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Un tremendo brote de actividad sobrenatural causa protestas por todo

Londres. Hay informes de nuevas apariciones, como por ejemplo unas huellas
sangrientas en una casa o extraños sonidos y figuras sombrías en una tienda.
Pero los fantasmas parecen ser el menor de los problemas para los miembros
de la agencia Lockwood, ya que unos asesinos atacan durante una feria en el
centro de la ciudad.
¿Podrá el equipo dejar de lado sus problemas personales para salvar a todo el
mundo, o sus discusiones serán capaces de empeorar aún más la situación?

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Jonathan Stroud

El chico vacío
Agencia Lockwood - 03

ePub r1.0
Titivillus 16.07.2023

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Título original: The Hollow Boy
Jonathan Stroud, 2015
Traducción: Celia Martínez Duro

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Para Rosie y Francesca, con amor.

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I
La Pensión
Lavanda

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C reo que no fue hasta el final del encargo en la Pensión Lavanda cuando
vislumbré por primera vez cómo la agencia Lockwood trabajaba unida
y en perfecta sincronía, mientras nos enfrentábamos a la muerte en
aquel nefasto hostal. Fue un destello muy breve, pero todos los detalles siguen
grabados en mi memoria: los momentos de agradable precisión en los que de
verdad actuamos como un equipo.
Sí, todos los detalles. Anthony Lockwood tambaleándose hacia la ventana
abierta, con el abrigo en llamas y agitando los brazos. George Cubbins
colgado de una escalera con una mano como una pera enorme a la que
empujara el viento. Y yo, Lucy Carlyle, cubierta de moratones, sangre y
telarañas, corriendo, saltando y rodando desesperada para huir de las espirales
de ectoplasma… Ya sé que nada de eso suena genial. Y, siendo sincera,
podríamos habernos ahorrado el chillido de George. Pero así era la agencia
Lockwood: aprovechábamos las situaciones menos prometedoras y las
usábamos a nuestro favor.
¿Quieres saber cómo? Te lo enseñaré.

Seis horas antes. Ahí estábamos, en el umbral de la puerta, llamando al


timbre. Era una tarde gris y tormentosa de noviembre en la que las sombras se
alargaban y los tejados puntiagudos y oscuros del viejo barrio de Whitechapel

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se perfilaban contra las nubes. La lluvia manchaba nuestros abrigos y brillaba
sobre las hojas de nuestros estoques. Los relojes acababan de dar las cuatro.
—¿Estamos todos listos? —preguntó Lockwood—. Recordad: les
hacemos algunas preguntas y observamos atentamente en busca de anomalías
psíquicas. Si damos con alguna pista de la habitación donde ocurrieron los
asesinatos o la ubicación de los cuerpos, no decimos nada. Nos despedimos
educadamente y vamos a buscar a la policía.
—Está bien —respondí.
George, que estaba ocupado ajustándose el cinturón de trabajo, asintió.
—¡Es un plan inútil! —Los susurros roncos provenían de un rincón cerca
de mi oído—. Yo propongo que los apuñaléis y hagáis las preguntas después.
Es la única opción sensata.
Le di un codazo a la mochila.
—Calla ya.
—¡Pensaba que querías oír mis consejos!
—Tu trabajo es vigilar, no distraernos con teorías estúpidas. Ahora,
silencio.
Esperamos en los peldaños de la entrada. La Pensión Lavanda era un
hostal situado en un edificio estrecho y adosado de tres plantas. Como casi
todo en esta parte de East End, tenía un aire cansado y estaba hecho polvo.
Una capa de hollín cubría la fachada enguijarrada, y unas cortinas delgadas
colgaban de las ventanas. No había luz en los pisos superiores, pero había una
lámpara encendida en el vestíbulo y un cartel amarillento de
HABITACIONES DISPONIBLES colocado tras el panel de cristal agrietado
en el centro de la puerta.
Lockwood echó un vistazo a través del vidrio mientras se protegía los ojos
con una mano enguantada.
—Bueno, parece que sí hay alguien en casa —dijo—. Veo a dos personas
de pie al final del vestíbulo.
Volvió a tocar el timbre. Era un sonido feo, como un zumbido en los
oídos. También tiró de la aldaba. No vino nadie.
—Espero que se den prisa —comentó George—. No quiero preocupar a
nadie ni nada, pero hay algo blanco arrastrándose hacia nosotros ahí, al final
de la calle.
Tenía razón. En el lejano crepúsculo se intuía una figura pálida. Caminaba
sin rumbo sobre la acera, oculta tras las sombras de las casas, y se acercaba en
nuestra dirección.
Lockwood se encogió de hombros. Ni se molestó en mirar.

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—No, seguro que es una camiseta ondeando en algún tendedero. Todavía
es temprano. No será nada desagradable.
George y yo nos miramos. Era esa época del año en la que los días apenas
eran más claros que las noches, así que los muertos empezaban a caminar en
las tardes más oscuras. De hecho, al salir del metro habíamos visto una
sombra en la calle Whitechapel, una tenue maraña de oscuridad que esperaba
con pesadez sobre la alcantarilla. El viento de los últimos coches que corrían
para llegar a casa la sacudían y la hacían revolotear. Había muchas cosas
repugnantes ahí fuera, y Lockwood lo sabía muy bien.
—¿Desde cuándo una camiseta ondeando tiene cabeza y piernas
larguiruchas? —preguntó George. Se quitó las gafas, se las secó y volvió a
colocárselas en la nariz—. Lucy, díselo tú. A mí nunca me hace caso.
—Sí, Lockwood, démonos prisa —le insté—. No podemos quedarnos
aquí toda la noche. Si no tenemos cuidado, nos alcanzará ese fantasma.
Lockwood sonrió.
—No lo hará. Nuestros amigos del vestíbulo tendrán que abrirnos. No
hacerlo sería admitir la culpa. Vendrán en cualquier momento y nos invitarán
a pasar. Confiad en mí. No hay de qué preocuparse.
Con Lockwood pasaba una cosa: le creías, incluso cuando decía cosas
disparatadas como aquella. En ese instante estaba de pie junto al umbral,
esperando de forma despreocupada, con una mano sobre la empuñadura del
estoque, tan elegante como siempre con su abrigo largo y su traje oscuro y
ceñido. El pelo negro le caía sobre la frente. La luz del pasillo iluminaba su
rostro delgado y pálido, y hacía que le brillaran los ojos oscuros mientras me
sonreía. Era la viva imagen de la gracia y la calma. Así es como quiero
recordarle, tal y como era aquella noche. Nos aguardaban horrores y otros nos
acechaban por detrás, pero Lockwood permanecía entre ambos, tranquilo y
sin miedo.
En comparación, George y yo no teníamos tanto estilo, aunque sí íbamos
con ropa de trabajo. Prendas oscuras y botas negras. George hasta se había
metido la camiseta por dentro de los pantalones. Los tres llevábamos
mochilas y pesadas bolsas de cuero, todas viejas, desgastadas y manchadas de
quemaduras de ectoplasma.
Cualquier mirón, después de reconocernos como agentes de detección
psíquica, habría asumido que las bolsas estaban llenas del equipo propio de
nuestra profesión: bombas de sal, lavanda, virutas de hierro, sellos de plata y
cadenas. Aquello era bastante cierto, pero también guardábamos un frasco
con una calavera, así que no éramos tan predecibles.

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Esperamos. El viento sopló y unas ráfagas de aire sucio recorrieron los
huecos entre las casas. Unas protecciones de hierro contra los espíritus se
balancearon en lo alto, chasqueando y repiqueteando como los dientes de una
bruja. La figura blanca recorría con sigilo la calle, en nuestra dirección. Me
subí la cremallera de la parka y me acerqué a la pared.
—Sí, lo que se acerca es un alma en pena —dijo la voz de mi mochila, en
un susurro que solo yo podía oír—. Os ha visto y tiene hambre.
Personalmente, creo que le ha echado el ojo a George.
—Lockwood —empecé—, tenemos que movernos, de verdad.
Pero él ya se había alejado de la puerta.
—No será necesario —respondió—. ¿Qué os había dicho? Ya están aquí.
Unas sombras emergieron tras el cristal. La puerta se abrió con el ruido de
unas cadenas.
Eran un hombre y una mujer.
Probablemente fueran asesinos, pero no queríamos alarmarlos. Les
regalamos nuestras mejores sonrisas.

La Pensión Lavanda había llamado nuestra atención hacía dos semanas. La


policía local de Whitechapel había estado investigando los casos de varias
personas —algunos eran vendedores, pero la mayoría eran obreros de los
muelles cercanos— que habían desaparecido en la zona. Se habían percatado
de que algunos de esos hombres se habían alojado en un hostal tenebroso
poco antes de ser vistos por última vez: la Pensión Lavanda, en el callejón
Cannon, en Whitechapel. La policía lo había visitado, hablado con los
propietarios, unos tal señor y señora Evans, e incluso registrado las
instalaciones. No encontraron nada.
Pero eran adultos, claro. No podían ver el pasado. No podían detectar los
residuos psíquicos de los crímenes que podrían haberse cometido allí. Para
eso necesitaban la ayuda de una agencia. Resultó que la agencia Lockwood
había estado trabajando en East End y nuestro éxito con el llamado «fantasma
aullador de Spitalfields» nos había hecho populares en el distrito. Aceptamos
hacerle una visita al señor y la señora Evans.
Y aquí estábamos.
Dadas las sospechas que los rodeaban, casi me había esperado que los
propietarios de la Pensión Lavanda fueran bastante siniestros, pero no fue así
para nada. Si se parecían a algo era a un par de búhos ancianos posados sobre
una rama. Eran bajos, de figura redondeada y pelo gris, con los rostros suaves,

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inexpresivos y adormilados. Nos miraban desde detrás de unas gafas grandes.
Sus ropas eran pesadas y algo pasadas de moda. Se apretujaban el uno contra
el otro, rellenando el hueco de la entrada. Entre ambos podía ver una lámpara
de techo con borlas y papel de pared descolorido. El resto permanecía oculto.
—¿El señor y la señora Evans? —preguntó Lockwood haciendo una leve
reverencia—. Hola. Soy Anthony Lockwood, de la agencia Lockwood. Les he
llamado antes. Estos son mis socios, Lucy Carlyle y George Cubbins.
Nos observaron. Durante un instante, como si fuéramos conscientes de
que el destino de cinco personas había llegado a un punto de inflexión, nadie
habló.
—¿A qué debemos esta visita?
No sé cuántos años tendría el hombre (cuando veo a alguien mayor de
treinta, el tiempo se arruga y se agolpa como un acordeón en mi mente), pero
sin duda estaba más cerca del ataúd que de la cuna. Unos mechones de pelo
grasiento le cubrían la cabeza y redes de arrugas se agarraban al contorno de
sus ojos. Nos miró, distraído y bondadoso.
—Como les he dicho por teléfono, queríamos hablar con ustedes sobre
uno de sus últimos huéspedes, un tal señor Benton —contestó Lockwood—.
Venimos por una investigación oficial de personas desaparecidas. ¿Quizá
pudieran permitimos entrar?
—Pronto anochecerá —dijo la mujer.
—Oh, no tardaremos mucho.
Lockwood usó su mejor sonrisa. Yo contribuí con una mueca
tranquilizadora. George estaba demasiado ocupado observando la figura
blanca que recorría la calle para hacer algo que no fuera parecer nervioso.
El señor Evans sonrió y, despacio, dio un paso atrás y se hizo a un lado.
—Sí, por supuesto, pero más les vale hacerlo rápido —contestó—. Es
tarde. No tardarán en salir.
Era demasiado mayor para ver el alma en pena que se acercaba por la
carretera. Nosotros tampoco quisimos mencionarlo. En lugar de eso,
sonreímos, asentimos y (tan rápido y razonablemente como pudimos sin
empujarnos) seguimos a la señora Evans al interior de la casa. El señor Evans
nos dejó pasar y luego cerró la puerta sin hacer ruido, aislándonos de la
noche, del fantasma y de la lluvia.

Nos llevaron hasta un pasillo largo en el salón común, donde un fuego titilaba
en una chimenea de azulejos. La decoración era la habitual: pared de gotelé

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de color crema, alfombra marrón raída, hileras de platos decorativos y
grabados con marcos dorados y feos. Un par de sillones se esparcían por la
estancia, angulares y sombríos. También había una radio, un mueble bar y un
televisor pequeño. En un gran aparador de madera en la pared del fondo
guardaban tazas, vasos, botes de salsas y otros objetos para el desayuno. Dos
pares de sillas plegables y mesas de plástico confirmaban que esa era la única
estancia en la que los huéspedes comían y socializaban.
Ahora éramos los únicos allí.
Dejamos las bolsas en el suelo. George volvió a limpiarse la lluvia de las
gafas y Lockwood se pasó una mano por el pelo húmedo. El señor y la señora
Evans permanecieron en el centro de la sala, mirándonos. De cerca, sus
cualidades de búho se habían intensificado. Tenían el cuello encorvado y los
hombros redondos, él con una chaqueta de punto deforme y ella con un
vestido oscuro de lana. Se erguían el uno muy cerca del otro. Aunque
parecieran ancianos, no los vi muy frágiles bajo todas sus ropas pesadas.
No nos pidieron que tomáramos asiento. Estaba claro que esperaban que
la conversación fuese corta.
—¿Dijo que se llamaba Benson? —preguntó el señor Evans.
—Benton.
—Se alojó aquí hace poco —añadí—. Hace tres semanas. Lo confirmó
por teléfono. Es una de las personas desaparecidas que…
—Sí, sí. Ya hemos hablado con la policía sobre él. Pero puedo enseñarles
el registro de visitas si lo desean. —Con un canturreo suave, el hombre mayor
se acercó al aparador. Su mujer siguió inmóvil, observándonos. Él regresó
con el libro, lo abrió y se lo tendió a Lockwood—. Ahí puede ver su nombre.
—Gracias.
Mientras Lockwood fingía estudiar las páginas, yo hice el trabajo de
verdad. Escuché la casa. En el plano psíquico, todo estaba en silencio. No
detecté nada. Bueno, había una voz amortiguada que venía de mi mochila en
el suelo, pero eso no contaba.
—¡Esta es tu oportunidad! —susurró—. ¡Mata a los dos y acaba con el
trabajo!
Le di una patada sutil a la mochila con el tacón de la bota y la voz se
acalló.
—¿Recuerda algo sobre el señor Benton? —A la luz de la chimenea, el
rostro pastoso y el pelo arenoso de George brillaban pálidamente. Su
estómago abultado se ceñía bajo el jersey. Se subió el cinturón y comprobó

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sutilmente la cifra del termómetro—. Bueno, o de cualquiera de los huéspedes
desaparecidos. ¿Charlaba mucho con ellos?
—La verdad es que no —dijo el hombre mayor—. ¿Y tú, Nora?
El cabello de la señora Evans era amarillento como la nicotina: fino en la
parte de arriba y totalmente fijo, como si llevase un casco. Al igual que su
marido, tenía la piel llena de arrugas, aunque sus líneas de expresión se
extendían desde las comisuras de la boca, con unos labios tan arrugados que
recordaban al cierre de una mochila de cuerdas.
—No —respondió—. Pero eso no es ninguna sorpresa. Pocos huéspedes
se quedan lo suficiente.
—Nuestros clientes son comerciantes —explicó el señor Evans—.
Vendedores. Siempre van de un lado para otro.
Se hizo el silencio. El aire de la estancia estaba cargado del aroma de la
lavanda, que aleja a los visitantes no deseados. Manojos recién cortados
decoraban unos jarrones metálicos en la repisa de la chimenea y en las
ventanas. También había otras defensas: protectores caseros decorativos,
hechos de hierro torcido en forma de flores, animales y pájaros.
Era una habitación segura, casi de una forma demasiado ostentosa.
—¿Alguien se aloja aquí ahora? —pregunté.
—No actualmente.
—¿Cuántas habitaciones tienen?
—Seis. Cuatro en el primer piso y dos en el último.
—¿Y en cuál duermen ustedes?
—Cuántas preguntas para una chica tan joven —dijo el señor Evans—.
Soy de la generación que recuerda cuando los niños eran niños. No agentes de
detección psíquica con espadas y unos modales demasiado inquisidores.
Dormimos en la planta baja, en un dormitorio que hay detrás de la cocina.
Creo que ya le hemos contado todo esto a la policía. No tengo muy claro por
qué han venido.
—Nos iremos pronto —respondió Lockwood—. Si pudiéramos revisar el
dormitorio en el que se alojó el señor Benton, nos marcharíamos después.
Se quedaron muy quietos de repente, como lápidas que se alzaban en el
centro del salón. Junto al aparador, George recorrió con los dedos el lateral de
una botella de kétchup. La cubría una fina capa de polvo.
—Me temo que eso no será posible —se excusó el señor Evans—. Ya
hemos preparado la habitación para nuevos huéspedes. No queremos que se
estropee. El rastro del señor Benton, al igual que el de los otros inquilinos,
habrá desaparecido. Ahora…, debo pedirles que se vayan.

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Se movió hacia Lockwood. Pese a las pantuflas y la chaqueta de punto
que le cubría los hombros redondeados, había decisión en su gesto, una
intención repentina de exhibir su fuerza.
Lockwood tenía muchos bolsillos en el abrigo. En algunos guardaba
armas y alambres para abrir cerraduras. Hasta donde sabía, en uno llevaba
bolsas de té de emergencia. Sacó una pequeña tarjeta de plástico de otro.
—Esta es una orden de registro —dijo—. Como investigadores
designados por el DICP, permite a la agencia Lockwood visitar cualquier
instalación que pudiera estar implicada en un serio crimen o aparición. Si
quiere comprobarlo, llame a Scotland Yard. El inspector Montagu Barnes
estará encantado de hablar con usted.
—¿Crimen? —El hombre mayor se echó hacia atrás mordiéndose el labio
—. ¿Aparición?
Lockwood le enseñó su sonrisa de lobo.
—Como le decía, solo queríamos echar un vistazo al piso de arriba.
—Aquí no hay nada sobrenatural —replicó la señora Evans con el ceño
fruncido—. Miren a su alrededor. Tenemos defensas.
Su marido le dio un golpecito en el brazo.
—No pasa nada, Nora. Son agentes. Es nuestro deber ayudarlos. Si lo
recuerdo bien, el señor Benton se quedó en la habitación número dos, en la
última planta. Vayan hacia las escaleras, suban dos pisos y habrán llegado. Es
fácil de encontrar.
—Gracias.
Lockwood recogió su bolsa de lona.
—¿Por qué no dejan aquí sus cosas? —sugirió el señor Evans—. Las
escaleras son estrechas y hay bastantes peldaños.
Le miramos sin decir nada. George y yo nos llevamos las mochilas a los
hombros.
—Bueno, pues tómense el tiempo que necesiten —dijo el hombre.
En el piso de arriba no había luz. Desde la semioscuridad de la escalera,
detrás de mis compañeros, me giré para ver a la pequeña pareja a través de la
puerta. El señor y la señora Evans estaban en el centro del salón, apretujados
el uno contra el otro, rojos como el rubí e iluminados por el brillo parpadeante
de la chimenea. Nos observaron subir las escaleras, con las cabezas ladeadas
en un ángulo idéntico y cuatro pares de gafas circulares en las que se
reflejaban las llamas.
—¿Qué os parece? —susurró George desde arriba.

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Lockwood se había detenido y estaba inspeccionando una pesada puerta
cortafuegos situada en la mitad del tramo. Tenía las cerraduras abiertas y
estaba apoyada contra la pared.
—No sé cómo, pero son culpables. Tan culpables como el pecado.
George asintió.
—¿Habéis visto el kétchup? Nadie desayuna aquí desde hace mucho
tiempo.
—Tienen que saber que están perdidos —comenté mientras
continuábamos ascendiendo—. Si algo malo les pasó a los huéspedes ahí
arriba, vamos a notarlo. Saben que tenemos dones. ¿Qué esperan que
hagamos cuando lo descubramos?
La respuesta de Lockwood quedó interrumpida por unas rápidas pisadas
sobre los escalones a nuestras espaldas. Al darnos la vuelta, vislumbramos el
rostro brillante del señor Evans, su pelo enmarañado y los ojos abiertos de par
en par. Estiró un brazo hacia la puerta cortafuegos y empezó a cerrarla…
Rápidamente, el estoque de Lockwood apareció en su mano. Corrió hacia
abajo con el abrigo volando tras él.
La puerta se cerró de golpe, rebanando la luz del piso de abajo. El estoque
chocó contra la madera.
En la oscuridad, oímos cómo movían unos cerrojos. Luego escuchamos la
risa de nuestro captor a través de la puerta.
—Señor Evans —le llamó Lockwood—. Abra ahora mismo.
La voz del hombre mayor sonaba amortiguada pero clara.
—¡Tendrían que haberse ido mientras podían! Miren todo lo que quieran.
¡Siéntanse como en casa! El fantasma les habrá encontrado a medianoche.
Barreré lo que quede de ustedes por la mañana.
Después, las pisadas de unas pantuflas se alejaron escaleras abajo.
—Magnífico —dijo la voz de mi mochila—. Un vejestorio es más listo
que vosotros. Impresionante. Menudo equipo.
Esta vez no le pedí que se callara. Tenía algo de razón.

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E spera. Supongo que debería parar antes de que todo se complique y


contarte quién soy exactamente. Me llamo Lucy Carlyle. Me dedico a
destruir los espíritus que han regresado de una muerte sin descanso.
Puedo lanzar una bomba de sal a cuarenta y cinco metros desde un punto de
salida y ahuyentar a tres espectros con un estoque roto (como hice una vez en
la plaza de Berkeley). Se me dan bien las palancas, los destellos de magnesio
y las velas. Entro sola a salas encantadas. Veo fantasmas cuando decido
buscarlos y también oigo sus voces. Mido un poco menos de 1,67, tengo el
pelo del color de un ataúd de nogal y llevo unas botas a prueba de ectoplasma
de la talla cuarenta.
Ya está. Ahora me he presentado como es debido.
Estaba con Lockwood y George en el rellano de la primera planta de aquel
hostal. De pronto hacía mucho frío. De pronto podía oír cosas.
—Imagino que no tiene sentido que intentemos tirar la puerta abajo —dijo
George.
—Ningún sentido…
La voz de Lockwood tenía ese aire de lejanía y distracción que siempre
emplea cuando está usando su visión. Visión, percepción y reminiscencia: los
tres principales tipos de dones psíquicos. Lockwood tiene la visión más aguda
de los tres y yo soy la mejor con la percepción y la reminiscencia. George es
polifacético. Es mediocre en las tres cosas.

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Yo había colocado un dedo sobre el interruptor de la luz de la pared que
había a mi lado, pero no lo encendí. La oscuridad aviva los sentidos
psíquicos. El miedo mantiene activo tu don.
Escuchamos. Observamos.
—Todavía no veo nada —dijo Lockwood al cabo de un rato—. ¿Y tú,
Lucy?
—Detecto voces. Voces que susurran.
Sonaba como una multitud de gente, todos interrumpiéndose mutuamente
con una urgencia extrema, pero era tan débil que resultaba imposible descifrar
lo que decían.
—¿Qué dice tu amigo el del frasco?
—No es mi amigo. —Golpeé la mochila—. ¿Calavera?
—Ahí arriba hay fantasmas. Muchísimos. Así que… ¿ahora admites que
tendrías que haber apuñalado al anciano cuando has tenido la oportunidad? Si
me hubieras escuchado no estarías metida en este lío, ¿a que no?
—¡No estamos en un lío! —bramé—. Y, por cierto, no se puede apuñalar
a un sospechoso así como así. ¡Te lo he dicho muchas veces! ¡Ni siquiera
sabíamos que eran culpables!
Lockwood carraspeó a propósito. A veces se me olvidaba que los demás
no podían oír las respuestas de la calavera.
—Lo siento. Solo está siendo un incordio, como de costumbre. Dice que
hay muchos fantasmas.
La esfera luminosa del termómetro de George brilló en la oscuridad
durante un instante.
—Actualización de la temperatura —anunció—. Ha bajado cinco grados
desde los pies de la escalera.
—Sí. Esa puerta cortafuegos actúa como una barrera. —La delgada luz de
la antorcha de Lockwood se extendió hacia abajo y señaló la superficie rugosa
y gris de la puerta—. Mirad, tiene franjas de hierro. Así se mantiene a salvo
nuestra pequeña y anciana pareja en sus dormitorios de la planta baja. Pero
cualquiera que alquile una habitación aquí arriba se convierte en la víctima de
algo que acecha en la penumbra…
Movió la antorcha a un lado y nos envolvió despacio con su luz. Nos
encontrábamos bajo un rellano diminuto bastante limpio, pero con muebles
baratos, cortinas moradas y una vieja alfombra de color crema. Varias puertas
de contrachapado numeradas resplandecían tenuemente entre las sombras. Un
par de revistas dobladas se apilaban en un escritorio feo, cerca de otro tramo
de escaleras que conducía al segundo piso. Hacía un frío sobrenatural y la

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niebla fantasmagórica había empezado a condensarse. Unas borrosas hélices
de neblina verde emergían de la alfombra y se arremolinaban lentamente
alrededor de nuestros tobillos. La antorcha empezó a parpadear, como si
fallara la batería (nueva) y faltara poco para que se acabase del todo. Una
sensación de terror incuantificable nos inundó. Me estremecí. Algo malvado
andaba muy cerca.
Lockwood se ajustó los guantes. La luz de la antorcha le iluminaba la cara
y los ojos le brillaban. Como siempre, el peligro le sentaba bien.
—Vale —susurró—. Prestadme atención. Mantenemos la calma,
acabamos con lo que sea que haya allí arriba y encontramos la forma de
enfrentarnos a Evans. George, coloca un círculo de hierro aquí. Lucy,
comprueba qué más dice la calavera. Yo revisaré la habitación más cercana.
Luego alzó el estoque, empujó una puerta, la abrió y desapareció dentro,
seguido del vaivén de su largo abrigo.
Nos pusimos manos a la obra. George sacó un farol y lo atenuó. Bajo
aquella luz, preparó las cadenas de hierro y creó un círculo decente en el
centro de la alfombra. Yo abrí la mochila y, con algo de dificultad, saqué un
frasco de cristal grande y ligeramente iluminado. La tapa estaba asegurada
con un complejo sello de plástico y en el interior, flotando en un líquido
verdoso, había un rostro de mirada maliciosa. Y no era agradable. Era más
bien el tipo de mirada que recibirías tras las rejas de una cárcel de alta
seguridad. Se trataba del rostro de un fantasma, un alma en pena o un
espectro, que estaba anclado a la calavera que yacía en el frasco. Era impío,
de mala reputación y no tenía nombre.
Lo miré.
—¿Ahora vas a ser sensato?
Los labios sin dientes formaron una sonrisa espantosa.
—¡Siempre lo soy! ¿Qué es lo que quieres saber?
—¿A qué nos enfrentamos ahí arriba?
—A un cúmulo de espíritus. Están impacientes, inquietos y… Espera,
detecto algo más… —El rostro se retorció de pronto—. Oh, oh. Eso es malo.
Es muy malo. Si fuera tú, Lucy, encontraría una ventana y me tiraría. Qué
más da si te rompes las dos piernas en varias zonas. Es mejor que quedarse
aquí.
—¿Por qué? ¿Qué has encontrado?
—Otro ser. Aún no sabría decirte qué es. Pero es poderoso, tiene hambre,
y… —Los ojos saltones me miraron de reojo—. No, lo siento, mi capacidad

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tiene un límite cuando estoy encarcelado en este frasco cruel. Por el contrario,
si me dejaras salir…
Resoplé.
—Eso no va a pasar, como bien sabes.
—¡Pero soy un miembro inestimable del equipo!
—¿Y eso quién lo dice? Te pasas la mitad del tiempo alegrándote cuando
casi morimos.
Los labios elásticos se enroscaron con indignación.
—¡Ya casi no hago eso! Las cosas han cambiado entre nosotros. Sabes
que es verdad.
Bueno, en eso tenía algo de razón. Las cosas habían cambiado entre
nosotros y la calavera. Cuando había empezado a hablar conmigo, hacía
varios meses, la habíamos observado con sospecha, irritación y repulsión. Sin
embargo, con el paso de las semanas, conforme habíamos comenzado a
conocer bien al fantasma, también habíamos aprendido a despreciarlo.
George le había robado el frasco sellado a una agencia rival hacía mucho
tiempo, pero no fue hasta que levanté la palanca de la tapa sin querer cuando
me di cuenta de que el espíritu atrapado en el interior podía hablarme. Al
principio era simplemente hostil. Poco a poco, quizá por aburrimiento o
porque deseaba compañía, había empezado a ofrecer su ayuda en asuntos
sobrenaturales. A veces era útil, aunque el fantasma no era de fiar. No tenía
moral que mereciera la pena mencionar, pero sí más vicios de los que creerías
posible para tratarse de una cabeza incorpórea en un frasco. Su naturaleza
maligna me afectaba más a mí que a los demás, puesto que era yo la que le
hablaba directamente y la que tenía que aguantar su voz alegre retumbando en
mi mente.
Le di unos golpes al frasco y el rostro dio un salto, sorprendido.
—Concéntrate en ese espíritu poderoso. Quiero que encuentres su origen.
Busca dónde está escondido.
Luego me levanté. George había terminado el círculo a mi alrededor. Un
instante después, Lockwood llegó al rellano y se unió a nosotros dentro de las
cadenas.
Estaba tan tranquilo y sereno como siempre.
—Bueno, eso ha sido horrible.
—¿El qué?
—La decoración de ese dormitorio. Lila, verde y lo que solo podría
describir como una especie de amarillo vómito. Ninguno de los colores
combinaba.

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—¿Entonces no había fantasmas?
—Ah, resulta que sí que hay. Lo he atrapado con sal y hierro, así que
ahora no debería suponer un peligro. Id a verlo si queréis. Yo repondré el
equipo.
George y yo cogimos nuestras antorchas, pero no las encendimos. No
hacía falta. Estábamos en un dormitorio pequeño y sencillo. Tenía una cama
individual, un armario estrecho y una ventana diminuta, negra y salpicada por
la lluvia. Todo estaba iluminado por una esfera horizontal de luz
fantasmagórica que se cernía sobre la cama y se fusionaba con las almohadas
y la ropa de cama. En el centro se recostaba el fantasma de un hombre con un
pijama de rayas. Estaba tumbado boca arriba, como si estuviera durmiendo.
Las extremidades flotaban ligeramente sobre las sábanas. Tenía un bigote
pequeño y el pelo enmarañado. Sus ojos estaban cerrados, y su boca
desdentada se hundía sobre la barbilla oscurecida por una barba incipiente.
Una ráfaga de aire frío emergía de la aparición. Dos círculos idénticos de sal y
virutas de hierro, que Lockwood había vaciado de los proyectiles que llevaba
en el cinturón, rodeaban la cama. Cuando el aura vibrante se acercaba
demasiado, las partículas de sal se prendían y escupían fuego verde.
—No sé cuánto cobrarán por una habitación en este sitio —dijo George
—, pero es demasiado.
Nos retiramos al rellano.
Lockwood había llenado sus proyectiles y los estaba colocando de nuevo
en su cinturón.
—¿Le habéis visto?
—Sí —respondí—. ¿Crees que es uno de los hombres desaparecidos?
—Seguro. La pregunta es qué le mató.
—La calavera dice que hay un espíritu poderoso. Y que es de los malos.
—Será el que nos aceche a medianoche. Pero no podemos esperar hasta
entonces. Veamos si podemos atraparlo.
Comprobamos la siguiente habitación y el baño contiguo. Los dos estaban
limpios. Pero cuando abrí la cuarta puerta, encontré dos fantasmas dentro. Un
hombre yacía en la cama individual, al igual que el visitante del otro cuarto,
solo que se enroscaba de costado con un brazo doblado sobre la cabeza. Era
más mayor, rechoncho, con el pelo rubio muy corto y un pijama azul oscuro.
Tenía los ojos abiertos y la mirada perdida. A su lado se encontraba otro
hombre, tan cerca que sus auras de luz fantasmagórica casi se tocaban.
Llevaba un pantalón de pijama y una camiseta blanca. Parecía que acabara de
levantarse, con la ropa arrugada, la barba lacia y el cabello largo, oscuro y

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enmarañado. Podía ver la alfombra que le atravesaba los pies. Contemplaba el
techo, muerto de miedo.
—Hay dos brillos mortales —explicó Lockwood—. Uno es mucho más
intenso que el otro. De fechas distintas e incidentes diferentes. Algo mató a
los dos hombres mientras dormían.
—Yo me alegro de que ninguno durmiera desnudo —contestó George—.
Sobre todo el peludo. Encerrémoslos. Parecen pasivos, pero nunca se sabe.
¿Tienes hierro, Lucy?
No le respondí. Un frío espectral me azotaba y los ecos de una emoción
me abrumaron: soledad, terror y melancolía, sentimientos experimentados por
los hombres desaparecidos en estos dormitorios. Me liberé. Oí el sonido de
una respiración del pasado, el constante aliento de una persona que está
profundamente dormida. Luego detecté algo que se deslizaba, el sonido suave
y húmedo de un aleteo, como el de una anguila que aterriza.
Por el rabillo del ojo, vi algo en el techo.
Pálido y sin huesos, llamó mi atención.
Sacudí la cabeza, pero no había nada.
—¿Estás bien, Lucy?
Lockwood y George estaban a mi lado. Junto a la cama, el fantasma del
hombre barbudo miró hacia arriba. Observaba el mismo sitio del techo en el
que yo había detenido la mirada hacía un instante.
—He visto algo. Ahí arriba. Como una mano estirándose. Pero no era una
mano.
—¿Y qué crees que era?
Me estremecí de asco.
—No lo sé.
Acorralamos a los dos fantasmas y revisamos la última habitación del
primer piso. No había ocupantes muertos, lo que era un buen cambio. Luego
miramos el tramo de escaleras. Filamentos grasientos de niebla
fantasmagórica recorrían los peldaños, como una cascada de agua sobre un
dique. La luz de nuestras antorchas pareció deformarse y retorcerse mientras
sondeaba la oscuridad.
—Sí, ahí es donde está la acción —dijo Lockwood—. Vamos.
Recogimos el resto de nuestras cosas. Desde la profundidad del frasco
sellado, el rostro grotesco nos contemplaba con atención.
—No vas a dejarme solo, ¿no? Espero un asiento en primera fila cuando
estéis pereciendo horriblemente.
—Ya, ya —respondí—. ¿Has encontrado el origen de todo esto?

