña, que había
en el escalón más alto.
Me detuve a mirarlo. Era una cabeza de gallo con los ojos perforados
por agujas de un metal oscuro y con una tira de pellejo de serpiente en el
pico.
—¿Qué es? —Al niño se le habían agrandado los ojos.
—Supongo que un conjuro.
—¿Y lo dejó una bruja? ¿Qué quiere decir?
Intenté recordar lo poco que sabía del falso arte. De pequeña, Thecla
había sido cuidada por una niñera que hacía y deshacía nudos para
apresurar los nacimientos y afirmaba que a medianoche veía la cara del
futuro esposo de Thecla (me pregunto si era la mía) reflejada en una
bandeja donde se había servido pastel de bodas.
—El gallo —le dije al niño— es el heraldo del día, y en un sentido
mágico puede decirse que cantando al amanecer trae el sol. Quizá lo hayan
cegado para que no sepa cuándo amanece. El cambio de piel de la serpiente
significa purificación o rejuvenecimiento. El gallo ciego se queda con la
piel vieja.
—Pero ¿qué quiere decir? —volvió a preguntar el niño.
Le dije que no sabía. En el fondo yo estaba seguro de que era un
conjuro contra el advenimiento del Sol Nuevo, y en cierta manera me dolió
descubrir que alguien pudiera oponerse a esa renovación, que en mi
infancia yo había esperado tan fervientemente, pero en la cual apenas creía.
Al mismo tiempo era consciente de que tenía conmigo la Garra. Si la Garra
llegaba a caer en manos de los enemigos del Sol Nuevo, seguramente la
destruirían.
Menos de cien pasos más adelante había bandas de tela roja colgadas de
los árboles; algunas eran lisas, pero otras llevaban escritos unos caracteres
que no entendí, o, que quizás eran esos símbolos e ideogramas utilizados
por quienes saben menos de lo que pretenden para imitar la escritura de los
astrónomos.
—Será mejor que retrocedamos —dije—. O que demos un rodeo.
Apenas lo había dicho cuando oí un susurro a mis espaldas. Por un
momento pensé realmente que las figuras que habían salido al sendero eran
demonios, de ojos enormes y rayados de negro, blanco y rojo; luego me di
cuenta de que sólo eran hombres desnudos con el cuerpo pintado. Tenían en
las manos garras de hierro, que levantaron para mostrarme. Desenvainé
Terminus Est.
—No te obstruiremos el paso —dijo uno—. Ve. Márchate, si quieres. —
Me pareció que bajo la pintura tenía la piel pálida y el pelo rubio de los del
sur.
—No sería juicioso hacerlo. Antes de que pudierais tocarme os mataría
a los dos con esta larga hoja.
—Vete, pues —me dijo el rubio—. Si no te opones a dejarnos al niño.
Miré alrededor buscando a Severian. No sabía cómo, pero había
desaparecido.
—Sin embargo, si deseas que te lo devuelvan, dame tu espada y vendrás
con nosotros. —Sin atisbo alguno de miedo, el hombre pintado se me
acercó y tendió las manos. Entre los dedos se le veían las garras de acero,
sujetas a una fina barra de hierro que sostenía en la palma—. No volveré a
pedírtelo —dijo.
Envainé la espada, luego me quité la correa que sostenía la vaina y le
entregué todo.
Cerró los ojos. Tenía los párpados pintados de motas oscuras ribeteadas
de blanco, como las marcas de ciertas orugas que querrían que los pájaros
las tomaran por serpientes.
—Esto ha bebido mucha sangre. Sí —dije.
Los ojos se le abrieron de nuevo, y me miró sin parpadear. El rostro
pintado —igual que el del otro, que estaba inmediatamente detrás— era tan
inexpresivo como una máscara.
—Una espada recién forjada tendría poco poder aquí, pero ésta podría
hacer daño.
—Confío en que me sea devuelta cuando mi hijo y yo partamos. ¿Qué
habéis hecho con él?
No hubo respuesta. Pasando uno a cada lado mío, tomaron por el
sendero en la dirección en que habíamos andado el niño y yo. Al cabo de un
momento los seguí.
Podría llamar aldea el lugar adonde me llevaron, pero no era una aldea en el
sentido corriente, no como Saltus, ni un lugar como los racimos de chozas
de autóctonos que a veces se llaman aldeas. Aquí los árboles eran más
grandes y estaban más separados de lo que yo había visto nunca en un
bosque, y el dosel de hojas formaba un techo impenetrable a varios cientos
de codos de altura. Tan grandes eran esos árboles, por cierto, que parecía
que hubiesen crecido durante eras completas; una escalera llevaba a la
puerta que había en un tronco, en el que se habían practicado ventanas.
Construida sobre las ramas de otro había una casa de varios pisos, y algo
como un gran nido de oropéndola colgaba de las ramas de un tercero.
Trampas abiertas indicaban que el suelo que pisábamos estaba socavado.
Me llevaron a una de esas trampas y me dijeron que bajara por una
precaria escalerilla que conducía a la oscuridad. Por un momento (no sé por
qué) temí que se internara demasiado en cavernas tan profundas como las
que había bajo la tenebrosa casa del tesoro en las tierras de los hombres-
mono. No fue así. Después de bajar lo que sin duda no era más de cuatro
veces mi altura y atravesar a gatas algo que parecía un ruinoso esterillado,
me encontré en una habitación subterránea.
Arriba habían cerrado el escotillón, dejando todo a oscuras. Exploré a
tientas el lugar y descubrí que medía unos tres pasos por cuatro. El suelo y
las paredes eran de tierra, y el techo de leños sin descortezar; no había
ninguna clase de mueble.
Nos habían apresado a eso de media mañana. Dentro de siete guardias
oscurecería. Podía ser que antes de entonces me viera conducido a la
presencia de alguien de autoridad. Si era así, haría lo posible por
convencerlo de que el niño y yo éramos inofensivos y debía dejarnos
marchar en paz. Si no, volvería a subir la escalera a ver si no podía romper
el escotillón. Me senté a esperar.
Estoy seguro de que no dormí; pero usé la facilidad que tengo para
convocar el tiempo pasado y así dejé ese lugar oscuro, al menos
espiritualmente. Estuve un rato mirando, como cuando era pequeño, los
animales de la necrópolis del otro lado del muro de la Ciudadela. Vi los
gansos parecidos a puntas de flecha contra el cielo, y las idas y venidas del
conejo y el zorro. Una vez más corrían para mí por la hierba, y con el
tiempo dejaban huellas en la nieve. Triskele aparecía muerto, o eso parecía,
entre los desechos detrás de la Torre del Oso; me acercaba a él, lo veía
temblar y levantar la cabeza para lamerme la mano. Me sentaba junto a
Thecla en su exigua celda, donde nos leíamos uno al otro en voz alta y nos
deteníamos a discutir lo que habíamos leído. «El mundo se está parando
como un reloj», decía ella. «El Increado ha muerto, ¿y quién lo recreará?
¿Quién podría?».
«Se supone que cuando muere el dueño de un reloj, éste se para».
«Supersticiones». Thecla me sacaba el libro de las manos para tenerlo
en las suyas, que eran de dedos largos y muy frías. «Cuando el dueño
muere, nadie pone más agua en el reloj. Muere, y las enfermeras miran el
cuadrante y anotan el momento. Más tarde lo encuentran parado, y el
momento es el mismo».
Yo le contestaba: «Dices que se para antes que el dueño; entonces, el
hecho de que el universo se esté parando no significa que el Increado esté
muerto; sólo significa que nunca existió».
«Es que está enfermo. Mira a tu alrededor. Fíjate en este lugar, y en las
torres que tienes encima. ¿Sabes que nunca lo has hecho, Severian?».
«Siempre se le puede decir a otro que vuelva a llenar el mecanismo»,
sugería yo, y luego, comprendiendo lo que había dicho, me ruborizaba.
Thecla se reía: «No te había visto así desde la primera vez que me quité
el vestido para ti. Te llevé las manos a mis pechos y te pusiste rojo como
una fresa. ¿Recuerdas? ¿Decirle a alguien que lo llene? ¿Qué se ha hecho
del joven ateo?».
Yo le apoyaba la mano en el muslo: «Está confundido, como aquella
vez, por la presencia de la divinidad».
«Entonces ¿no crees en mí? Pienso que tienes razón. Parece que soy el
sueño de todo joven torturador: una prisionera hermosa, todavía intacta, que
te llama para aplacar tu lujuria».
Intentando ser galante, yo decía: «Sueños como tú están más allá de mi
poder».
«Es evidente que no, pues estoy en tu poder en este mismo momento».
Había algo con nosotros en la celda. Examiné la puerta atrancada y la
lámpara de reflector plateado de Thecla, y luego todos los rincones. La
celda se fue oscureciendo, y Thecla e incluso yo nos desvanecimos con la
luz, pero no la cosa que se había entrometido en mi recuerdo.
—¿Quién eres y qué quieres de nosotros? —pregunté.
—Sabes muy bien quiénes somos, y nosotros sabemos quién eres tú. —
La voz era serena y, pienso, tal vez la más autoritaria que haya oído en mi
vida. Ni el mismo Autarca hablaba así.
—Y bien, ¿quién soy?
—Severian de Nessus, el lictor de Thrax.
—Soy Severian de Nessus —dije—. Pero ya no soy lictor de Thrax.
—De eso tendrías que convencernos.
Hubo un nuevo silencio, y al cabo de un tiempo entendí que mi
interrogador, antes que hacerme preguntas, me obligaría, si yo deseaba
recuperar la libertad, a explicarme ante él. Yo tenía muchas ganas de
echarle las manos encima —no podía estar a más de unos codos de
distancia—, pero sabía que muy probablemente estaba armado con las
garras de acero que me habían mostrado los guardianes de la senda.
También tenía ganas, y eso desde hacía un buen rato, de sacar la Garra de su
bolsa de cuero, aunque nada habría sido más tonto.
—El arconte de Thrax —dije— quería que matara a cierta mujer. En vez
de eso yo la liberé, y tuve que huir de la ciudad.
—Sorteando los puestos de guardia por arte de magia.
Yo siempre había estado convencido de que los hombres que se
proclamaban hacedores de prodigios eran impostores; ahora, algo en la voz
de mi interrogador sugería que aun mientras intentaban engañar a otros,
esos hombres podían engañarse a sí mismos. Había una nota burlona, pero
el objeto de la burla era yo, no la magia.
—Es posible —dije—. ¿Qué sabéis de mis poderes? —Que no bastan
para liberarte de este lugar.
—No he intentado liberarme, y sin embargo ya estuve en libertad.
Eso lo perturbó.
—No estuviste en libertad. ¡Trajiste simplemente el espíritu de esa
mujer!
Solté el aliento, procurando que el suspiro fuese inaudible. En la
antecámara de la Casa Absoluta, una vez que Thecla había desplazado mi
personalidad por un rato, una niña me había confundido con una mujer alta.
Ahora, al parecer, la Thecla recordada había estado hablando por mi boca.
—Pues entonces está claro que soy un nigromante —exclamé—, capaz
de invocar los espíritus de los muertos. Porque esa mujer está muerta.
—Nos dijiste que la habías dejado escapar.
—Era otra mujer, que sólo remotamente se parecía a aquélla. ¿Qué le
habéis hecho a mi hijo?
—Él no te llama padre.
—Vive de fantasías —dije.
No hubo respuesta. Al cabo de un rato me levanté y de nuevo pasé las
manos por las paredes de mi prisión subterránea; eran de tierra, como antes.
No había visto ninguna luz ni oído ningún ruido, pero me pareció que
habría sido posible cubrir la trampa con alguna estructura portátil que
excluyera la luz; y si estaba construido con habilidad, el escotillón podía
levantarse silenciosamente. Subí el primer peldaño de la escalera, que crujió
bajo mi peso.
Subí un peldaño más, y otro, y cada vez hubo un nuevo crujido. Intenté
subir el cuarto peldaño, y sentí el cuero cabelludo y los hombros perforados
como por puntas de dagas. Un hilo de sangre de la oreja derecha me resbaló
por el cuello.
Retrocedí al tercer peldaño y tanteé por encima de mi cabeza. Lo que al
entrar en la cámara subterránea me había parecido una estera raída era en
verdad una docena o más de astillas de bambú, incrustadas de algún modo
en las paredes del pozo con las puntas hacia abajo. Había bajado con
facilidad porque mi peso las había doblado; ahora me impedían el ascenso
como las púas de un arpón impiden que el pez se desprenda. Aferré una e
intenté quebrarla pero, aunque lo habría conseguido con las dos manos, con
una sola resultaba imposible. Disponiendo de luz y de tiempo habría podido
abrirme paso; podía procurarme luz, quizá, pero no me atreví a arriesgarme.
Salté de nuevo al suelo.
Otra vuelta por la habitación no me dijo más de lo que sabía; y sin
embargo parecía inconcebible que mi interrogador hubiera trepado la
escalerilla sin hacer ruido, aunque quizá poseía algún conocimiento especial
que le permitía pasar entre los bambúes. Anduve por el suelo a gatas, y no
me enteré de nada nuevo.
Traté de mover la escalera, pero estaba fija; de modo que empezando
por el rincón más cercano al pozo, salté para tocar la pared en el punto más
alto posible, y luego di medio paso al costado y volví a saltar. Cuando
llegué a un punto más o menos opuesto al lugar donde había estado sentado,
lo encontré: un agujero rectangular de alrededor de un codo de altura y dos
de ancho, con el borde inferior ligeramente por encima de mi cabeza. Mi
interrogador podía haberse descolgado de él en silencio, tal vez valiéndose
de una soga, y vuelto a subir del mismo modo; pero era más probable que
simplemente hubiese metido la cabeza y los hombros, para que la voz
sonara como si realmente estuviera conmigo en el lugar. Me aferré lo mejor
que pude al borde del agujero, di un salto y me encaramé.
XXI
El duelo de magia
Me llevaron a una sala que no había visto, una construcción hecha casi
exclusivamente de troncos y escondida entre los árboles. Tenía una sola
entrada, y ninguna ventana. Cuando metieron antorchas, vi que en la única
cámara no había más que una alfombra de hierba tejida, tan larga y angosta
que casi parecía un pasillo.
Abundantius dijo:
—Aquí librarás el combate con Decumano. —Señaló al hombre cuyo
brazo yo había paralizado, y a quien quizá sorprendiera un tanto verse
escogido—. Junto al fuego tú lo superaste. Ahora él ha de superarte a ti, si
le es posible. Puedes sentarte aquí, más cerca de la puerta, para cerciorarte
de que no entremos a ayudarlo. Él se pondrá en el otro extremo. No debéis
acercaros, ni tocaros uno al otro como lo tocaste tú junto al fuego. Debéis
urdir vuestros hechizos, y por la mañana nosotros vendremos a ver quién se
ha impuesto.
Tomando a Severian chico de la mano, lo llevé hasta el fondo del oscuro
lugar.
—Me sentaré aquí —dije—. Confío plenamente en que no vendréis en
ayuda de Decumano, pero para vosotros no hay modo de saber si tengo
aliados en la selva. Me habéis ofrecido vuestra confianza, y yo os ofrezco la
mía.
—Sería mejor —dijo Abundantius— que dejaras el niño a nuestro
cuidado.
Sacudí la cabeza.
—He de tenerlo conmigo. Es mío, y al robármelo en el sendero, me
despojasteis de la mitad de mi poder. No volveré a separarme de él.
Al cabo de un momento Abundantius asintió.
—Como quieras. Sólo deseábamos que no le sucediera nada.
—Nada le sucederá —dije.
En las paredes había anillas de hierro, y cuatro de los hombres desnudos
colocaron antorchas antes de salir. Decumano se sentó cerca de la puerta
con las piernas cruzadas y el bastón sobre los muslos. Yo también me senté,
y acerqué al niño.
—Tengo miedo —dijo, y hundió la cara en mi capa.
—Y estás en tu derecho. Has pasado tres días muy malos.
Decumano había iniciado un cántico lento, rítmico.
—Severian chico, quiero que me cuentes qué te pasó en el sendero. Me
di vuelta y ya no estabas.
Requirió algunos consuelos y mimos, pero al fin los sollozos cesaron.
—Aparecieron… esos tres hombres de colores, con garras, y yo me
asusté y corrí.
—¿Eso es todo?
—Y luego vinieron otros tres hombres de colores y me agarraron, y me
hicieron entrar en un agujero que había en el suelo, y estaba oscuro. Y
luego me despertaron y me subieron, y estuve bajo la ropa de un hombre, y
luego viniste tú y me llevaste.
