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En un futuro tan distante que se parece al remoto pasado, el joven

Severian estudia en la Ciudadela —de metal gris, refractario— los


misterios del gremio de los torturadores, que han jurado torturar
cuando el Autarca ordene torturar, o matar cuando él ordene matar.
Pero con la llegada de Thecla, una hermosa e inteligente mujer
cuyas indiscreciones le han hecho perder su puesto de concubina
en la Casa Absoluta, Severian desobedece las reglas, y la vida
cambia para él. Espera ser ejecutado, pero en cambio es enviado a
trabajar como simple verdugo en las vastas tierras de Thrax, la
Ciudad de los Cuartos sin Ventanas. En el momento de la partida el
maestro Palaemon le entrega la antigua espada de verdugo,
Tenninus Est. Así armado, parte hacia las distantes puertas de la
Ciudad, y encuentra en el camino a los gemelos Agia y Agiltis, que
lo empujan a combatir en el Campo Sanguinario; a la troupe teatral
del doctor Talos; a Calveros, un gigante monstruoso; a la
encantadora Jolenta, y a Dorcas, una joven enigmática que aparece
en la costa del Lago de los Pájaros, donde yacen los muertos. A
manos de Severian pasa también una joya misteriosa, la Garra del
Conciliador, cuyos poderes podrían llevarlo nada menos que al trono
de la Casa Absoluta. Pero primero tendrá que viajar hacia el norte,
hasta las puertas de la Ciudad Imperecedera.
Gene Wolfe

La sombra del torturador


El libro del Sol Nuevo - 1

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Allen 19.03.2018
Título original: The Shadow of the Torturer
Gene Wolfe, 1980
Traducción: Rubén Masera & Lluis Domènech
Retoque de portada: Allen

Editor digital: Allen


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I

Resurrección y muerte

Es posible que yo ya tuviera entonces cierto presentimiento de mi futuro.


El portal cerrado y herrumbrado que se levantaba ante nosotros con
hilos de niebla ribereña enhebrando las puntas de hierro como senderos de
montaña, ha quedado ahora en mi memoria como el símbolo de mi exilio.
Ésa es la razón por la que he empezado a escribir esta crónica describiendo
el portal, y cómo luego tuvimos que echarnos al agua, y como yo, Severian,
aprendiz de torturador, estuve a punto de morir ahogado.
—El guardián se ha ido. —Así le habló mi amigo Roche a Drotte, que
ya se había dado cuenta.
Dudando, el muchacho Eata sugirió que diéramos un rodeo. Levantó el
delgado brazo pecoso y señaló los mil pasos de muralla que se extendían
entre las casas bajas y ascendían por la loma hasta que finalmente se unían
a los muros altos de la Ciudadela.
Era un camino que yo tomaría, mucho más tarde.
—¿E intentar atravesar la barbacana sin salvoconducto? Llamarían al
maestro Gurloes.
—Pero ¿por qué se iría el guardián?
—No interesa. —Drotte sacudió el portal—. Eata, ve si puedes
escurrirte entre las barras.
Drotte era nuestro capitán, y Eata introdujo un brazo y una pierna entre
las estacadas de hierro, pero pronto fue evidente que el cuerpo no podría
seguirlos.
—Alguien se acerca —susurró Roche. Drotte tiró bruscamente de Eata.
Miré calle abajo. Una luz de linternas se mecía en la niebla entre un
ruido de voces y pasos apagados. Yo habría querido esconderme, pero
Roche me detuvo diciendo: —Espera, veo picas.
—¿Crees que es el guardián que vuelve?
—Son muchos —comentó sacudiendo la cabeza.
—Una docena de hombres cuando menos —dijo Drotte.
Todavía mojados por el Gyoll, aguardamos. En los recodos de mi mente
aún estábamos allí, temblando de pies a cabeza. Así como todo lo
supuestamente imperecedero tiende a su propia destrucción, los instantes
que en un momento nos parecen más fugaces se recrean a sí mismos…, no
sólo en mi memoria (que en última instancia no pierde nada) sino también
en mi corazón palpitante y en mis cabellos erizados, que se renuevan una y
otra vez, así como nuestra comunidad se reconstituye cada mañana con las
agudas notas de sus propios clarines.
Los hombres no tenían armadura, como no tardé en ver a la pálida luz
amarilla de las linternas; pero traían lanzas, como había dicho Drotte, y
garrotes y machetes. El jefe llevaba un largo cuchillo de doble filo sujeto a
la cintura. Lo que más me interesó fue la llave maciza que le colgaba del
cuello sujeta a una cuerda; parecía que pudiera encajar en la cerradura del
portal.
El pequeño Eata se movía nervioso y el jefe nos vio y alzó la linterna
sobre su cabeza.
—Estamos esperando para entrar, señor —exclamó Drotte. Era el más
alto de los dos, pero tenía una expresión humilde y respetuosa en el rostro
oscuro.
—No hasta que amanezca —dijo el jefe con brusquedad—. Vosotros,
los jóvenes, será mejor que os vayáis a casa.
—Señor, se suponía que el guardián nos dejaría entrar, pero no está
aquí.
—No entraréis esta noche. —El jefe llevó la mano a la empuñadura del
cuchillo antes de dar un paso adelante. Por un instante tuve miedo de que
supiera quiénes éramos.
Drotte se alejó y los demás nos quedamos detrás.
—¿Quiénes sois, señor? No parecéis soldados.
—Somos los voluntarios —dijo uno de los otros—. Venimos a proteger
a nuestros muertos.
—Entonces podéis dejarnos entrar.
El jefe se había vuelto de espaldas.
—No dejamos entrar a nadie, salvo a nosotros mismos. —La llave
chirrió en la cerradura y el portal crujió. Antes que nadie pudiera detenerlo,
Eata se precipitó hacia delante y cruzó el portal. Alguien echó una
maldición, y el jefe y otros dos más se lanzaron detrás a toda carrera, pero
el muchacho era demasiado rápido para ellos. Vimos cómo el pelo rojizo y
la camisa de retazos zigzagueaban entre las tumbas hundidas de los pobres
para luego desaparecer entre la espesura de estatuas, algo más arriba. Drotte
intentó seguirlo, pero dos hombres lo tomaron por los brazos.
—Tenemos que encontrarlo —dijo Drotte—. No os robaremos vuestros
muertos.
—¿Por qué queréis entrar entonces? —preguntó uno de los voluntarios.
—Para recoger hierbas —respondió Drotte—. Somos ayudantes de
médicos. ¿No queréis que los enfermos curen?
El voluntario se quedó mirándolo. El hombre de la llave había dejado
caer la linterna cuando echaba a correr tras Eata, y sólo quedaban dos. A la
débil luz de estas linternas el voluntario parecía estúpido e inocente;
supongo que sería un trabajador de alguna clase.
Drotte continuó: —Tiene que saber que para que ciertos simples
alcancen un máximo de eficacia, es preciso arrancarlos del polvo de las
tumbas a la luz de la luna. Pronto llegará el hielo y lo matará todo; y
nuestros amos necesitan abastecerse para el invierno.
Los tres dispusieron que entráramos esta noche, y el padre de ese
muchacho me lo cedió para que me ayudara.
—No tienes nada donde guardar los simples.
Todavía sigo admirando a Drotte por lo que hizo después. Dijo: —
Tenemos que atarlos en haces para que se sequen —y sin la menor
vacilación, sacó del bolsillo un trozo de cordel común.
—Ya entiendo —dijo el voluntario. Era evidente que no entendía.
Roche y yo nos acercamos al portal.
Drotte en cambio dio un paso atrás.
—Si no nos dejáis recoger las hierbas, mejor nos vamos. No creo que
ahora podamos encontrar al muchacho ahí dentro.
—No, no os vais. Tenemos que sacarlo.
—Está bien —dijo Drotte de mala gana, y entró por el portal con los
voluntarios tras él.
Ciertos místicos aseveran que el mundo real ha sido construido por la
mente humana, puesto que las categorías artificiales en las que incluimos
cosas en esencia indiferenciadas, cosas más débiles que las palabras con las
que las designamos, gobiernan nuestras distintas modalidades. Entendí el
principio intuitivamente esa noche cuando oí que el último voluntario
cerraba el portal detrás de nosotros.
Un hombre que no había hablado antes, dijo: —Iré a vigilar junto a mi
madre. Hemos perdido demasiado tiempo. Ya podrían habérsela llevado a
una legua de distancia.
Varios de los demás musitaron su asentimiento, y el grupo empezó a
dispersarse, moviéndose una linterna hacia la izquierda y la otra hacia la
derecha. Nosotros ascendimos por el sendero central (el que tomábamos
siempre al volver a la sección derrumbada del muro de la ciudadela) con el
resto de los voluntarios.
Es mi naturaleza, mi alegría y mi maldición, no olvidar nada. Cualquier
chirrido de cadenas, cualquier susurro del viento, cualquier visión, olor o
sabor, permanecen inalterados en mi mente, y aunque sé que no es así para
todos, no me imagino qué puede significar ser de otra manera. Los pocos
pasos que dimos por el sendero blanqueado se me presentan de nuevo
ahora; hacía frío, cada vez más; no teníamos luz, y la niebla había
empezado a levantarse espesa desde el Gyoll. Unos pocos pájaros habían
anidado en los pinos y cipreses, y revoloteaban inquietos de un árbol a otro.
Recuerdo la sensación de mis manos mientras me frotaba los brazos, la
linterna que se balanceaba entre las plantas a cierta distancia, la niebla que
me quitaba de la camisa el olor a agua de río, y la acritud de la tierra recién
removida. Casi había muerto esa vez, ahogado entre las raíces entrelazadas;
la noche iba a señalar el comienzo de mi virilidad.
Hubo un disparo, algo que yo jamás había visto antes, una centella de
energía violeta abriéndose paso en la oscuridad como una cuña y
terminando en un ruido atronador. En algún sitio un monumento se
derrumbó con estrépito. Luego un silencio, en el que todo lo que me
rodeaba pareció disolverse. Echamos a correr. A lo lejos unos hombres
gritaban.
Oí un ruido de acero sobre piedra, como si algo hubiera golpeado una
de las lápidas de las tumbas con un badelaire. Me precipité por un sendero
que me era (o al menos así me pareció entonces) completamente
desconocido, una cinta cubierta de huesos rotos del ancho de dos hombres,
que descendía serpenteando hasta un pequeño valle. En medio de la niebla
no me era posible ver nada, salvo el bulto de los monumentos recordatorios
que se levantaban a un lado y a otro. Luego, tan repentinamente como si
alguien lo hubiera quitado de un tirón, el sendero ya no estaba bajo mis
pies… quizás yo había pasado por alto alguna curva. Giré para esquivar un
oblesque que pareció alzarse delante de mí y embestí violentamente a un
hombre de chaqueta negra.
Era sólido como un árbol; el impacto me hizo perder el equilibrio y me
dejó sin aliento.
Oí que el hombre mascullaba unas maldiciones, y luego un sonido
susurrado de no sé qué tipo de arma. Otra voz exclamó: —¿Qué fue eso?
—Alguien me atropello. Desapareció, quienquiera que fuese.
Yo permanecí tendido y en silencio.
—Encended la lámpara —dijo una mujer con una voz que era como el
arrullo de una paloma, pero en un tono perentorio.
El hombre con que había chocado, respondió: —Se precipitarían sobre
nosotros como una jauría de perros salvajes, señora.
—Pronto lo harán de cualquier modo… Vodalus disparó. Tienen que
haberlo oído.
—Lo más probable es que los mantenga alejados.
En un tono que no reconocí como exultante porque yo era demasiado
inexperto, el hombre que había hablado primero replicó: —Ojalá no la
hubiera traído. No la hubiéramos necesitado contra esta clase de gente.
Estaba mucho más cerca ahora, y en un instante pude verlo a través de
la niebla, muy alto, esbelto y sin sombrero, junto al hombre más corpulento
con el que yo chocara.
Embozada de negro, una tercera figura era, aparentemente, la mujer. Al
perder el aliento, yo había perdido también la fuerza de mis piernas y
brazos, pero me las compuse para rodar sobre mí mismo y ocultarme tras la
base de una estatua, y una vez seguro allí, espié otra vez.
Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Pude distinguir la cara
en forma de corazón de la mujer, y advertí que era casi tan alta como el
hombre esbelto que ella había llamado Vodalus. El hombre corpulento había
desaparecido como agua vertida en un pozo, pero le oí decir muy cerca de
mí: —Más cuerda. —Entonces vi algo oscuro (tiene que haber sido la copa
del sombrero) que se acercaba a los pies del otro hombre, y comprendí que
eso era casi precisamente lo que le había sucedido… Había un boquete allí,
y el hombre estaba dentro.
La mujer preguntó: —¿Cómo se encuentra?
—Fresca como una rosa, señora. Apenas hiede y no hay por qué
preocuparse. —Con una agilidad que me sorprendió, abandonó el boquete
de un salto. —Ahora déme un extremo y yo tomaré el otro, señor, y la
sacaremos como una zanahoria.
La mujer dijo algo que no pude oír, y el hombre esbelto replicó: —No
tenías por qué venir, Thea. ¿Qué pensarían los demás si yo eludiera todos
los riesgos? —Él y el hombre corpulento jadeaban mientras tiraban de la
cuerda. De pronto vi que algo blanco aparecía debajo de ellos. Se inclinaron
para levantarlo. Como si un amschaspand los hubiera rozado con una varilla
radiante, la niebla giró y se apartó dejando caer un rayo verde de luna.
Habían sacado el cadáver de una mujer. Los cabellos, que habían sido
oscuros, estaban ahora desordenados alrededor de la cara lívida; tenía
puesta una túnica larga de color pálido.
—Ya ven —explicó el hombre corpulento—, como le dije antes, señor,
señora, en diecinueve veces de cada veinte no hay ningún riesgo. Sólo
tenemos que llevarla fuera de la muralla.
El hombre calló y oí que alguien gritaba. Tres de los voluntarios
bajaban por el sendero del borde del valle.
—Manténgalos apartados, señor —gruñó el hombre corpulento
echándose el cadáver al hombro—. Yo me haré cargo y llevaré a la señora a
lugar seguro.
—Tómala —replicó Vodalus. La pistola que le alcanzó reflejó la luz de
la luna como un espejo.
El hombre corpulento la miró asombrado.
—Nunca he usado ninguna, señor…
—Tómala, puede que la necesites. —Vodalus se agachó, y se levantó
sosteniendo lo que parecía un bastón oscuro. Hubo un golpeteo de metal
sobre madera, y en el lugar del bastón, una hoja estrecha y brillante—.
¡Guardaos! —exclamó.
Como si una paloma hubiera comandado de pronto un arctótero, la
mujer tomó la pistola brillante de manos del hombre corpulento, y juntos
retrocedieron en la niebla.
Los tres voluntarios habían vacilado. Uno de ellos se apartó hacia la
derecha y otro hacia la izquierda para atacar desde tres lados. El hombre del
centro (todavía en el sendero blanco de huesos rotos) sostenía una pica, y
uno de los otros un hacha.
El tercero era el conductor con el que había hablado Drotte fuera del
portal.
—¿Quién es usted? —le preguntó a Vodalus—. ¿Y qué poder del
Erebus le da derecho a venir aquí y hacer algo semejante?
Vodalus no contestó, pero la punta de su espada miraba a uno por uno,
como un ojo.
El conductor dijo con un rechinar de dientes: —Todos juntos ahora y lo
tenemos. —Pero avanzaron titubeando, y antes de que lo cercaran, Vodalus
saltó hacia delante. Vi que la hoja relampagueaba en la penumbra y oí que
chirriaba contra la cabeza de la pica, un resbalón metálico, como si una
serpiente de acero se deslizara por un leño de hierro.
El hombre que esgrimía la pica chilló y retrocedió de un salto; Vodalus
también saltó hacia atrás (creo que temiendo que los otros dos lo atacaran
por la espalda), pareció que perdía el equilibrio, y cayó.
Todo esto ocurrió en la oscuridad y la niebla. Yo lo vi, aunque los
hombres eran apenas unas sombras circundantes, como lo había sido la
mujer con cara de corazón. Pero algo me conmovía. Quizá fuera la decisión
de Vodalus, dispuesto a morir para protegerla, lo que hacía que la mujer
fuese tan preciosa para mí; al menos eso fue lo que encendió mi admiración
por Vodalus. Muchas veces desde entonces, cuando me he encontrado sobre
una estremecida plataforma de la plaza de alguna ciudad mercantil con
Terminus Est en reposo ante mí y algún miserable vagabundo arrodillado a
mis pies, cuando he escuchado en siseantes susurros el odio de la multitud,
y he sentido lo que es mucho más difícil de aceptar, la admiración de los
que experimentan una sucia alegría en el dolor y la muerte de los otros, he
recordado a Vodalus junto a la tumba, y he levantado mi propia hoja,
creyendo a medias que cuando la hoja cayera yo estaría luchando por él.
Perdió el equilibrio, como dije. En ese instante creo que mi vida entera
osciló en la balanza junto con la suya.
Los voluntarios de los flancos se le echaron encima, pero él había
conservado el arma.
Vi relampaguear la hoja brillante, aunque su dueño estaba todavía en
tierra. Recuerdo haber pensado qué maravilloso hubiera sido tener una
espada semejante el día en que Drotte fuera designado capitán de
aprendices, e identificarme de esa forma con Vodalus.
El hachero, contra el que Vodalus había lanzado el golpe, se echó hacia
atrás; el otro avanzó con un largo cuchillo. Yo estaba de pie entonces
observando la lucha por sobre el hombro de un ángel de calcedonia, y vi
que el cuchillo bajaba, erraba por un pelo a Vodalus, que rodó de lado, y se
hundía hasta la empuñadura en la tierra. Vodalus atacó luego al conductor,
pero estaba muy cerca y la hoja era demasiado larga. El conductor, en lugar
de apartarse, soltó el arma y aferró a Vodalus como un luchador. Se
encontraban al borde mismo de la tumba… supongo que Vodalus había
tropezado con los terrones excavados fuera.
El segundo voluntario levantó el hacha y titubeó. El conductor era el
que estaba más cerca: trazó un círculo para asestar un golpe certero hasta
que estuvo a menos de un paso de donde yo me escondía. Mientras así
preparaba el terreno, vi que Vodalus arrancaba el cuchillo clavado en la
tierra y lo volvía hacia la garganta del conductor. El hacha se alzó para
asestar el golpe; agarré el mango justo por debajo de la cabeza casi sin
darme cuenta, y me encontré en seguida en la lucha, pateando, y después
golpeando.
Súbitamente, todo había terminado. El voluntario cuya arma
ensangrentada yo sostenía, había muerto. El conductor de los voluntarios se
retorcía a nuestros pies. El hombre de la pica había desaparecido; la pica
estaba tirada en el sendero. Vodalus recuperó una banda negra caída en la
hierba y envainó en ella la espada.
—¿Quién eres?
—Severian. Soy un torturador. O, mejor dicho, soy un aprendiz de
torturador, señor. De la Orden de los Buscadores de la Verdad y la
Penitencia. —Tomé aliento—. Soy un Vodalarius. Uno de los miles de
Vodalarii de cuya existencia no sabe usted nada. —Era una palabra que yo
mismo apenas había escuchado.
—Ten. —Puso algo en la palma de mi mano: una pequeña moneda tan
pulida que parecía engrasada. Me quedé apretándola junto a la tumba
abierta y miré cómo el hombre se iba. La niebla lo devoró mucho antes de
que llegara al borde, y unos instantes después un volador afilado como un
dardo chilló en el aire.
El cuchillo, de algún modo, había caído del cuello del hombre muerto.
Quizá él mismo se lo había quitado en la agonía. Cuando me incliné a
recogerlo, descubrí que aún tenía la moneda en la mano. Me la metí en el
bolsillo.
Creemos que inventamos los símbolos, pero en realidad ellos son los
que nos inventan a nosotros; somos sus criaturas, conformados por sus
contornos duros y definidos.
Cuando los soldados juran, se les da una moneda, un asimi sellado con
el perfil del Autarca. Aceptar esa moneda es aceptar los deberes y los
trabajos especiales de la vida militar; desde ese momento son soldados,
aunque no sepan nada del manejo de las armas. Yo sabía eso por entonces,
pero es un profundo error creer que hay que saber esas cosas para que ellas
influyan en nosotros; creerlo en verdad es creer en la más ínfima y
supersticiosa especie de magia. Sólo el pretendido hechicero tiene fe en la
eficacia del puro conocimiento; cualquiera que razone un poco sabe que las
cosas actúan por sí mismas o no actúan en absoluto.
Así, pues, yo nada sabía, cuando dejé caer la moneda en mi bolsillo, de
los dogmas del movimiento que conducía Vodalus, pero pronto los aprendí
todos, porque estaban en el aire. Junto con él odié la Autarquía, aunque no
tenía idea de qué podría reemplazarla.
Junto con él desprecié a los exultantes que no se levantaban contra el
Autarca y le cedían las hijas más bellas en concubinato ceremonial. Junto
con él detesté a la gente por su falta de disciplina y de un objetivo común.
De los valores que el maestro Malrubius (que fuera maestro de aprendices
cuando yo era muchacho) había intentado enseñarme, y que el maestro
Palaemon todavía intentaba inculcar, sólo acepté uno: lealtad al gremio. En
esto no me equivocaba; era, tal como me había parecido, perfectamente
factible servir a Vodalus y seguir siendo torturador. Fue de este modo que
emprendí la larga jornada por la que fui retrocediendo hacia el trono.
II

Severian

La memoria me oprime. Habiendo sido criado entre los torturadores, nunca


conocí a mis padres. Mis hermanos aprendices tampoco conocían a los
suyos. A veces, pero sobre todo cuando el invierno se acerca, unos pobres
desdichados vienen a suplicar a la Puerta del Cadáver, con la esperanza de
ser admitidos en nuestro antiguo gremio. A menudo entretienen al hermano
portero narrándole los tormentos que están dispuestos a infligir en pago de
abrigo y comida; a veces traen animales como muestra de lo que hacen.
Se los rechaza a todos. Las tradiciones de nuestros días de gloria,
anteriores a la degeneración actual, y a la anterior, y aun a la más anterior,
una edad cuyo nombre apenas recuerdan hoy los eruditos, prohíben el
reclutamiento de esa gente. Aun en el tiempo del que escribo, cuando el
gremio había quedado reducido a dos maestros y menos de una veintena de
oficiales, se respetaban esas tradiciones.
Desde niño lo recuerdo todo. Lo primero es haber apilado piedras en el
Patio Viejo. Se encuentra al sur y al este del Torreón de las Brujas, y está
separado del Patio Grande. El muro que nuestro gremio tenía que ayudar a
defender estaba en ruinas ya entonces, con una gran abertura entre la Torre
Roja y la del Oso, por cuyas derrumbadas placas de metal refractario solía
yo trepar para mirar desde lo alto la necrópolis que desciende por ese lado
de la colina.
Cuando fui mayor, la necrópolis se convirtió en mi campo de juegos.
Los senderos serpenteantes eran patrullados durante las horas del día, pero
los centinelas se interesaban mucho más en las tumbas recientes del terreno
más bajo, y sabiendo que éramos torturadores, rara vez se atrevían a
expulsarnos de nuestros escondites en los bosquecillos de cipreses.
Se dice que nuestra necrópolis es la más antigua de Nessus. Eso es por
cierto falso, pero el error mismo es testimonio de verdadera antigüedad,
aunque los autarcas no eran sepultados allí, ni siquiera cuando la Ciudadela
era una fortaleza, y las grandes familias —entonces como ahora— preferían
disponer de sus muertos de largos miembros en bóvedas privadas. Pero los
armígeros y los optimates de la ciudad preferían las cuestas más elevadas,
cerca del muro de la Ciudadela; y los comunes, más pobres, yacían debajo
hasta los últimos extremos de las tierras llanas, apretados contra las
viviendas que llegaron a bordear el Gyoll, cuyas orillas ocupaban los
alfareros. De niño rara vez iba solo hasta tan lejos; ni siquiera recorría la
mitad del camino.
Éramos siempre tres: Drotte, Roche y yo. Más tarde intervino Eata, el
mayor de los demás aprendices. Ninguno de nosotros había nacido entre los
torturadores, pues nadie nace entre ellos. Se dice que en tiempos antiguos
había en el gremio hombres y mujeres, y que tenían hijos e hijas que eran
iniciados en los misterios, como se hace ahora entre los fabricantes de
lámparas y los herreros y muchos otros. Pero Ymar el Casi Justo, al
observar lo crueles que eran las mujeres, y cuan a menudo se excedían en
los castigos que él había decretado, ordenó que ya no hubiera mujeres entre
los torturadores.
Desde entonces nuestro número se mantiene sólo con los hijos de los
que caen en nuestras manos. En nuestra Torre Matachina una cierta barra
sale de un tabique a la altura de la ingle de un hombre. Los niños bastante
pequeños como para mantenerse erguidos debajo de ella, son criados como
propios; y cuando nos envían una mujer encinta, la abrimos, y si el bebé
respira, y si se trata de un niño, contratamos una nodriza.
Así ha sido desde los tiempos de Ymar, y esos días se han perdido en el
olvido hace ya centenares de años.
De modo que ninguno de nosotros conoce a sus ancestros. Cualquiera
de nosotros hubiera elegido un exultante, si pudiera, y es un hecho que nos
entregan a muchas personas de alto linaje. Cuando éramos niños cada cual
hacía sus conjeturas, e intentaba interrogar a los hermanos mayores entre
los oficiales, aunque éstos se encerraban en su propia amargura y decían
poco. En el año de que hablo, Eata, que se creía descendiente de esa
familia, dibujó en el techo y sobre su camastro las armas de uno de los
grandes clanes del Norte.
Yo, por mi parte, había adoptado como propio el emblema grabado en
bronce sobre la entrada de cierto mausoleo. Era una fuente que se levantaba
sobre las aguas con una nave volant, y debajo una rosa. La puerta había sido
arrancada hacía mucho; en el suelo había dos ataúdes vacíos. Tres más,
demasiado pesados para que yo pudiera moverlos y todavía intactos,
aguardaban en los salientes a lo largo de una pared. Ni los ataúdes cerrados
ni los abiertos eran el atractivo del lugar, aunque a veces yo me echaba a
descansar en lo que quedaba del relleno de estos últimos. Lo que quizá más
me atraía era la pequeñez del recinto, las gruesas paredes de mampostería y
la estrecha y única ventana enrejada, junto con la puerta falsa (macizamente
pesada) que estaba siempre abierta.
A través de la ventana y la puerta podía mirar sin ser visto toda la
brillante vida de los árboles y los arbustos y la hierba de fuera. Los jilgueros
y los conejos que huían tan pronto como yo me aproximaba, no podían
oírme ni olfatearme cuando yo estaba allí. Observé cómo el cuervo hacía su
nido, y después alimentaba a sus polluelos a dos codos de mi cara. Vi al
zorro que pasaba trotando con el rabo alzado; y una vez aquel zorro gigante,
casi mayor que los más grandes sabuesos y que los hombres llaman lobo
melenudo, pasó de prisa al atardecer empeñado en vaya uno a saber qué
cometido desde las zonas arruinadas del sur. El caracará maldijo a las
víboras por mí y el halcón remontó vuelo desde la cima de un pino.
Basta un momento para describir estas cosas que observé durante tanto
tiempo. Las décadas de un saros no me bastarían si intentara descubrir todo
lo que significaron para el pequeño aprendiz andrajoso que yo era entonces.
Dos pensamientos (que eran casi sueños) me obsesionaban, lo que los
volvía infinitamente preciosos. El primero era que en un tiempo no muy
distante, el tiempo mismo se detendría… los días coloridos que se habían
prolongado a lo largo de tantos años como las cadenas de pañuelos de un
prestidigitador, acabarían para siempre, el torvo ojo del sol se cerraría al fin.
El segundo era que había en algún sitio una luz milagrosa —que a veces yo
imaginaba como una vela y otras como una antorcha— que daba vida al
objeto iluminado, de modo que la hoja arrancada de un arbusto desarrollaba
patas esbeltas y antenas temblorosas, y un tosco pincel pardo abría unos
ojos negros y se escurría subiendo a un árbol.
Sin embargo, a veces, sobre todo durante las horas somnolientas de
alrededor del mediodía, había poco que observar. Entonces me volvía otra
vez hacia el blasón y me preguntaba qué tendrían que ver conmigo un
barco, una rosa y una fuente, y miraba fijamente el bronce funerario que yo
había encontrado, limpio y guardado en un rincón. El muerto yacía cuan
largo era, y tenía cerrados los ojos, de pesados párpados. A la luz que
atravesaba el ventanuco le miré la cara y pensé en la mía, que se reflejaba
en el metal pulido. Mi nariz recta, mis ojos profundamente encajados en las
órbitas, y mis mejillas hundidas se parecían mucho a los de él, y deseaba
saber si también sus cabellos habían sido oscuros como los míos.
En invierno rara vez iba a la necrópolis, pero en verano ese violado
mausoleo y otros semejantes me procuraban sitios de observación y sereno
reposo. Drotte, Roche y Eata también venían, pero nunca los guié hasta mi
refugio favorito, y ellos, lo sabía, tenían lugares secretos propios. Cuando
estábamos juntos rara vez nos escurríamos dentro de una tumba. En cambio
hacíamos espadas con ramas y librábamos continuas batallas o arrojábamos
pinas a los soldados o dibujábamos tableros sobre la tierra de las tumbas
recientes y jugábamos a las damas con piedras, cuerdas, caracoles y
candilejas.
También nos divertíamos en el laberinto que era la Ciudadela y
nadábamos en la gran cisterna bajo el Torreón de la Campana. El lugar era
frío y húmedo, inclusive en el verano, bajo el techo abovedado junto al
estanque circular de aguas infinitamente profundas y oscuras. Pero apenas
era peor en invierno, y tenía la suprema ventaja de ser un lugar prohibido,
de modo que nos deslizábamos hasta allí en secreto, cuando se suponía que
estábamos en alguna otra parte, y no encendíamos las antorchas hasta
después de haber cerrado detrás de nosotros la compuerta enrejada.
Entonces, cuando las llamas subían desde el alquitrán ardiente, ¡cómo
bailaban nuestras sombras sobre esos fríos muros!
Como ya dije, el otro lugar donde nadábamos era el Gyoll, que atraviesa
Nessus como una gran serpiente fatigada. Cuando llegaba el tiempo cálido,
íbamos juntos hasta allí a través de la necrópolis: primero dejábamos atrás
los viejos sepulcros consagrados que estaban más cerca del muro de la
Ciudadela, luego marchábamos entre las jactanciosas casas mortuorias de
los optimates, después atravesábamos la selva de piedra de los monumentos
comunes (tratábamos de parecer muy respetables cuando teníamos que
pasar junto a los guardias corpulentos apoyados sobre sus pértigas). Y por
fin cruzábamos la llanura donde había montículos desnudos que señalaban
la inhumación de los pobres, montículos que se convertían en charcas
después de la primera lluvia.
En el margen más bajo de la necrópolis se levantaba el portal de hierro
que ya he descrito. A través de él se transportaban los cuerpos destinados a
los yacimientos del alfarero. Cuando dejábamos atrás esos portones
herrumbrosos, sentíamos por primera vez que estábamos realmente fuera de
la Ciudadela, y por tanto infringiendo claramente las reglas que gobernaban
nuestras idas y venidas. Creíamos (o fingíamos hacerlo) que seríamos
torturados si nuestros hermanos mayores descubrían la infracción; en
realidad, no sufriríamos nada peor que una tunda, tal es la bondad de los
torturadores a los que yo iba a traicionar.
Mucho mayor peligro había para nosotros en los elevados edificios de
apartamentos que bordeaban la calle sucia por donde marchábamos. A
veces pienso que el gremio ha durado tanto tiempo porque encauza de
alguna manera el odio del pueblo, desviándolo del Autarca, los exultantes y
el ejército y aun, en cierto grado, de los pálidos cacógenos que a veces
visitan Urth desde las estrellas más lejanas.
El mismo presentimiento que indicaba a los guardianes nuestra
identidad, parecía informar también a los residentes de los edificios; a veces
nos arrojaban agua sucia desde las ventanas altas, y nos seguía un murmullo
de enfado. Pero el miedo que engendraba ese odio también nos protegía. No
se empleaba verdadera violencia contra nosotros, y una o dos veces, cuando
se sabía que algún braviograve tiránico o un burgués venal había sido
entregado a la misericordia del gremio, recibíamos vociferantes sugerencias
sobre qué hacer con él: la mayoría obscenas y muchas imposibles.
En el lugar donde nos bañábamos, el Gyoll había perdido sus orillas
naturales cien años atrás. Aquí había una extensión de nenúfares azules de
dos cadenas de ancho encerrada entre paredes de piedra. Peldaños
destinados al desembarco de botes conducían al río en diversos puntos; los
días de calor cada uno de los peldaños era ocupado por una pandilla de diez
o quince muchachos pendencieros. Nosotros cuatro no teníamos tanta
fuerza como para dispersar a esos grupos, pero ellos no podían (o por lo
menos no querían) negarse a admitirnos, aunque nos amenazaban siempre
que nos acercábamos, y luego se burlaban de nosotros cuando estábamos
entre ellos. Pero poco después, empezaban a alejarse dejándonos dueños
exclusivos del lugar hasta el próximo día de natación.
Decidí describir todo esto, porque nunca volví allí desde el día en que
salvé a Vodalus.
Drotte y Roche creían que era porque yo temía que nos quedásemos
afuera después de cerrar. Eata sospechaba la verdad, creo; antes de
acercarse demasiado a la virilidad, los muchachos tienen casi una intuición
femenina. Fue a causa de los nenúfares.
La necrópolis nunca me pareció una ciudad de muerte; sé que las rosas
purpúreas (que otros consideran tan horribles) cobijan centenares de
pequeños animales y pájaros.
Las ejecuciones que he visto, y las que yo mismo he llevado a cabo tan
a menudo, no son más que un oficio, una carnicería de seres humanos que
en general son menos inocentes y menos valiosos que el ganado. Cuando
pienso en mi propia muerte o en la muerte de alguien que ha sido bueno
conmigo, o aun en la muerte del sol, la imagen que acude a mi mente es la
del nenúfar, con sus lustrosas hojas pálidas y sus flores azules. Bajo la flor y
las hojas hay raíces negras delgadas que se hunden profundamente en las
aguas oscuras, y que son tan delgadas y fuertes como cabellos.
Cuando éramos jóvenes nada pensábamos de esas plantas.
Chapoteábamos y flotábamos entre ellas, las hacíamos a un lado sin tenerlas
en cuenta. El perfume de los nenúfares contrarrestaba hasta cierto punto el
hedor pestilente del agua. El día que salvé a Vodalus, me zambullí bajo un
denso grupo de plantas como había hecho miles de veces.
Ya no subí. De algún modo, había penetrado en una región donde las
raíces parecían mucho más gruesas que las que yo conocía. Estaba atrapado
por un centenar de redes a la vez. Tenía los ojos abiertos, pero no podía ver
nada, sólo la telaraña negra de las raíces. Me eché a nadar, y sentí que
aunque mis brazos y piernas se movían entre millones de finos zarcillos, mi
cuerpo no avanzaba. Los agarré a puñados y los desgarré, pero seguía tan
inmovilizado como antes. Parecía que los pulmones se me subían a la
garganta sofocándome, como si fueran a estallar. El deseo de tomar aliento,
de absorber el oscuro fluido frío que me rodeaba, era abrumador.
Ya no sabía en qué dirección se encontraba la superficie y no tenía
tampoco conciencia del agua como agua. No sentía ningún miedo, aunque
sabía que estaba muriéndome, o quizá ya estuviera muerto. Un tintineo
fuerte y muy desagradable me sonó en los oídos, y empecé a tener visiones.
El maestro Malrubius, que había muerto varios años atrás, nos
despertaba tamborileando sobre el tabique con una cuchara: ése era el
sonido metálico que yo había oído. Yacía en mi camastro incapaz de
levantarme, aunque Drotte y Roche y los muchachos más jóvenes estaban
todos de pie, bostezando y buscando sus ropas. La capa del maestro
Malrubius cayó hacia atrás; pude verle la piel caída del pecho y el vientre
donde el tiempo había destruido músculos y grasa. Tenía un triángulo de
vello en el vientre, gris como el moho. Traté de llamarlo, de decirle que yo
estaba despierto, pero no podía hablar. El maestro echó a andar a lo largo
del tabique, golpeando siempre con la cuchara. Al cabo de un tiempo que
pareció muy largo, llegó a la portilla, se detuvo y se asomó. Yo sabía que
me estaba buscando en el Patio Viejo de abajo.
Pero yo no podía ver muy lejos. Me encontraba en una de las celdas,
bajo el cuarto de exámenes. Estaba allí tendido mirando el techo gris. Una
mujer gritó, pero no pude verla, y yo oía menos sus sollozos que el repetido
tintineo de la cuchara. La oscuridad se cerró sobre mí, pero en esa oscuridad
asomó el rostro de la mujer, tan enorme como la cara verde de la luna. No
era ella la que lloraba; yo aún podía oír los sollozos, pero esta cara me
pareció impasible, plena, en verdad de esa especie de belleza que apenas
admite expresión. Tendió las manos hacia mí, e inmediatamente me
convertí en un pichón que yo había sacado de su nido el año anterior,
esperando poder domesticarlo y enseñarle a que se posara en mi dedo. Las
manos de la mujer, tan largas como los ataúdes en los que a veces
descansaba en mi mausoleo secreto, me atraparon, me llevaron hacia arriba
y me lanzaron luego hacia abajo, lejos de la cara de ella, y del sonido de
sollozos, abajo, a la negrura, hasta que di contra lo que tomé por el fondo de
lodo e irrumpí a través de él en un mundo de luz bordeado de negro.
Aún no podía respirar. Ya no lo necesitaba, y el pecho no se me movía.
Me deslizaba a través del agua, aunque no sabía cómo. (Luego supe que
Drotte me había arrastrado tirándome del pelo). En seguida estuve tendido
sobre las frías piedras lodosas junto con Roche, luego Drotte, luego Roche
otra vez, que me echaba aliento en la boca. Yo me encontraba envuelto en
ojos, como en los repetitivos dibujos de un caleidoscopio, y creí que algún
defecto de mi propia visión multiplicaba los ojos de Eata.
Por último me aparté de Roche y vomité grandes cantidades de agua
negra. Después me sentí mejor. Pude sentarme y respirar otra vez de manera
algo torpe, y aunque no tenía fuerzas y las manos me temblaban, era capaz
de mover los brazos. Los ojos a mi alrededor pertenecían a gente real, los
ciudadanos de los edificios de apartamentos de la ribera. Una mujer trajo un
cuenco con algo caliente que beber; no supe si era sopa o té, sólo que era un
líquido caliente, algo salado, y que olía a humo. Fingí beber y descubrí más
tarde que tenía unas leves quemaduras en los labios y la lengua.
—¿Estabas intentándolo? —preguntó Drotte—. ¿Cómo has subido?
Yo sacudí la cabeza.
Alguien de entre la muchedumbre dijo: —Salió disparado del agua.
Roche me ayudó a mantener firmes las manos.
—Creímos que saldrías por otro sitio. Que nos estabas haciendo una
broma.
Yo dije: —Vi a Malrubius.
Un viejo, un botero, a juzgar por sus ropas sucias de alquitrán, apretó el
hombro de Roche.
—¿Ése quién es?
—Fue maestro de aprendices. Ha muerto.
—¿No era una mujer? —El viejo estaba aferrado a Roche, pero me
miraba a mí.
—No, no —le dijo Roche—. No hay mujeres en el gremio.
A pesar de la bebida caliente y del calor del día, yo tenía frío. Uno de
los muchachos con los que a veces peleábamos trajo una manta polvorienta
y me envolví en ella; pero pasó tanto tiempo antes de que yo fuera capaz de
enderezarme y andar, que cuando llegamos al portal de la necrópolis, la
estatua de la Noche sobre el mesón de la orilla opuesta era un minúsculo
rasguño negro en el campo llameante del sol, y el portal mismo estaba
cerrado.
III

La cara del Autarca

Era la media mañana del día siguiente cuando se me ocurrió mirar la


moneda que Vodalus me había dado. Después de servir a los oficiales en el
refectorio, desayunamos como siempre, nos encontramos con el maestro
Palaemon en el aula, y luego de una breve conferencia preparatoria, lo
seguimos a los niveles inferiores para ver el trabajo de la noche anterior.
Pero quizás antes de seguir escribiendo, tendría que explicar algo más
sobre la naturaleza de nuestra Torre Matachina. Está situada detrás de la
Ciudadela, sobre el lado occidental. En la planta baja se encuentran los
estudios de nuestros maestros, donde se celebran las consultas con los
oficiales de justicia y los presidentes de los demás gremios.
Nuestro cuarto común está en la segunda planta, por delante de la
cocina. Arriba está el refectorio, que nos sirve como sala de asamblea
además de ser el sitio donde se come.
Más arriba se encuentran las cámaras privadas de los maestros, en días
mejores mucho más numerosos. Encima están las cámaras de los oficiales y
sobre éstas el dormitorio y el aula de los aprendices, y una serie de áticos y
cubículos abandonados. Cerca de lo más alto se encuentra la sala del cañón,
cuyas piezas nosotros los del gremio tenemos a nuestro cargo, para el caso
de que la Ciudadela fuera atacada.
El verdadero trabajo de nuestro gremio se lleva a cabo debajo de todo
esto. En el subsuelo se encuentra el cuarto de exámenes, y más abajo aún, y
por tanto fuera de la torre propiamente dicha (porque el cuarto de exámenes
fue la primera cámara de la estructura original), se extiende el laberinto de
la mazmorra. Hay tres niveles, a los que se tiene acceso por una escalinata
central. Las celdas son sencillas, secas y limpias, con una mesa pequeña,
una silla y una cama estrecha en el centro.
Las luces de la mazmorra son de esa antigua especie que, según se dice,
arden para siempre, aunque ahora algunas se han extinguido. En la
oscuridad de esos corredores, mis sentimientos no eran lóbregos esa
mañana, sino alegres; aquí trabajaría cuando fuera oficial, aquí practicaría
el arte antiguo y alcanzaría el rango máximo, aquí pondría los cimientos de
la restauración de la antigua gloria de nuestro gremio. El aire mismo del
lugar parecía envolverme como una manta que antes hubiera sido calentada
sobre un fuego de olor limpio.
Nos detuvimos ante la puerta de una celda, y el oficial de turno metió la
llave, que rechinó en la cerradura. Dentro la cliente levantó la cabeza
abriendo los ojos oscuros. El maestro Palaemon llevaba la capa guarnecida
con piel de marta y la máscara de terciopelo; supongo que éstas, o el
sobresaliente dispositivo óptico que le permitía ver, tienen que haberla
asustado. No habló, y por supuesto, tampoco ninguno de nosotros le habló a
ella.
—Aquí —empezó el maestro Palaemon en el más seco de sus tonos—
tenemos algo que se sale de la rutina del castigo judicial y que constituye
una adecuada ilustración del método moderno. La cliente fue sometida a
interrogatorio anoche; quizás alguno de vosotros la haya oído. Se le
administraron veinte mínimas de tintura antes del tormento y diez después.
La dosis sólo fue parcialmente efectiva; no logró del todo impedir el shock
y la pérdida de conciencia, de modo que se puso fin a los procedimientos
después de desollarle la pierna derecha, como veréis. —Hizo una señal a
Drotte, que empezó a quitarle el vendaje.
—¿Media bota? —preguntó Roche.
—No, bota completa. Fue sirvienta de tareas domésticas y el maestro
Gurloes dice haber comprobado que esa especie tiene piel resistente. Al
menos en este caso estaba en lo cierto. Se le hizo bajo la rodilla una simple
incisión circular, y el borde se sujetó con ocho abrazaderas. El escrupuloso
trabajo llevado a cabo por el maestro Gurloes, Odo, Mennas y Eigil
permitió quitar todo, desde las rodillas hasta los dedos de los pies, sin más
intervención del cuchillo.
Nos agrupamos en torno a Drotte; los muchachos más jóvenes
empujaban fingiendo saber qué puntos era preciso mirar. Las arterias y las
venas principales estaban todas intactas, pero había una lenta y generalizada
fluencia de sangre. Ayudé a Drotte a renovar el vendaje.
Cuando estábamos a punto de marcharnos, la mujer dijo: —No lo sé.
Sólo que, oh, ¿no podéis entender que os lo diría si lo supiera? Ella se ha
ido con Vodalus del Bosque no sé a dónde. —Afuera, fingiendo ignorancia,
le pregunté al maestro Palaemon quién era Vodalus del Bosque.
—¿Cuántas veces he explicado que vosotros no oís nada de lo que diga
un cliente?
—Muchas, maestro.
—Pero sin el menor efecto. Pronto será el día del enmascaramiento y
Drotte y Roche serán oficiales y tú capitán de aprendices. ¿Es éste el
ejemplo que darás a los muchachos?
—No, maestro.
A espaldas del viejo, Drotte me echó una mirada que significaba que él
sabía mucho sobre Vodalus y que me lo diría en el momento oportuno.
—En un tiempo se ensordecía a los oficiales de nuestro gremio.
¿Querrías que esos días volvieran? Quita las manos de los bolsillos cuando
te hablo, Severian.
Me las había metido allí porque sabía que eso lo distraería y le quitaría
el enfado, pero cuando las saqué, advertí que había estado palpando la
moneda que Vodalus me diera la noche anterior. En el recordado terror de la
refriega, la había olvidado; ahora agonizaba de deseos de verla… y no me
era posible con los brillantes lentes del maestro Palaemon clavados en mí.
—Cuando un cliente habla, Severian, tú no oyes nada. Nada en
absoluto. Piensa en los ratones cuyos chillidos no significan nada para los
hombres.
Entorné los ojos para indicar que estaba pensando en los ratones.
Durante el largo y fatigoso camino escaleras arriba que llevaba a nuestra
aula, me moría por mirar el delgado disco de metal que apretaba en la
mano; pero sabía que si lo hacía, el muchacho que venía detrás de mí (uno
de los aprendices más jóvenes, Eusignius) llegaría a verlo. En el aula, donde
el maestro Palaemon hablaba monótonamente sobre un cadáver de diez
días, la moneda era como un carbón encendido y no me atrevía a mirarla.
Era ya la tarde cuando pude quedarme solo, escondiéndome en las
ruinas del muro entre los musgos brillantes; luego vacilé, con el puño
expuesto a un rayo de sol, porque temía que al ver el disco la desilusión
sería tan grande que no podría soportarla.
No porque me importara su valor. Aunque ya era un hombre, había
tenido tan poco dinero que cualquier moneda me habría parecido una
fortuna. Era como si la moneda (tan misteriosa ahora, pero sin
probabilidades de seguir siéndolo) fuese mi único vínculo con la noche
anterior, mi única conexión con Vodalus y la hermosa mujer de la capucha y
el hombre corpulento que me había golpeado con la pala, mi único botín
obtenido en la lucha ante la tumba abierta. La vida en el gremio era la única
que había conocido y parecía tan monocorde como mi camisa andrajosa en
comparación con el centelleo de la espada del exultante y el sonido del
disparo que resonara entre las piedras. Todo podría desaparecer cuando
abriera la mano.
Al final miré después de apurar hasta las heces la copa del miedo
placentero. La moneda era un chrisos de oro, y cerró la mano una vez más,
temiendo haberla confundido con una oricreta de latón, y esperé hasta que
recuperé mi coraje.
Era la primera vez que tocaba una pieza de oro. Había visto oricretas en
cierta abundancia; y aun había tenido algunas. Una o dos veces había
atisbado algún asimi de plata. Pero de los chrisos sabía tan poco como de la
existencia de un mundo fuera de nuestra ciudad de Nessus, y de los
continentes separados del nuestro al norte, al este y al oeste.
Este chrisos tenía lo que al principio me pareció la cara de una mujer,
una mujer coronada, ni joven ni vieja, pero silenciosa y perfecta en el metal
cetrino. Por fin di vuelta a mi tesoro y entonces quedé en verdad sin aliento;
acuñado en el reverso había una nave voladora como la que había visto en
el escudo de armas sobre la puerta de mi mausoleo secreto. Eso parecía
estar más allá de cualquier explicación… tanto que por el momento ni me
preocupé siquiera en especular sobre el asunto, tan seguro estaba de que
cualquier conjetura resultaría infructuosa. En cambio, metí de nuevo la
moneda en el bolsillo y en una especie de trance volví a unirme con mis
compañeros de aprendizaje.
Llevar la moneda conmigo estaba fuera de cuestión. No bien se me
presentó la oportunidad, me deslicé solo dentro de la necrópolis y busqué
mi mausoleo. El tiempo había cambiado ese día; me abrí camino entre
matorrales empapados y anduve con dificultad sobre hierbas largas y
avejentadas que habían empezado a aplastarse esperando el invierno.
Cuando llegué a mi refugio no era ya la caverna del verano, fresca y
acogedora, sino una trampa helada donde yo sentía la proximidad de
enemigos demasiado indefinidos para darles nombre, opositores de Vodalus
que ya sabrían ahora que yo era un juramentado partidario; no bien entrase,
se apresurarían a cerrar la puerta negra sobre bisagras recientemente
aceitadas. Sabía que era un disparate, por supuesto.
Sin embargo, sabía también que había en eso cierta verdad, que era una
proximidad en el tiempo lo que yo sentía. En unos pocos meses o en unos
pocos años podría llegar al punto en que esos enemigos me estaban
esperando; cuando había alzado el hacha, había escogido luchar, algo que
los torturadores no hacen normalmente.
Había una piedra suelta en el suelo, casi al pie de mi bronce funerario.
La levanté y puse el chrisos debajo; luego musité un sortilegio que había
aprendido de Roche muchos años atrás, unos pocos versos con el poder de
mantener seguras las cosas escondidas:
Donde te pongo, allí te quedas;
que nunca un extraño espíe,
para cualquiera, un vidrio,
no para mí.

Aquí te quedas, nunca te vayas,


si una mano llega, la engañas,
que nada sepan ojos extraños
de ti y de mí.

Para que el hechizo fuera verdaderamente eficaz, uno tenía que andar
alrededor del sitio llevando una vela que hubiera ardido en un velatorio,
pero me descubrí riéndome de la idea —que recordaba la mascarada
nocturna de Drotte al sacar a simples de las tumbas— y decidí confiar en
los versos solamente, aunque estaba algo asombrado al comprobar que era
ahora bastante mayor como para no avergonzarme.
Los días transcurrieron y el recuerdo de mi visita al mausoleo fue lo
suficientemente vivido como para que yo no deseara repetirla y verificar
que mi tesoro estaba seguro, aunque a veces lo deseaba. Luego llegaron las
primeras nevadas, convirtiendo las ruinas de la muralla en una resbaladiza
barrera casi insuperable, y la necrópolis familiar en un extraño descampado
con montecillos engañosos, en los que los monumentos eran de pronto
demasiado grandes bajo la capa de la nieve reciente, y los árboles y los
arbustos habían quedado reducidos a la mitad por la misma cobertura.
Es propio de la naturaleza del aprendizaje en nuestro gremio que sea
fácil al principio, pero las tareas que le corresponden van haciéndose más y
más pesadas a medida que se acerca uno a la virilidad. Los niños pequeños
no trabajan. A la edad de seis años, cuando el trabajo empieza, consiste en
un principio en correr escaleras arriba y escaleras abajo en la Torre
Matachina transportando mensajes, y el pequeño y orgulloso aprendiz
apenas siente la tarea. A medida que el tiempo pasa, empero, el trabajo se
vuelve más y más oneroso. Los deberes lo llevan a otros lugares de la
Ciudadela: a los soldados en la barbacana, donde se entera de que los
aprendices militares tienen tambores y trompetas y oficleidos y botas, y a
veces corazas doradas; a la Torre del Oso, donde ve muchachos no mayores
que él, que aprenden a manejar animales de pelea de todas clases, mastines
de cabeza tan grande como la de un león, diatrymae más altos que un
hombre, con picos envainados en acero; y a un centenar de otros lugares
semejantes donde descubre por primera vez que el gremio es odiado y
despreciado aun por aquellos (a decir verdad, sobre todo por aquellos) que
recurren a sus servicios. Pronto hay que fregar y hacer trabajos en la cocina.
El hermano cocinero hace las tareas que podrían resultar placenteras o
interesantes, y el aprendiz tiene que cortar las verduras, servir a los oficiales
y llevar una infinita sucesión de bandejas escaleras abajo a las mazmorras.
Yo no lo sabía por entonces, pero pronto esta mi vida de aprendizaje,
que en mis recuerdos había venido haciéndose más y más dura, invertiría su
curso y se haría menos penosa y más placentera. El año antes de convertirse
en oficial, el aprendiz del último curso casi no tiene otra cosa que hacer que
vigilar a los menores. Come mejor, y aun viste mejor. Los oficiales más
jóvenes empiezan a tratarlo casi como a un igual, y tiene, sobre todo, la
consagradora carga de la responsabilidad, y el placer de impartir e imponer
órdenes.
Cuando llega la promoción, es un adulto. No desempeña otra tarea que
aquella para la que ha sido entrenado; es libre de abandonar la Ciudadela
después de cumplidos los deberes, y para esa recreación, se le suministran
fondos con cierta liberalidad. Si finalmente llega al magisterio (un honor
que requiere el voto afirmativo de todos los maestros vivos), podrá escoger
y elegir las tareas que puedan interesarle o divertirle, y dirigir los asuntos
del gremio.
Pero ha de entenderse que el año del que vengo escribiendo, el año en
que salvé la vida de Vodalus, no era consciente de nada de eso. El invierno
(se me dijo) había puesto fin a la temporada de campaña en el norte, y por
tanto había devuelto al Autarca y a sus principales oficiales y asesores a los
asientos de justicia.
—Y así —me explicó Roche—, tenemos todos estos nuevos clientes. Y
más por llegar… docenas, tal vez centenares. Quizá tengamos que reabrir el
cuarto nivel. —Agitó una mano pecosa para demostrar que él, cuando
menos, estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario.
—¿Está aquí? —pregunté—. ¿El Autarca? ¿Aquí en la Ciudadela? ¿En
el Torreón Grande?
—Claro que no. Si alguna vez viniera, uno lo sabría ¿no? Habría
desfiles e inspecciones y toda clase de procedimientos. Hay una suite para
él allí, pero no se la ha abierto en cien años. Estará en el palacio escondido,
la Casa Absoluta, en algún sitio al norte de la ciudad.
—¿No sabes dónde?
Roche se defendió.
—No se puede decir dónde está porque no hay nada allí excepto la Casa
Absoluta. Está donde está. En el norte, a la otra orilla.
—¿Más allá del muro? Mi ignorancia lo hizo sonreír.
—Mucho más allá. A semanas, si fueras andando. Naturalmente, el
Autarca podría estar aquí en seguida en una nave volante si así lo quisiera.
La Torre de la Bandera… allí aterrizaría la nave volante.
Pero nuestros nuevos clientes no llegaron en naves volantes. Los menos
importantes vinieron en caravanas de diez a veinte hombres y mujeres,
encadenados unos a otros por el cuello, y guardados por dimarchi, tropas
resistentes vestidas con armaduras que parecían haber sido hechas para ser
utilizadas, y que habían sido utilizadas. Cada cliente llevaba un cilindro de
cobre, que se suponía contenía sus papeles, y por tanto su destino.
Todos habían roto los sellos y leído esos papeles, por supuesto; y
algunos los habían destruido o los habían cambiado por otros. Los que
llegaban sin papeles serían retenidos hasta que se recibiera alguna nueva
acerca de su destino… y esperarían probablemente hasta el fin de sus días.
Los que habían cambiado los papeles por los de algún otro, habían
cambiado asimismo sus destinos; serían retenidos o liberados, torturados o
ejecutados, en lugar del otro.
Los más importantes llegaron en carruajes blindados. El propósito de
los laterales de acero y las ventanillas enrejadas de estos vehículos no era
tanto prevenir la huida como impedir el rescate, y no bien el primero de
ellos dobló estrepitosamente por el extremo oriental de la Torre de las
Brujas y entró en el Patio Viejo, en el gremio entero cundió el rumor de
osadas incursiones ideadas o intentadas por Vodalus. Porque todos mis
compañeros de aprendizaje y la mayor parte de los oficiales creían que
muchos de estos clientes eran partidarios, confederados y aliados de
Vodalus. Yo no los habría liberado por esa razón; habría sido una vergüenza
para el gremio, y a pesar del apego que yo sentía por Vodalus y por su
gente, no estaba dispuesto a nacerlo, y de cualquier modo hubiera sido
imposible. Pero tenía la esperanza de procurar a los que consideraba mis
camaradas en armas, las pequeñas comodidades que estaban a mi alcance:
comida adicional robada de las bandejas destinadas a clientes menos
meritorios, y a veces un pedazo de carne sacada de contrabando de la
cocina.
Un día muy ventoso, tuve la oportunidad de enterarme de quiénes eran.
Estaba fregando el suelo del estudio del maestro Gurloes, cuando lo
llamaron por algún recado y se fue dejando la mesa atestada de
documentos. Me apresuré no bien la puerta se cerró tras él y pude examinar
la mayor parte de esos documentos antes de oír sus pesados pasos de nuevo
en la escalera. Ni uno —ni uno— de los prisioneros cuyos papeles había
leído era un partidario de Vodalus. Había mercaderes que habían intentado
obtener ricos beneficios con los suministros que necesitaba el ejército,
criados de campamento que habían espiado para los ascios, y unos pocos y
sórdidos criminales civiles. Nada más.
Cuando llevé el cubo para vaciarlo en la tina de piedra del Patio Viejo,
vi uno de los carruajes blindados; el tiro de largas crines piafaba y coceaba,
y los guardianes con cascos guarnecidos de piel aceptaban con aire humilde
nuestros vasos humeantes de vino especiado. Atrapé en el aire el nombre de
Vodalus; pero en ese momento pareció que sólo yo lo oía, y de pronto sentí
que Vodalus había sido sólo un ediolon de la niebla creado por mi
imaginación, y sólo el hombre que yo había matado con su propia hacha era
real. Los documentos que había examinado hacía un momento parecían
volar contra mi cara como un puñado de hojas.
Fue en este momento de confusión cuando me di cuenta por primera vez
de que estoy un poco loco. Podría sostenerse que fue el momento más
inquietante de mi vida. Había mentido con frecuencia al maestro Gurloes, al
maestro Palaemon, al maestro Malrubius cuando todavía vivía, a Drotte
porque era capitán, a Roche porque era mayor y más fuerte que yo, y a Eata
y los otros aprendices menores porque deseaba que me respetaran.
Ahora ya no estaba seguro de que mi propia mente no estuviera
mintiéndome, y yo, que lo recordaba todo, no podía saber si esos recuerdos
no eran más que mis propios sueños. Recordaba la cara de Vodalus
iluminada por la luna; pero yo había querido verla. Recuerdo la voz de él
cuando me habló, pero yo había querido oírla, y también la voz de la mujer.
Una noche glacial, volví al mausoleo y miré el chrisos otra vez. La
gastada, serena y andrógina cara del reverso no era la de Vodalus.
IV

Triskele

Había estado metiendo un palo en un desaguadero helado como castigo por


una infracción menor, cuando lo encontré en el sitio en que los guardianes
de la Torre del Oso arrojan sus desechos, los cuerpos de los animales
desgarrados, muertos en las prácticas.
Nuestro gremio entierra a sus propios muertos junto al muro y a
nuestros clientes en los extremos más bajos de la necrópolis, pero los
guardianes de la Torre del Oso dejan que a sus muertos se los lleven otros.
Él era el más pequeño de esos muertos.
Hay encuentros que no traen ningún cambio. Urth vuelve la cara
gastada hacia el sol, que lanza sus rayos sobre las nieves; éstas chispean y
relucen hasta que cada pequeña punta de hielo de los flancos hinchados de
las torres, parece la Garra del Conciliador, la más preciosa de las gemas.
Entonces cada cual, excepto los más sabios, cree que la nieve tiene que
derretirse y dar paso a un verano prolongado más allá del verano.
Nada de eso ocurre. El paraíso dura una guardia o dos, luego unas
sombras azules como leche aguada se alargan sobre la nieve, que se
estremece y danza bajo el soplo del viento del este. Llega la noche y todo es
como era.
El hallazgo de Triskele fue algo parecido. Sentí que podría haberlo
cambiado todo, pero el episodio duró sólo unos pocos meses, y cuando
acabó al fin y él desapareció, fue sólo otro invierno que quedaba atrás, y la
Fiesta de la Sagrada Katharine volvió otra vez, y nada había cambiado.
Querría poder contarte qué lamentable parecía cuando lo toqué, y qué
animado estaba.
Yacía de lado cubierto de sangre. Estaba tan duro como alquitrán, y
todavía de un rojo brillante pues el frío lo había protegido. Me acerqué y le
puse la mano sobre la cabeza… no sé por qué. Parecía tan muerto como el
resto, pero abrió un ojo entonces y lo volvió hacia mí, y parecía estar seguro
de que lo peor ya había pasado; he hecho mi parte, parecía decir, y lo
soporté, y he hecho todo cuanto he podido; ahora te toca a ti cumplir con tu
deber.
Si hubiera sido verano, creo que lo habría dejado morir. Pero el caso era
que desde hacía un tiempo no había visto un animal viviente, ni siquiera a
un tilacodonte de los que comen basura. Volví a acariciarlo, y él me lamió la
mano, y después de eso ya no pude apartarme.
Lo levanté (sorprendido al comprobar su peso) y miré a mi alrededor
tratando de decidir qué hacer con él. En nuestro dormitorio lo descubrirían
antes que la vela hubiera ardido el grueso de un dedo, lo sabía. La
Ciudadela es inmensa e inmensamente complicada, con cuartos poco
visitados y pasajes en sus torres, en los edificios que se han construido entre
éstas, y en las galerías cavadas debajo. Sin embargo, no se me ocurría un
sitio al que yo pudiera llegar sin ser visto media docena de veces, y al final
llevé a la pobre bestezuela a la sede de nuestro propio gremio.
Tenía ante todo que hacerlo pasar junto al oficial que montaba guardia
en lo alto de la escalera. Lo primero que se me ocurrió fue meterlo en el
cesto en el que bajábamos la ropa de cama de los clientes. Era el día en que
se lavaba la ropa, y habría sido fácil hacer un viaje más de lo necesario; la
posibilidad de que el oficial-guardián advirtiera algo extraño parecía
remota, pero habría tenido que esperar más de una guardia para que la ropa
lavada se secara, y exponerme a las preguntas del hermano a cargo del
tercer nivel, que me vería descender al cuarto, desierta.
En cambio puse el perro en el cuarto de exámenes —estaba demasiado
débil para moverse— y ofrecí tomar el lugar del guardián en lo alto de la
rampa. Estuvo encantado de tener la oportunidad de semejante alivio y me
cedió su espada carnificial de hoja ancha (que en teoría yo no debía tocar) y
su capa fulígena (que tenía prohibido llevar, aunque yo ya era más alto que
la mayoría de los oficiales), de modo que a la distancia no se advertiría
sustitución alguna. Me puse la capa y tan pronto como se hubo ido, dejé la
espada en un rincón y busqué a mi perro. Todas las capas de nuestro gremio
son amplias y ésta más que la mayoría, puesto que el hermano al que
reemplacé era muy alto.
Además, el tinte fulígeno, que es más oscuro que el negro, borra
admirablemente de la vista todos los pliegues, arrugas y frunces, mostrando
sólo una oscuridad sin rasgos distintivos. Con la capucha estirada debo de
haber parecido a los oficiales que estaban sentados a las mesas (si miraron
hacia la escalera y llegaron a verme) un hermano algo más corpulento que
la mayoría, que descendía a los niveles inferiores. Aun el hombre de
guardia en el tercero, donde los clientes que han perdido toda razón aúllan y
sacuden las cadenas, pudo no haber visto nada insólito en que otro oficial
descendiera al cuarto cuando se rumoreaba que sería rehabilitado; o en que
un aprendiz que bajara corriendo poco después que el oficial, subiera otra
vez: sin duda habría olvidado algo allí y el aprendiz habría sido enviado a
buscarlo.
No era un lugar agradable. Casi la mitad de las luces ardían aún, pero se
había filtrado barro en los corredores hasta alcanzar el espesor de una mano.
Una mesa de despacho estaba donde la habían dejado, quizá doscientos
años atrás; la madera se había podrido y el mueble entero cayó cuando lo
toqué.
Sin embargo, el agua nunca se había elevado mucho aquí, y el extremo
más alejado del corredor todavía estaba libre de barro. Puse a mi perro
sobre la mesa de un cliente y lo limpié tan bien como pude con esponjas
que trajera del cuarto de exámenes.
Bajo la sangre coagulada tenía el pelo corto, duro y leonado. Le habían
recortado tanto la cola, que lo que restaba era más ancho que largo. De las
orejas sólo le quedaban unas puntas rígidas más cortas que la primera
falange de mi pulgar. En la última pelea le habían abierto el pecho. Podía
verle los anchos músculos como adormecidos constrictores de color rojo
pálido. Le faltaba la pata delantera derecha; la mitad superior era una masa
pulposa. Se la corté después de haberle suturado el pecho lo mejor que
pude, y empezó a sangrar otra vez. Encontré la arteria y se la ligué, luego
plegué la piel por debajo (como el maestro Palaemon nos había enseñado)
para obtener un buen muñón.
Triskele me lamía la mano de vez en cuando mientras yo trabajaba, y
cuando hube dado la última puntada, empezó a lamerse el muñón
lentamente, como si fuera un oso y pudiera lamerse una pierna nueva hasta
que tuviera forma. Las mandíbulas eran tan grandes como las de un
arctótero y los caninos tan largos como mi dedo índice, pero las encías eran
blancas: no había más fuerza en esas mandíbulas que en las manos de un
esqueleto. Los ojos eran amarillos y mostraban una cierta limpia locura.
Esa noche cambié de faena con el muchacho que debía llevar la comida
a los clientes.
Siempre había bandejas sobrantes porque algunos clientes no comían, y
ahora le estaba llevando dos a Triskele, preguntándome si todavía estaría
vivo.
Lo estaba. De algún modo había bajado del lecho y se había arrastrado
hasta el borde del barro, donde había un poco de agua. Allí fue donde lo
encontré. Había sopa, pan negro y dos jarras de agua. Se bebió un plato de
sopa, pero cuando traté de darle el pan, descubrí que no podía masticarlo lo
suficiente como para tragarlo, entonces empapé el pan en el otro plato de
sopa y se lo di; luego llené una y otra vez el plato hasta que las dos jarras
quedaron vacías.
Cuando me acosté en mi camastro casi en lo más alto de nuestra torre,
me pareció que podía oír su respiración trabajosa. Varias veces me
incorporé escuchando; cada vez el sonido de desvanecía, sólo para volver
cuando había permanecido tendido durante un rato. Quizá no fueran más
que los latidos de mi corazón. Si lo hubiera encontrado un año, dos años
antes, habría sido una divinidad para mí. Se lo habría contado a Drotte y a
los demás, y habría sido una divinidad para todos. Ahora sabía que era un
pobre animal, y sin embargo no podía dejarlo morir porque si lo hubiera
hecho, habría quebrantado la fe en algo que había en mí mismo. Era un
hombre (si realmente lo era) desde hacía tan poco tiempo; no me era posible
soportar el pensamiento de haberme convertido en un hombre tan diferente
del niño que había sido. Podía recordar cada momento de mi pasado, cada
vago pensamiento y visión, cada sueño. ¿Cómo podía destruir ese pasado?
Alcé las manos y traté de mirármelas; sabía que ahora las venas se
destacaban en el dorso, y cuando eso sucede, uno es un hombre.
En un sueño andaba por el cuarto nivel otra vez y encontraba a un
amigo enorme de mandíbulas goteantes. Me hablaba.
A la mañana siguiente serví otra vez a los clientes y robé comida para
llevársela al perro, aunque esperaba que estuviera muerto. No lo estaba.
Levantó el hocico y pareció sonreír con una boca tan ancha que era como si
la cabeza fuera a partírsele en dos mitades, aunque no intentó incorporarse.
Le di de comer y cuando estaba por irme, me impresionó la miseria en que
estaba. Dependía de mí. ¡De mí! Había sido valorado. Los entrenadores lo
habían preparado como son preparados los corredores para una carrera;
había caminado orgulloso, el enorme pecho, tan ancho como el de un
hombre, asentado sobre dos patas como pilares. Ahora vivía como un
fantasma. La sangre le había borrado hasta el nombre.
Cuando disponía de tiempo, visitaba la Torre del Oso e intentaba hacer
tantas amistades como pudiera entre los que manejan a las bestias. Tienen
su propio gremio, y aunque menor que el nuestro, es de tradiciones muy
extrañas. Hasta cierto punto eso me asombró. Descubrí que eran muy
parecidas a las nuestras. Aunque por supuesto, no penetré en el arcano de
esas tradiciones. En la elevación de los maestros, el candidato se mantiene
de pie bajo un enrejado de metal por donde se pasea un toro sangrante; en
cierto momento cada hermano toma en matrimonio una leona o una osa,
después de lo cual evitan el trato con hembras humanas.
Todo lo cual sólo para decir que hay entre ellos y los animales que
llevan a la fosa un vínculo que es muy parecido al que hay entre nuestros
clientes y nosotros. En mis viajes me he alejado cada vez más de nuestra
torre, pero siempre he comprobado que el modelo de nuestro gremio se
repite inconscientemente (como las repeticiones de los espejos del padre
Inire en la Casa Absoluta) en las sociedades de cada oficio, de modo que
todos ellos son torturadores. La presa es para el cazador, lo que nuestros
clientes son para nosotros; los que compran para comerciante; los enemigos
de la Mancomunidad para soldado; los gobernados para los gobernantes; los
hombres para las mujeres. Todos aman lo que destruyen.
Una semana después de que lo hubiera llevado abajo, sólo encontré en
el barro las huellas renqueantes de Triskele. Se había marchado, pero fui
tras él seguro de que alguno de los oficiales me lo habría mencionado si
hubiera subido por la rampa. Pronto las huellas me condujeron a una puerta
estrecha que se abría a una confusión de corredores sin luz de cuya
existencia no tenía el menor conocimiento. En la oscuridad no podía ya
rastrearlo, pero a pesar de eso seguí de prisa adelante, pensando que quizá
me olfateara en el aire estancado y acudiera a mí. Pronto me perdí y
continué avanzando sólo porque no sabía cómo volver.
No tengo modo de saber la antigüedad de esos túneles. Sospecho,
aunque no sepa decir por qué, que son anteriores a la Ciudadela que se
levanta sobre ellos, por antigua que ésta sea. Nos ha llegado desde el fin
mismo de la edad en que la urgencia de volar en busca de nuevos soles más
allá del nuestro, seguía con vida, aunque los medios para llevar a cabo ese
vuelo declinaban como fuegos moribundos. De esa época remota apenas se
conserva un nombre, pero la recordamos todavía. Antes de ella seguramente
hubo otra, una época de excavaciones, de la creación de galerías oscuras,
que ahora está completamente olvidada.
Sea como fuere, estaba asustado. Me eché a correr —chocando a
menudo contra las paredes— hasta que por fin vi una mancha de pálida luz
diurna y trepé por un boquete que apenas era lo bastante ancho como para
mi cabeza y mis hombros.
Me encontré subiendo por el pedestal cubierto de hielo de uno de esos
antiguos cuadrantes facetados, cuyas múltiples caras indican cada una hora
diferente. Sin duda la escarcha de esas edades posteriores había penetrado
en el túnel de abajo levantando los cimientos, y el pedestal había caído de
lado en un ángulo tal que podría haberse tratado de uno de sus propios
gnomons que señalara el paso del breve día de invierno sobre la nieve sin
manchas.
En el verano, el espacio de alrededor había sido un jardín, pero no como
el de nuestra necrópolis, con árboles medio silvestres y ondulados prados
cubiertos de hierba. Las rosas habían crecido aquí en kráteras cimentadas
sobre un pavimento de mosaico. Había estatuas de bestias que daban la
espalda a las cuatro paredes del patio, con los ojos vueltos hacia el
inclinado cuadrante: enormes barilambdas; arctóteros, los monarcas de los
osos; gliptodontes; esmilodontes con colmillos como cuchillas. Todos
estaban ahora cubiertos de nieve. Busqué las huellas de Triskele, pero no
había estado aquí.
Las paredes del patio tenían altas ventanas estrechas. No veía luz en
ellas, ni movimiento alguno. Las torres lanceoladas de la Ciudadela se
alzaban a cada lado, de modo que supe que no había traspuesto los muros…
Por el contrario, me pareció que me encontraba en algún lugar cercano al
corazón mismo de la Ciudadela donde yo nunca había estado antes.
Temblando de frío me acerqué a la puerta más próxima y llamé.
Tenía la sensación de que podría errar para siempre en los túneles de
abajo sin encontrar otro camino hacia la superficie, y si era preciso estaba
resuelto a romper una de las ventanas antes de volver allí. Adentro no había
sonido alguno, a pesar de que golpeé con mi puño la puerta una y otra vez.
En realidad no hay modo de describir la sensación de estar siendo
vigilado. He oído que la llaman un escozor en la nuca, e inclusive una
impresión de ojos que flotan en la oscuridad, pero, al menos para mí, no es
ninguna de las dos cosas. Es algo emparentado con una perturbación
inmotivada, junto con la sensación de que uno no debe mirar hacia atrás,
porque sería cosa de tontos responder a los estímulos de una intuición sin
fundamento. Finalmente, por supuesto, uno mira. Me volví con la vaga
impresión de que alguien me había seguido por el boquete al pie del
cuadrante.
Vi en cambio a una mujer joven envuelta en pieles de pie ante una
puerta al otro lado del patio. La saludé con la mano y empecé a andar hacia
ella (de prisa, porque tenía mucho frío). Entonces ella avanzó hacia mí y
nos encontramos en el extremo más alejado del cuadrante. Me preguntó
quién era y qué estaba haciendo allí, y yo se lo expliqué lo mejor que pude.
El rostro enmarcado por el cuello de pieles, estaba exquisitamente
modelado, y el cuello mismo, el abrigo y las botas guarnecidas de piel
tenían un aspecto suave y exquisito, de modo que al hablarle me sentí
miserablemente consciente de mi camisa y mis pantalones remendados y
mis zapatos embarrados.
Me dijo que se llamaba Valeria.
—No tenemos a tu perro. Puedes buscarlo si no me crees.
—Nunca creí que lo tuvieran aquí. Sólo quiero ir al lugar que me
corresponde, a la Torre Matachina sin tener que volver a bajar.
—Eres muy valiente. He visto ese boquete desde que era una niña, pero
nunca me atreví a entrar en él.
—A mí me gustaría entrar —dije—. Quiero decir, ahí dentro.
Ella abrió la puerta por donde había venido y me condujo hasta una sala
tapizada, donde unas rígidas y antiguas sillas parecían tan fijas en su lugar
como las estatuas en el patio congelado. Un fuego pequeño ardía en una
chimenea junto a una pared. Nos acercamos y ella se quitó el abrigo
mientras yo tendía mis manos al calor.
—¿No hacía frío en los túneles? —preguntó.
—No tanto como afuera. Además, yo estaba corriendo y no había viento
allí.
—Entiendo. Qué raro que ascendieran al Atrio del Tiempo. —Parecía
más joven que yo, pero había una cualidad de antigüedad en su vestido
ornado de metal y en la sombra de sus cabellos negros que la hacía parecer
mayor que el maestro Palaemon, una habitante de ayeres olvidados.
—¿Así lo llamáis? ¿El Atrio del Tiempo? Por los cuadrantes, supongo.
—No, los cuadrantes fueron puestos allí porque es así como lo
llamamos. ¿Te gustan las lenguas muertas? Tienen máximas. Lux dei vitae
viam monsirat, eso significa: El rayo del Sol Nuevo ilumina el camino de la
vida. Fehcibus brems, misens hora longa. Los hombres esperan largo
tiempo la felicidad. Aspice ut aspiciar.
Tuve que decirle con cierta vergüenza que no sabía otra lengua que la
que hablaba, y no demasiado bien.
Antes de partir, conversamos lo que dura la guardia de un centinela o
aún más. La familia de Valeria ocupaba estas torres. Al principio habían
esperado partir con el autarca de entonces, después habían esperado porque
no había para ellos otra cosa que esperar.
Habían dado muchos castellanos a la Ciudadela, pero el último había
muerto generaciones atrás; eran pobres ahora, y las torres estaban en ruinas.
Valeria nunca había dejado las plantas inferiores.
—La construcción de algunas torres era más sólida que la de otras —
dije—. El Torreón de las Brujas está deteriorado también por dentro.
—¿Existe realmente un lugar semejante? Mi nodriza me hablaba de él
cuando yo era pequeña, para asustarme, pero yo creía que sólo se trataba de
un cuento. También se decía que había una Torre del Tormento, donde todos
los que entraban morían en medio de la más terrible agonía.
Le dije que, por lo menos eso, era una fábula.
—Los grandes días de estas torres son más fabulosos para mí —replicó
—. Ninguno de los de mi sangre alza ahora una espada contra los enemigos
de la Cosa Pública o sirve de rehén en la Fuente de las Orquídeas.
—Tal vez convoque pronto a alguna de tus hermanas —dije, porque por
alguna razón no quería pensar que la llamaran a ella.
—Yo soy todas las hermanas de mi estirpe —respondió—. Y todos los
hijos.
Un viejo sirviente nos trajo té y galletas duras. No verdadero té, sino el
mate del norte, que algunas veces damos a nuestros clientes por ser tan
barato.
Valeria sonrió.
—Ya ves, has encontrado aquí cierta comodidad. Te preocupa tu pobre
perro porque es tullido. Pero quizá también él haya encontrado hospitalidad.
Tú lo amas, de modo que también otro puede amarlo. Tú lo amas, de modo
que puedes amar a otro. Estuve de acuerdo, pero interiormente pensé que
jamás tendría otro perro, lo que resultó cierto.
No volví a ver a Triskele casi por una semana. Entonces un día en que
yo llevaba una carta a la barbicana, vino hacia mí saltando. Había aprendido
a correr con una única pata delantera como un acróbata que se sostiene en
equilibrio sobre un balón dorado.
Mientras duró la nieve, lo veía una o dos veces al mes. Nunca supe a
quién había encontrado, quién le daba de comer y lo cuidaba, pero me gusta
pensar que fue alguien que se lo llevó consigo en primavera, tal vez al
norte, a las ciudades de tiendas y las campañas entre los montes.
V

El restaurador de cuadros y otros

La Fiesta de la Sagrada Katharine es el día más grande para nuestro gremio,


el festival en que se nos recuerda nuestra heredad, el momento en que los
oficiales se convierten en maestros (si alguna vez lo logran) y en que los
aprendices se convierten en oficiales.
Dejaré la descripción de las ceremonias de ese día hasta que tenga
ocasión de contar mi propia elevación; pero el año en que transcurre mi
relato, el año de la pelea junto a la tumba, Drotte y Roche fueron elevados,
dejándome a mí capitanear a los aprendices.
Hasta que el ritual estuvo casi terminado no me fue impuesto el peso
total de ese oficio.
Estaba sentado en la capilla en ruinas gozando del espectáculo y sólo
consciente (de la misma forma placentera en que preveía la fiesta) de que
estaría por encima de los demás cuando todo hubiera terminado.
Poco a poco, sin embargo, un sentimiento de inquietud se fue
apoderando de mí. Me sentí desdichado antes de darme cuenta de que ya no
era feliz, y abrumado por la responsabilidad cuando aún no entendía del
todo que la tenía. Recordaba lo mucho que le había costado a Drotte
mantenernos en orden. Ahora yo tendría que hacerlo sin contar con su
fuerza, y sin nadie que fuera para mí lo que Roche había sido para él: un
teniente de su misma edad. Cuando el cántico final se silenció y el maestro
Gurloes y el maestro Palaemon, llevando máscaras ornamentadas de oro,
atravesaron la puerta con paso lento y el viejo oficial hubo alzado a Drotte y
Roche, los nuevos oficiales, sobre los hombros (buscando ya en los
bolsillos de sus cinturones los fuegos de artificio que harían estallar fuera)
ya me había puesto rígido y aun había llegado a imaginar un plan
rudimentario.
Nosotros los aprendices debíamos servir en la fiesta y, antes de hacerlo,
debíamos quitarnos las ropas relativamente nuevas y limpias que nos habían
dado para la ceremonia. Después de que el último cohete hubo estallado, y
los marineros, en su gesto anual de amistad, hubieron desgarrado el cielo
con el cañón ceremonial en el Torreón Grande, ordené a mis subordinados
—que ya empezaban a mirarme con resentimiento o así me lo pareció—
que volvieran a nuestro dormitorio, cerré la puerta y puse un camastro
contra ella.
Eata era el mayor exceptuándome a mí, y por fortuna yo había sido lo
bastante amistoso en el pasado como para que no sospechara nada hasta que
fue demasiado tarde para que opusiera resistencia. Lo cogí por la garganta y
le golpeé la cabeza varias veces contra el tabique; luego le pateé los pies
hasta que por fin cayó.
—Pues bien —le dije—, ¿serás mi segundo? Responde.
No podía hablar, pero asintió con la cabeza.
—Bien. Yo me las veré con Timón. Tú ocúpate del que le sigue en
tamaño.
En el tiempo que lleva respirar cien veces (y, por cierto, con mucha
rapidez), los muchachos habían sido sometidos a fuerza de patadas.
Transcurrieron tres semanas antes de que alguno se atreviera a
desobedecerme, y no hubo rebeliones en masa, sólo algún capricho
individual.
Como capitán de aprendices, tenía nuevas funciones, y también más
libertad de la que había gozado nunca. Yo era el que vigilaba que los
oficiales de turno recibieran la comida caliente, y el que supervisaba a los
muchachos que se afanaban bajo las pilas de fuentes destinadas a nuestros
clientes. En la cocina dirigía las tareas de los que tenía a mi cargo, y en el
aula les daba instrucción acerca de sus estudios; con mayor frecuencia que
antes, se me encomendaba llevar mensajes a lugares lejanos de la Ciudadela
y aun, en reducida proporción, la conducción de los asuntos del gremio. Me
familiaricé con todos los caminos y con muchos rincones poco
frecuentados: graneros con altos arcones y gatos demoníacos; terraplenes
barridos por el viento que dominaban gangrenosos barrios miserables; y la
pinacoteca, con su gran corredor cubierto por un techo abovedado de
ladrillos horadado por ventanas, con el suelo de lajas salpicado de
alfombras, y limitado por paredes en las que se abría un sinnúmero de arcos
oscuros en una hilera de cámaras cubiertas —como lo estaba el mismo
corredor— de innumerables cuadros.
Muchos eran tan viejos y estaban tan oscurecidos por el humo que yo no
podía distinguir las figuras, y había otros cuyo significado no podía
adivinar: un bailarín cuyas alas parecían sanguijuelas; una mujer de aspecto
taciturno sentada bajo una cámara mortuoria, con una daga de doble hoja en
la mano. Un día, después de haber caminado por lo menos una legua entre
estas pinturas enigmáticas, me encontré con un viejo subido a una alta
escalera. Quería preguntarle por el camino, pero parecía tan absorto en su
trabajo, que dudé en distraerlo.
El cuadro que estaba limpiando, mostraba una figura con armadura de
pie en un paisaje desolado. No tenía armas, pero sostenía un cayado al que
estaba sujeto un extraño estandarte rígido. El visor del yelmo de la figura
era de oro, y no tenía ninguna abertura para la visión o la ventilación; en su
superficie pulida sólo se veía reflejado el desierto mortal.
Este guerrero de un mundo muerto me impresionó profundamente,
aunque no sabría decir por qué, ni qué especie de emoción era la que sentía.
De algún modo oscuro, deseaba bajar el cuadro y llevármelo… no a nuestra
necrópolis, sino a uno de esos bosques de montaña de los que nuestra
necrópolis era (ya entonces podía darme cuenta) una imagen idealizada,
aunque viciada. Debería encontrarse entre árboles, el borde del marco
descansando sobre hierba joven.
—… y así —dijo una voz detrás de mí— huyeron todos. Vodalus logró
lo que había venido a hacer, ya ves.
—¡Usted! —exclamó el otro de repente—. ¿Qué está naciendo aquí?
Me volví y vi a dos armígeros vestidos con sus brillantes ropas, tan
parecidas a las de los exultantes.
—Tengo un mensaje para el archivista —dije, y tendí el sobre.
—Muy bien —dijo el armígero que me había hablado—. ¿Conoce el
sitio donde se encuentran los archivos?
—Estaba por preguntárselo, sieur.
—Entonces no es usted el mensajero adecuado para llevar la carta, ¿no
es así? Entréguemela, se la daré a un paje.
—No puedo, sieur. Mi misión consiste en entregarla.
El otro armígero dijo: —No es necesario que seas tan duro con este
joven, Racho.
—No sabes lo que es, ¿no es cierto?
—¿Lo sabes tú?
El que se llamaba Racho asintió con la cabeza.
—¿De qué parte de la Ciudadela es usted, mensajero?
—De la Torre Matachina. El maestro Gurloes me envía al archivista.
La cara del otro armígero se puso tensa.
—Usted es un torturador, entonces.
—Sólo un aprendiz, sieur.
—No me asombra entonces que mi amigo no quiera verlo siquiera. Siga
la galería hasta la tercera puerta, doble y siga adelante unos cien pasos, suba
la escalera hasta el segundo rellano y tome por el corredor del sur hasta las
puertas dobles que hay en el extremo.
—Gracias —dije, y di un paso en la dirección que me había indicado.
—Aguarde. Si va ahora, tendremos que soportar verlo.
—Me daría igual tenerlo delante o detrás de mí —agregó Racho.
Esperé sin embargo, con una mano apoyada en el pie de la escalera, a
que los dos doblaran por una esquina.
Como uno de esos amigos semiespirituales que en sueños nos hablan
desde las nubes, el viejo dijo: —De modo que es usted un torturador, ¿no es
así? Sabe, yo jamás he estado en ese sitio.
Tenía una mirada débil, y me recordaba la de las tortugas que a veces
asustábamos en las orillas de Gyoll; la punta de la nariz le tocaba
prácticamente la barbilla.
—En efecto, no lo he visto nunca allí —dije con cortesía.
—Nada que temer ahora. ¿Qué podrían hacer con un hombre como yo?
¡El corazón se me detendría así! —Dejó caer la esponja en el cubo e intentó
castañetear los dedos mojados, sin obtener sonido alguno—. Aunque sé
dónde se encuentra. Detrás del Torreón de las Brujas. ¿No es eso correcto?
—Sí —dije, un tanto sorprendido de que las brujas fueran mejor
conocidas que nosotros.
—Pensé que así era. Aunque nunca nadie habla de eso. Usted está
enfadado por lo de esos dos armígeros y no lo culpo. Pero tendría que
conocer el caso de estas gentes. Se supone que se parecen a los exultantes,
pero no es así. Tienen miedo de morir, tienen miedo de lastimar, y tienen
miedo de que eso se note. Es duro para ellos.
—Deberían ser eliminados —dije—. Vodalus los mandaría a excavar en
las minas. No son más que vestigios de alguna edad pasada… ¿Qué ayuda
pueden procurar al mundo?
El viejo levantó la cabeza. —¡Vaya! Para empezar, ¿qué ayuda han
procurado? ¿Lo sabe usted?
Cuando admití que no lo sabía, bajó por la escalera como un mono
envejecido, todo brazos y piernas y un cuello arrugado; tenía las manos
largas como mis pies, y unas venas azules le surcaban los dedos nudosos.
—Soy Rudesind, el conservador del museo. Supongo que conoce al
viejo Ultan. No, desde luego que no. Si lo conociera, sabría el camino a la
biblioteca.
—Nunca antes había estado en esta parte de la Ciudadela —dije.
—¿Que nunca ha estado aquí? ¡Pero si es la parte mejor! Arte, música y
libros.
Tenemos un Fechin aquí en el que aparecen tres muchachas vistiendo a
otra con flores tan reales que uno espera que salgan abejas de ellas.
También un Quartillosa. Ya no es popular Quartillosa, si no, no lo
tendríamos aquí. Pero en su tiempo fue mejor dibujante que los
manchadores y embadurnadores que tanto gustan hoy. Recibimos lo que la
Casa Absoluta no quiere ¿sabe? Eso significa que recibimos los viejos, que
generalmente son los mejores. Llegan aquí sucios por haber estado tanto
tiempo colgados, y yo los limpio. A veces vuelvo a limpiarlos después de
tenerlos colgados aquí algún tiempo. Aquí tenemos un Fechin. ¡Es cierto! O
éste, por ejemplo. ¿Le gusta?
Pareció menos peligroso decir que sí.
—En este caso, por tercera vez. Cuando yo era un recién llegado, fui
aprendiz del viejo Branwallader y él me enseñó cómo limpiar. Éste fue el
que usó, porque dijo que no valía nada. Empezó por aquí, por este rincón.
Cuando hubo completado un espacio como el que puede cubrir una mano,
me lo entregó y yo hice el resto. Mi esposa todavía vivía cuando volví a
limpiarlo.
Eso fue al poco tiempo de que naciera nuestra segunda hija. No estaba
todavía tan oscuro, pero había cosas en mi mente y quería tener algo que
hacer. Hoy se me ocurrió limpiarlo otra vez. Y lo necesita… ¿ve qué bonito
queda brillante? Allí sale otra vez el Urth azul por sobre el hombro, fresco
como los peces del Autarca.
Todo este tiempo Vodalus resonaba en mi mente como un eco. Tenía la
certeza de que el viejo había bajado de la escalera sólo porque yo lo había
mencionado, y quería interrogarlo acerca de él. Pero por más que lo
intentaba, no sabía cómo llevar la conversación hasta este punto. Después
de haber guardado silencio un instante más, y temiendo que él volviera a
subir a la escalera para seguir con la limpieza del cuadro, se me ocurrió
decir:
—¿Ésa es la luna? Me habían dicho que es más fértil.
—Sí, ahora lo es. Pero esto fue hecho antes de que la irrigaran. ¿Ve ese
gris parduzco? Ahora es verde. No parecía tan grande… porque no estaba
tan cerca, eso es lo que el viejo Branwallader solía decir. Ahora hay
suficientes árboles como para esconder a Nilammon, como dice el refrán.
Aproveché la oportunidad: —O a Vodalus.
Rudesind rió tembloroso.
—O a él, en efecto. Los suyos deben estar frotándose las manos
mientras lo esperan. ¿Tienen planeada alguna cosa en especial?
Si el gremio tenía tormentos particulares reservados para individuos
específicos, yo nada sabía de ellos; pero intenté parecer informado, así que
dije: —Pensaremos en algo.
—Supongo que lo harán. Sin embargo, hace un tiempo pensaba que
estaban de su lado. Pero si se esconde en los Bosques de Lune tendrán que
esperar. —Rudesind miró el cuadro con obvia complacencia antes de
volverse hacia mí—. Me olvidaba. Usted debe visitar a nuestro maestro
Ultan. Vuelva al arco por donde vino…
—Conozco el camino —dije—. El armígero me lo indicó.
El viejo conservador desechó esas instrucciones con un bufido de
aliento ácido.
—Esas indicaciones sólo lo conducirían a la Sala de Lectura. Desde allí
le llevaría lo que dura una guardia llegar hasta Ultan, y esto si alguna vez lo
logra. No, vuelva a ese arco. Atraviéselo, diríjase hasta el extremo de la
gran sala que hay allí y baje las escaleras. Llegará a una puerta cerrada…
golpee hasta que alguien lo haga pasar. Ése es el fondo de las estanterías, y
allí es donde tiene Ultan su estudio.
Como Rudesind estaba mirando, hice lo que me decía, aunque no me
gustaba lo de la puerta cerrada, y las escaleras que bajaban sugerían que tal
vez me encontrara cerca de aquellos antiguos túneles por donde me había
extraviado buscando a Triskele.
Me sentía mucho menos confiado que en los lugares conocidos de la
Ciudadela.
Tiempo después supe que el tamaño de la Ciudadela inspira una mezcla
de respeto y temor a los forasteros que la visitan; pero es sólo una mota de
polvo en la ciudad que se extiende alrededor, y nosotros, los que vivimos
dentro de la muralla gris y hemos aprendido los nombres y las relaciones de
todas las señales necesarias para orientarnos, nos sentimos perturbados
cuando nos encontramos lejos de los pasajes familiares.
Así me sentía yo mientras atravesaba el arco que el viejo me había
indicado. Como el resto de la sala abovedada, era de sombríos ladrillos
rojizos, pero estaba sostenido por dos pilares con capiteles que tenían
labrados rostros de durmientes; los labios silenciosos y los ojos cerrados y
pálidos me parecieron más terribles que las máscaras agonizantes pintadas
en el metal de nuestra propia torre.
Cada cuadro del otro cuarto contenía un libro. A veces eran muchos o
evidentes, otros era necesario examinarlos un buen rato antes de descubrir
el ángulo de una encuadernación asomando por el bolsillo de las faldas de
una mujer, o advertir que algún carrete extrañamente trabajado, devanaba
palabras como una hebra.
La escalera era de peldaños estrechos y empinados, y carecía de
barandilla; se retorcía al descender, de modo que yo no había bajado más de
treinta escalones cuando la luz del cuarto de arriba quedó casi interrumpida.
Por fin tuve que tender las manos hacia delante por miedo a romperme la
cabeza contra la puerta.
Mis dedos no la encontraban. En cambio los peldaños terminaron (casi
caí al intentar bajar uno que no existía) y tuve que andar a tientas en total
oscuridad por un suelo irregular.
—¿Quién está allí? —preguntó una voz. Resonaba de un modo extraño,
como el tañido de una campana en el interior de una caverna.
VI

El maestro de los conservadores

—¿Quién está allí? —repitió el eco en la oscuridad. Con tanta osadía como
pude respondí:
—Alguien con un mensaje.
—Déjame escucharlo, entonces.
Mis ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad, y pude distinguir una
figura oscura y muy alta moviéndose entre negros jirones de formas aún
más altas.
—Es una carta, sieur —respondí—. ¿Es usted el maestro Ultan, el
conservador?
—El mismo. —Estaba erguido ante mí ahora. Lo que en un principio
me pareció un vestido blancuzco, era en realidad una barba que le llegaba
casi hasta la cintura. Yo ya era tan alto como muchos de los hombres a
quienes se les da ese nombre, pero él era una cabeza y media más alto que
yo, un verdadero exultante.
—Aquí tiene usted su carta, sieur —dije, y se la extendí.
Él no la tomó.
—¿De quién eres aprendiz? —Otra vez me pareció oír bronce, y de
pronto sentí que él y yo estábamos muertos, y que la oscuridad que nos
rodeaba era la tierra de la tumba que nos presionaba los ojos, tierra de la
tumba a través de la cual la campana llamaba a la veneración en cualquiera
de las capillas que hay bajo el suelo. La mujer lívida que yo había visto
sacar fuera de la tumba se me apareció tan vivida, que creí ver su rostro en
la blancura casi luminosa de la figura que hablaba—. ¿De quién eres
aprendiz? —volvió a preguntar.
—De nadie. Es decir, soy aprendiz de nuestro gremio. El maestro
Gurloes me ha enviado, sieur. El maestro Palaemon es en general el que
instruye a los aprendices.
—Pero no gramática. —Muy lentamente la mano de aquel hombre tan
alto buscó a tientas la carta.
—Oh, sí, gramática también. —Me sentía como un niño al hablar con
este hombre que ya era viejo cuando yo nací—. El maestro Palaemon dice
que debemos saber leer, escribir y calcular, porque cuando a nuestra vez
seamos maestros tendremos que enviar cartas y recibir las instrucciones de
las cortes, y mantener los registros y las crónicas.
—Como ésta —canturreó la oscura figura que tenía delante de mí—.
Cartas como ésta.
—Sí, sieur. Exactamente.
—¿Y qué dice esta carta?
—No lo sé. Está sellada, sieur.
—Si la abro —oí que la frágil cera se rompía bajo la presión de sus
dedos—, ¿me la leerás?
—Aquí está muy oscuro, sieur —dije dubitativo.
—Entonces tendremos que llamar a Cyby. Discúlpame. —En la
oscuridad apenas pude ver cómo se volvía y levantaba las manos juntas
como una trompeta—. ¡Cyby! ¡Cyby! —El nombre resonó a través de los
oscuros corredores. Sentí a mi alrededor como si una lengua de hierro
golpeara contra el bronce resonante a un lado y luego al otro.
Desde lejos llegó un grito de respuesta. Aguardamos en silencio durante
un momento.
Por fin vi una luz que avanzaba por un estrecho callejón bordeado (así
lo parecía) por paredes escarpadas de piedra irregular. Se acercó: un
candelabro de cinco brazos llevado por un hombre de unos cuarenta años,
corpulento y muy erguido, de cara chata y pálida.
El hombre de barba a mi lado dijo: —Por fin estás aquí, Cyby. ¿Has
traído una luz?
—Sí, maestro. ¿Quién es éste?
—Un mensajero con una carta. —Luego, en un tono más ceremonioso,
el maestro Ultan se dirigió a mí—: Éste es mi aprendiz, Cyby. También
nosotros los conservadores tenemos un gremio, del que los libreros son una
división. Yo soy el único maestro librero aquí, y es costumbre nuestra
asignar nuestros aprendices a nuestros miembros mayores. Cyby me
pertenece desde hace ya algunos años.
Le dije a Cyby que me honraba haberlo conocido y le pregunté, con
algo de timidez, cuál era el día festivo de los conservadores; una pregunta
que debió de ser sugerida por la idea de que tenían que haber transcurrido
muchos de esos días sin que Cyby hubiera sido elevado a oficial.
—Ya ha pasado —dijo el maestro Ultan. Al hablar me miró, y a la luz
del candelabro pude ver que sus ojos eran del color de la leche aguada—. A
principios de la primavera. Es un hermoso día. Casi todos los años las hojas
de los árboles ya han brotado para entonces.
No había árboles en el Patio Grande, pero asentí con la cabeza; luego,
recordando que no podía verme, le dije: —Sí, es hermoso, y sopla una brisa
suave.
—Precisamente. Tú eres un hombre joven conforme a mi corazón. —
Me puso la mano sobre el hombro; no pude evitar darme cuenta que tenía
los dedos oscurecidos de polvo—. Cyby también es un hombre joven
conforme a mi corazón. Cuando yo me haya ido de aquí él será el librero en
jefe. Sabes, nosotros los conservadores celebramos una procesión por la
calle de lubar. Él camina a mi lado entonces, los dos con una toga gris.
¿Cuál es el color de tu gremio?
—Fulígino —le dije—. El color que es más oscuro que el negro.
—Hay árboles… sicómoros y robles, arces y hayas que, según se dice,
son los más antiguos de Urth. Los árboles despliegan su sombra a ambos
lados de la calle de lubar, y hay más en las explanadas del centro. Los
tenderos salen a la puerta para ver a los extraños conservadores, sabes, y
por supuesto, los vendedores de libros y los anticuarios nos aclaman.
Supongo que a nuestro modesto modo, somos uno de los espectáculos de
primavera en Nessus.
—Debe de ser muy impresionante —dije.
—Lo es, lo es. La catedral es magnífica también, una vez que llegamos
a ella. Hay hileras de cirios, como si el sol brillara sobre el mar de la noche.
Y candelas de vidrio azul que simbolizan la Garra. Envueltos en luz
celebramos nuestras ceremonias ante el altar elevado. Dime, ¿tu gremio
visita la catedral?
Expliqué que nosotros utilizábamos la capilla de la Ciudadela, y dije
que me sorprendía de veras que los bibliotecarios y otros conservadores
abandonaran sus muros.
—Tenemos derecho a hacerlo ¿sabes? La misma biblioteca lo hace ¿no
es cierto, Cyby?
—Verdaderamente lo hace, maestro. —Cyby tenía una alta frente
cuadrada que su pelo ya algo cano comenzaba a abandonar. Eso hacía que
su cara pareciera pequeña y algo infantil; entendí por qué Ultan, que con
toda seguridad se la había acariciado más de una vez, del mismo modo que
el maestro Palaemon a veces acariciaba la mía, lo creía todavía casi un
muchacho.
—Estáis entonces en estrecho contacto con vuestros miembros
opositores de la ciudad —dije.
El viejo se acarició la barba.
—En el más estrecho, ya que nosotros mismos somos ellos. Esta
biblioteca es la biblioteca de la ciudad, y la biblioteca de la Casa Absoluta
también. Y muchas otras.
—¿Quiere usted decir que se le permite a la chusma de la ciudad entrar
en la Ciudadela para utilizar vuestra biblioteca?
—No —dijo Ultan—. Quiero decir que la biblioteca misma se extiende
más allá de los muros de la Ciudadela. Tampoco creo que sea la única
institución que lo hace. Tanto es así, que el contenido de nuestra fortaleza es
mayor que el continente.
Me tomó por el hombro mientras hablaba y empezamos a andar por uno
de los estrechos y largos pasillos, entre las inmensas estanterías de libros.
Cyby nos seguía sosteniendo el candelabro… supongo que para su
beneficio más que para el mío, pero podía ser lo suficiente como para no
chocar contra los estantes de roble oscuro junto a los que pasábamos.
—Los ojos no te fallan —dijo el maestro Ulman al cabo de un tiempo
—. ¿Ves los límites de este pasillo?
—No, sieur —dije, y de hecho así era. Hasta donde llegaba la luz del
candelabro, sólo había hilera sobre hilera de libros que iban desde el suelo
al techo. Algunas de las estanterías estaban desordenadas, otras en orden;
una o dos veces vi señales de que las ratas habían anidado entre los libros
acomodándolos para construirse abrigadas viviendas de dos y tres niveles y
esparciendo excrementos sobre las cubiertas para formar los toscos
caracteres de su idioma.
Pero siempre había libros y más libros: filas de lomos de cabritilla, piel
de Marruecos, tela, papel y muchos otros materiales que no fui capaz de
identificar. Algunos de esos lomos eran de un dorado resplandeciente, otros
lucían letras impresas en negro; por último había unos pocos con rótulos de
papel tan viejos y amarillentos que parecían hojas muertas.
—El rastro de la tinta no tiene fin —me dijo el maestro Ultan—. O al
menos eso es lo que dijo un hombre sabio. Vivió mucho tiempo atrás…
¿Qué diría si pudiera vernos ahora? Otro dijo: «El hombre es capaz de
renunciar a su vida por aumentar una colección de libros», pero a mí me
gustaría ver al hombre que fuera capaz de superar lo que tenemos aquí, no
importa sobre qué tema.
—Estaba mirando las encuadernaciones —contesté sintiéndome
bastante tonto.
—Qué suerte tienes. No obstante, estoy contento. Ya no puedo verlos,
pero recuerdo el placer con que antes lo hice. Eso fue justo después de
convertirme en maestro bibliotecario. Supongo que tendría unos cincuenta
años. ¿Sabes?, había sido aprendiz durante muchos, muchos años.
—¿Fue así, sieur?
—Realmente, lo fue. Mi maestro era Gerbold, y por décadas pareció
que no iba a morir nunca. Los años pasaban, y en todo ese tiempo yo no
hacía más que leer… supongo que muy pocos habrán leído tanto. Empecé,
como lo hacen la mayoría de los jóvenes, leyendo los libros que disfrutaba.
Pero con el tiempo descubrí que eso disminuía mi placer, hasta que dediqué
la mayor parte de mis horas a la búsqueda de libros semejantes. Luego me
tracé un plan de estudios, investigué las ciencias oscuras, una tras otra,
desde el alba del conocimiento hasta el presente. Finalmente agoté eso
también, y comenzando por la gran biblioteca de ébano que se encuentra en
el centro de la sala que nosotros los bibliotecarios hemos custodiado
durante trescientos años, aguardando la vuelta del Autarca Sulpicius (y en
la cual, por lo tanto, nadie entra), continué leyendo hacia la periferia a lo
largo de quince años, a menudo hasta dos libros en un día.
A nuestras espaldas, Cyby musitó: —Maravilloso, sieur. —Sospeché
que habría oído la historia muchas veces.
—Entonces, sucedió lo inesperado, el maestro Gerbold murió. Treinta
años antes, yo hubiera sido la persona ideal para el puesto, por predilección,
educación, experiencia, juventud, conexiones familiares y ambición. Pero
en el momento en que ocupé el puesto, nadie podría haber sido menos
adecuado que yo. Había esperado tanto, que esperar era todo lo que sabía, y
mi mente estaba sofocada bajo el peso de hechos inútiles. Sin embargo, me
obligué a mí mismo a ocupar el cargo, y consumí un número de horas que
para ti sería inconcebible intentando recordar los planes y las máximas que
había imaginado muchos años atrás para mi eventual sucesión.
Hizo una pausa y supe que estaba ahondando otra vez en una mente más
profunda y oscura que su gran biblioteca.
—Pero el viejo hábito de la lectura no me abandonaba —continuó—.
Perdí con los libros muchos días, y aun semanas, que debí haber ocupado en
la conducción del establecimiento del que yo era responsable. Luego, de
manera tan súbita como la campanada de un reloj, me ganó una nueva
pasión que desalojó la vieja. Seguramente ya habrás adivinado de qué se
trata.
Le dije que no era así.
—Estaba leyendo, o así lo creía, sentado en ese mirador de la planta
cuadragésimo primera que mira a… Me he olvidado. Cyby, ¿a qué mira?
—Al Jardín de los Tapiceros, sieur.
—Sí, ahora lo recuerdo… ese pequeño cuadrado verde y pardo. Creo
que allí secan romero para rellenar almohadones. Estaba sentado allí, como
dije, desde hacía varias guardias, cuando advertí que ya no estaba leyendo.
Por algún tiempo me fue difícil decir qué había estado haciendo. Cuando lo
intenté, sólo recordé ciertos olores, texturas y colores que no parecían estar
para nada conectados con lo que se exponía en el libro que tenía ante mí.
Por fin comprendí que, en lugar de leerlo, lo había estado observando como
un objeto físico. El rojo que recordaba provenía de la cinta cosida a la
cabezada y que servía de señalador. La textura que aún me cosquilleaba en
los dedos era la del papel en que estaba impreso el libro. El olor que
impregnaba mi nariz era del viejo cuero que todavía conservaba el aroma
del aceite de abedul. Fue sólo entonces, cuando vi los libros en sí mismos,
que empecé a comprender lo que significaba que estuvieran a mi cuidado.
»Aquí hay libros —continuó, apretándome aún más el hombro—,
encuadernados con el pellejo de equidnas, krakens y bestias extinguidas
desde hace tanto tiempo que, de acuerdo con la opinión de la mayoría de los
estudiosos, no hay más huellas de ellas que las fosilizadas. Tenemos libros
encuadernados en aleaciones de metales desconocidos, y libros cuyas
portadas tienen gemas engarzadas. Tenemos libros en cajas de madera
perfumada, enviados a través de los inconcebibles abismos del Universo…
libros doblemente preciosos porque nadie en Urth puede leerlos.
»Tenemos libros cuyo papel está hecho con fibras de plantas de las que
fluyen extraños alcaloides, de modo que el lector, al recorrer sus páginas,
cae sin darse cuenta en extravagantes fantasías y sueños quiméricos. Libros
cuyas páginas no son de papel, sino de delicadas láminas de jade blanco,
marfil y madreperla; libros cuyas hojas son las hojas disecadas de plantas
desconocidas. Y también tenemos algunos que no parecen libros en
absoluto, y que son rollos y tablillas y registros de cien sustancias
diferentes. Hay un cubo de cristal aquí, aunque ya no sé decirte dónde, no
más grande que la yema de tu pulgar, y que contiene más libros que toda la
biblioteca. Aunque una ramera podría colgárselo de la oreja como adorno,
no hay bastantes libros en el mundo como para contrabalancear el otro.
Todos estos llegué a conocer, y dediqué mi vida a salvaguardarlos.
»Durante siete años me ocupé de eso; y luego, justo cuando los
problemas urgentes y superficiales de la preservación se habían
solucionado, y estábamos a punto de comenzar la primera inspección
general de la biblioteca desde que ésta se fundara, los ojos empezaron a
licuárseme en las órbitas. Quien me había dado todos los libros en custodia,
me cegó para que yo supiera por quién están custodiados los custodios.
—Si no puede leer la carta que le traje, sieur, con mucho gusto se la
leeré —dije.
—Tienes mucha razón —musitó el maestro Ultan—. Lo había olvidado.
La leerá Cyby… lee bien. Aquí, Cyby.
Yo sostuve el candelabro y Cyby desplegó el resquebrajado pergamino,
lo levantó como si fuera una proclama y empezó a leer; los tres éramos un
pequeño círculo a la luz del candelabro, con todos esos libros alrededor.
—«Del maestro Gurloes, de la Orden de los Buscadores de la Verdad y
la Penitencia…».
—¿Qué? —exclamó el maestro Ultan—. ¿Eres un torturador,
muchacho?
Le dije que lo era, y hubo un silencio tan largo que Cyby empezó a leer
la carta una segunda vez.
—«Del maestro Gurloes, de la Orden de los Buscadores de la
Verdad…».
—Espera —dijo Ultan. Cyby hizo nuevamente una pausa; yo permanecí
como estaba, sosteniendo el candelabro y sintiendo cómo la sangre afluía a
mis mejillas. Por fin, el maestro Ultan volvió a hablar con voz tan tranquila
como cuando me había dicho lo bien que leía Cyby—. Apenas recuerdo
cómo fue mi ingreso en el gremio. Supongo que conocerás el método por el
que reclutamos gente.
Admití no saberlo.
—Por un antiguo precepto, cada biblioteca tiene un cuarto reservado a
los niños. En él hay libros de brillantes figuras que hacen el deleite de los
niños, y unos pocos que son simples cuentos de maravillas y aventuras.
Muchos niños acuden a esos cuartos, y mientras permanecen dentro de sus
confines no se muestra ningún interés por ellos.
Vaciló, y aunque no podía adivinar ninguna expresión en su rostro, tuve
la impresión de que temía que lo que estaba por decir podría apenar a Cyby.
—De vez en cuando, sin embargo, un bibliotecario observa a un niño
solitario que sale de ese cuarto… hasta que por fin lo abandona por
completo. Un niño así termina por descubrir, en alguna estantería baja, pero
oscura, El libro de Oro. Tú no has visto nunca ese libro y nunca lo verás,
pues has dejado atrás la edad en que es posible encontrarlo.
—Debe de ser muy hermoso —dije.
—Por supuesto que lo es. A menos que mi memoria me traicione, la
cubierta es de piel de gamo negro, considerablemente gastada en el dorso.
Varias de sus rúbricas se están borrando y le faltan algunas láminas. Pero es
un libro notablemente hermoso. Me gustaría volver a encontrarlo, aunque
todos los libros están ahora cerrados para mí.
»Como dije, en el momento oportuno el niño descubre, El Libro de Oro.
Entonces vienen los bibliotecarios… como vampiros dicen algunos, pero
otros dicen como el hada madrina de un bautizo. Ellos hablan con el niño, y
éste se va con ellos. En adelante está en la biblioteca cada vez que puede, y
pronto sus padres ya no lo conocen. Supongo que lo mismo sucede con los
torturadores.
—Tomamos a los niños que nos caen en las manos —dije—, y son muy
pequeños.
—Nosotros hacemos lo mismo —murmuró el viejo Ultan—. De modo
que no tenemos derecho a condenaros. Sigue leyendo, Cyby.
—«Del maestro Gurloes de la Orden de los Buscadores de la Verdad y
la Penitencia, al archivista de la Ciudadela: Salud, hermano.
»Por voluntad de una corte, tenemos en custodia a la exultante persona
de la chatelaine Thecla; y por la misma voluntad, querríamos procurarle a la
chatelaine Thecla en su confinamiento, los consuelos que no estén más allá
de lo razonable y lo prudente. Para que pueda pasar el tiempo hasta que su
momento con nosotros haya llegado o, como ella me ha indicado que yo lo
diga, hasta que el corazón del Autarca, cuya clemencia no conoce murallas
ni mares, se dulcifique para con ella, como reza para que así suceda, pide,
como es propio de vuestro cargo, le suministréis ciertos libros, los cuales
son…».
—Puedes omitir los títulos, Cyby —dijo Ultan—. ¿Cuántos son?
—Cuatro, sieur.
—No hay dificultades entonces. Sigue.
—«Por esto, archivista, os estamos muy agradecidos». Firmado:
«Gurloes, maestro de la Honorable Orden, comúnmente llamada Gremio de
Torturadores».
—¿Conoces alguno de los títulos que figuran en la lista del maestro
Gurloes, Cyby?
—Tres, sieur.
—Muy bien. Búscalos, por favor. Dime, ¿cuál es el cuarto?
—El Libro de las Maravillas de Urth y el Cielo, sieur.
—Mejor que mejor, hay un ejemplar a no más de dos estanterías de
aquí. Cuando tengas los cuatro volúmenes, nos encontrarás junto a la puerta
por la que este joven, a quien temo que ya hemos demorado demasiado,
entró en la biblioteca.
Intenté devolver el candelabro a Cyby, pero él me indicó con una seña
que debía conservarlo y se alejó corriendo por un estrecho pasillo. Ultan
andaba a grandes zancadas en la dirección opuesta, moviéndose con tanta
seguridad como si pudiera ver.
—Lo recuerdo bien —dijo—. Está encuadernado en cordobán pardo, los
bordes son dorados y tiene grabados de Gwinoc, coloreados a mano. Está
en la tercera estantería contando desde el suelo, junto a un infolio de tela
verde… creo que es Vidas de los Diecisiete Megaterianos, de Blaithmaic.
Sobre todo para que supiera que no lo había abandonado (aunque sin
duda su agudo oído captaba mis pasos detrás de él), le pregunté: —¿Qué es,
sieur? Me refiero a ese libro de Urth y el cielo.
—¡Vaya! —dijo—. ¿No conoces ninguna pregunta mejor para hacerle a
un bibliotecario? Nuestra preocupación, muchacho, ha de ser el cuidado de
los libros, no su contenido.
Capté el humor que había en su tono.
—Creo que conoce el contenido de cada uno de los libros que hay aquí,
sieur.
—Apenas. Pero Maravillas de Urth y el Cielo era una obra corriente
hace trescientos o cuatrocientos años. Relata la mayor parte de las leyendas
familiares de los tiempos antiguos. Para mí la más interesante es la de los
Historiadores, que habla de un tiempo en que era posible rastrear cada
leyenda hasta llegar a un hecho casi olvidado. Notas la paradoja, supongo.
¿Existía la leyenda en aquel tiempo? Y si no existía ¿cómo llegó a existir?
—¿No hay grandes serpientes, sieur, o mujeres voladoras?
—¡Oh, sí! —respondió el maestro Ultan inclinándose al hablar—. Pero
no en la leyenda de los Historiadores. —Con aire de triunfo cogió un
pequeño volumen encuadernado en piel escamada—. Mira esto, muchacho,
y comprueba si he tomado el correcto.
Apoyé el candelabro en el suelo y me agaché junto a él. El libro que
tenía en las manos era tan viejo y estaba tan rígido y mohoso, que sin duda
no se abría desde hacía más de un siglo. Él título confirmaba la jactancia del
viejo. Un subtítulo anunciaba: «Una Compilación de las Fuentes Impresas
de los Secretos Universales de una Edad Tal que su Significado ha Quedado
Oscurecido por el Tiempo».
—¿Y bien? —preguntó el maestro Ultan—. ¿Estaba en lo cierto o no?
Abrí el libro al azar y leí: «… por medio de lo cual una imagen podría
grabarse con tanta habilidad, que toda ella, si se destruyera, podría recrearse
a partir de una parte pequeña, y esa parte pequeña podría ser cualquiera».
Supongo que fue la palabra grabar lo que me evocó los acontecimientos
que había presenciado la noche que recibí el chrisos.
—Maestro —respondí—. Es usted formidable.
—No, pero rara vez me equivoco.
—Usted, de entre todos los hombres, es el único capaz de perdonarme
cuando le diga que me he demorado un instante leyendo unas pocas líneas
de este libro. Maestro, seguramente sabe usted de los devoradores de
cadáveres. Oí decir que comiendo la carne de los muertos junto con cierto
fármaco, son capaces de resucitar a sus víctimas.
—Es insensato saber demasiado acerca de ese tipo de prácticas —
murmuró el archivista—, aunque cuando pienso en compartir la mente de
un historiador como Loman, o Hermas… —En sus años de ceguera, el
maestro debió de haber olvidado cómo nuestros rostros pueden reflejar
nuestros más profundos sentimientos. A la luz de las velas vi cómo su
rostro se retorcía en una agónica expresión de deseo. Por delicadeza me
volví; su voz seguía tan calma como una campana solemne—. Pero por lo
que leí una vez, estás en lo correcto, aunque no recuerdo que el libro que
sostienes trate ese tema.
—Maestro —le dije—, le doy mi palabra que jamás sospecharía de que
usted fuese capaz de semejante cosa. Pero dígame esto: suponga que dos
colaboran en el robo de una tumba; uno toma la mano derecha y el otro la
izquierda. El que come la mano derecha ¿sólo posee la mitad de la vida del
hombre y el otro el resto? Y si es así ¿qué sucede si llega un tercero y se
come un pie?
—Es una lástima que seas un torturador —dijo Ultan—. Podrías haber
sido un filósofo. No, tal como entiendo yo este asunto malsano, cada cual
posee su vida entera.
—Entonces toda la vida de un hombre está contenida en su mano
derecha y también en la izquierda. ¿Y también en cada uno de sus dedos?
—Creo que cada participante tiene que consumir más de un bocado para
que la práctica sea efectiva. Pero supongo que lo que dices es correcto, al
menos en teoría. La vida entera está contenida en cada dedo.
Volvíamos ya andando en la dirección por la que habíamos venido.
Como el pasillo era demasiado estrecho para que uno pudiera adelantar al
otro, yo llevaba el candelabro delante de él, de forma tal que un extraño, al
vernos, podría pensar que iba iluminándole el camino.
—Pero maestro —dije—, ¿cómo puede ser? Con el mismo argumento,
la vida tiene que residir en cada articulación de cada dedo, y con seguridad
eso es imposible.
—¿Qué tamaño tiene la vida de un hombre? —preguntó Ultan.
—No tengo modo de saberlo, pero ¿no es mayor que eso?
—Para ti, que la ves desde el principio, parece muy larga. Pero yo, que
la recuerdo desde su término, sé lo pequeña que ha sido. Supongo que esa
es la razón por la que las depravadas criaturas que devoran el cuerpo de los
muertos buscan más. Permíteme que te pregunte algo, ¿no has observado
que con frecuencia el hijo se parece asombrosamente a su padre?
—Lo he oído decir, sí. Y lo creo —respondí. Al hacerlo, no podía dejar
de pensar en los padres que nunca conocería.
—Entonces estarás de acuerdo en que, dado que cada hijo puede
parecerse a su padre, es posible que una cara perdure a través de muchas
generaciones. Es decir, si el hijo se parece al padre, y su hijo se parece a él,
y el hijo de ese hijo se le parece, el cuarto del linaje, el tataranieto, se
parecerá al tatarabuelo.
—Sí —dije.
—Sin embargo, la semilla de todos ellos estaba contenida en un dracma
de fluido. Si no vinieron de allí, ¿de dónde vinieron?
No pude contestar y seguí andando, desconcertado, hasta que llegamos
a la puerta por la que había entrado al nivel más bajo de la gran biblioteca.
Allí encontramos a Cyby, que cargaba los otros libros mencionados en la
carta del maestro Ultan, y muy agradecido abandoné el aire enrarecido de
las estanterías. Volví varias veces a los niveles superiores, pero nunca más
entré en ese sótano que parecía una tumba, ni tuve deseos de hacerlo.
Uno de los tres volúmenes que había traído Cyby tenía el tamaño del
tablero de una mesa pequeña, un codo de ancho y apenas una ana de altura;
por las armas impresas en la cubierta de cabritilla, supuse que sería la
historia de alguna antigua familia noble. Los otros eran mucho más
pequeños. Un libro verde, apenas mayor que mi mano y no más grueso que
mi dedo índice, parecía ser un devocionario, repleto de figuras esmaltadas
con pantócratas ascéticos e hipóstatas de halo negro y ropas cubiertas de
gemas. Me detuve un instante a mirarlos, compartiendo con una fuente seca
un pequeño jardín olvidado, lleno del sol del invierno.
Antes de haber abierto siquiera alguno de los otros volúmenes, sentí ese
apremio del tiempo que es el más seguro indicio de que hemos dejado atrás
la niñez. Me había ya demorado cuando menos dos guardias para un
mandado sencillo, y pronto la luz se desvanecería. Recogí los libros y me
apresuré, aunque no lo sabía, al encuentro de mi destino y finalmente de mí
mismo en la chatelaine Thecla.
VII

La traidora

Era ya la hora en que debía llevar la comida a los oficiales de turno en la


mazmorra.
Drotte estaba a cargo del primer nivel, y lo dejé para el final ya que
quería hablar con él antes de volver a subir. La verdad era que mi cabeza
todavía estaba llena de los pensamientos engendrados por la visita al
archivista y quería hablarle a Drotte de ellos.
No se lo veía por ninguna parte. Puse la bandeja y los cuatro libros
sobre su mesa y lo llamé con un grito. Un momento más tarde oí su
respuesta: venía de una celda que estaba no muy lejos. Corrí hacia allí y
miré por la ventana enrejada de la puerta, a la altura de los ojos; la cliente,
una mujer de aspecto macilento y de mediana edad, yacía en un camastro.
Drotte estaba inclinado sobre ella, y había sangre en el suelo.
Estaba demasiado ocupado como para volver la cabeza.
—¿Eres tú, Severian?
—Sí. Te he traído la cena y los libros para la chatelaine Thecla. ¿Puedo
ayudar en algo?
—Se pondrá bien. Se arrancó los vendajes para morir desangrada, pero
llegué a tiempo. Deja la bandeja sobre mi mesa ¿quieres? Y podrías
terminar de servir la comida en mi lugar, si te sobra un momento.
Titubeé. A los aprendices no se les permite tener trato con los
encomendados al cuidado del gremio.
—Ve. Todo lo que tienes que hacer es empujar las bandejas a través de
las rendijas.
—Traje los libros.
—Empújalos también por la rendija.
Por un instante más observé cómo se inclinaba sobre la mujer pálida
tendida en el camastro; luego me volví, busqué las fuentes que Drotte aún
no había repartido, y me puse a trabajar. La mayoría de los clientes todavía
tenían fuerzas para levantarse y recoger la comida que les pasaba. Unos
pocos ya no, y dejé sus fuentes fuera de la puerta para que Drotte se las
diera más tarde. Había varias mujeres de aspecto aristocrático, pero ninguna
que pareciese ser la chatelaine Thecla, la exultante recién llegada que debía,
al menos por el momento, ser tratada con deferencia.
Como pude haberlo adivinado, estaba en la última celda. Le habían
puesto una alfombra además de la cama, la silla y la pequeña mesa
habituales; en lugar de los andrajos acostumbrados llevaba un vestido
blanco de mangas amplias cuyos extremos, al igual que el ruedo de la falda,
estaban tristemente sucios ahora; a pesar de todo, el vestido conservaba
todavía un aire de elegancia que era tan extraño para mí como para la celda.
Cuando la vi por primera vez, estaba bordando a la luz de una vela
aumentada por un reflector de plata; pero sintió sin duda mis ojos puestos
sobre ella. Ahora debería gratificarme decir que no había miedo en su
rostro, sin embargo, no sería cierto. Había terror allí, aunque dominado casi
hasta la invisibilidad.
—Está todo bien —la tranquilicé—. Le he traído la comida.
Ella asintió con la cabeza y me dio las gracias; luego se puso de pie y se
acercó a la puerta. Era más alta aún de lo que yo había esperado, casi
demasiado alta para mantenerse erguida en la celda. La cara, aunque más
triangular que en forma de corazón, me recordó la de la mujer que había
estado con Vodalus en la necrópolis. Tal vez fueron los grandes ojos
violetas, de párpados sombreados de azul, o el cabello negro que, cayendo
en V sobre la frente, sugería la capucha de un manto. En realidad no
importa la razón, lo cierto es que la amé de inmediato… La amé, por lo
menos, en la medida en que un muchacho estúpido puede amar. Pero como
era un muchacho estúpido, no lo sabía.
Una mano blanca, fría, ligeramente húmeda e imposiblemente estrecha,
rozó la mía cuando le alcancé la fuente.
—Ésta es la comida ordinaria —le dije—. Creo que si lo pide puede
conseguir algo mejor.
—Usted no lleva máscara —dijo—. La suya es la primera cara humana
que veo aquí.
—Soy sólo un aprendiz. No llevaré máscara hasta el año próximo.
Se sonrió y me sentí como cuando había estado en el Atrio del Tiempo,
en un lugar abrigado y con comida. Tenía una boca ancha, con dientes muy
blancos y pequeños; cuando sonrió le brillaron los ojos, profundos como la
cisterna bajo el Torreón de la Campana.
—Lo siento —dije—. No la oí.
La sonrisa volvió a aparecer, e inclinó a un lado la adorable cabeza.
—Le dije cuánto me alegró ver al fin una cara, y le pregunté si usted me
serviría la comida en el futuro, y qué es esto que me trajo.
—No, no será así. Sólo hoy, porque Drotte está ocupado. —Traté de
recordar qué comida le había traído (ella había puesto la bandeja sobre la
mesita y yo alcanzaba a verla a través del enrejado). No lo logré, aunque mi
cerebro estuvo a punto de reventar con el esfuerzo. Finalmente dije de
modo no muy convincente—: Probablemente sea mejor que se la coma.
Pero creo que podrá conseguir una comida mejor si se lo pide a Drotte.
—Pues yo tengo intención de comerla. La gente siempre me felicita por
la esbeltez de mi figura, pero créame, lo devoro todo, como un lobo feroz.
—Tomó la bandeja y me la mostró como si supiera que me haría falta toda
clase de ayuda para develar el misterio de lo que había dentro.
—Todas esas cosas verdes son puerros, chatelaine —dije—. Las
marrones son lentejas. Y eso es pan.
—¿Chatelaine? No necesita ser tan formal. Usted es mi carcelero y
puede llamarme como se le antoje. —Ahora había regocijo en sus ojos
profundos.
—No tengo la menor intención de insultarla —le dije—. ¿Querría que la
llamara de otro modo?
—Llámame Thecla, ése es mi nombre. Los títulos son para las
ocasiones solemnes, los nombres para las informales. Aunque supongo que
será una ocasión muy solemne cuando reciba mi castigo.
—Para los exultantes generalmente lo es.
—Pienso que habrá un exarca, si lo dejáis entrar, todo vestido de retazos
escarlatas. Varios otros además… quizás el Estaroste Egino. ¿Estás seguro
de que esto es pan? —Lo tocó con uno de sus largos dedos.
—Sí —dije—. Con seguridad que la chatelaine ya había comido pan
antes.
—No como éste. —Tomó la delgada rebanada y la desgarró con los
dientes, rápida y limpiamente—. No es malo sin embargo. ¿Dices que si lo
pido me traerán mejor comida?
—Así lo creo, chatelaine.
—Thecla. Pedí unos libros… hace dos días cuando llegué aquí. Pero no
los he recibido.
—Los tengo yo —le dije—. Aquí. —Volví corriendo a la mesa de
Drotte, los recogí y le pasé el más pequeño por la rendija.
—¡Oh, magnífico! ¿Hay otros?
—Tres más. —El libro marrón también pasó por la rendija, pero los
otros dos, el libro verde y el infolio con escudo de armas en la portada, eran
demasiado anchos—. Drotte abrirá la puerta más tarde y se los dará —le
dije.
—¿No puedes hacerlo tú? Es terrible mirar a través de esta rendija,
verlos y no poder tocarlos.
—Se supone que ni siquiera puedo traerle la comida. Drotte es quien
debería hacerlo.
—Pero lo hiciste. Además, si fuiste tú el que trajo los libros. ¿Cómo es
que no debes dármelos?
Argumenté sin demasiada convicción, ya que sabía que en el fondo ella
estaba en lo cierto. El propósito de la regla que impedía a los aprendices
trabajar en la mazmorra, era impedir las fugas; y sabía que a pesar de lo alta
que era, esta esbelta mujer jamás podría conmigo, y aun cuando pudiera, no
tendría oportunidad de salir sin que se lo impidieran.
Fui a la puerta de la celda donde Drotte todavía se afanaba sobre la
cliente que había intentado suicidarse, y volví con las llaves.
Al encontrarme delante de ella, con la puerta de la celda cerrada detrás
de mí, no pude hablar. Puse los libros sobre la mesa, junto al candelabro, la
bandeja de comida y la jarra de agua; apenas había sitio para ellos. Cuando
terminé, me quedé esperando, sabiendo que tenía que irme. Pero no podía
moverme.
—¿No quieres sentarte?
Me senté en la cama, dejando la silla para ella.
—Si esto fuera mi suite en la Casa Absoluta, podría ofrecerte mayor
comodidad. Desafortunadamente, nunca fuiste mientras yo estaba allí.
Negué con la cabeza.
—No tengo otra cosa que ofrecerte más que esto. ¿Te gustan las
lentejas?
—No quiero comer, chatelaine. Cenaré pronto, y apenas hay bastante
para usted.
—Es cierto. —Tomó un puerro y luego, como si no supiera qué hacer
con él, se lo engulló como un charlatán de feria que se traga una víbora—.
¿Qué comerás?
—Puerros y lentejas, pan y carnero.
—¡Ah! A los torturadores les dan carnero… ésa es la diferencia. ¿Cómo
te llamas, maestro torturador?
—Severian. Pero eso no la ayudará, chatelaine; eso no cambiará nada.
Se sonrió.
—¿Qué es lo que no cambiará nada?
—Hacer amistad conmigo. No puedo devolverle la libertad. Y no lo
haría… ni siquiera si no tuviera otro amigo en el mundo más que usted.
—Nunca pensé que podrías hacerlo, Severian.
—Entonces ¿por qué se molesta en conversar conmigo?
Ella suspiró y la animación se le fue del rostro como la luz del sol
abandona la piedra en la que el mendigo busca calor.
—¿Con quién más puedo conversar, Severian? Puede que hable contigo
por un tiempo, unos días o unas pocas semanas, y después muera. Sé lo que
estás pensando… que si volviera a mi suite, nunca dispondría de una mirada
para ti. Pero te equivocas. Uno no puede hablar con cada uno porque hay
demasiados cada uno, pero el día antes de que me trajeran aquí, conversé un
instante con el hombre que sostenía mi montura. Lo hice porque tenía que
esperar, pero además dijo algo que me interesó.
—No volverá a verme. Drotte le traerá la comida.
—¿Y tú no? Pídele que te deje hacerlo. —Me tomó las manos con sus
manos heladas.
—Lo intentaré —dije.
—Hazlo. Hazlo, por favor. Dile que quiero una comida mejor que ésta y
que me sirvas tú… espera, yo misma se lo pediré. ¿Ante quién tiene que
responder?
—Ante el maestro Gurloes.
—Le diré a… ¿Drotte se llama?, que quiero hablar con él. Tienes razón,
no podrán negarse. Quizás el Autarca quiera ponerme en libertad… ellos no
lo saben. —Un relámpago le cruzó los ojos.
—Le diré a Drotte que quiere verlo cuando se desocupe —dije, y me
puse de pie.
—Espera. ¿No vas a preguntarme por qué estoy aquí?
—Sé para qué está aquí —dije mientras cerraba la puerta—. Para que
finalmente la torturen como a los demás. —Era cruel decirlo, y lo dije sin
pensar, como suelen hacerlo los jóvenes, sólo porque lo tenía en la mente.
Pero a pesar de todo era verdad, y mientras giraba la llave en la cerradura,
en cierto modo me sentí contento de haberlo dicho.
Varias veces antes de ésa, habíamos tenido exultantes como clientes. La
mayor parte entendía, desde el principio, la situación en que se encontraba,
como la chatelaine Thecla. Pero cuando después de algunos días aún no
habían sido torturados, la esperanza reemplazaba a la razón y comenzaban a
hablar de excarcelaciones… de cómo amigos y familiares maniobrarían
para sacarlos de allí, y de lo que harían cuando fueran libres.
Uno se retiraría a sus propiedades y no molestaría más a la corte del
Autarca. Otro se ofrecería como voluntario para conducir un grupo de
lansquenetes en el norte. Entonces los oficiales de turno en la mazmorra
oían historias de perros de caza y brezales remotos, de juegos campestres,
desconocidos en cualquier otro lugar, que se jugaban bajo árboles
inmemoriales. La mayoría de las veces, las mujeres eran realistas, pero ellas
también, a medida que el tiempo pasaba, hablaban de amantes altamente
situados (abandonados ahora desde hacía meses o años) que jamás las
abandonarían, y luego tendrían hijos o adoptarían huérfanos. Uno sabía que
después de estos niños destinados a no nacer, y que nunca tenían nombre,
vendría el tema de la ropa; con la liberación llegarían nuevos atavíos, y los
viejos serían quemados; hablaban de colores, de inventar nuevas modas y
resucitar otras viejas.
Por fin llegaba el momento, tanto para los hombres como para las
mujeres, en que en lugar de un oficial con la comida, aparecía el maestro
Gurloes con tres o cuatro oficiales y quizás un examinador y un fulgurador.
Yo quería, en lo posible, evitarle a la chatelaine Thecla esas esperanzas.
Colgué las llaves de Drotte en el sitio acostumbrado y cuando pasé por la
celda en la que ahora estaba limpiando la sangre derramada en el suelo, le
dije que la chatelaine deseaba hablarle.
A los dos días fui convocado ante el maestro Gurloes. Había esperado
permanecer de pie frente a la mesa, con las manos detrás, como
habitualmente hacíamos los aprendices, pero me dijo que me sentara, y
quitándose la máscara guarnecida de oro, se inclinó hacia mí de un modo
que implicaba una causa común y una relación amistosa.
—Hace una semana o tal vez algo menos, te envié al archivista —dijo.
Asentí con la cabeza.
—Cuando trajiste los libros, entiendo que fuiste tú mismo quien se los
entregó a la cliente. ¿Es eso correcto?
Le expliqué lo que había sucedido.
—No hay nada de malo en eso. No quiero que pienses que voy a
ordenar trabajos adicionales por lo que has hecho, y mucho menos hacer
que te inclines sobre una silla. Ya casi eres un oficial… cuando tenía tu
edad, me hicieron girar el alternador. La cosa es, Severian, que la posición
de la cliente es muy elevada. —El maestro hablaba ahora en un ronco
murmullo—. Altas conexiones.
Dije que me había dado cuenta.
—No sólo una familia armígera. Sangre azul. —Se volvió y después de
registrar las desordenadas estanterías de detrás de la silla, tomó un libro—.
¿Tienes idea de cuántas familias exultantes hay? Esto es sólo la lista de las
que todavía existen. Un compendio de las extinguidas ocuparía toda una
enciclopedia, supongo. Yo mismo he extinguido a algunas de ellas.
Rió, y yo reí junto con él.
—Dedica cerca de media página a cada una. Hay setecientas cuarenta y
seis páginas.
Asentí con la cabeza para mostrar que entendía.
—La mayoría no conoce a nadie en la corte… no pueden permitírselo o
tienen miedo. Ésas son las pequeñas. Las grandes familias están obligadas:
el Autarca quiere una concubina a la que pueda tomar como rehén en caso
de que se muestren descorteses. Pues bien, el Autarca no puede jugar a las
cartas con quinientas mujeres. Las más cercanas han de ser unas veinte, las
demás conversan entre sí y bailan y no lo ven de cerca más de una vez por
mes.
Le pregunté (tratando de mantener firme mi voz) si el Autarca se
acostaba en realidad con todas estas concubinas.
El maestro Gurloes hizo girar los ojos y se tiró de la barbilla con su
enorme mano, después de una pausa dijo: —Por motivos de decencia se
recurre a las khaibits, a las que también llaman «las mujeres sombra», que
son muchachas corrientes que se parecen a las chatelaines. No sé dónde las
consiguen, pero tienen que ocupar el puesto de las otras.
Por supuesto, no son tan altas. Claro que —agregó entre carcajadas—
cuando están acostadas la diferencia de altura no importa demasiado. Pero
parece ser que a menudo la situación se invierte. En lugar de reemplazar las
khaibits a las señoras, son éstas quienes reemplazan a las khaibits. Pero el
presente Autarca, todos y cada uno de cuyos actos son más dulces que la
miel en las bocas de este honorable gremio, y nunca lo olvides… en su
caso, si se me permite decirlo, y de acuerdo con lo que tengo entendido, es
más que dudoso que disfrute de ninguna de ellas.
El alivio me inundó el corazón.
—No lo sabía. Es muy interesante, maestro.
El maestro Gurloes inclinó la cabeza para reconocer que en verdad lo
era, y entrelazó los dedos sobre el vientre.
—Tal vez el gremio esté a tu cargo algún día, y entonces convendrá que
sepas todas estas cosas. Cuando yo tenía tu edad, o quizá menos, solía
imaginar que era de sangre exultante. Ya sabes, algunos lo han sido.
Se me ocurrió, y no por primera vez, que ya que el maestro Gurloes y el
maestro Palaemon habían tenido que aprobar nuestra admisión, era natural
que supiesen de dónde proveníamos todos los aprendices y los oficiales más
jóvenes.
—Si lo soy o no, no puedo decirlo. Tengo el físico de un jinete, creo, y
estoy por encima de la altura media, a pesar de haber tenido una dura
infancia. Porque te diré que hace cuarenta años, era mucho, mucho más
duro que ahora.
—Así me han dicho, maestro.
Suspiró, con el sonido de un almohadón de cuero cuando uno se sienta
encima.
—Pero con el transcurso del tiempo he llegado a entender que el
Increado, decidiendo para mí una carrera en nuestro gremio, me estaba
haciendo un favor. Sin duda yo había hecho méritos en una vida previa,
como espero estar haciéndolos ahora.
El maestro Gurloes calló un momento mientras contemplaba los papeles
desordenados esparcidos en la mesa, las instrucciones de los juristas y los
antecedentes de los clientes.
Por fin, cuando estaba a punto de preguntarle si tenía algo más que
decirme, recitó: —Jamás, en toda mi vida, he conocido a ningún miembro
del gremio que fuera sometido a tormento. Y he conocido a varios
centenares.
Yo aventuré el lugar común de decir que es mejor ser un sapo escondido
bajo una piedra que una mariposa aplastada.
—Supongo que nosotros los del gremio somos algo más que sapos. Pero
pude haber agregado que a pesar de que he visto a quinientos exultantes o
más en nuestras celdas, nunca, hasta ahora, tuve a mi cargo a ninguna de
esas concubinas más próximas al Autarca.
—¿La chatelaine Thecla pertenecía a ese grupo? Lo sugirió usted hace
un momento, maestro.
Asintió con aire lúgubre.
—No sería tan grave si hubiera que someterla a tormento en seguida,
pero esto no ocurrirá. Puede que pasen años. Puede que no sea nunca.
—¿Pero cree posible que la pongan en libertad, maestro?
—Aún no lo sé. Ella no es más que un peón en la partida que mantiene
el Autarca con Vodalus. La hermana de nuestra exultante, la chatelaine
Thea, ha huido de la Casa Absoluta para convertirse en amante de Vodalus.
Tratarán de negociar a Thecla al menos por un tiempo, y mientras lo hagan,
tenemos que tratarla bien. No demasiado, sin embargo.
—Entiendo —comenté. Me incomodaba terriblemente no saber lo que
la chatelaine Thecla le había dicho a Drotte y lo que éste le había dicho al
maestro Gurloes.
—Pidió mejor comida y he hecho los arreglos necesarios para que así
sea. También pidió compañía, y cuando le dijimos que no se le permitirían
visitas, nos instó a que uno de nosotros, por lo menos, le hiciera compañía
de cuando en cuando.
El maestro Gurloes hizo una pausa para secarse con el extremo de la
capa el rostro brillante.
—Comprendo —dije con la certeza de que entendía bastante bien lo que
estaba por venir.
—Te ha solicitado a ti porque te ha visto la cara. Le dije que la
acompañarías durante la comida. No pido tu aceptación, no sólo porque
estás sujeto a mis instrucciones, sino porque sé que eres leal. Lo que sí te
pido es que tengas cuidado de no disgustarla, ni de complacerla demasiado.
—Lo haré lo mejor que pueda —respondí, sorprendido por la firmeza
de mi propia voz.
El maestro Gurloes sonrió como si yo le hubiera quitado un peso de
encima.
—Tienes una buena cabeza, Severian, aunque todavía seas joven. ¿Has
estado alguna vez con una mujer?
Cuando los aprendices hablamos entre nosotros acerca de este tema,
acostumbramos inventar fábulas, pero no estaba entre aprendices ahora y
negué con la cabeza.
—¿No has estado nunca con las brujas? Tal vez sea mejor así. Ellas me
adiestraron en el ardiente comercio, pero no creo que les enviara a otro
como el que yo era. Es probable, sin embargo, que la chatelaine quiera que
le calienten la cama. No debes hacerlo. Su preñez no sería una preñez
común, obligaría a retrasar el tormento y constituiría una vergüenza para el
gremio. ¿Me sigues?
Asentí con la cabeza.
—Los muchachos de tu edad tienen sus problemas. Haré que alguien te
lleve adonde se curan de prisa.
—Como desee, maestro.
—¿Cómo? ¿No me lo agradeces?
—Gracias, maestro —dije.
Gurloes era uno de los hombres más complejos que he conocido, porque
era un hombre complejo que trataba de ser simple. Por lo menos, según la
idea de simplicidad que tiene un hombre complejo. Así como un cortesano
hace de sí mismo algo a la vez intrincado y brillante, a mitad de camino
entre un maestro de baile y un diplomático dispuesto a asesinar si fuera
necesario, Gurloes se había transformado en el opaco individuo que un
demandante o un alguacil esperan ver cuando convocan al conductor de
nuestro gremio; y eso es lo único que un verdadero torturador no puede
permitirse. La tensión se notaba; aunque cada parte de Gurloes era como
debía ser, ninguna de esas partes encajaba con las otras. Bebía mucho y
tenía pesadillas, pero las tenía cuando había estado bebiendo, como si el
vino, en lugar de cerrarle a cal y canto las puertas de la mente, las abriera y
le permitiera ir de un lado a otro en las últimas horas de la noche,
intentando atisbar un sol que no había aparecido aún, un sol que
desvanecería los fantasmas de la gran cámara y le permitiría vestirse y dar
órdenes a los oficiales. A veces iba hasta lo alto de nuestra torre, sobre los
cañones, y aguardaba allí conversando consigo mismo, espiando a través de
un cristal del que se dice que es más duro que la piedra, a la espera de los
primeros destellos. Era el único de nuestro gremio —incluyendo al maestro
Palaemon— que no tenía miedo de las energías que había allí y las bocas
invisibles que hablaban a veces con seres humanos y a veces con otras
bocas en otras torres y fortalezas. Amaba la música, y llevaba el compás
sobre los brazos de su sillón con las manos y sobre el suelo con los pies, y
más vigorosamente aún en el caso de escucharla que prefería, cuyos ritmos
eran demasiado sutiles como para poder seguirlos.
Comía mucho, pero muy de vez en cuando; leía cuando se creía a salvo
de la vista de los demás, y visitaba a algunos de nuestros clientes,
incluyendo a uno del tercer nivel, con los que conversaba de cosas que
cuando escuchábamos a escondidas, ninguno de nosotros era capaz de
entender. Los ojos le brillaban, aún más que los de cualquier mujer.
Pronunciaba mal las palabras más corrientes: urticaria, salpinx,
bordereau. Me es imposible describir el mal aspecto que tenía cuando hace
poco volví a la Ciudadela, y el mal aspecto que tiene ahora.
VIII

El conversador

Al día siguiente, le llevé a Thecla la cena por primera vez. Permanecí con
ella durante una guardia. Con frecuencia, Drotte nos observaba a través de
la rendija. Jugamos a juegos mundanos en los que ella era mucho mejor que
yo, y al cabo de un tiempo conversamos sobre esas cosas que quienes han
retornado, según se cuenta, dicen que están más allá de la muerte. Ella me
contó lo que había leído en el libro más pequeño de los que yo le trajera; no
sólo las aceptadas opiniones de los hierofantes, sino también varias teorías
excéntricas y heterodoxas.
—Cuando esté en libertad —dijo—, fundaré mi propia secta. Les diré a
todos que la sabiduría me fue revelada durante mi estancia entre los
torturadores. Eso lo atenderán.
Le pregunté en qué consistiría su enseñanza.
—En que no existe agathodaemon o vida después de la muerte. Que la
mente se extingue en la muerte como en el sueño, sólo que de un modo más
profundo.
—Pero ¿quién dirás que te lo ha revelado?
Ella sacudió la cabeza; luego apoyó la barbilla puntiaguda sobre una
mano, en una pose que revelaba de manera admirable la elegante línea del
cuello.
—Todavía no lo he decidido. Un ángel de hielo, quizá. O un fantasma.
¿Cuál te parece mejor?
—¿No hay una contradicción ahí?
—Precisamente. —La voz se le enriquecía con el placer que le
proporcionaba la pregunta—. En esa contradicción residirá el atractivo de
esta nueva creencia. No se puede fundar una teología novedosa sobre la
Nada, y ningún fundamento es tan seguro como una contradicción. Ahí
tienes a los grandes triunfadores del pasado: dicen que sus deidades son los
amos de todos los universos y sin embargo necesitan que sus abuelas los
defiendan, como si fueran niños asustados por las gallinas. O dicen
también: la autoridad que no castiga a nadie mientras haya oportunidad de
reforma, ha de castigar a todos cuando ya no hay posibilidad de que nadie
mejore.
—Esas cosas son demasiado complicadas para mí —dije.
—No, no lo son. Eres tan inteligente como la mayoría de los jóvenes.
Pero supongo que vosotros los torturadores no tenéis religión. ¿Os hacen
jurar que la abandonaréis?
—Nada de eso, tenemos una patrona celestial y preceptos, como
cualquier otro gremio.
—Nosotros no. —Por un momento, pareció reflexionar sobre la
cuestión—. Sólo los gremios los tienen, ¿sabes?, y el ejército, que también
es una especie de gremio. Creo que estaríamos mejor si los tuviéramos. Sin
embargo, los días festivos y las noches de vigilia se han convertido en
exhibiciones, en meras oportunidades para lucir nuevos vestidos. ¿Te gusta
esto? —Se puso de pie y extendió los brazos para mostrarme el estropeado
vestido blanco.
—Es muy bonito —aventuré—. El bordado y el modo en que están
cosidas las perlas.
—Es lo único que tengo… lo que tenía puesto cuando me trajeron aquí.
Es para la cena, en realidad. Después de la media tarde y antes de que
empiece la velada.
Le dije que estaba seguro que el maestro le haría traer otros si ella lo
pedía.
—Ya lo hice, y dice que envió a alguna gente a la Casa Absoluta para
traérmelos, pero que no pudieron encontrarla, lo cual significa que la Casa
Absoluta trata de fingir que no existo. De cualquier modo es posible que
toda mi ropa haya sido enviada a nuestro castillo del norte o a alguna de las
villas. Hará que su secretario escriba pidiéndola.
—¿Sabes a quién envió? —pregunté—. La Casa Absoluta tiene que ser
casi tan grande como nuestra Ciudadela, y pienso que sería imposible no
encontrarla.
—Por el contrario, es muy fácil. Como no se la ve, puedes estar allí, y
no saberlo nunca, si no tienes suerte. Además, con los caminos clausurados,
les basta con alertar a sus espías para que den una dirección incorrecta a
alguien en particular, y tienen espías en todas partes.
Empecé a preguntarle cómo era posible que la Casa Absoluta (que
siempre me había imaginado como un enorme palacio con torres
resplandecientes y grandes cúpulas) fuera invisible; pero Thecla ya estaba
pensando en otra cosa totalmente distinta, acariciando un brazalete en forma
de kraken, un kraken cuyos tentáculos le envolvían la cara blanca del brazo,
y cuyos ojos eran esmeraldas en bruto.
—Me sorprendió que me permitieran conservarlo. Es muy valioso. De
platino, no de plata.
—No hay nadie aquí que pueda ser sobornado.
—Podría venderse en Nessus para comprar ropa. ¿Sabes si alguno de
mis amigos ha intentado verme?
Negué con la cabeza: —No serían admitidos.
—Entiendo, pero alguno quizá podría intentarlo. ¿Sabes que casi todos
en la Casa Absoluta ignoran que este lugar existe? Veo que no me crees.
—¿Quieres decir que no saben de la Ciudadela?
—Eso lo saben, por supuesto. Partes de ella están abiertas para todos, y
de cualquier manera es imposible no ver los chapiteles si se va hasta el
extremo sur de la ciudad viviente, no importa de qué lado del Gyoll. —
Golpeó con una mano la pared de metal de la celda—. No saben de esto… o
cuando menos, muchos de ellos negarían que todavía existe.
Ella era una gran, gran chatelaine, y yo era algo peor que un esclavo
(ante los ojos de la gente común, que no comprende realmente las funciones
de nuestro gremio). Sin embargo, cuando el tiempo hubo transcurrido y
Drotte golpeó la puerta, fui yo el que se puso de pie, abandonó la celda, y
subió de prisa hasta encontrarse con el aire limpio de la tarde, mientras
Thecla se quedaba escuchando los lamentos y gritos de los demás.
(Aunque la celda se encontraba a cierta distancia de la escalinata,
Thecla alcanzaba a oír las risas del tercer nivel aun cuando no había nadie
allí para conversar con ella).
Esa noche en nuestro dormitorio, pregunté si alguno conocía los
nombres de los oficiales que el maestro Gurloes había enviado en busca de
la Casa Absoluta. Nadie lo sabía, pero mi pregunta provocó una animada
discusión. Aunque ninguno de los muchachos había visto el sitio o
conversado siquiera con alguien que lo hubiera hecho, todos habían
escuchado historias. Casi todas trataban acerca de fabulosas riquezas:
vajillas de oro, sillas tapizadas en seda y esa clase de cosas. Más
interesantes fueron las descripciones que se hicieron del Autarca, que de
adecuarse a todas ellas, habría sido una especie de monstruo; se decía que
de pie era alto, pero sentado de talla normal; viejo, joven, una mujer
disfrazada de hombre y así sucesivamente. Todavía más fantásticos eran los
cuentos acerca del visir, el famoso padre Inire, que parecía un mono y era el
hombre más viejo del mundo.
Acabábamos de empezar a intercambiar maravillas, cuando hubo un
golpe a la puerta.
El más joven abrió, y vi a Roche, vestido no con los calzones y la capa
fulígenos de los reglamentos del gremio, sino con pantalones, camisa y
chaqueta corrientes, pero nuevas y a la moda. Me hizo señas de que me
acercara, y cuando fui hasta la puerta para hablarle me indicó que lo
siguiera.
Cuando habíamos descendido un trecho de escalera, dijo: —Me temo
que asusté al pequeño. No sabe quién soy.
—No con esa ropa —le dije—. Te recordaría si te viera vestido como
solías hacerlo.
Eso le gustó y se rió.
—¿Sabes?, fue tan extraño tener que llamar a esa puerta. ¿Qué día es
hoy? Dieciocho… todavía no hace tres semanas. ¿Cómo van tus cosas?
—Bastante bien.
—Parece que tienes dominada a la pandilla. Eata es tu segundo ¿no es
así? No llegará a oficial hasta dentro de cuatro años, de modo que será
capitán tres después de ti. La experiencia será buena para él, y lamento que
tú no hayas tenido más antes de ocupar el cargo. Yo te estorbé el camino,
pero en ese tiempo ni lo sabía.
—Roche, ¿a dónde vamos?
—Bien, primero iremos a mi cámara para que te vistas. ¿Aspiras a
convertirte en oficial, Severian?
Estas palabras me las arrojó por sobre el hombro mientras bajaba a prisa
las escaleras delante de mí, y no esperó a mi respuesta.
Mi traje era muy parecido al suyo, aunque de distinto color. También
había abrigos y gorras para los dos.
—Estarás satisfecho con él —dijo mientras me ponía el abrigo—. Hace
frío, y está empezando a nevar. —Me alcanzó un pañuelo de cuello y me
dijo que me quitara los zapatos gastados y me pusiera un par de botas.
—Son botas de oficial —protesté—. No puedo llevarlas.
—No importa. Todo el mundo lleva botas negras. Nadie lo notará. ¿Te
van bien?
Eran demasiado grandes, de modo que me puse otro par de calcetines.
—Se supone que yo he de hacerme cargo del dinero, pero como quizá
tengamos que separarnos, sería mejor que llevaras unos pocos asimi. —
Dejó caer unas monedas en mi mano—. ¿Listo? Vamos. Me gustaría volver
a tiempo para dormir un poco si es posible.
Abandonamos la torre, y vestidos con nuestras extrañas ropas,
bordeamos el Torreón de las Brujas para tomar el paseo cubierto que lleva
más allá del Martello al patio que llaman Roto. Roche había estado en lo
cierto: empezaba a nevar; los copos blandos, grandes como la yema de mi
pulgar se movían en el aire con tanta lentitud que parecían haber estado
cayendo durante años. No soplaba viento y oíamos cómo se quebraba bajo
nuestras botas el delgado disfraz del mundo nuevo y a la vez familiar.
—Estás de suerte —me dijo Roche—. No se cómo lo lograste, pero
gracias.
—¿Logré qué?
—Una excursión a la Ecopraxia, y una mujer para cada uno. Sé que lo
sabes, el maestro Gurloes me dijo que ya te había notificado.
—Lo olvidé, y de cualquier modo no estaba seguro de que hablara en
serio. ¿Iremos a pie? Hay un largo camino.
—No tanto como quizá creas, pero ya te dije que disponemos de fondos.
Habrá fiacres en el Portalón Amargo. Siempre los hay… la gente está
continuamente yendo y viniendo, aunque uno no lo crea así desde nuestro
pequeño rincón.
Para hablar de algo, le comenté lo que la chatelaine Thecla había dicho:
que mucha gente de la Casa Absoluta no sabía que existíamos.
—Así es, estoy seguro. Cuando te crías en el gremio, éste parece el
centro del mundo.
Pero cuando eres algo mayor, esto lo descubrí por mí mismo y confío en
que a ti no te ocurra, algo estalla en tu cabeza y descubres que el gremio no
es la pieza clave de este universo después de todo, sino sólo un oficio
impopular pero bien pagado al que has ido a parar no sabes muy bien por
qué razones.
Como Roche había vaticinado, había coches, tres, esperando en el Patio
Roto. Uno pertenecía a un exultante con blasones pintados en las puertas y
palafreneros de exótico uniforme, pero los otros dos eran fiacres, pequeños
y sencillos. Los conductores, con sus gorras de piel, se inclinaban sobre un
fuego que habían encendido sobre el empedrado.
Visto desde lejos, a través de la cortina de nieve, no parecía más grande
que una chispa.
Roche agitó un brazo y gritó, y un conductor subió al asiento de un
salto, hizo restallar el látigo, y avanzó resonante hasta nosotros. Una vez
dentro del coche, le pregunté a Roche si el conductor sabía quiénes éramos,
y él me dijo: —Somos dos optimates que tuvieron algo que hacer en la
Ciudadela y ahora se dirigen a la Ecopraxia para una noche de placeres. Eso
es todo lo que sabe y todo lo que necesita saber.
Me pregunté si Roche tenía mucha más experiencia que yo en
semejantes placeres.
Parecía improbable. Con la esperanza de descubrir si había visitado
antes nuestro destino, le pregunté dónde quedaba la Ecopraxia.
—En el barrio Algedónico. ¿Has oído hablar de él?
Asentí y dije que el maestro Palaemon una vez había mencionado que
era una de las partes más antiguas de la ciudad.
—En realidad, no. Más hacia el sur hay otras partes que son mucho más
antiguas, un baldío de piedra donde sólo viven homófagos. La Ciudadela se
levantaba a cierta distancia al norte de Nessus ¿lo sabías?
Negué con la cabeza.
—La ciudad sigue arrastrándose río arriba. Los armígeros y los
optimates quieren agua más pura, no para bebérsela, sino para sus peceras,
para nadar y pasear en bote. Claro que además, cualquiera que viva
demasiado cerca del mar resulta algo sospechoso. De modo que las partes
más bajas, donde el agua es peor, van siendo abandonadas. Al final la ley
procede, y los que se quedan atrás tienen miedo de encender el fuego por lo
que el humo pueda acarrearles.
Yo estaba mirando por la ventanilla. Habíamos atravesado ya una gran
puerta desconocida para mí, pasando de prisa junto a unos guardianes con
yelmo; pero todavía estábamos dentro de la Ciudadela, descendiendo por
una calle estrecha en medio de dos hileras de ventanas cerradas.
—Cuando eres oficial, puedes ir a la ciudad tantas veces como quieras,
con tal de no estar de turno.
Eso yo ya lo sabía, por supuesto; pero le pregunté a Roche si lo
encontraba agradable.
—No exactamente… En realidad, sólo he ido dos veces. Y más que
agradable lo he encontrado interesante. Saben quién es uno, naturalmente.
—Dijiste que el conductor no lo sabía.
—Bueno, probablemente no. Esos conductores van por todo Nessus.
Puede que viva en cualquier parte y que no vaya a la Ciudadela más de una
vez al año. Pero los vecinos saben. Los soldados cuentan. Siempre saben y
siempre cuentan, eso es lo que todo el mundo dice. Pueden salir de
uniforme, si quieren.
—Esas ventanas están todas oscuras. No creo que viva nadie en esta
parte de la Ciudadela.
—Todo se vuelve más pequeño. Nadie puede hacer mucho para evitarlo.
Menos alimento significa menos gente, hasta que llegue el Sol Nuevo.
A pesar del frío, me sentí ahogado en el fiacre.
—¿Falta mucho todavía? —pregunté.
Roche rió entre dientes.
—Estás nervioso ¿no es eso?
—No, no lo estoy.
—Claro que lo estás. No te preocupes, es natural. No te pongas nervioso
por estar nervioso, si entiendes lo que quiero decir.
—Estoy tranquilo.
—Puede ser rápido, si eso es lo que quieres. Tampoco tienes por qué
hablar con la mujer. A ella no le importa. Por supuesto, hablará si eso te
gusta. Tú eres el que paga… en este caso, yo, pero el principio es el mismo.
Hará lo que tú quieras dentro de los límites de lo razonable. Si le pegas o
aprietas demasiado, cobran más.
—¿Hace eso la gente?
—Aficionados, ya sabes. No creí que tú lo desearas y no creo que nadie
del gremio llegue a eso, a no ser quizá cuando están borrachos. —Hizo una
pausa—. Lo que estas mujeres hacen es ilegal, de modo que no pueden
quejarse.
El fiacre se inclinó de un modo alarmante y salimos de la calle angosta
a una todavía más estrecha que corría retorcida hacia el este.
IX

La casa azur

Nuestro destino era una de esas estructuras agrandadas que se ven en las
partes más viejas de la ciudad (y que yo sepa, sólo allí) en las que la
acumulación y la interconexión de lo que originalmente eran edificios
separados, producen una confusión de estilos arquitectónicos, con pináculos
y torrecillas, donde los primeros constructores no habían querido más que
techados. La nieve había caído aquí más pesadamente, o tal vez sólo había
estado cayendo mientras viajábamos. Rodeaba el alto pórtico con informes
montículos blancos, suavizando y borroneando el contorno de la entrada; se
acumulaba en los alféizares; enmarcaba y borraba las cariátides de madera
que sostenían los tejados; parecía prometer silencio, seguridad y secreto. En
las ventanas inferiores había luces amarillentas. Las plantas superiores
estaban a oscuras. A pesar de la nieve caída, alguien de dentro debió de
haber oído nuestras pisadas. La puerta, grande, vieja y no ya en el mejor de
sus estados, se abrió de golpe antes de que Roche pudiera llamar.
Entramos y nos encontramos en un cuarto pequeño y estrecho como un
alhajero, con las paredes y el techo recubiertos de satén azul. La persona
que nos invitó a pasar, llevaba zapatos de suela gruesa e iba vestido de
amarillo; el pelo corto y blanco, peinado hacia atrás, dejaba al descubierto
una frente ancha y redondeada sobre una cara sin barba ni arrugas. Cuando
al entrar pasé junto a él, descubrí que yo estaba mirándole el interior de los
ojos como quien mira a través de una ventana. Y es que en verdad podrían
haber sido de vidrio, tan pulidos y faltos de vida parecían… como el cielo
en una sequía estival.
—Tienen suerte —dijo, y nos alcanzó a cada uno una copa—. No hay
nadie aquí más que ustedes.
—Estoy seguro de que las chicas se sienten solas —respondió Roche.
—Lo están. Se sonríe usted… veo que no me cree, pero es así. Se
quejan si hay mucho trabajo, pero se entristecen cuando no viene nadie.
Todas intentarán fascinarlos, ya lo verán. Las elegidas se jactarán, una vez
que ustedes se hayan marchado. Además, los dos son jóvenes y atractivos.
—Hizo una pausa, y aunque no miraba fijamente, pareció observar a Roche
más de cerca—. Usted ya ha estado antes aquí ¿no es cierto? Recuerdo el
rojo subido del pelo. Muy lejos hacia el sur, en las tierras estrechas, los
salvajes pintan un espíritu del fuego muy parecido a usted. Y su amigo tiene
cara de exultante… eso es lo que más les gustará a mis muchachas.
Entiendo por qué lo trajo aquí. —La voz del hombre podría haber sido de
tenor o de contralto.
Se abrió otra puerta donde había un vidrio de color con la imagen de la
Tentación.
Entramos en un cuarto que parecía en parte, por la pequeñez del que
acabábamos de abandonar, más espacioso que el edificio mismo. El techo
tenía unos festones blancos de algo que parecía seda, lo que le daba el aire
de un pabellón. Dos paredes estaban recubiertas de columnas… falsas, ya
que no eran sino medios pilares encajados en la superficie pintada de azul; y
el arquitrabe no era más que una moldura, pero mientras permanecimos en
el centro del cuarto, el efecto fue impresionante y casi perfecto.
En el extremo más alejado de esta cámara, frente a las ventanas, había
una silla de respaldo alto como un trono. Nuestro anfitrión se sentó, y casi
en seguida oí una campanilla en algún lugar del interior de la casa. Mientras
los ecos se extinguían, Roche y yo esperamos en silencio. De fuera no
llegaba otro ruido que los golpes blandos de los copos. El vino prometía
mantener el frío a raya y en unos pocos tragos vi el fondo de la copa. Era
como si estuviera esperando el comienzo de alguna ceremonia en la capilla
en ruinas. Pero era, a la vez, algo menos real y más serio.
—La chatelaine Barbea —nos anunció nuestro anfitrión.
Entró una mujer alta. Tenía un aspecto tan sereno, y era tan hermosa y
vestía con tanto atrevimiento, que transcurrieron unos instantes antes de que
pudiera darme cuenta de que no tendría más de diecisiete años. La cara era
ovalada y perfecta, los ojos eran límpidos, la nariz pequeña y recta y la boca
minúscula estaba pintada de modo que parecía todavía más pequeña. Los
cabellos brillaban como oro bruñido, tanto que podrían haber sido una
peluca de hilos dorados.
Avanzó un paso o dos hacia nosotros, y lentamente comenzó a girar
adoptando un centenar de graciosas actitudes. Hasta ese momento nunca
había visto una bailarina profesional, y aun hoy no creo haber visto a una
tan hermosa como ella. No puedo transmitir lo que sentí mientras la
observaba en ese cuarto extraño.
—Todas las bellezas de la corte están aquí para ustedes —dijo nuestro
anfitrión—. Aquí, en la Casa Azur, llegadas con la noche desde los muros
de oro para encontrar disipación en vuestro placer.
Medio hipnotizado como estaba, pensé que esta fantástica afirmación
había sido hecha en serio.
—Con seguridad que eso no es cierto —dije.
—Ustedes vinieron en busca de placer ¿no es así? Si un sueño aumenta
la alegría ¿por qué discutirlo? —Durante todo este tiempo la joven de
cabellos dorados habían continuado aquella lenta danza sin
acompañamiento.
Los instantes transcurrían.
—¿Le gusta? —preguntó nuestro anfitrión—. ¿La elige?
Yo iba a decir —en verdad iba a gritar, sintiendo que todo lo que había
anhelado en una mujer estaba allí presente— que sí, que la elegía. Antes
que recuperara el aliento, Roche dijo: —Veamos a algunas de las otras.
—La joven terminó su danza inmediatamente, hizo una reverencia y
abandonó el cuarto.
—Pueden estar con más de una. Por separado o juntas. Tenemos algunas
camas muy grandes. —La puerta se volvió a abrir—. La chatelaine Gracia.
Aunque esta joven parecía muy distinta, había mucho en ella que me
recordaba a la chatelaine Barbea, que había venido antes. Tenía el pelo tan
blanco como la nieve que caía tras las ventanas, lo que daba a su joven
rostro un aire más juvenil todavía, y hacía que el cutis oscuro, pareciera aún
más oscuro. Tenía (o al menos eso parecía) pechos más grandes y caderas
más generosas. No obstante, sentí que no era imposible que se tratara de la
misma mujer. Quizá se había cambiado de ropa, de peluca, y se había
oscurecido la cara con cosméticos en pocos segundos, entre la salida de la
una y la entrada de la otra. Era absurdo, pero tenía un elemento de verdad,
como tantos otros absurdos. Había algo de idéntico en los ojos de las dos
mujeres, en la expresión de las bocas, en el aire y la fluidez de los
ademanes. Me recordaba algo que yo había visto en otra parte (no recordaba
dónde) y que sin embargo era nuevo; y sentí que por algún motivo
desconocido lo otro, lo que había conocido antes, era lo que yo prefería.
—Ésta está bien para mí —dijo Roche—. Ahora debemos encontrar
algo para mi amigo. —La joven oscura, que no había bailado como la otra,
sino que sólo se había mantenido en el centro del cuarto sonriendo muy
ligeramente, permitió ahora que su sonrisa se hiciera algo más amplia, se
acercó a Roche, se sentó en uno de los brazos de la silla y empezó a
hablarle en susurros.
Cuando la puerta se abrió por tercera vez, nuestro anfitrión dijo: —La
chatelaine Thecla.
Tal como yo la recordaba parecía realmente ella; pero ignoraba cómo
podía haber escapado de la celda. Por fin fue la razón y no la percepción la
que me indicó que estaba equivocado. Qué diferencias podría haber notado
si las hubiera visto juntas, no lo sé, aunque esta mujer era ciertamente algo
más baja.
—Entonces, ésta es la que desea —dijo nuestro anfitrión. Yo no
recordaba haber hablado.
Roche avanzó con una bolsa de cuero, anunciando que él pagaría por los
dos. Observé las monedas cuando las iba sacando esperando ver el brillo de
un chrisos, pero sólo había unos pocos asimi.
La «chatelaine Thecla» me tocó la mano. La esencia que llevaba era
más fuerte que el suave perfume de la verdadera Thecla; sin embargo, se
trataba de la misma esencia, que me hacía pensar en una rosa ardiente.
—Ven —dijo ella.
La seguí. Había un corredor mal iluminado y no muy limpio, y una
estrecha escalera en un extremo. Le pregunté cuántas gentes de la corte
estaban allí y ella se detuvo mirándome de soslayo. Algo había en su cara
que podría haber sido vanidad satisfecha, amor o esa emoción más oscura
que sentimos cuando lo que había sido una disputa se convierte en
representación.
—Esta noche, muy pocos —dijo—. Por causa de la nieve. Yo vine en un
trineo, con Gracia.
Asentí con la cabeza. Pero yo sabía perfectamente que había venido por
alguno de los sórdidos senderos cercanos a la casa por los que habíamos
llegado esa noche, y con toda probabilidad, andando, con un chal sobre la
cabeza y un frío que le traspasaba el cuero de los viejos zapatos. Sin
embargo, lo que dijo parecía tener más sentido que la realidad: el silbido del
viento, el galope de los caballos sudorosos a través de la nieve, las jóvenes,
hermosas mujeres enjoyadas, envueltas en pieles de marta y lince, oscuras
sobre almohadones de terciopelo rojo.
—¿No vienes?
Ella ya había llegado a lo alto de la escalera; casi no podía verla.
Alguien le habló llamándola «mi más querida hermana», y cuando subí
unos peldaños más, vi a una mujer muy parecida a la que había estado con
Vodalus, la de cara con forma de corazón y capa negra. Esta mujer no me
prestó ninguna atención, y no bien le cedí el paso, se apresuró escaleras
abajo.
—¿Ves ahora lo que podrías haber obtenido si sólo hubieras esperado a
ver alguna más?
Una sonrisa de deseo que yo había aprendido en alguna otra parte,
asomaba en una comisura de mi boca.
—Aun así te habría escogido a ti —respondí.
—Pues eso es verdaderamente divertido… ven, ven conmigo, no
querrás quedarte para siempre en este pasillo ventoso. Tenías una expresión
muy seria, pero revolvías los ojos como una cabra. Es bonita ¿no es cierto?
La mujer que se parecía a Thecla abrió una puerta, y nos encontramos
en un minúsculo dormitorio con una cama enorme. Un frío incensario
colgaba del techo de una cadena de plata dorada; en un rincón se alzaba una
lámpara de pie que daba una luz rosa. Había una pequeña mesa de tocador
con un espejo, un guardarropa estrecho, y apenas espacio suficiente como
para que pudiéramos movernos.
—¿Te gustaría desnudarme?
Asentí con la cabeza y tendí mis manos hacia ella.
—Entonces, te lo advierto, debes tener cuidado con mis ropas. —Se
volvió, alejándose de mí—. Esto se cierra a la espalda. Empieza por arriba,
junto a mi nuca. Si te excitas y rompes algo, él te lo hará pagar. No digas
que no te lo he avisado.
Mis dedos encontraron una pequeña traba, y la solté.
—Yo pensaba, chatelaine Thecla, que tendrías muchos vestidos.
—Los tengo. Pero ¿crees que quiero volver a la Gasa Absoluta con un
vestido roto?
—Has de tener otros aquí.
—Unos pocos, pero no puedo guardar gran cosa en este sitio. Cuando
me marcho, alguien viene y se las lleva.
La tela que tenía entre los dedos, que allá abajo, en el cuarto azul de las
columnas había parecido tan brillante y costosa, era delgada y barata.
—Supongo que aquí no guardas ropas de satén —dije mientras soltaba
la siguiente traba—. Tampoco pieles ni diamantes.
—Claro que no.
Me alejé un paso de ella. (Casi toqué la puerta con la espalda). No había
nada de Thecla en esa joven. Todo no había sido más que una semejanza
casual, algunos gestos, una similitud en el vestido. Me encontraba en un
cuarto pequeño y frío mirando el cuello y los hombros desnudos de una
pobre mujer joven cuyos padres, quizás, aceptaban con gratitud parte de
nuestro escaso dinero y fingían no saber a dónde iba ella por la noche.
—No eres la chatelaine Thecla —dije—. ¿Qué estoy haciendo aquí
contigo?
Seguramente mi voz sonó algo más fuerte de lo que había sido mi
intención. Ella se volvió para mirarme; la delgada tela del vestido se deslizó
dejándole los pechos al descubierto. Vi que un estremecimiento de miedo le
cruzaba el rostro, como el centelleo de un espejo. Era probable que ya se
hubiera encontrado antes en esta situación, y seguramente le habría costado
un disgusto.
—Soy Thecla —dijo—. Si quieres que lo sea.
Levanté la mano y ella añadió de prisa: —Hay gente aquí para
protegerme. Todo lo que tengo que hacer es gritar. Puedes golpearme una
vez, pero no podrás hacerlo dos veces.
—No —le dije.
—Sí, hay tres hombres.
—No hay nadie. Todo el piso está vacío y frío… ¿no te das cuenta que
he advertido lo silencioso que está? Roche y su chica están abajo, y quizá
consiguieron un cuarto mejor porque es él el que pagó. La mujer que vimos
en lo alto de las escaleras se estaba marchando y quería hablar antes
contigo. Mira. —La cogí por la cintura y la levanté—. Grita. Nadie vendrá.
—Ella guardó silencio. La dejé caer en la cama, y al cabo de un momento
me senté a su lado.
—Estás enfadado porque no soy Thecla. Pero yo habría sido Thecla
para ti. Todavía podría serlo, si lo deseas. —Me quitó la chaqueta de los
hombros y la dejó caer—. Eres muy fuerte.
—No, no lo soy. —Sabía que algunos de los muchachos que me temían
ya eran más fuertes que yo.
—Muy fuerte. ¿No eres tan fuerte como para dominar la realidad,
aunque sea por un momento?
—¿Qué quieres decir?
—La gente débil cree lo que se le impone. La gente fuerte, lo que quiere
creer, forzándolo a ser real. ¿Qué es el Autarca, sino un hombre que se cree
el Autarca y se lo hace creer a los demás por la fuerza?
—Tú no eres la chatelaine Thecla —le dije.
—Pero no te das cuenta, tampoco ella lo es. La chatelaine Thecla, a
quien dudo mucho que hayas visto nunca… No, veo que me equivoco. ¿Has
estado en la Casa Absoluta?
Las manos, pequeñas y cálidas me apretaban la mano derecha. Meneé la
cabeza.
—Algunos clientes dicen que han estado allí. Siempre me complace
escucharlos.
—¿Han estado allí? ¿De veras?
Ella se encogió de hombros.
—Estaba diciendo que la chatelaine Thecla no es la chatelaine Thecla.
No la chatelaine Thecla que tienes en la mente, la única que te preocupa.
Tampoco yo lo soy. ¿Cuál es pues la diferencia entre las dos?
Mientras me desnudaba, le dije: —Ninguna, supongo. No obstante
todos buscamos lo que es real.
¿Por qué? Quizá somos atraídos hacia el teocentro. Eso es lo que dicen
los hierofantes, que sólo eso es verdad.
Ella me besó los muslos, sabiendo que había ganado.
—¿Estás preparado para descubrirlo? Tienes que estar adecuadamente
vestido, recuérdalo. De lo contrario, serás entregado a los torturadores. Eso
no te gustaría.
—No —dije y tomé su cabeza entre mis manos.
X

El año pasado

Creo que era intención del maestro Gurloes que fuera llevado a esa casa a
menudo con el fin de que no me sintiera demasiado atraído por Thecla. En
realidad, permití que Roche se guardara el dinero y nunca volví allí. El
dolor había sido excesivamente placentero, el placer, demasiado doloroso;
de modo que temí que con el tiempo mi mente no fuera lo que yo conocía.
Además, antes de que Roche y yo abandonásemos la casa, el hombre de
pelo blanco (advirtiendo que yo lo miraba), había sacado de entre sus ropas
lo que en un principio me pareció un icono, pero pronto vi que era una
especie de ampolla dorada con forma de falo. Me había sonreído, y como en
su sonrisa no había más que amistad, tuve miedo.
Transcurrieron algunos días antes que pudiera librar mis pensamientos
referidos a Thecla de ciertas impresiones producidas por la falsa Thecla,
que me había iniciado en las diversiones anacreónticas y los goces del
hombre y la mujer. Quizás esto tuvo el efecto contrario al esperado por el
maestro Gurloes, aunque no lo creo. Pienso que nunca estuve menos
inclinado a amar a la desdichada mujer que cuando aún llevaba frescas en
mi memoria las impresiones de haberla gozado libremente; fue entonces
cuando más claramente vi que era una falsedad, quise reparar el hecho y a
través de ella (aunque apenas me daba cuenta entonces) me sentí atraído por
el mundo del conocimiento antiguo y privilegiado que ella misma
representaba.
Ella se convirtió en mi oráculo, y los libros que le había llevado, en mi
universidad. No soy un hombre instruido… del maestro Palaemon apenas
aprendí a leer, escribir, calcular, junto con unos pocos hechos acerca del
mundo físico y los requisitos de nuestro misterio.
Si los hombres instruidos me han considerado a veces, si no un igual,
cuando menos alguien cuya compañía no los avergonzaba, lo debo
solamente a Thecla: la Thecla que recuerdo, la Thecla que vive en mí y los
cuatro libros.
Lo que leímos juntos y lo que nos dijimos entonces, no lo diré; contar
una mínima parte desgastaría esta breve noche. Todo ese invierno, mientras
la nieve blanqueaba el Patio Viejo, yo subía de las mazmorras como si
saliera de un sueño y empezara a ver mis huellas detrás de mí y mi sombra
en la nieve. Thecla estuvo triste ese invierno, a pesar de lo cual se deleitaba
en hablarme de los secretos del pasado, de las conjeturas de las altas esferas
y de las armas y las historias de héroes muertos milenios atrás.
Llegó la primavera, y junto con ella los lirios listados de púrpura y
salpicados de blanco de la necrópolis. Se los llevé a la chatelaine, y ella me
dijo que mi barba había brotado como ellos, y que mis mejillas serían más
hirsutas que las del común de los hombres, y al día siguiente me pidió que
la perdonara, diciéndome que en realidad ya eran así. Con el tiempo cálido
y, creo, las flores que le llevé, le mejoró el ánimo. Cuando estudiamos las
insignias de las casas antiguas, me habló de amigas de su posición, y de los
matrimonios de muchas de ellas, buenos y malos, y de cómo una
determinada mujer había cambiado su futuro por una fortaleza en ruinas
porque la había visto en sueños; y cómo otra, que había jugado a las
muñecas con ella de niña, ahora era dueña de muchos miles de leguas.
—Sabes, Severian, alguna vez habrá un nuevo Autarca y quizás una
Autarquía. Las cosas pueden seguir como hasta ahora durante mucho
tiempo. Pero no para siempre.
—Sé poco sobre la corte, chatelaine.
—Cuanto menos sepas, tanto mejor para ti. —Hizo una pausa; se
mordió el labio inferior delicadamente curvado—. Cuando mi madre estaba
con dolores de parto hizo que los sirvientes la llevaran a la Fuente Profética,
cuya virtud es revelar el porvenir. Profetizó que me sentaría en un trono.
Thea siempre me lo ha envidiado. Sin embargo, el Autarca…
—¿Si?
—Sería mejor no decir demasiado. El Autarca no es como los demás.
No importa cómo hable yo a veces, en toda Urth no hay otro como él.
—Lo sé.
—Entonces, eso es suficiente para ti. Mira esto —sostuvo en alto el
libro marrón—. Aquí dice: «Thalelaeus el Grande pensaba que la
democracia», eso significa el Pueblo, «deseaba ser gobernada por un poder
superior a ella misma, y Yrieriz el Sabio opinaba que la comunidad jamás
permitiría que alguien que no fuera como ellos ocupara altos cargos. No
obstante, cada uno de ellos es llamado El Amo Perfecto».
No entendí a qué se refería y me quedé callado.
—Nadie sabe realmente qué hará el Autarca. A eso viene a parar todo.
O tampoco el padre Inire. Cuando estuve por primera vez en la corte, se me
dijo con gran secreto que era el padre Inire el que realmente decidía la
política de la Mancomunidad. Después de haber estado allí dos años, un
hombre altamente situado del que ni siquiera puedo decirte el nombre, dijo
que era el Autarca quien gobernaba, aunque a los de la Casa Absoluta les
pareciera que era el padre Inire. Y el año pasado, una mujer en cuyo juicio
confío más que en el de ningún hombre, dijo que realmente no había
diferencia, porque los dos eran tan insondables como las profundidades
pelágicas, y que si uno decidía las cosas cuando la luna menguaba y el otro
cuando el viento soplaba desde el este, nadie sabría notar la diferencia. Creí
que ése era un juicio atinado, cuando me di cuenta que sólo estaba
repitiendo lo que yo misma le había dicho el año anterior. —Thecla guardó
silencio reclinándose en la cama estrecha, con los cabellos oscuros
esparcidos sobre la almohada.
—Al menos —le dije— tenías razón en haber confiado en esa mujer.
Tomaba sus opiniones de una fuente digna de fe.
Como si no me hubiera oído, murmuró: —Pero si es todo verdad,
Severian. Nadie sabe lo que pueden hacer. Quizá mañana me dejen ir. Es
muy posible. Ya tienen que saber que estoy aquí. No me mires de ese modo.
Mis amigos hablarán con el padre Inire. Hasta es posible que algunos me
mencionen ante el Autarca. Sabes por qué me encerraron, ¿no es así?
—Por algo relacionado con tu hermana.
—Mi media hermana Thea está con Vodalus. Dicen que es la amante de
Vodalus, y yo lo creo extremadamente probable.
Recordé a la bella mujer en lo alto de las escaleras de la Casa Azur y
dije: —Creo que vi una vez a tu media hermana. Fue en la necrópolis.
Había un exultante con ella, llevaba un bastón-espada y era muy bien
parecido. Me dijo que se llamaba Vodalus. La mujer tenía un rostro en
forma de corazón y una voz que me recordó el arrullo de las palomas. ¿Era
ella?
—Supongo que sí. Quieren que ella lo traicione para salvarme a mí, y
yo sé que no lo hará. Pero cuando lo descubran, ¿por qué no soltarme?
Yo cambié de conversación hasta que ella terminó por reír y me dijo: —
Eres tan intelectual, Severian. Cuando te hagan oficial serás el torturador
más cerebral de toda la historia… espantosa idea.
—Tenía la impresión que te gustaban estas conversaciones, chatelaine.
—Sólo ahora, porque no puedo salir. Aunque te sorprenda, cuando era
libre rara vez dedicaba mi tiempo a la metafísica. En cambio iba a bailar, o
cazaba el pécari con sabuesos moteados. La erudición que admiras la
adquirí de niña, y cuando no me separaba de mi tutor bajo la amenaza de la
vara.
—No necesitamos hablar de esas cosas, chatelaine, si así lo prefieres.
Se puso de pie y hundió la cara en el ramillete que yo había llevado para
ella.
—Las flores son mejor teología que los folios, Severian. ¿Estaba
hermosa la necrópolis cuando estuviste allí? No me traes flores de las
tumbas ¿no es cierto? Esas flores cortadas y llevadas allí por alguien.
—No. Éstas fueron plantadas hace ya mucho. Florecen cada año.
Por la rendija de la puerta, Drotte dijo: —Es hora de partir —y yo me
puse de pie.
—¿Crees que podrás ver otra vez a la chatelaine Thea, mi hermana?
—No lo creo, chatelaine.
—Si la ves, Severian ¿le contarás de mí? Puede que no hayan podido
comunicarse con ella. No habrá traición en eso, estarás haciendo el trabajo
del Autarca.
—Lo haré, chatelaine.
Estaba saliendo por la puerta, cuando ella agregó:
—No traicionará a Vodalus, lo sé, pero puede que haya algún tipo de
compromiso.
Drotte cerró la puerta y giró la llave en la cerradura. No dejé de advertir
que Thecla no preguntara cómo su hermana y Vodalus habían ido a dar a
nuestra antigua —y para la gente como ella, olvidada— necrópolis. El
corredor, con hileras de puertas de metal y paredes húmedas y frías, parecía
oscuro después del brillo de la lámpara en la celda.
Drotte empezó a hablar de una expedición de él y Roche a la guarida de
un león, al otro lado del Gyoll; por sobre el sonido de su voz, oí a Thecla
llamar débilmente: —Recuérdale la vez en que le cosimos una muñeca a
Josepha.
Los lirios se marchitaron como lo hacen los lirios, y las rosas oscuras de
la muerte florecieron, púrpuras y escarlatas. Las corté y se las llevé a
Thecla. Ella sonrió y recitó:
Aquí la Rosa Agraciada, no la Rosa Casta, reposa. El perfume que asciende, no es
perfume de rosas.

—Si el olor te ofende, chatelaine…


—En absoluto, es muy dulce. Sólo estaba citando algo que solía decir
mi abuela. La mujer era escandalosa de joven, o así me lo dijo; y todos los
niños cantamos esos versos cuando ella murió. En realidad, sospecho que
son mucho más antiguos y que se pierden en el tiempo, como el principio
de todas las cosas, buenas y malas. Se dice que los hombres desean a las
mujeres, Severian. ¿Por qué entonces desprecian lo que consiguen?
—No creo que todos lo hagan, chatelaine.
—Esa hermosa Rosa se entregó, y sufrió por eso tantas vejaciones, que
hasta yo estoy enterada, aunque hace mucho que los sueños y las tersas
carnes de esta muchacha se convirtieron en polvo. Ven y siéntate junto a mí.
Hice lo que me dijo, y ella deslizó las manos bajo el faldón gastado de
mi camisa y me la quitó por sobre la cabeza. Protesté, pero me fue
imposible resistir.
—¿De qué te avergüenzas? Tú no tienes pechos que ocultar. Nunca vi
una piel tan blanca junto a un vello tan negro. ¿Crees que mi piel es blanca?
—Muy blanca, chatelaine.
—También otros lo creen así, pero es parda al lado de la tuya. Has de
evitar el sol cuando seas torturador, Severian. Te quemaría terriblemente.
El pelo, que llevaba suelto a menudo, se lo había recogido sobre la
cabeza como una aureola oscura. Nunca se había parecido tanto a su media
hermana Thea, y tanto la deseé, que me pareció que yo estaba derramando
mi sangre sobre el suelo, sintiéndome cada vez más débil y desfalleciendo
con cada contracción de mi corazón.
—¿Por qué estás llamando a mi puerta? —preguntó, pero con su sonrisa
me dijo que ya lo sabía.
—He de marcharme.
—Es mejor que antes vuelvas a ponerte la camisa… no querrás que tu
amigo te vea así.
Esa noche, aunque sabía que era en vano, fui a la necrópolis y pasé
varias guardias vagando entre las silenciosas casas de los muertos. A la
noche siguiente volví, y a la siguiente. La cuarta, Roche me llevó a la
ciudad, y en una taberna oí decir que Vodalus se encontraba lejos, en el
norte, ocultándose entre los bosques escarchados y atacando kafilas.
Los días pasaron. Thecla estaba segura que, como nadie la había
molestado durante tanto tiempo, nunca sería sometida a tortura, e hizo que
Drotte le trajera material para escribir y dibujar, con el que pensaba diseñar
una villa que se levantaría en la costa austral del lago Diuturna, de la que se
dice que es la región más distante, y también la más hermosa, de la
mancomunidad. Yo llevaba grupos de aprendices a nadar allí, pensando que
era mi deber, aunque nunca pude sumergirme en las aguas profundas sin
cierto temor.
Entonces, de súbito según pareció, el tiempo se había vuelto demasiado
frío como para ir a nadar; una mañana había una escarcha centelleante sobre
las piedras desgastadas del Patio Viejo, y en nuestros platos de la cena
aparecieron chuletas de cerdo, signo seguro de que el frío había alcanzado
las colinas bajo la ciudad. El maestro Gurloes y el maestro Palaemon me
convocaron.
El maestro Gurloes dijo: —Desde diversas partes nos llegan buenos
informes acerca de ti, Severian, y tu período de aprendizaje está próximo a
cumplirse.
Casi en un susurro, el maestro Palaemon añadió:
—Tu adolescencia está detrás de ti, y tu madurez delante. —Había
afecto en su voz.
—Así es, en verdad —continuó el maestro Gurloes—. La fiesta de
nuestra patrona se aproxima. ¿Supongo que lo has pensado?
Asentí con la cabeza.
—Eata será capitán después de mí.
—¿Y tú?
No entendía a qué se refería; el maestro Palaemon, al advertirlo,
preguntó gentilmente:
—¿Qué serás tú, Severian? ¿Un torturador? Sabes que puedes dejar el
gremio, si lo prefieres.
Le dije firmemente, y como si me sintiera algo escandalizado por la
sugerencia, que jamás lo había considerado. Era mentira. Sabía, como saben
todos los aprendices, que uno no es firme y definitivamente miembro del
gremio en tanto uno no da su consentimiento de adulto. Además, aunque
amaba al gremio, también lo odiaba… no por el sufrimiento que infligía a
clientes que a veces pudieron haber sido inocentes, y que a menudo eran
castigados más allá de lo que las posibles ofensas hubieran podido
justificar, sino porque me parecía ineficiente e inútil, y porque servía a un
poder que no sólo era ineficaz, sino también remoto. No sé de qué manera
mejor expresar mis sentimientos: lo odiaba porque me hacía padecer y me
humillaba, y lo amaba porque era mi hogar, y lo odiaba y a la vez lo amaba
porque era un modelo ejemplar de las cosas antiguas, porque era débil, y
porque parecía indestructible.
Naturalmente, nada de esto le dije al maestro Palaemon, aunque lo
habría hecho si el maestro Gurloes no hubiera estado presente. Con todo,
parecía imposible que mi declaración de lealtad, vestido de harapos como
estaba entonces, pudiera ser tomada en serio; sin embargo, así era.
—Tanto si has pensado en abandonarnos como si no —me dijo el
maestro Palaemon— es una opción que sólo a ti corresponde. Muchos
dirían que únicamente un necio serviría durante años de duro aprendizaje
para luego rehusar a convertirse en oficial del gremio. Pero puedes hacerlo
así si lo deseas.
—¿A dónde iría? —Esa, aunque no podía decirlo, era la verdadera
razón por la que me quedaba. Sabía que un vasto mundo se extendía fuera
de los muros de la Ciudadela… a decir verdad, fuera de los muros de
nuestra torre. Pero no me podía imaginar a mí mismo ocupando un sitio en
él. Debiendo elegir entre la esclavitud y el vacío de la libertad, añadí por
temor a que contestaran mi pregunta: —Fui criado en nuestro gremio.
—Sí —dijo el maestro Gurloes en su manera más formal—, pero no
eres aún un torturador, no te has investido del color fulígeno.
La mano del maestro Palaemon, seca y arrugada como la mano de una
momia, buscó a tientas la mía hasta que al fin la encontró.
—Entre los iniciados a la religión se dice: «Se es siempre un
observante». No se refiere sólo al conocimiento, sino también al crisma,
cuya señal, por ser invisible, es inextirpable. Tú conoces nuestro crisma.
Asentí otra vez.
—Menos ecuánime que el de ellos, puede quitarse con un poco de agua.
Si te vas ahora, los hombres sólo dirán: «Fue criado por los torturadores».
Pero cuando hayas sido ungido, dirán: «Es un torturador». No importa que
estés detrás de un arado o de un tambor, siempre oirás: «Es un torturador».
¿Lo entiendes?
—No deseo escuchar otra cosa.
—Eso está bien —dijo el maestro Gurloes, y de pronto los dos
sonrieron, el maestro Palaemon mostrando unos pocos dientes torcidos, y el
maestro Gurloes, unos dientes cuadrados y amarillos, como un caballo
muerto. Luego, con un énfasis en su voz que aún puedo oír mientras
escribo, agregó—: Entonces es hora de que te comunique el secreto final.
Porque sería conveniente que lo pensaras un tiempo, antes de la ceremonia.
Entonces él y el maestro Palaemon me expusieron el secreto oculto en
el corazón del gremio, el más sagrado porque ninguna liturgia lo celebra, y
desnudo y escondido en el regazo del Pancreador.
Y me hicieron jurar que no lo revelaría jamás, salvo —como ellos lo
hacían— a alguien a punto de iniciarse en los misterios del gremio. Desde
entonces he quebrado ese voto, a menudo, como he hecho con muchos
otros.
XI

La fiesta

El día de nuestra patrona coincide con la desaparición del invierno.