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—Está arriba. Pero eso ya lo sabíais, ¿no?
Arrojé el frasco a la mochila de forma brusca y corrí tras los demás. Ya
habían subido la mitad de la escalera.
—No me ha gustado mucho el modo en el que Evans ha dicho que
vendría a barrernos por la mañana —susurró George cuando nos acercamos al
último rellano—. Casi ha insinuado que no quedaría mucho de nosotros.
Supongo que está exagerando.
Lockwood sacudió la cabeza.
—No necesariamente. Algunos espíritus absorben tanta energía de sus
víctimas que los cuerpos se secan y parecen papel, como si fueran cáscaras
vacías. Eso podría explicar por qué la policía no encontró restos. Seguramente
Evans los quemaría en la chimenea de abajo. O los dobló y los metió en una
caja debajo de su cama. O los colgó con cuidado en un armario, como una
colección de trajes inusuales y algo grumosos. No me lo estoy inventando.
Todo eso ha pasado.
—Gracias, Lockwood —contestó George después de una pausa—. Ahora
me siento mucho mejor.
—Pero ¿qué es lo que sacan de todo esto? —pregunté—. Me refiero al
señor y a la señora Evans.
—Imagino que se quedan el dinero y las pertenencias de las víctimas. A
saber. Está claro que han perdido la cabeza…
Lockwood alzó el brazo y nos detuvimos en los escalones superiores.
Aquel rellano era parecido al que había debajo. En él había tres puertas, todas
cerradas. La temperatura había vuelto a bajar.
La niebla fantasmagórica flotaba sobre la alfombra como el humo de la
leche hirviendo. Los susurros de hombres muertos repiqueteaban en mis
oídos. Estábamos cerca del epicentro de las apariciones.
Todos nos movimos despacio, como presionados por una pesada carga.
Observamos el entorno con cuidado, pero no vimos ningún fantasma.
—Calavera —dije—, ¿qué ves?
Una voz aburrida surgió de mi mochila.
—Veo un gran peligro —recitó—. Un gran peligro muy cerca. ¿Eso
significa que no veis nada? Sois unos inútiles, de verdad. No os percataríais ni
aunque un guardián se paseara por aquí y posara su pelvis en vuestros
regazos.
Sacudí la mochila.
—¡Viejo y sucio montón de huesos! ¿Dónde está el peligro?
—No tengo ni idea. Hay demasiadas interferencias psíquicas. Lo siento.

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Informé a los demás. Lockwood suspiró.
—Lo único que podemos hacer es elegir una puerta —dijo—. Bueno,
supongo que hay una para cada uno.
—Yo me quedo con esta. —George avanzó con confianza hacia la puerta
de la izquierda. La abrió con un gesto dramático—. Qué pena. No hay nada.
—Era muy obvio que iba a ser un armario para las escobas —repliqué—.
Mira, es distinta a las demás y no tiene número ni nada. Tendrías que elegir
otra, en serio.
George sacudió la cabeza.
—Ni hablar. Te toca a ti.
Escogí la puerta de la derecha. Tenía una pegatina con el número uno.
Con el estoque levantado frente a mí, la abrí. Era un dormitorio pequeño con
un lavabo y un espejo. Delante de ambas cosas había un hombre ligeramente
luminoso; era delgado y su pecho estaba al descubierto. Tenía la barbilla
blanca por la crema de afeitar y sostenía una navaja en la mano. Cuando la
puerta se abrió, se dio la vuelta y me miró con los ojos ciegos. Un miedo
súbito me atravesó. Hurgué en el cinturón y encontré mi reserva de sal y
virutas de hierro. Lo esparcí por el suelo. Crearon una barrera que el espíritu
no podía cruzar. Este dio un paso atrás y giró de un lado a otro como una
bestia enjaulada, con la vista fija en mí.
Me limpié la frente helada.
—Pues he acabado —anuncié—. El mío está controlado.
Lockwood se recolocó levemente el cuello de la camisa. Observó la
última puerta.
—Entonces…, ahora es mi turno, ¿no?
—Sí —respondí—. Por cierto, es el dormitorio número dos, el que
mencionó Evans.
—Claro… Puede que haya un fantasma o dos dentro… —Lockwood no
parecía tan feliz como otras veces. Levantó el estoque, rotó los hombros y
respiró hondo. Sin previo aviso, nos regaló una de sus sonrisas
resplandecientes, las que hacían que todo pareciera estar bien—. Bueno, en
realidad tampoco puede ser tan terrible, ¿no?
Abrió la puerta.
La buena noticia era que no había dos fantasmas dentro. No. La mala
noticia era que no podíamos contar cuántos había. Estaba abarrotada de
espíritus. Aquella hueste de caballeros en pijama llenaba la habitación.
Algunos eran brillantes y otros mucho más tenues. Estaban demacrados, sin
afeitar, con las mejillas hundidas y los ojos vacíos. Algunos parecían acabar

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de despertarse de un sueño profundo. Otros habían muerto mientras se
vestían. Se superponían en aquella estancia cutre y desaliñada, apiñados entre
el armario y el toallero, entre el bastidor de la cama y el lavabo. Algunos
miraban al techo, mientras que otros vagaban con paso vacilante mientras
observaban la puerta abierta.
Todos eran víctimas, pero no por ello menos peligrosos. Podía sentir el
rencor por el destino sufrido, la fuerza de su hostilidad inexpresiva. Una
oleada de aire frío nos golpeó. Los extremos del abrigo de Lockwood
ondearon y el pelo me dio en la cara.
—¡Cuidado! —gritó George—. Saben que estamos aquí. Pongamos una
barrera antes de que…
«Antes de que se muevan». Eso era lo que iba a decir George. Pero era
demasiado tarde.
Algunos fantasmas se sienten atraídos por las cosas vivas, quizá porque
detectan nuestro calor y lo desean para ellos. Estos hombres habían tenido una
muerte solitaria y su anhelo por la calidez era intenso. Como una corriente, la
multitud de figuras brillantes se elevaron hacia delante y, en cuestión de
segundos, habían atravesado la puerta y salido al rellano. Lockwood dejó caer
el proyectil de hierro que estaba a punto de volcar y alzó el estoque. Yo
también tenía el arma preparada. Nos movimos siguiendo un complejo patrón,
intentando crear una pared defensiva sólida. Algunos espíritus cayeron hacia
atrás, pero otros se alejaron con destreza a ambos lados, lejos del alcance de
nuestras hojas.
Agarré a Lockwood del brazo.
—¡Van a rodearnos! ¡Bajemos! ¡Rápido!
Él hizo un gesto con la cabeza.
—No, ahí abajo no hay nada. Y si nos siguen nos quedaremos atrapados.
Tenemos que encontrar la causa de todo esto. Hay que seguir subiendo.
—¡Pero si estamos en lo más alto de la casa!
—¿Estás segura? ¿Y qué hay de eso? —Señaló. Yo miré hacia allí y, en el
techo, vi una trampilla de madera—. George —dijo Lockwood con voz
tranquila—, pásame la escalera, por favor.
—¿Qué escalera?
George estaba ocupado tirando una bomba de sal, que rebotó en la pared y
salpicó a las sombras con partículas de fuego verde brillante.
—Pásame la escalera, George.
Este agitó las manos sobre la cabeza, presa del pánico.
—¿Y de dónde la saco? ¿De mis pantalones?

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—¡Hay una en el armario que has abierto, tonto! ¡Rápido!
—Ah, sí. Ya me acuerdo.
George brincó hacia la puerta pequeña.
Los fantasmas nos aprisionaban. Sus susurros se habían convertido en
rugidos. A mi lado vi la silueta de un hombre con camiseta interior y
pantalones de correr. Su resplandor avanzó en mi dirección, pero yo coloqué
el estoque en diagonal y le corté en dos. Las dos mitades se cayeron, se
reunieron y volvieron a formarse. A lo lejos, Lockwood había sacado unas
largas cadenas de su bolsa y estaba arrastrándolas para formar un círculo
irregular en medio del rellano.
George regresó al instante. Tenía la escalera, una de esas que se expanden
con patas telescópicas. Saltó hasta el centro del círculo, junto a Lockwood y a
mí. Sin decir nada, abrió la escalera en dirección al techo y apoyó un extremo
contra el borde de la apertura, justo debajo de la trampilla.
A nuestro alrededor, el rellano estaba inundado de luces espeluznantes.
Las figuras flotaban y alargaban los brazos hacia nosotros. El ectoplasma
burbujeaba contra la barrera de cadenas.
Subimos la escalera, primero Lockwood, luego George y después yo.
Lockwood llegó a la trampilla. La empujó con fuerza. Una franja de
oscuridad se abrió y creció lentamente como los bordes de un abanico de
papel. Cayó una pizca de polvo.
¿Me lo parecía a mí o la reunión de fantasmas a nuestros pies se había
acallado de repente? Sus susurros se enmudecieron. Nos observaban con los
ojos en blanco.
Lockwood volvió a empujar. Con un único crujido, las bisagras de la
trampilla cedieron. Ahora había un agujero, un hueco negro que se abría
como una boca. Aire frío emergía del interior.
Aquel era el epicentro de todo el horror de la casa. Allí es donde
encontraríamos la causa. No dudamos. Trepamos y la penumbra nos engulló a
los tres.

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H acía frío. Eso fue lo primero que notamos.


Y todo estaba tan oscuro como el carbón. Una columna brumosa
de luz fantasmagórica procedente de los fantasmas de abajo se
arremolinaba en torno a la trampilla del desván e iluminaba nuestros rostros.
Era lo único que podíamos ver.
Y había algo que nos acompañaba y nos envolvía. Sentimos la presión de
su presencia, que se cernía sobre nosotros en la penumbra. Su fuerza nos
impedía respirar y movernos con normalidad. Era como si de pronto
estuviéramos agachados en las aguas profundas y el terrible peso del océano
nos aplastara…
Lockwood fue el primero en defenderse. Oí los crujidos de sus
movimientos mientras se acercaba a su bolsa y sacaba el farol. Encendió el
interruptor y giró el dial. Una suave y cálida luz irradió de él y nos mostró
dónde estábamos.
Una buhardilla: un espacio cavernoso de suelos anchos que se alzaba en la
oscuridad bajo los aleros de un tejado abruptamente inclinado. Había antiguos
hastiales de ladrillo en ambos extremos, uno con chimeneas empotradas y
otro perforado por una única ventana alta y estrecha. Unas enormes vigas
transversales cruzaban las sombras por encima de nuestras cabezas y
sujetaban la carga del tejado.

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Unas cuantas cajas de té rotas yacían en una esquina. Por lo demás, la
estancia estaba vacía. Allí no había nada.
O casi nada. Las telarañas colgaban como hamacas entre los travesaños,
densas, grises y pesadas, igual que las cortinas de techo de un mercado árabe.
Donde las líneas del tejado llegaban al suelo, había montículos que tapaban
las esquinas y suavizaban los bordes de la sala abandonada. Hilos de telarañas
colgaban de las vigas y se retorcían con las pequeñas corrientes de aire que
habían despertado nuestros movimientos.
Algunas brillaban por la escarcha. Nuestro aliento formaba nubes gélidas.
Nos pusimos en pie con rigidez. Hay un dato muy conocido sobre las
arañas, algo curioso. Se sienten atraídas por los lugares con anomalías
psíquicas, por los orígenes olvidados en los que unos poderes invisibles y
misteriosos han permanecido y aumentado su poder. Una congregación
antinatural de arañas es un indicio inequívoco de una presencia poderosa y
antigua, y sus telarañas son una señal letal. Para ser sincera, no había visto
ninguna en las habitaciones de la Pensión Lavanda y puede que la señora
Evans fuera bastante habilidosa con el plumero.
Lo del desván era distinto.
Recogimos lo que quedaba de nuestro equipo. Al subir las escaleras a toda
prisa, George se había dejado sus bolsas abajo y los tres habíamos usado
todas las cadenas y casi toda la sal y el hierro. Por suerte, Lockwood todavía
tenía una bolsa en la que guardaba los sellos de plata imprescindibles, y cada
uno tenía destellos de magnesio perfectamente colocados en los cinturones.
Ah, y también teníamos al frasco sellado, si es que servía de algo. Lo dejé
junto a la trampilla abierta. El rostro se había atenuado y el plasma era oscuro
y frío.
—No deberíais estar aquí… —susurró—. Hasta yo estoy nervioso, y eso
que ya estoy muerto.
Usé el estoque para cortar un par de telarañas que colgaban cerca de mi
cara.
—Como si nos quedara otra opción. Avísame si ves algo.
Lockwood se acercó a la ventana, que era casi tan alta como él. Frotó el
cristal sucio y quitó una fina capa de hielo hasta formar un círculo.
—El desván da a la calle —dijo—. Veo las farolas protectoras ahí abajo.
Vale. El origen tiene que estar aquí, en alguna parte. Todos lo notamos. Id
con cuidado y terminemos con esto.
Empezamos la búsqueda. Nos movimos como escaladores que trabajan a
gran altura. Era una tarea lenta, dolorosa y concienzuda. El espantoso peso

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psíquico nos empujaba por todas partes.
Había unas pisadas recientes junto a la trampilla, quizá donde la policía
había hecho su rápida inspección. Pero nadie más había estado en la
buhardilla en años. En ciertos rincones, habían tapizado el suelo con
brusquedad y Lockwood señaló las gruesas capas de polvo que lo cubrían
todo. Nos fijamos en que había algunos remolinos y bucles dibujados
levemente sobre el polvo, como si unos curiosos movimientos de aire los
agitaran. Sin embargo, no había huellas.
George revisó las esquinas con el estoque, enrollando las telarañas con la
hoja.
Yo me quedé en el medio, escuchando.
Más allá de las vigas heladas, más allá de las telarañas, el viento aullaba
alrededor del tejado. La lluvia azotaba las tejas. Podía oír cómo caían por la
pendiente y tamborileaban sobre la ventana. La estructura del edificio se
estremecía.
El interior, por el contrario, permanecía en silencio. Ya no podía oír los
susurros de los fantasmas en los dormitorios inferiores.
Ningún sonido ni aparición, ni siquiera niebla fantasmagórica. Solo un
frío feroz.
Al cabo de un rato, nos reunimos en el centro de la buhardilla. Yo estaba
sucia, tensa y temblorosa. Lockwood estaba pálido e irritado. George
intentaba quitar una masa de telarañas pegajosa de su estoque restregando la
hoja contra el borde de su bota.
—¿Qué pensáis? —preguntó Lockwood—. Yo no tengo ni idea de dónde
puede estar. ¿Se os ocurre algo?
George levantó la mano.
—Sí. Que tengo hambre. Deberíamos comer.
Le miré, perpleja.
—¿Cómo es posible que pienses en comer ahora?
—Pues muy fácil. El miedo a la muerte me abre el apetito.
Lockwood sonrió.
—Pues es una pena que no tengas sándwiches. Te los dejaste en la bolsa,
que está abajo con los fantasmas.
—Lo sé. Estaba pensando en compartir los de Lucy.
Aquello hizo que pusiera los ojos en blanco. En mitad de aquel gesto, mi
mirada se detuvo en seco.
—¿Lucy?
Lockwood siempre era el primero en percatarse de que algo iba mal.

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Tardé un poco en responder.
—¿Soy la única que cree que hay algo sobre la viga? —pregunté.
Era el travesaño que estaba prácticamente sobre nuestras cabezas. Las
telarañas descendían de él y se mimetizaban con las sombras de los aleros.
Encima había un extraño trozo de oscuridad que podría ser parte de la viga o
parte de un objeto que descansaba directamente sobre ella. Desde abajo no se
veía bien, salvo por algo que sobresalía por un lado y podría haber sido solo
aire.
Lo contemplamos en silencio.
—La escalera, George —dijo Lockwood.
Este fue a buscarla y la subió a través de la trampilla.
—Esos tipos siguen ahí —nos contó—. Están de pie junto a las cadenas.
Parece como si estuvieran esperando algo.
Apoyamos la escalera sobre la viga.
—¿Quieres un consejo? —En el frasco, el fantasma se había agitado—.
Lo peor que puedes hacer es subir y mirar ahí. Lanza un destello de magnesio
y sal corriendo.
Se lo dije a Lockwood. Él sacudió la cabeza.
—Si es el origen tenemos que sellarlo —respondió—. Uno de los tres
tendrá que subir. ¿Y si lo haces tú, George? Parece que se te ha dado bien el
viaje hasta el armario de las escobas.
Normalmente, la cara de George expresaba la misma emoción que un
cuenco de natillas. Ahora no mostraba una alegría abrumadora.
—A menos que quieras que lo haga yo —insistió Lockwood.
—No, no… No pasa nada. Dame una red.
En el corazón de todas las apariciones se encuentra un origen, un objeto o
lugar al que el fenómeno espectral está especialmente ligado. Si lo apagas,
sellas el poder sobrenatural. Puedes hacerlo cubriéndolo con un sello, como
una red de cadenas de hierro. Por eso George cogió la red, lista y doblada en
su envoltorio de plástico, y se dirigió a la escalera. Lockwood y yo esperamos
debajo.
La escalera se sacudía y temblaba conforme George subía.
—No digas que no te lo advertí —comentó la calavera del frasco sellado.
George alzó el farol y lo acercó a la viga ensombrecida. Yo saqué el
estoque del cinturón. Lockwood tenía el suyo en la mano. Nuestros ojos se
encontraron.
—Si fuese a pasar algo, diría que sería más o menos ahora… —murmuró
él.

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Unos tentáculos blancos y brillantes salieron de las vigas. Eran vidriosos y
uniformes, con las puntas rechonchas. Se desenroscaron a una velocidad
feroz. Algunos buscaban a George y otros se extendían hasta Lockwood y
hasta mí.
—Efectivamente, justo ahora —dijo, Lockwood.
Los tentáculos bajaron. Nos separamos. Lockwood fue hacia la ventana y
yo a la trampilla. Arriba, George dio un tirón y, perdiendo el equilibrio, soltó
la red de cadenas. La escalera se cayó. Chocó contra el ángulo del tejado,
liberó los pies de George y le dejó colgando, agarrándose con las dos manos
al escalón superior.
Un bucle se desplomó a mi lado contra las tablas del suelo, se fusionó con
ellas y las atravesó. Estaba hecho de material ectoplásmico. A menos que
quisieras morir, tenías que evitar que te tocara la piel desnuda. Di un salto
frenético hacia un lado, me tropecé y perdí el estoque.
Fue peor que perderlo: desapareció por la trampilla abierta y cayó entre
los fantasmas.
Arriba la cosa no iba mucho mejor. George soltó una mano, sacó un
destello de magnesio del cinturón y se lo lanzó a las espirales. No dio en el
blanco, sino que se estrelló contra el techo con una explosión brillante. Esta
formó una cascada blanca de sal ardiente y hierro que cayó sobre Lockwood e
incendió su ropa.
A veces nos pasaba esto. Una cosa llevaba a la otra.
—¡Oh, qué buen comienzo! —En el frasco sellado, era evidente que el
rostro estaba totalmente despierto. Me sonrió alegremente cuando pasé a su
lado para esquivar la embestida del tentáculo más cercano—. ¿Ahora vais a
quemaros los unos a los otros? ¡Ese truco es nuevo! ¿Qué será lo siguiente
que se os ocurra?
Por encima de mi cabeza, más espirales de plasma emergían de la viga y
de los travesaños del techo. Las puntas abultadas sobresalieron como helechos
jóvenes, ciegos y de color hueso antes de lanzar un latigazo que atravesó toda
la buhardilla. En el otro lado de la estancia, a Lockwood se le había caído el
estoque. Se tambaleó hacia atrás en busca de la ventana. La parte delantera de
su ropa estaba cubierta de llamas plateadas y alejaba la cabeza para evitar el
calor.
—¡Agua! —gritó—. ¿Alguien tiene agua?
—¡Yo! —Me agaché bajo un tentáculo brillante y busqué dentro de mi
bolsa. Incluso antes de encontrar la botella de plástico ya estaba gritando lo
que necesitaba—: ¡Y a mí me hace falta una espada!

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Una ráfaga de aire de fuerza antinatural recorrió la buhardilla. Detrás de
Lockwood, la ventana se abrió de par en par con el crujido del cristal al
romperse. La lluvia inundó la estancia, acompañada del aullido de la
tormenta. Lockwood estaba a tan solo dos pasos, quizá tres, de una caída
terrible hasta la calle.
—¡Agua, Lucy!
—¡George! ¡Tu espada!
George lo oyó. Lo entendió. Desesperado y suspendido en el aire, se
retorció y se libró por los pelos del golpe ciego de otra espiral. Tenía el
estoque en el cinturón, que brillaba con cada movimiento. Se agachó y liberó
el arma.
Yo salté por encima de una hoja frondosa de plasma y giré con la botella
de agua en la mano. Se la tiré a Lockwood.
George me lanzó su estoque.
Ahora observa esto. La espada y la botella, como náufragos aéreos con
trayectorias y viajes idénticos, trazaron un arco perfecto para atravesar el
remolino de tentáculos y llegar hasta Lockwood y hasta mí. Lockwood estiró
una mano. Yo hice lo mismo.
¿Recuerdas cuando dije que se había producido un momento de agradable
precisión cuando de verdad trabajamos en equipo?
Sí, ya. Pues no era este.
El estoque pasó de largo, a metros de distancia. Derrapó por el suelo.
La botella aterrizó en posición vertical sobre la frente de Lockwood y le
empujó contra la ventana.
Hubo un momento de pausa.
—¿Está muerto? —preguntó la voz de la calavera—. ¡Toma! Ah. No, se
ha colgado de las contraventanas. Una pena. Aun así, esta es la cosa más
graciosa que he visto nunca. Los tres sois la incompetencia personificada.
Con un baile frenético para alejarme de los tentáculos más cercanos,
intenté ver a Lockwood. Para mi alivio, la calavera tenía razón. Estaba
suspendido en el aire. Su cuerpo era una diagonal rígida que se aferraba a las
contraventanas rotas. El viento aullaba a su alrededor y le llevaba el pelo a la
cara larga y delgada, intentando tirarle a la noche de noviembre. Por suerte,
también le zarandeaba el abrigo ardiendo. El fuego plateado se estaba
apagando. Las llamas empezaron a morir.
Aquello era un destino posible para todos. Llegaría en cualquier
momento.

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La espada de George solo estaba a unos metros, pero podría haber estado
en Edimburgo. Las espirales de ectoplasma se arremolinaban a su alrededor
como anémonas que ondulan en un mar poco profundo.
—¡Puedes cogerla! —me gritó George—. ¡Sáltalas con una voltereta
chula o algo!
—¡Hazla tú! ¡Es tu culpa! ¿Por qué nunca lanzas bien?
—¡Mira quién fue a hablar! ¡Has tirado la botella como una chica!
—Soy una chica. Y he apagado el fuego de Lockwood, ¿no?
Eso era cierto, al menos en parte. En la ventana, nuestro líder había
conseguido volver a entrar. Tenía la cara verde y el abrigo humeaba
ligeramente. Un perfecto círculo rojo le decoraba la frente, justo donde le
había dado la botella. No es que me estuviera muy agradecido precisamente.
Un tentáculo bastante largo y plateado se dirigía hacia mí. Sin tregua, me
estaba alejando hacia la trampilla, entre las telarañas tan grandes como
nuestra pila de la ropa sucia.
—¡Más rápido, Lucy! —dijo la calavera del frasco—. ¡Lo tienes justo
detrás!
—¿Y si me echas una mano?
Jadeé cuando un bucle me rozó el brazo. Podía sentir el frío punzante a
través del tejido del abrigo.
—¿Yo? —Los ojos huecos del rostro se convirtieron en aros de sorpresa
—. ¿Un «viejo y sucio montón de huesos», como me has llamado? ¿Qué
podría hacer yo?
—¡Aconséjame! ¡Comparte tu sabiduría maligna! ¡Lo que sea!
—Es un metamorfo, así que necesitas algo fuerte. No uses un destello, con
eso solo conseguirás quemar algo. Seguramente a ti misma. Usa plata para
alejarlo. Después podrás buscar la espada.
—No tengo plata.
Llevábamos muchos sellos de plata en la bolsa, pero estaba junto a
Lockwood, en el otro extremo de la estancia.
—¿Y qué hay de ese estúpido collar que siempre llevas? ¿De qué está
hecho?
Ah. Claro. El que Lockwood me había dado ese verano. Era de plata. La
plata quema las sustancias espectrales. Todos los fantasmas la odian, incluso
los metamorfos poderosos que se manifiestan como tentáculos plásmicos. No
era el arma más potente que había usado, pero tendría que valer.
Me agaché con la espalda apoyada sobre el tejado inclinado, me llevé las
manos a la nuca y desabroché el cierre. Cuando tuve los dedos delante, vi que

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estaban cubiertos de puñados grasientos de telarañas. Agarré con fuerza el
colgante y lo giré sobre el puño. El extremo tocó el bucle más cercano. El
plasma ardió y el tentáculo se rompió y se alejó hacia el techo. Otros
tirabuzones se estremecieron al sentir la proximidad de la plata. Por primera
vez, despejé un hueco a mi alrededor. Usando el travesaño que tenía detrás
como soporte, me erguí.
Cuando mis dedos tocaron la madera, sentí una súbita oleada de emoción.
No era una emoción mía; provenía de otro lugar. Atravesaba toda la
buhardilla y emergía de la madera, las tejas y los clavos que lo unían todo.
Atravesaba los tentáculos que agitaba el fantasma. Era una sensación
nauseabunda: una mezcla enfermiza y cambiante de soledad y resentimiento,
unida a una ira fría y violenta. Su fuerza me palpitaba en la sien mientras
observaba la habitación.
Algo horrible había ocurrido allí, una injusticia terrible. Y de aquel acto
de violencia surgió la energía que movía al espíritu vengativo. Imaginé sus
tentáculos silenciosos atravesando el suelo y dirigiéndose a los pobres
huéspedes que dormían en los dormitorios inferiores…
—¡Lucy!
Mi mente se despejó. Era Lockwood. Se había alejado de la ventana.
Había recogido su estoque. Con una mano, perforó el aire con un complejo
movimiento que cortó los tentáculos que tenía más cerca. Explotaron como si
fueran burbujas, esparciendo perlas de plasma tornasolado. Incluso con el
abrigo carbonizado y rígido, incluso con el círculo rojo en la frente, se había
impuesto de nuevo. Bajo la luz espectral, su rostro pálido me sonrió desde el
otro lado de la buhardilla.
—Lucy, tenemos que acabar con esto —me dijo—. ¡Está furioso!
Sin aliento, me agaché para esquivar una espiral plateada y fulminante.
—¡He conectado con el fantasma! ¡Está enfadado por algo!
—¡No me digas! —En lo alto, George levantó las rodillas para evitar el
golpe de unos tentáculos—. Tu sensibilidad es increíble, Luce. Cómo me
gustaría tener tu don.
—Ya, la verdad es que no es la percepción más sorprendente que has
compartido con nosotros. —Lockwood se inclinó hacia su bolsa—. Cogeré un
sello. Mientras, quizá tú quieras rescatar a George…
—Cuando te apetezca —comentó él—. No hay prisa.
Su situación parecía inestable. Seguía colgado con una mano y los dedos
de esta se estaban resbalando con rapidez.

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Giré el colgante, salté entre las espirales y las alejé. Tiré del estoque
cuando llegué hasta él, patiné bajo la escalera y lo retorcí hacia delante para
que quedase justo debajo de George, que se soltó en ese mismo momento.
Cayó y aterrizó sobre los peldaños centrales como un saco de carbón
desgastado. La escalera se inclinó y oí un crujido. Bueno, mejor eso que
George rompiéndose el cuello. Se habría transformado en un fantasma muy
molesto.
Un instante después, bajó la escalera como un bombero deslizándose por
una barra.
Le pasé el estoque.
—¿Qué hay ahí arriba?
—Una persona muerta. Una persona muerta y enfadada.
Eso es lo único que tienes que saber.
Deteniéndose solo para ajustarse las gafas, dio un salto hacia atrás para
golpear el ectoplasma.
En el otro lado de la estancia, Lockwood había sacado algo de la bolsa.
—¡Lucy, voy a tirarlo! ¡Sube y prepárate para cogerlo! —Echó la mano
hacia atrás y saltó hacia un lado a la vez que un tentáculo pasaba a escasa
distancia de su cara. Una sacudida del estoque y la espiral había desaparecido
—. ¡Que va! —gritó—. Lo tiro ya.
Lockwood, por supuesto, sí tenía puntería. Yo ya estaba subiendo la
escalera. Un pequeño objeto cuadrado voló en movimientos circulares, pasó
por encima de la viga central y bajó hasta aterrizar perfectamente en mi mano.
Ni un titubeo. Cerca, George daba estocadas para cubrirme las espaldas y
rebanaba las espirales de plasma. Llegué al último peldaño, desde donde
podía tocar la viga.
Y el origen estaba allí.
Después de tantos años, se mantenía sorprendentemente limpio en su
escondite. Las telarañas que se fusionaban con la madera habían suavizado el
contorno de los huesos y los sepultaban bajo un suave velo gris. Se veían los
restos de ropas antiguas: un traje de tweed, dos zapatos marrones inclinados y
la rugosidad de unos huesos alrededor de unas cuencas llenas de polvo. Unas
hebras de materia oscura (¿sería pelo o telarañas apelmazadas?) fluían como
el agua sobre el borde de la viga. ¿Cómo había ocurrido? ¿Se había subido a
propósito o le había escondido (lo que era más probable) la mano cauta de un
asesino? Fuera como fuese, ahora no era el momento de preocuparse por eso.
La furia del hombre muerto palpitaba en mi mente y, bajo mis pies,

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Lockwood y George luchaban contra los tentáculos, iluminados por la luz
serpenteante del farol.
En los últimos años, Sunrise Corporation había empezado a vender redes
de cadenas de plata en cajas de plástico, para que fueran más fáciles de usar.
Abrí la tapa y saqué la red doblada. Dejé que se deslizara hasta que se
desplegó por completo entre mis dedos, delgada y suelta como la masa de un
hojaldre crudo o una piel brillante de estrellas.
La plata apaga los orígenes. La coloqué sobre la viga para cubrir los
huesos y las telarañas, con la misma tranquilidad y naturalidad con la que una
camarera de pisos hace una cama.
La red se hundió y la rabia desapareció de mi mente. De pronto, se abrió
un agujero, un silencio resonante. Los tentáculos se congelaron y, un segundo
después, abandonaron la buhardilla como la niebla en la cima de una
montaña: está y, al instante, se ha ido.
Qué grande parecía el desván sin el metamorfo. Nos quedamos
paralizados justo donde estábamos: yo hundiéndome en la escalera, y
Lockwood y George apoyándose contra los travesaños, cansados, en silencio
y con los estoques ligeramente humeantes.
El humo se retorcía en un lateral del abrigo de Lockwood. Tenía restos de
ceniza de plata en la nariz. Mi chaqueta estaba quemada donde la había
tocado el plasma. Mi pelo era un nido de telarañas. George se las había
arreglado para rasgar el trasero de sus pantalones con un clavo o algo.
Estábamos hechos un desastre. Llevábamos despiertos toda la noche.
Olíamos a ectoplasma, sal y miedo. Nos miramos los unos a los otros y
sonreímos.
Luego nos empezamos a reír.
Junto a la trampilla, dentro de su prisión de cristal verde, el rostro
fantasmagórico nos miró con resentimiento y desaprobación.
—Ah, ¿que estáis contentos con este fracaso? ¡Qué típico! Me avergüenza
estar remotamente relacionado con la agencia Lockwood. Los tres sois unos
inútiles.
Pero esa era la cuestión. No éramos unos inútiles. Eramos buenos.
Éramos los mejores.
Y nunca fuimos del todo conscientes hasta que fue demasiado tarde.

Página 36
II
Noches en
Whitechapel

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4

MEDIA PENSION CON ASESINATO


INCLUIDO
LOS ESPELUZNANTES SECRETOS DE UN
HOSTAL DE WHITECHAPEL
SE ENCUENTRAN LOS CADÁVERES EN UN HOYO DETRÁS DEL
COBERTIZO
Hoy en el interior: A. J. Lockwood lo revela todo.

Las autoridades del este de Londres acudieron ayer a cerrar la Pensión


Lavanda, un hostal en el callejón Cannon, en Whitechapel, tras descubrir
restos humanos en la propiedad. Los dueños, el señor Herbert Evans (72) y su
mujer Nora (70), han sido detenidos y acusados de asesinato, robo y
encubrimiento de una peligrosa aparición. El poderoso visitante ubicado en la
buhardilla de la casa ha sido destruido.
Se cree que, en los últimos diez años, muchos huéspedes que se alojaban en la
pensión han muerto a causa de la petrificación fantasmal. El señor y la señora
Evans se deshacían después de los cuerpos ocultándolos en una despensa para
la fruta escondida en el jardín trasero. La policía ha recuperado numerosos

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relojes, joyas y otros efectos personales que les fueron sustraídos a las
víctimas.
La agencia Lockwood, liderada por el señor Anthony Lockwood, dirigió la
decisiva investigación. «Los registros indican que el antiguo propietario de la
Pensión Lavanda desapareció en circunstancias misteriosas hace más de
treinta años», dice. «Creemos que el cuerpo momificado del desván era el
suyo. Su espíritu furioso acechaba la casa y mataba a los huéspedes mientras
dormían. El señor y la señora Evans quisieron aprovecharse de la situación y
obtener beneficios».
Tras contener al fantasma, los agentes se vieron obligados a romper una
ventana y bajar por una cañería para escapar de la pensión antes de confrontar
a la pareja anciana en la cocina. «El señor Evans demostró ser bastante hábil
con el cuchillo para la carne», comenta el señor Lockwood. «Su mujer vino
hacia nosotros con un pincho de brocheta. Tuvimos que golpearles en la
cabeza con una escoba. Fue un momento delicado, pero nos alegra haber
salido ilesos».

—Pues eso es todo —dijo Lockwood indignado. Bajó el periódico y se


recostó en el sillón—. The Times no tiene nada más que decir sobre nuestro
caso. Hablan más de la pelea en la cocina que del metamorfo. No es que se
centre en lo importante, ¿no?
—Yo no estoy de acuerdo con lo de «ilesos» —replicó George—. Esa
vieja arpía me dio un buen golpe. ¿Veis esta horrible mancha roja?
Le miré.
—Pensaba que tu nariz siempre tenía ese aspecto.
—No. Esta, en la frente. Este moratón.
Lockwood resopló, indolente.
—Sí, espantoso. Lo que de verdad me molesta es que solo hemos salido
en la página siete. Nadie va a fijarse en eso. El brote enorme de Chelsea
vuelve a ser el protagonista de las noticias. Todo lo nuestro se pierde.
Era ya bien entrada la mañana, dos días después del incidente de la
Pensión Lavanda y estábamos tumbados en la biblioteca de nuestra casa en
Portland Row, intentando relajamos. Un vendaval soplaba al otro lado de la
ventana. Portland Row parecía estar hecha de líquido. Los árboles se
doblaban y la lluvia manchaba los cristales. La temperatura en el interior era
agradable, porque habíamos puesto la calefacción al máximo.