—¿Alguien te hizo preguntas?
—Un hombre, desde la sombra.
—Está bien. Severian chico, nunca vuelvas a escapar como hiciste en el
sendero, ¿comprendes? Hazlo solamente si ves que yo escapo. Si no
hubieras escapado cuando encontramos a los tres hombres de colores, no
estaríamos aquí.
El niño asintió.
—Decumano —dije en voz alta—. Decumano, ¿podemos hablar?
Decumano no me prestó atención, aunque quizá salmodió en voz más
alta. Con la cara levantada, parecía mirar los troncos del techo, pero tenía
los ojos cerrados.
—¿Qué hace? —preguntó el niño.
—Está urdiendo un encanto.
—¿Nos hará daño?
—No —dije—. Casi toda esta magia es un fraude… Como subirte por
un agujero para que pareciera que habías salido de la túnica del otro
hombre.
Pero mientras hablaba, yo era consciente de que había algo más.
Decumano estaba concentrando la mente en mí como pocas mentes pueden
concentrarse, y yo me sentía desnudo en algún lugar vivamente iluminado
que mil ojos observaban. Una de las antorchas parpadeó, chorreó y se
apagó. Al atenuarse la luz, la luminosidad que yo no podía ver pareció
avivarse.
Me puse de pie. Hay formas de matar que no dejan marca, y mientras
avanzaba las repasé mentalmente.
De inmediato brotaron picas de las paredes, de una ana de largo a cada
lado. No eran lanzas como las que usan los soldados, armas de energía
cuyas cabezas descargan relámpagos de fuego, sino simples varas de
madera con puntas de hierro, como las picas que yo había visto usar a los
aldeanos de Saltus. De cerca podían matar, sin embargo, y volví a sentarme.
—Creo que están fuera —dijo el niño—, mirándonos por las rendijas
entre los maderos.
—Sí, yo también me he dado cuenta.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó. Y, como yo no contestaba—:
¿Quiénes son, papá?
Era la primera vez que me llamaba así. Lo acerqué más a mí, y pareció
debilitar la red que Decumano me estaba tejiendo alrededor de la mente.
—Es sólo una sospecha, pero diría que esto es una academia de magos,
de esos devotos que practican lo que consideran artes secretas. Se supone
que tienen seguidores en todas partes, aunque yo lo dudo, y son muy
crueles. ¿Has oído hablar del Sol Nuevo, Severian chico? Dicen los profetas
que es el hombre que vendrá a hacer retroceder el hielo y enderezar el
mundo.
—Matará a Abaia —contestó el niño, sorprendiéndome.
—Sí, se supone que también hará eso, y muchas otras cosas. Se dice que
ya ha venido una vez, hace mucho. ¿Lo sabías?
El niño negó con la cabeza.
—Entonces su tarea fue forjar la paz entre la humanidad y el Increado, y
lo llamaron el Conciliador. Al irse dejó una reliquia famosa, una gema
llamada la Garra. —Mientras hablaba la toqué con la mano, y aunque no
aflojé los cordones de la bolsita de piel humana que la contenía, la palpé a
través de la suavidad del cuero. No bien la hube tocado, el invisible fulgor
que Decumano me había creado en la mente se redujo a casi nada. Ahora no
puedo explicar por qué durante tanto tiempo yo había supuesto que para que
la Garra surtiese efecto era necesario sacarla de su escondite. Aquella noche
supe que no era así, y me eché a reír.
Por un momento Decumano detuvo su canto, y se le abrieron los ojos.
Severian chico me aferró con más fuerza.
—¿Se te ha pasado el miedo?
—No —dije—. ¿Te diste cuenta de que estaba asustado?
Asintió, solemne.
—Lo que iba a decirte es que la existencia de esa reliquia parece haber
dado a algunos la idea de que el Conciliador utilizaba garras como armas. A
veces yo he dudado de que haya existido; pero si alguna vez vivió una
persona así, estoy seguro de que en gran medida usó las armas contra sí
mismo. ¿Comprendes lo que digo?
Dudo de que comprendiera, pero asintió.
—En el sendero encontramos un conjuro contra la llegada del Sol
Nuevo. Los tres hombres pintados, que según creo son los que han superado
esta prueba, usan garras de acero. Pienso que quieren ocultar el
advenimiento del Sol Nuevo para ocupar el sitio que le corresponde y
usurpar quizá sus poderes. Si…
Fuera, alguien gritó.
XXII
La ciudad maldita
Entramos en una niebla, y pensé que era raro a tanta altura. Sólo después de
haberla atravesado y cuando la mirábamos allá abajo iluminada por el sol,
me di cuenta de que era una de las nubes que tan remotas me habían
parecido desde la garganta.
Y sin embargo la garganta selvática, ahora debajo de nosotros, se
hallaba sin duda a miles de codos por encima de Nessus y los tramos
inferiores del Gyoll. Entonces pensé qué lejos debía de haber llegado para
que a semejante altura hubiera selvas; casi a la cintura del mundo, donde
siempre era verano y sólo la altura producía alguna diferencia en el clima.
Si iba a seguir viaje hacia el oeste, hasta salir de esas montañas, por lo que
me había enseñado el maestro Palaemon me encontraría en una selva tan
pestilente que la que acabábamos de dejar me parecería un paraíso, una
selva costeña de calor humeante y enjambres de insectos; y, no obstante,
también allí vería las huellas de la muerte, pues aunque esa selva recibiera
tanta fuerza solar como cualquier otro lugar de Urth, aún sería inferior a la
que había recibido en el pasado, y así como en el sur el hielo avanzaba y la
vegetación de la zona templada huía de él, los árboles y otras plantas de los
trópicos morían para dejar espacio a los advenedizos.
Mientras yo miraba la nube el niño había seguido avanzando. De pronto
se volvió, me miró con ojos brillantes y gritó:
—¿Quién hizo este camino?
—Sin duda los trabajadores que tallaron la montaña. Tienen que haber
contado con grandes energías, y máquinas más poderosas que cualquiera
que conozcamos. Y además, de alguna manera tienen que haber retirado los
escombros. En un tiempo debe de haber rodado por aquí un millar de carros
y carretas. —Sin embargo yo estaba asombrado, porque las ruedas de hierro
de esos vehículos marcaban incluso el duro adoquinado de Thrax o de
Nessus, y este camino era tan terso como una vía procesional. Seguro,
pensé, que por aquí no han pasado más que el sol y el viento.
—¡Mira, Severian grande! ¿Ves la mano?
El niño señalaba una estribación de la montaña, muy por encima de
nosotros. Estiré el cuello, y por un momento no vi nada que no hubiera
visto antes: un largo promontorio de roca gris e inhóspita. Luego, cerca del
final, el sol centelleó sobre algo. Parecía, de una manera inconfundible, el
resplandor del oro; cuando lo vi, advertí también que el oro era un anillo, y
debajo de él vi tendido en la roca un pulgar petrificado de frío, un pulgar de
unos cien pasos de largo, con los otros dedos por encima como colinas.
No teníamos dinero, y yo sabía que el dinero podía ser muy valioso para
nosotros cuando llegara el día de regresar a las tierras habitadas, como
finalmente sucedería. Si aún me buscaban, quizás el oro haría que los
buscadores desviaran los ojos. El oro también podría comprarle a Severian
chico un puesto de aprendiz en algún gremio poderoso, pues estaba claro
que no podía seguir viajando conmigo. Parecía muy probable que el gran
anillo fuera de piedra laminada en oro; pero aun así, si el metal se podía
desprender y enrollar, el peso tenía que ser considerable. Y aunque me
esforzara por no hacerlo, me encontré preguntándome si un mero laminado
de oro podría haber resistido tantos siglos. ¿No habría tenido que
despegarse y caer mucho tiempo atrás? Si el anillo era de oro macizo,
valdría una fortuna; pero todas las fortunas de Urth no habrían podido
comprar esa poderosa imagen, y el que había ordenado que la construyeran
tenía que haber sido incalculablemente rico. Aun si el anillo no era macizo
hasta el dedo, acaso hubiera un sustancial espesor de metal.
Mientras meditaba todo esto iba trajinando cuesta arriba, y mis largas
piernas pronto aventajaron a las del niño, mucho más cortas. Por momentos
el camino se hacía tan abrupto que me costaba creer que alguna vez lo
hubiesen transitado vehículos cargados de piedras. Dos veces cruzamos
fisuras, una tan ancha que antes de saltarla tuve que arrojar al niño por
encima. Yo esperaba parar cuando encontráramos agua; no la encontramos,
y cuando cayó la noche no tuvimos mejor abrigo que una hendidura de
piedra donde nos envolvimos en las mantas y mi capa y dormimos como
pudimos.
Por la mañana los dos teníamos sed. Aunque las lluvias no llegarían hasta el
otoño, le dije al niño que quizá lloviera ese día, y reanudamos la marcha
con buen ánimo. Luego él me enseñó que llevar una piedra pequeña en la
boca ayuda a mitigar la sed. Es un truco montañés que yo no conocía. El
viento era más frío que antes, y empecé a sentir la poca consistencia del
aire. De vez en cuando el camino giraba, de modo que por unos momentos
nos daba el sol.
Con esas curvas se alejaba cada vez más del anillo, hasta que por fin nos
encontramos en plena sombra, perdido de vista el anillo y cerca de las
rodillas de la figura sedente. Hubo una última cuesta escarpada, tan abrupta
que yo habría agradecido unos escalones. Y luego, como flotando frente a
nosotros en el aire claro, un grupo de delgadas torres.
—¡Thrax! —gritó el niño, tan contento que comprendí que la madre le
tenía que haber contado historias de la ciudad, y también haberle dicho,
cuando ella y el viejo lo sacaron de la casa donde había nacido, que lo
llevaría allí.
—No —dije—. No es Thrax. Parece más bien mi Ciudadela… Nuestra
Torre Matachina y la Torre de las Brujas, y la Torre del Oso y la Torre de la
Campana.
Me miró con ojos muy abiertos.
—No, claro, tampoco es eso. Lo que pasa es que yo he estado en Thrax,
y Thrax es una ciudad de piedra. Estas torres son de metal, como eran las
nuestras.
—Tienen ojos —dijo Severian chico.
Y así era. Al principio pensé que me engañaba la imaginación, sobre
todo porque no todas las torres los tenían. Al fin me di cuenta de que
algunas miraban hacia nosotros, y de que las torres no sólo tenían ojos sino
también hombros y brazos; de que eran, en realidad, figuras metálicas de
catafractos, guerreros con armaduras de cuerpo entero.
—No es una ciudad verdadera —le dije al niño—. Lo que nos hemos
encontrado son los guardianes del Autarca, que vigilan aquí para destruir al
que pretenda atacarlo.
—¿Y nos harán daño?
—La idea asusta, ¿verdad? Con esos pies nos podrían aplastar como a
ratones. De todos modos, estoy seguro de que no lo harán. Son estatuas,
nada más, guardianes espirituales que él dejó aquí como recordatorios de su
poder.
—También hay casas grandes —dijo el niño.
Tenía razón. Como los edificios apenas llegaban a la cintura de las
elevadas figuras de metal, al principio los habíamos pasado por alto. Eso
volvió a hacerme pensar en la Ciudadela, donde unas estructuras que nunca
fueron pensadas para desafiar a las estrellas se mezclan con las torres.
Quizá sólo fuera el aire tenue, pero de pronto tuve la visión de que los
hombres de metal se alzaban lentamente, luego cada vez más rápido,
alargando las manos al cielo para bucear en él como buceábamos nosotros
en las sombrías aguas de la cisterna a la luz de la antorcha.
Aunque mis botas tienen que haber chirriado contra la roca alisada por
el viento, no recuerdo el ruido. Tal vez se perdiera en la inmensidad de la
cumbre, y así nos acercamos a las figuras erguidas tan silenciosamente
como si anduviéramos sobre musgo. Nuestras sombras, que al aparecer las
figuras se habían alargado detrás y a la izquierda, ahora se habían encogido
en charcos alrededor de nuestros pies; y noté que podía ver los ojos de todas
las figuras. Me dije que al principio había pasado por alto algunos, por más
que destellaban al sol.
Al fin caminamos entre ellas por un sendero, y entre los edificios que
las rodeaban. Yo había esperado que los edificios estuvieran en ruinas,
como los de la ciudad olvidada de Apu-Punchau. Estaban cerrados, eran
misteriosos y silenciosos; pero podían haber sido construidos pocos años
antes. No se veía ningún techo hundido; ninguna enredadera había
dislocado las cuadradas piedras grises de los muros. No tenían ventanas, y
su arquitectura no sugería que fuesen templos, fortalezas, tumbas o
cualquier otra clase de estructura familiar para mí. Carecían por completo
de ornamentos y de gracia; no obstante, la ejecución era excelente, y la
diferencia de formas parecía indicar diferencias de función. Entre ellos, las
figuras brillantes se alzaban no como monumentos, sino como si un viento
glacial y repentino las hubiera detenido a cada una en su sitio.
Elegí un edificio y le dije al niño que entraríamos por la fuerza, y que
quizá con suerte dentro encontraríamos agua, y aun hasta comida en
conserva. Pronto vi que mi alarde había sido una tontería. Las puertas eran
tan macizas como las paredes; el techo, fuerte como los cimientos. Creo que
ni con un hacha habría podido abrirme paso a golpes, y no me atrevía a
emplear Terminus Est. Perdimos varias guardias tanteando y husmeando en
busca de alguna fisura. El segundo y el tercer edificio que probamos no
resultaron más fáciles que el primero.
—Allí hay una casa redonda —dijo al fin el niño—. Me acercaré a
mirarla.
Confiado en que en ese lugar desierto no había nada que pudiera hacerle
daño, le dije que fuese. Volvió en seguida.
—¡La puerta está abierta!
XXIV
El cadáver
No había descubierto para qué servían los otros edificios. Tampoco llegué a
comprender ése, que era circular y estaba cubierto por una cúpula. Los
muros eran de metal; no del metal oscuro y lustroso de las torres de nuestra
Ciudadela, sino de una aleación brillante como plata lustrada.
Este resplandeciente edificio se levantaba sobre un pedestal escalonado,
y me sorprendió verlo allí cuando las grandes imágenes de los catafractos,
en sus armaduras antiguas, estaban directamente en las calles. En su
circunferencia había cinco puertas (pues dimos una vuelta completa
alrededor antes de aventurarnos a entrar), todas abiertas. Examinándolas, y
examinando también los umbrales, intenté saber si habían estado así
muchos años; en el pedestal había poco polvo, y al fin no llegué a estar
seguro. Una vez acabada la inspección, le dije al niño que me dejara ir
primero, y entré.
No sucedió nada. Cuando el niño me siguió, ni siquiera se cerraron las
puertas; no nos atacó ningún enemigo, ninguna energía coloreó el aire, y el
suelo se mantuvo firme bajo nuestros pies. Sin embargo, yo tenía la
sensación de que de algún modo nos habíamos metido en una trampa: de
que fuera, en la montaña, habíamos estado libres, por mucha sed y hambre
que sufriéramos, y de que allí ya no lo estábamos. Creo que si no hubiera
contado en ese momento con la compañía del niño, me habría vuelto y
echado a correr. Dado el caso, no quería parecer supersticioso ni asustado, y
sentía la obligación de encontrar comida y agua.
Había en el edificio muchos artefactos a los cuales no puedo dar
nombre. No eran muebles, ni cajas, ni máquinas tal como yo entiendo el
término, y casi todos estaban dispuestos en ángulos raros; vi algunos que
parecían tener nichos para sentarse, aunque el ocupante habría tenido que
contraerse, y no habría quedado frente a sus compañeros sino frente a cierta
parte del artefacto. Otros contenían alcobas donde quizás alguna vez había
descansado alguien.
Estos artefactos bordeaban pasillos, amplios pasillos que corrían hacia
el centro de la estructura rectos como los rayos de una rueda. Mirando al
fondo de uno en donde habíamos entrado, divisé tenuemente un objeto rojo,
y encima de él, mucho más pequeño, algo marrón. Al principio no presté
gran atención a ninguno de los dos, pero cuando logré convencerme de que
los artefactos que he descrito no eran de valor ni peligrosos para nosotros,
llevé al niño hacia ellos.