Entonces nos alegramos: los oficiales desfilan ejecutando la danza de las
espadas, con saltos fantásticos; los maestros iluminan la capilla en ruinas
del Patio Grande con mil velas perfumadas, y nosotros nos preparamos para
la fiesta.
En el gremio la observación anual se considera mayor, cuando un oficial
es promovido al magisterio; menor cuando al menos un aprendiz es
nombrado oficial; o mínima, cuando no hay ninguna promoción. Como
ningún oficial ascendía al magisterio el año en que me convertí en oficial —
lo cual no debe sorprender a nadie, pues tales ocasiones son más raras que
las décadas—, la ceremonia de mi enmascaramiento fue una fiesta menor.
Aun así, se dedicaron semanas a los preparativos. He oído decir que no
menos de ciento treinta y cinco gremios tienen miembros trabajando dentro
de los muros de la Ciudadela. De éstos, algunos (como lo hemos visto entre
los curadores de cuadros) son demasiado escasos como para celebrar la
fiesta patronal en la capilla, y se unen a sus hermanos de la ciudad. Los más
numerosos celebran la fiesta con toda la pompa posible, para aumentar la
estima en que se les tiene. De esta especie son los soldados en el día de
Adriano, los marineros en el de Bárbara, las brujas en el de Mag, y muchos
otros.
Mediante espectáculos maravillosos y el reparto gratuito de comidas y
bebidas, intentan que asistan a sus ceremonias tanta gente ajena a los
gremios como sea posible.
No es así entre los torturadores. Nadie ajeno al gremio ha cenado con
nosotros en la fiesta de la Sagrada Katharine en los últimos trescientos años,
desde que un teniente de la guardia, según se dice, se atrevió a asistir por
una apuesta. Corren muchas historias infundadas acerca de lo que ocurrió:
como que lo hicimos sentar a nuestra mesa en una silla de hierro al rojo.
Ninguna es cierta. De acuerdo con la tradición de nuestro gremio, se le dio
la bienvenida y fue agasajado; pero como por sobre la carne y el pastel de
Katharine no hablamos del dolor que habíamos infligido, ni de nuevas
formas de tormento, ni de cómo maldecíamos a aquellos cuya carne
habíamos desgarrado y morían demasiado pronto, se puso cada vez más
ansioso, imaginando que intentábamos tranquilizarlo para luego caer sobre
él. Creyéndolo así, comió poco y bebió demasiado, y al volver al cuartel,
cayó y se golpeó la cabeza, de modo que en adelante a veces perdía el juicio
y sufría grandes dolores. Al tiempo se metió el cañón de su propia arma en
la boca, pero eso no fue obra nuestra.
Nada más que torturadores, pues, asisten a la capilla el día de la Sagrada
Katharine.
No obstante cada año, sabiendo que nos observan desde las ventanas
altas, nos preparamos como hace el resto, y con mayor grandiosidad. Fuera
de la capilla nuestros vinos arden como gemas a la luz de cien antorchas;
nuestras reses humean y nadan en su propio jugo; capibaras y agutíes
erguidos como si tuvieran vida, cubiertos de un cuero en el que el coco
tostado se mezcla con la propia piel desgarrada, trepan por leños de jamón y
escalan montañas de pan recién horneado.
Nuestros maestros, de los que no había más que dos cuando me
nombraron oficial, llegan en palanquines encortinados con flores
entretejidas, y pisan alfombras de arenas coloreadas, alfombras que cuentan
de las tradiciones del gremio, dibujadas grano a grano tras días y días de
esfuerzo por los oficiales, y destruidas en unos pocos segundos por los pies
de los maestros.
Dentro de la capilla aguardan una gran rueda con púas, una doncella, y
una espada. A la rueda la conocía bien, pues como aprendiz varias veces
había ayudado a levantarla, y a bajarla después. Cuando no la utilizaban, la
guardaban en lo más alto de la torre, justo bajo la armería. La espada, que a
un paso o dos de distancia parecía la verdadera espada de un verdugo, no
era más que un listón de madera provisto de una vieja empuñadura e
iluminada con oropel.
De la doncella nada puedo decir. Cuando era muy joven, ni siquiera me
preguntaba por ella; ésas son las primeras fiestas que recuerdo. Cuando fui
algo mayor y Gildas (oficial desde hacía mucho tiempo del que escribo) era
capitán de aprendices, creí que quizá fuera una de las brujas. Cuando
cumplí un año más, supe que semejante falta de respeto era intolerable.
Quizá fuera una sirvienta de alguna parte remota de la Ciudadela. Quizá
fuera una residente de la ciudad, quien para ganar algo, o por alguna vieja
conexión con nuestro gremio, consintiera en desempeñar el papel; no lo sé.
Sólo sé que estaba allí en todas las fiestas, y siempre, me parecía, con el
mismo aspecto. Era alta y esbelta, aunque no tan alta ni esbelta como
Thecla, de cutis y ojos oscuros, y cabellos negros como el plumaje del
cuervo. Una cara como la suya no la he visto nunca en otra parte; parecía un
estanque de agua pura en medio de un bosque.
Se mantenía de pie entre la rueda y la espada mientras el maestro
Palaemon (por ser el más anciano de nuestros maestros) nos hablaba de la
fundación del gremio, y de nuestros precursores en los años que
antecedieron a la llegada del hielo; esta parte variaba cada año, de acuerdo
con lo que su erudición decidía. Se mantenía erguida y en silencio mientras
nosotros entonábamos el Canto del Miedo, el himno del gremio que los
aprendices deben aprender de memoria, pero que se canta sólo ese día del
año. Se mantenía silenciosa mientras nosotros nos arrodillábamos entre los
bancos rotos, y rezábamos.
Entonces el maestro Gurloes y el maestro Palaemon, asistidos por varios
de los oficiales mayores, comenzaban a relatar la leyenda de la doncella. A
veces hablaba uno solo, otras cantaban todos juntos, o mientras dos
hablaban de cosas diferentes, otros tocaban flautas talladas en fémures o el
rabel de tres cuerdas que chilla como un hombre.
Cuando llegaban al momento de la narración en que nuestra patrona es
condenada por Maxentius, cuatro oficiales enmascarados corrían a
apresarla. Tan silenciosa y serena antes, ahora gritaba y se resistía. Pero
cuando la arrastraban hacia la rueda, ella parecía oscurecerse y cambiar. A
la luz de las velas, era como si unos pitones verdes de cabezas enjoyadas,
escarlatas, cetrinas y blancas, se le retorcieran en el cuerpo. Luego se veía
que eran flores, capullos de rosa. Cuando la doncella se encontraba a un
paso de distancia, las flores, que eran de papel y estaban escondidas dentro
de las distintas partes de la rueda, se abrían. Fingiendo miedo, los oficiales
retrocedían; pero los narradores, Gurloes, Palaemon y los demás,
representando juntos el papel de Maxentius, los instaban a seguir adelante.
Entonces yo, todavía sin máscara y en traje de aprendiz, avancé y dije:
—De nada vale que te resistas. Has de ser quebrada en esa rueda, pero no te
infligiremos ningún otro ultraje.
La doncella no respondió, pero tendió el brazo y tocó la rueda, que en
seguida cayó hecha pedazos, desmoronándose con estrépito, perdiendo
todas sus rosas.
—Decapitadla —exigió Maxentius, y yo cogí la espada, que era muy
pesada.
Ella se arrodilló ante mí.
—Eres una consejera de la Omnisciencia —dije—. Aunque debo
decapitarte, te ruego que me perdones la vida.
Entonces la doncella habló por primera vez, diciendo: —Asesta el golpe
y no temas.
Levanté la espada. Recuerdo que por un momento tuve miedo de que
me hiciera perder el equilibrio.
Cuando evoco ese tiempo, es ese momento lo primero que recuerdo;
para recordar más debo avanzar o retroceder a partir de allí. En la memoria
me parece que me mantengo siempre así, con camisa gris y pantalones
andrajosos, y la espada alzada sobre la cabeza. Al levantarla, era un
aprendiz, cuando la bajara, sería un oficial de la Orden de los Buscadores de
la Verdad y la Penitencia.
De acuerdo con la regla que nos rige, el verdugo ha de estar entre la
víctima y la luz; la cabeza de la doncella se apoyaba sobre el bloque, en la
sombra. Yo sabía que la espada no le haría daño; yo apuntaría a un lado,
desatando un ingenioso mecanismo que levantaría una cabeza de cera
manchada de sangre, mientras la doncella se envolvía la suya con un lienzo
fulígeno. Sin embargo, vacilaba antes de asestar el golpe.
Ella habló otra vez desde el suelo a mis pies y su voz parecía resonar en
mis oídos.
—Asesta el golpe y no temas. —Con toda la fuerza de que fui capaz,
bajé la falsa espada. Por un instante me pareció que encontraba resistencia;
luego dio contra el bloque, que se partió en dos. La cabeza de la doncella,
completamente ensangrentada, cayó hacia delante, hacia los hermanos que
miraban. El maestro Gurloes levantó la cabeza por los cabellos, y el
maestro Palaemon ahuecó la palma de la mano izquierda para recibir la
sangre.
—Con este nuestro crisma —dijo—, te consagro, Severian, nuestro
hermano para siempre. —El dedo índice de Palaemon trazó la marca sobre
mi frente.
—Así sea —dijo el maestro Gurloes y todos los oficiales excepto yo.
La doncella se puso de pie. Yo sabía, mientras la miraba, que la cabeza
estaba escondida bajo la tela, pero parecía como si allí no hubiera nada. Me
sentí mareado y cansado.
Ella cogió la cabeza de cera de manos del maestro Gurloes y fingió
volver a ponérsela sobre los hombros; la deslizó por alguna abertura de la
tela y se irguió ante nosotros, completa y radiante. Yo me arrodillé ante ella
y los demás se apartaron.
La doncella levantó la espada con la que yo acababa de cortarle la
cabeza; la hoja estaba ensangrentada.
—Eres de los torturadores —dijo. Sentí que la espada me tocaba uno y
otro hombro y en seguida unas manos ansiosas me pusieron la máscara del
gremio y me elevaron.
Antes de saber lo que ocurría, me encontré sobre los hombros de dos
oficiales; sólo después supe que eran Drotte y Roche, aunque pude haberlo
adivinado. Me transportaron en procesión por el pasillo a través del centro
de la capilla, mientras todos vitoreaban y gritaban.
No bien estuvimos fuera, empezaron los fuegos de artificio: cohetes en
torno a nuestros pies, y aun en torno a nuestros oídos, torpedos que
estallaban contra los muros de la capilla de mil años de antigüedad,
petardos rojos y amarillos y verdes que saltaban en el aire. Un cañón del
Torreón Grande quebró la noche.
Las excelentes carnes de que he hablado, estaban sobre las mesas en el
patio; yo me senté a la cabecera entre el maestro Palaemon y el maestro
Gurloes, y bebí demasiado (para mí un poco fue siempre demasiado) y me
aclamaron y brindaron por mí. Qué le ocurrió a la doncella, no lo sé.
Desapareció, como siempre. No la he vuelto a ver.
Desconozco cómo llegué a mi cama. Los que beben mucho me han
contado que a veces olvidan todo lo que ha pasado en la última parte de la
noche, y tal vez conmigo ocurrió lo mismo. Pero creo más probable que yo
(que nunca olvido nada, que, si he de ser sincero por una vez, y aunque
parezca una jactancia, no comprendo verdaderamente qué quieren decir
otros con olvido, pues me parece que toda experiencia se convierte en parte
de mi ser) me haya quedado dormido, y me llevaron allí.
Sea como fuere, no desperté en el cuarto bajo y familiar que era nuestro
dormitorio, sino en una cámara pequeña, mucho más alta que ancha. Se
trataba de una cámara de oficial, y siendo yo el menor de los oficiales, el
menos estimado en la torre, era un cubículo cerrado, no más grande que una
celda.
La cama parecía moverse debajo de mí. Me tomé de los lados y me
senté; entonces se quedó quieta; pero apenas hube apoyado mi cabeza otra
vez en la almohada empezó a moverse de nuevo. Sentí que estaba
despierto… luego que despertaba otra vez, pero que hacía sólo un instante
que me había quedado dormido. Era consciente de que había alguien
conmigo en la minúscula cámara, y por una razón que no podría haber
explicado, pensé que era la joven que había desempeñado el papel de
nuestra patrona.
Me senté sobre la cama que se movía. Por debajo de la puerta se filtraba
una luz tenue. No había nadie allí.
Cuando me tendí de nuevo, el cuarto se llenó del perfume de Thecla. La
falsa Thecla había venido de la Casa Azur. Salté de la cama y casi caí al
abrir la puerta. Fuera, en el pasillo, no había nadie.
Un bacín aguardaba bajo la cama, tiré de él y lo llené con mi vómito,
carnes suculentas que nadaban en vino y bilis. De algún modo me pareció
que había cometido una traición, como si al arrojar fuera de mí todo lo que
el gremio me había dado esa noche, me hubiera librado también del gremio
mismo. Tosiendo y sollozando me arrodillé junto a la cama y por fin,
después de limpiarme la boca, volví a acostarme.
No cabe duda de que al fin me quedé dormido. Vi la capilla, pero no era
la ruina que yo conocía. El techo estaba completo y era alto y recto, y de él
colgaban lámparas de color rubí. Los bancos estaban enteros, y
relumbraban; una tela de oro cubría el antiguo altar de piedra. Tras el altar
se levantaba un maravilloso mosaico azul; pero estaba desnudo, como si un
fragmento de cielo sin nubes ni estrellas hubiera sido arrancado y extendido
sobre el muro curvado.
Avancé hacia él por el pasillo y me pareció que era mucho más
luminoso que el verdadero cielo, cuyo azul es casi negro aun en los días
más claros. Sin embargo ¡cuánto más bello era éste! Me excitaba
contemplarlo. Sentí que estaba flotando en el aire, sostenido por su belleza,
mirando desde arriba el altar, la copa de vino carmesí, el pan de proposición
y el antiguo cuchillo. Me sonreí…
Y desperté. En mi sueño había oído pasos en el pasillo, y supe que los
había reconocido, aunque no recordaba a quién pertenecían. Luchando,
evoqué el sonido; no era un paso humano, sino la caricia de unos pies
delicados y un rasguido casi imperceptible.
Volví a oírlo, tan ligero que por un momento pensé que había
confundido el recuerdo con la realidad; pero era real, avanzaba pasillo
arriba lentamente y lentamente se volvía.
Con sólo levantar la cabeza, me invadió una ola de náuseas; volví a
dejarla caer, diciéndome que no importaba quién fuera el que iba y venía,
no era asunto mío. El perfume se había desvanecido, y aunque me
encontraba indispuesto, sentí que ya no me era necesario temer la
irrealidad; estaba de vuelta en el mundo de los objetos sólidos y la plena
luz. Mi puerta se abrió un poco y el maestro Malrubius miró dentro como
para cerciorarse de que me encontraba bien. Lo saludé con la mano y volvió
a cerrar la puerta.
Transcurrió algún tiempo antes de que recordara que él había muerto
cuando yo era todavía un niño.
XII

El traidor

Al día siguiente me dolía la cabeza y me sentía enfermo. Pero como (de


acuerdo con una antigua tradición) se me dispensó de limpiar el Patio
Grande y la capilla, donde estaban la mayoría de los hermanos, fui
reclamado en la mazmorra. Al menos por unos instantes, la calma matinal
de los corredores me apaciguó. Luego los aprendices descendieron ruidosos
(Eata, ya no tan pequeño, tenía un labio hinchado y un brillo de triunfo en la
mirada) llevando el desayuno de los clientes, carnes fría sobre todo,
salvadas de las ruinas del banquete. Tuve que explicar a varios clientes que
éste sería el único día del año en que se les serviría carne, y a uno tras otro
fui asegurándoles que no habría tormentos: el día de la fiesta y el siguiente
no se tortura, y aun cuando una sentencia exija tormento inmediato, se lo
posterga. La chatelaine Thecla aún dormía. No la desperté, pero abrí la
puerta, le llevé la comida y la puse sobre la mesa.
Hacia media mañana, oí otra vez ecos de pasos. Fui hasta el rellano y vi
a dos catafractes, un anagnoste leyendo plegarias, el maestro Gurloes y una
mujer joven. El maestro Gurloes me preguntó si disponía de una celda vacía
y yo empecé a describirle las que estaban desocupadas.
—Entonces llévate a esta prisionera. Yo ya he firmado el ingreso.
Asentí con la cabeza y tomé a la mujer por el brazo; los catafractes la
soltaron y se volvieron como autómatas de plata.
El refinamiento del vestido de satén (algo sucio y desgarrado ahora)
indicaba que ella era una optimate. Una armígera hubiera llevado ropa de
líneas más simples, aunque de telas más finas, y ninguna mujer de las clases
pobres podría haber vestido tan bien. El anagnoste intentó seguirnos por el
corredor, pero el maestro Gurloes se lo impidió. En los peldaños oí los pies
calzados de acero de los soldados.
—¿Cuándo me…? —La voz de la mujer tenía una inflexión en la que
estaba por manifestarse el terror.
—La llevarán al cuarto de exámenes.
Se aferró a mi brazo como si yo fuera su padre o su amante.
—¿Me llevarán?
—Sí, señora.
—¿Cómo lo sabe?
—Llevan a todos los que traen aquí, señora.
—¿Siempre? ¿Nunca sueltan a nadie?
—De vez en cuando.
—Entonces quizá me liberen, ¿no es cierto? —Hablaba con un tono de
esperanza que me hacía pensar en una flor que crecía en la sombra.
—Es posible, pero muy improbable.
—¿No quiere saber lo que he hecho?
—No —dije. Daba la casualidad que la celda junto a la de Thecla estaba
vacía; por un momento me pregunté si pondría allí a la mujer. Sería una
compañía (las dos podrían conversar a través de las rendijas), pero las
preguntas de la mujer y la puerta que yo tenía que abrir y cerrar podrían
despertar a Thecla. Decidí hacerlo: la compañía, sentí, compensaría con
mucho una pequeña pérdida de sueño.
—Estaba prometida a un oficial y descubrí que mantenía a una
mujerzuela. Como se negó a abandonarla, pagué a unos malhechores para
que le incendiaran la techumbre de paja. Ella perdió un colchón de plumas,
unos pocos muebles y algo de ropa. ¿Es ése un crimen por el que deba ser
torturada?
—No lo sé, señora.
—Me llamo Marcellina. ¿Cómo se llama usted?
Giré la llave en la cerradura de la puerta, mientras pensaba si le
contestaría. Thecla, a la que ahora oí moverse, se lo diría de todos modos.
—Severian —dije.
—Y se gana el pan rompiendo huesos. Ha de tener dulces sueños por las
noches.
Los ojos de Thecla, separados y profundos como pozos, estaban en la
rendija de la puerta.
—¿Quién está contigo, Severian?
—Una nueva prisionera, chatelaine.
—¿Una mujer? Sé que lo es… la he oído. ¿De la Casa Absoluta?
—No, chatelaine. —Ignorando cuánto tiempo podría transcurrir antes
de que las dos volvieran a verse, hice que Marcellina se mantuviera frente a
la puerta de Thecla.
—Otra mujer. ¿No es eso insólito? ¿A cuántas tenéis, Severian?
—Ahora, en este nivel, a ocho, chatelaine.
—Creía que con frecuencia tendríais más.
—Rara vez tenemos más de cuatro, chatelaine.
—¿Durante cuánto tiempo estaré aquí encerrada? —interrumpió
Marcellina.
—No mucho. Pocos se quedan aquí mucho tiempo, señora.
Con enfermiza seriedad, Thecla dijo: —Yo estoy a punto de recobrar la
libertad, téngalo por cierto. Él lo sabe.
La nueva dienta de nuestro gremio miró con mayor interés lo que la
rendija de la puerta dejaba ver de Thecla.
—¿Está de veras a punto de que la dejen en libertad, chatelaine?
—Él lo sabe. Ha despachado cartas por mí ¿no es cierto, Severian? Y
estos últimos días ha estado despidiéndose. A su manera es verdaderamente
un buen muchacho.
—Ahora tiene que entrar, señora. Pueden seguir conversando, si quieren
—dije.
Me sentí aliviado después de haberles servido la cena. Drotte me
encontró en las escaleras y me aconsejó que me fuera a la cama.
—Es la máscara —le dije—. No estás acostumbrado a verme con ella.
—Puedo verte los ojos, y eso me basta. ¿No eres capaz de reconocer a
todos los hermanos por los ojos y darte cuenta tanto si están enfadados
como de buen humor? Te convendría irte a dormir.
Le dije que antes tenía algo que hacer, y fui al estudio del maestro
Gurloes. Tal como yo había esperado, no estaba allí, y entre los papeles
esparcidos sobre la mesa encontré lo que de un modo que no podría explicar
sabía que iba a encontrar: la orden para torturar a Thecla.
Después de eso no pude dormir. En cambio fui (aunque no sabía que era
la última vez) a la tumba en la que había jugado de niño. El bronce
funerario del viejo exultante estaba falto de lustre, y algunas hojas se habían
filtrado por la puerta entreabierta; excepto eso, todo lo demás era como
siempre. Una vez le había hablado a Thecla de este lugar, y ahora la
imaginaba conmigo. Ella había huido con mi ayuda y yo le prometía que
allí nadie la encontraría, que le llevaría comida, y que cuando la
persecución se hubiera enfriado, la ayudaría a conseguir un pasaje seguro
en un dhow mercante en el que podría navegar secretamente por los
sinuosos meandros del Gyoll hasta el delta y luego al mar.
Si hubiera sido un héroe, como los protagonistas de los viejos romances,
la habría puesto en libertad aquella misma noche, venciendo por la fuerza o
la droga a los hermanos de guardia. Pero no era fuerte, y no disponía de
drogas, ni tenía arma más formidable que un cuchillo robado de la cocina.
Y si ha de saberse la verdad, entre lo más íntimo de mí mismo y el
desesperado intento se interponían las palabras que había escuchado aquella
mañana, la que siguió a mi consagración. La chatelaine Thecla había dicho
que yo era «a su manera, un buen muchacho», y una parte ya madura de mí
mismo sabía que aunque yo triunfara, contra toda probabilidad seguiría
siendo a su manera, un buen muchacho. En ese momento creí que eso tenía
importancia.
Por la mañana el maestro Gurloes me ordenó que lo asistiera en la
imposición del tormento. Roche vino con nosotros.
Yo abrí la puerta de la celda. En un principio ella no entendió por qué
estábamos allí, y me preguntó si tenía una visita o si la iban a dejar en
libertad.
Cuando llegamos a nuestro destino, lo supo. Muchos hombres se
desmayan, pero ella no. Con cortesía, el maestro Gurloes le preguntó si le
gustaría una explicación de los varios mecanismos.
—¿Se refiere a los que van a utilizar? —Había un leve estremecimiento
en su voz.
—No, no, yo no haría eso. Sólo las máquinas curiosas que verá de paso.
Algunas son muy antiguas, y la mayoría ya apenas se usan.
Thecla miró alrededor antes de contestar. El cuarto de exámenes —
nuestro taller— no está dividido en celdas, sino que es un espacio único,
con tubos de viejos motores por pilares y atestado de herramientas de
nuestro ministerio.
—La que van a utilizar conmigo ¿es antigua también? —preguntó ella.
—La más venerable de todas —contestó el maestro Gurloes. Esperó a
que ella dijera algo más, lo que no sucedió, y continuó con sus
descripciones—. Estoy seguro de que habrá oído hablar de la Cometa…
todo el mundo la conoce. Allí detrás… si avanza un paso por este lado la
podrá ver mejor… es lo que llamamos «el aparato». Con él se escribe
cualquier lema que se haya ordenado en la carne del cliente, pero rara vez
funciona. Veo que está mirando el viejo poste. No es más que lo que parece,
sólo una estaca para inmovilizar las manos y un látigo correctivo de trece
correas. Solía estar en el Patio Viejo, pero las brujas se quejaron y el
chatelain hizo que lo trasladáramos aquí abajo. Eso fue hace cerca de un
siglo.
—¿Quiénes son las brujas?
—Me temo no tener tiempo para eso ahora. Severian puede explicárselo
cuando estén de vuelta en la celda.
Thecla me miró como diciéndome: «¿Es posible de veras que vuelva
allí?», y yo aproveché la ventaja de encontrarme al otro lado del maestro
Gurloes para tomar la mano helada de la chatelaine.
—Más allá…
—Espere. ¿Puedo elegir? ¿Hay algún modo de persuadirlo… a hacer
una cosa en lugar de otra? —El tono de la voz de Thecla era todavía
valiente, pero más débil ahora.
Gurloes negó con la cabeza.
—No tengo voz en el asunto, chatelaine. Tampoco usted. Cumplimos
con las sentencias que nos son encomendadas, sin hacer más que lo que se
nos dice, sin el menor cambio. —Embarazado, se aclaró la garganta—. Lo
que sigue es interesante, me parece. Lo llamamos el Collar Permisivo. Se
sujeta con correas al cliente en ese asiento, y se coloca la almohadilla contra
el esternón. Cada vez que el cliente respira, la cadena se ajusta, y cada vez
le es más difícil respirar. En teoría puede seguirse así por siempre, con
inhalaciones superficiales y ajustes pequeños.
—Qué horrible. ¿Qué es lo que está detrás? ¿Ese lío de alambre y el
gran globo de cristal sobre la mesa?
—¡Ah! —dijo el maestro Gurloes—. Lo llamamos el Revolucionario. El
sujeto se tiende aquí. ¿Quiere usted hacerlo, chatelaine?
Durante largo rato Thecla pareció tranquila. Era más alta que ninguno
de nosotros, pero con el terrible miedo que se le advertía en el rostro, su
altura ya no resultaba imponente.
—Si no lo hace —continuó—, nuestros oficiales tendrán que obligarla.
No le gustará eso, chatelaine.
Thecla dijo en un susurro: —Creí que me los mostraría todos.
—Sólo hasta que llegáramos a este sitio, chatelaine. Es mejor que la
mente del cliente esté ocupada. Ahora tiéndase, por favor. No volveré a
pedírselo.
Ella se tendió en seguida, rápida y graciosamente, como a menudo yo la
había visto tenderse en la celda. Las correas con que Roche y yo la
sujetamos eran tan viejas y resquebrajadas, que me pregunté si resistirían.
Había cables que era preciso rebobinar desde una parte del cuarto de
exámenes a la otra, y habría que ajustar reóstatos y amplificadores
magnéticos. Antiguas luces como ojos inyectados en sangre, brillaban en el
panel de mandos, y un zumbido como el de un insecto enorme llenaba toda
la estancia. Por unos instantes la antigua máquina de la torre volvió a la
vida. Un cable se soltó, y unas chispas azules como de brandy ardiendo
recorrieron los accesorios de bronce.
—Relámpago —dijo el maestro Gurloes mientras reacomodaba el cable
suelto—. Hay otra palabra para él, pero no la recuerdo. De cualquier modo
el Revolucionario funciona mediante relámpagos. Por supuesto que no la
alcanzarán, chatelaine. Pero es el relámpago lo que la pone en marcha.
—Severian, levanta esa palanca hasta que esta aguja esté aquí. —Un
carrete, que hacía apenas un momento estaba frío como una serpiente, ahora
quemaba.
—¿Qué provoca?
—No sabría describirlo, chatelaine, nunca lo he experimentado. —La
mano de Gurloes movió una perilla en el panel de mandos y una luz que
quitaba el color de todo aquello sobre lo que caía, bañó a Thecla.
Ella gritó. He oído gritos durante toda mi vida, pero el suyo, aunque no
el más estridente, fue el peor; parecía seguir y seguir, como el chirrido de
una carretilla.
Cuando la luz se apagó, todavía seguía consciente. Tenía los ojos
abiertos y la mirada fija; pero no pareció que viera mi mano o que la
sintiera, cuando la toqué. La oí respirar: unos jadeos rápidos y
entrecortados.
—¿Esperamos hasta que pueda andar? —preguntó Roche. Me di cuenta
de que pensaba en lo incómodo que sería cargar a una mujer tan alta.
—Llevadla ahora —dijo el maestro Gurloes—. Acabemos con el
trabajo.
Cuando todas mis tareas estuvieron concluidas, fui a la celda a verla.
Estaba completamente consciente, aunque no podía tenerse en pie.
—Tendría que odiarte —dijo.
Tuve que inclinarme sobre ella para entender sus palabras.
—Está bien —dije.
—Pero no te odio. Si odiara a mi último amigo, ¿qué me quedaría?
No había nada que decir a eso, de modo que nada dije.
—¿Sabes lo que fue? Transcurrió mucho tiempo antes de que pudiera
darme cuenta.
La mano derecha de Thecla empezó a reptar hacia arriba, hacia los ojos.
Se la tomé y la retiré con fuerza.
—Creí que veía a mi peor enemigo, una especie de demonio. Y era yo.
El cuero cabelludo le estaba sangrando. Lo cubrí con unas hilas limpias
y se las aseguré, aunque sabía que pronto las perdería. Entre los dedos tenía
oscuros pelos rizados.
—Desde entonces no puedo dominar mis manos. Puedo si lo pienso, si
sé lo que están haciendo. Pero es tan difícil, y estoy tan cansada. —Volvió
la cabeza y escupió sangre—. Me muerdo. Me muerdo el interior de las
mejillas, y la lengua y los labios. Una vez mis manos trataron de
estrangularme, y pensé oh, está bien, ahora moriré. Pero sólo perdí el
conocimiento. Al fin parece que mis manos perdieron fuerza, porque
desperté. Es como esa máquina ¿no es cierto?
—El Collar Permisivo —dije.
—Pero peor. Ahora mis manos están tratando de enceguecerme, de
arrancarme los párpados. ¿Quedaré ciega?
—Sí —dije.
—¿Cuánto tiempo antes de morir?
—Un mes, quizá. Lo que hay en ti que te odia, se debilitará a medida
que tú misma te vayas debilitando. El Revolucionario le dio vida, pero esa
energía es tu energía, y al final moriréis juntos.
—Severian…
—¿Sí?
—Entiendo —dijo. Y luego—: Esto es algo propio de Erebus, de Abaia,
un compañero adecuado para mí. Vodalus…
Me incliné más cerca de ella, pero no pude oír. Por fin dije: —Traté de
salvarte. Quería hacerlo. Robé un cuchillo y me pasé la noche esperando
una oportunidad. Pero sólo un maestro puede sacar a un prisionero de la
celda, y habría tenido que matar…
—A tus amigos.
—Sí, a mis amigos.
Las manos se le movían otra vez, y le sangraba la boca.
—¿Me traerás el cuchillo?
—Lo tengo aquí —dije, y lo saqué de debajo de la capa. Era un cuchillo
de cocina corriente con una hoja de un palmo poco más o menos.
—Parece afilado.
—Lo es —dije—. Sé como tratar estas cosas y lo afilé con cuidado. —
Eso fue lo último que le dije. Le puse el cuchillo en la mano derecha y salí.
Por un tiempo, lo sabía, la voluntad de Thecla lo mantendría apartado.
Mil veces me volvió el mismo pensamiento: podría volver a la celda,
quitarle el cuchillo y nadie se enteraría nunca. Podría vivir mi vida en el
gremio.
Si su garganta dejó escapar un estertor, no lo oí; pero después de estar
mirando largo tiempo la puerta de la celda, un delgado hilo carmesí asomó
deslizándose por el umbral.
Entonces fui a ver al maestro Gurloes y le dije lo que había hecho.
XIII

El lictor de Thrax

Durante los diez días que siguieron viví la vida de un cliente, en una celda
del nivel superior (de hecho, no lejos de la que había sido la de Thecla).
Con el fin de que el gremio no fuera acusado de haberme detenido sin
proceso legal, dejaron la puerta abierta, pero fuera había dos oficiales
armados con espadas, y nunca la traspasé salvo un breve tiempo al segundo
día, cuando fui conducido ante el maestro Palaemon para que yo volviera a
contar mi historia. Ése fue mi juicio, si se quiere. Durante el resto del
tiempo, el gremio meditó sobre mi sentencia.
Se dice que es una cualidad peculiar del tiempo conservar los hechos, y
que lo hace volviendo verdaderas nuestras falsedades pasadas. Así sucedió
conmigo. Había mentido al decir que amaba el gremio, que no deseaba otra
cosa que permanecer en él. Ahora descubría que esas mentiras se volvían
verdades. La vida de un oficial, y aun la de un aprendiz, me parecían
infinitamente atractivas. No sólo porque tenía la certeza de que moriría,
sino verdaderamente atractivas en sí mismas, porque las había perdido.
Ahora veía a los hermanos desde el punto de vista de un cliente, y por tanto
los veía poderosos, los principios activos de una maquinaria enemiga y casi
perfecta.
Sabiendo que mi caso no tenía esperanzas, aprendí en mi propia persona
lo que el maestro Malrubius había inculcado en mí cuando yo era niño: que
la esperanza es un mecanismo psíquico al que no afectan las realidades
externas. Yo era joven y estaba bien alimentado; se me permitía dormir y,
por tanto, tenía esperanzas. Una y otra vez, despierto y dormido, soñaba que
justo cuando yo estuviera por morir, Vodalus llegaría. No solo, como lo
había visto lucharen la Necrópolis, sino a la cabeza de un ejército que
barrería la decadencia de siglos, y nos transformaría una vez más en los
amos de las estrellas. A menudo creía oír el paso de ese ejército resonando
en los corredores; a veces llevaba mi vela hasta la pequeña rendija de la
puerta porque creía haber visto el rostro de Vodalus fuera en la oscuridad.
Como he dicho, creía que moriría. La cuestión que ocupó mi mente
durante esos lentos días era por qué medios. Había aprendido todas las artes
del torturador; ahora pensaba en ellas: a veces de una en una, tal como nos
las habían enseñado, otras todas juntas, en una revelación del dolor. Vivir
día tras día en una celda subterránea pensando en el tormento, es el
tormento mismo.
Al undécimo día fui convocado por el maestro Palaemon. Vi otra vez la
luz roja del sol, y respiré ese viento húmedo que indica en invierno que la
primavera casi ha llegado. Pero cuánto me costó dejar atrás la puerta abierta
de la torre y ver la puerta de los cadáveres en el muro encortinado, y al
viejo Hermano Portero allí, ocioso.
Cuando entré en el estudio del maestro Palaemon, me pareció muy
grande, todavía muy preciado para mí, como si los papeles y los libros
polvorientos me pertenecieran. Me pidió que me sentara. No llevaba
máscara y me pareció más viejo que en mis recuerdos.
—El maestro Gurloes y yo hemos discutido tu caso —dijo—. Hemos
tenido que comunicárselo a los otros oficiales y también a los aprendices.
Es mejor que sepan la verdad. La mayoría está de acuerdo en que mereces
la muerte.
Esperó a que yo hiciera algún comentario, pero no lo hice.
—Y, sin embargo, se dijo mucho en tu defensa. Varios oficiales en
encuentros privados me insistieron a mí, y también al maestro Gurloes, en
que se te permitiera morir sin dolor.
No sabría decir por qué, pero me pareció sumamente importante saber
cuántos amigos así tenía, y lo pregunté.
—Más de dos, y más de tres. El número exacto no interesa. ¿No crees
que mereces morir con dolor?
—Mediante el Revolucionario —dije, con la esperanza de que si pedía
esa muerte como favor, no me sería concedida.
—Sí, eso sería lo adecuado. Pero…
Y aquí hizo una pausa. El momento pasó, luego otro. La primera mosca
de abdomen tornasolado del nuevo verano, zumbó contra la ventana. Tuve
ganas de aplastarla, de atraparla y soltarla, de gritarle al maestro Palaemon
que hablara, de salir corriendo del cuarto; pero no podía hacer ninguna de
esas cosas. En cambio, me quedé sentado en la vieja silla de madera junto a
la mesa, sintiendo que ya estaba muerto, aunque todavía tenía que morir.
—No podemos matarte. Me llevó mucho tiempo convencer a Gurloes,
pero es así. Si te matamos sin una orden judicial, no nos comportaremos
mejor que tú: tú nos has traicionado, pero nosotros habremos traicionado la
ley. Además, pondríamos al gremio en peligro para siempre. Un inquisidor
lo llamaría asesinato.
Esperó a que yo hiciera algún comentario y entonces le dije: —Pero por
lo que he hecho…
—La sentencia sería justa. Sí. Sin embargo, según la ley no tenemos
derecho a quitar la vida con nuestra sola autoridad. Los que tienen ese
derecho están justamente celosos de él. De acudir a ellos, el veredicto sería
seguro. Pero si lo hiciéramos, la reputación del gremio quedaría pública e
irrevocablemente manchada. Casi toda la confianza que hay depositada en
nosotros, desaparecería para siempre. Hasta sería posible que en el futuro
otros supervisaran nuestros propios asuntos. ¿Te gustaría ver a nuestros
clientes vigilados por soldados, Severian?
La visión que yo había tenido en el Gyoll cuando estuve por ahogarme
apareció ante mí, y era como entonces, de un sombrío aunque intenso
atractivo. —Antes me quitaría la vida —dije—. Fingiré nadar y moriré en
medio del canal, lejos de toda ayuda.
La sombra de una sonrisa cruzó la arruinada cara del maestro Palaemon.
—Me alegro de que me hayas hecho ese ofrecimiento sólo a mí. El
maestro Gurloes se habría complacido no poco en señalar que por lo menos
transcurriría un mes antes que eso de morir ahogado en el canal fuera
verosímil.
—Soy sincero. Busqué una muerte sin dolor, pero es la muerte lo que
busqué y no una extensión de la vida.
—Aun cuando estuviéramos en medio del verano, lo que propones no
podría permitirse. Un inquisidor podría deducir que fuimos nosotros los que
preparamos tu muerte. Por fortuna para ti, nos hemos puesto de acuerdo en
una solución menos incriminatoria. ¿Sabes algo del estado de nuestro
ministerio en las ciudades provincianas?
Negué con la cabeza.
—Es malo. Sólo en Nessus hay un cabildo de nuestro gremio. Los
lugares menores lo más que tienen es un carnificario que quita la vida y
aplica los tormentos que los jueces decretan. Un hombre semejante es
universalmente odiado y temido. ¿Comprendes?
—Esa posición —respondí— es demasiado elevada para mí. —No
había falsedad en lo que decía, en ese momento me despreciaba a mí mismo
mucho más que al gremio.
Desde entonces he recordado esas palabras con frecuencia, aunque no
eran sino mías, y me han servido de consuelo en muchos infortunios.
—Hay una ciudad llamada Thrax, la Ciudad de las Habitaciones sin
Ventanas —continuó el maestro Palaemon—. Abdiesus, el arconte de allí,
envió una carta a la Casa Absoluta. Un alguacil de ésta se la transmitió al
Castellar, y de él la he recibido yo. En Thrax necesitan un funcionario como
el que te he descrito. En el pasado han perdonado a hombres condenados
con la condición de que aceptaran el puesto. Ahora la traición pudre el
campo, y desde que el cargo requiere cierto grado de confianza, se sienten
reacios a volver a hacerlo.
—Lo entiendo —dije.
—En dos ocasiones anteriores se han enviado miembros del gremio a
ciudades cercanas, aunque si esos casos fueron como éste, las crónicas no lo
dicen. No obstante, son un precedente, y una posible solución al problema.
Tienes que ir a Thrax, Severian.
He preparado una carta de presentación para el arconte y sus
magistrados. Te describe como muy capacitado en nuestro ministerio. Para
un sitio así, no será una falsedad.
Asentí, resignado. Sin embargo, mientras estaba allí, manteniendo la
inexpresiva cara de un oficial cuya sola voluntad es obedecer, sentí que una
nueva vergüenza me quemaba. Aunque no tan ardiente como la de haber
deshonrado al gremio, era más nueva y dolorosa, pues no me había
acostumbrado todavía al malestar que producía en mí, como me había
sucedido con la otra. La vergüenza era que me alegraba partir, que mis pies
anhelaban ya el contacto con la hierba; mis ojos, los extraños paisajes; mis
pulmones, el nuevo aire limpio de lugares lejanos y despoblados.
Le pregunté al maestro Palaemon dónde quedaba la ciudad de Thrax.
—Gyoll abajo —dijo—. Cerca del mar. —De pronto calló, como hacen
a veces los viejos, y continuó luego—: No, no, ¿en qué estoy pensando?
Gyoll arriba, por supuesto. —Y en ese instante, centenares de leguas de olas
en movimiento y el grito de las aves marinas, se desvanecieron para mí. El
maestro Palaemon sacó un mapa del armario y lo desenrolló para
mostrármelo, inclinándose sobre él hasta que los lentes con los que miraba
esas cosas, casi tocaron el pergamino—. Allí —dijo, y me señaló un punto
del joven río al pie de las cataratas bajas—. Si tuvieras los fondos
necesarios podrías viajar en barco. Tal como están las cosas, irás a pie.
—Entiendo —dije, y aunque recordaba la delgada pieza de oro que
Vodalus me había dado, segura en su escondite, no podía valerme de ella. El
gremio había decidido enviarme con no más dinero del que puede disponer
un oficial joven, y tanto por prudencia como por honor, debía partir de esa
manera.
Con todo, sabía que era injusto. Si no hubiera visto a la mujer con rostro
en forma de corazón, es muy posible que jamás le hubiera llevado el
cuchillo a Thecla, comprometiendo así mi posición en el gremio. En cierto
sentido, aquella moneda había comprado mi vida.
Muy bien, dejaría mi vieja vida atrás…
—¡Severian! —exclamó el maestro Palaemon—. No me estás
escuchando. Nunca fuiste un alumno desatento en nuestras clases.
—Lo siento. Estaba pensando en muchas cosas.
—Sin duda. —Por primera vez, realmente se sonrió, y por un momento
fue el de antes, el maestro Palaemon de mi niñez—. Y yo que estaba
dándote tan buenos consejos para el viaje. Ahora tendrás que pasarte sin
ellos, aunque de todas formas los habrías olvidado. ¿Sabes lo de los
caminos?
—Sé que no hay que utilizarlos. Nada más.
—El Autarca Maruthas los clausuró. Eso fue cuando yo tenía tu edad.
Viajar alentaba la sedición, y él quería que los productos entraran y salieran
de la ciudad por el río, de modo que pudiera imponérseles tasas con
facilidad. La ley ha permanecido en vigencia desde entonces, y hay una
fortificación, según he oído decir, cada cincuenta leguas. Con todo, los
caminos siguen donde estaban. Aunque se encuentran en mal estado, se dice
que algunos los utilizan por la noche.
—Entiendo —dije—. Clausurados o no, los caminos harían más fácil el
tránsito que viajar por el campo como lo exigía la ley.
—Lo dudo. Mi intención es advertirte que los evites. Son patrullados
por ulanos con la orden de matar a quienquiera que encuentren, y como
tienen permiso de saquear los cuerpos de los que matan, no son muy
proclives al perdón.
—Entiendo —le dije, mientras me pregunté cómo era posible que
supiera tanto de viajes.
—Bien. El día ya casi ha pasado. Si quieres, puedes dormir aquí esta
noche, y partir por la mañana.
—Dormir en mi celda quiere decir.
Asintió. Aunque sabía que apenas podía verme la cara, sentí que algo en
él me estaba examinando.
—Ahora lo dejaré, entonces. —Traté de pensar qué tendría que hacer
antes de volver la espalda para siempre a nuestra torre; no se me ocurrió
nada, aunque parecía que seguramente algo tendría que hacer—. ¿Puedo
disponer de una guardia para prepararme? Cuando llegue el momento
partiré.
—Eso es fácil de conceder. Pero antes de partir, quiero que vuelvas
aquí… Tengo algo que darte. ¿Lo harás?
—Desde luego, maestro, si usted así lo quiere.
—Y, Severian, ten cuidado. Hay muchos en el gremio que son tus
amigos y desean que esto no hubiera ocurrido nunca. Pero hay otros que
consideran que has traicionado nuestra confianza y que mereces la agonía y
la muerte.
—Gracias, maestro —le dije—. El segundo grupo está en lo cierto.
Mis pocas posesiones estaban ya en mi celda. Las empaqueté todas
juntas, y el paquete resultó tan pequeño que pude ponerlo en la vaina que
me colgaba del cinturón.
Llevado por el amor y la pena por lo que había ocurrido, me encaminé a
la celda de Thecla.
Todavía estaba vacía. El suelo había sido lavado y no había sangre en él,
pero una gran mancha oscura se extendía por el metal. Su ropa había
desaparecido y también sus cosméticos. Los cuatro libros que le había
llevado un año antes estaban apilados junto a otros sobre la mesa. No puede
resistir la tentación de tomar uno; había tantos en la biblioteca, que no lo
echarían de menos. Había tendido la mano antes de darme cuenta de que no
sabía cuál elegir. El libro de heráldica era el más hermoso, pero me pareció
demasiado grande como para cargarlo por el campo. El libro de teología era
el más pequeño, pero no mucho más que el marrón. Por fin fue el que
escogí, con sus historias de palabras desvanecidas.
Dejando atrás el cuarto de almacenaje, subí las escaleras de la torre
hasta el cuarto del cañón, donde las piezas destinadas a romper bloqueos
esperaban en plataformas colgantes. Luego ascendí más todavía, hasta el
cuarto de tejado de vidrio, de mamparas grises y sillas extrañamente
retorcidas, y subí aún más alto por una delgada escalerilla de mano hasta los
mismos resbalosos paneles, donde mi presencia ahuyentó a una bandada de
tordos que se elevaron como manchas de hollín, mientras sobre mi cabeza,
nuestra bandera fulígena flameaba y restallaba al viento.
Abajo, el Patio Viejo parecía pequeño y atestado, pero infinitamente
confortable y hogareño. La rotura de la muralla era más grande de lo que
jamás lo había advertido, aunque a cada lado de ella la Torre Roja y la Torre
del Oso todavía se mantenían en pie, orgullosas y fuertes. Más cerca de la
nuestra, la Torre de las Brujas era más delgada, oscura y alta; por un
momento el viento me trajo el sonido de unas risas frenéticas y sentí un
antiguo temor, aunque nosotros los torturadores siempre hemos estado en
los más amistosos términos con las brujas, nuestras hermanas.
Más allá del muro, la gran necrópolis descendía hasta el Gyoll, cuyas
aguas alcanzaba a ver entre los edificios medio carcomidos de las orillas. A
lo lejos, al otro lado del río, la redondeada bóveda del khan no parecía más
que una pequeña piedra, y la ciudad de alrededor una extensión de arena
multicolor hollada por los maestros torturadores de antaño.
Vi un caique de proa y popa altas y agudas; con las velas desplegadas
navegaba corriente abajo; y en contra de mi voluntad lo seguí un instante…
Iba hacia el delta y los pantanos, hacia el mar resplandeciente donde la gran
bestia Abaia, traída desde las orillas más lejanas del universo en los tiempos
preglaciares, se revuelca hasta que llegue el momento en que ella y los de
su especie devoren los continentes.
Luego abandoné el sur de mares ahogados por el hielo, y me volví hacia
el norte, hacia las montañas y las fuentes del río. Durante largo tiempo (no
sé cuánto, aunque el sol parecía ocupar otro lugar cuando volví a
observarlo) miré hacia el norte. Con los ojos de mi mente podía ver las
montañas, pero con los verdaderos, sólo la extensión ondulada de la ciudad
de un millón de tejados. En realidad, las altas columnas de plata del Torreón
y las cúpulas de alrededor, me impedían contemplar la mitad del panorama.
Sin embargo, no me interesaban para nada y apenas los veía. En el norte se
encontraba la Casa Absoluta y las cataratas y Thrax, la Ciudad de las
Habitaciones sin Ventanas. Al norte se extendían las amplias llanuras, un
centenar de bosques sin caminos y la podredumbre de las junglas en la
cintura del mundo.
Cuando hube pensado en todas esas cosas hasta casi enloquecer, bajé
nuevamente al estudio del maestro Palaemon y le dije que estaba listo para
partir.
XIV

Terminus Est

—Tengo un regalo para ti —dijo el maestro Palaemon—. Considerando la


juventud y la fuerza de que dispones, no creo que te resulte demasiado
pesado.
—No merezco ningún regalo.
—Así es en efecto. Pero has de recordar, Severian, que cuando los
regalos se merecen, son un pago, no un regalo. Los únicos verdaderos
regalos son como el que recibirás. No puedo perdonarte lo que has hecho,
pero tampoco puedo olvidar el que fuiste. Desde que el maestro Gurloes
ascendió a oficial, no he tenido un alumno mejor. —Se puso de pie y se
dirigió rígido hacia la alcoba, desde donde lo oí decir—: ¡Ah! No es todavía
demasiado pesada para mí.
Estaba levantado algo tan oscuro que las sombras lo devoraban.
—Permítame que lo ayude, maestro —dije.
—No es necesario, no es necesario. De ascenso ligero, de descenso
pesado. Ésa es la señal por la que se conoce la calidad.
Sobre la mesa depositó una caja negra como la noche casi lo bastante
larga como para ser un ataúd, pero mucho más estrecha. Al abrirlas, las
trabas de plata resonaron como campanas.
—No te daré la caja, te estorbaría. Aquí está la espada, la vaina para
protegerla cuando estés de viaje, y un tahalí.
Estaba en mis manos antes de que hubiera comprendido por completo lo
que me estaba dando. La vaina de oscura piel humana la cubría casi hasta la
empuñadura. La quité (era tan suave como un guante de piel) y miré la hoja.
Sería aburrido hacer un catálogo de virtudes y bellezas; es necesario
haberla visto y sostenido para juzgarla con justicia. La afilada hoja tenía
una ana de longitud, era derecha y de punta cuadrada como debe serlo una
espada semejante. El filo masculino y el filo femenino eran capaces de
partir un pelo a un palmo de distancia; la guarnición era de plata, con una
cabeza tallada a cada lado. La empuñadura era de ónix con bandas de plata
de dos palmos de largo y rematada en un ópalo. El arte se había prodigado
en ella; pero la función del arte consiste en volver atractivas y significativas
aquellas cosas que sin él no lo serían, por lo tanto el arte no tenía nada que
darle. Las palabras Terminus Est habían sido grabadas en la hoja con letras
tan extrañas como hermosas, y yo había aprendido lo bastante de las
lenguas antiguas, desde que había abandonado el Atrio del Tiempo, como
para saber que significaba Ésta es la Línea que Divide.
—Está bien afilada, te lo aseguro —dijo el maestro Palaemon al verme
probar con el pulgar el filo masculino—. En honor a aquellos que te la han
dado, tienes que cuidarla del mismo modo. Me pregunto si no será
demasiado pesada para ti. Levántala y compruébalo.
Cogí Terminus Est y la alcé por sobre mi cabeza, teniendo cuidado de
no dar contra el cielo raso. Se movió como si hubiera agarrado una
serpiente.
—¿Tienes alguna dificultad?
—No, maestro. Pero al levantarla se torció.
—Tiene un canal en la médula de la hoja y por él corre un río de
hidrágiro, un metal más pesado que el hierro, aunque fluido como el agua.
Así, el equilibrio se transporta hacia las manos cuando la hoja está en alto,
pero se traslada a la punta cuando cae. A menudo tendrás que esperar el
término de una última oración, o la señal que te haga con la mano el
quaesitor. La espada no ha de aflojarse ni temblar… Pero tú sabes todo esto.
No es preciso que te diga que tienes que respetar un instrumento semejante.
Que la Moira te favorezca, Severian.
Saqué la piedra de afilar del bolsillo que había en la vaina y la dejé caer
en el mío; doblé la carta que me había dado para el arconte de Thrax, la
envolví en un aceitado trozo de seda y la puse al cuidado de la espada.
Luego me despedí de él.
Con la amplia hoja colgada tras el hombro izquierdo, me abrí camino a
través de la puerta de los cadáveres y salí al jardín de la Necrópolis movido
por el viento. El centinela del portal más bajo, el más cercano al río, me
dejó pasar sin dar el quién vive, aunque con mirada algo desconfiada, y yo
caminé por las calles estrechas hasta la Vía de Agua, que corre con el
Gyoll.
Ahora tengo que escribir algo que todavía me avergüenza, aun después
de todo lo que ha ocurrido. Las guardias de esa tarde fueron las más felices
de mi vida. El viejo odio que sentía por el gremio se había desvanecido, y el
amor que sentía por sus tradiciones y costumbres, por el maestro Palaemon,
por mis hermanos y aun por los aprendices, ese amor que nunca había
muerto, permanecía vivo a pesar de todo. Estaba dejando atrás esas cosas
que amaba, después de haberlas deshonrado por completo. Tenía que haber
llorado.
No lo hice. Algo en mí se elevaba, y cuando el viento batió mi capa
detrás de mí, como alas poderosas, sentí que podría haber volado. Sólo nos
está permitido sonreír en presencia de nuestros maestros, hermanos, clientes
o aprendices. No tenía ganas de llevar la máscara, pero tuve que alzarme el
cuello e inclinar la cabeza por temor de que los que pasaban llegaran a
verme. Equivocadamente pensé que perecería en el camino, y que ya jamás
volvería a ver la Ciudadela y nuestra torre; pero equivocadamente creí
también que habría muchos más días como ése por venir, y sonreí.
En mi ignorancia, había supuesto que antes de oscurecer me habría
alejado de la ciudad y que podría dormir con relativa seguridad al amparo
de algún árbol. En realidad, ni siquiera había dejado atrás las partes más
viejas y pobres cuando el oeste se alzó para cubrir el sol. Pedir hospitalidad
en uno de los destartalados edificios que bordean la Vía de Agua, o intentar
descansar en algún rincón, habría sido una invitación a la muerte. De modo
que avancé con dificultad bajo las estrellas cuyo brillo el viento
acrecentaba, sintiéndome ya no un torturador ante los ojos de los pocos que
pasaban a mi lado, si no sólo un viajero vestido de negro que llevaba al
hombro una paterissa oscura.
De vez en cuando se deslizaban barcos sobre las aguas sofocadas de
helechos, mientras el viento arrancaba música de los aparejos y mástiles.
Los más pobres no llevaban luz y apenas parecían algo más que ruinas
flotantes; pero varias veces vi unos ricos talamegii con lámparas a proa y
popa para exhibir mejor sus doraduras. Aunque se mantenían en el centro
del canal temiendo un ataque, podía escuchar la canción de los tripulantes
por encima de las aguas:
¡Remad, hermanos, remad!
La corriente nos es contraria.
¡Remad, hermanos, remad!
Porque Dios está con nosotros.
¡Remad, hermanos, remad!
El viento nos es contrario.
¡Remad, hermanos, remad!
Porque Dios está con nosotros.

Y así sucesivamente. Aun cuando las lámparas no eran más que una
chispa a una legua o más río arriba, el viento traía el sonido. Como luego lo
sabría, alzan la pértiga con el estribillo y vuelven a hundirla con los versos
alternados, y así avanzan guardia tras guardia.
Poco antes del amanecer, vi sobre la amplia y oscura cinta del río una
línea de luces que no provenía de los barcos, y que se extendía de orilla a
orilla. Era un puente, y después de errar un tiempo en la oscuridad, llegué a
él. Dejando atrás las lenguas de agua que besaban la orilla, ascendí un
tramo de peldaños rotos desde la Vía de Agua hasta la calle más elevada del
puente, y de pronto descubrí que era el protagonista de una nueva escena.
Había tanta luz en el puente como sombras en la Vía de Agua. Cada
diez pasos, más o menos, podía ver antorchas en lo alto de postes
tambaleantes, y a intervalos de unos cien pasos, garitas cuyas ventanas
resplandecían como fuegos de artificio adheridos a los pilares del río.
Pasaban carruajes con linternas, y la mayor parte de las gentes que andaban
por las aceras iban acompañadas por un paje de armas o ellas mismas
llevaban luz. Había vendedores que vociferaban las mercancías exhibidas
en bandejas colgadas del cuello, extranjeros que parloteaban en lenguas
toscas, y mendigos que mostraban llagas, fingían tocar caramillos, y
pellizcaban a sus hijos para que llorasen.
Confieso que estaba muy interesado por todo esto, aunque mi formación
me prohibía manifestar cualquier entusiasmo. Con la capucha bien baja
sobre la cabeza y los ojos apuntados hacia delante con resolución, pasé
entre la multitud como si me fuera indiferente; pero por un breve tiempo, al
menos, sentí que la fatiga desaparecía y mis zancadas eran, creo, más largas
y rápidas porque deseaba demorarme allí.
Los guardias de la atalaya no eran agentes de la policía de la ciudad,
sino peltastas de media armadura que llevaban escudos transparentes.
Estaba ya casi en la orilla occidental cuando dos de ellos avanzaron para
bloquearme el camino con lanzas llameantes.
—Es un delito grave llevar la vestimenta que luce. Si intentara usted
algún truco o artificio, correría un serio peligro a causa de esta capa.
—Tengo derecho a llevar el hábito de mi gremio —dije.
—¿Entonces se declara usted un carnificario? ¿Es una espada lo que
lleva?
—Lo es, pero no soy un carnificario, sino un oficial de la Orden de los
Buscadores de la Verdad y la Penitencia.
Hubo un silencio. Un centenar de personas nos habían rodeado en los
pocos minutos que tardaron los guardias en interrogarme, y yo en contestar.
Vi que el peltasta que no había hablado miró al otro como diciendo habla en
serio. Luego, volviéndose a mí, dijo: —Venga, adentro. El lagario quiere
hablar con usted.
Pasé delante de ellos y entré por una puerta estrecha. Se trataba de un
cuarto pequeño con una mesa y unas pocas sillas. Subí por una escalera
angosta muy desgastada. En el cuarto de arriba un hombre con coraza
estaba escribiendo en un alto escritorio. Los peltastas me habían seguido, y
cuando estuve ante él, el último en hablar señaló: —Éste es el hombre.
—Ya estoy enterado —dijo el lagario sin levantar la cabeza.
—Dice ser un oficial del gremio de torturadores.
Por un momento la pluma que venía avanzando sin pausa, se detuvo.
—Nunca creí encontrarme con semejante cosa fuera de las páginas de
algún libro, pero me atrevería a afirmar que no ha dicho más que la verdad.
—¿Debo dejarlo en libertad, entonces? —preguntó el guardia.
—No, todavía.
El lagario limpió la pluma, echó arena sobre la carta en la que había
estado trabajando, y nos miró.
—Los subordinados de usted me han detenido porque pusieron en duda
el derecho a llevar la capa que me cubre —dije.
—Hicieron lo que les ordené, y lo ordené porque estaba usted
provocando un disturbio, de acuerdo con el informe de las torrecillas
orientales. Si pertenece al gremio de torturadores, que para ser honesto creía
desaparecido desde mucho tiempo atrás, usted se ha pasado la vida en la…
¿Cómo se llama?
—La Torre Matachina.
Hizo chasquear sus dedos y pareció divertido y apenado a la vez.
—Me refiero al lugar en dónde se alza esa torre.
—La Ciudadela.
—Sí, la vieja Ciudadela. Está al este del río, según recuerdo, y en el
extremo norte del barrio Algedónico. Me llevaron allí a ver la Torre del
Homenaje cuando era cadete. ¿Ha ido con frecuencia a la ciudad?
Pensé en las ocasiones en que íbamos a nadar, y dije: —Con frecuencia.
—¿Vestido así?
Sacudí la cabeza.
—Por favor, échese hacia atrás esa capucha. Lo único que veo es que
menea la nariz. —El lagario se bajó del taburete y fue hasta una ventana
que daba al puente—. ¿Cuánta gente cree que hay en Nessus?
—No tengo la menor idea.
—Tampoco yo, torturador. Ni nadie. Todo intento de contarlos ha
fracasado, como han fracasado, sistemáticamente, todos los esfuerzos que
se han hecho por imponer impuestos. La ciudad crece y cambia cada noche,
como lo que se escribe con tiza en las paredes. Gente lista levanta casas en
las calles después de recoger piedras por la noche y a la mañana siguiente
reclama el terreno como propio… ¿lo sabía? El exultante Talarican, cuya
locura se manifestó como exagerado interés en los aspectos más bajos de la
existencia humana, sostuvo que las personas que viven de devorar la basura
de los demás llegan a dos gruesas de millares. Que hay diez mil acróbatas
mendicantes de los que casi la mitad son mujeres. Que si un pobre saltara
del parapeto de este puente cada vez que respiramos, viviríamos para
siempre, porque la ciudad engendra y quebranta a los hombres más rápido
de lo que respiramos. En medio de semejante multitud, no hay alternativa
para la paz. No pueden tolerarse los disturbios porque los disturbios no
pueden extinguirse. ¿Me sigue?
—Existe la alternativa del orden. Pero sí, hasta que eso se consiga, lo
entiendo —contesté.
El lagario suspiró y se volvió hacia mí.
—Si entiende eso al menos, mejor que mejor. Será pues necesario que
consiga una vestimenta más… convencional.
—No puedo volver a la Ciudadela.
—Entonces, desaparezca de la vista esta noche y cómprese algo
mañana. ¿Tiene fondos?
—Un poco, sí.
—Bien. Cómprese algo. O róbelo, o quítele las ropas al próximo
desdichado que mate con esa cosa. Haría que uno de los míos lo condujera
hasta una posada, pero eso significaría más fisgoneo y murmuraciones
todavía. Ha habido alguna clase de perturbación en el río y ya corren
demasiadas historias de fantasmas por ahí. Ahora el viento se está calmando
y llega la niebla… eso empeorará aún más las cosas. ¿A dónde se dirige?
—He sido destinado a la ciudad de Thrax.
El peltasta que antes había hablado dijo: —¿Hemos de creerle, lagario?
No nos ha mostrado ninguna prueba de lo que dice.
El lagario estaba mirando otra vez por la ventana, y ahora yo también vi
las hebras oscuras de una niebla.
—Si no sabe usar la cabeza, use la nariz —dijo—. ¿Qué olores entraron
junto con él?
El peltasta hizo un gesto de incertidumbre.
—Hierro oxidado, sudor frío, sangre putrefacta. Un impostor olería a
tela nueva o a andrajos encontrados en un baúl. Si no espabilas pronto en el
desempeño de tu oficio, Petronax, irás al norte a luchar contra los ascios.
El peltasta dijo: —Pero lagario… —y me lanzó tal mirada de odio, que
temí que intentara hacerme algún daño cuando abandonara la atalaya.
—Muéstrele a este individuo que pertenece en verdad al gremio de
torturadores.
El peltasta estaba distendido, de modo que no hubo grandes
dificultades. Aparté a un lado el escudo con mi brazo derecho, poniéndole
el pie izquierdo sobre la pierna derecha mientras le aplastaba el nervio del
cuello que produce convulsiones.
XV

Calveros

La ciudad en el extremo occidental del puente era muy distinta de la que


acababa de abandonar. Al principio había antorchas en las esquinas, y casi
tantos coches y carretones que iban y venían como en el puente mismo.
Antes de abandonar la atalaya, le pedí al lagario que me aconsejara un sitio
donde pasar el resto de la noche; ahora, sintiendo la fatiga que sólo por un
breve tiempo me había abandonado, caminé en busca del anuncio de la
posada.
Con cada paso, la oscuridad parecía volverse más densa, y en algún sitio
erré sin duda el camino. Sin ganas de volver atrás, traté de mantener el
rumbo hacia el norte, consolándome con la idea de que aunque pudiera
haberme perdido, cada paso me acercaba a Thrax. Por fin descubrí una
pequeña posada. No vi ningún letrero, y quizá no lo hubiera, pero olí
comida y oí el tintineo de la vajilla. Entré, abriendo la puerta de un
empujón, y me dejé caer en una silla vieja que estaba cerca, sin prestar
mucha atención al lugar en que me encontraba y a la compañía con que
habría de vérmelas.
Cuando hube estado sentado allí el tiempo suficiente como para
recuperar el aliento y desear un sitio en el que pudiera quitarme las botas
(aunque estaba lejos de intentar incorporarme y buscarlo), tres hombres que
habían estado bebiendo en un rincón, se levantaron y se fueron; y un viejo,
suponiendo quizá que le estropearía el negocio, se me acercó y me preguntó
qué quería. Le dije que necesitaba un cuarto.
—No tenemos ninguno.
—Lo mismo da… de todas maneras no tengo dinero para pagar —dije.
—Entonces tendrá que marcharse.
Meneé la cabeza.
—Todavía no. Estoy demasiado cansado. (Otros oficiales me habían
contado que habían empleado ese truco en la ciudad). —Usted es uno de
esos carnificarios que cortan cabezas, ¿verdad?
—Tráigame dos de esos pescados que huelo y no quedarán más que las
cabezas.
—Puedo llamar a la Guardia de la Ciudad. Lo echarán fuera.
Me di cuenta por el tono que no creía en lo que había dicho, de modo
que le dije que lo hiciera pero que antes me trajera el pescado, y él se
marchó mascullando. Me senté más derecho entonces, con Terminus Est
(que no me había quitado del hombro al sentarme) vertical entre las rodillas.
Había aún cinco hombres en el cuarto, pero todos rehuyeron mi mirada, y
dos no tardaron en marcharse.
El viejo regresó con un pescado pequeño que había expirado sobre una
rebanada de pan de munición, y me dijo: —Coma esto y váyase.
Se quedó mirándome mientras yo cenaba. Cuando hube terminado, le
pregunté dónde podría dormir.
—No hay habitaciones, ya se lo he dicho.
Si hubiera habido un palacio con las puertas abiertas a media cadena de
distancia, no habría podido abandonar la posada para ir allí.
—Dormiré en esta silla entonces. No creo que tenga más clientes por
esta noche —dije.
—Espere —me dijo, y se marchó. Oí como hablaba con una mujer en
otro cuarto.
Cuando desperté, me apretaba el hombro y me estaba sacudiendo.
—¿Quiere compartir la cama con otros dos?
—¿Con quién?
—Dos optimates, se lo prometo. Hombres muy decentes que viajan
juntos.
Desde la cocina, la mujer gritó algo que no pude entender.
—¿Ha oído? —continuó el viejo—. Uno de ellos ni siquiera ha llegado.
A esta hora de la noche, lo más probable es que ya no venga. Sólo serán
dos.
—Si estos hombres han alquilado una habitación doble…
—No pondrán objeciones, se lo prometo. Es verdad, carnificario, están
retrasados. Llevan tres noches aquí y sólo pagaron la primera.
De modo que iba a ser utilizado como una nota de desahucio. Eso no me
perturbó mucho y, en verdad, parecía algo prometedor… si el hombre que
dormía allí esa noche se marchaba, el cuarto quedaría para mí solo. Me puse
de pie con trabajo y seguí al viejo por unas retorcidas escaleras.
El cuarto en que entramos no estaba cerrado con llave, pero era oscuro
como una tumba. Oí una respiración pesada.
—¡Jefe! —bramó el viejo olvidando que había dicho que su inquilino
era un optimate—. Calva, Calveros, o como se llame, aquí le traigo un
compañero de cuarto. Si no paga, tiene que recibir pensionistas.
No hubo contestación.
—Venga, señor carnificario —me dijo el viejo—. Le daré una luz. —
Sopló un pedacito de yesca hasta que brilló lo bastante como para encender
un cabo de vela.
El cuarto era pequeño y no tenía más muebles que una cama. En ella,
dormido de lado (según me pareció) con la espalda vuelta hacia nosotros y
las piernas recogidas, estaba el hombre más grande que yo jamás hubiese
visto, un hombre que bien podría haber sido considerado un gigante.
—¿No va a despertar nunca, don Calveros, y ver quién es su compañero
de cuarto?
Yo quería ir a la cama y le dije al viejo que nos dejara. Él protestó, pero
lo saqué del cuarto de un empujón, y no bien se hubo ido me senté en el
sitio vacío de la cama y me quité las botas y los calcetines. La débil luz de
la vela confirmó que me habían salido varias ampollas. Me quité la capa y
la extendí sobre el gastado cubrecama. Por un momento consideré si debía
quitarme también el cinturón y los pantalones o dormir con ellos puestos; la
prudencia y el cansancio me aconsejaron lo segundo, y noté que el gigante
parecía completamente vestido. Con una sensación de fatiga inexpresable,
apagué la vela de un soplido y me tendí para pasar la primera noche de mi
vida fuera de la Torre Matachina.
—Nunca.
El tono era tan profundo y resonante (casi como las notas más bajas de
un órgano) que en un principio no estuve seguro de lo que significaba la
palabra que acababa de oír, o si era una palabra siquiera.
—¿Qué ha dicho? —mascullé.
—Calveros.
—Lo sé… el posadero me lo dijo. Mi nombre es Severian. —Yo yacía
de espaldas con Terminus Est (que había puesto a mi lado como medida de
seguridad) entre nosotros. En la oscuridad ignoraba si mi compañero había
girado para observarme; de todos modos yo tenía la certeza de que no
podría dejar de advertir cualquier movimiento de ese cuerpo enorme.
—Usted… corta.
—Nos oyó cuando entramos, entonces. Pensé que estaba dormido. —
Me disponía a decir que no era un carnificario sino un oficial del gremio de
torturadores, pero luego, recordando mi deshonra y que Thrax había pedido
que enviaran un verdugo, dije—: Sí, soy un verdugo, pero no es preciso que
me tema. Sólo hago lo que me mandan.
—Mañana, entonces.
—Sí, mañana habrá tiempo suficiente para conocernos y hablar.
Y luego soñé, aunque puede que las palabras de Calveros hayan sido
también un sueño. Sin embargo, no lo creo, y si lo fueron, fue un sueño
diferente.
Cabalgaba sobre una enorme criatura de alas de piel bajo un cielo de
escasa altura.
Equidistantes entre las nubes y una tierra crepuscular, nos deslizamos
cuesta abajo por una colina de aire. Mi montura de largos dedos
membranosos batió las alas sólo una vez, me pareció. El sol agonizaba
delante de nosotros y parecía que nos movíamos a la velocidad de Urth,
porque se mantenía quieto sobre el horizonte.
Seguimos volando y volando. Por fin vi un cambio en la superficie de la
tierra, y al principio creí que se trataba de un desierto. A lo lejos no se
divisaban ciudades, ni granjas, ni bosques, ni campos, sino un enorme
baldío llano de color púrpura oscuro, sin nada que rompiera la monotonía y
la quietud. La criatura de alas membranosas lo observó también o tal vez
captó algún olor en el aire. Sentí los músculos de hierro que se contraían
debajo de mí, y hubo tres aleteos, uno tras otro.
En el baldío púrpura aparecieron unas manchas blancas. Al rato me di
cuenta de que la aparente quietud era una ilusión creada por la uniformidad;
era igual en todas partes, pero todas ellas estaban en movimiento… el
mar… el Río-Mundo cuna de Urth.
Entonces, por primera vez miré detrás de mí y vi el reino de la
humanidad tragado por la noche.
Cuando hubo desaparecido, y debajo de nosotros sólo se extendía el
inmenso baldío de aguas agitadas, la bestia giró la cabeza y me miró. El
pico era como el pico del ibis, la cara la cara de una bruja; sobre la cabeza
tenía una mitra de hueso. Por un instante nos quedamos mirando, y creí
adivinar lo que pensaba: Sueñas, pero si despertaras de tu despertar, estarías
aquí.
El movimiento de la bestia cambió como cambia el de un lugre cuando
el marinero lo hace virar por avante. Un ala descendió, la otra se alzó hasta
que apuntó hacia el cielo, yo traté de aferrarme a la piel escamosa, y caí al
mar.
El choque del impacto me despertó. Me dolían las articulaciones, y oí al
gigante murmurar en sueños. Yo también murmuré algo, busqué a tientas la
espada para comprobar si todavía estaba junto a mí, y me dormí otra vez.
El agua se cerró sobre mí; sin embargo, no me ahogué. Me pareció que
podría respirar bajo el agua, no obstante no respiré. Era todo tan claro, que
sentí que caía por un vacío más traslúcido que el aire.
A lo lejos se dibujaban formas gigantescas… centenares de veces más
grandes que un hombre. Algunas parecían barcos, otras, nubes; una era una
cabeza viva sin cuerpo; otra tenía cien cabezas. Una niebla azul las
oscureció y vi debajo de mí un campo de arena, esculpido por las corrientes.
Se levantaba allí un palacio más grande que nuestra Ciudadela, pero era un
montón de ruinas: los tejados habían desaparecido, y los jardines estaban
devastados; en él se movían figuras inmensas, blancas de lepra.
Cuando estuve más cerca volvieron las caras hacia mí, caras como la
que había visto una vez bajo el Gyoll; eran mujeres, desnudas, con cabellos
de verde espuma marina y ojos de coral. Rieron al verme caer, y la risa
subió hasta mí en pequeñas burbujas. Tenían dientes largos como dedos,
blancos y afilados.
Seguí cayendo hasta acercarme a ellas. Tendieron las manos hacia mí y
me acariciaron como una madre que acaricia a un hijo. Los jardines del
palacio albergaban esponjas, anémonas de mar y gran cantidad de otras
bellezas a las que no sabría dar nombre. Las enormes mujeres me rodearon
y me sentí un muñeco junto a ellas.
—¿Quiénes sois? —pregunté—. ¿Qué hacéis aquí?
—Somos las novias de Abaia. Las queridas y los juguetes y las
enamoradas de Abaia.
La tierra no podía sostenernos. Nuestros pechos son arietes, nuestras
nalgas quebrarían el espinazo de los toros. Aquí nos alimentamos, flotando
y creciendo, hasta que seamos lo bastante grandes como para aparearnos
con Abaia, que un día devorará los continentes.
—¿Y quién soy yo?
Entonces todas se echaron a reír y esta risa era como olas que rompían
contra una playa de cristal.
—Te lo mostraremos —dijeron—. ¡Te lo mostraremos! —Una me cogió
las manos, como hacen las hermanas con el hijo de la hermana, y me
levantó y nadó conmigo a través del jardín. Tenía dedos palmeados, largos
como mi brazo.
Descendimos como un galeón que se hunde, hasta que nuestros pies
tocaron fondo.
Ante nosotros se levantaba una pared baja, y sobre ella había un
pequeño escenario y un telón, como si fuera un teatro de niños.
El telón, que era del tamaño de un pañuelo, parecía estremecerse con
cada uno de nuestros movimientos. Ondeaba y se mecía hasta que poco a
poco comenzó a elevarse como si lo levantara una mano invisible. En
seguida apareció la figura de un hombre hecho de pequeñas ramas. Los
miembros aún mostraban la corteza y unos brotes verdes.
El cuerpo medía un cuarto de palmo, y la cabeza parecía un nudo cuyas
depresiones eran los ojos y la boca. Llevaba una porra con la que nos
amenazaba, y se movía como si tuviera vida.
Cuando el hombre de madera saltó hacia nosotros y golpeó el escenario
con su arma para mostrar lo feroz que era, apareció la figura de un
muchacho armado de una espada.
Esta marioneta era tan delicada como la otra tosca: podría haber sido un
niño verdadero reducido al tamaño de un ratón.
Después de hacernos una reverencia, las figuritas comenzaron a luchar
entre ellas. El hombre de madera daba saltos prodigiosos y parecía llenar el
escenario con los golpes de su garrote; para evitarlo, el niño bailaba como
una mota de polvo en un rayo de sol, abalanzándose sobre el hombre de
madera para herirlo con una espada del tamaño de un alfiler.
Por fin la figura de madera se derrumbó. El niño avanzó para ponerle el
pie sobre el pecho; pero antes que pudiera hacerlo, la figura de madera
subió flotando por el escenario hasta desaparecer, dejando atrás al niño,
junto con el garrote y la espada, ambos quebrados. Me pareció oír (se
trataba sin duda del chirrido de las carretillas en la calle) un toque de
trompetas de juguete.
Alguien que entró en el cuarto me despertó. Era un hombre pequeño y
vivaz, de pelo rojo como el fuego, correctamente vestido, aunque con
afectación. Cuando me vio despierto, levantó las persianas y dejó entrar la
luz roja del sol.
—Mi socio —dijo— tiene un sueño muy profundo. ¿No lo dejaron
sordo sus ronquidos?
—También yo tengo el sueño profundo —le dije—. Y si roncó, no lo he
oído.
Eso pareció complacerlo, y su sonrisa estaba llena de dientes de oro.
—Ronca. Ronca como para que Urth se sacuda, se lo aseguro. Pero veo
que de todas maneras ha podido descansar. —Tendió una mano delicada y
bien cuidada—. Soy el doctor Talos.
—El oficial Severian. —Eché a un lado las delgadas cobijas y me puse
de pie para estrechársela.
—Lleva negro, según veo. ¿A qué gremio pertenece usted?
—Es el fulígeno de los torturadores.
—¡Ah! —Inclinó la cabeza como un gorrión y saltó de un lado al otro
para observarme desde diversos ángulos—. Es usted un hombre alto… qué
lástima… pero ese atuendo como de hollín es muy impresionante.
—Un color práctico —dije—. La mazmorra es un sitio sucio y en el
fulígeno no se notan las manchas de sangre.
—¡Tiene usted sentido del humor! ¡Excelente! Pocas cualidades, le diré,
benefician a un hombre tanto como el sentido del humor. El sentido del
humor atrae a las multitudes.
El sentido del humor lo impele a uno y lo saca de apuros y atrae los
asimi como el imán.
Sólo tenía una idea muy vaga de lo que estaba diciendo, pero al ver que
estaba de humor, aventuré: —Espero no haberlo incomodado. El posadero
dijo que durmiera aquí y como en la cama había lugar para otra persona…
—¡No, no, no en absoluto! No regresé, encontré un sitio mejor donde
dormir. Duermo muy poco, se lo diré también, y tengo el sueño ligero
además. Pero pasé una buena noche, una excelente noche. ¿Dónde va usted
esta mañana, optimate?
Yo estaba tanteando bajo la cama en busca de mis botas. —Primero, a
tomar el desayuno, supongo. Después, saldré de la ciudad, hacia el norte.
—¡Excelente! Sin duda mi socio disfrutaría con un desayuno… le hará
mucho bien. Y nosotros viajamos hacia el norte. Después de un magnífico
éxito en la ciudad, sabe usted.
Volvemos a casa ahora. Actuamos por la orilla oriental abajo y
actuaremos por la orilla occidental arriba. Quizá nos detengamos en la Casa
Absoluta camino del norte. Ése es el sueño de nuestra profesión, sabe usted.
Actuar en el palacio del Autarca. O volver a hacerlo, si ya se lo ha hecho.
Chrisos a sombreros llenos.
—Yo conocí a una persona que soñaba con volver allí.
—No ponga esa cara larga… ya me lo contará en algún momento. Pero
ahora, si vamos a desayunar… ¡Calveros! ¡Despierta! ¡Vamos, Calveros,
vamos! ¡Despierta! —Fue bailando hasta el pie de la cama y tomó al
gigante por un tobillo—. ¡Calveros! ¡No lo agarre por el hombro, optimate!
(Yo no había hecho el menor movimiento en ese sentido).
Se sacude de un lado a otro a veces. ¡CALVEROS! El gigante murmuró
y se agitó.
—¡Un nuevo día, Calveros! ¡Un nuevo día y toda vía vivos! Tiempo
para comer y defecar y hacer el amor… ¡tiempo para todo! Vamos, arriba, o
no volveremos nunca a casa.
No hubo signo de que el gigante lo hubiera oído. Era como si el
murmullo de un momento antes hubiera sido sólo una protesta musitada en
sueños o el estertor de una muerte. El doctor Talos cogió las mantas
inmundas con las dos manos y tiró de ellas.
La forma monstruosa quedó a la vista. Era aún más alto de lo que yo
había supuesto, casi demasiado para caber en la cama, aunque dormía con
las rodillas recogidas hasta casi tocarse la barbilla. Tenía los hombros de
una ana, altos y encogidos. No podía verle el rostro, hundido en la
almohada. Alcancé a verle unas cicatrices extrañas en el cuello y alrededor
de las orejas.
—¡Calveros!
Tenía el pelo gris, y muy espeso.
—¡Calveros! Con su perdón, optimate ¿puedo tomar prestada esa
espada?
—No —dije—, no puede.
—Oh, no voy a matarlo ni nada por el estilo. Sólo quiero usarla de
plano.
Sacudí la cabeza, y cuando el doctor Talos vio que yo no cedería, se
puso a registrar el cuarto.
—Dejé el bastón abajo. Mala costumbre, lo robarán. Tendría que
aprender a renquear, de veras tendría que hacerlo. Aquí no hay nada en
absoluto.
Salió disparado por la puerta y volvió al cabo de un momento
empuñando un bastón de palo santo con empuñadura de latón dorado.
—¡Vamos, pues! ¡Calveros! —Los golpes cayeron sobre la ancha
espalda del gigante como las grandes gotas que preceden a una tormenta de
truenos y relámpagos.
De repente, el gigante se sentó.
—Estoy despierto, doctor. —El rostro era grande y vulgar, pero también
sensible y melancólico—. ¿Ha decidido matarme, por fin?
—¿De qué hablas, Calveros? Oh, ¿te refieres al optimate aquí presente?
No te hará ningún daño, ha compartido la cama contigo y ahora se nos unirá
para el desayuno.
—¿Durmió aquí, doctor?
El doctor Talos y yo asentimos con la cabeza.
—Entonces sé de dónde salieron mis sueños.
Todavía me sentía impresionado por la visión de las enormes mujeres
bajo el mar monstruoso, y por tanto le pregunté qué había soñado, aunque
me inspiraba cierto temor reverente.
—Con cavernas subterráneas, con dientes de piedra chorreando
sangre… Con brazos arrancados en medio de caminos de arena, y criaturas
sacudiendo cadenas en la oscuridad. —Se sentó en el borde de la cama,
limpiándose con un dedo enorme unos dientes escasos y sorprendentemente
pequeños.
El doctor Talos dijo: —Vamos, acompañadme. Si vamos a comer y
hablar y hacer algo hoy… vaya, tenemos que empezar. Mucho por decir y
mucho por hacer.
Calveros escupió en un rincón.
XVI

La tienda de harapos

Fue en esa caminata por las calles de la todavía adormilada Nessus cuando
mi pena, que iba a obsesionarme con tanta frecuencia, me sobrecogió de
veras por primera vez.
Cuando estaba preso en la mazmorra, la enormidad de lo que había
hecho, y la enormidad del correctivo que sin duda me impondría el maestro
Gurloes, la habían mitigado. El día anterior, mientras caminaba por la Vía
del Agua, la alegría de la libertad y la conmoción ante el exilio habían
llegado a borrarla. Ahora me parecía que no había nada en todo el mundo
más allá del hecho de la muerte de Thecla. Cada retazo de oscuridad entre
las sombras, me recordaba su pelo; cada resplandor me recordaba su piel.
Apenas podía resistir la tentación de volver corriendo a la Ciudadela para
ver si no estaría aún sentada en la celda, leyendo a la luz de la lámpara de
plata.
Encontramos un café con mesas alineadas a lo largo del borde de la
calle. Era todavía bastante temprano como para que casi no hubiese tránsito.
Un hombre muerto (había sido sofocado, creo, con un lambrequín, pues hay
quien practica ese arte) yacía en la esquina. El doctor Talos le registró los
bolsillos, pero no encontró nada.
—Bien, pues —dijo—. Tenemos que pensar. Tenemos que idear un
plan.
Una camarera trajo tazas de moca y Calveros cogió una. La revolvió
con el dedo índice.
—Amigo Severian, quizá es necesario que explique nuestra situación.
Calveros, mi único paciente, y yo somos oriundos de la región que rodea el
lago Diuturna. Nuestra casa se quemó, y necesitados de un poco de dinero
para restaurarla, decidimos aventurarnos al extranjero. Mi amigo es un
hombre de fuerza extraordinaria. Reúno una muchedumbre, él quiebra
algunos leños y levanta diez hombres a la vez y yo vendo mis medicinas.
No es mucho, dirá usted. Pero hay más. Tengo una obra y hemos
conseguido alguna utilería. Cuando la situación es favorable, él y yo
representamos ciertas escenas y aun invitamos a participar a algunos
miembros de la audiencia. Ahora, amigo, dice usted que va hacia el norte, y
por la cama en la que durmió anoche, entiendo que está sin fondos. ¿Puedo
proponerle una aventura conjunta?
Calveros, que sólo pareció haber entendido la primera parte del
parlamento, dijo lentamente: —No está del todo destruida. Las paredes son
de piedra, muy gruesas. Parte de la bóveda se salvó.
—Exactamente. Planeamos restaurar nuestro querido y viejo hogar.
Pero vea el dilema en que nos encontramos: estamos ahora de regreso y a
medio camino, y el capital acumulado aún dista mucho de ser suficiente. Lo
que propongo…
La camarera, una joven delgada con los cabellos desordenados, trajo un
cuenco de gachas para Calveros, pan y fruta para mí y una pasta para el
doctor Talos.
—¡Qué muchacha tan atractiva! —dijo éste.
Ella le sonrió.
—¿Puede sentarse con nosotros? Parece que no hubiera otros clientes.
Después de echar una mirada hacia la cocina, la camarera se encogió de
hombros y acercó una silla.
—Quizá quiera un pedacito de esto… Yo estaré demasiado ocupado
hablando como para comer algo tan seco. Y un sorbo de moca, si no tiene
inconveniente en beber de mi taza.
Ella dijo: —Usted cree que él nos permitiría comer gratis ¿no? Pues no.
Lo cobra todo a máximo precio.
—¡Ah! Entonces no es usted la hija del propietario. Temía que lo fuera.
O su esposa. ¿Cómo puede haber resistido la tentación de detenerse a cortar
semejante pimpollo?
—Hace sólo un mes que trabajo aquí. El dinero que dejan en la mesa es
todo lo que recibo. Ustedes tres, por ejemplo: si no me dan nada, los habré
servido por nada.
—¡Exactamente, exactamente! Pero ¿y esto? ¿Intentamos hacerle un
obsequio precioso y usted lo rechaza? —El doctor Talos se inclinó hacia
ella y me dio la impresión de que no sólo tenía cara de zorro (una
comparación quizá demasiado fácil, porque las hirsutas cejas rojizas y la
afilada nariz la sugerían en seguida) sino también de zorro embalsamado.
He oído decir a los que se ganan la vida cavando, que no hay tierra en
ningún lugar del mundo que al abrirla no descubra fragmentos pretéritos.
No importa dónde se vuelva la pala, siempre descubre pavimentos rotos y
metal herrumbrado; y los eruditos escriben que la especie de arena que los
artistas llaman policroma (porque en su blancura se mezclan motas de todos
los colores) no es en realidad arena, sino el vidrio del pasado, reducido
ahora a polvo por eones de tumbos en el mar. Si hay capas de realidad bajo
la realidad que vemos, al igual que hay capas de historia bajo el terreno que
pisamos, en una de esas realidades más profundas la cara del doctor Talos
era una máscara de zorro sobre una pared, y me maravilló ver cómo se
volvía e inclinaba hacia la mujer, logrando mediante esos movimientos, que
parecían hacer que expresión y pensamiento jugaran con la sombra de la
nariz y las cejas, una asombrosa y realista apariencia de vivacidad—. ¿Lo
rechazaría usted? —volvió a preguntar, y yo me sacudí como si despertara.
—¿A qué se refiere? —quiso saber la mujer—. Uno de ustedes es un
canificario. ¿Me está hablando del obsequio de la muerte? El Autarca, de
poros más brillantes que las mismas estrellas, protege la vida de sus
súbditos.
—¿El regalo de la muerte? ¡Oh, no! —rió el doctor Talos—. No, mi
querida. Ése siempre lo ha tenido. Lo mismo que él. No pretendemos darle
lo que ya le pertenece. Él obsequio que le ofrecemos es la belleza, con la
fama y la fortuna que de ella derivan.
—Si me está queriendo vender algo, le advierto que no tengo dinero.
—¿Venderle algo? ¡En absoluto! Muy por el contrario, le estamos
ofreciendo un nuevo empleo. Yo soy un taumaturgo, y estos optimates son
actores. ¿No ha soñado nunca con actuar en el teatro?
—Me parecieron de aspecto extravagante, los tres.
—Necesitamos una ingenua. Puede aspirar al papel, si quiere. Pero debe
venir con nosotros ahora… no tenemos tiempo que perder y no volveremos
a pasar por aquí.
—Volverme actriz no me hará hermosa.
—Yo la haré hermosa porque necesitamos una actriz. Ése es uno de mis
poderes. —Se puso de pie—. Ahora o nunca. ¿Vendrá?
La camarera se puso también de pie mirándolo a la cara.
—Tengo que ir a mi habitación…
—¿Acaso tiene algo más que harapos? Necesito volverla atractiva y
enseñarle la letra, todo en una jornada. No puedo esperar.
—Páguenme el desayuno, y le diré que me marcho.
—¡Tonterías! Como miembro de nuestra compañía, he de ayudar a
conservar los fondos que nos harán falta para comprar sus vestidos. Y eso
sin mencionar que se comió mi pasta. Páguelo usted misma.
Por un instante ella vaciló. Calveros dijo: —Puede confiar en él. El
doctor tiene su propio estilo de concebir el mundo, pero miente menos de lo
que la gente cree.
La voz profunda y lenta pareció comunicarle confianza.
—Muy bien —dijo—. Iré.
En unos instantes, los cuatro nos encontrábamos lejos, pasando junto a
tiendas que aún estaban casi todas cerradas. Después de andar un rato, el
doctor Talos anunció: —Y ahora, mis queridos amigos, tenemos que
separarnos. Yo consagraré mi tiempo al realce de esta sílfide. Calveros, tú
recogerás nuestro deteriorado proscenio y el resto de la utilería en la posada
donde tú y Severian habéis pasado la noche… confío en que eso no presente
dificultades. Severian, representaremos, creo, en el Cruce de Ctesifon.
¿Conoce el lugar?
Asentí, aunque no tenía idea de dónde se encontraba. La verdad es que
no pensaba volver a reunirme con ellos.
Ahora bien, cuando el doctor Talos se alejó a paso rápido con la
camarera trotando junto a él, me encontré solo con Calveros en la calle
desierta. Ansioso por que él también se fuera, le pregunté a dónde iba. Más
me parecía estar hablando con un monumento que con un hombre.
—Hay un parque cerca del río donde se puede dormir de día, aunque no
por la noche. Cuando empiece a oscurecer, despertaré e iré a recoger
nuestras pertenencias.
—Me temo que no tengo sueño. Iré a dar un vistazo por la ciudad —
dije.
—Entonces lo veré en el Cruce de Ctesifon.
Por alguna razón, sentí que él sabía lo que yo estaba planeando.
—Sí —dije—. Por supuesto.
Tenía los ojos apagados de un buey cuando se volvió y se encaminó con
pasos largos y esforzados hacia el Gyoll. Como el parque de Calveros
quedaba en el este y el doctor Talos se había llevado a la camarera hacia el
oeste, yo decidí andar hacia el norte y de ese modo continuar mi viaje hacia
Thrax, la Ciudad de Estancias sin Ventanas.
Entre tanto, Nessus, la Ciudad Imperecedera, en la que había vivido
toda mi vida, aunque la conocía tan poco, se extendía a mi alrededor.
Avancé a lo largo de una ancha avenida empedrada, sin saber, ni
preocuparme por saber, si se trataba de una calle lateral o principal. A cada
lado había senderos elevados para peatones y un tercero en el centro, que
servía para dividir el tránsito que iba hacia el sur del tránsito que iba hacia
el norte.
A izquierda y derecha los edificios parecían brotar del suelo como
granos plantados en hileras, empujándose unos a otros para ganar espacio.
Pero ninguno era tan alto como el Torreón Grande, ni tan viejo; ninguno
tenía los muros de metal de nuestra torre, de cinco pasos de grosor; sin
embargo, en la Ciudadela no había ningún edificio que pudiera compararse
con éstos en color u originalidad de concepción, ni tan novedoso o
fantástico como cualquiera de estas estructuras, aunque se levantaran en
medio de centenares de otras semejantes. Como es costumbre en algunos
sectores de la ciudad, la mayor parte de estos edificios tenían tiendas en los
niveles inferiores, aunque no habían sido edificados con este fin, sino como
casas gremiales, basílicas, estadios, conservatorios, almacenes de tesoros,
oratorios, asilos, fábricas, conventos, hospicios, lazaretos, molinos,
refectorios, casas mortuorias, mataderos y casas de juegos. Los diseños
reflejaban estas diferentes funciones, a la vez que un millar de distintas
tendencias estéticas. Un paisaje erizado de torres y minaretes se apaciguaba
por momentos en la tranquilidad de bóvedas y amplias rotondas; por los
muros escarpados ascendían tramos de peldaños tan empinados como
escalerillas de mano, y los balcones envolvían las fachadas cobijándolas en
la intimidad de granados y limoneros.
Estaba admirando estos jardines colgantes en medio de un bosque de
mármol blanco y rosa; ladrillos de sardónice rojo, azul grisáceo, crema y
negro, y mosaicos verdes, amarillos y tirios, cuando la figura de un
lansquenete que montaba guardia a la entrada de una caserna, me recordó la
promesa que le había hecho al oficial de los peltastas la noche anterior.
Como tenía poco dinero y sabía que necesitaría el abrigo de la capa de mi
gremio por la noche, lo mejor sería comprar un manto de tela barata que
pudiera echarme encima. Las tiendas se estaban abriendo, pero las que
vendían ropa no parecían tener nada que conviniera a mis propósitos, o los
precios eran demasiado altos para mí.
La idea de ejercitar mi profesión antes de llegar a Thrax no se me había
ocurrido todavía, y de habérseme ocurrido, la hubiera desechado,
suponiendo que habría tan poca demanda de los servicios de un torturador,
que hubiese sido poco práctico ponerme a buscar a aquellos que los
requerían. Creía, en suma, que el poco dinero que llevaba en el bolsillo, me
alcanzaría hasta llegar a Thrax; y no tenía idea del monto de las
recompensas que me serían otorgadas. De modo que miraba los ricos
balmacanes y linares, los jubones de paduasoy, matelassé y un centenar de
otras telas costosas, sin entrar en los sitios que las exhibían o ni siquiera
detenerme para examinarlas.
Pronto mi atención se centró en otros artículos. Aunque yo nada sabía
por ese entonces, miles de mercenarios estaban ofreciéndose para la
campaña de verano. Había brillantes capas militares y mantas de montura,
sillas de montar que resguardaban los riñones, gorras con visera rojas,
ketenes de asta larga, abanicos de hojuelas de plata para transmitir señales,
arcos curvados y recurvados para uso de la caballería, flechas en conjuntos
idénticos de diez y veinte, estuches de cuero decorados con tachas doradas
y de madreperla, y protectores que protegían la muñeca izquierda del
arquero de la cuerda del arco. Cuando vi todo esto, recordé lo que el
maestro Palaemon había dicho antes de que yo fuera ungido acerca del
hecho de ir tras el tambor; y aunque había sentido algún desprecio por los
marineros de la Ciudadela, me pareció oír el prolongado sonido de una
carraca llamando al desfile y el brillante desafío que las trompetas lanzaban
desde lo alto de las fortificaciones.
Cuando ya había olvidado por completo lo que estaba buscando, una
mujer alta, de algo más de veinte años, salió de una de las tiendas oscuras
para abrir las verjas. Llevaba un vestido de brocado multicolor
sorprendentemente rico y andrajoso a la vez, y cuando la observé, el sol
iluminó un desgarrón en la tela, justo debajo de la cintura, dando una
palidez dorada a aquella zona de la piel.
No puedo explicar el deseo que experimenté por ella, entonces y
después. De todas las mujeres que he conocido, ella fue, quizás, la menos
hermosa… menos graciosa y voluptuosa que la que más he amado, mucho
menos regia que Thecla. Era de altura media, nariz corta, pómulos anchos y
de ojos pardos y rasgados. La vi abrir la verja, y la amé con un amor mortal
y a la vez irresponsable.
Por supuesto, me acerqué a ella. No podría haberme resistido a aquel
extraño encanto más de lo que hubiera resistido la ciega codicia de Urth, si
hubiera caído de un acantilado.
No sabía qué decirle y me aterraba la idea de que retrocediera ante mi
espada y mi capa fulígena. Pero sonrió y hasta pareció admirar mi
apariencia. Al cabo de un momento, en el que no dije nada, me preguntó
qué quería; le pregunté si sabía dónde podría comprar un manto.
—¿Para qué lo quiere? —Tenía la voz más profunda de lo que había
esperado—. Esa capa es tan hermosa. ¿Puedo tocarla?
—Por favor, si lo desea.
Alzó el borde y frotó suavemente la tela entre las palmas.
—Nunca vi un negro semejante… es tan oscuro que apenas si se
alcanzan a ver los pliegues. Parece como si mi mano desapareciera. Y la
espada. ¿Es eso un ópalo?
—¿Quiere examinarla también?
—No, no. En absoluto. Pero si realmente necesita un manto… —Hizo
un ademán señalando el escaparate y vi que estaba lleno de ropas usadas de
toda clase: jelabes, capotes, batas, cimares—. Muy barato. Verdaderamente
razonable. Si entra, estoy segura de que encontrará lo que busca. —Entré
por una puerta que hizo sonar una campanilla, pero la joven no me siguió
como yo había esperado.
El interior estaba en penumbra, pero no bien hube mirado a mi
alrededor, entendí por qué a la mujer no la había perturbado mi apariencia.
El hombre que estaba tras el mostrador era más horripilante que cualquier
torturador. La cara era casi una calavera, una cara con los ojos encajados en
dos órbitas profundas, mejillas hundidas, y boca sin labios. Si no se hubiera
movido o hablado, yo no habría creído en absoluto que estuviera vivo, ya
que parecía un cadáver de pie detrás del mostrador, que cumplía allí el
mórbido deseo de algún antiguo propietario.
XVII

El desafío

Sin embargo, sí se movió para mirarme cuando entré; y sí habló.


—Muy hermosa. En efecto, muy hermosa. La capa, optimate… ¿puedo
examinarla?
Avancé hacia él sobre un suelo de mosaicos gastados e irregulares.
Entre nosotros, rígido como una espada, se interponía un rojizo rayo de sol
en el que bailaba un enjambre de motas de polvo.
—El vestido, optimate. —Me quité la capa y se la tendí con la mano
izquierda, y él tocó la tela como antes lo hiciera la joven—. Sí, muy
hermosa. Suave. Como de lana, pero más suave, mucho más suave. ¿Una
mezcla de lino y vicuña? Magnífico color. La investidura de un torturador.
Dudo de que las verdaderas tengan esta calidad, pero ¿quién puede discutir
ante una tela semejante? —Se zambulló tras el mostrador y emergió con un
montón de andrajos—. ¿Puedo examinar la espada? Prometo ser muy
cuidadoso.
Desenvainé Terminus Est y la deposité sobre los andrajos. El hombre se
inclinó sobre ella. Mis ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra, y
advertí una delgada cinta negra que se extendía desde el pelo y sobre las
orejas.
—Lleva una máscara —dije.
—Tres chrisos por la espada. Uno por la capa.
—No vine aquí a vender —le dije—. Quítesela.
—Si quiere. Bien, cuatro chrisos por la espada.
Levantó las manos y cogió la calavera. La verdadera cara, de mejillas
morenas y chatas, era muy parecida a la de la joven que yo había visto en la
calle.
—Quiero comprar un manto.
—Cuatro chrisos por ella. Ésa es definitivamente mi última oferta.
Tendrá que darme un día para recolectar el dinero.
—Ya se lo he dicho, esta espada no está en venta. —Cogí Terminus Est
y volví a envainarla.
—Seis. —Extendiéndose por sobre el mostrador, me apretó el brazo—.
Es más de lo que vale. Escuche, una última oportunidad. Lo digo en serio.
Seis.
—Vine a comprar un manto. La hermana de usted, supongo que lo es,
me dijo que me lo vendería a un precio razonable.
Suspiró.
—Muy bien, le venderé un manto. ¿Me dirá primero dónde obtuvo esa
espada?
—Me la dio un maestro de nuestro gremio. —Una expresión que no
pude descifrar del todo le cruzó la cara—. ¿No me cree? —le pregunté.
—Sí que le creo, ése es el problema. ¿Qué es usted exactamente?
—Un oficial de los torturadores. No venimos con frecuencia a este lado
del río, ni avanzamos tanto hacia el norte. Pero ¿de verdad está tan
sorprendido?
Asintió.
—Es como encontrar una psicobomba. ¿Me está permitido preguntarle
por qué se encuentra en este barrio?
—Le está permitido, pero es la última pregunta que le contestaré. Me
dirijo a Thrax para ocupar allí un cargo.
—Gracias —dijo—, no volveré a inmiscuirme. No tengo por qué
hacerlo, en realidad. Ahora bien, puesto que querrá sorprender a sus amigos
cuando se quite el manto, ¿estoy en lo cierto?, tendría que ser de algún
color que contraste con esa ropa. El blanco no estaría mal, pero es un color
un poco demasiado dramático, y difícil de mantener limpio, además. ¿Qué
tal un pardo opaco?
—Las cintas que sostenían la máscara —dije—. Todavía las tiene.
El hombre estaba sacando cajas de detrás del mostrador y no contestó.
Al cabo de unos segundos, nos interrumpió el tintineo de la campanilla
sobre la puerta. El nuevo cliente era un joven con la cara oculta tras un
yelmo estrecho con un visor de cuernos curvados y entrelazados. Llevaba
una armadura de cuero barnizado; una quimera dorada con la inexpresiva
cara de una loca se movía sobre el peto.
—Sí, hiparca. —El tendero dejó caer las cajas para hacer una servil
reverencia—. ¿De qué modo puedo serle útil?
Una mano cubierta por un guantelete se tendió hacia mí con los dedos
unidos como si fuera a darme una moneda.
—Acéptelo. —Susurró temeroso el tendero—. Lo que sea.
Yo extendí mi mano y recibí una brillante semilla negra del tamaño de
una uva pasa. Sentí que el tendero retenía el aliento; la figura vestida de
armadura se volvió y se marchó.
Cuando se hubo ido, dejé la semilla sobre el mostrador. El tendero
chilló: —¡No trate de pasármela a mí! —y retrocedió.
—¿Qué es?
—¿No lo sabe? La piedra del averno. ¿Qué ha hecho usted para ofender
a un oficial del Hogar de las Tropas?
—Nada. ¿Por qué me dio esto?
—Ha sido usted desafiado. Le han retado.
—¿A una monomaquia? Imposible. No pertenezco a la clase
contendiente.
El modo en que se encogió de hombros era más elocuente que las
palabras.
—Tendrá que pelear, o lo matarán. La única cuestión es saber si
realmente ha ofendido al hiparca o si detrás de todo esto hay algún alto
oficial de la Casa Absoluta.
Con tanta claridad como veía al tendero, vi a Vodalus en la necrópolis
resistiéndose a los tres guardianes voluntarios; y aunque la prudencia me
aconsejaba tirar la piedra del averno y huir de la ciudad, yo sentía que no
podía irme. Alguien —quizás el mismo Autarca o el sombrío padre Inire—
se había enterado de la verdad acerca de la muerte de Thecla y ahora
intentaba deshacerse de mí sin deshonrar al gremio. Si vencía, tal vez él
reconsiderara el asunto; si moría, no lo haría injustamente. Aún pensando
en la delgada hoja de Vodalus, dije: —La única espada que entiendo es ésta.
—No lucharán con espadas… de hecho, sería mejor que me la dejase.
—De ningún modo.
Volvió a suspirar.
—Veo que no sabe nada de estas cosas; pero peleará usted por su vida al
atardecer. Muy bien, es mi cliente, y nunca he abandonado a un cliente.
Quería un manto. Aquí lo tiene. —Fue a la parte trasera de la tienda y
volvió con un vestido del color de las hojas muertas—. Pruébese esto. Serán
cuatro oricretas.
Una manta tan amplia era en verdad tentadora, a no ser que resultara
demasiado corta o demasiado larga. El precio me pareció excesivo, pero
pagué, y al ponérmela avancé un paso más hacia ese actor en el que
entonces parecía decidido a convertirme. En verdad, estaba ya tomando
parte en demasiados dramas.
—Ahora bien —dijo el tendero—. Yo tengo que quedarme aquí a cuidar
de todo, pero enviaré a mi hermana para que lo ayude a llegar al averno.
Ella ha estado con frecuencia en el Campo Sanguinario, de modo que quizá
también le enseñe los rudimentos del combate.
—¿Habló alguien de mí? —La joven que había visto frente a la tienda,
apareció por la puerta que se abría detrás del mostrador. Tenía la nariz
respingada y los ojos rasgados del hermano, y se parecía tanto a él que tuve
la seguridad de que eran gemelos, pero las mismas facciones delicadas que
en él parecían tan incongruentes, eran en ella atractivas.
Tal vez su hermano le había explicado lo que me había sucedido. No lo
sé, porque no lo oí. Yo sólo la miraba a ella.

Ahora empiezo otra vez. Ha transcurrido mucho tiempo (he oído dos veces
el cambio de guardia fuera de la puerta de mi estudio) desde que escribí las
líneas que acabas de leer. No estoy seguro de que sea correcto registrar
estas escenas, que quizá sólo para mí son importantes, con tanto detalle. Tal
vez hubiese sido mejor resumirlo de este modo: vi una tienda y entré en
ella; un oficial de los Septentriones me desafió; el tendero envió a su
hermana para que me ayudara a arrancar la flor venenosa. He dedicado
varios días fatigosos a la lectura de la historia de mis predecesores, y poco
más hay en ellas que, por ejemplo, estas líneas acerca de Ymar:
Disfrazándose, se aventuró a internarse en la campaña donde vio a un muni que
meditaba debajo de un plátano. El Autarca se le unió y se sentó con la espada contra el
tronco hasta que Urth empezó a espolear al sol. Unas tropas que llevaban una oriflama
pasaron al galope; un mercader condujo una mula que avanzaba trabajosamente bajo el
peso del oro; una hermosa mujer cabalgaba a hombros de unos eunucos, y por fin pasó
un perro trotando por la senda polvorienta. Ymar se puso de pie y siguió al perro, riendo.

Suponiendo que esta anécdota fuera verdadera, qué fácil es explicarla: el


Autarca demostraba que elegía la vida activa por un acto de la voluntad y
no por las tentaciones del mundo.
Pero Thecla había tenido muchos profesores, cada uno de los cuales
explicaría el mismo hecho de manera diferente. Aquí, pues, un segundo
profesor diría que el Autarca era una prueba contra las cosas que atraían a
los hombres comunes, pero que no era capaz de dominarse en cuestiones de
la caza.
Y un tercero, que el Autarca deseaba mostrar su desprecio por el muni,
que permaneció en silencio cuando podría haber dicho lo que sabía y recibir
más a cambio.
Que no podría hacerlo yéndose, ya que no había nadie con quien
compartir el camino, y la soledad tiene grandes atractivos para el sabio. Ni
tampoco cuando pasaron los soldados, ni el mercader con sus riquezas, ni la
mujer, porque los hombres no esclarecidos desean todas esas cosas, y el
muni lo habría considerado uno de ellos.
Y un cuarto, que el Autarca acompañó al perro porque iba solo, pues los
soldados contaban con los demás soldados, el mercader con la mula, y la
mula con el mercader, y la mujer con los esclavos; mientras que el muni no
se marchó.
Sin embargo, ¿por qué se rió Ymar? ¿Quién puede saberlo? ¿Seguía el
mercader a los soldados para comprarles el botín? ¿Seguía la mujer al
mercader para venderle placeres?
El perro ¿era de caza o uno de esos de patas cortas que las mujeres
tienen para que ladren en caso de que alguien las moleste mientras
duermen? ¿Quién puede saberlo ahora? Ymar ha muerto, y los recuerdos de
él, tal como vivieron un tiempo en la sangre de sus sucesores, se han
desvanecido hace ya mucho.
Pasará el tiempo y también el mío se desvanecerá. De esto me siento
seguro: ninguna de las explicaciones de la conducta de Ymar era la
correcta. La verdad, cualquiera que haya sido, era más simple y más sutil. A
mí se me podría preguntar por qué acepté como compañera a la hermana del
tendero…, yo, que jamás en mi vida he tenido verdadera compañía. Y
¿quién, al leer sólo «la hermana del tendero», entendería por qué me quedé
con ella después de lo que, a esta altura de mi historia, está a punto de
suceder? Nadie, sin duda.
He dicho que no puedo explicar el deseo que despertaba en mí, y es
cierto. La amaba con un amor sediento y desesperado. Sentía que los dos
podríamos cometer un acto tan atroz, que el mundo, al vernos, lo
encontraría irresistible.
No es necesario intelecto alguno para ver esas figuras que aguardan más
allá del vacío de la muerte, todo niño tiene conciencia de ellas: ardientes de
glorias oscuras o brillantes, envueltas en una autoridad más antigua que el
universo. Son la materia misma de nuestros sueños más tempranos, también
de las visiones de la agonía. Sin equivocarnos sentimos que guían nuestro
destino, y sin equivocarnos también, sentimos lo poco que cuidan de
nosotros, ellas, las hacedoras de lo inimaginable, las que combaten en
guerras más allá de la totalidad de la existencia.
La dificultad reside en comprender que también en nosotros hay fuerzas
tan grandes.
Decimos «Lo haré» y «No lo haré» y nos imaginamos (aunque
obedezcamos cada día las órdenes de cualquier persona, por prosaica que
sea) nuestros propios amos, cuando lo cierto es que nuestros amos están
dormidos. Despiertan dentro de nosotros y nos montan como si fuésemos
bestias, y el jinete no es más que una parte de nosotros mismos que hasta
ese momento ignorábamos. Tal vez sea esa la explicación de la historia de
Ymar. ¿Quién puede saberlo?
Sea como fuere, dejé que la hermana del tendero me ayudara a ponerme
el manto. Ajustándomelo al cuello, cubría por completo la capa fulígena.
No obstante, sin descubrirme, me era posible meter la mano por delante o
por los tajos abiertos a los costados. Saqué a Terminus Est del tiracuello y la
llevé como un cayado; como la vaina la cubría casi por completo y la punta
era de hierro oscuro, muchos de los que me veían pensaron sin duda que era
un cayado.
Fue la única vez en mi vida que oculté el hábito de nuestro gremio. He
oído que disfrazado uno se siente un tonto y por cierto que me sentía así
vestido de aquella manera. Esos mantos amplios y anticuados fueron en un
principio atavíos de pastores (que aún los llevan), y de ellos pasaron a los
militares en los tiempos en que la guerra contra los ascios se libró aquí, en
el frío sur. De los soldados los tomaron los peregrinos religiosos, que sin
duda encontraron muy prácticas estas prendas, que podían convertirse en
una pequeña tienda más o menos satisfactoria. El declive de la religión sin
duda contribuyó mucho a que desaparecieran en Nessus, donde no vi a
nadie que la usara exceptuándome a mí. Si hubiera sabido todo esto cuando
compré mi manto en la tienda de andrajos, habría comprado también un
sombrero de ala ancha; pero nada sabía, así que la hermana del tendero me
dijo que parecía un peregrino. Sin duda lo dijo con ese matiz de burla que
usaba para todo, pero yo estaba concentrado en mi apariencia y no lo noté.
Por toda respuesta le dije que me hubiera gustado saber más de religión.
Ambos sonrieron y el hermano dijo: —Si no es usted el primero en
mencionarlo, nadie estará dispuesto a hablar sobre el tema. Además, puede
llegar a adquirir una reputación de buen hombre llevando esas ropas, si no
hace ningún comentario. Cuando se tope con alguien con quien no desee
hablar en absoluto, pida una limosna.
De modo que me convertí, en apariencia al menos, en un peregrino con
destino a una vaga capilla en el norte. ¿He dicho ya que el tiempo convierte
nuestras mentiras en verdades?
XVIII

La destrucción del altar

El silencio de la mañana desapareció poco a poco mientras me encontraba


en la tienda de andrajos. Coches y carros se precipitaban estruendosos en
una avalancha de bestias, madera y hierro. Apenas la hermana del tendero y
yo traspusimos el umbral, oí como una nave pasaba en vuelo rasante sobre
las torres de la ciudad. Levanté la cabeza justo a tiempo para verla, lisa y
bruñida como una gota de lluvia en el cristal de una ventana.
—Ése tiene que ser el oficial que lo ha retado a duelo —observó ella—.
Seguramente regresa a la Casa Absoluta. Un hiparca de la Guardia de
Septentriones… ¿no es eso lo que dijo Agilus?
—¿Es así como se llama su hermano? Sí, supongo que algo por el estilo.
¿Cómo se llama usted?
—Agia. ¿Y no sabe nada de monomaquia? ¿Y me quiere como
instructora? Bien, que Hipogeo en las alturas lo ayude. Tendremos que ir al
Jardín Botánico y cortar un averno para usted. Por fortuna no estamos muy
lejos. ¿Tiene dinero suficiente como para que llamemos un fiacre?
—Supongo que sí. Si es necesario.
—Entonces no es realmente un armígero disfrazado. Es… bah, no tiene
importancia.
—Un torturador. Sí. ¿Cuándo he de encontrarme con el hiparca?
—No antes del atardecer, cuando la lucha empieza en el Campo
Sanguinario y el averno abre su flor. Tenemos tiempo suficiente, pero creo
que es mejor que lo empleemos en conseguir uno para usted y enseñarle
cómo luchar con él. —Un fiacre tirado por dos onagros avanzaba hacia
nosotros y ella le hizo una seña—. Lo matarán, ¿sabe?
—Por lo que dice usted, parece muy probable.
—Es prácticamente seguro, de modo que no se preocupe por el dinero.
—Agia avanzó entre el tránsito, y por un momento (tan delicada era la cara
y tan graciosa la curva del cuerpo cuando levantó el brazo) me pareció una
estatua erigida en memoria de la caminante desconocida. Pensé que sería
ella la que iba a morir. El fiacre se le acercó; los onagros se excitaron como
si Agia fuera en realidad una díade; subió al vehículo de un salto. Aunque
era liviana, el peso de la joven hizo que el pequeño fiacre se meciera a un
lado y a otro. Yo subí tras ella y nos acomodamos dentro con nuestras
caderas pegadas.
El conductor giró la cabeza y nos miró; Agia dijo: —Al apeadero del
Jardín Botánico —y arrancamos bruscamente—. De modo que morir no le
molesta… eso es alentador.
Me afirmé apoyando una mano en el asiento del conductor.
—Con seguridad eso no es infrecuente. Tienen que haber miles, tal vez
millones de personas como yo. Gente acostumbrada a la muerte, que siente
que la única parte realmente importante de su vida está ya acabada.
El sol se elevaba ahora sobre los chapiteles más altos, y la abundante
luz que convertía el pavimento polvoriento en oro rojo, hacía que me
sintiera filosófico. En el libro pardo que llevaba en el bolsillo se relataba la
historia de un ángel (tal vez fuera en realidad una de esas guerreras aladas
de las que se dice que sirven al Autarca). Al llegar a Urth para cumplir
alguna sencilla misión, este ángel fue herido por la flecha de un niño y
murió. Con la túnica teñida de sangre, así como los bulevares estaban
teñidos por la luz del sol que agonizaba, se encontró con el mismísimo
Gabriel. En una mano sostenía la espada refulgente, en la otra el hacha de
doble filo; en la espalda, suspendido del arco iris, colgaba el cuerno de
batalla del Cielo.
—¿Hacia dónde te diriges, pequeño —preguntó Gabriel—, con el pecho
más escarlata que el petirrojo?
—Me han matado —dijo el ángel— y vuelvo una vez más a mezclar mi
sustancia con el Pancreador.
—No seas absurdo. Eres un ángel, un puro espíritu y no puedes morir.
—Pero estoy muerto —dijo el ángel—. Has visto la prodigalidad de mi
sangre, ¿no ves también que no sale ya a borbotones, sino sólo en un fluir
demorado? Observa la palidez de mi rostro. ¿Es acaso la de un ángel cálido
y brillante? Toma mi mano y creerás que es la de un monstruo recién salido
de una laguna estancada. Recibe mi aliento… ¿no es fétido, inmundo y
pútrido? —Gabriel no respondió nada, y por último el ángel agregó—:
Hermano y superior mío, aun cuando no te haya convencido con mis
pruebas, apártate, te lo ruego. Querría librar al universo de mi presencia.
—Me has convencido —dijo Gabriel apartándose del camino del ángel
—. Ahora pienso que de haber sabido que podíamos morir, no siempre
habría sido tan audaz.
Volviéndome a Agia, le dije: —Me siento como el arcángel de la
historia… si hubiera sabido que podría haber disipado mi vida con tanta
facilidad y rapidez, no habría… probablemente… no lo habría hecho.
¿Conoces la leyenda? Pero estoy decidido, y no hay nada más que decir o
hacer. Esta tarde el Septentrión me matará ¿con qué? ¿Con una planta?
¿Con una flor? En cierto modo, no lo entiendo. Hace apenas una hora, creía
poder ir a un sitio llamado Thrax y vivir la vida que allí me esperaba. Bien,
anoche fui compañero de cuarto de un gigante. Una cosa no es más
fantástica que la otra.
Ella no contestó y al cabo de un rato, pregunté:
—¿Qué es aquel edificio? El que tiene techado bermellón y columnas
bifurcadas. Parece como si estuvieran aplastando especias en un mortero.
Al menos a eso huele.
—La mesa de los moñacos. ¿Sabes que eres un hombre aterrador?
Cuando entraste en nuestra tienda, creí que eras otro de esos jóvenes
armígeros con traje de bufón. Luego, cuando descubrí que eras un
verdadero torturador, pensé que la cosa no podía ser tan terrible después de
todo… que eras un joven como los demás.
—Habrás conocido a un montón de jóvenes, supongo. —La verdad,
deseaba que así hubiera sido. Quería que tuviera más experiencia que yo; y
aunque ni por un instante me creí puro, quería imaginarme que ella era
menos pura todavía.
—Pero hay algo más en ti. Tienes la cara de alguien que acaba de
heredar dos palatinados y una isla en algún lugar del que nada sabe, y los
modales de un zapatero, y cuando dices que no tienes miedo de morir, crees
que lo dices seriamente, pero en realidad sabes que no es así. Aunque en el
fondo, en definitiva, sí lo es. No tendrías el menor inconveniente en
descabezarme a mí también, ¿verdad?
Nos rodeaba un tránsito frenético: máquinas; vehículos con ruedas o sin
ellas, tirados por animales o esclavos; peatones y jinetes montados en
dromedarios; bueyes; metaminodones y caballos de silla. Entonces un fiacre
abierto como el nuestro se nos puso al lado. Agia se inclinó hacia la pareja
que lo ocupaba y les gritó: —¡Los dejaremos atrás!
—¿Hasta dónde? —respondió el hombre gritando también, y reconocí a
sieur Racho, al que había visto cuando fui enviado ante al maestro Ultan en
busca de libros.
Tomé a Agia por el brazo.
—¿Estás loca, o es él quien está loco?
—¡Al apeadero del Jardín, por un chrisos!
El otro vehículo arrancó dejándonos atrás.
—¡Más de prisa! —le gritó Agia a nuestro conductor. Luego, a mí—:
¿Tienes una daga? Es mejor ponerle la punta en la espalda, de modo que si
nos detienen pueda decir que conducía bajo amenaza de muerte.
—¿Por qué?
—Como prueba. Nadie creerá en tu disfraz. Pero todos creerán que eres
un armígero en traje de fantasía. Acabo de probarlo. —Viramos en torno a
un carretón cargado de arena—. Además, ganaremos. Conozco a este
conductor y sus onagros están descansados. El otro ha estado paseando a
esa puta la mitad de la noche.
Me di cuenta entonces que debería darle a Agia el dinero, si ganábamos,
y que la otra mujer le exigiría a Racho mi chrisos (inexistente) si ganaban
ellos. Sin embargo, ¡cómo me hubiera gustado humillarlo! La velocidad y la
cercanía de la muerte (pues tenía la seguridad de que el hiparca me mataría)
me hicieron más audaz que nunca. Desenvainé Terminus Est, y gracias a la
longitud de la hoja, me fue fácil alcanzar con ella a los onagros. Tenían los
flancos empapados de sudor, y los ligeros cortes que allí les hice quemaban
sin duda como lenguas de fuego.
—Esto es mejor que cualquier daga —le dije a Agia.
La multitud se abría como el agua ante nuestro fiacre, las madres huían
aferradas a sus hijos, los soldados utilizaban sus lanzas como pértigas para
ponerse a salvo en los antepechos de las ventanas. Las condiciones de la
carrera nos eran favorables: el fiacre que iba delante de nosotros nos
despejaba el camino, y los demás vehículos lo estorbaban más que a
nosotros. No obstante, apenas podíamos acortar la distancia que nos
separaba, y para obtener unas pocas anas de ventaja, nuestro conductor, que
sin duda preveía una pingüe propina si ganábamos la carrera, hizo que los
onagros cortaran camino subiéndose a un tramo de anchos escalones de
calcedonia. Mármoles y monumentos, pilares y columnas, parecían
precipitarse sobre nuestras cabezas.
Atravesamos con estrépito el verde muro de un seto tan alto como una
casa, derribamos un carro cargado de confituras, nos zambullimos bajo una
arcada y descendimos por una escalera en espiral hasta llegar nuevamente a
la calle, sin que supiéramos en ningún momento qué patio habíamos
violado.
Un carro de panadero tirado por ovejas avanzaba ladeado por el
estrecho espacio que nos separaba del otro vehículo. De pronto nuestro
fiacre lo golpeó con la gran rueda trasera, volcándolo sobre la calle, que
quedó cubierta por los panes que transportaba. La sacudida del impacto
hizo que el cuerpo de Agia cayera sobre el mío, de un modo tan placentero
que la sostuve con mi brazo y lo dejé allí. Había abrazado a muchas mujeres
antes que ésta… a Thecla con frecuencia y a las prostitutas de la ciudad.
Pero en este abrazo encontraba una nueva dulce amargura nacida de la cruel
atracción que Agia ejercía sobre mí.
—Me alegro de que hayas hecho esto —me dijo al oído—. Odio a los
hombres que se aferran a mí —y me cubrió la cara de besos.
El conductor nos miró con una sonrisa de triunfo, dejando que la yunta
enloquecida escogiera su propio camino.
—Bajamos por la Vía Torcida a través del terreno comunal, les
llevamos por lo menos cien anas.
El fiacre se tambaleó y se lanzó por un estrecho sendero abierto en
medio de un matorral. Un inmenso edificio se alzaba frente a nosotros. El
conductor trató de hacer girar a los animales, pero era demasiado tarde.
Dimos contra él de lado; cedió como la tela de un sueño, y nos encontramos
en un espacio cavernoso, apenas iluminado y que olía a heno. Por delante
de nosotros se levantaba un altar con peldaños, grande como una cabaña y
coronado de luces azules. Lo vi demasiado de cerca… nuestro conductor
había saltado. Agia gritó.
Chocamos contra el altar. Hubo una confusión de objetos voladores
imposibles de describir, la sensación de que todo giraba y se tumbaba sin
entrechocarse jamás, como en el caos anterior a la creación. El suelo
pareció venir a mi encuentro; el impacto hizo que me zumbaran los oídos.
Recordaba haber agarrado con fuerza a Terminus Est mientras volaba
por el aire, pero ahora mi mano estaba vacía. Cuando quise ponerme de pie
para buscarla, no tenía aliento ni fuerzas. En algún lugar a lo lejos un
hombre gritó. Me volví de lado, y me las compuse para incorporarme sobre
mis piernas sin vida.
En apariencia nos encontrábamos cerca del centro del edificio, tan
enorme como el Torreón Grande, y sin embargo completamente vacío: sin
paredes interiores, escaleras o muebles de ninguna especie. A través del
dorado aire polvoriento vi pilares retorcidos que parecían de madera
pintada. Lámparas que eran meros puntos de luz, colgaban sobre nuestras
cabezas. Muy por encima, un toldo multicolor ondeaba y restallaba agitado
por un viento que yo no podía sentir.
Estaba pisando paja, y era paja lo que se extendía por todas partes en
una infinita alfombra amarilla, como el campo de un titán después de la
cosecha. A mi alrededor yacían dispersos los restos de lo que había sido el
altar: fragmentos de fina madera recubiertos con láminas de oro y
adornados con turquesas y amatistas violáceas.
Pensando vagamente en encontrar mi espada, eché a andar y tropecé
casi en seguida con los restos aplastados del fiacre. Un onagro estaba caído
allí cerca; recuerdo haber tenido la impresión de que se había quebrado el
pescuezo. Alguien llamó: —¡Torturador! —miré en torno y vi a Agia, de
pie, temblando. Le pregunté si se encontraba bien.
—Al menos estoy viva, pero tenemos que irnos de aquí
inmediatamente. ¿Está muerto ese animal?
Asentí con la cabeza.
—Podríamos haberlo montado. Ahora tendrás que cargarme, si puedes.
No creo que la pierna derecha me sostenga. —Se tambaleó mientras
hablaba; me acerqué a ella de un salto y la sostuve impidiendo que se
cayera—. Ahora tenemos que irnos —dijo—. Mira alrededor… ¿ves alguna
puerta? ¡Rápido!
No vi ninguna.
—¿Por qué urge tanto que nos marchemos?
—Emplea la nariz si no te sirven los ojos.
Olfateé. El olor en el aire no era ya de paja, sino de paja que ardía; casi
en el mismo instante vi las llamas, brillantes en la penumbra, pero aún tan
pequeñas que un momento antes tenían que haber sido unas meras chispas.
Traté de correr, pero no conseguí nada mejor que adelantarme arrastrando
una pierna.
—¿Dónde estamos?
—Es la Catedral de las Peregrinas… algunos la llaman la Catedral de la
Garra. Las peregrinas son una banda de sacerdotisas que viajan por el
continente. Nunca…
Agia se interrumpió porque nos estábamos acercando a un grupo de
gente vestida de escarlata. O quizá fueran ellos los que se acercaban, pues
habían aparecido de pronto ante nosotros sin que yo lo advirtiese. Los
hombres tenían la cabeza rasurada y blandían cimitarras doradas,
resplandecientes como la luna nueva; una mujer, alta como una exultante,
sostenía con las dos manos una espada envainada: mi propia Terminus Est.
Llevaba una capa angosta de cuello alto y largos flecos en los bordes.
Agia empezó: —Nuestros animales se desbocaron, Sacra
Dominicellae…
—Eso no tiene importancia —dijo la mujer que sostenía la espada.
Había mucha belleza en ella, pero no esa belleza femenina que sofoca el
deseo—. Esto pertenece al hombre que te carga. Dile que te deje y la tome.
Tú puedes andar.
—Un poco. Haz lo que te dice, torturador.
—¿No sabes cómo se llama? —preguntó la mujer.
—Me lo dijo, pero lo he olvidado.
—Severian —dije. Sostuve a Agia con una mano mientras recibía a
Terminus Est con la otra.
—Utilízala para poner fin a las contiendas —dijo la mujer de escarlata
—. No para iniciarlas.
—El suelo de paja de esta gran tienda está en llamas, chatelaine. ¿Lo
sabía?
—Serán extinguidas. Las hermanas y nuestros sirvientes están
pisoteando los rescoldos. —Hizo una pausa, y luego de mirarnos agregó—:
Entre los restos del altar que vuestro vehículo ha destruido sólo hemos
encontrado una cosa que parece perteneceros, y que probablemente tiene
para vos algún valor: esa espada. Os la hemos devuelto. ¿Devolveréis ahora
lo que hayáis encontrado que pueda tener valor para nosotros?
Recordé las amatistas.
—No encontré nada de valor, chatelaine. —Agia negó con la cabeza, y
yo continué—. Había astillas de madera con piedras preciosas incrustadas,
pero las he dejado en el mismo lugar donde cayeron.
Los hombres echaron mano a las armas y se afirmaron sobre los pies,
pero la mujer no se movió; se volvió hacia mí, luego hacia Agia y después
hacia mí otra vez.
—Acércate, Severian.
Avancé unos pasos. Tuve la gran tentación de desenvainar Terminus Est
para defenderme de las espadas de los hombres, pero me contuve. La mujer
me cogió por las muñecas y me miró a los ojos. Los suyos eran serenos, y
en aquella luz extraña parecían duros como el berilo.
—No hay culpa en él —dijo.
Uno de los hombres murmuró: —Estás equivocada, Dominicellae.
—No hay culpa, he dicho. Retrocede, Severian, y que avance la mujer.
—Agia se acercó renqueando, y cuando ya no pudo avanzar más, la mujer
se adelantó y le tomó las muñecas como había hecho con las mías. Al cabo
de un momento, miró a las otras mujeres que aguardaban detrás de los
hombres armados.
Antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba sucediendo, dos de
ellas tomaron el vestido de Agia y se lo quitaron por la cabeza. Una dijo: —
Nada, Madre.
—Creo que éste es el día predicho.
Con las manos cruzadas sobre los pechos, Agia me susurró: —Éstas
peregrinas están locas. No tuve tiempo de advertírtelo, pero todo el mundo
lo sabe.
La mujer dijo: —Devolvedle sus harapos. La Garra no se ha
desvanecido en la memoria. No obstante, desaparece cuando quiere, y no
sería posible ni adecuado impedírselo.
Una de las mujeres murmuró: —Puede que todavía la encontremos
entre los escombros, Madre.
Una segunda agregó: —¿No tienen que pagar?
Un hombre dijo: —Matémoslos.
La mujer no dio indicios de haber oído a ninguno de ellos. Como si se
deslizara sobre la paja, se estaba alejando de nosotros. Las mujeres la
siguieron mirándose entre ellas, y los hombres soltaron las empuñaduras de
las espadas y retrocedieron.
Agia comenzó a ponerse el vestido. Le pregunté qué sabía de la Garra y
quiénes eran estas peregrinas.
—Sácame de aquí, Severian, y te lo diré. Es de mal agüero hablar de
ellas en su propio templo. ¿Está desgarrada aquella pared?
Nos dirigimos hacia donde ella había indicado, tropezando a veces con
la paja blanda. No había ninguna abertura, pero levanté el borde de la pared
de seda y nos escurrimos por debajo.
XIX

El Jardín Botánico

La luz del sol nos encegueció como si hubiéramos pasado del crepúsculo al
pleno día.
Alrededor de nosotros flotaban unas doradas partículas de paja.
—Así está mejor —dijo Agia—. Aguarda un momento y deja que me
oriente. Creo que los Peldaños de Adamnian están a nuestra derecha. El
conductor no habría descendido por ellos, o quizá sí, pues el tipo estaba
loco, pero nos habrían conducido al apeadero por la ruta más corta. Dame el
brazo, Severian; la pierna todavía me molesta.
Andábamos por la hierba, y vi que la tienda-catedral había sido
levantada en un terreno liso, entre casas fortificadas; los absurdos
campanarios se alzaban sobre unos parapetos. Una ancha calle pavimentada
bordeaba el prado; cuando llegamos a la calle volví a preguntar quiénes
eran las peregrinas.
Agia me miró de soslayo.
—Tienes que perdonarme, pero no me resulta fácil hablar de vírgenes
profesionales a un hombre que acaba de verme desnuda. Aunque en otras
circunstancias, sería distinto. En realidad no las conozco bien, pero en la
tienda tenemos algunos hábitos de la orden, y una vez le pedí a mi hermano
que me hablara de ellas. Desde esa vez, presté atención a todo cuanto pude
oír. Es un traje popular en las mascaradas… todo ese rojo.
»De cualquier modo son una orden de convencionales, como sin duda
ya te habrás dado cuenta. El rojo representa la luz poniente del Sol Nuevo.
Viajan por el campo con esa enorme catedral a cuestas y la levantan allí
donde les viene en gana sin importarles lo que pueda decir el propietario del
terreno. La orden pretende guardar la más valiosa de las reliquias, la Garra
del Conciliador, de modo que el rojo puede representar también las Heridas
de la Garra.
Tratando de ser gracioso, dije: —No sabía que tuviera garras.
—No es una verdadera garra… dicen que es una gema. Tienes que
haber oído hablar de esa garra. No sé por qué la llaman la Garra, y dudo que
hasta esas sacerdotisas lo sepan. Pero si tuviera en verdad alguna relación
con el Conciliador, sería realmente importante. De cualquier modo el
conocimiento que tenemos ahora del Conciliador es meramente histórico…
lo que significa que confirmamos o negamos que estuviera en contacto con
nuestra raza en un pasado remoto. Si la Garra es lo que las peregrinas
afirman, entonces el Conciliador ha existido, aunque ahora puede que esté
muerto.
La mirada sobresaltada que me echó una mujer que llevaba un
dúlcemele, me indicó que el manto que le había comprado al hermano de
Agia estaba abierto y permitía ver la capa fulígena de mi gremio, que a la
pobre mujer le habrá parecido una oscuridad vacía.
Mientras me lo cerraba y me ajustaba el broche, dije: —Como sucede
con todas estas argumentaciones religiosas, el significado inicial se va
perdiendo con el tiempo.
Suponiendo que hace muchos eones el Conciliador haya andado entre
nosotros ¿a quién puede importarle más que a los historiadores y a los
fanáticos? Valoro esta leyenda como parte del pasado sagrado, pero me
parece que lo que hoy interesa es la leyenda, y no el polvo del Conciliador.
Agia se frotó las manos y pareció calentárselas a la luz del sol.
—Suponiendo… doblemos por esta esquina. Severian, si miras a lo alto
de las escaleras podrás ver las estatuas de los epónimos… Suponiendo que
haya vivido, fue por definición el Amo del Poder. Lo que significa la
trascendencia de la realidad, e incluye la negación del tiempo. ¿No es eso
correcto?
Asentí.
—Entonces no hay nada que le impida desde una posición de, digamos
treinta mil años atrás, volver a lo que llamamos el presente. Muerto o no, si
existió alguna vez, podría aparecerse a la vuelta de la esquina o la semana
próxima.
Habíamos llegado al comienzo de la escalera. Los peldaños eran de
piedra blanca como la sal, a veces tan anchos que eran necesarias varias
zancadas para descender de uno a otro, y a veces tan abruptos como los de
una escalerilla de mano. Aquí y allá, confiteros y vendedores de monos
habían montado sus tenderetes. No sabía porqué, pero me gustaba hablar
con Agia de todos estos misterios mientras bajábamos por las escaleras.
Dije: —Todo esto porque esas mujeres dicen que conservan una lustrosa
uña del Conciliador. Supongo que produce curas milagrosas ¿verdad?
—De vez en cuando, así lo afirman. También perdona las injurias,
resucita a los muertos, crea nuevas razas a partir de la tierra, aplaca la
lujuria, etcétera. Todas esas cosas que se supone él mismo hizo.
—Ahora te estás riendo de mí.
—No, es el Sol… ya sabes lo que dicen que produce en la cara de las
mujeres.
—Las pone morenas.
—Las pone feas. Por empezar, reseca la piel y produce arrugas.
Además, resalta cualquier defecto por pequeño que sea. Urvasi amaba a
Puruvas antes de verlo a la luz del sol. De cualquier manera, lo sentí en mi
cara y pensé: Tú no me importas. Soy demasiado joven para preocuparme
por ti, y la próxima vez recuérdame que traiga un sombrero de ala ancha.
A la luz del sol, el rostro de Agia distaba mucho de ser perfecto, pero
ella no tenía nada que temer. Mi hambre se alimentaba también de esas
imperfecciones, yo veía en ella el coraje esperanzado y desesperado de los
pobres, quizá la más atractiva de las cualidades humanas; y me deleitaba en
las máculas que la hacían más real ante mis ojos.
—De cualquier manera —continuó apretándome la mano—, admito que
jamás he entendido por qué gente como esas peregrinas siempre piensan
que las personas corrientes necesitan aplacar la lujuria. De acuerdo con mi
experiencia, la dominan bastante bien, y casi todos los días, además. Lo que
la mayoría de nosotros necesita es alguien con quien ponerla en práctica.
—Entonces te complace que te ame —dije bromeando sólo a medias.
—A todas las mujeres les gusta ser amadas y cuantos más hombres las
amen ¡mejor! Pero he decidido no amarte, si a eso te refieres. Sería tan
sencillo ir contigo paseando del brazo por la ciudad. Pero si esta tarde te
matan, me sentiré desgraciada al menos durante quince días.
—También yo —dije.
—No, tú no. Ni te importará siquiera. Ni eso ni ninguna otra cosa,
nunca jamás. Estar muerto no duele, y tú deberías saberlo más que nadie.
—A veces creo que todo este asunto no es más que una patraña
inventada por ti o por tu hermano. Estabas afuera cuando llegó el
septentrión… ¿le dijiste algo para disponerlo contra mí? ¿Es tu amante?
Agia rió al oírme, y los dientes le brillaron al sol.
—Mírame. Llevo un vestido de brocado, pero ya has visto lo que hay
debajo del vestido. Voy descalza. ¿Ves anillos o pendientes? ¿Una lamia de
plata trenzada alrededor del cuello? ¿Brazaletes de oro en los brazos? Si no
los ves, has de reconocer que no tengo por amante a ningún oficial del
Hogar de las Tropas. Hay un viejo marinero, feo y pobre, que insiste en que
me vaya a vivir con él. Aparte de eso, bueno, Agilus y yo somos
propietarios de la tienda. La heredamos de nuestra madre y está libre de
deudas sólo porque no encontramos a nadie bastante tonto como para
prestarnos algo, aceptando la tienda como garantía. A veces rompemos
algunas telas de nuestro almacén y las vendemos a los fabricantes de papel
para poder comprar un cuenco de lentejas.
—De cualquier modo podrás comer bien esta noche —le dije—. Pagué
un buen precio a tu hermano por este manto.
—¿Cómo? —Parecía haber recobrado el buen humor. Dio un paso atrás
y abrió la boca en una expresión de asombro fingido—. ¿No me invitarás a
cenar esta noche? ¿Después de haberme pasado todo el día aconsejándote y
guiándote?
—Y enredándome en la destrucción del altar de esas peregrinas.
—Eso lo lamento. De veras. No quería que se te cansaran las piernas…
las necesitarás en la lucha. Pero aparecieron aquellos hombres y me pareció
que era una buena oportunidad para que obtuvieras algún dinero.
La mirada de Agia había abandonado mi rostro para posarse sobre uno
de los bustos brutales que flanqueaban la escalinata. Le pregunté: —¿De
verdad no significó más que eso?
—La verdad es que deseaba que siguieran pensando que tal vez fueras
un armígero. Los armígeros suelen ir disfrazados porque están siempre
yendo a fiestas y torneos, y tú pareces uno de ellos. Hasta yo misma lo
pensé cuando te vi por primera vez. Y ¿sabes?, si de verdad era así,
entonces yo era alguien que acompañaba a un armígero, probablemente el
hijo bastardo de un exultante. Aunque sólo se tratara de una especie de
broma. No tenía modo de saber lo que sucedería.
—Entiendo —dije. De pronto me dio un ataque de risa—. Qué tontos
tuvimos que parecer arriba de ese fiacre.
—Si entiendes, bésame.
Me la quedé mirando.
—¡Bésame! ¿Cuántas oportunidades te quedan? Te daré más de lo que
necesitas… —Hizo una pausa y luego se echó a reír—. Después de la cena,
quizá. Si podemos encontrar un sitio discreto, aunque no te convenga para
la lucha. —Entonces me abrazó y, poniéndose de puntillas me besó en los
labios. Tenía unos pechos firmes y altos, y yo podía sentir el movimiento de
sus caderas.
—Basta ya. —Me apartó de un empujón—. Mira allí abajo, Severian,
entre los pilones. ¿Qué ves?
El agua resplandecía como un espejo al sol.
—El río.
—Sí, el Gyoll. Ahora, a la izquierda. Hay tantos nenúfares que no es
fácil ver la isla. Pero el césped es de un verde claro y brillante. ¿No ves el
cristal donde se refleja la luz?
—Veo algo. ¿Es todo el edificio de cristal?
Ella asintió.
—Ése es el Jardín Botánico. Allí dejarán que cortes tu averno… todo lo
que tienes que hacer es exigirlo como un derecho ineludible.
El resto del descenso lo hicimos en silencio. Los Peldaños de Adamnian
serpentean a lo largo de la ladera de una colina: Son un lugar bastante
frecuentado por los paseantes, que a menudo alquilan caballos para bajar
por los peldaños. Vi a muchas parejas muy bien vestidas, hombres que
llevaban en el rostro las marcas de antiguas penurias y niños retozando.
También desde diversos puntos pude ver las oscuras torres de la Ciudadela
que se levantaban en la orilla opuesta, lo que no hizo más que
entristecerme. La tercera vez que las vi, recordé que en mi infancia me
había zambullido en ese río después de haber peleado con los niños del
vecindario, y una o dos veces observé la estrecha línea blanca sobre la orilla
occidental, tan lejos corriente arriba, que casi era imposible verla.
El Jardín Botánico se encontraba en una isla cercana a la orilla,
encerrado en un edificio de cristal (algo que yo no había visto antes y que
no sabía que pudiera existir). No había torres ni muros almenados, sólo el
tholos facetado que se alzaba hasta perderse en el cielo, y cuyo resplandor
se confundía con el de las pálidas estrellas. Le pregunté a Agia si
tendríamos tiempo de ver el Jardín, pero antes de que pudiera responderme,
le dije que lo vería, hubiera tiempo o no. El hecho era que no tenía
escrúpulos en llegar tarde a la cita con mi muerte, y estaba empezando a
tener dificultades para tomarme en serio un combate librado con flores.
—Si deseas pasar tu última velada visitando el jardín, sea —dijo—. Yo
misma vengo aquí a menudo. Es gratis, pues lo mantiene el Autarca, y
entretenido, si uno no es demasiado remilgado.
Subimos por escaleras de vidrio color verde claro. Le pregunté a Agia si
el único propósito del enorme edificio era obtener flores y frutas.
Riendo, negó con la cabeza y señaló la amplia arcada que se abría
delante de nosotros.
—A ambos lados de este corredor hay cámaras, y cada una de ellas es
un biopaisaje. Te lo advierto porque aunque el corredor es más corto que el
edificio, las cámaras irán ensanchándose a medida que nos adentremos en
ellas. Hay personas a las que esto les resulta desconcertante.
Entramos, había allí un silencio como el que hubo seguramente en el
amanecer de la Tierra, antes de que los padres de los hombres hubieran
abierto la superficie del Gyoll con las palas de los remos. El aire era
fragante, húmedo y algo más cálido que el de fuera. Las paredes a ambos
lados del suelo de mosaico también eran de cristal, pero tan gruesas que
apenas podían verse; las hojas, las flores y aun los árboles parecían ondear
como si se los mirara a través del agua. Sobre una amplia puerta, leí:
EL JARDÍN DEL SUEÑO

—Podéis entrar en el que gustéis —dijo un viejo, levantándose de una


silla en un rincón—. Y en todos los que gustéis.
Agia negó con la cabeza.
—Sólo tenemos tiempo para visitar uno o dos.
—¿Es la primera vez que venís? Entonces, seguro que os gustará el
Jardín de la Pantomima.
Llevaba un traje viejo que me recordaba algo, aunque no sabía qué. Le
pregunté si era el hábito de algún gremio.
—Por cierto que lo es. Nosotros somos los conservadores… ¿Ha
conocido alguna vez a alguien de nuestra hermandad?
—A dos, creo.
—Somos pocos, pero, sin jactancia, no hay cargo más importante en
nuestra sociedad… La preservación del pasado. ¿Ha visto ya el Jardín de
Antigüedades?
—Todavía no —respondí.
—Debería hacerlo. Si esta es su primera visita, le aconsejo que empiece
por el Jardín de Antigüedades. Centenares y centenares de plantas
extinguidas, incluyendo algunas que no se han visto en decenas de millones
de años.
Agia dijo: —Esa planta reptante de color púrpura de la que está tan
orgulloso… la encontré en estado silvestre en una ladera del Terreno
Comunal de los Remendones.
El conservador sacudió la cabeza tristemente.
—Hemos perdido esporas, me temo. Estamos al tanto… Un panel del
techado se rompió y las esporas volaron. —La expresión de infelicidad se le
borró en el rostro arrugado, rápidamente, como ocurre con las
preocupaciones de la gente sencilla. Se sonrió—. Es probable que ahora
consiga medrar. Los enemigos de esta planta están todos muertos, como las
enfermedades que se curaban con las hojas.
Un ruido sordo y continuo me hizo volver la cabeza.
Dos trabajadores entraban con una carretilla por una de las puertas.
Pregunté qué hacían.
—Ése es el Jardín de Arena. Lo están rehaciendo. Cactus y yuca…
especies de ese tipo. Me temo que ahora no hay mucho que ver allí.
Tomé a Agia de la mano diciendo: —Ven, me gustaría ver el trabajo.
—Agia le sonrió al conservador y se encogió de hombros, pero me
siguió con docilidad.
Arena sí que había, pero no jardín. Entramos en un espacio
aparentemente ilimitado, lleno de pedruscos. A nuestras espaldas se alzaban
unas grandes piedras que ocultaban la pared que acabábamos de atravesar.
Justo al lado de la puerta crecía una planta grande, medio arbusto, medio
vid, cubierta de puntiagudas espinas; supuse que era el último ejemplar de
la antigua flora que aún no había sido eliminado. No había ninguna otra
planta, ni signo visible de la repoblación que el conservador había sugerido,
salvo las huellas gemelas de la carretilla de los obreros, serpenteando por
entre las rocas.
—Esto no es demasiado —dijo Agia—. ¿Por qué no dejas que te lleve
al Jardín de las Delicias?
—Si la puerta está abierta detrás de nosotros, ¿por qué tengo la
impresión de que no puedo abandonar este lugar?
Me miró de soslayo.
—Todos sienten lo mismo en estos jardines, tarde o temprano, aunque
por lo general no tan pronto. Será mejor para ti que salgamos ahora. —
Agregó algo que no pude captar.
A lo lejos me pareció oír un ruido de olas, que rompían contra las orillas
del mundo.
—Espera… —dije. Pero Agia me condujo nuevamente al corredor.
Nuestros pies arrastraron arena, como la que un niño podría sostener en la
palma de la mano.
—En realidad no tenemos mucho tiempo —dijo Agia—. Deja que te
muestre el Jardín de las Delicias; luego recogeremos tu averno y nos
marcharemos.
—No puede haber pasado mucho más que media mañana.
—Ha pasado ya el mediodía. Sólo en el Jardín de Arena hemos estado
más de una guardia.
—Ahora sé que me mientes.
Por un momento vi un destello de enfado en su rostro. En seguida se
desvaneció en un gesto de filosófica ironía, la secreción de un amor propio
lastimado. Yo era mucho más fuerte que ella, y aunque pobre, era más rico;
ella se dijo (casi podía oír su propia voz susurrándose a sí misma) que
aceptando tales insultos, conseguía dominarme.
—Severian, discutiste y discutiste y por fin tuve que sacarte a la rastra.
Así es como afectan estos jardines a la gente. Se dice que el Autarca quiere
que siempre haya alguien en cada jardín, para acentuar así la realidad de la
escena, y de ese modo su propia archimagen. El padre Inire les ha otorgado
un conjuro. Pero como te sentiste tan atraído por ése, no creo que los demás
te afecten tanto.
—Sentí que pertenecía a ese lugar —dije—. Que debía encontrar a
alguien… y que cierta mujer estaba allí, cercana, pero oculta.
Pasábamos junto a otra puerta en la que estaba escrito:
EL JARDÍN DE LA JUNGLA

Al ver que Agia no contestaba mi pregunta, le dije:


—Dices que los otros no me afectarán, entremos en éste, entonces.
—Si perdemos el tiempo de esta forma, nunca llegaremos al Jardín de
las Delicias.
—Sólo un momento. —La veía tan decidida a llevarme a ese jardín sin
tener en cuenta los demás, que temía lo que pudiera encontrar en él.
La pesada puerta del Jardín de la Jungla se abrió ante nosotros, dejando
pasar una ráfaga de aire saturado de vapores. Más allá del umbral, la luz era
débil y de un tono verdoso. Las lianas oscurecían la entrada, y un gran
árbol, podrido hasta no ser más que un despojo, había caído atravesando el
sendero a pocos pasos de distancia. El tronco tenía todavía un pequeño
letrero: Caesalpinia sappan.
—La verdadera jungla agoniza en el norte, donde el Sol se enfría —dijo
Agia—. Un hombre que conozco dice que viene agonizando de ese modo
desde hace ya muchos siglos. Ven. Querías ver este lugar.
Entré. Detrás de nosotros, la puerta se cerró de golpe, y se desvaneció.
XX

Los espejos del padre Inire

Como Agia había dicho, en el lejano norte las verdaderas junglas están
enfermas.
Nunca las había visto; sin embargo, el Jardín de la Jungla me daba la
impresión de que no siempre había sido así. Aun ahora, mientras estoy
sentado ante mi escritorio en la Casa Absoluta, algún ruido lejano me
recuerda los chillidos del loro de pecho magenta y alas doradas que
revoloteaba de árbol en árbol, vigilándonos con ojos desconfiados
ribeteados de blanco… aunque esto sin duda se debía a que mi mente se
volvía hacia ese sitio encantado. A través de su chillido, un sonido nuevo —
una voz nueva— llegaba de algún mundo rojo no conquistado aún por el
pensamiento.
—¿Qué es? —Toqué el brazo de Agia.
—Un tigre dientes de sable. Pero está lejos, y sólo quiere asustar a los
ciervos para confundirlos y que caigan en sus fauces. Huiría de ti y tu
espada mucho más de prisa de lo que tú podrías huir de él. —Una rama le
había desgarrado el vestido dejándole un pecho al descubierto. El incidente
la había puesto de mal humor.
—¿A dónde conduce el sendero? ¿Y cómo puede ese animal estar tan
lejos cuando esto es sólo un cuarto del edificio que vimos desde lo alto de
los Peldaños de Adamnian?
—Nunca me he adentrado tanto en este jardín. Hemos venido porque tú
quisiste.
—Contesta lo que te pregunto —dije y la tomé por el hombro.
—Si este sendero es como los otros, quiero decir los de los demás
jardines, ha de trazar un amplio círculo que nos llevará de nuevo a la puerta
por donde entramos. No hay nada que temer.
—La puerta se desvaneció al cerrarse.
—Es sólo un truco. ¿No has visto esos cuadros en los que aparece un
devoto con expresión meditativa cuando estás en un extremo del cuarto, y
que te mira fijamente cuando estás en el otro? Veremos la puerta cuando
nos acerquemos desde la dirección opuesta.
Una serpiente venenosa con ojos de cornalina se deslizaba por el
sendero; levantó la cabeza para mirarnos y luego desapareció entre las
plantas. Oí que Agia retenía el aliento y dije: —¿Quién es ahora el que tiene
miedo? ¿Huirá esa serpiente de ti tan de prisa como tú de ella? Ahora
respóndeme a lo que te he preguntado acerca del tigre dientes de sable.
¿Cómo es posible que esté tan lejos?
—No lo sé. ¿Crees que hay respuestas para todo aquí? ¿Acaso las hay
en el lugar de donde vienes?
Pensé en la Ciudadela y las costumbres antiquísimas de los gremios.
—No —dije—. Hay oficios y costumbres inexplicables en mi patria,
aunque en estos tiempos de decadencia están cayendo en desuso. Hay torres
en las que nunca nadie ha entrado, y cuartos perdidos, y túneles cuyas
entradas jamás se han visto.
—¿No puedes entender entonces que lo mismo sucede aquí? Cuando
estábamos en lo alto de la escalinata y miraste hacia abajo y descubriste
estos jardines ¿pudiste ver todo el edificio?
—No —admití—. Se interponían pilones y chapiteles y la esquina del
malecón.
—Y aun así ¿pudiste delimitar lo que viste?
Me encogí de hombros.
—El cristal hacía difícil distinguir los bordes del edificio.
—Entonces ¿cómo puedes hacer las preguntas que haces? Y si es tan
necesario para ti hacerlas, ¿puedes entender que yo no tengo por qué
conocer las respuestas? Por el sonido del rugido supe que el dientes de sable
se encontraba lejos. Pero tal vez no se encuentre aquí en absoluto, y no se
trate más que de una lejanía en el tiempo.
—Cuando miré este edificio desde lo alto, vi una bóveda facetada.
Ahora al mirar hacia arriba, entre las hojas y las lianas sólo veo el cielo.
—Las superficies de las facetas son grandes. Puede que los bordes
queden ocultos por las ramas —dijo Agia.
Seguimos andando, y vadeamos una delgada corriente en la que se
bañaba un reptil de dientes afilados y una gran cresta a lo largo del lomo.
Desenvainé Terminus Est temiendo que se lanzara sobre nuestros pies.
—Admito —le dije— que la vegetación es demasiado densa aquí como
para que pueda ver a mucha distancia. Pero mira a través de la abertura por
donde corre este arroyuelo. Corriente arriba no se ve más que jungla.
Corriente abajo resplandece el agua, como si desembocara en un lago.
—Ya te advertí que los cuartos se ensanchaban y que tal vez esto te
resultara perturbador. Se dice también que las paredes de estos sitios son
espejos, cuya capacidad reflexiva crea la apariencia de vastos espacios.
—Conocí a una mujer una vez que había estado con el padre Inire. Me
contó una historia acerca de él. ¿Quieres escucharla?
—Como quieras.
En realidad era yo el que quería oír la historia, y la verdad es que me
gustaba: me la había contado a mí mismo muchas veces, y ahora la oía con
no menos que cuando la escuchara por vez primera estrechando las manos
de Thecla, blancas y frías como lirios arrancados de una tumba llena de
agua de lluvia.
—Tenía trece años, Severian, y tenía una amiga llamada Domnina. Era
una chica bonita que parecía varios años más joven de lo que en realidad
era. Quizá por eso me gustó.
»Sé que no sabes nada de la Casa Absoluta. Debes creerme cuando te
digo que en un lugar llamado la Sala del Significado, hay dos espejos. Cada
uno de ellos tiene de tres a cuatro anas de ancho, y ambos llegan hasta el
cielo raso. No hay nada entre los dos excepto unas pocas docenas de pasos
de suelo de mármol. En otras palabras, cualquiera que entre en la Sala del
Significado, verá su propia imagen multiplicada hasta el infinito.
»Imagínate lo atractivo que es ese lugar para una niña que se cree
bonita. Domnina y yo estábamos jugando allí una noche, dando vueltas y
vueltas, pavoneándonos en nuestras túnicas nuevas. Habíamos transportado
hasta allí un par de grandes candelabros; uno estaba a la izquierda de un
espejo y el otro a la izquierda del de enfrente… en las esquinas opuestas, si
entiendes lo que quiero decir.
»Estábamos tan ocupadas en mirarnos, que no advertimos la presencia
del padre Inire hasta que estuvo sólo a un paso de distancia. Por lo general,
cuando lo veíamos venir huíamos y nos escondíamos de él, aunque apenas
era algo más alto que nosotras. Usaba unos trajes iridiscentes, que parecían
volverse grises cuando uno los miraba, como si los tiñera una niebla. «Tener
mucho cuidado cuando os miráis en esos espejos», dijo. «Detrás de ellos, un
duende espera el momento adecuado para meterse en los ojos de aquel que
lo descubra».
»Entendí a qué se estaba refiriendo, y me ruboricé. Pero Domnina dijo:
«Creo que lo he visto. ¿Tiene la forma de una lágrima y resplandece?».
»El padre Inire no vaciló antes de responder, ni siquiera parpadeó… Sin
embargo, supe que estaba sorprendido. Dijo: «No, ése es otro, dulcinea.
¿Puedes verlo con claridad? ¿No? Entonces preséntate mañana en mi
cámara algo después que el sol se ponga, y te lo mostraré».
»Cuando se marchó, nos quedamos atemorizadas. Domnina juró un
centenar de veces que no iría. Yo aplaudí esa decisión y la animé a que no
se marchara. Así es que decidimos que se quedaría conmigo esa noche y
todo el día siguiente.
»No sirvió de nada. Un poco antes del tiempo convenido, llegó un
sirviente en busca de la pobre Domnina. Llevaba una librea que ninguna de
las dos había visto jamás.
»Unos pocos días antes me habían regalado una colección de figuras de
papel. Eran doncellas, colombinas, cónicas, arlequines, y otras por el
estilo… lo corriente. Recuerdo que durante toda la tarde esperé en el asiento
junto a la ventana a que Domnina regresara, jugando con aquellas figuras,
coloreando sus vestidos con lápices de cera, disponiéndolas de distintas
maneras e inventando juegos a los que las dos jugaríamos cuando volviese.
»Por fin mi niñera me llamó a cenar. Para entonces yo ya creía que el
padre Inire había matado a Domnina o que la había enviado de vuelta a su
madre con la orden de que nunca volviera a visitarnos. Cuando estaba
terminando de cenar, alguien golpeó la puerta. Oí que la sirvienta de mi
madre iba a abrirla, y Domnina entró corriendo. Nunca olvidaré su rostro…
estaba tan blanco como las caras de las muñecas. Lloraba y mi niñera la
consolaba; finalmente pudimos sacarle la historia.
»El hombre que había sido enviado a buscarla la llevó por salas de cuya
existencia ella nada sabía. Comprenderás, Severian, que eso sólo ya era de
por sí aterrador. Las dos creíamos conocer perfectamente el ala que
ocupábamos en la Casa Absoluta. Finalmente llegaron a lo que debía de ser
la cámara del padre Inire. Era un cuarto amplio con cortinados de un subido
color rojo y casi desprovisto de muebles, salvo algunos vasos más altos que
un hombre y tan anchos que los brazos de ella no conseguían abarcarlos.
»En el centro había lo que Domnina tomó al principio por un cuarto
dentro del cuarto. Las paredes eran octogonales y tenía laberintos pintados.
Sobre él, visible desde la entrada de la cámara, ardía la lámpara más
resplandeciente que jamás hubiese visto. Era blancoazulada, y tan brillante,
dijo, que un águila no hubiera podido mirarla fijamente.
»De pronto, oyó como cerraban con llave la puerta por la que había
entrado. No veía ninguna otra salida. Corrió hacia las cortinas, con la
esperanza de encontrar otra puerta, pero no bien hubo corrido una a un lado,
una de las ocho paredes con laberintos pintados se abrió, y por ella salió el
padre Inire. Detrás de él vio un agujero sin fondo lleno de luz.
»“Estás aquí” dijo. «Has llegado justo a tiempo. Niña, el pez está casi
atrapado. Puedes observar la preparación del anzuelo y aprender por qué
medios esas escasas doradas caen prisioneras en nuestras redes». La tomó
por el brazo y la condujo al recinto octogonal.
A esta altura tuve que interrumpir el relato para ayudar a Agia a
transitar una sección del sendero casi por completo cubierta de malezas.
—Estás hablando para ti mismo —dijo—. Puedo oír como murmuras
por lo bajo.
—Me estoy contando a mí mismo la historia que te mencioné. No
parecías tener el menor interés en escucharla, y yo quería oírla de nuevo…
además, se relaciona con los espejos del padre Inire, y puede sugerirnos
algo que quizá nos sea útil.
—Domnina se alejó. En el centro del recinto, justo debajo de la
lámpara, había una niebla de luz amarilla. Nunca se estaba quieta, dijo. Se
movía de arriba abajo y de lado a lado con rápidos centelleos, no dejando
nunca un espacio mayor de cuatro palmos de altura y otros cuatro de largo.
Le recordaba por cierto un pez. Mucho más que el ligero fulgor del que
había tenido un atisbo en los espejos de la Sala del Significado… un pez
que nadaba en el aire, confinado en un cuenco invisible. El padre Inire cerró
tras ellos la pared del octaedro. Era un espejo en el que ella podía verle
reflejadas la cara y la mano y los vestidos brillantes e indefinidos. Su propia
figura también, y la del pez. Pero detrás de ella parecía haber otra niña con
su mismo rostro observándola por encima del hombro; y luego otra y otra y
otra, cada cual con un rostro más pequeño detrás. Y así hasta el infinito, una
interminable cadena de rostros de Domnina cada vez más débiles.
»Se dio cuenta cuando vio que enfrente de la pared del recinto
octogonal por la que había entrado, había otro espejo. De hecho, todas las
paredes eran espejos que atrapaban la luz de la lámpara blancoazulada. Esta
vez se movía de uno a otro como niños que se pasaran balones de plata,
entrelazándose y entretejiéndose en una danza interminable. En el centro, el
pez, una criatura nacida de la convergencia de la luz, se agitaba de un lado a
otro.
»“Aquí lo tienes” dijo el padre Inire. «Los antiguos, que conocían este
proceso tan bien como nosotros, si no mejor, consideraban al pez el
habitante menos importante y más común de los espejos. No es preciso que
nos detengamos en la falsa creencia de que las criaturas convocadas estaban
siempre presentes en las profundidades del espejo. Con el tiempo, se
centraron en una cuestión más grave: ¿por qué medios viajar cuando el
punto de partida se encuentra a una distancia astronómica del punto de
llegada?».
»“¿Puedo atravesarlo con la mano?”.
»“En esta etapa puedes hacerlo, niña. Más adelante, no te lo
aconsejaría”.
»Ella adelantó la mano y sintió un cálido estremecimiento. «¿Es así
cómo vienen los cacógenos?».
»“¿Te ha llevado alguna vez tu madre en su nave voladora?”.
»“Por supuesto”.
»“Y supongo que habrás visto las naves de juguete que los niños
mayores hacen volar de noche en el parque, con armazones de papel y
linternas de pergamino. La relación de lo que ves aquí con los medios
utilizados para viajar entre los soles, se parece a la relación que hay entre
esas naves de juguete y las verdaderas. Sin embargo, puedes convocar al
Pez, y quizás a otras criaturas. Y así como las naves de los niños chocan a
veces contra algún pabellón, incendiándolo, nuestros espejos, aunque su
concentración no es poderosa, no dejan de ser peligrosos”.
»“Yo creía que para viajar a las estrellas, uno tenía que sentarse en el
espejo”.
»El padre Inire sonrió. Era la primera vez que lo veía sonreír, y aunque
sabía que sólo lo hacía porque ella lo había divertido y complacido, no le
gustó. «No, no. Permite que haga un esbozo del problema. Cuando algo se
mueve muy, muy rápido —tan rápido como los objetos familiares de tu
cuarto de juegos cuando tu gobernanta enciende la candela— se vuelve
pesado. No más grande, ¿comprendes?, sino sólo más pesado. Es atraído
hacia Urth o hacia cualquier otro mundo con mayor intensidad. Si se
moviera con la velocidad suficiente, se convertiría en un mundo, atrayendo
otros objetos hacia él. Por supuesto, no existe ninguna cosa capaz de hacer
eso, pero si lo hiciera, eso es lo que ocurriría. Sin embargo, aun la luz de tu
lámpara se mueve lo bastante de prisa como para viajar entre soles».
»El pez ascendía y descendía, avanzaba y retrocedía.
»“¿No se podría fabricar un candil más grande?”, preguntó Domnina
pensando sin duda en el candil pascual que veía cada primavera, más grueso
que el muslo de un hombre.
»“Es posible, pero no por eso tendría la luz mayor velocidad. Sin
embargo, aunque es tan liviana, la luz presiona aquello sobre lo que cae,
como el viento, que aunque no lo podamos ver, empuja las aspas del
molino. Ahora observa lo que ocurre cuando damos luz a los espejos
enfrentados: la imagen reflejada se traslada de uno a otro y vuelve. Supón
que se encuentra consigo misma al volver… ¿qué crees que sucede
entonces?”.
»Domnina rió a pesar del miedo que sentía y respondió que no podía
adivinarlo.
»“Pues se neutraliza a sí misma. Piensa en dos niñitas que corren en un
prado sin mirar por dónde van. Cuando se encuentran ya no hay niñitas que
corren. Pero si lo espejos están bien hechos y las distancias entre ellos son
correctas, las imágenes no se encuentran. En cambio, una sucede a la otra.
No ocurre así cuando la luz proviene de un candil o de una estrella común,
pues tanto la luz anterior como la posterior, que de otro modo la harían
avanzar, no son más que una azarosa luz blanca, como las ondas que
produciría una niñita al arrojar un puñado de pedruscos al agua de un
estanque. Pero si la luz proviene de una fuente coherente y forma la imagen
reflejada de un espejo de óptica correcta, la orientación del frente de la onda
es la misma porque la imagen es la misma. Como en nuestro universo no
hay nada que pueda superar la velocidad de la luz, la luz acelerada lo
abandona y penetra en otro. Cuando vuelve a reducir la velocidad, retorna
nuestro universo… naturalmente, en otro sitio”.
»“¿No es más que un reflejo?”, preguntó Domnina, mientras miraba al
pez.
»“Acabará siendo real si no oscurecemos la lámpara o quitamos los
espejos. Pues que una imagen reflejada exista sin un objeto que la origine,
viola las leyes de nuestro universo y, por tanto, algún objeto ha de cobrar
existencia”.
—Mira —dijo Agia—, nos acercamos a algo.
La sombra de los árboles tropicales era tan profunda, que los rayos de
sol resplandecían en el sendero como oro fundido. Yo entorné los ojos para
atisbar más allá de las quemantes columnas de luz.
—Una casa sobre pilotes de madera amarilla. El techo es de hojas de
palma. ¿No la ves?
Algo se movió, y la casa pareció saltar ante mis ojos como si emergiera
de entre una maraña de verdes, amarillos y negros. Una hendidura en
sombras se convirtió en una puerta; dos líneas oblicuas, en el ángulo del
techo. Un hombre vestido de color claro estaba de pie en una minúscula
galería, mirándonos.
Yo me alisé el manto.
—No es necesario —dijo Agia—. Aquí no tiene importancia. Si tienes
calor, quítatelo.
Me quité el manto y lo doblé sobre mi brazo izquierdo. El hombre de la
galería se volvió con una inconfundible expresión de terror y entró en la
cabaña.
XXI

La cabaña en la jungla

Una escalerilla de mano conducía hasta la galería. Estaba hecha de la


misma madera nudosa que la cabaña, atada con fibras vegetales.
—No irás a subir ahí —protestó Agia.
—Es preciso, si hemos de ver lo que hay que ver —dije—. Y
considerando el estado de tu ropa interior, pienso que preferirías que yo te
precediera.
Me sorprendió ruborizándose.
—Sólo verás una casa como las que había antiguamente en las zonas
más calurosas del mundo. No tardarás en aburrirte, créeme.
—Entonces bajaremos y habremos perdido muy poco tiempo. —
Empecé a trepar por la escalerilla. Cedía y crujía de manera alarmante, pero
sabía que en un lugar de recreo público era imposible que fuera realmente
peligrosa. Cuando había subido hasta la mitad, sentí a Agia detrás de mí.
El interior era apenas más grande que una de nuestras celdas, pero allí
terminaba cualquier parecido. Nuestras mazmorras daban una impresión de
solidez y volumen abrumadores. Las placas de metal de las paredes
devolvían el eco del menor sonido; los suelos resonaban bajo el paso de los
oficiales y no cedían ni un ápice; el techo no caería nunca… pero si lo
hiciera aplastaría todo lo que hubiera debajo.
Si es cierto que cada uno de nosotros tiene en algún sitio un hermano
antípoda, un gemelo brillante si somos oscuros, un gemelo oscuro si somos
brillantes, esa cabaña era sin duda lo opuesto de nuestras celdas.
Había ventanas en todas partes, y ninguna de ellas tenía barras, paneles,
o cualquier otro objeto que las obstruyera. Él suelo, las paredes y los
marcos de las ventanas eran de la misma madera amarilla; ramas que no
habían sido pensadas para que sirvieran de tablones, y unidas de manera tal
que en ciertos lugares podía verse la luz del sol que se filtraba a través de
las paredes; y si yo hubiera dejado caer una oricreta gastada, lo más
probable es que habría ido a parar al terreno de abajo. No había cielo raso,
sino un espacio triangular bajo el tejado del que colgaban cacerolas y bolsas
de alimentos. En un rincón una mujer leía mientras un hombre desnudo
permanecía acurrucado a sus pies. El hombre que habíamos visto desde el
sendero estaba de pie frente a la ventana opuesta a la puerta. Tenía que
saber que estábamos ahí (ya que, aunque no nos hubiera visto entrar, por
fuerza tuvo que haber sentido que la cabaña se estremecía cuando
subíamos), pero fingía no haberse dado cuenta. Hay algo en la línea de la
espalda de un hombre cuando se vuelve como para no ver, que era evidente
en él.
La mujer leía: «Entonces subió él de la llanura al monte Nebo, el
promontorio frente a la ciudad, y el Misericordioso le mostró todas las
comarcas de alrededor y todas las tierras hasta el Mar del Occidente.
Entonces le dijo: —Esta es la tierra que yo daría a los hijos de tus padres,
según prometí. La has visto, pero no pondrás tus pies en ella. —Entonces él
murió allí mismo, y fue sepultado en el barranco».
El hombre desnudo asintió.
—Lo mismo sucede con nuestros propios maestros, Preceptora. Te lo
dan con el dedo meñique. Pero el pulgar está clavado en él, y un hombre
sólo tiene que tomar el don y cavar en el piso de la casa y cubrirlo todo con
una esterilla, y el pulgar empieza a tirar y poco a poco el don se levanta de
la tierra y sube hacia el cielo y ya no se lo ve.
La mujer pareció impacientarse y empezó: —No, Isangoma… —Pero el
hombre junto a la ventana la interrumpió sin volverse—: Calla, Marie.
Quiero oír lo que tiene que decir. Tú puedes explicarlo más tarde.
—Un sobrino mío —continuó el hombre desnudo—, un miembro de mi
propio círculo, no tenía pescado. De modo que cogió los aparejos de pesca
y se dirigió a cierto estanque. Tan silenciosamente se inclinaba sobre el
agua, que podría haber sido un árbol. —El hombre desnudo dio un brinco, y
arqueó el cuerpo nervudo como si fuera a atravesar los pies de la mujer con
un arpón de aire—. Estuvo así durante mucho, mucho tiempo, tanto que los
monos ya no tuvieron miedo de él y volvieron a arrojar ramitas al agua, y el
pájaro del lucero regresó volando. Un gran pez asomó de pronto entre los
troncos sumergidos. Mi sobrino miró cómo nadaba en círculos, lenta,
lentamente. Nadó cerca de la superficie y entonces, cuando estaba por
lanzar su arpón de tres puntas, ya no había pez, sino una mujer adorable. Al
principio mi sobrino creyó que el pez era un pez-rey, que había cambiado de
forma para no ser herido. Después vio que el pez nadaba bajo la cara de la
mujer, y se dio cuenta de que había un reflejo. En seguida miró hacia arriba,
pero no vio más que el movimiento de las enredaderas. ¡La mujer había
desaparecido! —El hombre desnudo miró hacia arriba imitando el gesto de
asombro del pescador—. Esa noche mi sobrino fue a casa del Numen, el
Orgulloso, y le cortó el cuello a un oreodonte joven diciendo…
Agia me susurró: —En nombre de Teoántropos ¿cuánto tiempo piensas
quedarte aquí? Esto podría seguir todo el día.
—Déjame echar un vistazo a la cabaña —le susurré a mi vez—, y nos
marcharemos.
—Poderoso es el Orgulloso, y todos sus sagrados nombres. Todo lo que
se encuentra bajo las hojas le pertenece, las tormentas viajan en sus brazos,
el veneno no mata hasta que le echa una maldición —continuó el hombre
desnudo.
La mujer dijo: —No es necesario que alabes tanto a tu fetiche,
Isangoma. Si mi marido desea escuchar tu historia, muy bien, cuéntala, pero
ahórranos todas esas letanías.
—¡El Orgulloso protege al suplicante! ¿No sería una vergüenza que
quien lo adora fuera a morir?
—¡Isangoma!
El hombre frente a la ventana dijo: —Tiene miedo, Marie. ¿No lo notas
en su voz?
—¡No hay miedo para los que portan el signo del Poderoso! El aliento
del Poderoso es como una niebla que protege al joven uakaris de las garras
del margay.
—Robert —dijo entonces la mujer—, si no piensas hacer nada y acabar
con esto, lo haré yo. Isangoma, calla. O vete y no vuelvas más.
—El Orgulloso sabe que Isangoma ama a la Preceptora. Él la salvaría, si
pudiera.
—¿Salvarme de qué? ¿Crees que aquí hay una de esas terribles bestias
tuyas? Si la hubiera, Robert la mataría con el rifle.
—El tokoloshe, Preceptora. ¡Viene el tokoloshe! Pero el Orgulloso nos
protegerá. ¡Él es el poderoso comandante de todo tokoloshe! Cuando ruge,
ellos se esconden bajo las hojas caídas.
—Robert, creo que ha perdido el juicio.
—Él tiene ojos, Marte, tú no.
—¿Qué quieres decir? ¿Y por qué miras continuamente por la ventana?
Muy lentamente, el hombre se volvió para enfrentarnos. Nos miró por
un momento, y luego desvió los ojos. Tenía esa expresión que yo había
observado en nuestros clientes cuando el maestro Gurloes les mostraba los
instrumentos que se utilizarían en la anacrisis.
—Robert, por favor, dime qué te pasa.
—Como dice Isangoma, los tokoloshes están aquí. No los tokoloshes de
él, diría yo, sino los nuestros. La Muerte y la Señora. ¿Has oído hablar,
Marie?
La mujer meneó la cabeza. Se había levantado de la silla y abrió la tapa
de un pequeño cofre.
—Debí suponerlo. Es una especie de cuadro, pintado por varios artistas.
Isangoma, no creo que tu Orgulloso tenga demasiada autoridad sobre estos
tokoloshes. Vienen de París, donde yo era estudiante, para recriminarme
que haya abandonado el arte por esta cosa.
La mujer replicó: —Tienes fiebre, Robert. Es evidente. Te daré algo y
pronto te sentirás mejor.
El hombre nos miró otra vez a la cara como si no quisiera hacerlo pero
fuese incapaz de dominar el movimiento de sus ojos.
—No olvides, Marie, que los enfermos saben cosas que los sanos pasan
por alto. Isangoma también sabe que están aquí. ¿No sentiste que el suelo
temblaba mientras leías? Fue cuando entraron, creo.
—Te daré un vaso de agua para que puedas tragarte la quinina. No hay
ningún pez dentro —dijo la mujer.
—¿Qué son, Isangoma? Sí, lo sé, tokoloshes, pero ¿qué son los
tokoloshes? —preguntó el hombre.
—Malos espíritus, preceptor. Cuando un hombre tiene un mal
pensamiento o una mujer hace algo malo, aparece un nuevo tokoloshe. Se
queda detrás. El hombre piensa: Nadie lo sabe, todos están muertos. Pero el
tokoloshe permanece ahí hasta el fin del mundo. Entonces todos verán,
sabrán lo que hizo el hombre.
—Qué idea horrible —dijo la mujer.
Las manos del hombre se aferraron al antepecho de la ventana.
—¿No te das cuenta de que sólo son la consecuencia de lo que
hacemos? Son los espíritus del futuro, y somos nosotros mismos quienes los
engendramos.
—De lo que me doy cuenta, Robert, es que todo esto no es más que un
montón de disparates paganos. Escucha. Ya que tienes una visión tan
penetrante, ¿no puedes escuchar un momento?
—Estoy escuchando. ¿Qué quieres decir?
—Nada. Sólo quiero que escuches. ¿Qué oyes?
La cabaña quedó en silencio. También yo escuché, y no podría no haber
escuchado.
Fuera los monos parloteaban y los loros chillaban como antes. Luego,
por sobre los ruidos de la jungla, oí un ligero zumbido, como si un insecto
del tamaño de un barco estuviera volando en la lejanía.
—¿Qué es eso? —preguntó el hombre.
—El avión correo. Si tienes suerte, muy pronto lo verás.
El hombre asomó la cabeza por la ventana, y yo, sintiendo curiosidad
por lo que buscaba, fui hasta la ventana de la izquierda y miré también. El
follaje era tan espeso, que al principio parecía imposible ver nada, pero el
hombre continuaba mirando en línea recta un punto del espacio, y allí
encontré una mancha azul.
El zumbido se hizo más fuerte, y de pronto apareció la nave volante más
extraña que yo haya visto jamás. Tenía alas, como si hubiera sido construida
por alguna raza que todavía no se hubiera dado cuenta de que en ningún
caso aletearía como un pájaro y no había motivo para que la fuerza de
sustentación, como en una cometa, no residiera en el armazón. Tenía unas
protuberancias bulbosas en los extremos plateados de las alas, y una tercera
al frente del fuselaje. La luz parecía brillar delante de estas protuberancias.
—En tres días podríamos llegar hasta la pista de aterrizaje, Robert. La
próxima vez que venga, tendríamos que estar esperándolo.
—Si el Señor nos ha enviado aquí…
—Sí, Preceptor —lo interrumpió el hombre desnudo—, hemos de
satisfacer los deseos del Orgulloso.
¡No hay ninguno como él! Preceptora, deje que baile para el Orgulloso
y que entone su canto. Tal vez así los tokoloshes se vayan.
El hombre desnudo arrebató el libro que la mujer sostenía entre las
manos, y empezó a golpearlo con la palma. Eran golpes rítmicos, como si
tocara un tambor. Mientras frotaba el suelo con los pies, y la voz, que
empezó con un chirrido melódico, se convirtió poco a poco en la voz de un
niño:

De noche cuando todo está en silencio,


¡escúchalo gritar en las copas de los árboles!
¡Míralo bailar en medio del luego!
Vive en la ponzoña de la flecha,
¡minúsculo como una luciérnaga amarilla!
¡Más brillante que una estrella fugaz!
Hombres velludos andan por el bosque…

—Me marcho, Severian —dijo Agia, mientras salía por la puerta—. Si


quieres quedarte y mirar, puedes hacerlo. Pero tendrás que conseguir el
averno tú mismo, y encontrar el camino a los Campos Sanguinarios. ¿Sabes
lo que sucederá si no apareces?
—Según me has dicho, recurrirán a asesinos.
—Y los asesinos recurrirán a la serpiente de barbas amarillas. Al
principio no contra ti, sino contra tu familia, si la tienes, contra tus amigos.
Como me han visto contigo en las calles del barrio, probablemente también
me incluyan a mí. Viene cuando el sol se pone, ¡miradle los pies en el agua!
¡Huellas de fuego sobre el agua!
El cántico continuó, pero el cantor sabía que nos íbamos, pues había en
el sonsonete una nota de triunfo. Esperé hasta que Agia hubo llegado al
suelo, luego la seguí.
Ella dijo: —Creí que nunca te irías. Ahora que estás aquí dime, ¿tanto te
gusta este lugar? —Los colores metálicos de su vestido desgarrado parecían
tan furiosos como ella contra el verde de unas hojas extrañamente oscuras.
—No —dije—. Pero lo encuentro interesante. ¿Has visto la nave?
—¿Cuando tú y el hombre de la cabaña mirasteis por la ventana? No
soy tan tonta.
—No se parece a ninguna otra que haya visto. Tenía que haber estado
mirando las facetas del techo, pero en cambio, vi la nave que él esperaba
ver. Cuando menos, eso me pareció. Hace un momento quería contarte
sobre la amiga de una amiga mía que quedó atrapada en los espejos del
padre Inire. Se encontró en otro mundo, y aun cuando volvió con Thecla,
ése era el nombre de mi amiga, no estaba del todo segura de que hubiese
vuelto realmente al punto de origen. Me pregunto si no estaremos todavía
en el mundo que abandonó esa gente, en lugar de estar ellos en el nuestro.
Agia ya había echado a andar sendero abajo. La luz del sol pareció
transformarle el pelo castaño en oro oscuro cuando volvió la cabeza por
sobre el hombre para decir: —Ya te he dicho que ciertos visitantes sienten
atracción por ciertos biopaisajes.
Corrí para alcanzarla.
—A medida que transcurre el tiempo, sus mentes tienden a adaptarse a
lo que los rodea, y puede que eso nos ocurra también a nosotros. Es
probable que lo que viste haya sido una nave corriente.
—Él nos vio. Y también el salvaje.
—Según he oído, cuanto más se pervierte una conciencia, mayor es la
probabilidad de que queden percepciones residuales. Cuando encuentro
monstruos, hombres salvajes y cosas así en estos jardines, me parece más
probable que tengan más conciencia de mí, al menos parcial, que otras
criaturas.
—Explícame lo del hombre.
—Yo no construí este lugar, Severian. Todo lo que sé es que si
retornaras ahora por el mismo sendero, el último lugar que vimos
probablemente ya no estaría allí. Escucha, quiero que me prometas que
cuando salgamos de aquí, dejarás que te lleve al Jardín del Sueño Infinito.
No nos queda tiempo para nada más, ni siquiera para el Jardín de las
Delicias. Y permite que te diga que tú no eres esa clase de persona que
pueda pasearse por aquí noche y día.
—¿Por qué quise quedarme en el Jardín de Arena?
—En parte. Creo que tarde o temprano me crearás dificultades aquí.
Mientras decía eso, doblamos una de las aparentemente infinitas
sinuosidades del sendero. Un leño con un pequeño rectángulo blanco que
sólo podía ser el nombre de la especie a la que pertenecía, interceptaba el
camino, y a través de las espesas hojas a nuestros pies, pude ver la pared: el
cristal verdoso servía de discreto telón al follaje. Agia había avanzado ya un
paso cuando tomé Terminus Est con la mano que llevaba libre y abrí la
puerta para que ella pasara.
XXII

Dorcas

Cuando oí por primera vez hablar de él, me había imaginado que el averno
crecería en macizos, como las flores del invernadero de la Ciudadela. Más
tarde, cuando Agia me hubo contado más acerca del Jardín Botánico,
imaginé un lugar como la necrópolis donde jugaba de niño, con árboles y
tumbas desmoronadas y senderos pavimentados de huesos.
La realidad era muy diferente: un lago oscuro en un pantano infinito.
Los ácoros casi nos impedían caminar, y silbaba un viento frío al que
parecía que nada detendría hasta llegar al mar. Crecían juncos junto al
sendero por el que andábamos, y una vez o dos un ave acuática levantó el
vuelo, dibujando un negro perfil contra un cielo nuboso.
Le había estado hablando a Agia de Thecla. Ahora ella me tocó el
brazo.
—Puedes verlos desde aquí, aunque tendremos que ir hasta la mitad del
lago para coger uno. Mira donde señalo… esa mancha blanca.
—Desde aquí no parecen peligrosos.
—Han dado cuenta de mucha gente, te lo puedo asegurar. Hasta es
posible que algunas víctimas estén enterradas en este jardín.
De modo que había tumbas después de todo. Le pregunté dónde estaban
los mausoleos.
—No los hay. Tampoco ataúdes, ni urnas mortuorias ni nada por el
estilo. Mira el agua que te empapa los pies.
Lo hice. Era parda como el té.
—Tiene la propiedad de preservar los cadáveres.
Les meten plomo a los cuerpos por la garganta y luego los hunden aquí,
señalando antes la posición en un mapa para poder pescarlos en caso de que
alguien quiera verlos.
Yo había estado dispuesto a jurar que no había nadie a una legua de
distancia de donde nos encontrábamos. O cuando menos (si, tal como se
suponía, los segmentos del edificio de cristal realmente limitaban espacios)
dentro de los límites del Jardín del Sueño Infinito. Pero no bien Agia hubo
callado, cuando la cabeza y los hombros de un viejo aparecieron por entre
los juncos a una docena de pasos de distancia.
—¡No es cierto! —gritó—. Sé que eso es lo que dicen, pero no es cierto.
Agia, que había dejado que el corpiño del vestido desgarrado le colgara
de cualquier modo, se lo sujetó en seguida.
—No sabía que estuviera hablando con nadie además de mi compañero.
El viejo no tuvo en cuenta el reproche. Sin duda estaba demasiado
concentrado en la observación que había alcanzado a oír como para
prestarle demasiada atención.
—Tengo aquí la cifra… ¿quieren verla? Usted, joven sieur… cualquiera
puede notar que es una persona instruida. ¿Quiere mirar? —Parecía llevar
una pértiga. Vi que la cabeza se alzaba y descendía varias veces, y al fin
comprendí que empujaba alguna clase de embarcación hacia nosotros.
—Más dificultades —dijo Agia—. Mejor que nos vayamos.
Pregunté si no sería posible que el viejo nos transportara a través del
lago, para evitar el largo rodeo de una caminata.
El viejo sacudió la cabeza.
—Demasiado peso para mi pequeño bote. Aquí sólo hay lugar para Cas
y para mí. Con ustedes dentro, zozobraríamos.
La proa apareció a la vista y advertí que había dicho la verdad: el
esquife era tan pequeño que ya no parecía pedirle demasiado que
mantuviera al mismo viejo a flote, aunque estaba encorvado y reducido por
la edad (parecía aún más viejo que el maestro Palaemon), al punto de que
difícilmente pesaría más que un niño de diez años. Nadie lo acompañaba.
—Con su perdón, sieur —dijo—. Pero no puedo acercarme más. Tal vez
esté mojado, pero no lo suficiente para que yo pueda seguir. Si se acerca al
borde, le mostraré la cifra.
Sentí curiosidad por saber qué quería de nosotros, de modo que hice lo
que me pedía; Agia me siguió de mala gana.
—Aquí está. —El viejo metió la mano dentro de la túnica y sacó un
pequeño pergamino—. Aquí está la posición. Eche una mirada, joven sieur.
El pergamino estaba encabezado por un nombre al que seguía una larga
descripción del lugar en que esa persona había vivido, con quién se había
casado y qué había hecho él para ganarse la vida; todo lo cual fingí leer con
gran atención. Bajo la descripción había un mapa toscamente trazado y dos
números.
—Como usted ve, señor, debería ser bastante fácil. Este primer número,
son los pasos desde el Fulstruam hacia el otro lado. El segundo número,
hacia éste. Pues bien ¿puede usted creerme que todos estos años he estado
tratando de encontrarla y no me ha sido posible? —Mirando a Agia, se
enderezó hasta casi parecer erguido.
—Le creo —dijo Agia—, si eso le satisface. Pero lamento saberlo.
Todas esas cosas nada tienen que ver con nosotros.
Se volvió para marcharse, pero el viejo extendió la pértiga para impedir
que yo la siguiera.
—No haga caso de lo que dicen. Los ponen donde la cifra indica, pero
no permanecen allí. Algunos han sido vistos en el río. —Miró vagamente
hacia el horizonte—. Allí.
Le dije que dudaba que eso fuera posible.
—Toda esta agua que usted ve, ¿de dónde cree que viene? Hay un
conducto subterráneo que la trae, si no fuera así, todo este lugar se secaría.
Cuando empiezan a moverse de un lado al otro ¿qué le impediría a alguno
atravesarlo a nado? ¿Qué se lo impediría a veinte? No existen corrientes
que valga la pena nombrar. Usted y ella… vienen a buscar un averno ¿no es
cierto? Por empezar ¿sabe por qué los plantaron aquí?
Negué con la cabeza.
—Por los manatíes. Están en el río y solían venir nadando hasta aquí
por el conducto. Los parientes se asustaban al ver las caras que asomaban
en el lago, de modo que el padre Inire hizo que los jardineros plantaran los
avernos. Yo estaba aquí y lo vi. Es sólo un hombre pequeño con el cuello
torcido y las piernas arqueadas. Si un manatí viniera ahora, esas flores lo
matarían por la noche. Una mañana vine a buscar a Cas como hago siempre,
a no ser que tenga que cuidar alguna otra cosa, y había dos conservadores
en la orilla con un arpón. Un manatí muerto en el lago, dijeron. Yo salí con
mi gancho y lo rescaté, pero no era un manatí, sino un hombre. Había
escupido el plomo o no le habían metido la cantidad suficiente. Tenía tan
buen aspecto como usted o como ella, y mejor que el mío, desde luego.
—¿Hacía mucho que había muerto?
—No hay modo de saberlo, porque el agua aquí los escabecha. Habrá
oído decir que la piel se les pone como cuero y de verdad que es así. Pero
no piense en la suela de unas botas cuando lo oiga, sino más bien en unos
guantes de mujer.
Agia se nos había adelantado mucho y yo empecé a andar tras ella. El
viejo nos seguía impulsando el esquife junto al sendero cubierto de ácoros.
—Les dije que habían tenido más suerte en un día que yo en cuarenta
años. He aquí mis aparejos. —Sostuvo en alto un garfio de hierro atado a
una cuerda—. No que no los haya atrapado en abundancia, y de muchas
clases. Pero no a Cas. Empecé donde indicaba la cifra, al año siguiente de
que ella hubiera muerto. No se encontraba allí, de modo que comencé a
alejarme poco a poco. Al cabo de cinco años me encontraba lejos del lugar
indicado, o así lo pensé entonces. Tuve miedo de que estuviera allí después
de todo, de modo que empecé de nuevo. Primero, en el sitio indicado,
luego, alejándome. Durante diez años. Volví a tener miedo, así es que lo que
hago ahora es empezar por la mañana en el sitio indicado y arrojo allí mi
garfio. Después voy al sitio donde abandoné la búsqueda la última vez, y
me alejo en círculo algo más. Ella no está donde dice la cifra, lo sé; conozco
a todos los que se encuentran allí ahora, y a algunos los he pescado cien
veces. Pero ella anda errante, y sigo pensando que quizá vuelva.
—¿Era la esposa de usted?
El hombre asintió con la cabeza y me sorprendió que no dijera nada.
—¿Por qué quiere recuperar el cuerpo?
No me respondió. La pértiga no hacía ningún ruido al entrar y salir del
agua; el esquife dejaba una ligera estela por detrás, y unas ondas minúsculas
lamían los bordes de la senda de ácoros.
—¿Está seguro de que si la encontrara después de tanto tiempo la
reconocería?
—Sí… sí. —Asintió con la cabeza, lentamente al principio, luego con
más vigor—. Estará usted pensando que la saqué, le miré la cara y volví a
arrojarla al agua. ¿No es cierto? Imposible. ¿Cómo no reconocer a Cas? Se
preguntaba usted por qué quería recuperarla. Una de las razones es que el
recuerdo que tengo de ella, el más fuerte, es el del agua parda al cubrirle la
cara. Los ojos cerrados. ¿Conoce eso?
—No sé bien a qué se refiere.
—Ponen una especie de cemento en los párpados. Supongo que para
mantenerlos siempre cerrados, pero cuando el agua los alcanzó, los ojos se
abrieron. Explíquelo. Es lo que recuerdo, lo que me viene a la mente
cuando intento dormir. El agua parda que le cubría la cara, y los ojos azules
que se abrían. Cada noche me despierto cinco, seis veces. Antes de
sumergirme yo mismo, me gustaría tener otra imagen… el rostro
emergiendo de nuevo, aunque sólo fuese en el extremo de mi gancho.
¿Comprende lo que le digo?
Pensé en Thecla y en la sangre corriendo por debajo de la puerta de la
celda, y asentí.
—Además hay otra cosa. Cas y yo teníamos un pequeño comercio.
Hacíamos trabajos de esmalte. El padre y el hermano de ella los fabricaban,
y nos acomodaron en la Calle de la Señal, poco más o menos en la mitad,
junto a la casa de subastas. El edificio se encuentra todavía allí, aunque
nadie viva en él ahora. Yo iba a ver a mis parientes políticos y colocaba las
piezas en las estanterías. Cas les ponía precio, las vendía y ¡lo mantenía
todo tan limpio! ¿Sabe durante cuánto tiempo hicimos eso? ¿Atendimos
nuestro pequeño negocio?
Meneé la cabeza.
—Cuatro años, menos un mes y una semana. Luego murió. Cas murió.
No pasó mucho antes que todo hubiera terminado, pero fue la mejor época
de mi vida. Ahora duermo en un pequeño ático. Un hombre que conocí hace
muchos años, aunque eso fue tiempo después de que Cas hubiera partido,
me deja dormir allí. No hay una pieza de esmalte en ese lugar, ni un vestido,
ni siquiera un clavo de la vieja tienda. Dígame ahora esto. ¿Cómo puedo
saber que no fue más que un sueño?
Pensé que el viejo tal vez estuviera bajo los efectos de un hechizo, como
la gente de la casa de madera amarilla; de manera que dije: —No tengo
modo de saberlo. Quizá, como usted dice, sólo haya sido un sueño. Creo
que se atormenta usted demasiado.
Como sucede en los niños, el humor del viejo cambió en un instante, y
se echó a reír.
—Es fácil ver, sieur, que a pesar del atuendo que lleva bajo el manto,
usted no es un torturador. Sinceramente me gustaría llevarlo, y también a la
querida de usted. Pero como no puedo, hay un individuo aguas arriba que
tiene un bote más grande. Viene aquí bastante a menudo, y a veces habla
conmigo, como usted. Dígale que yo espero que los ayude.
Se lo agradecí y fui de prisa detrás de Agia, que se había adelantado.
Renqueaba y recordé todo lo que había andado después de haberse
lastimado la pierna. Cuando estaba por alcanzarla y ofrecerle mi brazo, di
uno de esos pasos en falso que tan avergonzados nos hacen sentir en el
momento, aunque después uno se ría, y con ese paso, desencadené uno de
los más extraños incidentes de mi, obviamente, extraña carrera. Empecé a
correr y al hacerlo me acerqué demasiado al lado interior de una curva del
sendero.
En un momento saltaba yo sobre los enredados ácoros, y en el siguiente
me debatía cubierto por un agua oscura y helada, entorpecido por el manto.
En el tiempo que dura un respiro, sentí otra vez el terror de morir ahogado;
luego me incorporé y saqué mi cabeza del agua. Recordé los hábitos
desarrollados durante tantos veranos en el Gyoll: arrojé el agua por la boca
y la nariz, aspiré profundamente, y me quité de la cara la capucha
empapada.
No bien recobré la calma, me di cuenta de que había dejado caer
Terminus Est, y en ese momento la pérdida de la espada me pareció más
terrible que la posibilidad de enfrentarme con la muerte. Me sumergí sin
siquiera quitarme las botas, abriéndome camino entre una masa de juncos,
cuyos tallos, aunque multiplicaban la amenaza de muerte, terminaron por
salvar a Terminus Est, que sin duda habría llegado al fondo, sepultándose en
el cieno a pesar del aire retenido en la vaina, si los tallos no hubieran
detenido su caída. De este modo, a ocho o diez codos por debajo de la
superficie, mi mano encontró la bendita forma familiar de la empuñadura de
ónix.
En el mismo instante, mi otra mano tocó un objeto completamente
distinto. Era otra mano humana, y el apretón (porque aferró la mía en el
momento mismo en que la toqué) coincidió de manera tan perfecta con la
recuperación de Terminas Est, que pareció que el dueño de la mano me la
estuviera devolviendo, como antes hiciera la alta señora de las peregrinas.
Primero sentí una oleada de demente gratitud, luego un miedo infinito: la
mano tiraba de mí arrastrándome hacia las profundidades.
XXIII

Hildegrin

Con lo que sin duda eran las últimas fuerzas que me quedaban, logré arrojar
a Terminus Est sobre el sendero de ácoros y aferrarme a las juncias de la
orilla antes de volver a hundirme.
Alguien me agarró por la muñeca. Miré esperando ver que fuera Agia,
pero no era ella sino una mujer todavía más joven, de largos cabellos
rubios. Traté de agradecérselo, pero de mi boca salió agua en lugar de
palabras. Ella tiró y yo me esforcé hasta que por último quedé tendido sobre
las juncias, tan agotado que casi no podía moverme.
Debo de haber descansado allí cuando menos tanto tiempo como se
tarda en recitar el ángelus, y quizá más todavía. Tenía conciencia del frío,
que iba agudizándose, y del entramado de plantas podridas, que poco a
poco cedía bajo mi peso, hasta encontrarme otra vez sumergido a medias.
Respiraba con grandes bocanadas intentando llenar mis pulmones.
Entonces, alguien (era la voz de un hombre, una voz fuerte que me parecía
haber oído mucho tiempo atrás) dijo: —Tira de él o se hundirá de nuevo.
—Fui levantado por el cinturón, y en unos instantes pude mantenerme
de pie, aunque me temblaban tanto las piernas que tenía miedo de caerme.
Agia estaba allí, y la muchacha rubia que me había ayudado a subir al
sendero de ácoros, y un hombre corpulento de cara sólida. Agia preguntó
qué había sucedido, y aunque yo estaba casi inconsciente, noté que tenía la
cara muy pálida.
—Dadle tiempo —dijo el hombre—. Se recuperará pronto. —Y luego
volviéndose hacia la muchacha, que parecía tan confundida como yo, le
preguntó—: ¿Quién eres en Phlegethon? —Ella comenzó a tartamudear—:
D… d… d… —luego dejó caer la cabeza y se quedó callada. Estaba
cubierta de lodo desde la cabeza a los pies, y las ropas que llevaba no eran
más que harapos.
El hombre le preguntó a Agia: —¿De dónde viene esta mujer?
—No lo sé. Cuando miré atrás para ver por qué se demoraba Severian,
vi que lo estaba ayudando a subir al sendero.
—Por suerte que lo hizo. Por suerte para él, al menos. ¿Está loca? ¿O
hechizada por alguna salmodia, quizá?
—Sea como fuere —dije—, me salvó. ¿No puede darle algo para que se
cubra? Debe de estar congelándose. —Yo mismo me estaba congelando,
ahora que tenía vida suficiente para advertirlo.
El hombre sacudió la cabeza y pareció envolverse aún más en el abrigo.
—No, a no ser que se limpie primero. Y no lo hará a no ser que se meta
de nuevo en el agua. Pero tengo algo aquí que tal vez sea mejor. —De un
bolsillo del abrigo sacó un pote de metal con forma de perro y me lo
alcanzó.
Él hueso que tenía el perro en la boca resultó ser el tapón. Le ofrecí el
pote a la muchacha rubia que, al principio no parecía saber qué hacer con
él. Agia lo tomó entonces y se lo llevó a la boca, hasta que hubo tragado
algo, y luego me lo dio a mí. El contenido parecía ser aguardiente de
ciruelas; el fuerte sabor me quitó agradablemente la amargura del agua
pantanosa. Cuando volví a poner el hueso tapando el frasco, me pareció que
el vientre del perro estaba medio vacío.
—Bien pues —dijo el hombre—. Creo que vosotros mismos tendríais
que decirme quiénes sois y qué hacéis aquí… y no me digáis que habéis
venido a contemplar el panorama del jardín. Veo tantos papamoscas
últimamente que me es imposible no reconocerlos antes de que estén
bastante cerca como para que nos saludemos. —Me miró—. Tiene ahí un
cuchillo de considerable tamaño, por empezar.
Agia dijo: —El armígero está disfrazado. Ha sido retado a duelo y ha
venido a cortar un averno.
—Él está disfrazado y tú no, supongo. ¿Crees que no sé reconocer un
falso brocado y unos pies descalzos cuando los veo?
—No dije que no estuviera disfrazada, ni que fuera del rango del
armígero. En cuanto a los zapatos, los dejé fuera para que no se estropearan
con el agua.
El hombre asintió con la cabeza de un modo que era imposible saber si
le creía o no.
—Ahora tú, rizos de oro. Esta damisela ha dicho ya que no te conoce.
En cuanto a él, no creo que este pez —aunque tú lo pescaste, lo que no fue
poca hazaña además— que te conozca más que yo. Tal vez ni siquiera tanto.
Así pues, ¿quién eres?
La muchacha rubia tragó saliva.
—Dorcas.
—Y ¿cómo llegaste aquí, Dorcas? ¿Y cómo te metiste en el agua?
Porque es evidente que allí es donde has estado. No pudiste mojarte tanto
sólo con tirar de tu joven amigo.
El aguardiente había encendido las mejillas de la muchacha, pero su
rostro parecía tan inexpresivo y ausente como antes, o casi.
—No lo sé —susurró.
Agia preguntó: —¿Entonces no recuerdas haber venido aquí?
Dorcas sacudió la cabeza.
—Entonces ¿qué es lo último que recuerdas?
Hubo un largo silencio. El viento parecía soplar más fuerte que nunca, y
a pesar del aguardiente sentía un frío terrible. Por fin Dorcas musitó: —
Estaba sentada junto a un escaparate… había cosas tan bonitas en él:
bandejas y cajas y una cruz.
El hombre dijo: —¿Cosas bonitas? Bueno, si tú estabas allí, seguro que
así era.
—Está loca —dijo Agia—. O bien alguien la cuida y se ha extraviado, o
bien nadie la cuida, lo que parece más probable por el estado de sus ropas, y
se ha metido aquí sin que los conservadores lo notaran.
—Tal vez alguien la golpeó en la cabeza, y después de robarle lo que
tenía la abandonó aquí creyéndola muerta. Hay más modos de entrar, señora
Fango, que los que conocen los conservadores. O quizá la trajeran aquí para
arrojarla en lo que ellos llaman el venidero, cuando sólo estaba enferma y
dormida, y el agua la despertó.
—Cualquiera que la hubiere traído se habría dado cuenta.
—Uno puede permanecer sumergido durante mucho tiempo en un
venidero, según he oído decir. Pero de cualquier forma, ya no importa. Aquí
está ella y es cuestión suya, diría yo, averiguar quién es y de dónde viene.
Me había quitado el manto y estaba tratando de retorcer la capa de mi
uniforme para secarla; pero alcé la cabeza cuando Agia dijo: —Nos ha
estado preguntando quiénes somos. ¿Quién es usted?
—Tenéis derecho a saberlo —dijo el hombre—. Todo el derecho del
mundo, y os daré una información más auténtica que la que todos vosotros
me habéis dado. Sólo que después tendré que atender mis propios
quehaceres. Vine como lo hubiera hecho cualquier otro, porque vi que este
joven armígero estaba ahogándose. Pero tengo mis propios asuntos que
atender, como el que más.
Al decir eso, se quitó el sombrero de copa y sacó de dentro una tarjeta
grasienta dos veces más grande que las tarjetas de visita que en ocasiones
yo había visto en la Ciudadela. Se la dio a Agia y yo miré por encima de su
hombro. Con florida escritura, la leyenda decía:

HILDEGRIN EL TEJÓN
Excavaciones de toda clase:
un solo excavador o 20 veintenas.
La piedra no es demasiado dura
ni el lodo demasiado blando.
Pregunte en la calle del Bajel
donde vea el letrero PALA CIEGA
o al Alticamelus a la vuelta
de la esquina de Veleidad.

—Y ése soy yo, señora Fango y joven sieur… espero que no lo moleste
que lo llame así, en primer lugar porque es más joven que yo, y segundo,
porque parece algo más joven que ella, aunque sólo sea un par de años. Y
ahora seguiré mi camino.
—Aguarde un momento —lo interrumpió Severian—. Antes de caer al
agua, encontré a un viejo en un esquife; me dijo que bajando por el sendero
encontraría a alguien que podría transportarnos por el lago. Me imagino que
se refería a usted. ¿Nos llevará?
—Ah, sí, el que busca a su esposa… pobre hombre. Bien, le debo varios
favores, de modo que si él os recomienda, supongo que es mejor que lo
haga. Mi chalana puede cargar a cuatro en caso de apuro.
Echó a caminar dando grandes zancadas, indicándonos que lo
siguiéramos; noté que sus botas, aparentemente engrasadas, se hundían
entre las juncias aún más que las mías. Agia dijo: —Ella no viene con
nosotros. —Sin embargo, Dorcas nos seguía con un aire tal de abandono,
que me quedé atrás para consolarla.
—Te prestaría mi manto —le susurré—, si no estuviera tan mojado.
Pero si sigues hasta el final de este sendero, encontrarás un corredor más
caliente y seco. Entonces, si buscas una puerta donde está escrito Jardín de
la Jungla, llegarás a un lugar donde el sol es cálido y te sentirás muy
cómoda.
No bien hube hablado, recordé el pelicosaurio que habíamos visto en la
jungla. Por fortuna, quizá, Dorcas no mostró el menor indicio de haberme
oído. Algo en su expresión delataba que tenía miedo de Agia, o cuando
menos que sabía que la había disgustado; por lo demás, no parecía que
estuviera más atenta a las cosas de alrededor que una sonámbula.
Consciente de que no había logrado distraerla, empecé otra vez: —Hay
un hombre en el corredor, un conservador. Estoy seguro de que tratará de
conseguirte ropa seca y un fuego con el que puedas calentarte.
El viento agitó los cabellos castaños de Agia cuando volvió la cabeza
para mirarnos.
—Hay demasiadas mendigas como para que alguien se preocupe por
una más, Severian. Incluyéndote a ti.
Al oír la voz de Agia, Hildegrin miró por sobre el hombro.
—Conozco a una mujer que podría recibirla. Sí, y lavarla y darle alguna
ropa. Hay un buen cuerpo debajo de ese lodo, a pesar de lo delgada que
está.
—¿Y qué hace usted aquí, después de todo? —preguntó Agia con
brusquedad—. Por lo que dice la tarjeta, contrata trabajadores, pero ¿qué
asunto lo trae por aquí?
—Lo que usted ha dicho, señora. Mi asunto.
Dorcas había empezado a estremecerse.
—De veras —le dije—, todo lo que tienes que hacer es regresar. Hace
mucho más calor en el corredor. No vayas al Jardín de la Jungla. Podrías ir
al Jardín de Arena; allí brilla el sol, y está seco.
Algo de lo que le dije pareció rozar una cuerda en ella.
—Sí —susurró—. Sí.
—¿El Jardín de Arena? ¿Te gustaría estar allí?
Muy suavemente: —El sol.
—Aquí está la vieja chalana —anunció Hildegrin—. Siendo tantos,
importa mucho dónde nos sentemos. Y es precioso no moverse. El agua
llegará casi a la borda. Una de las mujeres en la proa, por favor, y la otra y
el joven armígero en la popa.
—Me gustaría encargarme de un remo —dije.
—¿Ha remado alguna vez? No me parece. No, es mejor que se siente en
la popa como dije. No es mucho más difícil manejar dos remos que uno, y
lo he hecho muchas veces, créame, aun cargando a media docena.
El bote era como él: ancho, tosco y de aspecto pesado. La proa y la popa
eran cuadradas, tanto que apenas si se estrechaba a partir del combés donde
estaban los toletes, aunque el casco era menos alto en los extremos.
Hildegrin entró primero, y de pie con una pierna a cada lado del banco,
movió un remo para que el bote se acercara a la orilla.
—Tú —dijo Agia, tomando a Dorcas del brazo—. Siéntate allí en la
proa.
Dorcas parecía dispuesta a obedecer, pero Hildegrin la detuvo.
—Si no tiene inconveniente, Señora —le dijo a Agia—, preferiría que
usted ocupara la proa. No podré vigilarla, sabe, cuando esté remando, a no
ser que se siente atrás. Todos estamos de acuerdo en que ella no se
encuentra bien; con lo lleno que va el bote, me gustaría verla por si comete
alguna locura.
Dorcas nos sorprendió a todos diciendo: —No estoy loca. Sólo que…
me siento como si acabara de despertar.
De todos modos Hildegrin le dijo que se sentara conmigo en la popa.
—Pues bien, —dijo mientras empezamos a avanzar— esto es algo que
probablemente nunca olvidaréis. Cruzar el Lago de los Pájaros en el Jardín
del Sueño Eterno. —Los remos se hundían en el agua con un ruido sordo y
algo melancólico.
Le pregunté a Hildegrin por qué lo llamaban el lago de los Pájaros.
—Porque dicen que se encontraron muchos pájaros muertos en estas
aguas. Aunque la razón podría ser más simple: la gran cantidad de pájaros
que hay aquí. Se dice mucho en contra de la muerte. Me refiero a los que
tienen que morir y la pintan como a una bruja fea con un saco y todo eso.
Pero es una buena amiga de los pájaros; me refiero a la muerte. Allí donde
haya hombres muertos e inmóviles, habrá pájaros. Ésa ha sido mi
experiencia.
Asentí recordando cómo cantaban los tordos en nuestra necrópolis,
asentí con la cabeza.
—Ahora, si miráis por encima de mi hombro, tendréis una clara visión
de la costa de delante y podréis ver un montón de cosas que antes estaban
ocultas detrás de los juncos.
Notaréis, si no hay demasiada niebla, que más adelante la tierra se
eleva. Allí termina el terreno pantanoso y comienzan los árboles. ¿Podéis
verlos?
Asentí y advertí que Dorcas asentía también.
—Eso es porque todo este espectáculo está montado como si fuera la
boca de un volcán extinguido. La boca de un hombre muerto, dicen
algunos, pero en realidad no es así. Si lo fuera, habrían puesto dientes.
Recordaréis, sin embargo, que cuando entrasteis aquí, pasasteis por un tubo
subterráneo.
Una vez más Dorcas y yo asentimos con la cabeza. Aunque Agia estaba
a sólo dos pasos de distancia, casi no podíamos verla tras los anchos
hombros de Hildegrin y su enorme abrigo.
—Allí —señaló con su barbilla cuadrada—, tendríais que poder ver una
mancha negra. Está a media altura entre el pantano y el borde. Algunos la
ven y creen que es la salida, pero eso está detrás de vosotros y es mucho
más pequeño. Eso que veis es la Cueva de la Cumaea: la mujer que conoce
el futuro y el pasado y todo lo demás. Hay quienes dicen que todo este sitio
fue hecho sólo para ella, aunque yo no lo creo.
Dorcas preguntó en voz baja: —¿Cómo puede ser? —y Hildegrin
entendió mal, o al menos fingió no entender.
—Dicen que el Autarca la quiere aquí, para poder venir y hablar sin
tener que ir hasta el otro extremo del mundo. Eso no lo sé, pero a veces veo
a alguien andando por aquí, y el brillo de un metal, o tal vez de una joya.
Quién es, no lo sé; y como no me interesa conocer mi futuro, y mi pasado lo
conozco mejor que nadie, no me acerco a la cueva. La gente viene a veces
con la esperanza de saber cuándo se casarán y si tendrán éxito en los
negocios. Pero he observado que con frecuencia no regresan.
Casi habíamos llegado al centro del lago. El Jardín del Sueño Infinito se
elevaba alrededor de nosotros como el borde de un vasto cuenco, con
verdes pinos en lo alto y densos juncos y ácoros más abajo. Yo sentía
mucho frío y comenzaba a preocuparme cómo podría haber afectado a
Terminus Est la inmersión en el agua, sin embargo, aun así el hechizo del
lugar me subyugaba. (Sin duda, este jardín tenía un hechizo. Casi podía
oírlo canturrear sobre el agua, en una lengua desconocida pero inteligible).
Creo que Hildegrin y Agia sentían lo mismo que yo. Por un instante
avanzamos en silencio; vi gansos, nadando a lo lejos; y una vez, como en
un sueño, la cara casi humana de un manatí me miró a unos pocos palmos
de distancia, emergiendo del agua pardusca.
XXIV

La flor de la disolución

Junto a mí, Dorcas arrancó un jacinto acuático y se lo puso en el pelo.