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George estaba tirado en el sofá con unas mallas de correr y las piernas
torcidas, leyendo un cómic junto a una pila gigante de ropa arrugada que
había que planchar.
—Es una pena que no digan nada más sobre el caso —opinó—. La forma
en la que el metamorfo había creado su propio cúmulo de fantasmas es
fascinante. Dicen que así es como avanza el Problema: visitantes poderosos
que ocasionan muertes violentas y crean apariciones secundarias. Me habría
encantado estudiarlo con más detalle.
George siempre era así cuando el miedo de un caso había desaparecido.
Sentía curiosidad. Quería entender por qué y cómo había ocurrido. Yo no
podía quitarme de encima el impacto emocional de todas las aventuras que
vivíamos.
—Me siento mal por todos esos hombres que acabaron petrificados por el
fantasma —dije. Estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo, delante
del sofá. Oficialmente estaba ordenando el correo; extraoficialmente me había
echado una sutil cabezada patrocinada por haberme quedado hasta las tres la
noche anterior por el caso de un acechador—. Sentí su tristeza —continué—.
Y hasta ese metamorfo… Sí, era espeluznante, pero también era infeliz. Pude
sentir su dolor. Y si hubiera tenido más tiempo para conectar bien con él…
—Te habría mandado al otro barrio. —Lockwood me miraba desde la
profundidad de su sillón—. Tu don es increíble, Luce, pero el único fantasma
con el que deberías comunicarte es la calavera, porque está atrapado en un
frasco. Aunque, si te soy sincero, tampoco tengo claro que eso sea seguro.
—No, la calavera es inofensiva —respondí—. Anoche me ayudó en el
caso del acechador. Me dijo dónde estaba el origen para que pudiera
desenterrarlo. Estábamos bastante cerca de Chelsea. ¿Y vosotros dos?
¿Alguno oyó las sirenas?
Lockwood asintió.
—Han muerto otras tres personas. El DICP no tiene ni idea, como
siempre. Creo que estaban evacuando unas cuantas calles.
—Es mucho peor que eso —dijo George—. El brote se extiende varios
kilómetros cuadrados por King’s Road. Cada noche hay más fantasmas,
mucho más concentrados que nunca, y nadie sabe por qué. —Se ajustó las
gafas—. Es raro. Hasta hace poco, Chelsea era un barrio bastante tranquilo
donde no había ningún problema. Y, de repente, surgen apariciones cada dos
por tres. Es como si se propagara una infección. Pero lo que quiero saber es
cómo afecta eso a los fantasmas. ¿Cómo se contagia a los muertos?

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No hubo respuesta para aquello y yo no intenté dársela. Lockwood se
limitó a gemir. Se había quedado casi hasta el alba persiguiendo un espectro
por los pantanos de Hackney y no estaba de humor para las reflexiones de
George.
—A mí lo que me importa es cómo Chelsea está acaparando nuestra
publicidad —replicó—. ¿Sabéis que el equipo de Kipps está trabajando allí?
Hoy sale en la página uno citando una estupidez. ¡En la página uno! Ahí es
donde tendríamos que salir nosotros. Tenemos que participar en algo tan
grande como eso. Quizá debería hablar con Barnes y ver si nos echa una
mano. El problema es que ya estamos saturados…
Sí. Lo estábamos. Como he mencionado, era noviembre, a principios de lo
que se conocería como el «invierno negro», el periodo más letal en la historia
del Problema hasta la fecha. La epidemia de apariciones que había asolado al
país durante más de cincuenta años había alcanzado nuevos niveles de
intensidad y el terrorífico brote de Chelsea solo era la punta del iceberg.
Todas las agencias de detección psíquica estaban al límite. La agencia
Lockwood no era una excepción. «Saturados» se quedaba corto.

Los tres vivíamos en una vivienda de cuatro pisos en Portland Row, en


Londres, que era la sede de nuestra agencia. Lockwood era el dueño de la
casa. Esta había pertenecido a sus padres, y su colección de protectores
orientales y rastreadores de espíritus seguía decorando las paredes de muchas
habitaciones. Lockwood había convertido el sótano en una oficina con
escritorios, provisiones de hierro y una sala donde practicar con el estoque.
En la parte de atrás, una puerta de cristal reforzado llevaba al jardín, en el que
había una pequeña parcela de césped y manzanos, donde a veces nos
relajábamos en verano. En los pisos superiores se encontraban los
dormitorios, y la planta baja albergaba la cocina, la biblioteca y el salón en el
que Lockwood se reunía con nuestros clientes. Allí era donde pasábamos la
mayor parte del tiempo.
Sin embargo, el tiempo se había convertido en un recurso muy escaso en
los últimos meses. Esto se debía en parte a nuestros propios logros. En julio,
nuestra investigación en el cementerio de Kensal Green había terminado con
la llamada «batalla del camposanto», en la que unos agentes se habían
enfrentado a un violento grupo de contrabandistas. Aquello, junto con nuestro
encuentro con el terrorífico fantasma de las ratas de Hampstead, había
llamado mucho la atención de la prensa, y aquel interés continuó durante el

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juicio contra el jefe de los traficantes, un hombre llamado Julius Winkman.
Lockwood, George y yo habíamos presentado pruebas que le incriminaban.
Cuando le condenaron a pasar una larga temporada en la prisión Wandsworth
ya era mediados de septiembre, por lo que nuestra época de publicidad
gratuita había durado casi dos meses. Durante ese tiempo, el teléfono casi no
dejó de sonar.
Era cierto que la mayoría de los clientes adinerados preferían quedarse
con las agencias grandes, que tenían equipos más punteros y más fama. La
mayor parte de nuestros encargos venían de distritos más pobres donde los
clientes no pagaban tan bien, como Whitechapel. Pero el trabajo era el
trabajo, y a Lockwood no le gustaba rechazar ninguna oportunidad. Eso
significaba que las tardes libres podían contarse con los dedos de una mano.
—¿Tenemos algo esta noche, George? —preguntó Lockwood de repente.
Se había tapado la cara con un brazo cansado, con lo que yo había asumido
que estaba dormido—. Por favor, di que no.
En lugar de responder, George levantó tres dedos.
—¿Tres? —Lockwood dejó escapar un largo y fingido gemido—. ¿Y qué
son?
—Una mujer con velo en la calle Nelson, en Whitechapel, un apartamento
encantado en una torre de pisos y una sombra a la que han visto detrás de
unos baños públicos. El mismo glamur de siempre.
—Tendremos que volver a dividirnos —dijo Lockwood—. Me pido la
mujer del velo.
George resopló.
—Me pido la sombra.
—¿Cómo? —Levanté la cabeza de golpe. En términos de importancia, la
regla de «me lo pido» solo iba detrás de la norma de las galletas. Siempre se
respetaba—. ¿Y a mí me toca la torre de pisos? Genial. Seguro que los
ascensores no funcionan.
—Estás lo bastante en forma para subir unas cuantas escaleras, Luce —
murmuró Lockwood.
—¿Y si hay veintiuna plantas? ¿Y si hay un escuálido en la última y me
falta demasiado el aire para enfrentarme a él? Esperad… ¿Y si el ascensor
funciona, pero el fantasma está escondido dentro? ¿Recordáis lo que le pasó a
esa chica de la agencia Sebright cuando se quedó encerrada en ese ascensor
encantado de Canary Whar? ¡Solo encontraron sus zapatos!
—Deja de divagar —dijo Lockwood—. Estás cansada. Todos lo estamos.
Sabes que saldrá bien.

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Nos apagamos de nuevo. Recosté la cabeza sobre los cojines del sofá.
Riachuelos de agua recorrían la ventana de la biblioteca como venas de
sangre.
Vale, en realidad no eran como venas de sangre. Estaba cansada, como
había dicho Lockwood.
Lockwood… Le observé con los ojos entrecerrados, enmarcándole entre
mis pestañas. Miré sus largas piernas vagamente cruzadas sobre el brazo del
sillón, los pies descalzos y la delgada silueta de su cuerpo, medio oculto bajo
una camiseta arrugada. Un brazo le tapaba casi toda la cara, pero podían verse
la línea de la mandíbula y los labios expresivos, relajados y algo separados. El
pelo oscuro le caía con suavidad sobre la manga blanca.
¿Cómo se las arreglaba para tener ese aspecto después de haber dormido
cinco horas y estar enroscado y arrugado en el sillón? A mí nunca me hacía
ningún favor estar a medio vestir; en el caso de George, aquello prácticamente
venía con una advertencia para la salud. Pero Lockwood conseguía llevarlo
con estilo. La temperatura de la habitación era muy agradable. Las pestañas se
me cerraron un poco más. Me llevé una mano al colgante de plata y lo pasé
despacio entre mis dedos…
—Necesitamos más agentes —anunció Lockwood.
Abrí bien los ojos. Detrás de mí, oí que George había bajado el cómic.
—¿Qué?
—Necesitamos a alguien más. Un agente que nos respalde. ¿No os
parece? No tendríamos que separarnos todo el rato.
—Trabajamos juntos en la Pensión Lavanda —comenté.
—Aquello fue una excepción. —Lockwood movió el brazo y se apartó el
pelo de la cara—. Ya casi nunca pasa. Pero solo hay que mirar a nuestro
alrededor. Apenas nos las apañamos solos, ¿no?
George bostezó.
—¿Por qué dices eso?
Se estiró tanto que tiró la pila de ropa para planchar, que cayó sobre mi
cabeza. Como una ameba gigante ondulando deliberadamente en una placa de
Petri, un par de calzoncillos de George se deslizaron despacio por mi nariz.
—Un ejemplo perfecto —dijo Lockwood mientras yo me liberaba—. Uno
de los dos tendría que haber planchado todo eso. Pero no habéis tenido
tiempo.
—Siempre podrías plancharlo tú, claro —comentó George.
—¿Yo? Estoy más ocupado que vosotros.

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Así funcionaba todo ahora. Trabajábamos tanto por la noche que no nos
quedaba energía para hacer nada durante el día. Por eso habíamos dejado de
hacer las cosas esenciales, como mantener la casa ordenada o encargarnos de
la colada. El número treinta y cinco de Portland Row estaba sufriendo.
Parecía que una bomba de sal hubiera explotado en la cocina. Incluso la
calavera del frasco, que estaba acostumbrada a entornos infames, había hecho
comentarios indignados sobre el lugar en el que vivíamos.
—Si tuviéramos otro agente, podríamos turnarnos y hacerlo todo —
explicó Lockwood—. Uno de nosotros se quedaría por la noche en casa y se
encargaría de las tareas durante el día. Llevo un tiempo planteándomelo. Creo
que es la única solución.
George y yo permanecimos en silencio. La idea de tener otro compañero
no me atraía mucho. De hecho, hacía que se me retorciera el estómago.
Aunque estuviéramos tan estresados, a mí me gustaba nuestra forma de
trabajar. Como en la Pensión Lavanda, nos cubríamos las espaldas cuando era
necesario y terminábamos con los encargos.
—¿Estás seguro? —pregunté al rato—. ¿Y dónde dormiría?
—En el suelo no —respondió George—. Seguro que cogería alguna
enfermedad.
—Pues no va a compartir la buhardilla conmigo.
—No tendría que dormir aquí, idiotas —gruñó Lockwood—. ¿Desde
cuándo vivir bajo el mismo techo es un requisito para este trabajo? Podría
venir por la mañana, como hace el noventa y nueve por ciento de la gente.
—Quizá no necesitemos a un agente a tiempo completo —sugerí—.
Puede que solo necesitemos un ayudante. Alguien que recoja nuestras cosas.
Está claro que lo importante sí lo llevamos bien.
—Estoy de acuerdo con Lucy. —George volvió a su cómic—. Nos
organizamos bien. No deberíamos cambiar eso.
—Bueno, lo pensaré —concluyó Lockwood.

Por supuesto, lo cierto es que Lockwood estaba demasiado ocupado para


pensar en ello, así que era poco probable que ocurriese. A mí me parecía bien.
Llevaba dieciocho meses en la agencia. Sí, estábamos sobrepasados. Sí,
vivíamos rodeados de suciedad. Sí, nos poníamos en peligro casi todas las
noches. Pero yo era muy feliz.
¿Por qué? Por tres motivos: mis compañeros, una nueva visión de mí
misma y una puerta abierta.

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La agencia Lockwood era única entre todas las demás de Londres. No
porque fuera la más pequeña (número total de agentes: tres), sino porque el
propietario y líder era alguien joven. Otras agencias contrataban a cientos de
niños —tenían que hacerlo, claro, porque solo los niños pueden detectar a los
fantasmas—, pero eran empresas firmemente controladas por adultos que
nunca se acercaban a una casa encantada, sino que permanecían al otro lado
de la calle y gritaban las órdenes desde allí. Por el contrario, Lockwood era un
jefe que sí se enfrentaba a los espíritus. Sus habilidades con el estoque eran
insuperables, y yo sabía lo afortunada que era por trabajar a su lado.
Afortunada en muchos sentidos. Además de ser independiente, era un
compañero inspirador que conseguía mantenerse sereno y tranquilo, sin dejar
de ser temerario y audaz a la vez. Y su aire de misterio le hacía más
fascinante.
Lockwood rara vez hablaba de sus emociones o de los deseos y las
motivaciones que le impulsaban, y en mi primer año viviendo en Portland
Row apenas había descubierto nada sobre su pasado. Sus padres ausentes eran
un enigma, pese a que sus cosas colgaran de todas las paredes. Tampoco tenía
ni idea de cómo había conseguido la casa ni reunido el dinero para abrir su
propia agencia. En realidad, aquello ni siquiera importaba demasiado. Los
secretos seguían a Lockwood como el vaivén de su abrigo, y era agradable
estar lo suficientemente cerca para sentir cómo me rozaban a mí también.
Estar junto a Lockwood me hacía feliz. George, la verdad sea dicha, era
más bien un gusto adquirido. Desaliñado e irónico, era famoso en Londres por
su enfoque flexible del uso del jabón. Pero también era intelectualmente
sincero, tenía una curiosidad infinita y era un investigador brillante cuyos
conocimientos nos mantenían con vida. Además, y esto era algo crucial, era
ferozmente fiel a sus amigos, que resultábamos ser Lockwood y yo.
Y justo porque éramos amigos y confiábamos los unos en los otros, cada
uno podía explorar lo que más nos importaba. George era feliz buscando las
causas del Problema. Lockwood no cesaba en su empeño de mejorar la
reputación de la agencia. ¿Y yo? Antes de llegar a Portland Row no conocía
—e incluso me preocupaba— mi habilidad para oír las voces de los muertos y
(a veces) comunicarme con ellos. Pero la agencia Lockwood me había dado la
oportunidad de explorar mis dones psíquicos a mi propio ritmo y así descubrir
lo que podía hacer. Junto con la alegría que me daban mis compañeros, esta
nueva percepción de mí misma era la segunda razón por la que estaba tan
contenta aquella mañana sombría de noviembre en la que diluviaba en la
calle.

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¿Y el tercer motivo? Pues había pasado unos meses frustrada por el
creciente distanciamiento de Lockwood. Por supuesto, los tres nos
beneficiábamos de compartir experiencias y confiar los unos en los otros,
pero, con el tiempo, los misterios que le rodeaban habían empezado a
pesarme. Su negativa a contarnos nada sobre una habitación concreta del
primer piso de la casa (una habitación a la que no teníamos permitido entrar)
se había convertido en un símbolo de aquello. Me había formado muchas
teorías en torno a aquella extraña puerta cerrada, pero me parecía evidente
que tenía algo que ver con su pasado, probablemente con el destino de sus
padres desaparecidos. Poco a poco, el secreto de la habitación había creado un
muro invisible entre nosotros que nos separaba. Había perdido toda esperanza
de comprenderlo o entenderle a él.
Hasta un día de verano, cuando Lockwood cedió de forma inesperada. Sin
preámbulo, nos condujo a George y a mí hasta el rellano, abrió la puerta
prohibida y nos enseñó parte de la verdad.
¿Y sabes qué? Resultó que me había equivocado. No era la habitación de
sus padres.
Era de su hermana.
Su hermana, Jessica Lockwood, que había muerto allí hacía seis años.

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5

P ara proteger la cordura de nuestros clientes, y para mi propio descanso y


tranquilidad, la calavera del frasco sellado solía encontrarse en una
esquina lejana de la oficina del sótano, tapada con una cubretetera. A
veces la llevábamos al salón y abríamos la palanca de la tapa para que pudiera
comunicarnos los secretos escalofriantes de los muertos o para que me lanzara
insultos infantiles, lo que le apeteciera hacer. Resultó que aquella tarde se
encontraba en el aparador cuando llegué para recoger el equipo que
necesitaría por la noche.
Como habíamos planeado antes, íbamos a dividirnos. George ya se había
marchado a los baños públicos de Whitechapel en busca de la sombra
avistada. Lockwood estaba preparándose para la expedición en la que
localizaría a la mujer con velo. Mi visita se había cancelado. Mientras
guardaba las cosas para dirigirme al bloque de pisos, había recibido una
llamada de mi cliente en la que posponía la cita por enfermedad. Eso
significaba que tenía que tomar una decisión rápida: quedarme en casa y
planchar, o acompañar a Lockwood. Puedes imaginarte cuál elegí.
Cogí el estoque de donde lo había lanzado la noche anterior y un par de
bombas de sal sueltas que estaban tiradas detrás del sofá. Me dirigía hacia la
puerta cuando una voz ronca emergió de entre las sombras.
—¡Lucy! Lucy…
—¿Qué quieres ahora?

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Con el inicio de la noche, unas tenues manchas se arremolinaban tras el
cristal. La masa encorvada que formaba la maltrecha calavera se desvaneció.
Las manchas se solidificaron y formaron un rostro malicioso que brillaba con
una tenue luz verde en la oscuridad.
—¿Te vas? —preguntó el fantasma en tono alegre—. Voy contigo.
—No, tú no vienes. Te quedas aquí.
—Venga, hazle un favor a esta calavera. Me aburriré.
—Pues desmaterialízate. Rueda. Ponte del revés. Pasa el rato
contemplando las vistas. Haz lo que sea que hagan los fantasmas. Seguro que
encuentras la forma de entretenerte.
Me di la vuelta para marcharme.
—¿Que contemple las vistas? ¿En este cuchitril? —El rostro giró en el
frasco con la punta de la nariz rozando el interior del cristal—. He estado en
mortuorios con mejores estándares de limpieza. Ojalá no tuviera que ver la
mugre que me rodea.
Me detuve con una mano en la puerta.
—En eso podría ayudarte. Puedo enterrarte en un agujero y acabar con tus
problemas para siempre.
No es que fuera a hacerlo de verdad. De todos los visitantes que habíamos
encontrado, de todos los visitantes que nadie hubiera encontrado
recientemente, la calavera era la única capaz de comunicarse de verdad. Otros
fantasmas podían gemir, golpear y pronunciar fragmentos de sonidos
coherentes. Los agentes que, como yo, poseían la habilidad de la percepción
podían captarlos. Pero eso era muy distinto a la capacidad de la calavera de
participar en una conversación real y prolongada. Era un visitante de tipo tres,
y uno muy raro. Por eso no lo habíamos tirado a la basura, pese a sus muchas
provocaciones.
El espíritu resopló.
—Enterrar implica cavar, y cavar implica esforzarse. Y eso es algo que,
sencillamente, ninguno de vosotros es capaz de hacer. Déjame que lo adivine.
Seguro que esta noche vuelve a tocar Whitechapel. Esas calles oscuras…
Esos callejones sinuosos… ¡Llévame! Necesitas compañía.
—Sí —respondí—. Y voy con Lockwood.
De hecho, tenía que darme prisa. Podía oírle poniéndose el abrigo en el
vestíbulo.
—Ah, ¿sí? Vaya…, ya veo. Entonces mejor te dejo.
—Exacto. Bien. —Hice una pausa—. ¿Y eso qué significa?

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—Nada, nada. —La calavera maligna me guiñó un ojo—. No soy un
sujetavelas.
—No sé de qué estás hablando. Vamos a encargarnos de un caso.
—Claro que sí. Es la estratagema perfecta. Rápido, será mejor que vayas
corriendo a cambiarte.
—¡Lucy, tenemos que irnos!
Era la voz de Lockwood desde la entrada.
—¡Ya voy! —grité. Luego me dirigí a la calavera—: No necesito
cambiarme. Esta es mi ropa de trabajo.
—Podrías ponerte otra. —El rostro me observó con una mirada crítica—.
Veamos cómo vas. Mallas, camiseta, una vieja falda cutre, un jersey
desgastado… Una mezcla entre un marinero loco y una vagabunda. ¿Cómo
puedes sentirte guapa así? ¿Quién va a fijarse en ti si sales de esa forma?
—¿Quién dice que quiera parecerle guapa a alguien? —ladré—. ¡Soy una
agente! ¡Tengo trabajo que hacer! Y si solo dices tonterías…
Corrí hacia el aparador y cogí la cubretetera.
—Ah, ¿he metido el dedo en la llaga? —dijo el espíritu sonriendo—. ¡Sí!
Qué fasci…
Por desgracia, el resto se perdió. Cerré la palanca, coloqué el paño sobre
el frasco y salí sigilosamente de la estancia.
Lockwood estaba esperando en el vestíbulo, impecable y curioso.
—¿Va todo bien, Luce? ¿La calavera te está dando problemas?
—Nada que no pueda controlar. —Me eché el pelo hacia atrás, resoplé
con las mejillas encendidas y le regalé una sonrisa despreocupada—. ¿Nos
vamos?

Los taxis normales no tenían permitido circular por Londres después del
toque de queda. Sin embargo, una pequeña flota de taxis nocturnos aguardaba
en estaciones bien protegidas y atendía principalmente a los agentes y los
oficiales del DICP cuya labor los obligaba a salir cuando había anochecido.
Al volante de estos coches (que tenían la misma forma que un taxi negro
convencional, pero estaban pintados de blanco) se encontraba un grupo
robusto de hombres normalmente calvos, de mediana edad, taciturnos, serios
y eficientes. Según Lockwood, la mayoría eran expresidiarios a los que
habían liberado antes de la cárcel a cambio de realizar esta tarea peligrosa y
huraña. Llevaban muchas joyas de hierro e iban muy deprisa.

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La estación de taxis nocturnos más cercana estaba en la calle Baker, no
lejos del metro. Nuestro conductor, Jake, ya nos había llevado antes. Unos
pendientes plateados se balanceaban con violencia sobre su cuello mientras
salía del aparcamiento subterráneo y aceleraba hacia el este por la carretera de
Marylebone.
Lockwood se estiró en el asiento y me sonrió. Parecía más relajado ahora
que íbamos a encargarnos de un caso. El cansancio de la mañana había
desaparecido.
En cambio, yo seguía nerviosa tras la conversación con la calavera.
—Bueno —dije con una voz seria—, ¿qué es este visitante? ¿Un caso
doméstico?
Él asintió.
—Sí, una aparición vista en el dormitorio de arriba. Nuestra clienta es la
señora Peters. Sus dos hijos pequeños vieron a una mujer siniestra con velo y
vestida de negro que parecía estar grabada dentro del cristal de la ventana del
dormitorio.
—Vaya. ¿Los niños están bien?
—Más o menos. Se los llevaron a un centro psiquiátrico. Uno sigue muy
sedado… Imagino que pronto veremos a la mujer con nuestros propios ojos.
Lockwood contempló las aceras desiertas, donde se extendía la cuadrícula
de calles vacías. El conductor miró hacia atrás sobre su hombro.
—Parece una noche tranquila, señor Lockwood. Pero no lo es. Tiene
suerte de haber dado conmigo. Soy el único taxi que quedaba en la estación.
—¿Y eso, Jake?
—Por ese brote en Chelsea. Han armado una gran ofensiva para intentar
reprimirlo. El DICP está buscando agentes hasta debajo de las piedras. Han
reclutado a muchos taxis para que estén preparados.
Lockwood frunció el ceño.
—¿A qué agencias han llamado?
—Ah, ya sabe. Solo a las grandes. Fittes y Rotwell.
—Claro.
—También a Tendy, Atkins y Armstrong, Tamworth, Grimble, Staines,
Mellingcamp y Bunchurch. Hay más, pero se me olvidan los nombres.
El bufido de Lockwood sonó como la explosión de una motocicleta.
—¿A Bunchurch? Esa no es una agencia grande. Solo tienen a diez
personas y ocho son inútiles.
—Eso no puedo juzgarlo yo, señor Lockwood. ¿Quiere que encienda el
aire acondicionado con esencia de lavanda? El coche es nuevo y venía con ese

Página 50
extra.
—No, gracias. —Lockwood respiró con fuerza por la nariz—. Lucy y yo
tenemos nuestras propias defensas, aunque no seamos de una «agencia
grande». Nos sentimos protegidos.
Después de aquel comentario se hizo el silencio, pero la fuerza de su
enfado llenó el taxi. Estaba sentado mirando por la ventana y tamborileando
con los dedos sobre la rodilla. Desde las sombras del asiento trasero observé
el brillo intermitente de las farolas protectoras que se reflejaba en el contorno
de sus mejillas e iluminaba la curva de su boca y sus ojos impacientes. Yo
sabía por qué estaba molesto: porque quería que su agencia fuera considerada
como una de las mejores de la capital. La ambición ardía con fuerza en él, la
ambición de ser parte del movimiento que acabara con el Problema.
Y entendía la razón que alimentaba aquel fuego.
Por supuesto que sí. Lo sabía desde aquel día de verano en que había
abierto la puerta del rellano y nos había dejado entrar a George y a mí.

—Mi hermana —había dicho Lockwood—. Este es su dormitorio. Como


seguramente veáis, aquí es donde murió. Si no os importa, creo que voy a
cerrar la puerta.
Lo hizo. El pequeño triángulo de luz que inundaba el descansillo se cerró
a nuestro alrededor como una trampa. Los paneles de hierro que forraban el
interior de la puerta crujieron con suavidad, alejándonos de toda normalidad.
Ni George ni yo dijimos nada. Lo único que podíamos hacer era
permanecer allí con la espalda recta. Nos mantuvimos cerca el uno del otro.
Olas de energía psíquica chocaban contra nuestros sentidos como la marea en
una tormenta. Un rugido llegó a mis oídos.
Sacudí la cabeza para despejarme y me obligué a abrir los ojos.
Una cortina opaca abrazaba la ventana opuesta. Rayos de luz blanca de
aquella tarde veraniega se colaban por los bordes, pero no había más
iluminación que esa.
No había luz natural.
Sin embargo, un resplandor tan fino como el agua y plateado como la luna
llenaba la habitación.
Incluso yo podía verlo, y eso que soy incapaz de detectar brillos mortales.
Normalmente tengo que creer a Lockwood cuando dice, que están ahí. Pero
esta vez no. Una cama presidía la estancia; una cama individual con el
cabecero colocado contra la pared de la derecha. Habían pintado las patas y

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los tablones de blanco o crema, y una colcha pálida cubría el colchón
desnudo. Todo flotaba en la penumbra como una nube en el cielo negro.
Colgado sobre la cama había otra cosa: un brillo bruscamente ovalado, en
forma de huevo y tan alto como una persona que resplandecía vacío, radiante
y frío. Era una luz sin origen (no tenía nada en el centro) y no podía verla
realmente. Si apartaba la mirada, se volvía más intensa en un rincón de mi
visión, como uno de esos puntos que ves después de mirar demasiado cerca al
sol.
Una energía psíquica fuerte e incesante irradiaba de aquella mancha
ovalada y borrosa. Con razón habían atornillado las franjas de hierro a la
puerta. Con razón las paredes del dormitorio brillaban sobre las protecciones
de plata. Con razón el techo estaba repleto de móviles de plata que se agitaban
por la brisa que había provocado el cierre de la puerta. El tintineo era suave y
melódico, como la risa de un niño en la lejanía.
—Se llamaba Jessica —dijo Lockwood. Pasó a nuestro lado y vi que
había sacado unas gafas oscuras del bolsillo, las que usaba para protegerse de
los brillos mortales más potentes. Se las puso—. Tenía seis años más que yo
—continuó—. Y quince cuando ocurrió, justo aquí.
Habló como si lo más normal del mundo fuera estar allí junto a nosotros
en la oscuridad mientras nos revelaba la existencia de una hermana que había
muerto hacía mucho; rodeados de su brillo mortal y con el eco psíquico de lo
ocurrido golpeando nuestros sentidos. Entonces se acercó a la cama. Con
cuidado de no tocar la luz ovalada, retiró la colcha y nos mostró el colchón.
En el centro había un hueco ancho, oscuro y grande donde la superficie del
tejido se había quemado con ácido.
Lo observé. No, no era ácido. Reconocía las quemaduras de ectoplasma
cuando las veía.
Me percaté de que estaba agarrando a George con más fuerza.
—No te estoy haciendo daño, ¿no, George? —le pregunté.
—No más que antes.
—Bien.
No me solté.
—Yo solo tenía nueve años —continuó Lockwood—. Fue hace mucho
tiempo. Podría decirse que ya es historia. Pero me parecía que debía
enseñároslo. A fin de cuentas, vivís en esta casa.
Me obligué a hablar.
—Pues… —dije—. Jessica.
—Sí.

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—¿Tu hermana?
—Sí.
—¿Qué le pasó?
Volvió a colocar la colcha en su sitio y remetió el extremo con cuidado
contra el cabecero.
—Petrificación fantasmal.
—¿Un fantasma? ¿De dónde salió?
—De una maceta. —Su voz no mostraba ninguna expresión. Las gafas
oscuras que le protegían los ojos también lograban esconderle. Era imposible
leer sus emociones—. Ya sabéis que mis padres tenían cosas… —siguió—.
Todos esos rastreadores de fantasmas tribales en las paredes de abajo… Eran
investigadores. Estudiaban el folcloré de lo sobrenatural en otras culturas. La
mayoría de las cosas que coleccionaban eran basura, como tocados
ceremoniales y objetos por el estilo. Pero resultó que algunas piezas sí hacían
lo que aseguraban hacer. Había una maceta. Creo que era de algún rincón de
Indonesia. Dicen que mi hermana estaba revisando una caja, cogió la maceta
y… se le cayó. Cuando se hizo añicos, un fantasma emergió de dentro. La
mató.
—Lockwood… Lo siento mucho…
—Ya, pero bueno, ya es historia. Fue hace mucho tiempo.
Era difícil concentrarse en algo que no fueran las palabras de Lockwood;
en ellas y en la ferocidad de la luz fantasmagórica. Pero pude ver que en la
habitación había un armario y dos cómodas. También había cartones y cajas
de té, la mayoría apiladas contra las paredes, algunas en torres de tres o
cuatro. En la parte superior había decenas de jarrones y botes de mermelada
llenos de ramos de lavanda seca. La habitación estaba llena de su aroma dulce
y astringente. Era tan diferente de los olores habituales de la casa (sobre todo
en el rellano, porque el dormitorio de George estaba justo en frente) que solo
aumentaba la sensación de irrealidad.
Sacudí la cabeza de nuevo. Una hermana. Lockwood había tenido una
hermana.
Había muerto justo allí.
—¿Qué pasó con el fantasma? —preguntó George. Su voz sonaba tenue.
—Se deshicieron de él.
Lockwood cruzó hasta la ventana y descorrió las cortinas opacas. La luz
del día me acuchilló y mis ojos se estremecieron durante un instante. Cuando
pude volver a mirar, la habitación estaba iluminada. Ya no veía el brillo sobre
la cama y la sensación de violencia psíquica había quedado sutilmente

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apagada. Pero aún podía sentir la presencia y oír el suave crujido en mis
oídos.
Una vez, el dormitorio había sido de un bonito color azul. El papel estaba
decorado con un dibujo infantil de unos globos colocados en diagonal. Había
pósteres de leones, jirafas y caballos colgados de un corcho, y viejas
pegatinas de animales pegadas al azar sobre el cabecero de madera. Unas
estrellas brillantes y amarillentas salpicaban el techo. Pero eso no era lo que
llamaba la atención. En la pared de la derecha, dos enormes hendiduras
verticales habían rasgado el papel y llegado hasta el yeso que había debajo.
Eran cortes de estoque. En una parte, la incisión era tan profunda que llegaba
al ladrillo.
Lockwood permaneció en silencio junto a la ventana, contemplando la
pared vacía de la casa contigua. Unas semillas de lavanda seca se habían
caído sobre el alféizar donde estaban los jarrones. Las sacudió con un dedo y
las llevó a su mano ahuecada.
Algo parecido a la histeria estaba creciendo en mi pecho. Quería llorar,
reír a carcajadas, gritarle a Lockwood…
En lugar de eso, dije con tranquilidad:
—¿Y cómo era?
—Ah… Es difícil decirlo. Era mi hermana. Me gustaba, claro. Puedo
buscar una foto y enseñártela. Seguro que hay alguna en los cajones. Ahí es
donde pongo todas sus cosas. Supongo que debería revisarlo todo algún día,
pero siempre hay tanto que hacer… —Se recostó sobre el marco de la
ventana, perfilado contra la luz, y empujó poco a poco las semillas en la
palma de su mano—. Era alta, con el pelo oscuro, y creo que tenaz. Una o dos
veces te he mirado de reojo, Luce, y casi pensé que… Pero en realidad no te
pareces en nada. Era una persona dulce. Muy amable.
—Vale, ahora sí me estás haciendo daño en el brazo, Lucy —dijo George.
—Lo siento.
Solté la mano.
—Ha sido culpa mía —comentó Lockwood—. Eso ha sonado mal. Lo que
quería decir era que…
—No pasa nada —dije—. No tendría que haberte preguntado por ella…
Tiene que ser difícil hablar de esto. Lo entendemos. No volveremos a
preguntarte.
—Y esa maceta… —intervino George—. Cuéntame. ¿Cómo estaba el
fantasma atrapado dentro? La cerámica sola no pudo bastar. Tuvo que haber
algún tipo de revestimiento de hierro o de plata, supongo. ¿O tenían alguna

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técnica que…? ¡Ay! —Le había pegado una patada—. ¿Y eso a qué ha
venido?
—Por no callarte.
Me miró desde detrás de las gafas.
—¿Por qué? Es interesante.
—¡Estamos hablando de su hermana! ¡No de la maceta de las narices!
George señaló a Lockwood con el pulgar.
—Dice que ya es historia.
—Sí, pero está claro que miente. ¡Mira este sitio! ¡Mira esta habitación y
lo que hay dentro! Esto es el presente.
—Ya, pero nos ha dejado entrar, Luce. Quiere hablar de ello. Creo que
eso incluye a la maceta.
—¡Venga ya! Este no es uno de tus estúpidos experimentos, George. Es
su familia. ¿Es que no tienes ni una pizca de empatía?
—¡Tengo más empatía que tú! Para empezar, veo lo que es más que
obvio, o sea, que Lockwood quiere que hablemos de esto. Después de años de
estreñimiento emocional, ya está listo para compartir con nosotros…
—Puede que sí, pero también está muy nervioso e hipersensible, así que
si…
—Oye, que sigo aquí —interrumpió Lockwood—. No me he ido ni nada.
—Se hizo el silencio. George y yo paramos y le miramos—. Y la verdad es
que los dos tenéis razón. Quiero hablar de ello, como dice George. Pero a la
vez no me resulta muy fácil, así que Lucy también ha acertado. —Suspiró—.
Sí, George, creo que la maceta tenía una capa de hierro dentro. Pero se
agrietó, ¿vale? Quizá eso sea suficiente por ahora.
—Lockwood —le llamé. Miré hacia la cama—. Una cosa. ¿Ella…?
—No.
—¿Nunca ha…?
—No.
—Pero el brillo…
—Nunca ha vuelto. —Lockwood volcó las semillas de lavanda en el
jarrón del alféizar y se sacudió las manos largas y delgadas—. Al principio
casi deseaba que lo hiciera, ¿sabéis? Cuando estaba en la casa, subía aquí y
pensaba que tal vez la vería junto a la ventana. Esperaba mucho rato mientras
miraba la luz, anhelando ver su figura u oír su voz… —Me sonrió con aire
arrepentido—. Pero nunca hubo nada.
Apartó la mirada hacia la cama; sus ojos seguían atrapados tras las gafas
negras inexpresivas.