El objeto rojo era una especie de sillón muy elaborado, con correas como
para retener a un prisionero; alrededor había mecanismos en apariencia
destinados a facilitar el alimento y la eliminación. Estaba sobre un pequeño
estrado, y sobre él se alzaba lo que en un tiempo había sido el cuerpo de un
hombre con dos cabezas. Hacía mucho tiempo que el diáfano y seco aire de
la montaña había disecado ese cuerpo; como los misteriosos edificios,
podría tener un año o un millar. El hombre había sido más alto que yo,
quizás incluso un exultante, y de músculos poderosos. Ahora yo podía,
pensé, arrancarle un brazo de un solo tirón. No llevaba taparrabo, ni
ninguna otra prenda, y aunque nosotros estamos habituados a ver cambios
súbitos en el tamaño de los órganos de procreación, era raro ver aquéllos tan
consumidos. En las cabezas quedaba algo de pelo, y me pareció que el de la
derecha había sido negro; el de la izquierda era amarillento. Ambas cabezas
tenían los ojos cerrados y las bocas abiertas, mostrando unos pocos dientes.
Noté que las correas que habían sujetado a la criatura al sillón no estaban
abrochadas.
Por el momento, de todos modos, me preocupaba más el mecanismo
que en un tiempo lo había alimentado. Me dije que a menudo las máquinas
antiguas eran sorprendentemente durables, y aunque abandonada desde
hacía mucho, ésta había disfrutado de las condiciones más favorables para
su preservación; y giré todas las llaves que encontré, y moví todas las
palancas, intentando hacerle producir algún alimento. El niño me
observaba, y después de verme mover unas cuantas cosas me preguntó si
nos íbamos a morir de hambre.
—No —le dije—. Podemos llegar mucho más lejos de lo que crees sin
comida. Mucho más urgente es conseguir algo de beber, pero si no
encontramos nada aquí, seguro que más arriba hay nieve en la montaña.
—¿Cómo se murió? —Por alguna razón yo no me había permitido tocar
el cuerpo; ahora el niño pasaba los dedos regordetes por un brazo marchito.
—Los hombres mueren. Lo asombroso es que un monstruo así haya
vivido. Generalmente estas criaturas perecen no bien acaban de nacer.
—¿Crees que los otros lo dejaron aquí cuando se fueron? —preguntó él.
—¿Quieres decir si lo dejaron vivo? Supongo que es posible. Tal vez no
haya habido lugar para él en las tierras de abajo. O tal vez él no haya
querido ir. Quizá lo ataban a este sillón cuando se portaba mal.
Posiblemente padecía locura, o ataques de rabia furiosa. Si cualquiera de
estas cosas es cierta, ha de haber pasado sus últimos días vagando por la
montaña, de donde volvía de vez en cuando aquí a comer y beber, y habrá
muerto cuando se agotaron la comida y el agua de que dependía.
—Entonces aquí no queda agua —me dijo el niño, práctico.
—Es verdad. De todos modos, no sabemos si fue así. Puede haber
muerto por otra causa antes de que se acabaran las reservas. Incluso, de lo
que hemos estado diciendo parece deducirse que era una especie de animal
casero o mascota de la gente que talló la montaña. Este lugar es muy
sofisticado para una mascota. De todos modos, creo que nunca llegaré a
reactivar esta máquina.
—Me parece que tendríamos que ir para abajo —anunció el niño
cuando salíamos del edificio circular.
Me volví y miré atrás, pensando en lo tontos que habían sido mis
miedos. Las puertas seguían abiertas; nada había cambiado, nada se había
movido. Si alguna vez había sido una trampa, haber estado abierta durante
siglos la había herrumbrado.
—A mí también —dije—. Pero se está acabando el día: mira qué largas
son nuestras sombras. No quiero que la noche nos sorprenda descendiendo
por la otra ladera, así que veré si puedo llegar al anillo que vimos esta
mañana. A lo mejor, además de oro encontramos agua. Esta noche
dormiremos en el edificio redondo, protegidos del viento, y mañana, no
bien amanezca, empezaremos a bajar por la ladera norte.
El niño asintió para mostrar que comprendía, y me acompañó de muy
buena gana a buscar un sendero que llevase hasta el anillo. Como lo
habíamos visto en el brazo sur, en cierto sentido tuvimos que volver a la
ladera que ya habíamos escalado, aunque nos habíamos acercado por el
sudeste al conjunto de catafractos y edificios. Yo había temido que la subida
al brazo fuese difícil; pero justamente donde se alzaban ante nosotros las
enormes alturas del pecho y el brazo, descubrí lo que mucho antes había
deseado encontrar: una escalera angosta. Había varios cientos de escalones,
así que la subida fue de todos modos difícil, y durante un trecho cargué con
el niño.
El brazo en sí era de piedra lisa, aunque tan ancho que mientras nos
mantuviéramos en el centro, parecía haber poco peligro de que el niño
cayera. Hice que se tomara de mi mano y caminé ilusionado, con la capa
chasqueando al viento.
A la izquierda estaba la subida que habíamos iniciado el día anterior,
más allá la garganta entre los cerros, verde bajo su manto de selva. Más allá
aún, brumosa en la lejanía, se alzaba la montaña donde Becan y Casdoe
habían construido su casa. Mientras caminaba intenté distinguirla, o al
menos la zona en donde estaba, y al fin vi lo que me pareció la pared rocosa
por la que yo había bajado: una minúscula mancha de color en el flanco de
esa montaña menos elevada, con el destello de la cascada en el centro como
una mota iridiscente.
Después de verla me detuve, di media vuelta y miré hacia el pico por
cuya ladera caminábamos. Ahora alcanzaba a ver la cara y la mitra de hielo,
y debajo el hombro izquierdo, donde un chiliarca habría podido adiestrar a
mil jinetes.
Delante de mí el niño señalaba y gritaba algo que yo no entendía,
señalaba hacia abajo, hacia los edificios y las erguidas figuras de los
guardias de metal. Tardé un momento en comprender lo que quería decir:
las caras estaban vueltas tres cuartos hacia nosotros, como tres cuartos hacia
nosotros habían estado vueltas esa mañana. Las cabezas se habían movido.
Por primera vez les seguí la dirección de los ojos; y descubrí que miraban al
sol.
Asentí con la cabeza y grité:
—¡Ya veo!
Estábamos en la muñeca, con la pequeña planicie de la mano ante
nosotros, aun más amplia y segura que el brazo. Me apresuré, y el niño
corrió delante de mí. El anillo estaba en el anular, un dedo más grueso que
el tronco del más grande de los árboles. Severian chico corrió por él,
manteniendo fácilmente el equilibrio en la cresta, y vi que alargaba las
manos para tocar el anillo.
Hubo una descarga de luz: brillante, aunque no cegadora en el sol
vespertino; porque estaba teñida de violeta, pareció casi una oscuridad.
Lo dejó ennegrecido y consumido. Por un momento, creo, el niño siguió
con vida; la cabeza le cayó hacia atrás y se le abrieron los brazos. Hubo un
penacho de humo que el viento se llevó en seguida. El cuerpo se desplomó,
encogiendo los miembros como las patas de un insecto muerto, y a los
tumbos rodó hasta perderse de vista en la rendija entre el dedo anular y el
mayor.
Yo, que había visto tantas estigmatizaciones y extirpaciones, que incluso
había usado el hierro (entre un billón de cosas recuerdo perfectamente la
carne ampollada de las mejillas de Morwenna), apenas pude obligarme a ir
a mirarlo.
Había huesos en ese angosto espacio entre los dedos, pero eran huesos
viejos que se quebraban bajo mis pies como los huesos diseminados por los
senderos de nuestra necrópolis, y no me molesté en examinarlos. Saqué la
Garra. Al maldecirme por no haberla usado cuando en el banquete de
Vodalus servían el cuerpo de Thecla, Jonas me había dicho que no fuera
necio, que por muchos poderes que la Garra poseyera jamás habría podido
devolver la vida a aquella carne asada.
Y no pude sino pensar que si ahora actuaba y me devolvía a Severian
chico, por feliz que yo estuviese lo llevaría a un lugar seguro y me cortaría
la garganta con Terminus Est. Porque si la Garra era capaz de hacer eso,
también podría haber traído de vuelta a Thecla; y Thecla era una parte mía,
ahora muerta para siempre.
Por un momento pareció que había un centelleo, una sombra o aureola
brillante, y el cuerpo del niño se desmoronó convirtiéndose en una ceniza
negra que enturbió el aire intranquilo.
Me levanté, y guardé la Garra, y emprendí el regreso, preguntándome
vagamente cuánto me costaría salir de ese lugar angosto y llegar de nuevo a
la palma de la mano. (Al final tuve que dejar Terminus Est clavada de punta
y apoyar un pie en el arriaz, y luego estirarme cabeza abajo hasta que pude
asir la empuñadura y recuperarla). No hubo confusión del recuerdo, aunque
sí por el momento una confusión de la mente, en la cual el niño se fundió
con aquel otro, Jader, que vivía con su hermana moribunda en la choza del
acantilado de Thrax. Al que tanto había llegado a significar para mí, no
había podido salvarlo; al otro, que significaba tan poco, lo había curado. En
cierta forma, me parecía que eran el mismo niño. Claro que se trataba de
una simple reacción defensiva de mi mente, una manera de protegerse de la
tempestad de la locura; pero de algún modo me parecía que, mientras
viviera Jader, el niño que su madre había llamado Severian no podía perecer
realmente.
Había pensado detenerme en la mano y mirar atrás; no pude: la verdad
es que tuve miedo de ir al borde y tirarme. No me detuve hasta que casi
hube llegado a la escalera que con tantos cientos de escalones llevaba al
ancho regazo de la montaña. Luego me senté y volví a localizar la mancha
de color que era el acantilado al pie del cual estaba la casa de Casdoe.
Recordé los ladridos del perro marrón cuando yo había salido del bosque.
Ese perro había sido cobarde ante la aparición del alzabo, pero había muerto
con los colmillos en la carne sucia de un zoántropo, mientras yo,
igualmente cobarde, no hacía nada. Recordé la cara cansada y hermosa de
Casdoe, al niño espiando por detrás de su falda, al viejo sentado con las
piernas cruzadas frente al fuego, hablando de Fechin. Ahora estaban todos
muertos, Severa y Becan, a quienes yo no había conocido, el viejo, Casdoe,
Severian chico, hasta Fechin, todos muertos, todos perdidos en las brumas
que oscurecen nuestros días. El tiempo es en sí algo sólido, me parece, que
se levanta como una cerca de barrotes de hierro con su infinita hilera de
años; y nosotros pasamos por delante como el Gyoll, de camino a un mar
del que sólo volveremos en forma de lluvia.
Entonces supe, en el brazo de esa figura gigantesca, lo que era la
ambición de conquistar el tiempo, una ambición al lado de la cual el deseo
de soles distantes no es más que la codicia de un pequeño cacique
emplumado, decidido a someter a alguna otra tribu.
Allí estuve sentado hasta que el sol quedó casi escondido por las
montañas del oeste. Bajar la escalera tendría que haber sido más fácil que
subir, pero ahora yo tenía mucha sed y el golpe de cada paso me hacía doler
las rodillas. Ya casi no había luz, y el viento era como hielo. Una de las
mantas se había quemado con el niño; desdoblé la otra y me envolví el
pecho y los hombros por debajo de la capa.
Más o menos a medio camino me detuve a descansar. Lo único que
quedaba del día era una delgada media luna de castaño rojizo que menguó y
luego se desvaneció; y mientras eso ocurría, cada uno de los grandes
catafractos metálicos que había allá abajo saludó alzando la mano. Eran tan
serenos y tan firmes que casi los hubiera creído, tal como los veía,
esculpidos con los brazos en alto.
Por un momento el asombro me limpió de toda pena, y únicamente pude
maravillarme. Permanecí donde estaba, mirándolos; no me atrevía a
moverme. Entre las montañas corría la noche; a la última, tenue luz del
crepúsculo vi cómo bajaban los brazos. Aturdido aún, volví a entrar en el
silencioso conjunto de edificios que se levantaban en el regazo de la figura.
Si había visto fracasar un milagro, había presenciado otro; y hasta un
milagro en apariencia inconducente es una fuente inagotable de esperanza,
pues nos demuestra que no lo entendemos todo, y que nuestras derrotas —
tanto más numerosas que nuestros pocos y vacíos triunfos— pueden ser
igualmente engañosas.
Por algún error idiota, cuando intentaba volver al edificio circular donde
le había dicho al niño que pasaríamos la noche, me las arreglé para
perderme, y estaba demasiado fatigado como para buscar el camino. En
cambio encontré un lugar resguardado, bien lejos del más cercano de los
guardias de metal, donde me froté las piernas doloridas y me cubrí lo mejor
que pude contra el frío. Aunque me dormí casi en seguida, pronto me
despertó un leve ruido de pasos.
XXV
Tifón y Piatón
Hay una belleza terrible en las montañas, aun cuando lo ponen a uno cerca
de la muerte; en realidad creo que es entonces cuando se hace más evidente,
y que los cazadores que entran en las montañas bien vestidos y bien
alimentados y salen bien alimentados y bien vestidos pocas veces las ven.
Allí el mundo entero puede parecer una pila natural de agua clara, quieta y
fría como el hielo.
Aquel día bajé hasta muy lejos, y encontré altas planicies que se
extendían muchas leguas, planicies llenas de hierba tierna y de flores como
nunca se ven en alturas menores, flores pequeñas y rápidas en abrirse, más
perfectas y puras de lo que las rosas pueden ser nunca.
Con mediana frecuencia esas planicies estaban bordeadas de riscos. Más
de una vez pensé que ya no podría seguir hacia el norte y tendría que volver
sobre mis pasos; pero siempre encontraba un camino, por arriba o por
abajo, y así seguía adelante. No vi soldados ni a pie ni a caballo por debajo
de mí, y aunque en cierto modo fuera un alivio —pues había temido que la
patrulla del arconte siguiera aún tras mis pasos—, también era inquietante,
porque mostraba que me había alejado de las rutas por las que el ejército
recibía suministros.
El recuerdo del alzabo volvía para hostigarme; era posible que en las
montañas hubiera muchos más de su especie. Además, no podía sentirme
seguro de que estuviera realmente muerto. ¿Quién sabía qué poder de
recuperación poseía semejante criatura? Aunque a la luz del día lograba
olvidarlo, expulsándolo, por así decir, de mi conciencia con preocupaciones
sobre la presencia o ausencia de soldados, y las mil imágenes encantadoras
de picos y cataratas y valles que me asediaban la vista, el recuerdo
regresaba por la noche, cuando arrebujado en la manta y la capa y ardiendo
de fiebre, creía oír el mullido golpeteo de sus pies, el roce de sus garras.
Si, como suele decirse, el orden del mundo sigue un plan (lo mismo da
si concebido antes de su creación o desarrollado durante los billones de
eones de su existencia por la lógica inexorable del orden y el crecimiento),
todas las cosas han de contener, tanto la representación en miniatura de
glorias más altas, como el dibujo ampliado de cuestiones menores. Para
desviar mi atención circular del recuerdo del horror del alzabo, yo a veces
intentaba fijarla en esa faceta de su naturaleza que le permite incorporar
memorias y deseos de los seres humanos a los suyos. El paralelo en
cuestiones menores no me parecía importante. El alzabo podía compararse a
ciertos insectos que se cubren el cuerpo con ramitas y trozos de hierba para
que sus enemigos no los descubran. Visto desde cierto ángulo, no hay
engaño: las ramitas, los fragmentos de hojas están allí y son reales. Y sin
embargo dentro está el insecto. Así ocurría con el alzabo. Cuando, hablando
por la boca de la criatura, Becan me dijo que quería que su mujer y su hijo
se reunieran con él, creía estar describiendo sus propios deseos; con todo,
esos deseos servirían para alimentar al alzabo, que estaba dentro, y cuyas
necesidades y conciencia se ocultaban detrás de la voz de Becan.
De manera nada sorprendente, el problema de correlacionar el alzabo
con cierta verdad superior era más arduo; pero al fin decidí que podía
compararse a la absorción por el mundo material de pensamientos y actos
de seres humanos que, aunque ya no vivos, lo han marcado tanto con
actividades que en el sentido más amplio podemos llamar obras de arte,
sean edificios, canciones, batallas o exploraciones, que puede decirse que
aún después de que desaparecen siguen viviendo por algún tiempo. Fue
exactamente de esa manera que la niña Severa le sugirió al alzabo que
moviera la mesa para alcanzar así el desván de la casa de Casdoe, aunque la
niña Severa ya no estaba.
Entonces yo contaba con Thecla como consejera, y aunque tuviese
pocas esperanzas cuando la invoqué, y ella pocos consejos que darme, de
todos modos la habían prevenido muchas veces contra los peligros de la
montaña, y me impulsó a subir y seguir adelante, y a descender, siempre
hacia tierras más bajas y cálidas, con la primera luz.