Excepto por la vaga mancha blanca sobre la orilla de delante, era la primera
flor que veía en el Jardín del Sueño Infinito; busqué otras, pero no vi
ninguna.
¿Es posible que la flor cobrara existencia porque Dorcas tendió la mano
hacia ella? A la luz del día sé como el que más que tales cosas son
imposibles; pero escribo de noche, y en aquel entonces, cuando estaba allí
en el bote con el jacinto a menos de un codo de mis ojos, dudé en la
penumbra y recordé la observación de Hildegrin un momento antes, una
observación que implicaba (aunque es probable que él no lo supiera) que la
cueva de la vidente, y por tanto este jardín, se encontraban en el otro
extremo del mundo. Allí, como nos lo había enseñado mucho tiempo atrás
el maestro Malrubius, todo estaba invertido: calor en el sur, frío en el norte;
luz de noche, oscuridad de día; nieve en el verano. Era lógico, entonces, que
yo sintiera frío, porque pronto sería verano y había aguanieve en el viento;
la oscuridad que se interponía entre mis ojos y las flores azules del jacinto
acuático también era normal, ya que pronto sería de noche, y ya había luz
en el cielo.
Dicen los teólogos que la luz es la sombra del Increado, que mantiene
todas las cosas en orden. ¿No es posible entonces que en la oscuridad el
orden disminuya, y que las flores salten de la nada a los dedos de una
muchacha, así como a la luz de primavera salta de la mera inmundicia al
aire? Quizá, cuando la noche cierra nuestros ojos, haya menos orden, y esta
ausencia de orden la percibimos como oscuridad, un ordenamiento fortuito
de las ondas de energía (como un mar) que aparecen ante nuestros ojos
engañados —situados por la luz en un orden del que ellos mismos son
incapaces— como si fueran el mundo real.
La niebla que se estaba levantando desde el agua, me recordó las motas
de paja en la etérea catedral de las peregrinas, y luego el vapor que despedía
la caldera de sopa que el hermano cocinero llevaba al refectorio las tardes
de invierno. Se decía que las brujas revolvían esas soperas; pero yo nunca
había visto a ninguna, a pesar de que la torre de las brujas se levantaba a
una cadena escasa de la nuestra. Recordé que navegábamos a través del
cráter de un volcán. ¿No sería quizá la caldera de la Cumaea? Hacía mucho
que los fuegos de Urth estaban extinguidos, tal como nos lo había enseñado
el maestro Malrubius; era más que probable que se apagaran incluso antes
de que los hombres abandonaran su condición de bestias para cubrirle la
cara levantando ciudades. Pero las brujas, se decía, despertaban a los
muertos. ¿No podría entonces la Cumaea despertar los fuegos extinguidos
para que el caldero hirviera otra vez? Sumergí los dedos en el agua; estaba
fría como la nieve.
Hildegrin se inclinaba hacia mí al remar y se retiraba luego al tirar de
los remos.
—De viaje a la muerte —dijo—. En eso está usted pensando. Puedo
verlo en el rostro de usted. Al Campo Sanguinario, y él lo matará,
quienquiera que sea.
—¿Es allí donde va? —me preguntó Dorcas, y me apretó la mano.
Como no respondí, Hildegrin me hizo una seña con la cabeza.
—No tiene por qué hacerlo. Hay quienes no siguen las reglas, y sin
embargo alcanzan la libertad.
—Está equivocado —dije—. No estaba pensando en la monomaquia…
ni en morir tampoco.
Al oído, demasiado bajo, creo, como para que Hildegrin la oyera,
Dorcas me dijo: —Sí que lo pensaba. En el rostro de usted había belleza, y
grandeza también. Cuando el mundo es horrible, entonces los pensamientos
se elevan, graciosos y nobles.
La miré pensando que se burlaba, pero no era así.
—La mitad del mundo está llena de mal y la otra de bien. Podemos
inclinarlo hacia delante de modo que el bien ocupe nuestra mente, o hacia
atrás, para que el mal se derrame. —Con un movimiento de los ojos abarcó
todo el lago—. Pero las cantidades son las mismas, sólo cambiamos la
proporción aquí o allí.
—Yo lo inclinaría hacia atrás tanto como fuera posible, hasta que al fin
saliera todo el mal —dije.
—Sería bueno que eso ocurriera. Yo soy como usted; llevaría el tiempo
hacia atrás si pudiese.
—No creo que los pensamientos bellos o sabios sean engendrados por
las dificultades exteriores.
—No dije pensamientos bellos, sino pensamientos graciosos y nobles,
aunque supongo que ésa es una especie de belleza. Deje que le enseñe. —
Me tomó la mano, y deslizándola dentro de sus harapos, la apretó contra su
pecho derecho. Pude sentir su pezón, firme como una fresa, y un tibio
montículo debajo de él, delicado, suave como una pluma, y animado por
corrientes de sangre—. Ahora —dijo— ¿cuáles son sus pensamientos? Si
he conseguido que el mundo exterior sea más dulce para usted, ¿no son
menos de lo que eran?
—¿Dónde has aprendido todo esto? —le pregunté. La sabiduría
abandonó el rostro de Dorcas, y se le condensó en gotas de cristal en las
comisuras de los ojos.
La orilla en que crecían los avernos era menos pantanosa que la otra.
Resultaba extraño después de haber andado sobre juncias, y habiendo
flotado sobre el agua tanto tiempo, poner pie nuevamente sobre un terreno
que en el peor de los casos era blando.
Habíamos desembarcado a cierta distancia de las plantas; pero
estábamos bastante cerca ahora, y no eran ya una mancha blanquecina, sino
plantas de color y forma definidos.
—No son de aquí ¿no es cierto? —dije—. No son de Urth. —Nadie
contestó; creo que mi tono de voz era demasiado bajo como para que
cualquiera de los otros (excepto Dorcas) me oyera.
Tenían una rigidez y una precisión geométrica, nacidas seguramente
bajo algún otro sol. El color de las hojas era como el dorso de un
escarabajo, pero de tintes a la vez más profundos y traslúcidos. Parecía
implicar la existencia de luz, en algún lugar, a una distancia inconcebible,
de un espectro que habría marchitado o tal vez ennoblecido el mundo.
Nos acercamos —Agia a la cabeza seguida de mí, Dorcas e Hildegrin—
y vi que cada hoja tenía la forma de una daga, rígida y puntiaguda, con los
bordes bastante afilados como para satisfacer al mismísimo maestro
Gurloes. Sobre estas hojas, los capullos blancos que habíamos visto desde
el lago, parecían criaturas de la más pura belleza, fantasías virginales
custodiadas por un centenar de cuchillos. Eran anchos y lozanos, y sus
pétalos se curvaban en lo que hubiera podido parecer una red enmarañada,
pero que era en verdad un ordenado remolino, que atraía la mirada como
una espiral grabada en un disco giratorio.
—La formalidad requiere que tú mismo cortes la planta, Severian —dijo
Agia—. Pero iré contigo y te enseñaré cómo hacerlo. El truco consiste en
poner el brazo bajo las hojas inferiores y arrancar el tallo de la tierra.
Hildegrin la tomó por el hombro.
—Usted no hará eso, señora —dijo. Y luego, a mí—: Vaya usted, si es
que está decidido, joven sieur. Yo llevaré a las mujeres a lugar seguro.
Ya me había adelantado unos pasos, pero me detuve un instante cuando
él habló.
Felizmente Dorcas gritó entonces: —¡Ten cuidado! —y fingí que había
sido esta advertencia lo que me detuvo.
La verdad era otra. Desde el momento en que habíamos encontrado a
Hildegrin, tuve la certeza de que lo había visto antes. Aunque el
reconocimiento no había sido tan inmediato como cuando volví a ver a
Racho, ahora por fin me daba cuenta, con una fuerza que me paralizó.
Como he dicho, recuerdo todo; pero a menudo sólo descubro un hecho,
una cara o un sentimiento después de una larga búsqueda. Supongo que en
este caso, el problema consistía en que desde el momento en que se inclinó
sobre mí, tendido en el sendero de ácoros, pude verlo con claridad; mientras
que anteriormente apenas lo había visto. Sólo cuando dijo Llevaré a estas
mujeres a lugar seguro, mi memoria reconoció la voz.
—Las hojas son venenosas —gritó Agia—. Envuélvete el brazo con el
manto; esto te protegerá, pero trata de no tocarlas. Y ten cuidado… siempre
se está más cerca de los avernos de lo que uno piensa.
Asentí con la cabeza para indicarle que entendía.
No tengo modo de saber si el averno resulta mortal incluso para su
propia especie: puede que no, que sólo sea peligroso para nosotros a causa
de una naturaleza que por accidente es enemiga de la nuestra. Sea esto así o
no, el terreno entre las plantas y por debajo de ellas estaba cubierto de una
hierba corta y sumamente fina, muy diferente de la hierba gruesa que crecía
en el resto del terreno; y esta hierba estaba moteada por retorcidos cuerpos
de abejas y blancos huesos de pájaros.
Cuando me encontraba a más de dos pasos de las plantas, me detuve de
pronto, consciente de un problema que antes no había tenido en cuenta. El
averno que yo elegiría sería mi arma en la contienda por venir; no obstante,
al no saber cómo se libraría la lucha, no tenía modo de juzgar qué planta
sería la más conveniente. Podría haber retrocedido y preguntárselo a Agia,
pero me hubiese parecido ridículo consultar a una mujer sobre esta
cuestión. Por fin, decidí confiar en mi propio juicio, ya que Agia me
enviaría en busca de otro averno si mi primera elección estaba equivocada.
La altura de los avernos variaba desde pimpollos de algo más de un
palmo, a viejas plantas de casi tres codos de altura. Éstas tenían menos
hojas, aunque de mayor tamaño, mientras que las de las plantas más
pequeñas eran tan apretadas y densas que los tallos quedaban
completamente ocultos; las de las más grandes eran mucho más anchas que
largas, y crecían algo separadas sobre los tallos carnosos. Si (como parecía
probable) el septentrión y yo fuéramos a utilizar las plantas como mazas, la
más grande, de tallo más largo y hojas más fuertes, sería la mejor. Pero
éstas crecían lejos de los bordes de la plantación, de modo que sería
necesario derribar cierto número de plantas más pequeñas para llegar a
ellas; y el método que Agia aconsejaba para arrancarlas era evidentemente
imposible, porque las hojas de muchas de las plantas más pequeñas crecían
casi a ras de tierra.
Por fin escogí una de alrededor de dos codos de altura. Me había
arrodillado junto a ella y tendía mi mano para arrancarla cuando, como si
me hubieran despojado de un velo, me di cuenta de que mi mano, que yo
creía todavía a varios palmos de la punta afilada más próxima, estaba a
punto de ser atravesada. La retiré de prisa; la planta parecía estar casi fuera
de mi alcance; a decir verdad, no estaba seguro de que yo pudiera tocar el
tallo, aun tendido boca abajo. La tentación de utilizar mi espada era muy
grande, pero sentí que eso me deshonraría delante de Agia y Dorcas, y sabía
que, de cualquier modo, tendría que manejar la planta durante el combate.
Con cautela, adelanté la mano otra vez, ahora manteniendo el antebrazo
pegado al suelo, y descubrí que, aunque tenía que apoyar el hombro contra
la hierba, para evitar que las hojas inferiores me lastimaran el brazo, podía
tocar el tallo con facilidad. Una punta que parecía encontrarse a medio codo
de mi cara se estremeció con mi aliento.
Hacía ya un tiempo que estaba tratando de arrancar el tallo, cuando
advertí la razón por la que sólo aquella hierba corta y suave crecía bajo los
avernos. Una de las hojas de la planta que yo estaba arrancando había
cortado por la mitad una brizna de la rústica hierba del pantano, y la planta
entera, a casi una ana de distancia, había empezado a marchitarse.
Una vez cortado, el averno resultó un enorme estorbo, como pude
haberlo previsto. Así como estaba, habría sido imposible llevarlo en el bote
de Hildegrin sin que matara a uno o más de nosotros, de modo que antes de
embarcarnos tuve que subir por la cuesta y cortar un árbol joven. Una vez
que hube podado las ramas, Agia y yo atamos el averno a un extremo del
largo tronco, de modo que cuando fuimos más tarde andando por la ciudad,
parecía que lleváramos un grotesco estandarte.
Luego de que Agia me explicara el empleo de la planta como arma, yo
corté una segunda (con mayor riesgo que antes, me temo, pues me sentía
demasiado confiado) y me ejercité según las instrucciones que ella me
diera.
El averno, como yo había supuesto, es algo más que una maza con
dientes viperinos.
Las hojas pueden quitarse retorciéndolas entre el pulgar y el índice, de
modo tal que la mano no se ponga en contacto con los bordes o la punta. La
hoja se convierte entonces en una daga sin empuñadura, envenenada y
afilada como una navaja, lista para ser arrojada. El combatiente toma la
base del tallo con la mano izquierda y arranca las hojas inferiores,
arrojándolas con la derecha. Agia me advirtió, sin embargo, que mantuviera
mi planta fuera del alcance de mi contrincante, pues a medida que se
arrancan las hojas, el tallo va quedando desnudo, y es fácil que a uno le
arrebaten la planta.
Cuando esgrimí la segunda planta, y me ejercité en arrancar y arrojar las
hojas, descubrí que mi averno era casi tan peligroso para mí como para el
septentrión. Si lo mantenía cerca, corría el grave peligro de pincharme el
brazo o el hombro con las largas hojas inferiores; y cada vez que yo
intentaba arrancar una hoja, la flor espiriforme atraía mi mirada, y con la
fría avidez de la muerte trataba de arrastrarme hacia ella. Todo esto era
bastante desagradable, pero una vez que conseguí mantener la mirada
apartada del capullo, a medias cerrado, pensé que mi contrincante estaría
expuesto a los mismos peligros.
Arrojar las hojas era más fácil de lo que había supuesto. La superficie
de las hojas era lustrosa, como la de muchas plantas que había visto en el
Jardín de la Jungla, de modo que se desprendían fácilmente de los dedos, y
eran bastante pesadas como para volar lejos y con precisión. Podían ser
arrojadas de punta como cualquier cuchillo o girando de perfil, para que el
filo mortal cortara todo aquello que se pusiera delante de ellas.
Por supuesto, yo estaba muy ansioso por preguntar a Hildegrin todo lo
que supiera acerca de Vodalus; pero no pude hacerlo hasta que volvimos
navegando por el lago silencioso. Como Agia se había preocupado tanto por
mantener a Dorcas apartada de mí, una vez que llegamos a la orilla pude
quedarme a solas con él, y le susurré que yo también era amigo de Vodalus.
—Me ha confundido con algún otro, joven sieur… ¿se refiere usted a
Vodalus, el proscrito?
—Jamás olvido una voz —le dije—, ni ninguna otra cosa. —Y luego en
mi ansiedad, agregué tal vez lo peor que podría haber dicho—: Usted trató
de romperme la cabeza con una pala. —La cara se le convirtió de inmediato
en una máscara, se subió de nuevo al bote, y se alejó remando por las aguas
parduscas.
Cuando Agia y yo abandonamos el Jardín Botánico, Dorcas estaba
todavía con nosotros. Agia deseaba deshacerse de ella, y durante un tiempo
permití que lo intentara.
Me movía en parte el temor de que con Dorcas cerca, me sería
imposible persuadir a Agia de que se acostara conmigo; pero aún más la
vaga apreciación del dolor que Dorcas experimentaría, perdida y afligida
como estaba, si me veía morir. Sólo poco tiempo atrás había volcado ante
Agia todo el dolor que la muerte de Thecla había producido en mí.
Ahora estas nuevas preocupaciones habían borrado ese dolor, y descubrí
que lo había volcado en verdad, como un hombre que vierte vino agrio en el
suelo. Mediante el empleo del lenguaje del dolor, por el momento lo había
eliminado… tan poderoso es el encantamiento de las palabras, que reducen
a entidades manejables todas las pasiones que de otro modo nos
enloquecerían y nos destruirían.
Cualesquiera que hubiesen sido mis motivos, o los deseos de las dos
mujeres, lo cierto es que nada de lo que Agia hizo para que Dorcas no nos
siguiera, consiguió algún resultado. Por fin, la amenacé con golpearla si no
desistía y llamé a Dorcas, que estaba entonces a cincuenta pasos por detrás
de nosotros.
Después de eso, los tres avanzamos en silencio atravesando sobre
nosotros no pocas miradas sorprendidas. Yo estaba calado hasta los huesos,
y ya no me importaba si el manto cubría o no mi capa fulígena de
torturador. Agia, con el vestido de brocado hecho jirones, tenía que parecer
tan extraña como yo. Dorcas estaba todavía cubierta de lodo. El cálido
viento de la primavera que ahora envolvía la ciudad, había hecho que el
lodo se secara pegándosele en los cabellos y dejándole manchas
polvorientas en la piel pálida.
Sobre nosotros el averno lucía como un estandarte, y despedía un
perfume de mirra. La flor entreabierta refulgía aún tan blanca como un
hueso, pero las hojas parecían casi negras a la luz del sol.
XXV

La taberna de los amores perdidos

Por suerte, o tal vez por desgracia, los lugares con los que me he
relacionado a lo largo de mi vida han sido, con escasas excepciones, de
carácter sumamente duradero. Si lo quisiera, mañana mismo podría volver a
la Ciudadela y (creo) al mismo camastro donde dormí cuando aprendiz. El
Gyoll fluye todavía a las afueras de mi ciudad, Nessus; el jardín Botánico
aún resplandece al sol, con esos extraños claustros en los que un único
estado de ánimo se preserva para siempre. Cuando pienso en lo efímero de
mi vida, advierto que está constituido sobre todo de hombres y mujeres.
Pero hay unas pocas casas, además, y sobre todas ellas destaca la taberna
junto al Campo Sanguinario.
Habíamos andado durante toda la tarde, amplias avenidas abajo,
estrechas calles arriba, y siempre entre los mismos edificios de piedra y
ladrillo. Por fin llegamos a terrenos que no parecían terrenos, pues no había
en ellos una villa elevada. Recuerdo que advertí a Agia que se avecinaba
una tormenta; la sentía en el aire, y vi una línea de amarga negrura a lo
largo del horizonte.
Ella se rió de mí.
—Lo que ves, y lo que sientes también, no es más que el Muro de la
Ciudad. Siempre es así aquí. El Muro impide el movimiento del aire.
—¿Y esa línea de oscuridad? Asciende hasta la mitad del cielo.
Agia rió otra vez, pero Dorcas se apretó contra mí.
—Tengo miedo, Severian.
Agia la oyó.
—¿Del Muro? No te hará daño a no ser que se derrumbe sobre ti, y ha
permanecido en pie durante una docena de edades. —La interrogué con la
mirada y añadió—: Cuando menos así de antiguo parece, y quizá lo sea más
todavía. ¿Quién puede saberlo?
—Podría abarcar el mundo entero. ¿Se extiende completamente
alrededor de la ciudad?
—Por definición. Lo que está cercado es la ciudad, aunque hay campo
abierto en el norte según he oído, y leguas y leguas de ruinas en el sur,
donde nadie vive. Pero ahora mira entre esos álamos blancos. ¿Ves la
taberna?
No la vi y así lo dije.
—Bajo el árbol. Me prometiste una comida y allí es donde la quiero.
Tenemos el tiempo justo para comer antes de que te enfrentes con el
septentrión. Ahora no —dije—. Cumpliré mi promesa una vez que el duelo
haya acabado. Si quieres, haré los arreglos necesarios ahora mismo. —No
distinguía aún ningún edificio, pero vi algo extraño en el árbol: una rústica
escalera de madera junto al tronco.
—Hazlo. Si te matan, invitaré al septentrión… y si no acepta, a ese
marinero arruinado que está siempre invitándome. Beberemos por ti.
Una luz brillaba entre las ramas más altas del árbol, y pude distinguir un
sendero que conducía hasta la escalera. Delante de ella, un cartel mostraba
una mujer deshecha en lágrimas arrastrando una espada ensangrentada. Un
hombre monstruosamente gordo con un delantal salió de la sombra y se
quedó junto al cartel frotándose las manos mientras esperaba nuestra
llegada. A lo lejos, podía oír el tintineo de las ollas.
—Abban a sus órdenes —dijo el gordo cuando llegamos junto a él—.
¿Qué desean? —Advertí que observaba nervioso mi averno.
—Una cena para dos que tendrá que ser servida a… —Miré a Agia.
—La nueva guardia.
—Bien, bien. Pero no puede ser tan pronto, sieur. Llevará más tiempo
prepararla. A no ser que se conformen con carne fría, una ensalada y una
botella de vino.
Agia se impacientó.
—Queremos un pollo asado… joven.
—Como desee. Haré que el cocinero empiece los preparativos ahora
mismo, y pueden entretenerse con algo horneado después de la victoria del
sieur hasta que el ave esté lista. —Agia asintió y la mirada que
intercambiaron me dio la seguridad de que ya se conocían—. Entretanto —
continuó el tabernero—, si tienen tiempo, podría procurarles un cubo de
agua caliente y una esponja para esta otra joven señora, y si lo desean, una
copa de Medoc y algunos bizcochos.
Cobré de pronto conciencia de que no había comido nada desde que al
amanecer desayunara con Calveros y el doctor Talos, y también de que
Agia y Dorcas tal vez tampoco habían probado bocado en todo el día.
Cuando asentí, el tabernero nos condujo a la ancha escalera en espiral que
subía apoyada en un tronco de diez pasos de diámetro.
—¿Nos ha visitado antes, sieur?
Sacudí la cabeza.
—Estaba por preguntarle qué clase de taberna es ésta. Nunca vi nada
que se le pareciera.
—Ni lo verá, sieur, excepto aquí. Pero debería haber venido usted
antes… nuestra cocina es famosa, y cenar al aire libre despierta en uno el
mejor de los apetitos.
Pensé que en verdad era así, si él lograba conservar una cintura
semejante en un lugar en el que para acceder a cualquiera de los cuartos
había que subir unos escalones; pero no dije nada.
—La ley, sabe usted, sieur, prohíbe toda clase de edificios tan cerca del
Muro. A nosotros nos lo permiten porque no tenemos paredes ni techo. Los
que asisten al Campo Sanguinario vienen aquí, los combatientes y los
héroes famosos, los espectadores y los médicos, aun los éforos. Ésta es la
cámara de ustedes.
Era una plataforma circular perfectamente nivelada. Por encima y en
torno, un follaje de color verde pálido protegía contra el sonido y las
miradas. Agia se sentó en una silla de lona y yo (muy cansado, lo confieso)
me arrojé junto a Dorcas, sobre un diván hecho de cuero y los cuernos
entrelazados de antílopes y kobos. Cuando hube puesto el averno detrás del
diván, desenvainé Terminus Est y empecé a limpiar la hoja. Una ayudante
de cocina trajo agua y una esponja para Dorcas, y cuando vio lo que yo
estaba haciendo, trapos y aceite para mí. No demoré en quitar la
empuñadura para tener la hoja libre y someterla a una buena limpieza.
—¿No quisieras lavarte? —le preguntó Agia a Dorcas.
—Me gustaría bañarme, sí, pero no si miran.
—Severian se girará si se lo pides. Esta mañana se comportó muy bien
en un lugar donde estuvimos.
—Y usted, señora —le dijo Dorcas suavemente—. Preferiría que no
mirara. Me gustaría disponer de un lugar privado si fuera posible.
Agia sonrió, pero yo llamé a la ayudante de cocina y le di una oricreta
para que trajera un biombo plegable. Cuando estuvo instalado, le dije a
Dorcas que si en la taberna no tenían ningún vestido que le gustara, yo le
compraría uno.
—No —dijo ella. En un susurro le pregunté a Agia qué creía ella que le
sucedía a la muchacha.
—Le gusta lo que lleva, es evidente. Yo he de andar sujetándome el
corpiño con una mano, si no quiero quedar avergonzada para toda la vida.
—Dejó caer la mano y sus altos pechos brillaron a la luz del sol—. Pero
esos harapos dejan casi al descubierto las piernas y el pecho. Tiene un
desgarrón a la altura de la ingle, además, aunque estoy segura de que no lo
has notado.
El tabernero nos interrumpió conduciendo a un camarero que traía una
bandeja con pastas, una botella y copas. Le expliqué que mis ropas estaban
mojadas e hizo traer un brasero; luego procedió a calentarse él mismo junto
al brasero, como si se encontrara en un apartamento privado.
—Hace buen tiempo en esta época del año —dijo—. El sol ha muerto y
no lo sabe todavía, pero nosotros sí. Si a usted lo matan, echará de menos el
próximo invierno, y si queda malherido, tendrá que quedarse dentro. Eso es
lo que siempre les digo. Por supuesto, la mayor parte de los combates se
libran antes del verano, resulta más apropiado entonces, por así decir. No sé
si esto sirve de algo, pero no hace daño a nadie.
Me quité el manto y la capa de nuestro gremio, puse las botas en un
banquillo junto al brasero, y me acerqué para que se me secaran los
pantalones y las calzas; le pregunté si todos los que asistían a una
monomaquia se detenían a reparar fuerzas en la taberna.
Como cualquier hombre que siente que probablemente vaya a morir, me
habría hecho feliz saber que aquello era parte de alguna tradición
establecida.
—¿Todos? Oh, no —me dijo—. Que la moderación y San Amand lo
bendigan, sieur. Si cada uno que viniera se demorara en mi taberna… vaya,
no sería mi taberna; la habría vendido y estaría viviendo cómodamente en
una casona de piedra con atroxes en la puerta y unos pocos jóvenes armados
de cuchillos a mi alrededor para que dieran cuenta de mis enemigos. No,
hay muchos que pasan sin siquiera echar una mirada a la taberna; no se
detienen a pensar que cuando pasen por aquí la próxima vez, puede que sea
demasiado tarde para probar mi vino.
—Hablando de vino —dijo Agia, y me ofreció una copa. Estaba llena
hasta el borde de un oscuro caldo carmesí. No era demasiado bueno, en
realidad; hizo que me escociera la lengua y una cierta aspereza estropeaba
su delicioso sabor. Pero en la boca de alguien que estaba tan fatigado y
sentía tanto frío como yo, era un vino maravilloso. Agia se sirvió una copa;
tenía las mejillas encendidas y le brillaban los ojos, y me di cuenta de que
no era la primera vez que bebía. Le dije que guardara un poco para Dorcas,
y ella dijo—: ¿Esa virgen de agua y leche? No lo bebería. Además, tú eres
quien está necesitado de coraje… no ella.
No con verdadera honestidad, dije que no tenía miedo.
El tabernero exclamó: —¡Así es como debe ser! No tenga miedo y no se
llene la cabeza de nobles pensamientos acerca de la muerte y los últimos
días y todas esas cosas. Quienes hacen eso son los que nunca vuelven,
puede estar seguro. Creo que iba usted a encargar una cena para usted y las
dos señoritas que lo acompañan ¿no es así?
—La he encargado.
—Encargado, pero no pagado, es lo que quise decir. Además están el
vino y los gateaux secs. Éstos han de pagarse aquí y ahora, ya que aquí y
ahora fueron comidos y bebidos. Dejarán un depósito de tres oricretas para
la casa, y pagarán dos más cuando vengan a comer.
—¿Y si no vuelvo?
—En ese caso no hay que pagar nada más, sieur. Así es cómo puedo dar
de cenar a tan buen precio.
La completa insensibilidad del hombre me desarmó; le di el dinero y él
dejó la plataforma. Agia espió por el extremo del biombo; Dorcas se estaba
lavando detrás con ayuda de la criada, y yo volví a sentarme en el diván y
tomé una pasta para acompañar lo que quedaba del vino.
—Si sujetáramos estas bisagras, Severian, podríamos deleitarnos por
unos momentos sin que nadie nos interrumpiera. Quizá poniendo una silla,
pero sin duda esas dos elegirían el peor de los momentos para ponerse a
chillar y derribarlo todo.
Estaba por contestarle con una burla, cuando advertí un pedazo de papel
plegado bajo la bandeja del camarero, y que sólo alguien que estuviera
como yo, sentado en el diván, hubiera podido ver.
—Esto es realmente demasiado —dije—. Primero un desafío, y ahora
una nota misteriosa.
Agia se acercó para ver de qué se trataba.
—¿Qué dices? ¿Ya estás borracho?
Le puse la mano sobre la redonda plenitud de la cadera, y al ver que no
se resistía, la atraje hacia mí tirando del placentero soporte, hasta que ella
pudo ver el papel.
—¿Qué supones que dice? —le pregunté—. «La Mancomunidad lo
necesita: póngase en marcha cuanto antes…». «Su amigo es el que le diga:
camarilla…». «Cuídese del hombre de pelo rosado…». Uniéndose a la
broma, Agia continuó: —«Venga cuando tres guijarros golpeen su
ventana…». Hojas yo hubiera dicho aquí. «La rosa ha apuñalado el iris,
cuyo néctar…». Ése es tu averno matándome, sin duda. «Conocerás a tu
verdadero amor por su túnica roja…». —Se inclinó para besarme, luego se
sentó en mi regazo—. ¿No vas a mirar? —El corpiño desgarrado había
vuelto a soltarse.
—Estoy mirando.
—No ahí. Tapa eso con la mano y mira la nota.
Hice lo que me dijo, pero dejé la nota donde estaba.
—Es realmente demasiado, como dije hace un momento. El misterioso
septentrión y su desafío, luego Hildegrin, y esto ahora. ¿Te he mencionado
a la chatelaine Thecla?
—Más de una vez mientras andábamos.
—La amaba. Leía mucho. No tenía mucho que hacer cuando yo la
dejaba, salvo leer y coser y dormir; y cuando me encontraba con ella
solíamos reírnos de la trama de algunas historias. Siempre estaban
sucediéndoles este tipo de cosas a sus personajes, y continuamente se veían
involucrados en asuntos elevados y melodramáticos para los que no estaban
preparados.
Agia rió junto conmigo y volvió a besarme, con un largo beso. Cuando
nuestros labios se separaron, ella dijo: —¿Qué es eso acerca de Hildegrin?
Me pareció un tipo de lo más corriente.
Tomé otra pasta, toqué la nota con ella, y luego le di a morder un
pedazo.
—Hace algún tiempo le salvé la vida a un hombre llamado Vodalus.
Agia se apartó de mí escupiendo migajas.
—¿Vodalus? ¡Estás bromeando!
—En absoluto. Así lo llamó su amigo. Yo era poco más que un
muchacho, pero impedí que un golpe de hacha lo matara; en recompensa
me dio un chrisos.
—Espera. ¿Qué tiene esto que ver con Hildegrin?
—Cuando vi a Vodalus por primera vez, un hombre y una mujer lo
acompañaban.
Estaban rodeados de enemigos y Vodalus se quedó rezagado para pelear,
mientras el otro hombre llevaba a la mujer a lugar seguro. (Decidí no decir
nada sobre el cadáver, ni mencionar que yo había matado al hachero). —Yo
misma habría luchado… entonces hubiéramos sido tres. Adelante.
—Hildegrin era el hombre que acompañaba a Vodalus, eso es todo. Si lo
hubiéramos encontrado antes, habría tenido cierta idea, o habría creído
tenerla, de por qué un hiparca de la Guardia de Septentriones querría luchar
conmigo. Y, además, por qué alguien ha decidido enviarme una especie de
mensaje secreto. Ya sabes, todas esas cosas de las que la chatelaine Thecla y
yo solíamos reírnos: espías e intrigas, citas a las que se acude enmascarado,
heredades perdidas. ¿Qué sucede?
—¿Te repugno? ¿Soy tan fea?
—Eres hermosa, pero parece que estuvieras por indisponerte. Creo que
bebiste demasiado de prisa.
—Ya está. —Con un rápido movimiento, Agia se quitó el vestido
multicolor, que cayó en torno a sus pies polvorientos como un montón de
piedras preciosas. La había visto desnuda en la catedral de las peregrinas,
pero ahora, sea por el vino que habíamos bebido, porque la luz era menos
intensa, o sólo porque entonces ella había sentido miedo y vergüenza
cubriéndose los pechos y escondiendo su femineidad entre los muslos, me
atraía mucho más. Me sentí estúpido de deseo, apreté el cuerpo cálido
contra mi carne helada.
—Severian, espera. No soy una prostituta, pienses lo que pienses. Pero
hay un precio que pagar.
—¿Cómo?
—Prométeme que no leerás esa nota. Arrójala al brasero.
La solté y retrocedí.
Como brota la fuente entre las rocas, los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Me gustaría que pudieras ver cómo me estás mirando ahora,
Severian. No, no sé lo que dice. Es sólo que… ¿no has oído nunca de
ciertas mujeres que tienen un conocimiento sobrenatural? ¿Premoniciones?
¿Que saben cosas que es imposible que hayan aprendido?
El deseo que me asaltara, casi había desaparecido. Agia estaba asustada
y enfadada, aunque yo no sabía por qué.
—Tenemos un gremio de mujeres así en la Ciudadela —dije—. No te
pareces a ellas, ni por la cara ni por la voz.
—Sé que no soy así. Pero ésa es la causa por la que has de hacer lo que
te digo. Nunca hasta ahora había tenido una premonición, y ahora la tengo.
¿No te das cuenta que por fuerza ha de significar algo tan verdadero y tan
importante para ti que no puedes ni debes no tenerla en cuenta? Quema la
nota.
—Alguien está tratando de advertirme algo y tú no quieres que la vea.
Te pregunté si el septentrión era tu amante. Me dijiste que no, y te creí.
Ella comenzó a hablar, pero yo se lo impedí.
—Te creo, todavía. Había verdad en tu voz. Sin embargo, de algún
modo estás intentando traicionarme. Dime ahora que no es así. Dime que
actúas sólo en favor de mis intereses.
—Severian…
—Dímelo.
—Severian, nos encontramos esta mañana. Apenas sí nos conocemos.
¿Qué puedes esperar y qué esperarías, si no acabaras de abandonar la
protección de tu gremio? He tratado de ayudarte de vez en cuando. Estoy
tratando de ayudarte ahora.
—Ponte el vestido. —Tomé la nota de debajo de la bandeja. Ella se
precipitó sobre mí, pero no me fue difícil mantenerla apartada con una
mano. Más que escrita, la nota había sido garabateada con una pluma de
cuervo; en la penumbra apenas sí podía descifrar unas pocas palabras.
—Debí haberte distraído y arrojarla al fuego. Eso es lo que debí haber
hecho. Severian, suéltame…
—Quédate quieta.
—La semana pasada todavía tenía un cuchillo. Era una misericordia con
una empuñadura de raíz de hiedra. Teníamos hambre y Agilus la empeñó.
¡Si ahora la tuviera te apuñalaría!
—Habría estado en tu vestido, y tu vestido está allí, en el suelo. —La
empujé y ella retrocedió trastabillando (tenía bastante vino en el estómago
como para que no fuera sólo por la violencia de mi empellón) hasta caer en
la silla de lona. Llevé la nota a un sitio donde la última luz del sol penetraba
aún entre el denso follaje, y leí:
La mujer que le acompaña ha estado antes aquí. No confíe en ella.
Trudo dice que el hombre es un torturador. Usted es mi madre que ha
vuelto.
XXVI

Toque de trompetas

Apenas había tenido tiempo de asimilar lo que acababa de leer, cuando Agia
saltó de silla, me arrebató la nota de las manos y la arrojó fuera de la
plataforma. Por un momento se mantuvo erguida frente a mí, mirando a
Terminus Est que, ya limpia, estaba apoyada contra uno de los brazos del
diván. Creo que temía que le cortara la cabeza y la arrojara luego tras la
nota. Cuando vio que no hacía nada, preguntó: —¿La leíste?
¡Severian, di que no lo has hecho!
—La leí, pero no la he entendido.
—Entonces no pienses en ella.
—Cálmate un instante. Ni siquiera estaba destinada a mí. Puede que
haya sido para ti, pero si lo era ¿por qué la pusieron donde sólo yo podía
verla? Agia ¿has tenido un hijo? ¿Qué edad tienes?
—Veintitrés. Es edad suficiente, pero no, no lo he tenido. Mira mi
vientre si no me crees.
Traté de hacer un cálculo mental y descubrí que no sabía lo bastante
acerca del desarrollo de las mujeres.
—¿Cuándo tuviste tu primera menstruación?
—A los trece. Si hubiera quedado preñada, habría tenido catorce años
en el momento de nacer el niño. ¿Es eso lo que estás tratando de averiguar?
—Sí. Y el niño tendría nueve años ahora. Si fuera muy inteligente, sería
capaz de escribir una nota así. ¿Quieres que te diga lo que decía?
—¡No!
—¿Cuántos años dirías que tiene Dorcas? ¿Dieciocho? ¿Diecinueve
quizá?
—No debes pensar en eso, Severian.
—No quiero empezar a jugar contigo. Eres mujer… ¿cuántos años le
das?
Agia frunció los labios.
—Yo diría que tu aburrido pequeño misterio tiene dieciséis o diecisiete
años. Poco más que una niña.
A veces, como supongo que todos lo han notado, hablar de personas
ausentes parece convocarlas como eidólones. Así fue entonces. Un panel
del biombo se movió y apareció Dorcas, ya no como la criatura embarrada a
que nos habíamos acostumbrado, sino como una esbelta muchacha de
pechos redondeados y gracia singular. Yo había visto una piel más blanca
que la suya, pero aquélla no había sido una blancura sana. Dorcas parecía
resplandecer. Limpios, los cabellos eran de oro pálido; los ojos eran como
siempre: el azul profundo de Uroboros, el río del mundo en mis sueños.
Cuando vio que Agia estaba desnuda, quiso refugiarse otra vez detrás del
biombo, pero el grueso cuerpo de la criada se lo impidió.
—Es mejor que vuelva a ponerme mis harapos antes de que tu mascota
se desmaye —dijo Agia.
—No miraré —murmuró Dorcas.
—No me importa si lo haces —le dijo Agia, pero nos volvió la espalda
para ponerse el vestido. Hablando al muro de hojas añadió—: Ahora
realmente tenemos que irnos, Severian. La trompeta sonará en cualquier
momento.
—¿Y eso qué significa?
—¿No lo sabes? —Se volvió para enfrentarnos—. Cuando las
maquinaciones del Muro de la ciudad parecen tocar el borde del disco solar,
una trompeta —la primera— resuena en el Campo Sanguinario. Algunos
creen que sólo para regular los combates, pero no es así. Es una señal para
que los guardianes de dentro del muro cierren los portones. También es una
señal para el comienzo de la lucha, y si te encuentras allí cuando suene,
entonces será el momento de iniciar la contienda. Cuando el sol está bajo el
horizonte y llega la verdadera noche, un trompetero sobre el muro toca
retreta. Eso significa que los portones no volverán a abrirse ni siquiera para
los que tienen pases especiales, y también que quien haya lanzado o
recibido un reto y no haya llegado todavía al Campo, ha rehusado pedir o
dar satisfacción. Puede ser atacado donde se lo encuentre, y no es deshonra
que un armígero o un exultante contacten asesinos en ese tiempo.
La criada, que había estado de pie junto a la escalera escuchando y
asintiendo con la cabeza, se apartó para dar paso al tabernero.
—Sieur —dijo—, si en verdad tiene una cita mortal, yo…
—Eso mismo me decía mi amiga —le dije—. Tenemos que marcharnos.
Dorcas preguntó entonces si podía beber un poco de vino. Algo
sorprendido, asentí; el tabernero le sirvió una copa que ella sostuvo con las
dos manos, como una niña. Le pregunté al tabernero si podía darme algo
con qué escribir.
—¿Desea hacer testamento, sieur? Venga conmigo, tenemos un pequeño
salón destinado a estos casos. Es gratis, y si quiere mandaremos a un niño
que lleve el documento al ejecutor testamentario.
Tomé a Terminus Est y lo seguí dejando que Agia y Dorcas cuidaran el
averno. El pequeño salón del que nuestro anfitrión se jactaba, se apoyaba en
una rama y alcanzaba apenas a contener un escritorio, pero había una silla
allí, varias plumas de cuervo, papel y un frasco de tinta. Me senté y escribí
las palabras de la nota; en la medida de mi entendimiento, el papel parecía
ser el mismo en que había sido escrita la nota, y la tinta producía la misma
borrosa línea negra. Cuando terminé de escribir, eché arena en el papel, lo
plegué y lo guardé en un compartimiento del bolsillo del sable que rara vez
utilizo. Luego le dije al tabernero que no había necesidad de mensajero y le
pregunté si conocía a alguien llamado Trudo.
—¿Trudo, sieur? —Parecía desconcertado.
—Sí. Es un nombre bastante común.
—Seguro que sí, sieur, lo sé. Sólo que estaba tratando de pensar en
alguien que yo pudiera conocer, y en alguien, si me entiende, sieur, de la
elevada posición de algún armígero o…
—Cualquiera —dije—. No importa quien sea. ¿No se llamará así el
camarero que nos sirvió?
—No, sieur. Su nombre es Ouen. Tuve un vecino una vez llamado
Trudo, sieur, pero eso fue hace años, antes que comprara este lugar. No creo
que sea él a quien busca. Después está mi palafrenero… su nombre es
Trudo.
—Querría hablar con él.
El tabernero asintió inclinando la cabeza, y la barbilla le desapareció en
la grasa que le envolvía el cuello.
—Como desee, sieur. Pero no creo que pueda decirle mucho. —Los
peldaños crujieron bajo el peso del hombre—. Es del sur, se lo advierto. —
(Se refería a las regiones sureñas de la ciudad, no a las tierras áridas que
limitan con el hielo)—. Y del otro lado del río, por añadidura. Es
improbable que le diga algo con sentido, aunque es un hombre que trabaja
duro.
—Sospecho que conozco la parte de la ciudad de donde proviene —
dije.
—¿Sí? Bien, eso es interesante. Muy interesante. He oído a uno o dos
decir que se daban cuenta de esas cosas por el modo en que un hombre viste
o habla, pero yo ignoraba que usted se hubiera topado con Trudo, como
suele decirse. —Nos estábamos acercando al suelo ahora y él vociferó—:
¡Trudo! ¡Tr-u-u-do! —Y luego—: ¡Riendas!
Nadie apareció. Una laja del tamaño de una mesa grande había sido
puesta al pie de la escalera, y pasamos sobre ella para salir.
Era justo el momento en que las sombras alargadas dejan de ser sombras
para convertirse en estanques de negrura, como si algún fluido aún más
oscuro que las aguas del lago de los Pájaros surgiera de la tierra. Centenares
de personas, algunas solas, otras en pequeños grupos, se apresuraban por
sobre la hierba desde la dirección de la ciudad.
Todos parecían concentrados, empujados por la ansiedad que cargaban
sobre la espalda como un fardo. La mayoría no parecía llevar armas, pero
unos pocos portaban espadines, y a cierta distancia distinguí los capullos
blancos de un averno, transportado, como yo hiciera con el mío, a la manera
de un cayado.
—Lástima que no se detengan aquí —dijo el tabernero—. En la cena
previa es donde está el dinero. Hablo francamente, porque veo que, joven
como es usted, sieur, es demasiado sensible y no ignora que todo negocio se
atiende para obtener un beneficio. Trato de ofrecer un servicio de calidad, y
como le he dicho, nuestra cocina es famosa. ¡Trudo! Tiene que ser así, pues
ninguna otra clase de comida me satisface… me moriría de hambre, sieur, si
tuviera que comer lo que come la mayoría. Trudo, piojoso ¿dónde te has
metido?
Un muchacho sucio apareció desde algún sitio detrás del tronco,
limpiándose la nariz con el antebrazo.
—No está allí atrás, mi amo.
—Bueno ¿pues dónde está? Búscalo.
Yo estaba contemplando todavía la corriente de centenares de personas.
—¿Van todos al Campo Sanguinario, entonces? —Por primera vez,
creo, tuve plena conciencia de que antes que saliera la luna posiblemente yo
estaría muerto. Tener en cuenta la nota parecía inútil e infantil.
—Como usted comprenderá, no todos van a luchar. La mayoría va sólo
por ver el espectáculo, los hay que vienen una única vez, porque se bate
alguien que conocen, o porque alguien les habló de los duelos o leyeron
acerca de ellos o escucharon una canción que los mencionaba. De ordinario
éstos se indisponen, porque después vienen aquí y generalmente se
despachan una botella o algo más para recobrarse.
»Pero hay otros que vienen cada noche o cuatro o cinco noches a la
semana. Son especialistas, aunque sólo en un arma o tal vez dos, y
pretenden saber más acerca de ellas que quienes las emplean, lo cual tal vez
es cierto en algunos casos. Después de la victoria, sieur, dos o tres querrán
invitarle a una copa. Si acepta, le dirán los errores que han cometido tanto
usted como su oponente, pero comprobará que no concuerdan.
—Nuestra cena ha de ser privada —dije, y al hacerlo, oí un roce de pies
desnudos en los peldaños detrás de nosotros. Agia y Dorcas estaban
bajando; Agia llevaba el averno, y en la penumbra me pareció que el tallo
había crecido.
He dicho ya lo mucho que deseaba a Agia. Cuando conversamos con las
mujeres, lo hacemos como si el amor y el deseo fueran dos cosas distintas;
y las mujeres, que a menudo nos aman y a veces nos desean, mantienen la
misma ficción. El hecho es que son aspectos de lo mismo, como podría
haberle hablado al tabernero del lado norte y el lado sur del árbol. Si
deseamos a una mujer, pronto llegamos a amarla por haber consentido en
someterse a nosotros (éste había sido el cimiento original del amor que sentí
por Thecla), y como si la deseamos ella siempre se somete, cuando menos
en la imaginación, siempre hay algo de amor, en todos los casos. Por otra
parte, si la amamos, pronto llegamos a desearla, pues el atractivo es uno de
los atributos que ha de tener una mujer, y no podemos soportar la idea de
que no los tenga todos; de esta manera los hombres llegan a amar a mujeres
paralíticas, y las mujeres a desear a hombres que son impotentes excepto
con otros hombres.
Pero nadie puede decir de dónde proviene lo que llamamos, casi a
nuestro gusto, amor o deseo. Cuando Agia bajaba la escalera, la última luz
del día le iluminaba un lado de la cara, y el otro estaba en la sombra; la
falda, desgarrada casi hasta la cintura, permitía un atisbo de un muslo
sedoso. Y todo el sentimiento hacia ella que había perdido un momento
antes cuando la alejé de mí de un empujón, volvió multiplicado y vuelto a
multiplicar. Ella lo vio en mi cara, lo sé, y Dorcas, apenas un peldaño tras
ella, lo vio también y apartó los ojos. Pero Agia estaba enfadada conmigo
todavía (como quizá tuviera derecho a estarlo), de modo que aunque fingió
una sonrisa, y pudo no haber ocultado un dolor en las ijadas, si hubiera
querido, fue mucho lo que escondió.
Creo que en esto radica la verdadera diferencia entre las mujeres a
quienes, si hemos de seguir siendo hombres, tenemos que ofrecerles nuestra
vida, y las que (una vez más, si hemos de seguir siendo hombres) tenemos
que dominar y superar en inteligencia, y usarlas como nunca lo haríamos
con una bestia: que las segundas nunca permitirán que les demos lo mismo
que damos a las primeras. A Agia le gustaba que la admirara, y mis caricias
la habrían transportado al éxtasis; pero aun si me derramara en sus entrañas
un centenar de veces, nos separaríamos como extraños. Entendí todo esto al
descender ella los últimos peldaños, una mano sobre el corpiño del vestido,
la otra sosteniendo el averno como si llevara un báculo. Y, sin embargo, la
amaba todavía, o la hubiese amado de haber podido.
El niño volvió corriendo.
—Dice la cocinera que Trudo se ha marchado. Cuando salió a buscar
agua, pues la criada se había ido, vio que Trudo se alejaba corriendo, y sus
cosas desaparecieron del establo también.
—Se ha ido para siempre, entonces —dijo el tabernero—. ¿Cuándo se
marchó? ¿Ahora mismo?
El muchacho asintió con la cabeza.
—Oyó que usted lo buscaba, sieur, eso es lo que me temo. Alguien
habrá oído que usted me preguntaba por el nombre y corrió a contárselo.
¿Le robó alguna cosa?
Sacudí la cabeza.
—No me hizo ningún daño; por el contrario, sospecho que intentaba
hacer algo bueno. Siento haberle costado un sirviente.
El tabernero abrió los brazos.
—Tenía que pagarle el sueldo, de modo que no será una pérdida para
mí.
Cuando se volvió, Dorcas susurró: —Y yo siento haberte quitado tu
alegría allí arriba. No quería hacerlo. Pero, Severian, yo te amo.
Desde algún lugar cercano, la voz plateada de una trompeta llamó a las
estrellas renacientes.
XXVII

¿Está muerto?

El Campo Sanguinario, del cual habrán oído todos mis lectores, aunque
algunos, espero, no lo habrán visitado, se encuentra al noroeste de las
secciones edificadas de nuestra capital de Nessus, entre un enclave
residencial de armígeros de la ciudad y las barracas y establos de la
Xenargía de los Dimarchi Azules. Está lo bastante cerca del Muro como
para que a alguien como yo, que nunca había estado cerca de él, le pareciera
muy cerca; sin embargo eran necesarias muchas leguas de duro andar por
avenidas retorcidas para llegar hasta él desde el centro de la ciudad. A
cuántos combates podía dar cabida, no lo sé. Es posible que las balaustradas
que delimitan los distintos campos, y sobre las que los espectadores se
apoyan o se sientan según lo prefieran, sean móviles y se ajusten de acuerdo
con las necesidades de la noche. Sólo visité el lugar una vez, pero me
pareció, con la hierba pisoteada y todos aquellos espectadores silenciosos y
lánguidos, extraño y melancólico.
Durante el breve tiempo que vengo ocupando el trono, se me han
planteado muchos problemas cuya importancia es más inmediata que la
monomaquia. Sea buena o mala (como me inclino a pensar) es sin duda
imposible de erradicar en una sociedad como la nuestra, que para su propia
subsistencia ha de mantener las virtudes militares por encima de las demás,
y en la que el estado puede destinar tan pocos servidores armados a la
vigilancia policial del populacho.
Sin embargo ¿es mala en realidad?
En aquellos períodos en que la pusieron fuera de la ley (y según mis
lecturas eso sucedió cientos de veces) fue reemplazada en gran medida por
el asesinato; y por asesinatos en general del tipo que la monomaquia parece
destinada a prevenir: asesinatos que son el resultado de disputas entre
familias, amigos y conocidos. En estos casos mueren dos en lugar de uno,
porque la ley rastrea al asesino (una persona que no es por inclinación, sino
por ocasión, un criminal) y le da muerte, como si con esto devolviera la
vida a la víctima. Así pues, si por ejemplo se libraran mil combates legales
entre individuos que tuvieran por resultado otras tantas muertes (lo cual es
muy improbable, pues la mayoría de los combates no terminan en muerte) e
impidiera quinientos asesinatos, el Estado no se encontraría peor.
Además, el sobreviviente de uno de estos combates es, probablemente,
el individuo más adecuado para la defensa del Estado, y también el más
idóneo para engendrar hijos saludables; mientras que en la mayor parte de
los asesinatos no hay sobrevivientes, y el asesino, si sobreviviera, no sería
por ello más fuerte, rápido o inteligente, sino sólo malvado.
Y, sin embargo, con qué prontitud esta práctica se presta a la intriga.
Oímos cómo voceaban los nombres cuando nos encontrábamos todavía
a un centenar de pasos de distancia, fuerte y solemnemente anunciados por
sobre el croar de las ranas arbóreas.
—¡Cadroe de las Diecisiete Piedras!
—¡Sabas del Prado Partido!
—¡Laurentia de la Casa del Arpa! (Esto clamado por una voz de mujer).
—¡Cadroe de las Diecisiete Piedras!
Le pregunté a Agia a quién llamaban de ese modo.
—Son los que han desafiado a alguien, o han sido desafiados.
Vociferando así —o haciendo que un sirviente vocifere por ellos— hacen
saber que han venido, pero no el oponente.
—¡Cadroe de las Diecisiete Piedras!
El sol se ponía, y su disco ya casi oculto tras la negrura impenetrable del
Muro, había teñido el cielo de cereza, bermellón y un violeta fantasmal.
Estos colores, al dar sobre el tropel de monomaquistas y espectadores (del
mismo modo que los rayos áureos del favor divino tocan a los jerarcas del
arte), les confería un aspecto insustancial y taumatúrgico, como si hubieran
aparecido un instante antes por el floreo de una tela y fueran a desvanecerse
en el aire otra vez a la señal de un silbido.
—¡Laurentia de la Casa del Arpa!
—Agia —dije, y de algún lugar en las cercanías nos llegó el estertor de
la muerte en la garganta de un hombre—. Agia has de anunciar: «Severian
de la Torre Matachina».
—No soy tu sirvienta. Grita tú mismo si quieres.
—¡Cadroe de las Diecisiete Piedras!
—No me mires así, Severian. ¡Ojalá no hubiéramos venido! ¡Severian!
¡Severian de los Torturadores! ¡Severian de la Ciudadela! ¡De la Torre del
Dolor! ¡La Muerte! ¡La Muerte ha llegado! —La golpeé debajo de la oreja
y cayó tendida con el averno junto a ella.
Dorcas me tomó del brazo.
—No tendrías que haberlo hecho, Severian.
—Sólo le di con el dorso de la mano. Se recuperará.
—Te odiará todavía más.
—Entonces ¿crees que no me odia ahora?
Dorcas no respondió y un instante más tarde yo mismo ya había
olvidado mi pregunta: a cierta distancia, entre la multitud, había avistado un
averno.
El terreno era un círculo de unos quince pasos de diámetro, rodeado por
una baranda con dos entradas. El éforo anunció: —La adjudicación del
averno ha sido ofrecida y aceptada. Éste es el sitio. Ésta es la hora. Sólo
queda por decidir si emprenderéis la contienda como estáis, desnudos o de
algún otro modo. ¿Qué decís?
Antes que yo pudiera hablar, Dorcas gritó: —Desnudos. Ese hombre
tiene una armadura.
El grotesco yelmo del septentrión se movió de lado a lado, negando.
Como la mayor parte de los yelmos de la caballería, dejaba las orejas al
descubierto para oír mejor las órdenes gritadas por los superiores. En la
sombra tras las placas de metal que le cubrían las mejillas, me pareció ver
una estrecha banda negra, y traté de recordar dónde había visto antes algo
semejante.
El éforo preguntó: —¿Se niega usted, hiparca?
—Los hombres de mi país sólo se desnudan delante de una mujer.
—Lleva armadura —volvió a protestar Dorcas—. Este hombre ni
siquiera tiene una camisa. —La voz de la muchacha, siempre tan dulce,
resonaba ahora en el crepúsculo como una campana.
—Me la quitaré. —El septentrión se echó hacia atrás la capa y se llevó
una mano al hombro. La coraza resbaló, cayendo a sus pies. Había esperado
un pecho tan macizo como el del maestro Gurloes, pero el que vi era más
estrecho que el mío.
—El yelmo también.
Una vez más el septentrión negó con la cabeza, y el éforo preguntó: —
¿Su negativa es absoluta?
—Lo es. —Hubo una vacilación apenas perceptible—. Sólo puedo decir
que he recibido instrucciones de no quitármelo.
El éforo se volvió hacia mí.
—Ninguno de nosotros, creo, desearía turbar al hiparca y menos
todavía, al personaje, no digo quién pueda ser, al que sirve. Creo que lo más
atinado sería, sieur, permitirle alguna ventaja compensatoria. ¿Puede sugerir
alguna?
Agia, que había guardado silencio desde que yo le pegara, dijo
entonces: —Rehúsate a combatir, Severian. O reserva tu ventaja para
cuando la necesites.
Dorcas, que estaba aflojando las tiras de trapo que sostenían el averno,
dijo también: —Rehúsate a combatir.
—He recorrido un camino demasiado largo como para volverme atrás.
El éforo preguntó con cierto tono mordaz: —¿Ha decidido usted, sieur?
—Creo que sí. —Recordé que llevaba mi máscara. Como todas las del
gremio, era de cuero blando reforzado con tiras de hueso. No tenía modo de
saber si serviría contra las afiladas hojas del averno… pero fue una
satisfacción oír que los espectadores retenían el aliento cuando la saqué de
golpe.
—¿Están prontos ahora? ¿Hiparca? ¿Sieur? Sieur, debo dar esa espada a
alguien para que se la tenga. No se puede portar más arma que el averno.
Miré alrededor en busca de Agia, pero había desaparecido entre la
multitud. Dorcas me dio el capullo mortal y yo le entregué Terminus Est.
—¡Comiencen!
Una hoja silbó cerca de mi oreja. El septentrión avanzaba con un
movimiento irregular; la mano izquierda aferraba el averno debajo de las
hojas, y la mano derecha estaba tendida hacia mí como si intentara quitarme
la planta. Recordé que Agia me había prevenido acerca de este riesgo, y la
sostuve tan cerca de mí como me atreví a hacerlo.
Durante el tiempo que lleva respirar cinco veces, giramos en círculo.
Entonces le golpeé la mano extendida. El septentrión detuvo el golpe con la
planta. Levanté la mía por sobre su cabeza como una espada, y me di cuenta
entonces de que la posición era ideal: mi tallo quedaba fuera del alcance del
septentrión, me permitía golpear a voluntad con toda la planta, y al mismo
tiempo podía arrancar las hojas con la mano derecha. Sin demora, puse a
prueba este último descubrimiento: arranqué una hoja y se la arrojé a la
cara.
A pesar de la protección que le brindaba el yelmo, el hombre la esquivó,
y la multitud que se agolpaba detrás de él se apartó para evitar el proyectil.
Tras la primera arrojé otra.
Y otra más, que dio en el aire contra una suya.
El resultado me sorprendió. En lugar de absorber la fuerza del impulso y
caer al suelo, como hubiera ocurrido con cualquier otro tipo de hojas, éstas
se retorcieron y enroscaron, tajeando y golpeando con las puntas tan
rápidamente que antes de caer apenas un codo, no eran más que tiras
desgarradas de un verde negruzco que se transformaba en un centenar de
colores mientras giraban como el trompo de un niño…
Algo, o alguien, presionaba contra mi espalda. Era como si un
desconocido estuviera detrás de mí, ejerciendo una ligera presión con la
espina dorsal. Tenía frío y agradecí el calor de ese cuerpo.
—¡Severian! —Era la voz de Dorcas, pero parecía haberse alejado.
—¡Severian! ¿Nadie va a ayudarlo? ¡Saltadme!
Un toque de canillón. Los colores, que había tomado por los de las hojas
en combate, estaban en cambio en el cielo, donde un arco iris se abría bajo
la aurora. El mundo era un gran huevo de pascua multicolor. Cerca de mi
cabeza una voz preguntó: —¿Está muerto? —y alguien contestó, dándolo
por cierto: —Así es. Esas cosas siempre matan.
La voz del septentrión (extrañamente familiar) dijo: —Como vencedor,
reclamo el derecho a quedarme con sus ropas y armas. Dadme esa espada.
Me senté. A unos pasos de mis botas, las hojas, débilmente, luchaban
todavía. El septentrión estaba de pie un poco más allá. Yo tomé aliento para
preguntar qué había sucedido, y algo cayó desde mi pecho a mi regazo; era
una hoja con la punta teñida de sangre.
Al verme, el septentrión giró y levantó el averno. El éforo se interpuso
entre nosotros con los brazos extendidos. Desde más allá de las barandas
algún espectador gritó. —¡Derecho de cortesía! ¡Derecho de cortesía,
soldado! Que se ponga de pie y recoja el arma.
Las piernas apenas me sostenían. Aturdido, miré alrededor buscando mi
propio averno, y lo encontré por fin cerca de los pies de Dorcas, que estaba
luchando con Agia. El septentrión gritó: —¡Tendría que estar muerto! —El
éforo le dijo: —Pues no lo está, hiparca. Cuando recupere el arma, podrá
proseguir el combate.
Toqué el tallo de mi averno y por un instante sentí que había cogido por
la cola a algún animal de sangre fría, pero todavía vivo. Pareció
estremecerse en mi mano, y las hojas se agitaron como la cola de una
serpiente. Agia gritaba: —¡Sacrilegio! —y yo hice una pausa para mirarla;
luego tomé el averno y me volví para enfrentar al septentrión.
El yelmo le ocultaba los ojos, pero había terror en cada músculo de su
cuerpo. Por un momento pareció mirarme, y después miró a Agia. Luego se
volvió y comenzó a correr hacia la abertura en el extremo de la arena. Los
espectadores le bloquearon el camino, y él comenzó a golpear con el averno
a derecha e izquierda, como si fuese un látigo. Mi averno me tiraba hacia
atrás o, mejor dicho, había desaparecido, y alguien me tenía cogido por la
mano. Era Dorcas. En algún lugar a lo lejos Agia chilló: —¡Agilus! —Y
otra mujer llamó—: ¡Laurentia de la Casa del Arpa!
XXVIII

Carnificario

Desperté a la mañana siguiente en un lazareto, un largo cuarto de alto cielo


raso donde nosotros, los enfermos, los heridos, yacíamos en camas
angostas. Estaba desnudo, y durante largo tiempo mientras dormía (o tal vez
se tratara de la muerte) me toqué los párpados y recorrí con lentitud mi
cuerpo con las manos en busca de heridas, mientras me preguntaba, cómo
podría habérselo preguntado alguien en una canción, cómo podría
sobrevivir sin ropas ni dinero, cómo le explicaría al maestro Palaemon la
pérdida de la espada y la capa que me había dado.
Porque estaba seguro de haberlas perdido o, mejor dicho, que de algún
modo, eran ellas las que me habían perdido a mí. Un mono con cabeza de
perro corría pasillo abajo, se detuvo junto a mi cama para mirarme y luego
continuó su camino. Eso no me pareció más extraño que la luz que,
filtrándose por una ventana que no podía ver, daba sobre mi manta.
Volví a despertar y me senté. Por un momento pensé que me encontraba
otra vez en mi dormitorio, que yo era el capitán de aprendices, que todo lo
demás, mi enmascaramiento, la muerte de Thecla, el combate de avernos,
sólo había sido un sueño.
Ésta no fue la última vez que ocurriría. Luego vi que el cielo raso no era
de metal, como el de mi celda, sino de yeso, y que el hombre de la cama
junto a la mía estaba completamente vendado. Aparté la manta y puse los
pies en el suelo. Dorcas dormía con la espalda apoyada contra la pared a la
cabecera de mi cama. Se había envuelto con el manto pardo; Terminus Est
estaba sobre su regazo; la empuñadura y el extremo envainado sobresalían a
cada lado del montón de mis pertenencias. Me las ingenié para recoger mis
botas y mis calzas, mis pantalones, mi capa y mi cinturón sin despertarla,
pero cuando puse mi mano sobre la espada, murmuró y se aferró a ella, de
modo que se la dejé.
Muchos de los enfermos estaban despiertos y me miraron, pero ninguno
me habló. En el extremo del cuarto había una puerta que daba a una
escalinata, y ésta descendía a un patio donde caballos de guerra golpeaban
los cascos contra el suelo. Por un instante pensé que soñaba todavía: el
cinocéfalo trepaba por las almenas del muro. Pero era un animal tan real
como los corceles ronzadores, y cuando le arrojé un puñado de basura, dejó
al descubierto unos dientes tan impresionantes como los de Triskele.
Un soldado en cota de malla salió a buscar algo en los bolsillos de su
montura; lo detuve y le pregunté dónde me encontraba. Supuso que me
refería a qué parte de la fortaleza y señaló una torrecilla detrás de la cual,
dijo, estaba la Sala de Justicia; luego agregó que si iba con él, tal vez
consiguiera algo de comer.
No bien hubo hablado, me di cuenta de que estaba hambriento. Lo seguí
por un largo corredor en penumbras hasta un cuarto mucho más bajo y
oscuro que el lazareto, donde dos o tres veintenas de demarchis como él se
inclinaban sobre un almuerzo compuesto de pan, carne y verduras hervidas.
Mi nuevo amigo me aconsejó que tomara un plato y les explicara a los
cocineros que se me había dicho que fuera allí a recoger mi comida.
Así lo hice, y aunque se sorprendieron un poco al ver mi capa fulígena,
me sirvieron sin poner objeción.
Si los cocineros no mostraron curiosidad, los soldados fueron la
curiosidad misma. Me preguntaron mi nombre, de dónde venía y cuál era
mi rango (porque suponían que nuestro gremio estaba organizado como el
de los militares). Quisieron saber dónde tenía el hacha, y cuando les dije
que utilizábamos espada, dónde se encontraba ésta. Cuando les expliqué
que tenía a una mujer conmigo que la custodiaba, me advirtieron que quizá
se escapara con ella y me aconsejaron que le llevara algo de pan, pues no se
le permitiría entrar donde estábamos comiendo. Descubrí que todos los
hombres mayores habían mantenido mujeres en alguna oportunidad —
seguidoras de campamentos, tal vez la especie más útil y menos peligrosa
—, aunque pocos las tenían ahora. Luego de combatir en el norte durante el
último invierno, habían sido enviados a pasar el nuevo invierno en Nessus,
donde servían para mantener el orden. En el transcurso de una semana
esperaban dirigirse otra vez al norte. Las mujeres habían vuelto a sus
propias aldeas, donde vivían con padres o parientes. Les pregunté si no
habrían preferido seguirlos al sur.
—¿Preferirlo? —dijo mi amigo—. Por supuesto. Pero ¿cómo? Una cosa
es seguir a la caballería abriéndose camino mientras combate, pues eso no
significa más de una legua o dos en los mejores días, y si se avanzan tres en
una semana, puede usted apostar que se perderán dos en la siguiente. Pero
¿cómo podrían seguirnos en el camino de vuelta a la ciudad? Quince leguas
por día. ¿Y qué comerían en el camino? Más les vale esperar. Si en nuestro
sector se produce una nueva xenagia, tendrán algunos hombres nuevos.
También vendrán otras muchachas, y se abstendrán algunas de las
anteriores, de ese modo, si uno lo desea, tendrá la oportunidad de cambiar.
He oído que trajeron a uno de los vuestros anoche, a un carnificario, pero
estaba casi muerto. ¿Lo ha visto?
—No.
—Una de nuestras patrullas trajo la noticia, y cuando el chiliarca lo
supo, mandó buscarlo, pues es seguro que en un par de días necesitaremos
los servicios de uno de ellos. Juran que no lo tocaron, pero tuvieron que
traerlo en una litera. No sé si se trata de un camarada suyo, pero quizá
quiera usted echar un vistazo.
Prometí que así lo haría, y después de agradecer la hospitalidad de los
soldados los dejé allí. Dorcas me preocupaba; y las preguntas de los
soldados, aunque bien intencionadas, llegaron a inquietarme. Había
demasiadas cosas que no podía explicar: cómo había sido herido, por
ejemplo, si no sería yo el hombre al que aludían los soldados, y de dónde
había salido Dorcas. No entender estas cosas me intranquilizaba y hacía que
me sintiera como cuando hay un período entero de nuestra vida que ha
quedado a oscuras, y no importa a dónde haya llegado la última pregunta
acerca de los temas prohibidos, la siguiente nos traspasará el corazón.
Dorcas estaba despierta y de pie junto a mi cama, donde alguien había
dejado un plato de caldo humeante. Se alegró tanto al verme, que yo mismo
me sentí feliz, como si la alegría fuera contagiosa como la peste.
—Creí que habías muerto —me dijo—. Habías desaparecido, y también
tus ropas; creí que se las habían llevado para sepultarte con ellas.
—Me encuentro bien —dije—. ¿Qué sucedió anoche?
Dorcas se puso seria en seguida. Hice que se sentara a mi lado en la
cama y comiera el pan que yo le había llevado y bebiera el caldo mientras
me contestaba.
—Estoy segura de que recordarás haber luchado con aquel hombre que
llevaba ese casco tan extraño. Te pusiste una máscara y entraste en la arena
junto con él, aunque te rogué que no lo hicieras. Casi en seguida te hirió en
el pecho y tú caíste. Recuerdo haber visto la hoja, una cosa horrible, como
un gusano chato hecho de hierro, a medias metido en tu cuerpo y tiñéndose
de rojo a medida que se bebía tu sangre.
»Luego se cayó. No sé cómo describirlo. Era como si todo lo que había
visto hubiera estado equivocado. Pero no era así… recuerdo lo que vi. Te
erguiste otra vez y parecías… yo no sé, como si te hubieras perdido, como
si una parte tuya se hubiera alejado. Creí que iba a matarte en seguida, pero
el éforo te protegió diciendo que debía permitirse que utilizaras el averno.
El del hombre estaba quieto, como había estado el nuestro cuando lo
arrancaste en aquel horrible lugar, pero el tuyo había empezado a retorcerse
mientras el capullo se abría… creí que ya estaba abierto, una espiral blanca
de pétalos… Pero ahora creo que yo había estado pensando demasiado en
las rosas y que el capullo no había estado abierto. Había algo más debajo,
una cara como la que tendría el veneno, si el veneno tuviera cara.
»Tú no lo notaste. Lo recogiste y el averno empezó a girar hacia ti,
lentamente, como si estuviera despierto sólo a medias. Pero el otro hombre,
el hiparca, no podía creer lo que había visto. No dejaba de mirarte mientras
esa mujer, Agia, le gritaba algo. Y de pronto se volvió y escapó. Los que
estaban mirando no querían que lo hiciera, querían ver morir a alguien. De
modo que trataron de detenerlo y él…
Los ojos se le llenaron de lágrimas; volvió la cabeza para evitar que yo
las viera.
—Golpeó a varios de ellos con el averno, y supongo que los mató. ¿Qué
ocurrió luego? —pregunté.
—No fue sólo que él los golpeó. El averno los atacó, como una
serpiente. Los que se cortaron con las hojas no murieron de inmediato,
gritaron, y algunos de ellos echaron a correr y cayeron y se incorporaron y
volvieron a correr, como si estuvieran ciegos, derribando a otra gente. Por
fin un hombretón lo golpeó por detrás y una mujer que había estado
luchando con alguien acudió blandiendo un braquemar y cortó el averno.
Entonces algunos de los hombres sujetaron al hiparca y oí que la espada de
la mujer chocaba contra el yelmo del hiparca.
»Tú permanecías allí, de pie. No estaba segura de que supieras siquiera
que él había huido, y el averno se inclinaba hacia ti. Pensé en lo que había
hecho la mujer y lo golpeé con tu espada. Al principio era muy, muy
pesada, pero luego casi no la sentí. Cuando la bajé, pensé que podría
haberle cortado la cabeza a un bisonte. Sólo que había olvidado quitarle la
vaina. Pero te sacó el averno de la mano. Entonces te tomé del brazo y te
llevé…
—¿A dónde? —pregunté.
Ella se estremeció y metió un pedazo de pan en el caldo humeante.
—No lo sé. No me importaba. Era tan bueno andar contigo, saber que te
estaba cuidando como tú me habías cuidado a mí antes de que
consiguiéramos el averno. Pero cuando llegó la noche tuve un frío terrible.
Te envolví con la capa y te la cerré por delante y parecías no tener frío, de
modo que tomé este manto y me abrigué con él. El vestido se me deshacía
en pedazos. Todavía está deshaciéndose.
—Cuando estábamos en la taberna prometí comprarte otro.
Ella sacudió la cabeza mientras masticaba la dura corteza.
—Sabes, creo que esto es lo primero que como en mucho, mucho
tiempo. Me duele el estómago, por eso bebí vino en la taberna, pero este
caldo hace que me sienta mejor. No me daba cuenta de lo débil que estaba.
»No quería que me compraras un nuevo vestido allí, porque habría
tenido que llevarlo mucho tiempo, y siempre me recordaría ese día. Pero
puedes hacerlo ahora, si quieres, porque me recordará este día, en que creí
que habías muerto cuando en realidad estabas bien.
»Luego, me las ingenié para traerte de vuelta a la ciudad. Busqué un
lugar donde alojarnos para que pudieras descansar, pero sólo había grandes
casas con terrazas y balaustradas. Ese tipo de edificios. Algunos soldados se
acercaron al galope y preguntaron si eras un carnificario. Yo no conocía la
palabra, pero recordé lo que me habías dicho, de modo que les dije que eras
un torturador; porque los soldados siempre me parecieron una especie de
torturadores y sabía que nos ayudarían. Trataron de que montaras a caballo,
pero te caíste; entonces algunos de ellos ataron sus capas entre dos lanzas,
pusieron los extremos en las correas de las espuelas de dos caballos, y te
cargaron. Uno de ellos quiso llevarme en su montura, pero yo me negué.
Caminé a tu lado a lo largo de todo el camino y a veces te hablaba, pero no
creo que me oyeras.
Se bebió por completo el caldo que le quedaba.
—Ahora quiero hacerte una pregunta. Cuando me estaba lavando detrás
del biombo, oí que tú y Agia susurraban algo acerca de una nota. Luego
estabas buscando a alguien en la taberna. ¿Quieres hablarme de eso?
—¿Por qué no me lo preguntaste antes?
—Porque Agia estaba con nosotros. Si habías descubierto algo, no
quería que ella lo supiera.
—Estoy seguro de que Agia podría descubrir cualquier cosa que yo
descubriese —dije—. No la conozco bien, de hecho no creo que la conozca
tanto como a ti, pero sí lo suficiente como para saber que es mucho más
inteligente que yo.
Dorcas sacudió de nuevo la cabeza.
—Es la clase de mujer capaz de proponer enigmas a los demás, pero no
de resolverlos ella misma. Creo que piensa… no sé… oblicuamente. De
modo que nadie pueda seguirla. Es la clase de mujer que la gente dice que
piensa como un hombre, pero esas mujeres no piensan en absoluto como
hombres; en verdad piensan menos como los hombres que la mayoría de las
mujeres. Tienen pensamientos que es difícil seguir, pero eso no significa
que sean precisos ni profundos.
Le conté lo de la nota y lo que decía, y le mencioné que la había
copiado en un papel de la taberna y había comprobado que se trataba del
mismo papel y de la misma tinta.
—De modo que alguien la escribió allí —dijo pensativa—. Tal vez fuera
algún sirviente; recuerdo que el tabernero llamó al mozo de cuadra. Pero
¿qué significa?
—No lo sé.
—Puedo decirte por qué fue puesta allí. Yo estaba sentada en ese
taburete de cuerno antes de que tú lo ocupases. Me sentía feliz, lo recuerdo,
porque tú te sentaste a mi lado. ¿Recuerdas si el camarero —debió de ser él
el que llevó la nota, la haya escrito o no— puso allí la bandeja antes de que
yo me fuera a bañar?
—Puedo acordarme de todo —dije—, salvo lo de anoche. Agia estaba
sentada en una silla de lona plegable; tú en el diván, eso es exacto, y yo
estaba junto a ella. Había estado llevando el averno en la pértiga además de
la espada, y había dejado el averno horizontalmente detrás del diván. La
ayudante de cocina vino con agua y toallas para ti, y luego se marchó en
busca de trapos y aceite para mí.
—Teníamos que haberle dado algo —dijo Dorcas.
—Le di una oricreta por traer el biombo. Eso es con seguridad lo que
cobra por una semana de trabajo. De cualquier modo, tú te metiste detrás
del biombo y un momento más tarde el tabernero trajo al camarero con la
bandeja y el vino.
—Por eso no la vi entonces. Pero el camarero tenía que saber dónde
estaba yo sentada, pues no había otro sitio. De modo que la dejó debajo de
la bandeja con la esperanza de que yo la viera al salir. Otra vez: ¿qué decía
la primera parte?
—«La mujer que la acompaña ha estado aquí antes. No confíe en ella».
—Tiene que haber sido para mí. De haber sido para ti, hubieran hecho una
distinción entre Agia y yo, el color del pelo, por ejemplo. Y si hubiera
estado destinada a Agia, la habrían puesto en el otro lado de la mesa, donde
ella pudiera verla.
—De modo que tú le recordaste a su madre a alguien.
—Sí. —Una vez más los ojos se le llenaron de lágrimas.
—No tienes edad suficiente como para tener un niño capaz de escribir
esa nota.
—No lo recuerdo —dijo, y escondió la cara entre los pliegues sueltos
del manto pardo.
XXIX

Agilus

Una vez que el médico de turno, después de examinarme, hubo comprobado


que no tenía necesidad de tratamiento, nos pidió que nos marcháramos del
lazareto, donde mi capa y mi espada, según dijo, perturbaban a los
pacientes. En el lado opuesto del edificio donde yo había comido con los
soldados, encontramos una tienda que abastecía las necesidades de la tropa.
Junto con las joyas falsas y los dijes que los soldados solían regalar a sus
enamoradas, había algunas ropas de mujer, y aunque mi dinero quedara
bastante disminuido después de la cena que jamás disfrutamos en la
Taberna de los Amores Perdidos, pude comprar a Dorcas una zamarra.
La entrada de la Sala de Justicia no estaba lejos de esta tienda. Una
muchedumbre de unas cien personas se paseaba delante, y como la gente
señalaba y se daba codazos cuando advertían el color fulígeno de mi capa,
volvimos al patio donde se ensillaban los caballos de guerra. Un alguacil de
la Sala de Justicia nos encontró allí: era un hombre imponente, con una
frente blanca como el vientre de una jarra.
—Usted tiene que ser el carnificario —dijo—. Se me ha informado que
se encuentra lo bastante bien como para ejercer su oficio.
Le dije que, si el amo lo quería así, podía hacer lo que fuera necesario
ese mismo día.
—¿Hoy? No, no, eso no es posible. El juicio no habrá acabado hasta
esta tarde.
Observé que había venido a asegurarse de que me sentía lo bastante
bien como para llevar a cabo la ejecución, tenía sin duda la certeza de que
el prisionero sería declarado culpable.
—Oh, de eso no cabe la menor duda. Después de todo, han muerto
nueve personas, y el hombre fue detenido en el acto. Como no es nadie
importante, no hay posibilidad de perdón o apelación. El tribunal volverá a
reunirse a media mañana, pero los servicios de usted no serán requeridos
hasta el mediodía.
Dado que no tenía experiencia directa con jueces o cortes (en la
Ciudadela, los clientes llegaban enviados desde fuera, y era el maestro
Gurloes el que trataba con los oficiales que en ocasiones acudían a
consultar acerca de un caso u otro), y como yo además estaba ansioso por
cumplir una obligación para la que había sido preparado durante tanto
tiempo, sugerí que el chiliarca quizá quisiera considerar la posibilidad de
celebrar una ceremonia esa misma noche, a la luz de las antorchas.
—Eso sería imposible. Ha de meditar su decisión. ¿Qué impresión
produciría? Ya son muchos los que opinan que los magistrados militares son
precipitados, y aun caprichosos en sus veredictos. Y, para ser franco, un
juez civil habría esperado con seguridad una semana, beneficiándose de ese
modo el caso, pues entonces habría habido tiempo de sobra para que
alguien se presentara con nuevas pruebas, lo que por supuesto nadie hará
ahora.
—Mañana por la tarde, entonces —dije—. Necesitamos un lugar donde
pasar la noche. También he de examinar el cadalso y el tajo y preparar a mi
cliente. ¿Necesitaré un pase para verlo?
El alguacil preguntó si no podríamos quedarnos en el lazareto. Al
responderle que eso parecía imposible, volvimos allí para que lo discutiera
con el médico de turno. Como yo había previsto, se negó a acogernos. A
esto siguió una prolongada discusión con un suboficial de la xenagia, quien
explicó que era imposible que permaneciéramos en los cuarteles, y que si
utilizábamos uno de los cuartos reservados para los rangos más altos, nadie
querría ocuparlo en el futuro. Por fin se habilitó para nosotros un pequeño
almacén sin ventanas, y nos suministraron dos camas y algunos otros
muebles (que yo apenas había visto hasta entonces). Dejé a Dorcas allí y
después de comprobar que yo no metería el pie a través de una tabla
podrida en el momento crítico, o que no tendría que aserrar la cabeza del
cliente mientras la mantenía sobre mis rodillas, y fui a las celdas a hacer la
visita que nuestras tradiciones exigen.
Subjetivamente al menos, existe una gran diferencia entre las
condiciones de detención a las que uno está acostumbrado y las que no son
desconocidas. De haber entrado en una mazmorra de la Ciudadela, habría
sentido que estaba entrando en mi propia casa, quizá para morir, pero en
casa de cualquier modo. Aún admitiendo que nuestros corredores de metal
y las estrechas puertas grises pudieran ser horrorosas para los hombres y
mujeres confinados allí, yo mismo no lo habría sentido, y si alguien hubiera
sugerido que debía hacerlo, me habría apresurado a señalar todas las
comodidades de que disponían: sábanas limpias y mantas amplias, comidas
a horas regulares, luz adecuada, intimidad que apenas si era interrumpida,
etcétera.
Ahora, al descender una retorcida escalera de piedra hasta un espacio
que era la centésima parte del nuestro, mis sentimientos no tenían ninguna
relación con lo que yo había experimentado en la Ciudadela. La oscuridad y
el hedor me oprimían como un peso. La idea de que yo mismo podría ser
retenido allí por accidente (una orden mal comprendida, por ejemplo, o la
malicia insospechada de algún alguacil) volvía a mí una y otra vez por más
que la desechara.
Oí los sollozos de una mujer, y como el alguacil me había hablado de un
hombre, supuse que provenían de una celda que no era la de mi cliente.
Ésta, se me había dicho, era la tercera contando desde la derecha. La puerta
apenas si era de madera con un simple marco de hierro, pero la cerradura
(¡tal es la eficacia militar!) había sido aceitada.
Los sollozos casi cesaron cuando se abrió el cerrojo.
Adentro, un hombre desnudo yacía sobre un lecho de paja. Una cadena
iba desde el collar de hierro que tenía en el cuello hasta la pared. Una mujer,
también desnuda, se inclinaba sobre él; los largos cabellos castaños cubrían
las caras de los dos, de modo que parecían unirlos. Ella se volvió para
mirarme y vi que era Agia.
Ella exclamó: —¡Agilus! —y el hombre se incorporó. Las caras eran
tan parecidas, que Agia parecía sostener un espejo frente a la suya.
—Eras tú —dije—. Pero eso es imposible. —Mientras hablaba, recordé
el modo en que Agia se había comportado en el Campo Sanguinario, y la
tira negra que había visto en la oreja del hiparca.
—Tú —me dijo Agia—. Porque vives, él tiene que morir.
Sólo pude responder: —¿Es realmente Agilus?
—Claro. —La voz de mi cliente era una octava más baja que la de su
gemela, pero menos firme—. ¿Todavía no entiende, no es cierto?
Sólo pude sacudir la cabeza.
—La de la tienda era Agia, disfrazada de septentrión. Entró por la
puerta trasera mientras usted y yo hablábamos, y le hice una señal cuando
vi que usted no tenía intención de vender la espada.
Agia dijo: —Yo no podía decir nada, habrías notado una voz de mujer,
pero la coraza me cubría los pechos y los guanteletes las manos. Andar
como un hombre no es tan difícil como los propios hombres creen.
—¿Ha mirado usted alguna vez esa espada? —preguntó Agilus—. El
recazo tendría que estar firmado.
—Las manos se alzaron un instante como si la estuviera recibiendo.
Agia agregó con voz débil: —Lo está. Por Jovinian. Lo vi en la taberna.
Había una pequeña ventana en lo alto de la pared detrás de ellos, y de
pronto, por ella, como si el sol hubiera asomado sobre el borde de un techo
o de una nube, entró un rayo de luz, bañándolos a ambos. Les miré las caras
áureas, y les dije: —Tratasteis de matarme. Sólo por mi espada.
Agilus respondió: —Esperaba que la dejara… ¿no lo recuerda? Traté de
persuadirlo de que se fuera, que huyera disfrazado. Le habría dado ropas y
todo mi dinero.
—Severian ¿no entiendes? Valía diez veces más que nuestra tienda, y la
tienda era todo lo que teníamos.
—Ya habéis hecho esto antes. Tenéis que haberlo hecho. Todo era tan
fácil. Un asesinato legal, sin un cuerpo flotando en el Gyoll.
—Matarás a Agilus ¿no es así? Por eso estás aquí… pero no sabías que
éramos nosotros hasta que abriste la puerta. ¿Qué hemos hecho que no
harás tú?
Menos estridente que la de su hermana, la voz de Agilus continuó: —
Fue un combate justo. Llevábamos las mismas armas y usted aceptó las
condiciones. ¿Me ofrecerá mañana un combate semejante?
—Usted sabía que cuando llegara la noche el calor de mis manos
estimularía el averno, y que éste me daría en la cara. Usted llevaba guantes
y no tenía más que esperar. En realidad, ni siquiera tenía que hacerlo, ya ha
arrojado esas hojas muchas veces antes.
Agilus sonrió.
—Ya veo que, después de todo, el asunto de los guanteletes resultó
secundario. —Tendió los brazos—. Yo gané. Pero en realidad ganó usted,
por medio de algún arte oculto que ni mi hermana ni yo conocemos. Ya me
ha dañado usted tres veces y, de acuerdo con la vieja ley, el hombre tres
veces dañado tiene derecho a reclamar un don a su opresor. Concedo que la
vieja ley ya no tiene vigencia, pero mi querida hermana me dice que siente
usted apego por los tiempos pasados, cuando el gremio de usted era grande
y la fortaleza el centro de la Mancomunidad. Reclamo el don. Déjeme en
libertad.
Agia se puso de pie sacudiéndose la paja de las rodillas y los muslos
redondeados.
Como si acabara de darse cuenta de que estaba desnuda, tomó el vestido
de brocado verde azulado que yo tan bien recordaba y se cubrió con él.
—¿De qué modo lo he dañado, Agilus? —dije—. Me parece que si
alguien ha causado daño, ha sido usted, o al menos trató de hacerlo.
—Primero por engañarse. Llevaba por la ciudad un legado que vale una
villa, sin saber lo que tenía. Como propietario era su deber saberlo, y por
esta ignorancia corrió el peligro de morir mañana, a menos que me ponga
en libertad esta misma noche. Segundo, por rehusarse a escuchar todo
ofrecimiento de compra. En nuestra sociedad comercial uno puede elevar el
precio de una cosa tanto como quiera, pero rehusarse a venderla a cualquier
precio es traición. Agia y yo llevábamos puesta la ostentosa armadura de un
bárbaro… usted el corazón. Tercero, por el artificio del que se valió para
vencer en el combate. A diferencia de usted, me enfrentaba con poderes que
sobrepasaban mi entendimiento. Perdí la cabeza como le sucedería a
cualquiera, y aquí estoy. Exijo que me ponga en libertad.
Reí indignado.
—Me pide que haga por usted, a quien desprecio por mil motivos, lo
que no hice por Thecla, a la que amaba más que a mi propia vida. No. Soy
un tonto, y si no lo era ya antes, con seguridad lo soy ahora, gracias a su
querida hermana. Pero no tanto como para hacer lo que me pide.
Agia dejó caer su vestido y se arrojó sobre mí con tanta violencia, que
por un instante pensé que me estaba atacando. En cambio me cubrió la boca
de besos, y tomándome las manos, puso una sobre sus pechos y la otra
sobre su cadera de terciopelo.
—¡Severian, te amo! Te deseé mientras estuvimos juntos, y traté de
abandonarme veinte veces entre tus brazos. ¿No recuerdas cuando quería
llevarte al Jardín de las Delicias? Habría significado el éxtasis para los dos,
pero no quisiste ir. Por una vez sé honesto. —(Hablaba como si la
honestidad fuera algo anormal, como la manía)—. ¿No me amas? Tómame
ahora… aquí. Agilus se dará vuelta, te lo prometo. —Había deslizado los
dedos entre mi faja y mi vientre, y no me di cuenta de que había abierto con
la otra mano el bolsillo del cinturón hasta que no hube oído un crujir de
papeles.
Le golpeé la muñeca, tal vez con excesiva violencia y ella se arrojó
sobre mí tratando de alcanzarme los ojos con las uñas, como hacía Thecla a
veces cuando ya no podía soportar la idea de la prisión y el dolor. La aparté
de un empujón, y esta vez no fue a dar sobre una silla, sino contra la pared.
La cabeza de Agia golpeó la piedra, y aunque la cabellera tuvo que haber
amortiguado el impacto, resonó como el martillazo de un albañil.
Se le doblaron las rodillas y el cuerpo le resbaló hasta que quedó
sentada sobre la paja.
Nunca me hubiera imaginado que Agia fuera capaz de llorar.
Agilus preguntó: —¿Qué le hizo ella? —y en su voz no parecía haber
más que curiosidad.
—Usted tiene que haberla visto. Trató de meter la mano en mi bolsillo.
—Saqué las monedas que había en él: dos oricretas de latón y siete de cobre
—. O quizá quería robarme la carta que tengo para el árcente de Thrax. Le
hablé de ella una vez, pero no la llevo aquí.
—Quería las monedas, estoy seguro. A mí me dieron de comer, pero
tiene sin duda mucha hambre.
Levanté a Agia y la eché encima del vestido desgarrado; luego abrí la
puerta y la llevé fuera. Estaba todavía mareada, pero cuando le di una
oricreta, la arrojó al suelo y escupió.
Cuando volví a la celda, Agilus estaba sentado con las piernas cruzadas,
y la espalda apoyada contra la pared.
—No me pregunte por Agia —dijo—. Todo lo que sospecha es
verdad… ¿no le basta con eso? Yo habré muerto mañana y ella se casará
con un viejo que se babea por ella o con algún otro. Preferiría que ya lo
hubiese hecho. Él no le habría impedido que me viera, a mí, su hermano.
Ahora yo habré partido, y ella no tendrá que preocuparse ni siquiera por
eso.
—Sí —dije—, usted morirá mañana. Sobre eso he venido a hablarle.
¿Le preocupa cómo lucirá en el cadalso?
Se miró fijamente las manos, finas y más bien blandas, iluminadas por
el delgado rayo de sol que unos momentos antes le había aureolado la
cabeza.
—Sí —dijo—. Puede que ella venga. Espero que no lo haga, pero sí, me
preocupa.
Le dije entonces (como se me había enseñado) que por la mañana
comiera poco, para no indisponerse cuando llegara el momento, y le advertí
que orinara, ya que la vejiga se le distendería con el golpe. Lo instruí en la
falsa rutina que enseñamos a todos los que van a morir, de modo que
piensen que el momento aún no ha llegado, cuando en realidad ya ha
quedado atrás; la falsa rutina que les permite morir con algo menos de
miedo. No sé si me creyó, aunque espero que así haya sido; si existe una
mentira que jamás se justifica a los ojos del Pancreador, es ésta.
Cuando lo dejé, la oricreta había desaparecido. Agia —sin duda con el
borde de la oricreta— había trazado allí un dibujo, sobre el polvo que
cubría el empedrado. Podría haber sido la cara amenazadora de jupari, o
quizás un mapa, y alrededor había unos signos que yo desconocía. Lo borré
con el pie.
XXX

La noche

Eran cinco, tres hombres y dos mujeres. En cierto sentido esperaban


agrupados fuera de la puerta, pero no cerca de ella, a unos doce pasos de
distancia. Mientras esperaban, conversaban entre sí, hablando dos o tres a la
vez, casi gritando, riendo, agitando los brazos, dándose con los codos.
Durante un tiempo los observé desde las sombras. Envuelto como
estaba en mi capa fulígena, no podían verme, y me era posible pretender
que no sabía quiénes eran; algo ebrios como estaban, podrían haber
participado en una fiesta.
Ansiosos y vacilantes a la vez, se veía que temían ser rechazados, y sin
embargo estaban decididos a avanzar. Uno de los hombres, seguramente el
hijo ilegítimo de algún exultante, era más alto que yo, de cincuenta años o
más, y casi tan gordo como el dueño de la Taberna de los Amores Perdidos.
Junto a él se encontraba una mujer de unos veinte años; tenía la mirada más
anhelante que yo hubiera visto nunca. Cuando el hombre gordo se puso
delante bloqueándome el camino, ella se acercó tanto a mí que parecía casi
mágico que no nos tocáramos; las manos de largos dedos se le movían junto
a la abertura de mi capa como si deseara acariciarme el pecho, pero sin
hacerlo nunca del todo, y al fin sentí que estaba a punto de ser víctima de un
fantasma, un súcubo o una lamia que me succionaría la sangre. Los demás
se apiñaron alrededor de mí, apretándome contra el edificio.
—Es mañana, ¿no es cierto? ¿Cómo se siente usted ahora? —¿Cómo se
llama realmente? —Es malvado ¿verdad? ¿Un monstruo? —Ninguno de
ellos esperaba respuesta a estas preguntas, y me pareció que ni siquiera lo
deseaban. Buscaban mi proximidad y la experiencia de haber hablado
conmigo—. ¿Le quebrará los huesos primero? —¿Lo marcará a fuego? —
¿Ha matado alguna vez a una mujer?
—Sí —dije—. Sí, una vez maté a una.
Uno de los hombres, bajo y delgado, con la alta frente combada de un
intelectual, me estaba deslizando un asimi en la mano.
—Sé que ustedes no cobran mucho, y he oído decir que él es un
pobretón y no podrá darle propina.
Una mujer de cabellos canosos intentó darme un pañuelo de encaje.
—Empapelo de sangre, aunque sea sólo un poco. Le pagaré después.
Aunque me repugnaban, sentía lástima por todos ellos, en especial por
uno de los hombres. Era aún más pequeño que el que me había dado el
dinero, más canoso que la mujer canosa; y había locura en sus ojos opacos,
la sombra de alguna preocupación apenas reprimida que se le había
desgastado en la prisión de la mente hasta que perdió toda ansiedad, y sólo
le quedó energía. Parecía esperar a que los otros cuatro terminaran de hablar
y como era evidente que ese momento no llegaría nunca, los silencié con un
ademán y le pregunté qué quería.
—M… m… maestro, cuando estuve en el Quasar, tuve una paracoita,
una muñeca, ya sabe, una genicona, tan hermosa, con grandes pupilas
oscuras como pozos, e iris purpúreos como los pensamientos que florecen
en el verano, Maestro, ramos enteros de ellos se reunieron para hacer esos
ojos, esa carne que parecía siempre calentada por el sol. ¿D… d… dónde
está ella ahora, mi propia escopolagna, mi muñequita? ¡Que hundan clavos
en las manos de aquellos que se la llevaron! Aplástelos, con piedras,
maestro. ¿A dónde se ha ido desde la caja de madera de limonero que yo le
había hecho, donde no dormía nunca, porque yacía a mi lado toda la noche,
no en la caja, la caja de madera de limonero donde esperaba todo el día,
guardia tras guardia, Maestro, sonriendo cuando la guardaba dentro para
poder sonreír cuando la sacaba? Qué suaves tenía las manos, las manilas.
Como p… p… palomas. Podría haberse ido volando, si no hubiera preferido
yacer conmigo. R… r… retuérzales las tripas alrededor de la cabria, tápeles
la boca con los ojos.
Cástrelos, aféitelos por debajo para que las mujerzuelas no los
reconozcan, que las queridas los repudien, líbrelos a la descarada risa de las
descaradas bocas de las rameras. Ejerza su voluntad sobre los culpables.
¿Acaso tuvieron piedad de la inocente? ¿Acaso temblaron, acaso lloraron?
¿Qué clase de hombre pudo hacer lo que ellos hicieron…? Ladrones, falsos
amigos, traidores, malos camaradas de a bordo, ni siquiera camaradas de a
bordo, asesinos y secuestradores. S… s… sin usted ¿dónde están las
pesadillas, dónde las restituciones prometidas desde hace tanto? ¿Dónde
están las cadenas, las esposas, los grilletes, las cangas? ¿Dónde están las
abacinaciones que los enceguezcan? ¿Dónde las defenestraciones que les
quiebren los huesos, los potros que les separen las articulaciones? ¿Dónde
está la amada que he perdido?
Dorcas se había adornado el pelo con una margarita; pero mientras
paseábamos fuera de los muros (yo envuelto en mi capa, de modo que quien
se encontrara a más de unos pocos pasos de distancia habría pensado que se
paseaba sola) los pétalos se le plegaron como en un sueño. Entonces ella
recogió uno de esos capullos blancos acampanados que se llaman flores de
la luna porque parecen verdes a la luz verde de la luna. Ninguno de los dos
tenía mucho que decir, salvo que ambos nos encontraríamos
irremediablemente solos si nos separábamos. Mientras caminábamos,
nuestras manos entrelazadas hablaban por nosotros.
Los abastecedores iban y venían, pues los soldados se aprontaban a
partir. Al norte y al este el Muro nos rodeaba, de modo que las murallas de
los cuarteles y los edificios administrativos no parecían más que una
construcción de niños, una pared de arena que un pie distraído podría
derribar. Hacia el sur y hacia el oeste se extendía el Campo Sanguinario.
Oímos el resonar de la trompeta y los gritos de los monomaquistas
invocando a sus enemigos. Por un instante me pareció que los dos teníamos
miedo de que el otro sugiriera ir a mirar los combates. Ninguno lo hizo.
Cuando el último toque de queda resonó desde el Muro, volvimos a
nuestro cuarto sin ventanas ni lumbre, con un candil que nos habían
prestado. La puerta no tenía cerrojo, pero pusimos una mesa contra ella
sobre la que colocamos el candelabro. Le había dicho a Dorcas que era libre
de marcharse y que de ahí en adelante se diría que era la mujer de un
torturador, que se entregaba bajo el cadalso a cambio de un dinero teñido de
sangre.
—Ese dinero me ha vestido y alimentado —dijo. Luego se quitó el
manto pardo (que cayó a mis pies y arrastró descuidada por el polvo) y se
alisó la zamarra de tosco lino amarillo.
Le pregunté si tenía miedo.
—Sí —dijo, y aclaró en seguida—: Oh, no de ti.
—¿De qué entonces? —Yo me estaba quitando la ropa. Si me lo hubiera
pedido, no la habría tocado en toda la noche. Pero quería que me lo
pidiera… en realidad, quería que me lo rogara; y el placer de la abstinencia
hubiera sido más intenso que el de la posesión, a lo que se hubiera agregado
la certeza de que a la noche siguiente ella se habría sentido obligada a
complacerme.
—De mí misma. De los pensamientos que puedan asaltarme al yacer de
nuevo con un hombre.
—¿De nuevo? ¿Recuerdas alguna otra vez?
Dorcas sacudió la cabeza.
—Pero estoy segura de no ser virgen. Te he deseado a menudo, ayer y
hoy. ¿Para quién crees que me he lavado? Ayer te sostuve la mano mientras
dormías, y soñé que nos saciábamos y dormíamos uno en brazos del otro.
Pero conozco la saciedad tanto como el deseo… de modo que al menos he
conocido a un hombre. ¿Quieres que me quite esto antes de apagar la
candela?
Era esbelta, de pechos altos y caderas estrechas, extrañamente infantil,
aunque toda una mujer.
—Pareces tan pequeña —dije, y la atraje hacia mí.
—Y tú eres tan grande.
Yo sabía que la lastimaría esa noche y las siguientes, por más que me
esforzara. Sabía también que era incapaz de ser clemente con ella. Un
momento antes me hubiera refrenado, si ella me lo hubiera pedido. Ahora
ya no; y así como me habría arrojado sobre ella aunque una pica se hubiera
hundido en mi cuerpo, así intentaría más tarde hundir mi cuerpo en el suyo.
Habíamos permanecido de pie mientras yo le acariciaba y besaba los
pechos, que eran como frutos redondos partidos por la mitad. Luego la alcé,
y juntos caímos en una de las camas. Ella dejó escapar un gemido en el que
se mezclaban el placer y el dolor, y trató de apartarme antes de aferrarse a
mí.
—Soy feliz —dijo—. Soy tan feliz —y me mordió el hombro. El cuerpo
se le curvó hacia atrás como un arco.
Luego juntamos las camas para poder estar cerca. Todo fue más lento la
segunda vez; ella rechazó una tercera.
—Necesitarás de tus fuerzas mañana —dijo.
—Entonces no te importa.
—Si pudiéramos hacerlo a nuestro modo, ningún hombre tendría que
robar ni derramar sangre. Pero las mujeres no hicimos el mundo. Todos
vosotros sois torturadores, de un modo u otro.
Esa noche llovió, y pudimos oír el tamborileo del agua sobre el tejado
por encima de nuestras cabezas; un sonido limpio, alegre, interminable. Me
dormí y soñé que el mundo había sido vuelto del revés. El Gyoll estaba
arriba ahora, y vertía sobre nosotros todo un caudal de peces, inmundicias y
flores. Vi el gran rostro que viera cuando estuve a punto de ahogarme: un
portento de coral y blancura sobre el cielo, mostrando al sonreír unos
dientes como agujas.
Thrax es llamada la Ciudad de los Cuartos sin Ventanas. Tal vez,
nuestro cuarto sin ventanas fuera un camino para entrar en Thrax. Thrax
será así, pensé. Quién sabe si Dorcas y yo ya nos encontramos allí, quizá no
esté tan hacia el norte como había creído, ni como se me había dado a
entender.
Dorcas se levantó para salir, y yo la acompañé sabiendo que era
peligroso que anduviese sola de noche en un lugar donde había tantos
soldados. El pasillo al que daba nuestro cuarto corría a lo largo de una pared
exterior traspasada por troneras; la lluvia penetraba por ellas en un fino
rocío. Quería mantener a Terminus Est guardada en la vaina, pero una
espada tan larga es lenta de sacar. Cuando estuvimos de vuelta en nuestro
cuarto, con la mesa contra la puerta, tomé la piedra de afilar y comencé a
alisar la parte del filo que utilizaría, dos tercios a partir de la empuñadura,
hasta que fue capaz de cortar un pelo arrojado al aire. Luego limpié y aceité
toda la hoja y coloqué la espada contra la pared, cerca de mi cabeza.
Mañana sería mi primera aparición sobre el cadalso, a no ser que el
chiliarca decidiera a último momento mostrarse clemente. Eso era siempre
una posibilidad, siempre un riesgo. La historia nos muestra que en todas las
épocas hay un período de neurosis, y el maestro Palaemon me había
enseñado que nuestra neurosis es la clemencia, un modo de decir que uno
menos uno es más que nada, que como la ley humana no tiene por qué ser
coherente consigo misma, tampoco es preciso que la justicia lo sea. Hay en
cierto pasaje del libro marrón, un diálogo entre dos mistes, en el que uno de
ellos sostiene que la cultura es una excrecencia de la visión del Increado en
tanto lógica y justa, destinada, de acuerdo con una coherencia interior a
cumplir promesas y amenazas. Si es así, pensé, sin duda pereceremos ahora,
y la invasión desde el norte, por la que han muerto tantos que se resistieron,
no es más que un viento que derriba un árbol ya podrido.
La justicia es algo elevado, y esa noche, mientras yacía junto a Dorcas
escuchando llover, yo era joven, de modo que sólo deseaba cosas elevadas.
Ésa era la razón por la que tanto ansiaba que nuestro gremio recuperara la
posición y la consideración que una vez había tenido. (Y lo ansiaba aun
entonces, cuando me habían expulsado). Quizá fue por esa misma razón que
el amor a las criaturas vivientes, que con tanta intensidad experimentara de
niño, declinó hasta ser apenas un mero recuerdo cuando encontré al pobre
Triskele sangrando fuera de la Torre del Oso. La vida, después de todo, no
es una cosa elevada, y desde muchos puntos de vista, es lo contrario de la
pureza. Soy juicioso ahora, si no mucho mayor, y sé que es mejor tener
todas las cosas, las elevadas y las bajas, que sólo las elevadas.
A no ser que el chiliarca decidiera tener clemencia, mañana yo le
quitaría la vida a Agilus. Nadie puede saber qué significa eso. El cuerpo es
una colonia de células (solía pensar en nuestra mazmorra, cuando el
maestro Palaemon lo dijo). Dividido en dos grandes partes, perece. Pero no
hay razón para lamentar la destrucción de una colonia de células: sucede
cada vez que una hogaza de pan entra en un horno. Si el hombre no es más
que una colonia semejante, entonces no es nada; pero nuestro instinto nos
dice que el hombre es algo más. ¿Qué le sucede entonces a esa parte que es
más?
Puede que también perezca, aunque más lentamente. Hay muchos
edificios, túneles y puentes encantados; no obstante he oído decir que un
espíritu humano, no elemental, aparece y reaparece cada vez con menos
frecuencia, hasta que, por último, no se lo ve más. Los historiógrafos dicen
que en el remoto pasado, los hombres sólo conocían este mundo de Urth, y
que no temían a las bestias que por entonces habitaban en él, y que viajaban
libremente desde este continente hacia el norte; pero nadie ha visto jamás
los fantasmas de esos hombres.
Puede que perezca de inmediato… o que me encuentre errando entre las
constelaciones. Urth, sin duda, es menos que una aldea en la inmensidad del
universo. Y si un hombre vive en una aldea y sus vecinos le queman la casa,
abandonará el lugar si no ha muerto en el incendio. Claro que entonces
tenemos que preguntarnos cómo ha llegado a donde ha llegado.
El maestro Gurloes, que ha ejecutado a muchos hombres, solía decir que
sólo a un necio le preocupaba que el ritual fuera un fracaso: resbalarse en la
sangre o no darse cuenta de que el cliente lleva peluca e intentar tomarlo
por los cabellos. Los peores peligros eran una pérdida del aplomo que haría
temblar el brazo y asestar un golpe torpe, y un sentimiento de vindicación
que transformaría el acto de justicia en una mera venganza. Antes de volver
a dormirme, traté de fortalecerme contra ambos.
XXXI

La sombra del torturador

Es parte de nuestro oficio permanecer de pie, sin capa, enmascarado, con la


espada desnuda sobre el cadalso mucho tiempo antes de que el cliente sea
conducido hasta él.
Algunos dicen que esto simboliza la omnipresencia siempre despierta de
la justicia, pero yo creo que la verdadera razón es procurarle a la multitud
un punto central de concentración y el sentimiento de que algo está por
ocurrir.
Una multitud no es la suma de los individuos que la componen. Es
sobre todo una especie de animal sin lengua ni verdadera conciencia, que
nace cuando los individuos se reúnen, y muere cuando se separan. Ante la
Sala de Justicia un círculo de dimarchis rodeaba el cadalso esgrimiendo
lanzas, y la pistola que llevaba el oficial podría, supongo, haber matado a
cincuenta o sesenta antes de que nadie se la arrebatara y lo arrojara sobre el
empedrado para darle muerte. Sin embargo, es preferible tener un punto
central de referencia y algún símbolo visible de poder.
Los que habían venido a ver la ejecución no eran de ningún modo todos
pobres, ni siquiera la mayoría. El Campo Sanguinario se encuentra entre los
mejores barrios de la ciudad, y en él pueden verse sedas en abundancia, y
caras que han sido lavadas por la mañana con jabón perfumado. (Dorcas y
yo nos habíamos salpicado en la fuente del patio central). Esta gente es
mucho más lenta para la violencia que los pobres, pero una vez
soliviantados son mucho más peligrosos porque no están acostumbrados a
someterse a la fuerza, y a pesar de los demagogos, tienen mucho más
coraje.
De este modo, yo permanecía erguido con las manos apoyadas sobre el
arrial de Terminus Est, y me volvía de un lado y del otro, y ajustaba el tajo
para que mi sombra diera sobre él. El chiliarca no estaba visible, aunque
más tarde lo descubrí mirando desde una ventana. Busqué a Agia entre la
multitud, pero no pude verla; Dorcas estaba en la escalinata de la Sala de
Justicia; una posición que le fue reservada por habérselo solicitado yo al
alguacil.
El hombre gordo que me había abordado el día anterior, estaba tan cerca
del cadalso como pudo conseguirlo. La mujer de los ojos anhelantes estaba
a su derecha, y la canosa a su izquierda; tenía su pañuelo atado a mi bota. El
hombre pequeño que me había dado el asimi y el tartamudo de ojos opacos
que me había hablado de modo tan extraño, no se veían por ninguna parte.
Los busqué por los tejados, desde donde hubieran tenido una buena
perspectiva a pesar de su pequeña estatura y, aunque no los encontré, quizás
estuvieran allí.
Cuatro sargentos con altos yelmos de gala condujeron a Agilus. Como
el agua tras el bote de Hildegrin, vi que la multitud se abría para darles paso
antes de que yo pudiera verlos. Luego divisé las plumas de color escarlata,
después el resplandor de las armaduras, y por último el pelo castaño de
Agilus y la ancha cara infantil mantenida en alto porque las cadenas que le
sujetaban los brazos lo obligaban a juntar los omóplatos.
Recordé lo elegante que había lucido en la armadura de oficial de la
guardia, con la quimera sobre el pecho. Parecía trágico que no lo
acompañaran ahora hombres de la unidad que en cierto modo había sido la
suya, en lugar de estos regulares cubiertos de cicatrices con armaduras de
acero pulido. Había sido despojado de su uniforme de hiparca, y yo lo
esperaba con el rostro cubierto por la máscara fulígena con la que había
luchado contra él. Sin embargo, las viejas creen que el Panjuzgador nos
castiga con la derrota y nos recompensa con la victoria: sentí que se me
había recompensado más de lo que yo deseaba.
Unos instantes después, Agilus se encontraba en el cadalso y la breve
ceremonia comenzó. Cuando hubo terminado, los soldados lo obligaron a
hincarse de rodillas, y levanté mi espada que le borró el sol para siempre.
Cuando la hoja está tan afilada como tiene que estarlo, y el golpe es
dado de la manera correcta, sólo se siente una ligera vacilación cuando la
espina dorsal se parte; luego la sólida mordida del filo en el tajo. Juraría que
olí su sangre en el aire limpio de después de la lluvia, antes de que su
cabeza cayera en el cesto. La multitud retrocedió y luego avanzó otra vez
sobre las lanzas que la apuntaban. Oí los jadeos del hombre gordo; parecía
que estuviese alcanzando un clímax sudoroso sobre una mujer alquilada.
Desde lejos llegó un grito, era la voz de Agia, tan inconfundible como un
rostro entrevisto a la luz de un relámpago. Algo en su timbre me indicó que,
aunque no había estado mirando, conoció al instante el momento en que su
hermano moría.
La secuela es a menudo más perturbadora que el acto mismo. No bien la
cabeza es exhibida ante la multitud, puede dejársela caer otra vez en el
cesto. Pero el cuerpo descabezado (que puede perder no pocas cantidades
de sangre antes de que el corazón deje de bombear) ha de retirarse de
manera digna, aunque deshonrosa. Además, no sólo ha de ser «retirado»,
sino llevado a algún lugar específico donde nadie pueda vejarlo. Por
tradición es posible colocar a un exultante sobre la montura de su propio
caballo de guerra y sus restos se devuelven a la familia sin dilación. Pero a
las personas de menor rango hay que procurarles un sitio de descanso,
apartado de los devoradores de muertos; y, por lo menos hasta que estén
fuera del alcance de la vista, es preciso arrastrarlos. El verdugo no puede
desempeñar esta tarea porque tiene que hacerse cargo de la cabeza y del
arma, y es raro que algún otro de los involucrados —soldados, oficiales de
la corte, etc…— esté dispuesto a llevarla a cabo. (En la Ciudadela la
desempeñaban dos oficiales, de modo que no había dificultades). El
chiliarca, un caballero por formación, y sin duda, por inclinación, solucionó
el problema ordenando que el cuerpo fuera arrastrado por una bestia de
carga. Al animal no se lo había consultado, y como pertenecía a una familia
trabajadora más que a una guerrera, se asustó de la sangre e intentó
desbocarse. Hubo un momento de gran interés antes de que pudiéramos
poner al pobre Agilus en un sitio alejado del público.
Me estaba limpiando las botas, cuando apareció el alguacil. Al verlo,
supuse que había venido a pagarme, pero me indicó que lo haría el chiliarca
en persona. Le dije que era un honor inesperado.
—Lo vio todo —dijo el alguacil—. Y quedó muy complacido. Me
indicó que le dijera que usted y la mujer que lo acompaña son bienvenidos a
pasar aquí la noche, si lo desea.
—Nos iremos al atardecer —le dije—. Me parece más seguro.
Pensó un momento y luego asintió con la cabeza, mostrando una
inteligencia que me sorprendió.
—El bribón tendrá familia, se me ocurre, y amigos… aunque supongo
que los conoce tan poco como yo. Sin embargo, es una dificultad que sin
duda enfrenta usted con frecuencia.
—Los miembros más experimentados de mi gremio ya me lo habían
advertido —dije.
Había dicho que partiríamos al atardecer, pero esperamos hasta que
oscureció por completo, en parte por seguridad, pero también porque me
pareció atinado que cenáramos antes de partir.
Por supuesto, no podíamos ir directamente al Muro y luego a Thrax.
Los portalones, de cuya situación yo sólo tenía una vaga idea, estarían
cerrados, y todos me habían dicho que no había tabernas entre los cuarteles
y el Muro. Por lo tanto, lo primero que teníamos que hacer era perdernos, y
luego encontrar un lugar donde pasar la noche y desde el que pudiéramos
llegar sin dificultades hasta el portalón al día siguiente. El alguacil me había
dado direcciones precisas, y aunque nos perdimos, pasó cierto tiempo antes
de que nos diéramos cuenta, e iniciamos nuestra caminata muy animados.
El chiliarca había intentado darme mis honorarios en la mano en lugar de
arrojarlos a mis pies como es la costumbre, y tuve que disuadirlo en nombre
de su propia reputación. Le conté a Dorcas este incidente, que me había
divertido casi tanto como me había halagado. Cuando concluí mi historia,
me preguntó demostrando sentido práctico: —¿Te pagó bien, supongo?
—Más del doble de lo que tenía que haber pagado por los servicios de
un solo oficial. Los honorarios de un maestro. Y por supuesto, recibí
algunas propinas relacionadas con la ceremonia. ¿Sabes?, a pesar de todo lo
que gasté mientras Agia estaba conmigo, tengo más dinero ahora que el que
tenía cuando dejé la torre. Estoy empezando a pensar que mientras
viajamos, podré ganar nuestro sustento practicando los misterios del
gremio.
Dorcas se cerró aún más el manto.
—Esperaba que no tuvieras que volver a ejercerlo. Cuando menos, no
por un largo rato. Te sentiste tan indispuesto después… y no te culpo.
—Sólo estaba un poco nervioso… temía que algo no saliera bien.
—Tuviste piedad de él. Lo sé.
—Supongo que sí. Era el hermano de Agia, y ella me gusta, aunque no
la desee.
—Echas de menos a Agia, ¿verdad? ¿Tanto te gustaba?
—Sólo estuve con ella un día… mucho menos de lo que hace que te
conozco… Si se hubiera salido con la suya, yo ahora estaría muerto. Uno de
esos dos avernos habría acabado conmigo.
—Pero no lo hizo.
Todavía recuerdo el tono con que me lo dijo, y si cierro los ojos, puedo
revivir la impresión que sentí al darme cuenta que, desde que viera a Agilus
todavía con la planta en la mano, había evitado pensar en el asunto. La hoja
no me había matado, pero yo había apartado de mi mente el hecho de que
aún continuaba vivo, como un hombre que padece una enfermedad mortal y
evita, mediante un millón de engaños, mirar la muerte de frente; o, más
bien, como una mujer sola en una gran casa, que se abstiene de mirarse en
los espejos, y en cambio se ocupa de tareas triviales, para no vislumbrar esa
cosa cuyos pasos oye a veces en las escaleras.
Había sobrevivido y tendría que haber muerto. Estaba obsesionado con
mi propia vida. Metí una mano por debajo de la capa y me acaricié la carne,
al principio con escrúpulos.
Había algo semejante a una cicatriz, y un poco de sangre coagulada
todavía adherida a la piel; pero no me sangraba ni sentía dolor.
—No son mortales —dije—. Eso es todo.
—Ella dijo que sí lo son.
—Ella decía muchas mentiras. —Ascendíamos la ladera de una colina
bañada por la pálida luz verde de la luna. Delante de nosotros, se levantaba
la línea del Muro, negra como el alquitrán, y que parecía estar muy cerca,
como suele suceder con las montañas. Detrás de nosotros, las luces de
Nessus creaban un falso amanecer que iba muriendo poco a poco a medida
que avanzaba la noche. Me detuve en la cima de la colina para admirarlas, y
Dorcas me tomó del brazo.
—Tantas casas… ¿Cuánta gente hay en la ciudad?
—Nadie lo sabe.
—Y los dejaremos a todos atrás. ¿Está muy lejos Thrax, Severian?
—Hay un buen trecho por delante, como ya te dije. Al pie de la primera
catarata. No te obligo a que me acompañes. Lo sabes.
—Quiero hacerlo. Pero supón… Severian, supón que quisiera regresar
más adelante. ¿Tratarías de impedírmelo?
—Sería peligroso que intentaras hacer sola ese viaje —dije—, de modo
que quizá trataría de persuadirte de que no lo emprendieras. Pero no te
ataría ni te encerraría, si a eso te refieres.
—Me dijiste que hiciste una copia de la nota que alguien me dejó en la
taberna. ¿Lo recuerdas? Pero nunca me la mostraste. Querría verla ahora.
—Te dije exactamente lo que estaba escrito, y no es la nota original, lo
sabes. Agia la tiró. Estoy seguro de que pensó que alguien, Hildegrin tal
vez, trataba de hacerme una advertencia. —Yo ya había abierto el bolsillo
de mi cinturón; cuando tomé la nota, mis dedos tocaron algo más, algo frío
y de forma extraña.
—¿Qué es? —preguntó Dorcas al ver mi expresión.
Lo saqué. No era mucho mayor que una oriceta, y sólo un poco más
grueso. El frío material de que estaba hecho, emitía destellos celestes a la
helada luz de la luna. Me di cuenta de que sostenía un fanal que podía verse
desde toda la ciudad; lo guardé otra vez y cerré el bolsillo.
Dorcas me apretaba tanto el brazo que podría haber sido un brazalete de
marfil y oro que hubiera cobrado el tamaño de una mujer.
—¿Qué era eso? —preguntó en un susurro.
Yo sacudí la cabeza para aclarar mis pensamientos.
—No es mío. Ni siquiera sabía que lo tenía. Una gema, una piedra
preciosa…
—No puede ser. ¿No sentiste el calor? Mira tu espada… eso de allí es
una gema. Pero ¿qué era lo que acabas de sacar?
Miré el ópalo oscuro en la empuñadura de Terminus Est. Brillaba a la
luz de la luna, pero comparado con el objeto que había sacado de mi
bolsillo era como un mero espejo, comparado con el sol.
—La Garra del Conciliador —dije—. Agia la puso allí. Lo hizo sin
duda cuando destruimos el altar, para que no se la encontraran encima si la
registraban. Agilus la hubiera recobrado al reclamar su derecho como
vencedor, y como no pudo matarme, ella trató de robármela en la celda.
Dorcas ya no me miraba. Tenía la cara levantada y vuelta hacia la
ciudad, contemplando el brillo de las lámparas reflejado en el cielo —
Severian —dijo—, no puede ser.
Colgando sobre la ciudad como una montaña voladora en un sueño,
había un enorme edificio, con torres y arbotantes y un techado arqueado.
Las ventanas emanaban una luz carmesí. Traté de hablar, de negar el
milagro aun cuando lo estaba viendo; pero antes que pudiera articular una
sílaba, el edificio se había desvanecido como una burbuja en una fuente,
dejando sólo una cascada de chispas.
XXXII

La representación

Fue sólo después de que el edificio apareciera sobre la ciudad para


desvanecerse en seguida, cuando supe que amaba a Dorcas. Nos internamos
camino abajo —pues habíamos encontrado un nuevo sendero sobre la cima
de la colina— en la oscuridad. Y porque pensábamos exclusivamente en lo
que acabábamos de ver, nuestros espíritus se unieron sin obstáculo, cada
uno pasando a través de esos pocos segundos de visión, como por una
puerta nunca antes abierta, y que ya no se abriría otra vez.
No sé a dónde nos dirigíamos. Recuerdo un sendero serpenteante que
bajaba por la ladera de la colina, un puente arqueado y otro camino
bordeado a lo largo de una legua por un errante vallado de madera.
Dondequiera que nos llevara, sé que no hablamos de nosotros en absoluto,
sino sólo de lo que habíamos visto y de lo que podría significar. Y sé que al
principio de nuestro viaje, miraba a Dorcas sólo como a una compañera
casual, aunque deseable y digna de compasión. Y que cuando hubo
terminado, la amaba como nunca he amado a otro ser humano. No la amaba
porque amara menos a Thecla; ocurría en verdad que por el amor que yo le
tenía a Dorcas, amaba más a Thecla, porque Dorcas era también una parte
de mí (como Thecla llegaría a serlo de una manera tan terrible como
hermosa la otra), y si yo amaba a Thecla, Dorcas también la amaba.
—¿Piensas —me preguntó— que alguien más pudo haberlo visto?
Esto no lo había considerado, pero dije que aunque el edificio sólo había
permanecido en el aire un momento, esto había ocurrido sobre la mayor de
las ciudades; y que si millones y decenas de millones no lo habían visto,
algunos otros, centenares, tuvieron que haberlo visto.
—¿No es posible que fuera una visión sólo destinada a nosotros?
—Nunca he tenido una visión, Dorcas.
—Y yo no sé si la he tenido o no. Cuando trato de recordar como era
antes del momento en que te ayudé a salir del agua, sólo recuerdo estar a mi
vez en el agua. Todo lo anterior es como una visión hecha añicos, sólo
fragmentos brillantes: un dedal que vi sobre una tela de terciopelo, una vez,
y el ladrido de un perro delante de una puerta. Nada como esto. Nada como
lo que hemos visto.
Lo que dijo me recordó la nota que yo había estado buscando cuando
mis dedos tocaron la Garra, y eso, a la vez, me recordó el libro marrón que
estaba junto a ella. Le pregunté a Dorca si no le gustaría ver el libro que
había pertenecido a Thecla cuando encontráramos un lugar donde
detenernos.
—Sí —me respondió Dorca—. Cuando estemos sentados junto a un
fuego otra vez, como lo estuvimos en aquella taberna.
—El encuentro de esa reliquia, que por supuesto tendré que devolver
antes de abandonar la ciudad, y lo que hemos estado diciendo, me
recuerdan algo que leí en él una vez. ¿Conoces la clave del universo?
Dorcas rió suavemente.
—No, Severian, yo, que apenas sé mi nombre, no sé nada acerca de la
clave del universo.
—Creo que no te lo he preguntado como tendría que haberlo hecho. Lo
que quise decir es: ¿estás familiarizada con la idea de que el universo tiene
una clave secreta? ¿Una sentencia o una frase, aun una sola palabra como
dicen algunos, que puede ser arrancada de los labios de esa estatua, o leída
en el firmamento, o que un anacoreta que vive en un mundo al otro lado del
mar enseña a sus discípulos?
—Los niños pequeños la conocen —dijo Dorcas—. La conocen antes de
aprender a hablar, pero cuando crecen y empiezan a hablar, ya casi la han
olvidado. Al menos, alguien me dijo eso una vez.
—Es lo que quiero decir, o algo por el estilo. El libro marrón es una
colección de mitos del pasado, y tiene una sección en la que se enumeran
las claves del universo: todo lo que la gente ha dicho, después de haber
hablado con mistágogos de mundos distantes, o estudiado el Popul Vuh de
los magos, o ayunado en los troncos sagrados de ciertos árboles, era El
Secreto. Thecla y yo solíamos leerlas y discutirlas. Una de ellas afirma que
todo, cualquier cosa que suceda, tiene tres significados. El primero es el
significado práctico, lo que el libro llama «la cosa que ve el campesino». La
vaca ha tomado un bocado de pasto, y se trata de verdadero pasto y de una
vaca real; ese significado es tan importante y verdadero como cualquiera de
los otros. El segundo es el reflejo del mundo alrededor. Cada objeto se
encuentra en contacto con los otros, y es así que el sabio puede comprender
a los demás mediante la observación del primero. Ése podría llamarse el
significado del adivino, porque es el que ese tipo de gente utiliza cuando
profetiza un encuentro afortunado observando las huellas de una serpiente,
o cuando confirma el desenlace de un asunto amoroso poniendo el elector
de un palo de baraja sobre la patrona de otro.
—¿Y el tercer significado? —preguntó Dorcas.
—El tercero es el significado transustancial. Dado que todos los objetos
tienen su origen último en el Pancreador, que los ha puesto en movimiento,
todo, en consecuencia, expresa su voluntad, que es la realidad más alta.
—Estás diciendo que lo que vimos era un signo.
Sacudí la cabeza.
—El libro está diciendo que todo es un signo. El poeta de ese cerco es
un signo, y también lo es el modo en que el árbol se inclina sobre él.
Algunos signos suelen expresar el tercer significado con mayor facilidad
que otros.
Durante unos cien pasos permanecimos en silencio. Luego Dorcas dijo:
—Me parece que si lo que explica el libro de la chatelaine es cierto, la gente
lo entiende todo al revés.
Vimos una gran estructura saltar en el aire y deshacerse en la nada ¿no
es así?
—Yo sólo la vi suspendida sobre la ciudad. ¿Saltó?
Dorcas asintió. Pude ver el brillo de sus pálidos cabellos a la luz de la
luna.
—Me parece que lo que llaman el tercer significado es muy claro. Pero
el segundo es más difícil de encontrar, y el primero, que tendría que ser el
más sencillo, es imposible.
Estaba por decirle que la entendía —al menos en lo que se refería al
tercer significado— cuando a cierta distancia oí un rugido que retumbó
como un trueno. Dorcas exclamó: —¿Qué fue eso? —y tomó mi mano en la
suya, pequeña y cálida.
—No lo sé, pero me pareció que provenía de aquel matorral, de allí
arriba.
Ella asintió.
—Ahora oigo voces.
—Tu oído es mejor que el mío, parece.
De pronto oímos el mismo rugido, más fuerte y prolongado; y esta vez,
quizá porque estábamos más cerca, me pareció ver un resplandor de luces a
través de un bosquecillo de jóvenes hayas que teníamos delante.
—¡Allí! —dijo Dorcas, y señaló un punto algo al norte de los árboles—.
Eso no puede ser una estrella. Está demasiado bajo y brilla demasiado; y se
mueve muy de prisa.
—Es una linterna, creo. En una carreta, o tal vez alguien la lleva en la
mano.
El estruendo se oyó una vez más, y entonces supe lo que era: un tambor
batiente. Yo mismo oía voces ahora, y en particular, una voz más profunda
que el tambor, y casi tan fuerte. Al bordear el extremo del soto, vimos a
unas cincuenta personas reunidas alrededor de una pequeña plataforma. De
pie sobre ella, entre antorchas encendidas, un gigante sostenía debajo del
brazo un timbal parecido a un tam-tam. Un hombre mucho más pequeño,
ricamente vestido, estaba a la derecha, y a la izquierda, casi desnuda, la
mujer de belleza más sensual que yo hubiese visto jamás.
—Todo el mundo está aquí —decía en tono enérgico el hombre pequeño
—. Todo el mundo está aquí. ¿Qué preferís? ¿Amor y belleza? —Señaló a
la mujer—. ¿Fuerza? ¿Coraje? —Apuntó al gigante—. ¿Ilusión? ¿Misterio?
—Se dio con la mano en el pecho—. ¿Vicio? —Señaló una vez más al
gigante—. Y ¡mirad quién viene aquí! Es nuestra vieja enemiga, la muerte,
que tarde o temprano siempre llega. —Entonces me señaló a mí, y todas las
caras se volvieron para mirarme.
Eran el doctor Talos y Calveros; me pareció inevitable verlos allí, no
bien los hube reconocido. Que yo supiera, nunca había visto a la mujer.
—¡La Muerte! —dijo el doctor Talos—. La Muerte ha llegado. Dudé de
ti estos dos últimos días; tendría que haber sabido a qué atenerme.
Esperaba que la gente riera ante ese humor tan siniestro, pero no lo hizo.
Unos pocos murmuraron entre dientes, y una vieja fea se escupió la palma
de la mano y apuntó al suelo con dos dedos.
—¿Y a quién ha traído con él? —El doctor Talos se inclinó hacia
delante para observar a Dorcas a la luz de la antorcha—. Creo que es la
Inocencia. Sí, es la Inocencia. ¡Ahora todo el mundo está aquí! El
espectáculo empezará dentro de unos instantes. ¡No es para gente de
corazón débil! ¡Nunca habréis visto nada igual, nada en absoluto! Todo el
mundo está aquí ahora.
La hermosa mujer se había marchado, y tal era el magnetismo de la voz
del doctor, que no advertí el momento en que desapareció.
Si describiera ahora la representación del doctor Talos tal como me
pareció desde mi papel de protagonista, el resultado sería una mera
confusión. Cuando lo describa tal como apareció ante la audiencia (como
tengo intención de hacerlo en un momento más oportuno de esta crónica),
es probable que nadie me crea. En un drama con un reparto de cinco
personas, de los cuales dos, en la noche de estreno, no habían aprendido sus
papeles, marcharon ejércitos, tocaron orquestas, cayó la nieve, y tembló
Urth. El doctor Talos exigía mucho de la imaginación del espectador; pero
la estimulaba mediante palabras, y una maquinaria sencilla aunque eficaz:
sombras proyectadas sobre pantallas, proyectores holográficos, ruidos
grabados, telones reflectores y cualquier otro artificio concebible. En
conjunto lo lograba todo de manera admirable como lo demostraban los
sollozos, los gritos y los suspiros que de vez en cuando llegaban a nosotros
desde la oscuridad.
Triunfante en todo esto, sin embargo fracasaba. Porque lo que él quería
era comunicar, contar una gran historia que tenía en la mente, y que no
podía resumirse con simples palabras; pero ninguno de los que asistieron a
la representación —y aún menos nosotros, que nos movíamos por el
escenario y hablábamos cuando nos lo indicaba— se fue con una
comprensión clara del sentido de la historia. Sólo podía expresarse (decía el
doctor Talos) mediante el redoble de las campanas y el trueno de las
explosiones, y a veces por el desarrollo del ritual. Sin embargo, como en
definitiva quedó probado, ni siquiera esas cosas eran suficientemente
expresivas. Había una escena en la que el doctor Talos luchaba con
Calveros hasta que la sangre manaba de los rostros de ambos; había otra en
la que Calveros buscaba a una aterrorizada Jolenta (ése era el nombre de la
mujer más hermosa del mundo) en un cuarto de un palacio subterráneo y
por último se sentaba sobre la cómoda en la que ella se escondía. En la
parte final yo ocupaba el centro del escenario presidiendo una cámara de
inquisición en la que Calveros, el doctor Talos, Jolenta y Dorcas estaban
atados a diversos aparatos. Mientras la audiencia miraba, yo infligía los más
extravagantes e ineficaces (si hubieran sido reales) tormentos a cada uno y
por turno. En esta escena no pude evitar oír los murmullos de los
espectadores mientras me preparaba, tal como parecía, a arrancarle las
piernas a Dorcas. Aunque yo no lo sabía, se les había permitido ver que
Calveros se estaba librando de sus ataduras.
Algunas mujeres gritaron cuando las cadenas cayeron al suelo con
estrépito; yo miré disimuladamente al doctor Talos en demanda de
instrucciones, pero él, que con mucho menor esfuerzo ya se había desatado,
saltaba en ese momento hacia la audiencia.
—Tableau —gritó—. Tableau, todos. —Me quedé quieto, entendiendo
que era eso lo que quería decir—. Agraciado público, habéis observado
nuestro pequeño espectáculo con admirable atención. Ahora solicitamos
parte de vuestra bolsa, además de parte de vuestro tiempo. En la conclusión
de la pieza veréis lo que ocurre ahora que el monstruo se ha liberado. —El
doctor Talos tendía el sombrero de copa hacia la audiencia y oí que algunas
monedas resonaban dentro de él. Insatisfecho, saltó desde el escenario y
empezó a moverse entre la gente—. Recordad que una vez liberado, nada se
interpone entre él y la consumación de sus brutales deseos. Recordad que
yo, su atormentador, estoy ahora atado y a su merced. Recordad que no
conocéis, gracias, sieur, la identidad de la misteriosa figura que vio la
Contessa a través de las cortinas de la ventana. Gracias. Que sobre el
calabozo que ahora veis, la estatua llorosa, gracias, sigue todavía cavando al
pie del fresno. Vamos, pues. Habéis sido generosos con vuestro tiempo.
Sólo pedimos que no seáis mezquinos con vuestro dinero. Unos pocos, es
cierto, nos han dado buen trato, pero no actuamos para unos pocos. ¿Dónde
están los brillantes asimi que deberían estar luciendo en mi pobre sombrero
desde hace ya rato? ¡No pagarán los pocos por la multitud! Si no tenéis
asimi, entonces oricretas; si no las tenéis, ¡con seguridad no habrá ninguno
de vosotros que no tenga aes!
Una vez que hubo reunido una suma suficiente, el doctor Talos volvió
de un salto al escenario y reajustó hábilmente las cadenas que parecían
mantenerlo sujeto a unas picas. Calveros rugió y tendió los largos brazos
permitiendo que la audiencia viera que una segunda cadena, que antes no
podía verse, lo tenía aún atrapado.
—Mírelo —me urgió el doctor Talos sotto voce—. Espántelo con una
de las antorchas.
Fingí descubrir por primera vez que los brazos de Calveros estaban
libres, y arranqué una de las antorchas de una esquina del escenario. Al
instante las dos antorchas resplandecieron; las llamas, que habían ardido
amarillas y claras sobre un fondo escarlata, ardían ahora azules y verdes,
escupiendo chispas y multiplicando su tamaño con un terrible siseo. Yo
arrojé la que había arrancado a Calveros gritando: —¡No, no! ¡Atrás, atrás!
—una vez más urgido por el doctor Talos. Calveros respondió con un
rugido más furioso que nunca. Tiraba de la cadena de un modo que hacía
crujir la pared del escenario; la boca se le llenó de espuma, un espeso
líquido blanco le caía por la comisura de los labios, le humedecía el enorme
mentón y le manchaba la negra camisa como si fuera nieve. Algunos entre
el público gritaron, y la cadena se rompió con el estrépito del látigo de un
conductor de ganado. En este momento la cara del gigante era de una locura
espantosa, y no se me habría ocurrido ponerme delante de él, del mismo
modo que no hubiera intentado detener una avalancha; pero antes de que
pudiera dar un paso y escapar, me había arrebatado la antorcha y me había
tumbado con un mango de hierro.
Levanté la cabeza a tiempo para ver cómo arrancaba la otra antorcha y
se adelantaba hacia la audiencia. Los alaridos de los hombres ahogaron los
chillidos de las mujeres: sonaba como si nuestro gremio estuviera
trabajando con cien clientes a la vez. Me puse de pie, e iba a librar a Dorcas
y huir con ella, cuando vi al doctor Talos. Parecía estar de lo que sólo puedo
llamar un maligno buen humor, y aunque se estaba librando de sus ataduras,
parecía no tener ninguna prisa. Jolenta estaba haciendo otro tanto, y si había
alguna expresión en esa cara perfecta, era de alivio.
—¡Muy bien! —exclamó el doctor Talos—. Muy bien por cierto.
Puedes volver ahora, Calveros. No nos dejes en la oscuridad. —Y luego
dirigiéndose a mí—: ¿Ha disfrutado con su primera experiencia en las
tablas, maestro torturador? Por ser una actuación de principiante y sin
ensayo previo, lo ha hecho bastante bien.
Me las compuse para asentir con la cabeza.
—Salvo cuando Calveros lo derribó. Tiene que perdonarlo, no advirtió
que usted no lo sabía: era el momento de echarse al suelo. Ahora venga
conmigo. Calveros tiene muchos talentos, pero la mirada aguda para
descubrir pequeñeces perdidas en la hierba no es uno de ellos. Tengo
algunas luces entre bastidores y usted e Inocencia nos ayudarán a recoger.
No entendí lo que quería decir, pero en unos instantes las antorchas
estaban de nuevo en su sitio y comenzamos a registrar con linternas sordas
la zona pisoteada frente al escenario.
—Es como proponer un juego —explicó el doctor Talos—. Y confieso
que me encanta. El dinero en el sombrero es cosa segura… al acabar el
primer acto puedo predecir hasta la última oricreta cuánto será. Pero ¡lo que
se deja caer! Puede que no sea más que dos manzanas y un nabo, o
cualquier cosa imaginable. Hemos encontrado un lechoncito. Delicioso, así
dijo Calveros cuando se lo comió. Hemos encontrado un bebé. Hemos
encontrado un bastón con empuñadura de oro que todavía conservo.
Broches antiguos. Zapatos… Con frecuencia encontramos zapatos de todas
clases. Ahora acabo de encontrar una sombrilla de mujer. —La sostuvo en
alto—. Justo lo que necesita nuestra bella Jolenta para protegerse del sol
cuando mañana vayamos de paseo.
Jolenta se estiró pero como tratando de no inclinarse hacia delante.
Sobre la cintura la amplitud cremosa era tal, que la espina dorsal se curvaba
hacia atrás para equilibrar el peso.
—Si hemos de ir a una posada esta noche, me gustaría hacerlo ahora —
dijo—. Estoy muy cansada, doctor.
Yo mismo me sentía exhausto.
—¿Una posada? ¿Esta noche? Sería un criminal desperdicio de fondos.
Considéralo desde este punto de vista, mi querida. La más cercana está a
una legua de distancia cuando menos, y nos llevaría una guardia a Calveros
y a mí empacar los decorados y nuestras pertenencias, aun con la ayuda de
este amistoso Ángel del Tormento. A ese ritmo, cuando llegáramos a la
posada el horizonte ya estaría bajo el sol, los gallos cantarían, y lo más
probable es que un millar de necios se estuvieran levantando, dando
portazos y arrojando fuera sus líquidos nocturnos.
Calveros gruñó (en señal de confirmación, según me pareció), y luego
pateó con la bota como si hubiera encontrado algo venenoso entre la hierba.
El doctor Talos abrió los brazos como para recibir al universo.
—Mientras que aquí, querida, bajo las estrellas que son la propiedad
privada y amada del Increado, tenemos todo lo que podamos desear para
gozar del descanso más saludable. El aire es lo suficientemente fresco como
para que aquellos que duermen se sientan agradecidos por el abrigo de las
mantas y el calor del fuego, y no hay el menor indicio de que vaya a llover.
Aquí acamparemos, aquí romperemos nuestro ayuno por la mañana, y de
aquí partiremos renovados en las horas dichosas en que el día es joven.
—Mencionó usted algo sobre el desayuno —dije—. ¿Hay algo que
podamos comer, Dorcas y yo? Estamos hambrientos.
—Pues claro que sí. He visto que Calveros acaba de recoger un cesto de
camotes.
Varios de los miembros de nuestra audiencia debían de ser granjeros que
volvían de un mercado con los productos que no habían logrado vender.
Además de los camotes, encontramos un par de calabazas y varios tallos de
caña de azúcar. El doctor Talos no utilizó la poca ropa de cama que
encontramos diciendo que se mantendría levantado contemplando el fuego,
y que quizá se echaría un sueñecito más tarde, en la silla que hacía apenas
un instante fuera trono del Autarca y banco del Inquisidor.
XXXIII

Cinco patas

Durante una guardia, quizá, me mantuve despierto. Pronto me di cuenta de


que el doctor Talos no se iría a dormir, pero me aferré a la esperanza de que
por una u otra razón, al fin nos dejaría. Durante un tiempo permaneció
sentado como sumido en una profunda meditación; luego se puso de pie y
empezó a caminar de un lado a otro frente al fuego. La suya era una cara
inmóvil y, sin embargo, llena de expresión: un ligero movimiento de una
ceja o la inclinación de la cabeza podían cambiarla por completo, y
mientras iba de un lado a otro ante mis ojos entornados, vi dolor, alegría,
deseo, ennui, decisión, y una veintena de otras emociones sin nombre en
aquella máscara vulpina.
Por fin empezó a golpear los capullos de las flores silvestres. En un
breve instante había decapitado todas las que se encontraban a una docena
de pasos alrededor del fuego. Esperé hasta que ya no pude ver su figura
erguida y enérgica, y sólo oía los sibilantes golpes del bastón. Entonces,
lentamente, saqué la gema.
Era como si sostuviera una estrella, una cosa que ardía en la noche.
Dorcas estaba dormida, y aunque había esperado que pudiéramos examinar
juntos la gema, no quise despertarla. Los fríos rayos azules aumentaron
hasta que tuve miedo de que el doctor Talos, aun cuando se encontrara
lejos, pudiera verla. La sostuve ante mis ojos con la infantil esperanza de
ver el fuego a través de ella como si fuera una lente. Luego la guardé. El
mundo familiar de hierba y gente dormida se había convertido en una danza
de chispas cortadas por el filo de una cimitarra.
No sé qué edad tenía yo cuando murió el maestro Malrubius. Fue
muchos años antes de que se convirtiera en capitán, de modo que yo tenía
que ser muy pequeño. Sin embargo, recuerdo muy bien cuando el maestro
Palaemon lo sucedió como maestro de aprendices; el maestro Malrubius
había ocupado ese cargo desde que yo llegué a tener conciencia de que
semejante cosa existía, y durante semanas y meses, quizá, no me parecía
posible que el maestro Palaemon (aunque me gustaba tanto o más que el
otro), fuera realmente nuestro verdadero maestro en el sentido en que lo
había sido el maestro Malrubius, La atmósfera de desajuste e irrealidad se
acrecentaba aún más por la idea de que el maestro Malrubius no estaba
muerto, ni siquiera en un sitio alejado. Estaba, de hecho, sencillamente
acostado en su alcoba, en la misma cama en la que había dormido cada
noche mientras todavía nos enseñaba e imponía disciplina. Según un dicho,
lo que no se ve, no existe; pero en este caso era lo contrario: invisible, el
maestro Malrubius estaba más presente que nunca. El maestro Palaemon se
negaba a afirmar que nunca volvería, de modo que cada acto se pesaba en
una balanza doble: ¿Lo permitiría el maestro Palaemon? Y ¿Qué diría el
maestro Malrubius?
En definitiva no dijo nada. Los torturadores no van a la Torre de la
Curación por muy enfermos que se encuentren; se dice —si con algún
fundamento de verdad o no, no puedo decirlo— que las viejas cuentas se
saldan allí.
Si estuviera escribiendo esta historia para entretener o aun para instruir
a los lectores, no me detendría aquí a hablar del maestro Malrubius, que
cuando me libré de la Garra, estaba sin duda convertido en polvo desde
mucho tiempo atrás. Pero en una historia, como en otras cosas, hay
necesidades y necesidades.
Sé poco de estilo literario, pero he aprendido mientras avanzaba, y
descubro que este arte no difiere tanto, como se lo podría creer, de aquel en
que me ejercité antaño.
Muchas veintenas, y a veces muchos centenares de personas, asisten a
presenciar una ejecución, y he visto balcones que se desprendían de las
paredes por el peso de los espectadores, matando a más en un único
derrumbe que yo en toda mi carrera. Estas veintenas y centenares pueden
equipararse a los lectores de una crónica escrita.
Pero hay otros, además de los espectadores, que es preciso satisfacer: la
autoridad en cuyo nombre actúa el carnificario; los que le pagan para que el
condenado tenga una muerte sencilla (o dura); y el carnificario mismo.
Los espectadores se sentirán satisfechos si no hay largas demoras, si se
le permite hablar al condenado y éste lo hace bien, si la hoja alzada
resplandece al sol un momento antes de descender, dándoles así tiempo de
contener el aliento y codearse unos a otros, y si la cabeza cae con un
satisfactorio flujo de sangre. De manera semejante vosotros, que algún día
os zambulliréis en la biblioteca del maestro Ultan, requeriréis de mí que no
haya largas demoras; personajes a los que se les permita hablar con
brevedad pero con corrección; ciertas pausas dramáticas que señalen que
algo importante está por ocurrir; emoción; y una buena cantidad de sangre.
Las autoridades por las que actúa el carnificario, los chiliarcas o
arcontes (si se me permite prolongar la metáfora de mi discurso), no tendrán
queja si al condenado se le impide escapar, o inflamar demasiado a la plebe;
y si al final está indiscutiblemente muerto. Esa autoridad, que me guía
mientras escribo, es también el impulso que me conduce a desempeñar mi
tarea. Ella requiere que haya siempre en esta obra un tema central, que no
se pierda en prefacios o índices, o en otra obra por completo diferente; que
no se permita que la retórica la abrume; y que se la conduzca a una
conclusión satisfactoria.
Los que pagan al carnificario para que la ejecución resulte indolora o
dolorosa, pueden equipararse a las tradiciones literarias y a los modelos
aceptados, ante los que estoy obligado a inclinarme. Recuerdo que un día de
invierno, cuando la lluvia fría daba contra la ventana del aula en que nos
dictaba clase, el maestro Malrubius —tal vez porque vio que estábamos
demasiado desanimados para trabajar con seriedad, tal vez porque él mismo
lo estaba—, nos contó que hacía muchos años, un cierto maestro Werenfrid,
teniendo mucha necesidad de dinero, aceptó una remuneración de los
enemigos del condenado y también de sus amigos; y que colocando una
facción a la derecha del tajo y la otra a la izquierda, hizo, por su gran
habilidad, que a cada una le pareciera que el resultado había sido
satisfactorio. De esta misma manera, las partes contendientes de la tradición
tironean de los escritores de historias. Sí, aun de los autarcas. Una parte
desea sencillez; la otra riqueza de experiencia en la ejecución… de la
escritura. Y yo he de intentar frente al dilema del maestro Werenfrid, pero
careciendo de su habilidad, satisfacer a ambas. Eso es lo que he intentado
hacer.
Queda el carnificario mismo; ése soy yo. No le basta recibir las
alabanzas de todos. No le basta ni siquiera llevar a cabo lo que tiene que
hacer de modo enteramente meritorio y de acuerdo con la enseñanza de los
maestros y las antiguas tradiciones. Además de todo esto, si ha de sentir
plena satisfacción en el momento en que el Tiempo levante por los cabellos
su propia seccionada cabeza, tiene que agregar a la ejecución algún rasgo,
por minúsculo que sea, que le pertenezca por entero y que él nunca repetirá.
Sólo así podrá sentirse un artista libre.
Cuando compartí una cama con Calveros, tuve un sueño extraño; y al
componer esta historia no vacilé en incluirlo, pues el relato de los sueños
corresponde por entero a la tradición literaria. En el tiempo del que escribo
ahora, cuando Dorcas y yo dormíamos bajo las estrellas con Calveros y
Jolenta, y el doctor Talos velaba junto a nosotros, experimenté lo que pudo
haber sido algo así como un sueño; y que está fuera de esa tradición.
Advierto a los que más tarde quieran leer esto, que tiene escasa relación con
lo que pronto ha de seguir; lo cuento porque me desconcertó en ese
entonces, y porque me agrada contarlo. Sin embargo, es posible que desde
que entró en mi mente, y allí quedó hasta hoy, afectara mi conducta durante
la última parte de mi historia.
Una vez bien escondida la Garra, me acosté sobre una vieja manta cerca
del fuego. La cabeza de Dorcas estaba cerca de la mía; los pies de Jolenta
apuntaban a los míos; Calveros yacía de espaldas al otro lado del fuego con
las botas de suela gruesa sobre los rescoldos. La silla del doctor Talos
estaba cerca de la mano del gigante, pero apartada del fuego. Si estaba
sentado de cara a la noche o no, me es imposible afirmarlo, porque en parte
del tiempo cuyo transcurso me propongo relatar, yo parecía consciente de
que él estaba allí en la silla, y otras veces dejaba de verlo. El cielo estaba
aclarando. Hasta mis oídos llegó un ruido de pasos que, sin embargo, no
perturbó mi reposo: era un andar pesado pero suave; luego oí el sonido de
una respiración, el resuello de un animal. Yo estaba en verdad tan cerca de
quedarme dormido que no volví la cabeza. El animal se acercó hasta mí y
me olió las ropas y la cara. Era Triskele, y Triskele se echó a mi lado,
apretando la espina dorsal contra mi cuerpo. Entonces no me pareció
extraño que me hubiera encontrado, aunque recuerdo que me había alegrado
volver a verlo.
Una vez más sentí ruido de pasos, ahora era el andar lento y firme de un
hombre; supe en seguida que era el maestro Malrubius; recordaba su modo
de andar en los corredores bajo la torre los días que hacíamos la ronda de
las celdas; el sonido era el mismo. De pronto entró en el círculo de mi
visión. Tenía la capa polvorienta, como siempre (excepto en las ocasiones
más formales); la arrastró por el suelo, como otras veces, mientras se
sentaba sobre una caja de guardarropía.
—Severian. Dime cuáles son los siete principios del ejercicio del poder.
Me costaba hablar, pero me las compuse (en mi sueño, si lo era en
realidad) para decir: —No recuerdo que lo hayamos estudiado, maestro.
—Siempre fuiste el más desatento de mis estudiantes —dijo, y guardó
silencio.
Tuve un vaticinio; sentí que si no contestaba, ocurriría algún infortunio.
Por fin, empecé débilmente:
—Anarquía…
—Eso no es ejercicio del poder, sino ausencia de poder. Te enseñé que
es anterior a todo ejercicio del poder. Ahora di cuáles son los siete
principios.
—Apego a la persona del monarca. Apego al linaje de sangre o
cualquier otra sucesión. Apego al estado real. Apego al código que legitima
el estado real. Apego a la ley. Apego mayor o menor a una junta de
electores que constituyen el marco de la ley. Apego a la abstracción que
incluya al cuerpo de electores, otros cuerpos que les dan origen, y otros
numerosos elementos, en gran medida ideales.
—Aceptable. De éstas ¿cuál es la forma más antigua y la más elevada?
—El desarrollo se ha dado en el orden mencionado, maestro —dije—.
Pero no recuerdo que haya preguntado antes cuál es la más elevada de las
formas.
El maestro Malrubius se inclinó hacia delante con los ojos más ardientes
que los carbones del fuego.
—¿Cuál es la más elevada, Severian?
—¿La última, maestro?
—¿Te refieres al apego a una abstracción que incluya al cuerpo de
electores, otros cuerpos que les dan origen, y otros numerosos elementos,
en gran medida ideales?
—Sí, maestro.
—¿De qué especie es, Severian, tu propio apego a la Entidad Divina?
No respondí. Es posible que hubiera estado pensando, pero si fue así,
tenía demasiado sueño como para ser consciente de algún pensamiento. En
cambio, cobré una profunda conciencia de lo que me rodeaba. La grandeza
del cielo sobre mi cara, parecía hecha sólo para mí, y ahora se me ofrecía
para que yo lo reconociera. Yacía sobre el suelo como sobre una mujer, y el
aire mismo que me rodeaba parecía tan admirable como el cristal y tan
fluido como el vino.
—Contéstame, Severian.
—De la primera, si es que tengo alguno.
—¿A la persona del monarca?
—Sí, porque no hay sucesión.
—El animal que yace ahora a tu lado moriría por ti. ¿De qué especie es
el apego que te tiene?
—¿El primero?
No había nadie allí. Me senté. Malrubius y Triskele se habían
desvanecido, pero yo sentía un leve calor en el costado.
XXXIV

La mañana

—¿Está usted dormido? —dijo el doctor Talos—. Espero que haya dormido
bien.
—Tuve un sueño extraño. —Me puse de pie y miré a mi alrededor.
—Aquí sólo estamos nosotros. —Como calmando a un niño, el doctor
Talos señaló a Calveros y las mujeres dormidas.
—Soñé que mi perro volvía y se echaba a mi lado. Hace años que lo he
perdido. Aún podía sentir el calor de su cuerpo cuando desperté.
—Estaba acostado junto a una hoguera —señaló el doctor Talos—.
Aquí no ha habido ningún perro.
—Un hombre vestido de modo muy similar al mío.
El doctor Talos negó con la cabeza.
—No podría haber dejado de verlo.
—Pudo haber dormitado.
—Sólo por la noche temprano. Estoy despierto desde las dos últimas
guardias.
—Cuidaré el escenario y sus efectos —dije— si quiere acostarse ahora.
—Lo cierto es que tenía miedo de volver a dormirme.
El doctor Talos pareció vacilar y luego dijo: —Eso es muy amable de su
parte —y muy rígidamente se dejó caer sobre mi manta empapada de rocío.
Volví la silla de modo que yo pudiera contemplar el fuego, y me senté.
Por algún tiempo estuve a solas con mis pensamientos. Primero pensé en el
sueño y luego en la Garra, la poderosa reliquia que la casualidad había
puesto en mis manos. Me sentí muy contento cuando Jolenta empezó a
moverse; por fin se levantó y estiró sus miembros lozanos contra el cielo
teñido de escarlata.
—¿Hay agua? —preguntó—. Quiero lavarme.
Le dije que creía que Calveros había traído el agua para nuestra cena
desde donde se encontraba el bosquecillo; ella asintió y partió en busca de
un arroyo. La aparición de Jolenta consiguió distraerme de mis
pensamientos; la observé mientras se alejaba, y luego me volví hacia
Dorcas. La belleza de Jolenta era perfecta. Ninguna otra mujer que hubiera
visto podía aproximársele: la altura majestuosa de Thecla hacía que
pareciese ruda y varonil en comparación, la rubia delicadeza de Dorcas era
tan magra e infantil como Valeria, la muchacha olvidada que había
encontrado en el Atrio del Tiempo.
Sin embargo, no me sentía atraído por Jolenta como me sintiera atraído
por Agia; no la amaba como había amado a Thecla; y no deseaba la
intimidad de pensamiento y sentimiento que había nacido entre Dorcas y
yo, ni la creía posible. Como todo hombre que alguna vez la vio, la deseé,
pero de la manera en que se desea a una mujer pintada en un cuadro. Y aun
cuando la admirara (como lo había hecho la noche anterior en el escenario),
no podía dejar de ver con cuánta torpeza andaba, ella, que inmóvil parecía
tan graciosa. Esos muslos redondeados se rozaban entre sí, esa carne
admirable pesaba en ella al punto que llevaba su voluptuosidad como otra
mujer hubiera llevado un niño en el vientre. Cuando estuvo de vuelta, con
unas gotas de agua clara brillándole en las pestañas y la cara tan pura y
perfecta como la curva del arco iris, sentí como si todavía me encontrara
solo.
—… dije que había fruta, si quiere. Anoche el doctor hizo que guardara
un poco para el desayuno. —Estaba ronca, y parecía que le faltara el
aliento. Yo la escuchaba como si fuera música.
—Lo siento —dije—. Estaba pensando. Sí, me gustaría comer algo de
fruta. Muchas gracias.
—No se la traeré. Tendrá que ir usted mismo a buscársela. Está allí,
detrás de ese soporte de armadura.
Lo que señalaba era en realidad una tela estirada sobre un marco de
alambre plateado. Detrás de ella encontré un viejo cesto con uvas, una
manzana y una granada.
—También a mí me gustaría comer un poco —dijo Jolenta—. Unas
uvas, tal vez.
Se las alcancé, y pensando que Dorcas preferiría la manzana, la puse
cerca de ella y escogí para mí la granada.
Jolenta sostuvo las uvas en alto.
—Cultivadas bajo vidrio por el hortelano de algún exultante… es
demasiado temprano para que sean naturales. No creo que esta vida de
cómico ambulante vaya a resultar tan mala, después de todo. Y además
recibo la tercera parte del dinero.
Le pregunté si no había salido antes de gira con el doctor y el gigante.
—Usted no me recuerda ¿verdad? Creo que no. —Se metió una uva en
la boca, y me pareció que se la tragaba entera—. No, nunca. Hubo un
ensayo anterior, pero con esa muchacha incluida tan de pronto en la
historia, tuvimos que cambiarlo todo.
—Con seguridad que yo alteré las cosas más que ella. Casi no apareció.
—Sí, pero usted tenía que aparecer. El doctor Talos interpretaba los
papeles de usted mientras ensayábamos, además de los suyos, y me
comunicó lo que usted debía decir.
—Dependía entonces de que nos encontráramos.
El mismo doctor se incorporó entonces, casi con un estallido. Parecía
del todo despierto. —Pues claro, claro. Le dijimos dónde nos
encontraríamos cuando desayunamos, y si no hubiera aparecido anoche,
habríamos representado «Grandes Escenas De», y hubiéramos esperado a
otro día. Jolenta, ahora no recibirás la tercera parte de lo recaudado, sino la
cuarta; es justo que lo compartamos con la otra mujer.
Jolenta se encogió de hombros y tragó otra uva.
—Despiértela ahora, Severian. Tenemos que marcharnos. Yo despertaré
a Calveros. Luego empacaremos y repartiremos el dinero.
—No iré con usted —dije.
El doctor Talos me miró sorprendido.
—Tengo que volver a la ciudad. He de atender un asunto con la Orden
de las Peregrinas.
—Entonces puede quedarse con nosotros hasta que lleguemos al camino
principal.
Será la forma más rápida de volver. —Quizá porque no me hizo
preguntas, sentí que sabía más de lo que parecía saber.
Sin tener en cuenta nuestra conversación, Jolenta ahogó un bostezo.
—Tendré que dormir algo más antes de esta noche, o mis ojos no
lucirán tan bien como sería necesario.
—Lo haré —dije—, pero me marcharé cuando lleguemos al camino.
El doctor Talos ya estaba despertando al gigante, sacudiéndolo y
golpeándole los hombros con el bastón.
—Como desee —dijo, pero no supe si hablaba con Jolenta o conmigo.
Le acaricié a Dorcas la frente y le susurré que era hora de ponernos en
marcha.
—¿Por qué me despertaste? Estaba soñando el más bello de los
sueños… Era tan real.
—También yo… antes de despertar, quiero decir.
—¿Hace mucho que has despertado, entonces? ¿Esa manzana es para
mí?
—Me temo que será todo tu desayuno.
—Es todo lo que me hace falta. Mírala, qué redonda es, qué roja.
¿Cómo es aquello de «Rojo como las manzanas…»?
—No lo recuerdo.
—¿Quieres un mordisco?
—Ya he comido. Una granada.
—Pude suponerlo por las manchas que tienes en la boca. Creí que
habrías estado chupando sangre toda la noche. —Me mostré sin duda
desagradablemente sorprendido, porque en seguida añadió: —Bueno,
parecías un murciélago negro inclinado sobre mí.
Calveros estaba sentado ahora, y se frotaba los ojos con las manos como
un niño desdichado. Dorcas le dijo por sobre el fuego: —Es terrible tener
que levantarse tan temprano ¿no es cierto, don? ¿También usted soñaba?
—Ningún sueño —respondió Calveros—. Nunca sueño. —(El doctor
Talos me miró y sacudió la cabeza como diciendo: Muy poco saludable).
—Le daré algunos de los míos, entonces. Severian dice que también él
tiene muchos.
Aunque despierto por completo, Calveros se quedó mirándola
extrañado.
—¿Quién es usted?
—Yo… —Dorcas se volvió hacia mí, asustada.
—Dorcas —dije yo.
—Sí, Dorcas. ¿No lo recuerda? Nos conocimos detrás del telón, anoche.
Usted… su amigo nos presentó y dijo que yo no debía tenerle miedo porque
sólo fingía lastimar a la gente. En el espectáculo. Yo dije que lo entendía,
porque Severian hace cosas terribles, pero en realidad es tan bueno… —
Dorcas volvió a mirarme—. Tú lo recuerdas, Severian, ¿no?
—Pues claro. No creo que tengas que preocuparte por Calveros sólo
porque lo ha olvidado. Es corpulento, lo sé, pero esa talla es como mis
ropas fulígenas… le hace parecer mucho peor de lo que es.
Calveros le dijo a Dorcas: —Tiene usted una magnífica memoria. Me
gustaría poder recordarlo todo de ese modo. —La voz le resonaba como un
rodar de piedras pesadas.
Mientras hablábamos, el doctor Talos había traído la caja con el dinero.
La hizo resonar para interrumpir nuestra conversación.
—Venid, amigos, os he prometido una distribución justa y equitativa de
los beneficios de nuestra representación, y cuando eso se haya acabado, será
hora de ponernos en camino. Vuélvete, Calveros, y extiende la manos sobre
tu regazo. Sieur Severian, señoras, ¿queréis acercaros también?
Yo había notado, por supuesto, que cuando habló de repartir las
contribuciones de la noche anterior, el doctor había especificado que serían
divididas en cuatro partes; pero yo había supuesto que quien no recibiría
nada sería Calveros, pues parecía el esclavo del doctor. Ahora, sin embargo,
después de revolver el contenido de la caja, el doctor Talos puso un brillante
asirni en las manos del gigante, me dio otro a mí, un tercero a Dorcas y un
puñado de oricretas a Jolenta; luego empezó a distribuir oricretas de una en
una.
—Notaréis que hasta ahora todo es dinero legítimo —dijo—. Lamento
informaros que hay aquí además un número bastante crecido de monedas
dudosas. Cuando la especie no sujeta a duda se haya acabado, cada uno de
vosotros tendrá su parte de ellas.
—¿Ha tomado ya la suya, doctor? —preguntó Jolenta—. Creo que los
demás tendríamos que haber estado presentes.
Las manos del doctor Talos, que venían trasladándose de cada uno de
nosotros al siguiente mientras contaba las monedas, se detuvieron un
momento.
—Yo no tengo participación —dijo.
Dorcas me miró como para confirmar lo que pensaba y murmuró: —Eso
no parece justo.
—No es justo, doctor —dije—, usted participó en el espectáculo de
anoche como cualquiera de nosotros, y recogió el dinero, y por lo que he
visto, procuró el escenario y los decorados. En el peor de los casos tendría
que recibir una parte doble.
—Yo no tomo nada —dijo el doctor Talos con lentitud. Era la primera
vez que lo veía confundido—. Me complace dirigir lo que ahora puedo
llamar la compañía. Escribí la pieza que representamos y como… —(miró
alrededor de él como buscando una comparación)—… como esa armadura
de allí desempeño mi parte. Estas cosas constituyen mi placer, y son toda la
recompensa que necesito.
»Ahora bien, amigos, habréis observado que hemos quedado reducidos
a unas pocas oricretas y que no son suficientes para completar otra vez la
ronda. Para ser preciso, sólo quedan dos. Quien lo desee puede quedarse
con ellas siempre que renuncie a los aes y las monedas dudosas. ¿Severian?
¿Jolenta?
Con cierta sorpresa de mi parte, Dorcas dijo: —Yo me quedo con ellas.
—Muy bien. No he de discriminar la distribución del resto,
sencillamente lo repartiré. Advierto a los que lo reciban, que tengan cuidado
al pasarlo. Hay sanciones para estas cosas, aunque fuera del Muro… ¿Qué
es esto?
Me volví y vi a un hombre vestido con gastadas ropas grises que
avanzaba hacia nosotros.
XXXV

Hethor

No sé por qué ha de ser humillante recibir a un extraño mientras uno está


sentado en el suelo, pero así es. Las dos mujeres se pusieron de pie cuando
la figura gris se aproximó, y lo mismo hice yo. Aun Calveros se puso de
pie, no sin esfuerzo, de modo que cuando el recién llegado estuvo a una
distancia en la que era posible hablar, sólo el doctor Talos, que había
reocupado nuestra única silla, estaba sentado.
No obstante, difícilmente podría concebirse una figura menos
imponente. Era de pequeña estatura, y como llevaba ropas demasiado
grandes para él, parecía aún más pequeño. Tenía la débil barbilla mal
afeitada; al acercarse, se quitó una gorra grasienta y reveló una cabeza sobre
la que el pelo escaseaba a cada lado, lo que dejaba una única línea
ondulante y central, como la cresta de un viejo y sucio burginot. Sabía que
lo había visto en otro sitio, pero transcurrió un tiempo antes de que pudiera
reconocerlo.
—Señores —dijo—. ¡Oh, señores y señoras de la creación, mujeres
tocadas de seda, de cabellos de seda, y hombre que comandan imperios y
los ejércitos de los e… e… enemigos de nuestra f… f… fotosfera! ¡Torre
fuerte como la piedra, fuerte como el r… r… roble al que nuevas hojas le
crecen después del fuego! ¡Y mi amo, amo oscuro, victoria de la muerte,
virrey de la n… noche! ¡Mucho tiempo he viajado en barcos de velas de
plata, de cien mástiles que llegan a las e… e… estrellas, yo, que floté entre
los brillantes foques mientras las Pléyades ardían más allá del m… m…
mástil verdadero! ¡Nunca he visto nada igual! He… He… Hethor soy yo,
venido para servirlo, limpiarle la capa, afilar la gran espada, c… c… cargar
el cesto con los ojos de las víctimas, ojos que me miran, Amo, ojos como
las lunas muertas de Verthandi cuando el sol se ha puesto. ¡Cuándo el sol se
ha puesto! ¿Dónde están los brillantes actores? ¿Cuánto tiempo arderán las
antorchas?
¡Las manos he… he… heladas las buscan a tientas, pero los cuencos de
las antorchas están más fríos que el hielo, más fríos que las lunas de
Verthandi, más fríos que los ojos de los muertos! ¿Dónde está, pues, la
fuerza que bate el lago hasta volverlo espuma?
¿Dónde está el imperio, dónde los Ejércitos del Sol, las largas lanzas,
los estandartes de oro? ¿Dónde están las mujeres de cabellos de seda que
sólo a… a… anoche amamos?
—Se encontraba usted entre nuestra audiencia, según entiendo —dijo el
doctor Talos—. Comprendo que desee volver a ver la función. Pero no
podremos satisfacerlo hasta la noche, y para ese entonces esperamos
encontrarnos a cierta distancia de aquí.
Hethor, a quien había conocido fuera de la prisión de Agilus junto con
el hombre gordo, la mujer de ojos anhelantes y los demás, no pareció oírlo.
Me miraba a mí y a veces, miraba también a Calveros y a Dorcas.
—Le hizo daño ¿no es cierto? Retorciéndose, retorciéndose. Vi brotar la
sangre, roja como el Pentecostés. ¡Q… q… qué honor para usted! También
usted lo sirvió y ese cometido es más alto que el mío.
Dorcas sacudió la cabeza y apartó los ojos. El gigante no hacía más que
mirarlo. El doctor Talos dijo:
—Seguramente entenderá usted que lo que vio era una representación
teatral. —(Recuerdo haber pensado que si la mayor parte de la audiencia
hubiera captado mejor esa idea, nos habríamos encontrado en un dilema
embarazoso cuando Calveros saltó del escenario).
—E… e… entiendo más de lo que usted cree, ¡yo, el viejo capitán, el
viejo teniente, el viejo c… c… cocinero en la vieja c… c… cocina, el que
prepara la sopa, el que prepara el caldo para las mascotas agonizantes! Mi
amo es real, pero ¿dónde están sus ejércitos? Real, pero ¿dónde están sus
imperios? ¿M… m… manará sangre falsa de una herida verdadera? ¿Dónde
está su fuerza una vez perdida la sangre, dónde el brillo de los cabellos de
seda? L… l… la recogeré en una copa de cristal, yo, el viejo c… capitán del
viejo b… barco renqueante, con la negra silueta de la tripulación recortada
sobre las velas de plata y la ch… ch… chimenea por detrás.
Quizá deba decir aquí que en aquel momento presté poca atención a la
precipitación y los tropiezos de las palabras de Hethor, aunque mi indeleble
memoria me permita ahora recuperarlas sobre el papel. Más que hablar,
glugluteaba, y a través de los huecos de la dentadura le fluía una fina lluvia
de saliva. Con la lentitud que le era habitual, Calveros tuvo que haberlo
entendido. Dorcas, estoy seguro, sentía demasiada repugnancia por él como
para prestar atención a lo que decía. Se volvía a un lado como se vuelve uno
ante el crujir de huesos cuando un alzabo devora un cadáver; y Jolenta no
escuchaba nada que no le concerniera.
—Puede ver por usted mismo que la joven no ha sufrido daño alguno.
—El doctor Talos se puso de pie y guardó la caja del dinero—. Es siempre
un placer hablar con alguien que haya apreciado nuestra representación,
pero me temo que nos espere mucho trabajo.
Tenemos que empacar. ¿Nos disculpa usted?
Ahora que sólo el doctor Talos sostenía la conversación, Hethor se
hundió la gorra otra vez hasta casi cubrirse los ojos.
—¿Almacenamiento? Nadie mejor para eso que yo, el viejo s… s…
sobrecargo, el viejo abacero y administrador, el viejo e… e… estibador.
¿Quién, si no, ha de volver a poner el grano en la mazorca, el pichón de
nuevo en el huevo? ¿Quién ha de plegar otra vez las alas de la mariposa
para devolverla al capullo abandonado como un sarcófago? Y por amor del
A… amo lo haré, para beneficio suyo. Y lo s… s… seguiré dondequiera
que vaya.
Asentí con la cabeza sin saber qué decir. En ese momento, Calveros —
que aparentemente había captado la referencia a empacar, aun cuando no
hubiera comprendido mucho más, tomó uno de los telones del escenario y
comenzó a enrollarlo.
Hethor saltó con inesperada agilidad para plegar el decorado de la
cámara del Inquisidor y enrollar los alambres del proyector. El doctor Talos
se volvió hacia mí como diciendo: Él está bajo su responsabilidad después
de todo, como Calveros lo está bajo la mía.
—Hay muchos como él —le dije—. Encuentran placer en el dolor y
quieren asociarse con nosotros del mismo modo que un hombre normal
querría estar cerca de Dorcas y Jolenta.
El doctor Talos asintió.
—Lo suponía. Uno puede imaginar a un sirviente ideal que sirva al
maestro por puro amor, o a un campesino ideal que cave zanjas por amor a
la naturaleza, o a una meretriz ideal que se abra de piernas doce veces cada
noche por amor a la cópula. Pero en la realidad uno nunca encuentra a estas
fabulosas criaturas.
En el término de una guardia, poco más o menos, estábamos en camino.
Nuestro pequeño teatro quedó prolijamente guardado en una carretilla
enorme formada con partes del escenario, y Calveros, que se encargaba de
hacerla rodar, cargaba también sobre los hombros algunos otros objetos
diversos. El doctor Talos abría la marcha, y Hethor seguía a Calveros a unos
cien pasos.
—Él es como yo —me dijo Dorcas—. Y el doctor es como Agia,
aunque no tan malo. ¿Recuerdas? No pudo conseguir que me marchara y
por fin gracias a ti no siguió intentándolo.
Lo recordaba, por cierto, y le pregunté por qué nos había seguido con
tanta decisión.
—Erais las únicas personas que conocía. Temía menos a Agia que a
quedarme sola.
—Entonces, temías a Agia.
—Sí, mucho. Y todavía ahora. Pero… no sé dónde he estado, aunque
creo que estuve siempre sola. En todas partes. No quería que eso se
prolongara. Tal vez no lo entiendas, o no te guste, pero…
—Si me hubieras odiado tanto como me odiaba Agia, lo mismo os
habría seguido.
—No creo que Agia te odiara.
Dorcas me miró a los ojos, y todavía puedo ver su cara cautivadora
como si estuviera reflejada en un pozo sereno de tinta bermellón.
Demasiado delgada e infantil, no parecía una gran belleza; pero sus ojos
eran fragmentos de cielo azul de algún mundo escondido a la espera del
Hombre; podría haber rivalizado con los de Jolenta.
—Me odiaba —dijo Dorcas con suavidad—. Me odia aún más ahora.
¿Recuerdas lo aturdido que estabas después de la pelea? No miraste atrás,
cuando yo te guiaba, pero yo sí lo hice, y le vi la cara.
Jolenta se quejaba al doctor Talos porque tenía que ir a pie. La profunda
y opaca voz de Calveros nos llegó desde atrás.
—Yo la cargaré.
Ella se volvió para mirarlo.
—¿Cómo? ¿Encima de todo eso?
Él no contestó.
—Cuando digo que quiero cabalgar, no quiero decir, como parece
entenderlo usted, como una necia en un burro.
Vi en mi imaginación como el gigante decía tristemente que sí con la
cabeza.
Jolenta temía parecer necia, y lo que he de escribir ahora, parecerá necio
en verdad, aunque sea cierto. Tú, lector, puedes disfrutar a mis expensas.
Me di cuenta entonces cuan afortunado era entonces, y cuan afortunado
había sido desde que abandonara la Ciudadela. Dorcas, lo sabía, era mi
amiga… más que una amante, una verdadera compañera, aunque sólo hacía
unos pocos días que estábamos juntos. El retumbar de los pasos del gigante
a mis espaldas, me recordó con cuánta frecuencia muchos hombres andan
por Urth completamente solos. Supe entonces (o creí saberlo) por qué
Calveros había decidido obedecer al doctor Talos, sometiéndose a cualquier
tarea que el pelirrojo quisiera imponerle.
Una leve palmada en el hombro me despertó de mis ensoñaciones. Era
Hethor, quien sin duda se había adelantado en silencio desde la posición que
ocupaba detrás.
—Maestro —me dijo.
Le pedí que no me llamara así, y le expliqué que sólo era un oficial de
mi gremio, y que muy probablemente nunca llegara a maestro.
Él asintió humildemente. A través de los labios entreabiertos yo podía
verle los incisivos rotos.
—Maestro ¿dónde vamos?
—Saldremos por el portalón —le dije, y lo hice porque quería que
siguiera al doctor Talos y no a mí; lo cierto es que estaba pensando en la
belleza preternatural de la Garra y qué hermoso sería llevarla conmigo a
Thrax en lugar de volver al centro de Nessus. Hice un vago ademán
señalando el Muro, que ahora se levantaba a la distancia como las murallas
de una vulgar fortaleza se levantan ante un ratón. Era negro como una masa
de nubarrones, y había algunas nubes cautivas en la cima.
—Yo cargaré su espada, maestro.
El ofrecimiento parecía honesto, aunque recordé que el plan que Agia y
su hermano habían trazado contra mí, había nacido del deseo de poseer a
Terminus Est. Con tanta firmeza como pude dije: —No. Ni ahora ni nunca.
—Siento pena por usted, maestro, al verlo andar con ella sobre el
hombro… Tiene que ser muy pesada.
Estaba explicándole que en realidad el peso no era tan abrumador como
parecía, cuando rodeamos el borde de una apacible colina y vi a media
legua de distancia un camino recto que conducía a una abertura en el
Muro… Estaba atestado de carros, coches, transeúntes de toda especie,
todos ellos reducidos a pigmeos por las dimensiones del Muro y el
imponente portalón, al punto que la gente parecía termitas y las bestias de
carga hormigas tirando de migajas. El doctor se volvió hasta que estuvo
andando de espaldas y saludando el Muro con la mano, tan orgulloso como
si él mismo lo hubiera construido.
—Algunos de vosotros, supongo, nunca habrán visto esto. ¿Severian?
¿Señoras? ¿Habéis estado alguna vez tan cerca?
Hasta Jolenta sacudió la cabeza, y yo dije: —No. He pasado mi vida tan
cerca del centro de la ciudad, que el muro no era más que una línea oscura
en el horizonte septentrional, cuando mirábamos desde lo alto de nuestra
torre. Estoy asombrado, lo admito.
—Los antiguos construían bien ¿no es así? Pensad… al cabo de tantos
milenios, todas las zonas abiertas por las que hoy hemos pasado están aún
reservadas para el desarrollo de la ciudad. Pero Calveros sacude la cabeza.
¿No te das cuenta, querido paciente, que todos estos agradables
bosquecillos y prados por los que hemos pasado esta mañana serán
desplazados un día por edificios y calles?
—No estaban destinados al desarrollo de Nessus —dijo Calveros.
—Claro que sí, claro que sí. Estoy seguro, estoy perfectamente enterado
del asunto. —El doctor se volvió y nos guiñó un ojo—. Calveros es mayor
que yo y por tanto cree que lo sabe todo. A veces.
Pronto estuvimos a unos cien pasos del camino, y la atención de Jolenta
se volvió hacia el tránsito.
—Si es posible alquilar una litera, tiene usted que conseguírmela —le
dijo al doctor Talos—. No podré actuar esta noche, si tengo que caminar
todo el día.
Él se negó.
—Olvidas que no tengo dinero. Si ves una litera y deseas alquilarla, por
supuesto, no me opondré. Si no puedes actuar esta noche, tu suplente te
reemplazará.
—¿Mi suplente?
El doctor señaló a Dorcas.
—Estoy seguro de que está ansiosa por desempeñar el papel principal.
Lucirá magnífica en él. ¿Por qué crees que permití que se uniera a nosotros
y participara en la representación? Habrá que reescribir más si tenemos dos
mujeres.
—Ella se irá con Severian, tonto. ¿Acaso no dijo él esta mañana que
volvería en busca de…? —Jolenta se volvió hacia mí; la expresión de enojo
la volvía más hermosa todavía—. ¿Cómo las llamaste? ¿Perigras?
—Peregrinas —dije. A todo esto un hombre que montaba un petigallo a
un costado del flujo de gente y animales, frenó la minúscula montura—. Si
buscáis a las peregrinas —dijo— vuestro camino es el mío: fuera del
portalón, no hacia la ciudad. Pasaron por esta carretera anoche.
Apresuré el paso hasta que pude aferrar el arzón de su silla y le pregunté
si estaba seguro.
—Desperté cuando los otros clientes de mi posada se precipitaron a la
carretera para recibir las bendiciones —dijo el hombre montado en el
petigallo—. Miré por la ventana y vi la procesión. Los sirvientes portaban
de esas iluminadas de cirios, pero vueltas del revés, y las sacerdotisas
llevaban desgarradas las vestiduras. —La cara del hombre, que era larga,
ajada y humorística, se partió en una sonrisa de desagrado—. No sé qué
habrá podido ocurrir de malo, pero creedme, la partida fue impresionante e
inconfundible… pero eso es lo que dijo el oso, como sabéis, de los que
habían ido de paseo al campo.
El doctor Talos le susurró a Jolenta: —Creo que el ángel de la agonía y
tu sustituía se quedarán con nosotros un tiempo más.
Tal como sucedió, estaba a medias equivocado. Sin duda tú, que quizás
hayas visto el Muro muchas veces y hayas pasado a menudo por uno u otro
de sus portalones, te impacientarás conmigo; pero antes de continuar la
historia de mi vida, siento que por mi propia paz tengo que dedicarle unas
pocas palabras.
He hablado ya de la altura del Muro. Pocas especies de pájaros, me
parece, son capaces de sobrevolarlo. El águila y el gran teratornis de la
montaña, y tal vez los gansos salvajes; pero pocos más. Ésa era la altura que
esperaba encontrar cuando llegué a la base: el Muro había sido visible
desde hacía ya muchas leguas, y nadie que lo observara con las nubes
moviéndose sobre él como las ondas sobre un estanque, podía equivocarse
acerca de su altura. Como los muros de la Ciudadela, está hecho de metal
negro, y por esta razón me parecía tal vez menos terrible; los edificios que
había visto en la ciudad eran de piedra o ladrillo, y toparme ahora con el
material que había conocido desde que era niño, no me resultó
desagradable.
No obstante, entrar por el portalón era como entrar en una mina, y no
pude evitar un escalofrío. Noté también que todos los que me rodeaban,
excepto el doctor Talos y Calveros, sentían lo mismo que yo. Dorcas me
apretó aún más la mano y Hethor inclinó la cabeza. Jolenta pareció
considerar que el doctor, con quien había estado discutiendo un momento
antes, la protegería; pero cuando al tocarle el brazo se dio cuenta de que él
no le hacía ningún caso, siguió contoneándose y golpeando el pavimento
con el bastón como lo venía haciendo a la luz del sol; al cabo de un
momento lo dejó, y yo observé asombrado que se aferraba al estribo del
hombre que montaba el petigallo.
Los costados del portalón se alzaban sobre nosotros, a grandes trechos
horadados por ventanas de un material más grueso y a la vez más claro que
el cristal. Tras esas ventanas veíamos moverse figuras de hombres y
mujeres, y de criaturas que no eran ni lo uno ni lo otro. Supongo que serían
cacógenos, seres para quienes el averno es como una caléndula o una
margarita para nosotros. Otros parecían seres cuyo aspecto era demasiado
humano, de modo que cabezas con cuernos nos observaban con ojos
excesivamente sensatos, y había bocas que parecían hablar, con dientes
como clavos o ganchos. Le pregunté al doctor Talos qué eran aquellas
criaturas.
—Soldados —dijo—. Los pándores del Autarca.
Jolenta a la que el miedo hacía que presionara uno de sus grandes
pechos contra el muslo del hombre que montaba el petigallo, susurró: —
Cuyo sudor es el oro de sus súbditos.
—¿Dentro del Muro mismo, doctor?
—Como ratas. Aunque es de un espesor enorme, está lleno de colmenas
por todas partes… así se me ha dado a entender. En sus pasajes y galerías
habita una soldadesca innumerable, lista para defenderlo como las termitas
defienden sus altos nidos de tierra en las pampas del norte. Ésta es la cuarta
vez que Calveros y yo lo hemos atravesado, porque en una oportunidad,
como se lo hemos dicho, vinimos al sur, entrando en Nessus por este
portalón y abandonándola al cabo de un año por el portalón llamado del
Sufrimiento. Sólo recientemente volvimos con lo poco que habíamos
ganado y entramos por el otro portalón del sur, el de la Alabanza, y siempre
hemos visto el interior del Muro como lo ve usted ahora, con las caras de
estos esclavos del Autarca mirándonos. No dudo de que hay algunos de
entre ellos que buscan algún delincuente en particular, y que si lo vieran,
saldrían y se apoderarían de él.
En ese momento, el hombre sobre el petigallo (cuyo nombre era Jonas,
como me enteraría más tarde) me comentó: —Discúlpame optimate, pero
no pude evitar oír lo que decía. Puedo aclarárselo con mayor exactitud, si lo
desea.
El doctor me miró, con ojos centelleantes.
—Vaya, eso sería muy agradable, pero hemos de poner una condición.
Hablaremos sólo del Muro y de los que en él habitan. Lo cual significa, que
no haremos preguntas acerca de usted. Y usted, del mismo modo, nos
devolverá la cortesía.
El desconocido se echó hacia atrás el sombrero y vi que en el sitio de la
mano derecha tenía un mecanismo articulado de acero.
—Me habéis entendido mejor de lo que pretendía, como dijo el hombre
al mirarse al espejo. Admito que había tenido esperanzas de preguntaros por
qué viajabais con el carnificario y por qué esta señora, la más encantadora
que haya visto nunca, camina por el polvo.
Jolenta soltó la correa de la espuela y dijo: —Es usted pobre, don, a
juzgar por su aspecto, y ya no joven. No creo que le corresponda indagar
sobre mí.
Aun a la sombra del portalón vi como un flujo de sangre encendía las
mejillas del desconocido. Todo lo que ella había dicho era verdad. Aunque
no tan sucias como las de Hethor, las ropas del hombre estaban gastadas y
manchadas por el viaje. El viento le había arrugado y curtido la cara.
Durante una docena de pasos, quizá, no replicó, pero por último empezó a
hablar. Tenía una voz monótona, ni alta ni profunda, pero de un seco humor.
—En los viejos tiempos, los señores de este mundo no temían a nadie
sino a su propio pueblo, y para defenderse contra él levantaron una gran
fortaleza sobre la cima de una colina al norte de la ciudad. Entonces no se
llamaba Nessus, ya que el río no estaba envenenado.
»Muchos de los del pueblo estaban disgustados por la construcción de la
fortaleza, pues, decían, tenían derecho a matar a sus señores sin
impedimentos si así lo deseaban.
Pero otros se hicieron a la mar consultando con ahínco las estrellas, y
volvieron con tesoros y conocimientos. Con el tiempo regresó una mujer
que no traía nada más que un puñado de judías negras.
—¡Ah! —dijo el doctor Talos—. Es usted un narrador profesional. Pudo
habernos informado antes, porque nosotros, como notó sin duda, somos
algo parecido. Jonas meneó la cabeza.
—No, ésta es la única historia que conozco… o casi. —Miró a Jolenta
desde lo alto de la montura—. ¿Puedo continuar, la más maravillosa de las
mujeres?
Mi atención se distrajo al ver la luz del día por delante de nosotros y el
disturbio entre los vehículos que atestaban el camino al querer retroceder,
azotando a las bestias de tiro y tratando de abrirse paso.
—… ella distribuyó las judías entre los señores de los hombres, y les
dijo que a menos que la obedecieran, los arrojaría al mar y pondría fin al
mundo. Ellos la capturaron y la hicieron trizas, pues tenían un dominio cien
veces más completo que el del Autarca.
—Que viva hasta ver el Sol Nuevo —murmuró Jolenta.
Dorcas me apretó todavía más el brazo y preguntó: —¿Por qué tienen
tanto miedo? —Luego gritó y sepultó la cara en las manos. La punta de
hierro de un látigo le había rozado la mejilla. Yo dejé atrás el petigallo,
agarré el tobillo del carretero que la había golpeado y lo arranqué de su
asiento. En ese momento en todo el portalón resonaban vociferaciones y
juramentos y los gritos de los heridos, y los bramidos de los animales
asustados; y si el desconocido continuó su historia, no pude escucharla.
El conductor que arranqué del asiento tuvo que haber muerto de
inmediato. Como quería impresionar a Dorcas, yo había intentado aplicarle
el tormento que llamamos dos albancoques, pero el hombre había caído
bajo los pies de los peatones y las pesadas ruedas de los carros. Ni siquiera
sus gritos pudieron oírse.
Aquí me detengo, lector, después de haberte conducido de portalón a
portalón… desde el portalón cerrado con candado y amortajado de neblina
de nuestra necrópolis, hasta éste de rizadas volutas de humo, este portalón
que es quizá, el más grande que exista, el más grande que haya existido
jamás. Fue entrando por él que llegué a este otro. Y con seguridad, cuando
entré por este segundo portalón, empecé una vez más a andar por un nuevo
camino. Desde ese gran portalón en adelante, durante largo tiempo, partiría
de la Ciudad Imperecedera y recorrería los bosques y los pastizales, las
montañas y las junglas del norte.
Aquí me detengo. Si no quieres seguirme, lector, no puedo culparte. El
camino no es fácil.
Apéndice

Nota sobre la traducción

Al traducir este libro —originalmente compuesto en una lengua que no ha


cobrado todavía existencia— al inglés, podría haberme ahorrado no poco
trabajo recurriendo a términos inventados; en ningún caso lo he hecho. Por
tanto, en muchas ocasiones me he visto forzado a reemplazar conceptos
todavía no descubiertos por sus equivalentes más próximos del siglo veinte.
Palabras como peltasta, andrógino y exultante son sustituciones de esta
especie. Metal se emplea de ordinario, pero no siempre, para designar una
sustancia de la clase que la palabra sugiere a las mentes contemporáneas.
Cuando el manuscrito se refiere a especies animales que resultan de la
manipulación biogenética o la importación de ejemplares extrasolares, el
nombre ha sido reemplazado por el de especies similares extinguidas. (A
decir verdad, Severian parece pensar a veces que una especie extinguida ha
sido recuperada). La naturaleza de los animales de montura y de tiro no está
siempre clara en el original. Siento escrúpulos de llamar a estas criaturas
caballos, pues estoy seguro de que la palabra no es estrictamente correcta.
Los «caballos de guerra» de El libro del Sol Nuevo, son sin duda mucho
más veloces y resistentes que los animales que conocemos, y la rapidez de
los utilizados con fines militares parece permitir ataques de caballería
contra enemigos provistos de armamento de alta energía.
El latín se emplea una o dos veces para indicar que las inscripciones, y
otras cosas por el estilo, están en una lengua que Severian parece considerar
anticuada. Cuál puede haber sido la verdadera lengua, no lo sé.
A todos los que me han precedido en el estudio del mundo
posthistórico, y particularmente a los coleccionistas —demasiado
numerosos para nombrarlos aquí— que me han permitido examinar los
artefactos que han sobrevivido a tantos siglos de futuridad, en especial a los
que me han permitido visitar y fotografiar los edificios todavía en pie, les
estoy sinceramente agradecido.
G. W.
La sombra del Torturador, primer volumen de El Libro del Sol Nuevo,
nos presentó a Severian, un torturador que ha sido enviado al exilio
por haberse enamorado de una de sus víctimas y haberle permitido
que se quitara la vida en vez de someterla a los refinados métodos
de tortura en los que Severian ha sido instruido con tanto cuidado.
En este segundo volumen Severian tiene consigo una gema llamada
la Garra del Conciliador, una poderosa reliquia del Maestro de
Poder, figura legendaria de proporciones míticas. Armado con la
Garra y con su espada Terminus Est, Severian continúa su viaje a
Thrax, la ciudad de su exilio. En el camino encuentra maravillas
tales como las criaturas parecidas a monos, de cuerpos vellosos y
resplandecientes; los extraños rituales canibalísticos que despiertan
en Severian recuerdos y pensamientos de su amada Thecla, y la
centelleante Fuente Vática, en la que echa una ofrenda para
enterarse de lo que le depara el destino.
Gene Wolfe

La garra del conciliador


El libro del Sol Nuevo 2

ePub r1.1
Budapest 02.08.14
Título original: The Claw of the Conciliator
Gene Wolfe, 1981
Traducción: José A. Santiago Tagle

Editor digital: Budapest


Corrección de erratas: ojocigarro
ePub base r1.0
Pero aún emana fortaleza de tus espinas,
y de tus abismos el sonido de la música.
Tus sombras yacen en mi corazón como rosas
y tus noches son como un vino embriagador
I

La villa de Saltus

El rostro de Morwenna, hermoso y enmarcado de cabello negro como mi


capa, flotaba al único rayo de luz; la sangre de su cuello goteaba sobre las
piedras. Sus labios se movían mudos y en ese marco (como si fuera el
Increado que mira por esa hendidura hacia la Eternidad para contemplar el
Mundo del Tiempo) yo veía la granja, veía a su marido Stachys que se
debatía agonizante en la cama, al pequeño Chad en el estanque, que se
bañaba la cara enfebrecida.
En el exterior, Eusebia, la acusadora de Morwenna, aullaba como una
bruja. Traté de llegar a los barrotes para decirle que se callara, y en seguida
me perdí en la oscuridad de la celda. Cuando al fin volví a ver luz,
contemplé el verde camino que partía de la sombra de la Puerta de la
Piedad. De la mejilla de Dorcas brotaba sangre, y a pesar de los llantos y
gritos de tantos, yo la oía gotear sobre el suelo. La Muralla era de una
estructura tan imponente que dividía el mundo como la sola línea entre sus
cubiertas divide dos libros; ante nosotros ahora se alzaba un bosque que
podía haber estado creciendo desde la fundación de Urth, con árboles tan
altos como riscos, envueltos en un verde puro. Entre ellos discurre el
camino, invadido de hierba fresca, sobre el que yacían los cuerpos de
hombres y mujeres. El humo de un pequeño carruaje en llamas teñía el aire
puro.
Montados en corceles, aparecieron cinco jinetes cuyos colmillos como
garfios estaban incrustados de lapislázuli. Llevaban cascos y esclavinas de
indantrena azul, y lanzas cuyas cabezas emitían una llama azul. El flujo de
viajantes se rompía sobre esos jinetes como una ola sobre la roca,
abriéndose unos a la izquierda, otros a la derecha. Dorcas me fue arrebatada
de los brazos y desenvainé Terminus Est para abrirme paso a tajos entre
quienes nos separaban y he aquí que estuve a punto de herir al maestro
Malrubius que con mi perro Triskele a su lado permanecía tranquilo en
medio del tumulto. Al verle así, supe que estaba soñando y por ello supe,
aun cuando dormía, que las visiones que anteriormente había tenido de él
no habían sido sueños.
Tiré de las mantas. Oí el sonido del carillón en la Torre de la Campana.
Era hora de levantarse, de correr a la cocina mientras me ponía la ropa, de
removerle un puchero al hermano Cocinero y de hurtar de la parrilla una
longaniza abierta, picante y casi quemada. Era hora de lavarse, de servir a
los oficiales, de canturrearme las lecciones antes de ser examinado por el
maestro Palaemón.
Desperté en el dormitorio de los aprendices, pero todo estaba mal
colocado. Donde tenía que estar la portilla redonda había una simple pared,
y en el lugar del mamparo, una ventana cuadrada. Había desaparecido la
fila de estrechos camastros y el bajísimo techo.
Entonces desperté. Por la ventana entraban flotando aromas campestres,
muy parecidos a la agradable fragancia de flores y árboles que procedente
de la necrópolis solía atravesar la arruinada cortina de la muralla, pero
mezclado en esta ocasión con un cálido olor a establo. Volvió el repique de
campanas desde algún campanario no muy lejano, llamando a los pocos que
aún tenían fe para implorar la llegada del Sol Nuevo. Aunque todavía era
muy temprano, el viejo sol acababa apenas de descorrer el velo de la cara de
Urth, y sólo las campanas rompían el silencio de la villa.
Ya Jonas se había dado cuenta la noche anterior de que nuestro
aguamanil contenía vino. Con un poco de él me enjuagué la boca; aunque
su astringencia lo hacía más agradable que el agua, quería algo de ésta para
mojarme la cara y arreglarme el cabello. Antes de dormir me había hecho
una almohada enrollando mi capa y dejando la Garra en el centro. La volví
a desenrollar y, recordando que ya Agia había tratado de meter la mano en
el esquero, escondí la Garra en la parte alta de mi bota.
Jonas dormía aún. Sé por experiencia que cuando duermen, las gentes
parecen más jóvenes que despiertas, pero Jonas parecía más viejo, o quizá
sólo más antiguo, pues tenía ese rostro de nariz y frente rectas que a
menudo he contemplado en viejos cuadros. Enterré las ascuas del fuego en
sus cenizas y me fui sin despertarlo.
Cuando hube terminado de refrescarme en el cubo del pozo del patio, la
calle delante de la posada ya no estaba en silencio y había cobrado vida con
los cascos de las bestias que chapoteaban en los charcos dejados por la
lluvia de la noche y el ruido de las puntas de las cimitarras. Los animales,
más altos que los hombres, eran negros o moteados, entornaban los ojos y el
tosco pelo que les caía por la cara apenas les permitía ver. Me acordé de que
el padre de Morwenna había sido boyero; tal vez era suyo este ganado,
aunque parecía improbable. Esperé hasta que hubo pasado la última bestia
para observar a los jinetes. Habían tres de ellos, polvorientos y vulgares, y
blandían aguijadas con puntas de hierro más largas que ellos; les
acompañaban sus perros, vulgares, vigilantes y feroces.
Volví a entrar en la posada y pedí el desayuno; me trajeron pan recién
sacado del horno, mantequilla fresca, huevos de pato escabechados y
chocolate batido sazonado con pimienta, signo seguro este último, aunque
entonces aún lo ignoraba, de que me encontraba entre personas cuyas
costumbres procedían del norte. El gnomo de nuestro anfitrión, un hombre
calvo que sin duda me había visto hablar con el alcalde la noche anterior,
daba vueltas en torno a mi mesa limpiándose la nariz con la manga,
preguntando, cada vez que me servían un plato, si era bueno, y aunque en
verdad todos lo eran, prometía mejorar la calidad en la cena y echaba la
culpa a la cocinera, que era su mujer. Me trataba de sieur, y no porque
creyese, como a veces ocurrió en Nessus, que yo era un exultante que iba de
incógnito, sino porque aquí a un torturador, como brazo eficaz de la justicia,
se le tenía en gran estima. Como la mayoría de los peones, no imaginaba
más clases sociales que la suya y otra por encima de ella.
—¿Era cómoda la cama? ¿Había bastantes colchas? ¿Traemos más?
Con la boca llena, asentí.
—Lo haremos. ¿Habrá bastante con tres? Usted y el otro sieur, ¿se
sienten cómodos juntos?
Iba a decirle que preferiría habitaciones separadas (no tenía a Jonas por
ladrón, pero temía que la Garra fuese demasiado tentadora para cualquier
hombre, y además no estaba habituado a dormir acompañado) cuando se me
ocurrió que quizás él no podría pagarse un cuarto privado.
—¿Estará hoy allí, sieur, cuando tiren la tapia? Aunque un albañil
podría quitar los sillares, se dice que Barnoch se mueve en el interior y que
quizá le queden fuerzas. Tal vez haya encontrado un arma. ¡Aunque fuera lo
último, sería capaz de morderle los dedos al albañil!
—No oficialmente. Quizá vaya a verlo si puedo.
—Va a acudir todo el mundo. —El calvo se frotó las manos, que le
resbalaban como si se las hubiera engrasado—. Habrá una feria, ¿sabe? El
alcalde lo ha anunciado. Tiene olfato para los negocios, vaya si lo tiene.
Imagine un hombre corriente: lo ve aquí en mi reservado y lo único que se
le ocurre es que usted tiene que acabar con Morwenna. ¡Pero no nuestro
hombre! Ve las cosas y las posibilidades que ofrecen. Puede decirse que en
un abrir y cerrar de ojos se sacó la feria de la cabeza, con sus tenderetes,
cintas de colores, carne asada, algodones de azúcar y todo eso. ¿Y hoy?
Pues hoy abriremos la casa tapiada y haremos salir a Barnoch como si fuera
un tejón. Eso los enardecerá y los atraerá en leguas a la redonda. Después le
veremos a usted dar cuenta de Morwenna y de ese paisano. Mañana
comenzará usted con Barnoch (empieza con hierros candentes, ¿verdad?) y
todo el mundo querrá estar allí. Pasado mañana, acaba con el otro y se
recogen las tiendas. De nada vale dejar que sigan por aquí mucho tiempo si
ya se han gastado el dinero, pues empiezan a mendigar y a pelearse y
demás. ¡Todo bien pensado y planeado! ¡Eso es un alcalde!
Volví a salir después de desayunar y vi cómo cobraban forma los
pensamientos encantados del alcalde. Los campesinos acudían a la villa con
frutas y animales y rollos de telas tejidas en casa para vender; había entre
ellos unos cuantos autóctonos cargados de pieles y de ristras de pájaros
negros y verdes cazados con cerbatana. Ahora deseaba poder tener aún el
manto que me había vendido el hermano de Agia, pues mi capa fulígena
atraía extrañas miradas. De nuevo iba a volver a entrar en la posada cuando
oí el ruido de pies marchando a paso ligero, ruido que me había hecho
familiar la instrucción de la guarnición en la Ciudadela y que no había
vuelto a oír desde que saliera de allí.
El ganado que yo había contemplado por la mañana había bajado al río
para ser transportado en gabarras hasta los mataderos de Nessus. Estos
soldados venían desde el río en sentido contrario. No pude saber si eso se
debía a que los oficiales pensaban que la marcha los endurecía o porque las
barcas que los habían traído se necesitaban en otro lugar o porque estaban
destinados a una zona alejada del Gyoll. Oí gritar la orden de que cantaran
mientras se aproximaban a la multitud, cada vez más densa, y
simultáneamente los golpes de los palos que blandían los veintenos y los
aullidos de los desgraciados que los habían recibido.
Se trataba de kelaus, y cada uno iba armado de una honda cuya
empuñadura medía dos codos y llevaba una cartuchera de cuero pintado
para balas incendiarias. La mayoría de ellos parecían más jóvenes que yo y
sus brigantinas doradas, los ricos cinturones y las vainas de sus largas dagas
proclamaban que pertenecían al cuerpo de elite de los erentarii. La canción
que entonaron no aludía al combate o a las mujeres, como suele ser en el
canto militar, y era un verdadero canto de honderos. La que estuve
escuchando ese día decía así:

Siendo yo niño, me dijo mi madre:


«Seca esas lágrimas, y ve a acostarte; sé que mi hijo muy lejos
irá,
ya que nació bajo una estrella fugaz».

Años más tarde, me dijo mi padre,


tirándome del pelo y golpeándome el cráneo:
«Por una cicatriz no ha de llorar
quien ha nacido bajo una estrella fugaz».

Me encontré con un mago, y el mago me dijo:


«Muchacho, veo sangre en tu porvenir,
y fuego y revueltas, incursiones y guerras,
oh tú nacido bajo una estrella fugaz».

Me encontré con un pastor, y el pastor me dijo:


«Las ovejas vamos a donde nos llevan,
a Puerta de Alba, donde esperan los ángeles,
siguiendo una estrella fugaz».

Y así continuaba, verso tras verso, algunos de ellos crípticos (o así me


lo parecieron), otros sencillamente cómicos y otros pergeñados claramente
para satisfacer la rima, y se repetían una y otra vez.
—Hermoso espectáculo, ¿no es así? —Era el posadero, cuya calva
cabeza estaba sobre mi hombro. Son del sur: observe cuántos hay rubios y
pecosos. Allí están acostumbrados al frío y tendrán que estar en las
montañas. Pero su canto despierta el deseo de unirse a ellos. ¿Cuántos cree
que son?
En ese momento las mulas de carga empezaban a aparecer: portaban
raciones y eran azuzadas pinchándolas con espadas.
—Dos mil o dos mil quinientos.
—Gracias, señor. Me gusta llevar la cuenta. Le parecería increíble la
cantidad de ellos que he visto venir por este camino y los pocos que han
regresado. Bueno, creo que eso es la guerra. Siempre intento convencerme
de que siguen allí, quiero decir, donde quiera que vayan, pero usted y yo
sabemos que muchos fueron para quedarse. Y sin embargo ese canto
despierta el deseo de ir con ellos.
Pregunté si tenía noticias de la guerra.
—Pues sí, sieur. Ya hace años que me intereso por ella, aunque no
parece que las batallas que se libran tengan muchas repercusiones, ¿me
entiende? Parece que jamás se aproximan o se alejan demasiado de
nosotros. Siempre he supuesto que nuestro Autarca y el de ellos fijan un
lugar para la lucha, y cuando ésta acaba ambos vuelven a casa. Mi mujer,
como buena tonta, no cree que haya guerra alguna.
La multitud se había cerrado tras el último mulero, y se hacía más densa
a cada palabra que hablábamos. Los hombres se afanaban en levantar
tiendas y pabellones, estrechando la calle y aumentando así la apretura de
gente; de suelo parecían brotar como árboles altas estacas de las que
colgaban máscaras de pelo hirsuto.
—¿Y adónde piensa su mujer que van los soldados? —pregunté al
posadero.
—En busca de Vodalus, eso dice. ¡Como si el Autarca, por cuyas manos
corre el oro y a quien sus enemigos besan los talones, fuera a enviar a todo
su ejército para atrapar a un bandido!
Apenas oí una palabra más allá de Vodalus.

Daría cuanto poseo para ser como los que os quejáis de que la memoria os
abandona. Con la mía no sucede así. Mis recuerdos siempre permanecen, y
siempre con la misma nitidez que en la primera impresión, de modo que
una vez conjurados me transportan como un hechizo.
Creo que me alejé del posadero y me mezclé con la multitud de rústicos
que empujaban y de vendedores charlatanes, pero no los vi, y tampoco lo vi
a él. En cambio, sentí bajo mis pies los senderos de necrópolis sembrados
de huesos, y a través de la niebla que emanaba del río vi cómo la esbelta
figura de Vodalus entregaba la pistola a su amiga y desenvainaba la espada.
Ahora (es triste haberse convertido en hombre) ese gesto me parecía
extravagante. El que en cien letreros clandestinos decía luchar por las viejas
costumbres, por la antigua y gran civilización que Urth había perdido, se
despojaba del arma eficaz de esa civilización.
Que mis recuerdos del pasado permanezcan intactos tal vez se deba sólo
a que el pasado no existe más que en mi memoria. Sin embargo Vodalus,
que —como yo— quería resucitarlo, seguía siendo una criatura del
presente. Nuestro pecado imperdonable: sólo somos capaces de ser lo que
somos.
De haber sido yo uno de vosotros a quien la memoria le falla, sin duda
lo habría rechazado esa mañana en que me abría paso a codazos entre la
multitud, y así de algún modo habría escapado a esta muerte en vida que me
atenaza incluso mientras escribo estas palabras. O quizá no habría escapado
en absoluto. Sí, es más probable que no. Y en todo caso las viejas
emociones recordadas eran demasiado intensas. Me atrapaba la admiración
de lo que una vez admiré, como una mosca en ámbar sigue siendo
prisionera de algún pino que desapareció hace un tiempo.
II

El Hombre en la Oscuridad

La casa del bandido no se distinguía en nada de las demás casas de la villa.


Era de piedra de las minas, tenía un solo piso y el tejado era plano y de
aspecto sólido, hecho de lajas del mismo material. La puerta y la única
ventana que yo veía desde la calle habían sido toscamente tapiadas. Un
centenar de asistentes a la feria se encontraba ante la casa, charlando y
señalando; pero de dentro no venía ningún ruido, ni de la chimenea salía
humo.
—¿Es corriente hacer esto por aquí? —pregunté a Jonas.
—Es tradición. ¿No has oído decir que «una leyenda, una mentira y una
probabilidad hacen una tradición»?
—Me parece que sería bastante fácil salir. Podría abrirse paso por la
ventana o por la pared misma de noche, o bien cavar un pasadizo. Es claro
que si cabía esperar esto (y no hay razón para lo contrario si esto es
corriente y si realmente él espiaba para Vodalus) podía haberse procurado
herramientas y algo de comer y beber.
Jonas negó con la cabeza.
—Antes de tapiar las aberturas recorren la casa y se llevan alimentos,
herramientas, luces y cuanto encuentran de valor.
Una voz resonante dijo:
—Lo hacemos porque tenemos sentido común, y eso nos enorgullece.
Era el alcalde, que se nos había acercado por detrás sin que nos
hubiéramos percatado de su presencia entre la multitud. Le dimos los
buenos días y él nos correspondió. Era de constitución sólida y cuadrada, y
lo abierto de su cara lo estropeaba un no sé qué de demasiado astuto en sus
ojos.
—Creí haberle reconocido, maestro Severian, con o sin ropas brillantes.
Parecen nuevas, ¿no? Si no está satisfecho, dígamelo. Tratamos de que los
comerciantes que acuden a nuestras ferias sean honestos. Las cosas, bien
hechas. Si quienquiera que sea no se las hace correctamente, lo echaremos
al río, puede estar seguro. Una o dos zambullidas al año curan a los demás
de una confianza excesiva.
Hizo una pausa para retirarse un poco y examinarme más atentamente,
haciendo gestos de asentimiento como si estuviera muy impresionado.
—Le sientan bien. He de admitir que tiene buen porte. Y también un
rostro agraciado, salvo quizás una palidez un poco excesiva que nuestro
clima norteño pronto arreglará. En todo caso, le sientan bien y parecen
adecuadas. Si le preguntan dónde las consiguió, diga que en la Feria de
Saltus. Eso no le perjudicará.
Le prometí hacerlo, aunque me preocupaba más la seguridad de
Terminus Est, que había dejado escondida en nuestra habitación de la
posada, que mi propio aspecto o lo duradero del atuendo profano que había
adquirido a un ropavejero.
—Supongo que usted y su ayudante han venido a vernos sacar a ese
bribón, ¿no? Empezaremos en cuanto Mesmin y Sebald vengan con el
poste. Un ariete es el nombre que le dimos cuando hicimos saber lo que se
pretendía, pero me temo que se va a quedar en un tronco de árbol, y no
precisamente grande, pues si no la villa tendría que pagar demasiados
hombres para manejarlo. Pero servirá. No creo que haya oído hablar del
caso que se nos presentó hace dieciocho años, ¿verdad?
Jonas y yo negamos con la cabeza.
El alcalde sacó pecho, como hacen los políticos cuando encuentran la
oportunidad de poder decir más de dos frases.
—Me acuerdo bastante bien, aunque sólo era una moza. He olvidado su
nombre, pero la llamábamos Madre Pirexia. Le pusieron piedras, igual que
ve usted aquí, pues casi siempre son los mismos quienes lo hacen, y lo
hicieron del mismo modo. Pero fue el final del verano anterior, para la
recolección de la manzana, y de eso me acuerdo muy bien porque la gente
bebía sidra recién hecha y yo miraba con una manzana fresca en la mano.
»Cuando al año siguiente creció el trigo, alguien quiso comprar la casa.
Los inmuebles pasan a ser propiedad del municipio, ¿sabe? De ese modo
financiamos los trabajos, y quienes los llevan a cabo se reparten lo que
encuentran y el municipio se apropia de la casa y del terreno.
»En pocas palabras, hicimos un ariete y rompimos adecuadamente la
puerta, pensando en barrer los huesos de la vieja y entregar la casa al nuevo
propietario. —El alcalde hizo una pausa y rio, echando hacia atrás la
cabeza. En esa risa había algo de fantasmal, tal vez sólo porque al
mezclarse con el ruido de la muchedumbre parecía silenciosa.
Pregunté:
—¿No estaba muerta?
—Depende de lo que quiera decir con eso. Pero una mujer que
permanece tapiada en la oscuridad el tiempo suficiente puede convertirse en
algo muy extraño, igual que las cosas extrañas que se ven en la madera
podrida allá entre los grandes árboles. Aquí en Saltus la mayoría somos
mineros y, aunque acostumbrados a encontrar cosas bajo tierra, entonces
salimos corriendo y volvimos con antorchas. A aquello no le gustaba la luz,
ni tampoco el fuego.
Jonas me tocó en el hombro y me indicó un remolino en la multitud. Un
grupo de hombres decididos se abría paso calle abajo. Ninguno tenía casco
ni armadura; algunos llevaban piletes de cabeza estrecha y el resto blandía
estacas forradas de latón. Me recordaron vivamente a los guardias
voluntarios que hace tanto tiempo nos permitieron entrar en la necrópolis a
mí y a Drotte, Roche y Eata. Tras estos hombres armados había otros cuatro
que llevaban el tronco de árbol del que había hablado el alcalde, un tosco
leño de unos dos palmos de diámetro y seis codos de largo.
La multitud los acogió con el aliento contenido, y luego siguieron
conversaciones en voz alta y algunos gritos de ánimo. El alcalde nos dejó
para hacerse cargo de la situación, ordenando a los de las estacas que
despejaran un espacio en torno a la puerta de la casa tapiada. Jonas y yo
empujamos para poder ver mejor y que la muchedumbre nos abriera paso.
Supuse que cuando los rompedores estuvieran colocados procederían
sin ceremonias, pero no había contado con el alcalde. En el último
momento éste subió al umbral de la casa tapiada, movió el sombrero al aire
para pedir silencio y se dirigió a la multitud.
—¡Bienvenidos, visitantes y conciudadanos! En lo que lleva respirar
tres veces nos veréis desmoronar esta barrera y sacar de ahí al bandido
Barnoch. Y eso tanto si está muerto como vivo, y tenemos buenas razones
para creer esto último, pues no lleva tanto tiempo ahí dentro. Ya sabéis lo
que ha hecho. Ha colaborado con los cultellarii del traidor Vodalus
pasándoles información de las llegadas y salidas de quienes podrían
convertirse en sus víctimas. Todos estáis pensando ahora, ¡y con razón!, que
ese vil delito no merece clemencia. ¡Sí, digo yo! ¡Sí, decimos todos! Por
culpa de este Barnoch cientos, tal vez miles de personas, yacen en tumbas
anónimas, y cientos, tal vez miles de personas, han tenido una suerte mucho
peor.
»Sin embargo, antes de que caigan estas piedras, os pido que
reflexionéis un momento. Vodalus ha perdido un espía y estará buscando un
reemplazante. En la quietud de cualquier noche, creo que no muy lejana, un
extranjero se acercará a alguno de vosotros. Seguro que será hábil con la
palabra…
—¡Igual que tú! —gritó alguien, provocando una risa generalizada.
—Más que yo. No soy más que un rudo minero, como muchos sabéis.
Debí decir que su palabra será suave y persuasiva, y tendrá quizás algún
dinero. Antes de que cedáis a él, quiero que recordéis la casa de Barnoch tal
como está ahora, con esos sillares tapiando la puerta. Pensad en vuestras
casas sin puertas ni ventanas y con vosotros dentro.
»Y después pensad en lo que vais a ver hacer con Barnoch cuando lo
saquemos. ¡Porque os digo, sobre todo a vosotros, los forasteros, que lo que
vais a ver aquí no es más que el comienzo de lo que veréis en nuestra feria
de Saltus! ¡Para los acontecimientos de los próximos días hemos recurrido a
uno de los mejores profesionales de Nessus! Asistiréis a la ejecución, por el
procedimiento oficial, de por lo menos dos personas: se les cortará la cabeza
de un solo tajo. Una de ellas es una mujer, así que utilizaremos la silla. Eso
es algo que muchos que alardean de maneras refinadas y de educación
cosmopolita no han visto nunca. ¡Y también veréis cómo este hombre —y,
haciendo una pausa, el alcalde golpeó con la palma de la mano las piedras
de la puerta que el sol iluminaba—, este Barnoch, es llevado a la Muerte de
manos de un experto! Puede que él ya haya practicado algún tipo de
pequeño agujero en la pared. Es frecuente que lo hagan, y si es así podrá
oírme.
Levantó la voz para gritar.
—¡Si puedes, Barnoch, córtate ahora el pescuezo. Porque si no lo haces,
vas a desear haber muerto de hambre hace tiempo!
Por un momento nadie dijo nada. Me angustiaba pensar que pronto
tendría que practicar el Arte con un seguidor de Vodalus. El alcalde levantó
el brazo por encima de la cabeza y después lo bajó poniendo énfasis en el
gesto.
—¡Muy bien, muchachos, todos a una!
Los cuatro que habían traído el ariete contaron uno, dos y tres en voz
baja como si lo hubieran acordado previamente y corrieron hacia la puerta
tapiada, perdiendo algo de ímpetu cuando los dos de delante subieron al
umbral. El ariete golpeó las piedras con un fuerte ruido sordo, pero sin más
resultado.
—Muy bien, muchachos —repitió el alcalde—. Probemos de nuevo.
Que vean qué clase de hombres viven en Saltus.
Los cuatro volvieron por segunda vez a la carga. En esta ocasión los de
delante salvaron más hábilmente el umbral; las piedras que taponaban la
puerta parecieron estremecerse con el impacto, y de la argamasa se
desprendió un polvo fino. De la multitud surgió un voluntario, un tipo
corpulento de negra barba, que se unió a los cuatro, y los cinco volvieron a
cargar; el golpe del ariete no hizo mucho más ruido, pero lo acompañó un
crujido como de huesos que se rompen.
—Una vez más —dijo el alcalde.
Tenía razón. El siguiente impacto mandó al interior de la casa la piedra
golpeada y abrió un agujero como la cabeza de un hombre. Después ya no
hubo que molestarse en tomar impulso; los hombres del ariete lo manejaron
en vaivén para derribar las demás piedras hasta que la apertura bastó para
que un hombre pudiera entrar.
Alguien en quien antes no había reparado había traído antorchas, y un
muchacho corrió a una casa próxima a encenderlas en el fuego de la cocina.
Los hombres de los piletes y las estacas las cogieron de manos de él. Con
más arrojo del que yo hubiera atribuido a esos ojos astutos, el alcalde sacó
de su camisa una pequeña porra y fue el primero en entrar. Los espectadores
nos agolpamos detrás de los hombres armados, y como nos encontrábamos
en primera fila, Jonas y yo alcanzamos la apertura casi en seguida.
El ambiente era pestilente, mucho peor de lo que yo había previsto.
Había muebles rotos por doquier, como si Barnoch hubiera cerrado con
llave sus armarios y cofres cuando llegaron los encargados de cegar la casa
y éstos los hubieran destrozado para llevarse lo que había dentro. Sobre una
mesa desvencijada vi cera en forma de gotas, restos de una vela que había
ardido hasta la madera. Detrás de mí, la gente empujaba para avanzar y yo,
sorprendentemente, me encontré empujando hacia atrás.
Al fondo de la casa hubo una conmoción: pasos apresurados y confusos,
un grito y, por fin, un lamento penetrante e inhumano.
—¡Ya lo tienen! —gritó alguien detrás de mí, y oí cómo la noticia
pasaba a quienes estaban en el exterior.
Un hombre entrado en carnes, tal vez un pequeño propietario, vino
corriendo de la oscuridad con una antorcha en una mano y un palo en la
otra.
—¡Apartaos! ¡Atrás, todos! ¡Ya lo traen!
No sé qué había esperado ver… Tal vez una sucia criatura con el pelo
enmarañado. En vez de eso salió un fantasma. Barnoch había sido alto;
todavía lo era, pero ya encorvado y muy delgado, y con la piel tan pálida
que parecía relucirle como madera podrida. No tenía pelo, cabello ni barba.
Esa tarde sus guardianes me contaron que había adquirido el hábito de
arrancarse los pelos. Lo peor eran sus ojos: protuberantes, ciegos en
apariencia y oscuros como el negro absceso de su boca. Me aparté de él
mientras hablaba, pero supe que la voz le pertenecía.
—Seré libre —decía la voz—. ¡Vodalus! ¡Vodalus acudirá!
Cuánto deseé entonces que jamás se me hubiera hecho prisionero, pues
su voz trajo de nuevo hasta mí todos aquellos días sin aire mientras yo
esperaba en la mazmorra bajo nuestra Torre Matachina. También yo había
soñado con ser rescatado por Vodalus y con una revolución que barriera el
hedor y degeneración bestiales de la era presente y restaurara la elevada y
brillante cultura que antaño poseyó Urth.
Pero yo no fui salvado ni por Vodalus ni por su fantasmagórico ejército,
sino merced a la intervención del maestro Palaemón (y sin duda de Drotte y
de Roche y de otros cuantos amigos), que había convencido a los hermanos
de que sería demasiado arriesgado matarme y demasiado desafortunado
hacerme comparecer ante un tribunal.
Barnoch no sería salvado. Yo, que debía ser su compañero, habría de
quemarlo, de descoyuntarlo en la rueda, y por último, cortarle la cabeza.
Traté de decirme que quizás había actuado movido por el dinero; pero
entonces un objeto metálico, sin duda el cabo de acero de un pilete, golpeó
una piedra y me pareció oír el tintineo de la moneda que Vodalus me había
dado, el tintineo que produjo cuando la dejé caer en el hueco bajo la piedra,
en el suelo del mausoleo en ruinas.
Algunas veces, cuando concentramos de esta manera toda nuestra
atención en el recuerdo, nuestros ojos, sin que nada los guíe, pueden
distinguir un único objeto en una masa de detalles, exponiéndolo con una
claridad que jamás se consigue mediante la concentración. Así sucedió
conmigo. En la marea de rostros que se debatían más allá del marco de la
puerta vi uno, levantado, que el sol iluminaba. Era el de Agia.
III

La tienda del vidente

Ese instante permaneció congelado como si nosotros dos, y todos aquéllos


que nos rodeaban, fuésemos parte de un cuadro. En medio de la nube de
rústicos con sus atuendos de colores chillones y sus bultos, Agia
permaneció con la cabeza levantada y yo con los ojos muy abiertos.
Después me moví, pero ella ya se había ido. Si hubiera podido, habría
corrido hacia ella; pero no pude más que abrirme paso a empujones entre
los que miraban, y tal vez tardé cien latidos de corazón en alcanzar el punto
donde ella había estado.
Para entonces ella había desaparecido completamente, y la
muchedumbre se arremolinaba y alternaba como el agua bajo la proa de un
barco. Se habían llevado a Barnoch, que se quejaba del sol. Cogí a un
minero del hombro y le pregunté algo a gritos, pero él no se había percatado
de la joven que había estado junto a él y no tenía ni idea de a dónde podía
haber ido. Seguí a la turba que iba detrás del prisionero hasta que estuve
seguro de que ella no se encontraba allí; después, como no se me ocurría
nada mejor, comencé a buscar por la feria, mirando en el interior de tiendas
y casetas y preguntando a las campesinas que habían venido a vender un
fragante pan de cardamomo y a los vendedores de carne caliente.
Mientras esto escribo, rizando pacientemente el hilo de tinta bermellón
de la Casa Absoluta, todo parece tranquilo y metódico. Nada más alejado de
la verdad. En aquel momento yo jadeaba y sudaba, preguntaba a gritos y
apenas me detenía a obtener una respuesta. Como si lo hubiera visto en
sueños, el rostro de Agia flotaba en mi imaginación; rostro ancho, de
mejillas planas y barbilla delicadamente redondeada, piel morena y pecosa
y ojos alargados, risueños y burlones. No podía imaginar por qué había
venido. Sólo sabía que lo había hecho, y que al verla un instante se había
avivado la angustia con que yo recordaba su lamento.
—¿Has visto una mujer alta, de pelo castaño? —Esta pregunta la repetí
una y otra vez, como aquel contendiente que se hartó de repetir «Cádroe de
las Diecisiete Piedras» hasta que la frase quedó tan vacía de significado
como un canto de cigarra.
—Sí. Todas las campesinas que venimos aquí.
—¿Sabes cómo la llaman?
—¿Una mujer? ¡Claro que puedo conseguirte una mujer!
—¿Dónde la perdiste?
—No te preocupes, pronto volverás a encontrarla. La feria no es
bastante grande como para que alguien se pierda por mucho tiempo. ¿No
concertasteis un lugar para encontraros? Toma un poco de té, pareces muy
cansado.
Busqué una moneda en el bolsillo.
—No tienes por qué pagar, yo ya vendo bastante. Bueno, si insistes. No
es más que un aes. Aquí.
La vieja revolvió en el bolsillo de su delantal y sacó un montón de
moneditas. De la tetera vertió el líquido hirviendo en una taza de barro y me
ofreció una paja de metal tenuemente plateado que yo rechacé.
—Está limpia. La lavo cada vez que la utilizan.
—No estoy acostumbrado.
—Entonces ten cuidado al sorber. Estará muy caliente. ¿Has mirado en
el lugar del juicio? Allí habrá mucha gente.
—¿Donde está el ganado? Sí. —El té era de mate, especiado y un poco
amargo.
—¿Sabe ella que la buscas?
—No lo creo, y aunque me hubiera visto, no me habría reconocido.
No… no voy vestido como acostumbro.
La vieja resopló y volvió a meterse bajo el pañuelo de la cabeza un
extraviado mechón de cabello canoso.
—¿En la feria de Saltus? Por supuesto que no. En una feria todo el
mundo se pone lo mejor, y cualquier muchacha con conocimiento lo sabría.
¿Y junto al agua? Allí donde tienen encadenado al prisionero.
Negué con la cabeza.
—Parece que ha desaparecido.
—Pero tú no desesperas. Es fácil saberlo por el modo con que miras a
quienes pasan, en lugar de mirarme a mí. Bueno, mejor para ti. Todavía la
encontrarás, aunque cuentan que últimamente están pasando todo tipo de
cosas extrañas. Han cogido a un hombre verde, ¿lo sabes? Allí, donde ves la
tienda. Dicen que los hombres verdes lo saben todo, si consigues hacerles
hablar. Además está lo de la catedral. Supongo que has oído hablar de eso.
—¿La catedral?
—He oído decir que no era lo que la gente de la ciudad llama una
verdadera catedral. Ya sé que eres de la ciudad por la manera en que tomas
el té, pero es la única catedral que hemos visto los que somos de alrededor
de Saltus, y era muy bonita, con lámparas que colgaban y ventanas en los
laterales de sedas de colores. Yo, personalmente, no soy creyente, y pienso
que si el Pancreador no se preocupa por mí, yo no voy a preocuparme por
él, ¿por qué voy a hacerlo? De todas formas, es una vergüenza lo que
hicieron, si es lo que dicen. Le prendieron fuego, ¿sabes?
—¿Estás hablando de la Catedral de las Peregrinas?
La vieja movió la cabeza con aire de enterada.
—Eso es, tú lo has dicho. Estás cometiendo el mismo error que ellos.
No era la Catedral de las Peregrinas, sino la Catedral de la Garra, por lo que
no les correspondía a ellas quemarla.
Dije para mí:
—Volvieron a encender el fuego.
—¿Perdón? —La vieja se llevó la mano a la oreja—. No te he oído.
—He dicho que la quemaron. Deben de haber prendido fuego al piso de
paja.
—También yo oí eso. Se apartaron y contemplaron cómo ardía. La
catedral subió a las Praderas Infinitas del Sol Nuevo, ¿lo sabes?
Al otro lado de la calleja un hombre empezó a tocar el tambor. Cuando
paró, dije:
—Sé que algunos dicen que la vieron subir por el aire.
—Pues claro que subió. Cuando mi nieto político se enteró, estuvo
medio día muy impresionado. Después, con una pasta y papel confeccionó
una especie de sombrero, lo sostuvo encima de mi estufa y empezó a subir,
y entonces pensó que no era nada que la catedral hubiera subido, ningún
milagro. ¿Ves lo que es la estupidez? Nunca se le ocurrió que la razón de
que las cosas fueran hechas así fue para que la catedral se levantara
exactamente como lo hizo. Es incapaz de percibir la Mano de la naturaleza.
—¿Él no la vio personalmente? —pregunté—. La catedral, quiero decir.
La mujer no entendió.
—Oh, la ha visto una docena de veces cuando estuvieron aquí.
El canto del tamborilero, parecido al que yo había oído de boca del
doctor Talos, aunque más tosco y desprovisto de la maliciosa inteligencia
del doctor, se interpuso en nuestra charla.
—¡Lo conoce todo y a todos! ¡Verde como la grosella espinosa! ¡Vedlo
por vosotros!
(El tambor llamaba con insistencia: ¡BUM, BUM, BUM!).
—¿Crees que el hombre verde sabrá dónde se encuentra Agia?
La vieja sonrió.
—¿De modo que así se llama? Ahora lo sabré si alguien la nombra. Sí,
tal vez lo sepa. Tienes dinero. ¿Por qué no pruebas?
—Sí, ¿por qué no? —me pregunté.
—¡Traído de las jun-glas del Norte! ¡Nunca come! ¡Igual que arbus-tos
y yerbas! —¡BUM, BUM!— ¡El futuro y el pa-sado remotos le son cono-
cidos!
Cuando vio que me acercaba a la puerta de la tienda, el tamborilero cesó
de clamar.
—Sólo un aes por verlo, dos por hablar con él y tres por estar a solas
con él.
—¿A solas por cuánto tiempo? —le pregunté sacando tres aes de cobre.
Una astuta sonrisa se dibujó en el rostro del tamborilero.
—Por el tiempo que tú quieras. —Le di el dinero y entré.
Estaba claro que no creía que mi intención era quedarme mucho tiempo,
y yo me preparé para algo hediondo o igualmente desagradable. Pero lo
único que había era una ligera fragancia a preparado de heno. En el centro
de la tienda, en medio de un haz de luz solar salpicado de motas de polvo
que penetraba por una abertura practicada en el techo de lona, se encontraba
encadenado un hombre del color del jade pálido. Llevaba una falda de hojas
que estaban marchitándose, a su lado había un pote de barro con agua clara
hasta el borde.
Estuvimos un momento en silencio. Me quedé mirándolo. Él estaba
sentado y observaba el suelo.
—No es ninguna pintura —dije—, ni creo que sea tinte. Y no tienes más
pelo que el hombre que vi sacar a rastras de la casa tapiada.
Levantó la vista para mirarme y después volvió a bajarla. Incluso el
blanco de sus ojos tenía un matiz verdoso. Intenté hacerle hablar.
—Si eres realmente vegetal, me parece que tu cabello tendría que ser de
hierba.
—No. —Tenía una voz suave y sólo porque era grave no parecía
enteramente femenina.
—Entonces, ¿eres un vegetal, una planta parlante?
—No eres un hombre del campo.
—Partí de Nessus hace unos días.
—Has recibido cierta educación.
Pensé en el maestro Palaemón y también en el maestro Malrubius y en
mi pobre Thecla y me encogí de hombros.
—Sé leer y escribir.
—Pero no sabes de mí. No soy un vegetal parlante, tendrías que darte
cuenta. Incluso si una planta siguiera el único de los muchos millones de
caminos evolutivos que conducen a la inteligencia, es imposible que
reprodujera la forma de un ser humano en madera y hojas.
—Lo mismo podría decirse de las piedras y, sin embargo, existen las
estatuas.
Aunque todo él emanaba desconsuelo (y su rostro era con mucho más
triste que el de mi amigo Jonas), algo torció hacia arriba las comisuras de
sus labios.
—Eso está bien argumentado. No tienes formación científica, pero te
han enseñado mejor de lo que crees.
—Al contrario, toda mi formación ha sido científica, aunque no ha
tenido nada que ver con estas especulaciones fantásticas. ¿Quién eres?
—Un gran vidente, un gran mentiroso, como todo hombre cuyo pie está
en una trampa.
—Si me dices quién eres, me comprometo a ayudarte.
Me miró, y fue como si una hierba alta hubiera abierto los ojos y
adquirido un rostro humano.
—Te creo —dijo—. ¿Cómo es que tú, entre los cientos que acuden a
esta tienda, conoces la piedad?
—No sé nada de piedad, pero me han enseñado respeto por la justicia y
tengo buenas relaciones con el alcalde de esta villa. Un hombre, aunque
verde, sigue siendo un hombre, y si es un esclavo, el amo ha de demostrar
cómo alcanzó esa condición y cómo llegó a comprarlo.
El hombre verde dijo:
—Quizá cometa una tontería si pongo mi confianza en ti, pero lo haré.
Soy un hombre libre y vengo de vuestro propio futuro para explorar vuestra
época.
—Eso es imposible.
—El color verde que tanto os intriga no es más que eso que llamáis
cieno de charcos. Lo hemos alterado hasta conseguir que pueda vivir en
nuestra sangre, y gracias a su intervención hemos podido por fin conseguir
la paz en nuestra larga lucha con el sol. Las plantas minúsculas viven y
mueren en nosotros y nuestros cuerpos se alimentan de ellas y de sus
muertos y no requieren más nutrición. Hemos acabado con el hambre y con
todas las labores agrícolas.
—Pero necesitáis la luz del sol.
—Sí —dijo el hombre verde—. Y aquí no tengo bastante. El día brilla
más en mi época.
Esa sencilla observación me intrigó como nada lo había hecho desde
que atisbé por primera vez la capilla desprovista de tejado del Patio Roto en
nuestra Ciudadela.
—Así, pues, el Sol Nuevo se acerca, como se profetizó —dije—, y en
verdad hay una segunda vida para Urth, si lo que tú dices es cierto.
El hombre verde echó hacia atrás la cabeza y rio. Más tarde yo había de
oír el ruido que hace el alzabo al recorrer las mesetas de las tierras altas
azotadas por la nieve; su carcajada es horrible, pero más terrible era la del
hombre verde, y me aparté de él.
—No eres un ser humano —dije—. No ahora, si es que alguna vez lo
fuiste.
Volvió a reír.
—Y pensar que tenía esperanzas en ti. Pobre de mí. Creí que me había
resignado a morir aquí entre gentes que no son más que polvo andante; pero
al destello más tenue, toda mi resignación se me fue. Soy verdaderamente
un hombre, amigo. Tú no lo eres, y yo habré muerto en unos meses.
Recordé las criaturas de su especie. Con qué frecuencia había yo
contemplado los helados tallos de las flores de estío empujados por el
viento contra los laterales de los mausoleos de nuestra necrópolis.
—Te comprendo. Van a llegar los cálidos días de sol, pero cuando se
hayan ido tú desaparecerás con ellos. Produce semillas mientras puedas.
Se tranquilizó.
—Tú no me crees, ni siquiera entiendes que soy un hombre como tú, y
sin embargo te apiadas de mí. Quizá tengas razón y para nosotros haya
llegado un sol nuevo, y por eso lo hemos olvidado. Si consigo regresar a mi
propia época hablaré allí de ti.
—Si realmente eres del futuro, ¿por qué no puedes seguir hacia tu hogar
y de ese modo huir?
—Porque, como ves, estoy encadenado. —Enseñó la pierna de modo
que yo pudiera examinar el grillete que le atenazaba el tobillo. La carne de
berilo en torno a él estaba hinchada, como la madera de un árbol que ha
crecido a través de un anillo de hierro.
La entrada de lona de la tienda se abrió y el tamborilero asomó la
cabeza.
—¿Sigues ahí? Tengo más gente fuera. —Echó una mirada expresiva al
hombre verde y se retiró.
—Quiere decir que debo echarte o cerrará la abertura por la que me
llega la luz del sol. A quienes pagan para verme los despido prediciéndoles
el futuro, así que te predeciré el tuyo. Ahora eres joven y fuerte. Pero antes
de que este mundo haya girado otras diez veces en torno al sol serás menos
fuerte y nunca volverás a recobrar la fuerza que tienes ahora. Si crías hijos,
engendrarás enemigos contra ti mismo. Si…
—¡Basta! —dije—. Lo que me estás diciendo no es más que el destino
de todos los hombres. Contéstame verazmente a una pregunta y me iré.
Estoy buscando a una mujer llamada Agia. ¿Dónde puedo encontrarla?
Por un instante los ojos le rotaron hacia arriba hasta que sólo un
estrecho creciente de verde pálido asomó bajo los párpados. Tuvo un ligero
estremecimiento; se incorporó y extendió los brazos, desplegando los dedos
como ramitas. Lentamente, dijo:
—Sobre tierra.
El estremecimiento cesó y volvió a sentarse, más viejo y pálido que
antes.
—Entonces eres un impostor —le dije, y di media vuelta—. Y yo fui un
ingenuo al creer en ti, aun tan poco.
—No —susurró el hombre verde—. Escucha. Has venido, y he repasado
todo tu futuro. Algunas partes permanecen conmigo, por nebulosas que
sean. Sólo te dije la verdad, y si ciertamente eres amigo del alcalde de este
sitio, te diré algo más que puedes contarle, algo que he sabido por las
preguntas de quienes vienen a hacerme preguntas. Gente armada intenta
liberar a un hombre llamado Barnoch.
Cogí de mi esquero la piedra de afilar, la partí sobre la estaca de la
cadena y le di la mitad. Por un momento no comprendió lo que tenía en la
mano. Después vi que poco a poco lo iba sabiendo, pues pareció ir
desplegándose en su gran alegría, como si ya se encontrara tomando el sol a
la luz más luminosa de su propio tiempo.
IV

El ramo de flores

Al salir de la tienda del vidente levanté la mirada hacia el sol. El horizonte


occidental ya había recorrido más de medio camino cielo arriba; en una
guardia o menos me tocaría hacer mi aparición. Agia se había ido, y toda
esperanza de darle alcance se había desvanecido en el frenético período en
que había estado corriendo de un extremo a otro de la feria; sin embargo,
me había tranquilizado el vaticinio del hombre verde, que yo interpreté en
el sentido de que Agia y yo nos encontraríamos de nuevo antes de morir
uno de los dos, y el pensamiento de que, así como ella había venido a ver
cómo sacaban a la luz a Barnoch, del mismo modo podría venir a presenciar
las ejecuciones de Morwenna y del ladrón de ganado.
Estuve ocupado con estas especulaciones al comenzar mi camino de
regreso a la posada. Pero antes de llegar a la habitación que Jonas y yo
compartíamos, vinieron a sustituirlas los recuerdos de Thecla y de mi
ascenso a oficial, despertados ambos por la necesidad de quitarme mis
prendas profanas y vestirme de fulígeno, como los de mi gremio. Tal era el
poder de asociación que podían ejercer el atuendo, aún colgado en las
perchas y fuera de mi vista, y Terminus Est, aún escondida bajo el colchón.
Mientras todavía me ocupaba de Thecla, solía entretenerme en descubrir
que era capaz de prever gran parte de su conversación, sobre todo del
comienzo, por el tipo de regalo que yo portaba al entrar en la celda. Si era,
por ejemplo, un manjar robado de la cocina que a ella le gustaba, provocaría
la descripción de una comida en la Casa Absoluta, y el tipo de alimento que
yo traía determinaba incluso la clase de comida descrita: si se trataba de
carne, una cena deportiva con el griterío y el trompeteo que acompañan a la
captura de una pieza y que ascendían del matadero situado por debajo y una
prolongada charla sobre podencos, halcones y leopardos de caza; si de
dulces, un festín privado que una de las grandes chatelaines ofrece a unos
pocos amigos, deliciosamente íntimo y salpicado de chismorreo; si de fruta,
una fiesta en la penumbra de un jardín del amplio parque de la Casa
Absoluta con la iluminación de mil antorchas y animada por la intervención
de malabaristas, actores, bailarines y fuegos artificiales.
Comía lo mismo de pie que sentada, y recorría en tres zancadas la celda
de un extremo a otro con el plato en la mano izquierda al tiempo que
gesticulaba con la derecha.
—¡Así, Severian, suben todos ellos al cielo lleno de sonidos de
campanas, produciendo una lluvia de chispas verdes y magenta, y los
cartuchos estallan como truenos!
Pero su pobre mano era incapaz de indicar el ascenso de los cohetes más
allá de su cabeza alzada, pues el techo no era mucho más alto que ella.
—Pero creo que te estoy aburriendo. Cuando me trajiste estos
melocotones hace un momento parecías muy contento, y ahora no sonríes.
Es que me hace bien recordar aquí esas cosas. Cómo las disfrutaré cuando
vuelva a verlas.
Claro que no me aburría. Lo que pasaba es que me entristecía verla, tan
confinada, joven todavía y de una terrible belleza…

Jonas estaba sacando Terminus Est cuando entré en la habitación. Me eché


una copa de vino.
—¿Cómo te sientes? —me preguntó.
—¿Y tú? Después de todo, es tu primera vez.
Se encogió de hombros.
—Lo mío es sólo traer y llevar cosas. ¿Ya lo has hecho antes? Me
extrañó por lo joven que pareces.
—Sí, lo he hecho antes, pero nunca a una mujer.
—¿Crees que es inocente?
Me estaba quitando la camisa; cuando tuve los brazos libres me sequé la
cara con ella y sacudí la cabeza.
—Estoy seguro de que no. Bajé a hablar con ella anoche. La tienen
encadenada al borde del agua, donde las moscas son tan malignas. Ya te lo
conté.
Jonas se volvió hacia el vino, y su mano metálica sonó al llegar a la
copa.
—Me dijiste que era bella y que su pelo era negro como…
—… como el de Thecla. Pero Morwenna lo tiene lacio y el de Thecla
era rizado.
—Como el de Thecla, a quien pareces haber querido como yo quiero a
tu amiga Jolenta. Te confieso que tuviste mucho más tiempo de enamorarte
que yo. Y me dijiste que su marido y el niño habían muerto de alguna
enfermedad, debida quizás al agua en mal estado. El marido era bastante
mayor que ella.
Dije:
—Creo que de tu edad.
—Y había una mujer mayor que también lo había querido, y ahora
estaba atormentando a la prisionera.
—Sólo con palabras. —En el gremio, sólo los aprendices llevan camisa.
Me puse los pantalones y después la capa (que era de color fulígeno, más
oscuro que el negro) alrededor de los hombros desnudos—. A los clientes
que, como ella han sido expuestos por la autoridad comúnmente se los
lapida. Cuando los vemos están magullados y es frecuente que hayan
perdido unos dientes. A veces tienen huesos rotos. Las mujeres han sido
violadas.
—Dices que es hermosa. Quizá la gente piense que es inocente. Quizá
se apiaden de ella.
Tomé Terminus Est, la desenfundé y dejé caer la vaina blanda.
—Los inocentes tienen enemigos. Ellos la temen.
Salimos juntos.
Cuando había entrado antes en la posada, tuve que abrirme paso a
empujones entre la turba de bebedores. Ahora se apartaban para dejarme
pasar. Yo iba con mi máscara y llevaba al hombro, desenvainada, Terminus
Est. En el exterior, los sonidos de la feria se fueron silenciando a medida
que avanzábamos hasta que no hubo más que un susurro, como si
camináramos en medio de un desierto de hojas.
Las ejecuciones se llevarían a cabo en el centro mismo de las
atracciones, donde ya se había congregado una densa multitud. Junto al
cadalso se encontraba un pope vestido de rojo con un pequeño formulario
en la mano. Era un hombre de edad, como la mayoría de ellos. Junto a él
esperaban los dos prisioneros rodeados por los hombres que se habían
llevado a Barnoch. El alcalde vestía la túnica oficial de color amarillo y
llevaba una cadena de oro.
Es costumbre antigua que no utilicemos los peldaños (pero en el patio
ante la Torre de la Campana he visto al maestro Gurloes ayudarse de la
espada para saltar al cadalso). Aunque es muy posible que entre los
presentes yo fuera el único que conocía esa tradición, no quise romperla
entonces, y un gran rugido, como la voz de una bestia, se elevó de la
multitud cuando subí de un salto, la capa ondeando en torno a mí.
—Increado —leyó el pope—, sabemos que quienes aquí perecerán no
son a tus ojos peores que nosotros. Tienen las manos manchadas de sangre.
Nosotros también.
Examiné el tajo. Los que se utilizan sin pasar por la supervisión
personal del gremio son notoriamente malos: «Anchos como una banqueta,
espesos como un tonto, y cóncavos, es la receta». Éste cumplía a maravilla
las dos primeras condiciones del proverbio; pero por merced de la Sacra
Katharine era ligeramente convexo, y aunque parecía seguro que la madera,
dura hasta la idiotez, embotaría el filo masculino de mi espada, yo tenía la
fortuna de tener ante mí un sujeto de cada sexo, de modo que podría utilizar
un filo en condiciones con cada uno.
—… sea tu voluntad que, cuando llegue la hora, hayan purificado sus
espíritus de modo que merezcan tu favor. Nosotros, que entonces deberemos
encontrarnos con ellos, aunque hoy derramemos su sangre…
Abrí las piernas y me apoyé sobre la espada como si dominara
completamente la ceremonia, aunque en verdad no sabía quién había sacado
la cinta corta.
—Tú, héroe que destruirá el negro gusano que devora el sol; tú, ante
quien el cielo se abre como una cortina; tú, cuyo aliento abrasará al vasto
Erebus, a Abata y a Escila, que se revuelcan bajo la ola; tú, que igualmente
habitas en la cáscara de la más diminuta semilla en el más lejano bosque,
la semilla que ha rodado hasta la oscuridad donde ningún hombre ve.
La mujer Morwenna estaba subiendo los peldaños precedida del alcalde
y seguida por un hombre que la empujaba con un espetón de hierro.
Alguien en la multitud lanzó una proposición obscena.
—… ten piedad de quienes no tuvieron piedad. Ten piedad de nosotros,
que ahora no la tendremos.
El pope había terminado y le tocaba al alcalde.
—Del modo más odioso y contra la naturaleza…
La voz era alta, muy diferente tanto de la voz con que hablaba
normalmente como del tono retórico que había utilizado en la alocución
delante de la casa de Barnoch. Tras unos momentos en que no atendí a lo
que decía (pues buscaba a Agia entre la muchedumbre), me chocó
comprobar que el alcalde estaba atemorizado. Tendría que asistir de cerca a
todo cuanto se hiciera a ambos prisioneros. Sonreí, aunque mi máscara lo
ocultaba.
—… del respeto a tu sexo. Pero se te quemará la mejilla derecha y la
izquierda, se te quebrarán las piernas y se te separará la cabeza del cuerpo.
(Esperé que hubieran tenido la sensatez suficiente de recordar que haría
falta un brasero de carbón).
—Por el poder conferido por la justicia suprema a mi brazo indigno, con
la condescendencia del Autarca, cuyos pensamientos son la música de sus
súbditos, paso a declarar… paso a declarar…
Lo había olvidado. Yo le susurré las palabras: «que tu hora ha llegado».
—Paso a declarar que tu hora ha llegado, Morwenna.
«Si tienes alguna súplica para el Conciliador, dila en tu corazón».
—Si tienes alguna súplica para el Conciliador, dila.
«Si tienes consejos para los hijos de las mujeres, después no habrá voz
para impartirlo».
El alcalde estaba recuperando el aplomo, y lo captó todo:
—Si tienes consejos para los hijos de las mujeres, no habrá después voz
para impartirlos.
Con nitidez, aunque no en voz alta, Morwenna dijo:
—Sé que la mayoría de vosotros me cree culpable. Soy inocente. Yo
nunca haría esas cosas horribles de que me habéis acusado.
La muchedumbre se acercó para oírla.
—Muchos de vosotros sois testigos de que quise a Stachys. Quise al
hijo que Stachys me dio.
Mi mirada captó una mancha de color negro purpúreo en la intensa luz
solar de primavera. Era un ramo de rosas trenódicas como los que cargan
los mudos en los funerales. La mujer que lo llevaba era Eusebia, con quien
me encontré cuando atormentaba a Morwenna a la orilla del río. Mientras la
miraba, ella respiró con arrebato el perfume de las rosas y se valió de los
espinosos tallos para abrirse camino entre la multitud. Ahora estaba al pie
del cadalso.
—Son para ti, Morwenna. Muere antes de que se marchiten.
Golpeé con la punta de mi espada las planchas de madera pidiendo
silencio, Morwenna dijo:
—El buen hombre que me leyó las plegarias, y que me ha hablado antes
de ser traída aquí, rogó que te perdonara si yo alcanzaba la suma felicidad
antes que tú. Nunca estuvo en mi poder conceder una plegaria, pero lo hago
ahora. Te perdono.
Eusebia estaba a punto de volver a hablar, pero la hice callar con una
mirada. Junto a ella, un hombre que sonreía mostrando una dentadura
incompleta saludó, y con cierto sobresalto reconocí a Hethor.
—¿Estás preparado? —Me preguntó entonces Morwenna—. Yo lo
estoy.
Jonas acababa de colocar un cubo con carbón al rojo sobre el cadalso.
De él sobresalía lo que presumiblemente era el mango de un hierro
convenientemente inscrito; pero no había ninguna silla. Miré al alcalde
intentando que comprendiese.
Fue igual que si hubiera mirado un poste. Por fin, dije:
—¿Tenemos una silla, señoría?
—Envié por una a dos hombres. Y por algo de cuerda.
—¿Cuándo? —La muchedumbre comenzaba a removerse y a murmurar.
—Hace unos momentos.
La tarde anterior él me había asegurado que todo estaría a punto, pero
ahora parecía fuera de lugar recordárselo. Desde entonces sé que no hay
nadie tan propenso a ponerse nervioso en el cadalso como un funcionario
rural. Se encuentra dividido entre el deseo ardiente de ser el centro de la
atención (un lugar que en una ejecución le está vedado) y el temor bastante
justificado de no tener la capacidad y la formación que le permitan
comportarse adecuadamente. El más cobarde de los clientes que sube los
peldaños con la certeza de que han de arrancarle los ojos, se comportará
mejor en diecinueve de cada veinte ocasiones. Se puede confiar más incluso
en una tímida cenobita, que no está habituada a los sonidos de los hombres
y siempre parece a punto de echarse a llorar.
Alguien gritó:
—¡Acabad ya!
Miré a Morwenna. De cara famélica y piel clara, sonrisa pensativa y
ojos grandes y oscuros, era el tipo de prisionero capaz de despertar en la
muchedumbre sentimientos de compasión totalmente indeseables.
—Podríamos sentarla en el tajo —le dije al alcalde. No pude privarme
de añadir—: De todos modos, es más adecuado como asiento.
—No hay nada con qué atarla.
Ya me había permitido una observación de más, así que evité darle mi
opinión sobre quienes exigen que los prisioneros estén atados.
En lugar de eso, puse Terminus Est de plano detrás del tajo, senté a
Morwenna, levanté los brazos en el antiguo saludo, tomé el hierro en mi
mano derecha, y agarrándole las muñecas con mi izquierda, administré la
marca en ambas mejillas; después levanté el hierro candente, que aún estaba
casi blanco. El grito de dolor hizo callar por un instante a la multitud, que
ahora rugía.
El alcalde se enderezó y pareció convertirse en otro hombre.
—Haz que la vean —dijo.
Había estado esperando evitarlo, pero ayudé a Morwenna a levantarse.
Con su mano derecha en la mía, como si participáramos en alguna danza
rural, hicimos un recorrido breve y formal de la plataforma. Hethor no cabía
en sí de alegría, y aunque traté de no prestarle atención, oí que se jactaba de
ser conocido mío. Eusebia ofreció a Morwenna el ramo de flores diciendo:
—Eh, toma, pronto vas a necesitarlas.
Cuando hubimos completado una vuelta miré al alcalde, y después de la
pausa inevitable mientras se preguntaba por el motivo de la demora, recibí
la señal de continuar.
Morwenna musitó:
—¿Terminará pronto?
—Ya casi ha terminado. —Ya la había sentado sobre el tajo y estaba
cogiendo mi espada—. Cierra los ojos. Intenta recordar que casi todo el que
ha vivido ha muerto, incluso el Conciliador, que se levantará como el Sol
Nuevo.
Cayeron sus párpados, pálidos y de largas pestañas, y no vio la espada
levantada. El destello de acero hizo callar de nuevo a la multitud, y cuando
los siseos se apagaron, hice caer el plano de la hoja sobre sus muslos;
además del ruido blando de la carne, se oyó el claro crujido de los fémures
como el crac, crac de los golpes de izquierda-derecha de un campeón de
boxeo. Por un instante Morwenna permaneció erecta sobre el tajo,
desmayada aunque sin caer; en ese instante di un paso atrás y le seccioné el
cuello de un tajo limpio y horizontal, mucho más difícil de dominar que
cuando se golpea hacia abajo.
Para ser sincero, hasta que no vi brotar la sangre y oí el golpe sordo de
la cabeza en la plataforma no supe que había consumado el trabajo. Sin
darme cuenta, había estado tan nervioso como el alcalde.
Ése es el momento en que, también por tradición antigua, se relaja la
acostumbrada dignidad del gremio. Yo quería reír y saltar. El alcalde me
sacudía el hombro y me farfullaba como yo deseaba farfullar; no conseguí
oírlo que dijo: seguramente alguna feliz tontería. Levanté la espada y
tomando la cabeza por el cabello la levanté también y paseé por el cadalso.
Esta vez no fue una sola vuelta, sino que la repetí hasta tres o cuatro veces.
Se había levantado una brisa que me manchó de escarlata la máscara, el
brazo y el pecho desnudo. La multitud gritaba las inevitables bromas:
«¿Quieres cortarle el pelo a mi mujer (o marido) también?». «Media
medida de salchichas cuando hayas acabado». «¿Me puedo quedar con su
sombrero?».
Yo les reía las bromas y amagaba lanzarles la cabeza, cuando alguien
me tiró del tobillo. Era Eusebia, y supe en seguida que tenía esa urgente
necesidad de hablar que había observado a menudo entre los clientes de
nuestra torre. Los ojos le chispeaban excitados y retorcía el rostro
intentando atraer mi atención, de modo que parecía simultáneamente mayor
y más joven que antes. No entendía lo que me gritaba y me incliné hacia
ella.
—¡Era inocente, era inocente!
No era el momento para explicar que yo no había sido el juez de
Morwenna, así que me limité a asentir.
—¡Me quitó a Stachys! ¡A mí! Ahora ha muerto. ¿Lo entiendes?
Después de todo era inocente, pero me alegro.
Volví a asentir y di otra vuelta al cadalso mostrando la cabeza.
—¡Fui yo quien la mató —gritó Eusebia—, no tú!
Le dije en voz alta:
—¡Como gustes!
—¡Era inocente! La conocía… era muy meticulosa. Tenía que haber
guardado algo… ¡un veneno para ella! Tenía que haber muerto antes de
que la cogierais.
Hethor la agarró del brazo y me señaló:
—¡He ahí mi maestro! ¡El mío! ¡Mi propio maestro!
—Así que fue otra persona. O quizá una enfermedad…
Yo grité:
—¡Sólo al Demiurgo pertenece toda justicia! —La multitud seguía
alborotada, aunque ya había callado un poco.
—Pero ella me robó a mi Stachys, y ahora ha desaparecido. —Más alto
que nunca, añadió—: ¡Es maravilloso! ¡Ha desaparecido! —Y luego
hundió la cara en el ramo de flores como para cargarse los pulmones del
empalagoso perfume de las rosas. Dejé caer la cabeza de Morwenna en la
cesta que estaba esperándola y limpié la hoja de mi espada con la franela
escarlata que me tendió Jonas. Cuando vi de nuevo a Eusebia, yacía sin vida
tendida en medio de un círculo de mirones.
Entonces no me detuve a pensarlo; supuse que en el exceso de alegría le
había fallado el corazón. Luego, por la tarde, el alcalde hizo que el ramo
fuera examinado por un boticario, quien entre los pétalos encontró un
potente aunque sutil veneno que no pudo identificar. Supongo que
Morwenna debió de tenerlo en la mano al subir los escalones, y que lo dejó
caer entre las flores cuando tras aplicarle el hierro di una vuelta con ella por
el cadalso.