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—Bueno, pero eso fue al principio. No era sano que estuviera tanto aquí.
Al tiempo, cuando ya había tenido más experiencia con los brillos mortales y
lo que suponen, empecé a temer su regreso a la vez que lo deseaba. No podía
soportar pensar en cómo se aparecería. Así que dejé de venir tanto y coloqué
la lavanda para… evitar las sorpresas.
—El hierro sería más fuerte —dijo George. Él era así: cortante, gafo tas y
el más rápido en ir al grano—. No veo hierro, aparte de en la puerta.
Miré a Lockwood. Se le habían tensado los hombros y, durante un
segundo, me pregunté si iba a enfadarse.
—Tienes razón, claro —respondió—. Pero eso se parece demasiado a
lidiar con un visitante cualquiera. Y ella no es eso, George, no es cualquiera.
Es mi hermana. Incluso si se apareciera, no usaría hierro con ella.
Ninguno dijo nada.
—Lo gracioso es que le encantaba el olor a lavanda —explicó Lockwood
con un tono más relajado—. ¿Habéis visto ese arbusto cubierto de maleza en
un lateral de la casa, junto a los cubos de basura? Cuando era niño, ella se
sentaba conmigo y hacíamos guirnaldas de lavanda para el pelo.
Observé los jarrones con las hojas de color morado marchito. Eran una
protección, pero también una invitación.
—Bueno, la lavanda está bien —contestó George—. A Flo Bones le flipa.
—Flo Bones es una flipada —dije.
Los tres nos reímos, aunque aquella no era una habitación que invitara a la
risa. Ni a las lágrimas, por raro que pareciera, ni a la rabia ni a otra emoción
que no se asemejara a la solemnidad. Era un lugar de ausencia. Estábamos en
presencia de algo que se había marchado. Era como estar en un valle en el que
alguien hubiera gritado fuerte y con alegría, dejando un eco que había
resonado entre las colinas durante mucho tiempo. Pero ahora ese eco se había
desvanecido y nosotros seguíamos ahí. Ya no era lo mismo.

No volvimos a la habitación. Era un lugar privado y George y yo lo dejamos


estar. Tras la primera revelación trascendental, Lockwood no volvió a sacar el
tema de su hermana ni tampoco buscó la fotografía que había prometido. Rara
vez mencionaba a sus padres, aunque sí dejó caer que le habían dejado el
número treinta y cinco de Portland Row en su testamento. Así que, de alguna
forma y en algún lugar, ellos también habían muerto. Jessica y sus padres
permanecieron en las sombras, y gran parte de las preguntas que rodeaban al
dormitorio silencioso seguían ahí.

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Intenté que no me preocupara y, en lugar de eso, sentirme satisfecha con
lo que había descubierto. Sin duda, ahora me sentía más unida a Lockwood.
Conocer su pasado era un privilegio. Me hacía sentir acogida y especial en
momentos como este, yendo a toda velocidad en la parte de atrás de un taxi
que atravesaba la oscuridad de Londres.
Quién sabe. Quizá algún día, mientras estuviéramos trabajando juntos, se
abriría y me contaría más…
El taxi frenó de golpe y los dos nos precipitamos hacia delante en los
asientos. Frente a nosotros, unas figuras en movimiento llenaban la calle.
El conductor soltó una palabrota.
—Lo siento, señor Lockwood. La calle está cortada. Hay agentes por
todas partes.
—No hay problema. —Lockwood ya se había acercado a la puerta—.
Esto es exactamente lo que quiero.
Antes de que pudiera reaccionar, casi antes de que el coche se hubiera
detenido, él ya había salido y cruzado la mitad de la carretera.

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6

E l camino hasta Whitechapel nos había llevado por el centro de la ciudad.


Estábamos en Trafalgar Square. Cuando nos apeamos del taxi, vi una
multitud que se agrupaba bajo la columna de Nelson, que estaba
iluminada por decenas de farolas protectoras parpadeantes. Era gente
corriente, algo que rara vez se veía por la noche. Algunos llevaban pancartas
y otros se turnaban para dar discursos desde una plataforma improvisada. No
podía oír lo que decían. Un grupo de policías y agentes del DICP los rodeaba
a cierta distancia. A lo lejos, extendiéndose por la carretera, había montones
de agentes de detección psíquica, que supuestamente estaban allí para
proteger al gentío. Llevaban las chaquetas de colores llamativos que usaban la
mayoría de las agencias. Las plateadas de Fittes, los resplandores burdeos de
la agencia Rotwell, el amarillo canario de Tamworth, el verde típico de la
niebla densa de Grimble. Todos estos y muchos más estaban presentes y
correctamente ataviados. Una furgoneta de té del DICP estaba aparcada a un
lado y repartía bebidas calientes; otras muchas furgonetas y taxis esperaban
cerca.
Lockwood cruzó la plaza en línea recta. Corrí tras él.
No sé cuál es el sustantivo colectivo para referirse a un grupo de agentes
de detección psíquica, pero debería ser «pose» o «pavoneo». Grupos de
agentes separados por sus colores estudiaban con atención a sus odiados
rivales, hablaban en voz alta y ladraban unas risas estridentes. Los agentes

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más pequeños (niños de siete u ocho años) bebían té mientras se hacían
muecas los unos a los otros. Los más mayores se contoneaban de un lado a
otro a la vez que intercambiaban gestos ofensivos bajo las narices de sus
supervisores, que fingían no darse cuenta. Pechos hinchados y espadas que
brillaban a la luz de las farolas protectoras. El aire crepitaba a causa del
desdén y la hostilidad.
Lockwood y yo atravesamos la multitud donde se encontraba una figura
conocida que observaba la escena con tristeza. Como de costumbre, el
inspector Montagu Barnes vestía una gabardina arrugada, un traje mediocre y
un bombín de ante marrón oscuro. Para romper la costumbre, sostenía una
taza de poliestireno con una sopa naranja humeante. Tenía la cara curtida y
castigada, y llevaba un bigote del tamaño y largo aproximado de un hámster
muerto. Barnes trabajaba para el DICP, el Departamento de Investigación y
Control Psíquico, una división del Gobierno que controlaba la labor de las
agencias y, en ocasiones como aquella, las reclutaba para conseguir el bien
común. No había ganado ningún premio por elegancia o genialidad, pero era
astuto y eficiente, además de no visiblemente corrupto. Eso no quería decir
que disfrutara de nuestra compañía.
Junto a él estaba un hombre más bien pequeño, engalanado con su
uniforme afelpado y resplandeciente de la agencia Fittes. Le brillaban las
botas y sus pantalones ceñidos relucían. Un estoque caro colgaba en un
costado de una correa del cinturón enjoyado. Su chaqueta plateada era tan
suave como la piel de un tigre y combinaba a la perfección con sus exquisitos
guantes de cabritillo. Todo muy glamuroso e incluso impresionante. Por
desgracia, el cuerpo que ocupaba el uniforme pertenecía a Quill Kipps, así
que el efecto general era como ver a una rata de cloaca chupando un cuenco
de caviar. Sí, la clase estaba ahí, pero no era en lo que te fijabas.
Kipps era pelirrojo, escuálido y presumido de un modo penoso. Por
distintas razones, que posiblemente estuvieran relacionadas con que a menudo
le decíamos todo esto a la cara, le caíamos mal todos los miembros de la
agencia Lockwood desde hacía mucho tiempo. Como líder de un equipo de la
división londinense de la agencia Fittes, y uno de sus supervisores más
jóvenes, solía trabajar con Barnes en el DICP. De hecho, estaba leyéndole
algo de un archivador cuando nos acercamos.
—Anoche hubo cuarenta y ocho avistamientos de fantasmas de tipo uno
en la zona de contención de Chelsea —dijo—. Y si nos creemos los informes
al pie de la letra, diecisiete posibles tipo dos. Es una concentración
impactante.

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—¿Y cuántas muertes ha habido hasta ahora? —preguntó Barnes.
—Ocho, incluyendo a los tres vagabundos. Como antes, los sensibles
informan de las apariciones peligrosas, pero el origen aún no está claro.
—De acuerdo. En cuanto acabe la manifestación iremos hacia Chelsea.
Quiero que los agentes se dividan en cuatro sectores y que los sensibles se
organicen para apoyar a los grupos que… Oh, por Dios bendito. —Barnes se
había percatado de nuestra llegada—. Espere un segundo, Kipps.
—Buenas noches, inspector. —Lockwood lucía su sonrisa más amplia—,
Kipps.
—Ellos no están en la lista, ¿no? —preguntó Kipps—. ¿Quiere que los
eche?
Barnes sacudió la cabeza y le dio un sorbo a la sopa.
—Lockwood, señorita Carlyle… ¿A qué debo el placer?
Habló con toda la alegría que tendría un hombre que da un discurso en el
funeral de su madre, así que resultaba obvio que el «placer» era algo relativo
para Barnes. No es que nos odiara (le habíamos ayudado demasiadas veces
como para que lo hiciera), pero una leve irritación podía dar mucho de sí.
—Solo pasábamos por aquí —respondió Lockwood—. Se me ha ocurrido
venir a saludar. Menuda reunión tiene aquí. Una representación de la mayoría
de las agencias de Londres. —Su sonrisa se ensanchó—. Me preguntaba si se
había olvidado nuestras invitaciones.
Barnes nos miró. El humo de la taza se le arremolinó en torno a los pelos
del bigote como la neblina en un bosque chino de bambú. Le dio otro sorbo.
—No.
—Una buena sopa —dijo Lockwood después de una pausa—. ¿De qué
es?
—De tomate. —Barnes contempló la taza—. ¿Por qué? ¿Qué le pasa?
¿No tiene la calidad suficiente para usted?
—No, si tiene muy buena pinta… Sobre todo la que tiene en el extremo
del bigote. ¿Puedo preguntarle por qué el DICP no ha incluido a la agencia
Lockwood en la operación de Chelsea? Si el brote es tan terrible, sin duda
podría venirle bien nuestra ayuda.
—Creo que no. —Barnes observó a la multitud que se agrupaba bajo la
columna—. Puede que sea una crisis nacional, pero no estamos tan
desesperados. Miren a su alrededor. Ya contamos con bastante talento.
Agentes de calidad.
Miré. Algunos de los agentes que estaban cerca me resultaban familiares.
Eran niños con reputación. Otros no tanto. Al pie de los escalones, un hombre

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increíblemente gordo alineaba a un grupo de chicas pálidas con chaquetas
mostaza. Reconocí al señor Adam Bunchurch, el propietario de esa mediocre
agencia, por sus mejillas caídas, los michelines de la barriga, las nalgas
contraídas y su aire de engreído.
Lockwood frunció el ceño.
—Veo la cantidad. La calidad no tanto. —Se inclinó y habló en voz baja
—. ¿Bunchurch? ¿Va en serio?
Barnes removió la sopa con una cuchara de plástico.
—No niego que tenga talento, señor Lockwood. Esos dientes perlados
suyos podrían iluminarnos el camino en los callejones más oscuros. Pero
¿cuántos son en su agencia? ¿Todavía tres? Exacto. Y uno de ellos es George
Cubbins. Por indiscutibles que sean sus habilidades y las de la señorita
Carlyle, tres agentes más no supondrán ningún cambio. —Escurrió la cuchara
dando golpecitos en el borde de la taza y se la pasó a Kipps—. El caso de
Chelsea es enorme —dijo—. Ocupa una superficie inmensa. Sombras,
espectros, guardianes y acechadores. No dejan de aparecer y no hay ni rastro
de una causa central. Estamos vigilando cientos de edificios, hemos evacuado
calles enteras… La gente no está contenta, y por eso se están manifestando
esta noche. Necesitamos a muchas personas…, y que esas personas hagan lo
que se les ordena. Lo siento, pero esos son dos motivos excelentes para
excluirlos. —Con decisión, le dio un sorbo a la sopa y maldijo—. ¡Ah!
¡Quema!
—Será mejor que soples, Kipps. —La expresión de Lockwood se había
ensombrecido mientras Barnes hablaba. Se dio media vuelta—. Bueno, que
pase una buena noche, inspector. Llámenos cuando la cosa se complique.
Volvimos hacia el taxi.
—¡Lockwood! ¡Espera!
Era Kipps. Nos seguía con el archivador debajo del brazo.
—¿Puedo ayudarte?
Lockwood habló con frialdad y las manos hundidas en la profundidad de
sus bolsillos.
—No he venido a alardear, aunque todos sabemos que podría hacerlo —
respondió—. Vengo con un consejo. Sobre todo para Lucy, porque sé que es
poco probable que tú entres en razón.
—No necesito consejos tuyos —dije.
Kipps sonrió.
—Yo creo que sí. Escuchad, os lo estáis perdiendo. Están pasando cosas
raras en Chelsea. Hay más visitantes de los que haya visto nunca. De tipos

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distintos y todos juntos. Son peligrosos, como si algo hubiera provocado las
apariciones. Mi equipo llevaba tres noches cubriendo el mismo callejón detrás
de King’s Road. Las primeras dos noches: nada. En la tercera, un escuálido
salió de la oscuridad y por poco se abalanza sobre Kate Godwin y Ned Shaw.
¡Un escuálido! ¡De la nada! Barnes no tiene ni idea de por qué. Nadie lo sabe.
Lockwood se encogió de hombros.
—He ofrecido mi ayuda. Ha rechazado mi oferta.
Kipps se pasó los dedos por el pelo rapado.
—Pues claro que sí. Porque sois unos donnadies. ¿Qué hacéis esta noche?
Seguro que un caso pequeño y patético.
—Es un fantasma que aterroriza a la gente normal —contestó Lockwood
—. ¿Eso es patético? Yo creo que no.
Kipps asintió.
—Ya, lo que tú digas. Pero si queréis trabajar en cosas importantes, tenéis
que formar parte de una agencia de verdad. Cualquiera de los dos podría
encontrar trabajo en Fittes sin problema. De hecho, la invitación de Lucy para
unirse a mi equipo sigue en pie. Ya se lo he dicho antes.
Le lancé una mirada reprochadora.
—Sí, y ya has oído mi respuesta.
—Bueno, esa es tu decisión —dijo Kipps—. Pero yo sugiero que te laves,
te tragues el orgullo y vengas. Ahora solo estás perdiendo el tiempo.
Se despidió de mí haciendo un gesto con la cabeza y se marchó.
—Menudo caradura —soltó Lockwood—. No dice más que chorradas,
como de costumbre.
Aunque pensara así, apenas habló en el taxi, y fui yo la que se encargó de
darle al conductor la nueva dirección de la cita que teníamos con el fantasma
del velo en el número seis de la calle Nelson, en Whitechapel.

Era una casa adosada en un callejón estrecho. Nuestra clienta, la señora


Peters, había estado esperándonos. La puerta se abrió antes de que pudiera
llamar. Era una mujer joven y de aspecto nervioso que se había vuelto canosa
antes de tiempo por la ansiedad y la preocupación. Llevaba un chal grueso
sobre la cabeza y los hombros, y agarraba un gran crucifijo de madera con las
manos enguantadas.
—¿Está ahí? —murmuró—. ¿Está ahí arriba?
—¿Cómo íbamos a saberlo? —dije—. Aún no hemos entrado.
—¡Desde la calle! —siseó—. ¡Dicen que puede verse desde allí!

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Ni a mí ni a Lockwood se nos había ocurrido mirar a la ventana desde
fuera. Bajamos los peldaños que conducían a la acera y la carretera desierta, y
estiramos el cuello hacia las dos ventanas del primer piso. La que estaba
encima de la puerta estaba iluminada y unos azulejos indicaban que era un
baño. Tras la otra ventana no había luz y (al contrario que las otras) el cristal
no reflejaba el resplandor de la farola dos puertas más abajo. Era un espacio
negro opaco. En su interior, muy difícil de detectar, estaba el contorno de una
mujer. Era como si estuviera de pie contra la ventana, dándole la espalda a la
calle. Se veía el vestido oscuro y mechones de pelo largo y negro.
Lockwood y yo regresamos a la puerta. Me aclaré la garganta.
—Sí, está ahí.
—No es nada de lo que tenga que preocuparse —dijo Lockwood mientras
pasaba junto a la señora Peters en el pasillo estrecho. La deslumbró con su
media sonrisa, la que usaba para tranquilizar—. Subiremos a echar un vistazo.
Nuestra clienta lloriqueó.
—Entiende por qué no puedo dormir bien, ¿verdad, señor Lockwood? —
preguntó—. Ahora lo entiende, ¿no es cierto?
Sus ojos eran lunas asustadas. Se acercó mucho a él, con el crucifijo
alzado como una máscara delante del rostro. La parte superior casi rozó la
nariz de Lockwood cuando se dio media vuelta.
—Señora Peters —le dijo, bajándolo con cuidado—. Hay algo que puede
hacer por nosotros. Algo muy importante.
—¿Sí?
—¿Podría ir a la cocina y encender la tetera? ¿Cree que podría hacerlo?
—Desde luego. Sí, sí. Creo que puedo hacerlo.
—Genial. Sería maravilloso tomar dos tazas de té cuando tenga un
momento. No nos las suba. Bajaremos a por ellas cuando terminemos y
seguro que aún sigue caliente.
Otra sonrisa, otro apretón en el brazo. Luego me siguió por la estrecha
escalera mientras nuestras bolsas chocaban contra la pared.
No había descansillo en sí, sino más bien un peldaño superior extendido.
Tres puertas: la del baño, la del dormitorio posterior y la de la habitación que
daba a la fachada de la casa. En aquella puerta habían martilleado cincuenta
clavos pesados de hierro. De ellos colgaban unas cadenas y ramos de lavanda.
La madera apenas era visible.
—Mmm. Me pregunto cuál será —murmuré.
—Está claro que no se quiere arriesgar —coincidió Lockwood—. Ah, qué
bien. Le gustan los cánticos religiosos. Tendría que haberlo supuesto.

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Abajo oímos cómo se cerraba la puerta y las pisadas en la cocina,
seguidas de un repentino fragmento de una canción tarareada de forma
temblorosa.
—No estoy segura de que eso sirva —opiné. Estaba comprobando mi
cinturón y aflojando mi estoque—. Ni el crucifijo. Es inútil, porque no es de
hierro ni de plata.
Lockwood había sacado una cadena delgada de su mochila y se la estaba
enrollando en un brazo. Estaba tan cerca que me rozaba.
—Pero reconforta, ¿no? La mitad de las cosas que trajeron mis padres
eran así. ¿Sabes cuál es la pandereta de hueso y plumas de pavo real que hay
en la biblioteca? Es un protector antifantasmas balinés. No tiene ni una pizca
de hierro o plata… Bueno, ¿estamos listos?
Le sonreí. Algo espeluznante nos esperaba tras la puerta. Lo vería en
segundos. Pero mi corazón se regocijaba en el pecho al estar junto a
Lockwood en aquella casa. Todo era como debía ser.
—Claro —contesté—. Estoy deseando tomarme esa taza de té caliente.
Cerré los ojos y conté hasta seis para que mi vista se ajustara al cambio de
la luz a la oscuridad. Luego abrí la puerta y entré.
Tras la barrera de clavos, el aire era frío y me quemaba la piel. Era como
si alguien se hubiera dejado la puerta del congelador abierta. Lockwood cerró
la puerta a nuestras espaldas y la oscuridad nos engulló como si nos
hubiéramos sumergido en tinta. La bombilla del techo estaba apagada y la
habitación estaba sumida en una profunda penumbra. La luz no llegaba desde
la calle.
Pero no había cortinas en la ventana, sino un simple trozo de cristal.
Algo la bloqueaba e impedía que la luz la atravesara.
A lo lejos en aquella oscuridad entintada y helada, una persona lloraba.
Era un sonido horrible, desolado y a la vez suplicante, como de alguien
desprovisto de espíritu. El ruido produjo un eco extraño, como si
estuviéramos en un espacio inmenso y vacío.
—Lockwood —susurré—, ¿sigues ahí?
Sentí un codazo amable.
—Estoy justo al lado. ¡Qué frío! Tendría que haberme puesto los guantes.
—Oigo un llanto.
—Está en la ventana. En el cristal. ¿La ves?
—No.
—¿No ves sus manos en forma de garra?
—¡No! Pero no me las describas…

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—Menos mal que no tengo imaginación, porque tendría pesadillas esta
noche. Lleva un vestido de encaje gris y una especie de velo harapiento que le
cubre la cara. Tiene algún tipo de carta en una mano, manchada con algo
oscuro. No sé qué es, puede que sangre o lágrimas. La está aferrando en el
pecho con sus dedos largos y marchitos… Oye, voy a colocar las cadenas. Lo
mejor que podemos hacer es romper la ventana. Romperla y quemarla en la
incineradora…
Su voz sonaba tranquila; oí el tintineo apresurado del hierro.
—Espera, Lockwood.
Sin ver nada y con el aire encendiéndome el rostro, me tranquilicé. Abrí
los oídos y la mente en busca de cosas ocultas. El llanto se desvaneció un
poco, lo que me permitió captar un susurro, una espiración minúscula…
—Seguro…
—¿Cómo? —pregunté—. ¿Qué está seguro?
—Lucy —dijo Lockwood—, tú no ves lo que yo estoy viendo. No
deberías hablar con esta cosa. Es malo.
Más tintineos a la altura de mi hombro. Sentía que se estaba moviendo
hacia delante. Los susurros desaparecieron, continuaron y volvieron a
desaparecer.
—Aparta las cadenas —bramé—. No oigo.
—Seguro, seguro…
—Lucy…
—Calla.
—Lo mantuve seguro —dijo el fantasma.
—¿Dónde? —inquirí—. ¿Dónde?
—Ahí.
Cuando me giré hacia ese rincón, mi vista se aclaró. Atisbé de reojo el
contorno de la ventana y, dentro, la oscuridad que se superponía a otra
oscuridad. Una figura de cabellos largos y hombros encorvados con los
brazos extendidos por encima de la cabeza, como si se hubiera detenido en
medio de un frenético baile o ritual. La largura de los dedos era repulsiva, y
parecían extenderse hacia mí. Grité. A mi lado, noté que Lockwood había
pegado un salto y blandía el estoque en alto. Los dedos se rompieron y se
convirtieron en varios haces de luz negra, esparcidos por una especie de
prisma. Los gritos me embozaron los oídos. Luego llegó el sonido de unas
astillas, como de un cristal al romperse. Disminuyó hasta convertirse en
silencio.

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Se me tensaron los tímpanos y la presión abandonó la habitación. La luz
la inundó. Solo era la farola pálida y rosada de la calle Nelson, pero le dio a
todo un plano en tres dimensiones tenues y granulosas. Qué pequeña era. No
se parecía en nada a una cámara con eco. Solo era un dormitorio corriente con
unas literas infantiles, unas sillas y un armario oscuro a mis espaldas.
El aire cálido aspirado desde el rellano me acarició los tobillos cuando
pasó por debajo de la puerta. Lockwood estaba frente a mí, con el estoque
alzado y la cadena de hierro extendida a través de la ventana rota. Las luces
de las casas opuestas brillaban. Cristales rotos sobresalían del marco a modo
de dientes.
Se giró, con la mirada fija y la respiración entrecortada. El pelo
despeinado, oscuro y suelto le caía sobre un ojo.
—¿Estás bien?
—Pues claro. —Estaba mirando el armario—. ¿Por qué no iba a estarlo?
—Te estaba atacando, Lucy. No has visto su cara cuando se ha apartado el
velo.
—No, no —respondí—. No era nada. Solo me estaba enseñando dónde…
—¿Dónde qué?
—No lo sé. No puedo pensar. Cállate.
Le hice un gesto para que se echara a un lado y caminé hacia el armario.
Era grande y también viejo. La madera era tan oscura que casi parecía negra.
Tenía unas marcas decorativas, rayadas tras muchos años de uso. La puerta
estaba dura cuando tiré de ella. Dentro había ropas de niños colgadas,
recubiertas con tiras antipolillas blancas. Las observé con el ceño fruncido y
luego las aparté. La base del interior estaba hecha de un único trozo de
madera. Visto desde fuera, el nivel parecía casi medio metro más alto que el
fondo del armario. Saqué la navaja del cinturón.
Lockwood se asomaba por encima de mi hombro, inseguro.
—Luce…
—Me enseñaba dónde había escondido algo —murmuré—. Y creo que…
¡Sí!
Metí con fuerza la hoja en una grieta del fondo; aquello funcionó. Cuando
la giré, el tablón se soltó. Tuve que juguetear un poco con los ángulos y tirar
la mitad de la ropa al suelo, pero conseguí extraer la madera. Dejé la navaja a
un lado y saqué el bolígrafo linterna.
—Ahí está —dije—. ¿Ves?
Dentro del hueco había un trozo de papel enrollado, polvoriento y cerrado
con un sello de lacre. Unos puntos oscuros lo manchaban. Lágrimas o sangre.

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—Me lo estaba enseñando —repetí—. No tienes por qué preocuparte.
Lockwood asintió, pero su rostro seguía lleno de dudas. Me estudiaba con
atención.
—Puede… —De pronto, esbozó una sonrisa—. Pues mejor así. El té
seguirá caliente. Me pregunto si también tendrá galletas.
Me inundaba la felicidad. Mi instinto tenía razón. Solo había necesitado
unos segundos para conectar con el fantasma y comprender su propósito. Sí,
Lockwood veía a los espíritus, pero yo veía mucho más. Podía descubrir
cosas ocultas. Me abrió la puerta. Yo le sonreí y le apreté el brazo. Cuando
llegamos a la escalera, oímos la voz débil de la señora Peters, que seguía
cantando en la cocina.

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E l papel que encontré resultó ser la confesión del fantasma o, al menos, la


confesión de alguien llamado Arabella Crowley y escrita en 1837, una
fecha que coincidía aproximadamente con el estilo de la ropa del
espectro. Al parecer, había asfixiado a su marido mientras dormía y había
quedado impune. Su conciencia culpable había mantenido en vilo a su
espíritu, pero ahora que se había hallado el documento y revelado el crimen,
era poco probable que el fantasma volviera a aparecerse.
Bueno, esa era mi interpretación. Lockwood no se arriesgó. A la mañana
siguiente, hizo que incineraran los fragmentos del cristal en los hornos de
Clerkenwell y animó a la señora Peters a que se deshiciera también del
armario. Volvió a ordenarme que no intentara comunicarme con los visitantes
que no estuvieran debidamente sellados, lo que me molestó un poco. Claro
que entendía por qué era tan cauteloso (el destino de su hermana todavía le
pesaba), pero, en mi opinión, estaba exagerando los riesgos. Cada vez tenía
más confianza en que mi don podría evitar esos miedos.
En los próximos días, la agencia Lockwood no dejó de recibir casos
nuevos. Lockwood, George y yo seguimos encargándonos de ellos por
separado.
Aquello nos trajo problemas. Para empezar, nuestro frenético horario
significaba que apenas teníamos tiempo para investigar bien una aparición
con antelación, un descuido que siempre resultaba peligroso. Una noche,

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Lockwood por poco acabó petrificado en una iglesia cerca de la calle Old.
Había acorralado a un alma en pena detrás del altar y casi pasó por alto un
segundo fantasma que se aproximaba por su espalda. Si hubiera leído acerca
de la historia de la iglesia antes de ir, habría sabido que estaba encantada por
dos gemelos asesinados.
El cansancio también era otro desafío: un acechador al que no había visto
le tendió una emboscada a George cerca de la cárcel de Whitechapel, y este
solo pudo escapar tirándose de cabeza al canal. Yo me quedé dormida
mientras vigilaba en una pastelería y no me percaté del fantasma carbonizado
que salía del horno. El repentino olor a carne asada me despertó justo cuando
tenía los dedos ennegrecidos estirados hacia mi cara. Aquello divirtió a la
calavera de los susurros, que había estado observando desde el frasco sin
decir nada.
A Lockwood le molestaba que nos salváramos por los pelos y lo veía
como una prueba más de que nos faltaba personal y nos sobraba el trabajo. Yo
estaba segura de que tenía razón, pero me interesaba más la libertad que me
ofrecían mis expediciones en solitario. Estaba esperando a conectar de verdad
con un fantasma, y no tardé mucho en tener exactamente esa oportunidad.
Me había citado con una familia en un piso del número veintiuno (el
bloque del sur) en la urbanización Bermuda de Whitechapel. Era el caso de la
torre de pisos, el que me habían endosado por culpa de la regla de «me lo
pido». Lo habían pospuesto dos veces porque los clientes estaban enfermos y
por poco no pude encargarme de él la tercera vez, porque ya había comprado
un billete de tren para ir a casa y estar con mi familia. No veía a mi madre y a
mis hermanas desde que había llegado a Londres, hacía dieciocho meses.
Aunque tenía sentimientos encontrados con respecto al viaje, Lockwood me
había dado una semana de vacaciones y no iba a reorganizarme por un trabajo
en el que tenía que subir un montón de escaleras.
Acordé pasarme la noche antes de irme. Lockwood y George estaban
ocupados con otros casos, así que me llevé a la calavera. Me hacía compañía,
aunque fuera desagradable y repugnante. Al menos su parloteo ayudaba a
rellenar los silencios.

La urbanización Bermuda resultó ser uno de esos grandes complejos de


hormigón que se construyeron después de la guerra. Estaba formada por
cuatro bloques situados en torno a un patio con césped. Unas escaleras
externas y unas pasarelas rodeaban los laterales de cada uno. Las pasarelas

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protegían a los edificios del mal tiempo, pero también envolvían las puertas y
las ventanas en una eterna sombra. La superficie de hormigón era rugosa, fea
y oscura por la lluvia.
Como había predicho, los ascensores no funcionaban. El piso veintiuno
solo estaba en la quinta planta, pero me faltaba el aliento cuando llegué. La
mochila, que cierto frasco volvía más pesada, me estaba matando.
Apenas había luz. Con dificultad, tomé aire y llamé al timbre.
—Vaya, sí que estás en baja forma —me dijo la calavera al oído.
—Cállate. Estoy en buena forma.
—Estás jadeando como un perezoso asmático. Te vendría bien perder algo
de peso. Como esa grasa de las caderas de la que Lockwood no para de
hablar.
—¿Qué? Él no…
Los clientes abrieron la puerta en ese momento.
Había una madre demacrada y canosa, un padre grande y silencioso con
los hombros caídos, y tres niños pequeños, todos menores de seis años.
Vivían juntos en un piso de cinco habitaciones y un pasillo estrecho. Hasta
hacía poco, había una sexta persona: el abuelo de los niños. Pero había
muerto.
La familia no me guio hacia el salón, que es donde suelen producirse las
conversaciones más embarazosas; aquello me sorprendió un poco. En lugar de
eso, me llevaron hasta la diminuta cocina al final del pasillo. Todos se
apiñaron allí. Yo estaba tan presionada contra el hornillo que apreté dos veces
el botón de encendido con el trasero mientras oía la historia.
La madre se disculpó por el incómodo entorno. Dijo que sí tenían salón,
pero que nadie iba después de que anocheciera. ¿Por qué? Porque el fantasma
del abuelo estaba allí. Los niños le habían visto cada noche desde su muerte,
todavía sentado en su sillón favorito. ¿Qué hacía? Nada. Solo se quedaba allí
sentado. ¿Y antes, cuando estaba vivo? Solía sentarse en el mismo sillón,
consumiéndose por la enfermedad de la que se había negado a tratarse. Al
final no era más que piel y huesos. Tan ligero y fino que pensarías que se lo
iba a llevar la corriente.
¿Sabían por qué había regresado? No. ¿Se les ocurría qué podría querer?
No. ¿Y cómo había sido mientras vivía? Esquivaron aquella pregunta. El
silencio me dijo mucho. El padre respondió que era un hombre difícil y nada
generoso con el dinero. La madre añadió que era tacaño y avaricioso. Que los
habría vendido al diablo si este le hubiera ofrecido unos billetes. Era triste
decirlo, pero cierto: estaban felices de que se hubiera ido.