Ya no estaba hambriento, porque el hambre es algo que desaparece
cuando uno no come. Apareció la debilidad en cambio, trayendo consigo
una límpida claridad mental. Luego, la tarde del segundo día después de
descolgarme de la pupila del ojo derecho, llegué al refugio de un pastor, una
especie de panal de piedra, y allí encontré una olla de cocina y cierta
cantidad de maíz molido.
A sólo una docena de pasos corría un manantial, pero no había
combustible. Pasé el atardecer recogiendo nidos abandonados en una pared
rocosa que había a media legua, y por la noche encendí fuego utilizando
Terminus Est como piedra de chispa, y herví el tosco alimento (que a causa
de la altitud me costó mucho cocer) y me lo comí. Fue, creo, una de las
mejores cenas de mi vida, y tuvo un esquivo pero inconfundible sabor a
miel, como si los granos secos hubieran conservado el néctar de la planta
igual que el centro de ciertas piedras conserva la sal de mares que sólo la
propia Urth recuerda.
Estaba decidido a pagar por lo que había comido, y hurgué en mi alforja
buscando algo al menos de igual valor para dejárselo al pastor. El libro
marrón de Thecla no podía cederlo; me calmé la conciencia recordándome
que, de todos modos, era improbable que el pastor supiera leer. Tampoco
iba a entregar mi piedra de afilar, tanto porque me recordaba el hombre
verde como porque habría sido un regalo de mal gusto allí, donde entre la
hierba joven abundaban piedras casi igual de buenas. No tenía dinero, pues
le había dejado hasta la última moneda a Dorcas. Al fin di con el mantón
rojo que habíamos encontrado en el barro de la ciudad de piedra, largo
tiempo antes de llegar a Thrax. Estaba manchado y era demasiado fino
como para calentar mucho, pero esperaba que las borlas y el color brillante
agradaran al que me había alimentado.
Nunca he comprendido del todo cómo llegó adonde lo encontramos, ni
si el extraño individuo que nos había llamado para poder tener ese breve
lapso de vida renovada lo había dejado atrás deliberada o accidentalmente
cuando la lluvia volvió a disolverle el cuerpo en el polvo que durante tanto
tiempo había sido. La antigua hermandad de sacerdotisas posee, fuera de
toda duda, poderes que rara vez o nunca usa, y no es absurdo suponer que
entre ellos está el de despertar de ese modo a los muertos. En ese caso, el
hombre puede haberlas llamado tal como nos llamó a nosotros, y acaso se
haya dejado el mantón por accidente.
Sin embargo, hasta en ese caso puede haberse servido a una autoridad
superior. Es de este modo como la mayoría de los sabios explican la
aparente paradoja de que aunque elegimos libremente hacer esto o lo otro,
cometer un crimen o robar por altruismo la sagrada distinción del Empíreo,
el Increado siempre domina el conjunto y lo sirven por igual (es decir,
totalmente) los que obedecen y los que se rebelan.
No sólo eso. Algunos, cuyos argumentos he leído en el libro marrón y
discutido varias veces con Thecla, han señalado que palpitando en la
Presencia moran multitud de seres que aunque en apariencia diminutos —
en realidad infinitamente pequeños—, por comparación son
correspondientemente vastos a los ojos de los hombres, para quienes su
señor es tan gigantesco que resulta invisible. (Este tamaño ilimitado lo
vuelve diminuto, de modo que la relación que tenemos con él es como la de
quienes caminan por un continente pero sólo ven bosques, pantanos, colinas
de arena y cosas así, y aunque quizá sientan algunas piedrecitas en los
zapatos, nunca reflexionan que la tierra que toda la vida han pasado por alto
está allí, andando con ellos).
Hay también otros sabios que dudando de la existencia del poder al que
sirven esos seres, a quienes se puede llamar amschaspandas, afirman no
obstante la existencia de éstos. Estas aseveraciones se basan no en
testimonios humanos —que abundan y a los cuales sumo el mío, pues vi un
ser semejante en el libro de espejos de las salas del padre Inire— sino y ante
todo en una teoría irrefutable, pues dicen que si el universo no fue creado
(de lo cual, por razones no enteramente filosóficas, consideran conveniente
descreer), tiene que haber existido siempre hasta el día de hoy. Y si esto es
así, el tiempo se extiende sin fin detrás del día presente, y en ese océano
ilimitado de tiempo necesariamente habrá de pasar todo lo concebible.
Seres como los amschaspandas son concebibles, puesto que ellos, y muchos
otros, los han concebido. Pero si alguna vez entraron en la existencia
criaturas tan poderosas, ¿cómo habrían de ser destruidas? Por lo tanto aún
existen.
Así pues, por la paradójica naturaleza del conocimiento, se comprende
que aunque pueda dudarse de la existencia del Ylem, la fuente primordial
de todas las cosas, no se puede dudar de la de sus sirvientes.
Y si tales seres existen sin duda, ¿no será posible que interfieran (si es
lícito llamarlo interferencia) en nuestros asuntos mediante accidentes como
la capa roja que yo dejé en el refugio? Interferir en la economía de un
hormiguero no requiere poder ilimitado: un niño puede removerlo con un
palo. No conozco pensamiento más terrible. (El de la propia muerte, que
popularmente se considera tan horroroso que es inconcebible, no me
perturba mucho; tal vez a causa de la perfección de mi memoria, es en mi
vida en lo que no puedo pensar).
No obstante, hay otra explicación: puede ser que todos los que buscan
servir a la Teofanía, y quizás incluso los que alegan servirla, estén, por
mucho que nos parezca que difieren y de hecho libren una especie de guerra
mutua, ligados como las marionetas del niño y el hombre que una vez vi en
un sueño y que aunque parecían combatir entre sí, en realidad estaban
controladas por un individuo invisible que manejaba los hilos de ambas. Si
éste es el caso, entonces tal vez el chamán que vimos fuera amigo y aliado
de esas sacerdotisas cuya civilización tanto se extiende en la misma tierra
en donde él, en primitivo salvajismo, una vez ofreció un sacrificio con
litúrgica rigidez de crótalos y tambores en el pequeño templo de la ciudad
de piedra.
Con la última luz del día siguiente a haber dormido en el refugio del pastor,
llegué al lago llamado Diuturna. Era ese lago, creo, y no el mar, lo que
había visto en el horizonte antes de que Tifón me encadenara la mente;
siempre y cuando, por cierto, el encuentro con Tifón y Piatón no haya sido
una visión o un sueño, del cual necesariamente desperté en el lugar donde
lo había empezado. No obstante, el lago Diuturna es en sí casi un mar,
suficientemente vasto como para que la mente no pueda comprenderlo; y al
fin y al cabo es la mente la que crea las resonancias que convoca esa
palabra: sin la mente sólo hay una fracción de Urth cubierta de agua
salobre. Aunque esta agua se encuentra a una altitud sustancialmente mayor
que la del mar, empleé la mayor parte de la tarde en descender hasta la
orilla.
La caminata fue una experiencia notable que todavía atesoro, quizá la
más hermosa que recuerdo —bien que hoy guarde en la mente las
experiencias de tantos hombres y mujeres—, pues mientras bajaba iba
atravesando el año. Al dejar el refugio, tenía por encima, por detrás y a la
derecha grandes campos de nieve y hielo, en los cuales despuntaban
peñascos aún más fríos que ellos, peñascos demasiado barridos por el
viento para retener la nieve, que esparciéndose caía y se fundía en los
tiernos prados de hierba que yo pisaba, la hierba de los primeros días de
primavera. A medida que avanzaba, la hierba se volvía más basta, y de un
verde más viril. Los sonidos de los insectos, de los que rara vez soy
consciente salvo si los he oído alguna vez, se reanudaron con un ruido que
me hacía pensar en la afinación de las cuerdas en el Salón Azul antes de que
empezara la cantilena, un ruido que a veces oía acostado en mi camastro,
cerca de la puerta abierta del dormitorio de los aprendices.
Empezaron a aparecer arbustos, que pese a su aspecto de fibrosa
resistencia no habían podido soportar las alturas donde vivían los pastos
tiernos; pero al examinarlos con cuidado descubrí que no eran arbustos,
sino plantas que yo conocía como árboles imponentes, atrofiados allí por la
brevedad del verano y la ferocidad del invierno, y que el maltrato partía a
menudo transformándolos en troncos cercenados, adustos. En uno de esos
árboles enanos encontré un zorzal en el nido, el primer pájaro que veía en
bastante tiempo, aparte de las aves rapaces de las cumbres. Una legua más y
oí el chillido de los cobayos, que tenían sus nidos entre los crestones
rocosos, y que asomaban moteadas cabezas de agudos ojos negros avisando
a sus parientes que yo me acercaba.
Una legua más y un conejo huyó de mí a los saltos, temeroso del
remolineante astara que yo no poseía. Para entonces yo estaba bajando
rápidamente, y tomé conciencia de la mucha fuerza que había perdido, no
sólo por hambre o enfermedad, sino por la inconsistencia del aire. Era como
si hubiera padecido un segundo mal, del cual no me enteré hasta que el
regreso de los árboles y los verdaderos arbustos trajo el remedio.
A esas alturas el lago ya no era una línea de azul brumoso; lo veía como
una extensión grande y monótona de agua acerada, moteada de barcas
hechas —según me enteraría más tarde— sobre todo de cañas, con un
pueblecito perfecto al final de la bahía, apenas a la derecha de mi
trayectoria de entonces.
Así como no me había percatado de mi debilidad, hasta que no vi las
barcas y las curvas esquinas de los techos de paja de la aldea, tampoco me
di cuenta de lo sólo que había estado desde la muerte del niño. Creo que era
más que simple soledad. Nunca había tenido tal necesidad de compañía, a
menos que fuera la compañía de alguien que considerase un amigo. En
verdad, rara vez he deseado conversar con desconocidos o ver caras
extrañas. Creo más bien que, en cierto modo, estando solo había tenido la
sensación de perder la individualidad; para el zorzal y el conejo yo no había
sido Severian, sino el Hombre. Si a muchos les gusta estar totalmente solos,
y sobre todo estar solos en lugares desiertos, es, creo, porque les complace
desempeñar ese papel. Pero yo quería ser de nuevo una persona particular, y
por eso necesitaba el espejo de otras, que me mostrarían que no era igual
que ellas.
XXVIII
Por fin se abrió la puerta. La luz, aunque sólo era la de una sombría
habitación en esa casa de muros gruesos, me cegó. Dos hombres me
arrastraron como si fuera un saco de grano. Tenían barbas tupidas, por lo
que supongo que eran los mismos que al irrumpir ante Pía y yo me habían
dado la impresión de tener pellejos de animales en vez de caras. Me
pusieron de pie, pero las piernas no me sostenían, y se vieron obligados a
desatarme y quitarme las redes que me habían apresado después de que
fracasaran las de Tifón. Cuando al fin pude mantenerme en pie, me dieron
un tazón de agua y una tira de pescado salado.
Al cabo de un rato entró el atamán. Aunque aparentara la misma
solemnidad que sin duda acostumbraba exhibir cuando dirigía los asuntos
de la aldea, no pudo evitar que le temblara la voz. Yo no podía entender por
qué seguía teniéndome miedo, pero obviamente era así. Como yo no tenía
nada que perder y todo que ganar en el intento, le ordené que me liberara.
—Eso no puedo hacerlo, Gran Maestro —dijo—. Actúo bajo
instrucciones.
—¿Puedo preguntar quién se ha atrevido a decirte que actuaras de este
modo con el representante de tu Autarca?
Se aclaró la garganta.
—Instrucciones del castillo. Anoche mi ave mensajera llevó el zafiro, y
esta mañana vino otra ave, con una señal que significa que debemos
trasladarlo allí.
Al principio supuse que estaba hablando del castillo de Acies, donde
estaba el cuartel general de uno de los escuadrones de dimarchi, pero un
momento después comprendí que era sumamente improbable que fuera tan
específico, estando al menos a dos docenas de leguas de las fortificaciones
de Thrax.
—¿Qué castillo es ése? —dije—. ¿Y prescriben tus instrucciones que
me limpie antes de presentarme allí? ¿Y que me haga lavar la ropa?
—Supongo que podría hacerse —dijo, vacilante; luego, a uno de los
hombres—: ¿Cómo está el viento?
El interrogado encogió un solo hombro, gesto que si bien para mí no
significaba nada, pareció transmitir información al atamán.
—De acuerdo —dijo éste—. No podemos dejarlo en libertad, pero le
lavaremos la ropa y le daremos algo de comer, si lo desea. —Iba ya a salir
cuando se volvió con una expresión casi de disculpa—. El castillo está
cerca, Gran Maestro; el Autarca, lejos. Usted comprende. En el pasado
hemos tenido grandes dificultades, pero ahora hay paz.
Yo habría discutido, pero no me dio la oportunidad. La puerta se cerró
tras él.
Vestida ahora con una bata raída, al poco rato entró Pía. Tuve que
someterme a la indignidad de que me desnudara y me lavara ella; pero pude
aprovechar el proceso para cuchichearle, y le pedí que se ocupase de que
enviaran mi espada adonde yo estuviera; pues esperaba escapar, aunque
tuviese que confesarme al amo del misterioso castillo y ofrecerle unir
nuestras fuerzas. Así como había hecho caso omiso de la sugerencia de que
un tronco podía mantener a flote el peso de su cadena, ahora no dio indicio
alguno de haberme oído; pero alrededor de una guardia más tarde, cuando,
de nuevo vestido, se me hizo desfilar hasta una barca para edificación de la
aldea, ella corrió tras la procesión acunando Terminus Est en los brazos. El
atamán, al parecer, había querido conservar un arma tan magnífica, y
regañó a la muchacha; pero mientras me arrastraban a bordo yo pude
advertirle que en cuanto llegara al castillo informaría a quien me recibiera
de la existencia de mi espada, y al final se rindió.
La embarcación era de una clase que yo no había visto nunca. Por la
forma podría haber sido un jabeque, afilado en los extremos, ancho en el
centro, con una larga popa colgante y una proa más larga todavía. Pero el
casco chato estaba hecho de gavillas de cañas resistentes sujetas como
mimbres. Como en un casco tan frágil no tenía cabida un mástil
convencional, en lugar de él había un artilugio triangular de palos. La
angosta base del triángulo iba de banda a banda; los largos lados isósceles
sostenían un bloque utilizado, en el momento en que el atamán y yo
subimos a bordo, para izar una verga oblicua que desplegó una vela de hilo
con rayas anchas. Ahora el atamán llevaba mi espada, pero justo cuando
arrojaban la amarra, Pía saltó en la barca con un tintineo de cadenas.
El atamán se puso furioso y le pegó, pero no es cosa fácil aferrar la vela
de una embarcación así y hacerla virar con golpes de timón, de modo que al
fin, a pesar de que la envió llorando a la proa, permitió que se quedase.
Aunque creía saber la razón, me arriesgué a preguntarle por qué la
muchacha quería ir con nosotros.
—Cuando no estoy yo en casa, mi mujer la maltrata —me contestó—.
Le pega y la tiene todo el día fregando. Es bueno para la chica,
naturalmente, y de ese modo se alegra cuando me ve volver. Pero prefiere
venir conmigo, y no la culpo.
—Yo tampoco —dije, intentado apartar la cara de su aliento agrio—.
Además, así verá el castillo, que me figuro que no habrá visto nunca.
—Ha visto los muros cientos de veces. Es del pueblo del lago, los que
no tienen tierra. El viento los empuja por ahí y lo ven todo.
Si a ellos los empujaba el viento, a nosotros también. Un aire puro como
el espíritu llenaba la vela rayada, hacía que incluso ese ancho casco
escorase, y nos propulsó sobre el agua hasta que la aldea desapareció bajo
la línea del horizonte; aunque los picos de las montañas siguieron viéndose,
como si se elevaran del agua misma.
XXX
Natrio
Pasé la noche con Pía en una de las islas flotantes, donde yo, que tantas
veces había entrado en Thecla estando ella desencadenada pero presa, entré
en Pía mientras estaba encadenada pero libre. Después ella descansó en mi
pecho y lloró de alegría; no tanto la alegría que obtuvo de mí, pienso, como
la de la libertad, aunque entre sus parientes isleños, que no tenían más metal
que el que conseguían comerciando o saqueando a los de la costa, no
hubiera un herrero capaz de romper los grillos.