Permíteme que haga una pausa en este punto y te hable como una mente a
otra, aunque quizá nos separe un abismo de eones. Aunque lo que ya he
escrito (desde la puerta cerrada hasta la feria de Saltus) abarca la mayor
parte de mi vida de adulto y lo que queda por registrar no comprende más
que algunos meses, siento que todavía no he llegado ni a la mitad de mi
relato. Para que no ocupe una biblioteca tan grande como la de Ultan,
pasaré por alto (te lo digo sencillamente) muchas cosas. He mencionado la
ejecución de Agilus, el hermano gemelo de Agia, porque es importante para
mi historia, y la de Morwenna por las circunstancias poco corrientes que la
rodearon. Ya no describiré otras, aunque tengan cierto interés especial. Si
gozas con el dolor y la muerte, te seré de poca satisfacción. Baste decir que
ejecuté las operaciones prescritas con el ladrón de ganado, que culminaron
en su ejecución; en lo futuro, cuando describa mis viajes, has de entender
que practiqué los misterios de nuestro gremio donde resultaba beneficioso
hacerlo, aunque no menciono las ocasiones concretas.
V

El arroyo

Esa tarde, Jonas y yo cenamos solos en nuestra habitación. Vi que era


agradable ser popular y conocido de todos; pero también es cansador, y uno
acaba hartándose de responder una y otra vez a las mismas preguntas
simplistas y de rechazar cortésmente las invitaciones a beber.
Había habido un pequeño desacuerdo con el alcalde acerca del pago que
yo había de recibir; yo había entendido que además de la cuarta parte que se
me dio al contratarme, recibiría una paga completa por cada cliente muerto,
mientras que el alcalde pretendía según dijo, que se me pagara sólo cuando
hubiera dado cuenta de los tres. Yo nunca hubiera estado de acuerdo con
eso, y menos ahora que conocía la advertencia del hombre verde (y que por
lealtad a Vodalus yo había callado). Pero cuando amenacé con no aparecer a
la tarde siguiente, recibí mi paga y todo se resolvió en paz.
Ahora, Jonas y yo nos encontrábamos acomodados frente a una fuente
humeante y una botella de vino, la puerta estaba cerrada con cerrojo y el
posadero recibió instrucciones de negar que yo estuviese en el
establecimiento. Me hubiera encontrado perfectamente a gusto si el vino de
mi copa no me hubiera recordado tan vívidamente ese otro vino, mucho
mejor, que Jonas había descubierto en el aguamanil la noche anterior
después que yo hube examinado la Garra en secreto.
Jonas, observándome, creo, mientras yo miraba el pálido fluido rojo,
llenó su copa y dijo:
—Has de recordar que no eres responsable de las sentencias. Si no
hubieras venido aquí, los hubieran castigado de todos modos, y
probablemente habrían sufrido más en manos no tan expertas.
Le pregunté si sabía de qué estaba hablando.
—Veo que… te inquieta lo que hoy sucedió.
—Pensé que todo había estado bien.
—Ya sabes lo que dijo el pulpo cuando salió de la cama de algas de la
sirena: «No discuto tu habilidad, al contrario. Pero podrías alegrar un poco
más esa cara».
—Cuando ha pasado, siempre nos encontramos un poco deprimidos.
Eso es lo que siempre dijo el maestro Palaemón, y en mi caso lo he
comprobado. Él decía que se trataba de una función psicológica puramente
mecánica, y por entonces eso me pareció un oximorón, pero ahora no estoy
seguro de que no tuviera razón. ¿Viste lo que pasó o te tuvieron muy
ocupado?
—Estuve en los escalones detrás de ti la mayor parte del tiempo.
—Entonces estabas en un buen sitio y pudiste verlo todo; no hubo
contratiempos después que decidimos no esperar la silla. Me aplaudieron
por lo bien que lo hice y me convertí en un foco de admiración. A eso sigue
una sensación de decaimiento. El maestro Palaemón solía hablar de
melancolía de multitudes y de melancolía de la corte, y dijo que a algunos
nos afectan las dos, a otros ninguna, y a otros una, pero no la otra. Bueno,
pues yo tengo melancolía de multitudes, y no creo que en Thrax se me
presente la oportunidad de descubrir si también tengo o no melancolía de la
corte.
—¿Y qué es eso? —Jonas estaba mirando el vino de su copa.
—En ocasiones un torturador, por ejemplo un maestro de la Ciudadela,
entra en contacto con exultantes del más alto grado. Supón que hay un
prisionero sumamente sensible que quizás está en posesión de información
importante. Es probable que se delegue en un oficial de alto grado la
asistencia al examen de ese prisionero. Muy frecuentemente tendrá poca
experiencia con las operaciones delicadas, de modo que le preguntará al
maestro y quizá le confiese algunos temores en relación con el
temperamento o la salud del sujeto. En tales circunstancias, un torturador se
cree el centro de todo…
—Y después se siente deprimido cuando todo acaba. Sí, creo que lo
entiendo.
—¿Has visto alguna vez una actuación en que todo sale mal?
—No. ¿No vas a comer nada de carne?
—Yo tampoco las he visto, pero he oído hablar de ellas y por eso me
encontraba tenso. De casos en que el cliente ha escapado y ha huido entre la
multitud, de casos en que fueron necesarios varios golpes para partir el
cuello, de casos en que un torturador perdió la confianza en sí mismo y no
pudo proseguir. Cuando salté a ese cadalso, no había manera de saber si me
pasarían algunas de esas cosas. Si me hubieran pasado, quizás estaría
acabado para toda la vida.
—«En todo caso, es un modo terrible de ganarse el sustento». Eso,
¿sabes?, es lo que dijo el árbol del espino al alcaudón.
—Realmente no… —Me interrumpí porque vi algo que se movía en el
lado más alejado del cuarto. Al principio pensé que era una rata, animal por
el que siento mucha aversión, pues he visto muchos clientes mordidos en
las mazmorras de nuestra torre.
—¿Qué es?
—Algo blanco. —Fui al otro lado de la mesa. Una hoja de papel.
Alguien la ha metido por debajo de la puerta.
—Debe de ser otra mujer que quiere dormir contigo —dijo Jonas, pero
yo ya tenía la hoja en la mano. Se trataba sin duda de la escritura delicada
de una mujer, en tinta grisácea sobre pergamino. La acerqué a la vela para
leerla.

Queridísimo Severian:
Uno de estos amables hombres que me está ayudando me ha dicho que te encuentras en la
villa de Saltus, no muy lejos. Parece demasiado hermoso para que sea verdad, pero ahora
tengo que saber si puedes perdonarme.
Te juro que los sufrimientos que hayas soportado por mí no fui yo quien los eligió. Desde
el principio quise contártelo todo, pero los demás se opusieron desde el principio.
Consideraron que sólo deberían saberlo quienes tuvieran que saberlo (o sea, nadie más que
ellos) y por último me dijeron sin rodeos que si no les obedecía en todo abandonarían el plan
y me dejarían morir. Yo sabía que tú morirías por mí, y así que me atreví a esperar que si
hubieras podido escoger, hubieras escogido sufrir por mí también. Perdóname.
Ahora estoy lejos y casi libre. Soy dueña de mi persona, en tanto que sólo obedezco las
sencillas y humanas instrucciones del Padre Inire. Por tanto, te lo contaré todo, esperando que
cuando lo sepas me perdonarás de verdad.
Ya sabes lo de mi arresto. Recordarás con cuánto celo procuraba mi bienestar tu maestro
Gurloes, y cuán frecuentemente visitaba mi celda para hablarme o me llamaba para que él y
los demás maestros me interrogaran. Esto se debía a que mi protector, el buen Padre Inire, le
había encargado ser estrictamente atento conmigo.
Al fin, cuando quedó claro que el Autarca no me liberaría, el Padre Inire se propuso
hacerlo él mismo. Desconozco de qué amenazas fue objeto el maestro Gurloes o qué sobornos
le ofrecieron. Pero bastaron, y pocos días antes de mi muerte (como tú creías, querido
Severian) él me explicó cómo se dispondría todo. Por supuesto, no bastaba con que yo fuera
liberada. Era necesario también que no me buscasen. Eso significa que por fuerza tenía que
parecer que yo estaba muerta; sin embargo, el maestro Gurloes había recibido instrucciones
estrictas de no dejarme morir.
Ahora podrás imaginarte cómo conseguimos sortear esa maraña de impedimentos. Se
dispuso someterme a un ingenio cuya acción no fuera más que interna, y antes el maestro
Gurloes lo desarmó para que yo no sufriera ningún daño real. Cuando me creyeras
agonizante, yo debía pedirte algo que terminara con mi lastimosa existencia. Todo sucedió
como estaba planeado. Tú me diste el cuchillo, me hice un corte superficial en el brazo, me
arrastré cerca de la puerta para que corriera algo de sangre por debajo, y después me manché
de sangre la garganta y me extendí sobre la cama para que me vieras así cuando miraras
dentro de la celda.
¿Lo hiciste? Yo yacía con la quietud de la muerte. Tenía los ojos cerrados, pero me
pareció sentir tu dolor cuando me viste allí. Estuve a punto de llorar, y ahora recuerdo el
miedo que tuve de que vieras mis lágrimas. Al fin oí que te ibas. Me vendé el brazo y me lavé
la cara y el cuello. Después de algún tiempo, el maestro Gurloes acudió y me sacó de allí.
Perdóname.
Ahora he de verte de nuevo, y si el Padre Inire consigue el perdón para mí, como
solemnemente se ha comprometido a hacerlo, no hay ninguna razón para que volvamos a
separarnos. Pero acude en seguida a mí; estoy esperando a un mensajero, y si llega he de
volar a la Casa Absoluta para arrojarme a los pies del Autarca, cuyo nombre sea un bálsamo
tres veces loado para las abrasadas frentes de sus siervos.
No le hables a nadie de esto; ve desde Saltus hacia el noroeste hasta que encuentres un
arroyo que avanza serpenteando hacia el Gyoll. Sigue la corriente, y verás que sale de la boca
de una mina.
Aquí he de comunicarte un grave secreto, que en modo alguno has de revelar a los demás.
En esta mina el Autarca esconde un tesoro: allí ha amontonado grandes sumas de monedas
acuñadas, lingotes y gemas en previsión de que llegue un día en que se vea obligado a huir
del Trono Fénix. El tesoro lo guardan ciertos servidores del Padre Inire, pero no debes
tenerles miedo. Se les ha dado instrucciones para que me obedezcan y les he hablado de ti
ordenándoles que te permitan pasar sin oponer resistencia. Así, pues, cuando entres en la
mina sigue el curso de agua hasta que llegues a su fin, allí donde mana de una piedra. Ahí te
espero y de ahí te escribo, con la esperanza de que perdones a tu
THECLA

Me siento incapaz de describir la alegría que sentí cuando leí y releí esta
carta. Jonas, que miraba mi cara, saltó al principio de la silla, pensando
quizá que iba a desmayarme; después se retiró como si huyera de un
lunático. Cuando por fin doblé la carta y la metí en el bolsillo de mi
cinturón, él no me hizo ninguna pregunta (pues Jonas era un verdadero
amigo), aunque me indicó con la mirada que estaba dispuesto a ayudarme.
—Necesito tu animal —le dije—. ¿Me lo puedo llevar?
—Encantado. Pero…
Yo ya estaba abriendo la puerta.
—No puedes venir. Si todo va bien, procuraré devolvértelo.
Cuando bajé corriendo las escaleras y entré en el patio, la carta me
hablaba con la voz misma de Thecla; y cuando entré en el establo ya me
había convertido en un verdadero lunático. Busqué el petigallo de Jonas,
pero en su lugar, ante mí, descubrí un gran corcel, la altura de cuyo lomo
rebasaba la de mis ojos. No tenía ni idea de quién podía haberlo montado en
esta villa pacífica, y no lo pensé. Sin dudarlo un momento, lo monté de un
brinco, desenvainé Terminus Est, y de un tajo cercené las riendas que lo
ataban.
Jamás he visto una montura mejor. En un salto estuvo fuera del establo,
y en dos, arremetiendo hacia la calle de la villa. Durante el espacio de un
aliento temí que tropezara en la cuerda de alguna tienda, pero en su galope
tenía la seguridad de una bailarina. La calle corría hacia el este, hacia el río.
Tan pronto como hubimos dejado atrás las casas, le hice ir hacia la
izquierda. Saltó un muro como si nada, y me encontré atravesando a todo
galope un prado donde los toros levantaban los cuernos a la verde luz de la
luna.
Ahora no soy un gran jinete y entonces lo era menos. A pesar de lo
elevado de la silla de montar, creo que me hubiera caído de un animal más
bajo antes de recorrer media legua, pero mi corcel robado se movía, a pesar
de toda su velocidad, con la levedad de una sombra. Y, en verdad, una
sombra debíamos parecer, él, con su piel negra, yo, con mi capa fulígena.
No frenó su carrera hasta que atravesamos chapoteando el arroyo a que se
refería la carta. Allí me detuve, en parte agarrando el ronzal, pero más con
palabras, a las que él atendía como un hermano. No había sendero ni a uno
ni a otro lado del río, y no lo seguimos mucho trecho cuando los árboles
ocuparon las riberas. Entonces llevé al animal por el arroyo (aunque él se
resistía), donde avanzamos por entre aguas agitadas y espumosas como si
subiéramos por peldaños, y nadáramos en remansos profundos.
Durante más de una guardia de tiempo, vadeamos este arroyo pasando
por un bosque muy parecido al que Jonas y yo habíamos atravesado cuando
nos separamos de Dorcas, el doctor Talos y los demás en la Puerta de la
Piedad. Después, las riberas se hicieron más anchas y accidentadas, los
árboles más pequeños y retorcidos. En la corriente habían guijarros, de
bordes rectos, y supe que habían sido hechos por manos humanas y que nos
encontrábamos en la región de las minas, sobre las ruinas de una gran
ciudad. Nuestro camino se hizo más empinado, y a pesar de todo su brío, el
animal resbaló varias veces sobre las piedras, de modo que me vi obligado a
desmontar. Atravesamos así una serie de pequeñas y extrañas oquedades,
todas oscuras en los costados sombríos, pero también moteadas aquí y allá
de luz verde de luna, todas sonoras con el sonido del agua, pero sólo con él,
y por lo demás envueltas en silencio.
Por último, entramos en un valle más pequeño y estrecho que los otros,
y en el extremo del valle, a una cadena de donde la luz de la luna rebosaba
sobre una pronunciada elevación, vi la oscuridad de una abertura. Allí nacía
el arroyo, de allí manaba como saliva de los labios de un titán petrificado.
Junto al agua encontré una superficie de terreno bastante nivelada como
para que mi montura se mantuviera erguida, y conseguí atarla allí,
anudando lo que quedaba de las riendas a un árbol achaparrado.
No cabe duda que tiempo atrás se accedió a la mina con ayuda de un
caballete de madera, que hacía ya tiempo se había podrido. Aunque a la luz
de la luna la escalada parecía imposible, conseguí encontrar unos cuantos
puntos de apoyo para los pies en el antiguo muro, y lo escalé por uno de los
lados de la cascada de agua.
Ya tenía las manos dentro de la abertura cuando oí, o creí oír, un ruido
que venía del arroyo, detrás de mí. Me detuve y volví la cabeza. La tromba
de agua habría ahogado cualquier ruido menos perentorio que un toque de
corneta o que una explosión; pero sin embargo yo había notado algo, la nota
de una piedra que cae sobre otra, quizás, o el ruido de una zambullida.
El arroyo parecía tranquilo y silencioso. Entonces vi que mi corcel
cambiaba de posición, y por un momento la orgullosa cabeza y las orejas
empinadas hacia delante se irguieron a la luz. Imaginé que lo que había oído
no era más que el golpe de las herraduras contra la piedra, y que el animal
coceaba descontento por haber sido atado con una rienda corta. Me escurrí
dentro del túnel, y más tarde supe que de este modo había salvado mi vida.
Por poco seso que tenga, cualquier hombre que, como yo, sabe que ha
de internarse en un lugar semejante, habría llevado una linterna y una cierta
cantidad de velas. Pero el pensamiento de que Thecla aún vivía me había
arrebatado de tal manera que no disponía de ninguna, así que avancé
arrastrándome en la oscuridad, y no hube dado aún doce pasos cuando la
luz de la luna del valle desapareció detrás de mí. Mis botas estaban en el
agua, así que caminé como cuando había conducido a mi diestrero por la
corriente. Llevaba a Terminus Est colgada al hombro izquierdo, y no temía
que la punta de la vaina pudiera mojarse en la corriente, ya que el techo del
túnel era tan bajo que yo avanzaba inclinado hacia delante. Así continué
durante largo rato, siempre temiendo haberme equivocado de camino y que
Thecla me esperara en otro lugar, y que me siguiera esperando en vano.
VI

Resplandor azul

Llegué a acostumbrarme tanto al sonido del agua helada que si me lo


hubieras preguntado hubiera dicho que caminaba en silencio; pero no era
así y cuando, de pronto, el incómodo túnel desembocó en una enorme sala
igualmente oscura, lo supe en seguida por el cambio en la música de la
corriente. Di un paso más, y otro, y levanté la cabeza. Ya no había piedras
escabrosas en qué chocar. Levanté los brazos. Nada. Agarré a Terminus Est
por la empuñadura de ónice y moví por el aire la hoja, aún envainada. Nada
todavía.
Entonces hice algo que tú, que lees esta crónica, encontrarás
ciertamente estúpido, aunque has de recordar que a los guardias que pudiera
haber en la mina se les había advertido de mi llegada y se les había dicho
que no me hicieran daño. Grité el nombre de Thecla.
Y el eco respondió:
—Thecla… Thecla… Thecla…
Y otra vez el silencio.
Me acordé de que tenía que seguir el curso del agua hasta donde brotaba
de una roca, y que no lo había hecho. Posiblemente goteaba por tantas
galerías en este lugar debajo de la colina como fuera de ella a través de los
valles. De nuevo volvía avanzar por el agua, tanteando el camino a cada
paso por temor a caer de cabeza al paso siguiente.
No había avanzado cinco zancadas cuando oí algo, lejano pero nítido,
por encima del susurro del agua, que ahora fluía mansamente. No había
avanzado cinco pasos más cuando vi una luz.
No era el reflejo esmeralda de los fabulados bosques de la luna, ni una
luz como la que llevan los guardias, esto es, la llama escarlata de una
antorcha, el dorado resplandor de un cirio, o incluso el penetrante rayo
blanco que algunas veces había vislumbrado de noche cuando las bengalas
del Autarca rasgaban el cielo de la Ciudadela. Más bien se trataba de una
niebla luminosa que en ocasiones parecía no tener color y a veces parecía
de un impuro verde amarillento. Era imposible saber la distancia a que se
encontraba y parecía no tener forma. Por unos instantes tremoló antes mis
ojos; y yo, que todavía seguía el curso de la corriente, avancé chapoteando
hacia ella. Entonces se le unió otra luz.
Me es difícil concentrarme en lo que ocurrió en los minutos siguientes.
Quizá todo el mundo guarda en secreto algunos momentos de horror, como
nuestras mazmorras, en sus niveles más bajos y deshabitados, guardaban a
aquellos clientes cuyas mentes habían sido destruidas o transformadas
tiempo atrás en conciencias que ya no eran humanas. Como ellas, estos
recuerdos gritan y golpean las paredes con sus cadenas, pero raramente
llegan a emerger a la luz.
Lo que experimenté bajo la colina aún me acompaña, como nos
acompañaban aquellos clientes, y es algo que me esfuerzo por arrinconar en
lo más recóndito, pero que de cuando en cuando aflora a mi conciencia. (No
hace mucho, cuando el Samru aún se encontraba cerca de la desembocadura
del Gyoll, miré de noche por la barandilla de popa; cada movimiento de los
remos me parecía una mancha de fuego fosforescente, y por un momento
imaginé que los de debajo de la colina habían venido por fin a buscarme.
Ahora soy yo el comandante, pero eso poco me tranquiliza).
Una segunda luz se unió a la primera, como ya he descrito, y después
apareció una tercera, y una cuarta, y yo seguía avanzando. De pronto hubo
demasiadas luces para contarlas, pero como yo no sabía qué eran en
realidad, me confortaban y estimulaban, imaginando que cada una de ellas
era quizás una chispa perteneciente a algún desconocido tipo de antorcha y
que algunos de los guardianes mencionados en la carta llevaban consigo.
Cuando hube avanzado otra docena de pasos, vi que estas manchas de luz
se mezclaban para formar una figura, un dardo o una flecha que apuntaba
hacia mí. Entonces oí, muy tenuemente, un rugido como el que salía de la
torre llamada del Oso cuando a los animales se les daba la comida. Pienso
que incluso entonces hubiera podido escapar si me hubiera girado y echado
a correr.
No lo hice. El rugido creció, aunque no se trataba exactamente de un
ruido de animales, ni tampoco del griterío de la más frenética de las turbas
humanas. Vi que las manchas de luz no eran informes, como yo antes había
imaginado. Todas, en realidad, parecían tener la forma que en arte se llama
estrella, con cinco puntas desiguales.
Fue entonces, ya demasiado tarde, cuando me detuve.
Para entonces, la luz incierta y desprovista de matiz que arrojaban estas
estrellas se había intensificado lo suficiente como para que yo viera las
formas de alrededor como sombras acechantes. A ambos lados había masas
de lados angulares que eran obra de hombres. Me encontraba al parecer en
la ciudad enterrada (que en este punto no se había hundido bajo el peso del
suelo que la cubría), donde los mineros de Saltus desenterraban sus tesoros.
Entre estas masas había pilares rechonchos de una ordenada irregularidad
como la que en ocasiones he observado en los haces de leña, en los que
cada rama sobresale pero juntas son partes de un todo. Estas masas
producían tenues destellos, devolviendo la cadavérica luz de las móviles
estrellas y haciéndola menos siniestra, o al menos más hermosa, que cuando
la habían recibido.
Por un momento estos pilares me sorprendieron; entonces volví a
mirarlas formas estrelladas y por primera vez pude verlas. ¿Te has abierto
paso por la noche hacia lo que parecía ser el ventanuco de una casa de
campo y resultó ser la tronera de una gran fortaleza? ¿O has resbalado
mientras escalabas, consiguiendo sostenerte, y al mirar hacia abajo has visto
que la caída era cien veces mayor de lo que habías pensado? Si es así, te
imaginarás lo que sentí. Las estrellas no eran chispas de luz, sino formas
como de hombres, y parecían pequeñas sólo porque la caverna donde me
encontraban era de una vastedad inconcebible. Y los hombres, que no lo
parecían, pues eran más anchos de hombros y más encorvados, se me
acercaban apresuradamente. El rugido que yo había oído eran sus voces.
Me volví y cuando comprobé que no podía correr por el agua subí a la
ribera donde se encontraban las oscuras estructuras. Para entonces ya
estaban casi encima de mí, y algunos se movían a mi derecha y a mi
izquierda para cortarme la retirada al mundo exterior.
Eran terribles de un modo que no estoy seguro de poder explicar…
Como monos, pues tenían pelos, el cuerpo encorvado, los brazos largos, las
piernas cortas y el cuello ancho. Sus dientes eran como garras de
esmilodontes, curvados y en perfil de sierra, y sobresalían un dedo por
debajo de las imponentes mandíbulas. Sin embargo, lo que me causó horror
no fue ninguna de estas cosas, ni la luz noctilucente que desprendían. Era
algo en sus caras, quizás en sus enormes ojos de iris pálidos. Ese algo me
decía que eran humanos como yo. Así como los ancianos se encuentran
aprisionados en cuerpos que se descomponen, así como las mujeres están
encerradas en débiles cuerpos que las convierten en presas de los obscenos
deseos de miles de hombres, así estaban envueltos estos hombres en su
espeluznante apariencia de monos, y lo sabían. Cuando me rodearon, pude
ver ese conocimiento, y eso fue lo peor, porque aquellos ojos eran la única
parte de ellos que no relumbraba.
Tomé aliento para gritar Thecla una vez más. Entonces caí en la cuenta,
cerré la boca, y desenvainé Terminus Est.
Uno de ellos, más grande o al menos más osado que los otros, avanzó
hacia mí. Llevaba un mazo cuya asta había sido un fémur. Todavía fuera del
alcance de mi espada, me amenazó rugiendo y golpeándose la mano con la
cabeza metálica del arma.
Algo removió el agua detrás de mí, y me volví a tiempo de ver que uno
de los hombres mono cruzaba el río. Dio un salto atrás para evitar el tajo de
mi espada, pero la punta cuadrada de la hoja lo alcanzó bajo la axila. Tan
fina era esa hoja, tan magníficamente templada y perfectamente afilada, que
cortó hasta el esternón.
Cayó y el agua se llevó su cadáver. Pero antes de golpearlo advertí que
le repugnaba cruzar el agua. El agua le había impedido moverse, al menos
tanto como a mí. Volviéndome para poder ver a todos mis atacantes,
retrocedí y comencé, lentamente, a moverme hacia el sitio donde el agua
corría hacia el mundo exterior. Pensaba que si era capaz de llegar al
incómodo túnel me encontraría a salvo; pero también sabía que ellos nunca
lo permitirían.
Continuaron agrupándose en una masa más densa a mi alrededor; eran
ya varios centenares. El resplandor que desprendían me permitió ver
entonces que las masas cuadradas que yo había vislumbrado anteriormente
eran en realidad edificios, al parecer de los más antiguos, hechos de piedra
gris sin junturas y salpicados en todas partes de excrementos de
murciélagos.
Los pilares irregulares no eran sino lingotes apilados, cruzados en capas
unos sobre otros. Por el color estimé que eran de plata. Había un centenar
en cada pila, y seguramente muchos cientos de estas pilas en la ciudad
enterrada.
Observé todo esto mientras daba media docena de pasos. Al séptimo
vinieron por mí al menos veinte de ellos, y de todas partes. No había tiempo
para golpes limpios al cuello. Manejé la espada en molinete, y el siseo de la
hoja llenó el mundo subterráneo y resonó en las paredes y el techo de
piedra, oyéndose por encima del griterío y de los lamentos.
En tales momentos el sentido del tiempo enloquece. Recuerdo cómo se
abalanzaron y cómo repartí golpes frenéticos, pero en retrospectiva todo
pareció haber sucedido en un instante. Cayeron dos, y cinco, y diez, hasta
que el agua a mi alrededor estuvo negra de sangre a la luz cadavérica,
saturada de moribundos y de muertos; pero seguían viniendo. Recibí un
golpe en un hombro que pareció el mazazo del puño de un gigante.
Terminus Est cayó de mi mano y el peso de los cuerpos me tumbó y estuve
tanteando a ciegas bajo el agua. Los colmillos de mi enemigo me rasgaron
el brazo como lo hubieran hecho dos lanzas, pero me pareció que tenía
demasiado miedo de ahogarse para pelear como hubiera tenido que hacerlo.
Metí con fuerza los dedos en las anchas fosas nasales y le partí el cuello,
aunque parecía más fuerte que el de un hombre.
Si hubiera podido contener la respiración hasta que hubiera llegado al
túnel, podría haber escapado. Los hombres mono parecían haberme perdido
de vista, y avancé un trecho bajo el agua corriente abajo. Pero me estallaban
los pulmones; levanté la cara hacia la superficie y se abalanzaron sobre mí.
Sin duda para todo el mundo llega un momento en que por necesidad
tiene que morir. Siempre he creído que éste fue mi momento. Todo lo que
he vivido desde entonces lo he contado como puro beneficio, como un
regalo inmerecido. No tenía ningún arma y mi brazo derecho se encontraba
entumecido y desgarrado. Los hombres mono se mostraban osados ahora.
Esa osadía me dio otro momento más de vida, puesto que se amontonaron
tantos para matarme que se obstruyeron entre ellos. A uno le di una patada
en la cara. Un segundo agarró mi bota. Hubo un destello de luz y yo,
movido por no sé qué instinto o inspiración, fui a atraparlo con la mano.
Cogí la Garra.
Como si reuniera en sí todo el resplandor cadavérico y lo tiñera del
color de la vida, arrojó una clara luz azulada que inundó la caverna. En un
latido de corazón los hombres mono se detuvieron como obedeciendo a un
golpe de gong, y yo levanté la gema sobre mi cabeza; ignoro qué clase de
exaltado terror había esperado producir, si es que realmente lo había
esperado en absoluto.
Pero lo que sucedió fue muy distinto. Los hombres mono no huyeron
con gritos destemplados ni reanudaron su ataque, sino que se retiraron hasta
que el más cercano se encontró a unas tres zancadas de distancia, y se
agacharon apretando las caras contra el suelo de la mina. Hubo otra vez
silencio, como cuando yo entrara en el túnel, y sólo se oía el susurro de la
corriente; pero ahora podía verlo todo, desde las pilas de deslustrados
lingotes de plata cerca de mí, hasta el extremo mismo de donde los hombres
monos habían descendido por una pared en ruinas, habiéndome parecido
entonces como manchas de pálida lumbre.
Comencé a retroceder. Entonces los hombres mono alzaron los ojos y
tenían rostros de seres humanos. Cuando los vi así, supe de los eones de
luchas en la oscuridad que habían engendrado esos colmillos, esos ojos
como platos y esas orejas batientes. Dicen los magos que una vez fuimos
monos, criaturas felices en bosques devorados por los desiertos hace ya
tanto tiempo que carecen de nombre. Los viejos vuelven a ser como niños
cuando los años acaban nublándoles las mentes. ¿No es posible que la
humanidad, al igual que los ancianos, regrese algún día a la imagen
decrépita de lo que fue, si al fin muere el viejo sol y nos quedamos en la
oscuridad peleando por unos huesos? Yo vi nuestro futuro, al menos un
futuro, y sentí más pena por quienes habían triunfado en las oscuras batallas
que por quienes habían derramado su sangre en esa noche eterna.
Como he dicho, retrocedí un paso, y después otro, mas ninguno de los
hombres mono se movió para detenerme. Entonces me acordé de Terminus
Est. De haber escapado de la más frenética de las batallas, me hubiera
despreciado a mí mismo si la hubiera dejado atrás. Irme indemne y sin ella
era más de lo que yo podía soportar. Comencé a avanzar de nuevo,
buscando el destello del acero a la luz de la Garra.
Entonces las caras de aquellos extraños y encorvados hombres
parecieron iluminarse, y comprendí lo que esperaban de mí: que yo quisiera
quedarme con ellos, de modo que la Garra y la radiación azul fueran suyas
para siempre. Cuán terrible parece ahora, cuando escribo estas palabras
sobre el papel; sin embargo, creo que no fue así en la realidad. Aunque de
apariencia bestial, en la brutalidad de cada cara había una expresión de
adoración, de manera que pensé, como ahora lo pienso, que si en muchos
aspectos son peores que nosotros, estas gentes de las ciudades escondidas
bajo Urth son mejores en otros, habiendo recibido la bendición de una fea
inocencia.
Busqué de un lado a otro, de orilla a orilla, pero no vi nada, aunque me
pareció que la Garra despedía una luz más y más brillante hasta que al fin
cada diente de piedra que colgaba del techo cavernoso echó una sombra de
nítidos y acusados contornos negros. Por fin grité a los hombres que se
arrastraban:
—Mi espada… ¿Dónde está mi espada? ¿La tiene alguno?
Yo no les hubiera hablado de no haberme encontrado medio frenético
por el miedo de perderla; pero ellos parecieron entenderme. Comenzaron a
murmurar entre ellos, y a hacerme señales, aunque sin levantarse, para
indicarme que ya no pelearían, alargándome las cachiporras y lanzas de
afilado hueso para que yo las cogiera. Entonces, por encima del murmullo
del agua y del farfulleo de los hombres mono, oí un nuevo sonido, y en
seguida ellos callaron. Si un ogro fuera a comerse los pilares mismos del
mundo, el crujir de sus dientes hubiera hecho exactamente el mismo ruido.
El cauce de la corriente, donde yo aún permanecía, tembló bajo mis pies, y
el agua, que había estado tan clara, se cargó levemente de sedimento, de
modo que pareció como si una cinta de humo avanzara por ella
serpenteando. Lejos de las profundidades se oyó un paso que podía haber
sido el de una torre en el Día Final, cuando se dice que todas las ciudades
de Urth avanzarán para ir al encuentro del amanecer del Sol Nuevo.
A continuación se oyó otro paso.
Los hombres mono se levantaron en seguida, y agachados huyeron
hacia el extremo más lejano de la galería, silenciosos ya y rápidos como los
murciélagos que cortaban el aire. La luz se fue con ellos, y me pareció,
como ya lo había temido, que la Garra había brillado para ellos y no para
mí.
Un tercer paso vino de debajo de la tierra, y con él se apagó el último
resplandor; pero en ese instante, en ese último resplandor, vi a Terminus Est
en lo más profundo del agua. Me doblé en la oscuridad, metí la Garra de
nuevo en mi bota, y cogí mi espada; y al hacerlo, descubrí que el
entumecimiento de mi brazo había desaparecido, y que ahora parecía tan
fuerte como antes de la pelea.
Sonó un cuarto paso y me volví para huir, tanteando delante de mí con
la espada. Creo que ahora sé a qué criatura invocamos desde las raíces del
continente; pero entonces no lo sabía, y no sabía si fue el rugir de los
hombres mono, o la luz de la Garra o alguna otra causa lo que la despertó.
Sólo sabía que muy debajo de nosotros había algo ante lo cual los hombres
monos, a pesar de su número y de lo terrorífico de su aspecto, se
desperdigaban como chispas al viento.
VII

Los asesinos

Cuando pienso en mi segundo pasaje por el túnel que me llevaba al mundo


exterior, creo que duró una guardia o más. Admito que mis nervios nunca
han estado perfectamente templados, pues siempre los ha atormentado una
memoria incesante, pero entonces se encontraban en extrema tensión, de
manera que tres zancadas parecían abarcar toda una vida. Por supuesto que
yo estaba asustado. Nunca me han llamado cobarde desde niño, y en
determinadas ocasiones algunas personas han comentado mi valentía. He
desempeñado sin desmayo mis cometidos como miembro del gremio, me he
batido privadamente y en guerras, he escalado peñascos y en varias
ocasiones estuve a punto de perecer ahogado. Pero pienso que entre quienes
tienen fama de valientes y aquéllos de quienes se piensa que son cobardes
como gallinas, no hay mucha diferencia: los segundos tienen miedo antes
del peligro, y los primeros, después de él.
Desde luego, nadie puede encontrarse muy asustado en el momento de
un gran peligro inminente, pues el cerebro está demasiado concentrado en
la cosa misma y en los actos que son necesarios para enfrentarla o evitarla.
El cobarde, pues, es cobarde porque su miedo lo lleva con él; a veces, las
personas a quienes creemos cobardes nos sorprenden por su bravura, si no
han sido advertidos del peligro que corren.
El maestro Gurloes, de quien cuando yo era niño pensaba que tenía el
más impávido valor, era sin duda un cobarde. Durante el período en que
Drotte fue capitán de aprendices, Roche y yo solíamos alternar, por turnos,
en el servicio del maestro Gurloes y del maestro Palaemón, y una noche,
cuando el maestro Gurloes se hubo retirado a su cabina, habiéndome dado
instrucciones para que me quedara y le llenase la copa, comenzó a hacerme
confidencias.
—Muchacho, ¿conoces a la cliente fa? Es hija de armígero, y bastante
guapa.
Como aprendiz, trataba poco con los clientes; así que negué con la
cabeza.
—Ha de ser abusada.
No tenía idea de lo que quería decir, así que respondí:
—Sí, maestro.
—Se trata de la desgracia más grande que le puede sobrevenir a una
mujer, o también a un hombre. Ser abusada por el torturador. —Se tocó el
pecho y echó hacia atrás la cabeza para mirarme. La cabeza era
notablemente pequeña para un hombre tan enorme; de haber llevado camisa
o chaqueta (lo que desde luego nunca hacía), hubiérase creído que la
llevaba forrada.
—Sí, maestro.
—¿No te vas a ofrecer a hacerlo en mi lugar? Con lo joven y jugoso que
eres. No me digas que aún no tienes pelos.
Por fin comprendí lo que quería decir, y le dije que no me había
enterado de que estuviera permitido, porque aún era aprendiz, pero que si él
lo ordenaba desde luego, obedecería.
—Sí, imagino que sí. No está mal, ¿sabes? Pero es alta, y no me gustan
las altas. Puedes estar seguro de que en esa familia ha habido un bastardo
exultante hace una generación o dos. Como dicen, la sangre siempre te
traiciona, aunque sólo nosotros sabemos todo lo que eso significa. ¿Quieres
hacerlo?
Me alargó la copa y la llené.
—Si lo deseas, maestro… —La verdad era que me excitaba imaginarlo.
Nunca había poseído a una mujer.
—Tú no puedes y yo debo. ¿Y si yo fuera interrogado? Pues también
estoy obligado a certificarlo y a firmar los papeles. Soy maestro del gremio
desde hace veinte años y nunca he falsificado ningún papel. Supongo que
crees que no puedo hacerlo.
Eso nunca se me había ocurrido, así como nunca había pensado lo
contrario (que todavía pudiera quedarle algo de vigor sexual) del maestro
Palaemón, cuyo pelo canoso, espalda encorvada y gafas escrutadoras le
daban el aspecto de una persona eternamente decrépita.
—Bien, mira aquí —dijo el maestro Gurloes, y con un movimiento se
levantó de la silla.
Era de esos capaces de caminar bien y de hablar con claridad incluso
cuando están borrachos, y se dirigió con mucho aplomo hacia un armario y
sacó un jarrón de porcelana azul, aunque por un momento pensé que iba a
dejarlo caer…
—Esto es una medicina rara y potente. —Quitó la tapadera y me enseñó
un polvillo marrón oscuro—. No falla nunca. Lo tendrás que utilizar algún
día, de manera que debes conocerlo. Pon en la punta de un cuchillo
exactamente lo que puedas coger con la uña del dedo, ¿entiendes? Si coges
demasiado, no podrás aparecer en público durante un par de días.
Dije:
—Lo recordaré, maestro.
—Por supuesto que es un veneno. Todas las medicinas lo son, y ésta es
la mejor. Si te excedes un poco te matará. Y no has de volver a tomarlo
hasta que cambie la luna, ¿comprendes?
—Quizá sería mejor hacer que el hermano Corbinian pese la dosis,
maestro.
Corbinian era nuestro boticario; me aterrorizaba que el maestro Gurloes
fuera a tragarse una cucharada ante mis ojos.
—No me hace falta pedírselo. —Despectivamente puso de nuevo la
tapadera sobre la jarra y de un golpe volvió a colocarla en la estantería del
armario—. Eso está bien, maestro.
—Además —dijo guiñándome un ojo—, contaré con esto. —Del
bolsillo del cinturón sacó un falo de hierro; medía palmo y medio y en el
extremo opuesto a la punta tenía una correa de cuero. Aunque te parezca
idiota, lector, por un instante no se me ocurrió para qué podría ser aquello, a
pesar del realismo algo exagerado del diseño. Tenía la idea confusa de que
el vino lo había vuelto infantil, pues un niño es quien supone que no hay
una diferencia esencial entre una montura de madera y un verdadero
animal. Me dieron ganas de reír.
—«Abusar», ésa es la palabra. Ahí, ya ves, es donde nos dejan una
salida. —Y se golpeaba con el falo de hierro la palma de la mano, el mismo
gesto, ahora que lo pienso, que había hecho el hombre mono que me había
amenazado con el mazo. Entonces lo comprendí y sentí un asco
irreprimible.
Pero ahora ya no sentiría ese sentimiento de asco en una situación
parecida. Yo no sentía compasión por la cliente, porque no pensaba en
absoluto en ella. Era sólo una especie de repugnancia por el maestro
Gurloes, que a pesar de toda su voluminosidad y enorme fortaleza tenía que
recurrir al polvillo marrón, y lo que es peor, al falo de hierro, un objeto que
quizás habían quitado de una estatua. Sin embargo, en otra ocasión en que
el acto tenía que cumplirse inmediatamente por temor a que la orden no
pudiera ser ejecutada antes de que la cliente muriera, lo vi actuar en
seguida, sin polvillo ni falo ni dificultad alguna.
Así pues, el maestro Gurloes era un cobarde. Y, sin embargo, quizá su
cobardía era mejor que el valor que yo hubiera tenido en su lugar, pues el
coraje no siempre es una virtud. Yo había actuado con valentía (según se
cuentan esas cosas) cuando peleé contra los hombres mono, pero esa
valentía no fue más que una mezcla de osadía, sorpresa y desesperación;
cuando ya en el túnel no había motivo para tener miedo, yo lo tenía, y casi
me reventé los sesos contra el techo bajo; pero no me detuve, ni siquiera
aminoré la marcha hasta que no vi enfrente de mí la apertura, que el bendito
resplandor de la luz de la luna hacía visible. Entonces fue cuando realmente
me detuve; y sintiéndome a salvo, limpié mi espada lo mejor que pude con
el borde rasgado de mi capa, y la enfundé.
Hecho esto, me la eché al hombro, y con un balanceo me dejé caer hacia
fuera, tanteando con la punta de mis empapadas botas los rebordes que me
habían ayudado a subir. Acababa de llegar al tercero de los rebordes,
cuando dos dardos inflamados golpearon la roca cerca de mi cabeza. Uno
debió quedarse con la punta incrustada en alguna irregularidad de la antigua
obra, pues permaneció allí abrasándose en blanco fuego. Me acuerdo de mi
sorpresa, y de cómo esperé, en los pocos momentos que mediaron antes de
que el siguiente golpeara más cerca todavía y casi me cegara, que los
arbalestos no fueran de ésos que ponen en la cuerda un nuevo proyectil
cuando se aprieta el gatillo y que son tan rápidos en volver a disparar.
Cuando el tercero estalló contra la piedra, supe que era en verdad un
arbalesto de ese tipo, y me dejé caer antes de que los tiradores, que ya
habían fallado, pudieran volver a disparar.
Había, como tenía que haberlo sabido, un profundo remanso donde caía
el agua que salía de la boca de la mina. Me di una nueva zambullida, pero
como ya estaba mojado no me sentó mal e incluso apagó las manchas de
fuego que se me habían pegado a la cara y a los brazos.
Ahora ni se planteaba la cuestión de permanecer debajo del agua, que
me cogió como si fuera un palo y me hizo subir por donde quiso. Por la más
feliz de las casualidades, fui a emerger a cierta distancia de la cara de la
roca, y pude contemplar a mis atacantes desde atrás mientras trepaba a la
orilla. Ellos y la mujer que los acompañaba, estaban mirando al lugar donde
la cascada caía. Desenvainé Terminus Est por última vez en la noche
mientras gritaba:
—Por aquí, Agia.
Ya había adivinado que se trataba de ella, pero al volverse (más rápida
que ninguno de los hombres que estaban con ella) le vi la cara a la luz de la
luna. Para mí era una cara terrible (si bien adorable a pesar de toda su
modestia), porque contemplarla significaba que Thecla seguramente había
muerto.
El hombre más cercano a mí fue bastante estúpido como para tratar de
llevarse el arbalesto al hombro antes de apretar el gatillo. Me agaché
cercenándole las piernas, mientras el dardo del otro silbaba sobre mi cabeza
como un meteoro.
Cuando de nuevo me erguí, el segundo hombre había dejado caer su
arbalesto y se estaba llevando la mano al cinto. Agia fue más veloz,
hiriéndome en el cuello con un athame antes de que el arma de él estuviera
fuera de la vaina. Esquivé el primer golpe de ella y le paré el segundo,
aunque la hoja de Terminus Est no estaba hecha para la esgrima. Cuando la
ataqué tuvo que retroceder de un salto.
—Ponte detrás —le dijo al segundo arbalestero—. Yo puedo
enfrentarme con él.
El hombre no respondió, y la boca se le abrió en una amplia mueca.
Antes de darme cuenta de que no era a mí a quien miraba, algo con un
resplandor febril saltó a mi lado. Oí el repugnante sonido de un cráneo que
se rompe. Agia se volvió con la agilidad de un gato, y hubiera atravesado al
hombre mono si de un golpe en la mano yo no le hubiera quitado el
cuchillo; el arma envenenada cayó rebotando hasta el remanso del río.
Entonces trató de huir, pero la agarré por el cabello y la hice caer.
El hombre mono farfullaba algo sobre el cuerpo del arbalestero que
había matado, y nunca he sabido si trataba de quitarle alguna cosa o si
simplemente sentía curiosidad por su aspecto. Apreté con el pie el cuello de
Agia y el hombre mono se incorporó, volvió la cara hacia mí, y a
continuación cayó de hinojos en la postura que yo le había visto en la mina,
y levantó los brazos. Le faltaba una mano. Reconocí el tajo limpio de
Terminus Est. El hombre mono farfulló algo que no pude entender. Traté de
contestar:
—Sí, yo lo hice, lo siento. Ahora estamos en paz.
Me miró con ojos suplicantes y habló de nuevo. Todavía le caía un hilo
de sangre del muñón, aunque las gentes de su especie han de tener un
mecanismo para cerrar las venas, como el que tienen los tilacodontes, según
se dice; sin los cuidados de un cirujano, con esa herida cualquier hombre se
hubiera desangrado hasta morir.
—Yo te la hice, pero fue mientras aún peleábamos, antes de que vierais
la Garra del Conciliador.
Entonces se me ocurrió que quizá me había seguido para volver a
contemplar la gema, dominando el temor a aquella cosa que habíamos
despertado debajo de la colina. Me llevé la mano al borde de la bota y saqué
la Garra, y en ese momento me di cuenta de lo estúpido que había sido en
poner la bota y su preciosa carga tan cerca del alcance de Agia, pues los
ojos se le agrandaron de codicia en el momento en que el hombre mono se
agachó aún más y alargó el muñón lastimoso.
Por un momento permanecimos los tres en esa postura, y éramos sin
duda un extraño grupo en aquella luz irreal. Desde los picos de más arriba,
una voz sorprendida gritó mi nombre. Como el sonido de una trompeta que
en una representación fantasmagórica disuelve todo lo fingido, ese grito
puso fin a nuestra escena. Bajé la Garra y la escondí en la palma de mi
mano. De un salto, el hombre mono se lanzó a la cara de la roca, y Agia
comenzó a debatirse y a maldecir bajo mi pie.
La calmé golpeándola de plano con mi espada, pero mantuve la bota
encima de ella hasta que Jonas me hubo alcanzado y ya fuimos dos para
impedir que escapase.
—Pensé que podrías necesitar ayuda. Ya veo que me equivocaba —dijo
mientras miraba los cadáveres de los hombres que habían estado con Agia.
Le dije:
—No fue ésta la verdadera pelea.
Agia se incorporó sentándose y se sacudió el cuello y los hombros.
—Éramos cuatro, y hubiéramos dado buena cuenta de ti, pero los
cuerpos de esas cosas, esos hombres-tigre luciérnagas, comenzaron a
asomar por el agujero y dos de los míos tuvieron miedo y escaparon.
Jonas se rascó la cabeza con su mano de acero: el sonido de un corcel
almohazado.
—Así que vi lo que creí ver. Había empezado a preguntármelo.
Le pregunté qué creía haber visto.
—Un ser que resplandecía en un ropaje de piel y que te hacía una
reverencia. Y tú sostenías una copa de coñac ardiente, creo. ¿O era
incienso? ¿Qué es esto? —Se inclinó y cogió algo del borde de la orilla
donde el hombre mono se había puesto de hinojos.
—Una cachiporra.
—Sí, ya lo veo. —En el extremo de la empuñadura de hueso había una
tira de cuero y Jonas se la pasó por la muñeca—. ¿Quiénes son estas
personas que trataron de matarte?
—Lo hubiéramos conseguido si no hubiera sido por esa capa. Lo vimos
salir del agujero, pero la capa lo cubrió cuando empezó a descender, de
modo que mis hombres no pudieron ver el blanco, sólo la piel de sus
brazos.
Expliqué tan brevemente como pude mis relaciones con Agia y su
hermano gemelo, y describí la muerte de Agilus.
—Y ahora ella ha venido a juntarse con él. —Jonas miró primero a ella
y luego la longitud carmesí de Terminus Est, y se encogió levemente de
hombros—. He dejado arriba mi petigallo, y tendría que ocuparme de él.
Así después puedo decir que no vi nada. ¿Fue esta mujer quien envió la
carta?
—Tendría que haberlo sabido. Le conté lo de Thecla. Tú no sabes nada
de Thecla, pero ella sí. De eso trataba la carta. Le conté todo mientras
visitamos el Jardín Botánico en Nessus. En la carta había errores y cosas
que Thecla no hubiera dicho, pero cuando la leí no me paré a pensarlo.
Me retiré y volví a poner la Garra en la bota, metiéndola bien adentro.
—Tal vez sea mejor que te ocupes de tu animal, como dices. El mío
parece haber escapado, y quizá tengamos que cabalgar en el tuyo por
turnos.
Jonas asintió y regresó subiendo por donde había venido.
—Me estabas esperando, ¿no? —le pregunté a Agia—. Oí algo y el
diestrero meneó las orejas. Eras tú. ¿Por qué no me mataste entonces?
—Estábamos allí arriba —hizo un gesto indicando las alturas—, y quise
que los hombres que pagué tiraran contra ti cuando subías caminando por la
corriente. Fueron estúpidos y tozudos como siempre son los hombres, y
dijeron que no desperdiciarían sus dardos, que las criaturas de ahí dentro te
matarían. Hice caer rodando la piedra más grande que pude mover, pero
para entonces ya era demasiado tarde.
—¿Te habían contado lo de la mina?
Agia encogió los hombros desnudos, que la luz de la luna convirtió en
algo más hermoso que la carne.
—Como vas a matarme, ¿qué más me da? Todos los lugareños cuentan
historias sobre este sitio. Dicen que esas cosas salen de noche durante las
tormentas y se llevan los animales de los establos y a veces entran en las
casas por los niños. Y una leyenda dice que dentro guardan un tesoro, así
que también lo puse en la carta. Pensé que si no venías por Thecla podrías
venir por eso. ¿Puedo volverte la espalda, Severian? Si da lo mismo, no
quiero verlo.
Cuando lo dijo, sentí como si se me hubiera quitado un peso del
corazón: no estaba seguro de poder golpearla si hubiera tenido que mirarle
la cara.
Levanté mi propio falo de hierro y sentí entonces que quería preguntarle
otra cosa a Agia, pero no conseguí recordar lo que podía ser.
—Golpea —dijo—. Estoy dispuesta.
Traté de pisar con firmeza y mis dedos tocaron la cabeza de la mujer en
la guarda de la espada, la cabeza que marcaba el filo femenino.
Poco después, volvió a repetir:
—Golpea.
Pero para entonces yo ya había dejado atrás el valle.
VIII

Los cultellarii

Regresamos en silencio a la posada, y tan lentamente que el cielo se volvió


gris por el este antes de que llegáramos a la ciudad. Mientras Jonas
desensillaba el petigallo le dije:
—No la maté.
Movió la cabeza sin mirarme.
—Lo sé.
—¿Lo viste? Dijiste que no lo harías.
—Oí la voz de ella cuando prácticamente ya estabas a mi lado. ¿Lo
volverá a intentar?
Me quedé pensando, mientras él llevaba la pequeña silla de montar al
guadarnés. Cuando salió, le dije:
—Sí, estoy seguro de que lo hará. No me hizo ninguna promesa, si eso
es lo que quieres decir. De todos modos, no la hubiera mantenido.
—Entonces, yo la habría matado.
—Sí —dije—, eso hubiera sido lo correcto.
Salimos juntos del establo. La luz que había ahora en el patio bastaba ya
para poder ver el pozo y las amplias puertas por las que se entraba a la
posada.
—No creo que hubiese sido lo correcto, sólo digo que yo lo habría
hecho. Me hubiera imaginado siendo apuñalado mientras dormía, muriendo
en algún lugar sobre un sucio camastro, y hubiera eliminado la amenaza.
Pero no hubiese sido lo correcto. —Jonas levantó el mazo que había dejado
allí el hombre mono y en una parodia brutal y sin gracia simuló un golpe de
espada. La cabeza del arma captó la luz y ambos nos quedamos
boquiabiertos.
Era de oro batido.

Ninguno de nosotros sentía deseo alguno de asistir a las atracciones que aún
ofrecía la feria a quienes se habían pasado la noche jaraneando. Nos
retiramos a nuestra habitación y nos preparamos para dormir. Cuando Jonas
me propuso compartir el oro conmigo, me negué. Antes había tenido dinero
de sobra, además del adelanto de mi paga, y él había vivido, digamos, de mi
generosidad. Pero ahora me alegraba que ya no tuviera que sentirse en
deuda conmigo. También sentí vergüenza de ver la total confianza que
ponía en mí ofreciéndome el oro, y recordé cuán cuidadosamente le había
ocultado (y aún le ocultaba) la existencia de la Garra. Me sentí obligado a
contárselo, pero no lo hice, y en cambio procuré sacar el pie de la bota
mojada de manera que la Garra cayera dentro de la punta.
Me levanté alrededor del mediodía, y después de cerciorarme de que la
Garra seguía allí, desperté a Jonas como me lo había pedido.
—En la feria habrá joyeros que querrán comprármelo, supongo —dijo
—. Al menos, podré regatear con ellos. ¿Quieres acompañarme?
—Tenemos que comer algo, y para cuando hayamos concluido será la
hora de estar otra vez en el cadalso.
—¿Así que vuelves al trabajo?
—Sí. —Cogí mi capa; estaba bastante desgarrada, y mis botas aún
seguían descoloridas y un poco húmedas.
—Una de las doncellas de aquí puede cosértela. No quedará como
nueva, pero sí bastante mejor que ahora. —Jonas abrió la puerta de un tirón
—. Ven conmigo si tienes hambre. ¿Por qué estás tan pensativo?
En el reservado de la posada, delante de una buena comida, y mientras
la mujer del posadero me cosía la capa en otra habitación, le conté lo que
había ocurrido debajo de la colina y que terminó con los pasos que oí muy
debajo de la tierra.
—Eres un hombre extraño —fue todo lo que dijo.
—Tú lo eres más que yo. No quieres que la gente lo sepa, pero eres un
forastero.
Él sonrió.
—¿Un cacógeno?
—Un extranjero.
Jonas negó con la cabeza y después asintió.
—Sí, debo de serlo. Pero tú… Tú tienes ese talismán que te permite
gobernar las pesadillas, y has descubierto un tesoro de plata. Y, sin
embargo, me lo cuentas como si estuvieras hablando del tiempo.
Cogí un poco de pan.
—Admito que es extraño, pero lo extraño reside en la Garra, en la cosa
misma y no en mí, y en cuanto a contártelo, ¿por qué no había de hacerlo?
Si te quisiera robar el oro, lo vendería y me gastaría el dinero, pero no creo
que las cosas le fueran bien a quien robara la Garra. No sé por qué, pero así
lo creo, y por supuesto, Agia la robó. En cuanto a la plata…
—¿Y ella te la puso en el bolsillo?
—En el esquero que me cuelga del cinturón. Creyó que su hermano me
mataría, recuérdalo. Después reclamarían mi cuerpo, ya lo habían planeado,
así que se llevarían Terminus Est y mi ropa. Ella obtendría mi espada, mis
prendas de vestir y la gema, y mientras tanto, si la encontraban, me
culparían a mí y no a ella. Recuerdo…
—¿Qué?
—Las Peregrinas. Nos detuvieron cuando intentábamos salir. Jonas,
¿crees que es verdad que algunos pueden leer los pensamientos de otra
gente?
—Por supuesto.
—No todo el mundo está tan seguro. El maestro Gurloes estaba a favor
de esa idea, pero el maestro Palaemón no quería ni que se la mencionaran, y
sin embargo creo que la primera sacerdotisa de Las Peregrinas lo podía
hacer, al menos en cierto grado. Ella sabía que Agia, y no yo, se había
llevado algo. Hizo desnudar a Agia de modo que pudieran registrarla, pero
no me registraron a mí. Más tarde destruyeron la catedral, y pienso que
quizá fue por la pérdida de la Garra; después de todo, era la Catedral de la
Garra.
Jonas asintió meditabundo.
—Pero no es eso lo que quería preguntarte. Me gustaría saber qué
piensas de aquellos pasos. Todo el mundo sabe de Erebus y de Abaia y de
otros seres del mar que algún día han de venir a la tierra. No obstante,
pienso que tú sabes más que la mayoría de nosotros.
El rostro de Jonas, hasta ahora tan franco, se cerró, en guardia.
—¿Y por qué lo piensas? —preguntó.
—Porque has sido marino, y por la historia de los guisantes que contaste
en la puerta de la Muralla. Debes de haber visto mi libro marrón cuando lo
leía arriba. Cuenta todos los secretos del mundo, o al menos lo que varios
magos decían qué secretos eran ésos. No lo he leído entero, ni siquiera la
mitad, aunque Thecla y yo solíamos leer alguna cita cada pocos días y el
tiempo que mediaba entre lectura y lectura lo pasábamos discutiendo. Pero
me he dado cuenta que todas las explicaciones de ese libro son sencillas e
infantiles en apariencia.
—Igual que mi historia.
Asentí con la cabeza.
—Tu historia parece sacada del libro. La primera vez que se lo llevé a
Thecla supuse que era para niños o para adultos que gozaban con cosas de
niños. Pero cuando hubimos hablado sobre algunos de los pensamientos del
libro, comprendí que tenían que ser expresados de esa manera y de ninguna
otra. Si el escritor hubiese querido describir una nueva manera de hacer
vino o la mejor forma de hacer el amor, podría haber recurrido a un
lenguaje complejo y preciso, pero en el libro que realmente escribió él tenía
que decir: «En el comienzo fue sólo el Hexamerón», o «No ha de verse el
icono quieto de pies, sino ver el quieto de pie». La cosa que oí bajo tierra…
¿era algo parecido?
—No la vi. —Jonas se levantó—. Voy a salir a vender la maza. Pero
antes de irme, voy a decirte lo que todas las esposas dicen a sus maridos
antes o después: «Antes de hacer más preguntas, piensa si realmente quieres
conocer las respuestas».
—Una última pregunta —dije—, y te prometo que no insistiré. Cuando
estábamos saliendo por la Muralla, dijiste que lo que veíamos entonces eran
soldados, con lo que quisiste decir que se les había destacado allí para
resistir a Abaia y a los otros. ¿Son los hombres mono soldados del mismo
tipo? Si lo son, ¿de qué pueden valer los luchadores de talla humana cuando
nuestros oponentes son grandes como montañas? ¿Y por qué los antiguos
autarcas no utilizaron soldados humanos?
Jonas había envuelto la maza en un paño y ahora estaba de pie
pasándosela de una mano a la otra.
—Has hecho tres preguntas, y sólo puedo contestar con certeza a la
segunda. Aventuraré una respuesta para las otras dos, pero te voy a tomar la
palabra: es la última vez que hablamos de estas cosas.
»Primero, la última pregunta. Los antiguos autarcas, que no lo eran o no
se les llamaba así, utilizaron sin duda soldados humanos, pero los guerreros
que crearon humanizando animales, y quizás en secreto animalizando
hombres, eran más leales. Tenían que serlo, puesto que el populacho, que
odiaba a sus gobernantes, odiaba todavía más a estos servidores inhumanos.
Así, a los servidores podía hacérseles soportar cosas que no hubieran
tolerado los soldados humanos. A eso puede obedecer el que se les utilizara
en la Muralla. O tal vez haya otra explicación completamente diferente.
Jonas hizo una pausa y fue hacia la ventana para mirar no la calle, sino
las nubes.
—Ignoro si tus hombres mono son el mismo tipo de híbrido. El que vi
me pareció bastante humano exceptuando la piel, así que me siento
inclinado a convenir contigo en que son seres humanos cuya naturaleza
esencial ha experimentado algún cambio a causa de la vida en las minas y el
contacto con las reliquias de la ciudad allí enterradas. Urth es ya muy
antiguo. Es muy antiguo, y no cabe duda de que en tiempos periclitados se
han enterrado muchos tesoros. El oro y la plata no se alteran, pero sus
guardianes pueden sufrir metamorfosis más extrañas que las que cambian la
uva en vino y la arena en perlas.
Dije:
—Pero los del exterior aguantamos la oscuridad todas las noches, y se
nos traen los tesoros que se sacan de las minas. ¿Por qué no hemos
cambiado también?
Jonas no respondió, y recordé mi promesa de no preguntarle nada más.
Aunque cuando se volvió a mirarme, en sus ojos había algo que me decía
que me estaba comportando como un idiota, que en realidad habíamos
cambiado. De nuevo volvió a darme la espalda y a mirar por la ventana
hacia arriba.
—De acuerdo —asentí—, no tienes que contestar a eso. Pero ¿y la otra
pregunta que prometiste responder? ¿Cómo pueden los soldados humanos
resistir a los monstruos de los mares?
—Tenías razón al decir que Erebus y Abaia son grandes como
montañas, y admito que me sorprendió que lo supieras. La mayoría de la
gente carece de imaginación para concebir algo tan enorme, y piensa que no
son más grandes que casas o barcos. Su tamaño real es tan enorme que si
bien siguen en este mundo no pueden nunca abandonar el agua, pues su
propio peso los aplastaría. No debes imaginártelos golpeando la Muralla
con los puños, o lanzando cascotes aquí y allá. Reclutan a sus servidores
con el pensamiento y los lanzan contra todas las normas que se oponen a las
propias.
Entonces Jonas abrió la puerta de la posada y desapareció en el tumulto
de la calle; yo seguí donde estaba, con el codo apoyado en la mesa donde
habíamos comido, y me acordé del sueño que había tenido cuando compartí
la cama con Calveros. La tierra no podría sostenernos, habían dicho las
monstruosas mujeres.

Ahora he llegado a un punto de mi narración donde es inevitable que


escriba sobre algo que en gran parte he evitado referir hasta ahora. Tú que
lees no habrás dejado de darte cuenta de que no he tenido escrúpulos en
volver a contar con gran detalle cosas que sucedieron hace años y en
transcribir las palabras mismas de aquéllos que me hablaron y las palabras
mismas con que yo repliqué; y quizás hayas creído que no se trata más que
de un recurso convencional que he adoptado para hacer que mi narración
sea más fluida. La verdad es que me cuento entre los tocados por la
maldición de tener lo que se llama una memoria perfecta. No podemos,
como se dice sin más, acordamos de todo. Soy incapaz de retener el orden
en que estaban colocados los libros en la biblioteca del maestro Ultan, pero
recuerdo cosas que casi todo el mundo olvida: la posición que ocupada cada
uno de los objetos sobre una mesa por la que pasé cuando era niño, o
incluso que anteriormente me acordé de algo y cómo ese incidente
recordado era distinto del recuerdo que de él guardo ahora.
Esta capacidad de retener fue lo que me convirtió en el alumno
preferido del maestro Palaemón, así que a ella puede atribuírsele la
existencia de este relato, pues si él no me hubiera favorecido, no habría sido
enviado a Thrax con la espada.
Hay quien dice que esta capacidad está unida a la falta de juicio; no soy
yo quien puede saberlo. Pero en ella hay otro peligro, con el que he
tropezado muchas veces. Cuando vuelvo el pensamiento hacia el pasado,
como estoy haciendo ahora y como hice cuando traté de recordar mi sueño,
el recuerdo es tan nítido que parece que me moviera de nuevo en el día que
ya murió, un nuevo viejo día, inalterado cada vez que lo saco a la superficie
de mi mente, siendo sus eidólones tan reales como yo. Ahora mismo soy
capaz de cerrar los ojos y penetrar en la celda de Thecla como lo hice una
tarde de invierno; y en seguida mis dedos notan el calor de su vestido y mi
nariz se llena del perfume de su persona, un perfume como de cálidas
azucenas delante del fuego. Le levanto el vestido y abrazo su cuerpo de
marfil, sintiendo sus pechos contra mi cara…

¿Lo ves? Es muy fácil malgastar horas y días con tales recuerdos, y en
ocasiones me sumerjo tanto en ellos que me embriagan y me ahogan. Eso
fue lo que acababa de ocurrir. Los pasos que oí en la caverna de los
hombres monos todavía resonaban en mi mente. Buscando alguna
explicación volví a mi sueño, seguro ahora de que sabía de dónde procedía
y esperando que hubiera revelado más de lo que yo mismo había
aprehendido.
De nuevo me encuentro subido sobre la mitrada montura de alas de piel.
Los pelícanos vuelan bajo nosotros batiendo las alas rígidas y formalmente,
y las gaviotas se lamentan volando en círculos.
De nuevo vuelvo a caer por el abismo del aire, avanzo silbando hacia el
mar, pero permanezco suspendido por unos momentos entre olas y nubes.
Me doblo para ponerme de cabeza, dejo que las piernas me sigan detrás
como bandera al viento y de esta manera atravieso el agua y veo flotando en
el claro azul la cabeza con cabellos de serpiente y el animal de múltiples
cabezas, y después el jardín de arena, que se mueve en torbellinos mucho
más abajo. La gigantesca figura femenina levanta unos brazos como troncos
de sicómoro, y en la punta de los dedos tiene garras de amaranto y
entonces, de súbito, yo, hasta entonces ciego, comprendí por qué Abaia me
había enviado este sueño y había tratado de reclutarme para la gran guerra
final de Urth.

Mas ahora la tiranía de la memoria agobiaba mi voluntad. Aunque veía las


titánicas odaliscas y su jardín y sabía que no eran más que trozos
recordados de un sueño, no podía escapar a la fascinación de esas mujeres y
a la memoria del sueño. Unas manos me agarraron como si fuera un
muñeco, y mientras era así zarandeado entre las meretrices de Abaia, fui
levantado de mi ancho sillón de la posada de Saltus; y, sin embargo, durante
quizás un centenar de latidos más, no pude librar mi mente del mar y de sus
mujeres de cabellos verdes.
—Está durmiendo.
—Tiene los ojos abiertos.
—¿Nos llevamos la espada? —dijo una tercera voz.
—Tráela. Quizás haya trabajo para ella.
Las titanes se esfumaron. Hombres con piel de antílope y tosca lana
impedían que me moviera, y otro con un corte en la cara apoyaba la punta
de un puñal contra mi garganta. El hombre de mi derecha blandía Terminus
Est con la mano libre. Se trataba del voluntario de barba negra que había
ayudado a tirar el muro de la casa tapiada.
—Alguien viene.
El hombre de la cicatriz en la cara se hizo a un lado. Oí un ruido
metálico en la puerta y la exclamación que lanzó Jonas al ser empujado
hacia dentro.
—Éste es tu señor, ¿no? Bueno, amigo, no te muevas ni grites. Vamos a
mataros.
IX

El señor del Follaje

Nos obligaron a permanecer de cara a la pared mientras nos maniataban.


Después nos ataron las capas por encima del hombro para ocultar las
ataduras y para que pareciera que caminábamos con las manos unidas por
detrás, y nos condujeron al patio, donde un enorme baluchiterio se mecía de
una a otra pata bajo un sencillo howdah de hierro y cuerno. El hombre que
me aferraba el brazo izquierdo golpeó por encima de nosotros con un palo
la corva del animal para hacer que se arrodillara, tras lo cual nos hicieron
subir a lomos de la bestia.
El camino que nos trajo a Saltus a Jonas y a mí discurría entre montones
de escombros procedentes de las minas, compuestos en gran parte de
piedras y ladrillos rotos. Cuando cabalgué siguiendo las engañosas
indicaciones de la carta de Agia, volví a pasar por más escombros, aunque
el camino me llevó sobre todo a través del bosque por el lado más cercano a
la villa. Ahora avanzábamos entre montones de escoria por donde no había
ningún sendero. Los mineros habían descargado en este lugar, además de
mucha basura, todo lo que habían extraído del pasado enterrado que pudiera
manchar el buen nombre de la villa y su industria. Todo lo que era
asqueroso yacía apilado en inestables montones diez veces más altos que el
elevado lomo de un baluchiterio: estatuas obscenas, inclinadas y
desmoronándose, y huesos humanos que aún tenían adherida carne seca y
marañas de cabello. Y con ellos, diez mil hombres y mujeres que, buscando
una resurrección privada, eran ahora cadáveres eternamente imperecederos;
yacían aquí como borrachos después de una bacanal, rotos los sarcófagos de
cristal y las extremidades relajadas en grotesco desarreglo, las ropas
podridas o en trance de pudrirse y los ojos fijamente clavados en el cielo.
Al principio Jonas y yo habíamos tratado de interrogar a nuestros
captores, pero nos habían hecho callar a golpes. Ahora que el baluchiterio
avanzaba entre esta desolación, parecían más relajados y volví a preguntar
adónde nos llevaban. El hombre de la cicatriz en la cara respondió:
—A la naturaleza silvestre, la patria de los hombres libres y las mujeres
adorables.
Pensé en Agia y le pregunté si la servía. Él rio y negó con un
movimiento de la cabeza.
—Mi señor es Vodalus del Bosque.
—¡Vodalus!
—De modo que lo conoces, ¿eh? —dijo, y dándole un codazo al
hombre de barba negra que venía en el howdah con nosotros añadió—: Sin
duda Vodalus te tratará con mucha amabilidad por haberte ofrecido con
tanto entusiasmo a martirizar a uno de sus servidores.
—Sí, le conozco —dije, y ya iba a contar al hombre de la cicatriz mi
relación con Vodalus, cuya vida había salvado el año antes de convertirme
en capitán de aprendices. Pero entonces me pregunté si Vodalus lo
recordaría, y sólo dije que si hubiera sabido que Barnoch servía a Vodalus,
de ningún modo me habría prestado a ejecutar el suplicio. Por supuesto que
mentía, pues yo lo sabía y acepté el encargo remunerado pensando que
podría ahorrar algún sufrimiento a Barnoch. Esa mentira no sirvió; los tres
reaccionaron con una risa ahogada, incluso el conductor, que cabalgaba
sobre el cuello del baluchiterio.
Cuando al fin callaron, pregunté:
—Anoche salí de Saltus cabalgando hacia el nordeste. ¿Llevamos el
mismo camino ahora?
—¿Así que fue eso? Nuestro señor vino a buscarte y volvió con las
manos vacías. —El hombre de la cicatriz en la cara sonrió, y observé que
no le desagradaba haber triunfado en la misión en que el propio Vodalus
había fracasado.
Jonas susurró:
—Vamos hacia el norte, como puedes comprobar por el sol.
—Sí —dijo el hombre de la cicatriz en la cara, que tenía sin duda un
oído penetrante—. Hacia el norte, pero no por mucho tiempo. —Y después,
para pasar el rato, me describió los medios con que el señor trataba a los
prisioneros, la mayoría de los cuales eran en extremo primitivos y más
propensos a los efectos dramáticos que a una verdadera agonía.
Como si una mano invisible hubiera corrido una cortina sobre nosotros,
las sombras de los árboles cayeron sobre el howdah. Atrás quedó el destello
de millones de trozos de cristal y también la fija mirada de los ojos muertos,
y penetramos en la frescura y la verde umbría del bosque alto. Al lado de
estos troncos poderosos, hasta el baluchiterio, cuya altura era la de tres
hombres, no parecía más que un pequeño y escurridizo animalito; y los que
íbamos sobre el lomo podíamos haber sido pigmeos de un cuento infantil
que se encaminaban al hormiguero: la fortaleza del duende diminuto que
ejercía de monarca.
Y se me ocurrió que estos troncos apenas habían sido más pequeños
cuando todavía yo no había nacido, y que habían seguido como ahora
cuando yo jugaba siendo niño entre los cipreses y las pacíficas tumbas de
nuestra necrópolis y que permanecerían allí, bebiendo de la última luz del
sol moribundo, igual que ahora, cuando yo estuviera muerto tanto tiempo
como los que allí descansaban. Vi cuán poco pesaba en la escala de las
cosas que yo viviera o muriera, por preciosa que mi vida fuera para mí. Y
de esos dos pensamientos forjé una disposición a aferrarme a la vida en
cualquier ocasión, pero sin importarme demasiado si conseguía salvarme o
no. Creo que gracias a esa disposición conseguí vivir; para mí ha sido una
magia tan fiel que desde entonces la llevo conmigo, no siempre con éxito,
pero sí a menudo.

—Severian, ¿estás bien?


Era Jonas quien hablaba. Lo miré, creo, un poco sorprendido.
—Sí. ¿Te parecí enfermo?
—Por un momento, sí.
—Sólo estaba reflexionando sobre la familiaridad de este lugar, tratando
de comprenderlo. Creo que me recuerda muchos días de verano en la
Ciudadela. Estos árboles son casi tan grandes como las torres de allí.
Muchas de esas torres están envueltas en yedra, de manera que en los días
apacibles de verano la luz tiene entre ellas esta calidad de esmeralda.
También éste es un lugar apacible, como aquél…
—¿Qué más?
—Tienes que haber ido en barca muchas veces, Jonas.
—Sí, de vez en cuando.
—Es algo que quise hacer desde hace mucho, y lo hice por vez primera
cuando a Agia y a mí nos transportaron a la isla del jardín Botánico, y más
tarde cuando atravesamos el Lago de los Pájaros. El movimiento es muy
parecido al de este animal, e igual de silencioso, con la salvedad del
chapoteo ocasional del remo al entrar en el agua. Ahora siento como si
estuviera viajando por el agua a través de la Ciudadela, remando
solemnemente.
Al oír eso, Jonas se quedó tan serio que viéndole la cara se me escapó
una carcajada, y me puse de pie con la intención, creo, de echar un vistazo
por encima del antepecho del howdah y hacer ver, con algún comentario
sobre el suelo del bosque, que todo era un juego de mi imaginación.
Sin embargo, no había acabado de levantarme cuando el hombre de la
cicatriz también lo hizo, poniéndome la punta del puñal a un lado de mi
garganta, y me dijo que volviera a sentarme. Negué despectivamente con la
cabeza.
Entonces blandió el arma.
—Siéntate o te abro la barriga.
—¿Y vas a renunciar a la gloria de llevarme prisionero? No lo creo.
Espera a que los otros le cuenten a Vodalus que me apuñalaste teniéndome
maniatado.
Ahora le tocaba jugar al destino. El hombre de la barba, que tenía a
Terminus Est, trató de desenvainarla, pero como no estaba familiarizado con
la manera adecuada de desnudar una espada tan larga (que consiste en
agarrar la empuñadura con una mano y la garganta de la vaina con la otra y
extraer la espada abriendo los brazos a derecha e izquierda), trató de sacarla
tirando, como si arrancara cizaña en un campo. En su torpeza, uno de los
movimientos del vaivén del baluchiterio lo tomó desprevenido, cayendo
contra el hombre de la cicatriz. Los filos de la espada, capaces de partir un
cabello, los cortó a los dos. El hombre de la cicatriz se echó hacia atrás y
Jonas, apresando con un pie por detrás a este hombre y empujando contra
su pierna con la planta del otro, logró hacerlo caer sobre la barandilla del
howdah.
Mientras, el hombre de la barba había soltado Terminus Est y se miraba
la herida, que era muy larga, pero sin duda poco profunda. Yo conocía esa
arma como la palma de mi mano, y en un momento me volví, me agaché y
agarré la empuñadura, y teniéndola entre los talones, corté las ataduras de
mis muñecas. El hombre de la barba negra sacó entonces una daga y pudo
haberme matado si Jonas no le hubiera dado una patada entre las piernas.
Quedó doblado, y mucho antes de que pudiera enderezarse yo ya estaba
de pie con Terminus Est dispuesta.
La contracción de los músculos lo catapultó a una posición erguida,
como suele suceder cuando el sujeto no está habituado a arrodillarse; creo
que las salpicaduras de la sangre fue la primera indicación que tuvo el
conductor (tan rápido había sucedido todo) de que algo iba mal. Se volvió
para miramos y pude alcanzarlo muy limpiamente, de un tajo horizontal con
una sola mano mientras me inclinaba hacia el exterior de howdah.
La cabeza de mi víctima no había acabado de golpear el suelo cuando el
baluchiterio avanzó entre dos enormes árboles tan juntos uno del otro que
pareció apretarse entre ellos como un ratón en el resquicio de una pared.
Más allá había un claro más abierto que todo lo que yo había visto en el
bosque. En él crecía la hierba y el helecho, y sobre este suelo, libre del velo
verde, jugueteaba la luz del sol, rica como el oropimente. En este lugar se
alzaba el trono de Vodalus, bajo el dosel de un emparrado; y sucedió que
ahí estaba sentado con la chatelaine Thea junto a él en el momento en que
entramos, juzgando y recompensando a sus seguidores.
Jonas no vio nada de eso, pues aún seguía tendido en el suelo de
howdah, donde estaba cortando con la daga la cuerda que le ataba las
manos. Lo ayudé a levantarse, pues yo lo veía todo estando de pie, en
equilibrio contra la inclinación del lomo del baluchiterio y con la espada
erguida, ya roja hasta la empuñadura. Cien rostros se volvieron hacia
nosotros, entre ellos el del exultante que ocupaba el trono y la cara en forma
de corazón de su consorte; y en sus ojos vi lo que ellos debieron de haber
visto en esos momentos: el enorme animal cabalgado por un hombre
descabezado, con las patas delanteras teñidas de sangre; yo erguido sobre el
lomo de mi espada y la capa fulígena.
Si me hubiera agachado o hubiera intentado huir o azuzar al baluchiterio
para que corriera más, hubiera muerto. En lugar de eso, y en virtud de la
disposición de ánimo que había adquirido cuando vi los cuerpos tanto
tiempo muertos entre los escombros de las minas y los árboles eternos, me
quedé como estaba, y el baluchiterio, sin nadie para guiarlo, avanzó con
paso uniforme, mientras los seguidores de Vodalus se hacían a un lado para
hacerle paso, hasta que tuvo delante de él el estrado sobre el que se
levantaba el trono y el dosel. Entonces se detuvo y el cuerpo del hombre
muerto se inclinó hacia delante y cayó sobre el estrado a los pies de
Vodalus: y yo, inclinándome muy hacia fuera del howdah, golpeé al animal
detrás de una y otra pata con la parte plana de mi espada e hice que se
arrodillara.
En el rostro de Vodalus se dibujó una tenue sonrisa que sugería muchas
cosas, una de ellas (quizá la dominante) la diversión.
—Envié a mis hombres a por el decapitador, y ya veo que han logrado
traerlo.
Le saludé con la espada, sosteniendo la empuñadura ante los ojos como
se nos enseñó a hacerlo cuando un exultante acudía a presenciar una
ejecución en el Patio Grande.
—Sieur, es el antidecapitador a quien os han traído: hace tiempo que
vuestra propia cabeza hubiera rodado sobre un suelo recién removido si no
hubiera sido por mí.
Entonces me miró más de cerca; me miró la cara en vez de la espada o
la capa, y después de unos instantes dijo:
—En efecto, tú fuiste aquel joven. ¿Tanto tiempo ha pasado?
—El suficiente, sieur.
—Hablaremos en privado de todo esto, pero ahora me esperan mis
funciones públicas. Quédate aquí. —Y señaló al suelo a la izquierda del
estrado.
Bajé del baluchiterio seguido de Jonas, y dos mozos se llevaron el
animal. Allí quedamos esperando y oímos cómo Vodalus impartía órdenes y
transmitía planes, recompensaba y castigaba, durante quizás una guardia.
Toda la jactanciosa panoplia humana de pilares y arcos no es más que una
imitación en piedra estéril de los troncos y las bóvedas que dibujan las
ramas del bosque, y aquí me pareció que apenas había diferencia alguna
entre ambas cosas, excepto que la una era gris o blanca y la otra marrón, y
verde pálido. Entonces creí comprender por qué ni el Autarca con todos sus
soldados, ni los exultantes con todas las huestes de sus servidores podían
subyugar a Vodalus; porque ocupaba la fortaleza más poderosa de Urth,
mucho más grande que nuestra Ciudadela, con la que yo la había
parangonado.
Por fin despidió a la multitud, yendo cada cual a su lugar, y bajó del
estrado para hablarme, agachándose hacia mí como si yo hubiera sido un
niño.
—Ya me serviste en una ocasión —dijo—. Por eso te perdonaré la vida,
pase lo que pase, aunque quizá sea necesario que sigas siendo mi huésped
durante algún tiempo. Sabiendo que tu vida ya no corre peligro, ¿me
servirás otra vez?
El juramento de fidelidad al Autarca que yo había prestado con ocasión
de mi ascenso, no tenía la fuerza suficiente para resistir al recuerdo de esa
tarde nebulosa con la que he comenzado este relato de mi vida. Los
juramentos de fidelidad no son más que meras cuestiones de honor
comparados con los beneficios que damos a los otros, que son cosas del
espíritu; basta con que salvemos alguna vez a otro, y somos suyos para toda
la vida. Se suele decir que la gratitud no se encuentra. Eso no es verdad:
quien lo dice es que no ha buscado donde debía. Uno que de verdad hace un
beneficio a otro se encuentra por un momento al mismo nivel que el
Pancreador, y en gratitud por esa elevación servirá al otro todos sus días; y
así se lo dije a Vodalus.
—¡Bien! —dijo, y me dio una palmada en el hombro—. Ven. No lejos
de aquí tenemos preparado algo para comer. Si tu amigo y tú os sentáis
conmigo a la mesa, os diré lo que debe hacerse.
—Sieur, yo he deshonrado una vez a mi gremio. Sólo pido no
deshonrarlo de nuevo.
—Nada de lo que hagas será conocido —dijo Vodalus, y eso me
satisfizo.
X

Thea

Acompañados de una docena de personas, abandonamos el claro a pie, y a


media legua de distancia encontramos entre los árboles una mesa puesta. Yo
me coloqué a la izquierda de Vodalus, y mientras los demás comían yo
simulé hacerlo y deleité mis ojos mirándolo a él y a su señora, a quien tan a
menudo había rememorado mientras me encontraba echado en el camastro
entre los aprendices de nuestra torre.
Cuando lo salvé, mentalmente al menos todavía era un niño, y a un niño
todos los adultos le parecen muy elevados aunque en realidad sean de muy
baja estatura. Ahora veía que Vodalus era tan alto o más que Thecla, y que
Thea, la hermanastra de Thecla, era tan alta como ella. Entonces supe que
ambos tenían verdaderamente sangre exaltada y no eran simples armígeros
como lo había sido sieur Racho.
Fue de Thea de quien me enamoré primero, adorándola por pertenecer
al hombre que yo había salvado. Al comienzo había amado a Thecla porque
me recordaba a Thea. Ahora (cuando muere el otoño y también el invierno
y la primavera, y el verano vuelve de nuevo, siendo el final y también el
comienzo del año) volvía a amar a Thea una vez más, porque ella me
recordaba a Thecla.
Vodalus dijo:
—Eres un admirador de las mujeres. —Y yo cerré los ojos.
—Pocas veces he estado entre gente cortés, sieur. Os pido me perdonéis.
—Como comparto tu admiración, no hay nada que perdonarte. Aunque
espero que no estuvieras estudiando esa grácil garganta con la idea de
cercenarla.
—Jamás, sieur.
—Me alegra mucho saberlo. —Tomó una fuente con tordos, eligió uno
y lo puso sobre mi plato. Era una señal de predilección especial—. Y sin
embargo, admito que estoy un poco sorprendido. Pues yo hubiera pensado
que alguien de tu profesión nos miraría a los pobres humanos como un
carnicero mira el ganado.
—De eso no puedo informaros, sieur. A mí no me han educado como a
un carnicero.
Vodalus se rio.
—¡Buena salida! Casi lamento ahora que hayas accedido a servirme. Si
te hubieses conformado con ser mi prisionero, hubiéramos intercambiado
muchas conversaciones deliciosas mientras te utilizaba, como era mi
intención, como moneda de cambio por la vida del infortunado Barnoch.
Tal como están las cosas, por la mañana te habrás ido. Sin embargo, creo
que tengo una misión para ti que se ajustará a tus inclinaciones.
—Sin duda, sieur, si se trata de una misión vuestra.
—Estás perdiendo el tiempo en el cadalso —sonrió—. Dentro de no
mucho te encontraremos un trabajo mejor. Pero si quieres servirme bien,
has de comprender algo sobre la posición de las piezas en el tablero y el
objetivo del juego en que intervenimos. Llama a ambos bandos blancos y
negros, y en honor de tu vestimenta, y para que sepas dónde están tus
intereses, nosotros seremos los negros. Sin duda te han contado que los
negros no somos más que bandidos y traidores; sin embargo, ¿tienes idea de
lo que perseguimos?
—¿Dar jaque mate al Autarca, sieur?
—Eso estaría bien, pero no es más que un paso y no nuestra meta final.
Has venido de la Ciudadela (como ves, sé algo de tus viajes e historias), esa
gran fortaleza de días periclitados, de manera que debes sentir cierto
aprecio por el pasado. ¿Nunca se te ha ocurrido que hace una quilíada la
humanidad era mucho más rica y más feliz que ahora?
—Todo el mundo sabe —dije— que hemos decaído mucho desde los
hermosos días del pasado.
—Como fue entonces volverá a ser de nuevo: hombres de Urth
navegando entre los astros, saltando de galaxia a galaxia, dueños de los
hijos del sol.
La chatelaine Thea, que sin duda había estado escuchando a Vodalus
aunque no lo parecía, me miró inclinándose y dijo, con voz melosa e
insinuante:
—¿Sabes, torturador, que nuestro mundo fue rebautizado? Los hombres
del alba fueron al rojo Verthandi, que entonces era llamado Guerra. Y como
estimaron que esa desagradable denominación disuadiría a los posibles
seguidores, le cambiaron el nombre llamándolo Presente. Era un juego de
palabras en la lengua de ellos, pues significaba tanto «ahora» como
«regalo». Al menos, así nos lo explicó una vez a mi hermana y a mí uno de
nuestros tutores, aunque no me imagino ninguna lengua que pudiera
soportar tal confusión.
Vodalus la escuchaba como si estuviera impaciente por tomar él la
palabra. Aunque sus buenas maneras le impedían interrumpirla.
—Entonces otros, que por sus propias conveniencias hubieran
arrastrado a todo un pueblo al más recóndito de los mundos habitables,
intervinieron también en el juego y llamaron a ese mundo Skuld o el Mundo
del Futuro. De modo que el nuestro se convirtió en Urth, o Mundo del
Pasado.
—Me temo que en eso estés equivocada —le dijo Vodalus—. Sé de
buena fuente que este mundo en que vivimos se viene llamando así desde lo
más remoto de los tiempos. Sin embargo, tu error es tan encantador que
preferiría que tú tuvieras razón y yo estuviera equivocado.
Thea le sonrió y Vodalus se volvió y me habló otra vez.
—Aunque la historia de mi querida chatelaine no explica por qué Urth
se llama así, acierta en cambio en lo importante. En aquellos tiempos la
humanidad viajaba con sus propias naves de un mundo a otro, los dominaba
y construía en ellos las ciudades del Hombre. Ésos fueron los grandes días
de nuestra raza, cuando los padres de los padres de nuestros padres se
esforzaban por ser los dueños del universo.
Hizo una pausa, y como pareció esperar que le hiciera algún
comentario, dije:
—Sieur, desde entonces hemos caído mucho en sabiduría.
—Eso es, ahora apuntas bien, pero a pesar de toda tu perspicacia, has
errado el blanco. No hemos caído en sabiduría. Donde hemos caído es en
poder. Los estudios han avanzado sin descanso, pero aunque los hombres
han aprendido todo lo que se necesita para alcanzar el poder, la energía del
mundo se ha agotado. Ahora existimos de manera precaria sobre las ruinas
de quienes nos precedieron. Mientras que algunos surcan el aire en sus
máquinas voladoras, recorriendo diez mil leguas al día, nosotros nos
arrastramos sobre la piel de Urth incapaces de ir de un horizonte al
siguiente antes de que quien está más al oeste se haya levantado para velar
el sol. Hace un momento hablaste de dar jaque mate a ese mamarracho del
Autarca. Ahora quiero que te hagas a la idea de dos autarcas: dos grandes
poderes que luchan por imponerse. El blanco trata de mantener las cosas
como están, el negro, de encaminar al Hombre por el sendero de la
dominación. Lo llamé negro por casualidad, pero viene a cuento recordar
que es de noche cuando vemos claramente los astros; están muy remotos y
son casi invisibles a la roja luz del día. De estos dos poderes, ¿a cuál
servirías?
El viento se movía en los árboles, y me pareció que en la mesa todo el
mundo había callado escuchando a Vodalus y esperando mi respuesta. Dije:
—Al negro, sin duda.
—¡Bien! Pero como hombre sensato debes comprender que el camino
de la reconquista no puede ser fácil. A aquéllos que no desean ningún
cambio sus escrúpulos les impedirán moverse. Somos nosotros quienes
debemos hacerlo todo. Nosotros quienes debemos aventurarnos a todo.
Los demás habían empezado a hablar y a comer de nuevo. Yo bajé la
voz hasta que sólo Vodalus pudo oírme.
—Sieur, hay algo que no os he contado. No me atrevo a ocultarlo más
tiempo por temor a que penséis que no os soy fiel.
Como dominaba la intriga mejor que yo, antes de contestar se volvió
haciendo como que comía.
—¿Qué es? Suéltalo de una vez.
—Sieur, tengo una reliquia: se trata de lo que llaman la Garra del
Conciliador.
Mientras le hablaba estaba mordiendo un muslo de tordo. Vi cómo se
detenía y sus ojos se volvían para mirarme, aunque su cabeza seguía
inmóvil.
—¿Deseáis verla, sieur? Es una gema muy hermosa, y la tengo metida
en la bota.
—No —susurró—, bueno, quizá sí, más tarde, pero no aquí… No,
mejor no, definitivamente.
—¿A quién entregársela entonces?
Vodalus masticó y tragó.
—Oí decir a unos amigos de Nessus que había desaparecido. ¿Así que
la tenías tú? Debes quedártela hasta que puedas librarte de ella. No trates de
venderla. En seguida la identificarían. Escóndela en algún lugar. Si es
necesario, tírala a un pozo.
—Pero, sieur, sin duda es muy valiosa.
—Está más allá de todo valor, lo que significa que no tiene ninguno. Tú
y yo somos hombres de sentido común. —A pesar de lo que decía, noté que
hablaba con miedo en la voz—. Pero el populacho la considera sagrada, y
cree que obra todo tipo de maravillas. Si la tuviera conmigo, me llamarían
sacrílego y enemigo de Teologúmenon. Nuestros señores pensarían que los
he traicionado. Tienes que decirme…
En ese mismo momento, un hombre que antes no había visto llegó
corriendo hasta la mesa; su mirada indicaba que tenía noticias urgentes.
Vodalus se levantó y se alejó unos pasos con él, y juntos me dieron la
impresión de un apuesto maestro de escuela con un niño, pues la cabeza del
mensajero no llegaba al hombro de Vodalus.
Seguí comiendo, pensando que volvería pronto; pero tras interrogar
largo rato al mensajero se fue con él, desapareciendo entre los anchos
troncos de los árboles. Uno tras otro, los demás también se fueron
levantando hasta que no quedamos más que la hermosa Thea, Jonas y yo, y
otro hombre.
—Vais a uniros a nosotros —dijo Thea, con su seductora voz—. Sin
embargo, desconocéis nuestras maneras. ¿Necesitáis dinero?
Yo dudé, pero Jonas dijo:
—Eso es algo que siempre se agradece, chatelaine, igual que las
desgracias de un hermano mayor.
—A partir de hoy se os asignará una parte de todo lo que tomemos. Se
os entregará cuando regreséis con nosotros. Mientras tanto, os daré una
bolsa a cada uno para ayudaros en el camino.
—¿Entonces, nos vamos? —pregunté.
—¿No se os dijo así? Vodalus os dará instrucciones durante la cena.
Yo había pensado que ésta sería nuestra última comida del día, y ese
pensamiento tuvo que haberse reflejado en mi rostro.
—Esta noche habrá cena cuando brille la luna —dijo Thea—. Alguien
irá a buscaros. —Y citó unos versos:

Come al alba para abrir los ojos,


y al mediodía, para medrar,
a la tarde, y hablarás tendido,
a la noche, y sabrás un poco más…

Pero ahora mi sirviente Cunialdo os llevará a un lugar donde podáis


descansar para el viaje.
El hombre, que hasta ahora había permanecido en silencio, se puso de
pie y dijo:
—Venid conmigo.
Le dije a Thea:
—Quisiera hablar contigo, chatelaine, cuando tengamos más tiempo. Sé
algo que concierne a tu compañera de instrucción.
Vio que lo decía en serio y vi que lo había notado. Después seguimos a
Cunialdo por entre los árboles durante un trecho de algo más de una legua,
supongo, y por fin llegamos a una ribera de hierba junto a una corriente de
agua.
—Esperad aquí. Dormid si podéis. Nadie vendrá hasta que oscurezca.
Pregunté:
—¿Y si nos vamos?
—Por todo este bosque hay quien conoce los planes de nuestro señor
con respecto a vosotros —dijo, y dando media vuelta se alejó.
Entonces le conté a Jonas lo que había visto junto a la tumba abierta,
exactamente como lo he escrito aquí.
—Ya entiendo —observó, cuando hube terminado— por qué quieres
unirte a este Vodalus. Pero debes darte cuenta de que soy amigo tuyo y no
de él. Lo que deseo es encontrar a la mujer que llamas Jolenta. Tú quieres
servir a Vodalus y viajar a Thrax para comenzar una nueva vida en el exilio
y lavar la ofensa con que has manchado el honor de tu gremio, aunque
confieso que no entiendo cómo se puede manchar tal cosa, y encontrar a la
mujer llamada Dorcas y hacer las paces con la mujer llamada Agia al
tiempo que devuelves algo que los dos sabemos a las mujeres llamadas
Peregrinas.
Para cuando terminó la lista, él sonreía y yo estaba riendo.
—Y aunque tú me recuerdas al cernícalo del viejo, que se pasó veinte
años en una jaula y después voló en todas direcciones, espero que consigas
estas cosas. Pero confío en que adviertas que es posible (quizás apenas,
pero posible al fin y al cabo) que una o dos de esas cosas se crucen en el
camino de las otras cuatro o cinco.
—Lo que dices es muy cierto —admití—. Estoy tratando de hacer todas
esas cosas, y aunque tú no quieras creerlo, les estoy dedicando todas mis
fuerzas y toda la atención de que soy capaz para llevarlas adelante. Sin
embargo, he de admitir que las cosas no van tan bien como deberían. La
diversidad de mis ambiciones no ha hecho más que traerme a la sombra de
este árbol, donde soy un vagabundo sin hogar. Sin embargo tú, que ocupas
tu mente en perseguir un solo objetivo todopoderoso… mira donde te
encuentras.
Así charlando, pasamos las guardias hasta muy avanzada la tarde. Por
encima de nosotros chirriaban los pájaros, y para mí era muy agradable
tener un amigo como Jonas, leal, razonable y lleno de tacto, sabiduría,
humor y prudencia. Por entonces, yo no tenía ni idea de la historia de su
vida, pero advertía que era menos que franco a propósito del pasado, y traté,
sin aventurarme a preguntárselo directamente, de sonsacarle alguna cosa. Y
supe (o al menos así lo creí) que su padre había sido artesano, que fuera
criado por ambos padres de un modo que llamó normal, aunque de hecho
eso es bastante raro, y que su hogar lo había tenido en una ciudad costera
del sur, pero que la última vez que fue a visitarla la había encontrado tan
cambiada que no quiso quedarse.
Cuando nos conocimos junto a la Muralla, pensé que era unos diez años
mayor que yo. Por lo que decía ahora, y en menor grado por otras charlas
que habíamos tenido antes, deduje que debía de ser algo mayor; parecía
haber leído muchas crónicas del pasado, y yo aún era demasiado iletrado e
ingenuo, a pesar de que el maestro Palaemón y Thecla habían cultivado mi
mente, para pensar que alguien hubiera podido hacerlo mucho antes de
alcanzar la madurez. Mostraba un ligero desapego cínico por la humanidad
que sugería que había visto mucho mundo.
Todavía estábamos charlando cuando atisbé la grácil figura de la
chatelaine Thea moviéndose entre los árboles a cierta distancia. Le hice una
señal a Jonas y nos callamos para observarla. Se dirigía hacia nosotros sin
habernos visto, de modo que avanzaba a ciegas, como aquéllos a quienes se
les ha indicado una dirección. Ocasionalmente un rayo de sol le caía sobre
el rostro, que, cuando se encontraba por casualidad de perfil, sugería tan
vivamente el de Thecla que su contemplación parecía desgarrarme el pecho.
También caminaba como Thecla, con ese andar orgulloso de foróracos que
nunca debió haberse puesto entre rejas.
—Tiene que ser de una familia realmente antigua —susurré a Jonas—.
¡Fíjate en ella! Es como una dríade. Diríase un sauce caminando.
—Esas familias son las más nuevas de todas —me respondió—. En
tiempos antiguos no había nada parecido.
No creo que ella estuviera bastante cerca como para entender lo que
hablábamos; pero me pareció que había oído la voz de Jonas y miró hacia
nosotros. La saludamos con la mano y ella se apresuró, y con pasos largos y
sin necesidad de correr llegó en seguida hasta nosotros. Nos pusimos de pie
y volvimos a sentarnos. Entonces ella se sentó sobre su pañuelo, volviendo
el rostro hacia el arroyo.
—Dijiste que tenías que contarme algo de mi hermana. —La voz la
hacía parecer menos imponente, y sentada era apenas más alta que nosotros.
—Fui su último amigo —dije—. Me dijo que intentarían que
persuadieras a Vodalus para que se entregara, con el fin de salvarla. ¿Sabías
que fue hecha prisionera?
—¿Tú fuiste su sirviente? —Thea pareció sopesarme con la mirada—.
Sí, oí decir que la llevaron a ese lugar horrible de los tugurios de Nessus,
donde entendí que murió muy rápidamente.
Pensé en el tiempo que estuve esperando al otro lado de la puerta de
Thecla antes de que corriera hacia fuera el hilo escarlata de su sangre, pero
asentí con la cabeza.
—¿Cómo fue detenida? ¿Lo sabes?
Thecla me había contado los detalles y yo volví a exponerlos como los
oí de ella, sin omitir nada.
—Ya veo —dijo Thea, y calló unos momentos, fijando la mirada en el
agua que corría—. He echado de menos la corte, por supuesto. Haber oído
de esas gentes, y de cómo la envolvieron en el tapiz… es tan
característico… por eso la abandoné.
—También ella en ocasiones la echaba de menos —dije—. Al menos,
hablaba mucho de ella, pero me confesó que si llegaban a soltarla, no
regresaría. Me habló de la casa de campo de donde le venía el título, y me
contó cómo la volvería a arreglar y cómo organizaría cenas y cacerías para
la gente importante de la región.
El rostro de Thea se contorsionó en una sonrisa amarga.
—Ya he tenido bastantes cacerías como para diez vidas enteras. Pero
cuando Vodalus sea autarca, seré su consorte. Entonces volveré a caminar
junto a la Fuente de las Orquídeas, esta vez con las hijas de cincuenta
exultantes detrás de mí para divertirme con sus cantos. Pero basta de eso.
Todavía quedan al menos unos meses. Por el momento poseo… lo que
poseo.
Nos miró sombríamente a Jonas y a mí, y se levantó muy grácilmente,
indicando con un gesto que teníamos que seguir donde estábamos.
—Me alegró oír algo de mi hermanastra. Esa casa de la que acabas de
hablar es mía. ¿Lo sabes? Aunque no puedo reclamarla. Como recompensa,
te advertiré sobre la cena que pronto compartiremos. No parecías aceptar de
buen grado las insinuaciones que te hacía Vodalus. ¿Las entendiste?
Cuando Jonas no dijo nada, yo negué sacudiendo la cabeza.
—Para que nosotros y nuestros aliados y señores que esperan en las
regiones situadas bajo las mareas, triunfemos, tenemos que absorber todo lo
que pueda aprenderse del pasado. ¿Sabéis algo del alzabo analéptico?
—No, chatelaine —dije—, pero he oído historias sobre ese animal.
Dicen que puede hablar y que de noche visita las casas donde muere un
niño y llora para que lo dejen entrar.
Thea asintió.
—Ese animal fue traído de los astros hace mucho tiempo, como muchas
otras cosas para beneficio de Urth. El animal no tiene más inteligencia que
un perro, quizás incluso menos. Pero es carroñero y revuelve las tumbas, y
cuando se alimenta de carne humana, logra conocer, al menos durante un
tiempo, la lengua y las maneras de los seres humanos. El alzabo analéptico
se obtiene de una glándula en la base del cráneo del animal. ¿Me entendéis?
Cuando ella se alejó, Jonas no me miraba y yo no lo miraba a él. Los
dos sabíamos a qué fiesta íbamos a asistir esa noche.
XI

Thecla

Después de estar sentados, muchos tiempo (aunque probablemente sólo


fueron unos instantes) no pude seguir aguantando lo que sentía. Me fui
junto a la corriente de agua y arrodillado allí sobre la tierra blanda devolví
la cena que había comido con Vodalus; y cuando no quedó más por echar,
seguí allí, dando arcadas y temblando, mientras me enjuagaba la cara y la
boca, al tiempo que el agua fría y clara lavaba, llevándoselo, el vino y la
carne a medio digerir que yo había vomitado.
Cuando por fin pude sostenerme en pie, me volví hacia Jonas y le dije:
—Debemos irnos.
Me miró como si me tuviera lástima, y supongo que así era.
—Tenemos a todos los guerreros de Vodalus a nuestro alrededor.
—Veo que no te mareaste como yo. Pero ya has oído quienes son sus
aliados. Tal vez Cunialdo estaba mintiendo.
—He oído caminar entre los árboles a nuestros guardianes. No son tan
silenciosos. Tú, Severian, tienes tu espada y yo un cuchillo, pero los
hombres de Vodalus tienen arcos. Los que estaban con nosotros en la mesa,
casi todos los tenían. Podemos tratar de escondernos tras los troncos como
aloetas…
Comprendí lo que quería decir, y comenté:
—Todos los días matan aloetas.
—Pero nadie las caza de noche. En una guardia o menos habrá
oscurecido.
—¿Vendrás conmigo si esperamos hasta entonces? —Y le alargué mi
mano.
Jonas la apretó con la suya.
—Severian, amigo mío, me contaste que viste a Vodalus, a esta
chatelaine Thea y a otro hombre, junto a una tumba violada. ¿No sabías qué
planeaban hacer con lo que sacaron de allí?
Por supuesto que lo había sabido, pero entonces ese conocimiento había
sido remoto y en apariencia irrelevante. Y ahora me encontraba con que no
tenía nada que responder, y casi nada en qué pensar salvo la esperanza de
que la noche llegara pronto.

Pero más pronto llegaron los hombres que Vodalus envió por nosotros:
cuatro tipos fornidos, quizás ex campesinos que portaban berdiches, y un
quinto, con cierto aspecto de armígero, que llevaba puesto el espadón de un
oficial. Tal vez estos hombres se encontraban entre la multitud que frente al
estrado nos había visto llegar; en todo caso, parecían decididos a no correr
riesgos con nosotros y nos rodearon con las armas dispuestas aun cuando
nos saludaron como amigos y camaradas de armas. Jonas alegró la cara
todo lo que pudo, y charló con ellos mientras nos escoltaban avanzando por
los senderos del bosque; yo era incapaz de pensar en otra cosa que en la
dura prueba que nos esperaba, y caminaba como si fuéramos al fin del
mundo.
Urth le volvió la cara al sol mientras avanzábamos. Ningún resplandor
de estrellas atravesaba el apretado follaje, y sin embargo nuestros guías
conocían tan bien el camino que apenas aminoraron la marcha. A cada paso
que dábamos, yo quería preguntarles si nos obligarían a participar en la
comida a la que éramos conducidos, pero entendí en seguida que negarse, o
parecer que uno quería negarse, destruiría toda la confianza que Vodalus
pudiera tener en mí, poniendo en peligro mi libertad y quizá mi vida.
Nuestros cinco guardianes, que al principio no habían respondido más
que a regañadientes a las bromas y preguntas de Jonas, se fueron poniendo
más alegres a medida que mi desesperación aumentaba, charlando como si
fueran camino de una fiesta de borrachos o un burdel. Sin embargo, aunque
por sus voces se adivinaba lo que nos esperaba, los sarcasmos que proferían
eran tan ininteligibles para mí como lo serían para un niño las bromas de las
libertinas:
—¿Llegarás lejos esta vez? ¿Vas a volver a ahogarte de nuevo? (Esto
hablaba, como una voz incorpórea en la oscuridad, el hombre que cerraba la
marcha de nuestro grupo).
—Por Erebus, me voy a zambullir tanto que no me verás hasta el
invierno.
Una voz que identifiqué como la de un armígero preguntó:
—¿No la habéis visto todavía? —Los demás se habían mostrado
simplemente jactanciosos, pero detrás de estas sencillas palabras había una
clase de anhelo que yo nunca había oído antes. Igual podía haber sido un
viajante perdido preguntando por su casa.
—No, Waldgrave.
(Otra voz). —Alcmund dice que está bien, ni vieja ni demasiado joven.
—Espero que no se trate de otra tríbada.
—Yo no…
La voz se interrumpió; o quizá dejé de atender a lo que decía. Pues
había visto el resplandor de una luz entre los árboles.
Unos pasos más y pude distinguir antorchas y oír el sonido de muchas
voces. Alguien enfrente ordenó que nos detuviéramos, y el armígero se
adelantó y murmuró la contraseña.
Pronto me encontré sentado sobre el mantillo del bosque, con Jonas a
mi derecha y una silla baja de madera tallada a mi izquierda. El armígero se
había puesto a la derecha de Jonas, y el resto de los presentes (casi como si
hubieran estado esperando nuestra llegada) formaron un círculo cuyo centro
era un farol naranja que humeaba bajo las ramas de un árbol.
No se encontraban presentes más allá de un tercio de quienes habían
asistido a la audiencia del claro, pero por sus atuendos y armas me pareció
que en su mayor parte eran los de jerarquía más elevada, y con ellos se
encontraban quizá los miembros de ciertos mandos guerreros que gozaban
de favor. Había cuatro o cinco hombres por cada mujer, pero éstas parecían
tan aguerridas como los hombres, y en todo caso, más impacientes porque
la fiesta comenzara.
Llevábamos cierto tiempo esperando cuando Vodalus hizo su dramática
aparición desde la oscuridad y avanzó a través del círculo. Todos los
presentes se levantaron, y volvieron a sentarse cuando Vodalus se acomodó
en la silla tallada que había junto a mí.
Casi en seguida, un hombre vestido con la librea de un sirviente de casa
noble vino avanzando hasta quedar en el centro del círculo bajo la luz
naranja. Llevaba una bandeja con una botella grande y otra pequeña y una
copa de cristal. Hubo un murmullo; no se trataba de palabras, pensé, sino
del sonido de cien pequeños ruidos de satisfacción, de respiraciones
aceleradas y lenguas que se relamían. El hombre de la bandeja permaneció
inmóvil hasta que los sonidos se hubieron apagado, después avanzó hacia
Vodalus con pasos comedidos.
La voz embaucadora de Thea dijo detrás de mí:
—El alzabo de que te hablé está en la botella más pequeña. La otra
contiene un compuesto de hierbas estomacales. Bebe un buen trago de la
mezcla.
Vodalus se volvió a mirarla con una expresión de sorpresa.
Ella penetró en el círculo, pasando entre Jonas y yo, y después entre
Vodalus y el hombre que llevaba la bandeja, y por fin se colocó a la
izquierda de Vodalus. Vodalus se inclinó hacia ella con intención de
hablarle, pero el hombre de la bandeja había empezado a mezclar los
contenidos de las botellas en la copa, y él pareció pensar que el momento
era inapropiado.
El hombre de la bandeja la movió en círculos para imprimir al líquido
un suave movimiento de remolino.
—Muy bien —dijo Vodalus. Cogió la copa de la bandeja con ambas
manos se la llevó a la boca, y después me la pasó—. Como te ha dicho la
chatelaine, tienes que beber un buen trago. Si bebes menos, la cantidad no
bastará, y no compartirás nada. Si tomas más, no sacarás ningún provecho y
la droga, que es muy preciosa, se habrá desperdiciado.
Bebí de la copa como me había indicado. La mezcla tenía la amargura
de la hiel y parecía fría y fétida, recordándome un día de invierno, ya hace
mucho, cuando se me ordenó limpiar el desagüe exterior que llevaba las
aguas servidas de las dependencias de los oficiales. Por un momento sentí
que algo me subía a la garganta como había ocurrido junto al arroyo,
aunque en verdad nada me quedaba en el estómago que pudiera subir. Me
atraganté y tragué, y pasé la copa a Jonas, y a continuación descubrí que la
saliva me llenaba la boca.
Jonas tuvo tantas dificultades o más que yo, pero lo consiguió al fin y
pasó la copa al waldgrave que había capitaneado a nuestros guardianes.
Después vi cómo la copa recorría lentamente el círculo. Su contenido
parecía alcanzar para diez bebedores; cuando se hubo agotado, el hombre
de la librea limpió el borde, volvió a llenar la copa, y la ronda comenzó otra
vez.
Gradualmente, este hombre pareció perder la forma sólida que es
natural a un objeto redondeado y fue quedándose en sólo una silueta, una
mera figura de madera recortada. Recordé las marionetas que había visto en
sueños la noche que compartí el lecho con Calveros.
También el círculo donde estábamos sentados, aunque sabía que
contenía treinta o cuarenta personas, parecía recortado en papel y doblado
como una corona de juguete. A mi izquierda y a mi derecha, Vodalus y
Jonas eran normales, pero el armígero parecía ya un dibujo esbozado, y
también Thea.
Cuando el hombre de la librea la alcanzó, Vodalus se puso de pie, y
moviéndose con tan poco esfuerzo que podía haber sido impulsado por la
brisa de la noche, avanzó como flotando hacia el farol. A la luz naranja
parecía encontrarse muy lejos, y sin embargo yo sentía su mirada como se
siente el calor del brasero donde se preparan los hierros candentes.
—Antes de compartir hay que hacer un juramento —dijo, y por encima
de nosotros los árboles asintieron solemnemente—. Por la segunda vida que
vais a recibir, ¿juráis no traicionar nunca a los aquí reunidos? ¿Y que
consentiréis en obedecer, sin dudas ni escrúpulos, hasta la muerte si es
necesario, a Vodalus como vuestro caudillo escogido?
Traté de asentir con los árboles, y cuando pareció insuficiente, dije:
—Consiento.
Y Jonas dijo:
—Sí.
—¿Y que obedeceréis, como si fuera Vodalus, a cualquier persona a
quien Vodalus ponga por encima de vosotros?
—Sí.
—Sí.
—¿Y que guardaréis este juramento por encima de todos los demás que
hubierais jurado antes o que juréis después de ahora?
—Lo guardaremos —dijo Jonas.
—Sí —dije yo.
La brisa desapareció. Era como si algún espíritu inquieto hubiera
asistido a la reunión y de pronto se hubiera desvanecido. De nuevo Vodalus
estaba en su silla a mi lado. Se inclinó hacia mí. No me di cuenta si
arrastraba la voz. Pero algo en sus ojos me decía que estaba bajo la
influencia del alzabo, y quizá tan profundamente como yo.
—No soy un erudito, pero sé que a menudo las grandes causas se
alcanzan con los medios más bajos. A las naciones las une el comercio; el
precioso marfil y las raras maderas de los altares y relicarios se mezclan con
las entrañas hervidas de innobles animales; los hombres y mujeres se unen
mediante los órganos de la eliminación. De ese tipo es la unión entre tú y
yo, y de ese modo nos uniremos ambos, de aquí a unos instantes, con un
mortal que volverá a vivir otra vez en nosotros, y con fuerza durante algún
tiempo, gracias a los efluvios obtenidos de la molleja de una de las bestias
más inmundas. De ese modo brotan las flores en el estiércol.
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Esto nos fue enseñado por nuestros aliados, los que esperan a que el
hombre se purifique otra vez, dispuestos a unirse a ellos para conquistar el
universo. Fue traído por los otros con propósitos malignos que esperaban
mantener ocultos. Te lo digo porque tal vez tú, cuando vayas a la Casa
Absoluta, los encuentres, a aquéllos a quienes el vulgo llama cacógenos y la
gente culta, extrasolares o hieródulos. Has de tener cuidado en no llamarles
la atención, pues si te miran de cerca sabrán por determinadas señales que
has utilizado el alzabo.
—¿La Casa Absoluta? —Aunque sólo por un instante, ese pensamiento
dispersó las nieblas de la droga.
—Por supuesto. Allí tengo a alguien a quien debo transmitir ciertas
instrucciones, y he sabido que el grupo de comediantes al que una vez
perteneciste será recibido allí para un tiaso dentro de unos días. Te volverás
a unir a ellos y aprovecharás la oportunidad para dar lo que yo te daré —y
rebuscó en su túnica— a aquél que te diga: «La carraca pelágica avista
tierra». Y si a su vez él te da un mensaje, puedes confiárselo a quienquiera
que te diga: «Vengo de las quercine penetralia».
—Señor —dije—, me da vueltas la cabeza. —Y añadí, mintiendo—: No
puedo recordar esas palabras… Ya las he olvidado. ¿No os oí decir que
Dorcas y el otro estarán en la Casa Absoluta?
Vodalus puso con fuerza en mi mano un objeto pequeño que por la
forma parecía un cuchillo. Lo miré, era un eslabón, como el que se utiliza
para encender fuego golpeándolo con pedernal.
—Te acordarás —dijo—. Y nunca olvidarás tu juramento de fidelidad
hacia mí. Muchos de los que ves aquí vinieron, como lo pensaban, sólo una
vez.
—Pero, sieur, la Casa Absoluta…
Las notas aflautadas de una upanga sonaron desde los árboles detrás del
lado más alejado del círculo.
—Debo irme pronto para acompañar a la novia, pero no tengas temor.
Hace algún tiempo conociste a un hombre de los míos…
—¡Hildegrin! Sieur, no entiendo nada.
—Sí, utiliza ese nombre entre otros. Pensó que no era muy corriente ver
a un torturador tan lejos de la Ciudadela, y además hablando de mí, de
modo que pensó que valía la pena vigilarte aunque no tenía ni idea de que
me habías salvado aquella noche. Desgraciadamente, los vigilantes te
perdieron de vista en la Muralla; desde entonces han venido observando los
movimientos de tus compañeros de viaje con la esperanza de que te unieras
de nuevo a ellos. Supuse que un exiliado elegiría ponerse de nuestro lado y
de ese modo retener a mi pobre Barnoch el tiempo suficiente para que
nosotros lo liberáramos. Anoche yo mismo fui a caballo a Saltus para hablar
contigo, pero acabaron robándome la montura y no conseguí nada. Hoy,
pues, era necesario que te encontráramos no importa cómo para evitar que
ejercieras tu oficio con mi servidor; pero yo aún tenía esperanzas de que te
unieras a nuestra causa, y por esa razón ordené a los hombres que te trajeran
vivo. Eso me ha costado tres hombres y me ha reportado dos… Ahora la
cuestión es saber si estos dos compensarán a los otros tres.
Entonces Vodalus se puso de pie, con cierta inseguridad; agradecí a la
Sacra Katharine que yo no tuviera que levantarme, pues estaba seguro de
que las piernas no me sostendrían. Algo borroso y blanco y dos veces más
alto que un hombre salía como navegando de entre los árboles entre los
trinos de la upanga. Todos los presentes se volvieron a mirarla y Vodalus se
acercó con paso arrastrado. Thea se inclinó sobre la silla de Vodalus.
—¿No es adorable? Han conseguido maravillas.
Era una mujer sentada en una litera de plata que seis hombres llevaban a
hombros. Por un momento pensé que era Thecla, tanto se le parecía a la luz
anaranjada. Al fin comprendí que se trataba de una imagen, hecha quizá de
cera.
—Dicen que es peligroso —dijo la voz embaucadora de Thea— cuando
se ha conocido al compartido en vida; cuando se juntan los recuerdos, el
cerebro puede desconcertarse. Sin embargo yo, que la quise, correré ese
riesgo; y sabiendo por tu mirada cuando hablabas de ella que también lo
desearías, no le dije nada a Vodalus.
Vodalus levantó la mano para tocar el brazo de la figura mientras era
transportada a través del círculo, esparciendo alrededor un olor dulce e
inconfundible. Me acordé de los agutíes que se servían en los banquetes de
nuestras mascaradas, con la piel de coco especiado y los ojos de frutas en
conserva, y supe que lo que yo veía no era más que una recreación de ese
tipo: un ser humano en carne asada.
Creo que en ese momento me hubiera vuelto loco de no haber sido por
el alzabo. El alzabo se interponía entre mi percepción y la realidad como un
gigante de niebla, que permitía verlo todo sin aprehender nada. También
tenía yo otro aliado: se trataba del conocimiento que crecía en mí, de la
certidumbre de que si ahora consintiera y devorase alguna parte de la
sustancia de Thecla, las huellas de su pensamiento, que de otro modo
pronto se perderían en la carne corrupta, penetrarían en mí y perdurarían,
aun atenuadas, mientras yo viviera.
Llegó el consentimiento. Lo que estaba a punto de hacer ya no me
parecía inmundo ni espantoso. Al revés, me abrí a Thecla y engalané de
bienvenida la esencia de mi ser. También llegó el deseo, nacido de la droga,
un hambre que ningún otro manjar podía satisfacer, y cuando paseé la
mirada por el círculo vi que ese hambre estaba en todos los rostros.
El servidor de la librea, de quien pienso que debió de haber pertenecido
a la antigua casa de Vodalus y que se exilió con él, se unió a los seis que
habían traído a Thecla al círculo y ayudó a bajar la litera. Durante un
momento las espaldas de los hombres me impidieron ver. Cuando se
apartaron, ella había desaparecido; no quedaban más que trozos de carne
humeante puestos sobre lo que podía haber sido un mantel blanco… Comí y
esperé, suplicando el perdón. Ella merecía el sepulcro más suntuoso, un
mármol inapreciable de exquisita armonía. En cambio la sepultarían en mi
taller de torturador, de suelo cepillado e instrumentos ocultos bajo
guirnaldas de flores. El aire de la noche era fresco, pero yo sudaba. Esperé a
que ella viniera, sintiendo las gotas que me resbalaban por el pecho desnudo
y mirando al suelo porque tenía miedo de verla en las caras de los demás
antes de sentirla en mí mismo.
Justo cuando ya desesperaba, ella estaba allí, llenándome como una
melodía llena una casa de descanso. Yo me encontraba con ella, corriendo
junto al Acis cuando éramos niños. Conocía la antigua villa en medio de un
oscuro lago, el paisaje a través de las polvorientas ventanas del belvedere, y
el espacio secreto en ese rincón particular entre dos habitaciones donde nos
sentábamos al mediodía para leer a la luz de una vela. Yo conocía la vida en
la corte del Autarca, donde el veneno esperaba en una taza de diamante.
Supe lo que era, para alguien que nunca había visto una celda ni había
conocido el látigo, ser prisionero de los torturadores, y lo que significaba la
agonía y la muerte.
Supe que para ella yo había sido más de lo que había imaginado, y por
último caí en un sueño en el que ella aparecía siempre. No eran sólo
recuerdos, que antes había tenido a montones. Tomé sus pobres y frías
manos entre las mías, y ya no llevaba los harapos de aprendiz ni la capa
fulígena de oficial. Ambos éramos uno, desnudo y feliz y limpio, y
sabíamos que ella ya no era y que yo todavía vivía, y no luchábamos contra
nada de eso, y con los cabellos entrelazados leíamos de un único libro y
hablábamos y cantábamos sobre otras cosas.
XII

Los nótulos

De mis sueños de Thecla pasé directamente a la mañana. En algún instante


estuvimos caminando juntos y en silencio, en lo que seguramente tuvo que
ser el paraíso que el Sol Nuevo, dicen, abre a quienes en el momento final
llaman a él; y aunque los sabios opinan que está cerrado para quienes se
autoejecutan, no puedo dejar de pensar que aquél que tanto perdona, en
ocasiones también ha de perdonar eso. Al instante siguiente tuve frío y
había una luz molesta y aves que piaban.
Me senté. Mi capa estaba empapada de rocío, y rocío tenía sobre la cara,
como si fuera sudor. Junto a mí, Jonas había empezado a removerse. A diez
pasos de distancia, dos grandes diestreros, uno de color vino blanco y el
otro negro sin manchas, tascaban los frenos y pateaban con impaciencia.
Del festín y de los festejantes ya no quedaba más rastro que de Thecla, a
quien nunca he vuelto a ver de nuevo y a quien ya no espero ver en esta
vida.
Terminus Est estaba junto a mí en la hierba, segura en la tosca y bien
lubricada vaina. La cogí y caminé colina abajo hasta que encontré una
corriente de agua donde intenté refrescarme. Cuando regresé, Jonas estaba
despierto. Le indiqué dónde estaba el agua y durante su ausencia dije mi
adiós a la muerta Thecla.
Sin embargo, alguna parte de ella todavía queda en mí. En ocasiones yo,
el que recuerda, no soy Severian, sino Thecla, como si mi mente fuera un
cuadro enmarcado y con cristal, y Thecla estuviera delante de ese cristal y
se reflejara en él. Y también desde esa noche, cuando pienso en ella sin
pensar a la vez en un momento o lugar determinados, la Thecla que surge
de mi imaginación está de pie ante un espejo con una túnica centelleante,
blanca como el rocío y que apenas le cubre los pechos, pero que cae en
cascadas siempre cambiantes. Por un momento la veo allí de pie; las manos
se levantan para tocar nuestra cara.
Después desaparece en los torbellinos de una habitación con paredes y
techo y suelo de espejos; no cabe duda de lo que veo en esos espejos: la
memoria que ella guarda de su propia imagen, pero tras dar un paso o dos
ella se desvanece en la oscuridad y dejo de verla.

Para cuando Jonas hubo regresado yo ya había dominado mi dolor y era


capaz de fingir que examinaba nuestras monturas.
—La negra es para ti —dijo— y la baya para mí, obviamente. Aunque
las dos parecen valer más que cualquiera de nosotros, como dijo el marinero
al cirujano que le amputó las piernas. ¿A dónde nos dirigimos?
—A la Casa Absoluta. —Vi la incredulidad en su cara—. ¿Oíste mi
charla de anoche con Vodalus?
—Oí ese nombre, pero no que nos dirigiéramos allí.
Como he dicho antes, no soy jinete, pero puse el pie en el estribo del
diestrero negro y monté. En el corcel que robé a Vodalus dos noches antes,
la silla de montar estaba alta, y aunque endiabladamente incómoda, era muy
difícil caerse de ella; este diestrero negro sólo llevaba una capa de
terciopelo acolchado, de aspecto lujoso pero también traicionero. No bien
me hube instalado, el diestrero empezó a bailar con ganas.
Tal vez era el peor momento, pero también el único. Pregunté:
—¿Cuánto recuerdas?
—¿Sobre la mujer de anoche? Nada. —Jonas esquivó el corcel negro,
soltó las riendas del bayo y lo montó—. No comí. Vodalus te estaba
observando y ellos, una vez bebida la droga, no se fijaban en mí, y de todos
modos he aprendido el arte de aparentar que como sin comer de veras.
Lo miré sorprendido.
—Lo he practicado contigo varias veces; ayer, durante el desayuno, por
ejemplo. Mi apetito no es grande, y le encuentro ventajas sociales. —
Mientras acosaba a su bayo una cuesta abajo en el bosque, gritó por encima
del hombro—: Resulta que conozco el camino bastante bien, por lo menos
la mayor parte. ¿Pero te importaría decirme por qué garfios?
—Dorcas y Jolenta estarán allí —dije—. Y tengo un encargo de nuestro
señor, Vodalus. —Como era casi seguro que nos vigilaban, no dije que no
tenía intención de cumplirlo.

Llegado a este punto, he de pasar muy rápidamente por encima de los


acontecimientos de varios días pues sino mi relato no acabaría nunca.
Cabalgando con Jonas, le conté todo lo que Vodalus me había dicho y
mucho más. Hicimos alto en los pueblos y ciudades que encontramos, y en
ellos practiqué los conocimientos de mi oficio, no porque el dinero que
ganaba nos fuera estrictamente necesario (puesto que teníamos las bolsas
que nos había asignado la chatelaine Thea, una gran parte de mi paga de
Saltus y el dinero que Jonas había obtenido por el oro del hombre mono),
sino para borrar toda sospecha.

Al amanecer del cuarto día aún nos apresurábamos hacia el norte. A nuestra
derecha, el Gyoll reflejaba el sol como un dragón que avanzara perezoso
guardando el camino prohibido que era de hierba en la ribera. El día
anterior habíamos visto una patrulla de ulanos, hombres que cabalgaban de
manera parecida a nosotros y llevaban lanzas como las que acabaron con
los viajeros en la Puerta de la Piedad.
Jonas, que desde que partimos se había mostrado inquieto, murmuró:
—Hemos de apresurarnos si queremos acercarnos a la Casa Absoluta
esta noche. Ojalá Vodalus te hubiera dado la fecha en que comienza la
celebración y algunos indicios de cuánto va a durar.
Yo pregunté:
—¿Sigue estando lejos la Casa Absoluta?
Él señaló hacia una isla en el río.
—Me parece que recuerdo esa isla, y dos días más tarde algunos
peregrinos me dijeron que la Casa Absoluta estaba cerca. Me previnieron
contra los pretorianos y parecían saber de qué hablaban.
Imité a Jonas, y puse al trote mi montura.
—Ibas caminando.
—Montaba a mi petigallo. Supongo que nunca volveré a ver a la pobre
bestia. Cuando iba deprisa avanzaba menos que estos animales a paso lento,
te lo aseguro. Pero no estoy convencido de que los diestreros sean dos veces
más rápidos.
Iba a decirle que no creía que Vodalus nos hubiera despachado entonces
si no hubiera pensado que llegaríamos a tiempo a la Casa Absoluta, cuando
algo, que al principio me pareció un enorme murciélago, pasó deslizándose
a un palmo sobre mi cabeza.
Yo no sabía qué era, pero Jonas sí. Gritó palabras que no entendí y arreó
a mi diestrero con los extremos de sus riendas. La bestia dio un salto hacia
delante y casi me tumbó, y en un instante nos encontramos galopando como
locos. Recuerdo haber pasado como una centella por entre dos árboles sin
que sobrara más de un palmo a ambos lados, mientras que veía la silueta de
la criatura recortada contra el cielo como una mancha de hollín. Un
momento más tarde matraqueaba entre las ramas detrás de nosotros.
Cuando dejamos atrás el margen del bosque y nos adentramos más allá
en la seca hondonada, dejé de verla; pero cuando llegamos a la parte baja y
comenzamos a subir por el otro lado, emergió de entre los árboles, más
desgarrado que nunca.
Durante el lapso de una oración pareció que nos había perdido de vista,
remontándose a un costado de nuestro propio camino y volviendo luego
sobre nosotros en un vuelo prolongado y horizontal. Desenvainé Terminus
Est, y golpeándole el cuello con las riendas, llevé a mi animal entre la cosa
voladora y Jonas.
Aunque nuestros diestreros eran rápidos, la criatura era todavía más
rápida. Si mi espada hubiera sido puntiaguda, creo que podría haberla
ensartado mientras descendía; en ese caso es probable que yo hubiera
muerto. Pero le acerté con un mandoble. Fue como cortar el aire, y me
pareció que la cosa era demasiado ligera y dura, aun para filo tan mordiente.
Un instante más tarde se partió como un trapo. Sentí una breve sensación de
calor, como si la puerta de un horno se hubiera abierto y cerrado sin ruido.
Yo hubiera desmontado para examinarlo, pero Jonas gritó y me hizo
señas. Habíamos dejado muy atrás los bosques altos que rodean Saltus, y
estábamos entrando en un terreno muy accidentado de pronunciadas colinas
y ásperos cedros. Había un bosquecillo en lo alto de la cuesta. Nos
lanzamos como locos a las enmarañadas ramas, tumbados sobre los cuellos
de nuestras monturas. Pronto el follaje fue tan espeso que sólo pudimos
avanzar a paso lento. Casi en seguida llegamos a una pared de roca, y nos
vimos obligados a detenernos. Cuando dejamos de abrirnos camino entre
las ramas, oí otra cosa detrás de nosotros, crujidos secos, como si un pájaro
herido aleteara entre las copas de los árboles. La fragancia medicinal de los
cedros me oprimía los pulmones.
—Debemos salir de aquí —Jonas jadeó—, o al menos seguir
avanzando. —El extremo astillado de una rama le había horadado la
mejilla, y cuando hablaba le corría un hilo de sangre. Después de mirar en
ambas direcciones, escogió la que llevaba al río, por la derecha, y azotó a su
montura para obligarla a atravesar lo que parecía una espesura
impenetrable.
Dejé que fuera abriéndome camino, pensando que si la cosa oscura nos
alcanzaba yo podría oponerle alguna defensa. Pronto la vi entre el follaje
gris verdoso; momentos después apareció otra muy parecida a la primera y
a muy corta distancia.
El bosque acabó, y de nuevo marchamos al galope. Las aleteantes
manchas nocturnas venían detrás de nosotros, pero aunque parecían más
rápidas porque eran más pequeñas, volaban más lentamente que la entidad
anterior.
—Tenemos que encontrar una hoguera —gritó Jonas por encima del
tamborileo de los cascos de los diestreros—, o un animal grande que
podamos matar. Si despanzurráramos una de estas bestias, probablemente
eso bastaría, pero si no, no podremos huir.
Con un gesto, le indiqué que yo tampoco quería matar a uno de los
diestreros, aunque me cruzó por la mente que el mío pronto podía caer
exhausto. Jonas ya estaba teniendo que frenar el suyo para no distanciarse
de mí. Le pregunté:
—¿Es sangre lo que quieren?
—No. Calor.
Jonas desvió el diestrero hacia la derecha y le golpeó el flanco con la
mano de acero. Tuvo que haber sido un buen golpe, pues el animal, como
aguijoneado, brincó hacia delante. Saltamos por encima de un cauce seco, y
de costado entre resbalones y tropiezos, descendimos por una cuesta
polvorienta hasta un terreno abierto y ondulante, donde los diestreros
podían correr a su máxima velocidad.
Detrás de nosotros aleteaban los andrajos negros.
Volaban al doble de la altura de un árbol alto y parecía que los llevaba el
viento, aunque la inclinación de la hierba indicaba que volaban contra él.
Delante de nosotros, la disposición del terreno cambió tan sutil y sin
embargo tan abruptamente como el paño se altera en las costuras. Una
sinuosa franja verde se extendía tan plana como si le hubieran pasado un
rodillo, y por ella me adentré con el corcel negro, gritándole en las orejas y
golpeándolo de plano con mi espada. El animal estaba empapado de sudor y
sangraba por los arañazos de las ramas astilladas de los cedros. Detrás, oía
que Jonas me gritaba advertencias, pero no le hice caso.
Torcimos por una curva, y vi el resplandor del río a través de un hueco
entre los árboles. Otra curva, y mi montura empezó a desmayar otra vez…
Y entonces, a lo lejos, vi lo que había estado esperando. Quizá no debí
decirlo, pero entonces levanté mi espada al Cielo, al sol venido a menos con
un gusano en el corazón, y grité:
—¡Su vida por la mía, Sol Nuevo, por tu ira y mi esperanza!
El ulano (sólo había uno allí) pensó seguramente que yo lo estaba
amenazando, y en realidad así era. El flamear azul de la punta de su lanza
aumentó mientras corría hacia nosotros.
A pesar del viento, el diestrero negro me obedeció volviéndose como
liebre perseguida. Un tirón de riendas, y resbaló y se dio vuelta aplastando
las hierbas del camino. Casi en seguida galopábamos hacia las cosas que
estaban persiguiéndonos. No sé si Jonas entendió mi plan, pero así me
pareció, pues lo siguió sin aminorar nunca la marcha.
Una de las criaturas aleteantes descendió sobre nosotros, y todo Urth
pareció como un agujero cortado en el universo, pues era una fulígena
auténtica, tan desprovista de luz como mi propio atuendo. Creo que iba por
Jonas, pero se puso al alcance de mi espada y lo partí como había hecho
antes, y volví a sentir aquel tufo de calor. Sabiendo de dónde procedía, me
pareció peor que cualquier olor nauseabundo. Sólo con sentirlo en la piel
me puse enfermo. Con las riendas desvié al diestrero del río, temiendo en
cualquier momento la descarga de la lanza del ulano, que llegó cuando
apenas habíamos dejado el camino, abrasando la tierra e incendiando un
árbol muerto.
Tiré de la cabeza de mi montura, haciéndola retroceder y relinchar. Por
un momento busqué las tres cosas oscuras alrededor del árbol que ardía,
pero no estaban allí. Entonces miré hacia Jonas, temiendo que tal vez lo
habían atrapado y lo estaban atacando de algún modo que yo no
comprendía.
Tampoco estaban allí, pero los ojos de Jonas me indicaron dónde habían
ido: revoloteaban alrededor del ulano, y vi que él trataba de defenderse con
la lanza. Descarga tras descarga rompía el aire, de modo que había un
continuo chasquido atronador. Con cada descarga se borraba el brillo del
sol, pero la propia energía con la que él trataba de destruirlas parecía darle
fuerza. Me pareció entonces que ya no volaban, sino que centelleaban como
rayos de oscuridad, apareciendo aquí y allá cada vez más cerca, hasta que,
en menos tiempo de lo que he tardado en escribirlo, los tres se encontraron
en la cara del ulano. El ulano cayó de su montura y la lanza se le desprendió
de la mano y se apagó.
XIII

La garra del conciliador

—¿Está muerto? —pregunté en voz alta, y vi que Jonas asentía con la


cabeza. Entonces me hubiera alejado con el diestrero, pero Jonas me indicó
que me uniera a él y desmonté. Cuando hubimos llegado al cuero del ulano,
Jonas dijo—: Tal vez podamos destruir esas cosas e impedir que las lancen
otra vez contra nosotros o las utilicen para hacer daño. Ahora están
saciadas, y creo que podríamos capturarlas. Necesitamos algo donde
meterlas, algo estanco y metálico o de cristal.
Yo no tenía nada de eso y se lo dije.
—Yo tampoco. —Se arrodilló junto al ulano y le volvió los bolsillos. El
humo aromático del árbol abrasado lo envolvía todo como si fuera incienso,
y tuve la sensación de encontrarme una vez más en la Catedral de las
Peregrinas. El montón de ramas y de hojas del último verano sobre las que
yacía el ulano podía haber sido el suelo cubierto de paja; los troncos de los
árboles esparcidos, los palos que la sostenían.
—Aquí —dijo Jonas, y sacó un vasculum de latón. Desatornilló la
tapadera y lo vació de hierbas, después dio la vuelta al ulano muerto
poniéndolo de espaldas—. ¿Dónde están? —pregunté—. ¿Las ha absorbido
el cuerpo?
Jonas negó con la cabeza, y un momento después empezó, con mucho
cuidado y delicadeza, a sacar una de esas cosas oscuras de la fosa nasal
izquierda del ulano. La cosa parecía hecha de papel de seda, aunque era
absolutamente opaca.
Pregunté que por qué tanto cuidado.
—Si lo rompes, ¿no pasarán a ser dos?
—Sí, pero ahora está saciada. Dividida, perdería energía y no podríamos
dominarla. Muchos murieron así, porque vieron que podían cortarlas y no
pararon hasta que se vieron rodeados de ejércitos de ellas e incapaces de
defenderse.
Uno de los ojos del ulano estaba medio abierto. Hasta ahora había visto
muchos cadáveres, pero no pude sustraerme a la extraña sensación de que
de algún modo me estaba mirando, a mí, al hombre que le había matado
para salvarse. Para desviar mis pensamientos, dije entonces:
—Después que corté la primera, pareció que volaba más lentamente.
Había colocado el horror que había extraído en el vasculum y procedía a
sacar otro de la fosa nasal derecha. Como murmurando, dijo:
—La velocidad de cualquier cosa voladora depende de la superficie de
las alas. Si no fuera así, supongo que los adeptos a estas criaturas las
cortarían en trocitos antes de enviarlas contra alguien.
—Hablas como si ya las hubieras encontrado alguna vez.
—En una ocasión atracamos en un puerto donde las utilizaban en
crímenes rituales. Tal vez era inevitable que alguien las llevara a casa, pero
éstas son las primeras que he visto aquí. —Abrió la tapadera de latón y
colocó la segunda cosa fulígena sobre la primera, que se meneaba perezosa
—. Ahí dentro se recombinarán, eso es lo que hacen los adeptos para que
vuelvan a juntarse. No sé si notaste que se rasgaron mientras atravesaban el
bosque y sanaron en pleno vuelo.
—Hay otro más —dije.
Asintió con un gesto y utilizó la mano de acero para forzar al muerto a
abrir la boca; en vez de dientes, lengua lívida y paladar, aquello parecía un
abismo sin fondo, y por un momento sentí que se me revolvía el estómago.
Jonas extrajo la tercera criatura, empapada en la saliva del muerto.
—¿No habría tenido una fosa nasal abierta, o la boca, si yo no hubiera
tajeado esa cosa una segunda vez?
—Sí, hasta que hubieran llegado a los pulmones. La verdad es que
hemos tenido suerte de haber podido venir tan rápido. Si no, hubiéramos
tenido que abrirle el cuerpo para sacarlas.
Una voluta de humo me recordó el cedro ardiendo.
—Si era calor lo que querían…
—Prefieren el calor de la vida, aunque en ocasiones un fuego de materia
viva vegetal les puede distraer. Creo que en realidad quieren algo más que
calor, tal vez una energía como la que irradian las células en crecimiento. —
Jonas metió la tercera criatura en el vasculum y lo cerró de golpe—. Les
llamábamos nótulos, porque normalmente vienen después de oscurecer,
cuando no puede vérseles, y la primera señal que es un soplo de calor, pero
no tengo idea de cómo las llaman los nativos.
—¿Dónde está esta isla?
Me miró con curiosidad.
—¿Está lejos de la costa? Siempre he querido ver Uroboros, aunque
supongo que es peligroso.
—Está muy lejos —dijo Jonas con una voz inexpresiva—. Muy, muy
lejos. Espera un poco.
Esperé mirando, mientras él se encaminaba a la orilla. Lanzó con fuerza
el vasculum, y casi a la altura de la mitad de la corriente cayó al agua.
Cuando volvió le pregunté:
—¿No podíamos haber utilizado esas cosas? No parece probable que
quien las envió vaya a rendirse ahora, y nosotros podríamos necesitarlas.
—«No nos iban a obedecer, y en todo caso el mundo está mejor sin
ellas», como dijo al carnicero su mujer cuando le quitó la virilidad. Ahora
es mejor que nos vayamos. Alguien se acerca por el camino.
Miré donde Jonas había señalado y vi dos figuras de pie. Él había
cogido el diestrero por el ronzal mientras bebía y se disponía a montar.
—Espera —dije—. O aléjate una o dos cadenas y espérame allí. —Yo
estaba pensando en el muñón sangrante del hombre mono, y me pareció ver
las atenuadas luces votivas que colgaban en la catedral, carmesí y magenta,
entre los árboles. Eché mano al interior de mi bota, muy abajo, hasta donde
la había empujado para que estuviera segura, y saqué la Garra.
Era la primera vez que la veía a plena luz del día. Captó la luz del sol y
relució como el mismo Sol Nuevo, no solamente en azul sino en todos los
colores, desde el violeta hasta el cyan. La coloqué sobre la frente del ulano,
y por un instante intenté con la voluntad volverlo a la vida.
—Vamos —dijo Jonas—. ¿Qué estás haciendo? —No supe cómo
responderle.
—No está muerto del todo —gritó Jonas—. ¡Aléjate del camino antes
de que encuentre su lanza! —Y azotó la montura.
Débil y lejana, oí gritar una voz que me pareció reconocer:
—¡Maestro! —Volví la cabeza para mirar por el camino cubierto de
hierba.
—¡Maestro! —Uno de los viajeros me saludó con el brazo, y ambos
empezaron a correr.
—Es Hethor —dije; pero Jonas se había ido. Volví a mirar al ulano.
Ahora tenía los dos ojos abiertos, y el pecho subía y bajaba. Cuando le quité
la Garra de la frente y la volví a meter en mi bota, él se sentó. Grité a
Hethor y a su compañero que se apartaran del camino, pero no parecieron
entender.
—¿Quién eres?
—Un amigo.
Aunque estaba débil, el ulano intentó levantarse. Le di la mano y tiré de
él hacia arriba. Por un momento se fijó en todo: en mí, en los dos hombres
que corrían hacia él y en los árboles. Nuestros diestreros parecían
atemorizarlo, incluso el suyo propio, que seguía esperando pacientemente a
su jinete.
—¿Qué lugar es éste?
—Sólo un trecho del antiguo camino que corre junto al Gyoll.
Sacudió la cabeza y se la apretó con ambas manos.
Hethor llegó jadeando, como un perro malcriado que corre cuando lo
llaman y después espera que lo acaricien. Su compañero, a quien había
dejado unos cien pasos atrás, vestía de colores llamativos y tenía el aspecto
untuoso de un pequeño comerciante.
M-m-maestro —dijo Hethor—, no puedes imaginarte c-c-cuántos
problemas, c-c-cuántas terribles pérdidas y dificultades hemos tenido para
alcanzarte atravesando las montañas, atravesando los anchos mares agitados
y las c-c-crujientes llanuras de este bonito mundo. ¿Qué soy yo, t-t-tu
esclavo, sino una cáscara abandonada, al capricho de mil olas, arrojada a
este solitario lugar porque no p-p-puedo descansar sin ti? ¿C-c-cuántas
fatigas creerás, maestro de roja garra, que nos has costado?
—Puesto que os dejé en Saltus a pie y estos últimos días he cabalgado
en buena montura, pienso que bastantes.
—Exacto —dijo—, exacto. —Y miró a su compañero con ojos
reveladores, como si mi información hubiera confirmado algo que él le
había contado antes, y se dejó caer para descansar sobre la tierra.
El ulano dijo lentamente:
—Soy Cornet Mineas. ¿Quién eres tú?
Hethor sacudió la cabeza como si hubiera hecho una reverencia.
—M-m-mi maestro es el noble Severian, servidor del Autarca, cuyo
orín es el vino de sus súbditos, en el Gremio de los Buscadores de la Verdad
y la Penitencia. He-he-hethor es su humilde servidor. Beuzec es también su
humilde servidor. Supongo que el hombre que se alejó a caballo es también
su servidor.
Le indiqué que callara.
—No somos más que pobres viajeros, Cornet. Te vimos desmayado en
el suelo y tratamos de ayudarte. Hace un rato creíamos que estabas muerto;
no podía faltar mucho.
—Pero ¿qué lugar es éste? —volvió a preguntar el ulano.
Hethor contestó de nuevo con avidez:
—El camino al norte de Quiesco. M-m-maestro, estuvimos en la noche
oscura navegando las anchas aguas del Gyoll sobre un barco. D-d-
desembarcamos en Quiesco. El p-p-pasaje lo pagamos Beuzec y yo
trabajando sobre cubierta y en las velas. Avanzaba despacio río arriba,
mientras los afortunados zumbaban por encima en camino hacia la C-C-
Casa Absoluta, pero el barco avanzaba estuviéramos dormidos o d-d-
despiertos, y así pudimos alcanzarte.
—¿La Casa Absoluta? —musitó el ulano.
—Creo que no está muy lejos —dije.
—Tendré que vigilar atentamente.
—Estoy seguro de que uno de tus compañeros vendrá pronto. —Me
apoyé en mi diestrero y monté.
—M-m-maestro, ¿no irás a dejarnos otra vez? Beuzec sólo te ha visto
actuar dos veces.
Me disponía a contestar a Hethor cuando mis ojos captaron un destello
blanco entre los árboles al otro lado del camino. Algo enorme se movía allí.
En seguida se me ocurrió que quien había enviado los nótulos podía tener
otras armas a mano, y hundí mis talones en las ijadas del diestrero negro.
Con un brinco arrancó a galopar. Durante media legua o más corrimos
por la estrecha franja de tierra que separaba el camino del río. Cuando por
fin vi a Jonas, crucé el camino para avisarle, y dije lo que había visto.
Mientras yo hablaba, Jonas me escuchó con aire reflexivo. Cuando hube
acabado, dijo:
—No conozco nada como lo que describes, pero puede haber muchas
importaciones de las que nada sé.
—¡Pero seguramente una cosa así no iría suelta por ahí como una vaca
extraviada!
En lugar de responder, Jonas apuntó hacia la tierra a unos pocos pasos.
Un sendero de grava cuya anchura apenas sobrepasaba un codo
serpeaba por entre los árboles. Yo nunca había visto tantas flores silvestres
creciendo juntas al borde de un sendero, y los guijarros qué lo componían
eran de tamaño tan uniforme y de una blancura tan reluciente que
seguramente habían sido traídos de alguna playa secreta y remota.
Me acerqué cabalgando y le pregunté a Jonas qué podía significar allí
ese sendero.
—Seguramente una cosa: que ya estamos en el recinto de la Casa
Absoluta.
De repente, me acordé del lugar.
—Sí —dije—, en cierta ocasión Josefa y yo, con algunas otras mujeres,
vinimos a pescar aquí. Cruzamos al lado del roble retorcido…
Jonas me miraba como si yo estuviera loco, y por un momento yo
también lo creí. Antes había cabalgado a menudo en monturas de cacería,
pero ésta era una bestia de carga. Mis manos subieron como arañas para
arrancarme los ojos, y lo hubiera hecho si el hombre harapiento que estaba
junto a mí no me las hubiera bajado de un golpe con su mano de acero.
—No eres la chatelaine Thecla. Eres Severian, un oficial de los
torturadores que tuvo la desgracia de amarla. Mírate. —Y alzó la mano de
acero de modo que yo pudiera ver la cara de un extraño, estrecha, fea y
desconcertada, reflejada en la palma pulida.
Recordé entonces nuestra torre, las murallas curvadas de metal liso y
oscuro.
—Soy Severian —dije.
—Correcto. La chatelaine Thecla ha muerto.
—Jonas…
—Dime.
—Ahora el ulano está vivo, tú lo viste. La Garra le devolvió la vida. Se
la puse sobre la frente, pero quizás él la vio con sus ojos muertos. Se
incorporó sentándose, respiró y me habló, Jonas.
—No estaba muerto.
—Tú lo viste —repetí.
—Soy mucho más viejo que tú. Más viejo de lo que crees. Si hay una
cosa que he aprendido en mis múltiples viajes, es que los muertos no se
levantan ni los años regresan. Lo que ha sido y se fue no vuelve de nuevo.
El rostro de Thecla aún seguía delante de mí, pero un oscuro viento lo
arrastró hasta que desapareció ondeando. Dije:
—Si sólo la hubiera utilizado, si hubiera invocado el poder de la Garra
cuando estábamos en el banquete del muerto…
—El ulano estaba casi asfixiado, pero no muerto del todo. Cuando le
extraje los nótulos podía respirar, y después de un tiempo recobró la
conciencia. En cuanto a tu Thecla, ningún poder del universo la podría
devolver a la vida. Deben de haberla desenterrado mientras todavía te
tenían prisionero en la Ciudadela y haberla guardado en una cueva de hielo.
Antes de verla nosotros, la habían destripado como a una perdiz y habían
asado la carne. —Me agarró del brazo—. ¡Severian, no seas tonto!
En ese momento, sólo deseé morir. Si el nótulo hubiera reaparecido, lo
habría abrazado. Lo que asomó entonces al fondo del sendero fue una forma
blanca como la que había visto más cerca del río. Me aparté violentamente
de Jonas y galopé hacia ella.
XIV

La antecámara

Hay seres —y artefactos— contra cuya comprensión se estrella nuestra


inteligencia, y al final hacemos las paces con la realidad limitándonos a
decir:
—Fue una aparición, algo hermoso y horrible.
En algún lugar entre los torbellinos de mundos qué pronto he de
explorar, vive una raza semejante a la humana, y sin embargo diferente. No
son más altos que nosotros. Tienen cuerpos como los nuestros, pero
perfectos, y las normas por las que se rigen nos son completamente
extrañas. Como nosotros, tienen ojos, nariz y boca; pero usan estas
facciones (que, como he dicho, son perfectas) para expresar emociones que
nunca hemos sentido, de modo que, para nosotros, verles las caras es como
contemplar algún antiguo y terrible alfabeto de sentimientos, a la vez
sumamente importante y totalmente ininteligible.
Tal raza existe, pero no la encontré allí, en el límite de los jardines de la
Casa Absoluta. Lo que vi moverse entre los árboles, y sobre lo que ahora —
hasta que por fin lo vi claramente— me lanzaba, era más bien la imagen
gigante de una de esas criaturas brotada a la vida. La carne era de piedra
blanca, y los ojos tenían esa redonda y pulida ceguera (como secciones de
cáscaras de huevo) que vemos en nuestras propias estatuas. Se movía con
lentitud, como drogado o adormecido, aunque no inseguro. Parecía no ver,
pero daba la impresión de darse cuenta de las cosas, aunque con lentitud.

Acabo de hacer una pausa para volver a leer lo que he escrito, y veo que no
he logrado en absoluto describir lo esencial. La figura era escultórica. Si
algún ángel caído hubiera espiado mi conversación con el hombre verde,
podría haber ideado un enigma semejante para burlarse de mí. En cada uno
de sus movimientos transmitía la serenidad y la permanencia del arte y de la
piedra. Yo sentía que cada gesto, cada posición de la cabeza y de las
extremidades y del torso podía ser la última, o que cada una de ellas podía
repetirse interminablemente, como las poses de los gnomenos en los
cuadrantes multifacéticos de Valeria que se repiten a lo largo de los
curvilíneos corredores de los instantes.
El primer terror que me invadió, después de que la extrañeza de la
estatua blanca me hubiera quitado el deseo de morir, fue la impresión
instintiva de que iba a hacerme daño.
El segundo fue que no lo intentaría. Tener tanto miedo como yo tenía de
esa figura silenciosa e inhumana y descubrir después que no quería hacerme
daño hubiera sido insoportablemente humillante. Olvidando por un
momento que golpear esa piedra viviente estropearía irremediablemente el
acero, desenvainé Terminus Est y acosé con las riendas a mi diestrero. La
misma brisa pareció detenerse con nosotros allí, el diestrero apenas
temblando, yo con la espada en alto, nosotros mismos tan quietos como
estatuas. La verdadera estatua vino hacia nosotros, su cara, tres o cuatro
veces del tamaño natural, contenía una inconcebible emoción y sus
extremidades estaban envueltas en una terrible y perfecta belleza.
Oí gritar a Jonas y el ruido de un golpe. Tuve el tiempo justo de verlo en
el suelo enredado en una pelea con hombres de cascos altos y
empenachados que desaparecían y reaparecían incluso mientras los miraba,
cuando oí un zumbido cerca de mi oreja; algo me golpeó la muñeca y me
encontré debatiéndome entre un embrollo de cuerdas que me constreñían
como pequeñas boas. Alguien me agarró de la pierna y tiró, y yo caí.

Cuando me recobré y me di cuenta de lo que estaba pasando, tenía un lazo


de alambre alrededor del cuello, y uno de mis captores estaba rebuscando
en mi esquero. Yo veía claramente cómo sus manos se movían rápidas
como gorriones. También le veía la cara, como una máscara impasible que
un prestidigitador hubiera suspendido de un hilo delante de mí. Una o dos
veces la extraordinaria armadura que llevaba destelló al moverse; entonces
yo lo veía como quien ve una copa de cristal inmersa en agua clara. Creo
que era refractante, bruñido más allá de toda capacidad humana, de manera
que su propio material era invisible y sólo podían verse los verdes y pardos
del bosque, retorcidos por las formas de la coraza, la gorguera y las grebas.
Aunque protesté aduciendo que era miembro del gremio, el pretoriano
cogió todo mi dinero (si bien me dejó el libro marrón de Thecla, el trozo de
piedra de afilar, aceite y trapo y los demás objetos diversos que había en el
esquero). Entonces, con habilidad, me quitó las cuerdas que me enredaban y
se las echó (es lo más aproximado que puedo decir) dentro de la sisa del
peto, aunque no antes de que yo las hubiera visto. Me recordaba al látigo
que nosotros llamábamos «gato» y que era un manojo de correas unidas por
un extremo y con un peso en el otro; desde entonces he sabido que esta
arma se llama achico.
A continuación mi captor tiró hacia arriba de mi lazo de alambre hasta
que me puse de pie. Yo era consciente, como en ocasiones similares, de que
en cierto sentido estábamos representando un juego. Estábamos simulando
que yo me encontraba totalmente en poder del pretoriano, cuando de hecho
podía haberme negado a levantarme hasta que él me hubiera estrangulado o
hubiera llamado a algunos de mis compañeros para que cargaran conmigo.
También podía haber hecho otras cosas, como coger el alambre y tratar de
arrancárselo de la mano o golpearle la cara. Podía haber escapado y ellos
matarme o dejarme inconsciente o en agonía; pero realmente no se me pudo
obligar a actuar como lo hice.
Por fin supe que era un juego, y sonreí mientras él envainaba Terminus
Est y me llevaba a donde estaba Jonas. Éste dijo:
—No hemos hecho ningún daño. Devuelve a mi amigo la espada y
danos nuestros animales, y nos iremos.
No hubo respuesta. En silencio, dos pretorianos (parecían dos gorriones
aleteantes) tomaron nuestros diestreros y se los llevaron. Qué parecidos a
nosotros eran esos animales, caminando resignadamente hacia quién sabe
dónde, las enormes cabezas detrás de unas finas correas de cuero. Nueve
décimas partes de la vida, así me lo parece, consisten en estas rendiciones.

Se nos hizo ir con nuestros captores afuera del bosque a unos prados
ondulantes que pronto se convirtieron en césped. La estatua caminaba
detrás de nosotros, y otras de su especie se le unieron hasta que hubo una
docena o más, todas enormes, todas diferentes y todas hermosas. Pregunté a
Jonas quiénes eran los soldados y adónde nos llevaban, pero él no
respondió, y yo sentía que el lazo me estrangulaba.
Sólo puedo decir que llevaban armaduras de la cabeza a los pies, y sin
embargo el pulido perfecto del metal daba la impresión de algo liso y suave,
un efecto casi líquido que era profundamente perturbador y que les permitía
desaparecer contra el cielo y la hierba a unos pasos de distancia. Cuando
hubimos recorrido media legua por el césped, entramos en un bosquecillo
de ciruelos en flor, y en seguida los cascos empenachados y las hombreras
relucientes bailaron una danza de rosa y blanco.
Allí llegamos a un sendero que se torcía una y otra vez. Cuando
estábamos a punto de salir del bosquecillo nos detuvimos, y Jonas y yo
fuimos empujados violentamente hacia atrás. Oí cómo nos seguían los pies
de las pétreas figuras, y cómo rascaban la gravilla cuando se detuvieron en
seco; uno de los soldados las conminó a mantenerse apartadas en lo que
pareció un grito sin palabras. Miré como pude por entre las flores para ver
lo que había más allá.
Delante de nosotros el camino era mucho más ancho que el que
habíamos utilizado hasta ahora. Era, de hecho, un sendero de jardín
agrandado hasta convertirse en una magnífica avenida. El pavimento era de
piedra blanca y a ambos lados había balaustradas de mármol. Por él
marchaban gentes variopintas, la mayoría a pie, aunque algunos montaban
bestias de varias clases. Uno llevaba un arctótero lanudo; otro iba subido al
cuello de un perezoso de tierra, más verde que el césped. Apenas hubo
pasado este grupo cuando otros lo siguieron. Aunque todavía estaban
demasiado lejos para que yo pudiera distinguirles las caras, llamó mi
atención un individuo que con la cabeza inclinada sobresalía al menos tres
codos por encima del resto. Un momento después reconocí en otra cara la
del doctor Talos, que avanzaba jactancioso, el pecho hinchado y la cabeza
hacia atrás. Mi propia querida Dorcas lo seguía de cerca, y más que nunca
parecía una niña desamparada caída de alguna esfera superior. Cubierta de
velos que el viento movía y de joyas que centelleaban bajo su sombrilla, iba
Jolenta cabalgando a lo amazona una pequeña jaca; y detrás de todos ellos,
empujando pacientemente un carro con todos los accesorios que él no podía
llevar a hombros, avanzaba aquél a quien yo había reconocido primero, el
gigante Calveros.
Si para mí fue doloroso verles pasar sin poder llamarlos, para Jonas tuvo
que haber sido un tormento. Cuando Jolenta pasaba frente a nosotros,
volvió la cabeza. En ese momento me pareció que ella había olfateado el
deseo de Jonas, igual que entre las montañas se dice que algunos espíritus
impuros son atraídos por el olor de la carne que ha sido arrojada al fuego
para ellos. Sin duda no fue más que uno de los árboles en flor entre los que
nos encontrábamos lo que le llamó la atención. Oí como Jonas se quedaba
sin aliento; pero la primera sílaba del nombre de Jolenta fue interrumpida
por un golpe seco, y él cayó a mis pies. Cuando ahora recuerdo la escena, el
ruido de la mano metálica sobre la gravilla del camino tiene la misma
intensidad que el perfume de los brotes del ciruelo.
Cuando hubieron pasado todas las compañías de actores, dos
pretorianos recogieron a Jonas y se lo llevaron con la misma facilidad que si
se tratara de un niño. Entonces lo atribuí a la fortaleza de los pretorianos.
Cruzamos el camino por el que habían venido los actores y entramos en un
seto de rosales más alto que un hombre, cubierto con enormes brotes
blancos y repleto de nidos de aves.
Más allá estaban los jardines propiamente dichos. Si tratara de
describirlos, daría la impresión de haberme contagiado de la desvariada y
tartamudeante elocuencia de Hethor. Cada colina, cada árbol, cada flor
parecían haber sido dispuestos por una inteligencia maestra (que desde
entonces he sabido que es la del Padre Inire) en una escena que cortaba el
aliento. El observador siente que está en el centro, que todo lo que ve
apunta hacia el lugar en que se encuentra, pero que cuando ha caminado
cien pasos o una legua todavía sigue encontrándose en el centro; y cada
visión parece transmitir alguna verdad incomunicable, como una de esas
intuiciones inefables que sólo a los eremitas les es dado experimentar.
Tan bellos eran estos jardines que sólo después de estar allí cierto
tiempo me di cuenta de que ninguna torre se alzaba sobre ellos. Aparte de
los pájaros y las nubes, sólo el viejo sol y las pálidas estrellas subían más
alto que las copas de los árboles. Podíamos haber estado errando por algún
divino paisaje silvestre. Más tarde alcanzamos la cresta de una ola de tierra,
más adorable que cualquier ola de cobalto de Uroboros; y súbitamente,
tanto que nos cortó el aliento, un foso se abrió a nuestros pies. Aunque lo he
llamado foso, no era en modo alguno el negro abismo que normalmente
asociamos con esa palabra. Más bien era una gruta llena de fuentes y de
flores nocturnas y punteada con gentes más brillantes que cualquier flor,
gentes que paseaban ociosas junto a las aguas y charlaban entre las
sombras.
En seguida, como si hubiera caído el muro de una tumba para dar paso a
la luz, me inundaron muchos recuerdos de la Casa Absoluta, que ahora eran
míos por haber absorbido la vida de Thecla. Comprendí algunas cosas que
habían estado implícitas en la obra del doctor y en muchas de las historias
que Thecla me había contado, aunque ella nunca lo dijo abiertamente: la
totalidad de este gran palacio estaba bajo tierra, o más bien los techos y
paredes tenían encima montones de tierra cultivada y organizada en
paisajes, de modo que todo este tiempo habíamos venido caminando sobre
la sede del poder del Autarca, que yo creía aún a cierta distancia.
No descendimos a la gruta, que sin duda se abría hacia cámaras
completamente inadecuadas para la detención de prisioneros, ni tampoco a
ninguna de las otras veinte por las que pasamos. Sin embargo, al final
llegamos a una mucho más sórdida, aunque no menos bella. La escalera por
la que entramos había sido tallada de modo que pareciese una formación
natural de roca oscura, irregular y en ocasiones traicionera. El agua goteaba
desde arriba, y en las partes altas de esta caverna artificial crecían helechos
y yedra oscura, por donde aún lograba pasar un poco de luz. En las regiones
inferiores, mil escalones más abajo, las paredes se encontraban tachonadas
de hongos; algunos eran luminosos, otros esparcían por el aire aromas
extraños y mohosos, y otros sugerían fantásticos fetiches fálicos.
En el centro de este oscuro jardín, apoyado en un andamiaje, colgaba,
verde con verdigrís, un conjunto de gongs. Me pareció que se los había
dispuesto con la idea de que el viento los hiciera sonar; sin embargo,
parecía imposible que pudiera tocarlos alguna vez.
Así al menos lo pensé hasta que uno de los pretorianos abrió una pesada
puerta de bronce y de madera carcomida en uno de los oscuros muros de
piedra. Entonces una corriente de aire frío y seco sopló por la puerta y los
gongs comenzaron a mecerse y a chocar, produciendo un ruido tan
armonioso que parecía en verdad la composición programática de algún
músico, cuyos pensamientos se encontraban aquí en el exilio.
Al alzar la vista hacia los gongs (lo que los pretorianos no me
impidieron hacer) vi a las estatuas, cuarenta al menos, que nos habían
seguido todo el camino a través de los jardines. Ahora bordeaban el foso,
inmóviles al fin, y miraban hacia nosotros como si fueran un friso de
cenotafios.

Yo había previsto ser el único ocupante de una pequeña celda, supongo que
porque inconscientemente trasplantaba las prácticas de nuestras propias
mazmorras a este lugar desconocido. No era posible imaginar nada más
distinto. La entrada no se abría sobre ningún corredor de puertas estrechas,
sino hacia uno espacioso y alfombrado con una segunda entrada en el lado
opuesto. Delante de este segundo conjunto de puertas había unos hastarii
con lanzas llameantes, apostados como centinelas. A una palabra de uno de
los pretorianos, las abrieron inmediatamente; más allá se extendía una
estancia vasta, oscura y despejada con un techo muy bajo. Esparcidas por la
estancia había varias docenas de personas, hombres y mujeres y unos pocos
niños; la mayoría solos, pero algunos en parejas o en grupos. Las familias
ocupaban nichos y en algunos sitios se habían levantado cortinas de harapos
para proporcionar cierto aislamiento.
Se nos empujó al interior de esta estancia. O más bien yo fui empujado
y el infortunado Jonas fue arrojado. Traté de sostenerlo mientras caía, y al
menos conseguí que no golpeara con la cabeza contra el suelo; mientras, oí
cómo detrás de mí las puertas se cerraban de golpe.
XV

Fuego fatuo

Me encontré rodeado de caras. Dos mujeres apartaron a Jonas, y


prometiendo cuidarlo, se lo llevaron. El resto empezó a martillearme a
preguntas: cómo me llamaba, qué clase de ropas llevaba, de dónde había
venido, si conocía a éste o a tal otro, si había estado en ésta o en aquella
ciudad, si era de la Casa Absoluta o de Nessus o de la ribera oriental u
occidental del Gyoll, si era de este barrio o de aquél, si el Autarca vivía aún,
si sabía algo del Padre Inire, quién era arconte en la ciudad, cómo iba la
guerra, si tenía noticias del comandante Fulano o del soldado Mengano o
del quiliarca Zutano, si sabía cantar o recitar o tocar un instrumento…
Como puede imaginarse, ante tal lluvia de preguntas no pude contestar a
casi ninguna. Cuando pasó el chaparrón inicial, un hombre viejo y de barba
canosa y una mujer que parecía casi de la misma edad hicieron callar a los
demás y los alejaron. El método, que posiblemente no habría triunfado en
ningún otro lugar, era dar una palmada a cada cual en la espalda, apuntar a
la parte más remota de la estancia y decirle claramente: «Hay tiempo de
sobra». Gradualmente, los demás se fueron callando y retirando hasta el
sitio más alejado desde donde aún podían oír, y por fin la baja estancia
quedó tan silenciosa como cuando se abrieron las puertas.
—Soy Lomer —dijo el viejo. Carraspeó ruidosamente—. Ésta es
Nicarete.
Le dije cuál era mi nombre y el de Jonas.
La vieja debió de haber notado preocupación en mi voz.
—Está en buenas manos, no te preocupes. Esas muchachas lo tratarán lo
mejor que puedan, esperando que él pronto pueda hablarles. —Soltó una
risa, y algo en el modo de echar atrás la bien conformada cabeza me dijo
que había sido hermosa en otro tiempo.
Comencé a interrogarlos a mi vez, pero el viejo me interrumpió.
—Ven con nosotros —dijo—, a nuestro rincón. Allí podemos sentarnos
con tranquilidad y te ofreceré un vaso de agua.
En cuanto pronunció esa palabra, me di cuenta de cuánta sed tenía. Nos
llevó detrás de la cortina de harapos más próxima a las puertas y me echó
agua de una jarra de barro a un delicado vaso de porcelana. Allí había
cojines y una mesa pequeña de no más de un palmo de altura.
—Pregunta por pregunta, ésa es la vieja regla. Te hemos dicho nuestros
nombres y tú nos has dicho el tuyo, así que volvamos a empezar. ¿Dónde te
apresaron?
Les expliqué que no lo sabía, a menos que hubiera sido por violar los
terrenos.
Lomer hizo un gesto de asentimiento. Tenía esa piel pálida de quienes
nunca ven el sol; la barba rebelde y los dientes irregulares hubieran
parecido repugnantes en cualquier otro entorno; aquí encajaban tan bien
como las losas medio desgastadas del suelo.
—Me encuentro aquí por una mala pasada de la chatelaine Leocadia. Yo
era senescal de la rival de Leocadia, la chatelaine Nympha, y cuando ella
me trajo aquí, a la Casa Absoluta, para que pudiéramos examinar las
cuentas de las fincas mientras que ella asistía a los ritos del filómata
Phocas, la chatelaine Leocadia me tendió una trampa con ayuda de Sancha,
que…
La vieja Nicarete lo interrumpió.
—¡Mira! —exclamó—. La conoce.
Sí, la conocía. Una cámara en rosa y marfil había brotado en mi mente,
una estancia con dos paredes de cristal y marcos exquisitos. Allí ardían
fuegos en chimeneas de mármol, empalidecidos por los rayos de sol que
atravesaban los cristales, pero que llenaban la habitación de calor seco y de
olor a sándalo. Una anciana envuelta en chales estaba sentada en una silla
que parecía un trono; junto a ella, sobre una mesa de taracea, había un
decantador de cristal tallado y varios frascos de color marrón.
—Es una anciana de nariz aguileña —dije—. La viuda de Fors.
—¿Así que la conoces? —La cabeza de Lomer asintió lentamente,
como si estuviera respondiendo a la pregunta que él mismo había planteado
—. Eres el primero en muchos años.
—Digamos que la recuerdo.
—Sí. —El viejo asintió—. Dicen que ya ha muerto. Pero en mis
tiempos era una joven bonita y sana. La chatelaine Leocadia la convenció, y
después hizo que nos descubrieran, como Sancha sabía que lo haría. Ella no
tenía más que catorce años y no fue inculpada. En todo caso, no habíamos
hecho nada; sólo había empezado a desvestirme.
—Entonces tenías que ser un jovenzuelo —dije. Él no respondió,
Nicarete dijo entonces:
—Tenía veintiocho años.
—¿Y tú? —pregunté—. ¿Quién eres?
—Soy una voluntaria.
La miré algo sorprendido.
—Alguien debe expiar las faltas de Urth, o el Sol Nuevo nunca llegaría.
Y alguien debe despertar la atención sobre este lugar y otros como él. Soy
de una familia armígera que quizá todavía me recuerde, así que los guardias
han de tener cuidado conmigo y con todos los demás mientras yo siga aquí.
—¿Quieres decir que puedes irte y no quieres?
—No —dijo, y meneó la cabeza. Tenía cabellos blancos, pero los
llevaba sueltos sobre los hombros como las jóvenes—. Me iré, pero sólo
bajo mis propias condiciones, que son que todos los que llevan aquí tanto
tiempo que ya han olvidado sus delitos también queden libres.
Me acordé del cuchillo de cocina que había robado para Thecla y del
hilo carmesí que fluyó bajo la puerta en nuestras mazmorras, y dije:
—¿Es verdad que aquí los prisioneros olvidan realmente sus delitos?
Lomer alzó los ojos.
—¡Es injusto! Pregunta por pregunta, ésa es la regla, la vieja regla. Aquí
todavía conservamos las reglas antiguas. Somos los últimos de la vieja
generación, Nicarete y yo, pero mientras vivamos las antiguas reglas se
aplicarán. ¿Tienes amigos que se muevan para liberarte?
Seguramente Dorcas lo haría si supiera dónde estaba. El doctor Talos
era tan impredecible como las figuras que forman las nubes, y por esa
misma razón podría intentar que me liberaran, aunque no tenía motivo
alguno para hacerlo. Lo más importante quizás es que yo era el mensajero
de Vodalus, y éste tenía al menos un agente en la Casa Absoluta: aquél a
quien supuestamente yo tenía que entregar el mensaje. Yo había tratado de
deshacerme del eslabón dos veces mientras Jonas y yo nos dirigíamos hacia
el norte, pero comprobé que no podía; el alzabo, al parecer, había puesto
otro encantamiento en mi mente. Ahora eso me alegraba.
—¿Tienes amigos o relaciones? Si los tienes, quizá puedas hacer algo
por nosotros.
—Tal vez amigos —dije—. Puede que traten de ayudarme si se enteran
de lo que me ocurrió. ¿Creéis que pueden conseguirlo?
Así estuvimos hablando durante mucho tiempo. Si tuviera que escribirlo
todo aquí, esta historia no terminaría. En esa estancia no había nada que
hacer más que charlar y jugar unos cuantos juegos sencillos, y los
prisioneros hacen estas cosas hasta que se les ha ido todo el sabor y quedan
como cartílagos que un hambriento hubiera estado mordisqueando todo el
día. En muchos aspectos, estos prisioneros salen mejor parados que los
clientes que guardábamos bajo la torre, pues de día no tienen miedo del
dolor y ninguno está solo. Pero como la mayoría lleva allí tantos años, y a
pocos de nuestros clientes se les mantenía confinados demasiado tiempo,
los nuestros, en su mayor parte no perdían la esperanza, mientras que los de
la Casa Absoluta están desesperados.
Después de diez guardias o más, las lámparas que lucían en el techo
empezaron a apagarse y le dije a Lomer y a Nicarete que no seguiría
despierto más tiempo. Me llevaron a un sitio muy oscuro alejado de la
puerta, y me explicaron que ese lugar sería mío hasta que algún prisionero
muriera y yo heredara una posición mejor.
Cuando se iban, le oí decir a Nicarete:
—¿Vendrán esta noche? —Lomer respondió algo, pero no pude
entender la respuesta, y yo estaba demasiado fatigado para preguntar. Mis
pies me decían que en el suelo había un delgado jergón; me senté y había
empezado a estirarme en toda mi longitud cuando con la mano toqué un
cuerpo viviente.
La voz de Jonas me dijo:
—No hace falta que apartes la mano. Sólo soy yo.
—¿Por qué no dijiste nada? Te vi paseando por ahí, pero no pude
deshacerme de esos dos viejos. ¿Por qué no viniste?
—No dije nada porque estaba pensando, y no fui porque no pude
librarme de las mujeres que me tenían al principio. Después, esas gentes no
podían separarse de mí. Severian, tengo que escapar.
—Todo el mundo quiere escapar, supongo —le dije—. Por supuesto, yo
también.
—Pero yo tengo que escapar. —Una mano delgada y dura, la mano
izquierda de carne, agarró la mía.— Si no lo hago, me mataré o perderé la
razón. He sido tu amigo, ¿verdad? —Bajó la voz hasta un débil susurró—.
Ese talismán que llevas… la gema azul… ¿nos liberará? Sé que los
pretorianos no la encontraron; miré mientras te registraban.
—No quiero sacarla —dije—. Reluce mucho en la oscuridad.
—Pondré de lado uno de estos jergones y los sostendré para que nos
oculte.
Esperé hasta que sentí que Jonas había levantado el jergón, y extraje la
Garra. La luz era tan débil que podía haberla apagado con la mano.
—¿Está apagándose? —preguntó Jonas.
—No, está así casi siempre. Pero cuando está activa, como cuando
transmutó el agua de nuestra garrafa y cuando atemorizó a los hombres
mono, brilla intensamente. Si puede ayudar a nuestra evasión, no creo que
lo haga ahora.
—Tenemos que llevarla a la puerta, quizás haga saltar el cerrojo. —La
voz le temblaba.
—Más tarde, cuando todos los demás duerman. Los liberaré si nosotros
mismos podemos escapar; pero si la puerta no se abre, como es muy
posible, no quiero que sepan que tengo la Garra. Ahora dime por qué tienes
que escapar en seguida.
—Mientras tú hablabas con los viejos, una familia entera me estaba
interrogando —empezó Jonas—. Hay varias viejas, un hombre de unos
cincuenta años, otro de unos treinta, otras tres mujeres y una manada de
niños. Me llevaron a su pequeño nicho junto a la pared, ya sabes, y los
demás prisioneros no podían ir allí a menos que estuvieran invitados, y no
lo estaban. Esperaba que me preguntaran por amigos que tenían en el
exterior, o cuestiones de política, o por la lucha en las montañas… En vez
de eso yo no parecía ser para ellos más que una especie de entretenimiento.
Querían oír hablar del río, de dónde había estado, de cuánta gente vestía
como yo. Y de la comida de afuera; hicieron muchísimas preguntas sobre la
comida, algunas completamente grotescas: si había presenciado alguna
carnicería, si los animales suplicaban que no los matasen. Y si era verdad
que los que hacen azúcar llevan espadas envenenadas y lucharían para
defender su producto…
»Nunca habían visto abejas, y parecían creer que eran del tamaño de
conejos.
»Después de cierto tiempo comencé a mi vez a hacer preguntas y supe
que ninguno de ellos, ni siquiera la mujer más anciana, había sido nunca
libre. Al parecer, se trae a esta estancia tanto a hombres como a mujeres que
engendran hijos impulsados por la naturaleza, y aunque algunos los llevan
fuera, la mayoría se queda aquí toda la vida. No tienen bienes, y ninguna
esperanza de ser liberados. En realidad, no saben lo que es la libertad, y
aunque el hombre mayor y una muchacha me dijeron en serio que les
gustaría ir al exterior, no creo que tuvieran la intención de instalarse allí.
Las ancianas son prisioneras de séptima generación, eso es lo que dijeron,
pero a una se le escapó que su madre también había sido prisionera de
séptima generación.
»En algunos aspectos son notables. Exteriormente han sido totalmente
modeladas por este lugar donde han pasado toda la vida. Sin embargo, por
dentro son… —Jonas hizo una pausa, y sentí el peso del silencio alrededor
de nosotros—. Memorias de familia, supongo que podría llamárseles.
Tradiciones del mundo exterior que han ido heredando, generación tras
generación, de los prisioneros de quienes descienden. No saben qué
significan ya algunas de las palabras, pero se aferran a las tradiciones, a las
narraciones, porque es todo lo que tienen; las narraciones y sus nombres.
Se quedó callado. Yo volví a meter la tenue chispa de la Garra en mi
bota, y nos encontramos en una oscuridad perfecta. Respiraba
trabajosamente, como unos fuelles bombeando en una fragua.
—Les pregunté el nombre del primer prisionero, el más remoto de sus
antepasados. Era Kimlisung… ¿Has oído ese nombre?
Le dije que no.
—¿O algo parecido? Supón que fueran tres palabras.
—No, nada parecido —dije—. La mayoría de la gente que he conocido
tienen nombres de una sola palabra, como tú, aunque parte del nombre era
un título, un apodo o algo que les habían añadido porque había demasiados
Bolcanos o Altos o lo que fuera.
—Me dijiste una vez que pensabas que mi nombre no era corriente. Kim
Li Sung hubiera sido un nombre muy corriente cuando yo era… niño. Un
nombre corriente en lugares ahora hundidos bajo el mar. ¿Has oído hablar
de mi barco, Severian? Se trataba del Nube Afortunada.
—¿Un barco casino? No, pero…
Mis ojos captaron un resplandor de luz verdosa, tan débil que aun en la
oscuridad era apenas visible. En seguida hubo un murmullo de voces cuyo
eco se reproducía y se multiplicaba por toda la amplia, baja y tortuosa
estancia. Oí cómo Jonas se ponía rápidamente en pie. Yo hice lo mismo,
pero apenas estuve erguido cuando me cegó un destello de fuego azul. El
dolor fue muy intenso; yo no recordaba haber sentido antes nada parecido;
pareció como si la cara se me estuviera partiendo. De no haber sido por la
pared, me habría caído.
En algún sitio más lejos, el fuego azul volvió a destellar de nuevo, y una
mujer gritó.
Jonas estaba maldiciendo. Al menos, el tono de su voz me decía que
estaba maldiciendo, aunque las palabras eran de lenguas para mí
desconocidas. Oí cómo pateaba el suelo con las botas. Hubo otro destello,
parecido a las chispas relampagueantes que yo había visto el día que el
maestro Gurloes, Roche y yo administramos el Revolucionario a Thecla.
Sin duda, Jonas gritaba como yo había gritado, pero para entonces el
alboroto era tal que yo no alcanzaba a distinguir su voz.
La luz verdosa se hizo más intensa, y mientras yo miraba, todavía más
que medio paralizado por el dolor, y destrozado por un miedo enorme, que
no recuerdo haber experimentado nunca, tomó la forma de una cara
monstruosa que clavaba en mí unos ojos de plato, para después apagarse en
seguida en la oscuridad.
Todo esto fue más terrible de lo que jamás pudiera dar a entender con
mi pluma, aunque desde ahora no hiciese otra cosa que contar esta parte de
mi historia. Era el miedo de la ceguera y del dolor, aunque para lo que
importaba todos estábamos ya ciegos. No había ninguna luz, y no había
nadie de nosotros que pudiera encender una vela, ni siquiera obtener fuego
de un pedernal. En toda la estancia cavernosa había voces que gritaban,
lloraban y rogaban. Sobre el terrible estrépito oí la risa clara de una joven,
que en seguida se apagó.
XVI

Jonas

Deseé la luz entonces como un hombre hambriento desea un trozo de carne,


y por fin arriesgué la Garra. O quizá debería decir que ella me arriesgó a
mí; pues yo no parecía ser dueño de mi mano, que se metió en el hueco de
la bota y la cogió.
En seguida cedió el dolor, y brotó una cascada de luz celeste. El
alboroto se redobló cuando los desgraciados habitantes del lugar, viendo el
resplandor, temieron que un nuevo terror iba a caer sobre ellos. Volví a
meter la gema en la bota y cuando la luz dejó de ser visible comencé a
tantear en busca de Jonas.
No estaba inconsciente en contra de lo que yo había supuesto; yacía
retorciéndose a unos veinte pasos de donde habíamos descansado. Lo traje
de nuevo a cuestas (encontrándolo sorprendentemente ligero) y cubriendo a
ambos con mi capa le puse la Garra en la frente.
En poco tiempo se incorporó sentándose. Le dije que descansara, que lo
que había estado con nosotros en la cámara de la prisión ya se había ido.
Él se movió y murmuró:
—Tenemos que activar los compresores antes de que el aire se vicie.
—Está bien —le dije—. Todo está bien, Jonas. —Me despreciaba a mí
mismo por hablarle como si fuera el más pequeño de los aprendices, como
años antes el maestro Malrubius me había hablado a mí.
Algo duro y frío me tocó la muñeca, moviéndose como si estuviera
vivo. Lo toqué, y era la mano de acero de Jonas; después de un momento,
me di cuenta de que había estado tratando de agarrarme la mano.
—¡Siento peso! —La voz se le elevaba más y más—. Han de ser sólo
las luces. —Se volvió. Oí el sonido metálico y la mano que rascaba la
pared. Jonas comenzó a hablar consigo mismo en un lenguaje nasal y
monosilábico que yo no entendía.
Me atreví entonces a sacar la Garra otra vez y volví a tocarlo. Estaba
medio apagada, como cuando la habíamos examinado esa misma tarde, y
Jonas no mejoró. Pero con el tiempo pude calmarlo. Al fin, mucho después
de que el resto de la estancia quedara en silencio, nos echamos a dormir.

Cuando desperté, las débiles lámparas estaban ardiendo de nuevo, aunque


de alguna manera yo me daba cuenta de que afuera todavía era de noche, o
como mucho la primera hora de la mañana.
Jonas yacía junto a mí, todavía dormido. Tenía un corte largo en la
túnica, y vi el lugar donde el fuego azul lo había quemado. Recordando la
mano cercenada del hombre mono, me cercioré de que nadie nos observaba
y empecé a pasar la Garra por la quemadura.
A la luz centelleaba más vívidamente que la tarde anterior; y aunque la
cicatriz negra no desaparecía, pareció hacerse más estrecha, y la carne de
los lados menos inflamada. Para llegar hasta el extremo inferior de la
herida, levanté un poco la ropa. Cuando metí la mano, oí una nota leve: la
gema había chocado contra metal. Retirando más la ropa, vi que la piel de
mi amigo terminaba tan abruptamente como la hierba en donde asoma una
piedra grande, dando paso a una plata reluciente.
Al principio pensé que era una armadura, pero pronto vi que no. Se
trataba más bien de metal que sustituía a la carne, como el metal que hacía
las veces de mano derecha. Hasta dónde llegaba no lo vi, y no quise tocarle
las piernas para no despertarlo.
Volví a esconder la Garra y me levanté. Y como quería estar solo y
pensar durante unos momentos, me separé de Jonas y caminé hacia el
centro de la estancia. El lugar ya había sido bastante extraño el día anterior,
cuando todo el mundo estaba despierto y activo. Ahora parecía más extraño
aún, una sala fea y desigual, salpicada de irregulares rincones y aplastada
por un techo bajo. Con la esperanza de que el ejercicio animara mis
pensamientos (como hace a menudo), decidí pasear a lo largo y a lo ancho
de la estancia, sin hacer ruido para no despertar a quienes dormían.
No había recorrido cuarenta pasos cuando vi un objeto que me pareció
completamente fuera de lugar en medio de tanta gente andrajosa y de tanto
jergón de lona sucia. Era un pañuelo de mujer de buena tela y de color de
albaricoque. El perfume era indescriptible. No reconocí ninguna fruta ni
flor de las que crecen en Urth, pero me pareció delicioso.
Estaba doblando esta hermosura para meterla en mi esquero, cuando oí
una voz infantil que decía:
—Trae mala suerte, muy mala suerte, ¿no lo sabes?
Me volví, y vi una niñita de cara pálida y chispeantes ojos de
medianoche, demasiado grandes para ella, y le pregunté:
—¿Qué trae mala suerte, señorita?
—Guardar lo que se encuentra. Después vienen a buscarlo. ¿Por qué
llevas esas ropas negras?
—Son fulígenas, que es un color más oscuro que el negro. Estira la
mano y te lo enseñaré. ¿Ves cómo desaparece cuando paso sobre ella el
borde de mi capa?
Movió solemnemente la cabeza, que aunque pequeña parecía demasiado
grande para los hombros que la sostenían.
—Los enterradores visten de negro. ¿Eres enterrador? Cuando
enterraron al navegante hubo carros negros y gente vestida de negro que
paseaba. ¿Has visto alguna vez un entierro como ése?
Me puse en cuclillas para mirarle de más cerca la cara solemne.
—Nadie viste de fulígeno en los funerales, señorita, para no ser
confundido con gente de mi gremio, lo que sería una infamia para el muerto
en la mayoría de los casos. Bueno, aquí está el pañuelo. ¿No te parece
bonito? ¿A esto le llamas una cosa encontrada?
Asintió con un gesto.
—Ellos se dejan los látigos, y lo que hay que hacer es sacarlos fuera
empujándolos por debajo de las puertas. Porque después vendrán a llevarse
sus cosas. —Sus ojos ya no se fijaban en los míos. Estaban mirando la
cicatriz que me cruzaba la mejilla derecha.
Yo la toqué.
—¿Éstos son los látigos? ¿Quiénes hacen esto? Vi una cara verde.
—Y yo también. —Reía con notas de campanilla—. Pensé que iba a
comerme.
—Ahora no pareces muy asustada.
—Mamá dice que las cosas que se ven en la oscuridad no quieren decir
nada. Son diferentes casi todas las veces. Lo que hacen daño son los látigos,
pero ella me tuvo detrás, entre ella y la pared. Tu amigo se está
despertando. ¿Por qué pones esa cara rara?
(Recordé haber estado riendo con otras personas. Tres eran hombres
jóvenes; dos, mujeres de mi propia edad. Guiberto me pasó un látigo de
pesada empuñadura y tralla de cobre trenzado. Lollian estaba preparando la
oropéndola, que daría vueltas sobre una cuerda larga).
—¡Severian! —Era Jonas, y fui de prisa hacia él.
—Me alegro de que estés aquí —dijo, cuando me agaché a su lado—.
Yo… pensé que te habrías ido.
—Era casi imposible hacerlo, ¿recuerdas?
—Sí —dijo—, ahora lo recuerdo. ¿Sabes cómo le llaman a este lugar,
Severian? Me lo dijeron ayer. Es la antesala. Veo que ya lo sabías.
—No.
—Hiciste un gesto con la cabeza.
—Me acordé del nombre cuando tú lo pronunciaste, y supe que así se
llamaba. Yo… creo que Thecla estuvo aquí. A ella no le pareció un lugar
raro como prisión, tal vez porque fue la única que había visto, antes de
conocer nuestra torre, pero a mí sí me lo parece. Creo que son más prácticas
las celdas individuales, o por lo menos varias habitaciones. Tal vez sea sólo
un prejuicio.
Jonas se incorporó trabajosamente hasta que estuvo sentado con la
espalda contra la pared. Tenía la cara pálida bajo la piel morena y le brillaba
con la transpiración mientras decía:
—¿No te imaginas cómo este lugar llegó a ser lo que es? Mira a tu
alrededor.
Lo hice, y sólo vi lo que había visto antes: la extensa estancia, de luces
tenues.
—Esto fue una suite, quizá varias, probablemente. Han tirado las
paredes y han puesto en todas partes un suelo uniforme sobre los antiguos.
Estoy seguro que es lo que llamábamos un techo rebajado. Si levantaras uno
de esos paneles, verías encima la estructura original.
Me puse de pie y probé; pero aunque llegaba con la punta de los dedos a
los paneles rectangulares, no alcanzaba a ejercer mucha presión sobre ellos.
La niñita, que estaba observando a una distancia de unos diez pasos y
escuchando, estoy seguro, cada palabra nuestra, dijo:
—Álzame y lo haré.
Corrió hacia nosotros. La tomé por la cintura y advertí que podía
levantarla fácilmente sobre mi cabeza. Durante unos segundos apretó los
brazos pequeños contra el trozo de techo encima de ella, que cedió hacia
arriba, soltando una lluvia de polvo. Ahí, allá vi una red de finas barras
metálicas, y a través de ellas un techo abovedado con muchas molduras,
unas pinturas desconchadas que representaban nubes y aves. Los brazos de
la niña se aflojaron; el panel volvió a hundirse soltando más polvo, y mi
visión se interrumpió.
Dejé a la niña en el suelo y me volví hacia Jonas.
—Tienes razón. Hay un techo antiguo encima de éste, que correspondía
a una habitación mucho más pequeña. ¿Cómo lo sabías?
—Porque hablé con esas personas. Ayer. —Levantó las manos, la de
hierro y también la de carne, y pareció que iba a frotarse la cara con ellas—.
Echa a la niña, ¿quieres?
Le dije a la niña que se fuera con su madre, aunque sospecho que se
limitó a cruzar la estancia, volviendo después a lo largo de la pared hasta un
punto desde donde podía escucharnos.
—Siento como si estuviera despertando —dijo Jonas—. Creo que dije
ayer que temía volverme loco. Creo que tal vez me esté volviendo cuerdo, y
eso es tan malo o peor. —Había estado sentado sobre el jergón de lona
donde habíamos dormido. Ahora se dejó caer sobre la pared, parecido a un
cadáver que vi más tarde con la espalda contra un árbol—. Yo leía mucho a
bordo. Una vez leí una historia. No creo que sepas nada de ella. Aquí han
transcurrido muchas quilíadas.
Le dije:
—Supongo que no.
—Había tanta diferencia, pero también tanta semejanza con esto.
Pequeñas y extrañas costumbres y usos… algunas no tan pequeñas.
Instituciones extrañas. Pedí el barco y ella me dio otro libro.
Todavía transpiraba, y pensé que estaba desvariando. Utilicé el trapo
con el que limpiaba la hoja de mi espada para secarle la frente.
—Señores hereditarios y subordinados hereditarios, toda clase de
extraños funcionarios. Lanceros de largos y blancos bigotes. —Por un
instante asomó el fantasma de una vieja y divertida sonrisa—. El Caballero
Blanco está resbalando por el atizador. Mantiene muy mal el equilibrio,
como le dijo el cuaderno del rey.
En el extremo más apartado de la estancia hubo cierto revuelo. Los
prisioneros que habían estado durmiendo o hablando en voz baja en
pequeños grupos se incorporaban e iban hacia allí. Jonas pareció dar por
sentado que yo también iría, y me agarró el hombro con la mano izquierda,
débilmente, como con mano de mujer.
—Nada de eso empezó así. —La voz trémula creció de repente—.
Severian, el rey era elegido en el Campo de Ceremonias. Los reyes
nombraban a los condes. A eso le llamaban la edad de las tinieblas. Un
barón no era más que un hombre libre de Lombardía.
La niñita que yo había levantado hasta el techo apareció como brotada
de la nada y nos llamó:
—Hay comida. ¿No vais a venir?
Y yo me puse de pie y dije:
—Traeré algo para nosotros. Quizá te ayude a ponerte mejor.
—Aquello echó raíces. Todo se prolongó por demasiado tiempo. —
Mientras yo caminaba hacia la multitud, le oí decir—: El pueblo no lo
sabía.
Los prisioneros volvían con pequeñas hogazas de pan bajo el brazo.
Cuando llegué, la muchedumbre era menos compacta, y vi que las puertas
estaban abiertas. Detrás, en el corredor, un asistente con mitra de gasa
blanca almidonada vigilaba cerca de un carro de plata. En realidad, los
prisioneros salían de la antesala y daban la vuelta alrededor de este hombre.
Yo los seguí, y por un momento tuve la impresión de que me habían puesto
en libertad. La ilusión se esfumó pronto. A ambos extremos del corredor
había unos hastarii que cerraban la salida, y otros dos cruzaban sus armas
ante la puerta que conducía al Pozo del Carillón Verde.
Alguien me tocó el brazo, y al volverme vi a la canosa Nicarete.
—Tienes que conseguir algo —me dijo—, si no para ti, al menos para tu
amigo. Nunca traen bastante.
Asentí con un gesto, y extendiendo el brazo sobre un grupo de cabezas
alcancé a coger un par de pegajosas hogazas.
—¿Cuántas veces nos dan de comer?
—Dos al día. Ayer llegasteis justo después de la segunda comida. Todo
el mundo trata de no tomar demasiado, pero nunca hay suficiente.
—Esto son pastelitos —dije—.
Las puntas de mis dedos estaban cubiertas de una capa de merengue con
sabor a limón, mirística y cúrcuma.
La vieja asintió con la cabeza.
—Siempre son pastelitos, aunque varían de un día a otro. Ese birrete de
plata contiene café, y en la bandeja inferior del carrito hay tazas. A la
mayoría de los aquí encerrados no les gusta y no lo beben. Imagino que
algunos ni siquiera lo conocen.
Ya habían desaparecido todos los pastelitos, y los últimos prisioneros,
excepto Nicarete y yo, habían vuelto a entrar en la estancia de techo bajo.
Tomé una taza de la bandeja inferior y la llené. El café era muy fuerte,
caliente y negro, y muy endulzado con lo que me pareció miel de tomillo.
—¿No vas a bebértelo?
—Voy a dárselo a Jonas. ¿Les importará que me lleve la taza?
—No lo creo —dijo Nicarete, pero mientras hablaba sacudió la cabeza
señalando a los soldados.
Ellos habían adelantado las lanzas en posición de guardia, y las puntas
afiladas ardían con un fuego más vivo. Volví con ella a la antesala, y las
puertas se cerraron detrás de nosotros.
Recordé que el día antes Nicarete me había dicho que se encontraba allí
por su propia voluntad, y le pregunté si sabía por qué alimentaban a los
prisioneros con pastelitos y café del sur.
—Tú ya lo sabes —dijo—. Lo oigo en tu voz.
—No. Pero creo que Jonas lo sabe.
—Quizá sí. Pues nadie piensa que esta prisión sea realmente una
prisión. Hace tiempo (creo que antes del reinado de Ymar) era costumbre
que el mismo Autarca juzgara a cualquiera que hubiese cometido algún
delito dentro de la Casa Absoluta. Quizá los autarcas pensaban que
escuchando tales casos se enterarían de lo que se tramaba contra ellos, o
quizá sólo esperaban que tratando con justicia a los del círculo inmediato
apagarían los odios y desarmarían los celos. Los casos importantes se
zanjaban con rapidez, pero en los menos graves se enviaba a los
delincuentes a este lugar a que esperaran…
Las puertas que poco antes se habían cerrado se estaban abriendo de
nuevo. Un hombre pequeño, harapiento, desdentado, fue empujado dentro.
Cayó de bruces, se incorporó y se echó a mis pies. Era Hethor.
Como cuando habíamos llegado Jonas y yo, los prisioneros se
amontonaron alrededor de Hethor, levantándolo y gritando preguntas.
Nicarete, a quien pronto se le unió Lomer, los apartó y le pidió a Hethor que
se identificara. Él se quitó la gorra (recordándome la mañana de nuestro
primer encuentro sobre la hierba del Cruce de Ctesifon) y me dijo:
—Soy el esclavo de mi maestro, el que viene de lejos, el de la cara
gas… gastada, soy Hethor, agobiado de polvo y doblemente abandonado —
no dejando de mirarme todo el rato con ojos desorbitados y brillantes, como
las ratas pelonas de la chatelaine Lelia, que corrían en círculos y se mordían
el rabo obedeciendo a una palmada.
Tanto me repugnaba mirarlo, y tan preocupado estaba por Jonas, que en
seguida me fui y volví al lugar donde habíamos dormido. La imagen de una
rata temblorosa de carne gris era todavía vívida cuando me senté; luego,
como si ella misma hubiera recordado que sólo era una imagen tomada de
los recuerdos muertos de Thecla, se desvaneció como el pez de Domnina.
—¿Algo va mal? —preguntó Jonas. Parecía encontrarse un poco más
fuerte.
—Los pensamientos me inquietan.
—Mala cosa para un torturador, pero me alegro de tu compañía.
Le puse los dulces en el regazo y le alcancé la taza.
—Café de la ciudad, y sin pimienta. ¿Es así como te gusta?
Asintió, cogió la taza y sorbió.
—¿Tú no bebes?
—Ya tomé el mío allí. Cómete el pan. Es muy bueno.
Sacó un pedazo de una de las hogazas.
—Tengo que hablarle a alguien, de manera que tienes que ser tú, aunque
pensarás que soy un monstruo cuando haya acabado. Tú también eres un
monstruo, ¿lo sabes, amigo Severian? Eres un monstruo porque tienes por
profesión lo que casi todos hacen sólo por entretenimiento.
—Estás cubierto de metal, y no sólo tu mano. Lo sé desde hace tiempo,
monstruoso amigo Jonas. Ahora cómete el pan y bébete el café. Creo que
hasta dentro de unas ocho guardias no volverán a traernos comida.
—Chocamos. Había pasado tanto tiempo, allí en Urth, que ya no había
puerto cuando regresamos, ni muelle. Después perdí la mano, y la cara. Mis
compañeros de a bordo me repararon todo lo bien que pudieron, pero ya no
quedaban partes, sólo material biológico. —Con la mano de hierro, que yo
había tenido por poco más que un garfio, levantó la de carne y hueso como
si fuera un trozo de porquería.
—Tienes fiebre. El látigo te hizo daño, pero te recuperarás y saldremos
y encontraremos a Jolenta.
Jonas asintió.
—Cuando nos acercábamos al final de la Puerta de la Piedad,
¿recuerdas cómo, en medio de aquella confusión, ella volvió la cabeza y el
sol le dio en la mejilla?
Le dije que sí.
—Nunca antes he amado, nunca, desde que nuestra tripulación se
dispersó.
—Si no tienes ganas de comer, tendrías que descansar.
—Severian —me agarró el hombro como lo había hecho antes, pero
esta vez con la mano de hierro, fuerte como un torno—, tienes que
hablarme, no puedo soportar la confusión de mis propios pensamientos.
Por algún tiempo le hablé de cuanto se me ocurría, sin que él me
interrumpiese. Después me acordé de Thecla, que a menudo había
soportado la misma opresión, y de cómo yo le leía algo. Sacando el libro
marrón, lo abrí al azar.
XVII

El cuento del estudiante y de su hijo

I
El reducto de los magos

Una vez, a orillas del indómito mar, existió una ciudad de pálidas torres.
En ella habitaban los sabios. Y esa ciudad estaba marcada por una ley y una
maldición. La ley era ésta: que todos los que moraban allí, tenían dos
caminos en la vida: crecer entre los sabios y pasear con capuchas de mil
colores, o dejar la ciudad e internarse en el mundo hostil.
Ahora bien, había un hombre que durante mucho tiempo había
estudiado toda la magia conocida en la ciudad, que era la mayor parte de la
conocida en el mundo. Y se acercó la hora en que debía elegir su camino.
En mitad del verano, cuando las flores de amarillas y despreocupadas
corolas brotan incluso de las paredes oscuras que se alzan sobre el mar, fue
a uno de los sabios que se cubría la cara de mil colores desde tiempos
inmemoriales, y que durante muchos años había enseñado al estudiante al
que le había llegado la hora, y le dijo:
—¿Cómo puedo yo, ignorante de mí, conseguir un lugar entre los sabios
de la ciudad? Pues deseo pasar todos mis días estudiando los conjuros que
no son sagrados, y no salir al mundo hostil y bregar para ganarme el
sustento. Entonces el anciano rio y dijo: —¿Te acuerdas que, cuando eras
poco más que un niño, te enseñé el arte de engendrar hijos con materia de
sueños? ¡Cuán hábil eras en esos días! Sobrepasabas a todos los demás. Ve
ahora y engendra ese hijo, y lo mostraré a los encapuchados y serás como
nosotros.
Pero el estudiante dijo:
—Deja que pase otra estación y haré cuanto me aconsejas.
Vino el otoño, y los sicomoros de la ciudad de pálidas torres, cuyas altas
murallas los protegían de los vientos marinos, dejaron caer unas hojas que
eran como el oro que hacían sus propietarios. Y los ánsares surcaron los
aires entre las pálidas torres, y tras ellos los pigargos y los quebrantahuesos.
Entonces el anciano hizo llamar de nuevo al que había estudiado con él, y le
dijo:
—Ahora ciertamente has de engendrar por ti mismo una creación de
sueño, como te he enseñado. Pues los otros encapuchados se ponen
impacientes. Salvo nosotros, eres el más viejo de la ciudad, y puede ocurrir
que si no actúas ahora te echen para el invierno.
Pero el estudiante respondió:
—He de seguir estudiando para conseguir lo que busco. ¿No me puedes
proteger una estación más? —Y el anciano que le había enseñado pensó en
la belleza de los árboles que durante tantos años habían deleitado sus ojos
como blancos miembros de mujeres.
El dorado otoño fue extinguiéndose, y llegó el invierno amenazador
desde su helada capital, donde el sol rueda a lo largo del borde del mundo
como engañosa bola de oro y donde los fuegos que fluyen entre las estrellas
y Urth encienden el cielo. Llegó y transformó las olas en acero y la ciudad
de los magos lo saludó colgando de los balcones estandartes de hielo y
amontonando nieve escarchada en los tejados. El anciano volvió a llamar a
su alumno, y el estudiante respondió como antes.
Vino la primavera y con ella la alegría de la naturaleza, pero la negrura
continuaba pesando sobre la ciudad; y el odio, y el aborrecimiento de los
propios poderes —que como un gusano corroe el corazón— cayó sobre los
magos. Pues la ciudad no tenía más que una ley y una maldición, y aunque
la ley regía durante todo el año, la maldición gobernaba la primavera. En
primavera, las más bellas doncellas de la ciudad, las hijas de los magos, se
vestían de verde; y mientras los suaves vientos primaverales jugueteaban
con sus cabellos dorados, salían descalzas por el portal de la ciudad y
bajaban por el sendero que conducía al muelle y abordaban el barco de
velas negras. Y como sus cabellos eran de oro y sus trajes de verde faya, y
como a los magos les parecía que se las llevaban cual si fuera cosecha de
trigo, las llamaban las doncellas trigueras.
Cuando el hombre que tanto tiempo había sido alumno del anciano pero
que aún seguía descapuchado oyó los cantos de dolor y los lamentos, y
asomándose a la ventana vio cómo se alejaban las doncellas, dejó de lado
todos los libros y comenzó a dibujar unas figuras que ningún hombre había
visto jamás, y a escribir en muchas lenguas, como su maestro le había
enseñado en otro tiempo.