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La verdad es que no se había ido, claro. O, si lo había hecho, ahora había
regresado.
Me prepararon un té y me lo bebí bajo la única luz de la cocina mientras
los niños, con los ojos tan abiertos y verdes como los de los gatos, me
observaban. Al fin, dejé la taza en el fregadero y hubo una especie de suspiro
colectivo. Había llegado el momento. Entonces me guiaron hacia el salón.
Recorrí la alfombra raída y cerré la puerta a mi espalda.
Era una habitación rectangular, no grande y con una chimenea eléctrica en
la pared central. Una rejilla metálica protegía el fogón para alejar a los niños.
No encendí la luz. Una amplia ventana miraba hacia la parcela de hierba
desperdiciada detrás de la finca. Había luces en los otros edificios y una vieja
farola de neón en el camino de abajo, de los tiempos en los que la gente
corriente salía por la noche. Aquel brillo ensombrecía lo que me rodeaba.
Los muebles eran de ese tipo que estaba de moda hacía varias décadas:
unos sillones duros, con respaldos altos, reposabrazos que sobresalen y patas
de madera delgadas, un sofá rígido, mesitas y un armario de cristal liso en una
esquina. Habían colocado una alfombra tupida delante de la chimenea. Casi
nada pegaba. Vi juguetes de los niños apilados en otra esquina y noté que
habían intentado ordenarlo para mí.
Hacía frío en el salón, pero no el frío típico de los fantasmas. Eso todavía
no. Comprobé el termómetro del cinturón. Doce grados. Escuché, pero solo
detecté un ruido estático distante. Llevé la bolsa hasta el sofá bajo la ventana
y la dejé con cuidado en el suelo.
Cuando saqué el frasco, este brillaba con una luz verde muy pálida. El
rostro se giró despacio y los ojos centellearon dentro del plasma.
—Menuda choza diminuta —susurró la voz—. Aquí no caben muchos
fantasmas.
Mis dedos se cernieron sobre la palanca de la tapa del frasco que cortaría
la comunicación.
—Si no tienes nada útil que decir…
—Pero si no lo estoy criticando. Está mucho más limpio que vuestra casa,
eso está claro.
—Dicen que es aquí donde ocurre.
—Y tienen razón. Alguien murió aquí. La muerte ha impregnado el aire.
—Avísame si notas algo más.
Coloqué el frasco en una mesita.
Luego me dirigí al sillón alto de enfrente.

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Ya sabía que era allí. Se adivinaba por su posición dominante y porque
estaba en el rincón más cercano al televisor y a la chimenea. Los demás
asientos estaban colocados de forma menos práctica. También había un
bastón apoyado sobre la pared trasera y oculto entre las sombras. La mesita
estaba marcada con los círculos de las tazas. El sillón estaba decorado con un
horrible estampado de flores. El tejido se había vuelto blanco en los
reposabrazos y lo habían reparado con parches de cuero cerca de los
extremos. Había una marca sucia y pelada a mitad de la espalda. El uso
continuado había aplanado la espuma del cojín del sillón. Era casi como si
aún hubiera alguien allí sentado.
Sabía lo que debía hacer. Las buenas prácticas de las agencias lo
recalcaban. Debía sacar las cadenas o, de no tenerlas, utilizar una cantidad
razonable de virutas y rodear con cuidado el sillón. Debía poner cruces de
lavanda como una segunda barrera y quedarme a una distancia prudencial del
lugar en el que se manifestaría el espectro. Sin duda, George habría hecho
todo eso. Incluso Lockwood, que siempre era más despreocupado, habría
improvisado rapidísimo con las cadenas hasta formar un círculo.
Yo no hice nada de eso. Lo que hice fue aflojar la correa del estoque y
abrir la bolsa para que las herramientas estuvieran a mano. Luego me senté en
el sofá en aquella oscuridad rosa anaranjada, crucé los tobillos y esperé.
Quería poner a prueba mi don.
—Qué rebelde —dijo la calavera en mi mente—. ¿Sabe Lockwood que
estás haciendo esto?
No respondí. Después de unas cuantas burlas, el fantasma se calló. Unos
ruidos amortiguados llegaron desde detrás de la puerta: órdenes para que los
niños estuvieran en silencio, el tintineo de la vajilla y los sonidos de la
preparación de la cena. Un olor a pan tostado impregnaba el aire. La familia
estaba muy cerca. En teoría, los estaba poniendo en peligro al no colocar los
defensas. El Manual de Fittes lo dejaba muy claro. Las normas del DICP
prohibían expresamente cualquier contacto sin la adecuada protección. A sus
ojos, estaba cometiendo un crimen.
Fuera de la ventana, la noche se tiñó de negro. Los clientes cenaron y
llevaron a los niños a uno de los dormitorios. Tiraron de la cadena. En el
fregadero, alguien estaba limpiando los platos. Me senté en la oscuridad y en
silencio a esperar el espectáculo.
Y empezó.
Poco a poco y de forma imperceptible, una atmósfera maligna comenzó a
invadir la estancia. Oí el cambio en la calidad de mi respiración. Ahora daba

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bocanadas más rápidas y cortas. Los pelos de los brazos se me erizaron a
causa de la inquietud. La duda me inundó, al igual que la ansiedad y una
profunda sensación de desprecio hacia mí misma. Saqué un chicle y lo
masqué, siguiendo los procedimientos habituales para combatir el malestar y
el miedo atroz. La temperatura bajó y el termómetro marcó diez grados y
luego nueve. El estado de la luz cambió. El brillo del neón se volvió más
borroso, como si lo tapara la melaza.
—Algo se acerca —dijo la calavera.
Mastiqué y esperé. Contemplé el sillón vacío.
Justo a las 21:46 (comprobé el reloj), ya no estaba vacío. Un tenue esbozo
apareció en medio del sillón. Era muy débil, y arañado y emborronado en el
centro, como un dibujo a lápiz que no se ha podido borrar bien. Pero sí se veía
lo que era: la figura encogida de un señor mayor sentado. Encajaba
perfectamente en el hueco de la espuma desgastada del asiento. El contorno
de la cabeza descansaba justo sobre el trozo sucio y despeluchado del
respaldo. La aparición era transparente y seguía viendo todos los detalles del
espantoso estampado de flores de los cojines, aunque sus rasgos se acentuaron
poco a poco. Era un hombre muy pequeño, arrugado y calvo, salvo por unos
cuantos pelos largos y blancos que le caían por detrás de las orejas. Supuse
que una vez había estado gordo y había tenido la cara redonda. Ahora la carne
de sus mejillas caía y la piel vacía colgaba. Sus extremidades también se
habían consumido. La tela de las mangas y los pantalones estaba
terriblemente desinflada. Una mano huesuda yacía ahuecada entre los
dobleces y la flacidez del regazo del hombre anciano. La otra se enroscaba en
el extremo del reposabrazos como una araña.
Había sido una criatura malvada, eso estaba claro. Todo en él irradiaba
una maldad desagradable. Los ojos brillaban como canicas negras y estaban
fijos en mí. Tenía una sonrisa muy tenue en los labios delgados. Mi instinto
me dijo que me defendiera, que sacara el estoque, lanzara una bomba de sal o
un proyectil de hierro. Que hiciera algo para alejar a la presencia. Pero no se
movió y yo tampoco. Nos sentamos en nuestros respectivos asientos y nos
miramos, cada uno a un lado de la gruesa alfombra y del abismo que separa a
los vivos de los muertos.
Tenía las manos dobladas sobre el regazo. Me aclaré la garganta.
—Bueno —dije al cabo de un rato—, ¿qué es lo que quieres?
Ningún sonido, ninguna respuesta. La figura permaneció sentada con los
ojos brillando en la oscuridad.

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En la mesita, la calavera del frasco permanecía en silencio y envuelta. La
neblina verde y pálida tras el cristal era lo único que recordaba que estaba
presente, observando.
Sin la protección de las cadenas de hierro, el frío de la aparición me arañó.
La temperatura del cinturón había bajado a los siete grados y haría más frío
aún cerca del sillón. Pero lo importante no son los grados, sino el tipo de frío
y de dónde viene. El frío fantasmal es violento y seco. Notas cómo te absorbe
la vida y la energía de los huesos. Me resistí. No moví ni un músculo y miré
fijamente al hombre mayor.
—Si estás aquí por algo, podrías decírmelo —le pedí.
Solo el silencio y el brillo de los ojos, como la luz de las estrellas en la
oscuridad.
No era ninguna sorpresa. No era un fantasma de tipo tres y apenas un tipo
dos. No podía hablar ni comunicarse de una forma obvia.
Aun así…
—Nadie más va a escucharlo —dije—. Será mejor que aproveches la
oportunidad.
Abrí la mente, intenté eliminar cualquier sensación y ver si detectaba algo
nuevo. Hasta el eco de varias emociones conectadas, como las que había
captado del metamorfo en la Pensión Lavanda, sería suficiente para guiarme
por el camino correcto…
Oí un crujido irregular de la tela en el sillón, un sonido continuo, como el
de un trapo cardado y estirado por una uña. Escuché una respiración
superficial y a una persona murmurando entre dientes. Se me erizó la piel. No
podía apartar la mirada de la aparición sonriente del sofá. El sonido volvió.
Era amortiguado, pero estaba muy cerca.
—¿Eso es todo? —pregunté—. ¿Eso es lo que quieres contarme?
Un estruendo en la esquina. Asustada, me levanté de golpe y busqué el
estoque. El fantasma se había marchado. El sillón estaba vacío. El asiento
aplastado, el parche desgastado; todo exactamente igual que antes. Excepto el
bastón, que se había derrumbado y había caído sobre la chimenea.
Miré la hora y la comprobé de nuevo, alarmada. ¿Las 22:20? Aquello era
raro. Según el reloj, la aparición había estado allí durante más de media hora,
pero a mí me había parecido apenas un minuto…
—¿Lo has captado? —La voz de la calavera me despertó. El rostro del
frasco volvió a aparecer, con los orificios nasales hinchados con orgullo—.
Apuesto a que no. Pero yo sí. Lo sé y no voy a decírtelo.

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—¿A ti qué te pasa? —le solté—. Te portas como un niño pequeño. Sí,
claro que lo he captado.
Me levanté, fui hacia la puerta y encendí la luz, ignorando las protestas
estridentes del frasco. La atmósfera malvada había desaparecido de la
estancia. Bajo la luz del techo, el aspecto andrajoso y anticuado de los
muebles reveló todos los tonos naranjas y marrones apagados. Miré la pila de
juegos de los niños: palabras cruzadas, Monopoly y el Cazafantasmas de la
Agencia Rotwell. Ese último consistía en sacar los huesos de plástico y trozos
de ectoplasma sin activar el timbre. Cajas estropeadas, juegos de segunda
mano. La casa de una familia corriente sin mucho dinero.
Era un hombre difícil. No era generoso con el dinero…
Caminé hacia el sillón.
—No tienes ni idea, ¿verdad? —dijo el fantasma—. Te propongo un trato:
tú me dejas salir del frasco y yo gratamente te lo cuento todo. Vamos, Lucy.
No puedes negar que no es justo.
—No intentes ponerme ojitos. No funciona si tienes las cuencas vacías.
Me incliné junto al sillón para inspeccionar el reposabrazos más cercano.
El parche del extremo era de algún tipo de cuero de imitación, más de plástico
que de otra cosa. Lo habían cosido bruscamente al tejido original, pero las
puntadas se habían deshecho en algunas partes y una esquina se estaba
enroscando como el borde de un sándwich duro. Empujé el borde para probar,
metí los dedos debajo y lo levanté. Había una capa de relleno de espuma, que
salió con facilidad. Entonces vi los fajos de billetes apretados y comprimidos
en el espacio interior. Le sonreí a la calavera por encima del hombro.
—Lo siento. Parece que hoy no ganas el trato.
El rostro hizo una mueca y luego desapareció en una explosión de plasma
irritado.
—Eso ha sido pura suerte —dijo la voz, que aún seguía ahí.

Aproveché las vacaciones para volver al norte, al pueblo donde nací. Vi a mi


madre, vi a mis hermanas y me quedé con ellas unos días. No fue el regreso a
casa más fácil de la historia.
Ninguna había viajado a más de cincuenta kilómetros de distancia en toda
su vida, por no hablar de irse a vivir a Londres. Miraron con recelo mi ropa y
el estoque brillante, y fruncieron el ceño al oír los leves cambios de mi
acento. El aroma y el aura de la ciudad me rodeaban. Hablaba sobre lugares y
gente que no significaban nada para ellas con una confianza que desconocían.

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Yo, por mi parte, las encontré lentas y cerradas de mente a causa del miedo.
Incluso cuando hacía buen tiempo, solo salían a regañadientes, y por las
noches las veía acobardarse junto al fuego. Me volví impaciente y me
enfadaba todavía más cuando apenas razonaban conmigo. Había algo en su
resignación aborregada que me daba ganas de gritar. ¿Qué tipo de vida era
esa? ¿Sentándose en la oscuridad sin decir nada, aterradas por la muerte? Era
mejor salir y enfrentarse a ella de frente.
Me fui un día antes de lo planeado. Estaba deseando regresar a Londres.
Cogí un tren muy temprano. Me senté junto a la ventana y observé el tapiz
que pasaba a gran velocidad: los campos y los bosques, los chapiteles de
pueblos escondidos, las salidas de las chimeneas y las farolas protectoras de
los puertos y las ciudades mineras. Allá donde miraras, el Problema se cernía
de forma invisible sobre Inglaterra. Nuevos cementerios en intersecciones y
en lugares salvajes y abandonados, crematorios en las afueras de las ciudades
y campanas de toque de queda en plazas con mercados. Mi cara borrosa
aparecía y desaparecía por encima de la imagen. Atisbé a la niña que había
sido cuando llegué por primera vez a Londres y a la agente en la que ahora
me había convertido, una chica que hablaba con los fantasmas. No solo podía
hablar, sino también entender sus deseos.
El encuentro con el fantasma del hombre tacaño lo había cambiado todo.
Después de aquello, había tenido una sensación extraña mientras caminaba
por Whitechapel con todas las herramientas aún en la espalda, todos los
destellos de magnesio sin usar y los proyectiles tintineando en el cinturón. No
había necesitado nada. Me había ocupado del visitante sin recurrir a las armas
o incluso a las defensas. Sin sal, sin lavanda y sin esparcir una pizca de hierro.
¿Cuántas veces en la carrera de cualquier agente se había acabado con éxito
una investigación de forma tan limpia?
El hombre mayor del sillón había sido desagradable y su fantasma aún
irradiaba la oscuridad de su alma. Pero había regresado con un propósito
concreto, el deseo de compensar algo: revelar el dinero escondido a sus
herederos. Mi tranquilo interrogatorio le había permitido hacer justamente
eso. Si le hubiera hecho estallar como de costumbre, ese resultado no habría
sido posible. Lo había conseguido dando rienda suelta a mi don.
Este nuevo enfoque conllevaba peligros evidentes, pero también grandes
ventajas. Mientras miraba por la ventana, una nueva forma de trabajar empezó
a abrirse frente a mí.
La calavera del frasco seguía siendo la excepción, el fantasma de tipo tres
con el que mantenía conversaciones completas. Pero estaba empezando a

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creer que había otras maneras de unir la brecha entre los visitantes comunes y
los vivos.
Mi corazonada se apoyaba en dos cosas: que muchos fantasmas tenían un
objetivo al regresar y que, si intentabas descubrirlo con tranquilidad, te
dejarían vivir lo suficiente para hallarlo. La primera parte de esta afirmación
no era controvertida, ya que era algo aceptado desde hacía cincuenta años, en
la época de Marissa Fittes y Tom Rotwell, los pioneros en la detección de
fantasmas. Pero la segunda parte contradecía la opinión convencional. Todas
las agencias modernas tenían como primer principio aprisionar a los
fantasmas. Una vez hecho esto, se debía encontrar el origen y destruirlo, lo
que acabaría también con el espíritu. La creencia universal asumía que al
fantasma le molestaría este proceso e intentaría evitarlo. Como un fantasma
enfadado podría matarte con rapidez, los agentes no solían perder el tiempo.
En algunos casos, era más que necesario utilizar armas. ¿Podría haberse
razonado con aquel ser horrible de la buhardilla de la Pensión Lavanda? Casi
seguro que no. Pero otros —pensé en las tristes sombras que se amontonaban
en aquella pensión y en el espectro del velo en la ventana del dormitorio—
anhelaban una conexión.
Y yo podía ofrecérsela, aunque fuera imperfecta.
Lo que necesitaba era que Lockwood me dejara experimentar un poco
más. Se mostraría reticente (lo que era natural, dado lo que le había ocurrido a
su hermana), pero sentí que podía convencerle. Aquel pensamiento me
levantó el ánimo. El foco de tristeza que había estado alimentando desde la
visita a mi madre se encogió en mi interior y me olvidé de él. Les contaría mis
ideas a Lockwood y a George cuando llegara a casa.

Ya en Londres, le pedí al taxista que parase junto a la tienda de Arif, al final


de Portland Row, y compré un surtido de bollos glaseados. Eran más de las
once. Lockwood y George estarían casi listos para tomar un tentempié. Había
vuelto un día antes. Como no me esperaban, aquello haría que mi llegada
fuera una sorpresa mejor.
Pero había una sorpresa aguardándome a mí cuando entré en la casa. Hizo
que me detuviera a causa del asombro y que las llaves se quedaran congeladas
en mi mano. Habían pasado la aspiradora en el vestíbulo, recogido el perchero
de los abrigos y colocado los paraguas y los bastones según su tamaño en el
tiesto. Incluso habían limpiado y pulido el farol en forma de calavera de
cristal de la mesita para que brillara.

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No podía creerlo. Lo habían hecho de verdad. ¡Habían recogido todo!
Habían recogido para mí.
Dejé la bolsa con cuidado en el suelo y fui de puntillas hasta la cocina.
Por el ruido que hacían, supe que estaban en el sótano y que estaban de
muy buen humor. Podía oír sus carcajadas desde la cocina. Oírlos me hizo
sonreír. Perfecto. Los bollos serían un éxito.
No me apresuré. Preparé un poco de té, puse los bollos en nuestro
segundo mejor plato (no pude encontrar el mejor) y los ordené para que los
favoritos de Lockwood, los de glaseado de almendra que rara vez se permitía,
estuvieran arriba; luego coloqué todo con cuidado en la bandeja.
Abrí la puerta con un pie, le di un empujón con la cadera para ampliar el
hueco y bajé tranquilamente los peldaños de hierro.
La felicidad florecía en mi interior. De eso se trataba. Portland Row era
mi hogar. Mi verdadera familia estaba allí.
Crucé el arco que conducía al despacho y me detuve, todavía sonriendo.
Allí estaban Lockwood y George, echados hacia delante y concentrados, cada
uno a un lado de mi mesa. Se reían con entusiasmo.
Entre ellos había una chica curvilínea y de piel oscura sentada en mi silla.
Llevaba el pelo negro a la altura de los hombros y tenía una cara hermosa
y redondeada. Vestía un pichi azul oscuro con una bonita camiseta blanca
debajo. Parecía muy nueva, fresca y brillante, como si alguien la hubiera
sacado de una caja de plástico esa misma mañana. Se sentaba con la espalda
recta y de forma elegante, y no parecía perturbarle especialmente tener a
George y a Lockwood tan cerca. Al contrario, puesto que también sonreía y se
reía un poco. Aunque se centraba en oír la risa de los chicos.
En la mesa había tres tazas de té y también nuestro mejor plato, donde se
esparcían los restos de varios bollos de almendra.
Me quedé allí, sujetando la bandeja y mirándolos a los tres.
La chica me vio primero.
—Hola.
Lo dijo en un tono suave y curioso.
George levantó de golpe la cabeza y la sonrisa tonta de su rostro
desapareció para dar paso a un vacío evasivo. La sonrisa de Lockwood se
tensó. Dio un extraño salto pequeño, una especie de paso lateral hacia atrás.
Luego se dirigió apresuradamente hacia mí.
—Lucy, hola. Qué agradable sorpresa. ¡Has vuelto antes! ¿Qué tal el
viaje? Espero que hiciera buen tiempo.
Le miré.

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—Entonces… —siguió—. ¿Un buen viaje? Ah, ¿más bollos? Qué bien.
—Hay una chica —dije—. Una chica sentada en mi silla.
—No, no te preocupes. Es solo hasta que llegue el nuevo escritorio. —Se
río levemente—. Debería estar aquí mañana o el miércoles como muy tarde.
No hay nada de lo que preocuparse… La verdad es que no esperábamos que
volvieras tan pronto.
—¿Un escritorio nuevo?
—Sí, para Holly. —Se aclaró la garganta y se alisó el pelo—. Pero ¿dónde
están mis modales? ¡Ha llegado el momento de presentaros! Holly, esta es
Lucy Carlyle, es la agente perfecta de la que tanto has oído hablar. Y Lucy,
déjame que te presente a Holly Munro —continuó Lockwood con la más
grande de sus sonrisas—. Nuestra nueva secretaria.

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III
Las pisadas
ensangrentadas

Página 80
8

Q ue Lockwood no tuviera ningún tipo de remordimiento cuando le


acorralé en el despacho no ayudó. La señorita Munro se había ido a
coger el autobús de vuelta a su casa. George, con más ganas que nunca
de estirar las piernas, la había acompañado por si se perdía de camino a la
parada, que solo estaba seis puertas más abajo.
—¿Qué diantres ha pasado? —pregunté—. ¡Solo he estado fuera tres días!
Lockwood estaba ordenando los papeles de su mesa. Me percaté de que
ahora estaban cuidadosamente unidos con clips y clasificados con etiquetas de
colores llamativos. No alzó la vista para mirarme.
—Pensé que estarías contenta. Fuiste tú quien sugirió que contratáramos a
alguien de apoyo en lugar de a un agente en toda regla.
Le miré sorprendida.
—¿Entonces ha sido idea mía contratar a esta chica? ¡Venga ya!
—Te dije que necesitábamos ayuda. Te dije que encontraríamos a alguien.
—Claro, y esperaste hasta que me fuera de la ciudad para hacerlo.
—¡De eso nada! Solo ha sido una coincidencia. Por supuesto que no
planeé buscar a alguien mientras no estabas. Pensé que podríamos hacer
algunas entrevistas y solo he tenido tiempo para pensar en esto porque hemos
tenido unos días bastante tranquilos. —Levantó la mirada rápidamente e
intentó regalarme una sonrisa interesante—. Obviamente, eso es por ti, Luce.

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No podíamos investigar nuevos casos si no estabas. Tus aportes son
demasiado cruciales.
—Ahórratelo. ¿Y salió de la nada?
—Bueno, es una historia graciosa. Ni siquiera tuve que poner un anuncio.
Me encontré con un par de agentes de Rotwell y ellos me hablaron de Holly.
La despidieron de la agencia la semana pasada. La llamé y parecía encajar a la
perfección, así que…
—Ah, que ya la llamas «Holly» —le interrumpí—. Me parece recordar
que, después de que me contrataras, yo fui la «señorita Carlyle» durante
meses.
Hasta ese momento, Lockwood había estado dirigiéndose prácticamente a
su propio cuello. Ahora por fin me miró a los ojos.
—Eso es gracias a ti. Este último año me he vuelto un poco menos formal.
Solo estoy intentando ayudarla para que se sienta cómoda.
Asentí.
—Ya lo he visto. Si George y tú os hubierais sentado más cerca os
habríais agujereado la nariz con sus pendientes. —Entonces se me ocurrió
algo—. ¿Le hiciste la prueba de la calavera?
—¿Qué?
—¿Le enseñaste la calavera? Ya sabes, como hiciste en mi primera
entrevista. ¿Y todos los otros objetos que me pediste que analizara? Me lo
pusiste difícil.
Lockwood respiró con cautela. Tamborileó con los dedos alargados y
nerviosos sobre el tablón de la mesa.
—En realidad no. Pero, claro, no va a ser una agente de primera línea,
¿no? Es una asistente administrativa. Su trabajo es simplemente hacerse cargo
de la casa. Pues claro que le hice algunas preguntas, pero me enseñó su
currículum y con eso bastó.
—¿En serio? Pues debía de ser muy bueno.
—Era muy presentable.
—¿Y qué es lo que sabe hacer?
—Estuvo años trabajando en Rotwell, en los altos cargos. Su supervisor
era uno de los vicedirectores de Steve Rotwell, así que está claro que está bien
cualificada para ser una asistente personal. También tiene algo de don
psíquico. No tanto como nosotros, obviamente, pero, si no hubiera otro
remedio y solo en casos de emergencia, quizá podría ayudarnos en el campo.
Parece que conoce a mucha gente importante, lo que podría sernos útil algún
día. —Se aclaró la garganta y se recostó en la maltratada silla de cuero. No se

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elevó la habitual nube de polvo—. En definitiva, creo que tenemos mucha
suerte de tenerla, Luce.
—Te ha limpiado la silla —observé.
—Haces que parezca algo malo. Sí, uno de los principales roles de Holly
será mantener la casa limpia y bien organizada. De hecho, lo primero que hizo
el lunes fue remangarse, ponerse un delantal y hacer sus tareas de limpieza.
George y yo no podíamos creérnoslo. —Nuestras miradas se encontraron y él
levantó las manos—. ¿No es genial? Una cosa menos en la lista. ¡Y hasta nos
ha comprado una nueva aspiradora buena! Siempre estabas quejándote de
tener que arrastrar la antigua hasta la buhardilla.
—¿Qué? ¿También ha estado en mi cuarto?
De pronto, Lockwood volvió a interesarse por su escritorio. Se apresuró a
coger el papel de arriba de la pila.
—Bueno, me temo que tengo que leer esto. Acaban de llegar unas nuevas
normas del DICP. Cosas importantes. Necesitan una respuesta rápida y Holly
quiere que lo eche al buzón antes de las cinco… —Levantó la cabeza y me
miró, con los ojos serios y callados—. Sé que todo es un poco repentino,
Lucy, pero tienes que darle una oportunidad. Ella está aquí para ayudarnos.
Tú eres la agente y ella la ayudante. Hará lo que le pidamos y nos facilitará la
vida. Todo saldrá bien.
Respiré hondo.
—Supongo que tendrá que ser así. Al fin y al cabo, sí que necesitábamos
algo de ayuda. Estaría bien que todo fuera más sencillo. Pero…
—Gracias, Lucy. —Lockwood sonrió de verdad esta vez. La súbita
amabilidad de aquel resplandor hizo que mis dudas parecieran mezquinas e
innecesariamente hostiles—. Confía en mí —dijo—. Irá bien. Pronto Holly y
tú seréis uña y carne.

Nuestra nueva secretaria no necesitó mucho tiempo para causar sensación.


Según Lockwood, que parecía saber todos sus logros, tenía dieciocho años,
pero parecía mucho más mayor, dadas sus grandes aptitudes y su eficiencia.
Llegaba a Portland Row todos los días a las 9:30 exactas y entraba con su
propia llave. Cuando bajábamos arrastrándonos a desayunar una hora más
tarde o así, ya había limpiado los restos que quedaran de los tentempiés
posencargo de la noche anterior. Nuestros cinturones de trabajo colgaban de
las hebillas detrás de las escaleras de hierro, nuestras cadenas estaban
engrasadas y nuestras bolsas volvían a estar llenas con las cantidades

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apropiadas de sal y virutas de hierro. La cocina estaba impecable, la mesa
puesta y había tostadas calientes y brillantes en la repisa. Holly Munro nunca
se presentaba allí cuando estábamos nosotros. Antes de que llegáramos, se
retiraba diplomáticamente al despacho del sótano. Así nos daba tiempo para
despertarnos y calmarnos, lo que también era una inteligente estrategia para
evitar la verdadera posibilidad de ver a George sin pantalones.
El primer día preparó el terreno. Habíamos tenido varios casos difíciles la
noche anterior y estábamos algo sensibles. Tosiendo y rascándonos,
emprendimos el penoso viaje hasta el despacho, donde encontramos a la
señorita Munro quitándole el polvo a la armadura que había junto a la mesa
de Lockwood. Estaba animada y elegante. Un conejito sentado en una cama
de cebolleta no podría haber estado más alegre. Caminó hacia delante.
—Buenos días —saludó—. He preparado té para todos.
Había tres tazas en la bandeja y el té en cada una de ellas era distinto. Uno
era marrón claro, justo como a mí me gusta. Uno era fuerte y del color de la
teca, que es la intensidad preferida de Lockwood. El último (el de George)
tenía la fuerza y la consistencia de la tierra húmeda que se encuentra en las
tumbas desenterradas. En otras palabras: eran perfectos. Los cogimos.
Holly Munro sostenía un trozo de papel en el que había escrito con
cuidado una corta lista.
—Está siendo una mañana ajetreada. Habéis tenido cinco nuevas
peticiones hasta ahora.
¡Cinco!
George gruñó y yo suspiré. Lockwood se alborotó el pelo descuidado.
—Adelante —le dijo—. Cuéntanos cuál es el peor.
Nuestra asistente sonrió y se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja,
cuya forma recordaba a la de una concha.
—En realidad no es muy terrible. Hay un visitante que parece interesante
en Bethnal Green, algo que parece estar medio enterrado en la acera, pero que
cojea a gran velocidad por Román Road, la antigua calzada romana,
arrastrando una capa de sombra.
—Se mueve siguiendo el nivel al que estaba la calle en el pasado —
resopló George—. Otro legionario. Cada vez recibimos más de esos.
La señorita Munro asintió.
—También hay un extraño martilleo en el sótano de una carnicería, cuatro
esferas de luz amarilla que revolotean fuera de una casa en Digswell y dos
mujeres cubiertas de telarañas en el parque Victoria que se disuelven cuando
los testigos se acercan.

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—Llamadores de piedra —apunté—. Damas frías. Y las luces
probablemente sean volutas.
Se produjo un silencio melancólico.
—Ahí se va todo el fin de semana —dijo George.
Lockwood bebía el té con desánimo.
—El legionario no está mal, pero el resto son bastante aburridos. Más
molestos que peligrosos. De tipo uno, si es que se les puede llamar así, pero
nos llevará tiempo y esfuerzo controlarlos.
—Cierto —contestó la señorita Munro en tono alegre—. Por eso los he
rechazado todos. Excepto el caso del legionario de Bethnal Green, que he
anotado para el martes de esta semana.
La miramos.
—¿Rechazado? —preguntó Lockwood.
—Pues claro. Aceptáis demasiado trabajo. Tenéis que guardar la energía
para los casos de verdad. Podrán alejar al llamador de piedra colgando romero
en el sótano, mientras que las volutas y las damas frías están en el exterior y
pueden ignorarse sin que supongan ningún peligro. No os preocupéis por los
clientes. Les enviaré instrucciones mecanografiadas para que resuelvan sus
problemas. ¿Por qué no me contáis lo que ocurrió en los casos de anoche
mientras os bebéis el té?
Lo hicimos, y ella se sentó para tomar notas y registrarlo en nuestro
cuaderno. Luego redactó nuestras facturas y salió a enviarlas por correo, todo
eso mientras nosotros aún seguíamos aturdidos. Después contestó a más
llamadas, interrogó a los posibles clientes por teléfono, organizó entrevistas y
concertó un par de visitas nocturnas. Lo hizo todo bien y con eficiencia.
Tanta que, de hecho, en cuestión de días vimos que nuestra agenda era
mucho más manejable. Como había prometido, se había deshecho de todas las
pequeñas tareas (cosas de las que podría ocuparse cualquiera con sal,
amuletos y protectores). De pronto, Lockwood, George y yo pudimos tener
noches libres y volvimos a trabajar juntos en la mayoría de los casos.
Era impresionante, así que me esforcé por mostrarme agradecida con
Holly Munro, de verdad que sí. Había mucho que agradecerle. En muchos
sentidos, era difícil sacarle el mínimo defecto.
Sus modales y su aspecto eran ejemplares. Siempre se sentaba con la
espalda recta, los pequeños hombros hacia atrás, una expresión perspicaz en
el rostro y los ojos bien abiertos. Su pelo negro era impecable. Nunca llevaba
barro de las tumbas bajo las uñas pintadas de sus manos pequeñas y bonitas.
La ropa le sentaba bien. Su piel parecía tan suave y encantadora como una

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canica de color café. Tenía ese tipo de perfección que te hacía ser muy
consciente de todas las fascinantes manchas de tu propia cara. Si lo pensaba
bien, todo en ella producía ese efecto. Era suave, limpia y brillante, como un
espejo. Y como un espejo, reflejaba tus imperfecciones.
Yo era muy educada con ella, así como ella era muy educada conmigo. Se
le daba bien ser educada, al igual que era excelente manteniendo el suelo de la
oficina barrido y las máscaras del pasillo sin polvo. Seguro que también se
lavaba los dientes a conciencia todas las noches y se limpiaba detrás de las
orejas. Todos tenemos talentos, y aquellos eran los suyos.
Nuestra relación consistía en muchos pequeños encuentros corteses en los
que la eficacia de Holly chocaba con mi modo de hacer las cosas. Este sería
un intercambio bastante típico:

H. MUNRO (con voz dulce y pestañeando): Hola, Lucy. Perdona que te


moleste, sé que estás trabajando mucho.
YO (levantando la vista de mi ejemplar de Las apariciones ocultas. La
noche anterior había estado despierta hasta las cuatro): Hola, Holly.
H. MUNRO: Solo tengo una pregunta. ¿Quieres que quite tu ropa del
tendedero del almacén? Estoy ordenándolo.
YO (sonriendo): No, no. No pasa nada. Ya lo haré yo cuando pueda.
H. MUNRO (con una sonrisa): Vale. La cosa es que he pedido unas
cuantas estanterías nuevas para esa pared. Llegarán hoy y no quiero que los
repartidores estropeen tu ropa. Podría doblártelo todo, si quieres. No me
supone ningún problema.
YO: No te preocupes. (Era mayor. Podía doblar mis propios pantalones).
Lo haré más tarde.
H. MUNRO: Genial. Vendrán en unos veinte minutos. Solo para que lo
sepas.
YO (con una risa cantarina): Ah, vale. Entonces lo haré ahora.
H. MUNRO: Muchísimas gracias.
YO: No, no. Gracias a ti.

Todo ese tiempo, Lockwood y George estarían cerca, sonriendo amablemente


como dos padres que fuman en pipa y observan a sus hijos jugando felices en
el jardín. Casi podía verlos felicitándose el uno al otro porque la nueva
empleada hubiera resultado ser tan buena.