He oído decir a hombres que han conocido muchas mujeres que al fin
llegan a descubrir semejanzas en la manera de amar de algunas, y por
primera vez mi experiencia me decía que era cierto, pues, con esa boca
hambrienta y ese cuerpo dúctil, Pía me recordó a Dorcas. Pero en cierta
medida también era falso; Dorcas y Pía eran parecidas en el amor como a
veces son parecidos los rostros de las hermanas, pero yo nunca las habría
confundido.
Al llegar a la isla yo había estado demasiado exhausto como para poder
apreciar sus maravillas, y el anochecer había sido inminente. Incluso ahora,
todo lo que recuerdo es que arrastramos la barquita hasta la orilla y
entramos en una choza donde uno de nuestros salvadores encendió una
pequeña fogata con madera de resaca y aceitó Terminus Est, que los isleños
le habían arrebatado al atamán prisionero. ¡Pero cuando Urth volvió de
nuevo el rostro hacia el sol, fue extraordinario apoyar una mano en el
gracioso tronco del sauce y sentir que la isla entera se mecía bajo mis pies!
Nuestros anfitriones nos prepararon pescado para el desayuno; no
habíamos acabado cuando llegó un bote con otros dos isleños que traían
más pescado y unas raíces que yo no había probado nunca. Los asamos en
las brasas y los comimos calientes. Más que a cualquier otra cosa, se me
ocurre, sabían a castañas. Llegaron tres botes más, luego una isla con cuatro
árboles y unas velas cuadradas combadas por el viento y aparejadas en las
ramas de cada uno, de modo que vista de lejos parecía una flotilla. El
capitán era un hombre mayor, lo más cercano a un jefe que tenían los
isleños. Se llamaba Llibio. Cuando Pía me lo presentó, me abrazó como los
padres abrazan a los hijos, algo que nadie me había hecho antes.
Cuando nos separamos, todos los demás, Pía incluida, se alejaron para
permitirnos hablar en privado si no subíamos la voz; algunos fueron a la
choza y el resto (en total unos diez) al otro lado de la isla.
—He oído que eres un gran luchador, y matador de hombres —empezó
Llibio.
Le respondí que efectivamente era matador de hombres, pero no grande.
—Sí, así son las cosas. Todo hombre lucha hacia atrás… para matar a
otros. Pero su victoria no estriba en matar a otros sino en matar ciertas
partes de sí mismo.
Para demostrar que lo comprendía, dije:
—Has de haber matado las peores partes de tu ser. Tu gente te ama.
—Ni siquiera en eso se puede confiar. —Hizo una pausa, observando el
agua—. Somos pobres y pocos, y alguna gente ha escuchado a otro en estos
años… —Meneó la cabeza.
—He viajado mucho, y he observado que generalmente los pobres son
más juiciosos y virtuosos que los ricos.
Sonrió.
—Eres amable. Pero nuestra gente es tan juiciosa y virtuosa que está
preparada para morir. Nunca hemos sido muy numerosos, y el invierno
pasado perecieron muchos cuando se heló buena parte del agua.
—No había pensado en lo difícil que ha de ser el invierno para tu gente,
sin lana ni pieles. Pero ahora que me lo señalas, tiene que ser muy duro.
El anciano sacudió la cabeza.
—Nos engrasamos, lo cual ayuda mucho, y las focas nos dan mejores
capotes que los que usan en la costa. Pero cuando llega el hielo las islas no
pueden moverse, y los de la costa no necesitan botes para llegar, y entonces
nos atacan con todo su poder. En el verano los combatimos cuando vienen a
llevarse nuestra pesca. Pero en el invierno ellos llegan por el hielo en busca
de esclavos, y nos matan.
Entonces pensé en la Garra, que el atamán me había arrebatado y había
enviado al castillo, y dije:
—Los de tierra firme obedecen al señor del castillo. Tal vez si ustedes
hicieran la paz con él, les ordenaría que dejaran de atacarlos.
—En una época, cuando yo era joven, estas rencillas se llevaban dos o
tres vidas al año. Luego llegó el constructor del castillo. ¿Conoces la
historia?
Negué con la cabeza.
—Venía del sur, de donde según me cuentan también vienes tú. Tenía
muchas cosas que los de la costa necesitaban, como plata y telas, y muchas
herramientas bien forjadas. Bajo su dirección ellos edificaron el castillo.
Eran los padres y abuelos de los que ahora son el pueblo de la costa.
Trabajaron para él con las herramientas, y como había prometido, les
permitió conservarlas cuando se acabó el trabajo, y les dio muchas cosas
más. Mientras trabajaban, el padre de mi madre fue a verlos y les preguntó
si no se daban cuenta de que estaban poniéndose un señor por encima, pues
el constructor del castillo podía hacer con ellos lo que se le antojara y luego
retirarse detrás de los fuertes muros que ellos habían construido, donde
nadie podría alcanzarlo. Ellos se rieron del padre de mi madre y dijeron que
eran muchos, lo cual era cierto, y el constructor del castillo uno solo, lo cual
también era cierto.
Le pregunté si alguna vez había visto al constructor, y en ese caso, cómo
era.
—Una vez. Estaba sobre una roca hablando con gente de la costa
cuando yo pasé en mi barca. Puedo decirte que era un hombre bajito, un
hombre que si hubieras estado allí, no te habría llegado más arriba del
hombro. Ningún hombre así inspira miedo. —Llibio volvió a callar, los
opacos ojos puestos no en el agua sino en tiempos muy pasados—. Y sin
embargo el miedo llegó. Se completó la muralla exterior, y los de la costa
volvieron a su caza, su pesca y sus rebaños. Luego el principal de ellos vino
a nosotros y dijo que les habíamos robado animales y niños, y que si no se
los devolvíamos nos destruirían.
Llibio me miró a la cara y me agarró la mano con una de las suyas, dura
como madera. En ese momento, viéndolo, vi también los años
desvanecidos. En aquel entonces tienen que haber parecido harto sombríos,
aunque el futuro que habían generado —el futuro en donde yo estaba
sentado con él, la espada sobre el regazo, oyendo su historia— era más
sombrío aún de lo que él pudiera haber imaginado. Con todo, había alegría
para él en esos años; había sido un joven fuerte, y aunque tal vez no
estuviera pensándolo, sus ojos recordaban.
—Les dijimos que nosotros no devorábamos niños ni necesitábamos
esclavos ni teníamos pasto para los animales. Quizá ya entonces sabían que
no habíamos sido nosotros, porque no vinieron a hacernos la guerra. Pero
cada vez que nuestras islas se acercaban a la costa, por las noches
escuchábamos los gemidos de sus mujeres.
»En esos tiempos, el día siguiente a la luna llena era día de mercado, y
algunos de nosotros íbamos a la costa por sal y cuchillos. Cuando llegó el
siguiente día de mercado, vimos que los de la costa sabían a dónde habían
ido a parar sus niños y sus animales, y murmuraban entre ellos. Entonces
les preguntamos por qué no iban al castillo y lo tomaban por asalto, pues
eran muchos. Pero en vez de eso agarraron a nuestros niños, y a hombres y
mujeres de todas las edades, y los encadenaron fuera de las casas para que
los raptaran en lugar de su gente; y hasta los arrastraron a los portones y allí
los dejaron atados.
Me atreví a preguntar cuánto hacía que pasaban esas cosas.
—Muchos años… Desde que yo era joven, ya te he dicho. A veces los
de la costa lucharon. Más a menudo no. En dos ocasiones vinieron
guerreros sureños, enviados por la orgullosa gente de las casas altas de la
costa sur. Mientras estuvieron aquí no hubo lucha, pero no sé qué se decía
entonces en el castillo. Una vez que estuvo acabado, nadie volvió a ver al
constructor.
Aguardó a que yo hablara. Yo tenía la sensación, que he tenido muchas
veces hablando con ancianos, de que las palabras que él decía y las que yo
oía eran muy diferentes, de que en sus frases había un tropel de indicios,
claves e implicaciones tan invisibles para mí como su aliento, como si el
Tiempo fuese una especie de espíritu blanco que se interponía entre
nosotros y con las mangas colgantes borraba lo que él decía antes de que yo
llegara a oírlo.
Por fin arriesgué:
—Tal vez haya muerto.
—Ahora vive allí un gigante malvado, pero nadie lo ha visto.
A duras penas pude reprimir una sonrisa.
—De todos modos, yo diría que esa presencia tiene que impedir en gran
medida que los de la costa ataquen el lugar.
—Hace cinco años se lanzaron sobre él de noche como pececillos sobre
un muerto. Incendiaron el castillo y mataron a los que encontraron.
—Entonces ¿siguen en guerra con vosotros sólo por costumbre?
Llibio sacudió la cabeza.
—Este año, después de que se fundió la nieve, volvió la gente del
castillo. Traían las manos llenas de regalos: riquezas, y las extrañas armas
que tú volviste contra los de la costa. También vinieron otros, pero si son
sirvientes o amos es algo que los del lago no sabemos.
—¿Del norte o del sur?
—Del cielo —dijo él, y señaló hacia donde las tenues estrellas colgaban
empañadas por la majestad del sol; pensando sin embargo que sólo quería
decir que los visitantes habían llegado en naves voladoras, yo no indagué
más.
Todo el día continuaron llegando los habitantes del lago. Muchos venían
en barcas como la que había seguido a la del atamán; pero otros prefirieron
acercar sus islas para unirse a la de Llibio, y al fin nos hallamos en medio
de un continente flotante. En ningún momento me pidieron directamente
que comandara un ataque contra el castillo. Sin embargo, a medida que
pasaba el día me fui dando cuenta de que lo deseaban, y que estaban
convencidos de que en efecto los guiaría. En los libros, creo, estas cosas se
hacen convencionalmente con discursos feroces; a veces la realidad es
distinta. Ellos admiraban mi altura y mi espada, y Pía les había dicho que
era representante del Autarca y que me habían enviado a liberarlos. Llibio
dijo:
—Aunque los que más sufrimos somos nosotros, los de la costa fueron
capaces de apropiarse del castillo. Ellos son más fuertes en la guerra, pero
no todo lo que quemaron lo han reconstruido, y no tuvieron un jefe del sur.
Interrogué a él y a otros sobre las tierras vecinas al castillo, y les dije
que no atacaríamos hasta que la noche dificultara a los centinelas advertir
que nos acercábamos. Aunque no lo expresé, también quería esperar a que
la oscuridad impidiera apuntar bien; si el amo del castillo le había dado
balas de poder al atamán, era probable que hubiese guardado para él armas
mucho más efectivas.
Hacia el castillo
Las otras islas se habían separado, y aunque entre ellas se movían las barcas
y las velas iban totalmente desplegadas contra las ramas, no pude sino sentir
que estábamos inmóviles bajo las nubes presurosas, y que nuestro
movimiento sólo era la última ilusión de una tierra que se ahogaba.
Muchas de las islas flotantes que yo había visto aquel día permanecían
en la retaguardia como refugios de mujeres y niños. Quedaba media docena,
y yo iba en lo más alto de la de Llibio, la mayor de las seis. Además del
anciano y de mí, transportaba siete combatientes. Las otras islas llevaban
cuatro o cinco cada una. Además de las islas teníamos treinta barcas, cada
una con dos o tres tripulantes.
Yo no me engañaba pensando que nuestros cien hombres, con sus
cuchillos y arpones, constituyeran una fuerza formidable; un puñado de
dimarchi de Abdiesus los habrían dispersado como paja suelta. Pero eran
mis seguidores, y conducir hombres a la batalla es un sentimiento
incomparable.
En las aguas del lago no se veía un solo destello, salvo la verde luz
refleja que derramaba la miríada de hojas del Bosque de Lune, a unas
cincuenta mil leguas de distancia. Esas aguas me hacían pensar en el acero
pulido y aceitado. El débil viento las movía en largas olas sin espuma, como
colinas de metal.
Al cabo de un rato una nube oscureció la luna, y me pregunté
brevemente si la gente del lago no perdería el rumbo en la oscuridad. Sin
embargo, y por la forma en que manejaban sus veleros habría podido ser
una noche de luna llena, y aunque a menudo barcas e islas se acercaban
mucho, ni por un momento en todo ese viaje advertí el menor peligro de
que dos de ellas chocaran.
Ser transportado de esa forma, a oscuras y bajo las estrellas, en medio
de mi propio archipiélago, sin otro ruido que el murmullo del viento y el
chapoteo de los remos que se alzaban y caían con la regularidad de un
tictac, sin sentir más movimiento que el que transmitía la suave hinchazón
de las olas, podría haber sido calmante y hasta soporífero, pues, por más
que antes de partir yo había dormido un poco, aún estaba cansado; pero el
frescor del aire nocturno y la idea de lo que íbamos a hacer me mantenían
despierto.
Ni Llibio ni ningún otro isleño había podido darme más que una
vaguísima información sobre el interior del castillo que íbamos a asaltar.
Había un edificio principal y una muralla. No tenía idea de si el edificio
principal era una verdadera defensa; es decir, una torre fortificada lo
suficientemente alta como para dominar la muralla. Tampoco sabía si
además del principal había otros edificios (una atalaya, por ejemplo), ni si
la muralla estaba reforzada con torres y torretas, ni cuántos defensores
podía tener. El castillo había sido construido en dos o tres años con trabajo
nativo; por lo tanto no podía ser tan formidable como, digamos, el de Acies;
pero un lugar con la cuarta parte de la solidez de Acies nos habría resultado
inexpugnable.
Yo tenía aguda conciencia de lo poco idóneo que era para guiar una
expedición así. En mi vida había visto siquiera una batalla, y mucho menos
participado en ella. Mis conocimientos de arquitectura militar provenían de
mi crianza en la Ciudadela y de paseos ocasionales entre las fortificaciones
de Thrax, y lo que sabía —o creía saber— de táctica estaba entresacado de
lecturas esporádicas. Recordé cuánto había jugado de chico en la
necrópolis, librando allí escaramuzas imaginarias con espadas de madera, y
la idea casi me puso físicamente enfermo. No porque temiera mucho por mi
vida, sino porque sabía que un error mío podía traer la muerte a la mayoría
de aquellos hombres inocentes e ignorantes que buscaban a un guía en mí.
Brevemente volvió a brillar la luna, cruzada por las siluetas negras de
una bandada de cigüeñas. Vi, en el horizonte, la línea de la costa como una
banda de noche más oscura. Una nueva masa de nubes apagó la luz, y me
cayó una gota de agua en la cara. Me hizo sentir alegre de repente, sin saber
por qué; la razón, sin duda, era que inconscientemente había recordado la
lluvia que caía en la noche de mi pelea con el alzabo. A lo mejor también
pensaba en el agua helada que vomitaba la boca de la mina de los hombres-
mono.
Pero dejando aparte asociaciones casuales, ciertamente la lluvia podía
ser una bendición. No teníamos arcos, y si a los de nuestros enemigos se les
mojaban las cuerdas, tanto mejor para nosotros. Sin duda, así les sería
imposible usar las balas de poder que había disparado el arquero del
atamán. Además, la lluvia favorecería un ataque por sorpresa, y ya hacía
rato que yo había resuelto que sólo por sorpresa podíamos tener esperanzas
de atacar con éxito.
Estaba absorto en mis planes cuando las nubes se abrieron de nuevo y vi
que navegábamos paralelamente a la costa, que se elevaba en acantilados a
nuestra derecha. Adelante, una península de rocas aún más altas se
incrustaba en el lago, y fui hasta la punta de la isla a preguntarle al hombre
destacado allí si era sobre ella donde estaba el castillo. El hombre sacudió la
cabeza y dijo:
—Vamos a virar.
Eso hicimos. Aflojamos todas las velas y volvimos a atarlas sobre otras
ramas. Por un lado de la isla bajamos al agua unas orzas cargadas con
piedras, mientras tres hombres se esforzaban con la caña para torcer el
timón. De pronto tuve la idea de que, muy astutamente, Llibio debía de
haber ordenado la recalada para hurtarnos a la vista de algún observador
que pudiera estar vigilando el lago. Si era así, cuando ya no quedara la
península entre el castillo y nuestra pequeña flota, seguiríamos estando en
peligro de que nos viesen. También se me ocurrió que si el constructor del
castillo no había elegido el alto espolón rocoso que ahora íbamos
bordeando, y que parecía casi invulnerable, tal vez fuese porque había
encontrado un lugar todavía más seguro.
Luego bordeamos la punta y avistamos nuestro destino a no más de
cuatro cadenas costa abajo: una prominencia de roca más alta aún y más
abrupta, con una muralla en la cumbre y un torreón que parecía tener la
imposible forma de un hongo.