II
El despellejamiento del héroe

Trabajó día tras día. Cuando la primera luz llegaba por la ventana, su
pluma había estado activa durante muchas horas; y cuando el encorvado
lomo de la luna asomaba por entre las pálidas torres, la lámpara del cuarto
brillaba con fuerza. Al principio le pareció que todas las artes que el
maestro le enseñara lo habían abandonado, pues desde la primera luz hasta
la aparición de la luna se encontraba solo en el cuarto, y sólo una polilla
rompía de vez en cuando esa soledad, aleteando como si mostrara la
insignia de la muerte en la impávida llama de la vela.
Entonces, cuando a veces cabeceaba sobre la mesa, en el sueño se le
deslizaba otro hombre, y él, que sabía quién era ese otro, le daba la
bienvenida, aunque los sueños eran fugaces y pronto se olvidaban.
Continuó trabajando, y aquello que se esforzaba por crear se fue
concentrando a su alrededor así como el humo se acumula sobre el
combustible que se añade a una hoguera casi apagada. En ocasiones (y
sobre todo cuando trabajaba temprano o tarde, y cuando después de dejar de
lado todos los instrumentos de su arte, se tendía sobre la cama estrecha
destinada a quienes todavía no habían ganado la capucha de muchos
colores) él oía el paso, siempre en otra habitación, del hombre que esperaba
traer a la vida.
Con el tiempo estas manifestaciones, que al principio eran raras y se
limitaban casi por entero a las noches en que el trueno retumbaba entre las
pálidas torres, se fueron haciendo comunes, y hubo signos inequívocos de la
presencia del otro; por ejemplo, encontraba sobre una silla un libro que en
decenios no había sacado de la estantería; se abrían, como solas, las
cerraduras de ventanas y puertas; un antiguo alfanje, relegado durante años
a la condición de ornamento apenas más mortífero que un cuadro trompe
l’œil, apareció desprovisto de su pátina, brillante y recién afilado.
Una tarde dorada, cuando el viento se entretenía en los inocentes juegos
de la niñez, moviendo las hojas nuevas de los sicomoros, llamaron a la
puerta del cuarto. Sin atreverse a volver la cabeza, ni a expresar en voz alta
lo más mínimo de lo que sentía, ni tampoco a abandonar el trabajo,
contestó:
—Adelante.
Así como las puertas se abren a medianoche aunque ningún ser vivo se
mueva, la puerta comenzó a abrirse, muy lentamente. A medida que se
movía parecía ir ganando fuerza, de modo que cuando estuvo bastante
abierta (como él juzgó por el ruido) para que pudieran meter una mano en la
habitación, pareció como si la brisa hubiera entrado por la venta para
insuflar vida al corazón de la madera. Y cuando, como juzgó de nuevo,
estuvo más abierta aún, tanto que hasta un ilota inseguro hubiera podido
entrar con una bandeja, pareció que una verdadera tormenta marina
agarraba la puerta y la lanzaba contra la pared; entonces oyó pasos a su
espalda, pasos rápidos y resueltos, y una voz respetuosa y joven, pero
profunda y limpiamente masculina, que se dirigía a él diciendo:
—Padre, no me gusta molestarte cuando estás sumido en tu arte, pero
mi corazón está muy turbado y así lleva varios días, y te ruego, por el amor
que me tienes, que soportes mi intrusión y me aconsejes en mis dificultades.
Entonces el estudiante se atrevió a volverse en el asiento, y vio ante él a
un joven de porte altanero, ancho de hombros y fuerte de musculatura. La
boca era firme y voluntariosa, y había inteligencia en los ojos brillantes y
valor en los rasgos de la cara. Llevaba sobre la frente esa corona invisible
que hasta un ciego puede ver: la inapreciable corona que atrae a los
valientes hacia un paladín y que vuelve arrojados a los débiles. Entonces
dijo el estudiante:
—Hijo, no tengas miedo en molestarme ahora ni nunca, pues nada hay
bajo el cielo que prefiera ver antes que tu cara. ¿Qué te preocupa?
—Padre —dijo el joven—, hace muchas noches que interrumpen mis
sueños llantos femeninos, y he visto con frecuencia, como una verde
serpiente atraída por las notas de una flauta, una columna de verde que se
desliza bajo nuestra ciudad por el acantilado y hacia el muelle. Y a veces en
mi sueño se me permite acercarme, y entonces veo que todas las que
caminan en esa columna son rubias mujeres que entre lloros y lamentos se
mueven vacilando, de modo que podría imaginármelas como un campo de
cereal temprano que bate un viento quejumbroso. ¿Qué significa este
sueño?
—Hijo —dijo el estudiante—, ha llegado el momento en que he de
contarte lo que hasta ahora te he escondido, temeroso de que con la
impetuosidad de tu juventud pudieras atreverte a demasiado antes de que
llegara la hora. Has de saber que a esta ciudad la oprime un ogro, que todos
los años le exige sus hijas más bellas, como has visto en tu sueño.
A esto refulgieron los ojos del joven, que preguntó:
—¿Quién es este ogro, y qué forma tiene, y dónde habita?
—Nadie sabe cómo se llama, pues ningún hombre ha podido
acercársele. Tiene la forma de una naviscaput, y esto significa que ante los
hombres toma la apariencia de un navío, y sobre la cubierta (que en realidad
no es más que sus hombros) lleva un único castillo, la cabeza, y en el
castillo un único ojo. Pero el cuerpo nada en las aguas profundas con la raya
y el tiburón, y los brazos son más largos que los más altos mástiles y las
piernas son como pilares que llegan hasta el fondo mismo del mar. Habita
en un puerto de una isla de occidente, donde un canal se interna en la tierra
con muchos giros y revueltas, dividiéndose una y otra vez. Es en esta isla
donde las doncellas trigueras habitan por fuerza, según dice mi historia, y
allí, anclado, el ogro se desenvuelve entre ellas, moviendo eternamente el
ojo a izquierda y derecha para observar como desesperan.
III
El encuentro con la princesa

Entonces el joven continuó su andadura y escogió su tripulación entre


otros jóvenes de la ciudad de los magos, y de quienes llevaban las capuchas
coloreadas consiguió una nave robusta, y durante todo ese verano él y los
otros jóvenes acorazaron la nave y montaron a sus costados la más poderosa
artillería, y cien veces practicaron desplegando y arriando las velas y
disparando los cañones, hasta que la nave respondió como una yegua de
pura sangre responde a las riendas. Debido a la compasión que sentían por
las doncellas trigueras, le pusieron por nombre Tierra de Vírgenes.
Cuando las hojas doradas cayeron de los sicomoros (así como el oro
fabricado por los magos acaba cayendo de las manos de los hombres) y los
grises ánsares surcaban los cielos por entre las pálidas torres de la ciudad y
los pigargos y quebrantahuesos los seguían graznando, los jóvenes se
hicieron a la mar. Muchas aventuras corrieron en la ruta de ballenas que
conduce a la isla del ogro y que no vienen ahora al caso; pero al final los
vigías avistaron allá delante una tierra de suaves colinas salpicadas de
verde; y mientras la contemplaban a la luz del sol, protegiéndose los ojos
con las manos, las manchas verdes fueron haciéndose más y más grandes.
Entonces el joven a quien el estudiante había sacado de un sueño supo que
ésta era en verdad la isla del ogro, y que las doncellas trigueras acudían
presurosas a la orilla para observar el velamen.
Entonces se prepararon los grandes cañones, y las banderas de la ciudad
de los magos, todas amarillas y negras, lucieron en la arboladura. Se
acercaron más y más, hasta que temiendo encallar enmendaron el rumbo y
bordearon la costa. Las doncellas trigueras los siguieron, atrayendo así a
más compañeras hasta que cubrieron toda la tierra como un campo de trigo.
Pero el joven no olvidó lo que le habían contado: que el ogro vivía entre
ellas.
Medio día estuvieron navegando, doblaron un cabo y vieron que la
costa se convertía en un profundo canal que se abría camino entre las
colinas bajas hasta perderse de vista. A la entrada de este canal se levantaba
un luquete de mármol blanco rodeado de jardines, y aquí el joven ordenó a
sus compañeros que anclaran, y bajaron a tierra.
Apenas había puesto pie en la isla cuando se le acercó una mujer de
gran belleza, la piel oscura, negro el cabello y luminosos los ojos. Él le hizo
una reverencia, diciendo:
—Princesa o reina, veo que no eres de las doncellas trigueras. Llevan
túnicas verdes, y la tuya es negra. Pero aunque vistieras de verde te hubiera
conocido, pues en tus ojos no hay pena y la luz que los anima no es de Urth.
—Dices bien —dijo la princesa—, pues soy Noctua, hija de la Noche, y
también hija de aquél a quien has venido a matar.
—Entonces nunca podremos ser amigos, Noctua —dijo el joven—. Mas
no seamos enemigos. —Pues aunque no sabía por qué, estando hecho del
material de los sueños, se sentía atraído hacia ella, y ella, en cuyos ojos
brillaba la luz de los astros, hacia él.
A esto, la princesa extendió las manos y declaró:
—Sabe que mi padre tomó por la fuerza a mi madre, y que contra mis
deseos me tiene aquí, donde enloquecería pronto si no fuera porque ella me
visita al final de cada día. Si no ves pena en mis ojos, es porque la tengo en
el corazón. Para alcanzar mi libertad, de buen grado te aconsejaré cómo
puedes enfrentarte a mi padre y triunfar.
Todos los jóvenes de la ciudad de los magos fueron quedándose en
silencio y se acercaron a escuchar.
—Ante todo tenéis que entender que las vías de agua de esta isla se
tuercen y retuercen una y otra vez, de manera que no es posible dibujarlas
en un mapa. Y tampoco podéis recorrerlas a vela, y será necesario que
encendáis las calderas antes de seguir adelante.
—Eso no me preocupa —dijo el joven que era la encarnación de un
sueño—. Medio bosque ha sido clareado para llenar nuestras carboneras, y
esas grandes ruedas que ves avanzarán por estas aguas con pasos de
gigante.
Al oír esto la princesa tembló, y dijo:
—No hables de gigantes, pues no sabes lo que dices. Muchas naves han
venido como la vuestra, hasta que los cráneos blanquearon las cenagosas
profundidades de estos inmensurables canales. Pues mi padre acostumbra a
dejarles errar entre los islotes y estrechos hasta que se les agota el
combustible, por mucho que traigan, y entonces, cayendo sobre ellos de
noche cuando el resplandor de sus fuegos moribundos le permite verlos y
no ser visto, acaba con ellos.
Entonces se turbó el corazón del joven nacido de un sueño, y dijo:
—Le buscaremos como se nos indica, pero ¿no hay manera alguna de
escapar al destino de esos otros?
A estas palabras, la princesa se apiadó de él, pues todos los que están
hechos de sueños les parecen hermosos al menos en cierto grado a las hijas
de la noche, y él más que ninguno. Así, dijo ella:
—Para encontrar a mi padre antes de quemar el último madero, tenéis
que buscar el agua más oscura, pues por donde quiera que pasa ese cuerpo
enorme levanta un cieno repugnante, y observándolo podréis descubrirlo.
Pero tenéis que empezar la búsqueda a la hora del alba, y desistir cuando
sea mediodía; si no, podríais dar con él a la luz del crepúsculo, y lo
pasaríais muy mal.
—Por este consejo hubiera dado mi vida —dijo el joven, y todos los
compañeros que habían desembarcado con él lanzaron un grito de júbilo—,
pues ahora seguramente triunfaremos sobre el ogro.
A esto, la cara solemne de la princesa se ensombreció aún más y dijo:
—No, ciertamente que no, pues en la lucha naval es un temible
adversario. Pero sé una estratagema que os puede ayudar. Habéis dicho que
estáis bien pertrechados. ¿Tenéis brea por si el buque hace agua?
—Muchos barriles —dijo el joven.
—Entonces procura que cuando luchéis el viento sople desde vosotros
hacia él, y en lo más álgido del combate, que será pronto una vez iniciado,
haz que tus hombres echen brea a las calderas. Aunque con eso no puedo
prometerte la victoria, os será de gran ayuda.
Por este consejo, todos los jóvenes se deshicieron en agradecimiento, y
las doncellas trigueras, que tímidamente se habían mantenido a distancia
mientras charlaban el joven nacido de sueños y la hija de la Noche,
lanzaron un grito de júbilo como lo hacen las doncellas, escaso de fuerza
pero lleno de alegría.
Entonces los jóvenes se prepararon para partir, encendiendo los fuegos
de las grandes calderas bajo la crujía de la nave, hasta que surgió el blanco
espectro que impulsa a las buenas naves aunque el viento sople de otro
lado. Y la princesa los contempló desde la orilla y les dio su bendición.
Pero cuando las grandes ruedas comenzaban a girar, tan lentamente al
principio que apenas parecían moverse, llamó a voces al joven nacido de
sueños, que vino a la barandilla, y le dijo:
—Puede ser que encontréis a mi padre. Si lo encontráis, tal vez lo
derrotéis, oscureciendo incluso proezas como las suyas. Aun así, puede que
os cueste enormemente volver a encontrar el camino hacia el mar, pues en
esta isla los canales están hechos de las formas más inimaginables. Pero hay
una manera. De la mano derecha de mi padre has de despellejar la yema del
primer dedo.
Verás en ella mil líneas enmarañadas. No te desanimes y estúdialas
atentamente; pues es el mapa que siguió para trazar las vías de agua, de
modo que siempre pudiera tenerlo consigo.

IV
La batalla contra el ogro

Aproaron tierra adentro y, tal como les había advertido la princesa, el


canal que seguían pronto se dividió una y otra vez hasta que hubo mil
bifurcaciones de canales y diez mil islotes. Cuando la sombra del palo
mayor no fue más larga que un sombrero, el joven nacido de sueños ordenó
echar anclas y cubrir los fuegos, y en ese lugar quedaron esperando una
larga tarde engrasando los cañones y preparando la pólvora y todo lo que
pudiera necesitarse en la más encarnizada de las batallas.
Por fin llegó la Noche, y la vieron pasar de un islote a otro llevando una
nube de murciélagos sobre los hombros y unos lobos terribles pisándole los
talones. No parecía estar más allá de un simple tiro de artillería desde donde
habían anclado, sin embargo todos vieron que no pasaba delante ni de
Héspero ni de Sirio, sino por detrás. Se volvió a mirarlos sólo un momento,
y ninguno pudo decir con certeza lo que esa mirada indicaba. Pero todos se
preguntaron si realmente el ogro la había tomado por la fuerza como había
dicho su hija; y en tal caso, si ella no había perdido ya el resentimiento que
cabía imaginar.
Con la primera luz la trompeta sonó en el alcázar y el combustible
animó los fuegos cubiertos; pero como la brisa de la mañana soplaba
favorable en el canal, el joven ordenó desplegar velas antes de que las
grandes ruedas estuvieran dispuestas a moverse. Y cuando el blanco
espectro despertó al fin, la nave se adelantó a doble velocidad.
El canal se prolongaba muchas leguas, bastante derecho como para que
no hubiera necesidad de arrizar las velas ni enmendar el rumbo. Cruzaron
otros cien canales, y en cada uno de ellos estudiaron las aguas, que eran
siempre translúcidas como el cristal. Contar las cosas extrañas que vieron
en los islotes por los que pasaron requeriría una docena de cuentos tan
largos como éste: mujeres que crecían de tallos como flores asomaban por
encima del barco, y besándolos trataban de mancharles la cara con el polvo
de las mejillas; hombres a quienes la afición al vino había matado hacía
tiempo yacían junto a manantiales de vino, y seguían bebiendo, demasiado
embriagados para saber que sus vidas habían acabado ya; bestias que eran
agüeros para tiempos futuros, de retorcidas extremidades y piel de colores
insólitos, esperaban el próximo advenimiento de batallas, terremotos y
regicidios.
Por fin el mozo que hacía de segundo se acercó al joven nacido de
sueños que esperaba cerca del timonel, y le dijo:
—Ya hemos avanzado mucho por este canal y el sol, que no había
mostrado la cara cuando recogimos las velas, se acerca al cenit.
Siguiéndolo, hemos cruzado otros mil canales, y en ninguno hemos visto
ninguna huella del ogro. ¿No puede ser que hayamos tomado un rumbo
desafortunado? ¿No sería más sensato enmendar pronto y buscar otro
canal?
Entonces el joven respondió:
—Justo ahora pasa un canal a estribor. Echa una mirada y dime si las
aguas están más sucias que las nuestras.
El mozo hizo lo que se le indicaba y dijo:
—No, están más claras.
—Dentro de poco se abrirá otro a babor. ¿A qué profundidad puedes
ver?
El mozo esperó hasta que el barco pasó frente al canal del que hablaba
el joven, y entonces respondió:
—Hasta el fondo. Veo muy abajo los restos de una nave muy antigua.
—¿Y ves a la misma profundidad en el canal por el que navegamos?
Y el otro miró las aguas que surcaban, y tenían el color de la tinta; y
hasta las salpicaduras que despedían las ruedas parecían grajos y cuervos.
En seguida comprendió y gritó a todos los demás que se quedaran junto a
los cañones, pues no podía decir que se prepararan a quienes estaban
preparados desde hacía tanto tiempo.
Enfrente se encontraba un islote más elevado que casi todos los demás,
coronado de árboles altos y sombríos; y en ese punto el canal se torcía, de
modo que el viento, que había soplado fijo de popa, golpeó el mirador. El
timonel hizo girar la rueda y el marinero de guardia soltó algunas escotas y
atesó otras, y la proa del barco dobló la pronunciada curva del risco y allí,
ante ellos, apareció un largo casco de poca manga, con un único castillo en
la crujía y un solo cañón mayor que todos los que ellos llevaban y que
asomaba por una única tronera.
Entonces el joven nacido de sueños abrió la boca para ordenar a los
artilleros de proa que abrieran fuego, pero antes que sus palabras bramó el
cañón enemigo con un sonido que no era como el del trueno u otro ruido
conocido a los oídos de los hombres, sino como si hubieran estado en una
alta torre de piedra y ésta se hubiera derrumbado en un instante.
Y el proyectil del disparo alcanzó la recámara del primer cañón de
estribor, rompiéndolo en pedazos y reventando él mismo, de modo que los
fragmentos de cañón y proyectil se esparcieron por el buque como hojas
oscuras antes de un vendaval y mató a muchos hombres.
Entonces el timonel, sin esperar orden alguna, hizo girar el barco hasta
que la batería de babor quedó apuntando, y los cañones, como lobos que
aúllan a la luna, dispararon a discreción de los hombres que los servían. Y
sus proyectiles pasaron a uno y otro lado del único castillo del enemigo, y
algunos lo acertaron produciendo el ruido de campanadas fúnebres por los
que habían perecido un momento antes, y otros se perdieron en el agua ante
el casco que lo sostenía, y otros dieron sobre la cubierta (que también era de
hierro) y al contacto con ella volaron rebotados hacia el cielo con un ruido
chillón.
Entonces volvió a hablar el único cañón del enemigo.
Y así continuó durante instantes que parecieron años enteros. Por fin, el
joven pensó en el consejo de la princesa, la hija de la Noche; pero aunque el
viento soplaba fuerte, no era del todo favorable, y si hubiera de enmendar el
rumbo, hasta que soplara desde el barco hacia el enemigo, según el consejo
de la princesa, durante un buen rato ningún cañón apuntaría salvo la
artillería de proa, y cuando lo hicieran sería la batería de estribor, uno de
cuyos cañones había sido destruido causando tantos muertos.
Pero en ese momento se le ocurrió que estaban luchando como lo
habían hecho otros cientos que ya estaban muertos, y sus barcos hundidos y
sus huesos esparcidos por los innumerables canales que daban vueltas y
surcaban como una maraña la superficie de la isla del ogro. Entonces
transmitió su orden al timonel; pero nadie respondió, pues éste había
muerto y la rueda que había sostenido lo sostenía ahora a él. El joven
nacido de sueños empuñó entonces el timón y presentó al enemigo la
estrecha proa del buque. Entonces pudo verse cómo las tres hermanas
favorecen al intrépido, pues el siguiente disparo del enemigo, que pudo
haber barrido el barco de proa a popa, cayó a babor a la distancia de un
remo. Y el siguiente, a estribor a la distancia del ancho de un bote.
Y ahora el enemigo, que antes se había mantenido firme, no intentando
huir ni acercarse, dio media vuelta. Viendo que escaparía si podía hacerlo,
la tripulación dio un gran grito, como si ya hubieran alcanzado la victoria.
Pero ¡oh maravilla!, el único castillo, que hasta entonces todos habían
creído fijo, giró en el sentido contrario, de modo que el enorme cañón, más
grande que cualquiera de los cañones de la nave, seguía apuntando.
Un momento después el proyectil acertó en la crujía, arrancando un
cañón de la andana de estribor como un borracho hubiera podido arrojar a
un niño fuera de la cuna, rebotando por toda la cubierta y destrozándolo
todo. Entonces los cañones de la batería (los que quedaban) soltaron a coro
fuego y hierro. Y como ahora la distancia era menos de la mitad de lo que
había sido (o quizá porque la naturaleza del enemigo se había debilitado
con el miedo), los proyectiles ya no golpeaban el castillo con un hueco
sonido metálico, sino con un crujido como si la campana que ha de anunciar
el fin del mundo se estuviera resquebrajando; y en la aceitosa negrura de
hierro aparecieron unas grietas.
Y por el tubo de comunicación el joven habló a quienes en la sala de
máquinas habían perseverado en alimentar las calderas con troncos,
gritándoles que echaran brea a las llamas como había aconsejado la
princesa. Al principio, temió que todos ellos hubieran muerto, y después
que no hubieran entendido la orden con el fragor de la batalla. Pero una
sombra cayó sobre el agua iluminada por el sol entre el enemigo y él, y
miró hacia arriba.
Se dice que antiguamente una niña andrajosa, hija de un pescador,
encontró en la arena una botella sellada, y al abrir el sello y extraer el
corcho se convirtió en reina de hielo a hielo. De la misma manera —así
pareció—, un ente elemental, animado por la fuerza que forjara la creación,
escapó de las altas chimeneas del barco, tropezando consigo mismo en
oscuro regocijo y creciendo a cada empellón que le daba el viento.
Y el viento seguía viniendo, y lo agarraba con innumerables manos y lo
llevaba en una masa sólida depositándolo sobre el enemigo. Aunque ya no
se veía nada —ni el largo y oscuro casco de cubierta de hierro, ni el cañón
único cuya boca les había anunciado el cataclismo—, no perdieron un solo
instante, bajaron los cañones y dispararon hacia la negrura. Y de cuando en
cuando también se oía el cañón del enemigo, pero no se veía ningún
destello ni podía adivinarse adónde iban a parar los proyectiles.
Tal vez aún no habían acertado a nada y todavía seguían viajando
alrededor del mundo, buscando el blanco.
Estuvieron disparando hasta que los cañones brillaron como lingotes
recién fundidos. Entonces disminuyó el humo que durante tanto tiempo
había estado saliendo, y los de abajo gritaron por el tubo que habían
consumido toda la brea, y el joven nacido de sueños ordenó que el fuego
cesase, y los hombres que habían atendido los cañones cayeron sobre
cubierta como otros tantos cadáveres, tan agotados que ni podían pedir
agua.
La negra nube se esfumó, no como la niebla en el sol, sino como un
ejército de maligna fortaleza que se disuelve ante la repetición de las cargas,
cediendo por aquí, resistiendo tozudamente por allá y aun logrando crear
alguna escaramuza cuando parece que todo ha concluido.
En vano escrutaron entonces las olas recién bruñidas en busca del ogro.
Nada vieron: ni el casco, ni el castillo, ni el cañón, ni planchas ni palos de
navío.
Lentamente, con tanta cautela que diríase que temían a un enemigo
invisible, avanzaron hasta el punto mismo en que el ogro había estado
anclado, y observaron más allá los árboles esparcidos y el suelo atravesado
de surcos en el islote donde se perdieran las andanadas. Cuando llegaron al
punto donde había estado el largo casco de hierro, el joven nacido de sueños
ordenó invertir la marcha de las grandes ruedas, y por fin se detuvieron,
quedando tan quietos y silenciosos como lo había estado su adversario.
Entonces se acercó a la barandilla y observó el agua, pero con tal expresión
que nadie, ni los más valientes, se atrevieron a mirarlo.
Cuando por fin alzó los ojos, tenía el rostro rígido y sombrío, y sin decir
a nadie palabra alguna fue a su camarote y se encerró. Entonces el segundo
oficial ordenó virar para volver al blanco luquete de la princesa; y también
ordenó que se vendaran las heridas, que se pusieran en movimiento las
bombas y se comenzaran las reparaciones que pudieran hacerse. Pero llevó
con ellos los muertos, para que fueran enterrados en alta mar.
V
La muerte del estudiante

Puede que el canal no fuera tan derecho como habían creído. O que en
el combate hubieran perdido la orientación, sin darse cuenta. O que (como
algunos sostenían) los canales se torcieran como gusanos en una hoja de
lichi cuando nadie tenía la vista puesta en ellos. Sea cual fuere la verdad,
estuvieron todo el día navegando a vapor (pues el viento se había apagado),
y con la última luz sólo vieron que avanzaban entre islotes desconocidos.
Toda la noche estuvieron al pairo. Cuando llegó la mañana, el joven
oficial llamó a aquéllos que a su juicio podían darle los consejos más
valiosos; pero a ninguno se le ocurrió otra cosa que llamar al joven nacido
de sueños (a lo que eran reacios) o continuar avanzando hasta dar con el
mar abierto o con el luquete de la princesa.
Esto hicieron durante todo el día, tratando de mantener invariable el
rumbo, pero enmendándolo de mala gana para seguir las revueltas de los
canales. Y cuando volvió a caer la noche, no estaban en mejor situación que
antes.
Pero a la mañana del tercer día el joven nacido de sueños salió de su
camarote y comenzó a pasearse de un lado a otro por la cubierta como solía
hacer, examinando las reparaciones y preguntando cómo se sentían a los
heridos que a causa del dolor habían despertado temprano. Entonces
vinieron a él el oficial y quienes lo habían aconsejado, y le explicaron todo
lo que habían hecho y preguntaron cómo volverían a encontrar el mar, para
poder así enterrar a los muertos y regresar a sus casas de la ciudad de los
magos.
A esto, el joven alzó la mirada hasta la bóveda misma del firmamento.
Y algunos creyeron que rezaba, y otros que trataba de reprimir la ira que
sentía contra ellos, y otros que así sólo pretendía que le viniera una
inspiración. Pero tanto tiempo tuvo así clavada la mirada que el temor fue
dominándolos, como cuando él había mirado el agua, y uno o dos
empezaron a retirarse en silencio. Entonces él les dijo:
—¡Mirad! ¿No veis las aves marinas? Acuden de todos los rincones del
cielo. Seguidlas.
Durante casi toda la mañana, siguieron a las aves, tanto como las curvas
de los canales lo permitían. Por fin las vieron delante, volando en círculos y
zambulléndose, de manera que las alas blancas y las cabezas de ébano
semejaban una nube baja, hermosa por fuera y tormentosa por dentro.
Entonces el joven nacido de sueños les dijo que cargaran un cañón sólo con
pólvora y que dispararan; y con el estampido todas las aves remontaron
entre gritos y chillidos. Y allí donde habían estado, la tripulación vio que
flotaba un enorme trozo de carroña, que les pareció un animal terrestre,
pues tenía, así creyeron, cabeza y cuatro patas. Pero era mayor que muchos
elefantes.
Cuando estuvieron cerca, el joven ordenó preparar un bote, y cuando
subió a bordo vieron que ceñía un enorme alfanje cuya hoja destellaba al
sol. Durante algún tiempo estuvo ocupado con la carroña, y cuando regresó
llevaba un mapa, el mayor que ninguno de ellos había visto, dibujado sobre
piel sin curtir.
Al oscurecer llegaron al luquete de la princesa. Todos esperaron a bordo
mientras la madre la visitaba; pero cuando esa terrible mujer se hubo
marchado, todos los que podían caminar fueron a tierra y las doncellas
trigueras se les apiñaron alrededor, cien por cada mozo, y el joven nacido de
sueños tomó en brazos a la hija de la Noche y abrió todos los bailes.
Ninguno de ellos olvidó jamás aquella noche.
El rocío los sorprendió bajo los árboles del jardín de la princesa, medio
cubiertos por las flores. Durante algún tiempo durmieron así, pero cuando la
tarde hizo retroceder las sombras de los mástiles, ya estaban despiertos.
Entonces la princesa se despidió de la isla y juró que aunque tal vez
visitaría todos los países por los que su madre tenía que pasar, nunca
regresaría allí, y lo mismo juraron las doncellas trigueras. Quizás eran
demasiadas para que el barco pudiera llevarlas; pero así se hizo, y todas las
cubiertas fueron verdes como sus vestidos y de oro como sus cabellos.
Mucho les acaeció en el camino de regreso a la ciudad de los magos. Tal
vez se podría contar cómo echaron sus muertos al mar entre oraciones, y
cómo más tarde se les veía de noche en la arboladura; o cómo algunas de
las doncellas trigueras se casaron con príncipes que habían pasado tantos
años bajo el hechizo de encantamiento que se resistían a abandonar esa vida
(en la que habían aprendido mucha magia), príncipes que construyen
palacios sobre hojas de nenúfar y raramente son vistos por los hombres.
Pero todo eso no tiene cabida aquí. Baste decir que al aproximarse al
acantilado en que se levanta la ciudad de los magos, el estudiante que había
engendrado al joven con materia de sueños se encontraba en las almenas
esperando a que aparecieran en el mar. Y cuando vio las velas oscuras,
tiznadas por el humo de la brea que había cegado al enemigo, las creyó
ennegrecidas en señal de duelo por la muerte del joven y se arrojó al vacío,
y así pereció. Pues nadie vive mucho tiempo cuando sus sueños han muerto.
XVIII

Espejos

Conforme leía a Jonas este cuento descabellado, alzaba a veces la cabeza y


lo miraba, pero no llegué a advertir que la expresión le cambiara alguna
vez, aunque no dormía. Cuando hube terminado, dije:
—No estoy seguro de comprender por qué el estudiante pensó en
seguida que su hijo estaba muerto, cuando vio las velas negras. El barco que
enviaba el ogro tenía velas negras, pero sólo venía una vez al año, y ya
había venido.
—Lo sé —dijo Jonas. Nunca antes le había notado tanta indiferencia en
la voz.
—¿Quieres decir que conoces las respuestas a esas preguntas?
Él no contestó, y por unos momentos estuvimos sentados en silencio, yo
mirando el libro marrón (que con tanta insistencia me evocaba a Thecla y
las tardes que habíamos pasado juntos) y marcando el pasaje con el dedo
índice, y él con la espalda apoyada contra la fría pared de la estancia, y con
las manos, la metálica y la de carne, caídas a ambos lados como si las
hubiera olvidado.
Por fin, una vocecita se aventuró a decir:
—Tiene que ser una historia bastante antigua. —Era la niñita que había
levantado el panel del techo.
Yo estaba tan preocupado por Jonas que esta interrupción me irritó; un
momento, pero Jonas murmuró:
—Sí, es una historia muy antigua, y el héroe había dicho al rey, su
padre, que si fracasaba regresaría a Atenas con velas negras. —No estoy
seguro de lo que significaba esa observación, y tal vez estaba delirando;
pero, puesto que fue casi lo último que oí decir a Jonas, creo que he de
registrarla aquí, así como he transcrito la fantástica historia que llegó a
provocarla.
Durante un rato la niña y yo tratamos de que volviera a hablar. No lo
hizo, y al fin desistimos. Pasé el resto del día sentado junto a él, y después
de aproximadamente una guardia, Hethor —cuyas pocas luces, como yo
había supuesto, fueron pronto agotadas por los prisioneros— se unió a
nosotros. Hablé con Lomer y Nicarete, que dispusieron que durmiese en el
lado opuesto de la estancia.

Digamos lo que digamos, todos sufrimos a veces de perturbaciones del


sueño. Es cierto que algunos apenas duermen, y otros que lo hacen
copiosamente juran que no. Algunos se ven inquietados por sueños
incesantes, y a unos pocos afortunados suelen visitarlos sueños deliciosos.
Algunos dirán que durante algún tiempo durmieron mal, pero que se han
«restablecido», como si la consciencia fuera una enfermedad, y quizá lo
sea.
En mi caso, normalmente duermo sin tener sueños memorables (aunque
en ocasiones los tengo, como sabrá el lector que me haya acompañado hasta
aquí), y es raro que despierte antes de la mañana. Pero esa noche dormí de
un modo tan diferente que a veces me he preguntado si a eso puede
llamársele dormir. Tal vez se tratara de otro estado, parecido al sueño; igual
que los alzabos, que cuando han comido carne humana parecen hombres.
Si fue el resultado de causas naturales, lo atribuyo a una combinación de
circunstancias desafortunadas. Yo, acostumbrado toda mi vida a trabajos
duros y a ejercicios violentos, había estado todo el día recluido y sin nada
que hacer. El cuento del libro marrón me había afectado la imaginación, a la
que aún estimulaba más el propio libro y sus conexiones con Thecla, así
como el conocimiento de que ahora me encontraba dentro de la mismísima
Casa Absoluta, de la que ella me había hablado tanto. Tal vez lo más
importante era la preocupación por Jonas y la sensación de acabamiento
(que a lo largo del día se había acrecentado en mí) me oprimía la mente. Yo
me decía que este lugar era el final de mi camino, que nunca llegaría a
Thrax, que nunca más volvería a encontrar a la pobre Dorcas, que ni
devolvería jamás la Garra ni me desharía de ella, y que el Increado, a quien
servía el dueño de la Garra, había decretado que yo, que tantos prisioneros
había visto morir, terminara mis días como tal.
Dormí, si así puede decirse, sólo un momento. Tuve la sensación de
caerme; un espasmo, el agarrotamiento instintivo de quien es arrojado desde
una alta ventana, tiró de mis extremidades. Cuando me incorporé
sentándome, sólo vi oscuridad. Oía la respiración de Jonas, y tanteando con
los dedos vi que aún seguía sentado, con la espalda apoyada contra la pared.
Me eché y volví a dormirme.
O más bien intenté dormir y pasé a ese vago estado que no es sueño ni
vela. En otras ocasiones me había parecido agradable, pero no entonces,
pues era consciente de la necesidad de dormir y consciente de que no
dormía. Sin embargo, no era «consciente» en el sentido habitual del
término. Oía tenues voces en el patio de la posada, y presentía de algún
modo que pronto repicarían las campanas y sería de día. Mis extremidades
volvieron a sacudirse, y me senté.
Por un momento imaginé que había visto el destello de una llama verde,
pero no hubo nada. Me había cubierto con mi propia capa; me deshice de
ella y en ese instante recordé que estaba en la antecámara de la Casa
Absoluta y que había dejado muy atrás la posada de Saltus, aunque Jonas
aún se encontraba a mi lado, apoyado de espaldas contra la pared, con la
mano buena detrás de la cabeza. El pálido borrón que yo le veía en la cara
era el blanco del ojo derecho, aunque respiraba suspirando como si
estuviese dormido. Yo me encontraba aún demasiado adormilado para
querer hablar, y tenía el presentimiento de que de todas formas no me
contestaría.
Volví a echarme, y me rendí a la irritación de ser incapaz de dormir.
Pensé en el ganado que era conducido por Saltus y conté las ovejas de
memoria: ciento treinta y siete. Luego los soldados subieron desde el Gyoll.
El posadero me había preguntado cuántos eran, y yo dije una cifra al azar,
pero hasta ahora nunca los había contado. Tal vez él era un espía, o tal vez
no.
El maestro Palaemón, que tanto nos había enseñado, nunca nos enseñó a
dormir; jamás ningún aprendiz había necesitado aprender a dormir después
de un día entero de recados, y de trabajos de limpieza y cocina. Todas las
noches durante media guardia alborotábamos en nuestros aposentos y
después dormíamos como los ciudadanos de la necrópolis hasta que él venía
a despertarnos para que limpiáramos los suelos y quitáramos las aguas
sucias.
Sobre la mesa donde el hermano Aybert corta la carne hay una fila de
cuchillos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete cuchillos, todos ellos con
hojas más ordinarias que el del maestro Gurloes. A uno le falta un remache
en la empuñadura. Otro tiene la empuñadura un poco quemada porque en
una ocasión el hermano Aybert lo puso sobre el horno…
De nuevo me encontré muy despierto, o así lo pensé, y no sabía por qué.
Junto a mí, Drotte dormitaba tranquilo. Una vez más cerré los ojos y traté
de dormir como él.

Trescientos noventa peldaños desde el piso inferior hasta nuestro


dormitorio. ¿Cuántos más hasta la habitación donde palpitan los cañones en
lo alto de la torre? Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis cañones. Uno, dos, tres
niveles de celdas ocupadas en las mazmorras. Una, dos, tres, cuatro, cinco,
seis, siete, ocho alas en cada nivel. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete,
ocho alas en cada nivel. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho,
nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete celdas en
cada ala. Uno, dos, tres barrotes en el ventanuco de la puerta de mi celda.

Me desperté sobresaltada y con una sensación de frío, pero el sonido que


me había perturbado no era más que el golpe de una portezuela muy abajo
en el corredor. Junto a mí, Severian, mi amante, reposa con el sueño fácil de
la juventud. Me senté pensando encender una vela y observar durante un
momento el fresco colorido de esa cara cincelada. Cada vez que regresaba a
mí, en esa cara brillaba una mota de libertad, y en cada ocasión yo la cogía
y soplaba sobre ella y la tenía contra mi pecho, y en cada ocasión ella
suspiraba y moría; pero en alguna ocasión no, y entonces, en lugar de
hundirme más, bajo esta carga de tierra y metal, yo me elevaba a través del
metal y la tierra hacia el viento y el cielo.
O eso es lo que me decía. Si no era verdad, aún me seguía quedando una
única alegría, la de recogerme en esa mota.
Pero cuando busqué con la mano, la vela había desaparecido, y mis ojos
y oídos y la piel de mi cara me decían que hasta la celda se había
desvanecido. La luz era tenue aquí, muy tenue, pero no se trataba de la luz
de la vela del torturador en el pasillo, la luz que se filtraba por los tres
barrotes de la portezuela de mi celda. El sonido de débiles ecos proclamaba
que me encontraba en un lugar más grande que cien de esas celdas; mis
mejillas y mi frente, hartas de señalar la proximidad de mis paredes, lo
confirmaban.
Me puse de pie y me sacudí el vestido, y comencé a caminar casi como
una sonámbula… Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete pasos, después el
olor de cuerpos juntos y del aire confinado decían dónde me encontraba
ahora. ¡Era la antecámara! Sentí el tirón de un desgarramiento. ¿Había
ordenado el Autarca que me trajeran aquí mientras dormía? ¿Dejarían los
otros el látigo en paz cuando me vieran? ¡La puerta! ¡La puerta!
Mi confusión era tan enorme que casi caí, derribada por el desbarajuste
de mi pensamiento.
Me retorcí las manos, pero las manos que retorcía no eran las mías. Mi
mano derecha tocaba una mano que era demasiado grande y demasiado
fuerte, y en el mismo instante mi mano izquierda tocaba una mano similar.

Thecla cayó fuera de mí como un sueño. Mejor dicho, se fue reduciendo


hasta quedar en nada, y al desvanecerse desapareció en mi interior hasta que
volví a sentirme yo mismo, y casi solo.
Sin embargo, lo había entendido. La situación de la puerta, la puerta
secreta por la que los jóvenes exultantes venían de noche con los
energizados látigos de alambre trenzado todavía estaba en mi memoria. Con
todo lo demás que he visto o pensado. Podría escaparme mañana. O ahora.
—Por favor —dijo una voz a mi lado—, ¿a dónde fue la señora?
Era otra vez la niña, la niñita de pelo oscuro y ojos mirones. Le
pregunté si había visto a una mujer.
Me agarró la mano con la manecita.
—Sí, una dama alta, y estoy asustada. Hay algo horrible en la oscuridad.
¿Atrapó a la señora?
—Tú no tienes miedo de nada horrible, ¿recuerdas? Te reías de la cara
verde.
—Esto es diferente. Es una cosa negra que resuella en la oscuridad. —
En la voz de la niña había verdadero terror, y le temblaba la mano que
aferraba la mía.
—¿Cómo era esa dama?
—No lo sé. Sólo podía verla porque era más oscura que las sombras,
pero sé que era una dama por el modo de caminar. Cuando vine para ver
quién era, no había nadie más que tú.
—Comprendo —le dije—, aunque dudo que alguna vez tú lo entiendas.
Ahora debes volver donde está tu madre y dormir.
—Viene por la pared —dijo ella. Y después me soltó la mano y
desapareció, pero estoy seguro que no hizo lo que le indiqué. En cambio,
debió de habernos seguido a Jonas y a mí, puesto que desde entonces
alcancé a verla dos veces desde que volví aquí a la Casa Absoluta, donde
sin duda vive de la comida que roba. (Es posible que acostumbrara a venir a
la antecámara para comer, pero he ordenado que se liberen a todos los que
están allí confinados, incluso si es necesario, como creo que lo será, sacar a
la mayoría a punta de lanza. También he ordenado que traigan ante mí a
Nicarete, y cuando hace un momento estaba escribiendo sobre nuestra
captura, mi chambelán entró para decir que podía ir a verla cuando
quisiese).
Jonas yacía en la posición en que lo había dejado, y de nuevo volví a
verle los blancos de los ojos en la oscuridad.
—Dijiste que era necesario escapar si no querías volverte loco —le dije
—. Ven. Aquél que envió los nótulos, quienquiera que sea, ha echado mano
a otra arma. He encontrado el camino de salida, y vamos a escapar ahora.
Él no se movió, y al final tuve que tomarlo por el brazo y levantarlo.
Muchas de sus partes de metal habían sido forjadas sin duda con una de
esas aleaciones blancas tan ligeras que engañan a la mano, pues fue como
levantar a un niño; pero tenía las partes metálicas, y también la carne,
mojadas con alguna especie de cieno. Mis pies descubrieron la misma sucia
humedad en el suelo cercano y aun en la pared. Cualquiera que fuera la cosa
de la que la niña me había advertido, había venido y se había ido mientras
yo hablaba con ella, y no era a Jonas a quien había estado buscando.
La puerta por la que entraban los atormentadores no estaba lejos del
lugar donde dormíamos, en el centro de la pared más apartada de la
antecámara. Se abría con ayuda de una palabra de poder, como ocurre casi
siempre con estas cosas antiguas. Susurré la palabra y pasamos a través del
portal escondido y lo dejé abierto, y el pobre Jonas caminaba a mi lado
como una cosa enteramente metálica.
Una estrecha escalera, festoneada con las telas de unas pálidas arañas y
alfombrada de polvo, descendía dando vueltas. Hasta ahí me acordaba, pero
había olvidado lo que podía esperarnos más allá de la escalera. Viniera lo
que viniera, el aire rancio sabía a libertad, de modo que sólo respirarlo era
un placer. Aunque estaba preocupado, hubiera reído en voz alta.
En muchos rellanos se abrían puertas secretas, pero era probable y más
que probable que nos encontráramos con alguien tan pronto abriéramos
alguna, y la escalera parecía vacía. Antes de ser visto por algún residente de
la Casa Absoluta, deseaba encontrarme lo más lejos posible de la
antecámara.
Tal vez habíamos descendido unos cien escalones cuando llegamos a
una puerta en la que habían pintado un signo teratoide carmesí que me
pareció un glifo de alguna lengua de más allá de las orillas de Urth. En ese
momento oí un paso en la escalera. Aunque no tenía ni pomo ni pestillo, me
lancé contra la puerta, que tras cierta resistencia se abrió de golpe. Jonas me
siguió; se cerró detrás de nosotros con tanta rapidez que tenía que haber
hecho un gran ruido, pero no hubo ninguno.
La cámara que había tras la puerta era oscura, pero la luz se hizo más
brillante cuando él entró. Después de cerciorarme de que sólo nosotros nos
encontrábamos allí, aproveché esta luz para examinarlo. Tenía la cara
todavía inmóvil, como cuando había estado en la antecámara sentado contra
la pared, pero ya no era la cosa desprovista de vida que yo había temido.
Era, casi, la cara de un hombre a punto de despertar, y las lágrimas le
habían dejado unos surcos húmedos en las mejillas.
—¿Me conoces? —le pregunté, y él asintió con un movimiento de
cabeza, sin hablar—. Jonas, he de recuperar Terminus Est si es posible. He
corrido como un cobarde, pero ahora que he podido recapacitar, veo que
tengo que volver a por ella. Mi carta para el arconte de Thrax se encuentra
en el bolsillo de la vaina, y de todos modos no podría soportar perderla.
Pero si tú quieres intentar escapar en seguida, lo comprenderé. No estás
atado a mí.
Él no pareció haber escuchado.
—Sé dónde estamos —dijo, y levantó un brazo rígido apuntando a algo
que yo había tomado por un biombo plegable.
Me deleitó oír su voz y, sobre todo porque esperaba que hablara de
nuevo, pregunté:
—¿Dónde estamos entonces?
—En Urth —respondió, y cruzó la habitación hacia los paneles
plegados. En la parte posterior, ahora lo veía, había racimos de diamantes
engastados, y estaban esmaltados con los mismos signos retorcidos que
había en la puerta. Sin embargo, estos signos no eran más extraños que los
movimientos de mi amigo Jonas cuando abrió los paneles. La rigidez que
había notado en él un momento antes había desaparecido, pero él no era aún
el de siempre.
Fue entonces cuando lo supe. Todos nosotros hemos visto a alguien que
ha perdido una mano, como él, y la ha sustituido con un garfio o algún otro
dispositivo llevando a cabo tareas para las que hace falta tanto la mano
verdadera como la artificial. Tal era el caso de Jonas cuando vi que tiraba de
los paneles; pero la mano prostética era la de carne. Cuando lo comprendí,
comprendí lo que había dicho mucho antes: el naufragio le había destrozado
la cara.
Le dije:
—Los ojos… No pudieron cambiarte los ojos, ¿no es verdad? Y por eso
te dieron esa cara. ¿Lo mataron también?
Miró a mi alrededor como si hubiese olvidado que me encontraba allí.
—Estaba en el suelo. Lo matamos por accidente, cuando veníamos. Yo
necesitaba un par de ojos y una laringe, y tomé algunas otras partes.
—Por eso pudiste aguantarme, a mí, un torturador. Eres una máquina.
—No eres peor que los demás de tu clase. Recuerda que años antes de
conocerte me había convertido en uno de vosotros. Ahora soy peor que tú.
Tú no me hubieras abandonado, pero yo voy a abandonarte. Ahora tengo la
oportunidad que he buscado durante años, yendo de aquí para allá por los
siete continentes de este mundo, buscando a los hieródulos y manipulando
torpes mecanismos.
Pensé en todo lo que había sucedido desde que le llevara el cuchillo a
Thecla, y aunque no atendí a todo lo que había dicho, le repliqué:
—Si es tu única oportunidad, vete entonces, y buena suerte. Si alguna
vez veo a Jolenta, le diré que llegaste a amarla, y nada más.
Jonas meneó la cabeza.
—¿No lo entiendes? Volveré por ella cuando haya sido reparado.
Cuando me encuentre sano y completo.
Entonces penetró en el círculo de paneles, y por encima de su cabeza se
encendió una luz brillante.
Cuán estúpido llamarlos espejos. Son a los espejos lo que el firmamento
envolvente es al globo de un niño. Es cierto que reflejan la luz; pero eso,
creo yo, no es la función que les corresponde. Reflejan la realidad, la
sustancia metafísica en que se funda el mundo material.
Jonas cerró el círculo y fue hacia el centro. Durante el lapso de la más
breve plegaria, algo de alambres y polvo metálico centelleante danzó en lo
alto de los paneles antes de que todo desapareciera y yo me encontrara solo.
XIX

Trasteros

Me encontré solo, y realmente no lo había estado desde que entrara en la


habitación de la ruinosa posada de la ciudad y viera sobre las sábanas las
anchas espaldas de Calveros. Después siguieron el doctor Talos, más tarde
Agia, en seguida Dorcas y por último Jonas. La enfermedad de la memoria
me invadió, y vi la marcada silueta de Dorcas, vi al gigante y a los demás
como los había visto cuando se nos conducía a Jonas y a mí por el
bosquecillo de ciruelos. Por allí pasaron hombres con animales así como
otra clase de actores, todos los cuales se dirigían sin duda a esa parte del
recinto donde (como Thecla me había contado muchas veces) se
representaban los espectáculos al aire libre.
Empecé a registrar la habitación con la vaga esperanza de encontrar mi
espada. No estaba allí, y se me ocurrió que probablemente había algún
depósito cerca de la antecámara donde se guardaban los efectos de los
prisioneros, probablemente en el mismo nivel. La escalera por la que había
descendido sólo me llevaría otra vez a la antecámara; la salida de la cámara
de los espejos no me condujo más que a otra habitación en la que había
almacenados objetos curiosos. Por f n encontré una puerta que se abría
sobre un corredor oscuro y silencioso, alfombrado y con cuadros en las
paredes. Me puse la máscara y me envolví en mi capa, pensando que
aunque los guardias que nos habían atrapado en el bosque parecían
desconocer la existencia del gremio, los que pudiera encontrarme en las
salas de la Casa Absoluta tal vez no fueran tan ignorantes.
De hecho, nadie me detuvo. Un hombre con rico y elaborado atuendo se
hizo a un lado, y varias mujeres hermosas me miraron con curiosidad;
contemplando sus caras sentí cómo brotaban en mí recuerdos de Thecla.
Por último encontré otra escalera, no estrecha y secreta como la que nos
había conducido a Jonas y a mí a la cámara de los espejos, sino de vuelo
abierto y de anchos escalones.
Subí algún trecho, inspeccioné el pasillo que había allí hasta
cerciorarme de que aún me encontraba por debajo del nivel de la
antecámara y seguí subiendo; entonces vi a una mujer joven que bajaba
presurosa por las escaleras hacia mí. Nuestros ojos se encontraron.
En ese momento, estoy seguro, ella era tan consciente como yo de que
ya antes nos habíamos mirado de ese modo. En mi memoria le oí decir de
nuevo: «Mi más querida hermana», con una voz arrulladora, y la cara de
forma de corazón apareció de nuevo ante mí. No era Thea, la consorte de
Vodalus, sino la mujer que se le parecía (y que sin duda usurpaba su
nombre) y con la que me había cruzado en las escaleras de la Casa Azur,
mientras yo subía y ella bajaba, como lo hacíamos ahora. Así pues, para la
fiesta que iba a organizarse se había convocado tanto a rameras como a
artistas.
Descubrí el nivel de la antecámara casi por pura casualidad. Apenas
había dejado atrás las escaleras cuando me di cuenta de que me encontraba
casi exactamente en el punto donde habían estado los hastarii mientras
Nicarete y yo hablábamos junto al carro de plata. Éste era el punto de
mayor peligro, por lo que tuve cuidado de caminar despacio. En la pared
derecha había una docena o más de puertas, todas ellas con marcos de
madera tallada, y todas (como observé cuando me detuve a examinarlas)
con marcos de madera labrada, y como vi cuando me acerqué a
examinarlas, clavadas a los marcos y selladas con el barniz de los años. La
única puerta que había a mi izquierda era la enorme puerta de roble
carcomida por la que los soldados nos habían arrastrado a Jonas y a mí.
Enfrente estaba la entrada a la antecámara, más allá otra fila de puertas
también de madera labrada, y por último otra escalera. Tuve la impresión de
que la antecámara había crecido hasta ocupar toda esta ala de la Casa
Absoluta.
Si alguien hubiese aparecido, no me hubiera atrevido a detenerme, pero
como no había nadie en el pasillo, me aventuré a inclinarme por un
momento contra la pilastra de la segunda escalera. Mientras me habían
escoltado dos soldados, un tercero llevaba Terminus Est. Era razonable
suponer que mientras Jonas y yo éramos introducidos en la habitación, este
tercer hombre se habría encaminado, al menos al principio, a donde se
guardaban las armas capturadas. Pero no podía acordarme; el soldado se
había quedado atrás cuando descendíamos por los escalones de la gruta, y
no había vuelto a verlo. Hasta era posible que él no hubiera venido con
nosotros.
Desesperado, volví hacia la puerta carcomida y la abrí. El olor a moho
del pozo entró en seguida en el pasillo, y oí la música de los gongs verdes.
En el exterior, la noche cubría el mundo. En las paredes rugosas no se veían
más que las cadavéricas velas de los hongos, y únicamente un círculo de
estrellas encima de mi cabeza indicaba dónde el pozo se hundía en la tierra.
Cerré la puerta; y casi en seguida, oí un sonido de pasos en la escalera
por la que yo había subido. No había donde esconderse, y si me hubiera
precipitado hacia la segunda escalera, la probabilidad de alcanzarla antes de
ser visto habría sido escasa. En lugar de intentar desaparecer por la pesada
puerta de roble y volverla a cerrar, decidí quedarme donde estaba. El recién
llegado era un hombre regordete de unos cincuenta años vestido con librea.
Incluso a la distancia del pasillo, vi que empalidecía al verme. Sin embargo,
se acercó a mí deprisa, y cuando aún se encontraba a veinte o treinta pasos
comenzó a hacer reverencias diciendo:
—¿Puedo ayudaros, señoría? Soy Odilo, el mayordomo. Ya veo que
estáis en misión confidencial para el… Padre Inire, ¿no es así?
—Sí —le dije—. Pero antes tengo que pedirte mi espada.
Yo esperaba que hubiera visto Terminus Est y la encontrase, pero el
hombre me miró sin comprender.
—Antes fui escoltado hasta aquí. Entonces me dijeron que entregara la
espada, pero que me la devolverían antes de que el Padre Inire me pidiera
que la utilizase.
El hombrecito meneaba la cabeza.
—Os aseguro que por mi posición habría sido informado si alguno de
los otros servidores…
—Fue un pretoriano quien me lo dijo.
—¡Ah! Podía haberlo sabido. Han estado por doquier sin responder a
nadie. Tenemos un prisionero huido, señoría, y supongo que estaréis
enterado.
—No.
—Un hombre llamado Beuzec. Dicen que no es peligroso, pero él y otro
tipo fueron sorprendidos rondando por un cenador. El tal Beuzec salió
corriendo antes de que lo agarraran y escapó. Dicen que pronto lo atraparan.
No sé. Os diré. Llevo toda la vida viviendo en la Casa Absoluta, y aquí hay
rincones extraños, muy extraños.
—Tal vez mi espada se encuentre en uno de ellos. ¿Quieres mirar?
Retrocedió como si yo hubiera levantado la mano, amenazándolo.
—¡Claro, señoría, lo haré, lo haré! Sólo trataba de mantener una
pequeña conversación. Probablemente está aquí abajo. Si queréis
seguirme…
Caminamos hacia la otra escalera, y vi que en mi apresurada búsqueda
me había saltado una puerta angosta, bajo el hueco de la escalera. Estaba
pintada de blanco, casi del mismo tono que la pared.
El mayordomo sacó un pesado manojo de llaves y abrió esta puerta. La
habitación triangular a la que daba era mucho mayor de lo que yo hubiera
imaginado, llegando muy atrás por debajo de los escalones y permitiéndose
al fondo una especie de desván elevado, al que se accedía mediante una
temblorosa escalera. Tenía una lámpara del mismo tipo que las que yo había
observado en la antecámara, pero más débil.
—¿La veis? —preguntó el mayordomo—. Esperad, creo que por aquí
hay una vela. Esa luz no sirve de mucho, pues las estanterías dan mucha
sombra.
Mientras él hablaba, yo examinaba las estanterías. Estaban repletas de
prendas de vestir, y aquí y allá había un par de zapatos, un tenedor de
bolsillo, un plumero, una almohadilla perfumada, etc.
—Cuando yo era niño, los chicos de la cocina hacían saltar la cerradura
para rebuscar por aquí. Acabé con eso instalando una buena cerradura, pero
me temo que las cosas más valiosas han desaparecido hace tiempo.
—¿Qué lugar es éste?
—Antiguamente servía de ropero para quienes venían a solicitar algo.
Chaquetas, sombreros, botas y demás. Estos lugares siempre se llenan de
cosas que olvidan los afortunados cuando se van, y además, como esta ala
ha sido siempre la del Padre Inire, supongo que no le han faltado quienes
viniendo a verlo nunca volvieron a salir, así como otros salieron sin entrar
nunca. —Hizo una pausa y echó un vistazo alrededor—. Tuve que dar
llaves a los soldados para que dejaran de derribar las puertas a patadas
buscando al tal Beuzec, de modo que supongo que quizás han puesto por
aquí vuestra espada. Si no, probablemente la llevaron al cuerpo de guardia.
Imagino que no es esto, ¿verdad? —De un rincón sacó un espadón antiguo.
—Nada menos parecido.
—Me temo que es la única espada que hay aquí. Puedo indicaros cómo
llegar al cuerpo de guardia. También puedo despertar a un paje para que
vaya a preguntar, si preferís.
La escalera que llevaba al desván se sacudía estremeciéndose, pero subí
por ella después de pedirle la vela al mayordomo. Aunque parecía muy
improbable que el soldado hubiera puesto allí a Terminus Est, necesitaba
unos instantes para recapacitar sobre lo que yo podía hacer en estas
circunstancias.
Al subir oí arriba un ligero ruido que atribuí al rápido movimiento de un
roedor; pero cuando metí la cabeza y la vela por encima del nivel del
desván, vi al hombrecillo que había estado con Hethor en el camino,
arrodillado en actitud suplicante. Por supuesto, era Beuzec; no me había
acordado del nombre hasta que lo vi.
—¿Hay algo ahí arriba, señoría?
—Trapos y ratas.
—Como imaginaba —dijo el mayordomo mientras yo terminaba de
bajar—. Tendría que echar un vistazo alguna vez, pero a mi edad ya no me
apetece subir por una cosa así. ¿Deseáis ir vos mismo al cuerpo de guardia
o levanto a uno de los muchachos?
—Yo iré.
Asintió con sagacidad.
—Creo que es lo mejor. Ellos no se la darían a un paje y tampoco
admitirían tenerla. Supongo que ya sabéis que os encontráis en el Hipogeo
Apotropaico. Si no queréis ser detenido por las patrullas, es preferible que
vayáis por el interior, así que lo mejor es subir tres pisos por estas escaleras
y después seguir a la izquierda. Continuad por la galería unos mil pasos
hasta que lleguéis al hipetro. Como fuera está oscuro, podríais no
encontrarlo, así que procurad fijaros en las plantas. Torced a la derecha en
ese punto y avanzad otros doscientos pasos. Hay siempre un centinela a la
puerta.
Le di las gracias y me las arreglé para encaminarme a las escaleras
mientras él todavía manipulaba la cerradura. Al fin desemboqué en un
pasillo que salía del primer rellano y dejé que él se adelantase. Cuando
estuvo bastante lejos, volví a bajar al pasillo de la antecámara. Me pareció
que si habían llevado mi espada a algún cuerpo de guardia, era muy
improbable que yo la recuperase sin tener que recurrir al robo o la
violencia, y antes quise cerciorarme de que no la habían dejado en otro
lugar más accesible. Además, también era posible que Beuzec la hubiera
visto mientras subía a esconderse, y quería preguntárselo.
Al mismo tiempo, estaba muy preocupado por los prisioneros de la
antecámara. Imaginaba que para entonces habrían descubierto la puerta que
Jonas y yo habíamos dejado abierta, y se estarían dispersando por esta ala
de la Casa Absoluta. No tardarían en volver a atrapar a alguno y comenzar
la búsqueda de los demás.
Cuando llegué al trastero de debajo de las escaleras, apreté la oreja
contra la puerta esperando oír a Beuzec. No se oía nada. Lo llamé en voz
baja, pero no hubo ninguna respuesta, y entonces traté de abrir la puerta
empujándola con el hombro. No cedía, y yo tenía miedo de hacer ruido si
cargaba contra ella. Por último, conseguí introducir el eslabón que Vodalus
me había dado entre la puerta y la jamba e hice saltar la cerradura.
Beuzec se había ido. Tras una corta búsqueda descubrí un agujero en la
parte trasera que iba a dar al centro hueco de alguna pared. Desde allí tuvo
que haberse arrastrado hasta el interior del trastero en busca de un sitio
bastante grande como para poder estirar las piernas, y hacia allí había vuelto
a huir. Se dice que en la Casa Absoluta estos recovecos están habitados por
una especie de lobo blanco que se introdujo allí hace tiempo desde los
bosques de alrededor. Quizá cayó presa de estas criaturas; no he vuelto a
verlo más.
Esa noche no traté de seguirlo. Volví a poner en su sitio la puerta del
trastero y disimulé todo lo que pude los desperfectos de la cerradura. Fue en
ese momento cuando me di cuenta de la simetría del pasillo: la entrada a la
antecámara en el centro, las puertas selladas a ambos lados, los huecos de
las escaleras en los extremos. Si este hipogeo había sido destinado al Padre
Inire (como había dicho el mayordomo y como indicaba su nombre) la
razón principal había sido sin duda, al menos en parte, esta condición
especular. Si así fuera, sin duda habría un segundo trastero debajo de la otra
escalera.
XX

Cuadros

¿Pero por qué Odilo no me había llevado allí? No me entretuve en pensarlo


mientras corría por el pasillo, y cuando llegué la respuesta era clara. Esa
puerta la habían roto hacía tiempo, y no sólo el hueco de la cerradura;
estaba toda destrozada, de manera que sólo dos maderos descoloridos que
colgaban de las bisagras indicaban que allí había habido una puerta. La
lámpara de dentro había desaparecido, abandonando el interior a la
oscuridad y las arañas.
Me había vuelto y me había alejado un paso o dos, cuando me detuve,
impulsado por esa conciencia del error que tenemos a menudo antes de
comprender de algún modo en qué consiste el error. Jonas y yo habíamos
sido introducidos en la antecámara al acabar la tarde. Por la noche habían
llegado los jóvenes exultantes con sus látigos. A la mañana siguiente,
habían capturado a Hethor, y al parecer a esa hora Beuzec había huido de
los pretorianos, a los que el mayordomo había dado llaves para que
pudieran buscarlo en el hipogeo. Cuando ese mismo mayordomo, Odilo, me
había encontrado unos momentos antes, y yo le había dicho que un
pretoriano se había llevado Terminus Est, él supuso que yo había llegado
durante el día, después de la escapada de Beuzec.
Pero no había sido así, y por tanto el pretoriano que se había llevado
Terminus Est no podía haberla puesto en el trastero cerrado bajo la segunda
escalera. Regresé de nuevo al trastero de la puerta rota. A la escasa luz que
se filtraba desde el pasillo, se alcanzaba a ver que en otro tiempo había
habido allí estanterías como en el trastero gemelo. Ahora no había nada, se
habían llevado las estanterías para dedicarlas a otro fin y de las paredes
sobresalían unos soportes inútiles. No veía ninguna otra cosa, pero también
me daba cuenta de que ningún guardia que tuviera que hacer una inspección
entraría de buen grado en ese lugar de polvo y telarañas. Sin molestarme en
meter la cabeza, tanteé alrededor de la jamba de la puerta rota, y con una
mezcla indescriptible de triunfo y de familiaridad, sentí que mi mano estaba
cerca de la querida empuñadura.
Volvía a ser un hombre entero. O más bien, algo más que un hombre: un
oficial del gremio. Allí, en el pasillo, comprobé que mi carta seguía en el
bolsillo de la vaina, y después saqué la hoja brillante, la limpié, la engrasé y
la volví a limpiar, probando los filos con el índice y el pulgar mientras me
alejaba caminando. Ya podía aparecer el cazador en la oscuridad.
Mi siguiente objetivo era reunirme con Dorcas, pero no sabía nada del
paradero de la compañía del doctor Talos, salvo que tenían que actuar en un
tiaso que se celebraría en un jardín, sin duda uno entre muchos jardines. Si
salía ahora, de noche, quizás a los pretorianos les sería tan difícil verme con
mi capa fulígena como a mí verlos a ellos. Pero era improbable que
encontrara alguna ayuda. Y cuando el horizonte oriental cayera por debajo
del sol, sin duda sería apresado inmediatamente, como Jonas y yo cuando
entramos a caballo en el recinto. Si me quedaba dentro de la Casa Absoluta,
mi experiencia con el mayordomo indicaba que tal vez pasaría inadvertido,
y que incluso podría cruzarme con alguien que me diera alguna
información; pues se me ocurrió que diría a todo el que me encontrara que
yo también había sido convocado para la celebración (supuse que no era
improbable que hubiera un suplicio dentro de los actos) y que había
abandonado mi dormitorio y me había perdido. De esa manera, podría
descubrir dónde se encontraban Dorcas y los demás.
Pensando en este plan subí las escaleras, y en el segundo rellano torcí
por un pasillo que antes no había visto. Era mucho más largo y estaba más
suntuosamente decorado que el que se encontraba delante de la antecámara.
De las paredes colgaban oscuros cuadros en marcos dorados y entre ellos,
sobre pedestales, había urnas y bustos y objetos de los que no conocía el
nombre. Entre las puertas que se abrían al pasillo la separación era de cien o
más pasos, indicando que tras ellas había salas enormes, pero todas estaban
cerradas, y cuando probé las empuñaduras me di cuenta de que la forma y el
metal de que estaban hechas me eran desconocidos, y que no se ajustaban a
la mano humana.
Cuando me pareció haber caminado media legua por este pasillo, vi
delante de mí a alguien sentado (así lo pensé al principio) en un alto
taburete. Al acercarme, vi que lo que había tomado por un taburete era una
escalera de tijeras, y que el anciano encaramado en ella estaba limpiando
uno de los cuadros.
—Perdón —dije.
Se volvió y me contempló con asombro.
—Me parece que reconozco tu voz.
Entonces reconocí la suya, y también su cara. Se trataba de Rudesind, el
conservador, el anciano al que había encontrado hacía tanto tiempo, cuando
el maestro Gurloes me enviara por primera vez a buscar unos libros para la
chatelaine Thecla.
—Hace poco viniste en busca de Ultan. ¿No lo encontraste?
—Sí, lo encontré —dije—. Pero no fue hace poco.
La respuesta pareció encolerizarlo.
—¡No quiero decir que fuera hoy! Pero no fue hace mucho. Hasta me
acuerdo del paisaje sobre el que estaba trabajando, de modo que no pudo
haber sido hace mucho tiempo.
—También yo me acuerdo —le dije—. Un desierto pardo reflejado en el
visor dorado de una armadura.
Hizo un gesto afirmativo y su enfado pareció desvanecerse. Aferrándose
a los costados de la escalera, comenzó a descender, aún con la esponja en la
mano.
—Exactamente, ése era exactamente. ¿Quieres que te lo enseñe? Me
quedó muy bien.
—No estamos en el mismo lugar, maestro Rudesind. Eso fue en la
Ciudadela y esto es la Casa Absoluta.
El anciano lo ignoraba.
—Me quedó bien… Está en algún lugar por aquí debajo. En el arte del
dibujo es difícil superar a los artistas antiguos, aunque ha perdido el color.
Y tengo que decirte que entiendo de arte. He visto armígeros, y también
exultantes que vienen, los miran y dicen esto y lo otro, pero no saben nada.
¿Quién ha contemplado de cerca cada manchita de estos cuadros? —Y con
la esponja se golpeó el pecho, y luego se inclinó sobre mí, hablándome en
susurros aunque estábamos solos en el largo pasillo.
—Te voy a contar un secreto que ninguno de ellos conoce, ¡y yo me
cuento entre ellos!
Por cortesía, le dije que me gustaría verlo.
—Lo estoy buscando, y cuando lo encuentre te diré dónde. Ellos no lo
saben, y por eso los limpio a todas horas. Hasta podría haberme retirado, y
todavía sigo aquí, y trabajo más horas que ninguno, excepto quizás Ultan.
Éste no puede ver el cristal del reloj. —El anciano soltó una carcajada larga
y quebrada.
—Tal vez puedas ayudarme. Aquí hay actores que han sido convocados
para el tiaso. ¿Sabes dónde se alojan?
—Algo he oído —dijo dudando—. La Sala Verde es como la llaman.
—¿Me puedes llevar allí?
Negó con un movimiento de cabeza.
—Allí no hay cuadros, por eso nunca estuve, aunque hay un cuadro de
esa sala. Ven unos pasos conmigo. Encontraré el cuadro y te lo indicaré.
Me tiró del borde de la capa y yo lo seguí.
—Preferiría que me presentaras a alguien que pudiera llevarme allí.
—También puedo hacer eso. El viejo Ultan tiene un mapa en algún
lugar de esta biblioteca. Su muchacho te lo traerá.
—Esto no es la Ciudadela —le recordé de nuevo—. A propósito, ¿cómo
llegaste aquí? ¿Te trajeron para limpiar estos cuadros?
—Así es, así es. —Se apoyó en mi brazo—. Todo tiene una explicación
lógica y tú no lo olvidas. Así tuvo que ser. El Padre Inire me necesitaba para
limpiar los suyos, y aquí estoy. —Hizo una pausa, pensando—. Espera un
poco. Estoy equivocado. De chico tenía talento, eso es lo que debería haber
dicho. ¿Sabes? Mis padres siempre me animaron a dibujar, y yo lo hacía
durante horas. Recuerdo que una vez me pasé todo un día soleado pintando
con una tiza la parte posterior de nuestra casa.
Un estrecho pasillo se había abierto a nuestra izquierda, y me empujó
por él. Aunque no tan bien iluminado (de hecho, estaba casi oscuro) y tan
estrecho que no era posible mirarlos a la distancia correcta, estaba lleno de
cuadros mucho más grandes que los del pasillo principal, cuadros que iban
del piso al techo, y cuya anchura sobrepasaba la de mis brazos extendidos.
A juzgar por lo que veía, parecían muy malos, simples brochazos. Le
pregunté a Rudesind quién le había dicho que debía contarme cosas de su
niñez.
—Pues el Padre Inire —dijo, levantando la cabeza para mirarme—,
¿quién va a ser? —Bajó la voz—. Senil, eso es lo que dicen. He sido visir
de no sé cuántos autarcas desde Ymar. Ahora guarda silencio y déjame
hablar. Te encontraré al viejo Ultan.
»Un artista, un verdadero artista vino a donde vivíamos. Mi madre,
orgullosa de mí, le enseñó algunas cosas que yo había hecho. Se trataba de
Fechin, el propio Fechin, y el retrato que me hizo cuelga aquí hasta hoy,
mirándote con mis ojos castaños. Yo estoy sentado a una mesa con algunos
pinceles y una mandarina encima. Me habían prometido dármelos cuando
terminara de posar.
—Creo que ahora no tengo tiempo de verlo —le dije.
—Y así me convertí en artista. Bien pronto me puse a limpiar y a
restaurar las obras de los grandes artistas. Dos veces he limpiado mi propio
retrato. Es extraño, de verdad te lo digo, lavarse la propia carita como si tal.
Estoy deseando que alguien se ocupe ya de lavar la mía, quitando la
suciedad de los años con una esponja. Pero no es eso lo que te llevo a ver,
sino la Sala Verde que tú buscas, ¿verdad?
—Sí —dije ávido.
—Bien, justo aquí hay una representación de ella. Échale un vistazo.
Cuando la veas, la conocerás.
Señaló hacia uno de los anchos y toscos cuadros. No representaba
ninguna sala en absoluto, sino que parecía un jardín, un jardín de placer
bordeado de altos setos, con un estanque de nenúfares y algunos sauces
movidos por el viento. Un hombre fantásticamente vestido de llanero tocaba
allí una guitarra, al parecer a solas. Detrás de él, unas nubes furiosas
atravesaban un cielo sombrío.
—Después puedes ir a la biblioteca a consultar el mapa de Ultan.
El cuadro era uno de esos ejemplares irritantes que se disuelve en meras
manchas de color si uno no lo puede ver entero. Di un paso atrás para tener
una mejor perspectiva, después otro…
Al tercer paso, me di cuenta que tenía que haber chocado contra la
pared detrás de mí y que en cambio, me encontraba dentro del cuadro que
había ocupado la pared de enfrente: una oscura sala con antiguas sillas de
cuero y mesas de ébano. Di media vuelta para mirarla, y cuando me volví
de nuevo, el pasillo donde había estado con Rudesind había desaparecido, y
en su lugar había una pared cubierta con un papel descolorido y viejo.
Había desenvainado Terminus Est sin proponérmelo conscientemente,
aunque no había ningún enemigo al que pudiera golpear. Cuando estaba a
punto de probar la única puerta de la sala, ésta se abrió y entró una figura
vestida de amarillo. El corto pelo blanco que le nacía de la frente
redondeada lo tenía peinado hacia atrás, y su cara casi podía haber sido la
de una mujer gorda y cuarentona. En el cuello, una ampolla con forma de
falo de la que yo me acordaba le colgaba de una fina cadena.
—¡Ah! —dijo—. Me preguntaba quién había llegado. Bienvenida,
Muerte.
Con toda la compostura de que fui capaz, le dije:
—Soy el oficial Severian, del gremio de los torturadores, como ves.
Entré involuntariamente, y a decir verdad te estaría muy agradecido si me
explicaras cómo sucedió. Cuando me encontraba en el pasillo de fuera, esta
sala no parecía ser más que un cuadro. Pero cuando retrocedí uno o dos
pasos para mirar la pintura de la otra pared, me encontré aquí. ¿Con qué
artes se hizo eso?
—Con ninguna —dijo el hombre vestido de amarillo—. No puede
decirse que las puertas disimuladas sean un invento original, y lo único que
hizo el constructor de esta sala fue encontrar un modo de disimular una
puerta abierta. Como ves, la sala es poco profunda. En realidad, es menos
profunda de lo que ahora mismo ves, a menos que te hayas dado cuenta de
que los ángulos del piso y del techo convergen, y que la pared del fondo no
es tan alta como aquélla por la que entraste.
—Ya lo veo —dije, y en realidad así era. Mientras él hablaba, esa
engañosa sala, que a mi mente, acostumbrada siempre a las salas comunes,
le había parecido de tamaño normal, se fue convirtiendo en ella misma, con
un techo inclinado y trapezoidal y un piso trapezoidal. Las propias sillas
que estaban contra la pared por la que yo había penetrado eran objetos de
poca profundidad, sobre los que uno apenas podía sentarse; las mesas no
eran más anchas que simples travesaños.
—En los cuadros, estas líneas convergentes engañan a la vista —
continuó diciendo el hombre del vestido amarillo—. Así, cuando las
encontramos con la realidad, con un poco de bulto y el artificio añadido de
una iluminación monocromática, la vista cree que contempla otro cuadro,
sobre todo cuando ha estado acondicionada por una larga sucesión de
cuadros reales. Tu entrada con esa enorme arma hizo que se alzara detrás
una verdadera pared, para detenerte hasta que fueras examinado. No hace
falta que te diga que en el otro lado del muro está pintado el cuadro que
creíste ver.
Me encontraba más asombrado que nunca.
—¿Pero cómo podía la sala saber que yo llevaba mi espada?
—Eso es demasiado complejo para que yo pueda explicártelo. Mucho
más que esta pobre habitación. Sólo puedo decir que la puerta está envuelta
en hilos metálicos, y que éstos saben cuándo los otros metales, sus
hermanos y hermanas, atraviesan el círculo.
—¿Hiciste tú todo eso?
—Oh, no. Todo esto… y otras cien cosas parecidas constituyen lo que
llamamos la Segunda Casa. Son obra del Padre Inire, a quien llamó el
primer Autarca para que creara un palacio secreto dentro de la Casa
Absoluta. Tú o yo, hijo mío, hubiéramos construido unas pocas
habitaciones escondidas. Él se las ingenió para que la casa oculta se
extendiera por doquier y tuviera la misma extensión que la pública.
—Pero tú no eres él —dije—. Porque ahora sé quién eres. ¿No me
reconoces? —Me quité la máscara para que pudiese verme la cara.
Él sonrió y dijo:
—No has venido más que una vez. Así, pues, la khaibit no te satisfizo.
—Me satisfizo menos que la mujer que fingía ser, o más bien amé más a
la otra. Aunque esta noche he perdido un amigo, parece que ahora
encuentro viejos conocidos. ¿Puedo preguntar cómo has llegado aquí desde
tu Casa Azur? ¿Se te convocó para el tiaso? Antes he visto a una de tus
mujeres.
Asintió con un gesto ausente. En un espejo de curiosos ángulos, puesto
sobre un tremó en un lado de la sala extraña y poco profunda, se le reflejaba
el perfil, delicado como un camafeo, y deduje que era sin duda un
andrógino. Tuve un sentimiento de lástima mezclado con otro de
impotencia, mientras me lo imaginaba abriendo la puerta a los hombres,
noche tras noche, en su establecimiento del Barrio Algedónico.
—Sí —dijo—. Estaré aquí durante la celebración. Después me iré.
Yo aún pensaba en el cuadro que el anciano Rudesind me había
enseñado en el pasillo de fuera, y dije:
—Entonces puedes indicarme dónde está el jardín.
Advertí en seguida que lo había tomado desprevenido, quizá por
primera vez en muchos años. Había dolor en sus ojos, y su mano izquierda
se movió (aunque sólo levemente) hacia la ampolla que le colgaba del
cuello.
—Así que has oído hablar de eso… —dijo—. Y suponiendo que
conociera el camino, ¿por qué habría de revelártelo? Muchos tratarán de
huir por ese camino si la carraca pelágica avista tierra.
XXI

Hidromancia

Pasaron varios segundos hasta que comprendí correctamente lo que había


dicho el andrógino. Entonces el recuerdo del olor de la carne tostada de
Thecla me trajo a la nariz un nauseabundo olor dulzón, y me pareció sentir
la inquietud de las hojas. En la tensión del momento, olvidé lo inútiles que
han de ser tales preocupaciones en esa sala llena de engaños, y miré a mi
alrededor tratando de cerciorarme de que nadie podía oírnos, y entonces
descubrí que, involuntariamente (pues había pensado en interrogarlo antes
de confesar mi relación con Vodalus), mi mano había sacado el eslabón de
forma de cuchillo del compartimiento más escondido de mi esquero.
El andrógino sonrió.
—Me figuré que podías ser tú. Llevo ya días esperándote, habiendo
impartido instrucciones al anciano que está en el exterior y a otros muchos
para que me trajeran a forasteros prometedores.
—Fui recluido en la antecámara —dije—, y perdí tiempo.
—Pero ya veo que escapaste. No es probable que te liberaran antes de
que mi hombre viniera a buscarlo. Es bueno que lo hicieras, pues no queda
mucho tiempo… los tres días del tiaso, y después debo irme. Ven. Te
mostraré el camino hacia el jardín, aunque no estoy nada seguro de que te
permitan entrar.
Abrió la puerta por la que había venido, y esta vez vi que no era
realmente rectangular. La sala que se encontraba más allá apenas era mayor
que la que habíamos dejado; pero los ángulos parecían normales y estaba
ricamente amueblada.
—Al menos viniste al lugar correcto de la Casa Secreta —dijo el
andrógino—. De otro modo, hubiéramos tenido que hacer un pesado
camino. Te ruego me perdones mientras leo el mensaje que trajiste.
Cruzó hasta lo que al principio supuse que era una mesa cubierta con un
cristal, y puso el eslabón debajo de ella sobre un estante. En seguida se
encendió una luz, que iluminaba desde el cristal hacia abajo, aunque encima
de él no había luz alguna. El eslabón creció hasta parecer una espada y vi
que las estrías, que sustituían a los dientes sobre los que se sacaban chispas
en el pedernal, eran líneas de una escritura fluida.
—Apártate —dijo el andrógino—. Si no lo has leído antes, no debes
leerlo ahora.
Hice lo que me decía, y durante algún tiempo observé cómo se doblaba
sobre el pequeño objeto que yo había traído desde el bosque de Vodalus.
Por fin dijo:
—Así, pues, no hay remedio… Tenemos que luchar en dos flancos. Pero
esto no te incumbe. ¿Ves aquel armario con el eclipse tallado en la puerta?
Ábrelo y saca el libro que hay ahí. Toma, puedes ponerlo sobre este pupitre.
Aunque temía alguna trampa, abrí la puerta del armario. Dentro había
un libro monstruoso, pues era como yo de alto, y de dos codos de ancho, y
se levantaba frente a mí con su cubierta de cuero de manchas azules y
verdes como cadáver dentro de un ataúd puesto de pie. Envainé mi espada,
agarré este enorme volumen con las dos manos, y lo puse sobre el pupitre.
El andrógino preguntó si lo había visto antes, y le dije que no.
—Parecías tener miedo de él e intentaste… o me lo pareció… apartar la
cara de él mientras lo llevabas. —Mientras hablaba, abrió el libro. La
primera página estaba escrita en rojo con un signo que yo desconocía—. Se
trata de una advertencia a los buscadores del camino —dijo—. ¿Quieres
que te la lea?
—Me pareció ver un hombre muerto en el cuero, y ese hombre era yo
—le solté.
Volvió a cerrar la cubierta y le pasó la mano por encima.
—Estos tonos pavorreal son obra de artesanos que desaparecieron hace
tiempo… Las líneas y remolinos que hay debajo no son más que las
cicatrices del lomo del animal sacrificado, marcas de palos y látigos. Pero si
tienes miedo, no es necesario que vayas.
—Ábrelo —dije—. Enséñame el mapa.
—No hay mapa. Esto mismo es la cosa —dijo, y volvió la cubierta y
también la primera página.
Casi me quedé ciego, como si me hubiera deslumbrado un relámpago en
una noche oscura. Las páginas interiores parecían de plata pura, batida y
pulida; captaba cada brizna de iluminación de la sala y la volvía a reflejar
ampliada cien veces.
—Son espejos —dije, y al decirlo me di cuenta de que no lo eran, sino
esas cosas para las que no tenemos otra palabra que espejos, esas cosas que
hacía menos de una guardia habían devuelto a Jonas a los astros—. ¿Pero
cómo pueden tener poder si no están enfrentadas?
El andrógino contestó:
—Recapacita cuánto tiempo han estado enfrentándose mientras el libro
estuvo cerrado. Ahora el campo soportará la tensión a que sometamos
durante algún tiempo. Ve si te atreves.
No me atreví. Mientras él hablaba, algo apareció en el aire brillante por
encima de las páginas abiertas. No era ni una mujer ni una mariposa, pero
tenía algo de ambas, y lo mismo que cuando miramos la forma pintada de
una montaña en el fondo de algún cuadro sabemos que en realidad es tan
grande como una isla, así supe que veía esta cosa sólo de lejos; creo que sus
alas batían contra los vientos protónicos del espacio, y que tal vez todo Urth
no era más que una mota agitada por ese movimiento. Y entonces, como yo
la había visto, también ella me vio, así como un momento antes el
andrógino había visto en el eslabón y a través del cristal los remolinos y
bucles de la escritura. La cosa hizo una pausa y se volvió hacia mí, y abrió
las alas para que yo pudiera observarlas. Estaban marcadas con ojos.
El andrógino cerró el libro de golpe, como un portazo.
—¿Qué fue lo que viste?
Sólo podía pensar que ya no tenía que mirar las páginas, y dije:
—Gracias, sieur. Quienquiera que seáis, de ahora en adelante
consideradme vuestro servidor.
Él asintió.
—Quizás alguna vez te lo recuerde. Pero no volveré a preguntarte qué
viste. Toma, límpiate la frente. La visión te ha marcado.
Mientras hablaba me dio un trapo limpio y me sequé la frente como me
había dicho, porque sentía que la humedad me resbalaba por la cara.
Cuando miré el trapo, estaba rojo de sangre.
Como si me hubiera leído el pensamiento, él me dijo:
—No estás herido. Los médicos lo llaman hematidrosis, creo. Al
experimentar una fuerte emoción, las venas diminutas en la piel de la parte
afligida… en algunos casos, en toda la piel… se rompen mientras se suda
profusamente. Me temo que te quedará una repugnante herida en ese lugar.
—¿Por qué lo hicisteis? —pregunté—. Pensé que ibais a enseñarme un
mapa. Sólo quiero encontrar la Sala Verde, como dice que se llama el
anciano Rudesind, donde se alojan los actores. ¿Decía el mensaje de
Vodalus que teníais que matar al portador?
Mientras hablaba, mis manos buscaban la espada, pero cuando
agarraron la empuñadura familiar, vi que estaba demasiado débil para sacar
la hoja.
El andrógino rio. Al principio era una risa agradable, que a veces
parecía de mujer y otras de niño, pero forzada al final, y arrastrada, como de
borracho. Los recuerdos de Thecla se removieron en mi interior.
Casi se despertaron.
—¿Era eso todo lo que deseabas? —dijo cuando volvió a ser dueño de
sí—. Me pediste que iluminara tu vela, y yo traté de darte el sol y ahora te
has quemado. La culpa fue mía… Tal vez traté de aplazar mi momento,
pero aún así no te hubiera dejado viajar tan lejos si no hubiera leído en el
mensaje que llevas la Garra. Y ahora, de verdad que lo siento, pero no
puedo evitar reírme. ¿Adónde irás cuando hayas encontrado la Sala Verde,
Severian?
—Adonde me enviéis. Tal como me recordáis, he jurado servir a
Vodalus. —En realidad, yo le temía, y temía que el andrógino le informara
si yo me mostraba desobediente.
—¿Pero y si no tengo órdenes para ti? ¿Te has deshecho ya de la Garra?
—No pude.
Hubo una pausa. Él no habló.
—Iré a Thrax. Tengo una carta para el arconte de allí; él debe darme
trabajo. Para honra de mi gremio, me gustaría ir allí.
—Eso está bien. ¿Hasta dónde llega, en realidad, tu amor por Vodalus?
De nuevo volví a sentir en la mano la empuñadura del hacha. Me dicen
que en vosotros la memoria muere con el tiempo. La mía apenas se apaga.
La niebla que aquella noche envolvía la necrópolis me dio en la cara otra
vez, y volvió a mí todo lo que había sentido cuando recibí de Vodalus la
moneda y lo vi alejarse hacia un lugar donde no podía seguirlo.
—Una vez le salvé la vida —dije.
El andrógino asintió.
—He aquí, pues, lo que has de hacer. Irás a Thrax como planeabas, y
dirás a todo el mundo… incluso a ti mismo… que vas a desempeñar el
oficio que allí te espera. La Garra es peligrosa. ¿Lo sabes?
—Sí. Vodalus me dijo que si llegaba a saberse que la teníamos,
podíamos perder el apoyo del populacho.
Durante un momento el andrógino volvió a callar, y después dijo:
—Las Peregrinas están en el norte. Si te dan la oportunidad, has de
devolverles la Garra.
—Eso es lo que había querido hacer.
—Bien. Hay algo más que debes hacer. El Autarca se encuentra aquí,
pero mucho antes de que llegues a Thrax también estará en el norte con el
ejército. Si se acerca a Thrax, podrás llegar a él. Después ya descubrirás
cómo quitarle la vida.
El tono lo traicionaba tanto como los pensamientos de Thecla. Quise
arrodillarme, pero dio unas palmadas y un hombrecito encorvado penetró
silenciosamente en la sala. Llevaba un hábito con capucha, como un
cenobita. El Autarca le dijo algo, pero yo estaba demasiado distraído para
comprender.

Pocos espectáculos puede haber en el mundo más hermosos que el sol del
amanecer visto a través de las mil aguas chispeantes de la Fuente Profética.
Aunque no soy entendido en estética, mi primera visión de esta danza (de la
que tanto había oído hablar) debió de tener un efecto restaurador. Todavía la
recuerdo con placer, tal como la vi cuando el encapuchado servidor me
abrió una puerta —después de tantas leguas de inventados pasillos en la
Segunda Casa— y contemplé cómo las corrientes plateadas trazaban
ideogramas cruzando el disco solar.
—Todo derecho hacia delante —murmuró la figura encapuchada—.
Sigue el camino que atraviesa la Puerta de los Árboles. Te encontrarás a
salvo entre los actores. —La puerta se cerró detrás de mí y se convirtió en
la pendiente de un montículo herboso.
Avancé dando traspiés hacia la fuente, que me refrescó con las
salpicaduras sopladas por el viento. Me encontré rodeado por un pavimento
serpentino; me quedé allí algún rato, tratando de leer mi fortuna en las
formas danzantes, y por último registré en mi esquero en busca de una
ofrenda. Los pretorianos se habían llevado todo mi dinero, pero mientras
rebuscaba entre las pocas posesiones que llevaba allí (un trapo, el
fragmento de la piedra de afilar y un frasco de aceite para Terminus Est, un
peine y el libro marrón para mí) vislumbré una moneda encajada entre los
adoquines verdes que había a mis pies. Con un pequeño esfuerzo pude
sacarla; era un simple asimi, tan desgastado que apenas quedaba rastro de la
estampación. Musité un deseo y la lancé al centro mismo de la fuente. Un
chorro salió allí a encontrarla, y la lanzó contra el cielo, de modo que por un
momento destelló antes de caer. Comencé a leer los símbolos que dibujaba
el agua contra el sol.
Una espada. Esto parecía bastante claro. Seguiría siendo torturador.
Después una rosa, y debajo un río. Caminaría Gyoll arriba como había
planeado, pues ése era el camino que llevaba a Thrax.
Y ahora olas furiosas, que pronto se convierten en una elevación larga y
amenazadora. El mar, tal vez; pero me pareció que no se podía llegar al mar
caminando corriente arriba hacia el nacimiento del río.
Una vara, una silla, una multitud de torres, y comencé a pensar que los
poderes oraculares de la Fuente, en los que nunca había creído mucho, eran
completamente falsos. Me volví para irme, pero vislumbré entonces una
estrella de muchas puntas que se hacía más y más grande.

Desde que regresé a la Casa Absoluta, he vuelto a visitar dos veces la


Fuente Profética. En una ocasión vine al despuntar la mañana, acercándome
a ella por la misma puerta de la primera vez. Pero no he vuelto a atreverme
a hacerle preguntas.
Mis servidores, que confiesan sin excepción que han echado oricretas en
la fuente cuando el jardín estaba libre de huéspedes, me dicen sin excepción
que no han recibido ninguna profecía verdadera a cambio del dinero. No
obstante, no podría asegurarlo, pues me acuerdo del hombre verde, que
alejaba a las visitas hablándoles del futuro. ¿No puede ser que estos
servidores míos, al no ver otra cosa que un porvenir de bandejas y de
escobas y de campanillas, lo rechacen de plano? También he preguntado a
mis ministros, que sin duda echan allí puñados de crisos, pero en sus
respuestas dudosas hay de todo.
Realmente me resultaba difícil dar la espalda a la fuente y a sus
adorables y crípticos mensajes y caminar hacia el viejo sol. Parecía enorme,
como la cara de un gigante y rojo oscuro, mientras el horizonte descendía.
Los álamos del recinto se alzaban recortados en la luz, haciéndome pensar
en la figura de la Noche encima del kan sobre esta orilla occidental del
Gyoll, que tan a menudo había visto con el sol detrás al final de una de
nuestras excursiones de baño.
Sin darme cuenta de que ya me encontraba muy dentro de los límites de
la Casa Absoluta y bien lejos de las patrullas que recorrían la periferia,
temía que pudieran detenerme en cualquier momento y quizá devolverme a
la antecámara, cuya puerta secreta —estaba seguro— ya habría sido
descubierta y clausurada. No ocurrió nada de eso. Hasta donde mi vista
alcanzaba, nadie se movía en leguas y leguas de setos y césped
aterciopelado, flores y aguas cantarinas, excepto yo mismo. Junto al camino
brotaban lirios mucho más altos que yo, cuyas caras estrelladas estaban
salpicadas de rocío; la superficie perfecta del camino sólo dejaba detrás de
mí las marcas de mis propios pies. Los ruiseñores cantaban todavía, unos
libres y otros suspendidos de las ramas de los árboles en jaulas doradas.
Una vez vi delante de mí, con algo del viejo sentimiento de horror, a
una de las estatuas errantes. Como un hombre colosal (aunque no se trataba
de un hombre), demasiado grácil y demasiado lento para ser humano, vino
atravesando una pequeña y escondida extensión de césped como
moviéndose al compás de algún extraño e inaudible himno procesional.
Confieso que me aparté hasta que hubo pasado, preguntándome si me
podría sentir de pie en la sombra, donde yo estaba, y si le importaría que
estuviera así.
Cuando había perdido las esperanzas de encontrar la Puerta de los
Árboles, la vi de pronto. No era posible confundirla. Igual que los pequeños
jardineros disponen los perales en espaldera, así los jardineros superiores de
la Casa Absoluta, que tardan generaciones en completar el trabajo, habían
moldeado las enormes ramas de los robles hasta ajustarlas todas a una
inspiración completamente arquitectónica, y yo, caminando sobre los techos
del más grande de los palacios de Urth, sin ni siquiera una piedra a la vista,
vi a un lado levantarse esa enorme y verde vía de acceso construida de
madera viviente como si fuera obra de albañilería.
Entonces corrí.
XXII

Personificaciones

Atravesé corriendo el ancho arco de la Puerta de los Árboles, que goteaba


sobre el camino, y salí a una amplia extensión de césped ahora sembrada de
tiendas. En algún lugar un megaterio rugió y sacudió la cadena que lo
retenía. No parecía haber otro sonido. Me detuve a escuchar, y el megaterio,
al que ya no perturbaban mis pasos, volvió a caer en el sueño como de
muerte que es propio de su especie. Yo oía el rocío que caía de las hojas, y
también el tenue e interrumpido gorjeo de los pájaros.
Había también algo más. Un tenue zis, zas, rápido e irregular, que se
hizo más alto mientras lo escuchaba. Comencé a abrirme paso por entre las
tiendas silenciosas, guiándome por el sonido. No obstante, tuve que
haberme equivocado, pues el doctor Talos me vio antes que yo a él.
—¡Amigo y socio mío! Todos están dormidos, tu Dorcas y los demás.
Todos menos tú y yo. ¡Ven aquí!
Movía una vara mientras hablaba; el zis, zas era el sonido de los golpes
con que descabezaba las flores.
—Te has reunido con nosotros justo a tiempo. ¡Justo a tiempo!
Actuamos esta noche, y me hubiera visto obligado a contratar a uno de
estos tipos para que interpretara tu papel. ¡Me alegra mucho verte! Te debo
algún dinero, ¿lo recuerdas? No mucho, y, entre tú y yo, creo que es una
deuda ilegal. Pero de todas maneras te lo debo, y siempre pago.
—Me temo que no lo recuerdo —dije—, así que no puede ser mucho. Si
Dorcas se encuentra bien, estoy dispuesto a olvidarlo, siempre que me des
de comer y me indiques dónde puedo dormir durante un par de guardias.
La afilada nariz del doctor se inclinó por un instante indicando que lo
lamentaba.
—Puedes dormir cuanto quieras hasta que los otros te despierten. Pero
me temo que no tenemos comida. Como sabes, Calveros consume como el
fuego. El encargado del tiaso ha prometido traernos algo para todos
nosotros. —Indicó vagamente con su vara la irregular ciudad de tiendas—.
Pero me temo que eso no será al menos hasta media mañana.
—Tal vez me dé lo mismo. Estoy demasiado cansado para comer, de
modo que si me indicas dónde me puedo echar…
—¿Qué tienes en la cabeza? No importa, lo disimularemos
maquillándote. Por aquí. —Y aligeró el paso, adelantándose. Lo seguí por
un laberinto de cuerdas de tiendas hasta la cúpula de un heliotropo. A la
puerta estaba la carreta de Calveros, y por fin estuve seguro de que había
vuelto a encontrar a Dorcas.

Cuando desperté, fue como si nunca nos hubiéramos separado. Dorcas tenía
aún el mismo delicado encanto. El resplandor de Jolenta lo ensombrecía
como siempre, pero, cuando los tres estábamos juntos, me hacía desear que
nos dejara, para que yo pudiera mirar a Dorcas. Llevé a Calveros aparte,
aproximadamente una hora después de que todos nos hubiéramos
despertado, y le pregunté por qué me había dejado en el bosque pasada la
Puerta de la Piedad.
—Yo no estaba contigo —dijo con lentitud—. Estaba con mi doctor
Talos.
—Y también yo. Podíamos haberlo buscado juntos y habernos ayudado
mutuamente.
Hubo una prolongada duda; me pareció sentir el peso de aquellos ojos
apagados en mi cara, y llegué a pensar lo terrible que sería si Calveros
tuviera energía y voluntad para encolerizarse. Por fin dijo:
—¿Estabas con nosotros cuando dejamos la ciudad?
—Por supuesto. Dorcas, Jolenta y yo estábamos con vosotros.
Otra duda.
—Así pues, os encontramos allí.
—Sí. ¿No lo recuerdas?
Meneó la cabeza con lentitud, y observé unos toques gris en la tosca
cabellera negra.
—Una mañana desperté y te vi allí. Yo estaba pensando. Me dejaste
pronto.
—Entonces las circunstancias eran distintas; habíamos convenido en
volver a encontrarnos. —(Sentí una punzada de culpa al recordar que nunca
tuve la intención de cumplir esa promesa).
—Ya nos hemos vuelto a encontrar —farfulló Calveros, y después,
viendo que la respuesta no me satisfacía, añadió—: Para mí, aquí lo único
real es el doctor Talos.
—Tu lealtad es digna de alabanza, pero podías haber recordado que él
deseaba tenerme a mí tanto como a ti. —Veía que era imposible enfadarse
con este apagado y amable gigante.
—Ganaremos dinero aquí en el sur, y después volveremos a construir,
como lo hemos hecho antes, cuando hayan olvidado.
—Estamos en el norte. Pero es verdad que tu casa fue destruida, ¿no es
así?
—Incendiada —dijo Calveros. Casi podía ver las llamas reflejadas en
sus ojos—. Lo siento si lo pasaste mal. Desde hace mucho tiempo sólo
pienso en el castillo y en mi trabajo.
Le dejé allí sentado y fui a echar un vistazo al utillaje de nuestro teatro;
no es que lo necesitara, o que yo pudiera descubrir otra cosa que no fueran
las faltas más evidentes. Algunos actores se habían reunido alrededor de
Jolenta, y el doctor Talos los alejó e hizo que ella entrara en la tienda. Un
momento después oí el ruido de la vara pegando en la carne; salió sonriente,
pero todavía enfadado.
—No es culpa de ella —dije—. Ya sabe lo atractiva que es.
—Demasiado, quizás excesivamente. ¿Sabes lo que me gusta de ti, sieur
Severian? Que prefieres a Dorcas. A propósito, ¿dónde está? ¿La has visto
desde que volviste?
—Se lo advierto, doctor. No la golpee.
—No se me ocurriría. Sólo tengo miedo de que se pierda.
La expresión de sorpresa del doctor me convenció de que estaba
diciendo la verdad. Le dije:
—Sólo estuvimos charlando un momento. Ha ido por agua.
—Pues es muy valiente de su parte —dijo. Y como advirtió mi
extrañeza añadió—: Teme al agua. Seguramente lo has notado. Es limpia,
pero incluso cuando se lava no lo hace más que en un dedo de agua; cuando
cruzamos por puentes, se agarra a Jolenta y tiembla.
Entonces regresó Dorcas, y si el doctor dijo algo más, no lo oí. Cuando
ella y yo nos vimos por la mañana, no pudimos hacer mucho más que
sonreír y nos tocamos con manos incrédulas. Ahora venía hacia mí, dejó en
el suelo los cubos que traía, y pareció devorarme con la mirada.
—Te he echado mucho de menos —dijo—. Me he encontrado muy sola
sin ti.
Me reí de que alguien pudiera echarme de menos, y levanté el borde de
mi capa fulígena.
—¿Echaste esto de menos?
—La muerte, quieres decir. ¿Que si eché de menos la muerte? No, te
eché de menos a ti. —Me quitó la capa de la mano y me condujo hacia la
hilera de chopos que formaban una pared de la Sala Verde. —Hay un banco
que encontré entre macizos de yerbas. Ven a sentarte conmigo. Ellos pueden
prescindir de nosotros un rato, después de tantos días. Y cuando Jolenta
salga encontrará el agua, que de todos modos era para ella.
En cuanto hubimos dejado atrás el bullicio de las tiendas, donde los
malabaristas jugaban con cuchillos y los acróbatas lanzaban niños al aire,
nos vimos envueltos en la quietud de los jardines. Son tal vez la superficie
de tierra más grande que se haya planeado y cultivado como lugar de
recreo, con excepción de los territorios vírgenes que son los jardines del
Increado y cuyos cultivadores son invisibles para nosotros. Setos que se
superponían formaban una puerta estrecha. Entramos en un bosquecillo de
árboles de ramas blancas y perfumadas que me traían el triste recuerdo de
los ciruelos en flor por el que los pretorianos nos habían arrastrado a Jonas
y a mí, aunque aquéllos parecían haber sido plantados como adorno, y
éstos, me parecía, para que dieran frutos. Dorcas había quebrado una rama
con media docena de flores y se la había puesto en el pálido cabello dorado.
Más allá de los árboles había un jardín tan antiguo que se me ocurrió
que estaba olvidado por todos menos por los servidores que lo cuidaban. El
asiento de piedra tenía allí cabezas talladas, que se habían desgastado hasta
perder casi todas las facciones. Quedaban unos cuantos macizos de flores
comunes, y con ellas, hileras fragantes de hierbas de cocina: romero,
angélica, menta, albahaca y ruda, que crecían en un suelo negro como el
chocolate por el trabajo de incontables años.
También había una pequeña corriente, de donde sin duda Dorcas había
sacado el agua. Tal vez el manantial había sido una fuente en otro tiempo,
pero ahora no era más que una especie de brote de agua que se elevaba en
un cuenco poco profundo, salpicaba sobre el borde y se iba serpenteando
por pequeños canales de tosca mampostería para regar los árboles frutales.
Nos sentamos en el asiento de piedra, apoyé mi espada contra el brazo
tallado, y Dorcas tomó mis manos en las suyas.
—Tengo miedo. Severian —dijo—. Tengo sueños terribles.
—¿Desde que me fui?
—Desde siempre.
—Cuando dormimos juntos en el campo me dijiste que habías
despertado de un buen sueño. Dijiste que era muy minucioso y que parecía
real.
—Si fue bueno, ya lo he olvidado.
Yo ya había advertido que ella procuraba apartar los ojos del agua que
brotaba de las ruinas de la fuente.
—Todas las noches sueño que paseo por calles de tiendas. Soy feliz, o al
menos estoy contenta. Tengo dinero, y hay una larga lista de cosas que
quiero comprar. Una y otra vez me recito esa lista, y trato de decidir en qué
lugares del barrio puedo adquirir lo mejor por el precio más bajo.
»Pero poco a poco, conforme voy de tienda en tienda, me doy cuenta
cada vez más de que todo el mundo me desprecia y me odia, pues suponen
que tengo un espíritu poco limpio que se ha envuelto en el cuerpo de mujer
que ellos ven. Por último entro en una pequeña tienda atendida por un
anciano y una anciana. Ella está sentada haciendo encaje, mientras que él
me muestra lo que tiene extendiéndolo sobre el mostrador. Oigo detrás de
mí el sonido que ella hace con el hilo cuando da una nueva puntada.
Le pregunté:
—¿Qué es lo que entraste a comprar?
—Pequeñas prendas de vestir. —Y Dorcas mantuvo apartadas un palmo
las manos pequeñas y blancas—. Tal vez ropa para muñecas. Recuerdo en
particular unas camisitas de fino algodón. Por fin elijo una y le doy el
dinero al anciano. Pero no se trata en absoluto de dinero, sólo un puñado de
porquería.
Le temblaban los hombros, y le pasé el brazo por encima para
confortarla.
—Entonces tengo ganas de gritar que están equivocados, que no soy el
sucio espectro por el que me toman. Pero sé que si lo hago, cualquier cosa
que diga será interpretada como la prueba definitiva de que tienen razón, y
las palabras me ahogan. Lo peor de todo es que el siseo de la hebra de hilo
se interrumpe justo entonces. —Ella había vuelto a cogerme la mano libre,
y ahora la apretaba como para meter en mí lo que quería decir—. Sé que
nadie que no haya tenido ese mismo sueño podría comprenderme, pero es
terrible. Terrible.
—Tal vez ahora que estoy de nuevo contigo, terminarán esos sueños.
—Y después me quedo dormida, o por lo menos me hundo en la
oscuridad. Si entonces no despierto, tengo un segundo sueño. Me encuentro
en un bote que se mueve en un lago espectral empujado por una pértiga…
—Al menos en eso no hay misterio —dije—. Una vez fuiste en un bote
así con Agia y conmigo. Pertenecía a un hombre llamado Hildegrin.
Seguramente te acuerdas de ese viaje. Dorcas —meneé la cabeza—. No es
ese bote, sino uno más pequeño. Un hombre lo empuja con una pértiga, y
yo me he tendido a sus pies. Estoy despierta, pero no puedo moverme. Mi
brazo se arrastra en las aguas negras. Justo cuando vamos a llegar a la
orilla, caigo del bote y el viejo no me ve, y mientras me hundo en el agua sé
que él nunca ha sabido que yo estaba allí. Pronto desaparece la luz y siento
un gran frío. Muy por encima de mí, oigo una voz que grita mi nombre,
pero no me acuerdo de quien es esa voz.
—Es mi voz, que te llama para despertarte.
—Tal vez. —La marca del látigo que Dorcas traía desde la Puerta de la
Piedad le ardía como una llama en la mejilla.
Durante un rato estuvimos sentados sin hablar. Los ruiseñores callaban
ahora, pero los pardillos cantaban en todos los árboles, y vi un loro, vestido
de escarlata y verde, como un pequeño mensajero con librea, que se
precipitaba entre las ramas.
—Qué cosa tan terrible es el agua. No te debería haber traído aquí, pero
no se me ocurrió otro lugar por aquí cerca. Ojalá nos hubiéramos sentado en
la hierba debajo de aquellos árboles.
—¿Por qué la odias? A mí me parece hermosa.
—Porque está aquí a la luz del sol, pero por su propia naturaleza
siempre desciende, más y más, alejándose de la luz.
—Pero vuelve a subir —dije—. La lluvia que vemos en primavera es la
misma agua que vimos correr por las alcantarillas un año antes, o al menos
así nos lo enseñó el maestro Malrubius.
La sonrisa de Dorcas destelló como un sol.
—Es bonito creerlo, sea o no verdad. Severian, sería tonto decirte que
eres la mejor persona que conozco, porque eres la única persona buena que
conozco. Pero creo que si conociera miles de otros, todavía seguirías siendo
el mejor. Eso es lo que quería hablar contigo.
—Si necesitaras mi protección, ya sabes que la tienes.
—No es nada de eso —dijo Dorcas—. De algún modo, yo quiero darte
la mía. Eso sí que suena tonto, ¿verdad? No tengo familia, no tengo a nadie
más que a ti, y sin embargo pienso que puedo protegerte.
—Conoces a Jolenta, al doctor Talos y a Calveros.
—No son nadie. ¿Es que no lo sientes, Severian? Incluso yo no soy
nadie, pero ellos menos que yo. La pasada noche estuvimos los cinco en la
tienda, y sin embargo tú estuviste solo. Una vez me dijiste que no tenías
mucha imaginación, pero seguro que te diste cuenta.
—¿De eso quieres protegerme, de la soledad? Me agradaría contar con
esa protección.
—Entonces te daré toda la que pueda, durante el tiempo que pueda.
Pero sobre todo, quiero protegerte de la opinión del mundo. Severian,
¿recuerdas lo que te dije de mi sueño? ¿De cómo toda la gente en las
tiendas y en la calle creía que yo no era más que un espectro horroroso? Tal
vez tengan razón.
Estaba temblando, y la apreté contra mí.
—Por eso hay tanto dolor en el sueño. Pero hay dolor también porque
en muchos sentidos sé que ellos están equivocados. El espectro sucio está
en mí. Soy yo. Pero también hay en mí otras cosas, y soy esas cosas, tanto
como eso otro.
—Nunca podrías ser un espectro sucio, ni nada sucio.
—Oh, sí —dijo con gravedad, y alzó la mirada hacia mí. Aquella carita
levantada nunca fue más hermosa que entonces a la luz del sol, ni más pura
—. Oh, sí, podría serlo, Severian. Igual que tú podrías ser lo que ellos te
llaman, lo que a veces eres. ¿Recuerdas cómo vimos saltar la catedral hacia
los cielos y arder en un instante? ¿Y cómo nos pusimos a andar por un
camino entre árboles hasta que vimos una luz enfrente, y eran el doctor
Talos y Calveros preparados para una representación junto con Jolenta?
—Me tenías de la mano —dije—. Y hablábamos de filosofía. ¿Cómo
podría olvidarlo?
—Cuando salimos a la luz y el doctor Talos nos vio ¿recuerdas lo que
dijo?
Pensé de nuevo en aquella tarde, al final del día en que ejecuté a Agilus.
Volví a oír los rugidos del público, el grito de Agia, y después el redoble de
tambor de Calveros.
—Dijo que ya habían venido todos, y que tú eras la Inocencia y yo la
Muerte.
Dorcas asintió solemnemente.
—Exacto. Pero tú no eres de veras la Muerte, ¿sabes? No importa las
veces que te lo diga. Tú no representas la muerte, como tampoco un
carnicero aunque se pase el día degollando vacas. Para mí tú eres la Vida,
eres un joven llamado Severian, y si quisieras ponerte otras ropas y
convertirte en carpintero o en pescador, nadie podría impedírtelo.
—No deseo dejar mi gremio.
—Pero podrías, hoy mismo. Nunca lo olvides. La gente no quiere que
otras gentes sean gente. Les ponen nombres y los encierran en esos
nombres, y yo no quiero que tú te dejes encerrar. El doctor Talos es peor
que la mayoría. A su manera, es un mentiroso…
Dejó inconclusa la acusación, y me aventuré a comentar:
—En una ocasión le oí decir a Calveros que el doctor raras veces
mentía.
—Dijo a su manera. Calveros tiene razón, el doctor Talos no miente
como los demás. Llamarte Muerte no era una mentira. Era una… una…
—Metáfora —sugerí.
—Pero era una metáfora peligrosa y malvada, que iba dirigida a ti como
una mentira.
—¿Entonces crees que el doctor Talos me odia? Yo hubiera dicho que
es uno de los pocos que se ha mostrado verdaderamente amable desde que
dejé la Ciudadela. Tú, Jonas que ya se ha ido, una anciana que conocí
mientras estuve en prisión, un hombre vestido de amarillo, que por cierto
también me llamó Muerte, y el doctor Talos. Realmente, la lista es corta.
—No creo que odie como nosotros lo entendemos —replicó Dorcas—.
Ni tampoco que ame. Lo que quiere es manipular todo aquello con que se
topa, cambiarlo a voluntad, y puesto que destruir es más fácil que construir,
es lo que hace con mayor frecuencia.
—Sin embargo, me parece que Calveros lo quiere —dije—. Yo tuve un
perro tullido, y he observado que Calveros mira al doctor como Triskele me
miraba a mí.
—Te comprendo, pero a mí no me da esa impresión. ¿Has pensado
alguna vez qué aspecto debías haber tenido cuando mirabas a tu perro?
¿Sabes algo sobre el pasado de Calveros y el doctor?
—Sólo que vivían juntos cerca del Lago Diurtuma. Al parecer, la gente
de allí les incendió la casa para que se fueran.
—¿Crees que el doctor Talos podría ser hijo de Calveros?
La idea era tan absurda que me reí, contento de que algo aliviara mi
tensión.
—De todas maneras —dijo Dorcas—, así es como actúan. Como un
padre de ideas lentas y quehacer duro y un hijo brillante y voluble. Al
menos, así me lo parece.
Hasta que no abandonamos el banco y nos encontramos en el camino de
vuelta hacia la Sala Verde (que ya no se parecía al cuadro que Rudesind me
había enseñado más que cualquier otro jardín), no se me ocurrió plantearme
si el nombre de «Inocencia» con que el doctor Talos llamaba a Dorcas no
habría sido una metáfora del mismo tipo.
XXIII

Jolenta

La vieja huerta y el jardín de hierbas de más allá habían estado tan


silenciosos, tan cargados de abandono, que me recordaron el Atrio del
Tiempo, y a Valeria de exquisita cara enmarcada en pieles. La Sala Verde
era un pandemónium. Todos estaban ya despiertos, y por momentos parecía
que todos estaban gritando. Los niños trepaban a los árboles para abrir las
jaulas y liberar a los pájaros, perseguidos por las escobas de las madres y
los proyectiles de los padres. Se desmontaban tiendas aun mientras
continuaban los ensayos, de modo que vi cómo una pirámide de lona
rayada, sólida en apariencia, caía al suelo como una bandera floja, y dejaba
al descubierto la figura del megaterio, verde como la hierba, levantado
sobre las patas traseras y alzando la frente, donde pirueteaba un bailarín.
Calveros y nuestra tienda habían desaparecido, pero en un momento
llegó corriendo el doctor Talos y nos llevó de prisa por tortuosos paseos,
entre balaustradas y cascadas y grutas de topacios en bruto y musgo
floreciente, hasta un anfiteatro de hierba recortada donde el gigante
levantaba el escenario bajo los ojos de una docena de ciervos blancos.
Era un escenario mucho más complicado que aquel sobre el que yo
había actuado en otra época, dentro de la Muralla de Nessus. Al parecer, los
servidores de la Casa Absoluta habían traído madera, clavos, herramientas,
pintura y ropa en cantidades muy superiores a las que podíamos utilizar.
Esta generosidad había despertado la inclinación del doctor por lo
grandioso (que en él nunca dormía profundamente), y ahora alternaba entre
ayudarnos a Calveros y a mí con las construcciones más pesadas y ponerse
frenéticamente a hacer añadidos al manuscrito de su obra.
El gigante era nuestro carpintero, y aunque se movía con lentitud,
trabajaba sin interrumpirse y tenía una fuerza enorme (de uno o dos golpes
hundía un clavo del grueso de mi dedo índice, y con unos pocos hachazos
cortaba un madero que yo hubiera tardado en aserrar toda una guardia, y
producía tanto como diez esclavos trabajando bajo el látigo).
Dorcas tenía un talento para la pintura que al menos a mí me
sorprendió. Los dos juntos levantamos las placas negras que beben sol, no
solamente para almacenar la energía que necesitaremos en la representación
de la noche, sino para alimentar los proyectos ahora. Estos aparatos pueden
proporcionar con la misma facilidad un fondo de mil leguas o el interior de
una choza, aunque la ilusión sólo es perfecta cuando la oscuridad es total.
Por tanto, lo mejor es reforzar la escena con decorados, y Dorcas los creaba
con habilidad, trabajando de pie sobre montañas, dando pinceladas por las
imágenes descoloridas a la luz del día.
Jolenta y yo no éramos tan valiosos. Yo no tenía habilidad de pintor, y
poco entendía de las necesidades de la obra, ni siquiera para ayudar al
doctor a ordenar nuestro utillaje. Y me parecía que Jolenta se revelaba física
y psíquicamente contra todo tipo de trabajo, y desde luego contra éste.
Aquellas largas piernas, tan delgadas por debajo de las rodillas y redondas
hasta reventar por encima, le alcanzaban apenas para soportar el peso del
cuerpo; los pechos protuberantes corrían el constante peligro de que los
pezones fueran aplastados entre las maderas o embadurnados con pintura.
Tampoco tenía nada de ese ánimo propio de quienes llevan adelante las
intenciones de un grupo. Dorcas había dicho que yo había estado solo la
noche anterior, y tal vez había acertado más de lo que yo suponía, pero
Jolenta estaba todavía más sola. Dorcas y yo nos teníamos a nosotros
mismos, Calveros y el doctor arrastraban una tortuosa amistad, y la
representación de la obra nos mantenía juntos. Pero Jolenta sólo se tenía a sí
misma: una actuación incesante con una única meta, ganar admiración.
Me tocó el brazo y sin hablar me indicó con un movimiento de sus
enormes ojos de color esmeralda el borde de nuestro anfiteatro natural,
donde un bosquecillo de castaños levantaba unas luminarias blancas entre
las pálidas hojas.
Vi que ninguno de los otros estaba mirándonos, y asentí. Después de
Dorcas, Jolenta caminando a mi lado me parecía tan alta como Thecla,
aunque andaba con pasos cortos en comparación con las zancadas
contoneantes de Thecla. Era por lo menos una cabeza más alta que Dorcas,
y el tocado la hacía parecer todavía más alta, y llevaba botas de montar con
tacones altos.
—Quiero verla —dijo—. Es la única ocasión que voy a tener.
La mentira era evidente, pero fingiendo que le creía, dije:
—La ocasión es simétrica. Hoy, y solamente hoy, tiene la Casa Absoluta
la oportunidad de verte.
Ella se mostró de acuerdo; yo había enunciado una verdad profunda.
—Necesito a alguien, alguien que dé miedo a aquéllos con quienes no
quiero hablar. Me refiero a todos esos artistas y enmascarados. Cuando
estuviste ausente, nadie venía conmigo más que Dorcas, y a ella nadie la
teme. ¿Podrías sacar esa espada y llevarla sobre el hombro?
Así lo hice.
—Si no sonrío, haz que se vayan. ¿Comprendido?
Entre los castaños crecía una hierba mucho más alta que la del
anfiteatro natural, aunque más blanda que el helecho. El sendero era de
guijarros de cuarzo salpicados de oro.
—Si al menos el Autarca me viera, me desearía. ¿Crees que vendrá a la
representación?
Asentí para complacerla, pero añadí:
—He oído decir que recurre poco a las mujeres, por hermosas que sean,
a no ser como consejeras o espías o doncellas de escudo.
Ella se detuvo y se volvió, sonriendo.
—De eso se trata precisamente. ¿No te das cuenta? Puedo hacer que
todo el mundo me desee, de manera que él, el Autarca en persona, cuyos
sueños son nuestra realidad, cuyas memorias son nuestra historia, me
deseará también, aunque sea un afeminado. Tú has deseado a otras mujeres
aparte de mí, ¿no? ¿Las deseaste con fuerza?
Admití que sí.
—Y crees que me deseas a mí como las deseaste a ellas. —Echó a
caminar de nuevo, con un poco de torpeza, como siempre, pero por el
momento estimulada por sus propios razonamientos—. Pero yo pongo
tiesos a los hombres y estremezco a las mujeres. Mujeres que jamás han
amado a otras mujeres desean amarme, ¿lo sabías? Vienen a nuestras
representaciones una y otra vez, y me envían comida y flores, bufandas,
chales, pañuelos bordados y notas, oh, notas de un carácter tan fraternal, tan
materno. Quieren protegerme, protegerme de mi médico, del gigante, de sus
maridos e hijos y vecinos. ¡Y qué decirte de los hombres! Calveros tiene
que arrojarlos al río.
Le pregunté si cojeaba, y cuando salimos de los castaños busqué
alrededor algo que pudiera ayudarme a transportarla, pero no había nada.
—Tengo los muslos excoriados y me duelen cuando camino. Me han
dado un ungüento que me alivia un poco y un hombre me trajo una jaca que
no sé por dónde anda ahora. Sólo me encuentro cómoda cuando puedo tener
las piernas apartadas.
—Yo puedo llevarte.
Volvió a sonreír, mostrando unos dientes perfectos.
—A los dos nos gustaría eso, ¿verdad? Pero me temo que no parecería
muy digno. No, caminaré. Sólo espero no tener que andar mucho. Y de
hecho no voy a andar mucho, pase lo que pase. De todos modos, parece que
alrededor no hay más que enmascarados. Tal vez la gente importante se
levante tarde para acudir a las festividades de la noche. Yo misma tendré
que dormir al menos cuatro guardias antes de continuar.
Oí el sonido del agua lamiendo las piedras, y como no tenía otra cosa
que hacer fuimos hacia allí. Pasamos por un seto de espinos cuyas flores,
como manchas blancas, parecían a la distancia un obstáculo infranqueable,
y vi un río no más ancho que una calle y sobre el que se deslizaban unos
cisnes como esculturas de hielo. Había un pabellón en ese lugar, y junto a él
tres botes, los tres parecidos a grandes nenúfares, y forrados por dentro con
un espesísimo brocado, y cuando subí a uno de ellos noté que exudaban un
olor de especias.
—Maravilloso —dijo Jolenta—. No les importará que tomemos uno,
¿verdad? Y si les importa, me llevarán ante alguien poderoso, como sucede
en la obra, y cuando este alguien me vea, nunca dejará que me vaya. Haré
que el doctor Talos se quede conmigo, y tú, si quieres. Te darán algún
empleo.
Le dije que tendría que continuar mi viaje hacia el norte y la levanté
para subirla al bote, poniéndole el brazo alrededor de la cintura, casi tan
estrecha como la de Dorcas.
En seguida se tendió sobre los cojines, donde los pétalos levantados le
ensombrecían la cara. Me hizo pensar en Agia, cuando reía al sol mientras
descendíamos por los Peldaños de Adamnian y alardeaba del sombrero de
ala ancha que llevaría puesto el año que viene. No había nada en Agia que
no fuera inferior a Jolenta; apenas era más alta que Dorcas, las caderas eran
excesivamente anchas y los pechos hubieran parecido magros al lado de la
exuberante plenitud de Jolenta; los ojos largos y castaños y los pómulos
altos parecían ser muestra de agudeza y determinación, antes que pasión y
abandono. Y sin embargo, Agia me había dejado en un saludable estado de
celo. Cuando reía yo le notaba un deje de desprecio; pero era una risa
genuina. La excitación carnal le hacía sudar; el deseo de Jolenta no era más
que deseo de ser deseada, de modo que lo que yo quería no era consolar su
soledad, como había querido consolar la de Valeria, ni dar expresión a un
amor doliente como el que había sentido por Thecla, ni protegerla como
quería proteger a Dorcas, sino avergonzarla y castigarla, conseguir que
perdiera el dominio de sí misma, llenarle los ojos de lágrimas y quemarle el
cabello, así como se quema el cabello de los cadáveres para atormentar a
los espíritus que los han abandonado. Se había jactado de convertir a las
mujeres en tríbadas. Casi llegó a hacer de mí un algófilo.
—Sé que ésta es mi última actuación. Seguro que entre el público habrá
alguien… —Bostezó y se estiró. Parecía tan cierto que el tenso corpiño no
podría contenerla que aparté los ojos. Cuando volví a mirar, estaba dormida.
El bote arrastraba detrás un fino remo. Lo cogí y descubrí que a pesar de
la circularidad del casco que emergía del agua, debajo había una quilla. En
el centro del río la corriente era bastante fuerte, y yo no tenía más que guiar
nuestro lento avance por una serie de meandros que se torcían
graciosamente. Así como el encapuchado y yo pasamos sin ser vistos a
través de habitaciones, alcobas y arcadas cuando me acompañó por los
caminos escondidos de la Segunda Casa, así ahora la dormida Jolenta y yo,
sin ruido ni esfuerzo, casi totalmente inadvertidos, recorríamos leguas de
jardines. Había parejas tendidas sobre el blando césped debajo de los
árboles y en la comodidad más refinada de los cenadores, y nuestra
embarcación no parecía antojárseles más que una decoración que la
corriente transportaba ociosamente para deleite de todos ellos. Y si veían mi
cabeza por encima de los pétalos curvados, nos creían dedicados a nuestros
propios asuntos. Filósofos solitarios meditaban sobre rústicos asientos, y en
triforios y arboriums continuaban ininterrumpidas reuniones que no eran
invariablemente eróticas.
Acabé resentido por el dormir de Jolenta. Dejé el remo y me arrodillé
junto a ella en los cojines. Tenía una pureza en el rostro dormido que yo
nunca le había visto en los momentos en que estaba despierta. La besé, y
sus ojos enormes, apenas abiertos, me recordaron los largos ojos de Agia, y
su cabello rojo y dorado pareció casi castaño. Le desabroché el vestido.
Parecía medio drogada, ya fuera por efecto de algún soporífero en los
cojines amontonados o meramente por la fatiga acumulada en nuestro
camino al aire libre y el peso de semejante volumen de carne voluptuosa.
Le liberé los pechos, cada uno de los cuales era casi tan grande como su
propia cabeza, y los amplios muslos, que parecían contener entre ellos un
polluelo de pocos días.

Cuando regresamos a tierra, todos sabían dónde habíamos estado, aunque


dudo que a Calveros le interesara. Dorcas lloraba a solas, desapareciendo
durante un rato para volver a aparecer con los ojos hinchados y una sonrisa
de heroína. Creo que el doctor Talos estaba a la vez furioso y divertido. Me
dio la impresión (que mantengo hasta hoy) de que nunca había gozado a
Jolenta, y que de todos los hombres de Urth, sólo a él se hubiera entregado
ella con toda su voluntad.
Pasamos las guardias que quedaban antes de anochecer escuchando al
doctor Talos conversar con varios funcionarios de la Casa Absoluta, y
ensayando. Puesto que ya he dicho algo de lo que representa actuar en la
obra del doctor Talos, me propongo presentar aquí una aproximación del
texto, no como aparecía en los fragmentos de papel manchado que esa tarde
nos pasábamos de mano en mano, y que a menudo sólo sugería algún tipo
de improvisación, sino como podría haber sido registrado por algún
diligente escribano que se encontrara entre el público, y como, de hecho,
quedó registrado por el testigo demónico que habita detrás de mis ojos.
Pero antes tienes que imaginar nuestro teatro. Los inquietos márgenes
de Urth habían vuelto a subir una vez más por encima del disco rojo. Unos
murciélagos de largas alas aleteaban por encima de nosotros, y en el cielo
oriental colgaba el verde cuerno de la luna. Imagina un valle pequeño, de
unos mil pies de anchura, situado entre colinas ondeantes cubiertas del
césped más blando. Hay puertas en estas colinas, algunas de ellas no más
anchas que la entrada a una habitación privada corriente, otras tanto como
las puertas de una basílica. Estas puertas están abiertas, y de ellas emana
una luz neblinosa. Hacia el pequeño arco de nuestro proscenio descienden
unos tortuosos senderos enlosados; están salpicados de hombres y mujeres
con fantásticos atuendos, como en una mascarada, atuendos que proceden
en gran parte de edades remotas, de manera que yo, cuyas nociones de
historia se limitan escasamente a las que me impartieron Thecla y el
maestro Palaemón, apenas los reconozco. Entre esta gente enmascarada se
mueven servidores que llevan bandejas cargadas de copas y vasos, y de
montones de carnes y pastas de delicioso aroma. Frente a nuestro escenario
hay asientos negros de terciopelo y de ébano, delicados como criquets, pero
en el auditorio hay muchos que prefieren estar de pie; a lo largo de nuestra
actuación los espectadores van y vienen sin interrupción, y muchos de ellos
no se paran a oír más que una docena de líneas. En los árboles cantan las
hilas y gorjean los ruiseñores, y en lo alto de las colinas las estatuas
andantes se mueven lentamente en distintas posturas. Todos los papeles de
la obra son interpretados por el doctor Talos, Calveros, Dorcas, Jolenta o
yo.
XXIV

La obra del doctor Talos: Escatología y Génesis

Que consiste en una representación dramática (como él sostiene)


de determinadas partes de El Libro del Sol Nuevo, ahora perdido

Personajes de la obra:

Gabriel Un profeta
El gigante Nod El generalísimo
Mesquia, el Primer Hombre Dos demonios (disfrazados)
Mesquiana, la Primera Mujer El Inquisidor
Jahi Un familiar
El Autarca Seres angélicos
La Condesa El Sol Nuevo
La Doncella El Sol Viejo
Dos soldados La Luna
Una estatua

La parte trasera del escenario está a oscuras. GABRIEL aparece bañado en


una luz dorada; lleva un clarín de cristal.

GABRIEL.
Saludos. Vengo para describiros la escena; después de todo, es mi
cometido. Estamos en la noche del último día y la noche antes del
primero. El Sol Viejo se ha puesto. Nunca más aparecerá. Mañana se
levantará el Sol Nuevo, y mis hermanos y yo lo saludaremos. Esta
noche… esta noche nadie sabe. Todos duermen.

(Ruido de pasos pesados y lentos. Entra NOD).

GABRIEL. ¡Omnisciencia! ¡Defiende a tu servidor!


NOD. ¿Le sirves a él? Pues nosotros a Nephilim. No te haré daño, pues, a
menos que él lo pida.
GABRIEL. ¿Perteneces tú a su casa? ¿Cómo se comunica contigo?
NOD. A decir verdad, no lo hace. Me veo obligado a adivinar lo que quiere
de mí.
GABRIEL. Me temía eso.
NOD. ¿Has visto al hijo de Mesquia?
GABRIEL. ¿Que si lo he visto? Pero, pedazo de memo, si ni siquiera ha
nacido aún. ¿Para qué lo quieres?
NOD. Ha de venir a vivir conmigo en mi tierra, al este de este jardín. Le daré
por esposa a una de mis hijas.
GABRIEL. Amigo, te has equivocado de creación; llegas con cincuenta
millones de años de retraso.

(Entran MESQUIA y MESQUIANA y les sigue JAHI. Todos están desnudos,


aunque JAHI lleva joyas).

MESQUIA. ¡Qué lugar tan agradable! ¡Delicioso! Flores, fuentes y estatuas.


¿No es maravilloso?
MESQUIANA. (Tímidamente). Vi un tigre doméstico cuyos colmillos eran más
largos que mi mano. ¿Cómo lo llamaremos?
MESQUIA. Como él quiera. (A GABRIEL). ¿A quién pertenece este bello lugar?
GABRIEL. Al Autarca.
MESQUIA. Y él nos permite vivir aquí. Es una merced que nos hace.
GABRIEL. No exactamente. Alguien te ha venido siguiendo, amigo. ¿Lo
conoces?
MESQUIA. (Sin mirar). También hay algo detrás de ti.
GABRIEL. (Blandiendo el clarín, que es el símbolo de su oficio). ¡Sí, Él está
detrás de mí!
MESQUIA. Y también cerca. Si vas a soplar en esa tuba para pedir auxilio, es
mejor que lo hagas ahora.
GABRIEL. Sí que eres observador. Pero aún no ha llegado el momento.

(La luz dorada se desvanece y GABRIEL desaparece del escenario.


NOD permanece inmóvil apoyado en su porra).

MESQUIANA. Encenderé una hoguera, y será mejor que comiences a


construirnos una casa. Aquí debe de llover mucho. Mira qué verde está
la hierba.
MESQUIA. (Estudiando a NOD). Pero si no es más que una estatua. No me
extraña que no le tuviera miedo.
MESQUIANA. Tal vez tome vida. Hace tiempo oí algo sobre criar hijos con
piedras.
MESQUIA. ¡Hace tiempo! Pero si tú has nacido justo ahora. Creo que fue
ayer.
MESQUIANA. ¡Ayer! No me acuerdo… Soy tan infantil, Mesquia. No me
acuerdo de nada hasta que salí andando hacia la luz y te vi hablando con
un rayo de sol.
MESQUIA. ¡No era un rayo de sol! Era… A decir verdad, todavía no he
pensado ningún nombre para lo que era.
MESQUIANA. Entonces me enamoré de ti.

(Entra el AUTARCA).

AUTARCA. ¿Quiénes sois?


MESQUIA. Y hablando de eso, ¿quién eres tú?
AUTARCA. El propietario de este jardín.

(MESQUIA inclina la cabeza y MESQUIANA hace una reverencia,


aunque no lleva ninguna falda para sostenérsela).

MESQUIA. Hace sólo un momento hablábamos con uno de vuestros


servidores. Ahora que lo pienso, estoy asombrado de lo mucho que se
parecía a vuestra augusta Persona. Salvo que era… ah…
AUTARCA. ¿Más joven?
MESQUIA. Al menos en apariencia.
AUTARCA. Bueno, tal vez sea inevitable. No es que esté tratando de
justificarlo. Pero yo fui joven, y aunque sería mejor limitarse a mujeres
que están más cerca de nuestra posición social, hay momentos (como tú,
joven, comprenderías si hubieras estado alguna vez en mi situación) en
que una doncellita o una muchachita del campo, a las que se puede
camelar con un puñado de plata o una pieza de terciopelo, y que no
exigirá, en el momento más inoportuno, la muerte de ningún rival ni una
embajada para su marido… En fin, momentos en que una personita así
se convierte en una proposición de lo más seductora.

(Mientras que el AUTARCA ha estado hablando, JAHI, se ha arrastrado


detrás de MESQUIA. Ahora le pone una mano en el hombro).

JAHI. Ya ves que aquél a quien tienes por tu divinidad apoyaría y aconsejaría
cuanto te he propuesto. Volvamos a empezar antes de que el Sol Nuevo
se levante.
AUTARCA. He aquí una adorable criatura. ¿Cómo es, hija, que veo las llamas
vivas de las velas reflejadas en cada uno de tus ojos mientras que allí tu
hermana continúa soplando la leña fría?
JAHI. ¡No es mi hermana!
AUTARCA. Tu adversaria, entonces. Mas ven conmigo. Daré a estos dos
licencia para que acampen aquí, y esta noche te pondrás un rico vestido,
y por tu boca correrá el vino, y esa grácil figura quizá lo será un poco
menos gracias a las alondras rellenas de almendras, y a los higos
confitados.
JAHI. Vete, viejo.
AUTARCA. ¡Cómo! ¿Sabes quién soy?
JAHI. Soy aquí la única que lo sabe. Eres un fantasma y todavía menos, una
columna de cenizas levantada por el viento.
AUTARCA. Ya veo, está loca. ¿Qué quiere ella que hagas, amigo?
MESQUIA. (Aliviado). ¿No le guardáis ningún rencor? Eso dice bien de vos.
AUTARCA. ¡Ninguno en absoluto! Incluso una querida que estuviera loca
sería una experiencia interesante… Créeme que mi intención es
conseguirla, y hay pocas cosas que yo tenga intención de conseguir
después de haber visto y hecho todo lo que yo he visto y hecho. La
chica no muerde, ¿verdad? Quiero decir, ¿no mucho?
MESQUIANA. Sí muerde, y tiene los colmillos emponzoñados.

(JAHI da un salto hacia delante para atenazarla. MESQUIANA sale


como una flecha del escenario, perseguida).

AUTARCA. Haré que mis piqueneros las busquen por el jardín.


MESQUIA. No os preocupéis, las dos volverán pronto. Ya lo veréis. Mientras,
me alegro sinceramente de poder estar así un momento a solas con vos.
Hay cosas que deseo preguntaros.
AUTARCA. No concedo favores después de las seis; es una norma que me ha
ayudado a mantenerme cuerdo. Estoy seguro de que lo comprendes.
MESQUIA. (Un poco sorprendido). Está bien que me lo digáis. Pero en
realidad no iba a pedir nada, sólo buscaba información, sabiduría divina.
AUTARCA. En ese caso, adelante. Pero te lo advierto, has de pagar un precio.
Me propongo que ese ángel demente sea para mí esta noche.

(MESQUIA se pone de rodillas).

MESQUIA. Hay algo que nunca he llegado a comprender. ¿Por qué tengo que
hablaros cuando conocéis cada uno de mis pensamientos? Mi primera
pregunta era ésta: sabiendo que ella pertenece a la progenie que habéis
desterrado, ¿no debería yo hacer lo que propone? Pues ella sabe que lo
sé, y creo de corazón que ella propone lo correcto, y que a la vez piensa
que lo despreciaré porque viene de ella.
AUTARCA. (Aparte). Ya veo que este hombre también está loco. Y me
considera divino por mis prendas amarillas. (A MESQUIA). A ningún
hombre le hace daño un poco de adulterio, a menos, por supuesto, que
el adulterio lo cometa su propia mujer.
MESQUIA. ¿Entonces el mío le dolería a ella? Yo…

(Entra la CONDESA y su DONCELLA).

CONDESA. ¡Mi señor soberano! ¿Qué hacéis aquí?


MESQUIA. Hija, me encuentro en oración. Quítate al menos los zapatos. Pues
este suelo es sagrado.
CONDESA. Señor, ¿quién es este idiota?
AUTARCA. Un loco que encontré vagabundeando con dos mujeres tan locas
como él.
CONDESA. Entonces son más que nosotros, a menos que mi doncella esté
cuerda.
DONCELLA. Alteza…
CONDESA. Cosa que dudo. Esta tarde se puso una estola púrpura con mi
capote verde. Parecía un poste cubierto con dondiegos de día.

(MESQUIA, que se ha ido enfadando cada vez más a medida que ella
habla, la golpea, tirándola al suelo. Sin ser visto, el AUTARCA huye
por detrás de él).

MESQUIA. ¡Mocosa! No tomes a la ligera las cosas sagradas cuando yo esté


cerca, y haz sólo lo que yo te diga.
DONCELLA. ¿Quién sois, señor?
MESQUIA. Soy el padre de la raza humana, hija, y tú eres mi hija, lo mismo
que ella.
DONCELLA. Espero que la perdonéis… y a mí también. Habíamos oído que
estabais muerto.
MESQUIA. Eso no necesita perdón. Los muertos son mayoría, al fin y al cabo.
Pero como puedes darte cuenta, he vuelto por aquí a dar la bienvenida al
nuevo amanecer.
NOD. (Habla y se mueve tras haber estado todo este tiempo en silencio e
inmóvil). Hemos venido demasiado temprano.
MESQUIA. (Señalando). ¡Un gigante! ¡Un gigante!
CONDESA. ¡Oh! ¡Solange! ¡Kyneburga!
DONCELLA. Aquí estoy, Alteza. Lybe está aquí.
NOD. Aún es demasiado pronto para el Sol Nuevo.
CONDESA. (Echándose a llorar). El Sol Nuevo se acerca. Nos derretiremos
como sueños.
MESQUIA. (Viendo que NOD no pretende recurrir a la violencia). Malos
sueños. Pero será lo mejor para ti. Lo comprendes, ¿verdad?
CONDESA. (Recuperándose). Lo que no comprendo es cómo vos, que de
pronto parecéis tan sabio, pudisteis confundir al Autarca con la Mente
Universal.
MESQUIA. Sé que vosotras sois mis hijas en la vieja creación. Tenéis que
serlo, pues sois mujeres humanas y en esta otra creación no he tenido
ninguna.
NOD. Su hijo tomará a mi hija por esposa. Es un honor que nuestra familia
poco ha hecho por merecer; no somos más que gente humilde, hijos de
Gea, pero seremos elevados a la condición de exultantes. Seré… ¿qué
seré, Mesquia? El suegro de vuestro hijo. Puede ser, si no ponéis
objeción, que algún día mi mujer y yo visitemos a nuestra hija el mismo
día que vos vengáis a verle a él. No nos negaríais un lugar a la mesa,
¿verdad? Naturalmente, nos sentaríamos en el suelo.
MESQUIA. Pues claro que no. El perro ya lo hace, o lo hará cuando lo
veamos. (A la CONDESA). ¿No te ha llamado la atención que yo sepa más
de aquél a quien llamáis la Mente Universal que tu Autarca en persona?
No sólo vuestra Mente Universal, sino otros muchos poderes inferiores,
se echan la humanidad encima como una capa cuando se les antoja, a
veces sólo a dos o tres de nosotros. Nosotros, que somos los vestidos,
raramente nos damos cuenta de que, pareciéndonos a nosotros mismos,
somos sin embargo un Demiurgo, un Paracleto o un Enemigo para los
demás.
CONDESA. Tarde he sabido eso, si he de desaparecer con el advenimiento del
Sol Nuevo. ¿Ha pasado la medianoche?
DONCELLA. Casi, Alteza.
CONDESA. (Señalando al auditorio). ¿Y qué le sucederá a toda esta hermosa
gente?
MESQUIA. ¿Qué le sucede a las hojas cuando el año ha pasado y el viento se
las lleva?
CONDESA. Si…

(MESQUIA se vuelve para observar el cielo oriental, como espiando el


primer signo del amanecer).

CONDESA. Si…
MESQUIA. ¿Si qué?
CONDESA. Si mi cuerpo contuviera una parte del vuestro… gotas de tejido
licuescente apresadas en mis ijadas…
MESQUIA. Si lo tuvieras, quizás errarías más tiempo por Urth, como criatura
perdida que nunca podría encontrar el camino a casa. Pero no me
acostaré contigo. ¿Crees que eres más que un cadáver? Eres menos que
eso.

(La DONCELLA se desmaya).

CONDESA. Decís que sois el padre de todo lo que es humano. Así parece,
pues sois la muerte para una mujer.
(El escenario se oscurece. Cuando vuelve la luz, MESQUIANA y JAHI
yacen juntas bajo un serbal. Detrás de ellas hay una puerta en la
falda de la colina. JAHI tiene un labio partido e hinchado, lo que le
da un mal aspecto. La sangre le gotea del labio a la barbilla).

MESQUIANA. Aún tendría fuerzas para buscarlo, si al menos sólo supiera que
tú no me seguirías.
JAHI. Me muevo con la fortaleza del Mundo de Debajo y te seguiré hasta la
segunda terminación de Urth, si es necesario. Pero si vuelves a
golpearme, lo pagarás.

(MESQUIANA levanta el puño y JAHI retrocede).

MESQUIANA. Tus piernas temblaban más que las mías cuando decidimos
descansar aquí.
JAHI. Sufro mucho más que tú. Pero la fortaleza del Mundo de Debajo
consiste en aguantar más de lo que se puede aguantar; así como soy más
hermosa que tú, soy también una criatura mucho más delicada.
MESQUIANA. Me parece que ya nos hemos dado cuenta.
JAHI. Te lo advierto de nuevo, y no lo haré por tercera vez. Si me golpeas,
atente a lo que pase.
MESQUIANA. ¿Qué harás? ¿Llamar a Erinys para destruirme? No me da
miedo. Si pudieras, lo habrías hecho mucho antes.
JAHI. Peor aún. Golpéame otra vez y lo comprobarás.

(Entran el PRIMER SOLDADO y el SEGUNDO SOLDADO armados con


picas).

PRIMER SOLDADO.¡Mira aquí!


SEGUNDO SOLDADO. (A las mujeres). ¡Abajo, abajo! No os pongáis de pie, si
no queréis que os ensarte como un par de garzas. Vais a venir con
nosotros.
MESQUIANA. ¿A gatas?
PRIMER SOLDADO. ¡Menos insolencias!

(La empuja con la pica y en ese momento se oye un quejido casi


demasiado profundo para ser oído. El escenario vibra al unísono y
el suelo tiembla).

SEGUNDO SOLDADO. ¿Qué fue eso?


PRIMER SOLDADO. No lo sé.
JAHI. Es el fin de Urth, estúpidos. Adelante, ensartadla. Es vuestro fin de
todos modos.
SEGUNDO SOLDADO. ¡Poco sabes tú! Para nosotros es el comienzo. Cuando
nos llegó la orden de registrar el jardín, se os mencionó especialmente y
se dieron órdenes de llevaros de vuelta. O nos dan diez crisos por
vosotras o soy un zapatero.

(Agarra a JAHI, y MESQUIANA salta como catapultada hacia la


oscuridad. El PRIMER SOLDADO Corre tras ella).

SEGUNDO SOLDADO. Muérdeme, ¿quieres?

(Golpea a JAHI con el asta de la pica. Luchan).

JAHI. ¡Idiota! ¡Se va a escapar!


SEGUNDO SOLDADO. Eso es cosa de Ivo. Yo tengo a mi prisionera y él no
tendrá a la suya, si no la alcanza pronto. Ven, vamos a ver al quiliarca.
JAHI. ¿No quieres hacerme el amor antes de irnos de este lugar tan
atractivo?
SEGUNDO SOLDADO. ¿Y hacer que me corten la virilidad y me la metan en la
boca? ¡No yo!
JAHI. Primero tendrían que averiguarlo.
SEGUNDO SOLDADO. ¿Qué es eso? (La sacude).
JAHI. Haces el trabajo de Urth, que ni siquiera se molesta por mí. Pero
espera, suéltame sólo un momento y te mostraré cosas maravillosas.
SEGUNDO SOLDADO. Ya las veo ahora, y por ello daré gracias a la Luna.
JAHI. Puedo hacerte rico. Diez crisos no serán nada para ti. Pero no tengo
ningún poder mientras me agarres el cuerpo.
SEGUNDO SOLDADO. Tus piernas son más largas que las de la otra mujer, pero
ya he visto que no las mueves con tanta ligereza. Y creo que ni siquiera
puedes tenerte en pie.
JAHI. Ya no puedo.
SEGUNDO SOLDADO. Te tendré por el collar, la cadena parece bastante sólida.
Si con eso basta, muéstrame lo que puedes hacer. Si no, ven conmigo.
No serás más libre mientras yo te tenga.

(JAHI levanta las dos manos, extendiendo los dedos pulgar, índice y
meñique. Por un momento hay silencio, después una extraña y
suave música llena de trinos. La nieve cae en copos blandos).

SEGUNDO SOLDADO. ¡Para eso!

(Le agarra un brazo y lo baja de golpe. La música se detiene


bruscamente. Algunos de los últimos copos se le posan sobre la
cabeza).

SEGUNDO SOLDADO. Eso no era oro.


JAHI. Pero lo has visto.
SEGUNDO SOLDADO. En mi pueblo hay una vieja que también cambia el
tiempo. No lo hace tan de prisa como tú, lo admito, pero claro que es
mucho más vieja y más débil.
JAHI. Digas lo que digas, soy mil veces más vieja.

(Entra la ESTATUA, moviéndose Lentamente y como si estuviera


ciega).

JAHI. ¿Qué es esa cosa?


SEGUNDO SOLDADO. Una de las mascotas del Padre Inire. No te oye ni hace
ruido. Ni siquiera estoy seguro de que esté viva.
JAHI. Ni yo tampoco, desde luego.

(La estatua pasa junto a Jahi; ella le acaricia la mejilla con la


mano libre).

JAHI. Amor… amor… amor… ¿No me saludas?


ESTATUA. ¡Iiiiii…!
SEGUNDO SOLDADO. ¿Qué es esto? ¡Basta! Mujer, dijiste que no tenías
ningún poder mientras yo no te soltara.
JAHI. Contempla a mi esclavo. ¿Puedes combatirlo? Adelante. Rompe tu
lanza en ese pecho amplio.

(La ESTATUA se arrodilla y le besa el pie a JAHI).

SEGUNDO SOLDADO. No, pero corro más que él.

(Carga con JAHI al hombro y corre. Se abre la puerta de la colina.


Entra por ella y la cierra de un portazo. La ESTATUA la aporrea con
golpes poderosos, pero la puerta no cede. Las lágrimas le corren
por la cara. Al fin se vuelve y empieza a cavar con las manos).

GABRIEL. (Fuera del escenario). Así, las imágenes de piedra se mantienen


fieles a un día que ha pasado, solas en el desierto que el hombre ha
abandonado.

(Mientras la ESTATUA continúa cavando, el escenario se oscurece.


Cuando vuelve la luz, el AUTARCA se encuentra sentado en su trono.
Está solo en el escenario, pero las siluetas proyectadas sobre unas
pantallas laterales indican que está rodeado de cortesanos).

AUTARCA. Heme aquí sentado como si fuera el señor de cien mundos, y sin
embargo ni siquiera domino éste.
(Fuera del escenario se oyen los pasos de hombres que desfilan. Se
oye una voz de mando).

AUTARCA. ¡Generalísimo!

(Entra un PROFETA. Lleva puesta una piel de cabra y en la mano un


cayado con una talla rudimentaria en la cabeza: un extraño
símbolo).

PROFETA. En el exterior hay cien portentos. En Incusus nació un ternero que


no tenía cabeza, sino bocas en las rodillas. Una mujer de conocida
alcurnia ha soñado que espera un niño engendrado por un perro. La
noche pasada una lluvia de estrellas cayó silbando sobre los hielos del
sur, y los profetas salen a los campos.
AUTARCA. Tú mismo eres un profeta.
PROFETA. ¡El Autarca en persona los ha visto!
AUTARCA. Mi archivero, que está muy versado en la historia de este lugar,
me informó una vez que más de cien profetas han sido asesinados aquí,
lapidados, quemados, despedazados por animales, y ahogados. A
algunos hasta se los ha clavado a nuestras puertas, como si fueran
bichos. Ahora querría saber de ti algo de advenimiento de Sol Nuevo,
profetizado desde hace tantos años. ¿Cómo ocurrirá? ¿Qué significa?
Habla, o le daremos otro caso al viejo archivero para que lo añada a la
cuenta, y enseñaremos al pálido dondiego a trepar por ese cayado.
PROFETA. No tengo esperanzas de satisfacerte, pero lo intentaré.
AUTARCA. ¿Es que no lo sabes?
PROFETA. Lo sé. Pero sé también que eres un hombre práctico, que sólo te
ocupas de los asuntos de este universo, que raramente miras más alto
que las estrellas.
AUTARCA. Sí, desde hace treinta años, y me siento orgulloso.
PROFETA. Entonces, hasta tú has de saber que el cáncer carcome el corazón
del viejo sol. La materia central cae hacia dentro, como si hubiera allí
un pozo sin fondo.
AUTARCA. Mis astrónomos me lo vienen diciendo desde hace mucho.
PROFETA. Imagínate una manzana que tiene el corazón podrido. Todavía es
bonita por fuera, pero acabará descomponiéndose en podredumbre.
AUTARCA. Todo aquél que todavía se siente fuerte en la segunda mitad de su
vida ha pensado en esa fruta.
PROFETA. Pues otro tanto ocurre con el Sol Viejo. Pero ¿y ese cáncer? ¿Qué
sabemos de él, salvo que priva a Urth de calor y de luz, y por último de
vida?

(Fuera del escenario se oyen ruidos de pelea, un grito de dolor, y un


estruendo, como si un enorme jarrón hubiera caído de un pedestal).

AUTARCA. Pronto sabremos a qué se debe esa conmoción, profeta. Continúa.


PROFETA. Nosotros sabemos que se trata de mucho más, puesto que es una
discontinuidad en nuestro universo, un desgarramiento de los tejidos
que no corresponde a ninguna ley conocida. Nada sale de él, en él todo
entra, y nada escapa. Sin embargo, todo puede aparecer en él, puesto
que de todas las cosas que conocemos, sólo él no es esclavo de su
propia naturaleza.

(Entra NOD sangrando, empujado por picas tenidas fuera del


escenario).

AUTARCA. ¿Qué es esta deformidad?


PROFETA. La prueba misma de los portentos de que te hablé. En tiempos
futuros, como se viene diciendo desde hace tiempo, la muerte del Sol
Viejo destruirá Urth. Pero de su tumba surgirán monstruos, un pueblo
nuevo y el Sol Nuevo. Entonces el antiguo Urth florecerá como una
mariposa que se desprende de su seca envoltura, y el Nuevo Urth será
llamado Ushas.
AUTARCA. ¿Y, todo lo que conocemos será barrido a un lado? ¿También esta
antigua casa en la que estamos ahora? ¿Y tú? ¿Y yo?
NOD. No soy sabio. Pero no hace mucho oí decir a un hombre sabio (que
pronto será familiar mío por matrimonio) que todo eso será para bien.
Que no somos más que sueños, y los sueños no tienen vida propia. Ved,
estoy herido. (Extiende la mano). Cuando mi herida sane, no habrá más
herida. ¿Y va a decir con labios sanguinolentos que lamenta curarse?
Sólo estoy tratando de explicar lo que dijo otro, pero eso, pienso, es lo
que quiso decir.

(Fuera del escenario se oye un grave repique de campanas).

AUTARCA. ¿Qué es eso? Tú, profeta, ve a averiguar quién ha ordenado ese


clamor y por qué. (Sale el PROFETA).
NOD. Estoy seguro de que vuestras campanas han comenzado a saludar al
Sol Nuevo. Eso es lo que yo mismo vine a hacer. Es costumbre entre
nosotros que cuando llega un huésped de honor gritemos y nos
golpeemos el pecho, y aporreemos el suelo y los troncos de los árboles
de alrededor con alegría, y levantemos las rocas más grandes que
podamos levantar, y las lancemos por precipicios en su honor. Haré eso
esta mañana si me dejáis libre, y estoy seguro de que el propio Urth se
unirá a mí. Las propias montañas se arrojarán al mar cuando hoy se
levante el Sol Nuevo.
AUTARCA. ¿Y de dónde viniste? Dímelo y te dejaré en libertad.
NOD. Pues de mi propio país, al este del Paraíso.
AUTARCA. ¿Y dónde se encuentra eso?

(NOD señala hacia el este).

AUTARCA. ¿Y dónde está el Paraíso? ¿En la misma dirección?


NOD. Pero si esto es el Paraíso. Estamos en el Paraíso, o al menos debajo de
él.

(Entra el GENERALÍSIMO, que avanza hasta el trono y saluda).


GENERALÍSIMO. Autarca, hemos registrado toda la tierra por encima de esta
Casa Absoluta como ordenaste. La condesa Carina ha sido encontrada y
escoltada a sus aposentos, pues no tiene heridas graves. También hemos
encontrado al coloso que veis ante vos, a la mujer enjoyada que
describisteis, y a dos mercaderes.
AUTARCA. ¿Y los otros dos, el hombre desnudo y la mujer?
GENERALÍSIMO. Ni rastro de ellos.
AUTARCA. Repite la búsqueda, y esta vez mira bien.
GENERALÍSIMO. (Saluda). Como mi Autarca desee.
AUTARCA. Y que me traigan a la mujer enjoyada.

(NOD intenta salir fuera del escenario, pero las picas le detienen. El
GENERALÍSIMO saca una pistola).

NOD. ¿No soy libre para irme?


GENERALÍSIMO. De ninguna manera.
NOD. (Al AUTARCA). Os dije dónde se encontraba mi país, exactamente al este
de aquí.
GENERALÍSIMO. Allí hay algo más que tu país. Conozco bien esa zona.
AUTARCA. (Fatigado). Él ha dicho la verdad tal como la conoce. Quizá no
hay otra verdad.
NOD. Entonces soy libre para irme.
AUTARCA. Creo que aquél a quien has venido a saludar llegará al fin, seas
libre o no. Pero hay una posibilidad… y en modo alguno se puede
permitir que criaturas como tú anden sueltas. No, no eres libre ni lo
volverás a ser.

(NOD sale corriendo del escenario perseguido por el GENERALÍSIMO.


Hay disparos, gritos y choques. Las figuras que rodean al AUTARCA
se desvanecen. En medio de la algarabía, las campanas repican.
NOD vuelve a entrar con una quemadura de láser en la mejilla. El
AUTARCA lo golpea con el cetro; cada golpe produce una explosión y
chispas. NOD agarra al AUTARCA y está a punto de estrellarlo contra
el escenario, cuando dos DEMONIOS disfrazados de mercaderes
entran deprisa, lo derriban y reponen al AUTARCA en el trono).

AUTARCA. Gracias. Seréis bien recompensados. Ya había abandonado la


esperanza de que me rescatasen mis guardias, y veo que tenía razón.
¿Puedo preguntar quiénes sois?
PRIMER DEMONIO. Vuestros guardias están muertos. El gigante les ha
aplastado el cráneo contra vuestros muros y les ha quebrado la espina
dorsal martilleándolos con el puño.
SEGUNDO DEMONIO. No somos más que dos mercaderes. Vuestros soldados
nos trajeron aquí.
AUTARCA. ¡Ojalá que ellos fueran los mercaderes y en su lugar tuviera
soldados como vosotros! Y sin embargo vuestro aspecto es tan
insignificante que os creería incapaces de los esfuerzos más ordinarios.
PRIMER DEMONIO. (Inclinando la cabeza). Nuestra fortaleza está inspirada
por el señor al que servimos.
SEGUNDO DEMONIO. Os preguntaréis cómo es que nosotros —dos vulgares
mercaderes de esclavos— hemos sido encontrados vagando de noche
por vuestros terrenos. El hecho es que venimos a advertiros. Hace poco
hemos tenido que viajar por las junglas del norte y allí, en un templo
más antiguo que el hombre, lugar tan invadido de exuberante vegetación
que no parecía más que un montículo de follaje, hablamos con un
antiguo chamán, quien nos predijo un gran peligro para vuestro reino.
PRIMER DEMONIO. Con tales noticias nos apresuramos a venir y advertiros
antes de que fuera demasiado tarde, habiendo llegado justo a tiempo.
AUTARCA. ¿Qué he de hacer?
SEGUNDO DEMONIO. Este mundo que vos y nosotros apreciamos ya ha
corrido tanto alrededor del sol que la trama y la urdimbre del espacio se
han deshilachado y se deshacen en polvo y débil pelusa en el telar del
tiempo.
PRIMER DEMONIO. Los continentes mismos son viejos como mujeres
almagradas, que han perdido hace tiempo la belleza y la fertilidad. El
Sol Nuevo se acerca…
AUTARCA. ¡Lo sé!
PRIMER DEMONIO. … y con estruendo los echará al mar, como buques que se
van a pique.
SEGUNDO DEMONIO. Y del mar se alzan nuevos continentes, con oro, plata,
hierro y cobre. Con diamantes, rubíes y turquesas, tierras que nadan en
el magma de un millón de milenios, y que hace tanto tiempo fueron
devoradas por el mar.
PRIMER DEMONIO. Una nueva raza está preparada para poblar estas tierras. La
humanidad que conocéis será desplazada, así como la hierba, que
durante tanto tiempo ha prosperado en la llanura, cede ante el arado y
deja paso al trigo.
SEGUNDO DEMONIO. ¿Pero y si la semilla fuera quemada? ¿Qué pasaría? El
hombre alto y la mujer pequeña que encontrasteis no hace mucho son
esa semilla. Un día se pusieron las esperanzas en envenenarla en el
campo, pero aquélla a quien se envió perdió de vista la semilla entre la
hierba muerta y los terrones partidos, y por arte de prestidigitación ha
sido entregada a tu Inquisidor para ser sometida a un examen estricto.
Pero todavía puede quemarse la semilla.
AUTARCA. Lo que sugerís ya se me había ocurrido antes.
PRIMER Y SEGUNDO DEMONIOS. (A coro). ¡Claro, por supuesto!
AUTARCA. ¿Pero detendría realmente la muerte de esos dos el advenimiento
del Sol Nuevo?
PRIMER DEMONIO. No. ¿Pero por qué tendríais que desearlo? Las nuevas
tierras serán vuestras.

(Las pantallas se van iluminando. Aparecen colinas boscosas y


ciudades con esbeltas torres. El AUTARCA se vuelve a contemplarlas.
Hay una pausa. De su túnica saca un comunicador).
AUTARCA. Ojalá no vea nunca el Sol Nuevo lo que hacemos aquí… ¡Naves!
Barred con fuego por encima de nosotros hasta que todo se marchite.

(Cuando los dos DEMONIOS desaparecen, NOD se sienta. Las ciudades


y colinas quedan en sombras, y las pantallas muestran la imagen
del AUTARCA muchas veces multiplicada. El escenario se oscurece.
Cuando se ilumina, el INQUISIDOR está sentado en un escritorio
elevado en el centro del escenario. El FAMILIAR, vestido de
torturador y enmascarado, está de pie. A ambos lados hay diversos
aparatos de tormento).

INQUISIDOR.Trae a la mujer a quien acusan de bruja, Hermano.


FAMILIAR. La Condesa espera fuera, y es de sangre exaltada y una favorita
de nuestro soberano. Os ruego la veáis primero.

(Entra la CONDESA).

CONDESA. Oí lo que se decía, y como no podía imaginar que desatendierais,


Inquisidor, esta apelación, me he atrevido a venir en seguida. ¿Me creéis
atrevida por eso?
INQUISIDOR. Jugáis con las palabras, pero sí, admito que lo creo.
CONDESA. Pues estáis equivocado. Desde mi adolescencia, hace ocho años,
tengo mi morada en esta Casa Absoluta. Cuando por primera vez la
sangre brotó de mis ijares, y mi madre me trajo aquí, me advirtió que
nunca me acercara a estos aposentos, donde ha corrido la sangre de
tantos, sin ninguna relación con las fases de la Luna veleidosa. Y nunca
hasta ahora he venido, y ahora vengo temblando.
INQUISIDOR. Los buenos no tienen nada que temer en este lugar. Aun así,
creo que vuestra audacia ha aumentado con vuestro propio testimonio.
CONDESA. ¿Y yo? ¿Soy buena? ¿Lo sois vos? ¿Lo es él? Mi confesor os
diría que no lo soy. ¿Qué os dice el vuestro, o tiene miedo? ¿Y vuestro
familiar? ¿Es él mejor que vos?
FAMILIAR. No desearía serlo.
CONDESA. No, no soy atrevida, ni estoy a salvo aquí, lo sé. Es el temor lo
que me trae a estas sombrías cámaras. Os han hablado del hombre
desnudo que me golpeó. ¿Ha sido capturado?
INQUISIDOR. No ha sido traído a mi presencia.
CONDESA. Hace escasamente una guardia unos soldados me encontraron
lamentándome en el jardín, donde mi doncella trataba de consolarme.
Como yo temía salir a la oscuridad de fuera, me llevaron a mis
aposentos por la galería que llaman el Camino de Aire. ¿La conocéis?
INQUISIDOR. Y bien.
CONDESA. Entonces sabéis también que tiene ventanas por todas partes,
beneficiando así las cámaras y pasillos que dan a ella. Al pasar, vi la
figura de un hombre, alto, de miembros bien formados, ancho de
hombros y de cintura estrecha.
INQUISIDOR. Como ese hombre hay muchos.
CONDESA. Así lo pensé. Pero al poco rato la misma figura apareció en otra
ventana, y después en otra. Entonces dije a los soldados que me
llevaban, que tiraran contra ella. Me creían loca y se negaban, pero por
fin el grupo que enviaron a capturarlo, volvió con las manos vacías.
Pero el hombre me miraba por las ventanas y parecía balancearse.
INQUISIDOR. ¿Y creéis que este hombre que visteis era el hombre que os
golpeó?
CONDESA. Pero aún. Me temo que no era él, aunque se le parecía. Además,
estoy segura de que sería bueno conmigo si yo al menos respetara su
locura. No, en esta noche extraña en que nosotros, que somos los tallos
del antiguo brote de la humanidad destruido por el invierno, nos
encontramos tan mezclados con la semilla del próximo año, temo que él
sea algo más, desconocido para nosotros.
INQUISIDOR. Quizá, pero no lo encontraréis aquí, ni tampoco al hombre que
os golpeó. (Al FAMILIAR). Haz entrar a la mujer hechicera, Hermano.
FAMILIAR. Todas ellas lo son, aunque hay algunas peores que otras.

(Sale y vuelve a entrar llevando de una cadena a MESQUIANA).


INQUISIDOR. Se alega contra ti que encantaste a siete de los soldados de
nuestro soberano el Autarca para que traicionaran su juramento de
fidelidad y volvieran las armas contra sus camaradas y oficiales. (Se
levanta y enciende una enorme vela en un lado del escritorio). Te
conmino muy solemnemente a que confieses este pecado, y si lo has
cometido, confieses qué poder te ayudó, y los nombres de quienes te
enseñaron a invocar ese poder.
MESQUIANA. Los soldados sólo vieron que yo no tenía malas intenciones y
temieron por mí. Yo…
FAMILIAR. ¡Silencio!
INQUISIDOR. No se atribuye ningún peso a las protestas del acusado a menos
que se lo coaccione. Mi familiar te preparará.

(El FAMILIAR coge a MESQUIANA y la sujeta con correas a uno de los


artefactos).

CONDESA. Le queda poco tiempo al mundo y no lo perderé viendo esto.


¿Eres amiga del hombre desnudo del jardín? Voy a buscarlo, y le diré
qué ha sido de ti.
MESQUIANA. ¡Sí, hacedlo! Espero que no llegue demasiado tarde.
CONDESA. Y, por mi parte, espero que él me acepte en lugar de ti. Sin duda
ambas esperanzas son igualmente vanas, y pronto seremos hermanas de
infortunio.

(Sale la CONDESA).

INQUISIDOR. Yo me voy también, a hablar con quienes la rescataron. Prepara


a la acusada, pues volveré dentro de poco.
FAMILIAR. Hay otra más, Inquisidor. Se le achacan delitos parecidos, aunque
quizá menos graves.
INQUISIDOR. ¿Por qué no me lo dijiste? Podía haber instruido a las dos a la
vez. Hazla entrar.
(El FAMILIAR sale y regresa llevando a JAHI. El INQUISIDOR busca
entre los papeles del escritorio).

INQUISIDOR. Se alega contra ti que encantaste a siete de los soldados de


nuestro soberano el Autarca para que traicionaran su juramento de
fidelidad y volvieran las armas contra sus camaradas y oficiales. Te
conmino muy solemnemente a que confieses este pecado, y si lo has
cometido, confieses qué poder te ayudó, y los nombres de quienes te
enseñaron a invocar ese poder.
JAHI. (Con orgullo). He hecho todo eso de que me acusáis y más de los que
sabéis. El poder no me atrevo a mencionarlo, por miedo a que este
alfombrado nido de ratas vuele en pedazos. ¿Que quién me enseñó?
¿Quién enseña a un niño a llamar a su padre?
FAMILIAR. ¿Su madre?
INQUISIDOR. No deseo saberlo. Prepárala.

(Sale el INQUISIDOR).

MESQUIANA. ¿Lucharon por ti también? ¡Qué triste que tantos tuvieran que
morir!
FAMILIAR. (Sujetando a JAHI en un artefacto al otro lado del escritorio).
Leyó dos veces el mismo papel. Le señalaré ese error —
diplomáticamente, puedes estar segura— cuando regrese.
JAHI. ¿Tú encantaste a los soldados? Pues hazlo también con este idiota y
líbranos.
MESQUIANA. No tengo ningún canto de poder, y sólo encanté a siete de
cincuenta.

(Entra NOD, maniatado, conducido por el PRIMER SOLDADO con una


pica).

FAMILIAR. ¿Qué es esto?


PRIMER SOLDADO. Un prisionero como nunca antes has tenido. Ha matado a
cien hombres como si fueran marionetas. ¿Dispones de un par de
grilletes que puedan servirle?
FAMILIAR. Tendré que juntar varios pares, pero algo conseguiré.
NOD. No soy un hombre, sino menos y más, pues he nacido del barro, de la
Madre Gea, que mima a las bestias. Si tu dominio es sobre los hombres,
entonces debes dejar que me vaya.
JAHI. Tampoco nosotras somos hombres. ¡Deja que nos vayamos!
PRIMER SOLDADO. (Riendo). Ya vemos que no lo sois. No lo dudé un
momento.
MESQUIANA. Ella no es una mujer. No dejéis que os engañe.
FAMILIAR. (Poniéndole el último grillete a NOD). No lo hará. Créeme, ya
hemos dejado atrás el tiempo de los engaños.
PRIMER SOLDADO. Sin duda te vas a divertir cuando me haya ido, ¿no es así?

(Quiere tocar a JAHI, que bufa como un gato).

PRIMER SOLDADO. ¿Quieres ser un buen muchacho y darte media vuelta un


momento?
FAMILIAR. (Preparándose para torturar a MESQUIANA). Si fuera ese buen
muchacho, pronto me encontraría quebrado en mi propia rueda. Pero si
esperas aquí hasta que regrese mi amo el Inquisidor, tal vez te
encuentres echado junto a ella como es tu deseo.

(El PRIMER SOLDADO duda, después se da cuenta de lo que le han


querido decir, y se va corriendo).

NOD. Esa mujer será la madre de mi yerno. No le hagas daño. (Intenta


romper las cadenas).
JAHI. (Ahogando un bostezo). Me he pasado toda la noche en pie, y aunque
el espíritu parezca siempre dispuesto, mi carne está lista para el
descanso. ¿No puedes darte prisa con ella y empezar conmigo?
FAMILIAR. (Sin mirar). Aquí no hay ningún descanso.
JAHI. ¿Ah, sí? Entonces no es tan acogedor como yo esperaba.

(JAHI bosteza de nuevo, y cuando mueve una mano para taparse la


boca, el grillete se le cae).

MESQUIANA. Tienes que sujetarla, ¿no lo entiendes? No es parte del suelo, y


el hierro no tiene dominio sobre ella.
FAMILIAR. (Mirando todavía a MESQUIANA, a quien está torturando). Está
sujeta, no temas.
MESQUIANA. ¡Gigante! ¿Puedes librarte tú solo? ¡El mundo depende de ti!

(NOD forcejea, pero no puede romper las cadenas).

JAHI. (Se libra de los grilletes y sale caminando). ¡Sí! Soy yo quien
contesta, pues en el mundo de la realidad soy más grande que cualquiera
de vosotros. (Camina alrededor del escritorio y se inclina sobre el
hombro del FAMILIAR). ¡Qué interesante! Tosco, pero interesante.

(El FAMILIAR se vuelve y la observa con asombro, y ella huye riendo.


Él corre torpemente tras ella y más tarde regresa con la cabeza
agachada).

FAMILIAR. (Jadeando). Se ha ido.


NOD. Sí. Libre.
MESQUIANA. Libre para perseguir a Mesquia y echar todo a perder como
hizo antes.
FAMILIAR. No entendéis lo que esto significa. Mi señor regresará pronto y yo
soy hombre muerto.
NOD. El mundo está muerto, es lo que ella ha dicho.
MESQUIANA. Torturador, todavía tienes una oportunidad. Escúchame. Has de
liberar también al gigante.
FAMILIAR. Y él me matará y te soltará. Lo pensaré. Al menos, será una
muerte rápida.
MESQUIANA. Él odia a JAHI, y aunque no es listo, conoce sus mañas, y es
muy fuerte. Además, conozco un juramento que él nunca romperá. Dale
las llaves de los grilletes y después quédate junto a mí con la espada en
mi cuello. Hazle jurar entonces que encuentre a Jahi, la traiga de nuevo
aquí, y se vuelva a atar.

(El FAMILIAR duda).

MESQUIANA. No tienes nada que perder. Tu señor ni siquiera sabe que él


tiene que estar aquí. Pero cuando vuelva y no la vea a ella…
FAMILIAR. ¡Lo haré! (Toma una llave del manojo que le cuelga del cinto).
NOD. Juro, como espero quedar vinculado por matrimonio a la familia del
Hombre de manera que los gigantes podamos ser llamados Hijos del
Padre, que te capturaré al súcubo y lo volveré a traer, y lo sujetaré de
manera que no vuelva a escapar y me volveré a atar como estoy ahora.
FAMILIAR. ¿Es ése el juramento?
MESQUIANA. ¡Sí!

(El FAMILIAR echa la llave a Nod, después saca la espada y la


levanta como dispuesto a golpear a MESQUIANA).

FAMILIAR. ¿Es que puede encontrarla?


MESQUIANA. Es que tiene que encontrarla.
NOD. (Desencadenándose). La alcanzaré. Ese cuerpo se debilita, como dijo
ella. Puede fustigarlo hasta alejarse, pero nunca aprenderá que no todo
depende de la fusta. (Sale).
FAMILIAR. He de continuar contigo. Espero que lo entiendas…

(El FAMILIAR tortura a MESQUIANA, que grita).

FAMILIAR. (Sotto voce). ¡Qué hermosa es! Ojalá que ella y yo… nos
encontráramos en mejor momento.
(El escenario se oscurece; se oye el correr de los pies de JAHI.
Después, una luz tenue muestra a NOD andando deprisa por los
pasillos de la Casa Absoluta. Las imágenes en movimiento de urnas,
cuadros y muebles detrás de él indican cómo va de un lado a otro.
JAHI aparece entre ellas, y él se precipita fuera, persiguiéndola. JAHI
entra en el escenario por la izquierda, con el SEGUNDO DEMONIO
pisándole los talones).

JAHI. ¿Adónde puede haber ido? Los jardines están calcinados. Apenas
tienes apariencia de carne… ¿No puedes convertirte en búho y traerla?
SEGUNDO DEMONIO. (Burlándose). Aaah… ¿A quién?
JAHI. ¡A Mesquia! Espera a que el Padre se entere de cómo me has tratado,
traicionando todos nuestros esfuerzos.
SEGUNDO DEMONIO. ¿Tú se lo dirás? Fuiste tú quien dejaste a Mesquia,
embaucada por la mujer. ¿Qué le dirás? ¿Que la mujer te sedujo?
Hemos terminado con eso hace ya tanto que nadie lo recuerda, salvo tú
y yo, y ahora has echado a perder la mentira haciendo que se convierta
en verdad.
JAHI. (Volviéndose hacia él). ¡Sucio mocoso! ¡Garabateador de ventanas!
SEGUNDO DEMONIO. (Retrocediendo de un salto). Y ahora serás desterrada a
la tierra de Nod, al este del Paraíso.

(Fuera del escenario se oyen las pisadas de NOD. JAHI se esconde


detrás de una clepsidra y el SEGUNDO DEMONIO saca una pica y la
sostiene como un centinela mientras entra NOD).

NOD. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?


SEGUNDO DEMONIO. (Saludando). Tanto como vos lo deseéis, sieur.
NOD. ¿Qué noticias hay?
SEGUNDO DEMONIO. Todas las que queráis, sieur. Un gigante como una torre
ha matado a los guardianes del trono y el Autarca ha desaparecido.
Hemos buscado tanto por los jardines que si en vez de lanzas
hubiéramos llevado estiércol, las margaritas serían grandes como
paraguas. Baja la ropa de dril y suben las esperanzas, y también los
nabos. Mañana tendría que hacer buen día, con sol y calor… (mira con
intención hacia la clepsidra), y una mujer desnuda ha estado corriendo
por los salones.
NOD. ¿Qué es esa cosa?
SEGUNDO DEMONIO. Un reloj de agua, sieur. Ved, sabiendo qué hora es,
podéis adivinar cuánta agua ha corrido.
NOD. (Examinando la clepsidra). En mi tierra no hay nada así. ¿Mueve el
agua a estas muñecas?
SEGUNDO DEMONIO. A la grande, no, sieur.

(JAHI sale del escenario como un rayo, perseguida por NOD, pero
antes de que él desaparezca, ella vuelve a entrar colándose entre las
piernas del gigante. Él continúa fuera, dándole tiempo a ella a
esconderse en un baúl. Mientras tanto, el SEGUNDO DEMONIO se ha
desvanecido).

NOD. (Vuelve a entrar). ¡Eh! ¡Detente! (Corre al otro lado del escenario y
regresa). ¡La culpa es mía, mía! Una vez pasó cerca de mí en el jardín.
Tenía que haberla agarrado y aplastado como un gato, un ratón, un
gusano, una serpiente. (Se vuelve hacia el público). ¡No os riáis de mí!
¡Podría mataros a todos! ¡A toda vuestra ponzoñosa raza! ¡Y esparcir
por los valles vuestros huesos blancos! ¡Estoy acabado, acabado! ¡Y
Mesquiana, que confió en mí, está perdida!

(NOD golpea la clepsidra y manda el agua y los cazos de metal al


otro lado del escenario).

NOD. Qué tiene de bueno este don del habla, sino para poder maldecirme.
Madre buena de todas las bestias, quítamelo. Volvería a ser lo que fui y
a chillar sin palabras entre los montes. La razón indica que la razón no
puede traer más que dolor; ¡qué sabio es olvidar y volver a ser feliz!
(NOD se sienta en el baúl donde se esconde JAHI y hunde la cara en
las manos. A medida que la luz se apaga, el baúl empieza a
resquebrajarse bajo el peso de NOD. Cuando la luz vuelve, la escena
vuelve a ser la de la cámara del INQUISIDOR. MESQUIANA está en el
potro. El FAMILIAR está moviendo la rueda. Ella grita).

FAMILIAR.Eso hizo que te sintieras mejor, como te dije, ¿no? Además, así se
enteran los vecinos de que aquí estamos despiertos. No lo creerías, pero
toda esta ala está llena de cuartos vacíos y de sinecuras. Aquí todavía
hacemos nuestro trabajo, mi señor y yo todavía lo hacemos, y así la
Comunidad se mantiene. Y queremos que ellos lo sepan.

(Entra el AUTARCA. Tiene la túnica rasgada y manchada de sangre).

AUTARCA. ¿Qué lugar es éste? (Se sienta en el suelo y hunde la cabeza en


las manos en una actitud que recuerda la de Nod).
FAMILIAR. ¿Qué lugar? ¡Pues las Cámaras de la Merced, so burro! ¿Cómo
puedes venir aquí sin saber dónde estás?
AUTARCA. Esta noche me han perseguido tanto por mi casa, que podría estar
ahora en cualquier sitio. Tráeme algo de vino, o de agua, si no tenéis
vino aquí, y atranca la puerta.
FAMILIAR. Tenemos clarete, pero no vino. Y no puedo atrancar la puerta,
pues estoy esperando que mi señor regrese.
AUTARCA. (Con más apremio). Haz lo que digo.
FAMILIAR. (Muy suavemente). Estás borracho, amigo. Márchate.
AUTARCA. Lo estoy, ¿qué importa? Ha llegado el fin. No soy ni peor ni
mejor que tú.

(El pesado paso de Nod se oye a la distancia).

FAMILIAR.¡Ha fracasado, lo sé!


MESQUIANA. ¡Lo ha conseguido! No hubiera vuelto tan pronto con las manos
vacías. ¡El mundo aún puede salvarse!
AUTARCA. ¿Qué queréis decir?

(Entra NOD. La locura que ha suplicado está en él, pero trae


arrastrando a JAHI. EL FAMILIAR corre hacia él con unos grilletes).

MESQUIANA. Alguien tiene que sujetarla o volverá a escapar como antes.

(El FAMILIAR echa unas cadenas sobre NOD y cierra los candados;
después le encadena un brazo cruzándoselo sobre el cuerpo de
modo que tenga aferrada a JAHI. NOD la aprieta contra él).

FAMILIAR. ¡La está matando! ¡Suéltala, pedazo de bruto!

(El FAMILIAR alza la barra con la que ha estado cerrando el potro, y


con ella se ocupa de NOD. NOD ruge, trata de agarrarlo y deja que
JAHI se deslice inconsciente hasta el suelo. El FAMILIAR la toma por el
pie y la arrastra a donde está sentado el AUTARCA).

FAMILIAR. Ven, tú servirás.

(De un tirón pone en pie al AUTARCA y lo engrilla con tanta rapidez


que una mano le queda sujeta a la muñeca de JAHI; después vuelve a
torturar a MESQUIANA. Detrás de él, sin ser visto, NOD está
quitándose las cadenas).
XXV

La carga contra los hieródulos

Aunque nos encontrábamos al aire libre, donde tan fácilmente se pierden


los sonidos contra la inmensidad del cielo, yo alcanzaba a oír el ruido
metálico que producía Calveros mientras fingía luchar con sus ataduras.
Entre el público había conversaciones que también podía oír, una sobre la
obra, que descubría en ella significaciones que yo nunca había imaginado y
que, a mi parecer, el doctor Talos nunca había pretendido; y otra sobre
cierto pleito que a alguien que hablaba con la entonación arrastrada de un
exultante le parecía seguro que el Autarca juzgaría incorrectamente. Al dar
yo la vuelta al torno del potro, dejando caer el trinquete con un clac
satisfactorio, me aventuré a mirar de reojo a los espectadores.
No estaban siendo utilizadas más de diez sillas, aunque detrás y a ambos
lados de la zona de asientos había personajes altos de pie. También había
unas cuantas mujeres con vestidos de cortesanas muy parecidos a los que yo
había visto una vez en la Casa Azur, vestidos con escotes muy bajos y
faldas hasta los pies, frecuentemente abiertas o realzadas con paños de
encaje. Los tocados eran sencillos, pero adornados con flores, joyas o larvas
de luminoso brillo.
La mayoría de los asistentes parecían ser hombres, y por momentos
aumentaban en número. Muchos eran tan altos o más que Vodalus.
Permanecían de pie envueltos en sus capas, como si tuvieran frío en el tibio
aire primaveral. Unos petasos de ala ancha y copa baja les ensombrecían las
caras.
Las cadenas de Calveros cayeron ruidosamente, y Dorcas gritó para que
yo supiera que se había soltado. Me volví hacia él y di un paso atrás,
sacando del soporte de la pared la antorcha más cercana, para que no se
acercase. La antorcha goteó y el aceite de su cuenco estuvo a punto de
ahogar la llama, que volvió a animarse cuando el azufre y las sales
minerales que el doctor Talos había adherido con goma alrededor
empezaron a arder.
El gigante fingía la locura que le exigía el papel. El áspero cabello le
caía sobre los ojos, y detrás de esa cortina le ardían con tal intensidad que
yo llegaba a verlos. La boca le colgaba fláccida, chorreando saliva, y dejaba
ver unos dientes amarillos. Unos brazos dos veces más largos que los míos
se extendieron hacia mí.
Lo que me asustaba —y admito que estaba asustado, y que en vez de la
antorcha metálica hubiera deseado de corazón tener Terminus Est en las
manos— era lo que sólo puedo llamar la expresión debajo de la falta de
expresión de la cara, y que estaba allí como el agua negra que a veces
vislumbramos moviéndose bajo el hielo cuando el río se congela. Calveros
había descubierto que disfrutaba terriblemente de ser como era ahora, y
cuando lo encaré advertí por vez primera que no estaba fingiendo locura en
el escenario, sino cordura y la apagada humildad que la acompaña.
Entonces me pregunté cuánto habría influido en la redacción de la obra,
aunque la explicación era tal vez que el doctor Talos había comprendido a
su paciente mejor que yo.
Por supuesto que no teníamos que aterrorizar a los cortesanos del
Autarca como habíamos aterrorizado a los campesinos. Calveros me
arrebataría la antorcha, fingiría quebrarme la espalda, y pondría fin a la
escena. Pero no lo hizo. No sé si estaba tan loco como pretendía o si
verdaderamente estaba furioso contra nuestro público, cada vez más
numeroso. Quizá las dos explicaciones sean correctas.
Sea lo que fuere, me arrancó la antorcha y se volvió hacia el público,
blandiéndola de modo que el aceite ardiente voló alrededor en una lluvia de
fuego. La espada con que poco antes había amenazado el cuello de Dorcas
estaba a mis pies, e instintivamente me agaché a cogerla. Cuando volví a
enderezarme, Calveros estaba en medio del público. La antorcha se había
apagado y la agitaba como un mazo.
Alguien disparó una pistola. Aunque el proyectil le quemó el vestido,
pareció que no había dado en el cuerpo. Varios exultantes habían
desenvainado sus espadas y alguno —no veía quién— tenía esa arma que
era la más rara de todas, un sueño. Se movía como el humo de los tirios,
pero mucho más rápido, y en un momento envolvió al gigante. Pareció
entonces que todo el pasado y mucho de lo que nunca había sido se
cerraban alrededor de Calveros: una mujer canosa brotó junto a él, un bote
pesquero quedó flotando justo encima de su cabeza, y un viento frío azotó
las llamas que lo envolvían.
Pero esas visiones, que según se dice dejan a los soldados aturdidos e
inermes, una carga para la causa, no parecieron afectar a Calveros, que
siguió avanzando y abriéndose paso con la antorcha.
Entonces, en el instante siguiente en que estuve mirando (pues pronto
me recobré lo suficiente como para huir de esa descabellada refriega) vi que
varias figuras echaron a un lado las capas y —según me pareció— también
las caras. Debajo de esas caras, que cuando ya no las llevaban puestas
parecían de un tejido tan insustancial como los nótulos, había tales
monstruosidades que yo nunca hubiera imaginado que pudieran tener
existencia: una boca circular bordeada de dientes como agujas, ojos que
eran mil ojos, imbricados como las escamas de una piña, mandíbulas como
tenazas. Estas cosas quedaron en mi memoria como queda todo lo demás, y
las he visto otra vez ante mí en las oscuras guardias de la noche. Cuando al
fin me levanto y me vuelvo hacia las estrellas y las nubes empapadas de
luna, me alegro mucho de haber visto sólo aquéllas más próximas a nuestras
candilejas.
Ya he dicho que huí. Pero el rato en que me demoré recogiendo
Terminus Est y observando la descabellada carga de Calveros, estuvo a
punto de costarme caro; cuando me volví para poner a salvo a Dorcas, ella
había desaparecido.
Huí entonces, no tanto de la furia de Calveros, o de los cacógenos que
había entre el público, o de los pretorianos del Autarca (presentía que
acudirían pronto), sino para buscar a Dorcas. Corría y la llamaba, pero no
encontraba más que las arboledas, fuentes y pozos abruptos de aquel
interminable jardín; y por último, encorvado y con las piernas doloridas,
aminoré el paso.
Me resulta imposible reflejar en el papel toda la amargura que sentí
entonces. Encontrar a Dorcas y perderla tan pronto me parecía más de lo
que podía soportar. Las mujeres creen —o al menos fingen que creen— que
toda la ternura que sentimos por ellas viene del deseo; que las amamos
cuando llevamos algún tiempo sin gozarlas, y que las despreciamos cuando
estamos saciados, o para decirlo con más precisión, exhaustos. Una idea
equivocada, aunque se la pueda presentar como verdadera. Cuando el deseo
nos vuelve rígidos tendemos a fingir una gran ternura esperando satisfacer
ese deseo; pero de hecho en ningún otro momento somos tan proclives a
tratar brutalmente a las mujeres, ni es tan improbable que sintamos alguna
emoción profunda excepto una. Mientras erré por los jardines anochecidos
no sentí ninguna necesidad física de Dorcas (aunque no la había gozado
desde que durmiéramos en la fortaleza de los dimarchi, más allá del Campo
Sanguinario), porque había vaciado mi virilidad una y otra vez en Jolenta en
el bote nenúfar. Pero si hubiera encontrado a Dorcas la hubiera cubierto de
besos; y por Jolenta, que había empezado a disgustarme, ya sentía un cierto
afecto.
No aparecieron Dorcas ni Jolenta, ni vi soldados apresurados, ni
siquiera a quienes habían venido a entretenerse con nosotros. Parecía claro
que el tiaso había sido confinado en alguna parte de los dominios, y yo me
encontraba lejos de esa parte. Todavía hoy no estoy seguro de la extensión
de la Casa Absoluta. Hay planos, pero incompletos y contradictorios. No
hay en cambio planos de la Segunda Casa, e incluso el Padre Inire me dice
que hace tiempo que ha olvidado muchos de sus misterios. Vagando por
esos estrechos pasillos no he encontrado lobos blancos, pero sí escaleras
que conducen a cúpulas bajo el río y trampas que se abren sobre lo que
parecen bosques vírgenes. (Algunas de esas trampas están marcadas sobre
la tierra con estelas de mármol ruinosas y medio invadidas de vegetación y
otras, no). Luego de cerrar esas trampas, y habiendo vuelto de mala gana a
una atmósfera artificial, todavía mezclada con olores vegetales y de
descomposición, me he preguntado a menudo si no habrá algún pasadizo
que llegue a la Ciudadela. El viejo Ultan insinuó en cierta ocasión que los
estantes de la biblioteca se extendían hasta la Casa Absoluta. ¿Qué es eso
sino decir que la Casa Absoluta se extiende hasta los estantes de la
biblioteca? Hay partes de la Segunda Casa que no son distintas a los
pasillos ciegos en los que busqué a Triskele; quizá son los mismos pasillos,
aunque en ese caso corrí un riesgo mayor del que suponía.
De estas especulaciones que pueden corresponder o no a los hechos, yo
no tenía la menor idea en aquella época. Suponía, en mi inocencia, que los
márgenes de la Casa Absoluta, que tanto en el espacio como en el tiempo se
extendían mucho más allá de lo que pudiera adivinar quien no estuviese
avisado, eran límites estrictos; y que me acercaba a ellos, o pronto me
estaría acercando, o ya los había dejado atrás. Y así anduve toda esa noche,
encaminándome hacia el norte guiado por las estrellas. Y mientras andaba,
reexaminé mi vida como muy a menudo he evitado hacerlo mientras
esperaba el momento de dormir. De nuevo Drotte, Roche y yo nadábamos
bajo el Torreón de la Campana en la fría y húmeda cisterna; de nuevo
sustituía el duende de juguete de Josefina con la rana robada; de nuevo
extendía el brazo para agarrar la empuñadura del hacha que hubiera
acabado con el gran Vodalus y salvado a Thecla, aún no recluida en prisión;
de nuevo vi correr la cinta carmesí por debajo de la puerta de Thecla, a
Malrubius inclinándose sobre mí, a Jonas desvaneciéndose por el infinito
entre las dimensiones. De nuevo jugaba con guijarros en el patio junto a la
derribada muralla, mientras Thecla esquivaba los cascos de la guardia
montada de mi padre.
Mucho después de haber visto la última balaustrada, seguía temiendo a
los soldados del Autarca; pero después de algún tiempo en que ni tan
siquiera vislumbré una patrulla distante, los fui despreciando, creyendo que
su ineficacia era parte de esa desorganización general que tan a menudo
había observado en la Comunidad. Presentía que, con mi ayuda o sin ella,
Vodalus destruiría seguramente a tales chapuceros, y que incluso podría
hacerlo ya, si tan sólo se decidiera a golpear.
Y, sin embargo, el andrógino de la túnica amarilla, que conocía la
contraseña de Vodalus y recibió el mensaje como si lo esperara, era sin duda
el Autarca, el señor de esos soldados y de hecho de toda la Comunidad en
tanto ésta reconocía a un señor. Thecla lo había visto frecuentemente; esos
recuerdos de Thecla eran ya los míos propios, y se trataba de él. Si Vodalus
ya había ganado, ¿por qué seguía escondido? ¿O es que Vodalus no era más
que una criatura del Autarca? (Y si era así, ¿por qué se refería Vodalus al
Autarca como si él fuera un servidor?). Traté de convencerme de que todo
lo que había pasado en la sala del cuadro y en el resto de la Segunda Casa
había sido un sueño; pero sabía que no, y que ya no tenía el eslabón.
Pensando en Vodalus me acordé de la Garra, que el mismo Autarca me
había instado a devolver a la orden de sacerdotisas llamadas las Peregrinas.
La saqué de la bota. Ahora la luz era suave; no destellaba como en la mina
de los hombres mono, ni estaba apagada como cuando Jonas y yo la
examinamos en la antecámara. Aunque la tenía en la palma de la mano, me
parecía ahora un gran estanque de aguas azules, más puro que la cisterna,
mucho más puro que el Gyoll, en el que podía sumergirme… aunque
entonces estaría, de alguna manera incomprensible, sumergiéndome hacia
arriba. Era a la vez reconfortante e inquietante, así que guardé otra vez la
Garra, y seguí caminando.

El amanecer me sorprendió en un estrecho sendero que se perdía en un


bosque más suntuoso en su descomposición que incluso el de las afueras de
la Muralla de Nessus. Los frescos arcos de helechos faltaban aquí, pero
unas enredaderas de dedos carnosos se aferraban como hetairas a las
enormes caobas y los árboles de lluvia, convirtiendo las largas ramas en
nubes de verde flotante y haciendo caer ricas cortinas salpicadas de flores.
Arriba cantaban aves desconocidas para mí, y un mono que, a no ser por sus
cuatro manos, podía haber pasado por un hombre de barba roja y cara
arrugada, llegó a espiarme desde una horcadura tan alta como la aguja de
una torre. Cuando ya no podía seguir caminando, encontré un lugar seco y
sombrío entre raíces gruesas como pilares, y me envolví en mi capa.
Con frecuencia he tenido que perseguir el sueño, como si fuese la más
esquiva de las quimeras, mitad leyenda y mitad aire. Ahora él saltaba sobre
mí. No bien cerré los ojos, volví a encararme con el gigante enloquecido.
Esta vez tenía conmigo Terminus Est, pero no parecía más que una varilla.
No estábamos en un escenario, sino sobre un estrecho parapeto. A un lado
ardían las antorchas de un ejército. Al otro, un abismo se abría sobre un
lago extenso que a la vez era y no era el estanque azul de la Garra. Calveros
levantó la antorcha terrible y yo, de algún modo, me había convertido en la
figura infantil que había visto debajo del mar. Presentía que las mujeres
gigantes no podían estar lejos. El mazo descendió golpeando.

Era la mitad de la tarde, y una caravana de hormigas rojas como llamas


avanzaba por mi pecho. Después de caminar durante dos o tres guardias
entre el pálido follaje de ese bosque noble pero sentenciado, desemboqué en
un sendero más ancho, y una guardia más tarde (cuando las sombras se
prolongaban) me detuve, husmeé el aire, y descubrí que el olor que había
detectado era sin duda de humo. Para entonces estaba muerto de hambre y
me adelanté corriendo.
XXVI

La separación

En el lugar donde el sendero se cruzaba con otro había cuatro personas


sentadas en el suelo alrededor de una pequeña hoguera. A la primera que
reconocí fue a Jolenta, cuya aura de belleza hacía que el claro pareciese un
paraíso. Casi en el mismo momento Dorcas me reconoció y vino corriendo
a besarme, y columbré la cara de zorro del doctor Talos detrás del
voluminoso hombro de Calveros.
El gigante, al que tenía que haber reconocido casi en seguida, había
cambiado y estaba casi irreconocible. Llevaba la cabeza envuelta en sucios
vendajes, y en lugar de la chaqueta amplia y negra de siempre, tenía las
espaldas cubiertas por un pegajoso ungüento que parecía barro y olía a agua
estancada.
—Feliz encuentro, feliz encuentro —dijo el doctor Talos—. Nos hemos
estado preguntando qué habría sido de ti. —Calveros indicó con una leve
inclinación de la cabeza que en realidad era Dorcas quien se lo había estado
preguntando; creo que yo hubiera podido adivinarlo sin esa insinuación.
—Estuve corriendo —les dije—. Y sé que Dorcas también. Me
sorprende que no os mataran a todos vosotros.
—Casi lo hicieron —admitió el doctor asintiendo con un movimiento de
cabeza.
Jolenta se encogió de hombros, de modo que este sencillo movimiento
pareció una exquisita ceremonia.
—Yo también corrí. —Se sostuvo los pechos con las manos—. Pero mi
constitución no es para eso, ¿verdad? En fin, que en la oscuridad choqué
contra un exultante que me dijo que no siguiera corriendo, que él me
protegería. Pero después llegaron unos spahis (cómo me gustaría atar esos
animales a mi carruaje algún día, eran tan hermosos), y con ellos venía un
alto oficial de ésos que no están interesados en las mujeres. Tuve entonces
la esperanza de que me llevaran ante el Autarca, cuyos poros apagan el
brillo de las mismísimas estrellas, como casi sucede en la obra. Pero
obligaron a irse a mi exultante y de nuevo volví al teatro donde estaban él
—hizo un gesto hacia Calveros— y el doctor. El doctor estaba poniéndole
una pomada y los soldados iban a matarnos, aunque yo veía que en realidad
no querían matarme a mí. Después nos dejaron ir, y aquí estamos.
El doctor Talos añadió:
—Encontramos a Dorcas al amanecer. Mejor dicho, ella nos encontró, y
desde entonces hemos estado viajando lentamente hacia las montañas.
Lentamente, pues a pesar de encontrarse mal, Calveros es el único capaz de
cargar con nuestros accesorios, y aunque nos hemos deshecho de muchas
cosas, quedan algunas otras que debemos guardar.
Dije que me sorprendía oír que Calveros sólo se encontraba mal, pues
estaba convencido de que había muerto.
—El doctor Talos lo detuvo —dijo Dorcas—. ¿No es cierto, doctor? Y
así fue como lo capturaron. Es sorprendente que no los mataran a los dos.
—Pues ya veis —dijo sonriendo el doctor Talos— que todavía estamos
entre los vivos. Y, aunque algo desmejorados, somos gente rica. Enséñale a
Severian el dinero, Calveros.
Con gesto doloroso, el gigante cambió de postura y alzó una abultada
bolsa de cuero. Miró al doctor como si esperara nuevas instrucciones y
después desató las cuerdas y vertió sobre su mano enorme una lluvia de
crisos recién acuñados.
El doctor Talos cogió una de las monedas y la alzó a la luz.
—Imagina un hombre de una villa pesquera junto al Lago Diuturna,
¿cuánto tiempo dedicaría a levantar paredes, por esta moneda?
Dije:
—Supongo que al menos un año.
—¡Dos! Día a día, invierno y verano, llueva o haga sol, siempre que la
cambiemos por piezas de cobre, como haremos un día. Tendremos
cincuenta de esos hombres para reconstruir nuestra casa. ¡Espera hasta que
la veas!
Calveros añadió con su voz pesada:
—Si es que quieren trabajar.
El doctor pelirrojo giró hacia él:
—¡Trabajarán! He aprendido algo desde la última vez, tenlo por seguro.
Me interpuse.
—Supongo que parte del dinero es mío, y que otra parte corresponde a
estas mujeres, ¿no es así?
El doctor Talos se distendió.
—Claro, lo había olvidado. Las mujeres ya han tenido su parte. La
mitad de esto es tuyo. Después de todo, sin ti no lo hubiéramos ganado. —
Sacó las monedas de la mano del gigante y comenzó a hacer dos pilas en el
suelo.
Supuse que sólo quería decir que yo había contribuido al éxito de la
obra, que no fue mucho. Pero Dorcas, que notó sin duda que había algo más
detrás de ese elogio, preguntó:
—¿Por qué lo dice, doctor?
La cara de zorro sonrió.
—Severian tiene amigos bien situados. Admito que llevaba tiempo
presintiéndolo, pues eso de que un torturador ande vagando por los caminos
era un bocado demasiado grande. Ni siquiera Calveros se lo había tragado,
y en cuanto a mí, mi garganta es demasiado estrecha.
—Si tengo esos amigos —dije—, no los conozco.
Las pilas tenían ya la misma altura, y el doctor empujó una hacia mí y la
otra hacia el gigante.
—Al principio, cuando te encontré en la cama con Calveros pensé que
quizá te enviaban para advertirnos que no representáramos mi obra, pues en
algunos aspectos, habrás observado, es una crítica de la autarquía, al menos
en apariencia.
—Un poco —susurró Jolenta sarcásticamente.
—Pero ciertamente, enviar desde la Ciudadela a un torturador para
meter miedo a un par de saltimbanquis era una reacción absurda y
desproporcionada. Entonces me di cuenta de que nosotros, por el hecho
mismo de que estábamos escenificando la obra, servíamos para ocultarte.
Pocos sospecharían que un servidor del Autarca se uniría a tal empresa.
Añadí la parte del Familiar para esconderte mejor, justificando así tu
atuendo.
—No sé de qué me habla —dije.
—Por supuesto. No deseo obligarte a violar tu lealtad. Pero mientras
ayer montábamos nuestro teatro, un alto servidor de la Casa Absoluta (creo
que era un agamita, gente a quien la autoridad siempre presta oídos) vino a
preguntar si era en nuestra compañía donde actuabas, y si estabas con
nosotros. Jolenta y tú habíais desaparecido, pero respondí que sí. Entonces
me preguntó qué parte de lo que hacíamos te correspondía, y cuando se lo
dije reveló que tenía instrucciones de pagarnos ya la función de la noche.
Lo cual fue una gran suerte, pues a este botarate se le ocurrió cargar contra
el público.
Fue una de las pocas veces que vi que Calveros pareció ofenderse por
las chanzas del médico. Aunque era evidente que le causaba dolor, balanceó
el cuerpo enorme a un lado y a otro, hasta que nos dio la espalda.
Dorcas me había dicho que cuando dormí en la tienda del doctor Talos,
yo había estado solo. Ahora notaba que así se sentía el gigante, que para él
en el claro estaban sólo él y algunos animalitos, compañías de las que se
estaba cansando.
—Ha pagado su impetuosidad —dije—. Parece muy quemado.
El doctor asintió.
—En realidad, Calveros ha tenido suerte. Los hieródulos bajaron la
potencia de sus rayos y trataron de que volviera en lugar de matarlo. Ahora
vive de la indulgencia de los hieródulos, y se regenerará.
Dorcas murmuró:
—¿Quiere decir que se curará? Espero que así sea. Siento compasión
por él que no alcanzo a expresar.
—Tu corazón es tierno. Tal vez demasiado tierno. Pero Calveros está
creciendo todavía y los niños que crecen tienen gran capacidad de
recuperación.
—¿Creciendo aún? —pregunté—. Luce algunas canas.
El doctor se rio.
—Entonces quizá le están creciendo las canas. Pero ahora, queridos
amigos —se levantó y se sacudió el polvo de los pantalones—, hemos
llegado, como bien dice el poeta, al lugar donde el destino separa a los
hombres. Nos habíamos detenido aquí, Severian, no sólo porque estábamos
cansados, sino porque es en este punto donde se separan los caminos que
llevan a Thrax, donde tú vas, y al Lago Diuturna y nuestro país. Me resistía
a dejar atrás este lugar, el último en que tenía esperanzas de verte, sin haber
dividido justamente nuestras ganancias, pero eso ya se ha consumado. En
caso de que vuelvas a comunicarte con tus benefactores de la Casa
Absoluta, ¿les dirás que se te ha tratado con equidad?
La pila de crisos aún seguía en el suelo delante de mí.
—Aquí hay cien veces más de lo que jamás hubiera esperado —dije—.
Sí, desde luego. —Recogí las monedas y las metí en el esquero.
Dorcas y Jolenta se miraron un momento, y Dorcas dijo:
—Me voy a Thrax con Severian, si él va allí.
Jolenta le tendió la mano al doctor, obviamente esperando que la
ayudaría a levantarse.
—Calveros y yo viajaremos solos —dijo él— y caminaremos durante
toda la noche. Os echaremos de menos a todos, pero la hora de la
separación ha llegado. Dorcas, hija, estoy encantado de que hayas
encontrado un protector. —Para entonces la mano de Jolenta estaba en el
muslo del médico.
—Ven, Calveros, tenemos que irnos.
El gigante se incorporó pesadamente, y aunque no se quejó, vi cuánto
sufría. Los vendajes estaban empapados de sudor y sangre. Yo sabía lo que
tenía que hacer, y dije:
—Calveros y yo debemos hablar a solas un momento. ¿Puedo pediros a
los demás que os retiréis unos cien pasos?
Las mujeres empezaron a hacer lo que pedía, alejándose Dorcas por un
camino y Jolenta (a quien Dorcas había ayudado a levantarse) por el otro;
pero el doctor Talos siguió donde estaba hasta que volví a pedirle que se
fuera.
—¿Quieres que yo también me aleje? Es completamente inútil.
Calveros me contará todo lo que digas en cuanto volvamos a estar juntos.
¡Jolenta! Ven aquí, querida.
—Se ha marchado a pedido, igual que se lo pedí a usted.
—Sí, pero se va por el mal camino, y eso no lo consiento. ¡Jolenta!
—Doctor, sólo deseo ayudar a su amigo, o esclavo, o lo que sea.
De manera totalmente inesperada, la profunda voz de Calveros surgió
de su montón de vendas:
—Yo soy su señor.
—Exactamente eso —dijo el doctor mientras recogía la pila de crisos
que había apartado hacia Calveros y la metía en el bolsillo del pantalón del
gigante.
Jolenta volvió cojeando hacia nosotros con la hermosa cara surcada de
lágrimas.
—Doctor, ¿no puedo ir con usted?
—Desde luego que no —dijo él con la misma frialdad que si un niño le
hubiera pedido una segunda porción de pastel. Jolenta se derrumbó a los
pies del doctor.
Levanté la mirada hacia el gigante.
—Calveros, puedo ayudarte. No hace mucho un amigo mío recibió
tantas quemaduras como tú, y yo lo ayudé. Pero no dará resultado mientras
miren el doctor Talos y Jolenta. ¿Quieres volver conmigo un trecho por el
camino de la Casa Absoluta?
Lentamente, la cabeza del gigante se movió de un lado a otro.
—Conoce el lenitivo que le ofreces —dijo el doctor Talos, riendo—. Él
mismo se lo ha aplicado a muchos, pero ama demasiado la vida.
—Lo que le ofrezco es la vida, no la muerte.
—¿De veras? —El doctor levantó una ceja—. ¿Y dónde está tu amigo?
El gigante había alzado las varas de la carretilla.
—Calveros —dije—, ¿sabes quién fue el Conciliador?
—Eso ocurrió hace mucho —respondió Calveros—. No importa ahora.
—Comenzó a avanzar por el sendero que no había tomado Dorcas. El
doctor Talos siguió un momento, llevando a Jolenta colgada del brazo, y se
detuvo.
—Severian, has tenido a tu cargo muchos prisioneros, según me has
dicho. Si Calveros te diera otro crisos, ¿sujetarías a esta criatura hasta que
estemos bastante lejos?
Todavía me sentía mal pensando en el dolor del gigante y en mi propio
fracaso, pero me contuve y dije:
—Como miembro del gremio sólo puedo aceptar encargos de las
autoridades legalmente constituidas.
—Entonces la mataremos, cuando te hayamos perdido de vista.
—Eso es asunto entre usted y ella —dije, y fui hacia Dorcas.
Apenas la había alcanzado, cuando oímos los llantos de Jolenta. Dorcas
se detuvo y me cogió la mano, apretándola más y preguntando qué era ese
sonido; le hablé de la amenaza del doctor Talos.
—¿Y dejas que se vaya?
—No creí que hablara en serio.
Mientras lo decía, ya habíamos dado media vuelta y volvíamos atrás.
No habíamos dado una docena de pasos cuando los llantos fueron seguidos
por un silencio tan profundo que oíamos los crujidos de las hojas
moribundas. Apresuramos la marcha, pero para cuando llegamos al cruce
yo estaba convencido de que ya era demasiado tarde, de modo que me daba
prisa, a decir verdad, sólo porque no quería decepcionar a Dorcas.
Me equivoqué al creer muerta a Jolenta. En una vuelta del camino la
vimos venir corriendo hacia nosotros, las rodillas juntas como si los
generosos muslos le estorbaran las piernas y los brazos cruzados sobre los
pechos para mantenerlos quietos. Tenía el espléndido cabello de oro rojizo
caído sobre los ojos, y el fino vestido recto de organza estaba hecho jirones.
Se desmayó cuando Dorcas se adelantó a abrazarla.
—Esos demonios le han pegado —dijo Dorcas.
—Hace un momento temíamos que la hubieran matado. —Examiné los
cardenales de la espalda de la hermosa mujer—. Creo que son las huellas de
la vara del doctor. Tiene suerte de que no azuzó a Calveros contra ella.
—¿Pero qué podemos hacer?
—Podemos probar con esto. —Saqué la Garra de lo alto de mi bota y se
la mostré—. ¿Recuerdas aquello que encontramos en mi esquero y que tú
dijiste que no era una gema auténtica? Esto es lo que era, y parece que en
ocasiones alivia a los heridos. Quise emplearla con Calveros, pero él no me
dejó.
Sostuve la Garra sobre la cabeza de Jolenta, y luego se la pasé por las
magulladuras de la espalda, pero no brillaba como otras veces, y parecía
que Jolenta no mejoraba.
—No está actuando —dije—. Tendré que cargar con ella.
—Échatela al hombro o la agarrarás por donde más le han pegado.
Dorcas llevó Terminus Est, y yo hice lo que me indicaba, encontrando a
Jolenta casi tan pesada como un hombre. Durante un buen rato avanzamos
trabajosamente bajo el pálido dosel verde de las hojas hasta que Jolenta
abrió los ojos. No obstante, tampoco entonces podía caminar ni tenerse en
pie sin ayuda, ni tan siquiera echarse hacia atrás ese extraordinario cabello,
para que pudiéramos verle mejor el rostro ovalado, humedecido por las
lágrimas.
—El doctor no quiere que vaya con él —dijo.
Dorcas asintió.
—Eso parece. —Era como si hablara con alguien mucho más joven que
ella.
—Quedaré hecha pedazos.
Le pregunté por qué lo decía, pero se limitó a sacudir la cabeza.
Después de un rato dijo:
—¿Puedo ir contigo, Severian? No tengo ningún dinero. Calveros me
quitó lo que el doctor me había dado. —Miró de soslayo a Dorcas—. Ella
también tiene dinero, más del que me dieron a mí. Tanto como te dio el
doctor.
—Ya lo sabe —dijo Dorcas—. Y sabe que el dinero que tengo es suyo,
si lo necesita.
Cambié de tema.
—Quizá las dos tendríais que saber que no voy a Thrax, o al menos que
no voy allí directamente. No, si puedo descubrir el paradero de la orden de
las Peregrinas.
Jolenta me miró como si estuviera loco.
—He oído decir que recorren todo el mundo. Además, no aceptan más
que a mujeres.
—No quiero unirme a ellas, sólo encontrarlas. Las últimas noticias
decían que se encaminaban al norte. Pero si averiguo dónde están, tendré
que ir allí, aunque tenga que volver otra vez al sur.
—Iré adonde tú vayas —declaró Dorcas—, y no a Thrax.
—Y yo no voy a ninguna parte —suspiró Jolenta. En cuanto no tuvimos
que cargar con Jolenta, Dorcas y yo nos adelantamos un trecho. Al cabo de
un rato, me volví a mirarla. Ya no lloraba, pero era difícil reconocer la
belleza que una vez había acompañado al doctor Talos. Entonces levantaba
la cabeza con orgullo, incluso con arrogancia. Echaba los hombros hacia
atrás y los magníficos ojos le brillaban como esmeraldas. Pero ahora tenía
los hombros caídos de cansancio y miraba al suelo.