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Y al final demostraría que así era. Solo necesitaba darle tiempo.
Un individuo que no compartía esta opinión común era la calavera del
frasco. Holly sabía de su existencia —a menudo tenía que quitar el polvo a su
alrededor—, pero no que era un tipo tres que podía comunicarse conmigo. A
la calavera tampoco le gustaba ella. Su llegada al despacho cada día era la
señal con la que el fantasma empezaba su ceremonia de poner los ojos en
blanco e inflar las mejillas tras el cristal de plata. Lo pillé varias veces
poniéndole caras espantosas a sus espaldas para luego guiñarme un ojo con
descaro cuando Holly se daba la vuelta.
—¿A ti qué te pasa? —gruñí. Ya había avanzado la mañana y estaba en
mi mesa, reponiendo fuerzas con un bol de cereales—. Se supone que eres un
secreto, ¿recuerdas? Conoces las reglas: manifestarse lo mínimo, no poner
caras groseras y nada de hablar.
El fantasma parecía ofendido.
—Yo no estaba hablando. ¿Acaso le llamas a esto hablar? ¿O a esto?
Puso una serie rápida de expresiones grotescas, cada una peor que la
anterior.
Me protegí los ojos con la mano con la que sostenía la cuchara.
—¿Puedes parar? La leche de los cereales se está cortando. Tienes que
dejarte de tonterías cuando está aquí o te encerraré en el almacén. —Apuñalé
el muesli con decisión—. Entérate, calavera. Holly Munro forma parte del
equipo y tienes que tratarla con respeto.
—Igual que tú, ¿no?
El rostro de ojos saltones me sonrió. Hoy, sus dos pares de colmillos
pasaban de las encías superiores a las inferiores como los dientes de una
cremallera.
Me llevé la cuchara a la boca.
—Yo no tengo ningún problema con Holly.
—¡Tenía que hablar la reina de la fibra! He soltado trolas en mi época,
pero esto sí que es fuerte. No la soportas.
Sentí cómo me ruborizaba. Me serené.
—Bueno, eso es exagerarlo un poco. Puede que sea demasiado mandona,
pero…
—De mandona nada. He visto cómo la observas cuando no está mirando.
Como si quisieras atravesarla con un alfiler para colgarla en la pared con el
poder de tus ojos.
—¡Yo no hago nada de eso! No dices más que chorradas, como siempre.
—Con delicadeza, volví a centrarme en el desayuno, pero el muesli había

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perdido el sabor—. ¿Y tú? —le solté—. ¿Qué problema tienes tú con ella?
El fantasma parecía asqueado.
—No tiene paciencia conmigo. Quiere que desaparezca.
—¿No es lo que queremos todos?
—Los fantasmas no son lo suficientemente ordenados para ella. ¿Has
visto cómo ha limpiado esa colección de reliquias del piso de abajo? ¿Todos
los trofeos malditos que habéis recopilado? La mitad están en la basura y la
otra mitad tienen cerrojos de hierro nuevos en los estuches… Le gusta tenerlo
todo controlado. Quién sabe, puede que eso también incluya al señor A.
Lockwood. Quizá ese sea otro motivo por el que no estás feliz, ¿no?
Me dedicó una sonrisa torcida y malvada.
—Menuda estupidez.
Y por supuesto que lo era. Por definición, todo lo que dijera la calavera
era falso. A menudo intentaba alterar el orden de la casa. No me pasaba nada
con Holly. De verdad que no. Qué más daba si estaba tan bien proporcionada.
Qué más daba lo brillante que fuera su pelo. Qué más daba si sus labios nunca
habían dado un mal bocado a un segundo dónut en su vida. ¿Acaso tenía algo
que ver conmigo? No me importaba lo más mínimo. No era perfecta de
ningún modo. Probablemente, si me paraba a pensarlo, podría haber
encontrado un defecto en la anchura de sus muslos, por ejemplo. Pero no tenía
que hacerlo. Nada de eso era importante. Yo era una agente. Tenía otras cosas
que hacer.
Salí de la habitación poco después. En realidad no tenía hambre.

Fui a la sala de estoques para practicar un par de movimientos con Esmeralda


y desahogarme. No llevaba mucho rato allí cuando nuestra nueva asistenta
asomó la cabeza por debajo del arco.
—Hola, Lucy.
—Hola, Holly.
Seguí girando alrededor del maniquí mientras hacía amagos con el
estoque y levantaba pequeñas nubes de polvo de tiza con las zapatillas. Tenía
la sudadera bastante mojada. Me estaba cronometrando e intentaba aguantar
diez minutos sin parar. Era un buen ejercicio, igual que cualquier otro.
—Vaya, sí que has calentado —comentó Holly Munro. Llevaba su
habitual camiseta blanca y pichi, y tenía tan pocas arrugas y tan poco sudor
como cuando había llegado al trabajo hacía horas—. He estado haciendo un

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par de llamadas y hablando con mis antiguos contactos de Rotwell. Me han
remitido a un cliente nuevo y emocionante. No es de Whitechapel.
Me eché hacia atrás y me aparté unos mechones de pelo húmedo de la
cara.
—¿Y bien?
—No quiero interrumpirte. Vendrá mañana por la mañana. Es muy
urgente.
—¿Ha dicho por qué?
—Al parecer, por «un asunto de vida o muerte». Hay algo terrible en su
casa. Llegará a las diez en punto.
—Vale.
Sujeté el maniquí que colgaba de la cadena y volví a dar vueltas en torno a
él, manteniendo el equilibrio y sosteniendo mi peso con los dedos de los pies.
—¿Estarás presente?
Hice una serie de pequeños movimientos con la hoja en ambos laterales
del gorro viejo y maltratado de Esmeralda.
—¿Y dónde iba a estar? Vivo aquí.
—Claro. Solo pensaba que quizá las diez sea algo temprano para ti.
—Para nada. Siempre estoy despierta, ¿no?
—Sí, lo sé. Pero no siempre estás vestida. Si llevas ese enorme pijama
gris y caído puede que la mujer se desconcierte.
Soltó una risita.
—No te preocupes, Holly —dije—. No será un problema. Para nada.
Empujé a Esmeralda y la atravesé justo en el centro del cuello. El maniquí
viró por el impacto y me arrancó el estoque de la mano. Permanecí allí, con
los brazos caídos junto a los costados y mirando cómo giraba.
—Cuánto me alegro de no ser un fantasma —comentó Holly Munro.
El tintineo de una risa y una brisa de perfume. Se había ido.

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N uestra clienta llegó exactamente a las diez en punto de la mañana


siguiente. Era una tal señora Fiona Wintergarden, una mujer alta,
esbelta y algo marchita que (en mi opinión) tendría unos cincuenta y
pocos años. Su pelo, corto y bien peinado, estaba adoptando un tono gris
pareado al de las nubes de lluvia. Llevaba un conjunto color crema, una larga
falda negra y un pequeño par de anteojos dorados en lo alto de la nariz
angular. Se posó sobre el borde del sofá con las rodillas bien juntas y las
manos dobladas encima del regazo. Mantenía la columna en una postura
erguida forzada y los hombros huesudos echados hacia atrás de forma poco
natural bajo el tejido de su rebeca, como si fueran los muñones de las alas de
un dragón. Si hubiera tenido pecho, sin duda lo habría echado hacia delante.
Tal y como estaba, el efecto era muy recatado.
Los empleados de la agencia Lockwood nos colocamos a su alrededor.
Lockwood se recostó en su silla habitual. George eligió el asiento de la
derecha de la mesita y yo escogí el que estaba enfrente. La última
incorporación, la señorita Holly Munro, se sentó algo apartada de los demás,
con las piernas cuidadosamente cruzadas y un cuaderno y un bolígrafo listos
sobre sus rodillas. Iba a tomar notas de la reunión. Hacía dieciocho meses,
cuando acababa de unirme a la agencia, yo había tenido una función similar.
Pero a mí nunca se me habría ocurrido sentarme detrás de Lockwood y a tan
poca distancia que podría inclinarme hacia delante y susurrarle al oído. Como

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tampoco se me habría ocurrido convertirme tácitamente en la segunda
persona más importante de la habitación por una cuestión de proximidad al
líder.
Había unas porciones generosas de tarta de zanahoria en la mesa, junto al
té de rigor. Pensé que aquello había sido un error de cálculo por parte de
George. La nueva etiqueta de la agencia dictaba que no podíamos comer tarta
a menos que lo hicieran los clientes, y la señora Wintergarden no parecía ser
el tipo de persona a la que le gustaba la tarta de zanahoria. De hecho, ignoró
el plato cuando se lo ofrecimos y solo le dio un sorbo a su taza de té antes de
apartarla.
El fuego de la chimenea saltaba y brillaba, proyectando sombras rojas
angulares a ambos lados de la cara de nuestra clienta.
—Qué bien que hayan podido atenderme con tan poca antelación, señor
Lockwood —dijo—. Estoy desesperada y no sé qué hacer.
Lockwood le dedicó una sonrisa relajada.
—Eligiéndonos a nosotros ya está a medio camino de dar con una
solución, señora. Gracias por escoger a la agenda Lockwood. Somos
conscientes de que hay muchas otras alternativas.
—Cierto. He intentado con varias, pero no aceptan nuevos clientes en este
momento —respondió la señora Wintergarden—. Por desgracia, parece haber
mucho alboroto en Chelsea y las grandes agencias están dándole prioridad. En
circunstancias diferentes, no me habría visto obligada a bajar un poco mis
expectativas. Sin embargo, sé que se les considera razonablemente
competentes y también baratos.
Le miró por encima de la montura de las lentes.
La sonrisa de Lockwood se había vuelto un poco tensa.
—Bueno, nos esforzamos por satisfacer todo lo que está en nuestra
mano… ¿Puedo preguntarle a qué tipo de problema se enfrenta?
—Me acecha un fenómeno sobrenatural.
—Por supuesto. ¿Y cómo es?
La mujer susurró, y un delgado pliegue de piel suelta bajo su mandíbula
tembló levemente mientras hablaba.
—Pisadas. Unas pisadas malditas.
George levantó la mirada.
—Vaya, siento que esté enfadada.
La señora Wintergarden parpadeó.
—No. Me refiero a que las pisadas están malditas. Malditas y cubiertas de
sangre.

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—Fascinante. —Lockwood se echó hacia delante en la silla—. ¿Están en
su casa?
—Me temo que sí.
—¿Ha visto usted las pisadas?
—¡Desde luego que no! —Sonó casi ofendida—. Los más jóvenes de mi
plantilla me informaron de ellas; el limpiabotas, el chico de la cocina y otros
cuantos. Ninguno de los adultos las ha presenciado, pero eso no ha evitado
que se extienda una ridícula ola de pánico en la casa. Menudos escándalos
hemos tenido, señor Lockwood. ¡Escándalos y renuncias! Estoy muy
ofendida. Al fin y al cabo, son criados. Criados y niños. No les pago para que
se den el gusto de gritar como histéricos.
Miró a su alrededor, como si nos desafiara a llevarle la contraria. Cuando
mis ojos se encontraron con los suyos, tuve la impresión de que era una
persona sin sentido del humor ni inteligencia cuyos modales estirados y
esnobismo mantenían a raya los horrores del mundo. Al menos eso fue lo que
detecté en un breve vistazo. Sin duda, ella pensaba que yo era genial.
Lockwood mostró su rostro amable y conciliador, que a menudo usaba
con las amas de casa de Whitechapel.
—Lo entiendo perfectamente —dijo—. Quizá sea mejor que nos lo cuente
todo desde el principio.
Levantó una mano, como si fuera a darle un toque tranquilizador en la
rodilla, pero luego se lo pensó mejor.
—Muy bien —contestó la señora Wintergarden—. Vivo en el número
cincuenta y cuatro de la plaza de Hannover, en el centro de Londres. Mi
padre, sir Rhodes Wintergarden, compró la propiedad hace sesenta años. Era
financiero. Espero que hayan oído hablar de él. Como su única hija, la heredé
tras su muerte y he permanecido allí desde entonces. En veintisiete años
nunca antes me habían molestado los fantasmas, señor Lockwood. ¡No tengo
tiempo para ellos! Participo en muchas obras benéficas y presento subastas a
las que acuden muchas personas importantes. ¡El director de Sunrise
Corporation es amigo mío! No puedo permitir que mi casa se gane una
dudosa reputación, lo que me ha llevado a tomar la decisión de venir hoy
hasta aquí.
Ninguno dijo nada, pero había un interés palpable que crecía en la
estancia. La plaza de Hannover era un lugar caro. Si la señora Wintergarden
de verdad era rica y tenía contactos, tener éxito en este caso le daría a la
agencia Lockwood el empujón que necesitaba. Lockwood parecía
especialmente alerta.

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—¿Podría describir su casa? —le pidió.
—Es una casa adosada de la Regencia, situada en la esquina de la plaza —
contestó la clienta—. Tiene cinco pisos: el sótano en el que están las bodegas
y las cocinas, la planta baja con las habitaciones para recibir a los invitados,
un piso superior con mis aposentos personales, una biblioteca, sala de música
y más; los dormitorios del segundo piso y, por último, el desván. Allí están
los catres de muchos de mis empleados. ¡De los que se han molestado en
quedarse! Las plantas están conectadas por una escalera curva; una estructura
notable de caoba y olmo, diseñada por los arquitectos Hobbes y Crutwell para
los primeros propietarios de la casa.
Me alboroté el pelo. La sonrisa de Lockwood había desaparecido y
George observaba la tarta con anhelo. Reconocimos las señales. La señora
Wintergarden, como muchos de nuestros clientes, disfrutaba oyendo su propia
voz. Estaríamos allí un rato.
—Sí, la escalera es indudablemente la más sofisticada de la plaza —
continuó—, con los peldaños más elegantes y oscuros. Cuando era niña, mi
padre ató el ratón que tenía como mascota a un pañuelo y lo lanzó desde
arriba. Cayó en…
—Disculpe, señora Wintergarden. —Holly Munro había levantado la vista
de su cuaderno de notas—. Tenemos que pedirle que se dé un poco de prisa.
El señor Lockwood está muy ocupado y disponemos de una hora para esta
reunión. Solo debemos discutir asuntos históricos relevantes. Centrémonos en
lo imprescindible, por favor.
Esbozó una sonrisa brusca, una que se apagaba y encendía como si un
niño jugueteara con un interruptor, y bajó la cabeza hacia el papel.
Hubo una pausa, durante la cual Lockwood se movió en su asiento para
mirar a su ayudante. Todos la mirábamos. George incluso tenía la boca
abierta, y me tranquilizó que no hubiera comido tarta todavía.
—Eh, sí —contestó Lockwood—. Supongo que necesitamos avanzar un
poco. Las pisadas, señora Wintergarden. Háblenos de ellas.
La mujer había estado observando a Holly Munro con rostro pensativo.
Apretó los labios.
—Estaba a punto de hacerlo y mencionar la escalera era totalmente
relevante, puesto que allí es donde se encontraron las pisadas.
—¡Ah! Descríbalas.
—Son las marcas de unos pies descalzos que suben los peldaños. Están
salpicadas de sangre. Aparecen poco después de la medianoche, permanecen
allí varias horas y se desvanecen antes de que amanezca.

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—¿En qué parte de la escalera se encuentran?
—Empiezan en el sótano y llegan hasta la segunda planta. —La mujer
frunció el ceño—. Puede que más arriba.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Al parecer, las huellas se vuelven menos nítidas conforme suben. Cerca
del sótano, puede verse perfectamente el contorno completo del pie, pero
luego las manchas se van haciendo cada vez más pequeñas. Solo están los
dedos y el antepié, ¿saben?
—Interesante —contesté—. ¿Alguien que va de puntillas?
—O que corre —sugirió George.
La señora Wintergarden se encogió de hombros y sus omóplatos se
marcaron bajo la rebeca.
—Solo les informo de lo que dijeron los niños, y sus versiones son
incoherentes. Sería mejor que lo comprobaran ustedes mismos.
—Lo haremos —respondió Lockwood—. ¿Hay otras pisadas en el
edificio?
—No.
—¿De qué material está hecha la superficie de las escaleras?
—Son tablones de madera.
—¿No hay alfombras?
—Ninguna.
Juntó los dedos.
—¿Conoce una posible causa de la aparición? ¿Alguna tragedia criminal o
pasional que ocurriera en la casa?
La mujer se enfureció. Lo único que podría haberla escandalizado más
hubiera sido que Lockwood hubiera corrido, saltado por encima de la mesita y
le hubiera dado un puñetazo en la nariz.
—¡Por supuesto que no! Hasta donde sé, mi casa nunca ha sido el
escenario de ningún incidente violento o pasional.
Sacó su escaso pecho de forma desafiante.
—Me lo creo… —Lockwood se quedó callado un momento mientras
contemplaba el fuego menguante—. Señora Wintergarden, cuando llamó ayer
dijo que se trataba de un asunto de vida o muerte. Las pisadas que ha descrito
son indudablemente inquietantes, pero no creo que eso sea todo. ¿Hay algo
que no nos esté contando?
El tono de piel de la mujer cambió. Su arrogancia se redujo; parecía
cansada y recelosa.

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—Sí, ha habido un… accidente. Debe entender que no ha sido culpa mía.
Las pisadas nunca han supuesto un problema, por mucho que digan los
criados. —Sacudió la cabeza—. Actué correctamente. No fue mi culpa.
—Espere. ¿Entonces las pisadas llevan un tiempo apareciendo? —
pregunté.
—Ah, sí, años. —Me miró. Su voz tenía un timbre defensivo—. No
piense que he sido irresponsable, jovencita. Las pisadas, al igual que las
anomalías que las acompañan, siempre han sido tenues e inconsistentes. Y
rara vez aparecían. Nadie había resultado herido. A excepción del griterío de
varios criados, nadie se percataba de que estaban ahí. Sin embargo, han sido
vistas con más frecuencia en las últimas semanas. Al final, se convirtió en
algo que se repetía cada noche —dijo, apartando la mirada—. Por eso
contraté a tres críos de la patrulla nocturna, para que las vigilaran.
Nos miramos. Los niños de la patrulla nocturna tienen dones psíquicos,
pero no son tan perspicaces o sensibles como los agentes. Y también están la
mitad de armados.
—¿No se le ocurrió mencionárselo al DICP? —preguntó Holly Munro.
—¡Las anomalías apenas me perturbaban! —gritó la señora Wintergarden
—. No vi la necesidad de contratar a agentes en ese momento. —Se separó la
tela de la chaqueta de lana, como si se le hubiera pegado al hombro—. ¡Hay
cientos de apariciones por toda la ciudad! No se puede molestar a las
autoridades por cada voluta o trémulo, y tengo una reputación que mantener.
Para nada quería que las botas sucias del DICP se pasearan por mi casa.
Lockwood la miró.
—¿Y qué ocurrió?
Irritada, se golpeó el regazo con su puño blanco y pequeño. La inquietud
seguía ahí, pero volvió a controlarla.
—Bueno, plantéese por qué contraté a los niños de la patrulla nocturna.
Su trabajo consistía en asegurarse de que todo estuviera bajo control. Les
encomendé la sencilla tarea de vigilar la escalera y descubrir la naturaleza de
la aparición. Yo estaba durmiendo en la casa. Muchos criados se habían
marchado, pero algunos se encontraban en el piso de arriba. Era importante
que estuviéramos seguros…
Se le quebró la voz.
—Ya —añadió Lockwood con indiferencia—. Su seguridad era sin duda
primordial. Continúe.
—Después de la primera noche… Eso fue hace tres noches, señor
Lockwood. Los críos me informaron mientras desayunaba. Habían esperado

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en el sótano y contemplado la escalera. En algún momento después de las
doce, vieron cómo aparecían las pisadas, del mismo modo que le he descrito.
Las pisadas se formaron, una detrás de la otra, y avanzaron por la escalera,
como si alguien subiera lentamente. Conforme avanzaban, las huellas se
volvían más rápidas. Los niños las siguieron, pero solo hasta cierto punto. Por
mucho que me irrite, cuando llegaron a la planta principal se detuvieron y no
continuaron. ¡Figúrese! ¿De qué sirvió eso?
—¿Le dijeron por qué se quedaron atrás? —preguntó Lockwood.
—Afirmaron que la aparición se movía demasiado rápido. También que
estaban asustados. —La mujer nos observó—. ¡Asustados! ¡Pero si era su
trabajo!
—¿Le importaría decirnos cuántos años tenían esos niños? —pregunté.
La señora Wintergarden torció la boca.
—Me parece que nueve o diez. No tengo experiencia con esta especie.
Bueno, no oculté mi deseo de que prestaran más atención la noche siguiente
y, para ser justa, así lo hicieron. Vinieron a verme por la mañana, pálidos y
temblando. Dijeron que habían subido la mitad del tramo entre el primer y el
segundo piso, donde no pudieron continuar. Según su versión, una sensación
de miedo terrible se apoderó de ellos y se hacía más fuerte a medida que
ascendían. Sentían como si algo los estuviera esperando en la curva de la
escalera. No olviden que eran tres niños, y todos llevaban esos bastones de
hierro que agitan de un lado a otro. A mí me pareció una excusa muy pobre.
»Les pedí que volvieran a vigilar la tercera noche. Una chica se negó en
rotundo, así que le pagué y la mandé a freír espárragos. Los otros dos
pensaron que podrían intentarlo. Deben entender que las pisadas nunca nos
habían causado ningún problema real. Ni por un segundo pensé que… —Se
detuvo y se inclinó sobre la mesa. Su mano cadavérica planeó sobre la tarta de
zanahoria y luego viró para coger la taza de té—. No fue culpa mía.
Lockwood la miraba con atención.
—¿El qué no fue culpa suya, señora Wintergarden?
Ella cerró los ojos.
—Duermo en un dormitorio del segundo piso. Ayer por la mañana me
desperté temprano, antes de que apareciera cualquier criado. Salí de mi
habitación y vi un bastón tirado en el rellano. Estaba encajado entre las
barandillas y el extremo sobresalía por el hueco de la escalera. Grité, pero no
oí nada. Entonces me acerqué al pasamanos y vi… —Tomó un sorbo
tembloroso de té—. Vi…
George habló para sí mismo, sin dirigirse a nadie.

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—Presiento que voy a necesitar algo de tarta.
—Vi a la niña de la patrulla nocturna por encima de mí, acurrucada en la
escalera entre la segunda planta y el desván. Estaba de espaldas a la pared y
con las rodillas encogidas, como si se estuviera meciendo. Cuando le hablé,
no contestó. No veía al otro. Era un niño, pero no sabía su nombre. Me
percaté de que el bastón de la chica estaba en la escalera, junto a ella, así que
miré rápidamente hacia abajo. —Dio un suspiro corto y seco, como si
reviviera el momento de impresión—. Ya les he hablado de la escalera y de
cómo se extiende desde el desván hasta el sótano. Y allí estaba, tumbado en el
suelo sombrío del sótano. Se había caído y estaba muerto.
Un largo silencio inundó la habitación. La fachada de superioridad que la
señora Wintergarden había intentado mantener durante toda la entrevista
colgaba de ella en ángulo, torcida, ondeante y desagradable, como una
elegante puerta arrancada de sus goznes en un vendaval.
Pero se aferró a ella.
—Era su trabajo —dijo—. Les pagué por asumir el riesgo.
Lockwood se había quedado muy quieto. Los ojos le echaban chispas.
—Espero que les pagara bien. ¿Quedó petrificado por el fantasma?
—No.
—¿Por qué se cayó?
—No lo sé.
—¿De dónde cayó?
Un huesudo movimiento de hombros.
—Eso tampoco lo sé.
—Señora Wintergarden, seguro que la otra chica podría…
—No podía decir nada, señor Lockwood. Nada de nada.
—¿Y eso por qué?
—¡Porque había perdido la cabeza! —Las palabras salieron de ella casi en
un grito que hizo que todos nos sacudiéramos. La mujer se meció hacia
delante, con los brazos rígidos y las manos blancas estrechadas sobre el
regazo—. Ha perdido la cabeza. No dice nada. Apenas duerme. Tiene la
mirada perdida en el aire vacío, como si este pudiera atacarle. En este
momento se encuentra en una unidad de seguridad en un hospital psiquiátrico
al norte de Londres, atendida por los médicos del DICP. Dicen que se trata de
un estado catatónico postraumático. El pronóstico no es favorable.
—Señora Wintergarden. —Holly Munro habló con un tono nervioso—.
No debería haber contratado a esos niños. Eso estuvo muy mal por su parte.
Tendría que haber llamado a una agencia.

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Dos puntos rojos aparecieron en las mejillas de la mujer. Pensé que iba a
estallar de la rabia, pero se limitó a decir:
—Eso es lo que estoy haciendo ahora.
—Desde el principio.
—Jovencita, no quiero…
Decidido, George se puso en pie.
—Tenía razón, ¿sabéis? Después de esa historia, todos necesitamos algo
que nos reanime. Necesitamos energía y comida. Este es sin duda el momento
de la tarta de zanahoria. No, por favor, señora Wintergarden, insisto. —
Empujó la tarta con una cuchara y, como un crupier barajando las cartas, le
sirvió un pedazo en el plato—. Ahí tiene. Todos nos sentiremos mejor.
Repartió otras cuatro porciones en un abrir y cerrar de ojos. Lockwood y
yo cogimos las nuestras. Le ofrecí un plato a Holly.
Ella alzó una mano con la manicura perfecta.
—No, gracias, Lucy. Cómetela tú. Yo estoy bien.
Claro que sí. Me hundí con el plato en mi asiento.
La historia de los niños de la patrulla nocturna nos había ensombrecido a
todos Comimos, cada uno a nuestra manera. Nuestra clienta, con la cara
pálida, mordisqueó una esquina de su pedazo con los movimientos
meticulosos de un ratón de campo. Yo engullí el mío como un ave marina
antisocial. Lockwood se sentó en silencio y miró el fuego con el ceño
fruncido. Las historias de muertes a manos de los fantasmas siempre le
pesaban.
George, a diferencia de otras veces, se estaba tomando su tiempo en
empezar con la tarta. Algo en nuestra invitada le había llamado la atención.
Contempló un objeto plateado sujeto a su rebeca. Casi no se veía bajo la lana.
—Tiene usted un broche muy bonito, señora Wintergarden —dijo.
Ella lo miró.
—Gracias.
Sus palabras apenas eran audibles.
—Es el símbolo de un arpa, ¿no?
—Una lira, una antigua arpa griega, sí.
—¿Representa algo? Estoy seguro de haberlo visto antes.
—Es el símbolo de la Sociedad Orfeo, un club de Londres. Colaboro en
algunas de sus obras benéficas… —Se limpió las migas de tarta de los dedos
—. Bueno, señor Lockwood, ¿cómo le gustaría proceder?
—Con extrema precaución. —Lockwood se despertó. Su rostro era serio y
no sonreía—. Por supuesto que aceptaremos el caso, señora Wintergarden,

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pero es muy arriesgado y no quiero pasar nada por alto. Asumo que la casa
permanecerá vacía para nosotros esta noche. ¿Usted y sus criados se
marcharán a otro sitio?
—¡La mayoría han dimitido! Sí, tendrán vía libre.
—Muy bien. Ahora tengo una última pregunta. Antes mencionó ciertas
«anomalías que acompañaban» a las pisadas ensangrentadas. ¿Qué eran?
La señora Wintergarden hizo una mueca y las líneas del centro de su
frente se arrugaron. Adentrarse en detalles era un asunto desagradable para
ella.
—Apenas lo recuerdo. Las pisadas eran el foco de la aparición.
—Lo visual no es lo único importante —dije—. ¿Oyó algo la patrulla
nocturna? ¿Quizá notaron algo raro?
—Como les he dicho, hubo oleadas de pánico. Creo que también hacía
mucho frío. Puede que la chica mencionara un movimiento de aire, la
sensación de que algo pasaba a su lado.
No había nada que no pudiéramos haber predicho. Aquello no nos decía
mucho.
Lockwood asintió.
—Entiendo.
—Ah, y alguien habló de dos formas que corrían.
La miramos.
—¿Qué? —bramé—. ¿Cuándo iba a mencionar eso?
—Se me había olvidado. Lo dijo uno de los críos de la patrulla nocturna.
Creo que el chico. Era un mensaje confuso. No tenía claro si tomarle en serio.
—En mi experiencia, señora Wintergarden —contestó Lockwood—, uno
siempre debe tomar muy en serio lo que digan los niños muertos de la patrulla
nocturna. ¿Qué vio el chico?
Ella frunció los labios.
—Dos figuras vagas: una grande y una pequeña. Según él, subían
corriendo la escalera, una detrás de la otra. Seguían el rastro de las pisadas. La
figura grande tenía la mano estirada, como si fuera a agarrar a la pequeña. La
forma pequeña…
—Corría —terminé—. Corría para salvarse.
—No creo que le funcionara, fuera quien fuera —opinó George—.
Llamadme intuitivo, pero me arriesgaría a adivinar que no salieron de allí con
vida —dijo mientras se subía las gafas.

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–E s una mujer realmente horrible —comentó Lockwood—. Cruel,


ignorante e histérica, todo eso a la vez. Pero nos ha dado un caso
bueno y peligroso, Luce, así que no debemos echarlo a perder.
Esbocé una sonrisa de alegría.
—De los que me gustan.
Nos encontrábamos en la plaza de Hannover, bajo los olmos de los
jardines que daban a la casa de la señora Wintergarden. El número cincuenta
y cuatro era un resquicio oscuro y delgado, colocado como un diente podrido
e idéntico entre las otras casas adosadas de aquel lado sombrío de la plaza.
Debían de haber sido muy elegantes con sus fachadas pintadas y sus pórticos
con columnas que enmarcaban las impecables puertas negras. Pero las
tormentas recientes habían dejado manchas oscuras en las paredes de estuco y
las aceras, y los pórticos estaban cubiertos de restos de ramas rotas.
No había luces encendidas. Todo ello daba una sensación de monocromía
y deterioro.
No llovía desde por la mañana, pero unos charcos de agua estancada
salpicaban la hierba, tan grises como unas monedas caídas reflejando el cielo
plomizo. Soplaba un viento fuerte y las ramas desnudas de los árboles hacían
lo que hacen todas las ramas desnudas en invierno mientras la luz del día
desaparecía poco a poco. Rechinaban y crujían como unas enormes manos de
papel frotándose. El mundo estaba cargado de inquietud.

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La casa nos esperaba al otro lado de la calle.
—Me recuerda a la de la plaza de Berkeley —dije—. Aquella también fue
peligrosa. Puede que más. A mí se me rompió el estoque y George por poco te
corta la cabeza, pero conseguimos salir ilesos.
Yo había salido particularmente airosa, y era uno de mis casos favoritos.
Quizá este fuera incluso mejor. Me sentía optimista e incluso alegre. George
estaba de camino, pero había estado trabajando en la biblioteca y aún no había
llegado. Holly Munro se había quedado en Portland Row, ordenando y
colocando clips. Por ahora solo estábamos Lockwood y yo.
Él se subió el cuello para protegerse del viento.
—Lo de la plaza de Berkeley fue en verano. Era una noche corta. Esta
será larga. Solo son las tres y ya tengo hambre. —Le dio un empujón a su
bolsa con la punta de la bota—. Una cosa, los sándwiches de Holly tienen
buena pinta, ¿no?
—Bueno… —respondí—. Estarán deliciosos.
—Fue un bonito gesto que los preparara.
—Ya… —dije mientras estiraba la sonrisa—. Un gesto muy bonito.
Sí, nuestra encantadora ayudante nos había hecho sándwiches. También
nos había preparado el equipo y, aunque yo había vuelto a revisarlo todo a
conciencia (solo confío en mí misma cuando se trata del arte de sobrevivir),
debía admitir que había hecho un trabajo excelente. Pero, en mi opinión, lo
mejor que había hecho en todo el día era quedarse en casa. Esta noche
estaríamos nosotros tres. Como antes.
Varias personas caminaban por la plaza; seguramente serían residentes, a
juzgar por sus abrigos caros. Nos miraron al pasar, evaluaron nuestros
estoques, nuestra ropa oscura y silencio vigilante, y se apresuraron a continuar
con las cabezas gachas. Había algo curioso en ser agente, algo que Lockwood
había dicho una vez: te admiraban y aborrecían por igual. Después del
anochecer, representabas el orden y todo lo bueno. A la gente le encantaba
verte entonces. Durante el día, estabas entrometiéndote en sus vidas
cotidianas y eras un símbolo del caos al que te enfrentabas.
—Es una gran incorporación, ¿no te parece? —preguntó Lockwood.
—¿Holly? Mm. No está mal.
—Creo que es tenaz. No le dio miedo enfrentarse a esa vieja bruja de
Wintergarden. Fue totalmente sincera. —Se había abierto el abrigo y estaba
comprobando la hilera de proyectiles de plástico que llevaba en el pecho. Los
destellos de magnesio de su cinturón refulgieron—. Sé que al principio tenías

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dudas, Lucy… Han pasado un par de semanas. ¿Qué tal te llevas ahora con
ella?
Inflé las mejillas, resoplé y observé su cabeza gacha. ¿Qué había que
decir?
—No está mal… —empecé—. No siempre es tan fácil. Supongo que a
veces hay cosas que me resultan…
Lockwood se irguió de repente.
—Genial —respondió—. Ah, mira, ahí está George.
Allí estaba. Su figura corpulenta recorría la calle a toda velocidad.
Llevaba la camisa por fuera, las gafas empañadas y los pantalones anchos
salpicados de agua. Una mochila desgastada le colgaba del hombro y su
estoque se balanceaba tras él como una cola rota. Se detuvo sin aliento y nos
mojó al frenar.
Le miré.
—Tienes telarañas en el pelo.
—Forma parte del trabajo. He encontrado algo.
George siempre encuentra algo. Es una de sus mejores cualidades.
—¿Asesinato?
Tenía ese brillo en los ojos, una luz dura como la de un diamante. Era la
que nos decía que sus investigaciones habían dado frutos emocionantes.
—Sí. Pues menos mal que esa arpía decía que la casa de su padre nunca
había visto la violencia. Es un asesinato violento, simple y llanamente.
Lockwood sonrió.
—Excelente. Yo tengo la llave. Lucy tiene tus cosas. Refugiémonos del
viento y cuéntanos los detalles macabros.