Me costó creer lo que estaba viendo. Desde la gran columna central
cónica, que sin duda era una torre redonda de piedra nativa, se abría una
estructura metálica que parecía una lente, de un diámetro diez veces mayor,
y en apariencia tan sólida como la torre misma.
Por toda nuestra isla, en las barcas y en las otras islas, los hombres
murmuraban y señalaban. Al parecer, aquella cosa increíble era tan nueva
para ellos como para mí.
La brumosa luz de la luna, beso de hermana en el rostro de la
moribunda hermana mayor, brillaba en la cara superior del enorme disco.
Debajo de él, en la sombra espesa, relucían chispas de luz anaranjada. Se
movían, planeando hacia arriba o hacia abajo, aunque el movimiento era tan
lento que sólo lo advertí después de estar un rato mirándolas. Al fin una se
elevó hasta parecer que se situaba inmediatamente debajo del disco y se
desvaneció, y un momento antes de que alcanzáramos la orilla aparecieron
dos más en el mismo punto.
A la sombra del acantilado había una playa minúscula. No obstante, la
isla de Llibio varó antes de que la alcanzáramos, y tuve que saltar de nuevo
al agua, esta vez sosteniendo Terminus Est por encima de la cabeza.
Afortunadamente no había oleaje, y aunque la lluvia seguía amenazando, no
había llegado aún. Ayudé a algunos hombres a arrastrar sus barcas hasta los
guijarros mientras otros, con cabos de fibra, amarraban las islas a peñascos.
Después de mi viaje por las montañas, la senda estrecha y traicionera
habría sido fácil si no hubiera tenido que trepar a oscuras. Tal como era el
caso, hubiese preferido descender desde la ciudad enterrada hasta la casa de
Casdoe, aunque la distancia fuera cinco veces mayor.
Cuando llegamos arriba todavía estábamos a cierta distancia de la
muralla, que nos ocultaba un bosquecillo de abetos dispersos. Reuní a los
isleños a mi alrededor y les pregunté —pregunta retórica— si sabían de
dónde había venido la nave voladora que había sobre el castillo. Y cuando
me hubieron asegurado que no, les expliqué que yo sí lo sabía (y era
verdad, pues, aunque yo nunca había visto ninguna, Dorcas me había
alertado sobre ellas), y que en vista de su presencia era mejor que yo fuese a
explorar la situación antes de proceder al asalto.
Aunque nadie dijo nada, percibí un sentimiento de impotencia. Estaban
convencidos de haber encontrado un héroe que los guiase, y ahora iban a
perderlo antes de que empezara la batalla.
—Intentaré entrar —les dije—. Si es posible volveré de nuevo aquí, y
os dejaré abiertas todas las puertas que pueda.
—Pero supongamos que no pudieras volver —preguntó Llibio—.
¿Cómo sabremos que ha llegado el momento de sacar los cuchillos?
—Haré alguna señal —dije, y me devané los sesos pensando qué señal
podría hacer encerrado en esa torre negra—. En una noche como ésta han
de haber encendido fuegos. Mostraré un tizón por una ventana, y lo dejaré
caer para que veáis la estela. Si no hago ninguna señal y no consigo volver,
podéis dar por sentado que me han hecho prisionero: atacad cuando
despunte el primer rayo en las montañas.
Como es usual en esas torres de piedra, no había ninguna entrada a nivel del
suelo. Una escalera recta, angosta, pronunciada y sin barandas llevaba hasta
una puerta igualmente angosta, unos diez codos por encima del pavimento
del patio. Esa puerta ya estaba abierta, y me encantó ver que el doctor Talos
no la cerraba tras nosotros. Recorrimos un breve pasillo que sin duda no era
más ancho que el muro de la torre, y desembocamos en una estancia que
(como cualquiera de las que vi allí dentro) parecía ocupar toda el área
disponible en ese nivel. Estaba repleta de máquinas en apariencia al menos
tan antiguas como las que teníamos en casa en la Torre Matachina, pero
cuyos usos escapaban a mis conjeturas. Desde un costado de esa sala una
escalera estrecha subía al piso de arriba, y en el costado opuesto un oscuro
hueco de escalera daba acceso al lugar, fuera lo que fuese, donde aullaba
confinado el prisionero, pues se oía flotar la voz que salía de esa negra
boca.
—Se ha vuelto loco —dije, e incliné la cabeza hacia el sonido.
El doctor Talos asintió.
—La mayoría está igual. Al menos, la mayoría de los que examiné. Les
administro caldos de elébora, pero no diré que parezca servirles de mucho.
—En el tercer nivel de nuestra mazmorra teníamos clientes así, porque
nos obligaban a retenerlos por cuestiones legales; nos los habían entregado,
¿sabe?, y nadie con autoridad nos autorizaba a ponerlos en libertad.
El doctor me estaba guiando hacia la escalera ascendente.
—Comprendo la dificultad de tu posición.
—A su tiempo morían —continué, obstinado—. Por las consecuencias
de las torturas o por otras causas. Era realmente un despropósito
mantenerlos allí.
—Supongo que sí. Cuidado con el gancho de ese cachivache. Quiere
agarrarte la capa.
—Entonces ¿por qué no los suelta? Usted, evidentemente, no es un
depositario de la ley en el sentido en que lo éramos nosotros.
—Para las representaciones, imagino. Para eso tiene Calveros casi toda
esta basura. —Con un pie en el primer escalón, el doctor Talos se volvió a
mirarme. Ahora recuerda que has de comportarte. No les gusta que los
llamen cacógenos, ¿sabes? Llámalos como se te ocurra esta vez decir que se
llaman, y no aludas al fango. De hecho, no hables de nada desagradable. El
pobre Calveros ha trabajado muchísimo para enmendar las cosas con ellos
después de perder la cabeza en la Casa Absoluta. Si llegas a estropear todo
justo antes de que se vayan, lo destrozarás.
Prometí ser lo más diplomático posible.
Como la nave estaba apoyada sobre la torre, yo había supuesto que
Calveros y los tripulantes se hallarían en la estancia más alta. Me
equivoqué. Mientras subíamos al piso siguiente oí un murmullo de voces,
luego el tono profundo del gigante que como tantas veces cuando había
viajado con él, sonaba como el lejano derrumbe de una pared ruinosa.
En esa sala también había máquinas. Pero aunque tal vez fueran tan
viejas como las de abajo, éstas daban la impresión de estar en condiciones
de funcionar; y, además, de mantener unas con otras una relación lógica
pero impenetrable, como los dispositivos de la sala de Tifón. Calveros y sus
huéspedes estaban en el lado opuesto de la cámara, donde la cabeza del
gigante, tres veces mayor que la de un hombre común, sobresalía entre la
masa de cristal y metal como la de un tiranosaurio entre las hojas más altas
de un bosque. Mientras iba hacia ellos vi, bajo una resplandeciente campana
de cristal, lo que quedaba de una muchacha que podría haber sido hermana
de Pía. Le habían abierto el abdomen con una hoja afilada, y quitado parte
de las vísceras para colocarlas alrededor del cuerpo. Parecía estar en las
primeras fases de la descomposición, aunque todavía movía los labios.
Cuando pasé por delante se le abrieron los ojos, luego volvieron a cerrarse.
—¡Visitas! —exclamó el doctor Talos—. ¿A que no sabes quién?
El gigante volvió lentamente la cabeza, pero me miró, pensé, con tan
poco entendimiento como la primera mañana en Nessus, cuando el doctor
Talos lo había despertado.
—A Calveros lo conoces —siguió el doctor hablándome a mí—, pero
debo presentarte a nuestros huéspedes.
Tres hombres, o lo que parecían hombres, se levantaron graciosamente.
De haber sido un verdadero ser humano, uno habría sido bajo y robusto.
Los otros dos eran una buena cabeza más altos que yo, altos como
exultantes. Las máscaras que llevaban los tres les daban aspecto de hombres
refinados de edad mediana, atentos y aplomados; pero me di cuenta de que
los ojos que miraban por las ranuras de las máscaras de los más altos eran
mucho más grandes que los humanos, y que la figura baja no tenía ojos, de
modo que allí sólo se veía oscuridad. Los tres llevaban túnicas blancas.
—¡Sus Señorías! He aquí un gran amigo nuestro, el maestro Severian,
de los torturadores. Maestro Severian, permíteme presentarte a los
honorables hieródulos Ossipago, Barbatus y Famulimus. Es la labor de
estos nobles personajes inculcar sabiduría a la raza humana…, representada
aquí por Calveros, y ahora por ti.
El ser que el doctor Talos había presentado como Famulimus habló. La
voz habría podido ser totalmente humana, excepto porque era más
resonante y más musical que cualquier voz verdaderamente humana que yo
hubiera oído, con lo que sentí que bien podría haber estado escuchando las
palabras de un instrumento de cuerdas llamado a la vida.
—Bienvenido —cantó—. No hay para nosotros alegría mayor que
saludarlo, Severian. Se inclina usted saludándonos cortésmente, pero
nosotros nos hincamos ante usted de rodillas. —Yen verdad se arrodilló
brevemente, y también los otros dos.
No podría haber dicho o hecho nada que me dejara más atónito, y estaba
demasiado sorprendido como para ofrecer alguna réplica.
El otro cacógeno alto, Barbatus, habló como hubiera hecho un cortesano
para llenar el silencio de una incómoda brecha en la conversación. La voz
era más grave que la de Famulimus, y parecía tener un dejo militar.
—Sea usted bienvenido… Muy bienvenido, como ha dicho mi querido
amigo y todos nosotros hemos intentado manifestar. Pero sus amigos de
usted han de permanecer fuera mientras estemos aquí. Por supuesto que lo
sabe. Lo menciono solamente como cuestión de forma.
El tercer cacógeno, en un tono tan grave que más que oírlo uno lo
sentía, murmuró:
—No tiene ninguna importancia. —Y como si temiera que le viese las
ranuras vacías de la máscara, se volvió y simuló mirar por la estrecha
ventana que tenía detrás.
—Tal vez no importe, entonces —dijo Barbatus—. A fin de cuentas,
Ossipago es el que sabe.
—¿O sea que tienes amigos aquí? —susurró el doctor Talos. Una de sus
peculiaridades era que rara vez le hablaba a un grupo, como la mayoría de
la gente, sino que se dirigía a un solo individuo, como si estuviera con él a
solas, o bien peroraba como ante una asamblea multitudinaria.
—Me han escoltado algunos isleños —dije, intentando pintar las cosas
lo mejor posible—. Ustedes habrán oído hablar de ellos. Viven en el lago,
en masas de cañas flotantes.
—¡Se han levantado contra ti! —le dijo el doctor Talos al gigante—. Te
advertí que iba a pasar. —Se precipitó a la ventana, por la cual parecía estar
mirando el ser llamado Ossipago, y apartándolo con el hombro atisbó la
noche. Luego, volviéndose hacia el cacógeno, se arrodilló, le tomó la mano
y la besó. La mano era simplemente un guante de algún pintado material
flexible que imitaba la carne, con algo dentro que no era una mano.
—Nos ayudará, Señoría, ¿verdad? Seguro que a bordo de la nave hay
fantasinos. Con que pongamos en el muro una hilera de horrores, tendremos
un siglo de seguridad.
Con su lenta voz, Calveros dijo:
—Severian será el vencedor. ¿Por qué si no se han arrodillado ante él?
Aunque él es probable que muera, y nosotros no. Usted ya los conoce,
doctor. El saqueo puede diseminar el conocimiento.
El doctor Tales se volvió hacia él, furioso.
—¿Lo diseminó antes? ¡Te estoy preguntando!
—¿Quién puede decirlo, doctor?
—Tú sabes que no. ¡Son los mismos brutos ignorantes y supersticiosos
que han sido siempre! —Volvió a girar—. Contéstenme, nobles hieródulos.
Si alguien lo sabe, tienen que ser ustedes.
Famulimus hizo un ademán, y nunca fui más consciente que en ese
momento de la verdad que había bajo la máscara, porque ningún brazo
humano podría haber hecho un movimiento así, y era un movimiento sin
significado, que no transmitía acuerdo ni desacuerdo, ni irritación ni
consuelo.
—No hablaré de todas las cosas que ya sabe —dijo—. Que los que
usted teme han aprendido a vencerlo. Tal vez sea cierto que todavía son
simples; no obstante, llevándose algo a casa es probable que consigan
hacerse sabios.
Se dirigía al doctor, pero yo no pude refrenarme más y dije:
—¿Puedo preguntar de qué está hablando, sieur?
—Hablo de ustedes, de todos ustedes, Severian. No puede ser
pernicioso, ahora, que yo hable.
Barbatus intervino:
—Sólo si no lo hace con demasiada soltura.
—Hay una señal que usan en cierto mundo, donde a veces nuestra nave
exhausta encuentra por fin descanso. Es una serpiente con cabezas en las
dos puntas. Una cabeza está muerta… La otra la muerde.
Sin apartarse de la ventana, Ossipago dijo:
—Eso es este mundo, pienso yo.
—Seguro que la Cumana podría revelar su origen. De todos modos, no
importa que lo sepan. Me comprenderán más claramente. La cabeza viva
representa la destrucción. La cabeza que no vive, la construcción. Aquélla
se alimenta de ésta; y al alimentarse nutre a su comida. Un niño podría
pensar que si la primera muriese, la criatura muerta, constructiva, triunfaría,
y haría que la gemela se le pareciese. La verdad es que pronto se arruinarían
las dos.
Barbatus dijo:
—Como demasiado a menudo, mi buen amigo es menos que claro.
¿Acaso han podido seguirlo?
—¡Yo no! —anunció iracundo el doctor Talos. Alejándose como
disgustado, se apresuró a bajar la escalera.
—Eso no importa —me dijo Barbatus—, mientras entienda el amo.
Hizo una pausa, como esperando a que Calveros lo contradijera, y luego
continuó, dirigiéndose todavía a mí:
—Nuestro deseo, ¿ve usted?, es llevar progreso a su raza, no
adoctrinarla.
—¿Llevar progreso a los de la costa? —pregunté.
Todo ese tiempo las aguas del lago habían estado murmurando su
lamento nocturno a través de la ventana. La voz de Ossipago pareció
mezclarse con ese murmullo cuando dijo:
—A todos ustedes…
—¡Entonces es cierto! Lo que han sospechado tantos sabios. Nos están
guiando. Ustedes nos observan, y a lo largo de las edades de su historia, que
no han de parecerles más que días, nos fueron sacando de la barbarie. —En
mi entusiasmo extraje el libro marrón, algo húmedo todavía por la mojadura
de esa mañana, pese al envoltorio de seda aceitada—. Déjenme mostrarles
lo que dice aquí: «El hombre, que no es sabio, es empero objeto de la
sabiduría. Si la sabiduría lo considera objeto adecuado, ¿será cosa sabia en
él alumbrarse con su propia necedad?». Algo por el estilo.
—Se equivoca —me dijo Barbatus—. Para nosotros las edades son
eones. Mi amigo y yo tratamos con su raza desde hace menos tiempo que el
que usted tiene vivido.
—Estas cosas viven sólo una docena de años, como los perros dijo
Calveros. El tono decía más que las palabras que transcribo, pues cada una
caía como una piedra en una cisterna muy honda.
Dije:
—No puede ser.
—Ustedes son la obra para la que vivimos —explicó Famulimus—. Ese
hombre que llama usted Calveros vive para aprender. Cuidamos de que
amontone saber del pasado; hechos sólidos como semillas que lo hagan
poderoso. A su hora morirá a manos de gentes que no acumulan, pero
morirá con un leve provecho para todos ustedes. Piense en un árbol que
hiende una roca. Junta agua, el calor vivificante del sol… y toda la materia
de la vida en beneficio propio. Llegado el momento muere y se pudre para
alimentar la tierra, que sus mismas raíces han hecho con el material de la
piedra. Desaparecida su sombra, germinan nuevas semillas; donde se alzó,
al cabo de un tiempo florece un bosque.
El doctor Tales emergió de nuevo por la escalera, aplaudiendo lenta y
despectivamente.
—Entonces ¿ustedes les dejaron estas máquinas? —pregunté. Mientras
hablaba, tenía conciencia de que a mis espaldas, en algún sitio, había una
mujer eviscerada murmurando bajo un cristal, algo que en otro tiempo no
habría molestado en absoluto al torturador Severian.
Barbatus dijo:
—No. Éstas las encontró él, o se las construyó. Famulimus ha dicho que
él deseaba aprender, y que nos encargamos de que lo consiguiera, no que le
hayamos enseñado. Nosotros no le enseñamos nada a nadie, y sólo
comerciamos artefactos demasiado complejos como para que la gente de
usted pueda duplicarlos.