—¿De qué hablaste con el doctor y el gigante? —me preguntó Dorcas


mientras caminábamos.
—Ya te lo he dicho —dije.
—Llegaste a alzar tanto la voz que pude oírte. Decías: «¿Sabes quién
fue el Conciliador?». Pero no entendí si tú no lo sabías o si estabas tratando
de averiguar si ellos lo sabían.
—Sé muy poco, nada en realidad. He visto supuestos retratos, pero son
tan diferentes que es difícil que representen al mismo hombre.
—Hay leyendas.
—La mayoría de las que he oído parecen muy tontas. Ojalá Jonas
estuviera aquí; pues cuidaría de Jolenta y tal vez sabría cosas del
Conciliador. Jonas fue el hombre que encontramos en la Puerta de la Piedad
y que iba montado en un petigallo. Durante algún tiempo fuimos buenos
amigos.
—¿Dónde está ahora?
—Eso es lo que el doctor Talos quería saber. Pero no lo sé, y no quiero
hablar de eso ahora. Cuéntame algo del Conciliador, si tienes ganas de
hablar.
Sin duda era una tontería, pero en cuanto mencioné ese nombre sentí el
silencio del bosque como un peso. En algún lugar entre las ramas más altas,
el susurro de una brisa podía haber sido el suspiro de un enfermo; el verde
pálido de las hojas hambrientas de luz sugería las caras pálidas de unos
niños hambrientos.
—Nadie sabe mucho de él —comenzó Dorcas—, y probablemente yo sé
menos que tú. Ahora no recuerdo cómo llegué a enterarme de lo que sé. En
todo caso, algunos dicen que era poco más que un muchacho. Otros dicen
que no era en absoluto un ser humano, ni tampoco un cacógeno, sino el
pensamiento, tangible para nosotros, de una vasta inteligencia para la que
nuestra factualidad no es más real que los teatros de papel de los
vendedores de juguetes. Se dice que una vez tomó a una mujer moribunda
de una mano y una estrella con la otra, y desde entonces en adelante tuvo el
poder de reconciliar al universo con la humanidad y a la humanidad con el
universo, acabando con la antigua ruptura. Le daba por desaparecer, y
reaparecer cuando ya todos lo creían muerto; en ocasiones reaparecía
después de haber sido enterrado. Se le podía encontrar como un animal que
hablaba la lengua de los hombres, y se aparecía a esta o aquella piadosa
mujer en forma de rosas.
Recordé mi enmascaramiento.
—Como a la Sacra Katharine, supongo, en el momento de su ejecución.
—También hay leyendas más tenebrosas.
—Cuéntamelas.
—Me asustaban —dijo Dorcas—. Ya ni siquiera las recuerdo. ¿No
habla de él ese libro marrón que llevas contigo?
Lo saqué y comprobé que sí, y entonces, puesto que no podía leer bien
mientras caminábamos, lo volví a meter en el esquero, resuelto a leer esa
parte cuando acampáramos, lo que tendríamos que hacer pronto.
XXVII

Hacia Thrax

Nuestro sendero se prolongó por el bosque malherido mientras duró la luz;


una guardia después de oscurecer llegamos a la orilla de un río más
pequeño y rápido que el Gyoll, donde a la luz de la luna podíamos ver
amplios cañaverales que al otro lado se mecían al viento de la noche. A
cierta distancia, Jolenta había venido sollozando de cansancio, y Dorcas y
yo convinimos en detenernos. Como jamás hubiera puesto en peligro la
afilada hoja de Terminus Est cortando las pesadas ramas de los árboles, no
disponíamos de mucha leña, pues las ramas muertas que encontrábamos
estaban empapadas de humedad y eran de consistencia esponjosa a causa de
la descomposición. En la ribera había abundancia de palos doblados y
resecos, duros y livianos.
Ya habíamos partido un buen número de leños, cuando recordé que no
llevaba mi hierro acerado, pues se lo había dejado al Autarca que, estaba
seguro, tenía que haber sido también el «alto servidor» que había llenado de
crisos las manos del doctor Talos. Pero Dorcas contaba en su escaso
equipaje con pedernal, eslabón y yesca, y pronto nos reconfortó el calor de
una hoguera rugiente. Jolenta tenía miedo de las fieras, aunque me esforcé
por explicarle que era muy improbable que los soldados permitieran que
unas bestias peligrosas vivieran en un bosque que llegaba hasta los jardines
de la Casa Absoluta. Para tranquilizarla quemamos tres teas gruesas por uno
de sus extremos, para en caso de necesidad sacarlas del fuego y amenazar a
las criaturas que ella temía.
No apareció ningún animal, nuestra hoguera alejó los mosquitos y nos
tumbamos de espaldas y miramos las chispas que subían al cielo. Mucho
más arriba, las luces de los objetos voladores pasaban de aquí para allá,
llenando el cielo por un momento o dos de una falsa aurora fantasmal
mientras los ministros y generales del Autarca volvían a la Casa Absoluta o
continuaban su camino hacia la guerra. Dorcas y yo nos preguntábamos qué
pensarían cuando, por un breve instante mientras se alejaban, miraran hacia
abajo y vieran nuestra estrella escarlata; y convinimos en que así como
nosotros nos preguntábamos quiénes eran ellos, también ellos se
preguntarían quiénes éramos nosotros, a dónde íbamos y por qué. Dorcas
me cantó una canción, una canción de una muchacha que camina entre la
arboleda en primavera, y echa de menos a sus amigas del año anterior, las
hojas muertas.
Jolenta estaba tendida entre la hoguera y el agua, quizá porque allí se
sentía más segura. Dorcas y yo estábamos al otro lado del fuego, no sólo
porque queríamos ocultarnos de ella todo lo posible, sino porque Dorcas,
según me dijo, aborrecía la contemplación y el sonido de la fría y oscura
corriente.
—Es como un gusano —dijo—. Una enorme serpiente de ébano que
ahora no tiene hambre, pero sabe que estamos aquí y nos comerá poco a
poco. ¿No tienes miedo de las serpientes, Severian?
Thecla sí lo tenía; sentí la sombra de su temor que se estremecía cuando
oí la pregunta y asentí con la cabeza.
—He oído que en los cálidos bosques del norte el Autarca de Todas las
Serpientes es Uroboros, el hermano de Abaia, y que los cazadores que
descubren su guarida creen que han encontrado un túnel bajo el mar, y
descendiendo por él entran en la boca de Uroboros, y sin darme cuenta
bajan por la garganta, de manera que están muertos cuando todavía se creen
vivos; aunque hay otros que dicen que Uroboros no es más que el gran río
que allí fluye hacia sus propias fuentes, o el mar mismo, que devora sus
propios comienzos.
Dorcas se me arrimó mientras contaba todo esto y yo la rodeé con el
brazo, sabiendo que quería que le hiciera el amor, aunque no estábamos
seguros de que Jolenta durmiera al otro lado de la hoguera. De hecho, de
cuando en cuando se movía, y a causa de las caderas amplias, la cintura
estrecha y las ondas del cabello, parecía retorcerse como una serpiente.
Dorcas levantó la cara, pequeña y trágicamente limpia; yo la besé y la sentí
apretarse contra mí, temblando de deseo.
—Tengo frío —susurró.
Estaba desnuda, aunque yo no había notado que se desvistiera. Cuando
le eché mi capa alrededor, le sentí la piel acalorada —como lo estaba la mía
— por la irradiación del fuego. Deslizó las manitas bajo mi ropa,
acariciándome.
—Qué bueno —dijo—. Qué suave. —Y en seguida, aunque ya
habíamos copulado en otra ocasión, preguntó como una chiquilla:
—¿No seré demasiado pequeña?

Cuando desperté, la luna (apenas podía creer que fuera la misma luna que
me había guiado por los jardines de la Casa Absoluta) casi había sido
sobrepasada por el horizonte ascendente. La luz de berilo corría río abajo,
dando a cada rizo de agua la sombra negra de una ola.
Me sentí inquieto sin saber por qué. El miedo de Jolenta por las fieras
ya no me parecía tan estúpido. Me levanté, y después de comprobar que
Dorcas y ella dormían en paz, busqué más leña para nuestro fuego
moribundo. Me acordé de los nótulos, que según Jonas eran enviados fuera
por la noche, y de la cosa de la antecámara. Sobre nosotros planeaban aves
nocturnas, no sólo búhos como los muchos que anidaban en las ruinosas
torres de la Ciudadela, aves de cabezas redondas y alas cortas, anchas y
silenciosas, sino aves de otras clases, con colas de dos y tres horquillas,
aves que descendían para peinar el agua y gorjeaban durante el vuelo. De
vez en cuando unas mariposas nocturnas mucho más grandes que
cualquiera de las que yo hubiese visto, pasaban de tres en tres. Las alas con
figuras eran tan largas como los brazos de un hombre, y hablaban entre ellas
como los hombres, pero con voces casi inaudibles, demasiado altas.
Removí el fuego, comprobé que mi espada estaba allí, y durante un rato
estuve mirando el rostro inocente de Dorcas con sus grandes y tiernas
pestañas cerradas por el sueño; después me volví a tumbar para observar las
aves que viajaban entre constelaciones y penetrar en ese mundo de la
memoria que, por dulce o amargo que pueda ser, nunca me está
completamente cerrado.
Traté de recordar aquella celebración del día de la Sacra Katharine, al
año siguiente de convertirme en capitán de aprendices; pero los
preparativos de la fiesta acababan de comenzar apenas cuando otras
memorias irrumpieron de rondón. Me encontraba en nuestra cocina
llevándome a los labios una copa de vino robado, y descubrí que se había
convertido en un pecho del que brotaba una leche cálida. Así pues, era el
pecho de mi madre, y apenas pude contener el regocijo (que podía haber
borrado esa memoria) de haber conseguido al fin remontarme hasta ella,
después de tantos intentos infructuosos. Traté de abrazarla, y si hubiera
podido, habría levantado mis ojos para mirarla a la cara. Sin duda era mi
madre, pues los niños que recogen los torturadores no conocen ningún
pecho. Y entonces, la mancha gris en el límite de mi campo de visión era el
metal del muro de su celda. Pronto se la llevarían y ella gritaría en el
Aparato o en el Collar Permisivo. Traté de retenerla, de marcar el momento
de manera que yo pudiera regresar a él cuando quisiera; ella se desvaneció
mientras yo intentaba sujetarla, disolviéndose como la niebla cuando se
levanta el viento.
De nuevo era niño… niña… Thecla. Estaba en una magnífica sala cuyas
ventanas eran espejos, espejos que a la vez iluminaban y reflejaban. A mi
alrededor había hermosas mujeres, dos veces más altas que yo, en diversos
grados de desnudez. El aire era de una espesa fragancia. Buscaba a alguien,
pero al mirar los rostros pintados de las altas mujeres, hermosos y realmente
perfectos, empecé a dudar si la reconocería. Las lágrimas me resbalaron por
la cara. Tres mujeres corrieron hacia mí y miré a una y después otra. Los
ojos de ellas se encogieron entonces hasta convertirse en puntos de luz, y
una mancha en forma de corazón junto a los labios de la más próxima
extendió unas alas de quiróptero.
—Severian.
Me incorporé sentándome, desconociendo en qué punto la memoria
había dado paso al sueño. La voz era dulce, pero muy profunda, y aunque
yo estaba seguro de haberla oído antes, no recordé en seguida dónde. La
luna ya casi estaba detrás del horizonte occidental, y nuestra hoguera moría
por segunda vez. Dorcas había echado a un lado las mantas raídas y dormía
exponiendo un cuerpo de hada al aire de la noche. Viéndola así, con la piel
aún más pálida a la menguante luz de la luna, excepto donde enrojecía al
relumbre de las ascuas, sentí un deseo como jamás había conocido, ni
cuando había apretado a Agia contra mí en los Peldaños de Adamnian, ni
cuando viera a Jolenta por primera vez en el escenario del doctor Talos, y ni
siquiera en las innumerables ocasiones en que me apresuraba a visitar a
Thecla. Pero no era Dorcas a quien yo deseaba; hacía poco que la había
gozado, y aunque creía plenamente que ella me quería, no estaba seguro de
que se me hubiera entregado tan prestamente de no haber tenido sospechas
más que fundadas de que yo había penetrado a Jolenta la tarde antes de la
representación, y de no haber creído que Jolenta nos observaba al otro lado
de la hoguera.
Ni tampoco deseaba a Jolenta, que estaba echada de costado y roncaba.
Deseaba a las dos, y a Thecla, y a la meretriz sin nombre que había fingido
ser Thecla en la Casa Azur, y a su amiga que había hecho de Thea y a quien
había visto en la escalera de la Casa Absoluta. Y Agia, Valeria, Morwenna
y mil más. Me acordé de las brujas, de su locura y de su danza frenética en
el Patio Viejo las noches de lluvia; de la belleza fría y virginal de las
Peregrinas de túnica roja.
—Severian.
No era un sueño. Unas aves adormiladas, posadas en las ramas de los
árboles a orillas del bosque, se estremecieron con la voz. Desenvainé
Terminus Est y dejé que la hoja reflejara la fría luz del amanecer, de modo
que aquél que había pronunciado mi nombre supiera que yo estaba armado.
Todo volvió a quedar en silencio, un silencio que ahora era más
profundo que en todo el resto de la noche. Esperé, volviendo la cabeza
lentamente para tratar de localizar a quien me había llamado, aunque sin
duda habría sido mejor mostrar que yo ya sabía de dónde venía la voz.
Dorcas se movió y gimió, pero ni ella ni Jolenta despertaron; no había otro
sonido que el crepitar del fuego, el viento del amanecer entre las hojas, y el
chapoteo del agua.
—¿Dónde estás? —musité, pero nadie respondió. Brincó un pez con un
chapoteo plateado, y el silencio volvió otra vez.
—Severian.
Aunque profunda, era una voz de mujer, palpitando de pasión, húmeda
de necesidad; me acordé de Agia y no enfundé la espada.
—En el banco de arena…
Aunque temía que no era más que una treta para que volviera la espalda
a los árboles, recorrí el río con la mirada hasta que la vi, a unos doscientos
pasos de nuestra hoguera.
—Ven a mí.
No era una treta, o al menos no la que temiera al principio. La voz venía
de río abajo.
—Ven. Por favor. No te oigo donde estás.
—No he hablado —dije, pero no hubo respuesta. Esperé, pues me
resistía a abandonar a Jolenta y Dorcas.
—Por favor. Cuando el sol llegue a estas aguas, tendré que irme. Tal
vez no haya otra ocasión.
El riachuelo era más ancho en el banco de arena que aguas abajo o
aguas arriba, y yo podía caminar sobre la arena, a pie enjuto, casi hasta el
centro. A mi izquierda el agua verdosa se estrechaba y se hacía
gradualmente más profunda. A mi derecha había una laguna profunda de
unos veinte pasos de ancho, desde el que el agua fluía rápida pero
suavemente. Me quedé de pie en la arena blandiendo Terminus Est con
ambas manos y la punta cuadrada enterrada entre mis pies.
—Aquí estoy —dije—. ¿Dónde estás tú? ¿Me oyes ahora?
Como si el mismo río respondiera, tres peces saltaron a la vez, después
volvieron a saltar en una sucesión de blandas explosiones sobre la
superficie del agua. Un mocasín de dorso marrón marcado con dibujos
dorados y negros de anillos eslabonados, se deslizó casi hasta mi bota, se
volvió como para amenazar a los peces que saltaban, silbó, y después se
adentró en el vado por la parte superior de la barra y se alejó nadando con
grandes ondulaciones. Tenía el cuerpo tan grueso como mi antebrazo.
—No tengas miedo. Mira. Contémplame. Entiende que no te haré daño.
Aunque el agua había sido verde, se puso más verde aún. Mil tentáculos
de jade serpenteaban allí sin llegar a romper la superficie. Mientras miraba,
demasiado fascinado para tener miedo, un disco blanco de tres pasos de
anchura apareció entre ellos, subiendo lentamente.
Hasta que estuvo a unos pocos palmos de la superficie no comprendí lo
que era, y aun entonces sólo porque abrió los ojos. Una cara me miraba a
través del agua, la cara de una mujer que podría haber jugado con el cuerpo
de Calveros como un juguete. Los ojos eran de color escarlata y los labios
carnosos eran de un carmesí tan oscuro que al principio no creí en absoluto
que fueran labios. Detrás de ellos había un ejército de dientes puntiagudos;
los verdes zarcillos que le enmarcaban la cara eran su cabello flotante.
—He venido por ti, Severian —dijo ella—. No, no estás soñando.
XXVII

La odalisca de Abaia

—Una vez soñé contigo —dije—. Yo alcanzaba a verle en el agua el cuerpo


desnudo, inmenso y reluciente.
—Estuvimos vigilando al gigante, y así te encontramos. Por desgracia,
te perdimos de vista demasiado pronto, cuando te separaste de él. Entonces
creías que eras odiado, y no sabías lo mucho que te amábamos. Los mares
de todo el mundo se estremecieron con nuestras lamentaciones por ti, y las
olas lloraron lágrimas de sal y se arrojaron desesperadas contra las rocas.
—¿Y qué quieres de mí?
—Sólo tu amor. Sólo tu amor.
Mientras hablaba, su mano derecha salió a la superficie y flotó allí,
como una balsa de cinco troncos. Aquí estaba realmente la mano del ogro, y
en la punta de un dedo guardaba el mapa de sus dominios.
—¿No soy hermosa? ¿Dónde has contemplado una piel más clara que
la mía y unos labios más rojos?
—Tu aspecto es impresionante —dije de veras—. ¿Pero puedo
preguntarte por qué vigilabas a Calveros cuando me encontré con él? ¿Y
por qué no me observabas a mí, aunque parece que lo deseabas?
—Vigilábamos al gigante porque crece. En eso es como nosotros y
como nuestro padre-marido, Abaia. Acabará viniendo al agua, cuando la
tierra ya no pueda sostenerlo. Pero tú has de venir ya, si quieres.
Respirarás (por un don nuestro) con tanta facilidad como respiras el fino y
débil viento de aquí, y siempre que lo desees regresarás a tierra y ceñirás tu
corona. Este río Cephissus fluye hacia el Gyoll, y el Gyoll hacia el pacífico
mar. Allí podrás montar sobre delnes y viajar por campos de corales y
perlas barridos por la corriente. Mis hermanas y yo te enseñaremos las
antiguas ciudades olvidadas, donde crecieron atrapadas cien generaciones
de tu especie y murieron cuando arriba vosotros las olvidasteis.
—No tengo corona alguna que ceñir —dije—. Me confundes con algún
otro.
—Todos nosotros seremos tuyos allí, en los parques rojos y blancos
donde descansa el león marino.
Mientras la ondina hablaba, elevó lentamente la barbilla, dejando que la
cabeza le cayera hacia atrás hasta que la totalidad del plano del rostro
estuvo a una misma profundidad, apenas sumergido. Le siguió la garganta
blanquecina, y unos pechos con pezones carmesí rompieron la superficie
del agua, y unas olas pequeñas le acariciaron los costados. En el agua
estallaron mil burbujas. Al cabo de unas cuantas respiraciones ella quedó
tendida todo a lo largo sobre la corriente, al menos cuarenta codos desde los
pies de alabastro hasta el cabello en ondas.
Tal vez nadie que lea esto comprenda cómo me pude sentir atraído por
algo tan monstruoso. Sin embargo, así como quien se está ahogando tiene
necesidad de aire, yo quería creerla, huir con ella. Si me hubiera fiado
completamente de lo que ella prometía, me hubiese zambullido en el pozo
en ese momento, olvidando todo lo demás.
—Tienes una corona, aunque todavía lo desconozcas. ¿Crees que
nosotros, que nadamos en tantas aguas, incluso entre las estrellas, estamos
confinados a un único instante? Hemos visto lo que llegarás a ser y lo que
has sido. Apenas ayer yacías en el hueco de la palma de mi mano, y te
levanté por encima de la aglomeración de algas para evitar que murieras
en el Gyoll, salvándote para este momento.
—Dame el poder de respirar en el agua —dije— y déjame probarlo en
el otro lado del banco de arena. Si veo que me has dicho la verdad, iré
contigo.
Vi cómo se le separaban los enormes labios. No puedo decir cómo habló
de alto desde el río para que yo pudiera oírla donde estaba, en el aire; pero
los peces volvieron a saltar con sus palabras.
—Eso no se hace así como así Has de venir conmigo, confiado, aunque
sea sólo un momento. Ven.
Extendió la mano hacia mí, y en el mismo instante oí la voz angustiada
de Dorcas que pedía ayuda.
Me volví y corrí hacia ella. Y creo que si la ondina hubiera esperado, yo
podría haber vuelto. Pero no lo hizo. El propio río pareció alzarse desde su
lecho rugiendo como una rompiente marina. Fue como si me hubieran
lanzado un lago a la cabeza, que me golpeó como una piedra y me barrió
como un palo. Un momento más tarde, cuando se retiró, me encontré muy
arriba del banco, empapado, magullado y sin espada. Cincuenta pasos más
lejos, la ondina levantó la mitad de su cuerpo blanco por encima del río. Sin
el apoyo del agua la carne le colgaba pesadamente sobre los huesos, como
si fuera a quebrarlos, y el lacio cabello le colgaba hasta la arena empapada.
Mientras yo estaba mirando, un agua mezclada con sangre le brotó de la
nariz.
Huí, y cuando llegué a donde estaba Dorcas junto al fuego, la ondina
había desaparecido dejando un remolino de cieno que oscurecía el río por
debajo del banco de arena.
El rostro de Dorcas estaba casi blanco.
—¿Qué fue eso? —susurró—. ¿Dónde estuviste?
—¿Así que llegaste a verla? Temía que…
—¡Qué horrible! —Dorcas se había arrojado en mis brazos, apretándose
contra mí—. Horrible.
—No fue por eso por lo que gritaste, ¿verdad? No pudiste haberla visto
desde aquí, a menos que surgiera de la laguna.
Dorcas señaló en silencio hacia el lado más apartado de la hoguera, y vi
que el suelo donde yacía Jolenta estaba empapado de sangre.
Tenía dos finos cortes en la muñeca izquierda, largos como mi pulgar; y
aunque los toqué con la Garra, parecía que la sangre no llegaba a
coagularse. Cuando hubimos empapado varias vendas, sacadas de la poca
ropa que tenía Dorcas, herví hilo y aguja en un pequeño recipiente y le cerré
la herida cosiéndole los bordes. Mientras tanto, Jolenta parecía apenas
consciente; de cuando en cuando abría los ojos, pero volvía a cerrarlos casi
en seguida sin dar señales de reconocer a nadie. Sólo habló una vez,
diciendo: «Ya ves que aquél a quien tienes por tu divinidad apoyaría y
aconsejaría cuanto te he propuesto. Volvamos a empezar antes de que el Sol
Nuevo se levante». Entonces no reconocí que se trataba de una de sus
intervenciones en la obra.
Cuando la herida dejó de sangrar, y trasladamos a Jolenta a suelo limpio
y la lavamos, regresé al sitio donde me habían alcanzado las aguas, y tras
buscar durante un rato descubrí a Terminus Est, de la que sólo el pomo y
dos dedos de la empuñadura sobresalían de la arena mojada.
Limpié y engrasé la hoja, y Dorcas y yo discutimos sobre lo que
debíamos hacer. Le conté mi sueño y le hablé de la noche de antes de
conocer a Calveros y al doctor Talos; también le conté que oí la voz de la
ondina mientras ella y Jolenta dormían y lo que la ondina me había dicho.
—¿Crees que aún se encuentra allí? Estuviste allí cuando encontraste tu
espada. ¿La habrías visto a través del agua si hubiera estado cerca del
fondo?
Meneé la cabeza.
—No creo que esté allí. De algún modo se hizo daño cuando trató de
dejar el río para detenerme, y no creo que se quedara allí mucho tiempo en
aguas más bajas que las del Gyoll, al sol de un día despejado. Tenía la piel
demasiado pálida. Pero no, si ella hubiera estado allí no creo que la hubiera
visto, pues el agua estaba muy turbia.
Dorcas, que nunca tuvo un aspecto más encantador que en este
momento, sentada en el suelo con el mentón apoyado sobre la rodilla,
estuvo callada un rato, y pareció contemplar las nubes del levante, teñidas
de cereza y fuego por la esperanza misteriosa y eterna de la aurora. Al fin
dijo:
—Tuvo que haberte deseado mucho.
—¿Para salir del agua de esa manera? Creo que vivió en tierra antes de
haberse hecho tan enorme, y por un momento al menos olvidó que ya no
podía hacerlo.
—Pero antes remontó las sucias aguas del Gyoll y subió nadando por
este pequeño y estrecho riachuelo. Sin duda esperó alcanzarte mientras
cruzábamos, pero vio que no podía llegar más arriba del banco de arena, y
entonces te llamó. En resumidas cuentas, no puede haber sido un viaje
agradable para quien acostumbra a nadar entre los astros.
—¿Así pues, crees en ella?
—Cuando estuve con el doctor Talos y tú faltabas, él y Jolenta solían
decirme lo inocente que yo era creyendo a aquéllos con quienes
tropezábamos, y las cosas que decía Calveros, y también lo que decían ellos
mismos. Es igual, creo que aun las gentes que llamamos mentirosas dicen
muchas más verdades que mentiras. ¡Es mucho más fácil! Si esa historia de
salvarte no fuera verdad, ¿por qué contarla? Te asustaría cuando la
recordases. Y si ella no nada entre los astros, de nada vale decirlo. Pero veo
que hay algo que te preocupa. ¿Qué es?
No quería describir en detalle mi encuentro con el Autarca, de manera
que dije:
—No hace mucho vi en un libro el dibujo de una criatura que habita en
el abismo. Tenía alas. Pero no alas como las de las aves, sino planos,
enormes y continuos, de material delgado, pigmentado. Alas que podía batir
contra la luz de las estrellas.
Dorcas se mostró interesada.
—¿Está en tu libro marrón?
—No, en otro libro. No lo tengo aquí.
—Es lo mismo, eso me recuerda que íbamos a ver lo que dice del
Conciliador tu libro marrón. ¿Lo tienes todavía?
—Sí. —Lo saqué. Se había mojado, de manera que lo abrí y lo puse
donde el sol pudiera dar en las páginas, y las brisas que surgieron cuando la
cara de Urth volvió a mirar la cara del sol, quisieron jugar con ellas. Luego,
las páginas pasaron suavemente mientras hablábamos, de manera que los
dibujos de hombres, mujeres y monstruos atrajeron mi mirada, y así
quedaron grabados en mi mente, de modo que aún siguen allí. Y a veces
también frases e incluso pasajes breves, que brillaban y se apagaban según
la luz atrapada, y liberaba luego el brillo de la tinta metálica: «¡Guerreros
sin alma!», «amarillo lúcido», «por ahogamiento». Más tarde: «Estos
tiempos son los tiempos antiguos, cuando el mundo es antiguo». Y: «El
infierno no tiene límites ni está circunscrito; pues donde nosotros estamos
está el Infierno, y donde el Infierno está, allí hemos de estar nosotros».
—¿Quieres leerlo ya? —preguntó Dorcas.
—No. Quiero oír lo que le pasó a Jolenta.
—No lo sé. Yo estaba durmiendo y soñando con… con lo de siempre.
Entraba en una tienda de juguetes. Había estantes con muñecas a lo largo de
la pared, y un pozo en el centro del piso, con muñecas sentadas en el borde.
Recuerdo haber pensado que mi bebé era demasiado pequeño para
muñecas; pero como eran muy bonitas y yo no había tenido ninguna desde
niña, decidí que compraría una y la guardaría para el bebé, y mientras tanto
podría sacarla algunas veces para mirarla y quizá ponerla de pie delante del
espejo de mi cuarto. Señalé la más hermosa. Estaba sentada en el borde del
pozo, y cuando el tendero la agarró para dármela, vi que era Jolenta, y se le
escurrió de las manos. La vi caer muy abajo, hacia el agua negra. Entonces
desperté. Naturalmente, miré para ver si ella estaba bien…
—¿Y viste que sangraba?
Dorcas asintió, y el pelo dorado le relució a la luz.
—Así que te llamé dos veces, y entonces te vi abajo en el banco de
arena, y a esa cosa que salía del agua hacia ti.
—No hay motivo para que te pongas tan pálida. Jolenta fue mordida por
un animal. No tengo idea de qué clase, pero a juzgar por la mordedura era
uno muy pequeño, y no más temible que cualquier otro animalito de
disposición hostil y dientes afilados.
—Severian, recuerdo haber oído que más al norte había murciélagos de
sangre. Cuando era niña, alguien se entretenía en asustarme hablándome de
ellos. Y cuando fui mayor, una vez un murciélago entró en la casa. Alguien
lo mató, y yo le pregunté a mi padre si era un murciélago de sangre, y si
realmente existían esas cosas. Dijo que existían, pero que vivían en el norte,
en los bosques vaporosos del centro del mundo. Mordían por la noche a la
gente dormida y a los animales que estaban paciendo, y tenían una saliva
tan venenosa que las heridas de las mordeduras nunca dejaban de sangrar.
Dorcas hizo una pausa, levantando la mirada hacia los árboles.
—Mi padre dijo que la ciudad había ido extendiéndose hacia el norte a
lo largo del río, y que había comenzado como villa autóctona donde el
Gyoll se une con el mar, y que sería terrible cuando llegara a la región
donde los murciélagos de sangre vuelan y anidan en los edificios
abandonados. Ya tiene que ser terrible para los habitantes de la Casa
Absoluta. No me parece que nos hayamos alejado mucho.
—Me da lástima el Autarca —dije—. Pero pienso que nunca me habías
hablado tanto de tu pasado. ¿Recuerdas ya a tu padre y la casa donde
mataron al murciélago?
Se puso de pie. Aunque trató de parecer valiente, observé que temblaba.
—Recuerdo más cosas cada mañana, después de mis sueños. Pero,
Severian, ahora tenemos que irnos. Jolenta estará débil. Necesita comer y
beber agua limpia. No podemos quedarnos.
Yo mismo tenía un hambre de lobo. Volví a meter en el esquero el libro
marrón y envainé la hoja recién engrasada de Terminus Est. Dorcas empacó
las pocas cosas que tenía.
Después partimos, vadeando el río mucho más arriba del banco de
arena. Jolenta no podía caminar sola; teníamos que sostenerla entre los dos.
Tenía la cara arrugada, y aunque cuando la levantamos había recobrado la
conciencia, apenas habló. De cuando en cuando decía una o dos palabras.
Por primera vez, me di cuenta de lo delgados que eran sus labios; el inferior
ya había perdido su firmeza y le colgaba descubriendo las lívidas encías.
Me pareció que todo su cuerpo, tan opulento ayer, se había reblandecido
como la cera, de manera que en lugar de ser, como otrora, la mujer frente a
la cual Dorcas era una niña, parecía una flor expuesta al viento demasiado
tiempo, el final mismo del verano comparado con la primavera de Dorcas.
Mientras así caminábamos por una estrecha y polvorienta vereda
bordeada a ambos lados con cañas de azúcar, más altas que mi cabeza, me
puse a pensar una y otra vez cómo la había deseado desde el día que la
conocí, no hacía mucho tiempo. La memoria, perfecta y vívida, más
persuasiva que cualquier opiáceo, me mostraba a la mujer como creía
haberla visto primero, cuando Dorcas y yo llegamos de noche por una
arboleda y encontramos el escenario del doctor Talos, brillante de luces en
un pastizal. Qué extraño había parecido verla a la luz del día, tan perfecta
como había sido al brillo adulador de las antorchas la noche antes, cuando
partimos hacia el norte en la mañana más radiante que yo recuerde.
Se dice que el amor y el deseo no son más que primos hermanos, y así
me lo había parecido hasta que caminé con el brazo fláccido de Jolenta
alrededor de mi cuello. Pero no es realmente cierto. En realidad, el amor de
las mujeres era el lado oscuro de un ideal femenino que yo había acariciado
soñando con Valeria y Thecla y Agia, Dorcas y Jolenta y la amante de
Vodalus, de rostro acorazonado y voz seductora, la mujer que era Thea,
como sabía ahora, la hermanastra de Thecla. De modo que mientras
avanzábamos entre las cortinas del cañaveral, cuando el deseo ya no estaba
y yo miraba a Jolenta sólo con compasión, descubrí que aunque yo había
creído que lo único que me importaba de ella era su carne importuna y de
color rosado y la torpe gracia de sus movimientos, yo la amaba.
XXIX

Los vaqueros

Durante la mayor parte de la mañana estuvimos atravesando el cañaveral


sin encontrar a nadie. Por lo que yo podía ver, Jolenta ni ganaba ni perdía
fuerzas; pero me pareció que el hambre, la fatiga de sostenerla y el
resplandor despiadado del sol me estaban afectando, pues dos o tres veces,
cuando la atisbé por el rabillo del ojo, me pareció como si no estuviera
viendo en absoluto a Jolenta sino a otra persona, una mujer a quien
recordaba pero no podía identificar. Si volvía la cabeza para mirarla, esta
impresión (que siempre era muy ligera) se desvanecía totalmente.
Así caminamos, hablando poco. Fue la única vez desde que la recibí del
maestro Palaemón que Terminus Est me pareció pesada. El tahalí estaba
lastimándome el hombro.
Corté algunas cañas y las mordisqueamos chupando el jugo dulce.
Jolenta tenía sed continuamente, y como no podía caminar a menos que la
ayudáramos, ni sostener sola su trozo de caña, nos vimos obligados a parar
con frecuencia. Era extraño ver tan inútiles esas piernas largas y hermosas,
de delgados tobillos y muslos maduros.
En un día alcanzamos el final del cañaveral y salimos al borde de la
verdadera pampa, el océano de hierba. Aquí quedaban aún unos cuantos
árboles, aunque tan esparcidos que desde cada uno de ellos no se veían más
que otros dos o tres. A cada uno de ellos estaba atado el cuerpo de algún
depredador, con látigos de cuero verde, las zarpas delanteras extendidas
como brazos. Casi todos eran tigres de piel manchada, comunes en aquella
parte del país, pero vi atroxes también, con cabellos que parecían de
hombre, y esmilodontes de dientes como sables. La mayoría era poco más
que un montón de huesos, pero algunos vivían y emitían esos sonidos que,
según se cree, espantan a tigres, atroxes y esmilodontes que en otras
circunstancias depredarían el ganado.
Este ganado era para nosotros un peligro mucho mayor que los felinos.
Los toros embestían contra todo lo que se les acercase, y cuando nos
encontrábamos con una manada, teníamos que mantenernos a cierta
distancia para que estos animales cortos de vista no llegaran a vernos, y
avanzar con el viento de frente. En estas ocasiones, me vi forzado a dejar
que Dorcas sostuviera el peso de Jolenta como mejor pudiera, para que yo
marchara delante de ellas y algo más cerca de los animales. En cierta
ocasión tuve que saltar a un lado y cortar de un tajo la cabeza de un toro que
me embestía. Hicimos una hoguera con hierbas secas y asamos algo de
carne.
La vez siguiente me acordé de la Garra y de cómo había acabado con el
ataque de los hombres mono. La saqué de la bota, y el fiero toro negro vino
trotando hacia mí y me lamió la mano. Pusimos a Jolenta sobre el lomo y
Dorcas subió para sostenerla, y yo caminé junto a la cabeza del animal,
sosteniendo la gema donde él pudiera ver la luz azul.
En el árbol próximo, que fue casi el último que encontramos, estaba
atado un esmilodonte todavía vivo, y tuve miedo de que espantara al toro.
Sin embargo, cuando lo dejamos atrás me pareció que nos seguía con los
ojos, amarillos y tan grandes come huevos de paloma. Sentía que la lengua
se me había hinchado con la sed del animal. Le di a Dorcas la gema, y volví
atrás para cortarle las ataduras, convencido de que me atacaría. El animal,
demasiado débil para sostenerse en pie, cayó al suelo, y yo, que no tenía
agua para darle, no pude hacer otra cosa que alejarme de él.

Poco después del mediodía observé un ave carroñera que volaba en círculos
por encima de nosotros. Se dice que estas aves huelen la muerte, y recordé
que una vez o dos, cuando los oficiales estaban muy ocupados en la sala de
exámenes, nosotros los aprendices teníamos que salir a apedrear a las que
pasaban sobre la ruinosa muralla, para que no dieran a la Ciudadela una
reputación todavía peor. Me repugnaba pensar que Jolenta pudiera morir, y
hubiera dado mucho por un arco para disparar contra el ave; pero no llevaba
nada parecido y tuve que resignarme.
Después de un tiempo interminable, a esta primera ave se unieron otras
dos mucho más pequeñas, y por el color brillante de las cabezas, visibles en
algunos momentos aun desde tan abajo, supe que eran catártidas. Así, la
primera, con alas tres veces más grandes que las de las otras, era un
teratornis de montaña, del que se dice que ataca a los montañeros,
rasgándoles las caras con garras venenosas y golpeándolos con los codos de
las grandes alas hasta despeñarlos. De vez en cuando las otras dos se le
aproximaban, y se volvía entonces contra ellas. Cuando eso ocurría oíamos
en ocasiones un chillido penetrante que descendía desde los murallones de
un castillo de aire. En una ocasión gesticulé con aire macabro para que los
pájaros vinieran a nosotros. Descendieron los tres y yo blandí mi espada
contra ellos y dejé de gesticular.
Cuando el horizonte del poniente había subido casi hasta el sol,
llegamos a una casa baja, poco más que una choza, hecha de paja. En un
banco de delante se sentaba un hombre nervudo con polainas de cuero, que
bebía mate y fingía observar los colores de las nubes. En realidad, tuvo que
habernos descubierto mucho antes que nosotros a él, pues era pequeño y
moreno y apenas se lo veía delante de la casa pardusca, mientras que
nuestras siluetas se recortaban claras contra el cielo.
Aparté la Garra cuando vi a este vaquero, aunque no estaba seguro de
cómo reaccionaría el toro. Al fin no hizo nada y siguió avanzando como
antes, cargando a las dos mujeres. Cuando llegamos a la casa de paja las
ayudé a bajar, y el animal levantó el hocico, olisqueó el viento y después
me miró con un ojo. Agité la mano señalándole los campos ondulados para
indicarle que ya no lo necesitaba y para hacerle ver que tenía la mano vacía.
Dio media vuelta y se alejó al trote.
El vaquero se quitó de los labios la paja de peltre y dijo:
—Eso era un buey.
Asentí con un gesto.
—Lo necesitábamos para transportar a esta pobre mujer enferma y lo
tomamos prestado. ¿Es suyo? Suponíamos que no le importaría. Después de
todo, no le hemos hecho daño.
—No, no. —El vaquero hizo un gesto de vaga protesta—. Sólo
preguntaba porque cuando al principio os vi pensé que era un diestrero. Mi
vista no es tan buena como antes. —Nos contó lo buena que fuera en un
tiempo, muy buena realmente—. Pero, como decís, era un buey.
Esta vez, Dorcas y yo asentimos juntos.
—Ya veis lo que es llegar a viejo. Hubiera lamido la hoja de este
cuchillo —y palmeó la empuñadura de metal que le sobresalía del ancho
cinturón— y apuntando con él hacia el sol habría jurado que vi algo entre
las piernas del buey. Pero si no fuera tan estúpido, sabría que nadie puede
montar a los toros de las pampas. Sólo la pantera roja, pero se mantiene
sobre él clavándole las garras en el lomo, y aún así muere en ocasiones. Sin
duda era una ubre que el buey heredó de su madre. Yo la conocí y tenía una.
Le dije que yo era de la ciudad y muy ignorante en todo lo que se refería
al ganado.
—Ah —dijo, y sorbió su mate—. Yo soy más ignorante que tú. Excepto
yo, por aquí todos son eclécticos ignorantes. ¿Conoces a esta gente que
llaman eclécticos? No saben nada; ¿cómo puede uno aprender con vecinos
así?
Dorcas dijo:
—Por favor, ¿nos permite entrar y poner a esta mujer donde podamos
acostarla? Me temo que se esté muriendo.
—Os dije que no sé nada. Tendríais que preguntarle a este hombre, pues
puede conducir a un buey —casi dijo un toro— como si fuera un perro.
—¡Pero él no puede ayudarla! Sólo usted.
El vaquero me guiñó un ojo y comprendí que él había sabido deducir
que había sido yo, y no Dorcas, quien domesticara al toro.
—Lo siento mucho por vuestra amiga —dijo—, que según veo tuvo que
haber sido una hermosa mujer. Pero aunque he estado bromeando con
vosotros aquí sentado, tengo un amigo que ahora mismo está echado ahí
dentro. Teméis que vuestra amiga se esté muriendo. Yo sé que mi amigo se
está muriendo y me gustaría ayudarlo a irse sin que nadie lo moleste.
—Sí, claro está, pero no lo molestaremos. Quizás hasta podamos
ayudarle.
El vaquero miró de Dorcas a mí y de nuevo a ella.
—Sois gente extraña; ¿qué sé yo? No más que uno de esos eclécticos
ignorantes. Entrad, entonces. Pero guardad silencio y recordad que sois mis
huéspedes.
Se levantó y abrió la puerta, que era tan baja que tuve que agacharme
para pasar. La casa tenía un solo cuarto, oscuro y que olía a humo. En un
jergón delante del fuego yacía echado un hombre mucho más joven y, según
pensé, más alto que nuestro anfitrión. Tenía la misma piel morena, pero no
había sangre bajo el pigmento. Parecía que le hubiesen embadurnado las
mejillas y la frente. No había más lecho que aquel sobre el que yacía, pero
extendimos la harapienta manta de Dorcas sobre el suelo de tierra y
pusimos sobre ella a Jolenta. Por un momento se le abrieron los ojos. No
había conciencia en ellos, y el color verde claro de otrora se había apagado
como un paño barato dejado al sol.
Nuestro anfitrión meneó la cabeza y en seguida susurró:
—No durará más que ese ecléctico ignorante de Manahen. Tal vez
menos.
—Necesita agua —le dijo Dorcas.
—Detrás, en el tonel. Iré por ella.
Cuando oí el golpe de la puerta, saqué la Garra. Esta vez brilló con una
llama de color cianoso, tan abrasadora que temí que atravesara las paredes.
El joven que yacía sobre el jergón respiró profundamente, y exhaló el aire
con un suspiro. Aparté en seguida la Garra.
—A ella no le ha servido —dijo Dorcas.
—Tal vez el agua la ayude. Ha perdido mucha sangre.
Dorcas fue a alisarle el cabello a Jolenta. Tenía que haber estado
cayéndosele, como ocurre a menudo con el pelo de las ancianas y de
quienes padecen fiebres altas, tanto cabello quedó pegado a la palma
húmeda de Dorcas que pude verlo con claridad a pesar de la falta de luz.
—Creo que ha estado siempre enferma —susurró Dorcas—. Siempre
desde que la conozco. El doctor Talos le daba algo que la mejoraba por un
tiempo, pero ahora la ha apartado de él; ella solía ser muy absorbente y él se
ha vengado.
—No puedo creer que quisiera de veras ser tan duro.
—Ni tampoco yo, realmente. Escucha, Severian. Seguramente él y
Calveros se detendrán para actuar y espiar en estas tierras. Quizá podamos
encontrarlos.
—¿Espiar? —Tuve que haber parecido tan sorprendido como me sentía.
—Al menos, siempre pensé que viajaban para averiguar lo que pasaba
en el mundo, tanto como para ganar dinero; una vez el doctor Talos llegó
incluso a admitirlo, aunque nunca supe exactamente qué estaban buscando.
El vaquero vino con una calabaza llena de agua. Ayudé a Jolenta a que
se sentara, y Dorcas le llevó la calabaza a los labios. El agua se derramó y
empapó el traje rasgado de Jolenta, aunque una parte le entró también en la
garganta, y cuando la calabaza estuvo vacía y el vaquero la llenó de nuevo,
pudo tragar. Le pregunté al vaquero si sabía dónde estaba el Lago Diuturna.
—No soy más que un ignorante —dijo—. Nunca he ido lejos. Me han
dicho que está en esa dirección —señalando al norte y al oeste—. ¿Deseáis
ir allí?
Asentí con la cabeza.
—Entonces tenéis que pasar por un mal lugar. Quizá por muchos
lugares malos, pero desde luego por la ciudad de piedra.
—¿Entonces hay una ciudad cerca de aquí?
—Sí, hay una ciudad, pero sin gente. Los eclécticos ignorantes que
viven cerca de allí piensan que vaya donde vaya un hombre, la ciudad de
piedra se mueve para esperarlo en el camino. —El vaquero rio entre
dientes, y en seguida se puso serio—. No es que sea así, pero la ciudad de
piedra tuerce el camino que lleva el jinete, de modo que se la encuentra
delante cuando cree que está dando un rodeo. ¿Comprendéis? Me parece
que no es así.
Me acordé del jardín Botánico y asentí con la cabeza.
—Lo entiendo. Sigue.
—Pero si vais al norte y al oeste tenéis que pasar de cualquier modo por
la ciudad de piedra. Ni siquiera tendrá que torcer vuestro camino. Algunos
no encuentran allí nada más que paredes caídas. He oído decir que algunos
encuentran tesoros. Otros regresan con historias nuevas, y otros no
regresan. Supongo que ninguna de estas mujeres es virgen.
Dorcas abrió la boca. Yo meneé la cabeza.
—Eso es bueno. Son ellas quienes no regresan la mayoría de las veces.
Tratad de atravesarla de día, con el sol sobre el hombro derecho por la
mañana y más tarde en el ojo izquierdo. Si llega la noche, no os detengáis ni
dobléis a un lado. Mantened delante de vosotros las estrellas del Ihuaivulu
cuando empiecen a brillar.
Moví la cabeza asintiendo e iba a pedirle más información cuando el
hombre enfermo abrió los ojos y se sentó. La manta se le cayó y vi que en
el pecho tenía un vendaje manchado de sangre. Se sobresaltó, me miró y
gritó algo. En un instante sentí la fría hoja del cuchillo del vaquero en mi
garganta.
—No te hará daño —le dijo al hombre enfermo. Utilizó el mismo
dialecto, pero como hablaba con más lentitud pude comprenderle—. No
creo que él sepa quién eres.
—Te digo, padre, que es el nuevo lictor de Thrax. Han llamado a uno y
dicen los clavígeros que ya está en camino. ¡Mátalo! Pues viene a matar a
todos los que no han muerto todavía.
Me asombró oírle mencionar a Thrax, que estaba aún tan lejos, y quise
preguntarle por la ciudad. Creo que podría haber hablado con él y con su
padre y hacer alguna suerte de paz, pero Dorcas golpeó al viejo en el oído
con la calabaza, golpe inútil de mujer que no hizo más que reventar la
calabaza y hacerle poco daño. Él la atacó con el cuchillo torcido de doble
filo, pero le detuve el brazo y se lo rompí, y después rompí también el
cuchillo bajo el talón de mi bota. Su hijo, Manahen, intentó levantarse; pero
si la Garra le había devuelto la vida, al menos no le había dado fuerzas, y
Dorcas volvió a empujarlo sobre el jergón.
—Moriremos de hambre —dijo el vaquero. Torcía la cara morena
tratando de no gritar.
—Usted cuidó a su hijo —le dije—. Él curará pronto y podrá cuidar de
usted. ¿Qué le pasó?
Ninguno de los dos quiso decirlo.
Le encajé el hueso y se lo entablillé, y Dorcas y yo comimos y
dormimos fuera esa noche después de decir al padre y al hijo que los
mataríamos si oíamos que abrían la puerta o hacían algún daño a Jolenta.
Por la mañana, mientras ellos todavía dormían, toqué con la Garra el brazo
roto del vaquero. No lejos de la casa había un diestrero atado a un poste, y
montado en él pude conseguir otro para Dorcas y Jolenta. Cuando volvía,
me di cuenta de que las paredes de paja se habían vuelto verdes por la
noche.
XXX

De nuevo el Tejón

A pesar de lo que el vaquero me había dicho, esperé llegar a algún lugar


como Saltus, donde pudiéramos encontrar agua potable y comprar comida y
descanso por unos cuantos aes. En cambio encontramos los últimos restos
de una ciudad. Unos hierbajos crecían entre las piedras perdurables que
habían pavimentado las calles, de modo que de lejos apenas se distinguía de
la pampa de alrededor. Entre estas hierbas había columnas caídas, como
troncos de árboles de un bosque devastado por una terrible tormenta, y
algunas todavía en pie, rotas y de un blanco doloroso a la luz del sol.
Lagartijas de ojos negros y brillantes y de dorsos serrados estaban
paralizadas a la luz. Los edificios no eran más que montículos, y allí
brotaban más hierbas en la tierra traída por el viento.
No veía ninguna razón para desviarnos del camino, así que continuamos
sobre nuestros diestreros avanzando hacia el noroeste. Por primera vez me
di cuenta de las montañas que teníamos delante. Enmarcadas en un arco
ruinoso, no asomaban como una tenue línea azul sobre el horizonte. Y sin
embargo eran toda una presencia, como los clientes locos del tercer nivel de
nuestras mazmorras, aunque nunca se les hizo subir un solo peldaño, y ni
siquiera se los sacó de las celdas. El Lago Diuturna estaba en algún lugar de
esas montañas, y también Thrax; las Peregrinas, por lo que había podido
saber, erraban en algún lugar entre picos y abismos, alimentando a los
heridos de la interminable guerra contra los ascios. Había combates también
en las montañas. Allí habían perecido cientos de miles luchando por un
desfiladero.
Pero ahora estábamos en una ciudad donde no sonaba otra voz que la
del cuervo. De la casa del vaquero habíamos traído agua en unas bolsas de
piel, pero ya estaba casi agotada. Jolenta parecía más débil, y Dorcas y yo
convinimos en que si no encontrábamos agua antes de la noche, era
probable que muriera. Justo cuando Urth comenzaba a rodar sobre el sol
llegamos a una arruinada mesa de sacrificios, cuyo cuenco aún recogía agua
de lluvia; el agua estaba estancada y apestaba, pero, desesperados, dejamos
que Jolenta bebiera unos sorbos, que inmediatamente vomitó. La rotación
de Urth dejó al descubierto la luna, que ya no era luna llena, de modo que
cuando se fue la luz del sol nos alumbró con un débil resplandor verdoso.
Haber encontrado un sencillo fuego de campamento hubiera parecido
casi un milagro. Lo que en realidad vimos fue más extraño pero menos
sorprendente. Dorcas señaló hacia la izquierda. Miré y un momento más
tarde observé algo que tomé por un meteoro.
—Es una estrella que cae —dije—. ¿No has visto antes ninguna? A
veces caen como una lluvia.
—¡No! Se trata de un edificio, ¿no lo ves? Fíjate en lo oscuro contra el
cielo. Parece tener un techo plano y hay alguien allí arriba con pedernal y
eslabón.
Iba a decirle que tenía demasiada imaginación cuando un débil
resplandor rojo, al parecer no más grande que la cabeza de un alfiler,
apareció donde habían caído las chispas. Dos respiraciones más tarde hubo
una pequeña lengua de fuego.
No estaba lejos, pero nos lo pareció, porque cabalgábamos sobre unas
piedras oscuras y quebradas, y cuando alcanzamos el edificio la hoguera se
alzó en una llamarada y vimos tres figuras agachadas alrededor.
—Necesitamos vuestra ayuda —grité—. Esta mujer se está muriendo.
Las tres levantaron la cabeza, y una voz chirriante de arpía preguntó:
—¿Quién habla? Oigo una voz humana, pero no veo ningún hombre.
¿Quién eres?
—Estoy aquí —dije, y me aparté la capa y capucha fulígenas—. A
vuestra izquierda. Estoy vestido de oscuro, eso es todo.
—Ya veo… ya veo. ¿Quién se está muriendo? No es una pequeña
cabellera pálida… Es grande, dorada y rojiza. Aquí no tenemos más que
vino y un poco de fuego. Dad la vuelta y encontraréis la escalera.
Hice que nuestros animales doblaran la esquina del edificio, como ella
me había indicado. Los muros de piedra ocultaron la luna baja y nos
dejaron en una oscuridad de ciegos, pero tropecé con unos toscos peldaños
que se habían hecho sin duda apilando piedras de estructuras derruidas
contra el lado del edificio. Después de trabar a los dos diestreros, subí
llevando a Jolenta, yendo Dorcas delante para tantear el camino y avisar de
los peligros.
Cuando llegamos al techo, no era plano, sino inclinado, tanto que yo
pensaba que iba a resbalar en cualquier momento. La superficie dura e
irregular parecía estar hecha de tejas; una llegó a soltarse y la oí raspar y
chocar con estrépito contra las otras hasta que cayó por el borde y se
estrelló en las losas irregulares de abajo.

Siendo yo aprendiz y tan pequeño que sólo me confiaban las tareas más
elementales, me dieron una carta para llevarla a la torre de las brujas, en el
lado opuesto del Patio Viejo. (Mucho después supe que había una buena
razón para que sólo niños muy por debajo de la pubertad llevaran los
mensajes que nuestra proximidad a las brujas requería). Ahora que sé que
nuestra torre inspiraba horror no sólo a la gente del barrio sino también, en
el mismo o en mayor grado, a los demás residentes de la propia Ciudadela,
siento un regusto de extraña candidez recordando mi propio miedo. Sin
embargo, le parecía muy real al niñito poco atractivo que yo era. Había oído
terribles historias de los aprendices más antiguos, y había observado que
otros niños, sin duda más valientes que yo, tenían miedo. En esa torre, la
más lúgubre de las miríadas de torres de la Ciudadela, de noche ardían luces
de extraños colores. Los gritos que oíamos por las portillas de nuestro
dormitorio no procedían de ninguna sala de exámenes como las nuestras,
sino de los niveles más altos; y sabíamos que eran las propias brujas
quienes chillaban así y no sus clientes, pues en el sentido en que
utilizábamos esa palabra, ellas no tenían ninguno. Tampoco eran esos gritos
los aullidos lunáticos y los penetrantes alaridos de agonía que se oían en
nuestra torre.
Hicieron que me lavara las manos para no ensuciar el sobre, y fui muy
consciente de que estaban húmedas y rojas cuando me puse en camino entre
los charcos de agua helada que salpicaban el patio. Mi mente conjuró una
bruja inmensamente enaltecida y humilladora, que no retrocedería a la hora
de castigarme de algún modo repelente por atreverme a llevarle una carta
con las manos coloradas y que también me enviaría de vuelta al maestro
Malrubius con un informe despreciativo.
Tenía que ser realmente pequeño: di un salto para alcanzar el aldabón.
Todavía siento el ruido apagado de las finas suelas de mis zapatos en el
desgastadísimo umbral de las brujas.
—¿Quién es? —La cara que me miraba apenas estaba más alta que la
mía. Era de ésas (notables en su clase entre los cientos de miles de caras
que he visto) que sugieren a la vez belleza y enfermedad. La bruja a la que
pertenecía me pareció vieja y en realidad tenía unos veinte años o un poco
menos; pero no era alta, y se movía en la postura encorvada de la edad
extrema. Era una cara tan adorable y tan descolorida que podía haber sido
una máscara tallada en marfil por algún maestro escultor.
En silencio, le alargué la carta.
—Ven conmigo —dijo. Éstas eran las palabras que yo había temido, y
ahora que habían sido pronunciadas parecían tan inevitables como la
sucesión de las estaciones.
Entré en una torre muy diferente de la nuestra. La nuestra era sólida
hasta la opresión, de placas de metal tan bien encajadas que se habían
amalgamado hacía siglos unas con otras en una sola masa, y los pisos
inferiores de nuestra torre eran cálidos y húmedos. En la torre de las brujas
nada parecía sólido, y pocas cosas lo eran. Tiempo después, el maestro
Palaemón me explicó que tenía muchos más años que la mayoría de las
demás partes de la Ciudadela, y que había sido construida cuando el diseño
de las torres era apenas algo más que la imitación inanimada de la fisiología
humana, de manera que se utilizaron esqueletos de acero para soportar una
estructura de sustancias más endebles. Con el paso de los siglos, ese
esqueleto se había corroído en gran parte, y al final la estructura se
mantenía en pie sólo gracias a las ocasionales reparaciones llevadas a cabo
por generaciones pasadas. Habitaciones demasiado grandes estaban
separadas por muros no más gruesos que cortinas; ningún piso estaba
nivelado, ni ninguna escalera derecha; los balaustres y barandillas que
tocaba parecían ir a deshacerse en mi mano. En las paredes había dibujos en
tiza de figuras gnósticas en blanco, verde y púrpura, pero el mobiliario era
escaso, y el aire parecía más frío que en el exterior.
Después de subir por varias escaleras y una escala de ramas de corteza
fragante, me llevaron delante de una anciana que estaba sentada en la única
silla que yo había visto allí hasta entonces; la mujer miraba a través de una
plancha de vidrio lo que parecía ser un paisaje artificial habitado por
animales derrengados y sin pelo. Le di la carta y me dejó ir; pero por un
momento me miró y su cara, como la cara de la mujer joven-vieja que me
había llevado hasta ella, quedó por supuesto grabada en mi mente.

Menciono todo esto ahora porque me pareció, al dejar a Jolenta sobre las
tejas junto a la hoguera, que las mujeres allí agachadas eran las mismas. Era
imposible; la anciana a la que había entregado la carta habría muerto casi
seguramente, y la joven (si todavía vivía) habría cambiado, como yo, y ya
no la reconocería. Sin embargo, las caras que se volvieron hacia mí eran las
que recordaba. Quizás en el mundo no hay más que dos brujas, que nacen
una y otra vez.
—¿Qué le pasa? —preguntó la mujer más joven, y Dorcas y yo se lo
explicamos como mejor pudimos.
Mucho antes de que termináramos, la más vieja tenía en el regazo la
cabeza de Jolenta y estaba introduciéndole en la garganta el vino de una
botella de barro.
—Le haría daño si el vino fuera fuerte —dijo—. Pero tres partes son
agua pura. Puesto que no queréis verla morir, sois afortunados,
posiblemente, por haber dado con nosotras. Pero no puedo decir si ella
también lo es.
Le di las gracias y pregunté adónde había ido la tercera persona que se
sentaba al fuego.
La anciana suspiró y me miró por un momento antes de volverse otra
vez hacia Jolenta.
—Sólo estábamos nosotras dos —dijo la más joven—. ¿Viste a tres?
—Con mucha claridad; a la luz de la hoguera. Tu abuela (si lo es) me
miró y me habló. Tú y quienquiera que se encontrara contigo levantasteis la
cabeza y después volvisteis a agacharla.
—Ella es la Cumana.
Ya había oído esa palabra antes; por un momento no recordé dónde, y el
rostro de la mujer, inmóvil como la oréade de un cuadro, no me dio ninguna
pista.
—La vidente —aclaró Dorcas—. ¿Y quién eres tú?
—Su acolita. Me llamo Merryn. Tal vez sea significativo que vosotros,
que sois tres, vierais a tres de nosotras al fuego, mientras que nosotras, que
somos dos, no vimos al principio más que a dos de vosotros.
—Se volvió hacia la Cumana como para que ella lo confirmase, y
después, como si hubiera recibido esa confirmación, nos enfrentó otra vez,
aunque no vi que entre ellas hubieran intercambiado mirada alguna.
—Estoy completamente seguro de que vi una tercera persona, más
grande que cualquiera de vosotras —dije.
—Ésta es una noche extraña y hay quienes cabalgan por el aire de la
noche y en ocasiones toman apariencia humana. Lo que me pregunto es por
qué semejante poder desearía mostrarse a vosotros.
El efecto de sus ojos oscuros y su rostro sereno fue tan grande que
pienso que la hubiera creído si no hubiera sido por Dorcas, que sugirió con
un movimiento de cabeza casi imperceptible que el tercer miembro del
grupo junto al fuego podría haber escapado a nuestra observación cruzando
el tejado y escondiéndose en lo más alejado del caballete.
—Quizá viva esta mujer —dijo la Cumana sin levantar la mirada de la
cara de Jolenta—, aunque no lo desea.
—Fue una suerte para ella que vosotras dos tuvierais tanto vino —dije.
La anciana no mordió el anzuelo, y se limitó a decir:
—Sí. Para vosotros y posiblemente también para ella.
Merryn cogió un palo y removió el fuego.
—La muerte no existe.
Me reí un poco, creo que sobre todo porque ya no estaba tan
preocupado por Jolenta.
—Los de mi oficio pensamos otra cosa.
—Los de tu oficio estáis equivocados.
Jolenta murmuró:
—¿Doctor?— Era la primera vez que la oía hablar desde la mañana.
—Ahora no necesitas un médico. Aquí hay alguien mejor.
La Cumana musitó:
—Busca a su amante.
—¿Entonces no lo es este hombre vestido de fulígeno, Madre? Ya me
parecía que era demasiado corriente para ella.
—No es más que un torturador. Ella busca a uno peor que él.
Merryn asintió en silencio, y después nos dijo:
—Puede que no deseéis moverla más esta noche, pero debemos pediros
que lo hagáis. Encontraréis cien lugares mejores para acampar al otro lado
de las ruinas, pues sería peligroso para vosotros que os quedarais aquí.
—¿Peligro de muerte? —pregunté—. Pero me estáis diciendo que la
muerte no existe, de modo que si he de creeros, ¿por qué tendría que estar
asustado? Y si no puedo creeros, ¿por qué tendría que hacerlo ahora? —Sin
embargo, me levanté para irme.
La Cumana alzó los ojos.
—Ella tiene razón —graznó—. Aunque no lo sepa y hable
maquinalmente, como estornino enjaulado. La muerte no es nada, y por eso
debéis temerla. ¿A qué se puede temer más?
Volví a reírme.
—No puedo discutir con alguien tan sabia como tú. Y puesto que nos
habéis dado la ayuda que podíais, ahora nos iremos porque es nuestro
deseo.
La Cumana permitió que le quitara a Jolenta, pero dijo:
—No es mi deseo. Mi acolita cree todavía que ella manda en el
universo, como un tablero donde puede mover las fichas y formar las
figuras que le convengan. Los Magos creen conveniente incluirme en su
pequeño censo, y yo perdería mi lugar en él si no supiera que gente como
nosotras no somos más que pececitos, que han de nadar con mareas
invisibles para que no caigamos exhaustas sin encontrar sostenimiento.
Ahora has de envolver a esta pobre criatura en tu capa y dejarla tumbada
junto a mi hoguera. Cuando este lugar salga de la sombra de Urth, le
volveré a mirar la herida.
Me quedé de pie con Jolenta en brazos, sin saber si debíamos irnos o
quedarnos. La Cumana parecía bastante bienintencionada, pero su metáfora
me había traído el desagradable recuerdo de la ondina; y examinándole el
rostro llegué a dudar de que se tratase realmente de una anciana, y recordé
con una gran claridad las repugnantes caras de los cacógenos que se habían
quitado las máscaras cuando Calveros se lanzó entre ellos.
—Me avergüenzas, Madre —le dijo Merryn—. ¿Tengo que llamarlo?
—Ya nos ha oído. Vendrá sin que lo llamemos.
Tenía razón. Yo ya oía el roce de las botas sobre las tejas al otro lado del
techo.
—Te has alarmado. ¿No sería mejor que dejaras en el suelo a la mujer,
como te dije, para que pudieras sacar la espada y defender a tu amante?
Pero no será necesario.
Cuando acabó de hablar, pude ver la silueta, recortada contra el cielo de
la noche, de un sombrero alto y una cabeza grande y hombros anchos. Puse
a Jolenta cerca de Dorcas y desenvainé Terminus Est.
—No hace falta —dijo una voz profunda—. No hace ninguna falta.
Hubiera aparecido antes para renovar nuestra amistad, pero no sabía que la
chatelaine aquí presente así lo quería. Mi señor (y el tuyo) manda saludos.
—Era Hildegrin.
XXXI

La limpieza

—Puedes decir a tu señor que he entregado su mensaje —dije.


Hildegrin sonrió.
—¿Y no tienes tú un mensaje para el armígero? Recuerda, vengo de las
penetrales quercíneas.
—No —dije—. Ninguno.
Dorcas levantó la mirada.
—Yo sí tengo un mensaje. Una persona a quien conocí en los jardines
de la Casa Absoluta me dijo que me encontraría con alguien que se
identificaría así, y que yo tenía que decirle: «Cuando las hojas hayan
crecido, el bosque ha de marchar hacia el norte».
Hildegrin se puso un dedo junto a la nariz.
—¿Todo el bosque? ¿Es eso lo que dijo?
—Me transmitió las palabras que acabo de decirte y nada más.
—Dorcas —pregunté—, ¿por qué no me lo contaste?
—Apenas he podido hablar contigo a solas desde que nos encontramos
en el cruce de caminos. Y además, me di cuenta de que era peligroso
saberlo. No veía ninguna razón para ponerte a ti en peligro. Fue el hombre
que le dio ese dinero al doctor Talos quien me lo dijo. Pero no le dio el
mensaje al doctor Talos; lo sé porque escuché lo que hablaron. Él sólo dijo
que era amigo tuyo y me dio el mensaje.
—Y te dijo que me lo dijeras.
Dorcas meneó la cabeza.
La risa ahogada que resonó en la garganta de Hildegrin parecía venir de
bajo tierra.
—Bueno, ya no importa casi, ¿no? Ya ha sido entregado, y por mi parte
no tengo inconveniente en deciros que no me habría importado esperar un
poco más. Pero aquí todos somos amigos, excepto tal vez la muchacha
enferma, y no creo que ella pueda oír lo que se dice ni comprender lo que
hablamos si pudiera oír. ¿Cómo dijiste que se llamaba? No os oía con
claridad cuando estaba allá al otro lado.
—Es porque no lo mencioné. Pero se llama Jolenta. —Mientras
pronunciaba el nombre la miré, y viéndola a la luz del fuego, advertí que ya
no era Jolenta. En aquella cara demacrada ya no quedaba nada de la
hermosa mujer a la que Jonas había amado.
—¿Y eso lo hizo una mordedura de murciélago? Pues últimamente
tienen una fuerza poco común. A mí me han mordido un par de veces. —Lo
miré a los ojos e Hildegrin añadió—: Pues claro, joven sieur, ya la he visto
antes, como a ti y a la pequeña Dorcas. No creerías que os dejé a ti y a la
otra abandonar solos el Jardín Botánico, ¿verdad? ¡Cómo iba a hacerlo si
hablabas de ir al norte y de luchar contra un oficial de los septentriones! Te
vi combatir y te vi decapitar a aquel tipo (por cierto, que contribuí a
atraparlo porque pensé que podría ser de la Casa Absoluta), y también
estuve detrás del público que esa noche te vio en el escenario. No te perdí
hasta que pasó lo de la puerta al día siguiente. Os he visto a ti y a ella,
aunque de ella no queda mucho salvo el cabello, y creo que hasta eso le ha
cambiado.
Merryn preguntó a la Cumana:
—¿Se lo digo, Madre?
La anciana asintió:
—Si puedes, hija.
—Estaba envuelta en un encanto que la hacía hermosa. Ahora ese
encanto se está desvaneciendo rápidamente, por sangre que ha perdido, y
por el mucho ejercicio que ha hecho. Por la mañana no quedarán más que
huellas.
Dorcas retrocedió.
—¿Magia, quieres decir?
—No hay ninguna magia. Sólo conocimiento, más o menos escondido.
Hildegrin miraba fijamente a Jolenta con expresión pensativa.
—No sabía que el aspecto pudiera cambiar tanto. Eso podría ser útil, ya
lo creo. ¿Puede hacerlo tu señora?
—Y mucho más, si quisiera.
Dorcas susurró:
—¿Pero cómo?
—Se han añadido a la sangre unas sustancias sacadas de glándulas de
bestias, para cambiarle la configuración de la carne. Esas sustancias le
dieron un talle fino, pechos como melones, etcétera. También pueden haber
servido para añadir pantorrillas a sus piernas. Una limpieza y la aplicación
de caldos salutíferos le rejuvenecieron la cara. También le limpiaron los
dientes y a algunos les pusieron falsas coronas; una de ellas se ha deshecho
ya, si lo observáis. Le tiñeron el pelo y se lo espesaron cosiéndole hebras de
seda coloreada al cuero cabelludo. Sin duda también le quitaron mucho
vello del cuerpo, y al menos eso quedará así. Lo más importante es que se le
prometió la belleza mientras estuviera en trance. Tales promesas se creen
con una fe mayor que la de los niños, y esa creencia arrastró la vuestra.
—¿No se puede hacer nada?
—Yo no, ni es tarea de cumanas excepto en casos de gran necesidad.
—¿Pero vivirá?
—Sí, como te dijo la Madre, aunque ella no lo deseará.
Hildegrin se aclaró la garganta y escupió sobre el borde del tejado.
—Solucionado, pues. Hemos hecho lo posible por ella y eso es todo.
Así pues, volvamos a aquello para lo que hemos venido. Como dijiste,
Cumana, es bueno que estos otros aparecieran. Me han dado el mensaje que
debía recibir, y son amigos como yo del Señor del Follaje. Este armígero
puede ayudarme a traer al tal Apu-Punchau, y por lo de mis dos amigos que
mataron en el camino, me alegraré de tenerlo conmigo. Así pues, ¿qué nos
impide seguir adelante?
—Nada —murmuró la Cumana—. La estrella está en el ascendente.
Dorcas dijo:
—Si vamos a ayudaros en algo, ¿no deberíamos saber de qué se trata?
—Traer de vuelta el pasado —declamó Hildegrin—. Zambullirnos de
nuevo en la grandeza del antiguo Urth. Había alguien que vivía aquí donde
estamos sentados y que conocía cosas que podían cambiarlo todo. Será el
punto culminante, si se me permite decirlo, de una carrera que en círculos
conocedores ya se considera bastante espectacular.
Pregunté:
—¿Vas a abrir la tumba? Seguramente incluso con el alzabo…
La Cumana fue a limpiar el sudor de la frente de Jolenta.
—Podemos llamarla así, pero no era una tumba para él, sino más bien
su casa.
—Ya ves, trabajando conmigo tan cerca —explicó Hildegrin—, he
venido haciendo favores a esta chatelaine una y otra vez. Más de uno, si se
me permite decirlo, y más de dos. Por último tuve la idea de que había
llegado la hora de cobrar. Le expuse mi pequeño plan al Señor del Bosque,
podéis estar seguros. Y aquí estamos.
—Dije: —Se me había dado a entender que la Cumana sirvió al Padre
Inire.
—Ella paga sus deudas —anunció Hildegrin, muy satisfecho—. La
calidad siempre lo hace. Y no tienes que ser una mujer sabia para entender
que sería prudente tener unos cuantos amigos en el otro bando, por si es el
bando que gana.
Dorcas preguntó a la Cumana:
—¿Quién fue este Apu-Punchau, y por qué su palacio está todavía en
pie cuando el resto de la ciudad no es más que un montón de piedras?
La anciana no respondió, y Merryn dijo:
—Menos que una leyenda, puesto que ni siquiera los eruditos recuerdan
ya su historia. La Madre nos ha dicho que el nombre significa la Cabeza del
Día. En remotos eones apareció entre los pueblos de aquí y les enseñó
muchos secretos maravillosos. Desaparecía con frecuencia, pero siempre
regresaba. Por fin no regresó y los invasores arrasaron sus ciudades. Ahora
regresará por última vez.
—Claro. ¿Sin magia?
La Cumana levantó la mirada hacia Dorcas con ojos que parecían brillar
como las estrellas.
—Las palabras son símbolos. Merryn opta por definir la magia como lo
que no existe… así que no existe. Si optas por llamar magia a lo que vamos
a hacer aquí, entonces la magia vive mientras lo hacemos. En tiempos
antiguos, en una tierra remota, hubo dos imperios separados por montañas.
Uno de ellos vestía a sus soldados de amarillo y el otro de verde. Lucharon
durante cien generaciones. Veo que el hombre que te acompaña conoce la
historia.
—Y después de cien generaciones —dije—, un eremita anduvo entre
ellos y aconsejó al emperador del ejército amarillo que vistiera a sus
hombres de verde, y al señor del ejército verde, que los vistiera de amarillo.
Pero la batalla continuó como antes. En mi esquero tengo un libro titulado
Las maravillas de Urth y del Cielo, y ahí se cuenta la historia.
—Ése es el más sabio de todos los libros de los hombres —dijo la
Cumana—, aunque son pocos a quienes su lectura aprovecha. Hija, explica
a este hombre, que con el tiempo será un sabio, lo que vamos a hacer esta
noche.
La bruja joven asintió.
—La totalidad del tiempo está presente ahora. He ahí la verdad en que
se apoyan las leyendas de los epoptas. Si el futuro no existiera ya, ¿cómo
podríamos viajar hacia él? Si el pasado no existiera todavía, ¿cómo
podríamos dejarlo detrás de nosotros? En el sueño la mente está envuelta en
tiempo, y por eso oímos entonces tan a menudo las voces del más allá, y
sabemos de cosas que han de ocurrir. Aquéllos que, como la Madre, han
aprendido a entrar en ese mismo estado durante la vigilia, viven
acompañados por sus propias vidas. Así también los Abraxas perciben todo
el tiempo como un instante eterno.
Esa noche había habido poco viento, pero de pronto advertí que había
cesado. En el aire colgaba el silencio, de modo que a pesar de la dulce voz
de Dorcas pareció que hablaba con palabras resonantes.
—¿Es eso, pues, lo que hará la mujer que llamáis la Cumana? ¿Entrar
en ese estado, y hablando con la voz de los muertos, decir a este hombre lo
que desee saber?
—Eso no puede. Aunque es muy vieja, esta ciudad fue devastada mucho
antes de que ella naciera. Sólo su propio tiempo la circunda, y eso es todo lo
que ella comprende por conocimiento directo. Para restaurar la ciudad
tendríamos que recurrir a una mente que existió cuando estaba completa.
—¿Y hay en el mundo alguien tan viejo?
La Cumana meneó la cabeza.
—¿En el mundo? No. Sin embargo, esa mente existe. Mira adonde
apunto, hija, justo por encima de las nubes. La estrella roja que hay allí se
llama la Boca del Pez, y en el único mundo que allí sobrevive habita una
mente antigua y penetrante. Merryn, toma mi mano y tú, Tejón, toma la
otra. Torturador, toma la mano derecha de tu amiga enferma y la de
Hildegrin. Tu amada tomará la otra mano de la mujer enferma y la de
Merryn… Ahora estamos enlazados, los hombres a un lado y las mujeres al
otro.
—Sería mejor que hiciéramos algo rápidamente —gruñó Hildegrin—.
Yo diría que se acerca una tormenta.
—Lo haremos tan deprisa como se pueda. Ahora he de utilizar todas
vuestras mentes, y la de la mujer enferma servirá de poco. Sentiréis que
guío vuestro pensamiento. Haced lo que os indique.
Soltando por un momento la mano de Merryn, la anciana (si es que en
verdad era una mujer) sacó de su corpiño una vara cuyas puntas se
desvanecieron en la noche, como si estuviesen fuera de mi campo de visión,
a pesar de que era apenas más larga que una daga. La anciana abrió la boca;
pensé que pretendía ponerse la vara entre los dientes, pero se la tragó. Un
momento más tarde pude detectar su imagen relumbrante, aunque borrosa y
teñida de carmesí, bajo la piel colgante de la garganta.
—Cerrad todos los ojos… Hay aquí una mujer a quien no conozco, de
clase alta, encadenada… No importa, torturador, ya la conozco. No os
soltéis de mi mano… No os soltéis ninguno de mi mano…
En el estupor que había seguido al banquete de Vodalus, yo aprendí lo
que era compartir mi mente. Esto era distinto. La Cumana no aparecía como
yo la había visto, ni como una versión joven de ella, ni (según me pareció)
como nada. Más bien encontré mi pensamiento envuelto en el suyo, como
un pez que flota en una burbuja de agua invisible. Thecla se encontraba allí
conmigo, pero nunca la veía completa; era como si estuviera de pie detrás
de mí, y en un momento yo viera su mano sobre mi hombro, y en el
siguiente sintiera su aliento en mi mejilla.
A continuación desapareció, y todo se fue con ella. Sentí que mi
pensamiento era arrojado a la noche, perdido entre las ruinas.

Cuando me recuperé, yacía sobre las tejas cerca del fuego. Tenía la boca
húmeda de saliva espumosa mezclada con sangre, pues me había mordido
los labios y la lengua. Mis piernas estaban demasiado débiles para ponerme
en pie, pero me incorporé hasta que estuve otra vez sentado.
Al principio pensé que los demás se habían ido. El tejado que era sólido
debajo de mí, pero ellos me parecían vaporosos como fantasmas. Un
fantasmagórico Hildegrin yacía tumbado a mi derecha. Le puse la mano
sobre el pecho y sentí que el corazón le latía como una polilla que trataba de
escapar. La más borrosa era Jolenta, apenas presente. Le habían hecho más
de lo que Merryn había supuesto; vi alambres bajo su carne, y bandas de
metal, aunque también ellas eran borrosas. Entonces me miré a mí mismo, a
mis piernas y pies, y descubrí que podía ver la Garra ardiendo como una
llama azul a través del cuero de mi bota. La agarré, pero apenas alcanzaba a
mover los dedos y no pude sacarla.
Dorcas estaba tendida, como durmiendo. No tenía espuma en los labios,
y parecía más sólida que Hildegrin. Merryn era ahora una muñeca vestida
de negro, tan delicada y tenue que a su lado la delgada Dorcas parecía
robusta. Ahora que la inteligencia ya no animaba a aquella máscara de
marfil, vi que no era más que pergamino sobre hueso.
Como yo había sospechado, la Cumana no era ninguna mujer; pero
tampoco ninguno de los horrores que yo había contemplado en los jardines
de la Casa Absoluta. Algo lustroso y viperino estaba enrollado en la vara,
reluciente. Busqué la cabeza con la mirada pero no encontré ninguna,
aunque cada una de las figuras dibujadas en el dorso del reptil era una cara,
y los ojos de esa cara parecían perdidos y arrobados.
Dorcas despertó mientras yo los miraba.
—¿Qué nos ha ocurrido? —dijo. Hildegrin se estaba moviendo.
—Creo que nos estamos mirando desde una perspectiva más larga que
la de un solo instante.
La boca de ella se abrió, pero no emitió ningún sonido.
Aunque las nubes amenazadoras no trajeron viento, el polvo se movía
en remolinos en las calles, por debajo de nosotros. No sé cómo describirlo
si no es diciendo que parecía como si incontables huestes de minúsculos
insectos cien veces más pequeños que moscas enanas hubieran estado
ocultos en los intersticios del pavimento, y ahora la luz de la luna los
estuviera atrayendo al exterior para que celebraran un vuelo nupcial. Se
movían en silencio y sin ninguna regularidad, pero después de un tiempo la
masa indiferenciada se alzó en enjambres que iban y venían, que se hacían
cada vez más grandes y más densos, y por último volvió a posarse en las
piedras rotas.
Entonces pareció que los insectos ya no volaban, sino que gateaban
unos sobre otros, tratando de llegar al centro del enjambre.
—Están vivos.
Pero Dorcas susurró:
—Mira, están muertos.
Tenía razón. Los enjambres que un momento antes habían bullido de
vida mostraban ahora costillas blanqueadas; las motas de polvo,
ensamblándose así como los estudiosos juntan los fragmentos de vidrios
antiguos a fin de recrear para nosotros una ventana coloreada que se rompió
miles de años atrás, formaron calaveras que a la luz de la luna tenían un
resplandor verde. Entre los muertos se movían algunos animales:
elurodontes, espelaeae escurridizas y formas que reptaban a las que yo no
sabría cómo llamar, todas ellas más borrosas que nosotros, que
contemplábamos aquello desde el tejado.
Uno a uno se levantaron y los animales se desvanecieron. Débilmente al
principio, comenzaron a reconstruir la ciudad; las piedras se alzaron otra
vez, y unos maderos hechos de cenizas fueron encajados en los muros
restaurados. Las gentes, que al levantarse parecían poco más que cadáveres
ambulantes, fueron ganando vigor con el trabajo y se convirtieron en una
raza de piernas arqueadas que caminaban como marineros y hacían rodar
piedras ciclópeas con la fuerza de sus anchas espaldas. Más tarde la ciudad
estuvo completa y esperamos a ver qué sucedería a continuación.
Los tambores rompieron el silencio de la noche; por el tono supe que la
última vez que redoblaron hubo un bosque alrededor de la ciudad, pues
reverberaban como sólo reverberan los sonidos entre los troncos de grandes
árboles. Un chamán de cabeza rapada desfilaba por la calle, desnudo y
pintado con los pictogramas de una escritura que yo jamás había visto, tan
expresiva que las meras formas de las palabras parecían gritar sus
significados.
Iba seguido por cien o más bailarines que evolucionaban en fila uno tras
otro, cada uno con las manos puestas en la cabeza de delante. Como sus
caras miraban hacia arriba, me pregunté (como todavía me lo pregunto) si
no estarían imitando a la serpiente de cien ojos que llamábamos la Cumana.
Lentamente iban calle arriba y abajo dibujando espirales y entrecruzándose
una y otra vez alrededor del chamán, hasta que por fin llegaron a la entrada
de la casa desde donde nosotros mirábamos. Con el ruido de un trueno,
cayó la losa de la puerta. Hubo un aroma como de mirra y rosas.
Un hombre se adelantó para saludar a los bailarines. Si hubiera tenido
cien brazos o hubiera llevado la cabeza bajo las manos, no me habría
producido tanto asombro, puesto que la suya era una cara que yo había
conocido desde la niñez, la cara del bronce funerario en el mausoleo donde
yo jugaba cuando era niño. Llevaba brazaletes de oro macizo, brazaletes
engastados de jacintos y ópalos, cornalinas y esmeraldas destellantes. Con
pasos medidos avanzó hasta que se encontró en el centro de la procesión,
con los bailarines cimbreándose alrededor. Después se volvió hacia
nosotros y levantó los brazos. Nos miraba, y supe que sólo él, de los cientos
que estaban allí, nos veía realmente.
Estaba tan absorto por el espectáculo de allá abajo que no me di cuenta
cuando Hildegrin abandonó el techo. Ahora se lanzaba hacia delante como
una flecha (si eso puede decirse de un hombre tan grande), se confundía con
la multitud, y agarraba a Apu-Punchau.
Apenas sé cómo describir lo que siguió. En cierto modo fue como el
pequeño drama de la casa de madera amarilla del Jardín Botánico; sin
embargo, era mucho más extraño, aunque sólo porque entonces supe que
sobre la mujer, el hermano y el salvaje pesaba un encantamiento. Y ahora
casi parecía que los que estábamos envueltos en magia éramos Hildegrin,
Dorcas y yo. Estoy seguro de que los bailarines no veían a Hildegrin, pero
sabían de algún modo que estaba entre ellos, y gritaban contra él y azotaban
el aire con garrotes de piedra dentada.
Yo estaba seguro de que Apu-Punchau sí lo veía, así como nos había
visto sobre el tejado y como Isangoma nos había visto a Agia y a mí. Pero
no creía que viera a Hildegrin como yo lo veía, y puede ser que lo que él
viera le pareciera tan extraño como la Cumana me lo había parecido a mí.
Hildegrin le echó las manos encima, pero no pudo subyugarlo. Apu-
Punchau forcejeó, pero no pudo librarse. Hildegrin me miró y me pidió
ayuda a gritos.
No sé por qué respondí. Desde luego, ya no me dominaba el deseo de
servir a Vodalus ni sus objetivos. Tal vez fuera porque el alzabo estaba
actuando todavía, o sólo por el recuerdo de Hildegrin mientras nos llevaba
en la barca a Dorcas y a mí por el Lago de los Pájaros.
Traté de separar a empujones a los hombres de piernas arqueadas, pero
uno de los golpes que daban al azar me acertó en un lado de la cabeza y caí
de rodillas. Cuando volví a levantarme, me pareció haber perdido de vista a
Apu-Punchau entre los bailarines que saltaban y gritaban. En vez de él
había dos Hildegrin, uno que forcejeaba conmigo y otro que luchaba contra
algo invisible. Aparté furiosamente al primero y traté de acudir en ayuda del
segundo.
—¡Severian!
Me despertó la lluvia que me caía sobre la cara; gotas grandes de lluvia
fría que picaban como granizo. El trueno redoblaba por las pampas. Durante
un rato pensé que me había quedado ciego; pero el destello de un relámpago
me mostró la hierba azotada por el viento y las piernas derruidas.
—¡Severian!
Era Dorcas. Comencé a levantarme y mi mano tocó ropa y también
barro. Tiré de ella y la liberé; era una banda de seda larga y estrecha con
borlas en el extremo.
—¡Severian! —El grito era de terror.
—¡Aquí! —grité—. ¡Estoy aquí abajo! —Otro relámpago me mostró el
edificio y la silueta de la frenética Dorcas sobre el techo. Bordeé la muralla
y encontré los escalones. Nuestras monturas habían desaparecido. Tampoco
las brujas estaban en el tejado; Dorcas, sola, se inclinaba sobre el cuerpo de
Jolenta. A la luz del relámpago vi la cara muerta de la camarera que nos
había servido al doctor Talos, a Calveros y a mí en el café de Nessus. Toda
su belleza había sido limpiada. En el recuento final no queda más que el
amor, más que esa divinidad. Nuestro pecado imperdonable es siempre el
mismo: sólo somos capaces de ser lo que somos.

Aquí me detengo de nuevo, lector, después de haberte conducido de ciudad


en ciudad… Desde la pequeña villa minera de Saltus a la desolada ciudad
de piedra cuyo nombre se había perdido hacía tiempo en el torbellino de los
años. Saltus fue para mí la puerta de entrada al mundo que se abre más allá
de la Ciudad Imperecedera. Así también la ciudad de piedra fue una puerta
de entrada, la puerta de entrada a las montañas que había vislumbrado a
través de unos arcos ruinosos. Más tarde tendría que viajar entre esas
gargantas y fortalezas, entre ojos ciegos y rostros pensativos.
Aquí me detengo. Si no quieres seguirme, lector, no puedo culparte. El
camino no es fácil.
Apéndices

Relaciones sociales en la Comunidad

Una de las tareas más difíciles del traductor consiste en expresar con
precisión y en términos inteligibles para nosotros todo lo que se relaciona
con las castas y la posición social. En el caso de El Libro del Sol Nuevo esta
tarea es doblemente difícil a causa de la falta de documentos en que
apoyarse; y la exposición que sigue no es más que un esbozo.
Por lo que se deduce de los manuscritos, al parecer la sociedad de la
Comunidad se compone de siete grupos básicos. De éstos, al menos uno
parece completamente cerrado. Para ser exultante hay que serlo de
nacimiento, y se sigue siéndolo toda la vida. Aunque es posible que dentro
de esta clase haya grados, ninguno se indica en los manuscritos. A sus
mujeres se las llama «Chatelaine» y los hombres tienen varios títulos. Fuera
de la ciudad que he optado por llamar Nessus, esta clase se encarga de
administrar los asuntos cotidianos. Esa concepción hereditaria del poder
choca con el espíritu de la Comunidad y explica de sobra la evidente
tensión que hay entre exultantes y autarquía, aunque es difícil concebir
cómo podría organizarse mejor la gobernación local, dadas las condiciones
imperantes; en efecto, la democracia degeneraría inevitablemente en un
mero regateo, y la existencia de una burocracia nombrada por el poder es
imposible cuando no se cuenta con un número suficiente de gentes a la vez
educadas y relativamente desprovistas de dinero que hagan el trabajo de
oficina. En todo caso, es indudable que la sabiduría de los autarcas incluye
el principio de que un acuerdo completo con la clase dirigente es la
enfermedad más mortífera del Estado. Thecla, Thea y Vodalus son sin
ninguna duda exultantes.
Los armígeros son muy parecidos a los exultantes, pero en una escala
inferior. El nombre indica una clase guerrera, pero no parecen haber
monopolizado los principales cargos del ejército, y su posición podría
equipararse a la de los samurai que servían a los daimios del Japón feudal.
Lamer, Nicarete, Racho y Valeria son armígeros.
Los optimates aparecen como comerciantes más o menos ricos. De las
siete clases, ésta es la que menos se nombra en los manuscritos, aunque hay
indicios de que Dorcas perteneció en un principio a los optimates.
Como en toda sociedad, los comunes constituyen la gran masa de la
población. Aunque en general se conforman con lo que tienen y son
ignorantes porque el país es demasiado pobre para darles una educación,
están resentidos por la arrogancia de los exultantes y veneran al Autarca
que, sin embargo, es en último análisis la apoteosis de los comunes.
Pertenecen a esta clase Jolenta, Hildegrin y los habitantes de Saltus, así
como otros innumerables personajes que aparecen en los manuscritos.
En torno al Autarca —que desconfía de los exultantes, sin duda con
razón— están los servidores del trono. Son los administradores y consejeros
militares y civiles. Parecen proceder de los comunes, y es digno de observar
que valoran la educación que han recibido. (Obsérvese cómo, por el
contrario, Thecla la rechaza con desprecio). Al propio Severian y a otros
habitantes de la Ciudadela, con la excepción de Ultan, se les podría
encasillar en esta clase.
Los religiosos son casi tan enigmáticos como el dios al que sirven, dios
que parece fundamentalmente solar, pero no apolíneo. (Dado que al
Conciliador se le atribuye una Garra, es fácil asociar el águila de Júpiter con
el sol, lo que quizás es bastante oportuna). Como el clero católico romano
de nuestros días, parecen pertenecer a diversas órdenes, pero en cambio no
obedecen a una autoridad unificadora. En ocasiones, algo en ellos sugiere el
hinduismo, a pesar de un monoteísmo obvio. Las Peregrinas, que en los
manuscritos desempeñan un papel más importante que cualquier otra
comunidad sagrada, son claramente una hermandad de sacerdotisas, a las
que acompañan (a causa del carácter errante de la orden y el lugar y la
época) servidores varones armados.
Por último, los cacógenos representan, de un modo difícil de entender,
ese elemento foráneo que precisamente por serlo es universal en grado
sumo y que existe en casi todas las sociedades de que tenemos noticia. El
nombre parece indicar que son temidos, o al menos odiados, por los
comunes. Su presencia en las fiestas del Autarca parece mostrar que la corte
los acepta (aunque tal vez bajo coacción). Aunque en apariencia el
populacho de los tiempos de Severian los considera una clase homogénea,
es probable que en la realidad sean distintos grupos. En los manuscritos,
este elemento está representado por la Cumana y por el Padre Inire.
El tratamiento honorífico que he traducido por sieur se aplica sólo a las
clases más altas, pero las más bajas de la sociedad lo empleaban extensa e
inapropiadamente. El título de don se aplica con propiedad a un cabeza de
familia.

Moneda, medida y tiempo

Me ha resultado imposible calcular con precisión los valores de las


monedas que se mencionan en el original de El Libro del Sol Nuevo. Ante la
incertidumbre, he utilizado la palabra crisos para cualquier moneda de oro
que tuviera estampado el perfil de un autarca; aunque sin duda estas
monedas difieren algo en peso y pureza, tienen aproximadamente el mismo
valor.
Las monedas de plata de la época, aún más variadas, las he reunido bajo
la denominación de asimi.
A las monedas grandes de cobre (que componen, como se desprende de
los manuscritos, el principal medio de intercambio entre los comunes) las
he llamado oricretas.
Con el nombre de aes he denominado las miríadas de pequeñas piezas
de latón, bronce y cobre que no son acuñadas por la administración central,
sino por los arcontes locales para sus necesidades y que sólo circulan dentro
de las provincias. Un aes es el valor de un huevo; una oricreta, el de un día
de trabajo de un jornalero común; un asimi, el de una chaqueta de buena
confección para un optimate; y un crisos, el de una buena montura.
Es importante recordar que las medidas de longitud y de distancia no
son, estrictamente hablando, conmensurables. En este libro, una legua
designa una distancia de unas tres millas; es la medida que se emplea para
medir distancias entre ciudades, y en el interior de ciudades grandes como
Nessus.
El palmo es la distancia comprendida entre el pulgar y el dedo índice
extendidos (unas ocho pulgadas). Una cadena es la longitud de una cadena
de 100 eslabones, en la que cada eslabón mide un palmo; equivale, pues, a
unos 70 pies.
Una ana representa la longitud tradicional de la flecha militar: cinco
palmos (unas 40 pulgadas).
El paso, tal como se utiliza aquí, indica un único paso o
aproximadamente dos pies y medio. La zancada equivale a dos pasos.
He dado el nombre de codo a la más corriente de todas las medidas: la
distancia comprendida entre el codo y la punta del dedo corazón (unas 18
pulgadas). (Se observará que a lo largo de toda mi traducción he preferido
palabras modernas que todos pueden entender para intentar reproducir, en
alfabeto latino, los términos originales).
En los manuscritos es raro encontrar palabras que indiquen duración; en
ocasiones uno intuye que la percepción del paso del tiempo (tanto por el
autor, como por la sociedad a la que pertenece) ha quedado oscurecida en el
encuentro con inteligencias regidas por la paradoja temporal de Einstein o
que la han superado. Cuando se habla de quilíada, se designa un período de
1000 años. Una edad es el intervalo de tiempo comprendido entre el
agotamiento de algún recurso mineral o de otro tipo en su forma natural
(por ejemplo, el azufre) y el siguiente. El mes es el (entonces) mes lunar de
28 días, y la semana no se distingue de nuestra propia semana, es decir, la
cuarta parte del mes lunar o siete días. Una guardia es el tiempo de servicio
del centinela: la décima parte de la noche o, aproximadamente, una hora y
15 minutos.

G. W.
GENE WOLFE. Nacido en Nueva York el 7 de mayo de 1931 es un escritor
estadounidense de ciencia ficción y fantasía.
Estudió en la Universidad A&M de Texas, y ya por entonces escribió su
primera obra. Intervino en la Guerra de Corea, y a su regreso obtuvo el
título de Ingeniero Mecánico en la Universidad de Houston (algo pocas
veces dicho es que inventó la máquina con que se fabrican las patatas fritas
Pringles).
Cuentista y novelista enormemente prolífico, se destaca por su
profundidad y prosa rica en alusiones así como también por la fuerte
influencia de su fe católica, que adoptó después de contraer matrimonio con
una católica. Su obra más celebrada es El libro del sol nuevo, cuatro
volúmenes y una coda que transcurren en un futuro remoto, en un planeta
de sol agonizante llamado Urth, y narran la peripecia de Severian, aprendiz
de torturador que llega a ser un mesías. En la década de 1990 publicó las
cuatro entregas de El libro del sol largo, historia de intrigas políticas y
revolución en un mundo metido dentro de una vastísima nave espacial; el
héroe es un humilde sacerdote de barrio. A continuación emprendió El libro
del sol corto, que trata de la colonización de los planetas Verde y Azul. Las
tres sagas forman una obra llamada Ciclo Solar.
Wolfe es tan admirado por los lectores como por críticos y escritores,
muchos de los cuales lo consideran uno de los grandes novelistas vivos sin
distinción de géneros. Otros libros suyos son La quinta cabeza de Cerbero
(inigualada novela sobre clones; Minotauro, 1997), Puertas (Martínez
Roca, 1994), Especies en peligro (Grijalbo, 1993) y The Knight (2003).
Otra obra importante es la serie de Latro, que se inicia en 1986 con
Soldado de la niebla, con la que ganó el premio Locus de Novela de
Fantasía; le siguió Soldado de Areté en 1989, cerrando la serie en 2006 con
Soldado de Sidón.
Ha ganado el Premio Nébula y el World Fantasy Award dos veces cada
uno, el Campbell Memorial Award, y el Locus Award cuatro veces. Ha sido
nominado para el Premio Hugo en varias ocasiones. En 1996 fue
galardonado con el premio «World Fantasy Award for Lifetime
Achievement».
Wolfe vive en Barrington, Illinois, un suburbio de Chicago, con su
esposa Rosemary.
Al principio de su carrera como escritor, Wolfe intercambió
correspondencia con JRR Tolkien.
Fue invitado de honor en la Convención Mundial de Ciencia Ficción
1985 y recibió el Edward E. Smith Memorial Award 1989 en el New
England convención Boskone. En marzo de 2012 se le otorgó el primer
Chicago Salón Literario de la Fama de Fuller, por su contribución a la
literatura de un autor de Chicago.
Severian, desterrado por el pecado de misericordia, ha llegado a
Thrax, la Ciudad de los Cuartos sin Ventanas, y se prepara para
desempeñar el papel, a menudo desagradable, de funcionario del
gobierno. Los acontecimientos perturbadores se precipitan. Dorcas
deja a Severian y vuelve al Lago de los Pájaros. Severian es
perseguido por una bestia mortífera. Ha empezado a cuestionarse
su oficio de torturador y al fin deja libre a una mujer y escapa de la
ciudad. Ya en las montañas sobrevive a otro encuentro con Agia,
que pretende vengar la muerte de su hermano, y sigue huyendo en
compañía de un niño, huérfano a causa de un alzabo. Más tarde, en
una ciudad desierta, la Garra revive a un hombre que había sido
enemigo del Conciliador. El niño muere, pero Severian mata al
hombre, reparando de este modo una antigua deuda de venganza.
Severian se une entonces a las gentes de las islas flotantes, y los
ayuda a atacar el castillo donde volverá a encontrarse con Calveros
y el doctor Talos.
Gene Wolfe

La espada del Lictor


El libro del Sol Nuevo 3

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Budapest 25.01.14
Título original: The Sword of the Lictor
Gene Wolfe, 1981
Traducción: Marcelo Cohen

Editor digital: Budapest


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Montículos, las cabezas humanas desaparecen
en la distancia.
Voy menguando; ya quedo inadvertido.
Pero en libros afectuosos, en juegos infantiles,
me alzaré de los muertos para decir: ¡el sol!

OSIP MANDELSTAM
I

Señor de la Casa de las Cadenas

—Lo tenía pegado al pelo, Severian —dijo Dorcas—. Así que me quedé
bajo la cascada de la sala de piedras calientes… No sé si el ala de los
hombres está dispuesta de la misma manera. Y cada vez que me apartaba
del agua las oía hablar de ti. Te llamaban carnicero negro, y otras cosas que
no quiero contarte.
—Es muy natural —dije—. Probablemente hayas sido la única
desconocida que entró allí en todo el mes; bien puede entenderse que
chismorrearan sobre ti, y que las pocas que sabían quién eras estuvieran
orgullosas y tal vez contaran algún cuento. En cuanto a mí, estoy
acostumbrado, y en el camino habrás oído muchas veces esas expresiones;
sé que yo las oí.
—Sí —admitió, y se sentó en el alféizar de la tronera. Abajo, en la
ciudad, las lámparas de los comercios hormigueantes empezaban a colmar
el valle del Acis de un resplandor amarillo como los pétalos de un narciso,
pero ella no parecía verlas.
—Ahora comprenderás por qué las reglas del gremio me prohíben
tomar esposa… Aunque, como te he dicho muchas veces, por ti las
quebrantaré cuando lo desees.
—Quieres decir que me convendría vivir en otra parte, y venir a verte
sólo una o dos veces por semana, o esperar a que vayas tú.
—Es lo que se suele hacer. Yen algún momento las mujeres que hoy
hablaban de nosotros comprenderán que quizás un día a sus hijos, a sus
maridos o a ellas mismas les toque estar bajo mi mano.
—Pero ¿no ves que no se trata de eso? Se trata de… —Aquí Dorcas
calló y, luego de que los dos estuviéramos un rato en silencio, se levantó y
empezó a pasearse por el cuarto, agarrándose los brazos. Nunca antes la
había visto hacer aquello, y me resultó inquietante.
—¿De qué se trata, pues? —pregunté.
—De que entonces no era cierto. De que ahora lo es.
—Practiqué el Arte cada vez que hubo un trabajo que hacer. Me alquilé
a tribunales de las ciudades y el campo. Varias veces tú me miraste desde
una ventana, aunque nunca quisiste estar entre la multitud… Cosa que
apenas puedo reprocharte.
—No te miraba —dijo ella.
—Yo recuerdo haberte visto.
—No. No mientras sucedía realmente. Tú estabas absorto en tu tarea, y
no me veías retroceder y taparme los ojos. Solía mirarte, y te saludaba con
la mano en el primer momento, cuando te encumbrabas en el patíbulo.
Estabas tan orgulloso…, y derecho como tu espada, tan bello… Eras
sincero. Recuerdo que una vez te miré; estaban contigo un oficial de alguna
clase, y el condenado y un hieromonje. Y el rostro más sincero era el tuyo.
—Es imposible que lo vieras. Sin duda llevaba puesta la máscara.
—Severian, no me hacía falta verlo. Sé cómo es tu rostro.
—¿Y ahora no es el mismo?
—Sí —dijo ella, reacia—. Pero he estado allá abajo. He visto la gente
encadenada en los túneles. Esta noche, cuando tú y yo durmamos en nuestra
cama blanda, estaremos durmiendo encima de ellos. ¿Cuántos dijiste que
había cuando me llevaste?
—Unos mil seiscientos. ¿De veras crees que los dejarían libres a todos
si no estuviera yo para vigilarlos? Cuando llegamos, recuérdalo, ya estaban
aquí.
Dorcas se negaba a mirarme.
—Es como una tumba común —dijo. Vi cómo le temblaban los
hombros.
—Tendría que serlo —dije yo—. El arconte podría liberarlos, pero
¿quién resucitará a los que ellos han matado? Tú nunca has perdido a nadie,
¿no? Dorcas no respondió.
—Pregúntales a las mujeres y las madres y las hermanas de los hombres
que nuestros prisioneros han dejado pudrirse a la intemperie si Abdiesus
debería soltarlos.
—Sólo a mí misma —dijo Dorcas, y apagó la vela de un soplo.

Thrax es una daga torcida que entra en el corazón de las montañas por un
angosto desfiladero del valle del Acis, y se extiende hasta el castillo de
Acies. El coliseo, el panteón y otros edificios públicos ocupan todo el
terreno llano entre el castillo y la muralla (llamada Capulus) que cierra el
extremo inferior de la zona más estrecha del valle. Los edificios privados de
la ciudad trepan a los acantilados de ambas laderas, y muchos están cavados
en la propia roca, práctica de la cual Thrax obtiene uno de sus apodos: la
Ciudad de las Habitaciones sin Ventanas.
Debe su prosperidad a la posición que ocupa en la cabecera del tramo
navegable del río. En Thrax hay que descargar todas las mercancías
enviadas al norte por el Acis (muchas de las cuales han navegado nueve
décimas partes del Gyoll antes de entrar en la boca del río menor, que bien
puede ser la verdadera fuente del otro), y transportarlas a lomo de animal si
han de viajar más lejos. Inversamente, los atamanes de las tribus
montañesas y los terratenientes de la región que desean despachar lana y
maíz a las ciudades del sur los traen para embarcarlos en Thrax, más abajo
de la catarata que cae rugiendo del arqueado vertedero del castillo de Acies.
Como siempre ha de ocurrir cuando una plaza fuerte impone el rigor de
la ley sobre una región turbulenta, la administración de justicia era la
principal preocupación del arconte de la ciudad. Para imponer su voluntad a
las gentes de extramuros que en caso contrario la hubiesen rechazado, podía
convocar siete escuadrones de dimarchi, cada cual a las órdenes de su
propio comandante. El tribunal se reunía todos los meses, desde el primer
día de luna nueva hasta el primero de la llena, comenzando con la segunda
guardia matutina y continuando todo el tiempo necesario para despachar el
orden del día. En tanto ejecutor principal de las sentencias del arconte, a mí
se me exigía que asistiese a las sesiones, para garantizar que los castigos
por él decretados no se tornaran más blandos o más severos por obra de los
encargados de transmitírmelos; y para supervisar con todo detalle el manejo
de la Vincula, en la cual se detenía a los prisioneros. En menor escala, era
una responsabilidad equivalente a la del maestro Gurloes en nuestra
Ciudadela, y durante las primeras semanas que pasé en Thrax me sentí
agobiado.
Una máxima del maestro Gurloes decía que no existe prisión bien
situada. Como la mayoría de las sabias sentencias proferidas para
edificación de los jóvenes, era tan incontestable como inservible. Cualquier
fuga entra en una de tres categorías: bien se consuma por astucia, bien por
violencia, bien por traición de los destacados para vigilar. En los lugares
remotos se hace muy difícil la huida furtiva, y por esta razón han sido
preferidos por la mayoría de quienes han meditado largamente la cuestión.
Por desgracia, desiertos, cumbres e islas solitarias son un campo fértil
para fugas violentas. Si el lugar es sitiado por amigos de los prisioneros, es
difícil advertirlo antes de que sea demasiado tarde, y poco menos que
imposible reforzar la guarnición; y de modo similar, si los prisioneros se
rebelan, es altamente improbable que las tropas lleguen antes de que la
suerte esté decidida.
El emplazamiento en un distrito bien poblado y bien defendido evita
estas dificultades, pero ocasiona otras aún más graves. En sitios tales el
prisionero no necesita mil secuaces sino uno o dos; y no es preciso que
éstos sean combatientes: bastará con una fregona y un buhonero, si son
inteligentes y resueltos. Por lo demás, una vez que el prisionero ha
traspuesto los muros se mezcla de inmediato con la muchedumbre sin
rostro, de modo que su captura ya no será asunto de rastreadores y perros
sino de agentes e informadores.
En nuestro caso no habría podido pensarse en una prisión aislada en un
lugar remoto. Aun de haber estado provista con las suficientes tropas,
además de sus clavígeros, para rechazar los ataques de los autóctonos, los
zoántropos y los cultellarii que recorrían los campos, por no mencionar los
séquitos armados de los pequeños exultantes (en quienes nunca se podía
confiar), habría seguido siendo imposible prescindir de los servicios de un
ejército para escoltar los trenes de abastecimiento. Por fuerza, pues, la
Vincula de Thrax está situada dentro de la ciudad; específicamente, a media
altura de los riscos de la ribera izquierda, y a una media legua del Capulus.
Es de diseño antiguo, y siempre me pareció que desde el comienzo se la
había concebido como prisión, aunque corre la leyenda de que en un
principio era una tumba y que sólo hace unos cientos de años fue ampliada
y adaptada a un nuevo propósito. A los ojos de un observador situado en la
más holgada ribera este, parece una atalaya rectangular que surge de la roca,
una atalaya de cuatro plantas de altura por el lado visible, cuyo techo plano
y merlonado culmina contra el risco. Esta porción de la estructura —que
para muchos visitantes de la ciudad puede parecer todo el edificio— es en
realidad la parte menor y menos importante. En la época en que yo fui lictor
no albergaba más que nuestras oficinas administrativas, una barraca para los
clavígeros y mis propias habitaciones.
A los prisioneros se los alojaba en un túnel inclinado que se hundía en
la roca. La disposición adoptada no era de celdas individuales, como la que
teníamos para los clientes en la mazmorra de mi cofradía, ni la de sala
común que había visto durante mi reclusión en la Casa Absoluta. En cambio
se encadenaba a los prisioneros a los muros del túnel, cada uno con un
pesado collar de hierro de modo tal que quedara en el centro suficiente
espacio para que dos clavígeros pudieran pasearse a sus anchas sin peligro
de que les birlaran las llaves.
El túnel medía unos quinientos pasos de largo, y tenía más de mil
posiciones para prisioneros. El agua provenía de una cisterna hundida en la
roca en la cima del acantilado, y los desechos sanitarios se eliminaban
inundando el túnel cada vez que la cisterna amenazaba desbordarse. Una
cloaca practicada en el extremo inferior del túnel dirigía el agua sucia hacia
un conducto en la base del acantilado; allí atravesaba el muro del Capulus
para vaciarse en el Acis, debajo de la ciudad.
En sus orígenes, la Vincula no era más sin duda que la atalaya
rectangular que cuelga del risco y el propio túnel. Más tarde la había
complicado una maraña de galerías ramificadas y túneles paralelos
(resultantes de pasados intentos de liberar prisioneros abriendo pasajes,
desde una u otra de las residencias privadas en la superficie del acantilado)
y de contraminas excavadas para frustrar esos intentos; a todos los cuales se
recurría ahora forzadamente en busca de alojamiento adicional.
La existencia de estos anexos poco o nada planificados hacía mi tarea
mucho más difícil de lo que habría sido en otras circunstancias, y una de
mis primeras acciones fue iniciar un programa de clausura de pasajes
indeseados e innecesarios, llenándolos con una mezcla de piedras del río,
arena, agua, cal quemada y grava, y de ensanchamiento y conexión de los
que quedaban, de modo tal que acabaran teniendo una estructura racional.
Por necesario que fuera, este trabajo sólo podía llevarse a cabo con gran
lentitud, pues era imposible liberar más que a unos cientos de prisioneros
por vez, y la mayoría estaba en pobres condiciones.
Durante las primeras semanas siguientes a nuestra llegada a la ciudad,
mis deberes no me dejaron tiempo para ninguna otra cosa. Dorcas la
exploró por los dos, y le encargué estrictamente que averiguase dónde
estaban las Peregrinas. La conciencia de que llevaba la Garra del
Conciliador había sido una pesada carga en el largo trayecto desde Nessus.
Ahora que ya no viajaba y no podía rastrear a las Peregrinas por el camino,
y ni siquiera cerciorarme de que avanzaba en una dirección que a la larga
me permitiría quizá dar con ellas, el peso se había vuelto casi insoportable.
Durante el viaje había dormido bajo las estrellas con la gema en la caña de
la bota, y escondida bajo los dedos del pie en las pocas ocasiones en que
habíamos podido parar bajo techo. Ahora descubría que me era imposible
dormir si no la tenía conmigo, si no podía asegurarme, cada vez que me
despertaba de noche, de que aún seguía en mi poder. Dorcas me cosió una
bolsita de antílope que yo llevaba día y noche colgada del cuello. Una
docena de veces durante esas primeras semanas soñé que veía la gema en
llamas, suspendida en el aire por encima de mí como una catedral ardiente,
y me desperté y vi que brillaba con tal intensidad que el fino cuero
translucía un tenue fulgor. Y una o dos veces por noche me despertaba y
descubría que yacía de espaldas, y que sobre mi pecho la bolsa había
cobrado tan ostensible peso (aunque pudiera levantarla sin esfuerzo con la
mano) que me estaba aplastando la vida.
Dorcas hacía todo lo posible por alentarme y asistirme; y no obstante yo
veía que era consciente del abrupto cambio en nuestra relación y que estaba
aún más perturbada que yo. Estos cambios, en mi experiencia, son siempre
desagradables, pues entrañan la probabilidad de otros cambios. Mientras
habíamos marchado juntos (y con mayor o menor prontitud habíamos
viajado desde aquel momento en el jardín del Sueño Infinito, cuando
Dorcas me había ayudado a trepar, medio ahogado, al flotante sendero de
juncos) habíamos sido pares y compañeros, cada cual cubriendo todas las
leguas a pie o montando nuestras cabalgaduras. Si yo había suministrado a
Dorcas un grado de protección física, ella me había suministrado
igualmente un cierto abrigo moral, pues pocos podían fingir por mucho
tiempo que despreciaban su inocente belleza, o que les horrorizaba mi
oficio cuando al mirarme les era inevitable verla también a ella. Había sido
mi consejera en la perplejidad y mi camarada en un centenar de parajes
desiertos.
Cuando al fin entramos en Thrax y presenté la carta del maestro
Palaemon para el arconte, inevitablemente todo aquello había acabado.
Vestido con mi traje fulígeno, ya no tenía que temer a la multitud; al
contrario, eran ellos, quienes me temían como oficial más alto del brazo
más terrible del estado. Ahora Dorcas vivía, no como una igual, sino como
la amante que una vez había visto en ella la Cumana, en las habitaciones de
la Vincula reservadas a mí. Su consejo se había vuelto inútil, o casi, porque
las dificultades que me atribulaban eran las legales y administrativas, en
cuyo manejo me habían instruido durante años y sobre las que ella no sabía
nada; y además porque rara vez yo tenía tiempo o energías para
explicárselas y poder discutirlas.
Así, mientras guardia tras guardia yo permanecía en el tribunal del
arconte, Dorcas tomó la costumbre de vagar por la ciudad; y después de
haber estado incesantemente juntos durante la última parte de la primavera,
en el verano pasamos a no vernos casi, compartiendo una comida por la
noche para trepar exhaustos a la cama, donde pocas veces hacíamos algo
más que dormirnos abrazados.
Por fin brilló la luna llena. ¡Con qué alegría la recibí desde la terraza de
la torre, verde como una esmeralda en su manto de bosque y redonda como
el borde de una taza! Yo aún no estaba libre del todo, ya que debía ultimar
detalles de los suplicios y administraciones acumulados durante mi
asistencia al tribunal; pero al menos lo estaba para dedicar toda mi atención
a ellos, lo cual parecía casi tan bueno como la libertad misma. Había
invitado a Dorcas a bajar conmigo al día siguiente, cuando haría una
inspección de las zonas subterráneas de la Víncula.
Fue un error. En el aire malsano, rodeada por la miseria de los
prisioneros, se indispuso. Esa noche, como ya he referido, me contó que
había ido a los baños públicos (cosa rara en ella, pues tenía tanto miedo del
agua que se lavaba parte por parte con una esponja humedecida en una
jofaina no más honda que una sopera) para limpiarse el pelo del olor del
túnel, y que había oído a las asistentas hablar de ella con otras parroquianas.
II

Sobre la catarata

A la mañana siguiente, antes de irse de la torre, Dorcas se cortó el pelo casi


como un muchacho y prendió una peonía blanca al casquete que lo
confinaba. Yo trabajé con documentos hasta la tarde, luego le pedí la
chilaba de paisano a un sargento de mis clavígeros y salí con la esperanza
de encontrarla.
El libro marrón que llevo conmigo dice que no hay nada más extraño
que explorar una ciudad totalmente diferente de las que uno conoce, porque
hacerlo es explorar una identidad segunda e insospechada. Yo he
descubierto algo más extraño: explorar esa ciudad después de haberla
habitado un tiempo sin aprender nada de ella.
No sabía dónde estaban los baños de que había hablado Dorcas, aunque
de conversaciones oídas en el tribunal había inferido que existían. No sabía
dónde quedaba el bazar donde ella compraba la ropa y los cosméticos, y ni
aun si había más de uno. No conocía nada, en resumen, más que lo que se
veía desde la tronera, y la breve ruta desde la Vincula hasta el palacio del
arconte. Quizá tuviera demasiada confianza en mi capacidad de orientación
en una ciudad tanto más pequeña que Nessus; de todos modos, tomé la
precaución de cerciorarme de vez en cuando, mientras andaba por las
retorcidas calles que bajaban penosamente el risco entre casas-gruta
excavadas en la roca y casas-garganta que brotaban de ella, de que seguía
viendo la forma familiar de la atalaya, con su portal fortificado y su
gonfalón negro.
En Nessus los ricos viven en el norte, donde el agua del Gyoll es más
pura, y los pobres al sur, donde es sucia. Aquí en Thrax no había esa
costumbre, tanto porque el Acis fluía con tal rapidez que el excremento de
los que vivían río arriba (y eran, claro está, mil veces menos numerosos que
los que vivían en las márgenes superiores del Gyoll) apenas afectaba la
corriente, porque era agua tomada del embalse previo a la catarata la que
llegaba por acueductos a fuentes públicas y hogares pudientes, de modo que
no hacía falta recurrir al río salvo cuando —para la fabricación o el lavado
en gran escala— se requerían grandes cantidades.
Así, en Thrax la división se establecía por niveles de altura. Los más
ricos vivían en las faldas más bajas y cercanas al río, con comercios y
oficinas públicas a su alcance, a pocos pasos de muelles desde donde
podían recorrer la ciudad de punta a punta en caiques impulsados por
galeotes. Los no tan adinerados tenían sus casas más arriba; la clase media
en general vivía más arriba aún, y así hasta los más pobres, que moraban
justo debajo de las fortificaciones del acantilado, a menudo en chozas de
adobe y cañas, sólo accesibles mediante largas escalerillas.
Luego me tocaría ver algo de esas barracas miserables, pero por el
momento me mantuve en el barrio comercial vecino al río. Las callejuelas
estaban tan atestadas de gente que al principio creí que se festejaba algo, o
acaso que la guerra —tan remota mientras yo permanecía en Nessus, pero
progresivamente más inmediata a medida que con Dorcas habíamos
marchado hacia el norte— estaba lo bastante cerca como para que los que
huían de ella colmaran la ciudad.
Nessus es tan extensa que tiene, he oído decir, cinco edificios por cada
habitante vivo. Esta proporción se invierte en Thrax, sin duda, y aquel día
hubo momentos en que me pareció que había cincuenta individuos por cada
techo. Además, Nessus es una ciudad cosmopolita, así que aunque se vean
muchos extranjeros, y ocasionalmente incluso lleguen naves con cacógenos
de otros mundos, uno siempre tenía conciencia de que eran extranjeros,
gente que estaba lejos de su tierra. Aquí las calles bullían de humanidad
diversa, pero no reflejaban sino la diversidad natural del territorio
montañoso, de modo que si yo veía, por ejemplo, un hombre con una gorra
de pellejo de pájaro, y con las alas por orejeras, o uno con una tosca
chaqueta de cuero de kaberú, o uno con la cara tatuada, a la vuelta de la
esquina podía encontrarme otros cien de la misma tribu.
Esos hombres eran eclécticos, descendientes de los colonos del sur que
se habían unido a los rechonchos, oscuros autóctonos que habían adoptado
algunas de sus costumbres y las habían mezclado a su vez con otras
adquiridas de los anfitriones de más al norte, y en algunos casos de pueblos
aún más ignotos, mercaderes y razas aldeanas.
Muchos de estos autóctonos prefieren unos cuchillos curvos —o, como
se los llama a veces, doblados— que constan de dos secciones
relativamente rectas y un codo hacia la punta. Se afirma que esta forma
permite atravesar más fácilmente el corazón si la puñalada se da bajo el
esternón. La hoja es rígida, con nervadura central, y de dos filos que se
mantienen muy templados; no hay guarda, y por lo común el mango es de
hueso. (He descrito detalladamente estos cuchillos porque son tan
característicos de la región como lo que más, y porque es de ellos que Thrax
toma otro de sus nombres: la Ciudad de los Cuchillos Curvos. Hay además
una similitud entre el plano de la ciudad y la hoja de ese instrumento: la
curva del desfiladero corresponde a la de la hoja; el río Acis, a la nervadura
central; el castillo de Acies, a la punta, y el Capulus, a la línea en que el
acero desaparece en el mango).
Uno de los guardianes de la Torre del Oso me dijo una vez que no existe
animal más peligroso o más salvaje e incontrolable que el híbrido que
resulta del apareamiento entre un perro de combate y una loba. Estamos
acostumbrados a considerar feroces las bestias del bosque y la montaña, y
salvajes a los hombres que en apariencia brotan de esos suelos. Pero la
verdad es que (como bien sabríamos si no estuviéramos tan hechos a su
compañía) hay una violencia más cruel en ciertos animales domésticos, por
bien que comprendan el lenguaje humano y a veces hablen incluso unas
palabras; y hay un salvajismo más profundo en los hombres y mujeres
cuyos ancestros han vivido en ciudades y poblados desde el alba de la
humanidad. Vodalus, por cuyas venas corría la sangre incorrupta de un
millar de exultantes —exarcas, etnarcas y estarostes—, era capaz de una
violencia inimaginable para los autóctonos que transitaban las calles de
Thrax, desnudos bajo sus capas de guanaco.
Como los perros-lobo (que nunca vi, pues eran demasiado perversos
para ser útiles), aquellos eclécticos tomaban de su ascendencia mixta todo
lo que en ella había de más cruel e ingobernable; como amigos o seguidores
eran hoscos, desleales y pendencieros; como enemigos, feroces, desdeñosos
y vengativos. Esto al menos había oído yo a mis subordinados de la
Víncula, pues eclécticos eran más de la mitad de los prisioneros.
Cada vez que conocí hombres de lenguaje, vestimenta o costumbres
extraños, nunca dejé de preguntarme cómo serían sus mujeres. Siempre hay
un vínculo, puesto que ambos son producto de la misma cultura, como las
hojas de un árbol, que uno ve, y el fruto, que uno no ve porque las hojas lo
ocultan, son productos de un mismo organismo. Pero el observador que se
arriesgue a predecir la apariencia y el sabor del fruto por el contorno de
unas pocas ramas frondosas vistas (por así decir) desde lejos, deberá saber
mucho sobre hojas y frutos si no quiere hacer el ridículo.
Hombres aguerridos pueden nacer de mujeres lánguidas, y tener
hermanas casi tan fuertes como ellos y más decididas. Y así yo, mientras
paseaba entre multitudes compuestas en su mayor parte por esos eclécticos
y por gentes de la ciudad (que no me parecían muy distintos de los
ciudadanos de Nessus, salvo porque las ropas y maneras eran aquí algo más
rudas), me encontré especulando sobre mujeres de ojos oscuros y piel
oscura, mujeres con lustroso pelo negro, grueso como las colas de las
pintadas cabalgaduras de sus hermanos, mujeres de rostro que yo imaginaba
fuerte pero delicado, mujeres dadas a la resistencia feroz y la rápida
entrega, mujeres que podían ser ganadas pero no compradas…, si es que
tales mujeres existen en este mundo.
De sus brazos mi imaginación viajó a los lugares donde tal vez se las
encontrase, solitarias cabañas acurrucadas junto a manantiales de montaña,
ocultas yurtas aisladas entre pastizales altos. Pronto la idea de las montañas
llegó a intoxicarme tanto como una vez, antes de que el maestro Palaemon
me revelara la localización correcta de Thrax, me había intoxicado la idea
del mar. Qué gloriosos son ellos, los impertérritos ídolos de Urth, tallados
con herramientas inexplicables en una edad inconcebiblemente antigua,
lúgubres cabezas que aún se alzan sobre el contorno del mundo coronadas
con mitras, tiaras, diademas rociadas de nieve, cabezas de ojos enormes
como ciudades, figuras de hombros envueltos en bosques.
Así, disfrazado con la insípida chilaba de un burgués, me abrí camino a
codazos por calles atiborradas de humanidad y rezumantes de olor a
estiércol y a cocina, con la imaginación llena de visiones de piedra
colgante, de arroyos de cristal como collares.
Pienso que Thecla habrá sido llevada al menos a las estribaciones de
esas cumbres, sin duda para escapar al calor de algún verano
particularmente tórrido; pues muchas de las escenas que me brotaban en la
mente (por voluntad propia, al parecer) eran de cariz notablemente infantil.
Vi plantas enamoradas de la roca cuyas flores virginales se me presentaban
con una inmediatez que ningún adulto alcanza sin ponerse de rodillas;
abismos que parecían no sólo pavorosos sino chocantes, como si su
existencia desafiara las leyes de la naturaleza; picos tan altos que parecían
literalmente no tener cima, como si el mundo entero hubiera estado cayendo
eternamente de un cielo inimaginable, que aún no había soltado esas
montañas.
Al fin llegué al castillo de Acies, tras haber recorrido casi toda la ciudad
de un extremo a otro. Allí revelé mi identidad a los guardianes de la puerta
trasera y se me permitió entrar y subir a lo alto de la torre principal, tal
como una vez había subido a nuestra Torre Matachina antes de separarme
del maestro Palaemon.
Aquella vez, al subir allí a despedirme del único lugar que había
conocido, había estado en uno de los puntos más encumbrados de la
Ciudadela, que a su vez descansa en la cumbre de una de las elevaciones
más altas de toda el área de Nessus. La ciudad se había extendido ante mí
hasta los límites de la visión, atravesada por el trazo del Gyoll, como el
rastro verde de una babosa en un mapa; yo había divisado incluso la
Muralla en algunos puntos del horizonte, y en ninguna parte yo había estado
a la sombra de alguna cumbre muy superior a la mía.
Aquí la impresión era muy diferente. Estaba montado sobre el Acis, que
corría hacia mí saltando en una serie de escalones rocosos, todos dos o tres
veces más altos que un árbol grande. Pulverizado en una blancura espumosa
que centelleaba bajo el sol, desaparecía por debajo de mí para reaparecer
como una cinta de plata que corría a través de una ciudad tan limpiamente
contenida en su hendedura como una de esas aldeas de juguete que yo (pero
era Thecla) recordaba haber recibido dentro de una caja en un cumpleaños.
Y sin embargo, por así decir, estaba en el fondo de un tazón. Por todos
lados se alzaban muros de piedra, de modo que mirar uno cualquiera era
creer, por un momento al menos, que mediante la multiplicación de
números imaginarios algún hechicero había tergiversado la gravedad
doblegándola en ángulo recto, y la altura que yo veía era en realidad la
superficie rasa del mundo.
Durante una guardia o más, creo, estuve contemplando esas paredes, y
recorrí las delgadas líneas de las cascadas que en limpio y atronador
romance se precipitaban a reunirse con el Acis, y miré las nubes atrapadas
que parecían apretarse blandamente contra esas laderas inflexibles como
ovejas aturdidas y consternadas entre rediles de piedra.
Luego acabaron por fatigarme la magnificencia de la montaña y mis
sueños de cumbres; o, más que fatigarme, me marearon hasta que la cabeza
me dio vueltas, y tuve la impresión de ver las cimas aun con los ojos
cerrados, y sentí que aquella noche, y muchas noches más, caería en sueños
por sus precipicios, o me aferraría con dedos ensangrentados a las
desesperantes paredes.
Luego me volví con ahínco hacia la ciudad y me tranquilicé con la
visión de la atalaya de la Víncula, ahora un cubo muy modesto, cementado
a un risco que era poco más que una arruga entre las incalculables olas de
piedra que lo rodeaban. Observé los cursos de las calles principales,
buscando (como en un juego, para despejarme tras la larga contemplación
de las montañas) identificar aquéllas por las que había pasado para llegar al
castillo, y observar desde la nueva perspectiva los edificios y mercados que
había visto en el camino. Saqueé con la mirada los bazares, y descubrí que
había dos, uno a cada lado del río; y marqué de nuevo los mojones
familiares que había aprendido a reconocer desde la Vincula: el coliseo, el
panteón y el palacio del arconte. Luego, cuando todo lo que había visto
desde el suelo quedó confirmado desde el punto panorámico, y sentí que
comprendía la relación espacial del lugar en donde estaba con lo que ya
conocía del plano de la ciudad, empecé a explorar las calles secundarias,
atisbando los tortuosos senderos que subían a los peñascos superiores y
sondeando estrechos callejones que a menudo no parecían sino meras
bandas de oscuridad entre edificios.
Siguiéndolos, mi vista volvió a dar con las márgenes del río, y empecé a
estudiar los sitios de desembarco y, los depósitos, y hasta las pirámides de
toneles y cajas y fardos que esperaban ser embarcados en alguna nave.
Ahora el agua ya no tenía espuma, salvo cuando los muelles la obstruían.
Era casi de color añil, y como las sombras de color añil que se ven al
anochecer en un día de nevada, parecía resbalar silenciosamente, sinuosa y
glacial; pero el movimiento de los presurosos caiques y las cargadas falucas
mostraba cuánta turbulencia escondía la superficie lisa, pues las
embarcaciones más grandes movían los baupreses como esgrimidores
inquietos, y a veces todas giraban poniéndose de lado mientras los remos
luchaban contra los rápidos remolinos.
Cuando agoté todo lo que había río arriba, me incliné sobre el parapeto
para observar el trecho de corriente más cercano y un embarcadero que no
estaba a más de cien pasos de la puerta posterior del castillo. Mirando a los
estibadores que se afanaban por descargar una de las angostas barcas, vi
cerca de ellos, inmóvil, una diminuta figura de pelo brillante.
Al principio creí que era una niña, tan pequeña parecía comparada con
los corpulentos peones casi desnudos; pero era Dorcas, sentada justo al
borde del agua con la cara entre las manos.
III

A la puerta de la choza

Cuando llegué hasta Dorcas no la pude hacer hablar. No era simplemente


que estuviera enfadada conmigo, aunque entonces lo pensé. El silencio la
había atacado como una enfermedad, no dañándole la lengua y los labios
sino incapacitándole la voluntad de usarlos y acaso hasta el deseo, del
mismo modo que ciertas infecciones destruyen nuestro deseo de placer o
aun la comprensión de la alegría ajena. Si no le alzaba la cara hacia mí, no
miraba nada; clavaba los ojos en la tierra bajo sus pies, creo que sin siquiera
verla, o se cubría la cara con las manos, como estaba haciendo cuando la vi.
Yo quería hablarle, convencido —entonces— de que podría decir algo,
aunque no sabía qué exactamente, que la devolviera a sí misma. Pero eso
era imposible en el muelle, con los estibadores mirándonos, y por un rato no
logré encontrar ningún sitio a donde llevarla. En una calleja cercana que
había empezado a subir por la falda oriental del río, vi el cartel de una
posada. En la estrecha sala común había parroquianos comiendo, pero por
unos pocos aes pude alquilar un cuarto en el piso de arriba, un lugar sin más
muebles que una cama ni espacio para otra cosa, con el techo tan bajo que
en un lado yo no podía estar de pie. La dueña pensó que lo alquilábamos
para una cita, cosa harto natural dadas las circunstancias; pero también
pensó, por la desesperada expresión de Dorcas, que yo tenía algún poder
sobre ella o se la había comprado a una alcahueta, y le ofreció una candente
mirada de comprensión, que no creo que ella notara, y a mí una de
reproche.
Cerré la puerta, eché el cerrojo e hice que Dorcas se tendiera en la
cama; luego me senté a su lado y, con lisonjas, intenté hacerla conversar,
preguntándole qué le pasaba, y qué podía hacer yo para remediarlo, y cosas
así. Cuando descubrí que no servía de nada, empecé a hablar de mí mismo,
suponiendo que lo que la había impulsado a cortar el diálogo conmigo era
sólo el horror de las condiciones en la Víncula.
—Todo el mundo nos desprecia —dije—. Por eso no hay razón para que
tú no me desprecies. Lo sorprendente no es que hayas llegado a odiarme
ahora, sino que me hayas acompañado tanto tiempo antes de empezar a
sentir como los demás. Pero, porque te amo, seguiré defendiendo el nombre
de mi gremio, y de este modo también mi nombre, con la esperanza de que
acaso un día no te duela tanto haber amado a un torturador, por más que
ahora ya no me ames.
»Nosotros no somos gente cruel. No encontramos placer en lo que
hacemos, salvo en el hecho de hacerlo bien, lo cual significa hacerlo rápido
y en la exacta medida en que la ley nos instruye. Obedecemos a los
magistrados, que se mantienen en sus cargos porque el pueblo lo consiente.
Ciertos individuos nos dicen que no deberíamos hacer nuestro trabajo, y
que no debería hacerlo nadie. Dicen que el castigo infligido a sangre fría es
un crimen más grande que cualquiera que hayan podido cometer nuestros
clientes.
»Quizás lo que dicen es justo, pero una justicia así destruiría a la
Mancomunidad toda. Nadie podría sentirse seguro ni lo estaría, y el pueblo
se alzaría al fin; primero contra los ladrones y los asesinos, luego contra
cualquiera que ofendiese las ideas populares de propiedad, y por último
contra los simples parias y los extranjeros. Luego volvería el viejo horror de
las lapidaciones y las quemas, en las cuales cada cual busca superar al
vecino por miedo a que mañana sospechen en él alguna simpatía hacia el
infeliz que está muriendo hoy.
»Otros nos dicen que ciertos clientes merecen el castigo más severo
pero otros no, y que deberíamos negarnos a ejercer nuestra labor sobre los
últimos. Es cierto que algunos han de ser más culpables que los demás, y
hasta es posible que algunos de los que nos confían no hayan hecho nada
malo, ni en el asunto de que se los acusa ni en cualquier otro.
»Pero los que esgrimen estos argumentos se erigen en jueces por encima
de los elegidos por el Autarca, jueces con menos adiestramiento en la ley y
sin autoridad para convocar testigos. Piden que desobedezcamos a los
verdaderos jueces y los escuchemos a ellos, pero no nos pueden demostrar
que merecen más nuestra obediencia.
»Aún hay otros que sostienen que en vez de torturarlos o ejecutarlos
habría que condenar a nuestros clientes a trabajar para la Mancomunidad,
cavando zanjas, construyendo torres y cosas así. Pero con el costo de los
guardias y las cadenas se pueden contratar trabajadores honrados, que de
otro modo no tendrían con qué alimentarse. ¿En razón de qué tendrían estos
hombres que morir de hambre para que no mueran los asesinos o no sufran
dolor los ladrones? Por lo demás, estos ladrones y asesinos, que desconocen
la lealtad a la ley y la esperanza de recompensa, sólo trabajarían bajo el
rigor del látigo. ¿Y qué es ese látigo sino una tortura más con diferente
nombre?
»Otros más, por fin, afirman que a los declarados culpables habría que
confinarlos, en comodidad y sin dolor, durante muchos años; a menudo por
el resto de sus vidas. Pero los que están cómodos y sin dolor viven mucho
tiempo, y cada oricreta gastada en mantenerlos podría destinarse a mejores
propósitos. Sé poco de la guerra, pero sé lo bastante como para comprender
cuánto dinero hace falta para comprar armas y pagar a los soldados. Ahora
los combates se libran en las montañas del norte, de modo que combatimos
como detrás de un centenar de muros. Pero ¿qué pasaría si llegaran a las
pampas? ¿Sería posible rechazar a los ascios cuando hubiera tanto espacio
para maniobrar? Y ¿cómo se alimentaría Nessus si los rebaños cayeran en
manos de ellos?
»Si no debe confinarse cómodamente a los reos ni torturarlos, ¿qué
queda? Si a todos se los matara, y de la misma forma, se consideraría igual
a una pobre ladrona que a la que hubiese asesinado a su propio hijo, como
hizo Morwenna de Saltos. ¿Te gustaría eso? En tiempos de paz, muchos
podrían ser desterrados. Pero desterrarlos ahora sólo significaría entregar un
cuerpo de espías a los ascios, para que los entrenaran, los proveyeran de
fondos y los volvieran a poner entre nosotros. Pronto no podría confiarse en
nadie, por mucho que hablaran nuestra lengua. ¿Te gustaría eso?
Dorcas yacía en tal silencio que por un momento creí que se había
dormido. Pero tenía abiertos los ojos, esos enormes ojos de un azul
perfecto; y cuando me incliné a mirarla, se movieron, y por un tiempo
parecieron mirarme como podrían haber mirado las ondas en un estanque.
—De acuerdo, somos demonios —dije—. Si prefieres decirlo así. Pero
somos necesarios. Hasta los poderes celestiales tienen que emplear
demonios.
Unas lágrimas le asomaron a los ojos, aunque era imposible saber si
lloraba porque me había lastimado o porque se había dado cuenta de que yo
aún estaba allí. Con la esperanza de que recuperase el afecto que antes me
mostraba, me puse a hablar de los tiempos en que aún estábamos en camino
hacia Thrax, recordándole el claro donde nos habíamos encontrado tras huir
del parque de la Casa Absoluta, y la conversación que habíamos tenido en
esos grandes jardines, antes de la obra del doctor Tales, paseando entre las
flores hasta sentarnos en un viejo banco junto a una fuente rota, y todo lo
que ella me había dicho, y lo que yo le había dicho a ella.
Y me pareció que la tristeza se le aliviaba un poco hasta que mencioné
la fuente, cuyas aguas manaban de la pila agrietada en una pequeña
corriente que algún jardinero había enviado a vagar entre los árboles, para
refrescarlos, y que terminaba allí embebiendo la tierra; pero entonces una
oscuridad que no estaba en el cuarto sino en el rostro de Dorcas vino a
depositarse entre nosotros como una de esas cosas raras que nos habían
perseguido ajenas y a mí entre los cedros. Dorcas no quiso mirarme, y al
cabo de un rato se durmió de veras.
Me levanté con el mayor silencio posible, descorrí el cerrojo de la
puerta y bajé la retorcida escalera. Abajo, en el comedor, la dueña seguía
trabajando pero los parroquianos se habían ido. Le expliqué a la mujer que
la muchacha que había traído estaba enferma, pagué varios días de alquiler,
y prometiendo regresar y hacerme cargo de cualquier otro gasto, le pedí que
de cuando en cuando fuera a verla, y que la alimentara si quería comer.
—Ah, para nosotros será una bendición tener a alguien durmiendo en el
cuarto —dijo la dueña—. Pero si su tesoro está enferma, ¿será el Nido del
Pato el mejor lugar para dejarla? ¿No puede llevarla a su casa?
—Me temo que es vivir en mi casa lo que le ha hecho mal. Al menos no
quiero correr el riesgo de que volviendo allí empeore.
—¡Pobre tesoro! —La dueña meneó la cabeza—. Tan bonita, además, y
parece apenas una niña. ¿Cuántos años tiene?
Le dije que no sabía.
—Bien, le haré una visita y cuando se sienta con ganas le daré un poco
de sopa. —Me miró dando a entender que el momento llegaría pronto, no
bien yo me marchara—. Pero quiero que sepa que no la tendré prisionera
para usted. Si ella quiere, será libre de irse.

Al salir de la posada quise volver a la Víncula por la ruta más directa; pero
cometí el error de suponer que si la callejuela donde estaba el Nido del Pato
corría casi hacia el sur, sería más rápido seguir por ella y cruzar el Acis más
abajo que rehacer el camino por el que había venido con Dorcas hasta el
muro posterior del castillo de Acies.
La callejuela me traicionó, como habría esperado si hubiese conocido
mejor Thrax. Pues aunque muchas de las tortuosas calles que serpentean
por las laderas puedan cruzarse, en general corren de arriba abajo; de modo
que para ir de una a otra casa apretada al risco (a menos que estén muy
cerca o una encima de otra) hay que bajar hasta la franja central cercana al
río y luego volver a subir. Así, al poco rato me encontré tan alto en el
acantilado oriental como la Víncula estaba en el opuesto, con menos
perspectivas de llegar a ella que las que había tenido al abandonar la
posada.
A decir verdad, el hallazgo no me desagradó del todo. Me esperaba
trabajo, y llena como tenía aún la mente de pensamientos sobre Dorcas, no
sentía ningún deseo especial de hacerlo. Me atraía más agotar mis
frustraciones usando las piernas, y resolví seguir la cabriolante calle hasta el
final, si era preciso, y ver la Víncula y el castillo de Acies desde aquella
altura, y luego mostrar mi insignia de oficial a los guardias de las
fortificaciones y caminar por ellas hasta el Capulus, para cruzar el río por el
camino más bajo.
Pero después de media guardia de esfuerzo tenaz descubrí que no podía
seguir adelante. La calle terminaba contra un precipicio de tres o cuatro
cadenas de altura, y en verdad quizás había terminado antes, pues la última
veintena de pasos yo la había dado por lo que probablemente no era más
que el sendero privado de la miserable choza de adobe y cañas que tenía
delante de mí.
Tras cerciorarme de que no había manera de rodearla, y ningún camino
hacia la cumbre en una buena distancia a mi alrededor, iba a alejarme
disgustado cuando una criatura salió de la choza, y deslizándose hacia mí
entre temerosa y audaz, observándome sólo con el ojo derecho, extendió
una mano pequeña y muy sucia en el ademán universal de los mendigos. Es
posible que si yo hubiera estado de mejor humor, me habría reído de la
pobre criatura, tan tímida e inoportuna; el caso es que dejé caer unos aes en
la manchada palma.
Envalentonada, la criatura se arriesgó a decir:
—Mi hermana está enferma. Muy enferma, sieur. —Por el timbre de la
voz decidí que era un niño; al hablar había vuelto la cara casi hacia mí, y vi
que tenía el ojo izquierdo cerrado, hinchado por alguna infección. Unas
lágrimas de pus se le habían secado en la mejilla—. Muy, muy enferma.
—Ya veo —le dije.
—Oh, no, sieur. No puede desde aquí. Pero si lo desea puede mirar por
la puerta… No la molestará.
En ese momento un hombre cubierto con un rasguñado delantal de
albañil llamó en voz alta.
—¿Qué pasa, Jader? ¿Qué quiere? —Trajinaba sendero arriba hacia
nosotros.
Como cualquiera habría previsto, el único efecto de la pregunta fue
asustar al niño y hacerlo callar. Yo dije:
—Estaba preguntando cuál es el mejor camino hacia la zona de abajo.
Sin responder, el albañil se detuvo a unos cuatro pasos de mí y cruzó
unos brazos de aspecto más duro que las piedras que rompían. Parecía
irascible y desconfiado, aunque me era imposible saber por qué. Quizá mi
acento había delatado que yo era del sur; quizá sólo fuera por mi
vestimenta, que, si bien nada rica o fantástica, indicaba que pertenecía a una
clase social superior a la de él.
—¿He entrado en terreno privado? —pregunté—. ¿Es suyo este lugar?
No hubo respuesta. Pensara lo que pensase de mí, estaba claro que no
habría comunicación entre nosotros. Yo sólo podía hablarle como un
hombre le habla a un animal, y ni siquiera como a un animal inteligente, por
cierto, sino apenas como un arriero le grita a una res. Y él, por su parte, sólo
podía hablar como hablan los animales a un hombre, con un sonido
formado en la garganta.
He notado que en los libros, al parecer, nunca se dan estos puntos
muertos; los autores tienen tal ansiedad por llevar adelante las historias (por
muy inexpresivas que sean, y aunque avancen como carros de mercado con
infatigables ruedas chirriantes, y sólo vayan a pueblos polvorientos donde el
encanto del campo se ha perdido y nunca se encontrarán los placeres de la
ciudad) que no hay tales malentendidos, ninguna negativa que exija una
negociación. El asesino que ha puesto la daga en el cuello de la víctima está
impaciente por discutir el asunto, y con todo el detenimiento que la víctima
o el autor deseen. La apasionada pareja unida en amoroso abrazo se muestra
al menos igualmente dispuesta a retrasar la estocada, si no más.
En la vida no es así. Yo miraba fijamente al albañil, y él me miraba a
mí. Se me ocurrió que podría matarlo allí mismo, aunque no estaba seguro,
pues parecía insólitamente fuerte, y nada garantizaba que no tuviera un
arma escondida, o amigos en las miserables viviendas próximas. Sentí que
estaba a punto de escupir en el trecho de sendero que nos separaba, y si lo
hubiera hecho yo le habría arrojado la chilaba a la cabeza y lo habría
apuñalado. Pero no lo hizo, y cuando ya hacía un buen rato que nos
estábamos mirando, el niño, que tal vez no tuviera idea de lo que estaba
pasando, volvió a decir:
—Puede mirar desde la puerta, sieur. A mi hermana no le molestará. —
En el empeño de mostrar que no había mentido se atrevió incluso a tirarme
un poco de la manga, sin darse cuenta, por lo visto, de que su sola
apariencia justificaba cualquier mendacidad.
—Te creo —dije. Pero entonces comprendí que decir que le creía era
insultarlo, mostrando que yo no confiaba en lo que me decía, no tanto al
menos como para ponerlo a prueba. Me incliné y espié por la rendija,
aunque al principio, como miraba desde el día brillante hacia el tenebroso
interior de la choza, lo que pude ver fue poco.
La luz me daba casi de lleno en la espalda. Sentía su presión en la nuca,
y era consciente de que el albañil podía atacarme con impunidad ahora que
yo no lo veía.
Pequeña como era, la habitación no estaba atiborrada. Contra la pared
opuesta a la puerta habían amontonado unas pajas, y allí yacía la chica.
Estaba en esa fase de la dolencia en la que ya no sentimos compasión por el
enfermo, que se ha convertido en objeto de horror. La cara parecía una
calavera sobre la que se estiraba una piel fina y translúcida como el parche
de un tambor. Los labios ya no le cubrían los dientes, ni siquiera durante el
sueño, y la guadaña de la fiebre le había arrebatado el pelo hasta dejarle
apenas unos mechones.
Apoyé las manos en el muro de barro y mimbres que enmarcaba la
puerta y me enderecé.
—Ya ve que está muy enferma, sieur —dijo el niño—. Mi hermana. —
Y volvió a estirar la mano.
Yo lo veía —lo veo ahora como si lo tuviera delante— pero no dejaba
ninguna huella en mi mente. Sólo podía pensar en la Garra; y me parecía
que me estaba oprimiendo el esternón, no tanto como un peso sino como los
nudillos de un puño invisible. Me acordé del ulano, muerto en apariencia
hasta que yo le toqué los labios con la Garra, y que ahora parecía pertenecer
al pasado remoto; y me acordé del hombre-mono y su muñón, y de cómo se
habían desvanecido las quemaduras de Jonas al pasarles la Garra por
encima. No la había usado ni pensado en usarla desde que no había
conseguido salvar a Jolenta.
Ahora había guardado el secreto tanto tiempo que temía volver a
probarla. Habría tocado con ella a la niña moribunda, tal vez, si su hermano
no hubiese estado mirando; habría tocado el ojo enfermo del niño de no
haber sido por el hosco albañil. Lo cierto es que sólo traté de respirar contra
la fuerza que me agobiaba las costillas, y sin hacer nada, me alejé camino
abajo ignorando hacia dónde iba. Oí que la saliva del albañil le volaba de la
boca y daba a mis espaldas contra el sendero de piedra; pero no supe qué
era ese ruido hasta que casi estuve de nuevo en la Vincula y me sentí más o
menos recuperado.
IV

En la torre de la Víncula

—Tiene usted compañía, Lictor —me dijo el centinela, y viendo que me


limitaba a recibir la información con un movimiento de cabeza, añadió
——: Quizá sea mejor que antes se cambie, Lictor.
No me hizo falta preguntar quién era el visitante; sólo la presencia del
arconte habría podido extraerle ese tono.
No era difícil llegar a mis habitaciones privadas sin pasar por el estudio
donde administraba los asuntos de la Vincula y llevaba las cuentas. El
tiempo que me tomó quitarme la chilaba prestada y ponerme la capa
fulígena lo usé en preguntarme por qué el arconte, que nunca antes había
ido a verme, y a quien por cierto pocas veces había visto fuera del tribunal,
podría considerar necesario visitarme en la Víncula, al parecer sin cortejo.
Las conjeturas fueron bienvenidas porque mantuvieron alejados otros
pensamientos. En nuestra alcoba había un gran espejo de azogue, un espejo
mucho más eficaz que las pequeñas planchas de metal pulido a que yo
estaba habituado; y en él, descubrí al detenerme delante a examinar mi
aspecto, Dorcas había garabateado con jabón cuatro versos que me había
cantado una vez:

Celestiales cuernos de Urth, notas que vuelan,


verdes y buenos, verdes y buenos.
Cantad a mi paso; yo tengo un más dulce claro.
¡Llevadme, llevadme al bosque caído!
En el estudio había varias butacas amplias, y en una de ellas yo había
esperado encontrar al arconte (aunque también se me había ocurrido que
pudiera estar aprovechando la oportunidad para hojear mis papeles, a lo
cual tenía derecho, si se le antojaba). En cambio estaba de pie junto a la
tronera, mirando la ciudad de una manera muy parecida a como la había
mirado yo esa misma tarde, desde las almenas del castillo. Tenía las manos
tomadas a la espalda, y al mirarlas vi que se movían como si cada una
tuviera vida propia, engendrada por los pensamientos del mismo arconte.
Pasó cierto tiempo antes de que se volviese y reparase en mí.
—Está usted aquí, Maestro Torturador. No lo había oído entrar.
—Soy apenas un oficial, Arconte.
El arconte sonrió y se sentó en el alféizar, la espalda vuelta al abismo.
Tenía una cara tosca, de nariz ganchuda y grandes ojos ribeteados de carne
oscura, pero no masculina; casi podría haber sido la cara de una mujer fea.
—¿Aun comprometido por mí con la responsabilidad de este sitio sigue
siendo un oficial?
—Sólo los maestros del gremio pueden ascenderme, Arconte.
—Pero a juzgar por la carta que traía, por la decisión de enviarlo aquí y
por el trabajo que ha hecho desde que llegó, es usted el mejor de los
oficiales. De todos modos, si decidiese darse ínfulas, aquí nadie lo notaría.
¿Cuántos maestros hay?
—Lo notaría yo, Arconte. Solamente dos, a menos que hayan ascendido
a alguien desde que partí.
—Les escribiré pidiéndoles que lo asciendan in absentia.
—Gracias, Arconte.
—No es nada —dijo, y volvió a mirar por la tronera como si la situación
lo incomodase—. Supongo que tendrá noticias dentro de un mes.
—No me ascenderán, Arconte. Pero al maestro Palaemon le alegrará
saber que me tiene usted tanto aprecio.
Una vez más se volvió a mirarme.
—No hay por qué ser tan formales. Mi nombre es Abdiesus, y no hay
razón para que no me llames así cuando estamos solos. Entiendo que el
tuyo es Severian.
Asentí.
Volvió a mirar hacia afuera.
—Esta abertura es muy baja. La estaba examinando antes de que
entraras, y el parapeto apenas me llega a las rodillas. Me temo que sería
fácil caerse.
—Sólo para alguien de su altura, Abdiesus.
—En otros tiempos, de vez en cuando, ¿no se ejecutaba a las víctimas
arrojándolas desde una ventana alta o el filo de un precipicio?
—Sí, ambos métodos han sido empleados.
—Pero no por ti, supongo. —Una vez más el arconte me encaró.
—Por lo que sé, Abdiesus, no desde que alguien vivo recuerde. He
practicado decapitaciones, tanto en el tajo como en la silla, pero eso es todo.
—No obstante, ¿tendrías reparos en utilizar otros métodos, si se te
ordenara?
—Estoy aquí para ejecutar las sentencias del arconte.
—Hay ocasiones, Severian, en que las ejecuciones públicas sirven al
bien público. Hay otras en que sólo hacen daño, porque provocan malestar
popular.
—Así se entiende, Abdiesus —dije. De la misma manera en que a veces
he visto en los ojos de un niño la aflicción del hombre que será, vislumbré
la culpa futura que ya habitaba (acaso sin que él lo supiera) el rostro del
arconte.
—Esta noche habrá en el palacio algunos invitados. Espero verte entre
ellos, Severian.
Hice una reverencia.
—Abdiesus, es una antigua costumbre de las reparticiones de la
administración excluir a una de ellas, la mía, de la compañía de las otras.
—Y lo consideras injusto, lo que es completamente natural. Esta noche,
si quieres pensarlo así, te ofreceremos cierta reparación.
—Nuestro gremio nunca lo ha tomado como una injusticia. Al
contrario, nuestro singular aislamiento es motivo de orgullo. Esta noche,
con todo, serán quizá los otros quienes protesten.
Una sonrisa le torció la boca al arconte.
—Eso no me importa. Ten, esto te permitirá entrar. —Extendió la mano,
que sostenía delicadamente, como si temiera que se le fuera a escapar
volando de los dedos, uno de esos discos de papel inflexible, no mayores
que un chrisos y escritos en tinta de oro con ornados caracteres, de los
cuales Thecla me había hablado a menudo (al tocarlo, ella se agitó en mi
memoria) y que yo no había visto nunca.
—Gracias, Arconte. ¿Esta noche, ha dicho? Intentaré encontrar ropa
adecuada.
—Ven como estás ahora. Será una mascarada: el uniforme te servirá de
disfraz. —Se levantó y se estiró, pensé, con el aire de alguien que se
aproxima al cumplimiento de una tarea larga y desagradable—. Hace un
rato hablamos de las formas menos elaboradas en que puedes llevar a cabo
tu labor. Tal vez conviene que traigas el equipo esta noche.
Comprendí. No necesitaría otra cosa que mis manos, y se lo dije; luego,
pensando que como anfitrión había descuidado mis deberes, lo invité a
tomar el refrigerio que deseara.
—No —dijo—. Si supieras cuánto me veo obligado a comer y beber por
cortesía, entenderías lo mucho que disfruto la compañía de alguien cuyos
ofrecimientos puedo rehusar. Supongo que tu fraternidad nunca habrá
pensado en usar la comida como tormento, en vez del hambre…
—Eso se llama planteración, Arconte.
—Un día tienes que contarme cómo es. Ya veo que tu gremio está muy
por delante de mi imaginación; doce siglos, sin duda. Tu ciencia ha de ser la
más antigua de todas, después de la caza. Pero he de marcharme. ¿Te
veremos esta noche?
—Ya es casi de noche, Arconte.
—Al final de la próxima guardia, entonces.
Salió; sólo cuando la puerta se cerró detrás de él, alcancé a detectar el
tenue olor a almizcle que le perfumaba la ropa.
Miré el papel circular que tenía en la mano y lo di vuelta. Dibujadas al
dorso había unas imitaciones de máscaras; entre ellas reconocí uno de los
horrores —un rostro que era apenas una boca bordeada de colmillos— que
vi en los jardines del Autarca cuando los cacógenos se habían arrancado los
disfraces, y la cara de un hombre mono de la mina abandonada cerca de
Saltus.
La larga caminata y el trabajo que la había precedido (casi una jornada,
pues me había levantado temprano) me habían cansado; de modo que antes
de volver a salir me desvestí y me lavé, comí algo de fruta y de carne fría y
bebí un vaso del especiado té del norte. Cuando un problema me perturba
mucho, se me queda en la mente aun cuando no piense en él. Así sucedía
entonces; aunque no fuera consciente, la imagen de Dorcas echada en el
estrecho cuarto de la posada, bajo el techo en declive, y el recuerdo de la
muchacha agonizando en el montón de paja me vendaban los ojos y me
tapaban los oídos. Pienso que fue por eso que no oí a mi sargento y no me
percaté, hasta que entró, de que yo había estado sacando leña de la caja que
había junto al hogar y rompiendo varillas con la mano. El sargento me
preguntó si saldría otra vez, y como él era responsable del funcionamiento
de la Víncula en mi ausencia, le contesté que sí y que no sabía cuándo
volvería. Luego le agradecí que me hubiera prestado la chilaba, y le aclaré
que ya no la necesitaría otra vez.
—Puede usarla cuando quiera, Lictor. Pero no es eso lo que me trae.
Quería sugerirle que cuando baje a la ciudad lleve un par de clavígeros.
—Gracias —dije—. Pero no falta policía, y no correré riesgos.
El sargento carraspeó.
—Se trata del prestigio de la Víncula, Lictor. Como comandante,
debería llevar escolta.
Advertí que estaba mintiendo, pero también que mentía por lo que
consideraba mi bien, así que dije:
—Lo pensaré, siempre y cuando disponga usted de dos hombres
presentables.
Al instante se animó.
—De todos modos —continué—, no quiero que lleven armas. Voy al
palacio, y llegar con una guardia armada sería una ofensa para nuestro señor
el arconte.
Entonces el sargento se puso a balbucear, y me volví hacia él como si
estuviera furioso, arrojando al suelo la madera astillada.
—¡Dígalo de una vez! Piensa que estoy amenazado. ¿Es eso?
—Nada, Lictor. Nada que le concierna particularmente. Sólo que…
—¿Qué? —Sabiendo que ahora iba a hablar, fui hasta el bufete y serví
dos copas de rosoli.
—En la ciudad ha habido varios asesinatos, Lictor. Tres anoche, dos
anteanoche. Gracias, Lictor. A su salud.
—A la suya. Pero los asesinatos no son algo insólito, ¿verdad? Los
eclécticos se pasan la vida apuñalándose unos a otros.
—A estos hombres los quemaron, Lictor. Yo realmente no sé mucho del
asunto… Parece que nadie supiera. Posiblemente usted sepa más. —La cara
del sargento no era más inexpresiva que un grabado de piedra tosca y
marrón; pero vi que al hablar echaba una rápida mirada al hogar frío, y supe
que atribuía mi gesto de romper varillas (las varillas que, aunque tan
ásperas y secas en mis manos, yo no había sentido hasta mucho después de
que él entrase, tal como Abdiesus no había comprendido, quizá, que estaba
contemplando su propia muerte sino cuando ya hacía tiempo que yo lo
observaba) a algo, algún secreto oscuro que el arconte me había impartido,
cuando en realidad no era más que el recuerdo de Dorcas y su
desesperación y de la niña mendiga, que yo confundía con ella.
Él dijo:
—Fuera tengo preparados dos buenos hombres. Lo acompañarán a
donde usted quiera y lo esperarán hasta que decida volver.
Le dije que eso estaba muy bien y dio media vuelta en seguida, como
para que yo no imaginara, o creyera, que sabía más de lo que me había
informado; pero esos hombros rígidos y ese cuello endurecido, y los pasos
rápidos con que avanzó hacia la puerta, transmitían más información que la
que sus ojos de piedra habrían podido transmitir nunca.

Mis escoltas eran hombres fornidos, elegidos por su fuerza. Blandiendo las
grandes clavas de hierro me acompañaron por las calles ondulantes,
mientras yo llevaba Terminus Est al hombro, caminando a mi lado cuando
el ancho del camino lo permitía, delante o detrás de mí cuando no. A orillas
del Acis los despedí, fortaleciendo sus deseos de dejarme con el anuncio de
que tenían permiso para pasar el resto de la velada como se les ocurriese, y
alquilé un caique pequeño y angosto (con un dosel alegremente pintado,
que transcurrida ya la última guardia diurna, yo no necesitaba) para que me
llevara río arriba hasta el palacio.
Era la primera vez que realmente navegaba por el Acis. Sentado a popa,
entre el patrón-timonel y sus cuatro remeros, con el río helado y
transparente corriendo tan cerca que yo habría podido hundir las manos en
el agua, parecía imposible que ese frágil caparazón de madera, que desde la
tronera de nuestra torre habría parecido apenas un insecto bailoteante,
tuviera esperanzas de avanzar un palmo contra la corriente. Entonces el
timonel dijo algo y zarpamos; ciñéndonos a la orilla, cierto, pero casi por
encima del río como una piedra arrojada, tan rápidos y perfectamente
coordinados eran los golpes de los ocho remos y tan ligeros y estrechos y
suaves éramos nosotros, viajando más por el aire que por el agua. Un farol
pentagonal con paneles de vidrio de amatista colgaba del toldo de popa;
justo cuando, en mi ignorancia, creí que la corriente estaba a punto de
envolvernos, hacernos volcar y enviarnos zozobrando hacia el Capulus, el
timonel soltó la caña y encendió la mecha del farol.
Él había calculado bien, por supuesto, y yo mal. Mientras la puertecita
de la linterna se cerraba sobre la llama amarillo-manteca que lanzaba rayos
violáceos, un remolino nos atrapó y nos hizo virar, nos lanzó cien o más
pasos corriente arriba mientras los galeotes desarmaban los remos, y nos
depositó en una bahía en miniatura serena como una alberca y medio llena
de festivas barcas de recreo. Una escalera acuática, muy parecida a la que
había pisado de niño para zambullirme en el Gyoll pero mucho más limpia,
surgía de lo hondo del río para subir a las brillantes antorchas y elaborados
pórticos de los jardines del palacio.
Yo había visto muchas veces el edificio desde la Víncula, y por eso
sabía que no era la estructura subterránea modelada a imagen de la Casa
Absoluta que de otro modo hubiese esperado. Tampoco era una fortaleza
lóbrega como nuestra Ciudadela; al parecer el arconte y sus predecesores
habían considerado que los baluartes del castillo de Acies y el Capulus,
ligados doblemente por los muros y defensas que recorrían las crestas de los
acantilados, eran bastante seguros como para mantener la ciudad a salvo.
Aquí las murallas eran meros setos de boj destinados a excluir las miradas
curiosas y quizá frenar a eventuales ladrones. Esparcidos por un parque de
aspecto íntimo y colorido había construcciones con cúpulas doradas; desde
la tronera se parecían mucho a peridotos caídos de un collar sobre las
figuras de una alfombra.
En los portales filigranados había centinelas, desmontados jinetes con
corselete y casco de acero, con lanzas refulgentes y espadas de caballería de
larga hoja; pero tenían un aire de actores aficionados y subalternos, de
hombres afables y recios que gozaban de un respiro entre persecuciones y
patrullas hostigadas por el viento. La pareja a la cual mostré mi disco de
papel pintado apenas le echó un vistazo antes de darme paso con una seña.
V

Cyriaca

Fui uno de los primeros invitados en llegar. Había más sirvientes ajetreados
que máscaras, sirvientes que daban la impresión de haber empezado a
trabajar sólo un momento antes, decididos a acabar en seguida. Encendían
candelabros con lentes de cristal y coronas lucis colgadas de las ramas
superiores de los árboles, sacaban bandejas de comida y bebida, las
posaban, las cambiaban de lugar, luego las llevaban de vuelta a uno de los
edificios abovedados; y aunque había un sirviente encargado de cada una de
estas tareas, de vez en cuando (sin duda porque algo distinto atareaba a los
otros) uno solo llevaba a cabo las tres.
Durante un rato vagué por los jardines, admirando las flores en esa luz
crepuscular que rápidamente se apagaba. Luego, al observar que había
gente disfrazada entre los pilares de un pabellón, entré a juntarme con ella.
Ya he descrito lo que podía ser una reunión así en la Casa Absoluta.
Aquí, donde la sociedad era enteramente provinciana, la atmósfera parecía
casi infantil: niños que jugaban con la ropa vieja de sus padres; vi hombres
y mujeres vestidos de autóctonos, con manchas bermejas y pinceladas de
blanco en la cara, y hasta un hombre que vestía de autóctono pese a que lo
era, con un traje ni más ni menos auténtico que los otros, de modo que me
sentí inclinado a reírme de él hasta que comprendí que aunque sólo él y yo
lo sabíamos, este disfraz era en verdad el más original de todos, como si
alguien se hubiera disfrazado de ciudadano de Thrax. En torno a todos esos
autóctonos, reales y autoimaginados, había una cantidad de figuras no
menos absurdas: oficiales vestidos de mujeres y mujeres vestidas de
soldados, eclécticos fraudulentos como los autóctonos, gimnosofistas,
nuncios y sus acólitos, eremitas, eidólones, zoántropos medio animales y
medio humanos, y deodantes y remontados en harapos pintorescos, con los
ojos salvajemente pintados.
Me descubrí pensando qué extraño sería que el Sol Nuevo, el propio
Astro del Día, apareciese entonces tan de repente como había aparecido
tiempo atrás, cuando se lo llamaba Conciliador, y apareciese allí porque era
un lugar impropio y él siempre había preferido los lugares menos
apropiados, viendo a esa gente con ojos de una frescura para nosotros
imposible; y que, habiendo así aparecido, decretara por teurgia que todos
ellos (a ninguno de los cuales yo conocía, como ninguno me conocía a mí)
hubiesen de vivir para siempre los papeles que habían adoptado esa noche,
los autóctonos doblados ante hogueras en montañesas chozas de piedra, los
verdaderos autóctonos eternos burgueses en una mascarada, las mujeres
lanzándose espada en mano tras los enemigos de la Mancomunidad, los
oficiales bordando junto a ventanas del norte y alzando la vista y suspirando
hacia caminos vacíos, los deodantes plañendo sus impronunciables
abominaciones en el yermo, los remontados incendiando sus propios
hogares y volviendo la mirada hacia las montañas; y únicamente yo
inalterado, como se dice que inalterada se mantiene la luz a través de las
transformaciones matemáticas.
Luego, mientras sonreía para mí bajo la máscara, me pareció que la
Garra se me apretaba contra el esternón en su blanda bolsa de cuero,
recordándome que el Conciliador no había sido un bufón, y que yo llevaba
conmigo un fragmento de su poder. En ese momento, echando una mirada a
la sala por sobre las plumas y los yelmos y las cabelleras hirsutas, vi una
Peregrina.
Me abrí paso hacia ella lo más deprisa que pude, apartando a empujones
a los que no se hacían a un lado. (Eran pocos, pues aunque ninguno creía
que yo fuese lo que aparentaba, mi altura los llevaba a tomarme por un
exultante, cuando no había ningún exultante cerca).
La Peregrina no era ni joven ni vieja; bajo la estrecha máscara su rostro
parecía un óvalo suave, refinado y remoto como el rostro de la madre
sacerdotisa que me había permitido entrar en la tienda de la catedral
después de que con Agia destruyéramos el altar. Como si jugara, sostenía
una copita de vino, y cuando me arrodillé ante ella la dejó en una mesa para
darme a besar los dedos.
—Absuélvame, Dominicellae —le supliqué—. He hecho el mayor de
los daños a usted y sus hermanas.
—La muerte nos daña a todos —respondió.
—No soy ella. —Entonces alcé los ojos para mirarla, y se me cruzó la
primera duda.
Sobre el parloteo de la muchedumbre oí el siseo del aire que inspiraba:
—¿No lo eres?
—No, Dominicellae. —Y, aunque ya dudara de ella, temí que se me
escapara y estirándome aferré el ceñidor que le colgaba de la cintura—.
Perdóneme, Dominicellae, pero ¿de veras es usted miembro de la orden?
Sin decir nada ella sacudió la cabeza, y luego se desplomó.
No es inhabitual que nuestros clientes finjan desmayarse en la
mazmorra, pero la impostura se detecta con facilidad. El falso desvanecido
cierra deliberadamente los ojos y así los mantiene. En un desmayo auténtico
la víctima, que puede ser tanto hombre como mujer, pierde primero el
dominio de los ojos, de modo que por un instante dejan de mirar
exactamente en la misma dirección; a veces tienden a desaparecer bajo los
párpados. Éstos, por su parte, rara vez se cierran del todo, porque cerrarlos
no es un acto deliberado sino un mero reflejo de la relajación muscular. Por
lo general se puede ver una fina media luna de esclerótica entre el párpado
superior y el inferior, como vi yo cuando aquella mujer caía.
Varios hombres me ayudaron a llevarla a una alcoba, donde se dijo una
buena cantidad de tonterías sobre el calor y la excitación, aunque no había
habido ni una cosa ni otra. Durante un rato fue imposible echar a los
mirones; luego se acabó la novedad, y casi tan imposible me habría sido
retenerlos si lo hubiese deseado. A esas alturas la mujer de escarlata
empezaba a moverse, y por una mujer de más o menos la misma edad,
vestida como una niña, me había enterado de que era la esposa de un
armígero cuya villa no estaba lejos de Thrax pero que había ido a Nessus
por algún negocio. Volví entonces a la mesa a buscar la copita y le mojé los
labios con el líquido rojo que contenía.
—No —dijo ella con voz débil—. No quiero… Es sangría y la
detesto… Yo… sólo la elegí porque el color hace juego con mi disfraz.
—¿Por qué se desmayó? ¿Porque la tomé por una verdadera monja?
—No, porque adiviné quién es usted —dijo ella, y por un momento
estuvimos callados, ella medio recostada aún en el diván al cual yo había
ayudado a llevarla, y yo sentado a sus pies.
Reviví en mi mente el instante en que me había arrodillado ante ella;
tengo, como he dicho, el poder de reconstruir así todos los momentos de mi
vida. Ya] fin tuve que decir:
—¿Cómo lo supo?
—Si a cualquiera que llevase esas ropas le preguntaran si es la Muerte,
respondería que sí…, porque estaría disfrazado. Hace una semana estuve en
el tribunal del arconte, cuando mi marido acusó de robo a uno de nuestros
peones. Ese día lo vi a usted de pie a un costado, con los brazos cruzados
sobre la guarda de la misma espada que lleva ahora, y cuando le oí decir lo
que dijo, cuando me besó la mano, lo reconocí y pensé… ¡Ah, no sé qué
pensé! Que se había arrodillado porque iba a matarme, supongo. Por la
manera en que estaba de pie, cuando lo vi en la corte, se habría dicho que
era siempre galante con la pobre gente cuyas cabezas iba a seccionar, y
sobre todo con las mujeres.
—Me arrodillé simplemente porque estoy ansioso por localizar a las
Peregrinas, y su disfraz, como el mío, no parecía un disfraz.
—No lo es. Es decir, no estoy autorizada a usarlo, pero no lo han hecho
mis criadas. Es un hábito auténtico. —Hizo una pausa—. ¿Sabe que ni
siquiera sé su nombre?
—Severian. El suyo es Cyriaca; lo dijo una mujer mientras cuidábamos
de usted. ¿Puedo preguntarle cómo llegó a tener esas ropas, y si sabe dónde
están las Peregrinas?
—No será parte de su trabajo, ¿no? —Me miró un momento a los ojos,
y luego meneó la cabeza—. Es una cuestión privada. Me educaron ellas. Yo
era novicia, ¿sabe? Viajábamos por el continente, y yo solía recibir
maravillosas lecciones de botánica mirando los árboles y las flores al pasar.
A veces, cuando vuelvo a pensarlo, tengo la impresión de que pasábamos
de palmeras a pinos en una semana, aunque sé que no puede ser cierto.
»Iba a hacer los últimos votos, y el año anterior cosen el hábito para que
una pueda probárselo y le caiga justo, y también para que lo vea entre la
ropa corriente cada vez que deshace el equipaje. Es como cuando una niña
mira el traje de boda de la madre, que también fue de la abuela, sabiendo
que se casará con él, si alguna vez se casa. Sólo que yo nunca llegué a
llevar mi hábito, y cuando volví a casa, después de mucho esperar a que
pasáramos cerca, porque no había nadie para escoltarme, lo traje conmigo.
»Hacía mucho que no me acordaba de él. Pero cuando recibí la
invitación del arconte lo volví a sacar y decidí ponérmelo esta noche. Estoy
orgullosa de mi silueta, y sólo tuvimos que hacerle algunos retoques. Creo
que me sienta bien, y tengo cara de Peregrina, aunque me faltan los ojos de
ellas. La verdad es que nunca tuve esos ojos, aunque pensara que me
cambiarían cuando hiciera los votos, o después. La directora de novicias
tenía esa mirada. Podía estar sentada cosiendo, y mirándole los ojos una se
convencía de que veían los confines de Urth, donde viven los periscios,
atravesando los viejos, raídos faldones y las paredes de la tienda,
atravesándolo todo. No, no sé dónde están ahora las Peregrinas; dudo de
que ellas mismas lo sepan, salvo quizá la Madre.
—Usted tendría amigas entre ellas, sin duda —le dije—. ¿No se quedó
allí alguna de las novicias?
Cyriaca se encogió de hombros:
—Ninguna me escribió nunca. Realmente no lo sé.
—¿Se siente bastante repuesta como para volver al baile? —Una música
empezaba a filtrarse en nuestra alcoba.
La cabeza no se le movió, pero vi que sus ojos, que mientras hablaba de
las Peregrinas habían remontado los corredores de los días, giraban para
mirarme de soslayo.
—¿Es eso lo que usted quiere hacer?
—Supongo que no. Nunca me siento del todo cómodo donde hay mucha
gente, a menos que sean mis amigos.
—O sea que tiene algunos. —Parecía sinceramente asombrada.
—Aquí no… Bueno, aquí tengo una amiga. En Nessus tenía a los
hermanos de nuestro gremio.
—Comprendo. —Titubeó—. No hay ninguna razón para que vayamos.
Este asunto durará toda la noche, y cuando amanezca, si el arconte se sigue
divirtiendo, bajarán las cortinas para que no entre la luz y tal vez hasta
corran el palio sobre el jardín. Podemos quedarnos aquí cuanto se nos
antoje, y cada vez que vengan los sirvientes tendremos la comida y la
bebida que queramos. Cuando pase alguien con quien nos interese hablar, lo
detendremos para que nos entretenga.
—Me temo que empezaré a aburrirla antes del amanecer —dije.
—En absoluto, porque no pienso permitirle hablar demasiado. Voy a
hablar yo, y hacer que usted me escuche. Para empezar…, ¿sabe que es
muy bien parecido?
—Sé que no lo soy. Pero como nunca me ha visto sin esta máscara, es
imposible que sepa cómo soy. —Al contrario.
Se inclinó hacia adelante como para examinarme la cara por los
orificios de los ojos. Su propia máscara, del mismo color que el vestido, era
tan pequeña que parecía una mera convención: dos almendrados lazos de
tela alrededor de los ojos; sin embargo, le daban un aire exótico que de otro
modo no hubiera tenido, y también le daban, pienso, un aire de misterio, de
ocultamiento que la aliviaba del peso de la responsabilidad.
—Estoy segura de que es usted un hombre muy inteligente, pero no ha
estado en tantos bailes como yo, porque habría aprendido el arte de juzgar
una cara sin verla. Es más difícil, claro, cuando la persona que una está
mirando lleva una máscara de madera que no se adapta a la cara; pero aun
así se pueden saber muchas cosas. Tiene el mentón puntiagudo, ¿no? Con
un pequeño hoyuelo.
—Sí al mentón puntiagudo —repliqué—. No al hoyuelo.
—Miente para despistarme, o a lo mejor nunca se había fijado. Puedo
juzgar los mentones observando las cinturas, sobre todo en los hombres.
Cintura estrecha significa mentón afilado, y la máscara de cuero que lleva
descubre lo suficiente y lo confirma. Aunque tenga los ojos muy hundidos,
son grandes y movedizos, y en un hombre, sobre todo si el rostro es
delgado, eso implica un hoyuelo en el mentón. Tiene pómulos altos —los
contornos se delatan un poco bajo la máscara— y las mejillas chatas los
hacen parecer más altos. Pelo negro, porque se lo veo en los dorsos de las
manos, y labios delgados que se ven por la boca de la máscara. Si no puedo
verlos enteros es porque se curvan y pliegan, lo cual es sumamente deseable
en los labios de un hombre.
Yo no sabía qué decir, y para ser sincero habría dado bastante por irme
en ese momento; al fin pregunté:
—¿Quiere que me quite la máscara y comprobemos la precisión de sus
afirmaciones?
—Oh, no, no debe. No hasta que festejen la alborada. Además, ha de
tener en cuenta mis sentimientos. Si se la quitara y yo descubriera que no es
bien parecido, me privaría de una noche interesante. —Había estado
incorporada en el diván. Ahora, sonriendo, volvió a reclinarse con el pelo
desplegado como una gran aureola—. No, Severian, no debe
desenmascararse la cara sino el espíritu. Más tarde lo hará, enseñándome lo
que me enseñaría si usted fuera libre y pudiera hacer lo que se le antojara, y
ahora contándome todo lo que quiero saber de usted. Viene de Nessus: eso
ya me lo ha dicho. ¿Por qué tanto afán en encontrar a las Peregrinas?
VI

La biblioteca de la Ciudadela

Iba a responderle cuando una pareja pasó ante la alcoba, el hombre cubierto
con un sambenito, la mujer vestida de midinette. Nos miraron apenas, sin
detenerse, pero algo —tal vez la inclinación de las dos cabezas juntas, o
cierta expresión de los ojos— me dijo que sabían, o sospechaban al menos,
que yo no estaba disfrazado. Fingí que no había notado nada, sin embargo,
y dije:
—Algo que pertenece a las Peregrinas cayó en mis manos por
casualidad. Quiero devolvérselo.
—Entonces, ¿no les hará daño? —preguntó Cyriaca—. ¿Puede decirme
qué es?
No me atrevía a decirle la verdad, y sabía que, cualquiera que fuese el
objeto que nombrara, me pediría que lo mostrase; de modo que dije:
—Un libro… Un viejo libro bellamente ilustrado. No me jacto de saber
nada de libros, pero estoy seguro de que tiene importancia religiosa y es
muy valioso. —Y saqué de mi esquero el libro marrón de la biblioteca del
maestro Ultan que me había llevado al dejar la celda de Thecla.
—Viejo, sí —dijo Cyriaca—. Y no poco enmohecido, por lo que veo.
¿Puedo echarle una mirada?
Se lo di y pasó las páginas al vuelo, y luego se detuvo en un dibujo de
los sikinnis, alzándolo para que le diera la lumbre de la lámpara que ardía
en un nicho, sobre el diván. En la luz titilante pareció que los hombres
astados saltaban de la página, y que los silfos se contorsionaban.
—Yo tampoco sé nada de libros —dijo devolviéndomelo—. Pero tengo
un tío que sí sabe, y creo que por éste daría cualquier cosa. Me gustaría que
estuviera aquí y pudiera verlo… Aunque quizá sea mejor así, porque
probablemente yo trataría de sacárselo de un modo u otro. Cada péntada mi
tío viaja tan lejos como viajaba yo con las Peregrinas, nada más que para
buscar libros viejos. Ha estado incluso en los archivos perdidos. ¿Ha oído
hablar de esos archivos?
Meneé la cabeza.
—Lo único que sé es lo que él me contó una vez, cuando bebió de
nuestra reserva familiar un poco más que de costumbre, y tal vez no me
dijera todo, porque mientras hablábamos me pareció que temía que yo
también intentara ir. Y nunca he ido, aunque a veces lo he lamentado. Como
sea, en Nessus, muy al sur de la ciudad que visita la mayoría, tan al sur por
el gran río que casi todos piensan que la ciudad tendría que haber terminado
mucho antes, hay una fortaleza. Hace mucho que todo el mundo la olvidó
salvo acaso el autarca —que su espíritu perviva en mil sucesores—, y se
supone que está embrujada. Se alza sobre una colina que domina el Gyoll,
me contó mi tío, frente a un campo de sepulcros ruinosos, sin nada que
defender.
Hizo una pausa y movió las manos, modelando en el aire la colina y la
fortaleza. Tuve la impresión de que había contado la historia muchas veces,
quizás a sus hijos. Comprendí entonces que realmente tenía edad de ser
madre, y de hijos bastante grandes como para haber oído muchas veces
aquel cuento y otros. Los años no le habían marcado el rostro terso y
sensual; pero el candil de la juventud, que en Dorcas ardía aún con tanto
fulgor, que hasta en Jolenta había irradiado una luz clara y ultraterrena, que
con tanta firmeza y vivacidad había brillado tras la fuerza de Thecla y
alumbrado los brumosos, amortajados senderos de la necrópolis cuando su
hermana Thea recogió la pistola de Vodalus al borde de la tumba, se había
extinguido en ella hacía tanto que no quedaba ni siquiera el perfume de la
llama. Me apiadé.
—Usted ha de conocer la historia de cómo la raza de los días antiguos
llegó a las estrellas, y de cómo para hacerlo sus integrantes malvendieron la
mitad más salvaje de sí mismos, de modo que dejó de importarles el sabor
del viento pálido, el amor y el placer, hacer canciones nuevas y cantar las
viejas, y todas las otras cosas animales que creían haber traído con ellos de
las selvas húmedas en el fondo de los años… Aunque en realidad, me dijo
mi tío, esas cosas los habían traído a ellos. Y usted sabe, o debería saber,
que aquéllos a quienes vendieron esas cosas, que eran creaciones de sus
propias manos, los odiaron de corazón. Yen verdad tenían corazón, aunque
los hombres que los habían hecho nunca quisieran reconocerlo. El caso es
que decidieron arruinar a sus creadores, y lo hicieron devolviendo, cuando
la humanidad se hubo expandido a un millar de soles, todo lo que les habían
dejado tanto tiempo atrás.
»Hasta aquí, al menos, usted tiene que conocer la historia. A mí, como
acabo de contársela, me la contó una vez mi tío, que la había encontrado en
un libro junto con muchas otras. Era un libro que, según creía, nadie había
abierto en una quilíada.
»Pero menos conocido es cómo hicieron lo que hicieron. Me acuerdo
que cuando era chica me imaginaba a las máquinas malas cavando…,
cavando de noche hasta arrancar las raíces retorcidas de los árboles y
desenterrar un arcón de hierro que habían enterrado cuando el mundo era
muy joven; y cuando rompían el candado del arcón todas las cosas de que
hemos hablado salían volando como un enjambre de abejas doradas. Es una
locura, pero ni siquiera hoy consigo imaginar cómo pueden haber sido esas
máquinas pensantes.
Recordé a Jonas, con los lomos cubiertos de metal ligero y brillante, en
lugar de piel, pero no pude imaginármelo desencadenando una plaga que
aquejaría a la humanidad, y meneé la cabeza.
—Pero, según mi tío, el libro decía claramente que eso fue lo que
hicieron, y que las cosas que dejaron escapar no fueron enjambres de
insectos sino un torrente de artefactos de toda clase, destinados a revivir
todos aquellos pensamientos que la gente había abandonado porque les
resultaba imposible escribirlos en cifras. Desde las ciudades hasta las jarras
de crema, la construcción de todo estaba en manos de las máquinas, y tras
un millar de vidas enteras de construir ciudades como grandes mecanismos,
volvieron a construir ciudades como bancos de nubes antes de una
tormenta, y otras como esqueletos de dragones.
—¿Y eso cuándo fue?
—Hace muchísimo tiempo… Mucho antes de que se levantaran las
primeras piedras de Nessus.
Le había puesto un brazo sobre los hombros, y ahora ella dejó que su
mano se deslizara en mi regazo; sentí el calor y la lenta búsqueda.
—Y en todo lo que hacían siguieron el mismo principio. En la forma de
los muebles, por ejemplo, y en el corte de la ropa. Y, como los dirigentes
que en otro tiempo habían decidido que la humanidad abandonara los
pensamientos simbolizados por las ropas y los muebles y las ciudades,
habían muerto hacía mucho, y la gente había olvidado sus rostros y sus
máximas, las cosas nuevas les encantaron. Y así, erigido como había estado
únicamente sobre el orden, el imperio entero sucumbió.
»Pero aunque el imperio se disolviera, los mundos tardaron mucho
tiempo en morir. Al principio, para que los humanos no rechazaran otra vez
lo que les estaban devolviendo, las máquinas concibieron espectáculos y
fantasmagorías, cuyas representaciones inspiraban a quienes las veían
pensamientos sobre la fortuna o la venganza o el mundo invisible. Más
tarde dieron a cada hombre o mujer un consejero amigo, invisible para
todos los otros ojos. Los niños habían tenido compañeros así desde hacía
mucho tiempo.
»Cuando los poderes de las máquinas se debilitaron todavía más —
como ellas mismas deseaban—, ya no pudieron mantener aquellos
fantasmas en las mentes de sus dueños, ni tampoco construir más ciudades,
porque las ciudades que quedaban en pie ya estaban casi vacías.
»Habían alcanzado, me contó mi tío, el punto en el que esperaban que la
humanidad se volviera contra ellas y las destruyera; y sin embargo esto no
ocurrió, porque a esas alturas, así como en otro tiempo habían sido
despreciadas como esclavas o adoradas como demonios, las máquinas eran
enormemente amadas.
»Y entonces reunieron a su alrededor a los que más las amaban, y
durante largos años les enseñaron todas las cosas que la raza de los hombres
había dejado a un lado, y a su tiempo murieron.
»Luego los que habían sido amados por ellas, y que a su vez las habían
amado, debatieron cómo se podían preservar las enseñanzas, pues sabían
que la especie no volvería a aparecer en Urth. Pero brotaron encarnizadas
disputas. No habían aprendido juntos; cada cual, hombre o mujer, había
escuchado a una de las máquinas como si no hubiera en el mundo nadie
más que ellos dos. Y porque había tantos conocimientos y tan pocos para
aprenderlos, las máquinas habían ido enseñándole a cada cual algo
diferente.
»Así fue que se dividieron en partidos, y cada partido en dos, y cada
uno de éstos en dos de nuevo, hasta que al fin cada individuo quedó solo,
incomprendido, denigrado, y denigrando a los demás. Uno a uno se
alejaron, fuera de las ciudades que habían albergado a las máquinas o bajo
la superficie, salvo unos pocos que por costumbre permanecieron en los
palacios montando guardia junto a los cuerpos de las máquinas.
Un sommelier nos trajo copas de vino casi tan claro como el agua, y tan
quieto como el agua hasta que algún movimiento de la copa lo despertaba
de pronto. Perfumaba el aire como esas flores que nadie ve, las flores que
sólo pueden encontrar los ciegos; y beberlo era como beber la fuerza de un
corazón de toro. Cyriaca bebió ávidamente, y después de vaciar la copa la
arrojó tintineando a un rincón.
—Cuénteme más —le dije— de la historia de los archivos perdidos.
—Cuando la última máquina estuvo fría e inmóvil y cada uno de los que
habían aprendido de ellas la ciencia prohibida se separó de los demás, el
miedo invadió todos los corazones. Pues todos sabían que eran simples
mortales y sobre todo que habían dejado atrás la juventud. Y cada cual veía
con pesar que con él moriría el conocimiento que más amaba. Entonces
cada uno —suponiendo que era el único que lo hacía— se puso a escribir lo
que había aprendido en los largos años de atención a las máquinas que
derramaban el oculto saber de las cosas extrañas. Mucho pereció, pero
mucho sobrevivió, cayendo a veces en manos de copistas que los
vivificaban con añadidos propios o los debilitaban con omisiones…
Bésame, Severian.
Aunque mi máscara nos estorbaba, nuestros labios se encontraron.
Mientras ella se apartaba, dentro de mí fluyó el pálido recuerdo de los
burlones amoríos de Thecla en los seudotirums y tocadores catactonianos
de la Casa Absoluta, y dije:
—¿No sabes que estas cosas requieren toda la atención de un hombre?
Cyriaca sonrió:
—Por eso lo hice… Quería saber si estabas escuchando.
»Bien, durante mucho tiempo —nadie sabe cuánto exactamente,
supongo, y además el mundo no estaba entonces tan cerca de la extinción
del sol, y tenía más años por delante— aquellos escritos circularon o se
corroyeron en cenotafios donde sus autores los habían escondido. Eran
fragmentarios, contradictorios y exegéticos. Luego, esperando recobrar el
dominio ejercido por el primer imperio, cierto autarca (aunque entonces no
se llamaban autarcas) ordenó que los juntasen, y los sirvientes, hombres de
túnica blanca, saquearon desvanes y derribaron las androsfinges erigidas en
memoria de las máquinas y entraron en los cubículos de mujeres moiraicas
muertas largo tiempo atrás. Con el botín se levantó una gran pila en la
ciudad de Nessus, que por entonces acababa de construirse, para quemarlo.
»Pero la noche anterior al comienzo de la quema, el autarca de la época,
que nunca había tenido los salvajes sueños del dormido sino los meros
sueños de dominio del despierto, soñó por fin. Yen su sueño vio los
indómitos sueños de la vida y la muerte, de la piedra y el río, de la bestia y
el árbol escurriéndosele de las manos para siempre.
»Al llegar la mañana ordenó que no se encendieran las hogueras, y en
cambio anunció que se construiría una gran bóveda para albergar todos los
volúmenes y rollos reunidos por los hombres de túnica blanca. Pues pensó
que si el nuevo imperio que estaba proyectando acababa por fracasar, se
retiraría a la bóveda y entraría en los mundos que, a imitación de los
antiguos, había resuelto dejar a un lado.
»Como debía ocurrir, el imperio fracasó. El pasado no puede
encontrarse en el futuro donde no está: no hasta que el mundo metafísico,
que es tanto más extenso y tanto más lento que el físico, complete su
revolución y llegue el Sol Nuevo. Pero el autarca no se retiró como tenía
planeado a la bóveda y la muralla que había hecho alzar alrededor, pues si
una vez el hombre las abandona del todo y para siempre, las cosas salvajes
aprenden a reconocer las trampas y es imposible recapturarlas.
»De todos modos, se dice que antes de sellar la bóveda, puso un
guardián a cuidarla. Y que cuando aquel guardián vio que acababan sus días
en Urth, encontró otro, y éste otro más, de modo que continúan siempre
fieles a las órdenes del autarca, pues los colman los salvajes pensamientos
que manan de la ciencia conservada por las máquinas, y uno de tales
pensamientos es esa fe.
Yo había estado desnudándola mientras hablaba, y besándole los
pechos; pero dije:
—Los sentimientos de que hablas, ¿desaparecieron del mundo cuando
el autarca los encerró? ¿No habré tenido alguna vez noticias de ellos?
—No, porque por mucho tiempo han pasado de mano en mano,
impregnando la sangre de todos los pueblos. Además, se dice que a veces el
guardián los envía afuera, y aunque al final siempre vuelven, alguien o
muchos los leen antes de que se hundan de nuevo en la oscuridad.
—Es una historia maravillosa —dije—. Creo que tal vez yo sepa de ella
más que tú, pero nunca la había oído. —Descubrí que tenía piernas largas, y
suavemente ahusadas desde los muslos como cojines hasta los finos
tobillos; todo su cuerpo, en realidad, estaba modelado para el placer.
Sus dedos tocaron el cierre que me sujetaba la capa a los hombros.
—¿Necesitas quitarte esto? —preguntó—. ¿No nos puede cubrir?
—Puede —dije yo.
VII

Atracciones

Casi me ahogué en el placer que ella me dio, pues aunque no la amaba


como una vez había amado a Thecla, ni como aun entonces amaba a
Dorcas, y no era bella como en un tiempo lo había sido Jolenta, sentía por
ella una ternura nacida sólo en parte del vino inquieto, y se parecía a la
mujer que yo había soñado en la Torre Matachina cuando era un niño
andrajoso, antes de haber visto nunca el rostro acorazonado de Thea al
borde de la tumba abierta; y sabía de las artes del amor mucho más que
cualquiera de las tres.
Cuando nos levantamos fuimos a lavarnos a una pila de plata con agua
corriente. Allí había dos mujeres que habían sido amantes como nosotros, y
nos miraron y se rieron; pero al comprender que no porque fuesen mujeres
iba yo a perdonarlas, huyeron chillando.
Luego nos limpiamos mutuamente. Sé que Cyriaca creía que iba a
dejarla en ese momento, como yo creía que ella iba a dejarme a mí; pero en
vez de separarnos (lo que tal vez habría sido lo mejor) salimos al pequeño
jardín silencioso, que estaba lleno de noche, y nos quedamos allí junto a una
fuente solitaria.
Ella me tomó la mano y yo tomé la suya, como hacen los niños.
—¿Has estado alguna vez en la Casa Absoluta? —preguntó. Miraba
nuestros reflejos en el agua embebida de luna, y hablaba en voz tan baja que
yo apenas podía oírla.
Le dije que sí, y ella me apretó más la mano.
—¿Visitaste la Fuente de las Orquídeas?
Sacudí la cabeza.
—Yo también he estado en la Casa Absoluta, pero nunca he visto la
Fuente. Se dice que cuando el autarca tiene una consorte —lo que no ocurre
con el nuestro—, ella se establece allí, en el lugar más hermoso del mundo.
Aún ahora, sólo a los más bellos se permite entrar en ese rincón. Cuando yo
estuve nos hospedamos, mi señor y yo, en cierta pequeña habitación
apropiada a nuestro rango armigéreo. Una noche que mi señor se había ido
y yo no sabía adónde, salí al corredor, y estaba allí mirando a un lado y otro
cuando pasó un alto funcionario de la corte. Yo no sabía quién era ni qué
cargo tenía, pero le pregunté si podía ir a la Fuente de las Orquídeas.
Calló un momento. Por el lapso de tres o cuatro respiraciones no hubo
otro sonido que la música de los pabellones y el tintineo de la fuente.
—Y él se detuvo y me miró, creo que un poco sorprendido. No puedes
imaginarte lo que es ser una pequeña armigesa del norte, en un traje cosido
por sus criadas, y que te mire alguien que se ha pasado la vida entre los
exultantes de la Casa Absoluta. Entonces él sonrió.
Ahora me aferraba la mano con mucha fuerza.
—Y me lo dijo. Siga por tal y tal corredor y doble en tal estatua, suba
cierta escalera y tome el sendero de marfil. ¡Ah, Severian, mi amante!
Tenía la cara radiante como la misma luna. Comprendí que lo que me
había descrito era el momento culminante de su vida, y que en parte, y
acaso en gran medida, ahora atesoraba el amor que yo le había dado porque
le había recordado ese momento, aquél en que su belleza, ponderada por
alguien que ella creía apto para regirla, no había sido juzgada deficiente. La
razón me decía que debía ofenderme, pero no pude encontrar en mi interior
resentimiento alguno.
—Se alejó, y yo empecé a andar por donde me había dicho: una docena
de zancadas, quizá dos. Luego me encontré con mi señor, y me ordenó que
volviese a nuestra habitación.
—Comprendo —dije, y cambié la espada de lugar.
—Creo que sí. ¿Está mal entonces que lo traicione así? ¿Tú qué
piensas?
—Yo no soy magistrado.
—Todo el mundo me juzga…, todas mis amigas…, mis amantes, de los
cuales no eres el primero ni el último; hasta esas mujeres de hace un rato,
en el caldarium.
—A nosotros nos instruyen desde niños no para juzgar, sino para
ejecutar las sentencias dictadas por los tribunales de la Mancomunidad. No
os juzgaré, ni a ti ni a él.
—Yo juzgo —dijo ella, y volvió la cara hacia la brillante, dura luz de las
estrellas. Por primera vez desde que la había divisado a través de la atestada
sala de baile, entendí cómo había podido tomarla por una monja de la orden
cuyo hábito llevaba—. O al menos me digo que juzgo. Y me encuentro
culpable, pero no puedo parar. Creo que atraigo a hombres como tú. ¿A ti te
atraje? Sé que había allí mujeres más bonitas de lo que soy yo ahora.
—No estoy seguro —dije—. Mientras veníamos a Thrax…
—Tú también tienes una historia, ¿no? Cuéntame, Severian. Yo ya te he
contado casi lo único interesante que me sucedió nunca.
—En el camino hacia aquí nos cruzamos (otra vez te explicaré con
quién estaba viajando) con una bruja y su fámula y su cliente, que habían
ido a cierto lugar a reanimar el cuerpo de un hombre muerto mucho tiempo
atrás.
—¿De veras? —Los ojos de Cyriaca chispearon—. ¡Qué fantástico! He
oído hablar de esas cosas pero nunca las he visto. Cuéntamelo todo, aunque
asegúrate de decir la verdad.
—En realidad no hay mucho que contar. Nuestro camino pasaba por una
ciudad abandonada, y al ver una fogata nos acercamos porque con nosotros
iba una enferma. Cuando la bruja trajo de vuelta al hombre que había ido a
revivir, al principio pensé que estaba restaurando la ciudad entera. Sólo
unos días más tarde comprendí…
Me di cuenta de que no podía decir qué era lo que había comprendido;
que de hecho estaba en un nivel de sentido superior al del lenguaje, un nivel
que preferimos creer que apenas existe, aunque sin esa constante disciplina
que hemos aprendido a ejercer sobre nuestros pensamientos, éstos siempre
estarían trepando a él de manera inconsciente.
—Continúa.
—Realmente no comprendí, claro. Todavía lo pienso, y sigo sin
comprender. Pero sé que de algún modo lo estaba resucitando, y que él
estaba resucitando la ciudad de piedra, como un marco para sí mismo. A
veces se me ocurre que quizá la ciudad nunca haya tenido realidad
independiente de él, de modo que cuando cabalgábamos por sus calzadas y
los escombros de sus paredes, en realidad avanzábamos entre los huesos de
él.
—¿Y volvió en sí? —preguntó ella—. ¡Cuéntame!
—Sí, regresó. Y luego el cliente se murió, y también la mujer enferma
que había llegado con nosotros. Y Apu-Punchau, así se llamaba el muerto,
volvió a expirar. Las brujas escaparon corriendo, creo, aunque quizá
volaran. Pero lo que quería decir es que al día siguiente nosotros seguimos a
pie, y pasamos la noche en la choza de unos pobres. Y esa noche, mientras
la mujer que viajaba conmigo dormía, yo hablé con el hombre de la familia,
que al parecer sabía mucho sobre la ciudad de piedra, aunque ignoraba el
nombre original. Y también hablé con la madre de él, que creo que sabía
algo más, aunque no quiso contarme tanto. —Vacilé, pues me resultaba
difícil hablar de semejantes cosas con una mujer. Al principio supuse que
los ancestros de ellos podrían haber nacido en la ciudad, pero me dijeron
que la habían destruido mucho antes de que llegara la raza. A pesar de todo,
sabían muchas historias, porque el hombre había buscado tesoros en ella
desde niño, aunque nunca había encontrado nada, dijo, salvo piedras rotas y
vasijas rotas, y las huellas de buscadores que habían estado allí mucho antes
que él.
»“En tiempos antiguos”, me dijo la madre, “se creía que era posible
atraer el oro enterrado poniendo unas monedas tuyas en el suelo y usando
algún embrujo. Muchos lo hicieron, y olvidaron el lugar, o no pudieron
recoger nunca más sus monedas. Eso es lo que encuentra mi hijo. Ése es el
pan que comemos”.
Recordé a la mujer tal como había sido aquella noche, vieja y encorvada
mientras se calentaba las manos en un pequeño fuego de turba. Tal vez se
pareciera a una de las niñeras de Thecla, pues algo en ella puso a Thecla
más cerca de la superficie de mi mente de lo que había estado desde que me
encarcelaron con Jonas en la Casa Absoluta, de modo que una o dos veces,
reparando en mis manos, me había asombrado del grosor de los dedos, de
su color marrón, y de verlas desnudas de anillos.
—Sigue, Severian —volvió a decir Cyriaca.
—Luego la anciana me dijo que en la ciudad de piedra había algo que
verdaderamente atraía a quienes eran como ella. «Habrá oído usted historias
de nigromantes», dijo, «que pescan los espíritus de los muertos. ¿Sabe
dónde se encuentran los vitomantes de los muertos, los que llaman a
quienes pueden revivirlos? En la ciudad de piedra hay uno, y una o dos
veces cada saros alguno de los que él ha llamado viene a cenar con
nosotros». Y luego le dijo a su hijo: «Tú tienes que acordarte de ese hombre
silencioso que dormía al lado de esta maza. Eras una criatura, pero creo que
tienes que acordarte. Hasta el momento fue el último». Entonces supe que
yo también había sido atraído por el vitomante Apu-Punchau, aunque no
había sentido nada.
Cyriaca me miró de reojo.
—Entonces, ¿estoy muerta? ¿Es eso lo que quieres decir? Me dijiste que
había una bruja que era nigromante, y que tropezaste con su fuego. Yo creo
que la bruja de que hablas era un brujo, tú, y no cabe duda de que la
enferma que mencionaste era tu cliente, y la mujer, tu sirvienta.
—Eso es porque he omitido contarte las partes de la historia que tienen
alguna importancia —dije.
Me habría reído si hubieran pensado que yo era brujo; pero la Garra
volvió a oprimirme el esternón, diciéndome que gracias a su poder robado
yo era por cierto un brujo en todo salvo en saber; y comprendí entonces —
en el mismo sentido en que había «comprendido» antes— que aunque Apu-
Punchau la había tenido en su mano, no había podido (¿o no había
querido?) arrebatármela.
—Lo más importante —continué— es que cuando el aparecido se
desvaneció, detrás de él quedó en el barro una capa escarlata de Peregrina
como la que tú llevas ahora. La tengo en mi alforja. ¿Se interesan las
Peregrinas por la nigromancia?
Nunca llegué a oír la respuesta, porque en el mismo momento en que
hablaba la alta figura del arconte se acercó por el sendero angosto que
llevaba hasta la fuente. Iba enmascarado, y disfrazado de canedro, de modo
que viéndolo a plena luz no lo habría reconocido; pero la penumbra del
jardín lo despojaba de su disfraz con tanta eficacia como un par de manos
humanas, y por eso me bastó divisar la altura de su mole, y su paso, para
reconocerlo en seguida.
—Vaya —dijo—. La ha encontrado. Tendría que haberlo previsto.
—Lo mismo pensé yo —le dije—, pero no estaba seguro.
VIII

En lo alto del acantilado

Dejé los jardines del palacio por uno de los portales que daban a tierra.
Había seis soldados de caballería vigilando, sin el menor aire de
relajamiento que pocas guardias antes había caracterizado a los dos de la
escalinata del río. Uno, cerrando el paso educada pero inconfundiblemente,
me preguntó si tenía que irme tan temprano. Me identifiqué y dije que temía
que sí, que aún me quedaba trabajo por hacer esa noche (lo que era muy
cierto) y que a la mañana siguiente me esperaba además una dura jornada
(lo que no lo era menos).
—Pues es usted un héroe. —La voz del soldado sonó un poco más
amistosa—. ¿No tiene escolta, Lictor?
—Tenía dos clavígeros, pero los despedí. No hay motivo para que no
encuentre yo solo el camino a la Víncula.
Otro soldado, que hasta entonces no había hablado, dijo:
—Puede quedarse dentro hasta mañana. Le darán un lugar tranquilo
para acostarse.
—Sí, pero no haría mi trabajo. Me temo que debo partir ahora.
El que había estado bloqueándome el paso se apartó.
—Me gustaría mandar un par de hombres a que lo acompañen. Lo haré
si espera usted un momento. Tengo que pedirle permiso al oficial de
guardia.
—No es necesario —contesté, y partí antes de que pudieran decir algo
más. Era evidente que algo, presumiblemente el ejecutor de los asesinatos
que había mencionado mi sargento, actuaba en la ciudad; parecía casi
seguro que mientras yo estaba en el palacio del arconte había ocurrido otra
muerte. La idea me llenó de una agradable excitación; no porque fuera tan
tonto como para imaginarme superior a un ataque, sino porque la idea de
que me atacaran, de enfrentarme con la muerte esa noche en las oscuras
calles de Thrax, aliviaba en parte la depresión que yo habría sentido en
circunstancias opuestas. Este terror indeterminado, esa amenaza nocturna
sin rostro, era la más temprana de mis pesadillas infantiles; y como tal,
ahora que la niñez había quedado atrás, tenía la cualidad íntima que tienen
todas las cosas infantiles cuando somos enteramente adultos.
Estaba en la misma margen del río que la choza que había visitado esa
tarde, y no necesitaba volver a tomar un barco; pero las calles me eran
extrañas y en la oscuridad parecían casi un laberinto construido para
confundirme. Varias veces inicié la marcha en falso antes de encontrar el
camino angosto que yo buscaba y que trepaba por el risco.
En las viviendas de ambos lados, silenciosas mientras habían esperado a
que el poderoso muro de piedra que tenían enfrente se alzara y cubriera el
sol, había ahora murmullos de voces, y unas pocas ventanas destellaban a la
luz de unas lámparas de grasa. Mientras Abdiesus festejaba abajo, en su
palacio, la gente humilde de lo alto del risco también celebraba, con un
regocijo que difería del otro sobre todo en que era menos tumultuoso. Oí al
pasar los ruidos del amor, lo mismo que los había oído en el jardín del
arconte después de dejar a Cyriaca por última vez, y aquí y allá voces de
hombres y mujeres conversando tranquilamente, y también bromeando. El
jardín del palacio había estado perfumado por la fragancia de las flores, y el
aire, refrescado por las fuentes del mismo jardín y por la fuente mayor del
frío Acis, que corría justo al lado. Aquí ya no había esos olores; pero una
brisa se movía entre las chozas y las cuevas de bocas taponadas, acercando
ora un hedor de estiércol, ora el aroma del té o de algún estofado humilde, y
sólo a veces el aire limpio de las montañas.
Cuando hube llegado a cierta altura de la cara del acantilado, donde no
vivía nadie tan rico como para permitirse más luz que la de un fogón de
cocina, me volví a mirar la ciudad, como la había mirado esa tarde, aunque
con un ánimo totalmente distinto desde las almenas del castillo de Acies. Se
dice que hay en las montañas grietas tan profundas que desde el fondo se
ven las estrellas; grietas, pues, que atraviesan enteramente el mundo. Ahora
yo sentía que había encontrado una. Era como mirar una constelación, como
si toda Urth se hubiera derrumbado y yo estuviera mirando un abismo de
estrellas.
Parecía probable que a esas alturas me hubiesen empezado a buscar.
Pensé en los dimarchi del arconte apresurándose por las calles silenciosas,
quizá llevando antorchas arrebatadas del jardín. Mucho peor era la idea de
los clavígeros que hasta ahora había comandado desplegándolos en abanico
desde las puertas de la Vincula. Sin embargo, no veía que se movieran
luces, y no oía ningún grito ronco y lejano, y si la Vincula estaba
alborotada, el alboroto no afectaba la telaraña de calles que cubrían el risco
de la otra orilla. Tendría que haberse visto, también, el resplandor
parpadeante del gran portón abriéndose para dejar salir a los hombres recién
levantados, cerrándose, y luego volviendo a abrirse. Por fin di media vuelta
y seguí subiendo. Aún no habían dado la alarma. Con todo, no tardaría en
sonar.

No había luz en la choza ni ruido de voces. Antes de entrar saqué la Garra


de la bolsa, por miedo a que una vez dentro no me atreviera a hacerlo. A
veces, como en la posada de Saltus, ardía como un fuego artificial. Otras
veces no tenía más luz que un trozo de vidrio. Esa noche en la choza, más
que brillar, fulguraba con un azul tan hondo que la propia luz parecía una
suerte de oscuridad más clara. De todos los nombres del Conciliador, el que
menos se usa, creo, y siempre me ha parecido más desconcertante, es el de
Sol Negro. Desde esa noche he sentido que casi lo comprendo. No podía
tomar la gema con los dedos como había hecho a menudo y aún habría de
hacer después; la sostenía en la palma de la mano derecha para que mi tacto
no cometiera más sacrilegio que el estrictamente necesario. Llevándola así
por delante, me agaché y entré en la choza.
La muchacha yacía en el mismo sitio que esa tarde. Si aún respiraba, yo
no podía oírla, y no se movía. El niño del ojo infectado dormía a los pies de
ella en la tierra desnuda. Debía de haber comprado comida con el dinero
que yo le había dado; por el suelo había hollejos de maíz y peladuras de
fruta. Por un momento me atreví a tener la esperanza de que ninguno de los
dos se despertara.
La honda luz de la Garra reveló que la cara de la muchacha era más
débil y más horrible que lo que yo había visto antes, acentuando los huecos
bajo los ojos y las mejillas hundidas. Sentí que debía decir algo, invocar por
alguna fórmula al Increado y sus mensajeros, pero tenía la boca seca y más
vacía de palabras que la de cualquier animal. Lentamente bajé la mano
hasta que su sombra cortó la luz que bañaba a la muchacha. Cuando volví a
levantarla no había habido ningún cambio, y recordando que la Garra no
había ayudado a Jolenta, me pregunté si sería posible que no tuviera buenos
efectos sobre las mujeres, o si haría falta que la sostuviese una mujer. Luego
toqué con ella la frente de la muchacha, de modo que por un momento
pareció que tenía un tercer ojo en el rostro cadavérico.
De todos los usos que he hecho de la Garra, éste fue el más asombroso,
y acaso el único en el que es imposible que alguna ilusión de mi parte o
alguna coincidencia, por complicada que fuera, explique lo que ocurrió.
Podía haber sido que la propia fe del hombre-mono le restañara la sangre,
que el ulano del camino que bordeaba la Casa Absoluta sólo estuviera
aturdido y hubiese reaccionado de todos modos, que la aparente cura de las
heridas de Jonas no fuera más que un truco de la luz.
Pero ahora era como si un poder inimaginable hubiera actuado en el
intervalo entre un chronon y el siguiente para torcer el rumbo del universo.
Los ojos verdaderos de la muchacha se abrieron, oscuros como charcos. El
rostro ya no era la máscara macabra que había sido, sino apenas el rostro
exhausto de una joven.
—¿Quién eres tú, con esas ropas brillantes? —preguntó. Y luego—: Oh,
estoy soñando.
Le dije que era un amigo, y que no había razón para que tuviese miedo.
—No tengo miedo —dijo—. Lo tendría si estuviera despierta, pero no
lo estoy. Parece que hubieras caído del cielo, pero sé que sólo eres el ala de
un pobre pájaro. ¿Te ha cazado Jader? Cántame…
Volvió a cerrar los ojos; esta vez oí el lento suspiro de su aliento. La
cara no cambió: delgada y consumida, como cuando había abierto los ojos;
pero el sello de la muerte se le había borrado.
Le retiré la gema de la frente y la apoyé en el ojo del niño como la había
aplicado en la cara de su hermana, pero no estoy seguro de que fuera
necesario. Antes aun de haber sentido el beso de la Garra ya parecía normal,
y es posible que la infección ya hubiera sido derrotada. El niño se agitó,
dormido, y gritó como si en un sueño corriera por delante de niños más
lentos, urgiéndolos a que lo siguieran.
Volví a guardar la Garra en su pequeña bolsa y entre hollejos y
peladuras me senté en el suelo de tierra a escucharlo. Al cabo de un rato
volvió a calmarse. La tenue luz de las estrellas brillaba cerca de la puerta;
por lo demás, la choza estaba totalmente oscura. Yo oía la respiración
regular de la hermana, y la del niño.
Ella había dicho que yo, que desde mi ascenso a oficial había vestido de
fulígeno, y antes con harapos grises, llevaba ropas brillantes. Comprendí
que la había deslumbrado la luz que tenía en la frente; cualquier cosa,
cualquier ropa le habría parecido brillante. Y no obstante sentía que en
cierto modo ella estaba en lo cierto. No es que después de aquel momento
yo empezara (como he tenido la tentación de escribir) a odiar mi capa, mis
pantalones y mis botas; pero de alguna manera llegué a sentir que eran sin
duda el disfraz con que los había confundido en el palacio del arconte, o el
traje del hombre que había aparentado ser cuando actué en la obra del
doctor Talos. Hasta un torturador es un hombre, y para ningún hombre es
natural vestirse siempre y exclusivamente en ese tono más oscuro que el
negro. Cuando en la tienda de Agilus yo me había puesto el manto marrón,
había despreciado mi propia hipocresía; quizá la capa fulígena que en aquel
momento llevaba debajo fuera una hipocresía igual o mayor.
Entonces la verdad empezó a abrirse camino en mi mente. Si alguna vez
yo había sido un verdadero torturador, un torturador en el sentido en que lo
eran el maestro Gurloes y hasta el maestro Palaemon, ya había dejado de
serlo. Allí en Thrax me habían concedido una segunda oportunidad.
También en esa oportunidad había fracasado, y no habría una tercera. Mis
habilidades y mi vestimenta podían permitirme conseguir empleo, pero eso
era todo; y sin duda me convendría destruir mis ropas no bien pudiera, e
intentar obtener un puesto entre los soldados que luchaban en la guerra del
norte, no bien consiguiera —si lo conseguía alguna vez— devolver la
Garra.
El niño se agitó y dijo un nombre que quizás era el de su hermana. Ella
murmuró algo, todavía en sueños. Me incorporé y estuve mirándolos un
momento más, y luego me deslicé afuera, temiendo que se asustaran al ver
mi cara cruel y mi larga espada.
IX

La salamandra

Fuera las estrellas parecían más brillantes, y por primera vez en muchas
semanas la Garra había dejado de apretarme el pecho.
Al bajar el sendero angosto, ya no me hizo falta parar y volverme a
mirar la ciudad. Se extendía ante mí en diez mil luces titilantes, desde el
faro del castillo de Acies hasta el reflejo de las ventanas de la sala de
guardia en las aguas que corrían a través del Capulus.
A esas alturas ya me habrían cerrado las puertas. Si aún no habían
lanzado a los dimarchi, lo harían antes de que yo alcanzara la planicie junto
al río; pero había decidido ver una vez más a Dorcas antes de abandonar la
ciudad, y por alguna razón no dudaba de mi habilidad para lograrlo.
Empezaba a urdir planes para sortear después los muros cuando lejos y
abajo se encendió una nueva luz.
A lo lejos era pequeña, sólo una picadura de alfiler como las demás; y
sin embargo no se les parecía en absoluto, y puede que mi mente sólo la
registrara como luz porque no sabía con qué otra cosa compararla. La noche
en que Vodalus había resucitado a la muerta en la necrópolis, yo había visto
un poderoso disparo de pistola: un coherente haz de energía que había
partido la niebla como un relámpago. Este fuego no era así, pero se le
parecía más que cualquier cosa que yo pudiera recordar. Relumbró
brevemente y se apagó, y un latido después sentí la ola de calor en la cara.