Puede que la señora Fiona Wintergarden fuera muchas cosas, pero no era una
mentirosa. Su casa era magnífica y cada habitación era un florido testimonio
de su riqueza y su estatus. Era un edificio alto y algo estrecho, pero se
desplegaba hacia atrás a una buena distancia de la plaza. Las habitaciones
eran rectangulares y tenían los techos altos. Estaban decoradas con exquisitos
adornos de yeso, y los papeles pintados estaban estampados con flores
orientales y pájaros. Unas cortinas pesadas envolvían las ventanas, y las
vitrinas estaban colocadas contra las paredes. Una estancia de la planta baja
estaba llena de decenas de cuadros pequeños y oscuros, ordenados con la
misma rigidez que una fila de soldados en guardia. Encontramos una
magnífica biblioteca. En otros rincones, los dormitorios, los baños y los

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pasillos mantenían la sensación de abundancia. La lujosa piel solo se
despellejaba en el desván, revelando los huesos desnudos y los nervios de la
casa. Allí habían encalado las paredes de blanco y media docena de
dormitorios diminutos para los criados se apiñaban bajo los aleros.
De todos sus atractivos, lo que más nos preocupaba era la escalera y, de
nuevo, nuestra clienta había dicho la verdad sobre ella. Era una construcción
muy elegante y el corazón oscuro del edificio. Si entrabas por la puerta
principal, casi te tropezabas con ella de inmediato. Era una enorme cavidad
ovalada que atravesaba la casa. Los peldaños abrazaban el lado derecho del
óvalo, se apretaban contra la pared y ascendían de forma curva en el sentido
contrario a las agujas del reloj hacia la siguiente planta. A la izquierda, unas
delgadas barandillas delimitaban el hueco de la escalera del vestíbulo y, a lo
lejos, un tramo de escalones conducía al sótano. Desde el vestíbulo —o en
cualquier descansillo— podías mirar hacia arriba y ver que la curva de la
escalera se repetía una y otra vez hasta que llegaba al enorme tragaluz
ovalado del desván. Hacia abajo se veía el suelo de azulejos blancos y negros
de la cocina del sótano.
A ninguno nos gustaron los azulejos, que parecían muy limpios y
fregados. Allí era donde habían encontrado el cuerpo del chico de la patrulla
nocturna.
Salvo por el tragaluz en lo alto, los descansillos y los tramos de escalera
no tenían acceso a la luz natural. Aquello producía un efecto de espacio
encerrado en sí mismo, pesado, silencioso, centrado en el pasado y con apenas
conexión con el mundo exterior. Aunque solo era el principio de la tarde, ya
habían encendido los apliques eléctricos florales que recorrían las paredes.
Emitían un brillo frío y mugriento.
Lo primero que hicimos cuando todavía había luz fue echarle un vistazo a
toda la casa. La recorrimos metódicamente, en silencio y escuchando cómo
nuestras pisadas retumbaban sobre los tablones de madera barnizada.
Inspeccionamos, anotamos la temperatura y nos turnamos para usar nuestros
dones psíquicos. Era demasiado temprano para captar algo intenso, pero
merecía la pena intentarlo, por si acaso.
Luego nos centramos en la escalera.
Comenzamos en el sótano, en la entrada de la cocina, y subimos despacio.
Desde el principio nos quedó claro que las escaleras, al igual que los
descansillos cercanos al pasamanos, estaban más frías que el resto de la casa.
No había mucha diferencia, pero la temperatura bajaba sistemáticamente uno
o dos grados. Eso fue lo único que descubrimos. Lockwood no vio nada. Yo

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escuché, pero no oí nada siniestro, a menos que el rugido del estómago de
George contara.
En la última curva de la escalera, donde la segunda planta ascendía hasta
el desván bajo el ojo pálido del tragaluz, Lockwood se acercó al rodapié. Lo
tocó con un dedo y luego se lo llevó a los labios.
—Sal —dijo—. La han limpiado, pero antes había sal aquí.
—¿Quizá la echara la chica de la patrulla nocturna? —George estaba
tomando notas con un lápiz grueso y tenía otro de repuesto detrás de la oreja
—. ¿Como una especie de última defensa?
—Entonces debieron encontrarla aquí —respondí.
Sí, la habían encontrado agachada contra la pared, callada y distraída…
Observé el yeso soso, el vacío anodino del espacio, y busqué el horror que se
había producido allí. No había ningún rastro de él, a excepción de la sal.
Quizá eso fuera lo peor de todo.
Había pasado una hora y la luz era más tenue. En el rellano del desván, el
último vestigio del día dio paso a las sombras. Una capa gris se cernía sobre
la curva de la escalera. Bajamos.
Había llegado el momento de comer y de oír la historia de George.
Ninguno quería usar la cocina del sótano, donde había muerto el chico. En
lugar de eso, nos instalamos en la planta baja, en la habitación de los cuadros.
Arrastramos una mesa y unas sillas, y colocamos nuestras botellas de agua,
galletas, sándwiches y paquetes de patatas revitalizantes. Encendimos los
faroles de gas y situamos uno en cada esquina de la mesa. Encontré un
enchufe, llené la tetera eléctrica y la encendí. George sacó unos papeles de su
investigación en la biblioteca. Preparamos el té y nos sentamos.
—Algún día podríamos hacer esto en un sitio agradable —dijo George—.
Ya sabéis, hacer un pícnic donde nada quiera matarnos. Sería divertido.
—¿Y entonces de qué hablaríamos? —preguntó Lockwood. Bebió un
sorbo de té—. Ahora que lo pienso, ¿qué hacían los niños antes de que
existiera el Problema? La mayoría no tenía que trabajar, ¿no? ¿Tenían que ir
al colegio o algo así? La vida tenía que ser un aburrimiento.
—Era segura —apunté—. No te olvides de eso.
—No tan segura si vivías en esta casa —comentó George con pesimismo
—. No si eras un criado llamado «Pequeño Tom». —Consultó sus notas un
segundo, se echó hacia delante como un general bajo y rechoncho que revisa
los planes de batalla y luego mordió una galleta—. El asesinato ocurrió en el
verano de 1883. Según el Diario de Pall Mall, el anterior propietario de la
casa era un tipo llamado Henry Cooke, un viejo soldado y comerciante al que

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habían enviado a India. Arrestaron a su hijo, un tal Robert Cooke, una noche
calurosa de julio por el asesinato de un criado: Thomas Webber, también
conocido como «Pequeño Tom». Le llevaron a juicio y le declararon culpable.
—¿Cómo le mató? —pregunté—. ¿Y por qué?
—No sé el porqué. No tengo muchos detalles. Pero sí el cómo. Le apuñaló
con uno de los cuchillos de caza de su padre. El artículo dice que la discusión
comenzó en la cocina, muy tarde. Atacó al Pequeño Tom allí y resultó
gravemente herido. Luego se produjo una terrible persecución bajo la mirada
horrorizada de muchos testigos: invitados, criados y otros familiares. El
último golpe fue letal. Había sangre por todas partes. El periódico la llama «la
casa del terror». ¡Otra más! En Londres hay muchísimas. Debería hacer una
lista algún día.
Yo observaba el techo de la estancia. Estaba decorado con remolinos y
espirales hechos de moldes de yeso, tan juntos y fibrosos como la médula
ósea.
—Eso coincide perfectamente con las pisadas ensangrentadas —dije.
Lockwood asintió.
—Y con lo que le dijo la patrulla nocturna a Wintergarden. La
persecución empieza abajo, en la cocina, y sube a las otras plantas. Quizá
arrinconara al Pequeño Tom en el desván y le matara allí.
—¿Qué le pasó al asesino? —pregunté—. ¿Le colgaron?
—No. Le enviaron al hospital psiquiátrico Bethlem. Al final se dieron
cuenta de que estaba loco. Y murió poco después. Recorrió los jardines,
escapó de sus captores, corrió hacia la carretera y se tiró bajo las ruedas de un
carruaje fúnebre.
Lockwood torció el gesto.
—Qué cuento más alegre.
—¿No son todos así?
Fuera, en la plaza, el sol se escondía a gran velocidad. Unas nubes negras
lo habían rodeado para apagar el último rayo de luz. Una gran bandada de
pájaros voló sobre los olmos, giraron e hicieron piruetas, como si se tratara de
una maraña de humo con vida propia. Nos terminamos el té.
—Bien hecho, George… —Lockwood había sacado el estoque y lo apoyó
contra la silla. Se había subido el cuello del abrigo y su cara se sumía casi en
la oscuridad. Tamborileaba en la mesa con los dedos alargados al ritmo de sus
pensamientos—. Bueno —dijo después de una pausa—, tenemos que trabajar.
Pero no lo trataremos como un caso normal. Quiero que los dos me escuchéis
con atención. Tal y como lo relata el periódico, se trata de una aparición

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compleja. Tenemos las pisadas de sangre que suben las escaleras. Tenemos a
dos figuras misteriosas, atrapadas en la persecución. Tenemos la sensación de
terror extremo que afectó a los niños de la patrulla nocturna. Y sabemos que
algo, puede que todo o una parte, les hizo algo terrible a esos niños. Un
testigo está muerto y la otra se ha vuelto loca. —Arrugó un paquete de patatas
y se lo metió en el bolsillo—. Es confuso y no podemos dejar nada al azar.
—Sin duda es poco frecuente que se manifiesten dos fantasmas en la
misma aparición —comentó George—. Se nos plantean grandes preguntas.
¿Los dos son espíritus activos? ¿O uno es simplemente un eco visual de lo
ocurrido y evocado por el otro? Nunca he visto algo así. Está ese caso
desagradable en Deptford, del marinero y la pitón de Birmania en el que…
Lockwood alzó una mano.
—Ya nos sabemos esa historia, George. Centrémonos en la de esta noche.
Yo no dejaba de moverme en la silla, impaciente.
—Probablemente no sea tan confuso como sugieres. Es el espíritu
malvado de Cooke el que lo impulsa todo. Tenemos que encontrar el origen y
destruirlo.
—Claro —respondió Lockwood—, pero no esta noche. Hoy solo
observaremos. No nos involucramos. Los fantasmas tienen una trayectoria
específica. Aparecen abajo, corren por las escaleras y desaparecen arriba, en
alguna parte. Todo pasa muy deprisa. Esto es lo que haremos: pondremos tres
círculos de hierro distintos. George estará en el sótano, Lucy en la primera
planta y yo me quedaré arriba. Esperamos y observamos a ver lo que ocurre.
Después comparamos nuestras notas. No, no discutas. —Yo había abierto la
boca para poner algo en duda—. Esta es una misión de dos noches. Holly me
ha dicho que es una práctica estándar en Rotwell.
—Ah, entonces seguro que está bien —respondí.
Hubo una pausa breve.
—¿Y qué hay de las pisadas? —preguntó George.
—Las pisadas permanecen ahí, así que podemos investigarlas luego.
Debemos observar a esos espíritus veloces. Yo creo que subirán sin fijarse en
nosotros, pero si por casualidad se acercaran, usad vuestras armas sin
pensároslo un segundo. ¿Entendido?
George asintió.
—¿Lucy?
—Sí, sí, claro. Vale.
—Otra cosa: ninguno abandona su círculo de hierro, por ninguna razón. Y
Lucy, no quiero que intentes entablar una conexión psíquica. He estado

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pensando en cómo hablaste con el fantasma de esa mujer la otra semana. Sí,
funcionó, pero no me gustó. No sabemos a lo que nos enfrentamos, pero sí
sabemos que mató a un niño.
—Claro que lo entiendo —contesté—. Sin problema.
—Vale. ¿Te has traído la calavera? Bien. A ver si te dice algo. Que ella
asuma los riesgos, no tú. Y ahora será mejor que nos pongamos en marcha.
No sé si sentís que se acerca algo, porque yo sí.
Se levantó de golpe y se llevó la mano al estoque. Nuestro pícnic había
terminado.

Una hora después, cuando la luz del sol se había extinguido por completo, ya
nos habíamos armado. Yo estaba en el rellano de la primera planta frente a la
escalera, rodeada de mis cadenas. Tenía la bolsa a un lado y había sacado
algunas bombas de sal para tenerlas listas. Estaba a un metro y medio del
pasamanos, donde los fantasmas iban a pasar para tomar la curva y ascender
al siguiente piso.
Había elegido un círculo doble, hecho con dos cadenas enredadas como
serpientes enroscadas. A cualquier espíritu le costaría atravesarlas. Aun así,
teniendo en cuenta que la chica de la patrulla nocturna se había vuelto loca de
la impresión, me pregunté si quedarme tras las cadenas sería suficiente
protección. Después de todo, se suponía que íbamos a ver lo que ella había
visto. Por la expresión tensa en las caras de los demás cuando nos separamos,
imaginé que ellos se preguntaban lo mismo. Aunque ninguno lo mencionó.
No puedes llegar muy lejos como agente si piensas demasiado. George
pensaba cantidad, y él podría ser un claro ejemplo.
Sin contemplación alguna, saqué rápidamente el frasco sellado y lo
coloqué en el suelo, justo fuera de las cadenas. Brillaba con una luz verde y
fría, pero no podía ver la cara. El fantasma estaba allí, claro.
Dejó escapar un largo silbido de admiración.
—Bonita casa —susurró—. Podría acostumbrarme a esto. ¿Y qué pasa
con Lockwood? Acabo de oír cómo te echaba la bronca.
—No me estaba echando la bronca.
Observé el pasamanos de la escalera. Habíamos apagado los apliques de
la pared, pero colocamos nuestras velas vigías. Cada tres peldaños había una
vela pequeña. Algunas eran altas y otras bajas, pero todas estaban encendidas
y desprotegidas, vulnerables ante cualquier influencia que pasara junto a ellas.
Sus esferas de luz cálida se enlazaban y se superponían en la oscuridad, como

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unas burbujas gigantes en espiral atrapadas en el tiempo. Era bastante bonito,
aunque de un modo siniestro.
—¿Es que vas a hacerle caso? —preguntó la calavera—. Yo no le haría ni
caso. Si quieres buscar una conexión psíquica con un fantasma asesino, ¿por
qué no hacerlo? Yo digo que a por ello, chica.
—Se te ve el plumero. Yo no haría algo tan estúpido.
Muy por debajo, en el sótano, pude ver la tenue luz roja del farol de
George. Como yo, había seleccionado el modo más suave; pero con un simple
interruptor podías abrir los obturadores y obtener la máxima potencia en unos
segundos. Lockwood, que estaba dos plantas más arriba, tendría una
disposición parecida. Me lo imaginé allí, alerta y expectante en la oscuridad.
Sentí un nudo en el pecho, agradable y doloroso al mismo tiempo.
Seguramente me habrían sentado mal esos malditos sándwiches.
—Escúchame —dije mirando al frasco—. Te he traído por una razón.
¿Qué detectas? ¿Algo?
—No creo que te escuche —insistió la voz—. Esa Holly le está
distrayendo… ¡Oye, no lo niegues! Solo porque sea malvado no significa que
no vea lo que tengo delante de las narices.
—Tú no tienes nariz. —Di un paso atrás en las cadenas—. ¡Háblame de la
escalera!
—Pues… ahí han pasado cosas malas.
—Gracias. Eso podría habértelo dicho yo.
—Ah, ¿sí? ¿Ves toda esa sangre? ¿Oyes los gritos?
—No.
—Qué tonta. No eres tan perspicaz como te crees. Por ejemplo, has estado
pensando tanto en Lockwood que no te has dado cuenta de que tienes algo
detrás… ¡Ahora mismo!
Un crujido en el suelo. Grité y me di media vuelta. Antes de que pudiera
reaccionar, una antorcha se encendió y un rostro familiar con gafas emergió
de la oscuridad.
—¡George!
—No pasa nada, Luce.
—¿Qué haces fuera de tu círculo? ¡Vuelve!
Se encogió de hombros.
—Tampoco es que haya nada, ¿no? Podrían quedar horas. ¿Tienes chicle?
—¡No! Vuelve a tu puesto. Si Lockwood viera…
—Tranquilízate. Ahora estamos seguros. ¿Has dicho que tenías chicle?

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—No. Sí… En alguna parte. Aquí está, toma. —Saqué un paquete y se lo
tendí—. ¿Todo bien ahí abajo?
—Voy tirando. —Agarró con torpeza el envoltorio; le temblaban los
dedos—. El frío está empezando a avanzar por los azulejos. Donde el chico se
cayó, ya sabes. Y he empezado a notar un sabor raro en la boca… Se está
formando la miasma. —Me puso el paquete en la mano y se estremeció—.
Toma, será mejor que te lo quedes. Voy a volver a bajar.
—¡Lucy! ¡George! —La voz de Lockwood retumbó por la escalera—.
¿Va todo bien ahí abajo?
—¡Sí!
—Bien. ¡No os mováis! Creo que la atmósfera ha empezado a cambiar.
George hizo una mueca y se despidió con la mano. Un segundo después,
se había transformado en una sombra que bajaba las escaleras y sacudía las
velas. Las burbujas de luz se estabilizaron y volvieron a su espiral sosegada.
Me senté con las piernas cruzadas dentro del círculo, observando la oscuridad
y esperando a que ocurriera algo.

Alcé la cabeza. Sentí un hormigueo frío y nauseabundo, como si una infinidad


de insectos pequeños me recorrieran la piel. Me dolía el cuello. Era muy
consciente de que había pasado bastante tiempo. Mi mente había alcanzado su
límite y mi consciencia estaba en un lugar lejano. Ahora se concentró de
golpe. ¿Qué hora era? Comprobé el reloj. Las manecillas luminosas, sólidas y
reconfortantes marcaban casi las 00:15. ¡Ya había pasado la medianoche!
Me aclaré la garganta, me estiré y miré a mi alrededor. La casa estaba en
silencio. Las velas vigías brillaban sobre la escalera con la misma intensidad
que antes, pero me pareció que las esferas habían encogido, como si una
presión invisible las contuviera. Miré al frasco sellado. Ya no resplandecía y
el interior era oscuro e intenso como el vino. ¿Qué era esa cosa reluciente en
la superficie del cristal?
Escarcha. Alargué la mano frente a mí, la saqué de las cadenas… y
recuperé rápidamente la posición. Era como meter los dedos en una bañera de
agua helada.
Me incorporé con rigidez. Tenía una sensación desagradable en la boca,
como si me hubiera tragado algo en mal estado y no pudiera quitarme el
sabor. Encontré un chicle, le quité el envoltorio y empecé a mascar con
fiereza. «Fiereza» era la palabra exacta. Todo lo que hacía parecía extraño,
tenso. Sentía cómo mis nervios psíquicos se estiraban y se daban de sí.

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Todavía no había ocurrido nada, pero era la anticipación lo que de verdad
te afectaba. El saber que te iba a arrastrar la repetición de un evento malvado,
algo que había desvirtuado la personalidad de la casa. Todo se movía hacia
atrás y el pasado tenía más poder que el futuro. George lo llamaba «mal del
tiempo». Él pensaba que por eso todo parecía tan antinatural y tan
inapropiado.
—Fíjate en las velas —susurró la voz de la calavera en mi oído—. Fíjate
en la luz.
Y, en efecto, las velas se sacudían en respuesta a una agitación mínima en
el aire. Sentí cómo se me erizaban los pelos de los brazos y mi respiración se
tensaba. Me dolían los oídos, como si bajara en un ascensor a mucha
velocidad y mucha profundidad. Cerré los ojos y escuché. Un grito de dolor
letal surgió de algún rincón.
Abrí los ojos.
—¿George?
Un estallido enorme. Me sobresalté. El ruido retumbó por las escaleras y
la oscuridad lo engulló. Sabía que procedía de abajo, del sótano. El aura de las
velas se había calmado y brillaban como los iris de unos ojos ciegos.
—¿George?
No hubo respuesta. Maldije, desenvainé el estoque y salí del círculo hacia
la negrura helada. Me acerqué al pasamanos y miré hacia abajo.
Algo subía las escaleras a dos pisos de distancia. Pude ver unas manchas
oscuras sobre los peldaños. Lo que las provocaba era invisible, pero se movía
despacio y salpicaba conforme avanzaba, apagando cada vela a la que se
acercaba.
El sótano estaba sumido en la oscuridad; no había rastro del brillo rojo del
farol de George. Me agarré a la barandilla y asomé la cabeza para ver si
podía…
La última vela de la escalera del sótano se extinguió. Unos destellos
húmedos aparecieron en las tablas del suelo del vestíbulo. ¿Eso era una mano
que se agarraba a la barandilla para sujetarse…?
No. Había dos manos, una algo más lejos que la otra. Una y después la
otra flotaron de repente hacia delante, cogiendo velocidad y girando en el
tramo que los llevaría hasta mí.
—Lucy… —Era la calavera del frasco—. Si fuera tú, yo me daría prisita
en volver ahí dentro.
Yo seguí agarrada al pasamanos. Hacía tanto frío que me atravesaba los
guantes. Me costaba pensar en moverme. Las extremidades me pesaban

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mucho y mi cuerpo parecía estar muy lejos.
En las escaleras, dos formas nubosas que corrían arrastraban la oscuridad
a sus espaldas, como si de un manto se tratara. Las mechas de las velas se
apagaron cuando pasaron junto a ellas a la misma velocidad que un
chasquido.
—Seguro que Holly tendría la sensatez de volver y protegerse —comentó
la calavera.
Algo afilado se me clavó dentro y la indignación rompió el bloqueo
fantasmal. Empujé mi cuerpo hacia atrás y me lancé al otro lado del
descansillo. Tropecé con las cadenas y caí en el círculo y encima de las
bolsas; permanecí tumbada mientras dos figuras pasaban a mi lado.
Se movían en un profundo silencio. La luz fantasmagórica pálida flotaba
tras ellos como remolinos de lazos. La primera, tan pequeña y frágil, era el
reflejo borroso de un niño. ¡Qué cuerpo más delgado y qué hombros más
flacos! No se veía ningún detalle. Era tan sólida como la llama de una vela y
la parte inferior se disipaba hasta desaparecer. Tenía la cabeza inclinada y se
lanzaba desesperadamente hacia delante, con la mano diminuta arrastrándose
por la barandilla.
Y entonces, emergiendo de la oscuridad que le seguía… Una segunda
figura, también luminosa, apareció, como si estuviera tejida con la misma
sustancia que la primera. Pero era más grande, mucho más. Era la forma
abultada de un adulto, y la luz fantasmagórica que irradiaba y que la rodeaba
era más oscura. De nuevo, no se observaba el rostro o la apariencia, sino solo
un enorme brazo estirado y una cabeza fuerte que se mecía de un lado a otro.
La figura del niño pasó y ascendió hacia la siguiente planta con su
perseguidor a poca distancia. Subieron al segundo piso. Las velas que había
por encima de mí se apagaron, tan rápido como pestañear. Una oleada de frío
siguió su estela y, con ella, un sonido: un leve movimiento de succión del aire
muerto. Desaparecieron. Esperé, abrazándome las rodillas, apretando los
dientes y con los labios retraídos. El frío seguía siendo intenso. Entonces,
desde lo más alto de la casa, llegó un último grito terrible. Algo cayó cerca de
mí. Sentí su peso y oí la ráfaga de aire más allá del pasamanos. Tensa,
esperé… Pero el impacto no produjo ningún sonido.
Solo entonces vi las marcas negras y húmedas que ensuciaban los tablones
alrededor de las cadenas. Las manchas rezagadas de unos pies ensangrentados
que corrían.
Un minuto o dos después, yo seguía allí, agachada y con la vista fija en
ellas. La temperatura subió y el aroma a humo y cera de vela rodeó el círculo.

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Oí la voz tranquila de Lockwood, que llamaba desde arriba para avisarnos de
que la manifestación había terminado.

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L as pisadas permanecieron allí una hora y diecisiete minutos. George lo


cronometró con su reloj. Estaban compuestas por una sustancia
plásmica negra y delgada que irradiaba un frío extremo. Cuando
Lockwood tocó una con la punta del estoque, echó humo y salpicó con
violencia, lanzando serpientes de vapor oscuro que se enredaron en la hoja de
plata. Era un fenómeno interesante. George anotó dónde estaban y yo hice un
boceto de algunas de las pisadas más nítidas, las que no eran demasiado
tenues ni estaban inundadas de sangre.
—Son unos pies pequeños —dijo Lockwood—. No diminutos como los
de un niño, pero sí bastante delgados y menudos. Deben ser del Pequeño
Tom, no de Robert Cooke.
—En realidad deberíamos medirlas —opiné—. Aunque no quiero
acercarme demasiado.
—Bien visto, Luce. —Llevaba guantes y había sacado una bufanda azul
oscuro de su bolsa, lo único que se permitió para afrontar el frío de las
escaleras—. Supongo que podríamos hacer una comparación… ¿Quién tiene
los pies más pequeños de los tres?
—Holly —respondió George sin levantar la vista—. Sin duda.
Contesté apretando los dientes.
—Pero si ni siquiera está aquí.
Lockwood asintió.

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—Tienes razón, George. Los tiene pequeños, ¿no? Seguro que serán de
ese tamaño. Mañana deberíamos medir los pies de Holly.
—Cuenta con ello.
—Es más importante pensar en dónde encontrar el origen de todo esto —
dije con brusquedad—. ¿Dónde pensamos que murió el Pequeño Tom?
En circunstancias normales, el mejor sitio para buscar un origen es cerca
de donde se produjo la muerte, pero esta manifestación nos presentaba ciertos
problemas en ese aspecto. Nuestra vigilancia no había servido de mucho. El
criado había sido apuñalado en el sótano y las apariciones se habían
producido allí, eso estaba claro. La explosión violenta de energía había
lanzado a George por los aires dentro del círculo y su farol se había
precipitado contra la pared. Él no había visto las dos figuras, a diferencia de
mí. Lockwood, que esperaba en lo más alto de la casa, las había visto durante
unos segundos. Cuando llegaron al desván, las figuras se movían tan rápido
que parecían fusionarse. Después tuvo lugar el grito ensordecedor y luego
nada más. Pero yo había oído cómo algo atravesaba el aire.
—Si Cooke empujó a Tom, como piensa Lucy, habría muerto al aterrizar
en el sótano —explicó George.
—A menos qué las heridas ya lo hubieran matado —puntualicé—.
Pobrecito.
—Entonces el origen podría estar arriba o abajo —dijo Lockwood—. Lo
buscaremos mañana. Y deja de decir eso de «pobrecito», por favor, Lucy. No
sé cómo fue en vida, pero el fantasma de Tom forma parte de esta peligrosa
aparición. Piensa en lo que les pasó a los niños de la patrulla nocturna.
—Estoy pensando en ellos —contesté—. Y también pienso en ese horrible
monstruo que perseguía al crío, Lockwood. El fantasma de Cooke. Es su
espíritu maligno el que lo provoca todo. Eso es lo que tenemos que detener.
Lockwood sacudió la cabeza.
—En realidad no sabemos si es así o no. Tenemos que tener cuidado con
todos los visitantes. No me importa si un fantasma es amable, pobre o solo
quiere que le den un fuerte abrazo. Nos mantenemos a una distancia
prudencial. Holly dice que todas las grandes agencias siguen esa política.
No pretendía enfadarme. Sabía que Lockwood tenía razón. Pero mis
emociones eran confusas. Había sido una noche larga y, desde que había
vuelto a Portland Row, unos días largos.
—El fantasma es un criado, ¡un crío al que persiguen para matarlo! —
bramé—. Le vi cuando pasó a mi lado. Corría para salvarse. ¡No me mires así

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mientras te encoges de hombros! Estaba desesperado. Tenemos que sentir
empatía por él.
Eso fue un error; lo supe en cuanto lo dije.
Una luz se encendió en los ojos de Lockwood. Su voz sonaba fría.
—Lucy, yo no tengo empatía por ningún fantasma.
Aceptémoslo: aquel comentario cortaba cualquier conversación. La
discusión terminó ahí. Porque, al igual que la puerta cerrada de nuestro
rellano, las circunstancias del pasado de nuestro líder eran imposibles de
ignorar y entender al mismo tiempo. Su hermana había muerto petrificada. Su
hermana. No había mucho más que decir cuando salía el tema. Por eso, cerré
la boca respetuosamente y me quedé con ellos hasta que, en torno a las cuatro
y media de la madrugada (George lo cronometró), las pisadas plásmicas se
volvieron más tenues, luego brillaron ligeramente y después desaparecieron
por completo. Las pisadas habían tenido una buena idea. Nosotros hicimos
más o menos lo mismo.

Puede que hiciera unos sándwiches buenísimos y que tuviera los pies
pequeños, pero al menos podía consolarme con que Holly Munro hiciera
trabajo de oficina. No llevaba un estoque. No hacía lo mismo que yo, salir por
las noches y arriesgar su vida para salvar Londres. Saber eso me permitió
mantener la calma cuando llegué a casa y descubrí que había estado en mi
dormitorio y, en un ataque enérgico de diligencia, había ordenado toda mi
ropa.
Quería comentárselo a la mañana siguiente (con tranquilidad y educación,
como solíamos hablar), pero se me olvidó. Cuando me levanté, ya había
muchas otras cosas que hacer.
Bajé a la cocina, donde Lockwood y George leían un ejemplar de The
Times, sentados muy juntos en torno a la mesa como si esta fuera una
ayudante nueva y guapa. Holly Munro, alegre e inmaculada con una falda
color cereza y una blusa blanca y limpia, estaba haciendo algo con la papelera
de sal que había detrás de la puerta de la cocina. La había instalado para
sustituir el habitual caos de bolsas y proyectiles que almacenábamos ahí.
Observé su falda al entrar y ella miró mis pantalones de pijama viejos y
holgados. Ni George ni Lockwood levantaron la mirada y tampoco me
saludaron.
—¿Va todo bien? —pregunté.

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—Ha habido problemas esta noche en Chelsea —respondió la señorita
Munro—. Ha muerto un agente. Alguien a quien conocéis.
Me dio un vuelco el corazón.
—¿Qué? ¿Quién?
Lockwood alzó la vista.
—Alguien del equipo de Kipps. Ned Shaw.
—Vaya.
—¿Le conocíais bien? —quiso saber Holly Munro.
Lockwood volvió a fijarse en el periódico. Conocíamos a Ned Shaw lo
bastante bien para que nos cayera mal, con sus ojos juntos y su melena de
rizos despeinados. Era de naturaleza agresiva y acosadora. Nuestra hostilidad
nos había llevado incluso a pelearnos, aunque Lockwood había luchado junto
a él en la «batalla del camposanto», en el cementerio de Kensal Green.
—No mucho —contestó—. Aun así…
—Es horrible cuando ocurren estas cosas —dijo Holly Munro—. A mí me
pasó varias veces en Rotwell. Gente a la que veía todos los días en la oficina.
—Ya —contesté. Me abrí paso hacia la tetera. La cocina era demasiado
pequeña si Holly estaba allí. Costaba moverse—. ¿Cómo murió?
Lockwood apartó el periódico.
—No sé. Solo lo mencionan al final del artículo. Creo que acaban de
notificarlo. El resto de las noticias no son mucho mejores. El brote de Chelsea
está empeorando y ha habido enfrentamientos. La gente protesta porque los
obligan a irse de sus casas. En la calle, ahora la policía tiene que ocuparse de
los vivos, no de los muertos. Todo está patas arriba.
—Al menos nuestro caso va bien —opinó Holly Munro—. Me han dicho
que lo hiciste muy bien anoche, Lucy. Parece un fantasma terrorífico con
ansias de destrucción. ¿Te apetece un gofre integral?
—Estoy bien con la tostada, gracias.
Nuestro caso. Aparté una silla y la arrastré sobre el linóleo.
—Deberías probar uno —me dijo Lockwood—. Están buenos. Vale. El
plan para hoy es el siguiente: nuestro objetivo es volver todos juntos a la
plaza de Hannover después de comer y buscar el origen antes de que
anochezca. Nuestra clienta está impaciente. Lo creas o no, Luce, la señora
Wintergarden ya nos ha llamado para «solicitar», con su típico estilo
encantador, que la actualizara personalmente de lo que hemos descubierto
hasta ahora. Tengo que ir corriendo al hotel donde se aloja y darle la
información. Mientras tanto, tú, George, volverás al Archivo de Prensa para
descubrir más sobre el asesinato. ¿Crees que habrá algo allí?

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George había estado garabateando con un rotulador en el mantel de
pensar, escribiendo una lista de nombres: La llamada de Mayfair, La revista
de la reina, El boletín de Cornhill, La crítica contemporánea…
—Sí —dijo—. Hay muchísimas revistas de finales de la época victoriana,
y algunas mencionan cosas magníficas sobre crímenes reales y todo eso.
Seguro que hay algo sobre el Pequeño Tom en alguna parte, aunque será
difícil encontrarlo con el tiempo que tenemos. Nos daría una visión más
amplia de lo que pasó y nos ayudaría a encontrar el origen. —Bajó el
rotulador—. Me iré pronto.
—Esta mañana recibiremos paquetes de hierro y sal —comentó Holly
Munro—. Yo me encargaré de eso y tendré vuestras bolsas listas a primera
hora de la tarde. Querréis más velas.
—Genial —respondió Lockwood—. Tú puedes ayudar a Holly si quieres,
Lucy.
—No, estoy segura de que Lucy no querrá hacerlo —respondió Holly—.
Tendrá algo más importante de lo que ocuparse.
Lockwood masticó un trozo de gofre.
—No lo creo.
La tetera hirvió.
—En realidad, sí —dije con voz alegre—. Creo que sería mucho más útil
que fuera al archivo y ayudara a George.

George y yo no salíamos juntos a menudo durante el día (de hecho, casi había
olvidado el aspecto que tenía cuando no le rodeaban las sombras, los
fantasmas o la luz artificial), y podías contar con los dedos de ninguna mano
las veces que me había ofrecido a ayudarle en el Archivo de Prensa Nacional.
Sin embargo, George no mostró ninguna señal de que mi decisión le hubiera
sorprendido. Unos minutos más tarde, paseaba tranquilamente por Londres a
mi lado.
Nos dirigimos hacia el sur por las calles de Marylebone, en dirección a la
calle Regent. Aunque la zona de contención de Chelsea estuviera a dos o tres
kilómetros de allí, los efectos del brote se notaban incluso aquí. El olor a
quemado inundaba el aire y la ciudad estaba más callada que de costumbre.
Las cafeterías y los restaurantes de la calle principal de Marylebone, que
cerraban a las 16:30 al igual que todos los comercios, solo solían llenarse a la
hora del almuerzo. Hoy la mayoría de los interiores estaban vacíos y grises, y
los tristes camareros estaban sentados sin hacer nada. Bolsas de basura sin

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recoger yacían en las aceras y las calles estaban muy sucias. Vimos varias
cintas amarillas y negras del DICP que bloqueaban las entradas de los
edificios, y las marcas espectrales en forma de cruz cubrían las ventanas: las
señales de apariciones activas, todavía sin atender por ninguna de las
agencias. Estaban ocupadas en otros sitios.
En el exterior de una iglesia espiritista de mala fama en la calle Wimpole
se estaba produciendo una discusión. Los seguidores de la secta espiritista que
se reunía en el interior, ataviados con ropajes negros, forcejeaban con una de
las asociaciones de protección vecinal de la zona, que había intentado esparcir
lavanda sobre los peldaños de la iglesia. Hombres y mujeres de mediana edad,
con el pelo cano y aspecto respetable, se gritaban y chillaban los unos a los
otros, se tiraban de los cuellos y se retorcían los brazos. Cuando George y yo
nos acercamos, se separaron y permanecieron en un silencio jadeante
conforme pasamos entre ellos. Después de dejarlos atrás, cerraron el hueco y
comenzaron de nuevo la disputa.
Solo eran adultos. Ninguno tenía ni idea. Al llegar el ocaso, todos
detendrían la discusión y correrían a casa en sincronía para cerrar las puertas.
—Esta ciudad se está yendo al garete —comentó George—. ¿No te
parece?
No habíamos hablado nada durante las primeras manzanas. No me
apetecía. Pero el aire y el ejercicio habían logrado animarme un poco. Pateé la
acera con los tacones de las botas.
—Ni siquiera sé lo que significa eso.
—Significa que todo el mundo está desesperado y nadie hace las
preguntas adecuadas.
Zigzagueamos por la calle Oxford, donde el mercadillo de hierro, las
tiendas de plata y las casetas de quiromantes y videntes se extendían durante
kilómetros en ambas direcciones. Cruzamos hacia Oxford Circus y
descendimos por la calle Regent. El archivo no estaba muy lejos.
—Sé por qué me acompañas —dijo George de repente—. No te creas que
no.
Llevaba un rato teniendo pensamientos oscuros sobre gofres, y aquella
frase repentina hizo que se me revolviera el estómago.
—¿Tiene que haber alguna razón?
—Bueno, supongo que mi emocionante compañía no es lo que te ha hecho
venir. —Me miró—. ¿O sí?
—Me encanta estar contigo, George. Apenas puedo mantenerme alejada.