—Estos monstruos, estos horrores, no hacen nada por nosotros. Tú ya
los has visto… Ya sabes lo que son. Cuando mi pobre paciente se enfureció
con ellos en el teatro de la Casa Absoluta, casi lo matan con sus pistolas.
El gigante se movió en la gran silla.
—No hace falta que finja simpatía, doctor. Le sienta mal. Hacerme el
tonto mientras ellos miraban… —Los inmensos hombros se levantaron y
cayeron—. En verdad, no tendría que haberme desenfrenado. Ahora han
aceptado olvidar.
Barbatus dijo:
—Usted sabe que esa noche habríamos podido matar fácilmente a su
creador. Lo quemamos apenas lo suficiente para que dejara de atacarnos.
Entonces recordé lo que el gigante me había dicho al separarnos en el
bosque, más allá de los jardines del Autarca: que él era el amo del doctor.
Ahora, sin detenerme a pensarlo, agarré la mano del doctor. La piel parecía
tan tibia y viva como la mía, aunque curiosamente seca. Al cabo de un
momento se soltó.
—¿Qué es usted? —le pregunté, y como no contestaba, me volví hacia
los seres que se hacían llamar Famulimus y Barbatus—. Una vez, sieurs,
conocí a un hombre que sólo en parte era carne humana…
En vez de replicar miraron al gigante, y aunque yo sabía que esas caras
eran solamente máscaras, sentí la fuerza con que exigían una respuesta.
—Un homúnculo —gruñó Calveros.
XXXIV
Máscaras
Mientras Calveros hablaba llegó la lluvia, una lluvia fría que azotó las rudas
piedras grises del castillo con un millón de puños helados. Me senté,
apretando Terminus Est con las rodillas para que dejaran de temblarme.
—Ya cuando los isleños me hablaron de un hombrecito que había
pagado la construcción de este castillo —dije con todo el aplomo que pude
reunir deduje que estaban hablando del doctor. Pero ellos dijeron que usted,
el gigante, había llegado después.
—El hombrecito era yo. El doctor vino después.
Un cacógeno mostró por la ventana una chorreante cara de pesadilla, y
luego desapareció. Quizá le transmitió algún mensaje a Ossipago, si bien yo
no oí nada. Ossipago habló sin volverse.
—El crecimiento tiene sus desventajas, aunque es el único método de
que dispone su especie para reponer la fuerza de la juventud.
El doctor Talos se levantó de un salto.
—¡Los venceremos! Él mismo se ha puesto en mis manos.
—Me vi obligado —dijo Calveros—. No había nadie más. Creé a mi
propio médico.
Intentando aún recobrar mi equilibrio mental, yo pasaba la mirada de
uno a otro; ninguno de los dos había cambiado de aspecto ni de maneras.
—Pero él le pega —dije—. Yo lo he visto.
—Una vez oí cómo se confesaba a la mujer pequeña. Usted destruyó a
otra mujer a quien amaba. Y sin embargo era esclavo de ella.
El doctor Talos dijo:
—Yo tengo que levantarlo, ¿te das cuenta? Tiene que hacer ejercicio, y
eso es parte de mi trabajo. Me dicen que el Autarca, cuya salud es la dicha
de sus súbditos, tiene en su dormitorio un isócrono, regalo de un autarca de
más allá del borde del mundo. Quizá sea el amo de estos caballeros. No lo
sé. El caso es que teme encontrarse con una daga en la garganta y no deja
que se le acerque nadie cuando duerme, de modo que el artefacto cuenta las
guardias durante la noche. Al amanecer lo despierta. ¿Cómo es entonces
que el señor de la Mancomunidad permite que una mera máquina perturbe
su sueño? Calveros, como te ha dicho, me creó para que fuera su médico.
Hace ya un tiempo que me conoces, Severian. ¿Dirías que padezco
gravemente el infame vicio de la falsa modestia?
Me las arreglé para sonreír mientras negaba con la cabeza.
—Entonces he de decirte que no soy responsable de mis virtudes, en
tanto tales. Sagazmente Calveros hizo de mí todo lo que no es él, como
contrapeso a sus deficiencias. Por ejemplo: no me gusta el dinero. Para el
paciente, esto es algo magnífico en un médico. Y soy leal a todos mis
amigos, porque el primero es él.
—Aun así —dije yo— siempre me ha asombrado que él no lo matara.
—En la sala hacía tanto frío que me abrigué más con la capa, aunque estaba
seguro de que esa calma engañosa no podía durar mucho.
El gigante dijo:
—Usted tiene que saber por qué mantengo la calma. Usted me ha visto
perderla. Tenerlos a ellos sentados allí, mirándome como si fuera un oso
encadenado…
El doctor Talos le tocó la mano; había en el gesto algo femenino.
—Son las glándulas, Severian. El sistema endocrino y la tiroides. Hay
que manejarlo todo con gran cuidado, de otro modo crecería con demasiada
rapidez. Y luego he de vigilar que el peso no le rompa los huesos, y un
centenar de cosas más.
—El cerebro —rugió el gigante—. El cerebro es lo peor de todo, y lo
mejor.
—¿Lo ayudó la Garra? —pregunté—. Si no, tal vez lo ayude si la
manejo yo. En poco tiempo ha hecho para mí más cosas que en muchos
años para las Peregrinas.
Como la cara de Calveros no daba señas de comprensión, el doctor
Talos dijo:
—Habla de la gema que enviaron los pescadores. Se supone que obra
curas milagrosas.
Al oír eso Ossipago volvió por fin la cara hacia nosotros.
—Qué interesante. ¿La tiene usted aquí? ¿Podemos verla?
La mirada del doctor se movió ansiosamente de la inexpresiva máscara
del cacógeno a la cara de Calveros, y de ésta a la otra, mientras decía:
—Por favor, sus señorías, no es nada. Un fragmento de corindón.
Desde que yo había entrado en ese nivel de la torre, ninguno de los
cacógenos se había desplazado más de un codo; ahora Ossipago cruzó hasta
mi silla con cortos pasos de pato. Tuve que haber retrocedido, porque dijo:
—No tiene que temerme, aunque hacemos mucho mal a los de su clase.
Quiero saber sobre esa Garra, que según nos dice el homúnculo es sólo un
espécimen mineral.
Al oírle decir eso temí que él y sus compañeros le quitaran la Garra a
Calveros y se la llevaran a su hogar más allá del vacío, pero razoné que no
podían hacerlo a menos que lo obligaran a mostrarla, y que entonces yo
tendría la posibilidad de apoderarme de ella, lo que en caso contrario podría
no ocurrir. Así pues, le conté a Ossipago todo lo que había logrado la Garra
mientras había estado en mi custodia: le hablé del ulano de la carretera, y de
los hombres-mono, y de todos los ejemplos de su poder que aquí ya he
referido. A medida que hablaba, la cara del gigante se iba poniendo más
rígida, y la del doctor, me pareció, más ansiosa.
Cuando acabé, Ossipago dijo:
—Y ahora debemos ver la maravilla en sí. Tráiganla, por favor. —Y
Calveros se levantó y cruzó a zancadas la vasta estancia, haciendo que con
su tamaño las máquinas parecieran meros juguetes, y al fin abrió el cajón de
una mesita de tablero blanco y sacó la gema. Yo nunca la había visto tan
apagada como en la mano de él; habría podido ser un trozo de vidrio azul.
El cacógeno la recibió y la sostuvo levantando el guante pintado,
aunque no alzó la cara para mirarla como hubiera hecho un hombre. Allí
pareció captar la luz de las lámparas amarillas que brotaba de arriba, y en
esa luz despidió un relampagueo azul.
—Muy hermosa —dijo Ossipago—. Y muy interesante, si bien no
puede haber realizado las hazañas que se le atribuyen.
—Obviamente —cantó Famulimus, e hizo otro de esos ademanes que
tanto me recordaban las estatuas de los jardines del Autarca.
—Es mía —le dije—. La gente de la costa me la quitó por la fuerza.
¿Puede devolvérmela?
—Si es suya —dijo Barbatus—, ¿de dónde la sacó? Inicié la labor de
describir mi encuentro con Agia y la destrucción del altar de las Peregrinas,
pero me cortó en seco.
—Pura especulación. Ni usted vio esta joya en el altar, ni sintió la mano
de la mujer que se la daba, si es que realmente lo hizo. ¿De dónde la sacó?
—La encontré en un compartimiento de mi alforja. —Me pareció que
no había nada más que decir.
Barbatus se volvió como si se sintiera decepcionado.
—Y usted… —Miró hacia Calveros—. La joya la tiene ahora Ossipago,
que la obtuvo de usted. ¿Usted de dónde la sacó?
—Ya me ha visto —gruñó Calveros—. Del cajón de esa mesa.
El cacógeno asintió moviéndose la máscara con las manos.
—Comprenderá pues, Severian, que el reclamo de él es tan bueno como
el suyo.
—Pero la gema es mía y no de él.
—No es tarea nuestra mediar entre ustedes; deben zanjarlo cuando nos
marchemos. Pero por curiosidad, que atormenta aun a criaturas tan raras
como ustedes nos creen…, ¿la conservará usted, Calveros?
El gigante sacudió la cabeza.
—Yo no tendría en mi laboratorio tamaño monumento a la superstición.
—Entonces no tendría que ser difícil concretar un acuerdo —declaró
Barbatus—. Severian, ¿le gustaría ver cómo despega nuestra nave?
Calveros siempre viene a vernos partir, y aunque él no es de los que se
extasían con vistas artificiales o naturales, yo opinaría que es algo digno de
verse. —Se volvió, ajustándose la túnica blanca.
—Venerables hieródulos —le dije—. Me agradaría muchísimo verlo,
pero antes de que partan quiero hacerles una pregunta. Cuando llegué,
dijeron que no había para ustedes alegría mayor que saludarme, y se
arrodillaron. ¿Fue eso lo que quisieron decir, o algo similar? ¿No me
tomaron por otro?
No bien el cacógeno había hablado de partir, Calveros y el doctor Talos
se habían puesto de pie. Ahora, aunque Famulimus se quedó para escuchar
mis preguntas, los otros habían empezado a salir; Barbatus iba subiendo la
escalera que llevaba al nivel de arriba, seguido no muy de lejos por
Ossipago, que aún llevaba la Garra.
Yo también eché a caminar, porque temía que me separaran de ella, y
Famulimus caminó conmigo.
—Aunque ahora no haya pasado nuestra prueba, no quise decir menos
de lo que le dije. —La voz era como la música de un pájaro fabuloso, un
puente tendido sobre el abismo hacia un bosque inalcanzable—. Cuán a
menudo hemos tomado consejo, Ilustre. Cuán a menudo cada cual ha hecho
la voluntad del otro. Creo que conoce usted a las mujeres del agua. ¿Hemos
de ser Ossipago, el valeroso Barbatus, y yo menos sabios que ellas?
Tomé aliento.
—No sé qué quiere decir. Pero de algún modo siento que aunque usted
y los suyos sean horrorosos, son buenos. Y que las ondinas no, por más que
sean tan adorables, y tan monstruosas, que apenas puedo mirarlas.
—¿Es el mundo entero una guerra entre buenos y malos? ¿Nunca se le
ha ocurrido que acaso haya algo más?
No lo había pensado, y no pude hacer otra cosa que mirarlo.
—Y tendrá usted la gentileza de tolerar mi apariencia. ¿Puedo quitarme
la máscara sin ofenderlo? Los dos sabemos de qué se trata y me está
apremiando. Calveros va delante y no nos verá.
—Si lo desea, Señoría —dije—. ¿Pero no le parece…?
Con un rápido aleteo de una mano, como si lo aliviara, Famulimus
retiró el disfraz. La cara revelada no era una cara, solamente ojos en una
capa de putrescencia. Luego la mano volvió a moverse como antes, y
también eso cayó. Debajo había una extraña, serena belleza, la que yo había
visto grabada en las caras de las estatuas móviles en los jardines de la Casa
Absoluta, pero distinta de ellas como la cara de una mujer viva es distinta
de su máscara mortuoria.
—¿Nunca pensó, Severian, que quien se pone una máscara podría
ponerse otra? —pregunto—. Pero yo, que tenía dos, no tengo tres. Ya no
nos separará ninguna falsedad, lo juro. Toque, Ilustre… Ponga los dedos en
mi cara.
Yo tenía miedo, pero ella me tomó la mano y se la llevó a la mejilla. La
sensación era de frescura y de vida, exactamente lo contrario que el calor
seco de la piel del doctor.
—Todas las máscaras monstruosas que nos ha visto usar no son sino sus
conciudadanos de Urth. Insecto, lamprea, o bien leproso moribundo. Son
todos hermanos suyos, aunque quizá le repugne.
Ya estábamos cerca del nivel más alto de la torre, pisando a veces
madera chamuscada: las ruinas de la conflagración desatada por Calveros y
el médico. Cuando retiré la mano, Famulimus se puso de nuevo la máscara.
—¿Por qué lo hacen? —pregunté.
—Para que su gente nos odie y nos tema. Si no lo hiciéramos, ¿cuánto
tiempo tolerarían los hombres corrientes un reinado que no fuera el nuestro?
No querríamos robar a los suyos su propio gobierno; protegiendo a su
especie de nosotros, ¿no mantiene el Autarca el Trono del Fénix?
Me sentí como a veces me había sentido en las montañas cuando, al
despertar de un sueño, me incorporaba asombrado, miraba alrededor y veía
la luna verde clavada en el cielo con un pino, y los rostros ceñudos y
solemnes de las montañas bajo sus diademas rotas, en vez de las soñadas
paredes del estudio del maestro Palaemon, o nuestro refectorio, o la galería
de celdas donde me sentaba en la mesa del guardia ante la puerta de Thecla.
Me las arreglé para decir:
—¿Entonces por qué se me ha mostrado?
Y ella respondió:
—Aunque usted nos vea, nosotros no lo veremos más. Nuestra amistad
comienza y acaba aquí, me temo. Llámelo regalo de bienvenida de unos
amigos que se marchan.
Entonces el doctor, que iba adelante, abrió una puerta, y el tamborileo
de la lluvia se transformó en bramido, y sentí que el aire helado pero vivo
de fuera invadía el frío aire de muerte de la torre. Calveros tuvo que
agacharse y girar los hombros para cruzar el umbral, y me sorprendió darme
cuenta de que con el tiempo sería incapaz de hacerlo, por muchos cuidados
que recibiera del doctor Talos: habría que ensanchar la puerta, y también la
escalera, quizá, pues si llegaba a caerse seguramente se mataría. Entonces
comprendí qué era lo que me había intrigado antes: la razón de las grandes
salas y los techos altos de ésta, su torre. Y me pregunté cómo serían las
bóvedas en la roca donde confinaba a sus hambrientos prisioneros.
XXXV
La señal
El combate en la muralla
Terminus Est
Hay en el libro marrón dibujos de ángeles que se lanzan sobre Urth en esa
posición, la cabeza echada hacia atrás, el cuerpo inclinado de modo que la
cara y la parte superior del pecho están al mismo nivel. Puedo imaginarme
el asombro y el horror de ver bajar de esa forma al gran ser que vi una vez
en el libro de la Segunda Casa; pero no creo que habría podido ser más
espantoso que la caída de Calveros. Cuando ahora pienso en él, es así como
lo recuerdo. Tenía la cara resuelta, y alzaba una maza coronada por una
esfera fosforescente.
Nos dispersamos como gorriones cuando en el crepúsculo se presenta la
lechuza. Sentí el viento de su resuello en la espalda y me volví cuando
estaba posándose en el suelo, apoyando la mano libre y rebotando sobre ella
para enderezarse como hacen los acróbatas; tenía puesto un cinturón que yo
nunca le había visto, una gruesa banda de ristras de prismas metálicos.
Nunca descubrí, sin embargo, cómo se las había ingeniado para entrar de
nuevo en la torre a buscar la maza y el cinturón mientras yo me lo
imaginaba bajando por el muro; tal vez en algún lugar hubiera una ventana
más grande que las que yo conocía, o incluso una puerta que diera acceso a
cierta estructura destruida cuando la gente del lago quemó el castillo. Hasta
es posible que simplemente metiera la mano por una ventana.
Pero, ah, ese silencio mientras bajaba flotando, la gracia con que se
apoyó en esa mano, él, que era más alto que las chozas de los pobres, y
cómo se enderezó de un salto. La mejor manera de describir el silencio es
no decir nada… Pero ¡qué elegancia!