De algún modo me perdí en la oscuridad y no encontré la pequeña posada


llamada el Nido del Pato. Nunca he sabido si equivoqué el camino o
simplemente pasé delante de los postigos cerrados sin reparar en el cartel
que colgaba arriba. De cualquier manera, pronto me encontré demasiado
lejos del río, avanzando por una calle que por un trecho corría paralela al
acantilado, con un olor de carne chamuscada en la nariz, como si estuvieran
marcando animales con un hierro candente. Iba a volver sobre mis pasos
cuando choqué en las sombras con una mujer. Tan violenta e
imprevistamente golpeamos uno contra otro que por poco no me caí, y
mientras retrocedía, oí el estrépito del cuerpo de ella contra la piedra.
—No la vi —dije, agachándome a ayudarla.
—¡Corra, corra! —balbuceó ella. Y luego—: ¡Oh, ayúdeme a
levantarme! —La voz me resultaba ligeramente conocida.
—¿Por qué habría de correr? —La ayudé a levantarse. En la penumbra
vi un rostro borroso, en el que incluso creí adivinar algo de terror.
—Mató a Jurmino. Lo quemó vivo. Cuando lo encontramos todavía
estaba ardiendo el bastón. Él… Lo que hubiese empezado a decir se perdió
entre sollozos.
—¿Qué es lo que mató a Jurmino? —Como no contestaba la sacudí,
pero sólo conseguí que llorara más—. ¿No la conozco? ¡Hable, mujer!
Usted es la dueña del Nido del Pato. ¡Lléveme allí!
—No —dijo ella—. Tengo miedo. Deme su brazo, sieur, por favor.
Entremos en algún sitio.
—De acuerdo. Iremos al Nido del Pato. No puede estar lejos… Bien,
¿dónde está?
—¡Demasiado lejos! —La mujer lloraba—. ¡Demasiado lejos!
En la calle había algo más que nosotros. Ignoro si yo no había sabido
detectarlo, o si hasta entonces había sido indetectable; pero de pronto estaba
presente. He oído decir a personas que tienen horror a las ratas que en
cuanto entran en una casa sienten la presencia de estos animales, aunque no
se los vea. Así ocurría ahora. Había una sensación de calor sin calidez; y
aunque el aire no transportaba ningún olor, sentí que lo habían vaciado del
poder de sostener la vida.
Me pareció que la mujer no lo había advertido.
—Anoche quemó a tres cerca del coliseo —continuó—, y esta noche a
uno, dicen, cerca de la Víncula. Y ahora a Jurmino. Está buscando a
alguien… Eso dicen.
Recordé las nótulas y la cosa que había resollado en las paredes de la
antecámara de la Casa Absoluta, y dije:
—Creo que lo ha encontrado.
La solté y me volví, y luego otra vez, intentando descubrir dónde estaba.
El calor iba creciendo, pero no se veía ninguna luz. Tuve la tentación de
sacar la Garra para alumbrarme con su resplandor; luego recordé cómo
había despertado a lo que dormía bajo la mina de los hombres-mono, y temí
que la luz sirviera únicamente para que aquella cosa —fuera lo que fuese—
me localizara. No estaba seguro de que mi espada fuese más eficaz contra
ella de lo que había sido contra las nótulas cuando Jonas y yo habíamos
huido de ellas por el bosque de cedros. De todos modos, la desenvainé.
Casi en seguida se oyeron un repique de cascos y un grito, y dos
dimarchi aparecieron atronadoramente por una esquina, a no más de cien
zancadas. De haber tenido más tiempo, habría sonreído al ver cuánto se
parecían a las figuras que yo había imaginado. El caso es que el fulgor de
fuego artificial de sus lanzas esbozó algo oscuro y torcido y agazapado que
había entre nosotros.
Se volvió hacia la luz, fuera lo que fuese, y pareció abrirse como una
flor, cobrando altura casi demasiado rápido para que el ojo pudiera seguirlo,
afinándose hasta convertirse en una criatura de bruma radiante, caliente
pero con algo de reptil, como esas serpientes multicolores que traen de las
junglas del norte, que sin dejar de ser reptiles parecen piezas de esmalte
coloreado. Las monturas de los soldados se encabritaron y relincharon, pero
uno de ellos, con más presencia de ánimo que la que habría mostrado yo,
disparó la lanza al corazón de la cosa que lo enfrentaba. Hubo un
relámpago.
La dueña del Nido del Pato se derrumbó contra mí, y yo, que no quería
perderla, la sostuve con el brazo libre.
—Creo que busca calor vivo —le dije—. Debería lanzarse sobre los
caballos.
Estaba diciendo esto cuando la cosa se volvió hacia nosotros.
Ya he dicho que desde atrás, al abrirse hacia los dimarchi, había
parecido una flor serpeante. Ahora que la veíamos en todo su horror y su
gloria, esa impresión persistía, pero sumada a otras dos. La primera era de
calor intenso y sobrenatural; aún parecía un reptil, pero un reptil que
quemaba de una forma jamás conocida en Urth, como si en una esfera de
nieve hubiera caído un áspid del desierto. La segunda era de jirones
flameando en un viento que no era de aire. Parecía florecer, todavía, pero
como un capullo cuyos pétalos de fuego y blanco y amarillo pálido
hubieran sido desgarrados por una monstruosa tempestad nacida en su
propio corazón.
En todas estas impresiones, envolviéndolas e infiltrándolas, había un
horror que no puedo describir. Me sorbía toda decisión y toda fuerza, de
modo que por un momento no pude huir ni atacar. La criatura y yo
parecíamos fijos en una matriz de tiempo por completo aparte de todo lo
que hubiera podido ocurrir antes o después, y puesto que aquella matriz nos
mantenía inmóviles y éramos sus únicos ocupantes, nada podía alterarlo.
Un grito rompió el hechizo. Al galope, una segunda partida de dimarchi
había entrado en la calle por detrás de nosotros, y al ver a la criatura lanzó
los caballos a la carga. En menos de un respiro bullían a nuestro alrededor,
y si no nos atropellaron fue porque Sacra Katharine intervino. Si alguna vez
yo había dudado del coraje de las tropas del autarca, esa noche perdí toda
duda, pues ambas partidas se lanzaron contra el monstruo como perros
sobre un ciervo.
Fue inútil. Hubo un destello cegador, y una sensación de calor
espantoso. Sosteniendo todavía a la mujer medio inconsciente, eché a correr
calle abajo.
Pensaba salir por donde habían entrado los dimarchi, pero a causa del
pánico (y era pánico, no sólo mío, sino de Thecla, que gritaba en mi mente),
doblé una esquina antes o después. En lugar de la brusca pendiente que yo
esperaba, me encontré en un callejón sin salida construido sobre una
prominencia del acantilado. Cuando llegué a darme cuenta de lo que
ocurría, la criatura, ahora nuevamente un ser retorcido y enano, pero que
irradiaba una energía terrible e invisible, estaba en la boca del callejón.
A la luz de las estrellas podría haber sido apenas un viejo giboso con un
abrigo negro, pero nunca he sentido más terror que entonces. Al fondo del
callejón había una choza; una estructura más grande que la barraca en
donde habían sufrido la muchacha enferma y su hermano, pero también
hecha de cañas y barro. Di una patada a la puerta y me precipité en una
conejera de odiosas habitaciones, atravesando como un rayo la primera, y
luego otra hasta llegar a una tercera donde dormían media docena de
hombres y una mujer, y de ésta a una cuarta, sólo para encontrarme con una
ventana que, como mi tronera de la Víncula, daba sobre la ciudad. Era el
final, la última habitación de la casa, y colgaba como un nido de golondrina
sobre un abismo que en aquel momento me pareció infinito.
De la habitación que acabábamos de dejar me llegaron las voces
enfadadas de los que habíamos despertado. De golpe se abrió la puerta, pero
quienquiera que fuese el que entró a expulsar al intruso, tuvo que haber
visto el fulgor de Terminus Est; se detuvo en seco, maldijo y se fue. Un
momento después alguien gritó y supe que la criatura de fuego estaba en la
choza.
Traté de enderezar a la mujer, pero se derrumbó a mis pies. Al otro lado
de la ventana no había nada: la pared de cañas terminaba unos codos más
abajo y los soportes del suelo no se extendían más allá. Arriba, un alero de
paja no ofrecía a mi mano más ventaja que una telaraña. Mientras intentaba
aferrarlo, entró un torrente de luz que destruyó todo color y proyectó
sombras tan oscuras como el fulígeno, sombras como fisuras en el cosmos.
Entonces comprendí que debía luchar y morir como los dimarchi o saltar, y
giré para enfrentar a la criatura que había venido a matarme.
Todavía estaba en la otra habitación, pero podía verla por el vano de la
puerta, abierta ahora otra vez. Ante ella, en el suelo, yacía el cuerpo
semiconsumido de alguna vieja infeliz, y mientras yo miraba, la cosa
pareció inclinarse sobre el cuerpo en algo que, lo habría jurado, era una
actitud inquisitiva. La carne del cadáver burbujeó y crujió como la grasa de
un asado, y luego se deshizo. Un momento después hasta los huesos fueron
pálidas cenizas que la criatura dispersó mientras avanzaba.
Creo que Terminus Est ha sido la mejor hoja jamás forjada, pero yo
sabía que nada podría lograr contra el poder que había derrotado a tantos
jinetes; la arrojé a un lado en la vaga esperanza de que pudiera ser
encontrada y eventualmente devuelta al maestro Palaemon, y saqué la Garra
de la bolsa que me colgaba del cuello.
Era mi última y remota oportunidad, y en seguida vi que había fallado.
De cualquier forma que percibiese el mundo que la rodeaba (y por sus
movimientos yo había imaginado que en nuestra Urth era casi ciega), la
criatura advertía claramente la gema, y no la temía. El avance lento se
convirtió en un rápido y resuelto fluir hacia adelante. Llegó a la puerta;
hubo una explosión de humo, un estrépito, y desapareció. Desde abajo, una
luz relampagueó por el agujero abierto a fuego en el endeble suelo que
empezaba donde concluía la saliente rocosa; primero fue la luz incolora de
la criatura, luego una rápida sucesión de colores tornasolados: azul pavo
real, lila y rosa. Después sólo una luz tenue, rojiza, de llamas saltarinas.
X

Plomo

Por un momento pensé que iba a caerme en el agujero abierto en el centro


del cuarto antes de poder recuperar Terminus Est y poner a salvo a la dueña
del Nido del Pato, y por otro tuve la certeza de que se iba a caer todo: la
temblorosa estructura del cuarto y nosotros con ella.
No obstante, al final escapamos. Fuera, la calle estaba tan vacía de
dimarchi como de vecinos; los soldados habían sido atraídos por el fuego de
abajo, sin duda, y la gente, asustada, se había metido en las casas. Sostuve a
la mujer con el brazo, y aunque seguía demasiado aterrorizada como para
responderme algo inteligible, dejé que ella eligiera el camino; como había
supuesto, nos llevó infaliblemente a su posada.
Dorcas estaba durmiendo. Sin despertarla, me senté a oscuras en un
banco, junto a la cama, donde ahora también había una mesita suficiente
para sostener el vaso y la botella que había subido del comedor. Fuera lo
que fuese, el vino me supo fuerte al paladar, y sin embargo no más que el
agua una vez que lo hube tragado; para cuando Dorcas despertó, había
bebido media botella y no sentía más efecto que si hubiera sido un sorbete.
Dorcas alzó la cabeza, luego la dejó caer de nuevo en la almohada.
—Severian. Debería haber sabido que eras tú.
—Siento haberte asustado —dije yo—. Vine a ver cómo estabas.
—Eres muy amable. Con todo, parece que cada vez que me despierto
estás inclinado sobre mí. —Volvió a cerrar los ojos un momento—. Con
esas botas de suela gruesa no haces ningún ruido al caminar, ¿lo sabías? Es
una de las razones por las que infundes temor a la gente.
—Una vez dijiste que te recordaba a un vampiro, porque había comido
una granada y tenía los labios manchados de rojo. Los dos nos reímos. ¿Te
acuerdas? —Había sido en un campo dentro de la muralla de Nessus, donde
habíamos dormido junto al teatro del doctor Talos y despertado para
agasajarnos con la fruta que la noche anterior había dejado caer nuestro
huyente público.
—Sí —dijo Dorcas—. Quieres que vuelva a reír, ¿no? Pero me temo
que nunca volveré a hacerlo.
—¿Quieres un poco de vino? Era gratis, y no tan malo como yo
esperaba.
—¿Para alegrarme? No. Creo que una debería beber cuando ya está
alegre. De lo contrario sólo se vierte tristeza en la copa.
—Al menos toma un trago. La dueña dice que has estado enferma y en
todo el día no has comido.
Vi que Dorcas movía la cabeza en la almohada y me miraba; y ya que
estaba totalmente despierta, me atreví a encender la vela.
—Llevas tus ropas —me dijo—. Tienes que haberle dado un susto
mortal.
—No, no la asusté. Se está llenando la copa con todo lo que haya en la
botella.
—Ha sido buena conmigo… Es muy amable. No le reproches que elija
beber a estas horas de la noche. —No se lo estaba reprochando. Pero ¿no
vas a tomar nada? En la cocina ha de haber comida; te traeré lo que quieras
y si no te gusta lo devolveremos.
Dorcas rio débilmente.
—Me he pasado el día devolviendo lo que había comido. Es lo que
quería decir ella cuando te contó que estuve enferma. ¿O no te lo dijo?
Vomitando. Pensé que ibas a olerlo, aunque la pobre mujer limpió lo mejor
que pudo. —Hizo una pausa y husmeó—. ¿Qué es eso que huelo? ¿Tela
quemada? Debe de ser la vela, pero supongo que no podrás recortar la
mecha con tu gran espada.
—Es mi capa, creo —dije yo—. He estado demasiado cerca del fuego.
—Te pediría que abrieras la ventana, pero veo que ya la abrieron. Me
temo que a ti te moleste. La verdad es que hace temblar la vela. ¿Te marea
el parpadeo de las sombras?
—No —dije—. No hay problema mientras no mire directamente la
llama.
—Por tu expresión, te sientes como siempre me siento yo cerca del
agua.
—Esta tarde te encontré sentada muy al borde del río.
—Lo sé —dijo Dorcas, y calló. El silencio duró tanto que temí que no
volviera a hablar nunca más, que hubiera vuelto el silencio patológico
(como ahora estaba seguro que era) que la había poseído.
Por fin dije:
—Me sorprendió verte allí. Recuerdo que miré varias veces antes de
convencerme de que eras tú, aunque te había estado buscando.
—Vomité, Severian. Ya te lo dije, ¿no?
—Sí, me lo dijiste.
—¿Sabes qué fue lo que arrojé?
Miraba fijamente el techo bajo, y tuve la sensación de que había allí
otro Severian, el Severian bondadoso e incluso noble que sólo existía en la
mente de Dorcas. Supongo que todos, cuando creemos hablar muy
íntimamente con otra persona, en realidad nos dirigimos a la imagen que
tenemos de ella. Pero esto parecía algo más; sentí que Dorcas seguiría
hablando aunque yo saliera de la habitación.
—No —respondí—. ¿Agua, quizá?
—Proyectiles.
Pensé que estaba hablando metafóricamente, y sólo arriesgué:
—Tiene que haber sido muy desagradable.
Volvió a girar la cabeza en la almohada, y ahora le vi los ojos azules y
las anchas pupilas. Tal era su vacuidad que podrían haber sido dos pequeños
fantasmas.
—Proyectiles, mi querido Severian. Pesadas postas de metal, cada una
casi del ancho de una nuez y no tan larga como mi pulgar y estampada con
la palabra golpea. Salían tamborileando de mi garganta y se derramaban en
el cubo, y yo estiré la mano y la hundí en la inmundicia para verlas. La
dueña de la posada vino y se llevó el cubo, pero yo las había limpiado y
guardado. Hay dos, y ahora están en el cajón de esa mesa. La trajo ella para
poner la cena. ¿Quieres verlas? Abre.
No podía imaginarme de qué estaba hablando Dorcas, y le pregunté si
pensaba que alguien intentaba envenenarla.
—No, no, de ninguna manera. ¿No vas a abrir el cajón? Eres tan
valiente… ¿No quieres matar?
—Confío en ti. Si dices que en la mesa hay proyectiles, estoy seguro de
que así es.
—Pero no crees que los vomité yo. No te culpo. ¿No hay una historia
sobre la hija de un cazador que fue bendecida por un pardal, y que al hablar
derramaba cuentas de azabache? Entonces la mujer del hermano le robó la
bendición, y cuando hablaba, de los labios le saltaban sapos. Recuerdo
haberla oído, pero nunca le creí.
—¿Cómo es posible arrojar plomo?
Dorcas rio, pero en su risa no había alegría:
—Es fácil. Tan fácil… ¿Sabes lo que vi hoy? ¿Sabes por qué no pude
hablarte cuando me encontraste? Y no pude, Severian, te lo juro. Sé que
pensaste que estaba enfadada y me había puesto testaruda. Pero no… Me
había vuelto como de piedra, muda, porque nada parecía importar, y todavía
no estoy segura de que algo importe. Sin embargo, siento lo que dije sobre
que no eras valiente. Eres valiente, lo sé. Lo único es que no parece una
valentía hacerles cosas a los pobres prisioneros. Fuiste muy valiente al
luchar con Agilus, y después, cuando casi te peleaste con Calveros porque
creíste que iba a matar a Jolenta…
Volvió a quedar en silencio, y luego suspiró:
—Ah, Severian, estoy tan cansada…
—De eso quería hablarte —dije yo—. De los prisioneros. Quiero que
entiendas, por más que no puedas perdonarme. Era mi profesión, el oficio
para el que me adiestraron desde la infancia. —Me incliné hacia adelante y
le tomé la mano; parecía frágil como un pájaro cantor.
—Ya has dicho algo así otra vez. De veras, te entiendo.
—Y lo podía hacer bien. Dorcas, es eso lo que no entiendes. El
tormento y la ejecución son artes, y yo tengo el talento, el don, la bendición.
Esta espada…, todas las herramientas que utilizamos viven cuando yo las
empuño. De haberme quedado en la Ciudadela, podría haber sido un
maestro. Dorcas, ¿me escuchas? ¿Ves algún sentido en estas cosas que te
digo?
—Sí —dijo ella—. Un poco, sí. Pero tengo sed. Si ya has bebido
bastante, sírveme un poco de vino, por favor.
Lo hice, llenando sólo la cuarta parte del vaso porque temía que se lo
derramara en la cama.
Se sentó a beber, algo que hasta entonces no había estado seguro de que
fuese capaz de hacer, y una vez que acabó de tragar la última gota escarlata
tiró el vaso por la ventana. Oí cómo se estrellaba abajo, en la calle.
—No quiero que bebas después de mí —me dijo—. Y sabía que si no lo
tiraba ibas a hacerlo.
—Pero entonces, ¿piensas que lo que tienes es contagioso?
Volvió a reírse.
—Sí, pero ya lo tienes tú también. Te lo contagió tu madre. La muerte,
Severian. Todavía no me preguntaste qué fue lo que vi hoy.
XI

La mano del pasado

No bien Dorcas dijo «Todavía no me preguntaste qué fue lo que vi hoy»,


me di cuenta de que yo había estado intentando desviar la conversación.
Tenía el presentimiento de que para mí sería algo sin el menor sentido, y
que así como los locos creen que las huellas de los gusanos bajo la corteza
del árbol caído son una escritura sobrenatural, ella le adjudicaría un gran
significado.
—Pensé que quizá fuera mejor distraerte, fuera lo que fuese —dije.
—Sería mejor, si pudiéramos. Era una silla.
—¿Una silla?
—Una silla vieja. Y una mesa, y varias cosas más. Parece que en la
calle de los Fusteros hay una tienda que les vende muebles viejos a los
eclécticos, y a los autóctonos que han absorbido nuestra cultura tanto como
para quererlos. Como aquí no hay fuentes para satisfacer la demanda, dos o
tres veces por año el dueño y sus hijos van a Nessus, a los barrios
abandonados del sur, y llenan la barca. Yo hablé con él, ¿comprendes?; lo sé
todo. Allí hay decenas de miles de casas vacías. Algunas se derrumbaron
hace mucho, pero otras siguen tal como las dejaron los dueños. A la
mayoría las han saqueado, pero de vez en cuando se sigue encontrando
plata y alguna joya. Y aunque en general han perdido la mayor parte de los
muebles, casi siempre hay algo que los dueños tuvieron que dejar.
Me pareció que iba a llorar, y me incliné a acariciarle la frente. Con una
mirada me dio a entender que no quería, y se tendió en la cama como antes.
—Algunas de esas casas todavía conservan todos los muebles. Son las
mejores, me explicó él. Cree que cuando el barrio murió hubo unas pocas
familias, o quizá gente que vivía sola, que decidieron quedarse. Eran
demasiado viejos para moverse, o demasiado tercos. Yo lo he pensado, y
estoy segura de que algunos deben de haber tenido algo que no soportaban
abandonar. Una tumba, a lo mejor. Enmaderaron las ventanas contra los
asaltantes, y se protegieron con perros o cosas peores. Al fin se fueron, o se
les acabó la vida, y los animales devoraron sus cuerpos y se liberaron; pero
para entonces ya no había allí nadie, ni siquiera saqueadores o traperos,
hasta que llegaron este hombre y sus hijos.
—Tiene que haber muchísimas sillas viejas —dije.
—No como ésa. La conozco a la perfección: los grabados en las patas e
incluso el motivo en el tapizado de los brazos. Y todo lo recordé entonces.
Luego aquí, cuando vomité esos trozos de plomo, esas cosas como semillas
duras, pesadas, lo comprendí. ¿Recuerdas, Severian, qué pasó cuando
salimos del jardín Botánico? Tú, Agia y yo salimos del gran vivero de
cristal, y tú alquilaste un bote que nos llevara de la isla a la costa, y el río
estaba lleno de nenúfares con flores azules y hojas verdes y brillantes. Las
semillas de esos nenúfares son así, duras y pesadas y oscuras, y he oído que
se hunden en el fondo del Gyoll y allí se quedan durante eras completas.
Pero cuando el azar las acerca a la superficie retoñan por muy viejas que
sean, y se ven plantas de otra quilíada que vuelven a florecer.
—Yo también lo he oído —dije—. Pero ni para ti ni para mí significa
nada.
Dorcas estaba quieta, pero le temblaba la voz:
—¿Qué poder hace que vuelvan? ¿Lo puedes explicar?
—El sol, supongo… Pero no, no lo puedo explicar. —¿Y no hay
ninguna otra fuente de luz que el sol? Supe entonces qué quería decir,
aunque algo en mí no podía aceptarlo.
—Cuando aquel hombre, Hildegrin, el que después volvimos a
encontrar sobre la tumba de la ruinosa ciudad de piedra, nos transportó
hasta la orilla en el Lago de los Pájaros, nos habló de millones de muertos,
gente cuyos cadáveres habían sido arrojados al agua. ¿Cómo hicieron para
que se hundieran, Severian? Los cadáveres flotan. ¿Cómo los lastraron? No
lo sé. ¿Y tú?
Yo lo sabía:
—Les metieron plomo por la garganta.
—Eso pensé. —Su voz era ahora tan débil que apenas podía oírla, aun
en esa habitación silenciosa. No, lo supe. Lo supe cuando las vi.
—Piensas que la Garra te hizo revivir.
Dorcas asintió.
—Ciertas veces ha actuado. Lo admito. Pero sólo si yo la quitaba de la
bolsa, y aun así no siempre. Cuando me sacaste del agua en el Jardín del
Sueño Infinito estaba en mi talego, y ni siquiera sabía que la tenía.
—Severian, una vez me dejaste sostenerla. ¿Podría verla de nuevo
ahora?
La saqué de la bolsa y la alcé en la mano. Los fuegos azules parecían
adormilados, pero en el centro de la gema vi el gancho de aspecto cruel que
le daba su nombre. Dorcas extendió la mano, pero me acordé del vaso de
vino y sacudí la cabeza.
—Piensas que le haré algo, ¿verdad? No. Sería un sacrilegio.
—Si crees lo que dices, y pienso que sí, debes de odiarla por haberte
arrebatado…
—De la muerte. —Otra vez miraba el techo, ahora sonriendo como si
compartiera con él un secreto profundo y absurdo—. Adelante, dilo. No te
hará daño.
—Del sueño —dije—. Porque si se puede conseguir que volvamos, no
es la muerte; no la muerte como la hemos entendido siempre, la muerte que
tenemos en mente cuando decimos muerte. Aunque tengo que confesar que
me sigue siendo casi imposible creer que el Conciliador, que murió hace
tantos miles de años, actúe por medio de esta piedra para despertar a otros.
Dorcas no dijo nada. Ni siquiera podía estar seguro de que me
escuchaba.
—Hablaste de Hildegrin —dije— y de cuando nos llevó en su bote a
recoger el averno en el lago. ¿Recuerdas lo que dijo de la muerte? Dijo que
era buena amiga de los pájaros. Quizás hubiéramos debido darnos cuenta de
que una muerte así no podía ser la muerte que imaginamos.
—Si digo que creo todo eso, ¿me dejarás sostener la Garra?
Volví a sacudir la cabeza.
Dorcas no me estaba mirando, pero tuvo que haber visto el movimiento
de mi sombra; o tal vez sólo haya sido que ese Severian mental que ella
veía en el techo sacudió también la cabeza.
—Tienes razón. Iba a destruirla, si podía. ¿Quieres que te diga lo que
realmente creo? Creo que he estado muerta; no dormida sino muerta. Que
mi vida transcurrió hace mucho, mucho tiempo, cuando vivía con mi
marido encima de una pequeña tienda, y me ocupaba de nuestro hijo. Que
ese Conciliador tuyo que vino hace tanto era un aventurero de una de las
razas antiguas que sobrevivió a la muerte universal. —Sus manos aferraron
la manta—. Y te pregunto, Severian, si cuando vuelva no se lo llamará Sol
Nuevo. ¿No da esa impresión? Y yo creo que cuando vino trajo algo que
tenía sobre el tiempo el mismo poder que se atribuye a los espejos del padre
Inire: poder sobre el espacio. Es esa gema tuya.
Se interrumpió, y volviendo la cabeza, me echó una mirada desafiante;
como yo no decía nada, continuó.
—Severian, si resucitaste al ulano fue porque la Garra torció el tiempo
para él hasta el momento en que todavía estaba vivo. Si curaste a medias las
heridas de tu amigo fue porque estiró el tiempo hasta otro en que ya estarían
casi curadas. Y cuando en el jardín del Sueño Infinito caíste en la ciénaga,
tiene que haberme tocado o casi tocado, y para mí fue otra vez el tiempo en
que había vivido, así que volví a vivir. Pero he estado muerta. Por mucho,
mucho tiempo estuve muerta; un cadáver encogido conservado en agua
marrón. Y todavía hay en mí algo muerto.
—En todos hay algo que siempre ha estado muerto —dije—. Aunque
más no sea porque sabemos que al final moriremos. Todos nosotros salvo
los niños muy pequeños.
—Voy a volver, Severian. Ahora lo sé, y es eso lo que he estado
tratando de decirte. Tengo que volver y descubrir quién era y dónde vivía y
qué me pasó. Sé que tú no puedes acompañarme…
Asentí.
—No te lo estoy pidiendo. Tampoco quiero que lo hagas. Te amo, pero
eres otro muerto, un muerto que se ha quedado conmigo y me ha dado
amistad como los del lago, pero pese a todo un muerto. Cuando vaya a
buscar mi vida no quiero que la muerte me acompañe.
—Lo comprendo —dije.
—Puede que mi hijo siga viviendo… Tal vez sea viejo, pero esté vivo
todavía. Tengo que saberlo.
—Sí —dije, pero no pude abstenerme de añadir—: Una vez me dijiste
que yo no era la muerte. Que no dejase que los demás me convencieran de
que yo lo era de veras. Fue detrás del huerto, en los jardines de la Casa
Absoluta. ¿Te acuerdas?
—Para mí has estado muerto —dijo ella—. Si lo prefieres, he
sucumbido a la trampa contra la cual te previne. Quizá no estés muerto,
pero sigues siendo lo que eres, un torturador y un carnicero, con las manos
chorreantes de sangre. Ya que recuerdas tan bien aquella vez en la Casa
Absoluta, a lo mejor… No puedo decirlo… Fue el Conciliador, o la Garra, o
el Increado el que me hizo esto. No tú.
—¿Qué es? —pregunté.
—En el claro, después de que actuáramos, el doctor Talos nos dio
dinero. El dinero que había obtenido de un oficial de la corte para
representar la obra. Cuando estábamos viajando te lo di todo. ¿Puedes
devolvérmelo? Lo necesitaré. Si no todo, al menos una parte.
Volqué en la mesa el dinero que llevaba en el talego. Era tanto como lo
que había recibido de ella, o un poco más.
—Gracias —dijo ella—. ¿Tú no lo necesitarás?
—No tanto como tú. Además es tuyo.
—Voy a partir mañana, si me siento con fuerzas. Pasado mañana, tenga
fuerzas o no. Supongo que no sabes cuándo zarpan las barcas río abajo.
—Cuando tú quieras. Las empujas, saltas a bordo y el resto lo hace el
río.
—Ésa no es tu manera, Severian, al menos no del todo. Por lo que me
contaste, parece más bien lo que habría dicho tu amigo Jonas. Lo cual me
recuerda que no eres el primero que ha venido a verme hoy. Estuvo aquí
nuestro amigo, tu amigo, al menos: Hethor. No te hace gracia, ¿verdad? Lo
siento, sólo quería cambiar de tema.
—Él lo disfruta. Disfruta mirándome.
—A miles de personas les pasa lo mismo cuando trabajas en público, y
tú también disfrutas.
—Van a que los horroricen, para después poder felicitarse de estar
vivos. Y porque les gusta excitarse, y la tensión de no saber si el condenado
se quebrará, o si ocurrirá algún accidente macabro. De lo que yo disfruto es
de ejercer mi habilidad, la única habilidad verdadera que tengo… Disfruto
haciendo las cosas a la perfección. Hethor busca algo más.
—¿El dolor?
—Sí, el dolor, pero además otra cosa.
Dorcas dijo:
—Sabes que te adora. Yo hablé un rato con él, y creo que si se lo
pidieras caminaría sobre fuego. —Ante eso debo de haberme sobresaltado,
porque Dorcas siguió—: Todo esto de Hethor te pone mal, ¿verdad? Con un
enfermo basta. Hablemos de otra cosa.
—No, no tan mal como estás tú. Pero únicamente puedo imaginarme a
Hethor como lo vi una vez desde el patíbulo, con la boca abierta y los
ojos…
Dorcas se movió, incómoda.
—Sí, esos ojos… Anoche los vi. Ojos muertos, aunque supongo que no
soy la indicada para decirlo. Ojos de cadáver. Te da la sensación de que si
los tocaras estarían secos como piedras, y de que no seguirían el dedo.
—No es así, de ninguna manera. En Saltus, cuando bajé la mirada desde
el patíbulo y lo vi, le bailaban los ojos. Sin embargo, dices que a ti esos ojos
opacos te parecen de cadáver. ¿Nunca has mirado un espejo? Tú no tienes
ojos de muerta.
—Puede que no. —Dorcas hizo una pausa—. Antes tú decías que eran
hermosos.
—¿No te alegra estar viva? Aunque tu marido haya muerto, y haya
muerto tu hijo, y la casa donde viviste sea una ruina, aunque todo eso sea
verdad, ¿no te llena de alegría estar aquí de nuevo? No eres un fantasma, ni
un resucitado como los que vimos en la ciudad en ruinas. Hazme caso,
mírate al espejo. Y si no quieres, mírame a la cara, a mí o a cualquier
hombre, y verás lo que eres.
Dorcas se sentó más lenta y penosamente aún que cuando se había
incorporado a beber el vino, pero esta vez descolgó las piernas por el borde
de la cama, y vi que bajo la ligera manta estaba desnuda. Antes de la
enfermedad, la piel de jolenta había sido perfecta, con la tersura y la
suavidad de los pasteles. Dorcas la tenía sembrada de pequeñas pecas
doradas, y el cuerpo era tan delgado que yo siempre tenía conciencia de los
huesos; sin embargo, en su imperfección, era más deseable de lo que había
sido Jolenta en la exuberancia de su carne. Sabedor de lo reprobable que
habría sido imponerme a ella o persuadirla siquiera de que se abriese a mí
en ese momento, cuando estaba enferma y yo a punto de dejarla, de todos
modos sentí que el deseo se agitaba en mí. Por mucho que ame a una mujer
—o por poco—, me doy cuenta de que la deseo más cuando ya no puedo
tenerla. Pero lo que sentía por Dorcas era más fuerte, y más complejo.
Aunque por un tiempo muy breve, ella había sido el amigo más íntimo que
yo había tenido, y la posesión mutua, desde el deseo frenético en nuestra
bodega transformada de Nessus hasta los largos y ociosos juegos en la
alcoba de la Víncula, era un acto tan característico de nuestra amistad como
de nuestro amor.
—Estás llorando —dije—. ¿Quieres que me vaya?
Sacudió la cabeza, y luego, como si ya no pudiera contener unas
palabras que pugnaban por salir, murmuró:
—Oh, ¿no quieres venir tú también, Severian? No lo dije en serio. ¿No
quieres venir? ¿No quieres venir conmigo?
—No puedo.
Volvió a caer en la cama angosta; parecía ahora más pequeña y más
aniñada.
—Lo sé. Tienes obligaciones para con tu gremio. No puedes traicionarlo
otra vez y enfrentarte contigo mismo, y yo no te lo pediré. Sólo que nunca
perdí del todo la esperanza de que lo hicieras.
Sacudí la cabeza igual que antes:
—Tengo que huir de la ciudad…
—¡Severian!
—Y hacia el norte. Tú irás hacia el sur, y si fuera contigo nos
perseguirían lanchas cargadas de soldados.
—Severian, ¿qué pasó? —Dorcas tenía la cara muy serena, pero los ojos
dilatados.
—Dejé escapar a una mujer. Supuestamente tenía que estrangularla y
tirar el cuerpo al Acis, y lo podría haber hecho: no sentía nada por ella, en
realidad no, y habría sido fácil. Pero cuando nos dejaron a solas, pensé en
Thecla. Estábamos en una pequeña glorieta protegida por arbustos, al borde
del agua. Le había rodeado el cuello con las manos, y pensé en Thecla y en
cómo había querido liberarla. No pude encontrar la manera. ¿Alguna vez te
lo he contado?
Casi imperceptiblemente, Dorcas negó con la cabeza.
—Había hermanos por todas partes, cinco que sortear en el camino más
corto, y todos me conocían y sabían de ella. —(Ahora Thecla gritaba en
algún rincón de mi mente.)— En realidad, me habría bastado con decirles
que el maestro Gurloes me había ordenado llevársela. Pero entonces tendría
que haberme ido con ella, y yo aún estaba intentando idear una forma de
quedarme en el gremio. No la amaba lo suficiente.
—Ahora eso es pasado —dijo Dorcas—. Y la muerte no es la cosa
horrible que tú crees, Severian. —Como niños perdidos que se turnan para
consolarse, habíamos cambiado los papeles.
Me encogí de hombros. El fantasma que yo había comido en el
banquete de Vodalus volvía a estar casi en calma; sentía sus dedos largos y
frescos en el cerebro, y aunque no pudiera meterme en mi propio cráneo
para verla, sabía que sus profundos ojos violáceos estaban detrás de los
míos. Tenía que esforzarme para no hablar con la voz de ella.
—El caso es que allí estaba con la mujer, en la glorieta, a solas. Se
llamaba Cyriaca. Yo sabía o al menos sospechaba que ella sabía dónde están
las Peregrinas… Por un tiempo había sido una de ellas. Hay formas de
ejecución silenciosas que no requieren equipo y aunque si bien no muy
espectaculares, son efectivas. Uno estira las manos hacia el cuerpo, por así
decir, y manipula directamente los nervios del cliente. Yo iba a usar lo que
llamamos Garrote de Humbaba, pero antes de que la tocara ella me lo dijo.
Las Peregrinas están cerca del paso de Orithya, cuidando a los heridos.
Hacía apenas una semana esa mujer había recibido una carta, me dijo, de
alguien que conoció en la orden…
XII

Siguiendo la corriente

La glorieta se había ufanado de un techo sólido, pero las paredes eran un


mero enrejado, cerrado más por los altos helechos plantados al pie que por
los finos barrotes. Entre las rendijas se filtraban unos rayos de luna. El agua
que corría fuera reflejaba otros rayos que entraban por el umbral. Vi el
miedo en la cara de Cyriaca, y la certeza de que su única esperanza era que
yo le tuviese aún cierto amor; y sabía que por lo tanto estaba perdida, pues
yo no sentía nada.
—En el campamento del Autarca —repitió—. Eso me escribió
Einhildis. En Orithya, cerca de las fuentes del Gyoll. Pero si vas allí a
devolver el libro has de tener cuidado: dicen que los cacógenos han
desembarcado en algún lugar del norte.
La escruté, intentando determinar si mentía.
—Eso es lo que me dijo Einhildis. Me imagino que habrán querido
evitar los espejos de la Casa Absoluta para escapar a los ojos del Autarca.
Se supone que es su servidor, pero a veces se comporta como si ellas lo
sirvieran a él.
La zamarreé.
—¿Te estás burlando? ¿Que el Autarca las sirve?
—¡Por favor! Oh, por favor…
La solté.
—Todo el mundo… ¡Erebus! Perdóname. —Ella sollozó, y aunque
estaba en las sombras intuí que en ese momento se secaba los ojos y la nariz
con el borde del hábito escarlata—. Lo sabe todo el mundo salvo los
peones, y los padres de familia y las mujeres de su casa. Todos los
armígeros e incluso la mayoría de los optimates lo han sabido siempre, y
por supuesto los exultantes. Yo nunca he visto al Autarca, pero me han
dicho que ese Virrey del Sol Nuevo es apenas más alto que yo. ¿Crees que
nuestros orgullosos exultantes permitirían que alguien así los gobernara si
no lo respaldasen mil cañones?
—Lo he visto —dije yo—. Y me pregunté lo mismo.
Busqué entre los recuerdos de Thecla una confirmación de lo que decía
Cyriaca, pero sólo encontré rumores.
—¿Me hablarías de él ahora? Por favor, Severian, antes de…
—No, ahora no. Pero ¿qué peligro pueden ser los cacógenos para mí?
—Seguramente el Autarca enviará exploradores a localizarlos, y
supongo que también estará el arconte. Cualquiera que encuentren cerca de
ellos será sospechoso de espionaje, o peor aún, de buscarlos con la
esperanza de sumarlos a algún plan contra el Trono del Fénix.
—Ya veo.
—Severian, no me mates. Te lo suplico. No soy una buena mujer, nunca
he sido una buena mujer, nunca desde que abandoné a las Peregrinas, y no
estoy preparada para morir.
Le pregunté:
—Pero bueno, ¿qué has hecho? ¿Por qué quiere Abdiesus hacerte
matar? ¿Lo sabes? —Estrangular a un individuo cuyo cuello no tiene unos
músculos muy fuertes es la simplicidad misma, y las manos ya se me
curvaban dispuestas a la tarea; y sin embargo al mismo tiempo deseaba que
me hubieran permitido usar Terminus Est.
—Amar a demasiados hombres, nada más. Hombres que no son mi
marido.
Como movida por la memoria de esos abrazos, se levantó y vino hacia
mí. La luz de la luna volvió a darle en el rostro; tenía los ojos brillantes de
lágrimas no derramadas.
—Fue cruel conmigo después del casamiento, tan cruel… Y entonces
yo tomé un amante, para humillarlo, y luego otro…
La voz fue bajando hasta que apenas pude oír las palabras.
—Y al fin tomar un nuevo amante se vuelve una costumbre, una forma
de retrasar los días y demostrarse a una misma que la vida no se le ha
escurrido ya entre los dedos, de demostrarse que todavía es bastante joven
como para que los hombres le traigan regalos, para que todavía quieran
acariciarle el pelo. Al fin y al cabo fue por eso que dejé a las Peregrinas. —
Hizo una pausa y pareció juntar fuerzas—. ¿Sabes qué edad tengo? ¿Te lo
dije?
—No —respondí.
—Entonces no te lo diré. Pero casi podría ser tu madre. Si hubiera
concebido dentro de los dos años en que fue posible para mí. Estábamos en
el sur, muy lejos, donde el gran hielo azul y blanco navega por mares
negros. Había una pequeña colina adonde yo subía a mirar, y soñaba con
ponerme ropa caliente y remar hasta el hielo con comida y un pájaro
amaestrado que en realidad sólo tenía en mis deseos, y luego navegar en mi
isla de hielo propia hasta una isla de palmeras, donde descubriría las ruinas
de un castillo construido en el alba del mundo. Tú habrías nacido entonces,
tal vez, mientras viajaba sola sobre el hielo. ¿Por qué en un viaje imaginario
no va a nacer un niño imaginario? Habrías crecido pescando y nadando en
un agua más tibia que la leche.
—Nadie mata a una mujer porque sea infiel, salvo el marido —dije yo.
Cyriaca dejó escapar un suspiro, y su sueño se desprendió de ella.
—Entre los armígeros establecidos por aquí, él es uno de los pocos que
apoyan al arconte. Los otros esperan que desobedeciéndolo todo lo que se
atrevan, y creando agitación entre los eclécticos, pueden persuadir al
Autarca de que lo reemplace. Yo he convertido a mi marido en
hazmerreír… Y por extensión a sus amigos y al arconte.
Porque dentro de mí estaba Thecla, vi la mansión de verano, medio
finca, medio fuerte, llena de habitaciones que apenas habían cambiado en
doscientos años. Oí las risitas de las damas y las pisadas de los cazadores, y
más allá de las ventanas el sonido del cuerno, y los ladridos profundos de la
jauría. Era el mundo al cual Thecla había esperado retirarse; y sentí piedad
por esta mujer, forzada a recluirse allí cuando no había conocido ninguna
esfera mayor.
Así como en la obra del doctor Talos la sala del Inquisidor, con su alto
banco judicial, se esconde en el nivel más bajo de la Casa Absoluta, así en
el sótano más polvoriento de la mente todos tenemos un mostrador en el
que nos afanamos por pagar las deudas pretéritas con el devaluado dinero
del presente. En ese mostrador ofrecí la vida de Cyriaca en pago por la de
Thecla.
Cuando la hice salir de la glorieta supuso, lo sé, que me proponía
matarla al borde del agua. En cambio, señalé el río.
—Esto fluye velozmente hacia el sur hasta que encuentra las aguas del
Gyoll, que luego corren más lentamente hacia Nessus, y al cabo hacia el
mar del sur. Ningún fugitivo que no lo desee puede ser encontrado en el
laberinto de Nessus, porque en él hay incontables calles, patios y casas, y se
ven cien veces todas las caras de todas las tierras. Si pudieras ir allí vestida
como estás ahora, sin amigos ni dinero, ¿lo harías?
Ella asintió, con una mano pálida en la garganta.
—En el Capulus todavía no han cerrado el paso a los barcos; Abdiesus
sabe que hasta mediados del verano no tiene por qué temer ningún ataque
librado contracorriente. Pero tendrás que pasar por debajo de las arcadas, y
puedes ahogarte. Incluso si llegas a Nessus, tendrás que ganarte el pan…
Lavar para otros, quizás, o cocinar.
—Sé arreglar el pelo y coser. Severian, he oído que a veces, como
última y más terrible tortura, le dices a la prisionera que la liberarás. Si lo
que me estás haciendo es eso, te suplico que pares. Ya has llegado bastante
lejos.
—Eso lo hacen los calogueros y otros funcionarios religiosos. A
nosotros no habría cliente que nos creyera. Pero quiero estar seguro de que
no cometerás la tontería de volver a tu casa o buscar el perdón del arconte.
—Soy una tonta —dijo Cyriaca—. Pero no. Ni siquiera una tonta como
yo haría algo así, lo juro.
Bordeamos el agua hasta la escalinata donde los centinelas recibían a
los huéspedes del arconte y se amarraban las pequeñas barcas de paseo
brillantemente pintadas. Le dije a uno de los soldados que íbamos a probar
el río, y le pregunté si nos sería difícil alquilar remeros que nos devolvieran
corriente arriba. Dijo que si queríamos podíamos dejar la barca en el
Capulus y volver en un futre. Cuando se volvió a reanudar la conversación
con un camarada, fingí inspeccionar las barcas y aflojé la amarra de una de
las más distantes del puesto de guardia.

Dorcas dijo:
—Y ahora te marchas al norte como un fugitivo, y yo te he quitado el
dinero.
—No necesito mucho, y conseguiré más. —Me levanté.
—Llévate la mitad, al menos. —Meneé la cabeza y ella dijo: Entonces
llévate dos chrisos. Yo puedo prostituirme, si las cosas empeoran mucho, o
robar.
—Si robas te cortarán la mano. Yantes de que des las manos por tu cena,
es mejor que yo corte otras para pagarme la mía.
Iba a marcharme, pero ella saltó de la cama y me aferró la capa.
—Ten cuidado, Severian. En la ciudad anda algo suelto… Salamandra,
lo llamó Hethor. Sea lo que sea, quema a sus víctimas.
Le dije que tenía mucho más que temer de los soldados del arconte que
de la salamandra, y salí sin darle tiempo a que me replicase. Pero mientras
me fatigaba subiendo por una callejuela de la ribera oeste que según habían
asegurado mis barqueros me llevaría a la cima del acantilado, me pregunté
si no tendría que temer más el frío de las montañas y las bestias salvajes que
cualquiera de los otros dos peligros. También me pregunté por Hethor, y por
cómo me habría seguido hasta tan al norte, y por qué. Pero más que en
ninguna de esas cosas pensé en Dorcas, y en lo que había sido para mí, y yo
para ella. Iba a pasar mucho tiempo antes de que volviese siquiera a verla
un momento, y creo que en cierto modo lo presentí. Así como al dejar por
primera vez la Ciudadela me había subido la capucha para ocultar mis
sonrisas a los transeúntes, ahora me cubrí la cara para ocultar las lágrimas
que me mojaban las mejillas.

Dos veces había visto aquel día el depósito que alimentaba la Vincula, pero
ninguna de noche. Antes me había parecido pequeño, un estanque
rectangular no mayor que los cimientos de una casa y no más hondo que
una tumba. Parecía casi un lago bajo la luna menguante, y podría haber sido
tan hondo como la cisterna que había bajo el Campanario.
Estaba a no más de cien pasos de la muralla que defendía el margen
occidental de Thrax. En la muralla había torres —una muy cerca del
depósito— y a esas alturas, sin duda, las guarniciones habrían recibido la
orden de prenderme si intentaba escapar de la ciudad. A intervalos, mientras
avanzaba por el acantilado, había divisado a los centinelas que patrullaban
el muro; llevaban las lanzas apagadas, pero las estrellas les alumbraban las
crestas de los yelmos, que a veces reflejaban tenuemente la luz.
Me agazapé, mirando la ciudad y confiando en que la capa y la capucha
fulígenas los engañaran. Habían bajado los barrados portículos de hierro de
las arcadas del Capulus; podía detectar las turbulencias del Acis donde el
agua los golpeaba. Eso me despejó cualquier duda: habían detenido a
Cyriaca; o más probablemente la habían visto, nada más, y la habían
denunciado. Abdiesus podría o no hacer ingentes esfuerzos para capturarla;
me parecía muy probable que le permitiera desaparecer, evitando así que
llamara la atención. Pero no cabía duda de que a mí me iba a apresar, si
podía, y a ejecutarme como el traidor a su autoridad que yo era.
Desde el agua volví la mirada hacia el agua, desde el presuroso Acis al
depósito en calma. Conocía la palabra para abrir la compuerta, y la usé. El
antiguo mecanismo rechinó, como puesto en marcha por esclavos
fantasmas, y entonces las aguas quietas también corrieron, corrieron más
rápido que el furioso Acis en el Capulus. Muy abajo, los prisioneros oirían
el bramido, y los más cercanos a la entrada verían la espuma blanca del
torrente. En un momento los que estaban de pie tendrían el agua hasta los
tobillos, y los que habían estado durmiendo se esforzarían por incorporarse.
Un momento más y todos tendrían el agua a la cintura; pero estaban
encadenados a sus sitios, y los más débiles serían sostenidos por los más
fuertes: ninguno, esperaba yo, se ahogaría. Dejando sus puestos, los
clavígeros de la entrada se apresurarían a subir el empinado sendero que
llevaba a la cumbre para ver quién había tocado el depósito.
Mientras se escurría lo que quedaba de agua, oí rodar por la pendiente
las piedras que desplazaban con los pies. Volví a cerrar la compuerta y me
metí en el viscoso y casi vertical pasaje que el agua acababa de atravesar.
Habría avanzado con más facilidad de no haber sido por Terminus Est. Para
apretar la espalda contra un lado de ese tubo retorcido, como de chimenea,
tuve que descolgármela del hombro, pero no tenía ninguna mano libre para
sostenerla. Me puse el tahalí alrededor del cuello, dejé que hoja y vaina
colgaran y traté de que el peso no me molestara demasiado. Dos veces
resbalé, pero cada vez me salvó una curva del menguante pasaje; y al fin,
cuando habiendo pasado un cierto tiempo me convencí de que los
clavígeros se habían ido, vi el resplandor rojo de una antorcha y saqué la
Garra.
Nunca volvería a verla arder con ese brillo. Era enceguecedor, y al
llevarla en alto por el largo túnel de la Víncula, no pude sino maravillarme
de que no me redujera la mano a cenizas. No hubo, creo, un solo prisionero
que me viera a mí. La Garra los fascinaba como una linterna nocturna al
ciervo del bosque; permanecieron inmóviles, las bocas abiertas, alzadas las
caras barbudas y macilentas, las sombras detrás de ellos afiladas como
siluetas cortadas en metal y oscuras como el fulígeno.
Al final del túnel, donde el agua se volcaba en la larga, inclinada cloaca
que la llevaba por debajo del Capulus, estaban los prisioneros más débiles y
enfermos; y fue allí donde vi con más claridad la fuerza que les comunicaba
la Garra. Hombres y mujeres que nunca en el recuerdo del más viejo de los
clavijeros se habían mantenido en pie, parecían ahora altos y fuertes. Los
saludé agitando la mano, aunque estoy seguro de que ninguno de ellos lo
advirtió. Luego puse la Garra del Conciliador en su pequeña bolsa, y nos
hundimos en una noche al lado de la cual la noche de la superficie de Urth
sería clara como el día.
El aluvión había limpiado la cloaca, y me fue más fácil descender por
ella que por el tubo del depósito, pues, aunque más estrecha, era menos
empinada, y pude arrastrarme rápidamente adelantando la cabeza. Al final
había una rejilla; pero, como había notado en uno de mis paseos de
inspección, estaba comida por la herrumbre.
XIII

En las montañas

La primavera había acabado y empezaba el verano cuando en la luz gris me


arrastré fuera del Capulus, pero aun así el tiempo nunca era cálido en las
tierras altas salvo cuando el sol se acercaba al cenit. A pesar de eso no me
atrevía a entrar en los valles donde se apretaban las aldeas, y me pasaba el
día subiendo hacia las montañas, con la capa recogida sobre un hombro
para que se pareciera todo lo posible a la indumentaria de un ecléctico.
También desmonté la hoja de Terminus Est y volví a ensamblarla sin la
guarda, de modo que vista desde lejos la hoja envainada tuviera el aspecto
de un palo.
Hacia el mediodía el suelo era todo de piedra, y tan desparejo que tanto
tenía que caminar como trepar. Muy a lo lejos vi dos veces destellos de
armaduras, y mirando hacia abajo divisé unas pequeñas partidas de
dimarchi siguiendo senderos que poquísimos hombres se habrían atrevido a
tomar, con las rojas capas militares flameando a sus espaldas. No encontré
plantas comestibles ni avisté más animales que unas altas aves de presa. De
haber visto alguno, no habría tenido posibilidades de cazarlo con la espada,
y no disponía de otra arma.
Todo esto parece harto desesperante, pero lo cierto es que yo estaba
conmovido por las vistas de la montaña, por el vasto panorama del imperio
del aire. De niños no sabemos apreciar los paisajes, pues no habiendo
acumulado aún escenarios similares en la imaginación, con sus emociones y
circunstancias concomitantes, los percibíamos sin profundidad psíquica.
Ahora yo miraba las cimas coronadas de nubes teniendo también ante los
ojos mis visiones de Nessus desde el morro de la Torre Matachina y de
Thrax desde las almenas del castillo de Acies, y aunque, me sentía muy
desdichado, por poco no me desmayaba de placer.

Pasé esa noche encogido al abrigo de una roca desnuda. No había comido
nada desde que me había cambiado de ropa en la Víncula, lo que parecía
haber sido semanas antes, si no meses. En realidad, sólo habían pasado
meses desde que le había deslizado a la pobre Thecla un cuchillo de cocina,
y había visto que la sangre se le escurría, vacilante gusano carmesí, por
debajo de la puerta de la celda.
Al menos había elegido bien la roca. Detenía el viento, así que mientras
me mantuviera detrás sería casi como si descansara en el aire calmo y
frígido de alguna cueva de hielo. Uno o dos pasos a cualquiera de los lados
me exponían a la plenitud de las ráfagas, tanto que en un solo momento
glacial quedaba helado hasta los huesos.
Dormí alrededor de una guardia, creo, sin sueños que sobrevivieran al
descanso, y luego me desperté con la impresión —que no era un sueño, sino
la suerte de conocimiento o seudoconocimiento infundado que a veces nos
sobreviene a fuerza de cansancio y de miedo— de que tenía a Hethor
inclinado sobre mí. Me pareció sentir su aliento en la cara, hediondo y
gélido; sus ojos, que ya no eran opacos, ardían en los míos. Cuando me
despabilé, comprendí que los puntos luminosos que había confundido con
sus pupilas eran en verdad dos estrellas, grandes y muy brillantes en el aire
ligero y transparente.
Intenté dormirme de nuevo, cerrando los ojos y obligándome a
rememorar los lugares más cálidos y cómodos que había conocido: las
habitaciones de oficial que me habían dado en nuestra torre, que tan
palaciegas me habían parecido entonces (recintos privados con mantas
abrigadas), y el dormitorio de los aprendices; la cama que una vez había
compartido con Calveros, calentada por su amplia espalda como por una
estufa; los apartamentos de Thecla en la Casa Absoluta; la abrigada
habitación de Saltus donde me había alojado con Jonas.
Nada servía. No pude volver a dormirme, aunque tampoco me atrevía a
seguir caminando a oscuras por miedo a caerme en un precipicio. Pasé el
resto de la noche contemplando las estrellas; era la primera vez que
experimentaba realmente la majestuosidad de las constelaciones, sobre las
cuales el maestro Malrubius nos había dado clases cuando yo era el menor
de los aprendices. Qué extraño es que el cielo, de día terreno estacionario en
donde parecen moverse las nubes, se transforme de noche en telón de fondo
del movimiento mismo de Urth, tanto que lo sentimos rodar bajo nosotros
como un marinero siente el correr de la marea. Aquella noche la conciencia
de esta lenta rotación era tan fuerte, tan inequívoca, que su largo, continuo
barrido estuvo a punto de marearme.
Fuerte era también la sensación de que el cielo es un pozo sin fondo en
donde el universo podría precipitarse eternamente. Había oído a algunos
decir que, cuando miraban demasiado las estrellas, los aterrorizaba la
impresión de ser absorbidos. Antes que en los soles remotos, mi miedo —
pues tenía miedo— se centraba en la desmesura del vacío; y por momentos
llegué a asustarme tanto que me aferré a la roca con dedos ateridos, pues me
parecía que iba a caerme de Urth. Es claro que todo el mundo siente un
atisbo de esto; por algo se dice que no hay clima tan benigno como para que
la gente acepte vivir en casas sin techo.
Ya he descrito cómo, aunque me desperté pensando que el rostro de
Hethor me miraba (supongo que porque había tenido a Hethor tan presente,
desde que había hablado con Dorcas), al abrir los ojos descubrí que no
quedaba de él más detalle que dos brillantes estrellas que le habían
pertenecido. Lo mismo me ocurrió al principio cuando intenté reconocer las
constelaciones, cuyos nombres había leído a menudo, pero de cuya posición
en el cielo tenía apenas una idea muy imprecisa. Primero todas las estrellas
me parecieron un enjambre de luces, aunque hermosas, como las chispas
que despide una fogata. Pronto, por supuesto, empecé a advertir que unas
brillaban más que otras, y que los colores no eran en modo alguno
uniformes. Luego, de improviso, cuando ya hacía rato que las estaba
observando, la forma de un peritón pareció destacarse tan claramente como
si hubieran entalcado el cuerpo del pájaro con polvo de diamante. En un
momento desapareció de nuevo, pero al punto regresó, y con ella otras
formas, algunas correspondientes a constelaciones de las que yo tenía
noticia, otras que eran, me temo, pura imaginación mía. Particularmente
clara era una anfisbena, o serpiente con una cabeza en cada extremo.
Cuando estos animales celestiales se hicieron visibles, su belleza me
intimidó. Pero cuando fueron tan nítidos y evidentes (como no tardó en
ocurrir) que no me bastaba un acto de voluntad para desdeñarlos, empecé a
tenerles tanto miedo como a caer en el abismo sobre el cual se
contorsionaban; no obstante, éste no era un simple miedo Hsico o instintivo
como el otro, sino sobre todo una especie de horror filosófico ante la idea
de un cosmos en donde unas toscas figuras de bestias y monstruos habían
sido pintadas con soles ardientes.
Después de cubrirme la cabeza con la capa, lo que me vi obligado a
hacer si no quería volverme loco, me puse a pensar en los mundos que
circundaban a aquellos soles. Todos sabemos que existen, y que algunos son
meras e inacabables llanuras de roca, y otros, esferas de hielo o de colinas
cenicientas donde fluyen ríos de lava, como se afirma de Abaddón; pero
que muchos otros son mundos más o menos bellos, y habitados por
criaturas, bien descendientes de la especie humana, bien al menos no del
todo diferentes de nosotros. Al principio pensé en cielos verdes, hierba azul,
y en toda la sarta de exotismos infantiles que aquejan a la mente cuando
concibe otros mundos que Urth. Pero al cabo de un tiempo me cansé de esas
ideas pueriles, y empecé a pensar en sociedades y formas de pensamiento
completamente distintas de las nuestras, mundos en los cuales las personas,
sabiéndose descendientes de una sola pareja de colonos, se trataban entre sí
como hermanos y hermanas, mundos donde, al no haber dinero sino honor,
todos trabajaban en orden para tener derecho a asociarse con cierto hombre
o mujer que había salvado a la comunidad, mundos en los que ya no se
libraba la larga guerra entre el hombre y los animales. Estos pensamientos
arrastraron otros cientos, o más: cómo podía administrarse la justicia
cuando todos amaban a todos, por ejemplo; cómo un mendigo que no
conservaba sino su humanidad podía mendigar honor, y las formas de vestir
y de alimentar a un pueblo que no mataba animales sensibles.
La primera vez que, de niño, me había dado cuenta de que el círculo
verde de la luna era una suerte de isla colgada del cielo, cuyo color provenía
de bosques ahora inmemorialmente viejos, plantados en los días más
tempranos de la raza humana, me había hecho el propósito de ir allí, y a él
había añadido todos los mundos del universo cuando, con el tiempo, caí en
la cuenta de que existían. Como parte (creía yo) del crecimiento, había
abandonado aquel deseo al enterarme de que sólo personas de posición
social, para mí, inaccesiblemente alta conseguían alguna vez irse de Urth.
Ahora volvía a encenderse en mí el viejo anhelo, y aunque el paso de
los años parecía haberlo vuelto aún más absurdo (pues sin duda aquel
pequeño aprendiz había tenido más posibilidades de relumbrar entre las
estrellas que el paria perseguido que yo había llegado a ser), era
inmensamente más firme y más fuerte porque entretanto yo había conocido
la locura de limitar el deseo a lo posible. Iría, estaba decidido. Por el resto
de mi vida estaría insomnemente alerta a cualquier oportunidad, por ligera
que fuese. Ya una vez me había encontrado solo con los espejos del padre
Inire; luego Jonas, mucho más sabio que yo, se había arrojado sin vacilar a
la marea de fotones. ¿Quién podía decir que nunca volvería a encontrarme
frente a esos espejos?
Con este pensamiento me aparté la capa de la cabeza, resuelto a mirar
las estrellas una vez más, y descubrí que la luz del sol había despuntado
sobre las cumbres reduciéndolas hasta casi volverlas insignificantes. Los
rostros titánicos que se cernían sobre mí ahora eran sólo los de los
soberanos de Urth muertos largo tiempo atrás, consumidos por el tiempo,
las mejillas desprendidas en aludes.
Me puse de pie y me desperecé. Estaba claro que no podía pasarme el
día sin comida, como había hecho la víspera; y más claro todavía que no
podía pasar la noche siguiente como había pasado ésta, sin más abrigo que
la capa. Así, aunque aún no me atrevía a bajar a los valles poblados, tracé
mi ruta para que me condujera al alto bosque que veía allá abajo en las
laderas.
Llegar al bosque me llevó la mayor parte de la mañana. Cuando al fin
alcancé a gatas los achaparrados abedules que lo flanqueaban, comprobé
que aunque estaba asentado más abruptamente de lo que yo había supuesto,
en el centro, donde el suelo era algo más nivelado y la escasa tierra por lo
tanto un poco más rica, contenía árboles de altura muy considerable, tan
cercanos unos a otros que los espacios entre los troncos apenas eran más
anchos que los troncos mismos. No eran, desde luego, los duros árboles de
hojas satinadas del bosque tropical que habíamos dejado atrás en la ribera
sur del Cephissus. La mayoría eran coníferas de corteza arrugada, árboles
altos, rectos y fuertes, pero que se inclinaban apartándose de la sombra de la
montaña, y al menos una cuarta parte de ellos exhibía heridas de las guerras
con el viento y los rayos.
Yo había subido esperando encontrar leñadores o cazadores a quienes
reclamar la hospitalidad que todos (como quieren creer las gentes de las
ciudades) ofrecen a los extraños en tierras salvajes. Durante largo rato, no
obstante, me vi decepcionado. Una y otra vez me detenía a escuchar,
buscando el tintineo de un hacha o ladridos de perros. Sólo había silencio, y
por cierto, no vi ninguna señal de que se hubiera cortado leña aunque los
árboles habrían provisto gran cantidad.
Finalmente topé con un arroyo de agua helada que erraba entre los
árboles, bordeado de tiernos helechos enanos y de hierba fina como cabello.
Bebí hasta saciarme y durante algo así como media guardia seguí la
corriente cuesta abajo por una sucesión de cascadas y lagos en miniatura,
maravillándome, como sin duda les ha pasado a otros desde hace
incontables quilíadas, al observar cómo estas aguas iban creciendo poco a
poco, sin haber reclutado a otras de su especie que yo hubiera visto.
Al fin aumentaba tanto que ni los árboles quedaban a salvo, y más
adelante vi un tronco de casi cuatro codos de grosor que había caído al agua
con las raíces socavadas. Me acerqué sin gran cuidado, pues no había
ningún sonido que me previniese, y apoyando los brazos en una cepa salté
hacia el tronco.
Por poco no me caí en un océano de aire. Las almenas del castillo de
Acies, desde donde había visto a Dorcas abatida, era una balaustrada
comparada con esta altura. Seguramente la única obra manual capaz de
rivalizar con ella es la Muralla de Nessus. El arroyo caía silenciosamente en
un abismo que lo disolvía en rocío, y lo desvanecía en un arco iris. Los
árboles de abajo podrían haber sido juguetes hechos para un niño por un
padre indulgente, y en el límite del bosque, con un breve campo detrás, vi
una casa no más grande que un guijarro con un penacho de humo blanco,
fantasma de la cinta de agua que había caído y muerto, ascendiendo en un
rizo para desaparecer como ella en la nada.
Al principio, bajar del farallón me pareció excesivamente fácil, pues la
inercia de mi salto casi me había hecho pasar por encima del tronco, que
por su parte colgaba a medias del filo. Una vez recobrado el equilibrio, sin
embargo, lo consideré casi imposible. Grandes zonas de la superficie rocosa
parecían lisas desde donde yo estaba; si hubiese tenido una soga tal vez
habría podido ir descolgándome, pero lo cierto era que no la tenía, y de
todos modos habría sido una necedad fiarse de una soga tan larga como la
que se necesitaba.
Estuve algún tiempo explorando la cima del farallón, no obstante, y
acabé por descubrir un sendero que, aunque muy escarpado y muy angosto,
mostraba inconfundibles signos de uso. No referiré los detalles del
descenso, que realmente tienen poco que ver con mi historia, aunque bien
puede imaginarse que en ese entonces me absorbieron por completo. Pronto
aprendí a estar atento nada más que al sendero y la pared del farallón, que
me quedaba a la derecha o la izquierda según las vueltas del sendero. En su
mayor parte éste era una abrupta rampa de un codo o menos de ancho. De
vez en cuando se convertía en una serie de escalones descendentes cortados
en la roca viva, y en cierto punto sólo había agujeros para pies y manos por
los que bajé como por una escalerilla. Objetivamente visto, era mucho más
fácil que colgar de las grietas a que me había aferrado de noche en la boca
de la mina de los hombres-mono, y al menos se me ahorraba la conmoción
de las saetas explotándome en los oídos; pero la altura era cien veces
mayor, y vertiginosa.
Quizá por la obligación de esforzarme tanto en no ver el precipicio del
lado opuesto, fui muy consciente de la enorme, seccionada porción de la
corteza del mundo por donde me arrastraba. En tiempos antiguos —eso leí
en uno de los textos que me indicó el maestro Palaemon— el corazón
mismo de Urth estuvo vivo, y los variables movimientos de ese centro
animado hicieron surgir llanuras como fuentes, y a veces, en una noche,
abrieron mares entre islas que al ponerse el sol habían sido un continente
único. Ahora se dice que está muerta, y enfriándose y menguando bajo su
manto de piedra como el cadáver de una anciana en una de esas casas
abandonadas que había descrito Dorcas, momificándose en el aire calmo y
seco hasta que se le caigan las ropas, plegándose sobre sí mismas. Así, se
dice, pasa con Urth; y allí donde yo estaba media montaña se había
desprendido de su otra mitad, cayendo al menos una legua.
XIV

La casa de la viuda

En Saltus, donde estuve con Jonas unos días y llevé a cabo la segunda y
tercera decapitaciones de mi carrera, los mineros saquean la tierra de
metales, piedras de construcción e incluso artefactos dejados por
civilizaciones olvidadas quilíadas antes de que empezara a levantarse la
Muralla de Nessus. Lo hacen abriendo estrechos túneles en las laderas de
las colinas hasta que dan con algún rico estrato de ruinas, o incluso (si los
cavadores son especialmente afortunados) con una construcción que ha
preservado parte de su estructura y les sirve como galería ya hecha.
Lo que allí se hacía con tanto trabajo, en el farallón que yo iba bajando
podría haberse logrado casi sin ninguno. A mis espaldas estaba el pasado,
desnudo e indefenso igual que todas las cosas muertas, como si lo que el
derrumbe de la montaña había dejado abierto fuese el tiempo mismo.
Huesos fósiles sobresalían de la superficie en algunos lugares, huesos de
animales poderosos y de hombres. También el bosque había asentado allí su
propia muerte, tocones y ramas que el tiempo había convertido en piedra, y
cuando empecé a bajar me pregunté si no ocurriría acaso que Urth no es,
como aceptamos, más vieja que sus hijos los árboles, y me los imaginé
creciendo en el vacío frente al sol, un árbol agarrado a otro con las raíces
enredadas y las copas enlazadas hasta que esa acumulación se convirtió al
fin en nuestra Urth, y ellos sólo en el paño de una vestimenta.
Más profundamente que esos árboles yacen las construcciones y los
mecanismos de la humanidad. (Y acaso también los de otras razas, pues
varias de las historias del libro marrón que yo llevaba parecían entrañar que
en un tiempo existieron aquí colonias de esos seres que llamamos
cacógenos, aunque en realidad pertenezcan a miríadas de razas, cada una
tan particular como la nuestra). Allí vi metales que eran verdes y azules en
el mismo sentido en que se dice que el cobre es rojo, o la plata, blanca,
coloreados metales de forja tan curiosa que no pude saber si esas formas
habían sido creadas como obras de arte o partes de extrañas máquinas, y
ciertamente podría ser que para algunos de esos pueblos inescrutables no
hubiera ninguna diferencia.
A cierta altura, apenas un poco antes de la mitad del descenso, la línea
de la falla había coincidido con el muro de azulejos de algún edificio
grande, de modo que el sinuoso sendero que yo seguía lo atravesaba de un
tajo. Qué indicaba el diseño de esos azulejos es algo que nunca supe;
durante la bajada lo tenía demasiado cerca como para verlo, y cuando al fin
llegué al pie del farallón estaba demasiado lejos, perdido en las volubles
brumas de la cascada. Con todo, mientras bajaba, la vi como puede decirse
que un insecto ve la cara de un retrato sobre cuya superficie se mueve. Los
azulejos eran de muchas formas, aunque se ajustaban perfectamente unos a
otros, y al principio me parecieron representaciones de pájaros, lagartos,
peces y criaturas por el estilo, todas trabadas en poses vitales. Ahora pienso
que no era así, que más bien eran formas de una geometría que no atiné a
comprender, diagramas tan complejos que de ellos parecían surgir formas
vivas, así como formas de animales reales surgen de la intrincada geometría
de las moléculas complejas.
Fuera como fuese, esas formas parecían tener poca relación con el
dibujo o el diseño. Estaban cruzadas por líneas de color, y aunque debían de
haber sido insufladas en la sustancia de los azulejos hacía muchos eones,
eran tan deliberadas y brillantes que parecían haber sido trazadas sólo un
momento antes por el pincel de un artista titánico. Los tonos más usados
eran el berilo y el blanco pero, aunque varias veces me detuve y me esforcé
por entender qué habría pintado allí (fuera escritura, un rostro, tal vez un
mero diseño decorativo de líneas y ángulos o un patrón de plantas
entrelazadas), no lo conseguí; y quizás hubiera todas esas cosas, o ninguna,
según el punto de donde se mirara y la predisposición del observador.
Una vez pasado el enigmático muro, el camino se hizo más fácil. No me
volvió a hacer falta descolgarme por un abrupto precipicio, y aunque había
varios tramos más de escalones, no eran tan empinados o estrechos como
antes. Llegué abajo antes de lo que esperaba, y miré el sendero tan
asombrado como si nunca hubiese puesto en él un pie; y, ciertamente, vi
que en varios puntos parecía que el desprendimiento de secciones del
farallón lo hubiese roto, de modo que daba la impresión de ser intransitable.
La casa que desde arriba había divisado tan claramente ahora no se veía,
oculta como estaba entre árboles; pero el humo de la chimenea seguía
distinguiéndose contra el cielo. Corté camino por un bosque menos
escarpado que aquél por donde había seguido el arroyo. Los oscuros árboles
parecían, en todo caso, más viejos. Aquí faltaban los grandes helechos del
sur, y lo cierto es que nunca los vi al norte de la Casa Absoluta, excepto los
que se cultivaban en los jardines de Abdiesus; pero había violetas silvestres
de hojas satinadas y flores del color exacto de los ojos de la pobre Thecla
que crecían entre raíces de árboles, y musgo como el más grueso terciopelo
verde, tanto que el suelo parecía alfombrado y los propios árboles vestidos
con una tela costosa.
Algo antes de ver la casa o cualquier signo de presencia humana, oí el
ladrido de un perro. Junto con ese sonido decrecieron el silencio y la
maravilla de los árboles, presentes aún pero infinitamente más lejanos.
Sentí que una vida misteriosa, vieja y extraña, y sin embargo amable, había
estado a punto de revelárseme, y que se había retirado como un personaje
inmensamente eminente, un maestro de músicos, acaso, a quien durante
años me había esforzado por atraer a mi puerta, y que cuando él al fin iba a
llamar, había oído la voz de otro huésped que le disgustaba, y dejando caer
la mano, se había alejado para no volver nunca más.
Y, sin embargo, qué reconfortante era. Yo había estado casi dos largos
días totalmente solo, primero en agrietados campos de piedra, luego entre la
belleza glacial de las estrellas, por fin en el sosegado aliento de los árboles
antiguos. Ahora aquel sonido áspero, familiar, me hacía pensar de nuevo en
la hospitalidad humana; no sólo pensar, sino imaginarla de un modo tan
vívido que ya creía sentirla. Supe que cuando lo viera, el perro sería
parecido a Triskele; y lo era, con cuatro patas en vez de tres, de cráneo algo
más largo y angosto, y más marrón que leonado, pero con los mismos ojos
bailarines, la misma cola movediza y la misma lengua colgante. Empezó
con una declaración de guerra, que anuló en cuanto le hablé, y menos de
veinte zancadas después ya me presentaba las orejas para que se las rascara.
Llegué al pequeño claro donde estaba la casa con el perro saltando a mi
alrededor.
Las paredes eran de piedra, apenas más altas que mi cabeza. El techo,
muy empinado, estaba salpicado de unas piedras planas que sostenían la
paja cuando arreciaban los vientos. Era, en suma, el hogar de uno de esos
campesinos pioneros que son la gloria y la desesperación de nuestra
Mancomunidad, que un año producen comida de sobra para sostener a la
población de Nessus y al otro tienen que ser alimentados para no morirse de
hambre.
Cuando delante de una puerta no hay camino pavimentado, uno puede
juzgar cuán a menudo entran y salen pies por el grado en que la hierba se
incrusta en la tierra hollada. Aquí, frente al escalón de piedra, había
solamente un círculo de polvo del tamaño de un pañuelo. Cuando lo vi,
supuse que si me presentaba en la puerta sin anunciarme tal vez asustara a
la persona que vivía en la cabaña (pues supuse que no podía haber más de
una), y como el perro había dejado de ladrar, me detuve al borde del claro y
voceé un saludo.
Los árboles y el cielo se lo tragaron, dejando nada más que silencio.
Grité otra vez y avancé hacia la puerta con el perro en los talones, y casi
había llegado cuando apareció una mujer. Tenía una cara delicada que
fácilmente podría haber resultado hermosa si no hubiera sido por los ojos de
posesa, pero llevaba un vestido harapiento que se diferenciaba del de una
mendiga sólo porque estaba limpio. Un momento después, por el borde de
la falda asomó un niño de cara redonda y ojos aún más grandes que los de
la madre.
—Siento haberla asustado —dije—, pero me he perdido en las
montañas.
La mujer hizo un gesto de asentimiento, titubeó, luego se apartó de la
puerta y yo entré. Dentro de las gruesas paredes la casa era todavía más
pequeña de lo que yo había pensado, y hedía a cierta verdura fuerte puesta a
hervir en una vasija que colgaba de un gancho sobre el fuego. Las ventanas
eran pocas y pequeñas, y a causa del grosor de las paredes más parecían
cajas de sombras que aberturas de luz. Sentado en una piel de pantera, de
espaldas al fuego, había un anciano; tenía los ojos tan desenfocados e
inexpresivos que en el primer momento creí que era ciego. En el centro de
la estancia había una mesa, y alrededor cinco sillas, tres de las cuales
parecían hechas para adultos. Recordé lo que me había dicho Dorcas sobre
los muebles que se traían de las abandonadas casas de Nessus para
eclécticos dados a costumbres más cultas, pero todas las piezas mostraban
signos de haber sido hechas en el lugar.
La mujer advirtió la dirección de mi mirada y dijo:
—Mi marido llegará pronto. Antes de la cena.
Le contesté:
—No se preocupe; no tengo malas intenciones. Si me permiten
compartir esta noche su comida y su sueño a resguardo del frío, y por la
mañana me dan instrucciones, me alegraré de ayudar en el trabajo que haya.
La mujer asintió, e imprevistamente, el niño canturreó:
—¿Ha visto a Severa?
La madre se volvió hacia él con tal rapidez que me acordé del maestro
Gurloes haciendo una demostración de las llaves que controlaban a los
prisioneros. Oí el golpe, aunque apenas lo vi, y el niño aulló. La madre fue
a bloquear la puerta y él se escondió detrás de un baúl en la otra punta.
Entonces comprendí, o creí comprender, que Severa era una muchacha o
mujer que consideraba más vulnerable que ella, y a quien había ordenado
que se escondiera (probablemente en el desván, bajo el techo) antes de
dejarme entrar. Pero razoné que cualquier defensa de mis buenas
intenciones sería un derroche con esa mujer, que aunque ignorante no era
ninguna tonta, y que la mejor forma de ganarme su confianza era merecerla.
Empecé por pedirle un poco de agua para lavarme, y dije que de buen grado
la acarrearía desde la fuente que hubiera si me permitían calentarla al fuego.
Ella me dio una vasija, y me dijo dónde estaba el manantial.
Aunque en una u otra ocasión he estado en la mayoría de los lugares
que convencionalmente se consideran románticos —en las cúpulas de altas
torres, en las entrañas del mundo, en edificios palaciegos, en junglas, a
bordo de barcos— ninguno de ellos me ha afectado del mismo modo que
esa pobre cabaña de piedra. Se me antojaba el arquetipo de aquellas cuevas
en las cuales —como enseñan los estudiosos— la humanidad ha vuelto a
refugiarse en el punto más bajo de cada ciclo de la civilización. Todas las
descripciones de idílicos retiros rústicos que he leído o escuchado (y era
una idea que le gustaba mucho a Thecla) han descansado en la limpieza y el
orden. Hay una planta de menta bajo la ventana, leña apilada contra la pared
más fría, un suelo de lajas relucientes, etcétera. Allí no había nada de esto,
ninguna cosa ideal; y sin embargo su imperfección volvía la casa más
perfecta, mostrando que los seres humanos podían vivir y amarse en un
lugar tan remoto sin la capacidad de convertir su hábitat en un poema.
—¿Siempre se afeita con la espada? —preguntó la mujer. Era la primera
vez que me hablaba sin ninguna cautela.
—Es una costumbre, una tradición. Si la espada no estuviera afilada
como para poder afeitarme, me avergonzaría de empuñarla. Y si está lo
bastante afilada, ¿para qué necesito navaja?
—Pero tiene que ser incómodo sostener una hoja tan pesada, y ha de
tener mucho cuidado para no cortarse.
—El ejercicio me fortalece los brazos. Además, me conviene manejar la
espada siempre que puedo, para que se me haga tan familiar como los
brazos.
—Así que es soldado. Me había parecido.
—Soy carnicero de hombres.
Pareció desconcertada, y dijo:
—No quería ofenderlo.
—No me ha ofendido. Todo el mundo mata ciertas cosas; usted mató
esas raíces al ponerlas a hervir en la vasija. Cuando yo mato a un hombre,
salvo a todas las cosas vivientes que él habría destruido si hubiese seguido
vivo, incluidos quizá muchos otros hombres, y mujeres y niños. ¿Qué hace
su marido?
Ante la pregunta la mujer sonrió un poco. Era la primera vez que la veía
sonreír, y la hacía mucho más joven.
—De todo. Aquí un hombre tiene que hacer de todo.
—O sea que ustedes no nacieron aquí.
—No —me dijo—. Solamente Severian… —La sonrisa desapareció.
—¿Severian, ha dicho?
—Así se llama mi hijo. Es el que usted vio al entrar; y ahora nos está
espiando. A veces es un poco atolondrado.
—Yo me llamo igual. Soy el maestro Severian.
La mujer llamó al niño:
—¿Has oído? ¡El señor se llama igual que tú! —Y volviéndose de
nuevo hacia mí—: ¿Le parece un buen nombre? ¿Le gusta?
—Me temo que nunca lo he pensado mucho, pero sí, supongo que me
gusta. Creo que me sienta.
Yo había terminado de afeitarme, y me acomodé en una silla a repasar la
hoja.
—Yo nací en Thrax —dijo la mujer—. ¿Alguna vez ha estado allí?
—De allí vengo, justamente —contesté. Si después de que yo me fuera
llegaban a interrogarla los dimarchi, de todos modos mi ropa me delataría.
—¿No conoció a una mujer que se llama Herais? Es mi madre.
Sacudí la cabeza.
—Bueno, supongo que es una ciudad grande. ¿Estuvo mucho tiempo?
—No, no mucho. Desde que viven ustedes en estas montañas, ¿han oído
algo de las Peregrinas? Es una orden de sacerdotisas que van vestidas de
rojo.
—Me temo que no. Aquí no tenemos muchas noticias.
—Estoy tratando de localizarlas; o, si no puedo, de unirme al ejército
del Autarca que combatirá a los ascios.
—Mi marido podrá orientarlo mejor que yo. De todos modos, no habría
debido subir tanto. Becan, mi marido, dice que las patrullas nunca se meten
con los soldados que van al norte, aun cuando usen los caminos viejos.
Mientras ella hablaba de soldados que iban al norte, alguien, mucho más
cerca, también empezó a moverse. Era un movimiento tan furtivo que
apenas se oía por encima del crujido del fuego y la pesada respiración del
anciano, pero no obstante era inconfundible. Unos pies desnudos, incapaces
de soportar más la inmovilidad total a que obliga el silencio, se habían
desplazado casi imperceptiblemente, y las maderas que los sostenían habían
chirriado a causa de la nueva distribución de la carga.
XV

¡Va por delante de ti!

El marido que supuestamente tenía que venir a cenar no apareció, y los


cuatro —la mujer, el viejo, el niño y yo— cenamos sin él. Al principio yo
había pensado que el anuncio de la mujer era una mentira encaminada a
disuadirme de cualquier abuso que pudiera tentarme, pero a medida que la
torva tarde transcurría en ese silencio que presagia una tormenta, se fue
volviendo obvio que yo no había mentido, y que ella estaba sinceramente
preocupada.
La cena fue casi todo lo simple que puede ser esa comida; pero yo tenía
tanta hambre que me resultó de las más gratificantes que recuerdo.
Comimos verdura hervida sin sal ni mantequilla, pan tosco, algo de carne.
Nada de vino ni fruta, nada fresco y nada dulce; y sin embargo creo que
comí más que los otros tres juntos.
Cuando terminamos, la mujer (que, me había dicho, se llamaba Casdoe)
tomó de un rincón una larga vara de hierro forjado y partió en busca de su
marido, después de asegurarme que no necesitaba escolta y de decirle al
viejo, que pareció no oírla, que no iría muy lejos y volvería pronto. Viendo
al viejo tan abstraído como siempre ante el fuego, induje al niño a que se
me acercara, y tras haberme ganado su confianza enseñándole Terminus Est
y permitiéndole que la empuñara e intentara levantar la hoja, le pregunté si,
ahora que se había ido su madre, Severa no bajaría a cuidarlo.
—Anoche volvió —dijo él.
Creyendo que se refería a la madre, le dije:
—Seguramente esta noche también va a volver, pero ¿no crees que
Severa debería venir a cuidarte, mientras ella no está?
Como a veces hacen los niños que no confían en el lenguaje tanto como
para discutir, el chico se encogió de hombros e intentó alejarse.
Lo torné por el brazo:
—Severian chico, quiero que vayas arriba ahora mismo y le digas que
baje. Prometo que no le haré daño.
Severian asintió y fue hasta la escalerilla, aunque lentamente y de mala
gana.
—Mala mujer —dijo.
Entonces, por primera vez desde que yo estaba en la casa, habló el
viejo:
—¡Becan, ven aquí! Quiero hablarte de Fechin. —Tardé un momento en
darme cuenta de que me hablaba a mí confundiéndome con su yerno—. Ese
Fechin era el peor de nosotros. Un muchacho alto y feroz con pelo rojo en
las manos, en los brazos. Parecían de mono esos brazos, así que si se los
veía aparecer por la esquina para agarrar algo, se pensaba, salvo por el
tamaño, que era un mono agarrando esa cosa. Una vez robó nuestra sartén
de cobre, la que madre usaba para hacer las salchichas, y yo vi el brazo pero
no dije quién había sido, porque era amigo mío. Nunca la encontré, nunca
volví a verla, y eso que estuve mil veces con él. Pensaba que la había usado
para hacer una barca y la había echado al río, porque eso era lo que siempre
había querido hacer yo con la sartén. Anduve río abajo tratando de
encontrarla, y se me hizo de noche antes de darme cuenta, antes de iniciar el
regreso. A lo mejor pulió el fondo para poder mirarse… A veces dibujaba
su propia imagen. A lo mejor la llenó de agua para verse reflejado.
Yo había cruzado la habitación para escucharlo, en parte porque hablaba
confusamente y en parte por respeto, pues el rostro añoso me recordaba un
poco al del maestro Palaemon, aunque éste tenía los ojos sanos.
—Una vez conocí a un hombre de su edad que había posado para
Fechin —dije.
El viejo levantó la mirada; con la misma rapidez con que la sombra de
un pájaro podría atravesar un trapo gris que han arrojado a la hierba desde
una casa, vi pasar el descubrimiento de que yo no era Becan. Sin embargo,
no dejó de hablar, ni reconoció el hecho de ningún otro modo. Era como si
lo que estaba diciendo fuese tan perentorio que había que contárselo a
alguien, verterlo en cualquier oído antes de que se perdiera para siempre.
—Pero no tenía cara de mono. Fechin era guapo; el más guapo de los
alrededores. Podía sacarle comida o dinero a cualquier mujer. Recuerdo que
una vez bajábamos por el sendero que llevaba al lugar donde estaba el viejo
molino. Yo tenía un trozo de papel que me había dado el maestro. Papel de
veras, no del todo blanco sino con un toque marrón, y pequeñas escamas en
algunas partes; parecía una trucha cocida en leche. El maestro me lo había
dado para que escribiera una carta a mi madre… En la escuela siempre
escribíamos en pizarras, luego las limpiábamos con una esponja para poder
volver a escribir, y cuando no miraba nadie le dábamos a la esponja con la
pizarra y la disparábamos contra la pared, o a veces también contra la
cabeza de alguno. Pero a Fechin le encantaba dibujar, y mientras íbamos
andando yo pensaba en eso, y en la cara que pondría si tuviera papel para
hacer un dibujo que pudiera guardarse.
»Eran las únicas cosas que guardaba. Todo lo demás lo perdía, o lo
regalaba, o lo tiraba, y como yo sabía muy bien lo que madre quería decir,
decidí que si hacía letra pequeña podría ponerlo en la mitad del papel.
Fechin no sabía que lo tenía, pero yo lo saqué y se lo mostré, luego lo doblé
y lo corté en dos.
Por encima de nuestras cabezas yo oía la aflautada voz del niño, pero no
podía entender qué estaba diciendo.
—Era el día más luminoso que he visto. El sol tenía una vida nueva,
como pasa cuando un hombre estuvo enfermo ayer y va a estar enfermo
mañana, pero hoy pasea y se ríe, tanto que si apareciera un extraño diría que
no ocurre nada malo, que las medicinas y la cama eran para otro. En las
oraciones siempre dicen que el Sol Nuevo brillará demasiado como para
poder mirarlo, y hasta aquel día yo siempre había aceptado que era sólo una
manera de hablar, como se dice que un bebé es hermoso, o se elogia
cualquier cosa que un hombre bueno haya hecho para él mismo, que aunque
hubiera dos soles en el cielo uno los podría mirar a los dos. Pero aquel día
aprendí que era verdad, y la luz en la cara de Fechin fue demasiado. Me
hizo agua los ojos. Gracias, dijo, y seguimos adelante y llegamos a una casa
donde vivía una joven. No me acuerdo cómo se llamaba, pero era
francamente hermosa, como lo son a veces las más calladas. Yo nunca había
sabido que Fechin la conocía, pero él me pidió que esperase, y me senté en
el primer escalón del portal.
Alguien más pesado que el niño estaba caminando arriba, acercándose a
la escalera.
—No estuvo mucho dentro, pero cuando salió, con la muchacha que
miraba por la ventana, supe lo que habían hecho. Lo miré y él abrió esos
brazos largos, flacos, de mono. ¿Cómo iba a compartir lo que había tenido?
Al final hizo que la muchacha me diera media barra de pan y algo de fruta.
Dibujó mi retrato de un lado del papel y el de la chica del otro, pero se los
guardó.
La escalera crujió y yo me volví para mirar. Como había esperado,
estaba bajando una mujer. No era alta, pero tenía buena figura y cintura
delgada; llevaba un vestido casi tan andrajoso como el de la madre del niño,
y mucho más sucio. Un pelo negro y espeso se le derramaba por la espalda.
Creo que la reconocí antes incluso de ver los pómulos altos y los largos ojos
castaños: era Agia.
—Así que supiste todo el tiempo que estaba aquí —me dijo.
—Yo podría hacerte el mismo comentario. Al parecer llegaste antes que
yo.
—Simplemente me imaginé que vendrías por este camino. El caso es
que llegué un poco antes, y le dije a la dueña de casa lo que me ibas a hacer
si no me escondía —dijo ella. Supongo que quería hacerme saber que tenía
una aliada, por débil que fuese.
—Desde que te vi en Saltus, entre la multitud, vienes intentando
matarme.
—¿Es una acusación? Sí.
—Mientes.
Fue una de las pocas veces que vi a Agia tomada por sorpresa.
—¿Qué quieres decir?
—Que intentas matarme desde mucho antes de Saltus, nada más.
—Con el averno. Sí.
—Y después. Agia, sé quién es Hethor. Esperé la respuesta, pero no dijo
nada.
—El día en que nos conocimos me contaste que había un viejo marinero
que te había propuesto vivir con él. Lo llamaste viejo y feo y pobre, y yo no
podía entender cómo tú, una joven bonita, podías considerar siquiera la
oferta cuando no te estabas muriendo de hambre. Tu gemelo te protegía, y
la tienda daba algo de dinero.
Ahora me tocó a mí sorprenderme. Ella dijo:
—Habría tenido que aceptar y dominarlo. Lo he dominado ahora.
—Yo pensé que te habías prometido a él sólo si me mataba.
—Le he prometido eso y muchas otras cosas, y así lo dominé. Va por
delante de ti, Severian, esperando mis órdenes.
—¿Con más de esas bestias? Gracias por el aviso. De modo que era eso,
¿no? Os había amenazado a ti y a Agilus con las mascotas que trajo de otras
esferas.
Ella asintió.
—Fue a la tienda a vender ropa, y era de ésa que se usaba en las viejas
naves que hace mucho tiempo viajaban más allá del borde del mundo, y no
eran disfraces ni imitaciones, ni siquiera prendas de sepulturero que han
estado a oscuras durante siglos, sino ropa casi nueva. Dijo que sus naves,
todas esas naves, se habían perdido en la oscuridad, entre los soles, donde
los años no dan vueltas. Se habían perdido tanto que ni el Tiempo pudo
encontrarlos.
—Lo sé —dije yo—. Me lo contó Jonas.
—Después de enterarme de que ibas a matar a Agilus, me fui con él. En
ciertos aspectos es de hierro; en muchos otros, débil. De haber escatimado
mi cuerpo, no habría conseguido nada de él, pero hice todas las cosas raras
que deseaba y lo convencí de que lo amo. Ahora hará lo que yo le pida. Fue
por mí que te siguió después de que mataras a Agilus; con la plata de él
alquilé los hombres que mataste en la mina vieja, y ya te matarán las
criaturas que él manda, si es que no te mato aquí yo misma.
—Pensabas esperar a que me durmiera, y luego bajar y asesinarme.
—Primero te habría despertado, en cuanto te hubiera puesto el cuchillo
en la garganta. Pero el niño me dijo que sabías que yo estaba aquí, y se me
ocurrió que esto sería más agradable. De todos modos, dime, ¿cómo te
imaginaste lo de Hethor?
Una ráfaga de viento se coló por las ventanas angostas. Hizo humear el
fuego, y oí que el viejo, que había vuelto a callar, tosía y escupía en las
brasas. El niño, que había bajado del desván mientras Agia y yo
hablábamos, nos observaba con ojos muy abiertos, desconcertados.
—Pude haberme dado cuenta mucho antes —dije—. Mi amigo Jonas
también había sido un marinero de ésos. Lo recordarás, supongo… Lo
visteis en la boca de la mina, y ya debíais saber quién era.
—Lo sabíamos.
—Tal vez hayan sido de la misma nave. O tal vez se hayan reconocido
mutuamente por algún signo, o quizás era eso lo que Hethor temía. Como
fuera, aunque antes se había empeñado en buscar mi compañía, rara vez se
me acercó mientras yo viajaba con Jonas. En Saltus, cuando ejecuté a un
hombre y a una mujer, lo vi entre la multitud, pero no intentó llegar hasta
mí. En el camino a la Casa Absoluta, Jonas y yo vimos que venía detrás
pero, aunque debía de estar desesperado por recuperar la nótula, no apuró la
marcha hasta quejonas se alejó. Cuando lo arrojaron a la antecámara de la
Casa Absoluta, no hizo el menor intento de sentarse con nosotros, pese a
quejonas se estaba muriendo; pero cuando nos fuimos, había algo que
examinaba el lugar dejando un rastro de baba.
Agia no dijo nada, y en ese silencio podría haber sido la muchacha que
a la mañana siguiente de abandonar la torre yo había visto abrir las rejas de
los escaparates en una tienda polvorienta.
—Tenéis que haberme perdido en el camino a Thrax —continué—, si
no os retrasó algún accidente. Incluso después de descubrir que me
encontraba en la ciudad, no sabíais que yo estaba a cargo de la Víncula,
pues Hethor mandó su criatura de fuego a buscarme por las calles. Luego,
no sé cómo, encontrasteis a Dorcas en el Nido del Pato…
—Estábamos parando allí —dijo Agia—. Hacía apenas unos días que
habíamos llegado, y cuando tú fuiste habíamos salido a buscarte. Más tarde,
cuando me di cuenta de que la mujer de la buhardilla era la loquita que
habías encontrado en el jardín Botánico, tampoco nos figuramos que eras tú
quien la había llevado, porque la bruja de la posada dijo que el hombre iba
vestido como todos. Pero supusimos que sabría dónde estabas, y que sería
más fácil que se lo dijera a Hethor. Por cierto, en realidad no se llama
Hethor. El dice que tiene un nombre mucho más viejo, un nombre que ahora
no conoce casi nadie.
—Le contó a Dorcas lo de la criatura de fuego —dije yo—, y ella me lo
contó a mí. Yo ya había oído algo, pero Hethor le dio un nombre…
Salamandra, la llamó. Cuando Dorcas la mencionó no pensé nada, pero
después me acordé de quejonas sabía el nombre de aquello negro que nos
persiguió al salir de la Casa Absoluta. Nótula, la llamó, y dijo que la gente
de las naves las había bautizado así porque se delataban con una ráfaga de
calor. Si Hethor tenía un nombre para la criatura de fuego, parecía probable
que fuese cosa de marineros, y que estuviera relacionado con la criatura
misma.
Agia sonrió levemente:
—Bien, pues ahora lo sabes todo, y me tienes a tu merced… Siempre y
cuando puedas balancear tu gran espada aquí dentro.
—Te tengo de todos modos. Si vamos al caso, te tuve bajo la suela en la
boca de la mina.
—Pero todavía me queda el cuchillo.
En aquel momento cruzó el umbral la madre del niño, y los dos nos
interrumpimos. La mujer paseó de Agia a mí una mirada atónita; luego,
como si ninguna sorpresa pudiera penetrar su dolor o alterar lo que tenía
que hacer, cerró la puerta y le echó la pesada barra.
Agia dijo:
—Oyó que estaba arriba, Casdoe, y me hizo bajar. Pretende matarme.
—¿Y yo cómo voy a impedirlo? —replicó la mujer, fatigada. Se volvió
hacia mí—. La escondí porque dijo que usted quería hacerle daño. ¿Me
matará a mí también?
—No. Tampoco a ella, como bien sabe.
La cara de Agia se distorsionó de ira, como la cara de otra mujer
adorable, moldeada tal vez por Fechin en cera de colores, podría haberse
transformado bajo un hilo de fuego, y fundirse y arder a la vez.
—¡Mataste a Agilus, y te vanagloriaste! ¿No soy yo tan digna de morir
como él? ¡Éramos de la misma carne!
Yo no le había creído del todo que llevase un cuchillo pero, sin haber
visto que lo sacara, ahora lo tenía en la mano: una de esas dagas curvas de
Thrax.
Hacía un rato que una tormenta inminente pesaba en el aire. Ahora
estalló el trueno, resonando arriba, entre los picos. Cuando los ecos y
contraecos casi se habían apagado, algo les respondió. No puedo describir
aquella voz: no era del todo un grito humano, pero tampoco el mero
bramido de una bestia.
Todo el cansancio abandonó a la mujer llamada Casdoe, reemplazado
por la prisa más desesperada. Bajo cada ventana había pesados postigos de
madera apoyados en la pared; la mujer agarró el que tenía más cerca, y
levantándolo como si no pesara más que un molde de horno, lo colocó
estrepitosamente en su sitio. Fuera, el perro echó a ladrar, frenético, y luego
se calló, no dejando otro ruido que el golpeteo de la primera lluvia.
—Tan pronto —gritó Casdoe—. ¡Tan pronto! —Y a su hijo—:
¡Apártate de ahí, Severian!
A través de una de las ventanas todavía abiertas, oí una voz de niño:
—Papá, ¿no puedes ayudarme?
XVI

El alzabo

Traté de ayudar a Casdoe, y en el trance di la espalda a la daga de Agia. El


error por poco me cuesta la vida, pues apenas había podido levantar un
postigo cuando ya la tenía encima. Dice el proverbio que mujeres y sastres
llevan la hoja hacia abajo, pero Agia, como un consumado asesino,
apuñalaba hacia arriba para abrir las tripas y alcanzar el corazón. Me volví
justo a tiempo para bloquearle la daga con el postigo, y la punta atravesó la
madera con un destello de acero.
La fuerza misma del golpe la traicionó. Aparté el postigo de un tirón,
arrojándolo al otro lado de la estancia junto con el cuchillo. Las dos, ella y
Casdoe, saltaron a buscarlo. Agarré a Agia del brazo, y Casdoe montó el
postigo con el cuchillo hacia afuera, hacia la tormenta creciente.
—Idiota —dijo Agia—. ¿No ves que le estás dando un arma a lo que
sea que temes? —Tenía la voz serena del derrotado.
—No necesita cuchillos —dijo Casdoe.
La casa estaba a oscuras salvo por la rojiza luz del fuego. Busqué
alrededor velas o linternas, pero no vi ninguna; más tarde me enteré de que
las pocas que la familia tenía las había llevado al desván. Fuera fulguró un
relámpago, delineando los bordes de los postigos y estampando una
quebrada línea de luz árida al pie de la puerta; tardé un momento en darme
cuenta de que había sido una línea quebrada, cuando tenía que haber sido
continua.
—Fuera hay alguien —dije—. En el escalón.
Casdoe asintió.
—Cerré la ventana justo a tiempo. Nunca ha venido tan temprano. Tal
vez lo despertó la tormenta.
—¿No cree que será su marido?
Sin darle tiempo a responder, una voz más aguda que la del niño
exclamó:
—Déjame entrar, mamá.
Hasta yo, que no sabía qué era eso que hablaba, noté en las simples
palabras una horrorosa anomalía. Era tal vez la voz de un niño, pero no de
un niño humano.
—Mamá —volvió a llamar la voz—. Está empezando a llover.
—Será mejor que vayamos arriba —dijo Casdoe—. Si después
levantamos la escalera, no nos podrá alcanzar aunque entre.
Yo me había acercado a la puerta. Sin relámpagos, los pies de lo que
hubiese en el umbral eran invisibles; pero por sobre el golpeteo de la lluvia
oí una respiración áspera, lenta, y una vez algo que rozaba el suelo, como si
eso que aguardaba en la oscuridad hubiese movido los pies.
—¿Es eso obra vuestra? —le pregunté a Agia—. ¿Una de las criaturas
de Hethor?
Sacudió la cabeza; los estrechos ojos castaños bailoteaban.
—Vagan por estas montañas; deberías saberlo mejor que yo.
—¿Mamá?
Hubo un sonido arrastrado de pies; con esa temerosa pregunta, la cosa
se había apartado de la puerta. Uno de los postigos estaba agrietado, y traté
de mirar por la rendija; en la negrura de fuera no vi nada, pero oí unos pasos
blandos y pesados, exactamente el sonido que a veces llegaba allá en mi
casa por los portones de rejas de la Torre del Oso.
—Hace tres días se llevó a Severa —dijo Casdoe. Estaba tratando de
que el viejo se levantara, pero él se movía despacio, reacio a separarse del
calor del fuego—. Nunca dejaba que Severian ni ella se metieran entre los
árboles, pero éste vino aquí, al claro, una guardia antes del anochecer.
Desde entonces ha vuelto todas las noches. El perro no lo quiere rastrear,
pero hoy Becan salió a cazarlo.
Aunque nunca había visto ninguna de la especie, a esas alturas yo ya
había adivinado la identidad de la bestia.
—Entonces ¿es un alzabo? ¿La criatura de cuyas glándulas se hace la
analepta?
—Es un alzabo, sí —me contestó Casdoe—. Y no sé nada de ninguna
analepta.
Agia se rio.
—Pero Severian sí. Él ha probado la sabiduría de la criatura, y lleva a su
amada dentro de él. Tengo entendido que de noche se los oye susurrar
juntos, en el fuego y los sudores del amor.
Le lancé un golpe, pero lo esquivó con agilidad y puso la mesa entre
medio.
—¿No te encanta, Severian, que cuando los animales llegaron a Urth
para reemplazar a los que habían matado nuestros ancestros, entre ellos
estuviese el alzabo? Sin el alzabo habrías perdido para siempre a tu
queridísima Thecla. Dile a Casdoe lo feliz que te ha hecho el alzabo.
Le dije a Casdoe:
—Lamento de verdad la muerte de su hija. Si es preciso, defenderé esta
casa del animal que hay allí fuera.
Había dejado la espada apoyada en la pared, y para demostrar que mi
voluntad valía tanto como mis palabras, la empuñé. Fue una suerte, porque
justo en ese instante se oyó a la puerta una voz de hombre que decía:
«¡Abre, querida!».
Agia y yo saltamos para frenar a Casdoe, pero ninguno con suficiente
rapidez. Antes de que la alcanzáramos ya había quitado la barra. La puerta
se abrió hacia adentro.
La bestia que aguardaba fuera andaba a cuatro patas. Aun así, los
poderosos hombros me llegaban a la cabeza. La suya la llevaba gacha, con
las puntas de las orejas bajo la cresta de piel que le cubría el lomo. A la luz
del fuego le relucían los dientes blancos y los ojos de pupilas rojas. He visto
los ojos de muchas de estas criaturas supuestamente venidas de más allá del
margen del mundo, atraídas, según alegan ciertos filonoístas, por la muerte
de aquéllas que tuvieron su génesis aquí, tal como hacen las tribus de
vernáculos, que llegan con fogatas y cuchillos de piedra a un campo
despoblado por la guerra o la enfermedad; pero sus ojos son sólo ojos de
bestias. Las rojas órbitas del alzabo eran algo más: no mostraban ni la
inteligencia de la raza humana ni la inocencia de los brutos. Así miraría un
demonio, pensé, después de haber logrado salir de la entraña de una estrella
oscura; entonces recordé a los hombres-mono, a quienes por cierto se
llamaba demonios aunque tenían ojos de hombre.
Por un momento pareció que la puerta podía volver a cerrarse. Vi que
Casdoe, que retrocedía aterrorizada, estaba intentándolo. Aunque dio la
impresión de que el alzabo avanzaba lenta, incluso perezosamente, fue
demasiado rápido para ella, y el borde de la puerta le dio contra las costillas
como podría haber dado contra un muro.
—¡Déjela abierta! —grité yo—. Necesitaremos toda la luz que haya.
Había desenvainado Terminus Est, y la hoja reflejaba la luz del fuego y
parecía ella misma un fuego más intenso. Una ballesta como las que yo
había visto a los secuaces de Agia, cuyas flechas se encienden por la
fricción de la atmósfera y al golpear estallan como piedras en un horno,
habría sido mejor arma; pero, al contrario que Terminus Est, una ballesta no
habría parecido una extensión de mi brazo, y a fin de cuentas quizá le
hubiese permitido al alzabo echárseme encima mientras volvía a cargarla, si
erraba la primera flecha.
La larga hoja de mi espada no obviaba del todo ese peligro. La punta
cuadrada no podía atravesar a la bestia si ésta saltaba. Iba a tener que
matarla en el aire, y aunque no dudaba de poder cercenarle la cabeza
mientras volaba hacia mí, sabía que fallar significaría la muerte. Además
necesitaba espacio para dar el golpe, para lo cual la estrecha estancia no era
muy adecuada; y aunque el fuego aún estaba encendido, necesitaba luz.
El viejo, el niño Severian y Casdoe habían desaparecido. No estaba
seguro de si habían subido al desván mientras yo tenía la atención clavada
en los ojos del alzabo, o si alguno al menos se había escurrido por la puerta.
Sólo Agia se había quedado conmigo, apretada en un rincón y armada
(como un marinero desesperado que intenta rechazar una galeaza con un
bichero) con un bastón de Casdoe de casquete metálico. Yo sabía que
hablarle sería volcar la atención sobre ella; pero quizá si la bestia giraba la
cabeza, yo podría cortarle el espinazo.
—Necesito luz, Agia —dije—. A oscuras me matará. Una vez les dijiste
a tus hombres que te enfrentarías conmigo si ellos me mataban por la
espalda. Ahora yo me enfrentaré con esto si tú traes una vela.
Agia asintió, indicando que había entendido, y entretanto la bestia se
movió hacia mí. Pero en vez de saltar como yo esperaba, se desplazó
indolente pero hábilmente a la derecha, acercándose mientras se las
arreglaba para mantenerse fuera de mi alcance. Tras un momento de
desconcierto me di cuenta de que la situación en que estaba el alzabo, cerca
de la pared, me impedía atacar libremente, y de que si él conseguía
cercarme (como casi había hecho) y ganar una posición entre el fuego y yo,
me habría arrebatado gran parte de la ventaja que me daba la luz.
Iniciamos así un cauteloso juego, en el cual el alzabo buscaba sacar todo
el partido posible de las sillas, la mesa y las paredes, y yo trataba de obtener
el mayor espacio posible para mi espada.
Entonces ataqué. El alzabo eludió el mandoble, me pareció, por no más
del ancho de un dedo, acometió y volvió atrás justo a tiempo para escapar a
mi contraataque. Sus fauces, lo bastante grandes como para morder la
cabeza de un hombre como un hombre muerde una manzana, habían
chasqueado ante mi cara, empapándome con el hedor de su pútrido aliento.
El cielo retumbó de nuevo, tan cerca que poco después oí la estruendosa
caída del árbol cuya muerte el trueno había proclamado; el fulgor del
relámpago, de una paralizante claridad que iluminó todos los detalles, me
dejó aturdido y ciego. En el torrente de oscuridad que siguió, blandí
Terminus Est, sentí cómo mordía hueso, salté a un lado y mientras el trueno
rugía volví a descargarla, esta vez sólo para enviar un trozo de mueble
volando hacia la ruina.
Luego pude volver a ver. Mientras el alzabo y yo cambiábamos
posiciones y nos esquivábamos, Agia también se había movido, y al
relumbrar el relámpago había corrido sin duda a la escalera. Había subido
hasta la mitad, y vi que Casdoe alargaba la mano para ayudarla. Yo tenía al
alzabo enfrente, al parecer tan entero como antes; pero gotas de sangre
oscura formaban un charco ante las patas delanteras de la bestia. A la
lumbre del fuego la piel se veía roja y raída, y las uñas de las patas, más
grandes y más toscas que las de un oso, eran también de un rojo oscuro, y
parecían translúcidas. Volví a oír la voz, más espantosa que la de un cadáver
parlante, que en la puerta había dicho Abre, querida. Esta vez decía:
—Sí, estoy herido. Pero el dolor no es tanto, y puedo mantenerme en
pie y moverme como antes. No puedes separarme de mi familia para
siempre. —Lo que hablaba por la boca de la bestia era la voz de un hombre
denodado, impetuoso y sincero.
Saqué la Garra y la dejé sobre la mesa, pero no era más que una chispa
azul.
—¡Luz! —le grité a Agia. No llegó luz alguna, y oí el traqueteo que
hacía la escalera mientras las mujeres subían.
—No tienes escapatoria, ¿comprendes? —dijo la bestia, aún con la voz
del hombre.
—Y tú no puedes avanzar. ¿Puedes saltar tanto, con una pata lastimada?
Bruscamente la voz se transformó en el lamento atiplado de la niña.
—Puedo trepar. ¿O crees que a mí, que sé hablar, no se me ocurrirá
poner la mesa debajo del agujero?
—Entonces sabes que eres una bestia.
Retornó la voz del hombre:
—Sabemos que estamos en la bestia, igual que antes estábamos en las
cajas de carne que la bestia devoró.
—¿Y permitirás que ella devore a tu mujer y tu hijo, Becan?
—Yo la dirigiré. Yo la dirijo. Quiero que Casdoe y Severian se reúnan
aquí con nosotros, como yo me reuní hoy con Severa. Cuando muera el
fuego morirás tú, para reunirte con nosotros, y ellos también.
Me reí:
—¿Has olvidado que te alcancé cuando no podía verte?
Con Terminus Est preparada, crucé la habitación hasta los restos de la
silla, manoteé lo que había sido el respaldo y lo arrojé al fuego, levantando
una nube de chispas. Era madera estacionada, creo, y alguna mano
cuidadosa la había lustrado con cera de abejas. Tendría que arder
brillantemente.
—Lo mismo da. Llegará la oscuridad. —La bestia (Becan) parecía
tener una paciencia infinita—. Llegará la oscuridad y te unirás a nosotros.
—No. Cuando se haya consumido toda la silla y la luz empiece a
flaquear, me echaré sobre ti y te mataré. Mientras tanto esperaré a que sigas
sangrando.
Hubo un silencio, tanto más pavoroso porque nada en la expresión de la
bestia indicaba que estuviese pensando. Yo sabía que así como una
secreción destilada por los órganos de Thecla había fijado en los núcleos de
algunas de mis células frontales los vestigios de la química neural de esa
misma criatura, el hombre y su hija acechaban en la oscura maleza del
cerebro de la bestia y creían estar vivos; pero qué podía ser ese espectro de
vida, qué sueños y deseos podían habitarlo, eran cosas que yo no lograba
imaginarme.
Por fin la voz del hombre dijo:
—Dentro de una o dos guardias, pues, te mataré o tú me matarás a mí.
O nos destruiremos mutuamente. Si ahora me fuese, si volviera a la noche y
la lluvia, ¿me perseguirías cuando la lux cayese de nuevo sobre Urth? ¿O
permanecerías aquí para alejarme de la mujer y el niño que son míos?
—No —contesté.
—¿Por el honor que tengas? ¿Lo juras por esa espada, aunque no
puedas apuntarla al sol?
Retrocedí y di vuelta a Terminus Est, tomándola por la hoja de modo
que el extremo me señalara el corazón.
Juro por esta espada, blasón de mi Arte, que si esta noche no vuelves
mañana no te perseguiré. Ni permaneceré en esta casa.
La bestia se volvió, rápida como una serpiente escurridiza. Por un
instante, acaso, pude haberle partido el grueso lomo. Luego desapareció, y
no quedó ninguna huella de su presencia salvo la puerta abierta, la silla
destrozada y el charco de sangre (más oscura, creo, que la de los animales
de este mundo) que empapaba las limpias losas del suelo.
Fui a la puerta y puse la barra, devolví la Garra a la bolsa que me
colgaba del cuello y luego, como había sugerido la bestia, moví la mesa, y
subido a ella trepé fácilmente al desván. Casdoe y el viejo esperaban en el
otro extremo con el niño llamado Severian, en cuyos ojos vi los recuerdos
que esa noche le despertaría veinte años después. Los bañaba el vacilante
resplandor de una lámpara colgada de una viga.
—Como todos pueden ver —les dije—, he sobrevivido. ¿Oyeron lo que
hablamos abajo?
Casdoe asintió.
—Si me hubieran llevado la luz que pedí, no habría hecho lo que hice.
Tal como fue todo, pensé que no estaba obligado por ninguna deuda. En el
lugar de ustedes, yo dejaría esta casa en cuanto amanezca y bajaría al valle.
Pero ustedes deciden.
—Teníamos miedo —balbuceó Casdoe.
—Yo también. ¿Dónde está Agia?
Para mi sorpresa el viejo señaló un lugar, y al mirar hacia allí vi que en
la espesa capa de paja había una abertura suficiente para el delgado cuerpo
de Agia.
Esa noche dormí delante del fuego, después de advertirle a Casdoe que
mataría al que bajara del desván. Por la mañana di una vuelta alrededor de
la casa; como había esperado, el cuchillo de Agia ya no estaba clavado en el
postigo.
XVII

La espada del Lictor

—Nos vamos —me dijo Casdoe—. Pero antes de partir haré el desayuno.
No tiene que comer con nosotros si no quiere.
Asentí y esperé fuera hasta que me llevó una cuchara y un cuenco de
madera con gachas; fui a comérmelas a la fuente. Ésta estaba escondida
entre juncos, y no me asomé; era, supongo, una violación del juramento que
le había hecho al alzabo, pero allí esperé, vigilando la casa.
Al cabo de un rato aparecieron Casdoe, su padre y el pequeño Severian.
Ella llevaba un atado y el bastón del marido, y el viejo y el niño un pequeño
saco cada uno. El perro, que al aparecer el alzabo debía de haberse metido
bajo perra (no puedo decir que lo culpo, pero Triskele no lo habría hecho),
retozaba entre ellos. Vi que Casdoe me buscaba con la mirada. Al no
encontrarme, dejó un bulto en el umbral.
Los miré caminar bordeando el pequeño campo, que había sido arado y
sembrado hacía apenas un mes y que ahora los pájaros cosecharían. Ni
Casdoe ni su padre miraron atrás; pero el niño, Severian, se detuvo antes de
subir la primera loma para ver una vez más el único hogar que había
conocido. Las paredes de piedra se alzaban tan sólidas como siempre, y el
humo del fuego del desayuno aún brotaba de la chimenea en un rizo blanco.
Parece que entonces lo llamó la madre, porque corrió tras ella y se perdió de
vista.
Dejé el abrigo de los juncos y fui hasta la puerta. En el bulto del umbral
había dos suaves mantas de guanaco y carne disecada envuelta en un tapete.
Guardé la carne en mi talego y volví a doblar las mantas para llevarlas al
hombro.
La lluvia había dejado el aire fresco y limpio, y estaba bien saber que
pronto dejaría atrás la cabaña de piedra y sus olores a humo y comida. Eché
un vistazo adentro, y vi la mancha negra de la sangre del alzabo y la silla
rota. Casdoe había vuelto a poner en su sido la mesa, sobre la cual la Garra,
que tan débilmente había brillado, no había dejado marca alguna. No
quedaba nada que pareciera valer la pena llevarse; salí y cerré la puerta.
Luego me puse en marcha tras Casdoe y su grupo. No le perdonaba que
no me hubiese alumbrado mientras luchaba contra el alzabo; habría podido
hacerlo fácilmente bajando un poco la lámpara del desván. Pero tampoco
podía culparla mucho por haberse puesto de parte de Agia: era una mujer
sola entre los rostros escrutadores y las glaciales coronas de las montañas; y
el niño y el viejo, a ninguno de los cuales podía atribuírsele gran culpa en la
cuestión, eran por lo menos tan vulnerables como ella.
El sendero era blando, tanto que podía rastrearlos en el sentido más
literal, siguiendo las pequeñas huellas de Casdoe, las más pequeñas aún del
niño, que daba dos pasos por cada uno de la madre, y las del viejo, con los
dedos apuntando hacia afuera. Caminaba despacio para no alcanzarlos, y
aunque supiera que para mí el peligro crecía con cada paso que daba, me
atrevía a esperar que las patrullas del arconte, al interrogarlas, me pusieran
sobre aviso. Casdoe no me traicionaría, pues cualquier información honesta
que les facilitara llevaría a los dimarchi por mal camino; y si el alzabo
rondaba por ahí, esperaba oírlo u olerlo antes de que atacase; a fin de
cuentas no había jurado dejar a sus presas indefensas, sino únicamente no
perseguirlo ni quedarme en la casa.
El sendero no era sin duda más que una huella de caza ensanchada por
Becan; pronto desapareció. Aquí el paisaje parecía menos árido que sobre la
línea de vegetación. Las laderas que daban al sur estaban frecuentemente
cubiertas de pequeños helechos y musgos, y en los riscos crecían coníferas.
Rara vez dejaba de oírse el rumor de cascadas. Dentro de mí, Thecla
recordó haber ido a pintar a un lugar muy parecido a éste, acompañada de
su maestro y de dos guardias ceñudos. Empecé a pensar que pronto daría
con el caballete, la paleta y la desordenada caja de pinceles, abandonados
junto a alguna cascada cuando el sol ya no se demoraba en el rocío.
Por supuesto que no sucedió, y durante varias guardias no hubo ningún
signo de presencia humana. Mezclados con las huellas del grupo de Casdoe
vi rastros de ciervos, y en dos ocasiones observé las pisadas de los gatos
monteses que los perseguían. Seguramente habían sido estampadas al
amanecer, cuando la lluvia había amainado.
Luego vi una hilera de huellas dejadas por un pie desnudo más grande
que el del viejo. En realidad eran más grandes que las de mis botas, y los
pasos de su dueño, si acaso, más largos que los míos. Cruzaban en ángulo
recto a las que yo seguía, pero una marca había caído sobre una de las del
niño, demostrando que quien la hubiese impreso había pasado entre
nosotros.
Apresuré la marcha.
Supuse que eran huellas de autóctono, aunque aun así me asombró la
longitud de sus pasos: normalmente esos salvajes de las montañas son de
baja estatura. Si de verdad era un autóctono, parecía improbable que hiciese
daño a Casdoe y los demás, aunque podía robarles lo que llevaban. Por lo
poco que sabía de ellos, los autóctonos eran cazadores astutos, pero no
guerreros.
Las marcas de pies desnudos aparecieron otra vez. Por lo menos dos o
tres individuos se habían unido al primero.
Otra cosa sería si se trataba de desertores del ejército; alrededor de una
cuarta parte de los prisioneros de la Vincula habían sido esos hombres y sus
mujeres, y muchos habían cometido los crímenes más atroces. Los
desertores estarían bien armados, aunque yo hubiera esperado que también
fueran bien calzados, no por cierto descalzos.
Frente a mí apareció una cuesta empinada. Vi los agujeros de la estaca
de Casdoe, y las ramas rotas que ella y el viejo habían usado para trepar;
algunas, era posible, rotas también por sus perseguidores. Reflexioné que a
esas alturas el viejo tendría que estar exhausto, y que era sorprendente que
la hija todavía pudiera urgirlo a caminar; tal vez el viejo ya supiera, tal vez
lo supieran los tres, que los estaban persiguiendo. Cuando me acercaba a la
cresta oí ladrar al perro, y luego (al mismo tiempo pareció casi un eco de la
noche anterior) un grito salvaje, inarticulado.
Sin embargo, no era el horrible aullido semihumano del alzabo. Era un
sonido que yo había oído a menudo antes; algunas veces, débilmente,
incluso mientras estaba acostado en mi catre al lado del de Roche, y muchas
cuando llevaba a nuestra mazmorra las comidas de los oficiales de guardia
y de los clientes. Era precisamente el grito de uno de los clientes del tercer
nivel, uno de los que ya no podían hablar con coherencia y por eso nunca
eran llevados de nuevo a la sala de exámenes con fines prácticos. Eran
zoántropos, como los que yo había visto imitados en la mascarada de
Abdiesus. Al llegar a la cumbre los vi, y también a Casdoe con su padre y
su hijo. En verdad, no se los puede llamar hombres; pero de lejos lo
parecían, nueve hombres desnudos que rodeaban a los tres acuclillándose y
brincando. Apreté el paso hasta que vi que uno descargaba la maza y el
viejo caía.
Entonces vacilé, y lo que me detuvo no fue el miedo de Thecla sino el
mío.
Yo había luchado contra los hombres-mono con valor, quizá, pero había
tenido que hacerlo. Me había medido con el alzabo hasta que fue imposible
seguir, pero no había habido otro sitio a donde escapar que la oscuridad de
fuera, donde seguramente me habría matado.
Ahora podía elegir, y me contuve.
Casdoe tenía que haber sabido algo de ellos, viviendo donde había
vivido, aunque era posible que nunca se los hubiera encontrado. Con el niño
aferrado a la falda, blandía la estaca como si fuera un sable. Su voz me
llegaba por encima de los aullidos de los zoántropos, aguda, ininteligible y
aparentemente remota. Sentí el horror que siempre se siente cuando atacan
a una mujer, pero junto a él, o quizá por debajo, estaba la idea de que ella
no había querido luchar a mi lado y ahora tenía que luchar sola.
No podía durar, desde luego. Esas criaturas, o se asustan en seguida o
no se asustan en absoluto. Vi que uno le arrebataba el palo, y desenvainé
Terminus Est y corrí hacia ellos cuesta abajo. La figura desnuda la había
tirado al suelo y se disponía (supuse) a violarla. Entonces algo enorme saltó
desde los árboles que había a mi izquierda. Era tan grande y se movía con
tal rapidez que al principio me pareció un caballo rojo, sin jinete ni silla.
Sólo al ver el destello de los dientes y oír el grito del zoántropo comprendí
que era el alzabo.
Los otros lo atacaron en seguida. Subiendo y bajando, por un momento
las porras de madera dura se parecieron grotescamente a cabezas de gallinas
que picoteaban unos granos de maíz recién desparramados. Luego un
zoántropo voló por el aire, y el mismo que antes había estado desnudo
pareció ahora envuelto en una capa escarlata.
Cuando al fin entré en combate el alzabo estaba en el suelo, y por un
momento no pude prestarle atención. Terminus Est silbaba en órbita en
torno a mi cabeza. Cayó una figura desnuda, luego otra. Una piedra del
tamaño de un puño me pasó zumbando junto al oído, tan cerca que la oí; si
me hubiera dado, un momento después habría estado muerto.
Pero éstos no eran los hombres-mono de la mina, tan numerosos que a
la larga era imposible vencerlos. A uno lo abrí del hombro a la cintura,
sintiendo cómo las costillas se quebraban una a una y traqueteaban contra la
hoja; enseguida decapité a otro, y partí un cráneo.
Luego sólo hubo silencio y los gemidos del niño. En la hierba de la
montaña quedaban siete zoántropos, cuatro muertos por Terminus Est, creo,
y tres por el alzabo. En las fauces de la bestia vi el cuerpo de Casdoe,
cabeza y hombros ya devorados. El viejo que había conocido a Fechin yacía
arrugado como un muñeco; el famoso artista habría transformado esa
muerte en algo hermoso, mostrándola desde una perspectiva que nadie más
hubiera podido descubrir y corporizando en esa cabeza deformada la
dignidad y la futilidad de toda vida humana. Pero Fechin no estaba allí.
Junto al viejo yacía el perro, con las mandíbulas ensangrentadas.
Busqué al niño. Para mi horror, se había apretado contra el lomo del
alzabo. Sin duda la cosa lo había llamado con la voz de su padre, y él había
acudido. Ahora los cuartos traseros del alzabo temblaban
espasmódicamente y los ojos estaban cerrados. Cuando tomé al niño por el
brazo, la lengua de la bestia, más ancha y gruesa que la de un buey, brotó de
la boca como para lamerle la mano; luego los hombros le temblaron con tal
violencia que di un paso atrás. La lengua, que no había vuelto del todo a la
boca, yacía fláccida en la hierba.
Aparté al niño y le dije:
—Ya se ha terminado, Severian chico. ¿Estás bien?
Severian asintió y empezó a llorar, y durante largo rato lo tuve en brazos
y caminé de un lado a otro.

Por un momento pensé en usar la Garra, aunque en la casa de Casdoe me


había fallado como tantas veces antes. Pero de haber tenido éxito, ¿quién
podía predecir el resultado? Yo no deseaba revivir a los zoántropos ni al
alzabo, y ¿qué vida podría otorgarse al cuerpo decapitado de Casdoe? En
cuanto al viejo, hacía tiempo que estaba a las puertas de la muerte; ahora
había muerto, y rápido. ¿Me habría agradecido que volviera a convocarlo
sólo para morir de nuevo uno o dos años más tarde? La gema refulgía al sol,
pero su fulgor era mero brillo solar y no la luz del Conciliador, el
gegenschein del Sol Nuevo, y volví a guardarla. El niño me miraba con ojos
muy abiertos.
Terminus Est estaba ensangrentada hasta la guarda y más. Me senté en
un árbol caído y mientras pensaba qué hacer la limpié con madera podrida,
y luego afilé y aceité la hoja. Ni los zoántropos ni el alzabo me importaban
nada, pero dejar que las bestias desmembraran los cuerpos de Casdoe y el
viejo me parecía una vileza.
La prudencia, también, aconsejaba no hacerlo. ¿Y si aparecía otro
alzabo, y después de deglutir la carne de Casdoe se lanzaba tras el chico?
Sopesé la posibilidad de llevarlos de nuevo a la cabaña. Sin embargo era
una distancia considerable; no podía transportarlos a los dos juntos, y lo
más seguro era que cualquiera de los dos que dejara atrás habría sido
violado antes de que yo regresara. Atraídos por la visión de tanta sangre, los
teratornis carroñeros ya revoloteaban sobre nosotros, cada uno sostenido
por alas tan anchas como la vela mayor de una carabela.
Durante un rato examiné la tierra, buscando algún lugar suficientemente
blando como para cavar con el bastón de Casdoe; al final llevé los dos
cadáveres a una franja de suelo rocoso cercana a un curso de agua, y los
cubrí con un túmulo. Debajo de él yacerían, esperaba, casi un año, hasta que
alrededor de la fiesta de la Sacra Katharine el deshielo barriera los huesos
de hija y padre.
Severian chico, que al principio sólo había observado, se propuso cargar
guijarros hasta que el túmulo quedó completo. Mientras nos lavábamos la
arena y el sudor en el arroyo, preguntó:
—¿Tú eres mi tío?
—Soy tu padre —respondí—, al menos por ahora. Cuando a alguien se
le muere el padre, y es joven como tú, ha de tener uno nuevo. Ése soy yo.
Asintió, abstraído; y súbitamente recordé que, hacía apenas dos noches,
había soñado con un mundo en el que todos estaban unidos por lazos de
sangre, pues descendían de la misma pareja de colonos. Yo, que desconocía
el nombre de mi madre, y el de mi padre, bien podía estar emparentado con
ese niño que se llamaba igual que yo, o para el caso con cualquiera que
conociese. El mundo con que había soñado era, para mí, la cama en la que
había yacido. Ojalá pudiera describir lo serios que estábamos allí, junto a la
risa del arroyo, lo solemne y limpio que se lo veía a él con la cara mojada y
las gotitas que le chispeaban en las pestañas de los grandes ojos.
XVIII

Severian y Severian

Bebí toda el agua que pude, y le dije al niño que debía hacer lo mismo, que
en las montañas había muchos lugares secos, que quizá no volviera a beber
hasta la mañana siguiente. Él había preguntado si ahora no volveríamos a
casa; y aunque hasta entonces yo había planeado rehacer nuestra ruta desde
la casa que fuera de Casdoe y Becan, le dije que no, pues sabía que para él
sería terrible ver de nuevo aquel techo, y el campo y el pequeño jardín, y
tener que dejarlos por segunda vez. A su edad incluso podía figurarse que la
madre y el padre, la hermana y el abuelo todavía estaban allí dentro de
algún modo.
Sin embargo, no podíamos descender mucho más; ya estábamos muy
por debajo del nivel en que el viaje se volvía peligroso para mí. El brazo del
arconte se alargaba cien leguas y aun más allá, y ahora era muy posible que
Agia decidiera que los dimarchi me persiguieran.
Al nordeste se alzaba el pico más alto que había visto hasta ese
momento. Una mortaja de nieve le cubría no sólo la cabeza sino también los
hombros, y le bajaba casi hasta la cintura. Yo no podía decir, y tal vez no
pudiera decirlo nadie, qué rostro orgulloso era el que miraba al oeste por
encima de tantas cumbres menores; pero había gobernado seguramente en
los más tempranos de los grandes días de la humanidad, disponiendo de
energías capaces de modelar el granito como el cuchillo del tallador modela
la madera. Mirando su imagen, tuve la impresión de que incluso los
avezados dimarchi, que tan bien conocían las agrestes tierras altas, deberían
tenerle miedo. Así que hacia él nos encaminamos, o más bien hacia el alto
paso que unía la drapeada tela de su túnica con la montaña donde Becan se
había establecido una vez. Por el momento el ascenso no era difícil, y
empleamos más fuerzas en caminar que en trepar.
A menudo el niño Severian me tomaba de la mano cuando no
necesitaba mi apoyo. No soy ducho en apreciar los años de los niños, pero
me pareció que él estaba en la edad en que de haber sido uno de nuestros
aprendices, habría acabado de ingresar en la escuela del maestro Palaemon;
es decir, era lo bastante mayor para caminar bien, y para entender y hablar y
hacerse entender.
Estuvo una guardia o algo así sin decir nada más que lo que ya he
referido. Luego, mientras bajábamos por una cuesta abierta y herbosa
bordeada de pinos, un lugar muy parecido al de la muerte de su madre, me
preguntó:
—Severian, ¿quiénes eran esos hombres?
Comprendí de quiénes hablaba.
—No eran hombres, aunque una vez lo fueron y todavía se les parecen.
Eran zoántropos, una palabra que designa a las bestias con forma humana.
¿Entiendes lo que digo?
El niño asintió, solemne, y luego preguntó:
—¿Por qué no llevaban ropa?
—Porque, como te dije, ya no son seres humanos. Los perros nacen
perros y los pájaros nacen pájaros, pero hacerse humano es un logro; uno lo
tiene que pensar. Tú lo has estado pensando los últimos tres o cuatro años,
por lo menos, Severian chico, aunque quizá nunca hayas pensado en que lo
pensabas.
—Los perros sólo buscan cosas para comer —dijo el niño.
—Exacto. Pero eso plantea la cuestión de si hay que obligar a las gentes
a que piensen, y hace mucho tiempo algunos decidieron que no. Podemos
obligar a un perro, a veces, a actuar como un hombre: a caminar en dos
patas, llevar collar y cosas así. Pero no debemos ni podemos obligar a un
hombre a actuar como un hombre. ¿Nunca has querido dormirte, por más
que no tenías sueño ni estabas cansado?
El niño asintió con la cabeza.
—Era porque querías descargarte del peso de ser un niño, al menos por
un tiempo. Yo a veces bebo demasiado vino, y es porque por un rato me
gustaría dejar de ser un hombre. Hay gente que se quita la vida por eso. ¿Lo
sabías?
—O hacen cosas que pueden lastimarlos —contestó. La forma en que lo
dijo me hablaba de discusiones oídas por azar; muy probablemente Becan
había sido esa clase de hombre, o no habría llevado la familia a un lugar tan
remoto y peligroso.
—Sí —le dije—. Puede ser lo mismo. Y hay ciertos hombres, y hasta
mujeres, que a veces llegan a odiar la carga del pensamiento, pero no por
eso aman la muerte. Ven a los animales y desearían ser como ellos, que sólo
reaccionan por instinto y no piensan. ¿Sabes qué es lo que te hace pensar,
Severian chico?
—La cabeza —se apresuró a responder el niño, y se la agarró con las
manos.
—Los animales también tienen cabeza… Hasta los más estúpidos, como
los cangrejos, los bueyes o las garrapatas. Lo que te hace pensar es apenas
una pequeña parte de tu cabeza, que está dentro, justo encima de los ojos.
—Le toqué la frente—. Ahora bien, si por alguna razón quieres que te
corten una mano, puedes acudir a ciertos hombres expertos en eso. Supón,
por ejemplo, que te haces en la mano una herida de la que nunca curará.
Ellos te la pueden cortar de tal manera que casi no haya posibilidades de
que le pase algo al resto de tu cuerpo.
El niño asintió.
—Muy bien. Esos mismos hombres pueden quitarte esa pequeña parte
de la cabeza que te hace pensar. Lo que no pueden es volver a ponértela,
¿entiendes? Y aunque pudieran, una vez sin esa parte tú no podrías decir
nada. Pero a veces la gente paga a esos hombres para que les quiten esa
parte. Quieren dejar de pensar para siempre, y a menudo dicen que les
gustaría dar la espalda a todo lo que ha hecho la humanidad. Entonces ya no
es justo tratarlos como a seres humanos: se han transformado en animales,
si bien animales que aún tienen forma humana. Preguntaste por qué no
llevaban ropa. Ellos ya no comprenden qué es la ropa, y por eso no se la
pondrían aunque tuvieran frío, por más que puedan echarse en ella y hasta
envolverse.
—¿Tú eres un poquito así? —preguntó el niño, y me señaló el pecho
desnudo.
La idea que estaba insinuándome no se me había ocurrido nunca, y por
un momento me sorprendió.
—Es la norma de mi gremio —dije—. A mí no me han quitado ninguna
parte de la cabeza, si es eso lo que preguntas, y en un tiempo usaba
camisa… Pero sí, supongo que soy un poco así, porque nunca lo había
pensado, ni siquiera teniendo mucho frío.
Me miró como diciendo que le había confirmado lo que él sospechaba.
—¿Por eso estás escapando?
—No, no estoy escapando por eso. En todo caso, supongo que podrías
decir que es por lo contrario. Tal vez esa parte de mi cabeza se haya
agrandado demasiado. Pero respecto a los zoántropos tienes razón, es por
eso que viven en las montañas. Cuando un hombre se vuelve animal, se
vuelve un animal peligroso, y a los animales así no se los puede tolerar en
lugares más colonizados, donde hay granjas y mucha gente. Por eso se los
expulsa a estas montañas, o los traen sus antiguos amigos, o alguien a quien
le pagan antes de descartar la capacidad del pensamiento humano. Como
todos los animales, claro, siguen pudiendo pensar un poco. Lo suficiente
para encontrar comida en el páramo, aunque cada invierno mueren muchos.
Lo suficiente para tirar piedras como los monos tiran nueces, e incluso para
buscar compañera, pues ya te digo que algunas son mujeres. Los hijos e
hijas rara vez viven mucho, y supongo que por suerte, porque nacen
exactamente como naciste tú, y también yo: con la carga del pensamiento.
Cuando terminamos de hablar, aquella carga me pesaba enormemente;
tanto, en verdad, que por primera vez comprendí realmente que para otros
pudiera ser una maldición tan grande como para mí la memoria.
Nunca he sido muy sensible a la belleza, pero la del cielo y la de la
ladera eran tales que parecían colorear mis meditaciones, y tuve la
sensación de que podía comprender cosas casi incomprensibles. Cuando el
maestro Malrubius se me había aparecido tras la primera representación de
la obra del doctor Talos —algo que entonces no pude entender y aún no
entiendo hoy, aunque cada vez estoy más seguro, y no menos, de que
ocurrió—, me había hablado de la circularidad del gobierno, aunque el
gobierno era algo que no me concernía. Ahora se me ocurrió que la propia
voluntad estaba gobernada, si no por la razón, al menos por cosas situadas
encima o debajo de ella. No obstante, era muy difícil decir de qué lado de la
razón estaban esas cosas. El instinto, sin duda, estaba debajo; pero ¿no
podía estar arriba, también? Si el alzabo había atacado a los zoántropos, era
porque el instinto le había ordenado preservar su presa frente a otros; Becan
lo había hecho por instinto de preservar a su mujer y su hijo. Ambos habían
llevado a cabo la misma acción, y de hecho en el mismo cuerpo. ¿El
instinto superior y el inferior habían unido las manos a espaldas de la
razón? ¿O detrás de toda razón no hay más que un instinto, y la razón ve
una mano a cada lado?
Pero ¿es realmente instinto ese «apego a la persona del monarca» que
según sugirió el maestro Malrubius era la forma de gobierno a la vez más
alta y más baja? Pues está claro que el instinto no puede haber surgido de la
nada: indudablemente, los halcones que planeaban sobre nuestras cabezas
habían construido sus nidos por instinto; pero tiene que haber habido un
tiempo en que no se construían nidos, y el primer halcón que hizo uno no
pudo heredar el instinto de sus padres, puesto que ellos no lo tenían.
Tampoco es posible que ese instinto se haya desarrollado lentamente, y que
mil generaciones de halcones buscaran un palito hasta que algún halcón
buscó dos; pues ni un palito ni dos sirven gran cosa al halcón que está
haciendo un nido. Quizá lo que estuvo antes que el instinto fue un principio
de gobierno de la voluntad, a la vez superior e inferior. Quizá no. Las aves
que giraban allá arriba trazaban sus jeroglíficos en el aire, pero a mí no me
era dado leerlos.

A medida que nos acercábamos a la garganta que unía la montaña con


aquélla todavía más encumbrada que he descrito, parecíamos movernos por
el rostro de Urth trazando una línea del polo al ecuador; y por cierto, la
superficie sobre la cual avanzábamos como hormigas podría haber sido el
propio globo vuelto del revés. A lo lejos, atrás y adelante, se cernían los
anchos, resplandecientes campos de nieve. Abajo de éstos se extendían
faldas pedregosas como la costa del mar del sur, cercado de hielo. Más
abajo había altos prados de hierba dura, moteada ahora de flores silvestres;
yo recordaba bien aquellos sobre los cuales había pasado la víspera, y en el
pecho de la montaña de adelante, bajo la bruma azul que la envolvía, había
una banda como un pastizal verde; debajo de ella los pinos tenían un brillo
tan oscuro que parecían negros.
La garganta hacia la que bajábamos era muy diferente, una extensión de
bosque de montaña donde unos duros árboles de hojas lustrosas y
trescientos codos de altura alzaban unas enfermas cabezas hacia el sol
agonizante. Los hermanos muertos permanecían erguidos, sostenidos por
los vivos y envueltos en ondulantes sábanas de lianas. Cerca del arroyuelo
donde nos detuvimos a pernoctar, la vegetación ya había perdido casi toda
su delicadeza de montaña y empezaba a adquirir algo de la exuberancia de
las tierras bajas; y ahora que estábamos suficientemente cerca de la
garganta para verla con claridad, y que la necesidad de caminar y trepar no
le monopolizaba la atención, el niño la señaló y preguntó si íbamos a bajar
por allí.
—Mañana —dije—. Pronto va a oscurecer, y prefiero que atravesemos
esa selva de día.
Ante la palabra selva se le dilataron los ojos:
—¿Es peligrosa?
—Realmente no lo sé. Por lo que oí en Thrax, los insectos no son ni con
mucho tan malos como en lugares más bajos, y no es probable que nos
encontremos con vampiros… Una vez, a un amigo mío lo mordió un
vampiro, y no es muy agradable. Pero los que sí viven allí son los grandes
monos, y habrá pumas y otras cosas.
—Y lobos.
—Y lobos, claro. Sólo que lobos hay también en partes más altas. Tan
altas como donde estaba tu casa, y más aún.
Apenas mencioné su antiguo hogar me arrepentí, porque con la palabra
desapareció algo de la alegría de vivir que había empezado a volverle a la
cara. Por un rato pareció perderse en algún pensamiento. Luego dijo:
—Cuando esos hombres…
—Los zoántropos.
Asintió:
—Cuando los zoántropos atacaron a mamá, ¿viniste lo más rápido que
podías?
—Sí —dije—. Fui lo más rápido que pude. —Era verdad, al menos en
cierto sentido, pero de todos modos me dolió decirlo.
—Bien —dijo él. Yo le había desplegado una manta, y ahora se echó
sobre ella. Se la doblé por encima—. Las estrellas se han vuelto más
brillantes, ¿no es así? Cuando el sol se va brillan más.
Me eché al lado de él mirando hacia arriba.
—En realidad no se va. Eso es lo que nos parece, porque Urth vuelve la
cara. Si tú no me miras, yo no dejo de estar por más que no me veas.
—Si el sol sigue estando, ¿por qué las estrellas brillan más?
La voz del niño me decía que estaba contento por ser capaz de
argumentar, y yo también estaba contento; de repente comprendí por qué el
maestro Palaemon había disfrutado conversando conmigo cuando yo era
niño.
—La llama de una vela —dije— es casi invisible a plena luz del sol, y
del mismo modo parece que se apagaran las estrellas, que en realidad
también son soles. Por cuadros pintados en la antigüedad, cuando nuestro
sol era más brillante, parece ser que las estrellas no se veían hasta el
crepúsculo. Las viejas leyendas (en la alforja tengo un libro que cuenta
muchas) están llenas de seres mágicos que se desvanecen muy despacio y
de la misma forma vuelven a aparecer. No hay duda de que esas historias se
basan en cómo se veían entonces las estrellas.
El niño alzó un dedo:
—Allí está la hidra.
—Pienso que tienes razón —dije—. ¿Conoces alguna otra?
Me mostró la cruz y el gran toro, y yo señalé mi anfisbena, y varias
más.
—Y allí está el lobo, arriba del unicornio. También hay un lobito, pero
no puedo encontrarlo.
Lo descubrimos juntos, cerca del horizonte.
—Son como nosotros, ¿no? El lobo grande y el lobo chico. Nosotros
somos Severian grande y Severian chico.
Estuve de acuerdo, y él contempló largo rato las estrellas, masticando el
trozo de carne seca que le había dado. Luego dijo:
—¿Dónde está el libro con historias?
Se lo mostré.
—Severa y yo también teníamos un libro, y a veces mamá nos leía
historias.
—Era tu hermana, ¿no?
Severian asintió.
—Éramos gemelos. Severian grande, ¿alguna vez tuviste una hermana?
—No lo sé. Toda mi familia está muerta. Murieron cuando yo no era
más que un bebé. ¿Qué clase de historia te gustaría?
Me pidió ver el libro y se lo di. Después de haber pasado unas páginas
me lo devolvió:
—No es como el nuestro.
—Ya me parecía.
—Mira si puedes encontrar una historia con un niño que tiene un amigo
grande, y una gemela. Tendría que haber lobos.
Me esforcé todo lo posible, y leí rápido para adelantarme a la luz
menguante.
XIX

El cuento del niño llamado Rana

Parte I
Estío Temprano y su hijo

En la cima de una montaña allende las costas de Urth vivía una vez una
mujer encantadora llamada Estío Temprano. Era la reina de aquel país, pero
su rey era un hombre fuerte e implacable, y porque ella tenía celos de él
también él tenía celos de ella, y mataba a cualquier hombre que le pareciese
un posible rival.
Un día Estío Temprano se paseaba por el jardín cuando vio un capullo
hermosísimo de una especie que desconocía totalmente. Era más rojo que
todas las rosas y de perfume más dulce, pero con un fuerte tallo sin espinas
y liso como el marfil. Lo arrancó y lo llevó a un lugar retirado, y al
reclinarse a contemplarlo, empezó a parecerle que no era ningún capullo
sino el amante que anhelaba desde hacía mucho tiempo, poderoso y sin
embargo tierno como un beso. Parte de los jugos de la planta la penetraron
y ella concibió. No obstante, le dijo al rey que el niño era de él y, puesto
que estaba bien custodiada, él le creyó.
Fue varón, y por deseo de la madre lo llamaron Viento Primaveral.
Cuando nació, todos aquéllos que estudiaban los astros se reunieron a
hacerle el horóscopo, no sólo los que vivían en la cumbre de la montaña
sino muchos de los más grandes magos de Urth. Largamente se afanaron
sobre sus cartas, y nueve veces se reunieron en cónclave solemne. Y al fin
anunciaron que Viento Primaveral sería irresistible en el combate, y que
ningún hijo suyo moriría sin haber alcanzado el crecimiento pleno. Estas
profecías complacieron mucho al rey.
A medida que Viento Primaveral crecía, su madre advirtió con secreto
placer que lo que más lo deleitaba eran los campos y las flores y los frutos.
Bajo su mano prosperaba todo lo verde, y era la podadera lo que deseaba
empuñar, no la espada. Pero, cuando se hubo hecho joven, llegó la guerra, y
recogió la lanza y el escudo.
Porque era de conducta tranquila y obediente al rey (a quien creía su
padre, y quien se creía padre de él), muchos supusieron que la profecía
resultaría falsa. No fue así. En el calor de la batalla luchó con sangre fría,
bien pensada la audacia y sobria la cautela; no había general más pródigo
que él en estratagemas y ardides, ni oficial más atento a todos los deberes.
Los soldados que él guiaba contra los enemigos del rey eran adiestrados
hasta que parecían hombres de bronce avivados con fuego, y la lealtad que
le profesaban era tal que lo habrían seguido hasta el Mundo de las Sombras,
el territorio más distante del sol. Entonces los hombres dijeron que era el
viento primaveral el que derribaba las torres, y el viento primaveral el que
enviaba los barcos a pique, aunque lo que Estío Temprano había pretendido
no era eso.
Sucedía que a menudo los azares de la guerra llevaban a Viento
Primaveral a Urth, y allí llegó a tener noticia de dos hermanos que eran
reyes. El mayor de ellos tenía varios hijos, pero el menor solamente una
hija, una muchacha llamada Pájaro del Bosque. Cuando esta muchacha se
hizo mujer, mataron a su padre; y el tío, para que nunca engendrara hijos
que reclamasen el reino de su abuelo, introdujo el nombre de Pájaro del
Bosque en el protocolo de las sacerdotisas vírgenes. Esto disgustó a Viento
Primaveral, porque la princesa era hermosa y su padre había sido amigo de
él. Un día ocurrió que, habiendo entrado solo en el mundo de Urth, vio a
Pájaro del Bosque dormida junto a un arroyo, y la despertó con sus besos.
De la unión nacieron gemelos pero, aunque las sacerdotisas de la orden
habían ayudado a Pájaro del Bosque a ocultar la gestación a los ojos de su
tío, el rey, no pudieron esconder los bebés. Antes de que Pájaro del Bosque
alcanzase siquiera a verlos, las sacerdotisas los pusieron en una
bamboleante cesta forrada de edredones de plumas y los llevaron a la orilla
del mismo arroyo donde Viento Primaveral había sorprendido a su amada, y
después de echar la cesta al agua se alejaron.

Parte II
De cómo Rana encontró una nueva madre

Lejos navegó aquella cesta, sobre aguas frescas y sal. Otros niños habrían
muerto, pero los hijos de Viento Primaveral no podían morir, porque aún no
habían crecido. Los acorazados monstruos del agua chapoteaban en torno a
la cesta y los monos arrojaban en ella palos y cocos, pero la cesta siguió
siempre a la deriva hasta que al fin llegó a una ribera donde dos hermanas
pobres estaban lavando ropa. Al verla, las buenas mujeres se echaron a
gritar, y como los gritos no servían de nada, se enrollaron las faldas en los
cinturones y vadearon el río y llevaron la cesta a la orilla.
Puesto que las hermanas habían encontrado los niños en el agua, los
llamaron Pez y Rana, y cuando se los mostraron a sus maridos, y se vio que
eran niños de fuerza y hermosura notables, cada hermana eligió uno. La
hermana que eligió a Pez era mujer de un pastor, y el marido de la hermana
que eligió a Rana era leñador.
Esta hermana cuidó con abnegación a Rana y lo amamantó en su propio
pecho, pues se daba el caso de que acababa de perder un hijo suyo. Cuando
el marido iba a cortar leña a los bosques, ella cargaba el niño envuelto en un
chal, y es así que los urdidores de la tradición dicen que era la más fuerte de
las mujeres, pues llevaba un imperio sobre la espalda.
Transcurrió un año, al cabo del cual Rana había aprendido a estar de pie
y dar algunos pasos. Una noche el leñador y su mujer estaban sentados ante
su pequeña fogata en un claro de los bosques; y, mientras la mujer del
leñador preparaba la cena, Rana se acercó desnudo al fuego y estuvo
calentándose ante las llamas. Entonces el leñador, que era un hombre rudo y
benévolo, le preguntó al pequeño: «¿Te gusta?»; y, aunque hasta entonces
nunca había hablado, Rana asintió con la cabeza y dijo: «Flor roja». En ese
momento, se dice, Estío Temprano se agitó en su cama de la montaña
allende las costas de Urth.
El leñador y su mujer se quedaron perplejos, pero no tuvieron tiempo de
decirse uno a otro qué había ocurrido, ni de intentar persuadir a Rana de que
hablara otra vez, y ni siquiera de ensayar lo que le dirían al pastor y su
mujer cuando al día siguiente se encontraran con ellos. Pues en eso llegó al
claro un ruido horrible; dicen los que lo han escuchado que es el ruido más
pavoroso del mundo de Urth. Tan pocos de quienes lo oyeron han
sobrevivido, que no tiene nombre, aunque se parece un poco al zumbido de
las abejas, y un poco al sonido que harían los gatos si los gatos fuesen más
grandes que las vacas, y algo al primer ruido que aprenden a hacer los
lanzavoces, un ronroneo gutural que parece provenir de todas partes a la
vez. Era la canción que canta el esmilodonte cuando se ha acercado con
sigilo a su presa, la canción de la que incluso los mastodontes se asustan
tanto que huyen por donde no deben y son apuñalados por detrás.
Sin duda el Pancreador conoce todos los misterios. Él pronunció la larga
palabra que es nuestro universo, y suceden pocas cosas que no sean parte de
esa palabra. Por voluntad suya, entonces, no lejos del fuego se alzaba un
otero, donde en días muy antiguos había habido una gran tumba; y aunque
el pobre leñador y su mujer no lo sabían, allí habían hecho su guarida dos
lobos: una casa baja de techo y gruesa de paredes, con galerías iluminadas
por lámparas verdes que bajaban por entre túmulos en ruinas y urnas rotas;
es decir, lo que a los lobos les encanta. Allí estaba el lobo chupando el
húmero de un corifodonte, y la loba, su esposa, con los cachorros contra los
pechos.
Oyeron cerca la canción del esmilodonte y maldijeron en el Idioma
Gris, como maldicen los lobos, porque ninguna bestia legítima caza cerca
de la guarida de otra de especie cazadora, y los lobos se llevan bien con la
luna.
Terminada la maldición, la loba dijo:
—¿Qué bestia será ésa que el Carnicero, el estúpido asesino de caballos
de río, ha encontrado, cuando tú, oh esposo mío, que olfateas las lagartijas
que retozan en las rocas de las montañas que suben allende Urth, te has
conformado con morder un palo reseco?
—Yo no devoro carroña —contestó tajante el lobo—. Ni arranco
lombrices de la hierba matutina, ni cazo ranas en los bajíos.
—Tampoco el Carnicero canta para ellos —dijo la mujer.
Entonces el lobo alzó la cabeza y olisqueó el aire.
—Acecha al hijo de Mesquia y a la hija de Mesquiana, y sabes que de
esa carne nunca sale nada bueno.
La loba tuvo que asentir, porque sabía que, entre todas las criaturas
vivientes, los hijos de Mesquia son los únicos que matan a todos cuando es
asesinado uno de los suyos. Es por eso que el Pancreador les dio Urth, y
ellos rechazaron la dádiva.
Acabada su canción, el Carnicero rugió como para hacer temblar las
hojas de los árboles; luego gimió, porque las maldiciones de los lobos son
maldiciones fuertes mientras brilla la luna.
—¿Cómo es que se queja? —preguntó la loba, que estaba lamiéndole la
cara a una de sus hijas.
El lobo volvió a olisquear.
—¡Carne quemada! Se ha metido en el fuego. —Se rieron los dos como
ríen los lobos, en silencio, mostrando los dientes; tenían las orejas erguidas
como tiendas en el desierto, porque escuchaban cómo el Carnicero
tropezaba entre las ascuas buscando a su presa.
Sucedió que la puerta de la guarida de los lobos estaba abierta, pues
cuando cualquiera de los mayores se encontraba en casa no les importaba
quién entrase, y pocos de los que pasaban volvían a salir. El umbral, que
había estado pleno de luz de luna (pues la luna siempre es bienvenida en las
casas de los lobos) se oscureció. En él había un chico, un poco asustado,
acaso, de la oscuridad, pero husmeando el olor fuerte de la leche. El lobo
gruñó, pero la loba dijo con su voz más maternal:
—Entra, hijito de Mesquia. Aquí podrás beber, y estar limpio y caliente.
Aquí tienes los compañeros de juegos de ojos brillantes y pies rápidos, los
mejores del mundo.
Al oír aquello el niño entró, y la loba apartó a sus cachorros ahítos de
leche y se lo puso contra el pecho.
—¿De qué sirve una criatura así? —dijo el lobo.
La loba se rio.
—¿Y lo preguntas tú, que puedes chupar un hueso de la cacería de la
luna pasada? ¿Te acuerdas de cuando estalló la guerra por aquí y el ejército
del príncipe Viento Primaveral arrasó la tierra? En ese tiempo no nos acosó
ninguno de los hijos de Mesquia, porque se acosaban entre ellos. Después
de las batallas salimos, tú y yo y todo el Senado de los Lobos, y hasta el
Carnicero, y El Que Ríe, y el Asesino Negro, y nos movimos entre los
muertos y los moribundos eligiendo lo que queríamos.
—Es verdad —dijo el lobo—. El príncipe Viento Primaveral hizo
grandes cosas por nosotros. Pero ese cachorro de Mesquia no es él.
La loba se limitó a sonreír y dijo:
—Le huelo el humo de la batalla en el pelaje de la cabeza y en la piel.
—Era el humo de la Flor Roja—. Tú y yo seremos polvo cuando de la
puerta de la muralla parta la primera columna, pero esa columna engendrará
mil más que alimentarán a nuestros hijos y sus hijos, y a los hijos de sus
hijos.
El lobo asintió, porque sabía que la loba era más sabia que él, y que así
como él olía cosas que estaban más allá de las costas de Urth, ella veía los
días allende las lluvias del año siguiente.
—Lo llamaré Rana —dijo la loba—. Porque es cierto que el Carnicero
cazaba ranas, como tú dijiste, oh esposo mío. —Creía haber dicho aquello
para halagar al lobo, que tan prestamente había consentido; pero lo cierto
era que en Rana corría sangre de los de la cumbre de más allá de Urth, y los
nombres de los que llevan esa sangre no pueden esconderse mucho tiempo.
Fuera resonó una risa salvaje. Era la voz de El Que Ríe, que exclamaba:
—¡Está allí, Señor! ¡Allí, allí, allí! ¡Aquí, aquí, aquí está el rastro!
¡Entró por allí, por esa puerta!
—Ya ves —comentó el lobo— lo que se consigue nombrando al diablo.
Nombrar es llamar. Así es la ley. —Y sacó la espada y acarició el filo.
El umbral volvió a oscurecerse. Era un umbral angosto, pues sólo los
necios y los templos tienen umbrales anchos, y los lobos no son necios;
Rana había ocupado la mayor parte. Ahora el Carnicero lo ocupaba todo,
volviendo los hombros para poder meterlos y agachando la enorme cabeza.
Como el muro era muy grueso, el umbral parecía un pasadizo.
—¿Qué buscas? —preguntó el lobo, y lamió el plano de la espada.
—Lo que es mío, y sólo eso —dijo el Carnicero. Los esmilodontes
luchan con un puñal curvo en cada mano, y éste era mucho más grande que
el lobo, pero no quería enzarzarse en una batalla en ese lugar cerrado.
—Nunca fue tuyo —dijo la loba. Dejando a Rana en el suelo, se acercó
tanto al Carnicero que éste podría haberla golpeado si se hubiera atrevido.
Los ojos de la loba lanzaban destellos de fuego—. Cazabas ilegalmente,
ibas tras una presa ilegal. Ahora ha bebido de mí y es lobo para siempre,
consagrado a la luna.
—He visto lobos muertos —dijo el Carnicero.
—Sí, y has comido carne de lobo, aunque diría yo que hasta para las
moscas era mala. Tal vez comas la mía, si un árbol me cae encima.
—Dices que es un lobo. Habrá que llevarlo ante el Senado. —El
Carnicero se relamió, pero con una lengua seca. A campo abierto se habría
enfrentado con el lobo, quizá; pero no tenía ganas de enfrentarse a la pareja,
y sabía que si cruzaba el umbral le arrebatarían a Rana y se retirarían a los
pasajes subterráneos entre los derruidos sillares de la tumba, donde muy
pronto tendría a la loba a sus espaldas.
—¿Y tú qué tienes que ver con el Senado de los Lobos? —preguntó la
loba.
—Tal vez tanto como él —dijo el Carnicero, y se fue a buscar carne más
fácil.

Parte III
El oro del Asesino Negro
El Senado de los Lobos se reúne bajo cada luna llena. Todos los que pueden
acuden, pues se supone que el que no lo hace es porque planea una traición,
ofreciéndose, acaso, a cuidar el rebaño de los hijos de Mesquia a cambio de
mendrugos. Si un lobo falta a dos Senados, al regresar ha de afrontar un
juicio, y si el Senado lo declara culpable muere a manos de las lobas.
Los cachorros también han de presentarse al Senado, para que cualquier
lobo adulto que lo desee pueda inspeccionarlos y comprobar que su padre
era un lobo de verdad. (A veces, por despecho, alguna loba trampea con un
perro, pero aunque los hijos de los perros suelen parecerse mucho a los
cachorros de lobo, siempre tienen en alguna parte una mancha blanca,
porque blanco era el color de Mesquia, quien recordaba la luz pura del
Pancreador; y sus hijos la siguen dejando como marca en todo lo que
tocan). Así pues, en luna llena la loba compareció ante el Senado de los
Lobos, y los cachorros jugaban a sus pies, y Rana —que parecía
ciertamente una rana cuando la luna atravesaba las ventanas y le teñía la
piel de verde— estaba junto a ella agarrado al pelaje de la falda. El
presidente de la Manada ocupaba el asiento más alto, y si lo sorprendía ver
comparecer ante el Senado a un hijo de Mesquia, sus orejas no lo
demostraban. Cantó:

¡Helos aquí, cinco son!


¡Hijos e hijas que vivos nacieron!
¡Si san falsos, decid cómo, oh, oh!
¡Si vais a hablar, hablad ahora, ah, ah!

Cuando se presentan los lobeznos ante el Senado, si son desafiados los


padres no pueden defenderlos; pero en cualquier otra ocasión, todo intento
de hacerles daño se considera asesinato.
—¡Hablad AHORA, AH AH! —Los muros devolvieron el eco, así que
en las cabañas del valle los hijos de Mesquia trancaron las puertas, y las
hijas de Mesquiana abrazaron a sus propios hijos.
Entonces el Carnicero, que había estado esperando detrás del último
lobo, se adelantó.
—¿Por qué os demoráis? —les dijo—. Yo no soy listo; tengo demasiada
fuerza para serlo, como bien comprenderéis. Pero ahora hay aquí cuatro
lobeznos, y un quinto que no es un lobezno sino mi presa.
A esto el lobo preguntó:
—¿Qué derecho tiene él de hablar aquí? Está claro que él no es un lobo.
Una docena de voces respondieron:
—Cualquiera puede hablar, si su testimonio lo pide un lobo. ¡Habla,
Carnicero!
Entonces la loba aflojó la espada en la vaina y se preparó para el último
combate si era eso lo que se presentaba. Parecía un demonio, con la cara
enjuta y los ojos refulgentes, pues a menudo un ángel no es sino un
demonio que se interpone entre nosotros y nuestro enemigo.
—Decís que no soy lobo —continuó el Carnicero—. Y decís bien.
Sabemos cómo huele un lobo, y conocemos su aspecto y el ruido que hace.
Esa loba ha tomado como cachorro a este hijo de Mesquia, pero todos
sabemos que ningún cachorro se vuelve lobo porque tenga a una loba por
madre.
El lobo gritó:
—¡Es lobo todo aquel cuyos padres sean lobos! ¡Yo tomo por hijo a este
cachorro!
Esto provocó risas. Cuando se apagaron, una voz extraña siguió riendo.
Era El Que Ríe, que había ido a asesorar al Carnicero ante el Senado de los
Lobos.
—¡Eso lo han dicho muchos, jo, jo! ¡Pero sus cachorros han alimentado
a la Manada! —exclamó.
El Carnicero dijo entonces:
—Los mataron por el pelaje blanco. La piel está debajo del pelaje.
¿Cómo es posible que éste viva? ¡Dádmelo a mí!
—Han de hablar dos —anunció el presidente—. Es lo que exige la ley.
¿Quién habla en favor de este cachorro? Es un hijo de Mesquia, pero ¿es
lobo también? Han de defenderlo dos que no sean sus padres.
Entonces se levantó el Desnudo, a quien se considera miembro del
Senado porque instruye a los lobos jóvenes.
—Nunca he instruido a ningún hijo de Mesquia —dijo—. Puede que me
sirva para aprender algo. Lo defenderé.
—Otro —dijo el presidente—. Tiene que hablar uno más.
Sólo hubo silencio. Entonces, desde el fondo de la sala, avanzó a largos
pasos el Asesino Negro. Al Asesino Negro le teme todo el mundo porque,
aunque lleva una capa suave como la piel del lobezno más joven, los ojos le
arden en la noche.
—Aquí ya han hablado dos que no son lobos. ¿No puedo hablar yo
también? Tengo oro. —Mostró una bolsa.
—¡Habla! ¡Habla! Mamaron cien voces.
—La ley también dice que se puede comprar la vida de un cachorro —
dijo el Asesino Negro, y se volcó el oro en la mano, y así rescató un
imperio.

Parte IV
Pez en el surco

Si se contaran todas las aventuras de Rana —cómo vivió entre los lobos, y
aprendió a cazar y luchar—, llenarían muchos libros. Pero los que llevan la
sangre del pueblo de la cumbre de más allá de Urth siempre acaban por
sentir su llamada; y llegó el día en que Rana llevó fuego al Senado de los
Lobos y dijo:
—He aquí la Flor Roja. En su nombre yo gobierno.
Y como nadie se le oponía condujo a los lobos y los llamó pueblo de su
reino, y pronto acudieron a él tanto hombres como lobos, y aunque apenas
era un muchacho, siempre parecía más alto que los hombres que lo
rodeaban, porque llevaba la sangre de Estío Temprano.
Una noche en que se abrían las rosas silvestres, ella acudió a él en un
sueño y le habló de la madre, Pájaro del Bosque, y del padre y del tío, y del
hermano. Él encontró al hermano, que se había hecho pastor, y con los
lobos y Asesino Negro y muchos hombres fueron a ver al rey y le exigieron
su herencia. El rey era viejo y sus hijos habían muerto sin hijos, y les dio la
herencia, y Pez tomó de ella la ciudad y las tierras de cultivo, y Rana las
colinas salvajes.
Pero el número de hombres que lo seguían fue creciendo. Robaron
mujeres de otros pueblos, y engendraron hijos, y cuando los lobos ya no
hicieron falta, volvieron a los páramos, Rana juzgó que su gente debía tener
una ciudad donde morar, con murallas que la protegieran cuando los
hombres estuviesen en guerra. Fue a los rebaños de Pez y tomó una vaca
blanca y un toro blanco y los unció aun arado, y con ellos aró un surco que
marcaba dónde se alzaría el muro. Pez fue a pedir que le devolvieran los
animales en momentos en que el pueblo se preparaba para la construcción.
Cuando el pueblo de Rana le enseñó el surco y le dijo que eso iba a ser su
muro, se rio y lo cruzó de un salto; y ellos, sabiendo que las cosas pequeñas
que son ridiculizadas no crecen nunca, lo mataron. Pero entonces ya era un
hombre pleno, de modo que la profecía hecha al nacimiento de Viento
Primaveral se había cumplido.
Cuando Rana vio muerto a Pez, lo enterró en el surco para garantizar la
fertilidad de la tierra. Pues así lo había instruido el Desnudo, a quien
también llamaban el Salvaje, o Squanto.
XX

El círculo de los hechiceros

Con la primera luz del día entramos en la selva de la montaña como se entra
en una casa. Detrás de nosotros el sol jugaba con la hierba y los arbustos y
las piedras; atravesamos una intrincada cortina de enredaderas tan espesa
que tuve que cortarla con la espada y ante nosotros no vi más que sombra y
troncos altos como torres. Dentro no zumbaba un insecto ni gorjeaba un
pájaro. No soplaba ningún viento. Al principio el suelo desnudo que
pisábamos era casi tan rocoso como el de las laderas, pero no habíamos
andado una legua cuando se hizo más blando, y al fin llegamos a una breve
escalera que seguramente había sido tallada con una pala.
—Mira —dijo el niño, y señaló algo rojo, de forma extraña, que había
en el escalón más alto.
Me detuve a mirarlo. Era una cabeza de gallo con los ojos perforados
por agujas de un metal oscuro y con una tira de pellejo de serpiente en el
pico.
—¿Qué es? —Al niño se le habían agrandado los ojos.
—Supongo que un conjuro.
—¿Y lo dejó una bruja? ¿Qué quiere decir?
Intenté recordar lo poco que sabía del falso arte. De pequeña, Thecla
había sido cuidada por una niñera que hacía y deshacía nudos para
apresurar los nacimientos y afirmaba que a medianoche veía la cara del
futuro esposo de Thecla (me pregunto si era la mía) reflejada en una
bandeja donde se había servido pastel de bodas.
—El gallo —le dije al niño— es el heraldo del día, y en un sentido
mágico puede decirse que cantando al amanecer trae el sol. Quizá lo hayan
cegado para que no sepa cuándo amanece. El cambio de piel de la serpiente
significa purificación o rejuvenecimiento. El gallo ciego se queda con la
piel vieja.
—Pero ¿qué quiere decir? —volvió a preguntar el niño.
Le dije que no sabía. En el fondo yo estaba seguro de que era un
conjuro contra el advenimiento del Sol Nuevo, y en cierta manera me dolió
descubrir que alguien pudiera oponerse a esa renovación, que en mi
infancia yo había esperado tan fervientemente, pero en la cual apenas creía.
Al mismo tiempo era consciente de que tenía conmigo la Garra. Si la Garra
llegaba a caer en manos de los enemigos del Sol Nuevo, seguramente la
destruirían.
Menos de cien pasos más adelante había bandas de tela roja colgadas de
los árboles; algunas eran lisas, pero otras llevaban escritos unos caracteres
que no entendí, o, que quizás eran esos símbolos e ideogramas utilizados
por quienes saben menos de lo que pretenden para imitar la escritura de los
astrónomos.
—Será mejor que retrocedamos —dije—. O que demos un rodeo.
Apenas lo había dicho cuando oí un susurro a mis espaldas. Por un
momento pensé realmente que las figuras que habían salido al sendero eran
demonios, de ojos enormes y rayados de negro, blanco y rojo; luego me di
cuenta de que sólo eran hombres desnudos con el cuerpo pintado. Tenían en
las manos garras de hierro, que levantaron para mostrarme. Desenvainé
Terminus Est.
—No te obstruiremos el paso —dijo uno—. Ve. Márchate, si quieres. —
Me pareció que bajo la pintura tenía la piel pálida y el pelo rubio de los del
sur.
—No sería juicioso hacerlo. Antes de que pudierais tocarme os mataría
a los dos con esta larga hoja.
—Vete, pues —me dijo el rubio—. Si no te opones a dejarnos al niño.
Miré alrededor buscando a Severian. No sabía cómo, pero había
desaparecido.
—Sin embargo, si deseas que te lo devuelvan, dame tu espada y vendrás
con nosotros. —Sin atisbo alguno de miedo, el hombre pintado se me
acercó y tendió las manos. Entre los dedos se le veían las garras de acero,
sujetas a una fina barra de hierro que sostenía en la palma—. No volveré a
pedírtelo —dijo.
Envainé la espada, luego me quité la correa que sostenía la vaina y le
entregué todo.
Cerró los ojos. Tenía los párpados pintados de motas oscuras ribeteadas
de blanco, como las marcas de ciertas orugas que querrían que los pájaros
las tomaran por serpientes.
—Esto ha bebido mucha sangre. Sí —dije.
Los ojos se le abrieron de nuevo, y me miró sin parpadear. El rostro
pintado —igual que el del otro, que estaba inmediatamente detrás— era tan
inexpresivo como una máscara.
—Una espada recién forjada tendría poco poder aquí, pero ésta podría
hacer daño.
—Confío en que me sea devuelta cuando mi hijo y yo partamos. ¿Qué
habéis hecho con él?
No hubo respuesta. Pasando uno a cada lado mío, tomaron por el
sendero en la dirección en que habíamos andado el niño y yo. Al cabo de un
momento los seguí.

Podría llamar aldea el lugar adonde me llevaron, pero no era una aldea en el
sentido corriente, no como Saltus, ni un lugar como los racimos de chozas
de autóctonos que a veces se llaman aldeas. Aquí los árboles eran más
grandes y estaban más separados de lo que yo había visto nunca en un
bosque, y el dosel de hojas formaba un techo impenetrable a varios cientos
de codos de altura. Tan grandes eran esos árboles, por cierto, que parecía
que hubiesen crecido durante eras completas; una escalera llevaba a la
puerta que había en un tronco, en el que se habían practicado ventanas.
Construida sobre las ramas de otro había una casa de varios pisos, y algo
como un gran nido de oropéndola colgaba de las ramas de un tercero.
Trampas abiertas indicaban que el suelo que pisábamos estaba socavado.
Me llevaron a una de esas trampas y me dijeron que bajara por una
precaria escalerilla que conducía a la oscuridad. Por un momento (no sé por
qué) temí que se internara demasiado en cavernas tan profundas como las
que había bajo la tenebrosa casa del tesoro en las tierras de los hombres-
mono. No fue así. Después de bajar lo que sin duda no era más de cuatro
veces mi altura y atravesar a gatas algo que parecía un ruinoso esterillado,
me encontré en una habitación subterránea.
Arriba habían cerrado el escotillón, dejando todo a oscuras. Exploré a
tientas el lugar y descubrí que medía unos tres pasos por cuatro. El suelo y
las paredes eran de tierra, y el techo de leños sin descortezar; no había
ninguna clase de mueble.
Nos habían apresado a eso de media mañana. Dentro de siete guardias
oscurecería. Podía ser que antes de entonces me viera conducido a la
presencia de alguien de autoridad. Si era así, haría lo posible por
convencerlo de que el niño y yo éramos inofensivos y debía dejarnos
marchar en paz. Si no, volvería a subir la escalera a ver si no podía romper
el escotillón. Me senté a esperar.
Estoy seguro de que no dormí; pero usé la facilidad que tengo para
convocar el tiempo pasado y así dejé ese lugar oscuro, al menos
espiritualmente. Estuve un rato mirando, como cuando era pequeño, los
animales de la necrópolis del otro lado del muro de la Ciudadela. Vi los
gansos parecidos a puntas de flecha contra el cielo, y las idas y venidas del
conejo y el zorro. Una vez más corrían para mí por la hierba, y con el
tiempo dejaban huellas en la nieve. Triskele aparecía muerto, o eso parecía,
entre los desechos detrás de la Torre del Oso; me acercaba a él, lo veía
temblar y levantar la cabeza para lamerme la mano. Me sentaba junto a
Thecla en su exigua celda, donde nos leíamos uno al otro en voz alta y nos
deteníamos a discutir lo que habíamos leído. «El mundo se está parando
como un reloj», decía ella. «El Increado ha muerto, ¿y quién lo recreará?
¿Quién podría?».
«Se supone que cuando muere el dueño de un reloj, éste se para».
«Supersticiones». Thecla me sacaba el libro de las manos para tenerlo
en las suyas, que eran de dedos largos y muy frías. «Cuando el dueño
muere, nadie pone más agua en el reloj. Muere, y las enfermeras miran el
cuadrante y anotan el momento. Más tarde lo encuentran parado, y el
momento es el mismo».
Yo le contestaba: «Dices que se para antes que el dueño; entonces, el
hecho de que el universo se esté parando no significa que el Increado esté
muerto; sólo significa que nunca existió».
«Es que está enfermo. Mira a tu alrededor. Fíjate en este lugar, y en las
torres que tienes encima. ¿Sabes que nunca lo has hecho, Severian?».
«Siempre se le puede decir a otro que vuelva a llenar el mecanismo»,
sugería yo, y luego, comprendiendo lo que había dicho, me ruborizaba.
Thecla se reía: «No te había visto así desde la primera vez que me quité
el vestido para ti. Te llevé las manos a mis pechos y te pusiste rojo como
una fresa. ¿Recuerdas? ¿Decirle a alguien que lo llene? ¿Qué se ha hecho
del joven ateo?».
Yo le apoyaba la mano en el muslo: «Está confundido, como aquella
vez, por la presencia de la divinidad».
«Entonces ¿no crees en mí? Pienso que tienes razón. Parece que soy el
sueño de todo joven torturador: una prisionera hermosa, todavía intacta, que
te llama para aplacar tu lujuria».
Intentando ser galante, yo decía: «Sueños como tú están más allá de mi
poder».
«Es evidente que no, pues estoy en tu poder en este mismo momento».
Había algo con nosotros en la celda. Examiné la puerta atrancada y la
lámpara de reflector plateado de Thecla, y luego todos los rincones. La
celda se fue oscureciendo, y Thecla e incluso yo nos desvanecimos con la
luz, pero no la cosa que se había entrometido en mi recuerdo.
—¿Quién eres y qué quieres de nosotros? —pregunté.
—Sabes muy bien quiénes somos, y nosotros sabemos quién eres tú. —
La voz era serena y, pienso, tal vez la más autoritaria que haya oído en mi
vida. Ni el mismo Autarca hablaba así.
—Y bien, ¿quién soy?
—Severian de Nessus, el lictor de Thrax.
—Soy Severian de Nessus —dije—. Pero ya no soy lictor de Thrax.
—De eso tendrías que convencernos.
Hubo un nuevo silencio, y al cabo de un tiempo entendí que mi
interrogador, antes que hacerme preguntas, me obligaría, si yo deseaba
recuperar la libertad, a explicarme ante él. Yo tenía muchas ganas de
echarle las manos encima —no podía estar a más de unos codos de
distancia—, pero sabía que muy probablemente estaba armado con las
garras de acero que me habían mostrado los guardianes de la senda.
También tenía ganas, y eso desde hacía un buen rato, de sacar la Garra de su
bolsa de cuero, aunque nada habría sido más tonto.
—El arconte de Thrax —dije— quería que matara a cierta mujer. En vez
de eso yo la liberé, y tuve que huir de la ciudad.
—Sorteando los puestos de guardia por arte de magia.
Yo siempre había estado convencido de que los hombres que se
proclamaban hacedores de prodigios eran impostores; ahora, algo en la voz
de mi interrogador sugería que aun mientras intentaban engañar a otros,
esos hombres podían engañarse a sí mismos. Había una nota burlona, pero
el objeto de la burla era yo, no la magia.
—Es posible —dije—. ¿Qué sabéis de mis poderes? —Que no bastan
para liberarte de este lugar.
—No he intentado liberarme, y sin embargo ya estuve en libertad.
Eso lo perturbó.
—No estuviste en libertad. ¡Trajiste simplemente el espíritu de esa
mujer!
Solté el aliento, procurando que el suspiro fuese inaudible. En la
antecámara de la Casa Absoluta, una vez que Thecla había desplazado mi
personalidad por un rato, una niña me había confundido con una mujer alta.
Ahora, al parecer, la Thecla recordada había estado hablando por mi boca.
—Pues entonces está claro que soy un nigromante —exclamé—, capaz
de invocar los espíritus de los muertos. Porque esa mujer está muerta.
—Nos dijiste que la habías dejado escapar.
—Era otra mujer, que sólo remotamente se parecía a aquélla. ¿Qué le
habéis hecho a mi hijo?
—Él no te llama padre.
—Vive de fantasías —dije.
No hubo respuesta. Al cabo de un rato me levanté y de nuevo pasé las
manos por las paredes de mi prisión subterránea; eran de tierra, como antes.
No había visto ninguna luz ni oído ningún ruido, pero me pareció que
habría sido posible cubrir la trampa con alguna estructura portátil que
excluyera la luz; y si estaba construido con habilidad, el escotillón podía
levantarse silenciosamente. Subí el primer peldaño de la escalera, que crujió
bajo mi peso.
Subí un peldaño más, y otro, y cada vez hubo un nuevo crujido. Intenté
subir el cuarto peldaño, y sentí el cuero cabelludo y los hombros perforados
como por puntas de dagas. Un hilo de sangre de la oreja derecha me resbaló
por el cuello.
Retrocedí al tercer peldaño y tanteé por encima de mi cabeza. Lo que al
entrar en la cámara subterránea me había parecido una estera raída era en
verdad una docena o más de astillas de bambú, incrustadas de algún modo
en las paredes del pozo con las puntas hacia abajo. Había bajado con
facilidad porque mi peso las había doblado; ahora me impedían el ascenso
como las púas de un arpón impiden que el pez se desprenda. Aferré una e
intenté quebrarla pero, aunque lo habría conseguido con las dos manos, con
una sola resultaba imposible. Disponiendo de luz y de tiempo habría podido
abrirme paso; podía procurarme luz, quizá, pero no me atreví a arriesgarme.
Salté de nuevo al suelo.
Otra vuelta por la habitación no me dijo más de lo que sabía; y sin
embargo parecía inconcebible que mi interrogador hubiera trepado la
escalerilla sin hacer ruido, aunque quizá poseía algún conocimiento especial
que le permitía pasar entre los bambúes. Anduve por el suelo a gatas, y no
me enteré de nada nuevo.
Traté de mover la escalera, pero estaba fija; de modo que empezando
por el rincón más cercano al pozo, salté para tocar la pared en el punto más
alto posible, y luego di medio paso al costado y volví a saltar. Cuando
llegué a un punto más o menos opuesto al lugar donde había estado sentado,
lo encontré: un agujero rectangular de alrededor de un codo de altura y dos
de ancho, con el borde inferior ligeramente por encima de mi cabeza. Mi
interrogador podía haberse descolgado de él en silencio, tal vez valiéndose
de una soga, y vuelto a subir del mismo modo; pero era más probable que
simplemente hubiese metido la cabeza y los hombros, para que la voz
sonara como si realmente estuviera conmigo en el lugar. Me aferré lo mejor
que pude al borde del agujero, di un salto y me encaramé.
XXI

El duelo de magia

La cámara contigua se parecía mucho a la que había sido mi prisión, aunque


tenía techo más alto. Estaba, por supuesto, totalmente oscura; pero ahora
que confiaba en que ya no me observaban, saqué la Garra de la bolsa y a su
luz, que aunque no brillante era suficiente, miré alrededor.
En vez de escalera, una puerta angosta daba acceso a lo que presumí era
una tercera estancia subterránea. Volviendo a ocultar la Garra, entré en ella,
pero me encontré en un túnel no más ancho que el vano de la puerta, que
dio vueltas y más vueltas antes de que yo hubiera recorrido seis zancadas.
Al principio supuse que era un pasaje deflector, que impedía que la luz
delatara la abertura en la pared de la cámara donde me habían confinado.
Pero no habrían hecho falta más de tres curvas. Las paredes parecían
combarse y dividirse; sin embargo, la oscuridad seguía siendo impenetrable.
Saqué la Garra una vez más.
Tal vez a causa del espacio reducido en que yo estaba, la habitación
pareció algo más luminosa; pero no había nada que ver que no me hubieran
dicho ya mis manos. Estaba solo, en un laberinto de paredes de barro y
techo de varas toscas (que mi cabeza casi tocaba); las ceñidas curvas
derrotaban rápidamente la luz.
Iba a esconder de nuevo la Garra cuando detecté un olor a la vez picante
y extraño. Mi nariz no es en absoluto tan sensible como la del lobo del
cuento; en todo caso creo tener un olfato más pobre que el de la mayoría de
la gente. Creí reconocer el olor, pero sólo unos instantes después lo
identifiqué como el que había sentido en la antecámara la mañana de
nuestra fuga, cuando regresé por Jorras después de hablar con la niña. Ella
había dicho que algo, un buscador no identificado, había estado husmeando
entre los prisioneros; y en el suelo y la pared donde yacía Jorras encontré
una sustancia viscosa.
Después de eso no volví a guardar la Garra en la bolsa; pero aunque
mientras vagaba por el laberinto me crucé varias veces con un rastro fétido,
no alcancé a ver la criatura que lo dejaba. Tras lo que habrá sido una
guardia o más de vagabundeo, llegué a una escalera que llevaba a una corta
abertura. El cuadrado de luz en que culminaba era a la vez cegador y
regocijante. Por un momento me solacé en él sin poner ni un pie en la
escalera. Parecía casi seguro que si trepaba volverían a capturarme en
seguida; y, no obstante, a esas alturas tenía tanta hambre y tanta sed que
apenas podía resistirme, y la idea de la cosa mala que me estaba siguiendo
—una de las mascotas de Hethor, sin duda— me impulsaba a subir como un
rayo.
Al fin trepé cautelosamente y saqué la cabeza por encima del suelo. No
estaba (como había supuesto) en la aldea; las vueltas del laberinto me
habían llevado más allá hasta una salida secreta. Los grandes árboles
silenciosos se alzaban aquí más juntos, y la luz que me había parecido tan
brillante era la filtrada sombra verde de las hojas. Noté que acababa de salir
de un agujero entre dos raíces, un lugar tan oscuro que podría haber estado
a un paso de él y no verlo. De haber podido, lo habría bloqueado con algún
peso para impedir o al menos demorar la salida de la criatura que me
perseguía; pero no había a mano ni una piedra ni otro objeto que sirviera a
ese propósito.
Mediante el viejo truco de estar atento a las pendientes del terreno y en
lo posible caminar siempre cuesta abajo, no tardé en descubrir un pequeño
arroyo. Arriba había un poco de cielo abierto, y en la medida en que pude
juzgar, habían transcurrido ocho o nueve guardias del día. Imaginando que
la aldea no estaría lejos de la fuente de agua limpia que había encontrado,
muy pronto di con ella. Embozado en mi capa fulígena y manteniéndome en
la sombra más profunda, la observé durante un rato. En cierto momento
cruzó el claro un hombre, no pintado como los dos que nos habían detenido
en el sendero. Tiempo después, otro salió de la choza colgante, fue hasta la
fuente, bebió y regresó a la choza.
Empezó a oscurecer, y la extraña aldea despertó. Una docena de
hombres salieron de la choza colgante y se pusieron a apilar leña en el
centro del claro. De la casa del árbol salieron otros tres, con túnicas y
bastones ahorquillados. Otros más, que debían de haber estado vigilando los
senderos de la selva, se desprendieron de las sombras poco antes de
encender el fuego y desplegaron una tela ante él.
Uno de los hombres de túnica se colocó de espaldas al fuego mientras
los otros dos se agachaban a sus pies; había en todos algo extraordinario,
pero pensé más en el porte de los exultantes que en el de los hieródulos que
había visto en los jardines de la Casa Absoluta: era la carga que confiere la
conciencia de la conducción, aun cuando separa al conductor de la
humanidad corriente. Frente a esos tres, hombres pintados y no pintados se
habían sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Oí el murmullo de las
voces y la palabra sonora del hombre erguido, pero estaba demasiado lejos
como para entender lo que decía. Un rato después los que estaban
agachados se levantaron. Uno se abrió la túnica como si fuera una tienda y
el hijo de Becan, que yo había hecho mío, dio un paso adelante. De la
misma forma el otro sacó Terminus Est y la desenvainó, mostrando a la
multitud la hoja brillante y el ópalo negro de la empuñadura. Luego se
incorporó uno de los pintados, dio unos pasos hacia mí (con lo que temí que
fuera a verme, aunque me había cubierto la cara con la máscara) y levantó
una puerta instalada en el suelo. Poco después salió por otra, más cerca del
fuego, y moviéndose con algo más de rapidez fue a informar a los de las
túnicas.
Poca duda cabía de lo que estaba diciendo. Me cuadré de hombros y
avancé hacia la luz del fuego.
—No estoy allí —dije—. Estoy aquí.
Muchas gargantas se quedaron sin aliento a la vez, y aunque yo supiese
que bien podía morir en seguida, me gustó oír ese sonido.
El hombre de túnica que ocupaba el centro dijo:
—Como ves, no puedes huir de nosotros. Estabas libre, pero te hemos
hecho volver. —Era la voz que me había interrogado en la celda
subterránea.
—Si te has adentrado lo bastante en El Camino —dije—, sabrás que
tienes sobre mí menos autoridad de lo que creerían los ignorantes. —No es
difícil imitar la forma de hablar de esa gente, porque es en sí una imitación
del lenguaje de los ascetas, y de sacerdotisas como las Peregrinas—. Me
robaste mi hijo, que también es hijo de La Bestia Que Habla, como ya
sabrás a estas alturas si lo has interrogado. Para obtener su devolución,
rendí mi espada a tus esclavos, y por un tiempo me sometí a ti yo mismo.
Ahora la recuperaré.
Hay en el hombro un punto que presionado firmemente con el pulgar
paraliza el brazo entero. Puse la mano en el hombro del hombre de túnica
que sostenía Terminus Est, y la dejó caer a mis pies. Con más presencia de
ánimo que la que yo hubiera concedido a un niño, Severian chico la levantó
y me la entregó. Blandiendo el bastón, la figura principal gritó:
—¡A las armas! —y sus seguidores se irguieron como un solo hombre.
Muchos tenían las garras que he descrito, y muchos de los otros sacaron
cuchillos.
Me sujeté Terminus Est al hombro en el sitio acostumbrado, y dije:
—Sin duda no supondrás que necesito usar esta vieja espada como
arma. Si alguien debería saber que tiene propiedades más excelsas, eres tú.
El hombre que había hecho salir a Severian chico se apresuró a
contestar:
—Así nos lo acaba de decir Abundantius.
El otro seguía frotándose el brazo entumecido. Miré al hombre del
centro, que era obviamente el mencionado. Tenía ojos inteligentes, y duros
como piedras.
—Abundantius es sabio —dije. Intentaba concebir alguna forma de
matarlo sin echarnos a los otros encima—. También conoce, me figuro, la
maldición que aflige a los que hieren la persona de un mago.
—Así pues eras mago —dijo Abundantius.
—¿Yo, que saqué la presa de las manos al arconte y atravesé invisible la
bruma de su ejército? Sí, así me han llamado alguna vez.
—Demuestra entonces que lo eres y te acogeremos como a un hermano.
Pero si fracasas en la prueba o la rehuyes…, somos muchos, y tú tienes una
sola espada.
—No fracasaré si la prueba es limpia —dije—. Aunque ni tú ni tus
seguidores tengáis autoridad para proponerla.
Era demasiado listo como para dejarse arrastrar a ese debate.
—Todos aquí conocen la prueba, excepto tú, y saben que es justa. Todos
cuantos ves a tu alrededor la han superado, o esperan hacerlo.

Me llevaron a una sala que no había visto, una construcción hecha casi
exclusivamente de troncos y escondida entre los árboles. Tenía una sola
entrada, y ninguna ventana. Cuando metieron antorchas, vi que en la única
cámara no había más que una alfombra de hierba tejida, tan larga y angosta
que casi parecía un pasillo.
Abundantius dijo:
—Aquí librarás el combate con Decumano. —Señaló al hombre cuyo
brazo yo había paralizado, y a quien quizá sorprendiera un tanto verse
escogido—. Junto al fuego tú lo superaste. Ahora él ha de superarte a ti, si
le es posible. Puedes sentarte aquí, más cerca de la puerta, para cerciorarte
de que no entremos a ayudarlo. Él se pondrá en el otro extremo. No debéis
acercaros, ni tocaros uno al otro como lo tocaste tú junto al fuego. Debéis
urdir vuestros hechizos, y por la mañana nosotros vendremos a ver quién se
ha impuesto.
Tomando a Severian chico de la mano, lo llevé hasta el fondo del oscuro
lugar.
—Me sentaré aquí —dije—. Confío plenamente en que no vendréis en
ayuda de Decumano, pero para vosotros no hay modo de saber si tengo
aliados en la selva. Me habéis ofrecido vuestra confianza, y yo os ofrezco la
mía.
—Sería mejor —dijo Abundantius— que dejaras el niño a nuestro
cuidado.
Sacudí la cabeza.
—He de tenerlo conmigo. Es mío, y al robármelo en el sendero, me
despojasteis de la mitad de mi poder. No volveré a separarme de él.
Al cabo de un momento Abundantius asintió.
—Como quieras. Sólo deseábamos que no le sucediera nada.
—Nada le sucederá —dije.
En las paredes había anillas de hierro, y cuatro de los hombres desnudos
colocaron antorchas antes de salir. Decumano se sentó cerca de la puerta
con las piernas cruzadas y el bastón sobre los muslos. Yo también me senté,
y acerqué al niño.
—Tengo miedo —dijo, y hundió la cara en mi capa.
—Y estás en tu derecho. Has pasado tres días muy malos.
Decumano había iniciado un cántico lento, rítmico.
—Severian chico, quiero que me cuentes qué te pasó en el sendero. Me
di vuelta y ya no estabas.
Requirió algunos consuelos y mimos, pero al fin los sollozos cesaron.
—Aparecieron… esos tres hombres de colores, con garras, y yo me
asusté y corrí.
—¿Eso es todo?
—Y luego vinieron otros tres hombres de colores y me agarraron, y me
hicieron entrar en un agujero que había en el suelo, y estaba oscuro. Y
luego me despertaron y me subieron, y estuve bajo la ropa de un hombre, y
luego viniste tú y me llevaste.
—¿Alguien te hizo preguntas?
—Un hombre, desde la sombra.
—Está bien. Severian chico, nunca vuelvas a escapar como hiciste en el
sendero, ¿comprendes? Hazlo solamente si ves que yo escapo. Si no
hubieras escapado cuando encontramos a los tres hombres de colores, no
estaríamos aquí.
El niño asintió.
—Decumano —dije en voz alta—. Decumano, ¿podemos hablar?
Decumano no me prestó atención, aunque quizá salmodió en voz más
alta. Con la cara levantada, parecía mirar los troncos del techo, pero tenía
los ojos cerrados.
—¿Qué hace? —preguntó el niño.
—Está urdiendo un encanto.
—¿Nos hará daño?
—No —dije—. Casi toda esta magia es un fraude… Como subirte por
un agujero para que pareciera que habías salido de la túnica del otro
hombre.
Pero mientras hablaba, yo era consciente de que había algo más.
Decumano estaba concentrando la mente en mí como pocas mentes pueden
concentrarse, y yo me sentía desnudo en algún lugar vivamente iluminado
que mil ojos observaban. Una de las antorchas parpadeó, chorreó y se
apagó. Al atenuarse la luz, la luminosidad que yo no podía ver pareció
avivarse.
Me puse de pie. Hay formas de matar que no dejan marca, y mientras
avanzaba las repasé mentalmente.
De inmediato brotaron picas de las paredes, de una ana de largo a cada
lado. No eran lanzas como las que usan los soldados, armas de energía
cuyas cabezas descargan relámpagos de fuego, sino simples varas de
madera con puntas de hierro, como las picas que yo había visto usar a los
aldeanos de Saltus. De cerca podían matar, sin embargo, y volví a sentarme.
—Creo que están fuera —dijo el niño—, mirándonos por las rendijas
entre los maderos.
—Sí, yo también me he dado cuenta.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó. Y, como yo no contestaba—:
¿Quiénes son, papá?
Era la primera vez que me llamaba así. Lo acerqué más a mí, y pareció
debilitar la red que Decumano me estaba tejiendo alrededor de la mente.
—Es sólo una sospecha, pero diría que esto es una academia de magos,
de esos devotos que practican lo que consideran artes secretas. Se supone
que tienen seguidores en todas partes, aunque yo lo dudo, y son muy
crueles. ¿Has oído hablar del Sol Nuevo, Severian chico? Dicen los profetas
que es el hombre que vendrá a hacer retroceder el hielo y enderezar el
mundo.
—Matará a Abaia —contestó el niño, sorprendiéndome.
—Sí, se supone que también hará eso, y muchas otras cosas. Se dice que
ya ha venido una vez, hace mucho. ¿Lo sabías?
El niño negó con la cabeza.
—Entonces su tarea fue forjar la paz entre la humanidad y el Increado, y
lo llamaron el Conciliador. Al irse dejó una reliquia famosa, una gema
llamada la Garra. —Mientras hablaba la toqué con la mano, y aunque no
aflojé los cordones de la bolsita de piel humana que la contenía, la palpé a
través de la suavidad del cuero. No bien la hube tocado, el invisible fulgor
que Decumano me había creado en la mente se redujo a casi nada. Ahora no
puedo explicar por qué durante tanto tiempo yo había supuesto que para que
la Garra surtiese efecto era necesario sacarla de su escondite. Aquella noche
supe que no era así, y me eché a reír.
Por un momento Decumano detuvo su canto, y se le abrieron los ojos.
Severian chico me aferró con más fuerza.
—¿Se te ha pasado el miedo?
—No —dije—. ¿Te diste cuenta de que estaba asustado?
Asintió, solemne.
—Lo que iba a decirte es que la existencia de esa reliquia parece haber
dado a algunos la idea de que el Conciliador utilizaba garras como armas. A
veces yo he dudado de que haya existido; pero si alguna vez vivió una
persona así, estoy seguro de que en gran medida usó las armas contra sí
mismo. ¿Comprendes lo que digo?
Dudo de que comprendiera, pero asintió.
—En el sendero encontramos un conjuro contra la llegada del Sol
Nuevo. Los tres hombres pintados, que según creo son los que han superado
esta prueba, usan garras de acero. Pienso que quieren ocultar el
advenimiento del Sol Nuevo para ocupar el sitio que le corresponde y
usurpar quizá sus poderes. Si…
Fuera, alguien gritó.
XXII

Las faldas de la montaña

Mi risa había desconcentrado a Decumano, al menos por un momento. Con


el grito de afuera no pasó lo mismo. Su red, que tanto se había arruinado al
tomar yo la Garra, estaba volviendo a anudarse, más lenta pero más
apretadamente.
Siempre es una tentación decir que los sentimientos de esta clase son
indescriptibles, aunque pocas veces lo sean. Sentí que colgaba desnudo
entre dos soles sensibles, y de algún modo discerní que eran los hemisferios
del cerebro de Decumano. Yo estaba bañado en luz, pero esa luz era una
incandescencia de hornos, devoradora y al mismo tiempo paralizante. Bajo
esa luz todo parecía indigno de esfuerzo; y yo, infinitamente despreciable y
pequeño.
Así es que, en cierto sentido, también mi concentración permaneció
intacta. No obstante, tenía conciencia, aunque de un modo vago, de que el
grito quizá me señalaba una oportunidad. Mucho más tarde de lo
conveniente, después de haber respirado tal vez una docena de veces, me
puse en pie tambaleándome.
Por la puerta estaba entrando algo. Mi primer pensamiento, por absurdo
que suene, fue que era barro, que una convulsión había estremecido a Urth
y que la sala estaba a punto de inundarse de lo que había sido el fondo de un
pantano fétido. Se escurrió ciegay blandamente entre las jambas, y en eso se
apagó otra antorcha. Pronto iba a tocar a Decumano, y grité para prevenirlo.
No sé si fue el contacto de la criatura o mi voz, pero se echó atrás. Una
vez más tuve conciencia de que se había roto el hechizo, de la destrucción
de la trampa que me había sostenido entre soles gemelos. Los soles se
alejaron uno de otro apagándose mientras desaparecían, y yo sentí como si
me expandiera y me volviera en una dirección que no era arriba ni abajo, ni
derecha ni izquierda, hasta que ocupé toda la sala de las pruebas, con
Severian chico aferrado a mi capa.
Entonces en la mano de Decumano relampagueó una garra. Yo ni
siquiera había reparado en que la tenía. Fuera lo que fuese aquella criatura
negra y casi amorfa, el flanco se le rasgó como grasa golpeada por un
látigo. También su sangre era negra, o acaso verde oscura. La de Decumano
era roja; cuando la criatura se volcó sobre él, pareció que la piel se le fundía
como si fuese de cera.
Alcé al niño e hice que se me colgara del cuello y me rodeara la cintura
con las piernas, y luego salté. Pero aunque toqué una viga con la punta de
los dedos, no pude colgarme. La criatura iba volviéndose hacia mí, ciega
pero resueltamente. Tal vez rastreara con el olfato, aunque siempre me ha
parecido que lo hacía con el pensamiento; lo cual explicaría por qué tardó
tanto en encontrarme en la antecámara, donde yo había trasvasado mi sueño
a Thecla, y tan poco en la sala de las pruebas, cuando Decumano tenía su
mente enfocada en la mía.
Salté de nuevo, pero esta vez me faltó al menos un palmo para llegar a
la viga. Para hacerme con una de las antorchas restantes tenía que correr
hacia la criatura. Lo hice y llegué a la antorcha, pero al sacarla de la anilla
se apagó.
Me aferré con una mano a la anilla y di un tercer salto, auxiliando las
piernas con la fuerza del brazo; y esta vez alcancé con la mano izquierda un
madero pulido y angosto. El madero se arqueó con mi peso, pero pude
impulsarme hacia arriba, con el niño a la espalda, hasta apoyar un pie en la
anilla.
Abajo, en la oscuridad, la criatura amorfa se irguió, cayó y volvió a
alzarse. Sin soltar la viga, saqué Terminus Est. Un mandoble mordió
profundamente la carne rezumante, pero no bien hube retirado la hoja me
pareció que la herida se cerraba y que el tejido se reparaba. Volví la espada
hacia el techo, un procedimiento que confieso haberle robado a Agia. El
techo era grueso, de hojas de selva atadas con fibras resistentes; mis
primeros golpes frenéticos parecieron conmoverlo poco, pero al tercero
cayó toda una ringlera de paja. Una parte dio contra la antorcha que
quedaba, sofocándola primero y convirtiéndola después en un hilo de fuego.
Salí por la abertura hacia la noche.
Es asombroso que saltando como salté a ciegas, con la afilada hoja
desnuda, no nos matara al niño y a mí. Al dar en tierra los solté a los dos y
caí de rodillas. A cada momento el resplandor rojo de la paja se hacía más
vivo. Oí gemir al niño y le grité que no corriera, luego lo ayudé con una
mano a que se incorporara, y empuñando Terminus Est con la otra, eché a
correr.
Todo el resto de la noche huimos a ciegas por la selva. Dentro de lo
posible, trataba de encaminar nuestros pasos cuesta arriba; no sólo porque
el camino hacia el norte subía por la montaña, sino porque sabía que así
teníamos menos probabilidades de rodar por un precipicio. Cuando
amaneció aún no habíamos salido de la selva, y no teníamos más noción
que antes de dónde nos encontrábamos. Entonces alcé al niño, y se me
durmió en los brazos.
Una guardia más tarde ya no cabían dudas de que el terreno subía
abruptamente, y al fin llegamos a una cortina de enredaderas como la que
yo había abierto el día anterior. Me preparaba para dejar al niño en el suelo
sin despertarlo, y así poder sacar la espada, cuando vi que una brillante luz
de día se derramaba a mi izquierda por una abertura en la maleza. Me
acerqué andando lo más rápido posible, casi corriendo; y atravesando la
abertura, salí a una meseta rocosa de pasto duro y arbustos. Unos pasos más
me llevaron a un arroyo claro que cantaba entre rocas: incuestionablemente
el arroyo junto al que habíamos dormido dos noches antes. Sin saber ni
importarme si la criatura amorfa nos seguía aún, me eché en la orilla y
dormí una vez más.

Estaba en un laberinto, parecido al laberinto subterráneo de los magos y sin


embargo diferente. Aquí los corredores eran más anchos, y a veces parecían
galerías tan inmensas como las de la Casa Absoluta. Algunos, ciertamente,
estaban bordeados de espejos de cuerpo entero, en los cuales me veía con
capa raída y cara macilenta, y muy junto a mí veía a Thecla,
semitransparente, arrastrando el ruedo de un vestido encantador. Los
planetas silbaban describiendo trayectorias largas, oblicuas, curvas, que
sólo ellos veían. El azul Urth llevaba la verde luna como un niño, pero no la
tocaba. El rojo Verthandi se transformaba en Decumano, con la piel comida,
rotando en su propia sangre.
Yo escapaba y caía, sacudiendo los miembros. En un momento vi
estrellas de verdad en el cielo embebido de sol, pero el sueño me arrastró,
irresistible como la gravedad. Andaba junto a un muro de cristal; y a través
de él veía al niño, corriendo y asustado, con la vieja camisa gris y
remendada que yo había llevado cuando era aprendiz, corriendo del cuarto
nivel, me parecía, al Atrio del Tiempo. Dorcas y Jolenta venían de la mano,
sonriéndose, y no me veían. Cobrizos y patizambos, emplumados y
enjoyados, los autóctonos bailaban detrás de su chamán, bailaban en la
lluvia. La ondina nadaba en el aire, inmensa como una nube, tapando el sol.

Me desperté. Una lluvia suave me golpeaba la cara. A mi lado, Severian


chico seguía durmiendo. Lo envolví en mi capa lo mejor que pude, lo
cargué y volví a la abertura en la cortina de enredaderas. Al otro lado, bajo
los árboles de grandes ramas, casi no penetraba la lluvia; y allí nos echamos
y dormimos de nuevo. Esta vez no hubo sueños, y cuando desperté
habíamos dormido un día y una noche, y la pálida luz del amanecer estaba
en todas partes.
El niño ya se había levantado, y vagaba entre los troncos de los árboles.
Me mostró dónde estaba el arroyo en ese lugar, y yo me lavé, y me afeité lo
mejor que pude sin agua caliente, cosa que no había hecho desde la primera
tarde en la casa al pie del acantilado. Luego encontramos el sendero
familiar y reanudamos la marcha hacia el norte.
—¿No nos tropezaremos con los hombres de colores? —preguntó el
niño, y yo le dije que no se preocupara y no corriera, que yo manejaría a los
hombres de colores. La verdad era que yo estaba mucho más intranquilo
con Hethor y la criatura que había puesto tras mis pasos. Si no la había
matado el fuego, tal vez estuviera acercándose; pues aunque parecía ser un
animal con miedo al sol, la penumbra de la selva era la materia misma del
crepúsculo.
Un solo hombre pintado salió al sendero, y no para cerrar el camino
sino para prosternarse. Estuve tentado de matarlo y acabar con aquello; se
nos enseña a matar y mutilar estrictamente por orden de un juez, pero a
medida que me alejaba más y más de Nessus hacia la guerra y las montañas
bárbaras, las enseñanzas se iban debilitando en mí. Ciertos místicos
sostienen que los vapores que brotan de las batallas afectan el cerebro, aun
a gran distancia a favor del viento; y tal vez sea así. De todos modos, lo
levanté y simplemente le dije que se apartara.
—Gran Mago —dijo él—, ¿qué has hecho con la oscuridad que se
arrastra?
—La he enviado de nuevo al pozo, de donde la saqué —le respondí,
pues estaba bastante seguro de que si no nos habíamos topado con la
criatura era porque Hethor la había vuelto a llamar, siempre y cuando no
hubiera muerto.
—Cinco de los nuestros han transmigrado —dijo el hombre pintado.
—Pues entonces vuestros poderes son mayores de lo que habría creído.
Ha matado a centenares en una noche.
Yo no tenía la menor seguridad de que no fuera a atacarnos cuando le
diésemos la espalda, pero no lo hizo. El sendero que el día anterior había
recorrido como prisionero parecía ahora desierto. No salieron más guardias
a enfrentarnos; algunas de las tiras de tela roja habían sido arrancadas y
pisoteadas, aunque no me imaginaba por qué. Vi muchas huellas en el
sendero que antes había sido liso, quizás arreglado con un rastrillo.
—¿Qué buscas? —preguntó el niño.
Contesté en voz baja; todavía no estaba seguro de que no hubiera
alguien escuchando detrás de los árboles.
—El rastro del animal del que escapamos anoche.
—¿Tú lo viste?
El niño calló un rato. Luego preguntó:
—¿De dónde vino, Severian grande?
—¿No recuerdas el cuento? De la cumbre de una montaña de allende las
costas de Urth.
—¿Donde vivía Viento Primaveral?
—No creo que fuera la misma.
—¿Y cómo llegó aquí?
—Lo trajo un hombre malo —dije—. Y ahora cállate un rato, Severian
chico.
Fui cortante con el niño porque a mí me inquietaba la misma idea.
Parecía bastante claro que Hethor lo había traído de contrabando en la nave
en que servía; y que al seguirme fuera de Nessus, no le habría sido difícil
transportar las nótulas en un contenedor personal pequeño y sellado: como
había descubierto Jonas, por terribles que pareciesen no eran más gruesas
que una gasa.
Pero ¿y la criatura que habíamos visto en la sala de las pruebas?
También había aparecido en la antecámara de la Casa Absoluta, después de
la llegada de Hethor, pero ¿cómo? ¿Y había seguido a Hethor y Agia como
un perro cuando viajaron al norte, a Thrax? La evoqué, tal como la había
visto mientras mataba a Decumano, e intenté calcular su peso: tenía que
pesar tanto como varios hombres, y acaso tanto como un destriero. Sin
duda, para transportarla y esconderla habría hecho falta un carro grande.
¿Se había aventurado Hethor en esas montañas con un carro así? No podía
creerlo. ¿Y el viscoso horror que habíamos visto había compartido esa
carreta con la salamandra cuya destrucción yo había presenciado en Thrax?
Tampoco podía creerlo.
Cuando llegamos, la aldea parecía desierta. Algunas partes de la sala de
las pruebas estaban todavía en pie y humeaban. Busqué en vano los restos
del cuerpo de Decumano, aunque encontré su bastón quemado en parte. Era
hueco, y pulido por dentro, y sospeché que con el mango quitado, había
servido de cerbatana para disparar dardos envenenados. No cabía duda de
que Decumano la habría empleado si yo me hubiera resistido demasiado al
hechizo que él tejía.
El niño tenía que haber estado siguiéndome los pensamientos por mi
expresión y la dirección de mi mirada.
—Ese hombre era un mago de veras, ¿no? —dijo—. A ti casi te
hechiza.
Asentí.
—Pero habías dicho que no era verdadero.
—En cierto modo, Severian chico, yo no soy más sabio que tú. No
pensé que fuera mago de veras. Había visto tantos engaños… La puerta
secreta de la cámara subterránea donde me metieron, y cómo te hicieron
aparecer de adentro de la túnica del otro. Sin embargo, por todas partes hay
cosas tenebrosas, y supongo que el que tenga constancia para buscarlas no
podrá librarse de encontrar algunas. Entonces se convertirá, como dices tú,
en un mago de veras.
—Si alguien supiera magia de veras, podría decirle a todo el mundo qué
hacer.
Por toda respuesta meneé la cabeza, pero desde entonces lo he pensado
mucho. Me parece que se pueden hacer dos objeciones a la idea del niño;
expresada con mayor madurez esa idea podría resultar más convincente.
La primera es que de una generación a otra de magos se transmite muy
poco conocimiento. Yo fui formado en las que pueden llamarse ciencias
aplicadas más fundamentales; y por esa formación sé que el progreso de las
ciencias depende mucho menos que lo que comúnmente se cree de las
consideraciones teóricas o la investigación sistemática, y bastante más de la
información fiable, obtenida por azar o perspicacia, que un grupo de
hombres transmite a sus sucesores. Los que persiguen el conocimiento
oscuro son dados a guardárselo incluso en la muerte, o a transmitirlo
envuelto en disfraces y nublado por mentiras. A veces se sabe de algunos
que instruyen bien a sus amantes, o a sus hijos; pero, por temperamento, tal
gente rara vez tiene amantes o hijos, y si los tiene es posible que el arte se
les debilite.
La segunda es que la existencia misma de esos poderes sugiere la
existencia de una contrafuerza. A los poderes del primer tipo los llamamos
oscuros, aunque, como había hecho Decumano, puedan usar una especie de
luz mortal; y a los del segundo los llamamos luminosos, aunque creo que en
ocasiones pueden emplearla oscuridad, tal como un buen hombre corre las
cortinas de la cama para dormir. Sin embargo, es cierto que se puede hablar
de oscuridad y luz, porque eso muestra sencillamente que una implica a la
otra. El cuento que yo había leído a Severian chico decía que el universo no
era sino una larga palabra del Increado. Nosotros, entonces, somos las
sílabas de esa palabra. Pero decir cualquier palabra es inútil a menos que
haya otras palabras, palabras que no sean dichas. Si una bestia no tiene más
que un grito, ese grito no dice nada; y hasta el viento tiene multitud de
voces, de modo que los que están entre paredes pueden oírlo y saber si el
tiempo es benigno o tumultuoso. Los poderes que llamamos oscuros son,
me parece, las palabras que el Increado no dijo, si es que el Increado existe;
y estas palabras deben mantenerse en una cuasiexistencia si se ha de
distinguir la otra palabra, la palabra dicha. Lo que no se dice puede ser
importante; pero más importante es lo que se dice. Así mi conocimiento de
la existencia de la Garra fue casi suficiente para combatir el hechizo de
Decumano.
Y si los buscadores de cosas oscuras las encuentran, ¿no podrán los
buscadores de cosas luminosas encontrarlas también? ¿Y no son también
más propensos a transmitir su sabiduría? Así habían conservado las
Peregrinas la Garra, de generación en generación; y, pensando en esto, me
decidí más que nunca a encontrarlas y devolver la gema; pues si no lo había
sabido antes, la noche con el alzabo me había hecho ver que yo era
solamente carne, y con el tiempo sin duda moriría, y acaso muriera pronto.

Debido a que la montaña a la que nos acercábamos estaba al norte y


arrojaba su sombra hacia la garganta selvática, de ese lado no crecían
cortinas de enredaderas. El verde pálido de las hojas se fue apagando y
decolorando todavía más, y el número de árboles muertos aumentó, aunque
todos eran más pequeños. Se interrumpió el dosel de hojas bajo el que
habíamos andado todo el día, y cien zancadas más adelante volvió a
interrumpirse, y al fin desapareció del todo.
Luego se elevó ante nosotros la montaña, demasiado cerca para que la
viéramos como la imagen de un hombre. Grandes declives plegados
rodaban surgiendo de un banco de nubes; no eran, lo supe, sino las
esculpidas colgaduras de sus ropas. Cuán a menudo se habría levantado del
sueño para ponérselas, acaso sin reflexionar que allí se conservarían durante
siglos, tan enormes que casi escapaban a la vista de la humanidad.
XXIII

La ciudad maldita

Hacia el mediodía de la jornada siguiente encontramos agua otra vez, la


única que los dos íbamos a probar en aquella montaña. Sólo quedaban unas
tiras de la carne seca que Casdoe me había dejado. Las repartí, y bebimos
del arroyo, que era apenas un hilo del grosor de un pulgar de hombre. Esto
resultaba extraño, habiendo visto yo tanta nieve en la cabeza y los hombros
de la montaña; más tarde descubriría que las pendientes situadas por debajo
de la nieve, donde ésta podría haberse derretido al llegar el verano, habían
sido limpiadas por el viento. Más arriba, las dunas blancas podían
acumularse durante siglos.
Teníamos las mantas húmedas de rocío, y las pusimos a secar
desplegadas sobre piedras. Incluso sin el sol, las ráfagas secas del aire de la
montaña las secaron en cosa de una guardia. Sabía que íbamos a pasar la
noche siguiente en lo alto de las laderas, más o menos como yo había
pasado la primera noche después de huir de Thrax. Por alguna razón, esa
certeza no consiguió deprimirme el ánimo. No era tanto que estuviéramos
alejándonos de los peligros que habíamos encontrado en el paso selvático
como que íbamos dejando atrás cierta sordidez. Sentía que me habían
ensuciado, y que la atmósfera fría de la montaña me limpiaría. Por un
tiempo me acompañó ese sentimiento que yo casi no había analizado;
luego, cuando empezamos a trepar en serio, comprendí que lo que me
perturbaba era el recuerdo de las mentiras que había dicho a los magos,
fingiendo, de hecho, que controlaba grandes poderes y estaba iniciado en
grandes secretos. Eran mentiras totalmente justificables; habían contribuido
a salvar mi vida y la de Severian chico. No obstante, en cierto modo, el
hecho de haber recurrido a ellas me hacía sentir menos hombre. El maestro
Gurloes, a quien antes de dejar el gremio había llegado a odiar, mentía con
frecuencia; y ahora yo no estaba seguro de si lo había odiado porque
mentía, u odiaba mentir porque él solía hacerlo.
Y sin embargo el maestro Gurloes había tenido una excusa tan buena
como la mía, y tal vez mejor. Había mentido para preservar el gremio y
promover su éxito, haciendo a varios oficiales y funcionarios informes
exagerados de nuestro trabajo, y cuando era necesario, escondiendo
nuestros errores. Cabeza de facto del gremio, con eso había mejorado su
propia posición, sin duda; pero también había mejorado la mía, y la de
Drotte, Roche, Eata, y todos los demás aprendices y oficiales que
eventualmente iban a heredarlo. Si hubiese sido el hombre simple y brutal
por el que deseaba que todos lo tomaran, ahora yo habría estado seguro de
que había mentido para su exclusivo beneficio. Sabía que no lo era; y quizá
durante años se había visto a sí mismo como yo me veía ahora.
Con todo, no podía tener la certeza de haber actuado para salvar a
Severian chico. En el momento en que él había huido y yo entregado la
espada, tal vez habría sido mejor para él que yo luchase; el beneficiario
inmediato de mi dócil capitulación había sido yo mismo, puesto que de
haber luchado me habrían podido matar. Más tarde, después de escaparme,
sin duda había vuelto tanto por Terminus Est como por el niño; por la
espada había vuelto a la mina de los hombres-mono, cuando el chico
todavía no estaba conmigo; y sin ella me habría convertido en un simple
vagabundo.
Una guardia después de abrigar estos pensamientos, escalaba una pared
de roca cargando espada y niño, y sin mucha más certidumbre que antes
sobre quién me importaba más. Por suerte el aire era bastante fresco, la
subida no parecía de las más difíciles, y en lo alto encontramos una antigua
carretera.
He caminado por muchos lugares extraños, pero por ninguno que me
diera una sensación tan grande de anomalía. A nuestra izquierda, a no más
de veinte pasos, veía el final de ese ancho camino, cuyo extremo inferior
había sido arrastrado por un desprendimiento de rocas. Delante de nosotros
se extendía perfecto como el día en que lo habían acabado, una cinta de
inconsútil piedra negra que subía ondulando hacia la inmensa figura cuyo
rostro se perdía tras las nubes.
Cuando lo puse en el suelo, el niño me agarró la mano.
—Mi madre dijo que nosotros no podíamos ir por los caminos, pues hay
soldados.
—Tu madre tenía razón —le dije—. Pero ella iba hacia abajo, hacia
donde están los soldados. Claro que alguna vez hubo soldados en este
camino, pero murieron mucho antes de que el árbol más grande de la selva
fuera una semilla. —Hacía frío, y le di una de las mantas y le enseñé a
envolverse en ella y mantenerla cerrada como una capa. Si alguien nos
hubiese visto, le habríamos parecido una pequeña figura gris seguida por
una sombra desproporcionada.

Entramos en una niebla, y pensé que era raro a tanta altura. Sólo después de
haberla atravesado y cuando la mirábamos allá abajo iluminada por el sol,
me di cuenta de que era una de las nubes que tan remotas me habían
parecido desde la garganta.
Y sin embargo la garganta selvática, ahora debajo de nosotros, se
hallaba sin duda a miles de codos por encima de Nessus y los tramos
inferiores del Gyoll. Entonces pensé qué lejos debía de haber llegado para
que a semejante altura hubiera selvas; casi a la cintura del mundo, donde
siempre era verano y sólo la altura producía alguna diferencia en el clima.
Si iba a seguir viaje hacia el oeste, hasta salir de esas montañas, por lo que
me había enseñado el maestro Palaemon me encontraría en una selva tan
pestilente que la que acabábamos de dejar me parecería un paraíso, una
selva costeña de calor humeante y enjambres de insectos; y, no obstante,
también allí vería las huellas de la muerte, pues aunque esa selva recibiera
tanta fuerza solar como cualquier otro lugar de Urth, aún sería inferior a la
que había recibido en el pasado, y así como en el sur el hielo avanzaba y la
vegetación de la zona templada huía de él, los árboles y otras plantas de los
trópicos morían para dejar espacio a los advenedizos.
Mientras yo miraba la nube el niño había seguido avanzando. De pronto
se volvió, me miró con ojos brillantes y gritó:
—¿Quién hizo este camino?
—Sin duda los trabajadores que tallaron la montaña. Tienen que haber
contado con grandes energías, y máquinas más poderosas que cualquiera
que conozcamos. Y además, de alguna manera tienen que haber retirado los
escombros. En un tiempo debe de haber rodado por aquí un millar de carros
y carretas. —Sin embargo yo estaba asombrado, porque las ruedas de hierro
de esos vehículos marcaban incluso el duro adoquinado de Thrax o de
Nessus, y este camino era tan terso como una vía procesional. Seguro,
pensé, que por aquí no han pasado más que el sol y el viento.
—¡Mira, Severian grande! ¿Ves la mano?
El niño señalaba una estribación de la montaña, muy por encima de
nosotros. Estiré el cuello, y por un momento no vi nada que no hubiera
visto antes: un largo promontorio de roca gris e inhóspita. Luego, cerca del
final, el sol centelleó sobre algo. Parecía, de una manera inconfundible, el
resplandor del oro; cuando lo vi, advertí también que el oro era un anillo, y
debajo de él vi tendido en la roca un pulgar petrificado de frío, un pulgar de
unos cien pasos de largo, con los otros dedos por encima como colinas.
No teníamos dinero, y yo sabía que el dinero podía ser muy valioso para
nosotros cuando llegara el día de regresar a las tierras habitadas, como
finalmente sucedería. Si aún me buscaban, quizás el oro haría que los
buscadores desviaran los ojos. El oro también podría comprarle a Severian
chico un puesto de aprendiz en algún gremio poderoso, pues estaba claro
que no podía seguir viajando conmigo. Parecía muy probable que el gran
anillo fuera de piedra laminada en oro; pero aun así, si el metal se podía
desprender y enrollar, el peso tenía que ser considerable. Y aunque me
esforzara por no hacerlo, me encontré preguntándome si un mero laminado
de oro podría haber resistido tantos siglos. ¿No habría tenido que
despegarse y caer mucho tiempo atrás? Si el anillo era de oro macizo,
valdría una fortuna; pero todas las fortunas de Urth no habrían podido
comprar esa poderosa imagen, y el que había ordenado que la construyeran
tenía que haber sido incalculablemente rico. Aun si el anillo no era macizo
hasta el dedo, acaso hubiera un sustancial espesor de metal.
Mientras meditaba todo esto iba trajinando cuesta arriba, y mis largas
piernas pronto aventajaron a las del niño, mucho más cortas. Por momentos
el camino se hacía tan abrupto que me costaba creer que alguna vez lo
hubiesen transitado vehículos cargados de piedras. Dos veces cruzamos
fisuras, una tan ancha que antes de saltarla tuve que arrojar al niño por
encima. Yo esperaba parar cuando encontráramos agua; no la encontramos,
y cuando cayó la noche no tuvimos mejor abrigo que una hendidura de
piedra donde nos envolvimos en las mantas y mi capa y dormimos como
pudimos.

Por la mañana los dos teníamos sed. Aunque las lluvias no llegarían hasta el
otoño, le dije al niño que quizá lloviera ese día, y reanudamos la marcha
con buen ánimo. Luego él me enseñó que llevar una piedra pequeña en la
boca ayuda a mitigar la sed. Es un truco montañés que yo no conocía. El
viento era más frío que antes, y empecé a sentir la poca consistencia del
aire. De vez en cuando el camino giraba, de modo que por unos momentos
nos daba el sol.
Con esas curvas se alejaba cada vez más del anillo, hasta que por fin nos
encontramos en plena sombra, perdido de vista el anillo y cerca de las
rodillas de la figura sedente. Hubo una última cuesta escarpada, tan abrupta
que yo habría agradecido unos escalones. Y luego, como flotando frente a
nosotros en el aire claro, un grupo de delgadas torres.
—¡Thrax! —gritó el niño, tan contento que comprendí que la madre le
tenía que haber contado historias de la ciudad, y también haberle dicho,
cuando ella y el viejo lo sacaron de la casa donde había nacido, que lo
llevaría allí.
—No —dije—. No es Thrax. Parece más bien mi Ciudadela… Nuestra
Torre Matachina y la Torre de las Brujas, y la Torre del Oso y la Torre de la
Campana.
Me miró con ojos muy abiertos.
—No, claro, tampoco es eso. Lo que pasa es que yo he estado en Thrax,
y Thrax es una ciudad de piedra. Estas torres son de metal, como eran las
nuestras.
—Tienen ojos —dijo Severian chico.
Y así era. Al principio pensé que me engañaba la imaginación, sobre
todo porque no todas las torres los tenían. Al fin me di cuenta de que
algunas miraban hacia nosotros, y de que las torres no sólo tenían ojos sino
también hombros y brazos; de que eran, en realidad, figuras metálicas de
catafractos, guerreros con armaduras de cuerpo entero.
—No es una ciudad verdadera —le dije al niño—. Lo que nos hemos
encontrado son los guardianes del Autarca, que vigilan aquí para destruir al
que pretenda atacarlo.
—¿Y nos harán daño?
—La idea asusta, ¿verdad? Con esos pies nos podrían aplastar como a
ratones. De todos modos, estoy seguro de que no lo harán. Son estatuas,
nada más, guardianes espirituales que él dejó aquí como recordatorios de su
poder.
—También hay casas grandes —dijo el niño.
Tenía razón. Como los edificios apenas llegaban a la cintura de las
elevadas figuras de metal, al principio los habíamos pasado por alto. Eso
volvió a hacerme pensar en la Ciudadela, donde unas estructuras que nunca
fueron pensadas para desafiar a las estrellas se mezclan con las torres.
Quizá sólo fuera el aire tenue, pero de pronto tuve la visión de que los
hombres de metal se alzaban lentamente, luego cada vez más rápido,
alargando las manos al cielo para bucear en él como buceábamos nosotros
en las sombrías aguas de la cisterna a la luz de la antorcha.
Aunque mis botas tienen que haber chirriado contra la roca alisada por
el viento, no recuerdo el ruido. Tal vez se perdiera en la inmensidad de la
cumbre, y así nos acercamos a las figuras erguidas tan silenciosamente
como si anduviéramos sobre musgo. Nuestras sombras, que al aparecer las
figuras se habían alargado detrás y a la izquierda, ahora se habían encogido
en charcos alrededor de nuestros pies; y noté que podía ver los ojos de todas
las figuras. Me dije que al principio había pasado por alto algunos, por más
que destellaban al sol.
Al fin caminamos entre ellas por un sendero, y entre los edificios que
las rodeaban. Yo había esperado que los edificios estuvieran en ruinas,
como los de la ciudad olvidada de Apu-Punchau. Estaban cerrados, eran
misteriosos y silenciosos; pero podían haber sido construidos pocos años
antes. No se veía ningún techo hundido; ninguna enredadera había
dislocado las cuadradas piedras grises de los muros. No tenían ventanas, y
su arquitectura no sugería que fuesen templos, fortalezas, tumbas o
cualquier otra clase de estructura familiar para mí. Carecían por completo
de ornamentos y de gracia; no obstante, la ejecución era excelente, y la
diferencia de formas parecía indicar diferencias de función. Entre ellos, las
figuras brillantes se alzaban no como monumentos, sino como si un viento
glacial y repentino las hubiera detenido a cada una en su sitio.
Elegí un edificio y le dije al niño que entraríamos por la fuerza, y que
quizá con suerte dentro encontraríamos agua, y aun hasta comida en
conserva. Pronto vi que mi alarde había sido una tontería. Las puertas eran
tan macizas como las paredes; el techo, fuerte como los cimientos. Creo que
ni con un hacha habría podido abrirme paso a golpes, y no me atrevía a
emplear Terminus Est. Perdimos varias guardias tanteando y husmeando en
busca de alguna fisura. El segundo y el tercer edificio que probamos no
resultaron más fáciles que el primero.
—Allí hay una casa redonda —dijo al fin el niño—. Me acercaré a
mirarla.
Confiado en que en ese lugar desierto no había nada que pudiera hacerle
daño, le dije que fuese. Volvió en seguida.
—¡La puerta está abierta!
XXIV

El cadáver

No había descubierto para qué servían los otros edificios. Tampoco llegué a
comprender ése, que era circular y estaba cubierto por una cúpula. Los
muros eran de metal; no del metal oscuro y lustroso de las torres de nuestra
Ciudadela, sino de una aleación brillante como plata lustrada.
Este resplandeciente edificio se levantaba sobre un pedestal escalonado,
y me sorprendió verlo allí cuando las grandes imágenes de los catafractos,
en sus armaduras antiguas, estaban directamente en las calles. En su
circunferencia había cinco puertas (pues dimos una vuelta completa
alrededor antes de aventurarnos a entrar), todas abiertas. Examinándolas, y
examinando también los umbrales, intenté saber si habían estado así
muchos años; en el pedestal había poco polvo, y al fin no llegué a estar
seguro. Una vez acabada la inspección, le dije al niño que me dejara ir
primero, y entré.
No sucedió nada. Cuando el niño me siguió, ni siquiera se cerraron las
puertas; no nos atacó ningún enemigo, ninguna energía coloreó el aire, y el
suelo se mantuvo firme bajo nuestros pies. Sin embargo, yo tenía la
sensación de que de algún modo nos habíamos metido en una trampa: de
que fuera, en la montaña, habíamos estado libres, por mucha sed y hambre
que sufriéramos, y de que allí ya no lo estábamos. Creo que si no hubiera
contado en ese momento con la compañía del niño, me habría vuelto y
echado a correr. Dado el caso, no quería parecer supersticioso ni asustado, y
sentía la obligación de encontrar comida y agua.
Había en el edificio muchos artefactos a los cuales no puedo dar
nombre. No eran muebles, ni cajas, ni máquinas tal como yo entiendo el
término, y casi todos estaban dispuestos en ángulos raros; vi algunos que
parecían tener nichos para sentarse, aunque el ocupante habría tenido que
contraerse, y no habría quedado frente a sus compañeros sino frente a cierta
parte del artefacto. Otros contenían alcobas donde quizás alguna vez había
descansado alguien.
Estos artefactos bordeaban pasillos, amplios pasillos que corrían hacia
el centro de la estructura rectos como los rayos de una rueda. Mirando al
fondo de uno en donde habíamos entrado, divisé tenuemente un objeto rojo,
y encima de él, mucho más pequeño, algo marrón. Al principio no presté
gran atención a ninguno de los dos, pero cuando logré convencerme de que
los artefactos que he descrito no eran de valor ni peligrosos para nosotros,
llevé al niño hacia ellos.

El objeto rojo era una especie de sillón muy elaborado, con correas como
para retener a un prisionero; alrededor había mecanismos en apariencia
destinados a facilitar el alimento y la eliminación. Estaba sobre un pequeño
estrado, y sobre él se alzaba lo que en un tiempo había sido el cuerpo de un
hombre con dos cabezas. Hacía mucho tiempo que el diáfano y seco aire de
la montaña había disecado ese cuerpo; como los misteriosos edificios,
podría tener un año o un millar. El hombre había sido más alto que yo,
quizás incluso un exultante, y de músculos poderosos. Ahora yo podía,
pensé, arrancarle un brazo de un solo tirón. No llevaba taparrabo, ni
ninguna otra prenda, y aunque nosotros estamos habituados a ver cambios
súbitos en el tamaño de los órganos de procreación, era raro ver aquéllos tan
consumidos. En las cabezas quedaba algo de pelo, y me pareció que el de la
derecha había sido negro; el de la izquierda era amarillento. Ambas cabezas
tenían los ojos cerrados y las bocas abiertas, mostrando unos pocos dientes.
Noté que las correas que habían sujetado a la criatura al sillón no estaban
abrochadas.
Por el momento, de todos modos, me preocupaba más el mecanismo
que en un tiempo lo había alimentado. Me dije que a menudo las máquinas
antiguas eran sorprendentemente durables, y aunque abandonada desde
hacía mucho, ésta había disfrutado de las condiciones más favorables para
su preservación; y giré todas las llaves que encontré, y moví todas las
palancas, intentando hacerle producir algún alimento. El niño me
observaba, y después de verme mover unas cuantas cosas me preguntó si
nos íbamos a morir de hambre.
—No —le dije—. Podemos llegar mucho más lejos de lo que crees sin
comida. Mucho más urgente es conseguir algo de beber, pero si no
encontramos nada aquí, seguro que más arriba hay nieve en la montaña.
—¿Cómo se murió? —Por alguna razón yo no me había permitido tocar
el cuerpo; ahora el niño pasaba los dedos regordetes por un brazo marchito.
—Los hombres mueren. Lo asombroso es que un monstruo así haya
vivido. Generalmente estas criaturas perecen no bien acaban de nacer.
—¿Crees que los otros lo dejaron aquí cuando se fueron? —preguntó él.
—¿Quieres decir si lo dejaron vivo? Supongo que es posible. Tal vez no
haya habido lugar para él en las tierras de abajo. O tal vez él no haya
querido ir. Quizá lo ataban a este sillón cuando se portaba mal.
Posiblemente padecía locura, o ataques de rabia furiosa. Si cualquiera de
estas cosas es cierta, ha de haber pasado sus últimos días vagando por la
montaña, de donde volvía de vez en cuando aquí a comer y beber, y habrá
muerto cuando se agotaron la comida y el agua de que dependía.
—Entonces aquí no queda agua —me dijo el niño, práctico.
—Es verdad. De todos modos, no sabemos si fue así. Puede haber
muerto por otra causa antes de que se acabaran las reservas. Incluso, de lo
que hemos estado diciendo parece deducirse que era una especie de animal
casero o mascota de la gente que talló la montaña. Este lugar es muy
sofisticado para una mascota. De todos modos, creo que nunca llegaré a
reactivar esta máquina.
—Me parece que tendríamos que ir para abajo —anunció el niño
cuando salíamos del edificio circular.
Me volví y miré atrás, pensando en lo tontos que habían sido mis
miedos. Las puertas seguían abiertas; nada había cambiado, nada se había
movido. Si alguna vez había sido una trampa, haber estado abierta durante
siglos la había herrumbrado.
—A mí también —dije—. Pero se está acabando el día: mira qué largas
son nuestras sombras. No quiero que la noche nos sorprenda descendiendo
por la otra ladera, así que veré si puedo llegar al anillo que vimos esta
mañana. A lo mejor, además de oro encontramos agua. Esta noche
dormiremos en el edificio redondo, protegidos del viento, y mañana, no
bien amanezca, empezaremos a bajar por la ladera norte.
El niño asintió para mostrar que comprendía, y me acompañó de muy
buena gana a buscar un sendero que llevase hasta el anillo. Como lo
habíamos visto en el brazo sur, en cierto sentido tuvimos que volver a la
ladera que ya habíamos escalado, aunque nos habíamos acercado por el
sudeste al conjunto de catafractos y edificios. Yo había temido que la subida
al brazo fuese difícil; pero justamente donde se alzaban ante nosotros las
enormes alturas del pecho y el brazo, descubrí lo que mucho antes había
deseado encontrar: una escalera angosta. Había varios cientos de escalones,
así que la subida fue de todos modos difícil, y durante un trecho cargué con
el niño.
El brazo en sí era de piedra lisa, aunque tan ancho que mientras nos
mantuviéramos en el centro, parecía haber poco peligro de que el niño
cayera. Hice que se tomara de mi mano y caminé ilusionado, con la capa
chasqueando al viento.
A la izquierda estaba la subida que habíamos iniciado el día anterior,
más allá la garganta entre los cerros, verde bajo su manto de selva. Más allá
aún, brumosa en la lejanía, se alzaba la montaña donde Becan y Casdoe
habían construido su casa. Mientras caminaba intenté distinguirla, o al
menos la zona en donde estaba, y al fin vi lo que me pareció la pared rocosa
por la que yo había bajado: una minúscula mancha de color en el flanco de
esa montaña menos elevada, con el destello de la cascada en el centro como
una mota iridiscente.
Después de verla me detuve, di media vuelta y miré hacia el pico por
cuya ladera caminábamos. Ahora alcanzaba a ver la cara y la mitra de hielo,
y debajo el hombro izquierdo, donde un chiliarca habría podido adiestrar a
mil jinetes.
Delante de mí el niño señalaba y gritaba algo que yo no entendía,
señalaba hacia abajo, hacia los edificios y las erguidas figuras de los
guardias de metal. Tardé un momento en comprender lo que quería decir:
las caras estaban vueltas tres cuartos hacia nosotros, como tres cuartos hacia
nosotros habían estado vueltas esa mañana. Las cabezas se habían movido.
Por primera vez les seguí la dirección de los ojos; y descubrí que miraban al
sol.
Asentí con la cabeza y grité:
—¡Ya veo!
Estábamos en la muñeca, con la pequeña planicie de la mano ante
nosotros, aun más amplia y segura que el brazo. Me apresuré, y el niño
corrió delante de mí. El anillo estaba en el anular, un dedo más grueso que
el tronco del más grande de los árboles. Severian chico corrió por él,
manteniendo fácilmente el equilibrio en la cresta, y vi que alargaba las
manos para tocar el anillo.
Hubo una descarga de luz: brillante, aunque no cegadora en el sol
vespertino; porque estaba teñida de violeta, pareció casi una oscuridad.
Lo dejó ennegrecido y consumido. Por un momento, creo, el niño siguió
con vida; la cabeza le cayó hacia atrás y se le abrieron los brazos. Hubo un
penacho de humo que el viento se llevó en seguida. El cuerpo se desplomó,
encogiendo los miembros como las patas de un insecto muerto, y a los
tumbos rodó hasta perderse de vista en la rendija entre el dedo anular y el
mayor.
Yo, que había visto tantas estigmatizaciones y extirpaciones, que incluso
había usado el hierro (entre un billón de cosas recuerdo perfectamente la
carne ampollada de las mejillas de Morwenna), apenas pude obligarme a ir
a mirarlo.
Había huesos en ese angosto espacio entre los dedos, pero eran huesos
viejos que se quebraban bajo mis pies como los huesos diseminados por los
senderos de nuestra necrópolis, y no me molesté en examinarlos. Saqué la
Garra. Al maldecirme por no haberla usado cuando en el banquete de
Vodalus servían el cuerpo de Thecla, Jonas me había dicho que no fuera
necio, que por muchos poderes que la Garra poseyera jamás habría podido
devolver la vida a aquella carne asada.
Y no pude sino pensar que si ahora actuaba y me devolvía a Severian
chico, por feliz que yo estuviese lo llevaría a un lugar seguro y me cortaría
la garganta con Terminus Est. Porque si la Garra era capaz de hacer eso,
también podría haber traído de vuelta a Thecla; y Thecla era una parte mía,
ahora muerta para siempre.
Por un momento pareció que había un centelleo, una sombra o aureola
brillante, y el cuerpo del niño se desmoronó convirtiéndose en una ceniza
negra que enturbió el aire intranquilo.
Me levanté, y guardé la Garra, y emprendí el regreso, preguntándome
vagamente cuánto me costaría salir de ese lugar angosto y llegar de nuevo a
la palma de la mano. (Al final tuve que dejar Terminus Est clavada de punta
y apoyar un pie en el arriaz, y luego estirarme cabeza abajo hasta que pude
asir la empuñadura y recuperarla). No hubo confusión del recuerdo, aunque
sí por el momento una confusión de la mente, en la cual el niño se fundió
con aquel otro, Jader, que vivía con su hermana moribunda en la choza del
acantilado de Thrax. Al que tanto había llegado a significar para mí, no
había podido salvarlo; al otro, que significaba tan poco, lo había curado. En
cierta forma, me parecía que eran el mismo niño. Claro que se trataba de
una simple reacción defensiva de mi mente, una manera de protegerse de la
tempestad de la locura; pero de algún modo me parecía que, mientras
viviera Jader, el niño que su madre había llamado Severian no podía perecer
realmente.
Había pensado detenerme en la mano y mirar atrás; no pude: la verdad
es que tuve miedo de ir al borde y tirarme. No me detuve hasta que casi
hube llegado a la escalera que con tantos cientos de escalones llevaba al
ancho regazo de la montaña. Luego me senté y volví a localizar la mancha
de color que era el acantilado al pie del cual estaba la casa de Casdoe.
Recordé los ladridos del perro marrón cuando yo había salido del bosque.
Ese perro había sido cobarde ante la aparición del alzabo, pero había muerto
con los colmillos en la carne sucia de un zoántropo, mientras yo,
igualmente cobarde, no hacía nada. Recordé la cara cansada y hermosa de
Casdoe, al niño espiando por detrás de su falda, al viejo sentado con las
piernas cruzadas frente al fuego, hablando de Fechin. Ahora estaban todos
muertos, Severa y Becan, a quienes yo no había conocido, el viejo, Casdoe,
Severian chico, hasta Fechin, todos muertos, todos perdidos en las brumas
que oscurecen nuestros días. El tiempo es en sí algo sólido, me parece, que
se levanta como una cerca de barrotes de hierro con su infinita hilera de
años; y nosotros pasamos por delante como el Gyoll, de camino a un mar
del que sólo volveremos en forma de lluvia.
Entonces supe, en el brazo de esa figura gigantesca, lo que era la
ambición de conquistar el tiempo, una ambición al lado de la cual el deseo
de soles distantes no es más que la codicia de un pequeño cacique
emplumado, decidido a someter a alguna otra tribu.
Allí estuve sentado hasta que el sol quedó casi escondido por las
montañas del oeste. Bajar la escalera tendría que haber sido más fácil que
subir, pero ahora yo tenía mucha sed y el golpe de cada paso me hacía doler
las rodillas. Ya casi no había luz, y el viento era como hielo. Una de las
mantas se había quemado con el niño; desdoblé la otra y me envolví el
pecho y los hombros por debajo de la capa.
Más o menos a medio camino me detuve a descansar. Lo único que
quedaba del día era una delgada media luna de castaño rojizo que menguó y
luego se desvaneció; y mientras eso ocurría, cada uno de los grandes
catafractos metálicos que había allá abajo saludó alzando la mano. Eran tan
serenos y tan firmes que casi los hubiera creído, tal como los veía,
esculpidos con los brazos en alto.
Por un momento el asombro me limpió de toda pena, y únicamente pude
maravillarme. Permanecí donde estaba, mirándolos; no me atrevía a
moverme. Entre las montañas corría la noche; a la última, tenue luz del
crepúsculo vi cómo bajaban los brazos. Aturdido aún, volví a entrar en el
silencioso conjunto de edificios que se levantaban en el regazo de la figura.
Si había visto fracasar un milagro, había presenciado otro; y hasta un
milagro en apariencia inconducente es una fuente inagotable de esperanza,
pues nos demuestra que no lo entendemos todo, y que nuestras derrotas —
tanto más numerosas que nuestros pocos y vacíos triunfos— pueden ser
igualmente engañosas.
Por algún error idiota, cuando intentaba volver al edificio circular donde
le había dicho al niño que pasaríamos la noche, me las arreglé para
perderme, y estaba demasiado fatigado como para buscar el camino. En
cambio encontré un lugar resguardado, bien lejos del más cercano de los
guardias de metal, donde me froté las piernas doloridas y me cubrí lo mejor
que pude contra el frío. Aunque me dormí casi en seguida, pronto me
despertó un leve ruido de pasos.
XXV

Tifón y Piatón

Al oír los pasos me levanté y saqué la espada, y aguardé en la sombra por lo


que me pareció una guardia, aunque sin duda fue mucho menos. Volví a
oírlos dos veces más; rápidos y leves, sugerían no obstante un hombre
corpulento: un hombre fuerte que se apresurara, que corriera casi, atlético y
ligero de pies.
Allí las estrellas lucían en toda su gloria; brillantes como tienen que
verlas los navegantes, para quienes son puertos, cuando suben a desplegar
la gasa dorada que envolverá todo un continente. Yo veía a los guardias
inmóviles casi como si fuera de día, y a mi alrededor, los edificios bañados
por las luces multicolores de diez mil soles. Pensamos con horror en las
llanuras heladas de Dis, el compañero más alejado de nuestro sol; pero ¿de
cuántos soles somos nosotros el compañero más alejado? Para la gente de
Dis (si existe tal gente) todo es una larga noche estrellada.
Varias veces, de pie allí bajo las estrellas, estuve a punto de quedarme
dormido; y en las fronteras del sueño me preocupé por el niño, pensando
que probablemente lo había despertado al levantarme y preguntándome
dónde encontrar comida para él cuando se viera de nuevo el sol. Tras esos
pensamientos, el recuerdo de su muerte me llegaba a la mente como la
noche había llegado a la montaña, una ola de negrura y desesperación.
Entonces supe cómo se había sentido Dorcas al morir Jolenta. Entre el niño
y yo no había habido juego sexual, como creo que en algún momento hubo
entre Dorcas y Jolenta; pero nunca había sido el amor carnal de ellas lo que
me había despertado celos. Mi sentimiento por el niño había sido tan
profundo como el de Dorcas por jolenta (y seguramente mucho más
profundo que el de Jolenta por Dorcas). De haberlo sabido, Dorcas se
habría puesto tan celosa como a veces me había puesto yo, pensé, si es que
me había amado tanto como yo a ella.

Al fin, cuando dejé de oír pasos, me escondí lo mejor posible y me eché a


dormir. Casi esperaba no despertarme de ese sueño, o despertarme con un
cuchillo en la garganta, pero nada de eso ocurrió. Soñando con agua, dormí
hasta bien pasado el amanecer y me desperté solo y aterido.
En ese momento me tenían sin cuidado los pasos, los guardianes, el
anillo o cualquier cosa de ese lugar maldito. Mi único deseo era irme, y lo
más rápido posible; y me encantó —aunque no habría podido explicar por
qué— descubrir que en el camino hacia la ladera noroeste de la montaña no
tendría que volver a pasar por el edificio circular.
Muchas veces sentí que me había vuelto loco, pues he tenido muchas
grandes aventuras, y las más grandes son las que con más fuerza actúan
sobre nuestra mente. Así fue en ese momento. Un hombre, más corpulento
que yo y mucho más ancho de hombros, se adelantó entre los pies de un
catafracto, y fue como si una de las monstruosas constelaciones de la noche
hubiese caído a Urth vestida con la carne de la especie humana. Porque el
hombre tenía dos cabezas, como el ogro de un cuento olvidado de Las
Maravillas de Urth y el Cielo.
Instintivamente me llevé la mano al hombro y empuñé la espada. Una
de las cabezas rio; nadie hasta entonces se había atrevido a reír cuando yo
desnudaba la gran hoja.
—¿Por qué te alarmas? —dijo—. Veo que estás tan bien equipado como
yo. ¿Cómo se llama tu amiga?
Por sorprendido que estuviera, no pude dejar de admirar su audacia.
—Se llama Terminus Est —dije, y volví la espada para dejarle ver la
escritura en el acero.
—«Ésta es la Línea que Divide». Muy bien. Realmente muy bien, y
sobre todo es bueno que lo leamos aquí y ahora, porque ya se sabe que esta
época separará lo nuevo de lo viejo como nunca había ocurrido en el
mundo. Mi amigo se llama Piatón, lo que me temo no significa gran cosa.
Como sirviente es inferior a la que tienes tú, aunque quizá sea mejor
montura.
Al oír el nombre, la otra cabeza abrió del todo los ojos, que habían
estado medio cerrados, y los puso en blanco. La boca se le movió como si
fuese a hablar, pero no salió ningún sonido. Pensé que era una especie de
idiota.
—Pero ahora puedes guardar el arma. Como ves, yo estoy desarmado,
aunque ya bicapitado, y en todo caso no tengo malas intenciones.
Mientras hablaba levantó las manos, y se volvió de un lado y de otro,
para mostrarme que iba totalmente desnudo, algo que ya había quedado
suficientemente claro.
Pregunté:
—¿Eres quizás el hijo del hombre muerto que vi en el edificio redondo
de allá atrás?
Yo había envainado Terminus Est mientras hablaba, y él dio un paso
adelante y dijo:
—De ningún modo. Soy ese hombre.
En mis pensamientos, Dorcas brotó como del agua marrón del Lago de
los Pájaros, y de nuevo sentí que me aferraba la mano con una mano
muerta. Antes de saber que estaba hablando, balbuceé:
—¿Yo te volví a la vida?
—Digamos más bien que tu llegada me despertó. Tú creíste que estaba
muerto cuando sólo estaba seco. Bebí y, como ves, estoy vivo de nuevo.
Beber es vivir, bañarse en agua es volver a nacer.
—Si lo que dices es verdad, es prodigioso. Pero por mi parte tengo
ahora demasiada necesidad de agua como para pensar mucho en esto. Dices
que has bebido, y el modo de decirlo indica al menos que me miras
amistosamente. Demuéstralo, por favor. Hace mucho tiempo que no como
ni bebo.
La cabeza que hablaba sonrió.
—Tienes la manera más maravillosa de encajar en cualquier cosa que yo
planee; hay en ti, incluso en tu ropa, un aire de propiedad que me resulta
delicioso. Justamente iba a sugerirte que fuéramos adonde hay comida y
bebida en abundancia. Sígueme.
Creo que en ese momento habría seguido adonde fuese a cualquiera que
me prometiera agua. Desde entonces he intentado convencerme de que fui
por curiosidad, o porque esperaba conocer el secreto de los grandes
catafractos; pero cuando recuerdo esos momentos e indago cómo estaba mi
mente, no encuentro otra cosa que desesperación y sed. La cascada de
arriba de la casa de Casdoe urdía sus columnas de plata ante mis ojos, y
recordaba la Fuente Vática de la Casa Absoluta, y el torrente de agua que
caía del acantilado de Thrax cuando abrí la compuerta para inundar la
Víncula.
El hombre de dos cabezas caminaba delante como si estuviese seguro de
que yo lo seguiría, e igualmente seguro de que no me atrevería a atacarlo.
Cuando doblamos por una esquina comprendí por primera vez que yo no
había estado, al contrario de lo que pensaba, en una de esas calles radiales
que llevaban al edificio circular. Ahora lo teníamos enfrente. Había una
puerta —aunque no la misma por la que había pasado con Severian chico—
abierta como antes, y entramos.
—Ven —dijo la cabeza que hablaba—. Sube.
Lo que señalaba era algo parecido a un bote, y estaba por dentro
totalmente forrado de hojas como el bote de nenúfares del jardín del
Autarca; sin embargo no flotaba en el agua sino en el aire. Cuando yo toqué
la borda, el bote se hamacó y cabeceó bajo mi mano, aunque el movimiento
fue casi imperceptible.
—Esto tiene que ser una voladora. Nunca había visto una de tan cerca.
—Si las voladoras fueran golondrinas, esto sería…, no sé…, un gorrión,
quizás. O un topo, o el pájaro de juguete que los niños golpean con paletas
y hacen volar de uno a otro. La cortesía, me temo, exige que subas tú
primero. Te aseguro que no hay peligro.
De todos modos, me resistía a moverme. La nave tenía algo tan
misterioso que por el momento yo no me atrevía a poner el pie en ella. Al
fin dije:
—Vengo de Nessus y de la margen oriental del Gyoll, y allí nos enseñan
que el pasajero de honor de cualquier embarcación es el último en subir y el
primero en bajar.
—Precisamente —replicó la cabeza que hablaba, y sin darme tiempo a
comprender lo que ocurría, el hombre de dos cabezas me agarró por la
cintura y me tiró adentro como hubiera tirado yo al niño. El bote se hundió
y balanceó bajo el impacto de mi cuerpo, y un momento después se sacudió
violentamente cuando el de las dos cabezas saltó a mi lado—. Supongo que
no esperarías tener prioridad sobre mí.
Susurró algo y el velero se puso en movimiento. Al principio planeó
lentamente hacia adelante, pero al rato ya ganaba velocidad.
—La verdadera cortesía —continuó la cabeza— merece su nombre. Es
cortesía lo que es verídico. Cuando el plebeyo se arrodilla ante el monarca,
le está ofreciendo el cuello. Lo ofrece porque sabe que su señor puede
tomarlo si quiere. La gente así, vulgar, dice, o más bien decía, en tiempos
antiguos y mejores, que yo no amo la verdad. Pero la verdad es que lo que
amo es justamente la verdad, un reconocimiento abierto de los hechos.
Todo este tiempo estuvimos tendidos, separados por apenas un palmo.
La cabeza idiota, que la otra había llamado Piatón, me miraba con ojos
saltones y movía los labios mientras la otra hablaba, soltando un confuso
balbuceo.
Intenté sentarme. El hombre de dos cabezas me agarró con brazo de
hierro, y mientras me tendía de nuevo, dijo:
—Es peligroso. Estas naves están hechas para acostarse. No querrás
perder la cabeza, ¿no? Es casi tan malo, créeme, como tener una de más.
El bote inclinó el morro y se zambulló en la oscuridad. Por un momento
pensé que moriríamos, pero la sensación se transformó en otra, de
regocijante velocidad, el tipo de emoción que había sentido de niño cuando
en invierno nos deslizábamos entre los mausoleos montados en ramas de
árboles. Una vez que me hube acostumbrado, pregunté:
—¿Naciste como eres ahora? ¿O de algún modo te impusieron a Piatón?
—Ya empezaba a darme cuenta, creo, de que mi vida dependía de averiguar
todo lo posible sobre ese extraño ser.
La cabeza que hablaba rio.
—Mi nombre es Tifón. Puedes llamarme así. ¿Has oído hablar de mí?
En un tiempo goberné este planeta, y muchos más.
Yo estaba seguro de que mentía, así que dije:
—Aún resuenan ecos de tu poder…, Tifón.
Volvió a reírse.
—Ibas a llamarme Emperador o algo por el estilo, ¿verdad? Ya lo harás.
No, no nací como soy ahora, ni en realidad nací, en el sentido en que tú lo
dices. Tampoco me injertaron a Piatón. Yo fui injertado en él. ¿Qué opinas?
Ahora el bote se movía tan rápido que el aire nos silbaba sobre las
cabezas, pero el descenso me pareció menos abrupto que antes. Mientras yo
hablaba, llegó casi a estabilizarse.
—¿Y tú lo querías?
—Yo lo ordené.
—Entonces opino que es muy extraño. ¿Por qué tenías que querer algo
así?
—Para poder vivir, por supuesto. —Había oscurecido demasiado como
para ver cualquiera de las dos caras, aunque tenía la de Tifón a menos de un
codo de la mía—. Toda vida actúa para preservar su vida: es lo que
denominamos Ley de la Existencia. Nuestros cuerpos, como sabes, mueren
mucho antes que nosotros. En realidad, sería justo decir que morimos
solamente porque mueren ellos. Los médicos, de los cuales tengo
naturalmente los mejores de muchos mundos, me dijeron que acaso me
fuera posible tomar un cuerpo nuevo, y su primera idea fue alojarme el
cerebro en el cráneo previamente ocupado por otro. ¿Adviertes el
inconveniente?
Preguntándome si hablaba en serio, dije:
—No, me temo que no.
—La cara… ¡La cara! Se habría perdido la cara, ¡y es a la cara a lo que
los hombres están acostumbrados a obedecer! —Su mano me aferró el
brazo en la oscuridad—. Les dije que no serviría. Luego vino uno y sugirió
que podía sustituirse la cabeza entera. Sería aún más fácil, dijo, porque
quedarían intactas las complejas conexiones neurales que controlan el habla
y la vista. Prometí que si tenía éxito le daría un palatinado.
—Me da la impresión de que… —empecé.
Tifón se rio una vez más:
—Habría sido mejor quitar primero la cabeza original. Sí, es lo mismo
que siempre pensé yo. Pero la técnica de montar las conexiones neurales era
difícil, y él descubrió que la mejor manera (todo esto con sujetos
experimentales que yo le proporcionaba) consistía en transferir
quirúrgicamente sólo las funciones voluntarias. Hecho eso, las involuntarias
se transferirían por sí mismas, en un momento u otro. Entonces podría
extirparse la cabeza original. Quedaría una cicatriz, claro, pero fácil de
cubrir con una camisa.
—Pero ¿salió algo mal? —Yo ya me había apartado de él todo lo que
podía en la estrechez del bote.
—Sobre todo fue cuestión de tiempo. —El terrible vigor de la voz, que
había sido implacable, ahora pareció menguar—. Piatón era esclavo mío…
No el más corpulento, pero sí el más fuerte de todos. Le hicimos pruebas.
Nunca se me ocurrió que alguien con la fuerza de él pudiera también ser
fuerte en aferrarse a la acción del corazón.
—Entiendo —dije, aunque en realidad no entendía nada.
—Era además un período muy confuso. Mis astrónomos me habían
dicho que la actividad de este sol decaería lentamente. Demasiado
lentamente, en verdad, como para que el cambio pudiera advertirse en el
curso de una vida humana. Se equivocaron. A lo largo de pocos años el
calor del mundo descendió en casi dos milésimas, y luego se estabilizó.
Fracasaron las cosechas, y hubo hambrunas y disturbios. Tendría que
haberme marchado entonces.
—¿Por qué no lo hiciste?
—Me pareció que hacía falta una mano firme. Sólo puede haber una
mano firme, sea la del gobernante o la de otro…
»Luego había aparecido un hacedor de milagros. No era realmente un
alborotador, por más que algunos de mis ministros dijeran que sí. Yo me
había retirado aquí hasta que se completara el tratamiento, y como parecía
que ese hombre ahuyentaba los males y las deformidades, ordené que me lo
trajeran.
—El Conciliador —dije, y un momento después me habría cortado las
venas por haber abierto la boca.
—Sí, ése era uno de sus nombres. ¿Sabes dónde está ahora?
—Hace muchas quilíadas que murió.
—Y sin embargo sigue aquí, ¿no es cierto?
Ese comentario me sobresaltó tanto que miré la bolsita que me colgaba
del cuello para ver si emitía luz celeste.
En ese momento, la nave en que íbamos levantó la proa y empezó a
subir. Alrededor, el quejido del aire se transformó en el bramido de un
torbellino.
XXVI

Los ojos del mundo

Quizá la luz gobernaba el bote; bastó que alrededor hubiera un fogonazo


para que se detuviese. Si en la falda de la montaña yo había sufrido el frío,
eso no era nada comparado con lo que sentía ahora. No soplaba viento, pero
hacía más frío que en el más crudo de los inviernos que yo recordara, y el
esfuerzo de sentarme me mareó.
Tifón bajó de un salto:
—Hacía muchísimo tiempo que no venía aquí. Bien, da gusto volver a
casa.
Estábamos en una cámara vacía excavada en la roca viva, un lugar
grande como una sala de baile. En el extremo opuesto dos ventanas
circulares dejaban entrar la luz; Tifón fue rápidamente hacia ellas. Estaban
separadas por unos cien pasos, y cada una tenía alrededor de diez codos de
ancho. Lo seguí hasta que noté que sus pies descalzos dejaban visibles
huellas oscuras. Por las ventanas había entrado nieve y se había acumulado
en el suelo de piedra. Caí de rodillas, ahuequé las manos y me llené la boca.
Nunca he probado nada más delicioso. En el acto, el calor de la lengua
pareció fundirla en néctar; sentí realmente que podía quedarme toda la vida
allí, de rodillas, devorando nieve. Tifón se volvió, y al verme se echó a reír.
—Me había olvidado de lo sediento que estabas. Adelante. Tenemos
tiempo de sobra. Lo que quería enseñarte puede esperar.
Como antes, la boca de Piatón también se movió, y me pareció captar
una expresión de simpatía en esa cara idiota. Eso me hizo volver en mí,
posiblemente sólo porque ya había tragado varios bocados de nieve
derretida. Después de tragar una vez más me quedé donde estaba, juntando
un nuevo puñado, pero dije:
—Me has mencionado a Piatón. ¿Por qué no puede hablar?
—El pobre individuo no sabe cómo respirar —dijo Tifón. Vi que en ese
momento tenía una erección, que atendía con una mano—. Ya te he dicho
que yo controlo todas las funciones voluntarias; y pronto controlaré también
las involuntarias. Así que aunque el pobre Piatón pueda mover aún la
lengua y moldear los labios, es como un músico que aprieta las llaves del
instrumento pero no puede soplar. Cuando te hayas saciado de nieve
dímelo, y te enseñaré dónde conseguir algo de comida.
Volví a llenarme la boca y tragué.
—Suficiente. Sí, tengo mucha hambre.
—Bien —dijo él, y se apartó de las ventanas para ir a una pared lateral
de la cámara. Al acercarme descubrí que por lo menos no era (como yo
había pensado) una pared de piedra. Parecía en cambio una especie de
cristal, o de grueso vidrio ahumado; a través de él se veían panes y muchos
platos extraños, tan quietos y perfectos como en una pintura.
—Llevas un talismán de poder —me dijo Tifón—. Tendrás que dármelo
para que yo pueda abrir la despensa.
—Me temo que no te comprendo. ¿Quieres mi espada?
—Quiero eso que llevas en el cuello —dijo él, y tendió la mano.
Di un paso atrás.
—No tiene ningún poder.
—Entonces no pierdes nada. Dámelo. —Mientras Tifón hablaba, la
cabeza de Piatón se movía casi imperceptiblemente de un lado a otro.
—Es sólo una curiosidad —dije yo—. En una época pensé que tenía
mucho poder, pero cuando intenté revivir a una mujer hermosa que
agonizaba no tuvo efecto, y ayer no pudo recuperar al niño que viajaba
conmigo. ¿Cómo supiste que lo tenía?
—Os estuve observando, claro. Subí lo bastante alto como para veros
bien. Cuando mi anillo mató al niño y tú fuiste hacia él, vi el fuego sagrado.
Si no quieres, en realidad no tienes que ponérmela en la mano…
Simplemente haz lo que te diga.
—Entonces podrías habernos prevenido —dije yo.
—¿Y por qué? En ese momento vosotros no erais nada para mí.
¿Quieres comer o no?
Saqué la gema. Después de todo Dorcas y Jonas la habían visto, y yo
había oído que en grandes ocasiones las Peregrinas la exhibían en un
ostensorio. En la palma de mi mano parecía un trozo de cristal azul, sin
nada de fuego.
Tifón se inclinó a mirarla con curiosidad.
—Poco impresionante. Ahora arrodíllate.
Me arrodillé.
—Repite conmigo: por todo lo que este talismán representa, juro que a
cambio de la comida que reciba seré criatura de aquél que llaman Tifón,
rindiéndole…
Se estaba cerrando una trampa al lado de la cual la red de Decumano
parecía un intento precoz y primitivo. Ésta era tan sutil que yo apenas la
notaba, y sin embargo sentía que los hilos eran todos de acero tensado.
—… todo cuanto tenga y todo cuanto yo sea, lo que poseo ahora y lo
que poseeré en días por venir, viviendo y muriendo según se le antoje.
—He roto juramentos otras veces —dije—. Si hiciera éste, lo rompería.
—Entonces hazlo —dijo él—. No es más que una fórmula que debemos
seguir. Hazlo, y yo puedo librarte en cuanto acabes de comer.
En vez de obedecerle, me levanté.
—Dijiste que amabas la verdad. Ahora ya comprendo por qué… Es la
verdad lo que ata a los hombres. —Guardé la Garra.
De no haberlo hecho, un momento después se habría perdido para
siempre. Tifón me agarró, sujetándome los brazos a los lados para que no
pudiera sacar Terminus Est, y corrió conmigo hasta una de las ventanas. Yo
luchaba, pero como lucha un cachorro en las manos de un hombre fuerte.
El tamaño de la ventana era tal que cuando nos acercamos no parecía en
absoluto una ventana; era como si una parte del mundo exterior se hubiera
introducido en el recinto, una parte que no consistía en los campos y árboles
de la base de la montaña, que era lo que yo había esperado, sino en una
mera extensión, un fragmento del cielo. La pared de roca de la cámara, de
menos de un codo de espesor, retrocedió flotando en el ángulo de mi visión
como la borrosa línea que vemos al nadar con los ojos abiertos, y que es la
divisoria entre el agua y el aire.
Luego estuve afuera. Ahora Tifón me sostenía por los tobillos pero,
fuese por el grosor de mis botas o por el pánico, durante un momento sentí
que nada me sostenía. Estaba de espaldas a la masa de la montaña. La
Garra, en su blanda bolsa, me colgaba bajo la cabeza, retenida por la
barbilla. Recuerdo haber sentido un miedo repentino, absurdo, de que
Terminus Est resbalara y saliera de la vaina.
Levanté el cuerpo con los músculos del abdomen, como un gimnasta
colgado de la barra por los pies. Tifón me soltó un tobillo para darme un
puñetazo en la boca, de modo que caí de nuevo hacia atrás. Grité, e intenté
limpiarme de los ojos la sangre que me chorreaba de los labios.
La tentación de sacar la espada, volver a incorporarme y descargar un
golpe era casi demasiado fuerte para resistirla. Pero sabía que no podía
hacerlo sin darle a Tifón tiempo de sobra para advertir lo que yo intentaba y
dejarme caer. Aunque yo tuviera éxito, moriría.
—Y ahora te recomiendo… —la voz de Tifón me llegaba de arriba,
aparentemente lejana en esa inmensidad dorada— que pidas a tu talismán
toda la ayuda que pueda proporcionarte.
Hizo una pausa, y cada momento parecía la Eternidad misma.
—¿Te puede ayudar?
Conseguí gritar:
—No.
—¿Comprendes dónde estás?
—Me di cuenta. En la cara. La montaña autarca.
—Es mi cara… ¿Te habías dado cuenta? Yo era el autarca. Yo, que
ahora vuelvo. Estás en mis ojos, y lo que tienes a tu espalda es el iris de mi
ojo derecho. ¿Comprendes? Eres una lágrima, una sola lágrima negra que
yo lloro. Dentro de un instante puedo dejarte caer para que me manches la
túnica. ¿Quién puede salvarte, Portador del Talismán?
—Tú. Tifón.
—¿Solamente yo?
—Solamente Tifón.
Me subió, y yo me aferré a él como una vez el niño se había aferrado a
mí, hasta que estuvimos bien adentro de la gran cámara que era la cavidad
craneana de la montaña.
—Ahora —dijo— haremos un intento más. Has de venir de nuevo al ojo
conmigo, y esta vez voluntariamente. Tal vez te resulte más fácil si vamos
al izquierdo en lugar del derecho.
Me tomó del brazo. Se podría decir, supongo, que fui por voluntad
propia, porque lo acompañé caminando; pero creo que en mi vida he
caminado con menos ganas. Si algo me impedía negarme, era el recuerdo
de la humillación reciente. No paramos hasta llegar al borde mismo del ojo.
Debajo teníamos un océano de nubes ondulantes, azul de sombras donde no
estaba rosado por el sol.
—Autarca —le dije—, ¿cómo es que estamos aquí, cuando la nave en
que viajamos se hundió en un túnel tan largo?
Tifón desechó la pregunta encogiéndose de hombros.
—¿Por qué la gravedad tendría que servir a Urth, cuando puede servir a
Tifón? Y sin embargo Urth es bella. ¡Mira! Estás viendo el manto del
mundo. ¿No es hermoso?
—Muy hermoso —coincidí.
—Puede ser tu manto. Te he dicho que yo era autarca de muchos
mundos. Volveré a ser autarca, y esta vez de muchos más. Este mundo, el
más antiguo de todos, lo tomé por capital. Fue un error, pues cuando vino el
desastre tardé demasiado en marcharme. Para cuando hubiera huido, esa
huida ya no era posible: los que habían recibido de mí el control de las
naves capaces de alcanzar las estrellas, habían escapado en ellas, y me
encontré sitiado en esta montaña. No volveré a equivocarme así. Mi capital
estará en otro sitio, y este mundo te lo daré a ti, para que lo gobiernes como
administrador mío.
—No he hecho nada —dije yo— para merecer tan encumbrada
posición.
—Nadie, ni siquiera tú, Portador del Talismán, puede exigirme que
justifique mis actos. Calla y contempla tu imperio.
Abajo, a lo lejos, mientras él hablaba se había levantado un viento. Las
nubes bulleron, azotadas, se juntaron como soldados en filas ceñidas y
avanzaron rumbo al este. Debajo de ellas vi las montañas, y las llanuras
costeras, y más allá de las llanuras la tenue línea azul del mar.
—¡Mira! —Tifón señaló con la mano, y en ese momento un alfilerazo
de luz apareció en las montañas del nordeste—. Alguien ha usado allí un
arma de gran energía —dijo——. Tal vez el señor de esta época, tal vez sus
enemigos. Quienquiera que haya sido, ahora se ha revelado su
emplazamiento, y será destruido muy pronto. Los ejércitos de esta época
son débiles. Nuestros golpes los dispersarán como a paja en la cosecha.
—¿Cómo puedes saber todas esas cosas? —pregunté—. Hasta que mi
hijo y yo llegamos a ti, estabas como muerto.
—Sí. Pero he vivido casi un día y enviado mi pensamiento a lugares
lejanos. Ahora hay en el mar poderes capaces de gobernar. Ellos serán
siervos nuestros, y las hordas del norte son suyas.
—Y la gente de Nessus, ¿qué? —Yo estaba helado hasta los huesos; me
temblaban las piernas.
—Nessus será nuestra capital, si lo deseas. De tu trono de Nessus me
enviarás como tributo bellas mujeres y niños, artefactos y libros antiguos, y
todas las cosas buenas que produce este mundo de Urth.
Volvió a señalar. Vi los jardines de la Casa Absoluta como un manto
verde y oro tendido sobre un prado, y más allá la Muralla de Nessus, y la
poderosa ciudad misma, la Ciudad Imperecedera, esparciéndose en tantos
cientos de leguas que hasta las torres de la Ciudadela se perdían en esa
inacabable extensión de techos y calles serpenteantes.
—No hay ninguna montaña tan alta —dije—. Aunque ésta fuera la más
grande del mundo, y se alzara sobre la corona de la segunda, ningún
hombre podría ver tan lejos como yo veo ahora.
Tifón me tomó por el hombro.
—Esta montaña es todo lo alta que yo quiera. ¿Has olvidado de quién
tiene la cara?
No pude dejar de mirarlo.
—Necio —dijo—. Tú ves por mis ojos. Ahora saca el talismán. Te
tomaré juramento sobre él.
Saqué la Garra —por última vez, pensé— de la bolsa de cuero que le
había cosido Dorcas. En ese momento hubo abajo, a lo lejos, un leve
movimiento. La vista del mundo desde la ventana de la cámara seguía
siendo inconcebiblemente grandiosa, pero era sólo lo que un hombre podría
discernir desde un pico muy alto: el azul plato de Urth. Entre las nubes de
abajo vislumbré la falda de la montaña, con muchos edificios rectangulares,
el circular en el centro, y los catafractos. Lentamente éstos iban apartando
las caras del sol y volviéndolas hacia arriba, hacia nosotros.
—Me rinden honor —dijo Tifón. La boca de Piatón también se movía,
aunque no al mismo tiempo. Esta vez le presté atención.
—Antes estuviste en el otro ojo —le dije a Tifón— y no te honraron.
Saludan a la Garra. Autarca, ¿qué pasará con el Sol Nuevo, si al fin llega?
¿También serás enemigo de él, como fuiste enemigo del Conciliador?
—Jura, y créeme, que cuando llegue seré su señor, y él mi más abyecto
esclavo.
Entonces lancé el golpe.
Si se aplasta de cierta forma una nariz con el talón de la mano, el hueso
astillado se hunde en el cerebro. Hay que ser muy rápido, sin embargo,
porque al ver el golpe un hombre puede levantar las manos y protegerse la
cara sin necesidad de pensarlo. No fui tan rápido como Tifón, pero la cara
que las manos se alzaron a defender fue la suya. Yo golpeé a Piatón, y sentí
el pequeño pero terrible crujido que es el sello de la muerte. El corazón que
durante tantas quilíadas no le había servido, dejó de latir.
Un momento después, empujé con el pie el cuerpo de Tifón al
precipicio.
XXVII

Por altos senderos

El bote flotante no me obedecía, porque yo no conocía la palabra necesaria.


(He pensado muchas veces que esa palabra tenía que haber estado entre las
cosas que Piatón había intentado decirme, como me había dicho que le
quitara la vida; y ojalá le hubiese prestado atención antes). Al final me vi
obligado a descolgarme desde el ojo derecho de la montaña Autarca: el peor
descenso de mi vida. En este prolongado relato de mis aventuras, he dicho a
menudo que yo nunca olvido nada; pero de aquello he olvidado gran parte,
porque estaba tan exhausto que me movía como en sueños. Cuando al fin
me tambaleé entrando en la ciudad silenciosa y cerrada que se levantaba
entre los pies de los catafractos, me pareció que ya era casi de noche, y me
eché junto a un muro que me protegía del viento.

Hay una belleza terrible en las montañas, aun cuando lo ponen a uno cerca
de la muerte; en realidad creo que es entonces cuando se hace más evidente,
y que los cazadores que entran en las montañas bien vestidos y bien
alimentados y salen bien alimentados y bien vestidos pocas veces las ven.
Allí el mundo entero puede parecer una pila natural de agua clara, quieta y
fría como el hielo.
Aquel día bajé hasta muy lejos, y encontré altas planicies que se
extendían muchas leguas, planicies llenas de hierba tierna y de flores como
nunca se ven en alturas menores, flores pequeñas y rápidas en abrirse, más
perfectas y puras de lo que las rosas pueden ser nunca.
Con mediana frecuencia esas planicies estaban bordeadas de riscos. Más
de una vez pensé que ya no podría seguir hacia el norte y tendría que volver
sobre mis pasos; pero siempre encontraba un camino, por arriba o por
abajo, y así seguía adelante. No vi soldados ni a pie ni a caballo por debajo
de mí, y aunque en cierto modo fuera un alivio —pues había temido que la
patrulla del arconte siguiera aún tras mis pasos—, también era inquietante,
porque mostraba que me había alejado de las rutas por las que el ejército
recibía suministros.
El recuerdo del alzabo volvía para hostigarme; era posible que en las
montañas hubiera muchos más de su especie. Además, no podía sentirme
seguro de que estuviera realmente muerto. ¿Quién sabía qué poder de
recuperación poseía semejante criatura? Aunque a la luz del día lograba
olvidarlo, expulsándolo, por así decir, de mi conciencia con preocupaciones
sobre la presencia o ausencia de soldados, y las mil imágenes encantadoras
de picos y cataratas y valles que me asediaban la vista, el recuerdo
regresaba por la noche, cuando arrebujado en la manta y la capa y ardiendo
de fiebre, creía oír el mullido golpeteo de sus pies, el roce de sus garras.
Si, como suele decirse, el orden del mundo sigue un plan (lo mismo da
si concebido antes de su creación o desarrollado durante los billones de
eones de su existencia por la lógica inexorable del orden y el crecimiento),
todas las cosas han de contener, tanto la representación en miniatura de
glorias más altas, como el dibujo ampliado de cuestiones menores. Para
desviar mi atención circular del recuerdo del horror del alzabo, yo a veces
intentaba fijarla en esa faceta de su naturaleza que le permite incorporar
memorias y deseos de los seres humanos a los suyos. El paralelo en
cuestiones menores no me parecía importante. El alzabo podía compararse a
ciertos insectos que se cubren el cuerpo con ramitas y trozos de hierba para
que sus enemigos no los descubran. Visto desde cierto ángulo, no hay
engaño: las ramitas, los fragmentos de hojas están allí y son reales. Y sin
embargo dentro está el insecto. Así ocurría con el alzabo. Cuando, hablando
por la boca de la criatura, Becan me dijo que quería que su mujer y su hijo
se reunieran con él, creía estar describiendo sus propios deseos; con todo,
esos deseos servirían para alimentar al alzabo, que estaba dentro, y cuyas
necesidades y conciencia se ocultaban detrás de la voz de Becan.
De manera nada sorprendente, el problema de correlacionar el alzabo
con cierta verdad superior era más arduo; pero al fin decidí que podía
compararse a la absorción por el mundo material de pensamientos y actos
de seres humanos que, aunque ya no vivos, lo han marcado tanto con
actividades que en el sentido más amplio podemos llamar obras de arte,
sean edificios, canciones, batallas o exploraciones, que puede decirse que
aún después de que desaparecen siguen viviendo por algún tiempo. Fue
exactamente de esa manera que la niña Severa le sugirió al alzabo que
moviera la mesa para alcanzar así el desván de la casa de Casdoe, aunque la
niña Severa ya no estaba.
Entonces yo contaba con Thecla como consejera, y aunque tuviese
pocas esperanzas cuando la invoqué, y ella pocos consejos que darme, de
todos modos la habían prevenido muchas veces contra los peligros de la
montaña, y me impulsó a subir y seguir adelante, y a descender, siempre
hacia tierras más bajas y cálidas, con la primera luz.
Ya no estaba hambriento, porque el hambre es algo que desaparece
cuando uno no come. Apareció la debilidad en cambio, trayendo consigo
una límpida claridad mental. Luego, la tarde del segundo día después de
descolgarme de la pupila del ojo derecho, llegué al refugio de un pastor, una
especie de panal de piedra, y allí encontré una olla de cocina y cierta
cantidad de maíz molido.
A sólo una docena de pasos corría un manantial, pero no había
combustible. Pasé el atardecer recogiendo nidos abandonados en una pared
rocosa que había a media legua, y por la noche encendí fuego utilizando
Terminus Est como piedra de chispa, y herví el tosco alimento (que a causa
de la altitud me costó mucho cocer) y me lo comí. Fue, creo, una de las
mejores cenas de mi vida, y tuvo un esquivo pero inconfundible sabor a
miel, como si los granos secos hubieran conservado el néctar de la planta
igual que el centro de ciertas piedras conserva la sal de mares que sólo la
propia Urth recuerda.
Estaba decidido a pagar por lo que había comido, y hurgué en mi alforja
buscando algo al menos de igual valor para dejárselo al pastor. El libro
marrón de Thecla no podía cederlo; me calmé la conciencia recordándome
que, de todos modos, era improbable que el pastor supiera leer. Tampoco
iba a entregar mi piedra de afilar, tanto porque me recordaba el hombre
verde como porque habría sido un regalo de mal gusto allí, donde entre la
hierba joven abundaban piedras casi igual de buenas. No tenía dinero, pues
le había dejado hasta la última moneda a Dorcas. Al fin di con el mantón
rojo que habíamos encontrado en el barro de la ciudad de piedra, largo
tiempo antes de llegar a Thrax. Estaba manchado y era demasiado fino
como para calentar mucho, pero esperaba que las borlas y el color brillante
agradaran al que me había alimentado.
Nunca he comprendido del todo cómo llegó adonde lo encontramos, ni
si el extraño individuo que nos había llamado para poder tener ese breve
lapso de vida renovada lo había dejado atrás deliberada o accidentalmente
cuando la lluvia volvió a disolverle el cuerpo en el polvo que durante tanto
tiempo había sido. La antigua hermandad de sacerdotisas posee, fuera de
toda duda, poderes que rara vez o nunca usa, y no es absurdo suponer que
entre ellos está el de despertar de ese modo a los muertos. En ese caso, el
hombre puede haberlas llamado tal como nos llamó a nosotros, y acaso se
haya dejado el mantón por accidente.
Sin embargo, hasta en ese caso puede haberse servido a una autoridad
superior. Es de este modo como la mayoría de los sabios explican la
aparente paradoja de que aunque elegimos libremente hacer esto o lo otro,
cometer un crimen o robar por altruismo la sagrada distinción del Empíreo,
el Increado siempre domina el conjunto y lo sirven por igual (es decir,
totalmente) los que obedecen y los que se rebelan.
No sólo eso. Algunos, cuyos argumentos he leído en el libro marrón y
discutido varias veces con Thecla, han señalado que palpitando en la
Presencia moran multitud de seres que aunque en apariencia diminutos —
en realidad infinitamente pequeños—, por comparación son
correspondientemente vastos a los ojos de los hombres, para quienes su
señor es tan gigantesco que resulta invisible. (Este tamaño ilimitado lo
vuelve diminuto, de modo que la relación que tenemos con él es como la de
quienes caminan por un continente pero sólo ven bosques, pantanos, colinas
de arena y cosas así, y aunque quizá sientan algunas piedrecitas en los
zapatos, nunca reflexionan que la tierra que toda la vida han pasado por alto
está allí, andando con ellos).
Hay también otros sabios que dudando de la existencia del poder al que
sirven esos seres, a quienes se puede llamar amschaspandas, afirman no
obstante la existencia de éstos. Estas aseveraciones se basan no en
testimonios humanos —que abundan y a los cuales sumo el mío, pues vi un
ser semejante en el libro de espejos de las salas del padre Inire— sino y ante
todo en una teoría irrefutable, pues dicen que si el universo no fue creado
(de lo cual, por razones no enteramente filosóficas, consideran conveniente
descreer), tiene que haber existido siempre hasta el día de hoy. Y si esto es
así, el tiempo se extiende sin fin detrás del día presente, y en ese océano
ilimitado de tiempo necesariamente habrá de pasar todo lo concebible.
Seres como los amschaspandas son concebibles, puesto que ellos, y muchos
otros, los han concebido. Pero si alguna vez entraron en la existencia
criaturas tan poderosas, ¿cómo habrían de ser destruidas? Por lo tanto aún
existen.
Así pues, por la paradójica naturaleza del conocimiento, se comprende
que aunque pueda dudarse de la existencia del Ylem, la fuente primordial
de todas las cosas, no se puede dudar de la de sus sirvientes.
Y si tales seres existen sin duda, ¿no será posible que interfieran (si es
lícito llamarlo interferencia) en nuestros asuntos mediante accidentes como
la capa roja que yo dejé en el refugio? Interferir en la economía de un
hormiguero no requiere poder ilimitado: un niño puede removerlo con un
palo. No conozco pensamiento más terrible. (El de la propia muerte, que
popularmente se considera tan horroroso que es inconcebible, no me
perturba mucho; tal vez a causa de la perfección de mi memoria, es en mi
vida en lo que no puedo pensar).
No obstante, hay otra explicación: puede ser que todos los que buscan
servir a la Teofanía, y quizás incluso los que alegan servirla, estén, por
mucho que nos parezca que difieren y de hecho libren una especie de guerra
mutua, ligados como las marionetas del niño y el hombre que una vez vi en
un sueño y que aunque parecían combatir entre sí, en realidad estaban
controladas por un individuo invisible que manejaba los hilos de ambas. Si
éste es el caso, entonces tal vez el chamán que vimos fuera amigo y aliado
de esas sacerdotisas cuya civilización tanto se extiende en la misma tierra
en donde él, en primitivo salvajismo, una vez ofreció un sacrificio con
litúrgica rigidez de crótalos y tambores en el pequeño templo de la ciudad
de piedra.

Con la última luz del día siguiente a haber dormido en el refugio del pastor,
llegué al lago llamado Diuturna. Era ese lago, creo, y no el mar, lo que
había visto en el horizonte antes de que Tifón me encadenara la mente;
siempre y cuando, por cierto, el encuentro con Tifón y Piatón no haya sido
una visión o un sueño, del cual necesariamente desperté en el lugar donde
lo había empezado. No obstante, el lago Diuturna es en sí casi un mar,
suficientemente vasto como para que la mente no pueda comprenderlo; y al
fin y al cabo es la mente la que crea las resonancias que convoca esa
palabra: sin la mente sólo hay una fracción de Urth cubierta de agua
salobre. Aunque esta agua se encuentra a una altitud sustancialmente mayor
que la del mar, empleé la mayor parte de la tarde en descender hasta la
orilla.
La caminata fue una experiencia notable que todavía atesoro, quizá la
más hermosa que recuerdo —bien que hoy guarde en la mente las
experiencias de tantos hombres y mujeres—, pues mientras bajaba iba
atravesando el año. Al dejar el refugio, tenía por encima, por detrás y a la
derecha grandes campos de nieve y hielo, en los cuales despuntaban
peñascos aún más fríos que ellos, peñascos demasiado barridos por el
viento para retener la nieve, que esparciéndose caía y se fundía en los
tiernos prados de hierba que yo pisaba, la hierba de los primeros días de
primavera. A medida que avanzaba, la hierba se volvía más basta, y de un
verde más viril. Los sonidos de los insectos, de los que rara vez soy
consciente salvo si los he oído alguna vez, se reanudaron con un ruido que
me hacía pensar en la afinación de las cuerdas en el Salón Azul antes de que
empezara la cantilena, un ruido que a veces oía acostado en mi camastro,
cerca de la puerta abierta del dormitorio de los aprendices.
Empezaron a aparecer arbustos, que pese a su aspecto de fibrosa
resistencia no habían podido soportar las alturas donde vivían los pastos
tiernos; pero al examinarlos con cuidado descubrí que no eran arbustos,
sino plantas que yo conocía como árboles imponentes, atrofiados allí por la
brevedad del verano y la ferocidad del invierno, y que el maltrato partía a
menudo transformándolos en troncos cercenados, adustos. En uno de esos
árboles enanos encontré un zorzal en el nido, el primer pájaro que veía en
bastante tiempo, aparte de las aves rapaces de las cumbres. Una legua más y
oí el chillido de los cobayos, que tenían sus nidos entre los crestones
rocosos, y que asomaban moteadas cabezas de agudos ojos negros avisando
a sus parientes que yo me acercaba.
Una legua más y un conejo huyó de mí a los saltos, temeroso del
remolineante astara que yo no poseía. Para entonces yo estaba bajando
rápidamente, y tomé conciencia de la mucha fuerza que había perdido, no
sólo por hambre o enfermedad, sino por la inconsistencia del aire. Era como
si hubiera padecido un segundo mal, del cual no me enteré hasta que el
regreso de los árboles y los verdaderos arbustos trajo el remedio.
A esas alturas el lago ya no era una línea de azul brumoso; lo veía como
una extensión grande y monótona de agua acerada, moteada de barcas
hechas —según me enteraría más tarde— sobre todo de cañas, con un
pueblecito perfecto al final de la bahía, apenas a la derecha de mi
trayectoria de entonces.
Así como no me había percatado de mi debilidad, hasta que no vi las
barcas y las curvas esquinas de los techos de paja de la aldea, tampoco me
di cuenta de lo sólo que había estado desde la muerte del niño. Creo que era
más que simple soledad. Nunca había tenido tal necesidad de compañía, a
menos que fuera la compañía de alguien que considerase un amigo. En
verdad, rara vez he deseado conversar con desconocidos o ver caras
extrañas. Creo más bien que, en cierto modo, estando solo había tenido la
sensación de perder la individualidad; para el zorzal y el conejo yo no había
sido Severian, sino el Hombre. Si a muchos les gusta estar totalmente solos,
y sobre todo estar solos en lugares desiertos, es, creo, porque les complace
desempeñar ese papel. Pero yo quería ser de nuevo una persona particular, y
por eso necesitaba el espejo de otras, que me mostrarían que no era igual
que ellas.
XXVIII

La cena del atamán

Anochecía casi cuando llegué a las primeras casas. El sol desplegaba un


sendero de oro rojo sobre el lago, un sendero que parecía prolongar la calle
de la aldea hasta el margen del mundo, para que caminando por él se
pudiera salir al más vasto universo. Pero la propia aldea, por pequeña y
pobre que la viese al llegar, era suficiente para mí, que tanto había andado
por lugares altos y lejanos.
No había posada, y ya que ninguno de los que espiaban desde los
antepechos parecía muy deseoso de dejarme entrar, pregunté por la casa del
atamán, aparté de un empujón a la mujer gorda que abrió la puerta y me
puse cómodo. Cuando el atamán llegó a ver quién se había nombrado
huésped suyo, yo ya había sacado la piedra rota y el aceite y estaba atareado
con la hoja de Terminus Est mientras me calentaba ante el fuego. Él empezó
por inclinarse, pero tanta curiosidad tenía que mientras se inclinaba no
resistió la tentación de levantar los ojos, de modo que a mí me costó
contener la risa, cosa que habría sido fatal para mis planes.
—Bienvenido sea el optimate —dijo el atamán, hinchando las mejillas
arrugadas—. Muy bienvenido. Mi pobre casa, todo nuestro pobre pueblo,
está a su disposición.
—No soy un optimate —le dije—. Soy el Gran Maestro Severian, de la
Orden de los Buscadores de la Verdad y la Penitencia, comúnmente llamada
gremio de los torturadores. Has de dirigirte a mí, Atamán, como Maestro.
He tenido un viaje difícil y, si me proporcionas buena cena y lecho
tolerable, es improbable que deba molestaros mucho más, a ti o a tu gente,
hasta mañana por la mañana.
—Tendrá mi propia cama —se apresuró a decir—. Y toda la comida que
podamos ofrecer.
—Aquí tenéis sin duda pescado fresco y aves de agua. Comeré ambas
cosas. Y también arroz silvestre. —Recordé que una vez, discutiendo las
relaciones de nuestro gremio con los otros de la Ciudadela, el maestro
Gurloes me había dicho que una de las maneras más fáciles de dominar a un
hombre es pedirle algo que no pueda proporcionar—. Miel, pan fresco y
mantequilla serán suficientes, además de la verdura y la ensalada: como en
esto no tengo predilecciones, dejaré que me sorprendas. Que sea algo bueno
y que no haya comido nunca, así tendré una historia que llevar a la Casa
Absoluta.
Mientras yo hablaba los ojos del atamán se habían vuelto cada vez más
redondos, y a la mención de la Casa Absoluta, que indudablemente en su
aldea era apenas un lejanísimo rumor, parecieron salírsele de las órbitas.
Intentó murmurar algo sobre el ganado (presumiblemente que a esa altura
no alcanzaba a proporcionar mantequilla), pero yo lo despedí con una seña
y luego lo agarré del pescuezo por no haber cerrado la puerta.
Cuando se marchó, me arriesgué a quitarme las botas. Nunca conviene
aflojarse delante de los prisioneros (y ahora él y su aldea eran míos, pensé,
aunque no estuvieran recluidos), pero tenía la certeza de que nadie se
atrevería a entrar en la habitación hasta que hubiera alguna comida lista.
Acabé de limpiar y aceitar Terminus Est y le pasé la piedra de amolar lo
suficiente para restaurarle los filos.
Hecho esto, saqué mi otro tesoro (aunque en realidad no era mío) de su
bolsa y lo examiné a la luz del punzante fuego del atamán. Desde que había
abandonado Thrax, ya no me oprimía el pecho como un dedo de hierro;
durante el vagabundeo por las montañas, en ocasiones había llegado a
olvidar durante horas que la llevaba encima, y una o dos veces, al recordarla
finalmente, la había aferrado con terror pensando que la había perdido. En
la habitación cuadrada y de techo bajo del atamán, donde las redondeadas
piedras de las paredes parecían calentarse las panzas como burgueses, no
relumbraba como en la choza del muchacho tuerto; pero tampoco estaba tan
inerte como cuando se la había mostrado a Tifón. Ahora parecía relucir, y
casi habría podido imaginar que su energía se reflejaba en mi rostro. En el
centro, la marca con forma de media luna nunca había sido tan nítida, y
aunque estaba oscuro, emitía un punto luminoso como una estrella.
Por fin guardé la gema, algo avergonzado de haber jugado con algo tan
significativo como si fuera una chuchería. Saqué el libro marrón, y de haber
podido lo habría leído; pero aunque al parecer ya no tenía fiebre, aún estaba
muy fatigado, y al parpadeo del fuego las intrincadas y anticuadas letras
bailaban en las páginas y pronto me vencieron los ojos, de modo que la
historia que estaba leyendo parecía a veces un mero sinsentido, y otras
referirse a mis propias preocupaciones: viajes inacabables, la crueldad de
las muchedumbres, ríos teñidos de sangre. Una vez creí leer el nombre de
Agia, pero cuando volví a fijarme era la palabra agua: «… Un rastro de
agua que se perdía a los saltos retorciéndose entre las columnas del
caparazón…».
La página se presentaba luminosa pero indescifrable, como el reflejo de
un espejo visto en un estanque sereno. Cerré el libro y lo devolví a la
alforja, dudando de haber visto alguna de las palabras que un instante atrás
había leído. Sin duda Agia debía de haberse escapado por el techo de paja
de la casa de Casdoe. Ciertamente era retorcida, porque había hecho pasar
la ejecución de Agilus por un asesinato. Se dice que la gran tortuga que
según el mito sostiene el mundo y por ende corporiza la galaxia, sin cuyo
orden turbulento seríamos un solitario vagabundo del espacio, reveló en
otro tiempo la Norma Universal, perdida desde entonces, por la cual
siempre se podría estar seguro de actuar correctamente. El caparazón
representaba el cuenco del cielo; el plastrón, las llanuras de todos los
mundos. Las columnas del caparazón serían entonces los ejércitos del
Teologúmenon, terrible y centelleante…
Sin embargo, yo dudaba de haber leído algo de esto, y cuando volví a
sacar el libro no encontré la página por mucho que lo intenté. Aunque sabía
que la confusión se debía simplemente a la fatiga, el hambre y la luz, sentí
el miedo que en muchas ocasiones de mi vida me ha invadido cuando algún
incidente nimio me alerta sobre una incipiente locura. Contemplando el
fuego, me parecía más posible de lo que hubiera querido creer que algún
día, a causa tal vez de un golpe en la cabeza, o por algún motivo
imperceptible, mi imaginación y mi razón pudieran intercambiar sus
lugares, tal como dos amigos que ocupan cada día los mismos asientos de
un parque público, deciden al fin cambiarlos por ganas de novedad.
Entonces vería los fantasmas de mi mente como en la realidad, y sólo
percibiría la gente y las cosas del mundo real de ese modo tenue en que
vislumbramos nuestros miedos y ambiciones. Incluidos en este punto de mi
relato, estos pensamientos han de parecer premonitorios; sólo puedo
excusarlos diciendo que atormentado como estoy por mis recuerdos, he
meditado de la misma manera muy a menudo.
Un débil golpe a la puerta terminó con mi morboso ensueño. Me puse
las botas y exclamé:
—¡Adelante!
Una persona que se cuidó mucho de no mostrarse a mi vista, aunque
estoy bastante seguro de que era el atamán, empujó la puerta; y entró una
joven con una bandeja de metal cargada de platos. Sólo cuando la hubo
apoyado me di cuenta de que estaba totalmente desnuda, salvo por lo que al
principio tomé por joyas toscas, y sólo cuando se inclinó, llevándose las
manos a la cabeza a la manera norteña, vi que las bandas tenuemente
brillantes que llevaba en las muñecas, y que me habían parecido brazaletes,
eran grillos de acero blando unidos por una larga cadena.
—Su cena, Gran Maestro —dijo, y retrocedió hacia la puerta hasta que
vi cómo la carne de los muslos redondos se achataba contra la madera. Con
una mano intentó levantar el cerrojo; pero, aunque oí el leve traqueteo, la
puerta no cedió. Era obvio que el que la había hecho entrar en la habitación
mantenía la puerta cerrada desde afuera.
—Tiene un olor delicioso —dije yo—. ¿Lo has cocinado tú?
—Algunas cosas. El pescado y los buñuelos.
Me levanté, y apoyando Terminus Est contra la tosca mampostería de la
pared para no asustar a la muchacha, fui a examinar la comida: un pato
joven cortado en cuartos y asado, el pescado que ella había dicho, los
buñuelos (que resultarían ser de harina de anea con mejillones molidos),
patatas cocidas a la brasa y una ensalada de setas y legumbres.
—Nada de pan —dije—. Nada de miel ni de mantequilla. Esto se va a
saber.
—Esperábamos, Gran Maestro, que los buñuelos fueran aceptables.
—Comprendo que no es culpa tuya.
Había pasado mucho tiempo desde que yaciera con Cyriaca, y había
intentado no mirar a esa esclava, pero de pronto lo hice. El largo pelo negro
le caía hasta la cintura y la piel era casi del color de la bandeja que sostenía
en las manos; pero tenía el talle esbelto, algo bastante raro en las mujeres
autóctonas, y el rostro pícaro y hasta un poco afilado. Con toda su hermosa
piel y sus pecas, Agia tenía mejillas mucho más anchas.
—Gracias, Gran Maestro. Él quiere que me quede aquí a servirle
mientras come. Si usted no lo desea, ha de decirle que abra la puerta y me
deje salir.
—Le diré —dije levantando la voz— que se aleje de la puerta y deje de
oír lo que conversamos. Supongo que hablas de tu amo, ¿verdad? Del
atamán de este lugar.
—Sí, de Zambdas.
—¿Y tú cómo te llamas?
—Pía, Gran Maestro.
—¿Y cuántos años tienes, Pía?
Me lo dijo, y sonreí al descubrir que tenía exactamente la misma edad
que yo.
—Ahora tienes que servirme, Pía. Me sentaré aquí, frente al fuego,
donde estaba antes de que entraras, y ya puedes traerme la comida. ¿Alguna
vez has atendido una mesa?
—Oh, sí, Gran Maestro. Sirvo todas las comidas.
—Entonces has de saber lo que haces. ¿Qué recomiendas primero? ¿El
pescado?
La muchacha asintió.
—Pues tráeme eso, y el vino, y algunos de tus buñuelos. ¿Tú has
comido?
Pía sacudió tanto la cabeza que el pelo negro le danzó alrededor.
—Oh, no, pero no estaría bien que comiera con usted.
—Sin embargo, noto que puedo contar bastantes costillas.
—Si lo hiciera me pegarían, Gran Maestro.
—No mientras yo esté aquí, al menos. Pero no te obligaré. De todos
modos, quiero asegurarme de que no han puesto en ninguno de estos platos
algo que no le daría a mi perro, si todavía lo tuviera. Creo que el medio más
apropiado sería el vino. Si se parece a la mayoría de los vinos del campo,
será áspero pero dulce. —Llené hasta la mitad la copa de piedra y se la di
—. Bébete esto, y si no te desplomas de un ataque, yo también probaré una
gota.
Tuvo cierta dificultad en tragarlo, pero al fin lo consiguió y con ojos
acuosos me devolvió la copa. Entonces me serví un poco y lo bebí,
encontrándolo exactamente tan malo como esperaba.
Luego la hice sentarse a mi lado y comer uno de los pescados que ella
misma había freído en aceite. Cuando lo hubo acabado, comí yo también un
par. Eran tan superiores al vino como la delicada cara de ella a la del viejo
atamán: recogidos ese día, estaba seguro, y en aguas mucho más frías y
limpias que las de la barrosa margen inferior del Gyoll, de donde venía el
pescado al que yo me había acostumbrado en la Ciudadela.
—¿Siempre encadenan a los esclavos aquí? —le pregunté mientras
dividíamos los buñuelos—. ¿O tú has sido especialmente díscola, Pía?
—Soy del pueblo del lago —dijo ella, como si con eso me respondiera,
como sin duda habría sido el caso si yo hubiera conocido la situación local.
—Yo habría dicho que el pueblo del lago es éste. —Hice un gesto
abarcando la casa del atamán y la aldea en general.
—Oh, no. Éste es el pueblo de la costa. Nuestro pueblo vive en el lago,
en las islas. Pero a veces el viento empuja las islas hasta aquí, y Zambdas
teme que yo vea mi casa y me escape nadando. La cadena es pesada, ya ve
usted lo larga que es, y no me la puedo quitar. Y con el peso me ahogaría.
—A menos que encontraras un tronco que soportara el peso mientras tú
te impulsas con los pies.
Fingió que no me había oído.
—¿Querría un poco de pato, Gran Maestro?
—Sí, pero no hasta que tú lo hayas probado, y antes de hacerlo quiero
que me cuentes más sobre esas islas. ¿Dijiste que el viento las empuja hacia
aquí? Confieso que nunca oí hablar de islas empujadas por el viento.
Pía miraba ávidamente el pato, que en aquella parte del mundo tenía que
ser una delicadeza.
—He oído que hay islas que no se mueven. Ha de ser muy fastidioso,
supongo, y yo nunca he visto ninguna. Nuestras islas viajan de un lugar a
otro, y a veces ponemos velas en los árboles para que vayan más rápido.
Pero no navegan muy bien en el viento, porque no tienen el fondo listo,
como el de los barcos, sino bobo como el fondo de las bañeras, y a veces se
dan vuelta.
—Algún día quiero conocer tus islas, Pía. También quiero hacerte
volver a ellas, ya que se diría que es adonde tú quieres ir. Como le debo
algo a un hombre que se llamaba casi como tú, intentaré hacerlo antes de
marcharme. Mientras tanto, te conviene fortalecerte con un poco de este
pato.
Tomó un trozo, y después de haber tragado unos bocados se puso a
arrancar tiras que me daba en la boca con los dedos. Estaba muy bueno, tan
caliente que aún humeaba e imbuido de un delicado sabor que recordaba al
perejil, proveniente acaso de alguna planta acuática de la que esas aves se
alimentaban; pero también era fuerte y algo grasoso, y después de acabar la
mayor parte de un muslo comí unos pocos bocados de ensalada para
limpiarme el paladar.
Creo que luego comí algo más de pato, y entonces me llamó la atención
un movimiento en el fuego. Un fragmento de madera casi consumida e
incandescente había caído de los leños a las cenizas que había bajo la
parrilla, pero en vez de quedarse allí, apagándose hasta ennegrecer, pareció
avivarse, y en seguida se transformó en Roche, Roche con el feroz pelo rojo
convertido en verdaderas llamas, Roche con una antorcha en la mano, como
cuando éramos muchachos e íbamos a nadar a la cisterna, debajo del
Torreón de la Campana.
Tan extraordinario resultaba verlo allí, reducido a un micromorfo
resplandeciente, que me volví hacia Pía para señalárselo. Al parecer ella no
había visto nada; pero subido a su hombro, no más alto que mi pulgar,
medio escondido por el ondulante pelo negro, estaba Drotte. Cuando intenté
contárselo a ella, me oí hablar en una nueva lengua, siseando, gruñendo y
chasqueando. Nada de esto me produjo miedo, sólo un desapegado
asombro. Comprendía que lo que estaba hablando no era lenguaje humano,
y observaba la horrorizada expresión del rostro de Pía como si estuviera
contemplando una pintura antigua en la galería del viejo Rudisind, en la
Ciudadela; sin embargo, no podía transformar mis ruidos en palabras, ni
tampoco frenarlos. Pía lanzó un grito.
La puerta se abrió de golpe. Hacía tanto que estaba cerrada, que yo casi
había olvidado que no se le podía echar llave; el caso es que ahora estaba
abierta, y en el umbral había dos figuras. Al abrirse la puerta habían sido
hombres, hombres con las caras reemplazadas por retazos de piel tan suave
como la del lomo de las nutrias, pero hombres de todos modos. Un instante
más tarde se habían vuelto plantas, altos tallos de viridiana de los cuales
brotaban las afiladísimas hojas del averno, de extraños ángulos. Entre ellas
se escondían arañas: negras, blandas, de muchas patas. Traté de levantarme
de la silla, y saltaron hacia mí arrastrando hilos de gasa que brillaron a la
luz del fuego. Sólo tuve tiempo de ver y recordar la cara de Pía, con los ojos
dilatados y la delicada boca helada en un círculo de horror, antes de que una
Peregrina con pico de acero se encorvara para arrancarme la Garra del
cuello.
XXIX

La barca del atamán

Después de aquello estuve encerrado a oscuras durante lo que más tarde


supe que había sido toda la noche y la mayor parte de la mañana siguiente.
Pero aunque el lugar era oscuro, al principio no lo fue para mí, pues mis
alucinaciones no necesitaban vela alguna. Todavía puedo recordarlas, como
puedo recordar todo; pero no te aburriré con el catálogo entero de
fantasmas, mi remoto lector, aunque describirlos sería harto fácil. Lo que no
es fácil es la tarea de expresar mis sentimientos respecto a ellos.
Me habría aliviado mucho creer que en cierto modo estaban todos
contenidos en la droga que había tragado (que no era otra cosa, como me
figuré entonces y supe más tarde, cuando pude interrogar a los que atendían
a los heridos del ejército del Autarca, que las setas picadas de la ensalada),
del mismo modo que los pensamientos de Thecla y la personalidad de
Thecla, reconfortantes unas veces y otras perturbadores, estaban contenidos
en el fragmento de su carne que yo había comido en el banquete de
Vodalus. Pero yo sabía que eso no era posible, que todas las cosas que
estaba viendo, algunas divertidas, otras horribles y terroríficas, otras
meramente grotescas, eran productos de mi propia mente. O de la de
Thecla, que ahora era parte de la mía.
O mejor, como empecé a comprender allí a oscuras mientras miraba un
desfile de mujeres de la corte —exultantes inmensamente altas y con una
enhiesta gracia de porcelanas costosas, la tez maquillada con polvo de
perlas o diamantes y los ojos agrandados, como los de Thecla, por la
aplicación en la infancia de minúsculas dosis de ciertos venenos—,
productos mentales que existían ahora en la combinación de las mentes que
habían sido de ella y mía.
Severian, el aprendiz que yo había sido, el joven que había nadado bajo
el Torreón de la Campana, y que una vez había estado a punto de ahogarse
en el Gyoll, que en días de verano había vagado por la necrópolis en ruinas,
que en el nadir de la desesperación le había entregado a la Chateleine
Thecla el cuchillo robado, había desaparecido.
No estaba muerto. ¿Por qué había pensado que toda vida debía terminar
en la muerte, y nunca en algo distinto? No estaba muerto: se había
desvanecido como se desvanece una nota sola, para no reaparecer nunca,
cuando se vuelve parte indistinta e inseparable de una melodía improvisada.
Aquel joven Severian había odiado la muerte, y por la piedad del Increado,
piedad (como sabiamente se dice en muchos lugares) que nos confunde y
nos destruye, no murió.
Las mujeres giraban unos largos cuellos para mirarme. Las caras
ovaladas eran perfectas, simétricas, inexpresivas pero depravadas; y de
repente comprendí que no eran —o al menos no eran ya— las cortesanas de
la Casa Absoluta: se habían convertido en cortesanas de la Casa Azur.
El desfile de esas mujeres seductoras e inhumanas continuó cierto
tiempo, según la impresión que yo tenía, y a cada latido de mi corazón (del
cual fui consciente en ese momento como pocas veces antes o después,
tanto que era como si un tambor me vibrara en el pecho) invertían los
papeles sin cambiar el menor detalle de su apariencia. Así como a veces, en
sueños, he sabido que cierta figura era en realidad alguien a quien no se
parecía en nada, al instante supe que esas mujeres eran los ornamentos de la
presencia autarquial, y que al día siguiente serían vendidas por una noche a
cambio de un puñado de oricretas.
Durante todo ese lapso, y durante todos los períodos mucho más largos
que lo precedieron y siguieron, estuve muy incómodo. Las telarañas, que
gradualmente empecé a reconocer como redes de pesca, no habían sido
retiradas; pero también me habían atado con cuerdas, de modo que tenía un
brazo fuertemente apretado contra el flanco, y el otro doblado de tal modo
que los dedos, que pronto se durmieron, me tocaban casi la cara. Durante la
acción más intensa de la droga había perdido la continencia, y ahora tenía
los pantalones empapados de orina, fría y pestilente. Cuanto menos
violentas se hacían las alucinaciones y más largos los intervalos entre una y
otra, más me afligía mi desgraciada situación, y empecé a tener miedo de lo
que me ocurriría cuando al fin me sacaran de la barraca sin ventanas en
donde me habían tirado. Supuse que, a través de algún estafeta, el atamán se
había enterado de que yo no era quien fingía ser, y también, sin duda, de
que escapaba de la justicia del arconte; pues yo descontaba que de ningún
otro modo se habría atrevido a tratarme así. En tales circunstancias, sólo me
quedaba preguntarme si dispondría de mí él mismo (indudablemente por
tedio, en semejante lugar), me entregaría a un emarca menor o me
devolvería a Thrax. Decidí quitarme yo mismo la vida si se me concedía la
oportunidad, pero eso parecía tan improbable que en mi desesperación me
preparé para matarme en seguida.

Por fin se abrió la puerta. La luz, aunque sólo era la de una sombría
habitación en esa casa de muros gruesos, me cegó. Dos hombres me
arrastraron como si fuera un saco de grano. Tenían barbas tupidas, por lo
que supongo que eran los mismos que al irrumpir ante Pía y yo me habían
dado la impresión de tener pellejos de animales en vez de caras. Me
pusieron de pie, pero las piernas no me sostenían, y se vieron obligados a
desatarme y quitarme las redes que me habían apresado después de que
fracasaran las de Tifón. Cuando al fin pude mantenerme en pie, me dieron
un tazón de agua y una tira de pescado salado.
Al cabo de un rato entró el atamán. Aunque aparentara la misma
solemnidad que sin duda acostumbraba exhibir cuando dirigía los asuntos
de la aldea, no pudo evitar que le temblara la voz. Yo no podía entender por
qué seguía teniéndome miedo, pero obviamente era así. Como yo no tenía
nada que perder y todo que ganar en el intento, le ordené que me liberara.
—Eso no puedo hacerlo, Gran Maestro —dijo—. Actúo bajo
instrucciones.
—¿Puedo preguntar quién se ha atrevido a decirte que actuaras de este
modo con el representante de tu Autarca?
Se aclaró la garganta.
—Instrucciones del castillo. Anoche mi ave mensajera llevó el zafiro, y
esta mañana vino otra ave, con una señal que significa que debemos
trasladarlo allí.
Al principio supuse que estaba hablando del castillo de Acies, donde
estaba el cuartel general de uno de los escuadrones de dimarchi, pero un
momento después comprendí que era sumamente improbable que fuera tan
específico, estando al menos a dos docenas de leguas de las fortificaciones
de Thrax.
—¿Qué castillo es ése? —dije—. ¿Y prescriben tus instrucciones que
me limpie antes de presentarme allí? ¿Y que me haga lavar la ropa?
—Supongo que podría hacerse —dijo, vacilante; luego, a uno de los
hombres—: ¿Cómo está el viento?
El interrogado encogió un solo hombro, gesto que si bien para mí no
significaba nada, pareció transmitir información al atamán.
—De acuerdo —dijo éste—. No podemos dejarlo en libertad, pero le
lavaremos la ropa y le daremos algo de comer, si lo desea. —Iba ya a salir
cuando se volvió con una expresión casi de disculpa—. El castillo está
cerca, Gran Maestro; el Autarca, lejos. Usted comprende. En el pasado
hemos tenido grandes dificultades, pero ahora hay paz.
Yo habría discutido, pero no me dio la oportunidad. La puerta se cerró
tras él.
Vestida ahora con una bata raída, al poco rato entró Pía. Tuve que
someterme a la indignidad de que me desnudara y me lavara ella; pero pude
aprovechar el proceso para cuchichearle, y le pedí que se ocupase de que
enviaran mi espada adonde yo estuviera; pues esperaba escapar, aunque
tuviese que confesarme al amo del misterioso castillo y ofrecerle unir
nuestras fuerzas. Así como había hecho caso omiso de la sugerencia de que
un tronco podía mantener a flote el peso de su cadena, ahora no dio indicio
alguno de haberme oído; pero alrededor de una guardia más tarde, cuando,
de nuevo vestido, se me hizo desfilar hasta una barca para edificación de la
aldea, ella corrió tras la procesión acunando Terminus Est en los brazos. El
atamán, al parecer, había querido conservar un arma tan magnífica, y
regañó a la muchacha; pero mientras me arrastraban a bordo yo pude
advertirle que en cuanto llegara al castillo informaría a quien me recibiera
de la existencia de mi espada, y al final se rindió.
La embarcación era de una clase que yo no había visto nunca. Por la
forma podría haber sido un jabeque, afilado en los extremos, ancho en el
centro, con una larga popa colgante y una proa más larga todavía. Pero el
casco chato estaba hecho de gavillas de cañas resistentes sujetas como
mimbres. Como en un casco tan frágil no tenía cabida un mástil
convencional, en lugar de él había un artilugio triangular de palos. La
angosta base del triángulo iba de banda a banda; los largos lados isósceles
sostenían un bloque utilizado, en el momento en que el atamán y yo
subimos a bordo, para izar una verga oblicua que desplegó una vela de hilo
con rayas anchas. Ahora el atamán llevaba mi espada, pero justo cuando
arrojaban la amarra, Pía saltó en la barca con un tintineo de cadenas.
El atamán se puso furioso y le pegó, pero no es cosa fácil aferrar la vela
de una embarcación así y hacerla virar con golpes de timón, de modo que al
fin, a pesar de que la envió llorando a la proa, permitió que se quedase.
Aunque creía saber la razón, me arriesgué a preguntarle por qué la
muchacha quería ir con nosotros.
—Cuando no estoy yo en casa, mi mujer la maltrata —me contestó—.
Le pega y la tiene todo el día fregando. Es bueno para la chica,
naturalmente, y de ese modo se alegra cuando me ve volver. Pero prefiere
venir conmigo, y no la culpo.
—Yo tampoco —dije, intentado apartar la cara de su aliento agrio—.
Además, así verá el castillo, que me figuro que no habrá visto nunca.
—Ha visto los muros cientos de veces. Es del pueblo del lago, los que
no tienen tierra. El viento los empuja por ahí y lo ven todo.
Si a ellos los empujaba el viento, a nosotros también. Un aire puro como
el espíritu llenaba la vela rayada, hacía que incluso ese ancho casco
escorase, y nos propulsó sobre el agua hasta que la aldea desapareció bajo
la línea del horizonte; aunque los picos de las montañas siguieron viéndose,
como si se elevaran del agua misma.
XXX

Natrio

Tan primitivamente armados estaban esos pescadores de la orilla del lago


—tanto más primitivamente, por cierto, que los verdaderos primitivos
autóctonos que yo había visto en Thrax—, que tardé cierto tiempo en
comprender que tenían alguna arma. Había a bordo más que los necesarios
para ocuparse del timón y la vela, pero al principio supuse que estaban allí
como simples remeros, o para elevar el prestigio del atamán cuando me
presentara a su señor en el castillo. En los cintos llevaban cuchillos de hoja
recta y angosta como los que en todas partes usan los pescadores, y adelante
habían almacenado un haz de arpones con lengüetas, pero no les hice
mucho caso. No fue hasta que una de las islas que yo estaba tan deseoso de
ver se hizo visible, y noté que uno de los hombres pasaba los dedos por un
garrote bordeado de dientes de animal, que comprendí que los habían
llevado como guardias, y que en verdad había de qué defenderse.
La pequeña isla en sí no parecía fuera de lo común hasta que uno
reparaba en que realmente se movía. Era baja y muy verde, con una choza
diminuta (construida con cañas, como nuestra barca, y con techo del mismo
material) en el punto más alto. Había unos pocos sauces, y amarrada en la
orilla, una barca larga y angosta hecha asimismo de cañas. Cuando nos
acercamos más advertí que también la isla era de cañas, pero vivas. Los
tallos le daban su verdor característico; las raíces entrelazadas habían
formado la suerte de balsa que era la base. Sobre esa comprimida maraña
viviente se había acumulado tierra, o la habían acumulado los habitantes.
Los árboles que habían brotado allí esparcían sus raíces por las aguas del
lago. Había una pequeña franja de hortalizas.
Como el atamán y todos los que iban a bordo, salvo Pía, miraban la isla
con el entrecejo fruncido, yo la consideré favorablemente; y viéndola como
la veía yo entonces, un lunar verde contra el frío y aparentemente infinito
azul del rostro del Diuturna y el azul más hondo, más cálido pero realmente
infinito del cielo coronado por el sol y rociado de estrellas, era fácil amarla.
Si hubiera mirado ese paisaje como se puede mirar un cuadro, me habría
parecido más densamente simbólico —la línea plana del horizonte
dividiendo la tela en mitades iguales, la mota de verdor con los árboles
verdes y la choza marrón— que esas pinturas que los críticos suelen
desdeñar por su simbolismo. ¿Quién, de todos modos, habría podido decir
qué significaba? Es imposible, pienso, que todos los símbolos que vemos en
los paisajes naturales estén allí solamente porque nosotros los vemos. Nadie
vacila en tachar de locos a los solipsistas sinceramente convencidos de que
el mundo existe únicamente porque ellos lo observan y de que edificios,
montañas, e incluso nosotros mismos (con quienes han hablado hace apenas
un momento), todo se desvanece cuando ellos giran la cabeza. ¿No es
igualmente de locos creer que el significado de esos objetos se desvanece
del mismo modo? Si Thecla había simbolizado un amor del cual yo me
sentía indigno, como ahora sé que ocurría, ¿desaparecía su fuerza simbólica
cuando yo cerraba tras de mí la puerta de su celda? Sería como decir que la
escritura de este libro, en la cual he trabajado durante tantas guardias, se
desvanecerá en una bruma de bermellón cuando lo cierre por última vez y
lo despache a la biblioteca eterna conservada por el viejo Ultan.
La gran cuestión, pues, que yo meditaba mientras con ojos vehementes
miraba la isla flotante y me rozaba contra las ataduras y maldecía al atamán
con todo el corazón, es la de determinar qué significan esos símbolos en y
por sí mismos. Somos como niños que miran un párrafo impreso y ven una
serpiente en la penúltima letra y una espada en la última.
Ignoro qué mensaje se me dirigió en la pequeña choza hogareña y su
jardín verde suspendido entre dos infinitos. Pero el significado que yo leí
fue de libertad y de hogar, y sentí entonces un deseo de libertad, de la
libertad de errar a voluntad por los mundos inferiores y superiores, llevando
conmigo los consuelos necesarios, tan grande como no había sentido nunca:
ni cuando estuve preso en la antecámara de la Casa Absoluta ni cuando fui
cliente de los torturadores de la Vieja Ciudadela.
Entonces, justo en el momento en que más deseaba ser libre y
estábamos tan cerca de la isla como lo permitía nuestro curso, de la choza
salieron dos hombres y un niño de unos quince años. Se quedaron un
momento ante la puerta, mirándonos como si estuvieran midiendo la barca
y la tripulación. Además del atamán había a bordo cinco aldeanos, y parecía
claro que los isleños no podían contra nosotros, pero zarparon en su endeble
embarcación, los hombres remando en pos de nosotros mientras el chico
aparejaba una tosca vela de estera.
El atamán, que de vez en cuando se volvía a mirarlos, estaba sentado
junto a mí con Terminus Est sobre los muslos. A cada momento daba la
impresión de que estaba a punto de dejarla a un lado e ir a la popa a hablar
con el timonel, o adelante a conversar con los que se habían acomodado en
la proa. Yo tenía las manos atadas delante del cuerpo, y me hubiera llevado
sólo un instante desenvainar la hoja el ancho de un pulgar y cortar las
cuerdas, pero la ocasión no se presentó.
Una segunda isla apareció a la vista, y se nos unió otra barca, ésta con
dos hombres. Ahora la ventaja era menor, y el atamán llamó a uno de sus
aldeanos, y llevando mi espada dio uno o dos pasos hacia popa. Abrieron
una caja de metal escondida bajo la plataforma del timonel y sacaron un
tipo de arma que yo no había visto nunca, un arco hecho con dos arcos finos
atados, cada cual con su propia cuerda, a un artilugio que los mantenía
separados casi medio palmo. Las cuerdas también estaban unidas en los
centros, y la ligadura servía de disparador a cierto proyectil.
Mientras yo miraba el curioso artilugio, Pía se me acercó más.
—Me están vigilando —susurró—. Ahora no puedo desatarlo. Pero a lo
mejor… —Miró significativamente las barcas que seguían a la nuestra.
—¿Atacarán?
—No a menos que se les unan más. Sólo tienen arpones y pathos. —
Viendo mi gesto de incomprensión, añadió—: Garrotes con dientes… Uno
de éstos también tiene uno.
El aldeano que el atamán había llamado estaba sacando de la caja algo
que parecía un trapo enrollado. Lo desenvolvió en la tapa de la caja,
descubriendo varios trozos de metal gris plata, de aspecto oleoso.
—Balas de poder —dijo Pía. El tono era de miedo.
—¿Crees que vendrán más de los tuyos?
—Si pasamos por otras islas. Si uno o dos siguen a una barca de tierra
firme, todos hacen lo mismo para repartirse lo que se pueda sacar. Pero
pronto se verá de nuevo la costa… —Bajo la raída bata, los pechos se
alzaron cuando el aldeano se secó la mano en la chaqueta, tomó uno de los
proyectiles plateados y lo colocó en el tirador del doble arco.
—Es sólo como una piedra pesada… —empecé a decir. El hombre
estiró las cuerdas hasta su oreja y las soltó, lanzando el silbante proyectil
por entre los dos finos arcos. Pía se había asustado tanto que en parte yo
esperaba que la bala se transformara durante el vuelo, volviéndose quizás
una de esas arañas que a medias creía aún haber visto cuando, drogado, me
habían echado encima las redes de pesca.
No ocurrió nada semejante. El proyectil voló —una raya brillante— por
encima del agua y cayó en el lago a una docena de pasos de la proa de la
barca más cercana.
Durante el lapso de una respiración no pasó nada más. Luego hubo una
detonación aguda, una bola de fuego y un géiser de vapor. Algo oscuro,
aparentemente el mismo misil, todavía intacto e impelido por la explosión
que había causado, fue lanzado al aire sólo para volver a caer, esta vez entre
las dos barcas que nos perseguían. Siguió una nueva explosión, apenas
menos intensa que la primera, y uno de los botes quedó casi hundido. El
otro viró para huir. Vino una tercera explosión, y una cuarta, pero el
proyectil, cualesquiera que fuesen sus otros poderes, parecía incapaz de
rastrear las barcas como las nótulas de Hethor nos habían rastreado a Jonas
y a mí. Cada estallido lo llevaba más lejos, y después del cuarto al parecer
se agotó. Las dos barcas perseguidoras se pusieron fuera de alcance, pero el
mero coraje de emprender la caza me despertó admiración.
—Las balas de poder sacan fuego del agua —me dijo Pía.
Asentí.
—Ya veo. —Yo movía los pies debajo del asiento, tratando de encontrar
una base segura entre las gavillas de cañas.
Nadar con las manos atadas, incluso a la espalda, no es muy difícil;
Drotte, Roche, Eata y yo practicábamos natación con los pulgares pegados a
las nalgas, y yo sabía que maniatado como estaba por delante, podía
permanecer largo tiempo a flote si era preciso; pero me preocupaba Pía, y le
dije que se colocara lo más adelante posible.
—Pero entonces no podré desatarlo.
—Mientras nos estén vigilando no podrás nunca —susurré—. Ve
adelante. Si la barca se rompe, agárrate a un haz de cañas. Seguirán
flotando. No discutas.
Los hombres de la proa no la molestaron, y ella no se detuvo hasta el
lugar donde un cable de juncos trenzados formaba la roda del velero. Tomé
aliento y salté por la borda.
De haberlo deseado habría podido zambullirme sin rizar casi el agua,
pero en cambio me apreté las rodillas contra el pecho para salpicar todo lo
posible, y gracias al peso de las botas me hundí mucho más que si hubiese
estado desnudo. Justamente era eso lo que me preocupaba; después de que
el arquero del atamán disparara su misil, antes de la explosión había habido
una clara pausa. Sabía que, además de empaparlos a ambos, tenía que haber
mojado todos los proyectiles que había en el trapo aceitado; pero no estaba
seguro de que se apagasen antes de que saliera a la superficie.
El agua estaba fría y se hizo más fría a medida que yo bajaba. Abriendo
los ojos, vi un maravilloso color cobalto que se iba oscureciendo mientras
giraba a mi alrededor. Sentí una pavorosa urgencia de sacudirme las botas;
pero así hubiera vuelto a flote en seguida, y opté por llenarme la mente con
el prodigio del color y el recuerdo de los cadáveres indestructibles que
había visto en las montañas de desechos alrededor de las minas de Saltus:
cadáveres hundiéndose por siempre en el abismo azul del tiempo.
Lentamente me volví sin esfuerzo hasta que alcancé a distinguir el casco
azul de la barca del atamán suspendido más arriba. Por un momento la
mancha marrón y yo parecimos congelados en nuestras posiciones; yo
estaba debajo de ella como están los muertos bajo un ave carroñera que
parece flotar con las alas llenas de viento sólo un poco más cerca que las
estrellas inmóviles.
Luego, con los pulmones a punto de estallar, empecé a subir.
Como una señal oí la primera explosión, un estampido opaco y distante.
Nadé hacia arriba como las ranas, oyendo otra explosión y otra, cada cual
más aguda que la anterior.
Cuando mi cabeza rompió el agua, vi que la proa de la barca se había
abierto y los haces de cañas se esparcían como pajas de escoba. A la
izquierda, una explosión secundaria me ensordeció un momento y me
salpicó la cara con un rocío punzante como granizo. El arquero forcejeaba
no lejos de mí, pero el atamán (aferrando aún, me regocijó descubrir,
Terminus Est), Pía y los otros se abrazaban a los restos de la popa, que
gracias a la estabilidad de las cañas se mantenía aún a flote, aunque con el
extremo inferior debajo del agua. Me roí con los dientes las cuerdas de las
muñecas hasta que dos de los isleños me ayudaron a subir a su
embarcación, y uno de ellos me liberó de un tajo.
XXXI

El pueblo del lago

Pasé la noche con Pía en una de las islas flotantes, donde yo, que tantas
veces había entrado en Thecla estando ella desencadenada pero presa, entré
en Pía mientras estaba encadenada pero libre. Después ella descansó en mi
pecho y lloró de alegría; no tanto la alegría que obtuvo de mí, pienso, como
la de la libertad, aunque entre sus parientes isleños, que no tenían más metal
que el que conseguían comerciando o saqueando a los de la costa, no
hubiera un herrero capaz de romper los grillos.
He oído decir a hombres que han conocido muchas mujeres que al fin
llegan a descubrir semejanzas en la manera de amar de algunas, y por
primera vez mi experiencia me decía que era cierto, pues, con esa boca
hambrienta y ese cuerpo dúctil, Pía me recordó a Dorcas. Pero en cierta
medida también era falso; Dorcas y Pía eran parecidas en el amor como a
veces son parecidos los rostros de las hermanas, pero yo nunca las habría
confundido.
Al llegar a la isla yo había estado demasiado exhausto como para poder
apreciar sus maravillas, y el anochecer había sido inminente. Incluso ahora,
todo lo que recuerdo es que arrastramos la barquita hasta la orilla y
entramos en una choza donde uno de nuestros salvadores encendió una
pequeña fogata con madera de resaca y aceitó Terminus Est, que los isleños
le habían arrebatado al atamán prisionero. ¡Pero cuando Urth volvió de
nuevo el rostro hacia el sol, fue extraordinario apoyar una mano en el
gracioso tronco del sauce y sentir que la isla entera se mecía bajo mis pies!
Nuestros anfitriones nos prepararon pescado para el desayuno; no
habíamos acabado cuando llegó un bote con otros dos isleños que traían
más pescado y unas raíces que yo no había probado nunca. Los asamos en
las brasas y los comimos calientes. Más que a cualquier otra cosa, se me
ocurre, sabían a castañas. Llegaron tres botes más, luego una isla con cuatro
árboles y unas velas cuadradas combadas por el viento y aparejadas en las
ramas de cada uno, de modo que vista de lejos parecía una flotilla. El
capitán era un hombre mayor, lo más cercano a un jefe que tenían los
isleños. Se llamaba Llibio. Cuando Pía me lo presentó, me abrazó como los
padres abrazan a los hijos, algo que nadie me había hecho antes.
Cuando nos separamos, todos los demás, Pía incluida, se alejaron para
permitirnos hablar en privado si no subíamos la voz; algunos fueron a la
choza y el resto (en total unos diez) al otro lado de la isla.
—He oído que eres un gran luchador, y matador de hombres —empezó
Llibio.
Le respondí que efectivamente era matador de hombres, pero no grande.
—Sí, así son las cosas. Todo hombre lucha hacia atrás… para matar a
otros. Pero su victoria no estriba en matar a otros sino en matar ciertas
partes de sí mismo.
Para demostrar que lo comprendía, dije:
—Has de haber matado las peores partes de tu ser. Tu gente te ama.
—Ni siquiera en eso se puede confiar. —Hizo una pausa, observando el
agua—. Somos pobres y pocos, y alguna gente ha escuchado a otro en estos
años… —Meneó la cabeza.
—He viajado mucho, y he observado que generalmente los pobres son
más juiciosos y virtuosos que los ricos.
Sonrió.
—Eres amable. Pero nuestra gente es tan juiciosa y virtuosa que está
preparada para morir. Nunca hemos sido muy numerosos, y el invierno
pasado perecieron muchos cuando se heló buena parte del agua.
—No había pensado en lo difícil que ha de ser el invierno para tu gente,
sin lana ni pieles. Pero ahora que me lo señalas, tiene que ser muy duro.
El anciano sacudió la cabeza.
—Nos engrasamos, lo cual ayuda mucho, y las focas nos dan mejores
capotes que los que usan en la costa. Pero cuando llega el hielo las islas no
pueden moverse, y los de la costa no necesitan botes para llegar, y entonces
nos atacan con todo su poder. En el verano los combatimos cuando vienen a
llevarse nuestra pesca. Pero en el invierno ellos llegan por el hielo en busca
de esclavos, y nos matan.
Entonces pensé en la Garra, que el atamán me había arrebatado y había
enviado al castillo, y dije:
—Los de tierra firme obedecen al señor del castillo. Tal vez si ustedes
hicieran la paz con él, les ordenaría que dejaran de atacarlos.
—En una época, cuando yo era joven, estas rencillas se llevaban dos o
tres vidas al año. Luego llegó el constructor del castillo. ¿Conoces la
historia?
Negué con la cabeza.
—Venía del sur, de donde según me cuentan también vienes tú. Tenía
muchas cosas que los de la costa necesitaban, como plata y telas, y muchas
herramientas bien forjadas. Bajo su dirección ellos edificaron el castillo.
Eran los padres y abuelos de los que ahora son el pueblo de la costa.
Trabajaron para él con las herramientas, y como había prometido, les
permitió conservarlas cuando se acabó el trabajo, y les dio muchas cosas
más. Mientras trabajaban, el padre de mi madre fue a verlos y les preguntó
si no se daban cuenta de que estaban poniéndose un señor por encima, pues
el constructor del castillo podía hacer con ellos lo que se le antojara y luego
retirarse detrás de los fuertes muros que ellos habían construido, donde
nadie podría alcanzarlo. Ellos se rieron del padre de mi madre y dijeron que
eran muchos, lo cual era cierto, y el constructor del castillo uno solo, lo cual
también era cierto.
Le pregunté si alguna vez había visto al constructor, y en ese caso, cómo
era.
—Una vez. Estaba sobre una roca hablando con gente de la costa
cuando yo pasé en mi barca. Puedo decirte que era un hombre bajito, un
hombre que si hubieras estado allí, no te habría llegado más arriba del
hombro. Ningún hombre así inspira miedo. —Llibio volvió a callar, los
opacos ojos puestos no en el agua sino en tiempos muy pasados—. Y sin
embargo el miedo llegó. Se completó la muralla exterior, y los de la costa
volvieron a su caza, su pesca y sus rebaños. Luego el principal de ellos vino
a nosotros y dijo que les habíamos robado animales y niños, y que si no se
los devolvíamos nos destruirían.
Llibio me miró a la cara y me agarró la mano con una de las suyas, dura
como madera. En ese momento, viéndolo, vi también los años
desvanecidos. En aquel entonces tienen que haber parecido harto sombríos,
aunque el futuro que habían generado —el futuro en donde yo estaba
sentado con él, la espada sobre el regazo, oyendo su historia— era más
sombrío aún de lo que él pudiera haber imaginado. Con todo, había alegría
para él en esos años; había sido un joven fuerte, y aunque tal vez no
estuviera pensándolo, sus ojos recordaban.
—Les dijimos que nosotros no devorábamos niños ni necesitábamos
esclavos ni teníamos pasto para los animales. Quizá ya entonces sabían que
no habíamos sido nosotros, porque no vinieron a hacernos la guerra. Pero
cada vez que nuestras islas se acercaban a la costa, por las noches
escuchábamos los gemidos de sus mujeres.
»En esos tiempos, el día siguiente a la luna llena era día de mercado, y
algunos de nosotros íbamos a la costa por sal y cuchillos. Cuando llegó el
siguiente día de mercado, vimos que los de la costa sabían a dónde habían
ido a parar sus niños y sus animales, y murmuraban entre ellos. Entonces
les preguntamos por qué no iban al castillo y lo tomaban por asalto, pues
eran muchos. Pero en vez de eso agarraron a nuestros niños, y a hombres y
mujeres de todas las edades, y los encadenaron fuera de las casas para que
los raptaran en lugar de su gente; y hasta los arrastraron a los portones y allí
los dejaron atados.
Me atreví a preguntar cuánto hacía que pasaban esas cosas.
—Muchos años… Desde que yo era joven, ya te he dicho. A veces los
de la costa lucharon. Más a menudo no. En dos ocasiones vinieron
guerreros sureños, enviados por la orgullosa gente de las casas altas de la
costa sur. Mientras estuvieron aquí no hubo lucha, pero no sé qué se decía
entonces en el castillo. Una vez que estuvo acabado, nadie volvió a ver al
constructor.
Aguardó a que yo hablara. Yo tenía la sensación, que he tenido muchas
veces hablando con ancianos, de que las palabras que él decía y las que yo
oía eran muy diferentes, de que en sus frases había un tropel de indicios,
claves e implicaciones tan invisibles para mí como su aliento, como si el
Tiempo fuese una especie de espíritu blanco que se interponía entre
nosotros y con las mangas colgantes borraba lo que él decía antes de que yo
llegara a oírlo.
Por fin arriesgué:
—Tal vez haya muerto.
—Ahora vive allí un gigante malvado, pero nadie lo ha visto.
A duras penas pude reprimir una sonrisa.
—De todos modos, yo diría que esa presencia tiene que impedir en gran
medida que los de la costa ataquen el lugar.
—Hace cinco años se lanzaron sobre él de noche como pececillos sobre
un muerto. Incendiaron el castillo y mataron a los que encontraron.
—Entonces ¿siguen en guerra con vosotros sólo por costumbre?
Llibio sacudió la cabeza.
—Este año, después de que se fundió la nieve, volvió la gente del
castillo. Traían las manos llenas de regalos: riquezas, y las extrañas armas
que tú volviste contra los de la costa. También vinieron otros, pero si son
sirvientes o amos es algo que los del lago no sabemos.
—¿Del norte o del sur?
—Del cielo —dijo él, y señaló hacia donde las tenues estrellas colgaban
empañadas por la majestad del sol; pensando sin embargo que sólo quería
decir que los visitantes habían llegado en naves voladoras, yo no indagué
más.
Todo el día continuaron llegando los habitantes del lago. Muchos venían
en barcas como la que había seguido a la del atamán; pero otros prefirieron
acercar sus islas para unirse a la de Llibio, y al fin nos hallamos en medio
de un continente flotante. En ningún momento me pidieron directamente
que comandara un ataque contra el castillo. Sin embargo, a medida que
pasaba el día me fui dando cuenta de que lo deseaban, y que estaban
convencidos de que en efecto los guiaría. En los libros, creo, estas cosas se
hacen convencionalmente con discursos feroces; a veces la realidad es
distinta. Ellos admiraban mi altura y mi espada, y Pía les había dicho que
era representante del Autarca y que me habían enviado a liberarlos. Llibio
dijo:
—Aunque los que más sufrimos somos nosotros, los de la costa fueron
capaces de apropiarse del castillo. Ellos son más fuertes en la guerra, pero
no todo lo que quemaron lo han reconstruido, y no tuvieron un jefe del sur.
Interrogué a él y a otros sobre las tierras vecinas al castillo, y les dije
que no atacaríamos hasta que la noche dificultara a los centinelas advertir
que nos acercábamos. Aunque no lo expresé, también quería esperar a que
la oscuridad impidiera apuntar bien; si el amo del castillo le había dado
balas de poder al atamán, era probable que hubiese guardado para él armas
mucho más efectivas.

Cuando zarpamos, yo iba a la cabeza de unos cien guerreros, aunque la


mayoría sólo tenía lanzas con punta de omóplato de foca, pachos o
cuchillos. Inflaría mi amor propio escribir que yo había consentido guiar
ese pequeño ejército por sentido de la responsabilidad e interés en su difícil
situación, pero no sería cierto. Tampoco fui por miedo a lo que pudiesen
hacerme si me negaba, aunque sospechaba que si no lo hacía con
diplomacia, simulando dilaciones o ver algún beneficio en que los isleños
no combatieran, podía llegar a costarme caro.
La verdad es que sentía una coerción más fuerte que la de ellos. Llibio
llevaba alrededor del cuello un pez tallado en un diente; y cuando le
pregunté qué era me contestó que era Oannes, y lo tapó con la mano para
que yo no lo profanara con los ojos, pues sabía que yo no creía en Oannes,
seguramente el dios-pez de ese pueblo.
Yo no creía, pero tenía la sensación de saber todo lo que importaba
sobre Oannes. Sabía que debía vivir en las profundidades más oscuras del
lago, pero que en las tormentas se lo había visto saltar entre las olas. Sabía
que era el pastor de lo profundo, que llenaba las redes de los isleños, y que
los asesinos no podían hacerse al agua sin miedo a que Oannes se
apareciera por la borda, con los ojos como grandes lunas, a dar vuelta la
barca.
Yo no creía en Oannes ni le tenía miedo. Pero sabía, pensé, cuál era su
origen; sabía que en el universo hay una potencia que lo penetra todo, y de
la cual cada una de las otras es una sombra. Sabía que en último análisis mi
concepción de esa potencia era tan risible (y tan seria) como Oannes. Sabía
que a ella pertenecía la Garra, y sentía que únicamente de la Garra sabía
eso, únicamente de la Garra entre todos los altares y vestiduras del mundo.
La había tenido muchas veces en la mano, la había alzado por encima de mí
en la Víncula, había tocado con ella al ulano del Autarca, y a la chica
enferma de la choza de Thrax. Había poseído el infinito, y había esgrimido
su poder; ya no estaba seguro de que fuera a devolvérsela mansamente a las
Peregrinas, si es que algún día las encontraba, pero sabía con certeza que no
la perdería mansamente a manos de algún otro.
Además, me parecía que en cierto modo había sido elegido para ostentar
—aunque sólo fuera por un breve lapso— ese poder. Las Peregrinas lo
habían perdido por culpa de una irresponsabilidad mía: permitir que Agia
incitara al conductor a correr una carrera; de modo que había sido mi deber
cuidarlo, y usarlo, y acaso devolverlo, y sin duda lo era rescatarlo de las
manos, manos monstruosas por todo lo que sabía, en las que había caído
ahora debido a mi negligencia.
No había pensado, cuando empecé este relato de mi vida, revelar
ninguno de los secretos de nuestro gremio que el maestro Palaemon y el
maestro Gurloes me impartieron justo antes de ser ascendido, en la fiesta de
Sacra Katharine, al grado de oficial. Pero ahora diré uno, porque sin
conocerlo es imposible comprender lo que hice esa noche en el lago
Diuturna. Y el secreto es simplemente que los torturadores obedecemos. En
todo el empinado orden del cuerpo político, la pirámide de vidas
inmensamente más alta que cualquier torre material, más alta que el Torreón
de la Campana, más alta que el monte Tifón, la pirámide que se extiende
desde el Autarca sentado en el Trono del Fénix hasta el más humilde
empleado que desentierra cosas para el mercader más infame —una criatura
inferior al último de los mendigos—, nosotros somos la única piedra sólida.
Nadie obedece realmente a menos que por obediencia haga lo impensable;
nadie hace lo impensable salvo nosotros.
¿Cómo podía rehusar al Increado lo que voluntariamente le había dado
al Autarca cuando decapité a Katharine?
XXXII

Hacia el castillo

Las otras islas se habían separado, y aunque entre ellas se movían las barcas
y las velas iban totalmente desplegadas contra las ramas, no pude sino sentir
que estábamos inmóviles bajo las nubes presurosas, y que nuestro
movimiento sólo era la última ilusión de una tierra que se ahogaba.
Muchas de las islas flotantes que yo había visto aquel día permanecían
en la retaguardia como refugios de mujeres y niños. Quedaba media docena,
y yo iba en lo más alto de la de Llibio, la mayor de las seis. Además del
anciano y de mí, transportaba siete combatientes. Las otras islas llevaban
cuatro o cinco cada una. Además de las islas teníamos treinta barcas, cada
una con dos o tres tripulantes.
Yo no me engañaba pensando que nuestros cien hombres, con sus
cuchillos y arpones, constituyeran una fuerza formidable; un puñado de
dimarchi de Abdiesus los habrían dispersado como paja suelta. Pero eran
mis seguidores, y conducir hombres a la batalla es un sentimiento
incomparable.
En las aguas del lago no se veía un solo destello, salvo la verde luz
refleja que derramaba la miríada de hojas del Bosque de Lune, a unas
cincuenta mil leguas de distancia. Esas aguas me hacían pensar en el acero
pulido y aceitado. El débil viento las movía en largas olas sin espuma, como
colinas de metal.
Al cabo de un rato una nube oscureció la luna, y me pregunté
brevemente si la gente del lago no perdería el rumbo en la oscuridad. Sin
embargo, y por la forma en que manejaban sus veleros habría podido ser
una noche de luna llena, y aunque a menudo barcas e islas se acercaban
mucho, ni por un momento en todo ese viaje advertí el menor peligro de
que dos de ellas chocaran.
Ser transportado de esa forma, a oscuras y bajo las estrellas, en medio
de mi propio archipiélago, sin otro ruido que el murmullo del viento y el
chapoteo de los remos que se alzaban y caían con la regularidad de un
tictac, sin sentir más movimiento que el que transmitía la suave hinchazón
de las olas, podría haber sido calmante y hasta soporífero, pues, por más
que antes de partir yo había dormido un poco, aún estaba cansado; pero el
frescor del aire nocturno y la idea de lo que íbamos a hacer me mantenían
despierto.
Ni Llibio ni ningún otro isleño había podido darme más que una
vaguísima información sobre el interior del castillo que íbamos a asaltar.
Había un edificio principal y una muralla. No tenía idea de si el edificio
principal era una verdadera defensa; es decir, una torre fortificada lo
suficientemente alta como para dominar la muralla. Tampoco sabía si
además del principal había otros edificios (una atalaya, por ejemplo), ni si
la muralla estaba reforzada con torres y torretas, ni cuántos defensores
podía tener. El castillo había sido construido en dos o tres años con trabajo
nativo; por lo tanto no podía ser tan formidable como, digamos, el de Acies;
pero un lugar con la cuarta parte de la solidez de Acies nos habría resultado
inexpugnable.
Yo tenía aguda conciencia de lo poco idóneo que era para guiar una
expedición así. En mi vida había visto siquiera una batalla, y mucho menos
participado en ella. Mis conocimientos de arquitectura militar provenían de
mi crianza en la Ciudadela y de paseos ocasionales entre las fortificaciones
de Thrax, y lo que sabía —o creía saber— de táctica estaba entresacado de
lecturas esporádicas. Recordé cuánto había jugado de chico en la
necrópolis, librando allí escaramuzas imaginarias con espadas de madera, y
la idea casi me puso físicamente enfermo. No porque temiera mucho por mi
vida, sino porque sabía que un error mío podía traer la muerte a la mayoría
de aquellos hombres inocentes e ignorantes que buscaban a un guía en mí.
Brevemente volvió a brillar la luna, cruzada por las siluetas negras de
una bandada de cigüeñas. Vi, en el horizonte, la línea de la costa como una
banda de noche más oscura. Una nueva masa de nubes apagó la luz, y me
cayó una gota de agua en la cara. Me hizo sentir alegre de repente, sin saber
por qué; la razón, sin duda, era que inconscientemente había recordado la
lluvia que caía en la noche de mi pelea con el alzabo. A lo mejor también
pensaba en el agua helada que vomitaba la boca de la mina de los hombres-
mono.
Pero dejando aparte asociaciones casuales, ciertamente la lluvia podía
ser una bendición. No teníamos arcos, y si a los de nuestros enemigos se les
mojaban las cuerdas, tanto mejor para nosotros. Sin duda, así les sería
imposible usar las balas de poder que había disparado el arquero del
atamán. Además, la lluvia favorecería un ataque por sorpresa, y ya hacía
rato que yo había resuelto que sólo por sorpresa podíamos tener esperanzas
de atacar con éxito.
Estaba absorto en mis planes cuando las nubes se abrieron de nuevo y vi
que navegábamos paralelamente a la costa, que se elevaba en acantilados a
nuestra derecha. Adelante, una península de rocas aún más altas se
incrustaba en el lago, y fui hasta la punta de la isla a preguntarle al hombre
destacado allí si era sobre ella donde estaba el castillo. El hombre sacudió la
cabeza y dijo:
—Vamos a virar.
Eso hicimos. Aflojamos todas las velas y volvimos a atarlas sobre otras
ramas. Por un lado de la isla bajamos al agua unas orzas cargadas con
piedras, mientras tres hombres se esforzaban con la caña para torcer el
timón. De pronto tuve la idea de que, muy astutamente, Llibio debía de
haber ordenado la recalada para hurtarnos a la vista de algún observador
que pudiera estar vigilando el lago. Si era así, cuando ya no quedara la
península entre el castillo y nuestra pequeña flota, seguiríamos estando en
peligro de que nos viesen. También se me ocurrió que si el constructor del
castillo no había elegido el alto espolón rocoso que ahora íbamos
bordeando, y que parecía casi invulnerable, tal vez fuese porque había
encontrado un lugar todavía más seguro.
Luego bordeamos la punta y avistamos nuestro destino a no más de
cuatro cadenas costa abajo: una prominencia de roca más alta aún y más
abrupta, con una muralla en la cumbre y un torreón que parecía tener la
imposible forma de un hongo.
Me costó creer lo que estaba viendo. Desde la gran columna central
cónica, que sin duda era una torre redonda de piedra nativa, se abría una
estructura metálica que parecía una lente, de un diámetro diez veces mayor,
y en apariencia tan sólida como la torre misma.
Por toda nuestra isla, en las barcas y en las otras islas, los hombres
murmuraban y señalaban. Al parecer, aquella cosa increíble era tan nueva
para ellos como para mí.
La brumosa luz de la luna, beso de hermana en el rostro de la
moribunda hermana mayor, brillaba en la cara superior del enorme disco.
Debajo de él, en la sombra espesa, relucían chispas de luz anaranjada. Se
movían, planeando hacia arriba o hacia abajo, aunque el movimiento era tan
lento que sólo lo advertí después de estar un rato mirándolas. Al fin una se
elevó hasta parecer que se situaba inmediatamente debajo del disco y se
desvaneció, y un momento antes de que alcanzáramos la orilla aparecieron
dos más en el mismo punto.
A la sombra del acantilado había una playa minúscula. No obstante, la
isla de Llibio varó antes de que la alcanzáramos, y tuve que saltar de nuevo
al agua, esta vez sosteniendo Terminus Est por encima de la cabeza.
Afortunadamente no había oleaje, y aunque la lluvia seguía amenazando, no
había llegado aún. Ayudé a algunos hombres a arrastrar sus barcas hasta los
guijarros mientras otros, con cabos de fibra, amarraban las islas a peñascos.
Después de mi viaje por las montañas, la senda estrecha y traicionera
habría sido fácil si no hubiera tenido que trepar a oscuras. Tal como era el
caso, hubiese preferido descender desde la ciudad enterrada hasta la casa de
Casdoe, aunque la distancia fuera cinco veces mayor.
Cuando llegamos arriba todavía estábamos a cierta distancia de la
muralla, que nos ocultaba un bosquecillo de abetos dispersos. Reuní a los
isleños a mi alrededor y les pregunté —pregunta retórica— si sabían de
dónde había venido la nave voladora que había sobre el castillo. Y cuando
me hubieron asegurado que no, les expliqué que yo sí lo sabía (y era
verdad, pues, aunque yo nunca había visto ninguna, Dorcas me había
alertado sobre ellas), y que en vista de su presencia era mejor que yo fuese a
explorar la situación antes de proceder al asalto.
Aunque nadie dijo nada, percibí un sentimiento de impotencia. Estaban
convencidos de haber encontrado un héroe que los guiase, y ahora iban a
perderlo antes de que empezara la batalla.
—Intentaré entrar —les dije—. Si es posible volveré de nuevo aquí, y
os dejaré abiertas todas las puertas que pueda.
—Pero supongamos que no pudieras volver —preguntó Llibio—.
¿Cómo sabremos que ha llegado el momento de sacar los cuchillos?
—Haré alguna señal —dije, y me devané los sesos pensando qué señal
podría hacer encerrado en esa torre negra—. En una noche como ésta han
de haber encendido fuegos. Mostraré un tizón por una ventana, y lo dejaré
caer para que veáis la estela. Si no hago ninguna señal y no consigo volver,
podéis dar por sentado que me han hecho prisionero: atacad cuando
despunte el primer rayo en las montañas.

Al poco rato estaba en la puerta del castillo, aporreando un gran aldabón de


hierro con forma de cabeza humana (por lo que pude determinar con los
dedos) contra una plancha del mismo metal empotrada en roble.
No hubo respuesta. Después de haber esperado por espacio de una
docena de respiraciones, volví a golpear. Oí cómo dentro se despertaban los
ecos, pero no había sonido de voces. Las espantosas caras que había
entrevisto en el jardín del autarca me llenaron la mente, y esperé temiendo
el ruido de un disparo, aunque sabía que si los hieródulos optaban por
dispararme —y de ellos venían en última instancia todas las armas de
energía—, probablemente no oiría nada. El aire estaba tan quieto que era
como si la atmósfera esperase conmigo.
Por fin se oyeron pasos, tan rápidos y ligeros que yo habría dicho que
eran las pisadas de un niño. Una voz vagamente familiar gritó:
—¿Quién es? ¿Qué quiere?
Y yo respondí:
—El maestro Severian, de la Orden de los Buscadores de la Verdad y la
Penitencia. Vengo como brazo del Autarca, cuya justicia es pan de sus
súbditos.
—¡Vaya, tú! —exclamó el doctor Tales, y abrió de golpe el portal.
Por un momento no pude hacer otra cosa que mirarlo.
—Dime, ¿qué quiere el Autarca de nosotros? La última vez que te vi,
ibas a la Ciudad de los Cuchillos Curvos. ¿Llegaste al fin?
—El Autarca quería saber por qué un vasallo de usted había retenido a
un sirviente suyo. Me refiero a mí. Esto pone la cuestión bajo una luz
ligeramente distinta.
—¡En efecto! ¡En efecto! También desde nuestro punto de vista,
¿comprendes? No sabía que el misterioso visitante de Murene eras tú. Estoy
seguro de que el pobre Calveros tampoco. Entra y conversaremos.
Entré, y el doctor cerró detrás de mí el pesado portón y colocó una
pesada barra de hierro.
—En realidad no hay mucho que conversar —dije—, pero podríamos
empezar por una valiosa gema que me arrebataron por la fuerza, y que
según me informaron, le ha sido enviada a usted.
Mientras seguía hablando, sin embargo, mi atención pasó de las
palabras que estaba pronunciando a la vasta mole de la nave de los
hieródulos, que de aquel lado de la muralla tenía directamente sobre la
cabeza. Levantar los ojos hacia ella me dio la misma sensación de trastorno
que he tenido a veces mirando a través de la doble curva de una lente de
aumento; la convexa cara inferior de esa nave parecía algo ajeno no sólo al
mundo de los humanos sino a todo el mundo visible.
—Ah, sí —dijo el doctor Tales—. Creo que Calveros tiene la chuchería.
O en todo caso la tenía y la ha tirado por ahí. Estoy seguro de que te la
devolverá.
Del interior de la torre circular que parecía (aunque era imposible)
sostener la nave, llegó débilmente un sonido solitario y terrible que podría
haber sido el aullido de un lobo. Yo no había vuelto a oír nada semejante
desde que abandoné la Torre Matachina; pero sabía qué era, y le dije al
doctor Talos:
—Aquí tienen prisioneros.
Asintió.
—Sí. Me temo que hoy he estado tan atareado que entre una cosa y otra
olvidé alimentar a esas pobres criaturas. —Hizo un gesto indefinido hacia la
nave—. Espero que no tengas reparos en conocer cacógenos, ¿eh, Severian?
Me temo que si quieres pedirle la joya a Calveros, no tendrás más remedio.
Él está allí dentro, hablándoles.
Dije que no tenía reparos, aunque temo que al decirlo temblé por dentro.
El doctor sonrió, y por encima de la barba roja se vio la brillante hilera
de dientes afilados que yo recordaba tan bien.
—Espléndido. Siempre has sido una persona maravillosamente
desprejuiciada. Si me permites decirlo así, supongo que tu adiestramiento te
enseñó a tomar a la gente tal como es.
XXXIII

Ossipago, Barbatus y Famulimus

Como es usual en esas torres de piedra, no había ninguna entrada a nivel del
suelo. Una escalera recta, angosta, pronunciada y sin barandas llevaba hasta
una puerta igualmente angosta, unos diez codos por encima del pavimento
del patio. Esa puerta ya estaba abierta, y me encantó ver que el doctor Talos
no la cerraba tras nosotros. Recorrimos un breve pasillo que sin duda no era
más ancho que el muro de la torre, y desembocamos en una estancia que
(como cualquiera de las que vi allí dentro) parecía ocupar toda el área
disponible en ese nivel. Estaba repleta de máquinas en apariencia al menos
tan antiguas como las que teníamos en casa en la Torre Matachina, pero
cuyos usos escapaban a mis conjeturas. Desde un costado de esa sala una
escalera estrecha subía al piso de arriba, y en el costado opuesto un oscuro
hueco de escalera daba acceso al lugar, fuera lo que fuese, donde aullaba
confinado el prisionero, pues se oía flotar la voz que salía de esa negra
boca.
—Se ha vuelto loco —dije, e incliné la cabeza hacia el sonido.
El doctor Talos asintió.
—La mayoría está igual. Al menos, la mayoría de los que examiné. Les
administro caldos de elébora, pero no diré que parezca servirles de mucho.
—En el tercer nivel de nuestra mazmorra teníamos clientes así, porque
nos obligaban a retenerlos por cuestiones legales; nos los habían entregado,
¿sabe?, y nadie con autoridad nos autorizaba a ponerlos en libertad.
El doctor me estaba guiando hacia la escalera ascendente.
—Comprendo la dificultad de tu posición.
—A su tiempo morían —continué, obstinado—. Por las consecuencias
de las torturas o por otras causas. Era realmente un despropósito
mantenerlos allí.
—Supongo que sí. Cuidado con el gancho de ese cachivache. Quiere
agarrarte la capa.
—Entonces ¿por qué no los suelta? Usted, evidentemente, no es un
depositario de la ley en el sentido en que lo éramos nosotros.
—Para las representaciones, imagino. Para eso tiene Calveros casi toda
esta basura. —Con un pie en el primer escalón, el doctor Talos se volvió a
mirarme. Ahora recuerda que has de comportarte. No les gusta que los
llamen cacógenos, ¿sabes? Llámalos como se te ocurra esta vez decir que se
llaman, y no aludas al fango. De hecho, no hables de nada desagradable. El
pobre Calveros ha trabajado muchísimo para enmendar las cosas con ellos
después de perder la cabeza en la Casa Absoluta. Si llegas a estropear todo
justo antes de que se vayan, lo destrozarás.
Prometí ser lo más diplomático posible.
Como la nave estaba apoyada sobre la torre, yo había supuesto que
Calveros y los tripulantes se hallarían en la estancia más alta. Me
equivoqué. Mientras subíamos al piso siguiente oí un murmullo de voces,
luego el tono profundo del gigante que como tantas veces cuando había
viajado con él, sonaba como el lejano derrumbe de una pared ruinosa.
En esa sala también había máquinas. Pero aunque tal vez fueran tan
viejas como las de abajo, éstas daban la impresión de estar en condiciones
de funcionar; y, además, de mantener unas con otras una relación lógica
pero impenetrable, como los dispositivos de la sala de Tifón. Calveros y sus
huéspedes estaban en el lado opuesto de la cámara, donde la cabeza del
gigante, tres veces mayor que la de un hombre común, sobresalía entre la
masa de cristal y metal como la de un tiranosaurio entre las hojas más altas
de un bosque. Mientras iba hacia ellos vi, bajo una resplandeciente campana
de cristal, lo que quedaba de una muchacha que podría haber sido hermana
de Pía. Le habían abierto el abdomen con una hoja afilada, y quitado parte
de las vísceras para colocarlas alrededor del cuerpo. Parecía estar en las
primeras fases de la descomposición, aunque todavía movía los labios.
Cuando pasé por delante se le abrieron los ojos, luego volvieron a cerrarse.
—¡Visitas! —exclamó el doctor Talos—. ¿A que no sabes quién?
El gigante volvió lentamente la cabeza, pero me miró, pensé, con tan
poco entendimiento como la primera mañana en Nessus, cuando el doctor
Talos lo había despertado.
—A Calveros lo conoces —siguió el doctor hablándome a mí—, pero
debo presentarte a nuestros huéspedes.
Tres hombres, o lo que parecían hombres, se levantaron graciosamente.
De haber sido un verdadero ser humano, uno habría sido bajo y robusto.
Los otros dos eran una buena cabeza más altos que yo, altos como
exultantes. Las máscaras que llevaban los tres les daban aspecto de hombres
refinados de edad mediana, atentos y aplomados; pero me di cuenta de que
los ojos que miraban por las ranuras de las máscaras de los más altos eran
mucho más grandes que los humanos, y que la figura baja no tenía ojos, de
modo que allí sólo se veía oscuridad. Los tres llevaban túnicas blancas.
—¡Sus Señorías! He aquí un gran amigo nuestro, el maestro Severian,
de los torturadores. Maestro Severian, permíteme presentarte a los
honorables hieródulos Ossipago, Barbatus y Famulimus. Es la labor de
estos nobles personajes inculcar sabiduría a la raza humana…, representada
aquí por Calveros, y ahora por ti.
El ser que el doctor Talos había presentado como Famulimus habló. La
voz habría podido ser totalmente humana, excepto porque era más
resonante y más musical que cualquier voz verdaderamente humana que yo
hubiera oído, con lo que sentí que bien podría haber estado escuchando las
palabras de un instrumento de cuerdas llamado a la vida.
—Bienvenido —cantó—. No hay para nosotros alegría mayor que
saludarlo, Severian. Se inclina usted saludándonos cortésmente, pero
nosotros nos hincamos ante usted de rodillas. —Yen verdad se arrodilló
brevemente, y también los otros dos.
No podría haber dicho o hecho nada que me dejara más atónito, y estaba
demasiado sorprendido como para ofrecer alguna réplica.
El otro cacógeno alto, Barbatus, habló como hubiera hecho un cortesano
para llenar el silencio de una incómoda brecha en la conversación. La voz
era más grave que la de Famulimus, y parecía tener un dejo militar.
—Sea usted bienvenido… Muy bienvenido, como ha dicho mi querido
amigo y todos nosotros hemos intentado manifestar. Pero sus amigos de
usted han de permanecer fuera mientras estemos aquí. Por supuesto que lo
sabe. Lo menciono solamente como cuestión de forma.
El tercer cacógeno, en un tono tan grave que más que oírlo uno lo
sentía, murmuró:
—No tiene ninguna importancia. —Y como si temiera que le viese las
ranuras vacías de la máscara, se volvió y simuló mirar por la estrecha
ventana que tenía detrás.
—Tal vez no importe, entonces —dijo Barbatus—. A fin de cuentas,
Ossipago es el que sabe.
—¿O sea que tienes amigos aquí? —susurró el doctor Talos. Una de sus
peculiaridades era que rara vez le hablaba a un grupo, como la mayoría de
la gente, sino que se dirigía a un solo individuo, como si estuviera con él a
solas, o bien peroraba como ante una asamblea multitudinaria.
—Me han escoltado algunos isleños —dije, intentando pintar las cosas
lo mejor posible—. Ustedes habrán oído hablar de ellos. Viven en el lago,
en masas de cañas flotantes.
—¡Se han levantado contra ti! —le dijo el doctor Talos al gigante—. Te
advertí que iba a pasar. —Se precipitó a la ventana, por la cual parecía estar
mirando el ser llamado Ossipago, y apartándolo con el hombro atisbó la
noche. Luego, volviéndose hacia el cacógeno, se arrodilló, le tomó la mano
y la besó. La mano era simplemente un guante de algún pintado material
flexible que imitaba la carne, con algo dentro que no era una mano.
—Nos ayudará, Señoría, ¿verdad? Seguro que a bordo de la nave hay
fantasinos. Con que pongamos en el muro una hilera de horrores, tendremos
un siglo de seguridad.
Con su lenta voz, Calveros dijo:
—Severian será el vencedor. ¿Por qué si no se han arrodillado ante él?
Aunque él es probable que muera, y nosotros no. Usted ya los conoce,
doctor. El saqueo puede diseminar el conocimiento.
El doctor Tales se volvió hacia él, furioso.
—¿Lo diseminó antes? ¡Te estoy preguntando!
—¿Quién puede decirlo, doctor?
—Tú sabes que no. ¡Son los mismos brutos ignorantes y supersticiosos
que han sido siempre! —Volvió a girar—. Contéstenme, nobles hieródulos.
Si alguien lo sabe, tienen que ser ustedes.
Famulimus hizo un ademán, y nunca fui más consciente que en ese
momento de la verdad que había bajo la máscara, porque ningún brazo
humano podría haber hecho un movimiento así, y era un movimiento sin
significado, que no transmitía acuerdo ni desacuerdo, ni irritación ni
consuelo.
—No hablaré de todas las cosas que ya sabe —dijo—. Que los que
usted teme han aprendido a vencerlo. Tal vez sea cierto que todavía son
simples; no obstante, llevándose algo a casa es probable que consigan
hacerse sabios.
Se dirigía al doctor, pero yo no pude refrenarme más y dije:
—¿Puedo preguntar de qué está hablando, sieur?
—Hablo de ustedes, de todos ustedes, Severian. No puede ser
pernicioso, ahora, que yo hable.
Barbatus intervino:
—Sólo si no lo hace con demasiada soltura.
—Hay una señal que usan en cierto mundo, donde a veces nuestra nave
exhausta encuentra por fin descanso. Es una serpiente con cabezas en las
dos puntas. Una cabeza está muerta… La otra la muerde.
Sin apartarse de la ventana, Ossipago dijo:
—Eso es este mundo, pienso yo.
—Seguro que la Cumana podría revelar su origen. De todos modos, no
importa que lo sepan. Me comprenderán más claramente. La cabeza viva
representa la destrucción. La cabeza que no vive, la construcción. Aquélla
se alimenta de ésta; y al alimentarse nutre a su comida. Un niño podría
pensar que si la primera muriese, la criatura muerta, constructiva, triunfaría,
y haría que la gemela se le pareciese. La verdad es que pronto se arruinarían
las dos.
Barbatus dijo:
—Como demasiado a menudo, mi buen amigo es menos que claro.
¿Acaso han podido seguirlo?
—¡Yo no! —anunció iracundo el doctor Talos. Alejándose como
disgustado, se apresuró a bajar la escalera.
—Eso no importa —me dijo Barbatus—, mientras entienda el amo.
Hizo una pausa, como esperando a que Calveros lo contradijera, y luego
continuó, dirigiéndose todavía a mí:
—Nuestro deseo, ¿ve usted?, es llevar progreso a su raza, no
adoctrinarla.
—¿Llevar progreso a los de la costa? —pregunté.
Todo ese tiempo las aguas del lago habían estado murmurando su
lamento nocturno a través de la ventana. La voz de Ossipago pareció
mezclarse con ese murmullo cuando dijo:
—A todos ustedes…
—¡Entonces es cierto! Lo que han sospechado tantos sabios. Nos están
guiando. Ustedes nos observan, y a lo largo de las edades de su historia, que
no han de parecerles más que días, nos fueron sacando de la barbarie. —En
mi entusiasmo extraje el libro marrón, algo húmedo todavía por la mojadura
de esa mañana, pese al envoltorio de seda aceitada—. Déjenme mostrarles
lo que dice aquí: «El hombre, que no es sabio, es empero objeto de la
sabiduría. Si la sabiduría lo considera objeto adecuado, ¿será cosa sabia en
él alumbrarse con su propia necedad?». Algo por el estilo.
—Se equivoca —me dijo Barbatus—. Para nosotros las edades son
eones. Mi amigo y yo tratamos con su raza desde hace menos tiempo que el
que usted tiene vivido.
—Estas cosas viven sólo una docena de años, como los perros dijo
Calveros. El tono decía más que las palabras que transcribo, pues cada una
caía como una piedra en una cisterna muy honda.
Dije:
—No puede ser.
—Ustedes son la obra para la que vivimos —explicó Famulimus—. Ese
hombre que llama usted Calveros vive para aprender. Cuidamos de que
amontone saber del pasado; hechos sólidos como semillas que lo hagan
poderoso. A su hora morirá a manos de gentes que no acumulan, pero
morirá con un leve provecho para todos ustedes. Piense en un árbol que
hiende una roca. Junta agua, el calor vivificante del sol… y toda la materia
de la vida en beneficio propio. Llegado el momento muere y se pudre para
alimentar la tierra, que sus mismas raíces han hecho con el material de la
piedra. Desaparecida su sombra, germinan nuevas semillas; donde se alzó,
al cabo de un tiempo florece un bosque.
El doctor Tales emergió de nuevo por la escalera, aplaudiendo lenta y
despectivamente.
—Entonces ¿ustedes les dejaron estas máquinas? —pregunté. Mientras
hablaba, tenía conciencia de que a mis espaldas, en algún sitio, había una
mujer eviscerada murmurando bajo un cristal, algo que en otro tiempo no
habría molestado en absoluto al torturador Severian.
Barbatus dijo:
—No. Éstas las encontró él, o se las construyó. Famulimus ha dicho que
él deseaba aprender, y que nos encargamos de que lo consiguiera, no que le
hayamos enseñado. Nosotros no le enseñamos nada a nadie, y sólo
comerciamos artefactos demasiado complejos como para que la gente de
usted pueda duplicarlos.
—Estos monstruos, estos horrores, no hacen nada por nosotros. Tú ya
los has visto… Ya sabes lo que son. Cuando mi pobre paciente se enfureció
con ellos en el teatro de la Casa Absoluta, casi lo matan con sus pistolas.
El gigante se movió en la gran silla.
—No hace falta que finja simpatía, doctor. Le sienta mal. Hacerme el
tonto mientras ellos miraban… —Los inmensos hombros se levantaron y
cayeron—. En verdad, no tendría que haberme desenfrenado. Ahora han
aceptado olvidar.
Barbatus dijo:
—Usted sabe que esa noche habríamos podido matar fácilmente a su
creador. Lo quemamos apenas lo suficiente para que dejara de atacarnos.
Entonces recordé lo que el gigante me había dicho al separarnos en el
bosque, más allá de los jardines del Autarca: que él era el amo del doctor.
Ahora, sin detenerme a pensarlo, agarré la mano del doctor. La piel parecía
tan tibia y viva como la mía, aunque curiosamente seca. Al cabo de un
momento se soltó.
—¿Qué es usted? —le pregunté, y como no contestaba, me volví hacia
los seres que se hacían llamar Famulimus y Barbatus—. Una vez, sieurs,
conocí a un hombre que sólo en parte era carne humana…
En vez de replicar miraron al gigante, y aunque yo sabía que esas caras
eran solamente máscaras, sentí la fuerza con que exigían una respuesta.
—Un homúnculo —gruñó Calveros.
XXXIV

Máscaras

Mientras Calveros hablaba llegó la lluvia, una lluvia fría que azotó las rudas
piedras grises del castillo con un millón de puños helados. Me senté,
apretando Terminus Est con las rodillas para que dejaran de temblarme.
—Ya cuando los isleños me hablaron de un hombrecito que había
pagado la construcción de este castillo —dije con todo el aplomo que pude
reunir deduje que estaban hablando del doctor. Pero ellos dijeron que usted,
el gigante, había llegado después.
—El hombrecito era yo. El doctor vino después.
Un cacógeno mostró por la ventana una chorreante cara de pesadilla, y
luego desapareció. Quizá le transmitió algún mensaje a Ossipago, si bien yo
no oí nada. Ossipago habló sin volverse.
—El crecimiento tiene sus desventajas, aunque es el único método de
que dispone su especie para reponer la fuerza de la juventud.
El doctor Talos se levantó de un salto.
—¡Los venceremos! Él mismo se ha puesto en mis manos.
—Me vi obligado —dijo Calveros—. No había nadie más. Creé a mi
propio médico.
Intentando aún recobrar mi equilibrio mental, yo pasaba la mirada de
uno a otro; ninguno de los dos había cambiado de aspecto ni de maneras.
—Pero él le pega —dije—. Yo lo he visto.
—Una vez oí cómo se confesaba a la mujer pequeña. Usted destruyó a
otra mujer a quien amaba. Y sin embargo era esclavo de ella.
El doctor Talos dijo:
—Yo tengo que levantarlo, ¿te das cuenta? Tiene que hacer ejercicio, y
eso es parte de mi trabajo. Me dicen que el Autarca, cuya salud es la dicha
de sus súbditos, tiene en su dormitorio un isócrono, regalo de un autarca de
más allá del borde del mundo. Quizá sea el amo de estos caballeros. No lo
sé. El caso es que teme encontrarse con una daga en la garganta y no deja
que se le acerque nadie cuando duerme, de modo que el artefacto cuenta las
guardias durante la noche. Al amanecer lo despierta. ¿Cómo es entonces
que el señor de la Mancomunidad permite que una mera máquina perturbe
su sueño? Calveros, como te ha dicho, me creó para que fuera su médico.
Hace ya un tiempo que me conoces, Severian. ¿Dirías que padezco
gravemente el infame vicio de la falsa modestia?
Me las arreglé para sonreír mientras negaba con la cabeza.
—Entonces he de decirte que no soy responsable de mis virtudes, en
tanto tales. Sagazmente Calveros hizo de mí todo lo que no es él, como
contrapeso a sus deficiencias. Por ejemplo: no me gusta el dinero. Para el
paciente, esto es algo magnífico en un médico. Y soy leal a todos mis
amigos, porque el primero es él.
—Aun así —dije yo— siempre me ha asombrado que él no lo matara.
—En la sala hacía tanto frío que me abrigué más con la capa, aunque estaba
seguro de que esa calma engañosa no podía durar mucho.
El gigante dijo:
—Usted tiene que saber por qué mantengo la calma. Usted me ha visto
perderla. Tenerlos a ellos sentados allí, mirándome como si fuera un oso
encadenado…
El doctor Talos le tocó la mano; había en el gesto algo femenino.
—Son las glándulas, Severian. El sistema endocrino y la tiroides. Hay
que manejarlo todo con gran cuidado, de otro modo crecería con demasiada
rapidez. Y luego he de vigilar que el peso no le rompa los huesos, y un
centenar de cosas más.
—El cerebro —rugió el gigante—. El cerebro es lo peor de todo, y lo
mejor.
—¿Lo ayudó la Garra? —pregunté—. Si no, tal vez lo ayude si la
manejo yo. En poco tiempo ha hecho para mí más cosas que en muchos
años para las Peregrinas.
Como la cara de Calveros no daba señas de comprensión, el doctor
Talos dijo:
—Habla de la gema que enviaron los pescadores. Se supone que obra
curas milagrosas.
Al oír eso Ossipago volvió por fin la cara hacia nosotros.
—Qué interesante. ¿La tiene usted aquí? ¿Podemos verla?
La mirada del doctor se movió ansiosamente de la inexpresiva máscara
del cacógeno a la cara de Calveros, y de ésta a la otra, mientras decía:
—Por favor, sus señorías, no es nada. Un fragmento de corindón.
Desde que yo había entrado en ese nivel de la torre, ninguno de los
cacógenos se había desplazado más de un codo; ahora Ossipago cruzó hasta
mi silla con cortos pasos de pato. Tuve que haber retrocedido, porque dijo:
—No tiene que temerme, aunque hacemos mucho mal a los de su clase.
Quiero saber sobre esa Garra, que según nos dice el homúnculo es sólo un
espécimen mineral.
Al oírle decir eso temí que él y sus compañeros le quitaran la Garra a
Calveros y se la llevaran a su hogar más allá del vacío, pero razoné que no
podían hacerlo a menos que lo obligaran a mostrarla, y que entonces yo
tendría la posibilidad de apoderarme de ella, lo que en caso contrario podría
no ocurrir. Así pues, le conté a Ossipago todo lo que había logrado la Garra
mientras había estado en mi custodia: le hablé del ulano de la carretera, y de
los hombres-mono, y de todos los ejemplos de su poder que aquí ya he
referido. A medida que hablaba, la cara del gigante se iba poniendo más
rígida, y la del doctor, me pareció, más ansiosa.
Cuando acabé, Ossipago dijo:
—Y ahora debemos ver la maravilla en sí. Tráiganla, por favor. —Y
Calveros se levantó y cruzó a zancadas la vasta estancia, haciendo que con
su tamaño las máquinas parecieran meros juguetes, y al fin abrió el cajón de
una mesita de tablero blanco y sacó la gema. Yo nunca la había visto tan
apagada como en la mano de él; habría podido ser un trozo de vidrio azul.
El cacógeno la recibió y la sostuvo levantando el guante pintado,
aunque no alzó la cara para mirarla como hubiera hecho un hombre. Allí
pareció captar la luz de las lámparas amarillas que brotaba de arriba, y en
esa luz despidió un relampagueo azul.
—Muy hermosa —dijo Ossipago—. Y muy interesante, si bien no
puede haber realizado las hazañas que se le atribuyen.
—Obviamente —cantó Famulimus, e hizo otro de esos ademanes que
tanto me recordaban las estatuas de los jardines del Autarca.
—Es mía —le dije—. La gente de la costa me la quitó por la fuerza.
¿Puede devolvérmela?
—Si es suya —dijo Barbatus—, ¿de dónde la sacó? Inicié la labor de
describir mi encuentro con Agia y la destrucción del altar de las Peregrinas,
pero me cortó en seco.
—Pura especulación. Ni usted vio esta joya en el altar, ni sintió la mano
de la mujer que se la daba, si es que realmente lo hizo. ¿De dónde la sacó?
—La encontré en un compartimiento de mi alforja. —Me pareció que
no había nada más que decir.
Barbatus se volvió como si se sintiera decepcionado.
—Y usted… —Miró hacia Calveros—. La joya la tiene ahora Ossipago,
que la obtuvo de usted. ¿Usted de dónde la sacó?
—Ya me ha visto —gruñó Calveros—. Del cajón de esa mesa.
El cacógeno asintió moviéndose la máscara con las manos.
—Comprenderá pues, Severian, que el reclamo de él es tan bueno como
el suyo.
—Pero la gema es mía y no de él.
—No es tarea nuestra mediar entre ustedes; deben zanjarlo cuando nos
marchemos. Pero por curiosidad, que atormenta aun a criaturas tan raras
como ustedes nos creen…, ¿la conservará usted, Calveros?
El gigante sacudió la cabeza.
—Yo no tendría en mi laboratorio tamaño monumento a la superstición.
—Entonces no tendría que ser difícil concretar un acuerdo —declaró
Barbatus—. Severian, ¿le gustaría ver cómo despega nuestra nave?
Calveros siempre viene a vernos partir, y aunque él no es de los que se
extasían con vistas artificiales o naturales, yo opinaría que es algo digno de
verse. —Se volvió, ajustándose la túnica blanca.
—Venerables hieródulos —le dije—. Me agradaría muchísimo verlo,
pero antes de que partan quiero hacerles una pregunta. Cuando llegué,
dijeron que no había para ustedes alegría mayor que saludarme, y se
arrodillaron. ¿Fue eso lo que quisieron decir, o algo similar? ¿No me
tomaron por otro?
No bien el cacógeno había hablado de partir, Calveros y el doctor Talos
se habían puesto de pie. Ahora, aunque Famulimus se quedó para escuchar
mis preguntas, los otros habían empezado a salir; Barbatus iba subiendo la
escalera que llevaba al nivel de arriba, seguido no muy de lejos por
Ossipago, que aún llevaba la Garra.
Yo también eché a caminar, porque temía que me separaran de ella, y
Famulimus caminó conmigo.
—Aunque ahora no haya pasado nuestra prueba, no quise decir menos
de lo que le dije. —La voz era como la música de un pájaro fabuloso, un
puente tendido sobre el abismo hacia un bosque inalcanzable—. Cuán a
menudo hemos tomado consejo, Ilustre. Cuán a menudo cada cual ha hecho
la voluntad del otro. Creo que conoce usted a las mujeres del agua. ¿Hemos
de ser Ossipago, el valeroso Barbatus, y yo menos sabios que ellas?
Tomé aliento.
—No sé qué quiere decir. Pero de algún modo siento que aunque usted
y los suyos sean horrorosos, son buenos. Y que las ondinas no, por más que
sean tan adorables, y tan monstruosas, que apenas puedo mirarlas.
—¿Es el mundo entero una guerra entre buenos y malos? ¿Nunca se le
ha ocurrido que acaso haya algo más?
No lo había pensado, y no pude hacer otra cosa que mirarlo.
—Y tendrá usted la gentileza de tolerar mi apariencia. ¿Puedo quitarme
la máscara sin ofenderlo? Los dos sabemos de qué se trata y me está
apremiando. Calveros va delante y no nos verá.
—Si lo desea, Señoría —dije—. ¿Pero no le parece…?
Con un rápido aleteo de una mano, como si lo aliviara, Famulimus
retiró el disfraz. La cara revelada no era una cara, solamente ojos en una
capa de putrescencia. Luego la mano volvió a moverse como antes, y
también eso cayó. Debajo había una extraña, serena belleza, la que yo había
visto grabada en las caras de las estatuas móviles en los jardines de la Casa
Absoluta, pero distinta de ellas como la cara de una mujer viva es distinta
de su máscara mortuoria.
—¿Nunca pensó, Severian, que quien se pone una máscara podría
ponerse otra? —pregunto—. Pero yo, que tenía dos, no tengo tres. Ya no
nos separará ninguna falsedad, lo juro. Toque, Ilustre… Ponga los dedos en
mi cara.
Yo tenía miedo, pero ella me tomó la mano y se la llevó a la mejilla. La
sensación era de frescura y de vida, exactamente lo contrario que el calor
seco de la piel del doctor.
—Todas las máscaras monstruosas que nos ha visto usar no son sino sus
conciudadanos de Urth. Insecto, lamprea, o bien leproso moribundo. Son
todos hermanos suyos, aunque quizá le repugne.
Ya estábamos cerca del nivel más alto de la torre, pisando a veces
madera chamuscada: las ruinas de la conflagración desatada por Calveros y
el médico. Cuando retiré la mano, Famulimus se puso de nuevo la máscara.
—¿Por qué lo hacen? —pregunté.
—Para que su gente nos odie y nos tema. Si no lo hiciéramos, ¿cuánto
tiempo tolerarían los hombres corrientes un reinado que no fuera el nuestro?
No querríamos robar a los suyos su propio gobierno; protegiendo a su
especie de nosotros, ¿no mantiene el Autarca el Trono del Fénix?
Me sentí como a veces me había sentido en las montañas cuando, al
despertar de un sueño, me incorporaba asombrado, miraba alrededor y veía
la luna verde clavada en el cielo con un pino, y los rostros ceñudos y
solemnes de las montañas bajo sus diademas rotas, en vez de las soñadas
paredes del estudio del maestro Palaemon, o nuestro refectorio, o la galería
de celdas donde me sentaba en la mesa del guardia ante la puerta de Thecla.
Me las arreglé para decir:
—¿Entonces por qué se me ha mostrado?
Y ella respondió:
—Aunque usted nos vea, nosotros no lo veremos más. Nuestra amistad
comienza y acaba aquí, me temo. Llámelo regalo de bienvenida de unos
amigos que se marchan.
Entonces el doctor, que iba adelante, abrió una puerta, y el tamborileo
de la lluvia se transformó en bramido, y sentí que el aire helado pero vivo
de fuera invadía el frío aire de muerte de la torre. Calveros tuvo que
agacharse y girar los hombros para cruzar el umbral, y me sorprendió darme
cuenta de que con el tiempo sería incapaz de hacerlo, por muchos cuidados
que recibiera del doctor Talos: habría que ensanchar la puerta, y también la
escalera, quizá, pues si llegaba a caerse seguramente se mataría. Entonces
comprendí qué era lo que me había intrigado antes: la razón de las grandes
salas y los techos altos de ésta, su torre. Y me pregunté cómo serían las
bóvedas en la roca donde confinaba a sus hambrientos prisioneros.
XXXV

La señal

Aunque de abajo había parecido que la nave descansaba en la estructura de


la propia torre, no era así. Más bien era como si flotase media cadena o más
por encima de nosotros: demasiado alto para ofrecer mucho abrigo contra
los latigazos de la lluvia, que daban a la suave curva del casco un brillo de
nácar negro. Mirándola, no pude abstenerme de especular sobre las velas
que semejante embarcación podría desplegar para embolsar los vientos que
soplaban entre los mundos; y entonces, justo cuando me preguntaba si la
tripulación no iba a asomarse a espiarnos, uno de los tritones, los extraños y
misteriosos seres que por un rato habían andado por debajo del casco, salió
de pronto con la cabeza estirada como una ardilla, envuelto en luz
anaranjada y aferrado al casco con manos y pies, por más que estaba
mojado como una piedra del río y pulido como la hoja de Terminus Est.
Llevaba una de esas máscaras que he descrito varias veces, pero ahora yo
sabía que era una máscara. Al ver a Ossipago, Barbatus y Famulimus, se
detuvo, y un momento después, desde algún lugar de arriba, lanzaron una
fina línea anaranjada y brillante que parecía un hilo de luz.
—Debemos irnos —le dijo Ossipago a Calveros, y le entregó la Garra
—. Piense bien en todas las cosas que no le hemos dicho, y recuerde lo que
no se le ha mostrado.
—Lo haré —dijo Calveros, con la voz más lúgubre que le haya oído.
Entonces Ossipago tomó la línea y se deslizó hacia arriba hasta bordear
la curva del casco y perderse de vista. Aunque en cierto modo pareció que
no se deslizaba hacia arriba sino hacia abajo, como si la nave misma fuera
un mundo y atrajera con ciega avidez todo lo que le pertenecía, como hace
Urth; o quizá sólo fuera que Ossipago se había vuelto más leve que nuestro
aire, igual que un marinero que se zambulle en el mar desde el barco, y
luego sube a la superficie como había subido yo después de saltar de la
barca del atamán.
Como fuera, Barbatus y Famulimus lo siguieron. Famulimus agitó la
mano hasta que el bulto del casco la ocultó; sin duda el doctor y Calveros
pensaron que se despedía de ellos; pero yo sabía que me había saludado a
mí. Una sábana de lluvia me dio en la cara, cegándome a pesar de la
capucha.
Lentamente al principio, luego cada vez más rápido, la nave se elevó y
retrocedió, desapareciendo en lo alto no al norte o al sur o al este o al oeste,
sino menguando en una dirección que, cuando ya no estuvo, me fue
imposible señalar.
Calveros se volvió hacia mí.
—Usted los oyó.
Sin entender, dije:
—Sí, hablé con ellos. El doctor Talos me invitó al abrirme la puerta del
muro.
—No me dijeron nada. No me han mostrado nada.
—Haber visto la nave —repliqué— y haber hablado con ellos… No
puede decirse que no sea nada.
—Me llevan hacia adelante. Siempre adelante. Me llevan como un buey
al matadero.
Fue hasta la almena y contempló la vasta extensión del lago; batido por
la lluvia parecía un mar de leche. Los merlones estaban a varios palmos por
encima de mí, pero Calveros se apoyó en ellos como en una barandilla, y en
su puño cerrado vi el resplandor azul de la Garra. El doctor Talos me tiró de
la capa, murmurando que nos convenía entrar y protegernos de la tormenta,
pero yo no quería moverme.
—Empezó mucho antes de que usted naciera. Al principio me ayudaron,
aunque sólo preguntando cosas, sugiriendo ideas. Ahora sólo apuntan.
Ahora sólo insinúan lo suficiente como para decirme que algo se puede
hacer. Esta noche ni siquiera hubo eso.
Queriendo urgirlo a que dejara de tomar a los isleños para sus
experimentos, pero sin saber cómo, dije que había visto los proyectiles
explosivos, que indudablemente eran muy maravillosos, un invento
estupendo.
—Natrio —dijo, y se volvió para enfrentarme, con la enorme cabeza
alzada al cielo oscuro—. Usted no sabe nada. El natrio es una mera
sustancia elemental que el mar produce con una profusión inagotable.
¿Piensa que si fuera más que un simple juguete se lo habría dado a los
pescadores? No, mi gran obra soy yo. ¡Y yo soy mi única gran obra!
El doctor Talos susurró:
—Mira alrededor… ¿No reconoces esto? ¡Es tal como él dice!
—¿De qué me habla? —susurré yo a mi vez.
—El castillo. El lago. El hombre sabio. Acabo de pensarlo. Así como
los hechos vitales del pasado proyectan su sombra sobre las edades
venideras, ahora, por ejemplo, cuando el sol se dirige a la oscuridad,
nuestras sombras se precipitan al pasado para perturbar los sueños de los
hombres.
—Usted está loco —dije—. O bromea.
—¿Loco? —rugió Calveros—. El que está loco es usted. Usted, con sus
fantasías teúrgicas. ¡Cómo estarán riéndose de nosotros! Nos consideran
bárbaros… A mí, que he trabajado durante tres vidas.
Extendió el brazo y abrió el puño. Ahora la Garra fulguraba para
Calveros. Alargué la mano, y él, con un movimiento súbito, la tiró al aire.
¡Cómo relampagueó en la oscuridad barrida por la lluvia! Fue como si la
misma Skuld, la brillante, hubiera caído del cielo nocturno.
Oí, entonces, el alarido de la gente del lago, que esperaba al pie de los
muros. Yo no había hecho ninguna señal; pero la señal había sido dada por
el único hecho, salvo acaso un ataque contra mi persona, que habría podido
inducirme a darla. Terminus Est salió de la vaina mientras el grito de batalla
seguía llegando con el viento. La levanté para golpear pero, antes de que
pudiera acabar con el gigante, el doctor Talos se interpuso de un salto.
Pensé que el arma que esgrimía para defenderse era sólo el bastón; de no
haber tenido el corazón roto por la pérdida de la Garra, verlo lanzar
estocadas me habría dado risa. Mi hoja resonó contra acero, y aunque el
arma de él retrocedió, pudo contener el golpe. Antes de que pudiera
recobrarme, Calveros pasó corriendo y me estrelló contra el parapeto.
No alcancé a eludir el ataque del doctor, pero creo que mi capa fulígena
lo engañó, y aunque la punta me rozó las costillas, fue a golpear en la
piedra. Lo aporreé con el mango y retrocedió bamboleándose. No veía a
Calveros por ningún lado. Al fin comprendí que en realidad había cargado
contra la puerta que yo tenía detrás, y que me había golpeado mientras
pasaba, como un hombre absorto en otras cosas apaga una vela antes de
dejar el cuarto.
El doctor estaba tendido en el pavimento de piedra que era el techo de la
torre; piedras que al sol eran simplemente grises, tal vez, pero ahora
parecían de un negro anegado en lluvia. Aún se le veían la barba y el pelo
rojos, por lo que advertí que estaba boca abajo y tenía la cabeza torcida
hacia un lado. Yo no tenía la impresión de haberle dado tan fuerte, aunque,
según me han dicho a veces, puede que yo sea más fuerte de lo que creo.
No obstante sentí que, por debajo de sus ínfulas de gallito, el doctor Talos
era más débil de lo que cualquiera salvo Calveros habría imaginado. En ese
momento lo podría haber matado con mucha facilidad: bastaba con
balancear Terminus Est para que la esquina de la hoja se le hundiera en el
cráneo.
En cambio recogí su arma, la tenue vara de plata que se le había caído.
Era una hoja de un solo filo y el ancho de mi índice, muy puntiaguda, como
correspondía a la espada de un cirujano. Al cabo de un momento me di
cuenta de que la empuñadura era el mango del bastón del doctor, que yo
había visto tan a menudo; era un bastón espada, como la espada que
Vodalus había sacado una vez en nuestra necrópolis, y allí, bajo la lluvia,
sonreí pensando que el doctor la había llevado durante tantas leguas sin que
yo, con la mía colgada tan trabajosamente, tuviera la menor idea. Con la
estocada, la punta se había destrozado contra las piedras; arrojé la hoja rota
por encima del parapeto, como Calveros había arrojado la Garra, y bajé a su
torre a matarlo.
Mientras subíamos la escalera, el diálogo con Famulimus me había
absorbido demasiado como para prestar mucha atención a las salas por
donde pasábamos. A la más alta la recordaba únicamente como un lugar
donde todo estaba cubierto por telas escarlatas. Ahora veía globos rojos,
lámparas que ardían sin llama como las flores plateadas que brotaban del
techo en la amplia estancia donde había conocido a los tres seres que ya no
podía llamar cacógenos. Esos globos descansaban en pedestales de marfil,
finos y ligeros en apariencia como huesos de pájaros, que se alzaban de un
suelo que no era suelo sino un mar de telas, todas rojas, aunque de variados
tonos y texturas. Sobre la estancia se extendía un dosel sostenido por
atlantes. Era escarlata, pero tenía cosido un centenar de láminas de plata,
tan lustradas que eran espejos casi tan perfectos como las armaduras de los
pretorianos.
Había bajado ya casi todo el tramo de escalera cuando comprendí que lo
que estaba viendo no era más que la alcoba del gigante, con la cama cinco
veces mayor que una normal al nivel del suelo, y las colchas cereza y
carmín desparramadas sobre una alfombra carmesí. En eso vi una cara entre
las cobijas retorcidas. Levanté la espada y la cara desapareció, pero
abandoné la escalera para apartar una tela aterciopelada. El catamita que
había debajo (si es que era un catamita) se incorporó y me enfrentó con la
desfachatez que a veces muestran los niños. Por cierto que era un chiquillo,
aunque casi tan alto como yo, un niño desnudo tan gordo que la floja
barriga le oscurecía los minúsculos órganos generativos. Los brazos eran
como cojines rosados atados con cuerdas de oro, y en las orejas perforadas
llevaba pendientes dorados con campanas diminutas. También tenía dorado
el pelo; desde abajo de los rizos me miraba con los anchos ojos azules de un
infante.
Grande como era Calveros, yo nunca había podido creer que practicase
la pederastia en el sentido habitual del término, aunque bien podía ser que
esperase hacerlo cuando el tamaño del niño fuera todavía mayor. Claro que,
de la misma forma que controlaba su propio crecimiento, permitiéndose
sólo el necesario para salvar la montaña de su cuerpo de la rapacidad de los
años, acaso hubiera acelerado el de ese pobre chico todo lo posible dentro
de sus conocimientos antroposóficos. Digo esto porque parecía seguro que
no lo tenía bajo su control sino desde tiempo después de que Dorcas y yo
nos separásemos de él y el doctor Talos.
(Dejé a ese niño donde lo había encontrado, y hasta hoy no tengo idea
de lo que habrá sido de él. Es harto probable que haya muerto; pero también
es posible que los hombres del lago lo hayan salvado y alimentado o que,
habiéndolo encontrado un tiempo después, lo haya protegido el atamán).
No bien llegué al piso de abajo, lo que vi borró todos mis pensamientos
sobre el niño. La habitación estaba envuelta en brumas (lo cual, estoy
seguro, no había sido así cuando la había cruzado antes), tal como la otra lo
estaba en telas rojas; era un vapor viviente que hervía como yo habría
podido imaginarme que hervía el logos turbulento al salir de la boca del
Pancreador. Mientras lo miraba, un hombre de niebla, blanco como un
gusano de sepulcro, se plantó ante mí blandiendo una lanza con púas. Yo no
había comprendido aún que era un mero fantasma, cuando el filo de mi
espada le atravesó la muñeca como habría podido penetrar una columna de
humo. El hombre en seguida empezó a encogerse, como si la niebla se
desmoronara sobre sí misma, hasta que quedó por debajo de mi cintura.
Avancé unos pasos, internándome en la fría, turbia blancura. Entonces,
saltando sobre esa superficie, de la propia niebla se formó, como el hombre,
una criatura horrorosa. He visto que algunos enanos tienen la cabeza y el
torso de tamaño normal o más grande, pero las extremidades, aunque
musculosas, como de niño; aquello era lo contrario: brazos y piernas más
grandes que los míos salían de un cuerpo retorcido y atrofiado.
El antienano blandía un estoque, y abriendo la boca en un grito mudo,
clavó el arma en el cuello del hombre sin hacer el menor caso a la lanza,
que se le clavó en el pecho.
Entonces oí una risa, y aunque rara vez lo había oído alegre, supe quién
era.
—¡Calveros! —grité.
La cabeza surgió de la niebla, igual que las cumbres que yo había visto
al amanecer.
XXXVI

El combate en la muralla

—He aquí un enemigo de verdad —dije—, con un arma de verdad. —Me


adentré en la bruma, tanteando con la hoja de la espada.
—También ve enemigos de verdad en mi cámara de nubes —gruñó
Calveros, la voz totalmente serena—. Excepto que están afuera, en la
muralla. El primero era uno de sus amigos; el segundo, uno de mis
adversarios.
Mientras hablaba se dispersó la bruma, y lo vi cerca del centro de la
sala, sentado en una silla enorme. Cuando me volví hacia él, se levantó, y
agarrándola por el respaldo, me la arrojó como podría haber arrojado un
cesto. Erró por menos de un palmo.
—Ahora intentará matarme —dijo—. Y todo por un hechizo ridículo.
Tendría que haberlo matado aquella noche en que durmió en mi cama.
Yo habría podido decir lo mismo, pero no me molesté en responder.
Estaba claro que haciéndose el indefenso esperaba inducirme a un ataque
imprudente, y aunque al parecer estaba desarmado seguía siendo el doble de
alto que yo, y según calculaba fundadamente, tres o cuatro veces más
fuerte. También tenía conciencia, a medida que me acercaba, de que
estábamos representando la escena de las marionetas que yo había visto en
sueños la noche que él acababa de recordarme, y de que en aquel sueño el
gigante de madera estaba armado con una porra. Él retrocedía paso a paso
mientras yo avanzaba; y sin embargo parecía siempre listo a trabar combate.
De repente, cuando habíamos recorrido unas tres cuartas partes de la
sala alejándonos de la escalera, dio media vuelta y echó a correr. Fue
pasmoso, como ver un árbol corriendo.
También fue muy rápido. Desgarbado como era, cubría dos zancadas
con cada paso, y llegó a la pared —donde por ventana había apenas una
ranura, igual a aquélla por donde había mirado Ossipago— mucho antes
que yo.
Por un instante no entendí qué se proponía. El ventanuco era demasiado
angosto para su cuerpo. Hundió en él las dos grandes manos, y oí un ruido
de piedra molida contra piedra.
Justo a tiempo adiviné, y me las arreglé para retroceder unos pasos. Un
momento después él sostenía un mojado bloque de piedra, sacado del muro.
Lo alzó por encima de su cabeza y me lo tiró.
Mientras yo lo esquivaba de un salto, arrancó otro, y luego otro más. Al
tercero tuve que rodar desesperadamente, aferrando todavía la espada, para
evitar el cuarto, y las piedras empezaron a llegar más y más rápido mientras
la falta de las anteriores iba debilitando la estructura del muro. Por la más
pura casualidad, al rodar me acerqué a un pequeño cofre que había en el
suelo, un objeto no más grande que el que utilizaría un ama de casa modesta
para guardar sus anillos.
El cofre tenía unas perillas de adorno, y algo de su forma me recordó a
las que el maestro Gurloes había ajustado en el tormento de Thecla. Antes
de que Calveros pudiera lanzar otra piedra, recogí el cofre e hice girar una
de las perillas. En seguida la bruma disipada volvió a brotar hirviendo del
suelo, alcanzando rápidamente el nivel de mi cabeza y cegándome en un
mar de blancura.
—Lo ha encontrado —dijo Calveros en su tono lento y profundo—.
Tendría que haberlo apagado. Ahora no lo veo, pero usted tampoco me ve a
mí.
Me callé porque sabía que él tenía un bloque ya preparado y esperaba el
sonido de mi voz. Después de respirar una docena de veces, empecé a
aproximarme en silencio. Estaba seguro de que, por astuto que fuete, él no
podía caminar sin que yo lo oyera. Había dado cuatro pasos cuando la
piedra se estrelló contra el suelo a mis espaldas, y oí que arrancaba otra del
muro.
Esta vez fue excesivo; hubo un ruido ensordecedor y comprendí que una
parte entera del muro, por encima de la ventana, tenía que haberse
desplomado. Fugazmente me atreví a pensar que lo había matado; pero en
seguida empezó a disiparse la bruma, que por el agujero en la pared
escapaba hacia la lluvia y la noche, y lo vi todavía de pie junto al abismo.
Debía de haber soltado la piedra que acababa de arrancar cuando se
derrumbó la pared; tenía las manos vacías. Me lancé hacia él esperando
atacarlo antes de que se diera cuenta. Una vez más fue demasiado rápido.
Lo vi aferrarse a lo que quedaba de muro y saltar afuera, y cuando llegué a
la abertura ya estaba bastante más abajo. Lo que había hecho parecía
imposible; pero cuando miré mejor la parte de la torre alumbrada por las
luces de la sala, vi que los bloques eran desparejos y estaban encajados sin
mortero, por lo que a veces había grietas considerables entre uno y otro, y
que con la altura el muro se sesgaba hacia adentro.
Estuve tentado de extraer Terminus Est y seguirlo, pero me habría
vuelto completamente vulnerable, ya que sin duda Calveros llegaría al suelo
antes que yo. Le tiré el cofre y pronto lo perdí de vista en la lluvia. Sin otra
alternativa, volví a tientas a la escalera y bajé al nivel que había visto al
entrar en el castillo.

En aquel momento había estado en silencio, deshabitado salvo por sus


antiguos mecanismos. Ahora era un pandemónium. Arriba y debajo y a
través de las máquinas hormigueaban docenas de seres espantosos
semejantes a la cosa espectral cuyo fantasma había visto en la sala que
Calveros llamaba cámara de nubes. Como Tifón, algunos tenían dos
cabezas; otros tenían cuatro brazos; muchos sufrían la maldición de unas
extremidades desproporcionadas: piernas el doble de largas que los cuerpos,
brazos más gruesos que los muslos. Todos tenían armas, y por lo que pude
juzgar, estaban locos, pues se atizaban unos a otros tan generosamente
como los isleños que luchaban contra ellos. Me acordé entonces de lo que
me había dicho Calveros: que el patio de abajo estaba lleno de amigos míos
y sus adversarios. Ciertamente no se había equivocado; esas criaturas lo
habrían atacado con sólo verlo, del mismo modo que se atacaban entre sí.
Corté a tres antes de llegar a la puerta, y mientras avanzaba pude
reagrupar a los hombres del lago que habían entrado por mí en la torre,
diciéndoles que el enemigo que buscábamos estaba fuera. Cuando vi cuánto
temían a los lunáticos monstruos que seguían brotando de la escalera a
oscuras (y a quienes no alcanzaban a reconocer como lo que
indudablemente eran, las ruinas de sus hijos y sus hermanos), me
sorprendió que se hubiesen atrevido incluso a entrar en el castillo. De todos
modos fue espléndido ver cómo los animaba mi presencia; me dejaron
tomar el mando, pero supe por sus miradas que me seguirían adonde los
llevase. Fue la primera vez, creo, que entendí realmente el placer que debía
haberle dado su cargo al maestro Gurloes; hasta entonces yo sólo había
supuesto que ese placer consistía en una mera celebración de la habilidad
para imponer su voluntad a otros. También entendí por qué tantos
cortesanos jóvenes abandonaban a sus novias, mis amigas en la vida que yo
vivía como Thecla, para aceptar misiones en oscuros regimientos.
La lluvia había amainado, aunque seguía cayendo en láminas plateadas.
En los escalones había cadáveres de hombres, y muchos más de las
criaturas del gigante; por miedo a caerme si los pisaba, me vi obligado a
apartar a varios con el pie. Abajo, en la muralla, el combate aún era intenso,
pero ninguna de las criaturas de allí subía a atacarnos, y los del lago
conservaban la escalera contra los que habíamos dejado atrás en la torre. No
vi rastro alguno de Calveros.
El combate, he descubierto, aunque emocionante porque lo pone a uno
fuera de sí, es de difícil descripción. Y cuando termina, lo que uno recuerda
mejor —porque mientras dura, la mente está demasiado ocupada y no
registra mucho— no son los tajos y las fintas sino los hiatos entre los
encuentros. En la muralla del castillo de Calveros intercambié golpes
frenéticos con los monstruos que él había forjado, pero ahora no podría
decir cuándo luché bien y cuándo mal.
La oscuridad y la lluvia propiciaban el estilo de combate salvaje que me
imponía el diseño de Terminus Est. No sólo la esgrima formal sino
cualquier juego de lanza o espada que se le parezca requieren buena luz,
porque cada antagonista ha de ver el arma del otro. Allí apenas había luz.
Por lo demás, las criaturas de Calveros poseían un coraje suicida que no les
prestaba gran favor. Intentaban saltar por encima o pasar por debajo de mis
mandobles, y en general las alcanzaba con el primer revés. En cada uno de
esos combates fragmentarios tomaban cierta parte los isleños, y en un caso
despacharon efectivamente a mi adversario. En los demás lo distraían, o lo
herían antes de que yo lo enfrentara. Ninguno de esos lances fue
satisfactorio en el sentido en que lo es una ejecución bien realizada.
Después del cuarto no hubo más, aunque por todas partes había
enemigos muertos o agonizantes. Reuní a los isleños a mi alrededor.
Estábamos todos en ese estado eufórico que acompaña a la victoria, y ellos
tenían todo el deseo de atacar a cualquier gigante, por enorme que fuese;
pero hasta los que habían estado en el patio mientras caían las piedras
juraron no haber visto a ninguno. Cuando ya empezaba a pensar que eran
ciegos, y sin duda ellos se disponían a creer que me había vuelto loco, la
luna vino a salvarnos.
Qué extraño es. Todo el mundo busca conocimiento en el cielo, bien
estudiando la influencia de las constelaciones en los acontecimientos, bien,
como Calveros, intentando arrebatárselo a los que los ignorantes llaman
cacógenos, bien solamente, en el caso de granjeros, pescadores y otros así,
para encontrar indicios del clima; y sin embargo nadie busca allí ayuda
inmediata, aunque a menudo la recibe, como yo aquella noche.
No fue más que una brecha entre las nubes. La lluvia, que ahora era
intermitente, no había parado del todo; pero por un breve lapso la luz de la
luna menguante (alta ahora en el cielo, y aunque apenas más que medio
llena, muy reluciente) cayó sobre el patio del gigante, igual que en el nivel
onírico de la Casa Absoluta la luz de una de las luminarias más grandes del
odeo solía caer sobre el escenario. Las piedras lisas, húmedas del pavimento
rielaron como charcos de agua oscura y tranquila; y en ellas vi reflejada una
visión tan fantástica que hoy me pregunto si mientras duró —lo que no fue
mucho— pude hacer algo más que mirarla.
Porque Calveros estaba cayendo sobre nosotros; pero caía lentamente.
XXXVII

Terminus Est

Hay en el libro marrón dibujos de ángeles que se lanzan sobre Urth en esa
posición, la cabeza echada hacia atrás, el cuerpo inclinado de modo que la
cara y la parte superior del pecho están al mismo nivel. Puedo imaginarme
el asombro y el horror de ver bajar de esa forma al gran ser que vi una vez
en el libro de la Segunda Casa; pero no creo que habría podido ser más
espantoso que la caída de Calveros. Cuando ahora pienso en él, es así como
lo recuerdo. Tenía la cara resuelta, y alzaba una maza coronada por una
esfera fosforescente.
Nos dispersamos como gorriones cuando en el crepúsculo se presenta la
lechuza. Sentí el viento de su resuello en la espalda y me volví cuando
estaba posándose en el suelo, apoyando la mano libre y rebotando sobre ella
para enderezarse como hacen los acróbatas; tenía puesto un cinturón que yo
nunca le había visto, una gruesa banda de ristras de prismas metálicos.
Nunca descubrí, sin embargo, cómo se las había ingeniado para entrar de
nuevo en la torre a buscar la maza y el cinturón mientras yo me lo
imaginaba bajando por el muro; tal vez en algún lugar hubiera una ventana
más grande que las que yo conocía, o incluso una puerta que diera acceso a
cierta estructura destruida cuando la gente del lago quemó el castillo. Hasta
es posible que simplemente metiera la mano por una ventana.
Pero, ah, ese silencio mientras bajaba flotando, la gracia con que se
apoyó en esa mano, él, que era más alto que las chozas de los pobres, y
cómo se enderezó de un salto. La mejor manera de describir el silencio es
no decir nada… Pero ¡qué elegancia!
Giré pues con la capa detrás ondeando al viento y la espada, como
tantas veces la he empuñado, alzada para el golpe; y entonces supe lo que
nunca me había tomado el trabajo de pensar: por qué mi destino me había
enviado a vagar por medio continente, enfrentándome con peligros que
venían del fuego y de las profundidades de Urth, del agua y ahora del aire,
esgrimiendo siempre esa arma tan grande y tan pesada que luchar con un
hombre cualquiera era como cortar lirios con un hacha. Calveros me vio y
levantó la maza; el extremo brillaba con un color blancoamarillento; pienso
que era una suerte de saludo.
Cinco o seis de los hombres del lago lo rodearon con lanzas y garrotes
dentados, pero no se le acercaron. Era como si fuese el centro de un círculo
hermético. Cuando empezamos a aproximarnos, él y yo, descubrí el motivo:
me atenazaba un terror que no podía comprender ni dominar. No era miedo
de él o de la muerte, sino simplemente miedo. Sentí que los pelos de la
cabeza se me movían como bajo la mano de un fantasma, algo que había
oído pero siempre había desdeñado como una exageración, una figura de
lenguaje que creció hasta convertirse en una mentira. Las rodillas, débiles,
me temblaban tanto que me alegró la oscuridad, pues no se las veía. Pero
nos acercamos.
Por el tamaño de la maza y del brazo que había detrás yo estaba
convencido de que nunca sobreviviría a un golpe; no me quedaba otra cosa
que esquivarlo y retroceder. Calveros, del mismo modo, no podría soportar
un golpe de Terminus Est porque, aunque era bastante grande y fuerte como
para soportar una armadura gruesa como una barda de destriero, no llevaba
ninguna, y una hoja tan pesada, un filo tan fino, fácilmente capaz de abrir
un hombre en dos hasta la cintura, podía herirlo de muerte de un solo tajo.
Él lo sabía, de modo que nos amenazamos, como hacen los actores en
escena, con golpes sibilantes pero sin llegar realmente a trabar combate.
Como el terror no me abandonaba, tenía la impresión de que si no echaba a
correr me iba a estallar el corazón. Oí un canturreo, y mirando la cúspide de
la maza, cuyo pálido nimbo la hacía por cierto muy fácil de mirar, me di
cuenta de que provenía de allí. El arma toda vibraba con esa nota aguda,
invariable, como una copa de vino tañida con un cuchillo e inmovilizada en
tiempo cristalino.
No hay duda de que el hallazgo me distrajo, aunque sólo fuera un
momento. En vez de apuntar al flanco, la maza se descargó hacia abajo
como un martillo sobre la estaca de una tienda de campaña. Me hice a un
lado justo a tiempo, y la luminosa cabeza canturreante me pasó
relumbrando junto a la cara y se estrelló a mis pies en la piedra, que crujió y
se hizo añicos como una vasija de barro. Una astilla me abrió un lado de la
frente, y sentí correr la sangre.
Calveros lo advirtió, y los ojos opacos se le iluminaron de triunfo. A
partir de entonces cada golpe se estrelló en una piedra, y cada piedra se hizo
añicos. Yo tenía que saltar cada vez más atrás, y no tardé en encontrarme
con la espalda contra la muralla. Mientras retrocedía bordeándola, el
gigante empuñaba su arma con más ventaja que nunca, blandiéndola
horizontalmente y castigando la pared una y otra vez. Algunos fragmentos
de piedra, afilados como dardos, llegaron a alcanzarme, y muy pronto me
chorreó sangre sobre los ojos, y tuve el pecho y los brazos teñidos de
escarlata.
Mientras esquivaba lo que acaso fuera el centésimo mazazo, mi talón
tropezó con algo que casi me hizo caer. Era el peldaño inferior de una
escalera que trepaba por el muro. Subí, obteniendo una pequeña ventaja con
la altura, pero no la suficiente como para que yo frenase mi retirada. A lo
largo del parapeto había una pasarela. Me vi obligado a retroceder por ella
paso a paso. Ahora sí que habría echado a correr si me hubiese atrevido,
pero recordé con qué rapidez se había movido el gigante cuando lo había
sorprendido en la cámara de nubes, y sabía que me alcanzaría de un salto, lo
mismo que yo, de niño, había alcanzado a las ratas de la mazmorra de
nuestra torre para quebrarles el espinazo con un palo.
Pero no todas las circunstancias favorecían a Calveros. Algo blanco
destelló entre los dos, luego una flecha con punta de hueso se clavó en un
enorme brazo como una púa de iléspilo en el pescuezo de un toro. Ahora los
hombres del lago estaban suficientemente lejos de la maza cantora como
para que el terror que despertaba no les impidiera disparar sus armas.
Calveros titubeó un momento, dando un paso atrás para quitarse la flecha.
Una más le acertó, rasguñándole la cara.
Entonces tuve esperanzas y di un salto adelante, y al saltar perdí pie en
una piedra rota y resbaladiza. Estuve a punto de caer por el borde, pero a
último momento me aferré al parapeto… a tiempo de ver bajar la cabeza
luminosa de la maza del gigante. Instintivamente levanté Terminus Est para
defenderme del golpe.
Hubo un alarido tal como si los espectros de todos los hombres y
mujeres que la hoja había matado se hubiesen reunido en la muralla;
después, una explosión ensordecedora.
Por un momento quedé atónito. Pero también estaba atónito Calveros, y
los hombres del lago, roto el hechizo de la maza, se abalanzaban hacia él
por los dos lados de la pasarela. Puede que el acero de la hoja, que tenía una
frecuencia natural propia, y como yo había observado a menudo, tintineaba
con milagrosa dulzura si uno lo golpeaba con el dedo, fuera excesivo para
el mecanismo que daba ese extraño poder a la maza del gigante. Es posible
simplemente que el filo, más agudo que el de un bisturí y duro como la
obsidiana, penetrara la cabeza de la maza. Fuera como fuese, la maza había
desaparecido, y yo sólo tenía en las manos la empuñadura de la espada, de
la que emergía menos de un codo de metal destrozado. El mercurio que
tanto tiempo había trabajado en la oscuridad, se derramaba ahora en
lágrimas plateadas.
No había podido levantarme cuando los hombres del lago ya saltaban
por encima de mí. Una lanza se hundió en el pecho de gigante, y un garrote
le dio en la cara. Ante un manotazo suyo, dos guerreros del lago cayeron
del muro entre alaridos. Otros se echaron sobre él en seguida, pero se los
sacó de encima. Yo conseguí ponerme en pie, todavía entendiendo a medias
lo que había pasado.
Calveros estuvo un instante balanceándose sobre el parapeto; después
saltó. Es indudable que el cinturón lo ayudaba mucho, pero la fortaleza de
sus piernas tiene que haber sido enorme. Lenta, pesadamente, se arqueó
cada vez más hacia fuera, cada vez más hacia abajo. Tres que se habían
agarrado a él demasiado tiempo cayeron y murieron entre las rocas del
promontorio.
Al fin cayó él también, enormemente, como si fuera —solo y en sí
mismo— una especie de nave. Hubo una erupción en el lago, blanca como
la leche, que en seguida se cerró sobre él. Algo que se contorsionaba como
una serpiente y a veces reflejaba la luz brotó del agua y subió al cielo, hasta
que se perdió entre las lóbregas nubes; seguro que era el cinturón. Pero
aunque los isleños esperaron con las lanzas preparadas, la cabeza de
Calveros no volvió a aparecer entre las olas.
XXXVIII

La Garra

Esa noche los hombres del lago saquearon el castillo; no me sumé a ellos, ni
dormí dentro de los muros. En el centro del bosquecito de pinos donde
habíamos celebrado consejo, encontré un lugar tan protegido por las ramas
que la alfombra de agujas caídas aún estaba seca. Allí, una vez limpias y
vendadas mis heridas, me acosté. A mi lado yacía la empuñadura de la
espada que había sido mía, y antes, del maestro Palaemon, de modo que esa
noche dormí con algo muerto; pero no me trajo sueños.
Me desperté con la fragancia de los pinos en la nariz. Urth ya había
vuelto casi todo su rostro al sol. Me dolía el cuerpo, y los cortes que me
habían hecho las astillas de piedra voladoras me picaban y ardían, pero no
había conocido un día más cálido desde que había dejado Thrax por el
camino alas tierras altas. Salí del bosquecito y vi el lago Diuturna que
centelleaba al sol y hierba joven que crecía entre las piedras.
Me senté en una roca salediza, con la muralla del castillo de Calveros a
mis espaldas y la extensión azul del lago a mis pies, y por última vez extraje
el muñón de la arruinada hoja que había sido Terminus Est de la hermosa
empuñadura de plata y ónix. Una espada es su hoja, y Terminus Est ya no
existe; pero durante el resto del viaje llevé conmigo esa empuñadura, si bien
quemé la vaina de piel humana. Algún día la empuñadura sostendrá otra
hoja, aunque no pueda ser tan perfecta ni sea mía.
Besé lo que quedaba de la hoja y la arrojé al agua. Luego empecé a
buscar entre las rocas. Sólo tenía una vaga idea de la dirección en que
Calveros había tirado la Garra, pero sabía que era hacia el lago, y aunque
había visto a la gema pasar por encima de la muralla, pensaba que ni
siquiera un brazo como aquél habría podido enviar un objeto tan pequeño
lejos de la orilla.
En seguida descubrí, no obstante, que si de verdad había caído en el
lago estaba irremisiblemente perdida, pues el agua tenía en todas partes
muchas anas de profundidad. Con todo, seguía siendo posible que no
hubiese llegado al lago y estuviese metida en una grieta donde no se viera
su fulgor.
Así que busqué, temeroso de pedirles ayuda a los hombres del lago, y
temeroso también de suspender la búsqueda para descansar o comer y que
la recogiera algún otro. Llegó la noche, y el chillido del somorgujo al morir
la luz, y los hombres del lago me ofrecieron llevarme a sus islas, pero me
negué. Tenían miedo de que aparecieran los de la costa, o de que ya
estuvieran organizando un ataque para vengar a Calveros (no me atreví a
confiarles la sospecha de que no estaba muerto, de que seguía vivo bajo las
aguas del lago), y al final tuve que apremiarlos para que me dejaran solo,
gateando todavía entre las afiladas rocas del promontorio.
Por fin me sentí demasiado exhausto para seguir la búsqueda a oscuras
y me instalé a esperar el día sobre una laja en declive. De vez en cuando
creía ver un azul que fulguraba en alguna grieta cercana o abajo, en el agua;
pero cuando alargaba la mano para aferrarlo o intentaba levantarme para ir a
mirar desde el borde de la roca, me despertaba sobresaltado, y descubría
que había sido un sueño.
Cien veces me pregunté si mientras yo dormía bajo los pinos algún otro
no habría encontrado la gema, y cien veces me maldije. Cien veces,
también, recordé cuánto mejor sería para ella que alguien la encontrara y
que no se perdiera para siempre.
Así como la carne matada en verano atrae a las moscas, la corte atrae a
sabios, filósofos y a cosmistas espurios que se quedan allí mientras sus
bolsillos y su ingenio los mantienen, con la esperanza (al principio) de una
cita con el Autarca y (más tarde) de obtener un cargo tutorial en alguna
familia encumbrada. A los dieciséis años más o menos, Thecla se sintió
atraída, como pienso que a menudo les pasa a las jóvenes, por las
conferencias de esa gente sobre teogonía, teodicea y cosas semejantes, y
recuerdo una en especial en la que una efeba exponía como verdad
definitiva el antiguo sofisma de la existencia de tres Adonai, el de la ciudad
(o del pueblo), el de los poetas y el de los filósofos. El razonamiento era
que desde el principio de la conciencia humana (si alguna vez hubo tal
principio), ha habido en las tres categorías un gran número de personas que
se han afanado por penetrar en el secreto de lo divino. Si lo divino no
existiera, se habrían dado cuenta hace mucho; si existe, es imposible que la
propia Verdad los guíe mal. Pero las creencias del populacho, las visiones
de los rapsodas y las teorías de los metafísicos han divergido tanto que
pocos de ellos pueden comprender siquiera lo que dicen los otros, y quien
no sepa nada de estas ideas bien puede creer que no hay entre ellas la menor
relación.
¿No será acaso, preguntaba ella (y ni siquiera ahora estoy seguro de
poder contestar), que en vez de viajar al mismo destino por tres caminos,
como siempre se ha supuesto, en realidad estén viajando a destinos muy
diferentes? Al fin y al cabo, cuando en la vida corriente vemos tres caminos
que parten de un mismo cruce no damos por sentado que los tres conducen
a la misma meta.
Esta sugerencia me pareció (y me parece) tan racional como repelente, y
para mí representa todos los tejidos argumentales monomaníacos, tan
cerradamente urdidos que ni el objeto más ínfimo, ni una chispa de luz,
pueden escapar a la red en donde pueden caer las mentes humanas, siempre
que en un tema sea imposible recurrir a los hechos.
La realidad de la Garra era pues inconmensurable. No había cantidad de
dinero, ni acumulación alguna de archipiélagos o imperios que se le pudiera
aproximar en valor, así como la multiplicación indefinida de la distancia
horizontal no puede servir para igualar la vertical. Si, como creía yo,
provenía de fuera del universo, esa luz cuyo tenue brillo yo había visto
tantas veces, era en cierto sentido la única que teníamos. Si se la destruía,
quedaríamos a tientas en la oscuridad.
Yo pensaba que en los días en que la había tenido la había valorado
mucho, pero sentado allí, en esa laja inclinada sobre las anochecidas aguas
del lago Diuturna, me di cuenta de lo necio que había sido al llevarla
conmigo, en todos mis salvajes enredos y mis locas aventuras, hasta acabar
por perderla. Poco antes del alba juré quitarme la vida si no la encontraba
antes de que la oscuridad volviese.

No sé si habría cumplido o no el voto. He amado la vida desde que tengo


recuerdos. (Fue, creo, el amor a la vida lo que me dio la habilidad que
pueda tener en mi arte, porque no soportaba ver extinguirse la llama que yo
tanto estimaba si no era con perfección). Sin duda amaba mi propia vida,
mezclada ahora con la de Thecla, tanto como otras. De haber roto el
juramento, no habría sido la primera vez.
No me hizo falta. Hacia media mañana de uno de los días más
placenteros que he conocido, cuando el sol era una caricia tibia y el
chapoteo del agua una música amable, encontré la gema; o lo que quedaba
de ella.
Se había hecho trizas en las rocas; había pedazos bastante grandes como
para adornar un anillo tetrárquico y astillas no mayores que las partículas
brillantes que vemos en la mica, pero nada más. Llorando, junté los
fragmentos uno por uno, y cuando comprendí que estaban tan inertes como
las joyas que diariamente extraen los mineros, los adornos saqueados a
muertos de tiempos lejanos, los llevé al lago y los tiré al agua.
Tres veces bajé hasta el borde del agua con pequeños montones de
astillas azuladas en la palma de la mano, y cada vez volví a buscar más al
lugar donde había encontrado la gema rota; y al cabo de la tercera algo
encontré, incrustado entre dos piedras, de modo que finalmente tuve que ir
al bosquecito a buscar unas ramas para soltarlo y pescarlo, algo que no era
una gema pero irradiaba una intensa luz blanca, como una estrella.
Lo saqué con más curiosidad que reverencia. Era tan distinto del tesoro
que yo había buscado en el promontorio —o al menos tan distinto de los
trocitos que había encontrado—, que hasta que lo tuve en la mano casi no se
me ocurrió que pudiera haber entre ellos alguna relación. No sé decir cómo
es posible que un objeto negro dé luz, pero éste la daba. Podría haber sido
una talla en azabache, tan negro era y tan intensamente bruñido; pero
relucía: una garra larga como la última articulación de mi meñique,
cruelmente curva y puntiaguda, la realidad de ese centro oscuro del corazón
de la gema, que no ha sido quizá más que un engarce, una píxide o
lipsanoteca.
Largo rato estuve arrodillado de espaldas al castillo, con la mirada que
iba y volvía entre ese raro tesoro reluciente y las olas, mientras trataba de
aprehender su significado. Viéndola así, sin la cubierta de zafiro, sentí
profundamente un efecto que no había notado en otro tiempo, aun antes de
que me la arrebataran en la casa del atamán. Cada vez que la miraba,
parecía que se me borraba el pensamiento. No como con el vino o ciertas
drogas, que incapacitan la mente en ese sentido, sino reemplazándolo por
un estado más alto que no sé denominar. Una y otra vez sentía que entraba
en ese estado, y me elevaba siempre más hasta que temía no volver nunca al
modo de conciencia que llamo normalidad; y una y otra vez me arrancaba
de él. Cuando emergía, sentía que había obtenido una inexpresable
percepción de inmensas realidades.
Por último, tras una larga serie de audaces avances y temerosos
retrocesos, llegué a comprender que nunca alcanzaría un conocimiento real
de la cosa pequeña que tenía en la mano, y con ese pensamiento (porque era
un pensamiento) entré en un tercer estado, una obediencia feliz a no sabía
qué, una obediencia irreflexiva porque ya no había nada sobre qué
reflexionar, y sin la menor sombra de rebelión. Ese estado duró todo ese día
y gran parte del siguiente, hasta que me hube adentrado mucho en las
colinas.

Aquí me interrumpo, lector, tras haberte llevado de fortaleza a fortaleza:


desde la amurallada ciudad de Thrax, que domina el Acis superior, hasta el
castillo del gigante, que domina la costa meridional del remoto lago
Diuturna. Thrax fue para mí la puerta a las montañas indómitas. Del mismo
modo, esta torre solitaria resultaría ser una puerta: el verdadero umbral de la
guerra, de la cual había ocurrido allí una mera y aislada escaramuza. Desde
aquel momento hasta ahora, esa guerra ha absorbido mi atención casi sin
tregua.
Aquí me interrumpo. Si no deseas lanzarte a la lucha a mi lado, lector,
no te censuro. No es una lucha fácil.
Apéndice

Nota sobre la administración provincial

La breve relación que hace Severian de su carrera en Thrax es la mejor


(aunque no la única) evidencia que tenemos sobre los asuntos de gobierno
en la era de la Mancomunidad, tal como se daban fuera de los brillantes
pasillos de la Casa Absoluta y las rebosantes calles de Nessus. Está claro
que nuestras distinciones entre ramas legislativa, ejecutiva y judicial no son
aplicables: no cabe duda de que administradores como Abdiesus se reirían
de la noción de que las leyes deben ser hechas por un grupo de personas,
aplicadas por otro y juzgadas por un tercero. Considerarían que semejante
sistema es impracticable, como por cierto se está demostrando.
En el período de los manuscritos, arcontes y tetrarcas son elegidos por
el Autarca, que como representante del pueblo tiene en sus manos todo el
poder. (Véase, no obstante, la observación que sobre este punto hace
Famulimus a Severian). Se espera de estos oficiales que hagan valer las
órdenes del Autarca y administren justicia en concordancia con los usos
heredados de las poblaciones que gobiernan. También están autorizados
para hacer leyes locales —válidas únicamente en el área gobernada por el
legislador y sólo por el término de su mandato— e imponerlas bajo
amenaza de muerte. Como en la Casa Absoluta o en la Ciudadela, en Thrax
parece desconocerse la prisión por tiempo determinado, nuestra forma más
común de castigo. Se mantiene a los prisioneros en la Vincula en espera de
la tortura o la ejecución, o como rehenes para la buena conducta de amigos
y familiares.
Según muestra claramente el manuscrito, la supervisión de la Vincula
(«la casa de las cadenas») es sólo uno de los deberes del lictor («el que
ata»). Este oficial es el principal subordinado del arconte en la
administración de justicia criminal. En ciertas ocasiones ceremoniales
desfila delante de su señor llevando una espada desnuda, poderoso
recordatorio de la autoridad del arconte. Durante las sesiones del tribunal,
se le exige que permanezca de pie (como Severian se lamenta) a la
izquierda del banco. Lleva a cabo personalmente las ejecuciones y otros
actos mayores de castigo judicial, y supervisa la actividad de los clavígeros
(«los de las llaves»).
Esos clavígeros no sólo son los guardias de la Vincula sino que actúan
además como policía de investigación, función para la que cuentan con la
ventaja de poder arrancar a sus prisioneros información por la fuerza. Las
llaves que portan parecen lo bastante grandes como para ser utilizadas como
porras, y son así tanto sus herramientas como sus emblemas de autoridad.
Los dimarchi («los que combaten de dos maneras») son tanto la policía
uniformada como las tropas del arconte. No obstante, el título no parece
referirse a esta doble función, sino a un equipo y un entrenamiento que les
permite desempeñarse como caballería o infantería según las necesidades.
Sus filas están integradas, al parecer, por soldados profesionales, veteranos
de las campañas del norte y no nativos de la zona.
La propia Thrax es, claramente, una ciudad fortaleza. De un lugar tal no
podría esperarse que resistiera más de un día, a lo sumo, contra el enemigo
ascio; parece más bien ideada para rechazar las incursiones de bandoleros y
rebeldes de los exultantes y armígeros locales. (El marido de Cyriaca, que
debía de haber sido una persona casi desconocida en la Casa Absoluta, en
las cercanías de Thrax tiene claramente alguna importancia, y hasta
representa algún peligro). Si bien parece prohibirse a exultantes y armígeros
que mantengan ejércitos privados, no hay duda de que muchos de sus
seguidores, se los llame monteros, lacayos o como sea, son en lo
fundamental combatientes. Presumiblemente son esenciales para proteger
las villas de saqueadores y cobrar los impuestos, pero en caso de disturbios
pueden convertirse en poderosa fuente de peligros para gentes como
Abdiesus. En ocasión de un conflicto así, la ciudad fortificada, montada
sobre las nacientes del río, le daría a este personaje una ventaja casi
insalvable.
La ruta escogida por Severian para su fuga indica hasta qué grado puede
vigilarse el egreso de la ciudad. La propia fortaleza del arconte, el castillo
de Acies («el campamento armado de la punta») defiende el extremo norte
del valle. Parece ser totalmente independiente del palacio situado en la
ciudad propiamente dicha. El extremo sur está cerrado por el Capulus («la
guarda de la espada»), aparentemente un intrincado muro fortificado,
imitación a pequeña escala de la Muralla de Nessus. Hasta las cimas de los
acantilados están protegidas por fuertes con muros entre ellos. Puesto que
cuenta con una provisión inagotable de agua limpia, la ciudad parece capaz
de soportar un prolongado asedio de cualquier fuerza que no disponga de
armamento pesado.

G.W.
GENE WOLFE. Nacido en Nueva York el 7 de mayo de 1931 es un escritor
estadounidense de ciencia ficción y fantasía.
Estudió en la Universidad A&M de Texas, y ya por entonces escribió su
primera obra. Intervino en la Guerra de Corea, y a su regreso obtuvo el
título de Ingeniero Mecánico en la Universidad de Houston (algo pocas
veces dicho es que inventó la máquina con que se fabrican las patatas fritas
Pringles).
Cuentista y novelista enormemente prolífico, se destaca por su
profundidad y prosa rica en alusiones así como también por la fuerte
influencia de su fe católica, que adoptó después de contraer matrimonio con
una católica. Su obra más celebrada es El libro del sol nuevo, cuatro
volúmenes y una coda que transcurren en un futuro remoto, en un planeta
de sol agonizante llamado Urth, y narran la peripecia de Severian, aprendiz
de torturador que llega a ser un mesías. En la década de 1990 publicó las
cuatro entregas de El libro del sol largo, historia de intrigas políticas y
revolución en un mundo metido dentro de una vastísima nave espacial; el
héroe es un humilde sacerdote de barrio. A continuación emprendió El libro
del sol corto, que trata de la colonización de los planetas Verde y Azul. Las
tres sagas forman una obra llamada Ciclo Solar.
Wolfe es tan admirado por los lectores como por críticos y escritores,
muchos de los cuales lo consideran uno de los grandes novelistas vivos sin
distinción de géneros. Otros libros suyos son La quinta cabeza de Cerbero
(inigualada novela sobre clones; Minotauro, 1997), Puertas (Martínez
Roca, 1994), Especies en peligro (Grijalbo, 1993) y The Knight (2003).
Otra obra importante es la serie de Latro, que se inicia en 1986 con
Soldado de la niebla, con la que ganó el premio Locus de Novela de
Fantasía; le siguió Soldado de Areté en 1989, cerrando la serie en 2006 con
Soldado de Sidón.
Ha ganado el Premio Nébula y el World Fantasy Award dos veces cada
uno, el Campbell Memorial Award, y el Locus Award cuatro veces. Ha sido
nominado para el Premio Hugo en varias ocasiones. En 1996 fue
galardonado con el premio «World Fantasy Award for Lifetime
Achievement».
Wolfe vive en Barrington, Illinois, un suburbio de Chicago, con su
esposa Rosemary.
Al principio de su carrera como escritor, Wolfe intercambió
correspondencia con JRR Tolkien.
Fue invitado de honor en la Convención Mundial de Ciencia Ficción
1985 y recibió el Edward E. Smith Memorial Award 1989 en el New
England convención Boskone. En marzo de 2012 se le otorgó el primer
Chicago Salón Literario de la Fama de Fuller, por su contribución a la
literatura de un autor Chicago.

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