Giré pues con la capa detrás ondeando al viento y la espada, como
tantas veces la he empuñado, alzada para el golpe; y entonces supe lo que
nunca me había tomado el trabajo de pensar: por qué mi destino me había
enviado a vagar por medio continente, enfrentándome con peligros que
venían del fuego y de las profundidades de Urth, del agua y ahora del aire,
esgrimiendo siempre esa arma tan grande y tan pesada que luchar con un
hombre cualquiera era como cortar lirios con un hacha. Calveros me vio y
levantó la maza; el extremo brillaba con un color blancoamarillento; pienso
que era una suerte de saludo.
Cinco o seis de los hombres del lago lo rodearon con lanzas y garrotes
dentados, pero no se le acercaron. Era como si fuese el centro de un círculo
hermético. Cuando empezamos a aproximarnos, él y yo, descubrí el motivo:
me atenazaba un terror que no podía comprender ni dominar. No era miedo
de él o de la muerte, sino simplemente miedo. Sentí que los pelos de la
cabeza se me movían como bajo la mano de un fantasma, algo que había
oído pero siempre había desdeñado como una exageración, una figura de
lenguaje que creció hasta convertirse en una mentira. Las rodillas, débiles,
me temblaban tanto que me alegró la oscuridad, pues no se las veía. Pero
nos acercamos.
Por el tamaño de la maza y del brazo que había detrás yo estaba
convencido de que nunca sobreviviría a un golpe; no me quedaba otra cosa
que esquivarlo y retroceder. Calveros, del mismo modo, no podría soportar
un golpe de Terminus Est porque, aunque era bastante grande y fuerte como
para soportar una armadura gruesa como una barda de destriero, no llevaba
ninguna, y una hoja tan pesada, un filo tan fino, fácilmente capaz de abrir
un hombre en dos hasta la cintura, podía herirlo de muerte de un solo tajo.
Él lo sabía, de modo que nos amenazamos, como hacen los actores en
escena, con golpes sibilantes pero sin llegar realmente a trabar combate.
Como el terror no me abandonaba, tenía la impresión de que si no echaba a
correr me iba a estallar el corazón. Oí un canturreo, y mirando la cúspide de
la maza, cuyo pálido nimbo la hacía por cierto muy fácil de mirar, me di
cuenta de que provenía de allí. El arma toda vibraba con esa nota aguda,
invariable, como una copa de vino tañida con un cuchillo e inmovilizada en
tiempo cristalino.
No hay duda de que el hallazgo me distrajo, aunque sólo fuera un
momento. En vez de apuntar al flanco, la maza se descargó hacia abajo
como un martillo sobre la estaca de una tienda de campaña. Me hice a un
lado justo a tiempo, y la luminosa cabeza canturreante me pasó
relumbrando junto a la cara y se estrelló a mis pies en la piedra, que crujió y
se hizo añicos como una vasija de barro. Una astilla me abrió un lado de la
frente, y sentí correr la sangre.
Calveros lo advirtió, y los ojos opacos se le iluminaron de triunfo. A
partir de entonces cada golpe se estrelló en una piedra, y cada piedra se hizo
añicos. Yo tenía que saltar cada vez más atrás, y no tardé en encontrarme
con la espalda contra la muralla. Mientras retrocedía bordeándola, el
gigante empuñaba su arma con más ventaja que nunca, blandiéndola
horizontalmente y castigando la pared una y otra vez. Algunos fragmentos
de piedra, afilados como dardos, llegaron a alcanzarme, y muy pronto me
chorreó sangre sobre los ojos, y tuve el pecho y los brazos teñidos de
escarlata.
Mientras esquivaba lo que acaso fuera el centésimo mazazo, mi talón
tropezó con algo que casi me hizo caer. Era el peldaño inferior de una
escalera que trepaba por el muro. Subí, obteniendo una pequeña ventaja con
la altura, pero no la suficiente como para que yo frenase mi retirada. A lo
largo del parapeto había una pasarela. Me vi obligado a retroceder por ella
paso a paso. Ahora sí que habría echado a correr si me hubiese atrevido,
pero recordé con qué rapidez se había movido el gigante cuando lo había
sorprendido en la cámara de nubes, y sabía que me alcanzaría de un salto, lo
mismo que yo, de niño, había alcanzado a las ratas de la mazmorra de
nuestra torre para quebrarles el espinazo con un palo.
Pero no todas las circunstancias favorecían a Calveros. Algo blanco
destelló entre los dos, luego una flecha con punta de hueso se clavó en un
enorme brazo como una púa de iléspilo en el pescuezo de un toro. Ahora los
hombres del lago estaban suficientemente lejos de la maza cantora como
para que el terror que despertaba no les impidiera disparar sus armas.
Calveros titubeó un momento, dando un paso atrás para quitarse la flecha.
Una más le acertó, rasguñándole la cara.
Entonces tuve esperanzas y di un salto adelante, y al saltar perdí pie en
una piedra rota y resbaladiza. Estuve a punto de caer por el borde, pero a
último momento me aferré al parapeto… a tiempo de ver bajar la cabeza
luminosa de la maza del gigante. Instintivamente levanté Terminus Est para
defenderme del golpe.
Hubo un alarido tal como si los espectros de todos los hombres y
mujeres que la hoja había matado se hubiesen reunido en la muralla;
después, una explosión ensordecedora.
Por un momento quedé atónito. Pero también estaba atónito Calveros, y
los hombres del lago, roto el hechizo de la maza, se abalanzaban hacia él
por los dos lados de la pasarela. Puede que el acero de la hoja, que tenía una
frecuencia natural propia, y como yo había observado a menudo, tintineaba
con milagrosa dulzura si uno lo golpeaba con el dedo, fuera excesivo para
el mecanismo que daba ese extraño poder a la maza del gigante. Es posible
simplemente que el filo, más agudo que el de un bisturí y duro como la
obsidiana, penetrara la cabeza de la maza. Fuera como fuese, la maza había
desaparecido, y yo sólo tenía en las manos la empuñadura de la espada, de
la que emergía menos de un codo de metal destrozado. El mercurio que
tanto tiempo había trabajado en la oscuridad, se derramaba ahora en
lágrimas plateadas.
No había podido levantarme cuando los hombres del lago ya saltaban
por encima de mí. Una lanza se hundió en el pecho de gigante, y un garrote
le dio en la cara. Ante un manotazo suyo, dos guerreros del lago cayeron
del muro entre alaridos. Otros se echaron sobre él en seguida, pero se los
sacó de encima. Yo conseguí ponerme en pie, todavía entendiendo a medias
lo que había pasado.
Calveros estuvo un instante balanceándose sobre el parapeto; después
saltó. Es indudable que el cinturón lo ayudaba mucho, pero la fortaleza de
sus piernas tiene que haber sido enorme. Lenta, pesadamente, se arqueó
cada vez más hacia fuera, cada vez más hacia abajo. Tres que se habían
agarrado a él demasiado tiempo cayeron y murieron entre las rocas del
promontorio.
Al fin cayó él también, enormemente, como si fuera —solo y en sí
mismo— una especie de nave. Hubo una erupción en el lago, blanca como
la leche, que en seguida se cerró sobre él. Algo que se contorsionaba como
una serpiente y a veces reflejaba la luz brotó del agua y subió al cielo, hasta
que se perdió entre las lóbregas nubes; seguro que era el cinturón. Pero
aunque los isleños esperaron con las lanzas preparadas, la cabeza de
Calveros no volvió a aparecer entre las olas.
XXXVIII
La Garra
Esa noche los hombres del lago saquearon el castillo; no me sumé a ellos, ni
dormí dentro de los muros. En el centro del bosquecito de pinos donde
habíamos celebrado consejo, encontré un lugar tan protegido por las ramas
que la alfombra de agujas caídas aún estaba seca. Allí, una vez limpias y
vendadas mis heridas, me acosté. A mi lado yacía la empuñadura de la
espada que había sido mía, y antes, del maestro Palaemon, de modo que esa
noche dormí con algo muerto; pero no me trajo sueños.
Me desperté con la fragancia de los pinos en la nariz. Urth ya había
vuelto casi todo su rostro al sol. Me dolía el cuerpo, y los cortes que me
habían hecho las astillas de piedra voladoras me picaban y ardían, pero no
había conocido un día más cálido desde que había dejado Thrax por el
camino alas tierras altas. Salí del bosquecito y vi el lago Diuturna que
centelleaba al sol y hierba joven que crecía entre las piedras.
Me senté en una roca salediza, con la muralla del castillo de Calveros a
mis espaldas y la extensión azul del lago a mis pies, y por última vez extraje
el muñón de la arruinada hoja que había sido Terminus Est de la hermosa
empuñadura de plata y ónix. Una espada es su hoja, y Terminus Est ya no
existe; pero durante el resto del viaje llevé conmigo esa empuñadura, si bien
quemé la vaina de piel humana. Algún día la empuñadura sostendrá otra
hoja, aunque no pueda ser tan perfecta ni sea mía.
Besé lo que quedaba de la hoja y la arrojé al agua. Luego empecé a
buscar entre las rocas. Sólo tenía una vaga idea de la dirección en que
Calveros había tirado la Garra, pero sabía que era hacia el lago, y aunque
había visto a la gema pasar por encima de la muralla, pensaba que ni
siquiera un brazo como aquél habría podido enviar un objeto tan pequeño
lejos de la orilla.
En seguida descubrí, no obstante, que si de verdad había caído en el
lago estaba irremisiblemente perdida, pues el agua tenía en todas partes
muchas anas de profundidad. Con todo, seguía siendo posible que no
hubiese llegado al lago y estuviese metida en una grieta donde no se viera
su fulgor.
Así que busqué, temeroso de pedirles ayuda a los hombres del lago, y
temeroso también de suspender la búsqueda para descansar o comer y que
la recogiera algún otro. Llegó la noche, y el chillido del somorgujo al morir
la luz, y los hombres del lago me ofrecieron llevarme a sus islas, pero me
negué. Tenían miedo de que aparecieran los de la costa, o de que ya
estuvieran organizando un ataque para vengar a Calveros (no me atreví a
confiarles la sospecha de que no estaba muerto, de que seguía vivo bajo las
aguas del lago), y al final tuve que apremiarlos para que me dejaran solo,
gateando todavía entre las afiladas rocas del promontorio.
Por fin me sentí demasiado exhausto para seguir la búsqueda a oscuras
y me instalé a esperar el día sobre una laja en declive. De vez en cuando
creía ver un azul que fulguraba en alguna grieta cercana o abajo, en el agua;
pero cuando alargaba la mano para aferrarlo o intentaba levantarme para ir a
mirar desde el borde de la roca, me despertaba sobresaltado, y descubría
que había sido un sueño.
Cien veces me pregunté si mientras yo dormía bajo los pinos algún otro
no habría encontrado la gema, y cien veces me maldije. Cien veces,
también, recordé cuánto mejor sería para ella que alguien la encontrara y
que no se perdiera para siempre.
Así como la carne matada en verano atrae a las moscas, la corte atrae a
sabios, filósofos y a cosmistas espurios que se quedan allí mientras sus
bolsillos y su ingenio los mantienen, con la esperanza (al principio) de una
cita con el Autarca y (más tarde) de obtener un cargo tutorial en alguna
familia encumbrada. A los dieciséis años más o menos, Thecla se sintió
atraída, como pienso que a menudo les pasa a las jóvenes, por las
conferencias de esa gente sobre teogonía, teodicea y cosas semejantes, y
recuerdo una en especial en la que una efeba exponía como verdad
definitiva el antiguo sofisma de la existencia de tres Adonai, el de la ciudad
(o del pueblo), el de los poetas y el de los filósofos. El razonamiento era
que desde el principio de la conciencia humana (si alguna vez hubo tal
principio), ha habido en las tres categorías un gran número de personas que
se han afanado por penetrar en el secreto de lo divino. Si lo divino no
existiera, se habrían dado cuenta hace mucho; si existe, es imposible que la
propia Verdad los guíe mal. Pero las creencias del populacho, las visiones
de los rapsodas y las teorías de los metafísicos han divergido tanto que
pocos de ellos pueden comprender siquiera lo que dicen los otros, y quien
no sepa nada de estas ideas bien puede creer que no hay entre ellas la menor
relación.
¿No será acaso, preguntaba ella (y ni siquiera ahora estoy seguro de
poder contestar), que en vez de viajar al mismo destino por tres caminos,
como siempre se ha supuesto, en realidad estén viajando a destinos muy
diferentes? Al fin y al cabo, cuando en la vida corriente vemos tres caminos
que parten de un mismo cruce no damos por sentado que los tres conducen
a la misma meta.
Esta sugerencia me pareció (y me parece) tan racional como repelente, y
para mí representa todos los tejidos argumentales monomaníacos, tan
cerradamente urdidos que ni el objeto más ínfimo, ni una chispa de luz,
pueden escapar a la red en donde pueden caer las mentes humanas, siempre
que en un tema sea imposible recurrir a los hechos.
La realidad de la Garra era pues inconmensurable. No había cantidad de
dinero, ni acumulación alguna de archipiélagos o imperios que se le pudiera
aproximar en valor, así como la multiplicación indefinida de la distancia
horizontal no puede servir para igualar la vertical. Si, como creía yo,
provenía de fuera del universo, esa luz cuyo tenue brillo yo había visto
tantas veces, era en cierto sentido la única que teníamos. Si se la destruía,
quedaríamos a tientas en la oscuridad.
Yo pensaba que en los días en que la había tenido la había valorado
mucho, pero sentado allí, en esa laja inclinada sobre las anochecidas aguas
del lago Diuturna, me di cuenta de lo necio que había sido al llevarla
conmigo, en todos mis salvajes enredos y mis locas aventuras, hasta acabar
por perderla. Poco antes del alba juré quitarme la vida si no la encontraba
antes de que la oscuridad volviese.
G.W.
GENE WOLFE. Nacido en Nueva York el 7 de mayo de 1931 es un escritor
estadounidense de ciencia ficción y fantasía.
Estudió en la Universidad A&M de Texas, y ya por entonces escribió su
primera obra. Intervino en la Guerra de Corea, y a su regreso obtuvo el
título de Ingeniero Mecánico en la Universidad de Houston (algo pocas
veces dicho es que inventó la máquina con que se fabrican las patatas fritas
Pringles).
Cuentista y novelista enormemente prolífico, se destaca por su
profundidad y prosa rica en alusiones así como también por la fuerte
influencia de su fe católica, que adoptó después de contraer matrimonio con
una católica. Su obra más celebrada es El libro del sol nuevo, cuatro
volúmenes y una coda que transcurren en un futuro remoto, en un planeta
de sol agonizante llamado Urth, y narran la peripecia de Severian, aprendiz
de torturador que llega a ser un mesías. En la década de 1990 publicó las
cuatro entregas de El libro del sol largo, historia de intrigas políticas y
revolución en un mundo metido dentro de una vastísima nave espacial; el
héroe es un humilde sacerdote de barrio. A continuación emprendió El libro
del sol corto, que trata de la colonización de los planetas Verde y Azul. Las
tres sagas forman una obra llamada Ciclo Solar.
Wolfe es tan admirado por los lectores como por críticos y escritores,
muchos de los cuales lo consideran uno de los grandes novelistas vivos sin
distinción de géneros. Otros libros suyos son La quinta cabeza de Cerbero
(inigualada novela sobre clones; Minotauro, 1997), Puertas (Martínez
Roca, 1994), Especies en peligro (Grijalbo, 1993) y The Knight (2003).
Otra obra importante es la serie de Latro, que se inicia en 1986 con
Soldado de la niebla, con la que ganó el premio Locus de Novela de
Fantasía; le siguió Soldado de Areté en 1989, cerrando la serie en 2006 con
Soldado de Sidón.
Ha ganado el Premio Nébula y el World Fantasy Award dos veces cada
uno, el Campbell Memorial Award, y el Locus Award cuatro veces. Ha sido
nominado para el Premio Hugo en varias ocasiones. En 1996 fue
galardonado con el premio «World Fantasy Award for Lifetime
Achievement».
Wolfe vive en Barrington, Illinois, un suburbio de Chicago, con su
esposa Rosemary.
Al principio de su carrera como escritor, Wolfe intercambió
correspondencia con JRR Tolkien.
Fue invitado de honor en la Convención Mundial de Ciencia Ficción
1985 y recibió el Edward E. Smith Memorial Award 1989 en el New
England convención Boskone. En marzo de 2012 se le otorgó el primer
Chicago Salón Literario de la Fama de Fuller, por su contribución a la
literatura de un autor Chicago.