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—Exacto. Has dejado bastante claro lo que te ronda por la cabeza —opinó
—. Pero tienes que tener cuidado. Lockwood no está contento.
Los dos saltamos a la vez por encima de un túnel de agua corriente que
protegía las tiendas de ropa de la calle Regent. Era una de las zonas más
seguras de la ciudad, y las calles estaban más llenas.
—Pues lo siento mucho —respondí—, pero no creo que tenga derecho a
quejarse. Es su culpa. Yo no quería esto.
—Bueno, Lockwood tampoco.
—Claro que sí. La contrató él, ¿no es cierto?
George me observó con los ojos ocultos tras sus gafas.
—Yo hablaba de tu fascinación por este fantasma, el Pequeño Tom. ¿De
qué hablabas tú?
—Ah, sí. Sí. De lo mismo. Por eso he venido contigo. Quiero conocer la
historia.
—Claro… —Caminamos unos metros en silencio. Delante estaba el
edificio de Rotwell, un gigante de plástico y cristal brillante. Sobre la entrada,
el símbolo del león rojo y rampante de la agencia colgaba de un mástil—. ¿Y
qué te parece Holly? —preguntó George.
—Pues tengo que… acostumbrarme —respondí—. Poco a poco. Está
claro que tú estás encantado.
—Bueno, hace que seamos más eficientes, y eso tiene que ser algo bueno.
Tampoco es que me parezca bien todo lo que hace. El otro día la pillé
intentando deshacerse del mantel de pensar. Dice que los garabatos hacen que
la cocina parezca el interior de la cabeza de alguien. Pues claro, ese es el
objetivo.
—Ya —coincidí—. Eso es lo que me cuesta. Todas sus normas y reglas
meticulosas. Y también su forma de vestir… Hay una palabra para describirla.
—Sí —dijo George con sentimiento—. «Radiante». ¿O estabas pensando
en «lustrosa»?
—Eh, no… No era eso exactamente. Es algo como más… «hiper
cuidada».
Se subió las gafas y me miró.
—Supongo que sabe lo que es un peine.
—¿Me estás mirando el pelo? ¿Acaso quieres decirme algo?
—¡No! No estoy diciendo nada. Por supuesto que no. Oh… —La torpeza
retorcida de George se transformó de repente en algo más profundo, una
expresión de incomodidad entumecida—. Baja la cabeza, Luce… No mires
ahora.

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Quill Kipps estaba justo delante de nosotros, fuera del edificio de Rotwell.
Le acompañaban sus dos ayudantes más cercanos: Kate Godwin y Bobby
Vernon.
Durante el día, Kipps parecía más delgado de lo habitual. Como siempre,
vestía de forma extravagante, pero tenía el rostro gris y una neblina de barba
incipiente y pelirroja le cubría la barbilla. Llevaba un brazalete negro
apretado sobre la manga y guardaba un gran fajo de documentos bajo el
brazo. Ya nos había visto. Esto sería un desastre. Si hubiéramos tenido la
oportunidad, habríamos cruzado a la otra acera o algo.
Llegamos a su altura. Vernon era especialmente pequeño y flacucho,
como si alguien hubiera cortado trozos de agentes de tamaño normal y le
hubiera creado usando los restos. Godwin, que tenía el don de la percepción,
como yo, era tan fría como la escarcha y si la pisabas seguramente estaría
igual de dura que el suelo. Nos hicieron un gesto con la cabeza. Nosotros se lo
devolvimos. Hubo un silencio, como si todos participáramos en la habitual
ronda de hostilidades y comentarios de mal gusto, pero sin pronunciar las
palabras para ahorrarnos tiempo.
—Sentimos lo de Ned Shaw —dije al cabo de un rato.
Kipps me miró.
—¿De verdad? Nunca os gustó.
—No, pero eso no significa que quisiéramos que muriera.
Encogió los estrechos hombros y los subió bajo la delgada chaqueta
plateada.
—¿No? Puede. No sabría decirlo.
Kipps solía parecer lleno de rencor cuando hablaba con nosotros. Hoy su
agresividad parecía menos automática y menos personal, aunque más
profunda.
No respondí. George abrió la boca para hablar y luego se lo pensó mejor.
Kate Godwin se miró el reloj y contempló la calle como si estuviera
esperando a alguien.
—¿Cómo ocurrió? —pregunté al fin.
—La típica metedura de pata del DICP —respondió Bobby Vernon.
Kipps se frotó la nuca con una mano pálida. Suspiró.
—Fue en un edificio de la calle Walpole. Una oficina diáfana. Estábamos
trabajando y anotando las anomalías psíquicas.
Un grupo de Tendy estaba en el piso de arriba. Los estúpidos molestaron a
un espectro y lo enviaron hacia la escalera principal que conducía a nuestra

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planta. Atravesó una pared donde estaba Shaw y le agarró de la cabeza antes
de que ninguno pudiera moverse.
Kate Godwin asintió.
—No pudo defenderse.
—Lo siento mucho —dije.
—Ya, bueno. Volverá a pasar —respondió Kipps—. Quizá no a nosotros,
pero a alguien. —Tenía el contorno de los ojos rojos y me pareció que estaban
más enrojecidos de lo normal—. Esta noche volvemos a salir en una
emboscada triple. Barnes nos tiene a todos trabajando como si fuéramos osos
bailarines.
El brote de Chelsea es una locura. No sigue un patrón y si lo hay, yo no
puedo verlo.
—Tiene que haber un patrón —opinó George—. Algo tiene que estar
provocando a los fantasmas de la zona. Debe haber una lógica, si sabes dónde
buscarla.
Kate Godwin hizo una mueca.
—¿Eso piensas? Las mejores mentes del DICP no han conseguido
encontrarla hasta ahora, Cubbins.
—Acabo de estar en una reunión aquí y nadie tiene ni idea —añadió
Kipps—. Lo único que han conseguido es sugerir que se organice un desfile
especial para los agentes con el que tranquilizar a la gente y convencerlos de
que no pasa nada. ¿Os lo podéis creer? Tenemos a miles de personas
evacuadas, fantasmas rondando y campando por Londres y están planeando
dar una fiesta. El mundo se ha vuelto loco. —Frunció el ceño y nos miró
como si lo hubiéramos sugerido nosotros. Luego blandió el manojo de
papeles—. Ah, ¿y veis esto? Son copias de todos los informes de los casos
que los distintos equipos han rellenado en las últimas semanas. Apariciones,
trémulos, rincones gélidos… Lo que se os ocurra. Cientos de incidentes y
ningún patrón. Se supone que todos los supervisores de equipo tenemos que
leerlo y sacar nuestras propias conclusiones. ¡Como si tuviera tiempo para
eso! Tengo que ir a un funeral. —Asqueado, golpeó los papeles con el puño
—. También podría tirarlos a la basura.
Permanecimos allí, incómodos. Yo no sabía qué decir.
—Puedes dármelo a mí si quieres —sugirió George—. Me interesa.
—¿Dártelo a ti? —La breve risa de Kipps no contenía humor alguno—.
¿Por qué iba a hacer eso? Me odias.
George resopló.

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—¿Qué quieres? ¿Que te lance un beso? ¿A quién le importa si me caes
bien o no? La gente se muere. Puede que descubra algo y nos haga un favor a
todos. Si quieres leerlo tú, pues muy bien. Si no, dámelo. Pero no seas
estúpido y lo tires a la basura.
Dio un pisotón, con la cara roja y encendida.
Kipps y sus acompañantes parpadearon, algo atónitos.
A mí también me había pillado desprevenida. Kipps me miró. Luego se
encogió de hombros y le pasó los papeles a George.
—Como decía, yo no los quiero. Tengo otras cosas que hacer. Quizá nos
veamos en el desfile… Si es que invitan a la agencia Lockwood, cosa que
dudo mucho.
Se despidió rápidamente con la mano y los tres agentes de Fittes se
escabulleron entre la multitud.

Si alguna vez aparecían fantasmas en el Archivo Nacional de Prensa, sería


una pesadilla resolver el caso. Se extendía a lo largo de seis plantas enormes,
cada una con un panal de estanterías de dos metros de altura y pilas de libros.
Era más grande que cualquier fábrica y más complejo y laberíntico que la
casa más antigua de los Tudor. Además, te chocabas continuamente con todos
los estudiosos que se agachaban en los recovecos oscuros, donde estudiaban
documentos antiguos e intentaban descubrir la historia del Problema. El
archivo era una historia en sí mismo. Se olía en el aire y el sabor te llenaba la
boca. Tras media hora hojeando revistas centenarias, sentías cómo se te había
derretido en la punta de los dedos.
A George le gustaba y sabía a dónde ir. Me llevó a la sección de
publicaciones de la cuarta planta y me enseñó el catálogo: una serie de libros
con el lomo de piel que resumían el contenido del piso. También había un
índice para lo ocurrido en las últimas décadas, que refería a las historias
mencionadas en todas las revistas.
Sin embargo, para consultar algo antiguo tenías que buscar el registro,
elegir una fecha relevante y examinar las infinitas páginas amarillentas de una
en una hasta dar con lo que buscabas.
Armada con una lista de revistas que me había dado George, me puse a
trabajar. Encontré copias de El boletín de Cornhill y La llamada de Mayfair
del verano de 1883 y las llevé hasta las mesas de lectura que había sobre el
atrio central. Empecé a ojearlas en busca de cualquier mención a los horrores
de la plaza de Hannover.

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Al poco rato, el olor a tinta seca se me había instalado en las fosas nasales.
Me dolían los ojos de examinar las letras diminutas. Y lo que era peor, me
dolía la cabeza de tantos detalles irrelevantes a medio leer. Polémicas
victorianas. Mujeres de la alta sociedad olvidadas. Ensayos sobre la fe y el
imperio escritos por hombres peludos y seguros de sí mismos. Eran cosas que
habrían resultado aburridas incluso en el momento de su publicación, así que
lo eran mucho más un siglo después. Eran historias del pasado. ¿Cómo podía
George disfrutar haciendo esto?
Era historia… Eso era lo que había dicho Lockwood sobre su hermana,
que había muerto hacía solo seis años. Cuanto más pensaba en ello, más me
daba cuenta de lo presente que la tenía y lo mucho que influía en sus
acciones. Recordé su frialdad la noche anterior y su rechazo ante mi empatía
por el fantasma pequeño. Y por supuesto que Holly Munro le había apoyado
hoy. Quería que lo destruyéramos sin hacer preguntas. Verla cinco minutos
esa mañana ya me había irritado.
Seguí leyendo, recorriendo las estanterías y avanzando sin tregua por la
lista de George. Mi mente divagaba. Cuando pasé junto al catálogo y al
índice, pensé en lo ocurrido hacía seis años en Portland Row.
Cuando volví a las mesas, encontré allí a George, rodeado de revistas y
copiando frases en su cuaderno.
—¿Has encontrado algo de nuestro fantasma? —pregunté.
—No. Nada de nada todavía. Me he tomado un descanso y estoy
comprobando otra cosa. —Bostezó y se estiró—. No sé si te acuerdas, pero
cuando la señora Wintergarden vino a vernos, llevaba un pequeño broche de
plata.
—Ah, sí —respondí—. Quería preguntarte por eso. ¿Era el mismo que…?
—Sí. Una antigua arpa griega o lira. Exactamente el mismo símbolo que
vimos en las gafas de Fairfax y en esa caja que sostenía Penelope Fittes
cuando la espiamos en la biblioteca.
Asentí. Combe Carey Hall, la Biblioteca Oscura de Fittes… Unos meses
separaban ambos incidentes, pero como casi había muerto aquellas dos
noches, no tenía problemas para recordarlas. El extraño símbolo de la
pequeña arpa nos había intrigado desde entonces, todas las veces que nos
acordábamos. Representaba… ¿Cómo lo había llamado Wintergarden?
—¿Era el Club de Orfeo? —recordé.
—La Sociedad Orfeo. Acabo de buscarlo. —George se ajustó las gafas
mientras intentaba descifrar su propia caligrafía enmarañada—. Aparece en el
Libro blanco de los grupos, clubs y otras organizaciones registradas de Gran

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Bretaña, publicado por Debrett. La describen como «una sociedad teórica
para ciudadanos ilustres que investigan el Problema y la naturaleza del más
allá». Hacen que parezca un foro de discusión para los peces gordos estirados,
pero sabemos que es más que eso. La dirección registrada está en St. James.
No tengo ni idea de lo que hay allí, pero podríamos comprobarlo algún día. —
Miró la última pila de libros que había recogido—. ¿Cómo vas tú?
—Nada por ahora. Por cierto, ¿qué años pueden consultarse en el índice?
¿Los más recientes también?
—Lo actualizan todo lo que pueden, sí. ¿Por qué?
—Por nada.
Un rato después, cuando George estaba en otra parte, me acerqué al
estante del índice.
Encontré el volumen que quería. El de hacía seis años. Una lista de temas
recopilados en las revistas y periódicos de ese año: incidentes, apariciones,
artículos, nombres.
Por impulso, pasé hasta la letra ele.
No habría nada. Ya lo sabía. No estaba haciendo nada malo.
Cuando mi dedo entintado recorrió la columna, ahí estaba.

Lockwood, J.

Sentí el mismo frío que cuando había entrado en la habitación de su


hermana. Al parecer, mencionaban el nombre en El mensajero de
Marylebone, el periódico mensual de nuestra zona de Londres. Incluía la
fecha y el número del catálogo de la edición donde aparecía. Tardé un
segundo en encontrar el documento que buscaba.
Me senté en un rincón lejano con el archivador en la rodilla.

Los médicos forenses de St. Paneras han informado de la muerte


de la señorita Jessica Lockwood (15), hija de los fallecidos
investigadores Celia y Donald Lockwood. En el último trágico
incidente que ha afectado a la familia, un fantasma petrificó a la joven
en un accidente en su casa de Marylebone el jueves por la noche. Su
hermano pequeño no pudo detener el ataque y la declararon muerta al
llegar al hospital. Se anunciarán los detalles sobre el funeral. No es
necesario que envíen flores.

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Eso era todo, apenas una mención. Pero contenía lo necesario para que me
quedase allí, inmóvil. Tenía muchas cosas en las que pensar, sobre todo en
una. Según lo que recordaba de nuestra conversación acerca de su hermana,
Lockwood había insinuado claramente que él no estaba allí cuando se había
producido el accidente.
Este artículo sugería lo contrario.

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12

E l día empeoró. Por supuesto que sí. A primera hora de la tarde, George y
yo seguíamos sin haber encontrado nada. En mi caso, al menos nada
que estuviéramos buscando oficialmente. Había llegado el momento de
volver a la oficina, pero George quería comprobar unas revistas desconocidas
que se encontraban en otro edificio, a unas manzanas del archivo principal.
Dijo que me alcanzaría luego, así que caminé con pesadez hacia Portland
Row yo sola. Cuando entré en el vestíbulo, lo primero que vi fue a Holly
Munro, toda ataviada con un cinturón de trabajo de agente y un estoque.
Llevaba un bonito abrigo de cuero, mitones de cuero negro y un jersey de lana
que no había visto nunca.
Me pilló mirándola.
—¿El jersey? Lo sé. No es muy favorecedor. Es uno antiguo de
Lockwood. Dice que encogió en la lavadora. Aunque todavía huele a él.
Lockwood se asomó desde el salón, con una bolsa de trabajo en cada
mano.
—Holly nos acompañará esta noche —dijo—. ¿Dónde está George?
—Sigue buscando. Pero…
—No podemos esperarle. A este paso solo tendremos una hora o dos antes
de que oscurezca. Puede reunirse con nosotros en la casa. Tengo aquí tu
bolsa, Lucy. Tenemos que irnos, así que aprovecha ahora para ir al baño o lo
que sea.

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Desapareció.
Holly yo permanecimos ahí, la una frente a la otra en la entrada. Ella
esbozó una sonrisa pequeña, la que usaba por defecto y que podría significar
algo o nada. Oí a Lockwood hurgando en la habitación contigua y silbando
una melodía desentonada entre dientes.
—En realidad no necesito ir al baño —comenté.
—Ya.
Nos quedamos allí. ¿De dónde habría sacado los guantes? Se parecían
sospechosamente a los que yo tenía de repuesto y que guardaba en mi taquilla
para las armas. Sin duda reconocía la espada: era una antigua que usábamos
para practicar en la sala de los estoques.
Respiré hondo.
—¿Y por qué…?
—Lockwood ha…
Las dos hablamos a la vez. Ahora nos habíamos callado, yo con mayor
decisión. Después de una pausa, Holly continuó:
—Lockwood ha tenido una entrevista difícil con la señora Wintergarden
—explicó—. Quiere resultados inmediatos. Qué mujer tan exigente. Él dice
que necesitaremos todos los ojos posibles esta tardé para intentar encontrar el
origen antes de que se haga de noche. Me he ofrecido a acompañaros y me ha
buscado algo para asegurarse de que esté protegida y no pase frío. Espero que
no te importe, Lucy.
—No, para nada —respondí. ¿Por qué me iba a importar? Era típico en
ella asumir que me supondría un problema. Señalé su ropa—. Pero ¿es
sensato? ¿Qué experiencia de campo tienes?
—Participé en muchos casos en Rotwell —contestó—. De hecho, cuando
empecé obtuve los certificados del primer y el segundo examen. Después
entrené con el estoque para…
—Ya —la interrumpí—. Pero deberías saber que este visitante no es un
fantasma de tipo uno ni nada parecido. Es mucho más terrible que eso.
Holly Munro se llevó uno o dos mechones de pelo detrás de la oreja.
—Bueno, yo he visto algunas cosas. Estuve allí en el caso de la bodega de
Holland Park, cuando esos siete perros espectrales encerraron a mi equipo en
el subsuelo. Fue una situación bastante difícil. Y después de aquello…
—He oído hablar de Holland Park, Holly, y te aseguro que lo que forma
las huellas ensangrentadas es diez veces peor. Solo te estoy avisando. No
quiero asustarte. Es que no me gustaría que resultaras herida.
La sonrisa insulsa vaciló.

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—Lo haré lo mejor que pueda.
—Espero que con eso baste —dije.
Lockwood salió del salón, se colocó entre nosotras y cogió su abrigo del
perchero.
—¿Ya estáis listas? —preguntó—. Genial. Le he dejado una nota a
George. Jake debería estar aquí con el taxi en cualquier momento, así que
saquemos el equipo. ¿Esas bolsas son tuyas, Holly? Por favor, no te molestes.
Déjamelas a mí.

El número cincuenta y cuatro de la plaza de Hannover nos recibió igual que el


día anterior. Unos rayos de luz apagada descendían del tragaluz en lo alto e
iluminaban las extrañas esquinas de la escalera, los tablones de madera, los
peldaños desgastados y algunos trozos de la pared. Escuché, como siempre
hago cuando entro en una casa así, pero era difícil oír con todo el parloteo de
Holly y Lockwood. Él le explicaba en voz baja dónde nos habíamos colocado
en la vigilia anterior y ella le hacía infinitas preguntas y se reía con sus
comentarios. Intenté ignorarlo y, al mismo tiempo, reprimir el enfado que se
retorcía en lo más profundo de mi pecho. Había que evitar el enfado, al igual
que el resto de los sentimientos negativos. A los agentes que no lograban
controlar sus emociones les pasaban cosas malas.
Me consolé pensando en que pronto estaríamos demasiado ocupados
intentando sobrevivir como para preocuparme por nada de aquello. Además,
George vendría y la dinámica cambiaría.
Pero George no apareció.
Seguimos sin él, buscando posibles orígenes; primero en el sótano y luego
en el desván. No me gustaba nada el sótano. Hasta donde sabía, dos personas
se habían caído y muerto allí. La cocina, separada por una especie de arco a
los pies de la escalera, era moderna e inofensiva, aunque la temperatura bajó y
los azulejos hicieron que me escociera la piel. Analizamos el suelo con
navajas y estudiamos la tarima de la escalera, pero no encontramos ninguna
cavidad oculta en la que podría hallarse la reliquia de la primera tragedia.
Comprobé las paredes en busca de zonas huecas. Lockwood se puso a cuatro
patas, gateó dentro de los armarios que habían construido en el interior de la
escalera y los revisó minuciosamente con la antorcha. No encontramos nada.
Holly Munro descubrió un almacén cercano en el que guardaban muchos
muebles negros y viejos. Al inspeccionarlos, nos pareció que eran de
principios del siglo XX, no de la época victoriana.

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—Es posible que el origen sean los azulejos —dije—, puesto que ahí es
donde tuvo lugar el acto final de la tragedia. Podríamos colocar una red de
cadenas aquí y ver si siguen apareciendo los fantasmas.
Lockwood se limpió el polvo de los pantalones.
—Buena idea. Pero primero buscaremos en el desván.
En cierto sentido, la parte superior de las escaleras era un reflejo de la
base: la zona que de verdad resultaba interesante era muy pequeña. Los
cuartos de los criados se encontraban tras un pasillo panelado y no tenían
nada que ver con el diminuto rellano del desván, que no era más que unos
cuantos tablones pulidos de quizá tres metros cuadrados, colocados a un lado
del último tramo de la elegante barandilla de olmo. El tragaluz dejaba ver un
pálido cielo azul. Como había hecho el día anterior, me asomé por la
barandilla y vi la enorme espiral plana de las escaleras, que se enroscaba
ligeramente por el grisáceo interior de la casa, dando vueltas y más vueltas,
cada vez más profundas, hasta llegar al lugar donde las sombras la envolvían
en el sótano, cuatro plantas más abajo.
Era una caída terrible. Me daba pena el Pequeño Tom por haberse
desplomado así.
Al final, la búsqueda del desván fue incluso menos fructífera que la del
sótano. Encontramos un rincón gélido y una tabla suelta. Aquello emocionó a
Lockwood, pero cuando tiramos de ella solo descubrimos polvo. Unas
cuantas arañas salieron, lo que podría haber significado algo. No había
manchas de sangre seca, cuchillos caídos ni trozos siniestros de ropa. El resto
del rellano estaba vacío.
—Solo es una idea, pero ¿podría ser que la escalera fuera el origen? —
preguntó Holly Munro—. Si el chico sangró en ella y el miedo que sintió al
subir corriendo siguiera impregnado en la madera…
—Todo podría ser una entrada al más allá —terminó Lockwood. Silbó—.
Es posible. No sé cómo le sentará a nuestra clienta que le digamos que tiene
que arrancar su preciosa escalera.
—Nunca he oído hablar de un origen tan grande —comenté.
Lockwood estaba observando el cielo tras el cristal. Ahora era como un
trozo de beicon crudo: gris, rosa y con estrías blancas.
—Ha habido casos. George lo sabría… Ojalá se dé prisa. Dijiste que solo
le quedaba un par de revistas por revisar. —Comprobó el reloj y tomó una
decisión repentina—. Bueno, tenemos que ponernos manos a la obra.
Colocaremos redes de cadenas en el sótano, como sugeriste, y también en este
rellano. Si eso impide la aparición, perfecto; si no, le daremos otra vuelta.

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Quiero que observemos como ayer y no hagamos nada. Esta vez yo me
quedaré en el sótano y veré si noto algo distinto. Lucy, tú puedes vigilar aquí
arriba. Las velas, las protecciones y todo lo demás se queda igual.
—¿Qué puedo hacer yo? —preguntó Holly Munro.
Le sonreí y me apoyé sobre la barandilla.
—¿Qué te parece esto? —respondí—. Tengo muchísima sed. ¿Crees que
podrías poner la tetera, Holly? Y si tienes tiempo, también me comería unas
cuantas galletas. Muchísimas gracias.
Nuestra ayudante, después de un ínfimo instante de duda, asintió.
—Por supuesto, Lucy.
Bajó las escaleras con una sonrisa obediente.
—Es buena —dije—. Me alegro de que la trajeras.
Lockwood me observaba.
—Tienes que ser un poco más generosa. No tiene por qué estar aquí esta
noche.
—Solo me preocupo por ella —contesté—. Tú sentiste la energía que
irradiaban los fantasmas anoche. Es nueva en esto. Ni siquiera sabe cómo
sujetarse el estoque al cinturón. Por poco se tropieza con él hace un rato.
Me permití una sonrisa minúscula y vi cómo Lockwood me miraba para
luego apartar la vista.
—Bueno, pues no tienes que preocuparte demasiado, porque yo la
cuidaré. Puede ponerse a mi lado en el círculo. Así estará a salvo. A ti no te
pasará nada, lo sé. Ponte a colocar las cadenas. Te veré abajo en unos
minutos.
Después se marchó y recorrió la espiral de escalones con el abrigo largo
ondeando y mi mirada enfurecida fija en él.

Lo que pasó en las siguientes horas no ayudó nada a mejorar mi estado de


ánimo. La casa se oscureció y el brillo pálido y tenue de nuestra hilera de
velas vigías les indicaba el camino a los fantasmas. Comimos, descansamos y
comprobamos el equipo. George no apareció. Aquello nos sorprendió y nos
preocupaba que lo ocurrido en la zona de contención le hubiera obligado a
retrasarse. Eché de menos su compañía cuando Lockwood se mostró
totalmente frío conmigo mientras nos acabábamos los sándwiches y las
galletas. La presencia de Holly me inquietaba. Era obediente y segura a la
vez. Su inexperiencia estaba al mismo nivel que su confianza natural en sí
misma. Ambos aspectos, aunque cada uno de forma distinta, conseguían

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atrapar la atención de Lockwood. A mí me aislaba y hacía que me sintiera
incómoda y desprotegida.
Lockwood había colocado una red de cadenas de plata sobre los azulejos
del sótano y, a poca distancia, un círculo de cadenas de hierro. Fiel a sus
palabras, era un espacio amplio, perfecto para dos personas. Cuando cayó la
noche, Holly y él se protegieron allí mientras charlaban en voz baja. Yo tuve
que subir a mi solitario puesto de vigilancia en el otro extremo de las
escaleras. Parte de mí sabía que no estaba siendo razonable. Realmente, nada
de lo que hacía Lockwood estaba mal. Pero se había alterado la forma
correcta de proceder —que él y yo trabajáramos codo con codo—, y la
desaprobación me irritó la barriga, como si me hubiera tragado un cubo lleno
de piedras afiladas.
En el rellano del ático, me senté dentro de las cadenas de hierro, entre dos
faroles apagados. Dejé el estoque frente a mí como un tenedor de postre sobre
una mesa. Cerca yacía una red de cadenas, en el centro de la estancia. Saqué
un libro. Sabía que tendríamos que esperar mucho, así que esta vez me había
traído algo para distraerme. Era una de las novelas de suspense de tapa blanda
y maltratada de la estantería de Lockwood. Quizá había sido de Jessica o de
sus padres, Celia y Donald Lockwood, los ilustres investigadores psíquicos
que habían muerto en un trágico accidente hacía mucho…
Me invadió la rabia. Cerré el ejemplar de golpe. En treinta segundos, un
único párrafo en el archivo me había dicho más de lo que Lockwood había
compartido en todos los meses que había vivido con él. ¡El nombre de sus
padres! ¡Las circunstancias en las que había muerto su hermana! Si no fuera
tan patético, habría tenido hasta gracia. ¿A qué le tenía miedo? Parecía
bastante incapaz de abrirse y darme la confianza que me merecía. Sí, claro
que podía ser encantador cuando quería. Pero eso no significaba nada. Se
notaba en su comportamiento y en la facilidad con la que sobreprotegía a su
nueva ayudante mientras a mí me daba la espalda.
Seguramente seguirían charlando juntos en la oscuridad. Yo no tenía a
nadie. No tenía a George. ¡Qué diablos! Tampoco tenía a la calavera (como
Holly no sabía de mi conexión con ella, no habíamos podido traerla
disimuladamente esta vez). No podía hablar con nadie. Estaba totalmente
sola…
Me liberé de la autocompasión. No, eso era una estupidez. El
comportamiento de Lockwood no quería decir nada. Subí la intensidad del
farol y abrí el libro.
Me daba igual.

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Incluso así, los pensamientos negativos seguían ahí cuando empecé a leer.

La noche avanzó con su habitual cronograma. La atmósfera de la casa se


debilitó de forma imperceptible conforme pasaron las horas, como una familia
noble que pierde importancia y, con el nacimiento de nuevas generaciones,
alcanza un estado innato de locura y decadencia. El aire se volvió frío y
húmedo, lo que era un indicio de las sensaciones desagradables.
Todo transcurría exactamente igual que el día anterior.
Mantuve la cabeza baja, masqué chicle y pasé las páginas del libro.
Dieron las doce. Las puertas entre los dos mundos se abrieron. Las
presencias llegaron.
Esperé. Solo recogí el estoque y me puse en pie cuando el estruendo del
sótano me avisó de que el farol de Lockwood se había caído.
El silencio inundaba el edificio y recorría la escalera, bloqueándolo todo.
Esperé a lo que sabía que se acercaría hacia mí corriendo escaleras arriba.
Esperé…
Las velas de la planta inferior se apagaron. Oscuridad, oscuridad,
oscuridad, oscuridad… Una detrás de otra, tan rápido como un pestañeo.
Como antes, las figuras subieron arrastrándose. El chico débil se tropezaba y
el gigante monstruoso que le perseguía alargaba los brazos en busca del
cabello suelto del primero. Esta vez los oí llegar: los dolorosos chirridos del
perseguidor y los jadeos desesperados del chico condenado a morir. Llegaron
a lo más alto. Allí estaba, enmarcado durante unos instantes bajo mi mirada.
El niño era mayor que Lockwood y tenía un rostro bonito de color blanco
hueso y los labios encogidos del miedo. En ese momento sentí que nuestras
miradas se encontraban, como si hubiera mirado más allá de la espantosa
repetición de la persecución y me hubiera visto. Entonces desapareció. La
figura tosca que le seguía cayó sobre él cuando alcanzaron las barandillas.
Haces brillantes de luz fantasmagórica envolvieron el momento de su último
forcejeo. Con un empujón y un grito que me desgarró el corazón, el rellano se
sumió en la oscuridad. Oí estruendos más abajo, el crujido de la madera
cuando algo se precipitó encima a una altura intermedia y luego un impacto
repugnante en lo más profundo.
Saqué un pañuelo del bolsillo y me limpié el sudor de la cara. Tenía frío,
temblaba y sentía una pena enfermiza. Aumenté la intensidad de los faroles y
me detuve a observar el suelo.

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Había pisadas manchadas de sangre alrededor del círculo. No en la red de
plata, pero sí cerca de las cadenas. Eran espesas y sangrientas. Se superponían
como si alguien hubiera caminado por allí. Alguien desesperado por entrar.
Desesperado por hallar una conexión…
Aún podía ver el rostro pálido del pobre chico cuando cerraba los ojos.

—Creo que está en el sótano. —Lockwood lo afirmó con voz tranquila y


segura; parecía tan calmado e impasible como siempre—. He visto cómo la
figura se estrellaba contra el suelo. No ha sido donde estaba la red en el centro
de los azulejos, sino cerca de la pared en la que hay un arco que conduce a las
cocinas. Creo que no hemos mirado en esa zona. El origen tendrá que estar
allí. Echaré un vistazo.
Nos habíamos encontrado en la habitación de los cuadros y Lockwood
había preparado tazas de té revitalizante para todos. Holly Munro parecía
necesitarla. Su sonrisa habitual había desaparecido y su rostro estaba tenso.
—Ha sido horrible —dijo—. Desde el principio hasta el final. Terrible.
Me apoyé contra la mesa mientras sujetaba la taza.
—Has visto algo, ¿no?
—No es por lo que he visto, sino por lo que he sentido. La presencia de
algo.
Se estremeció.
—Sí, así suelen ser las primeras veces —coincidí—. ¿Qué quieres que
haga, Lockwood?
No le miré directamente.
—Aunque no encuentre nada abajo, empaparé todo con solución salina y
espolvorearé hierro. Eso debería bastar, pero también me gustaría que
limpiaras el rellano del desván con sal, Lucy, por favor; es solo para
asegurarnos. Si encuentro el origen, todo irá perfecto. Si no es así, haremos lo
mismo con toda la escalera. Tú puedes quedarte aquí, Holly. Pareces agotada.
—Haré lo que me toca —aseguró ella.
Su voz sonaba débil y temblorosa. Lo dijo como si fuera algo muy difícil,
como si solo tuviera una pierna y le pidiéramos que subiera la escalera
bailando al ritmo de la chirimía.
Puse los ojos en blanco, me terminé la bebida y me dispuse a completar
mi tarea.
Cuando llegué al rellano del desván, aparté el círculo de cadenas de una
patada, saqué la botella de agua y un proyectil de sal y empecé a mezclar la

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solución en un bol de plástico que guardaba en una de las bolsas. Puede que
lo removiera con más fuerza de la estrictamente necesaria. Parte del mejunje
se derramó por los bordes y cayó sobre una de las manchas de sangre, que
silbó y burbujeó como una sopa en un hornillo caliente. Encontré un trapo y
lo llevé todo hasta las escaleras.
Luego me agaché y empecé a humedecer el suelo golpeando el paño con
rabia.
El problema era que Lockwood siempre seguía la misma estrategia con
todas las apariciones. Acabar con el fantasma. No interactuar con él.
Destruirlo. El espíritu de Cooke era peligroso, sí. Teníamos que deshacernos
de él. Y eso significaba que el Pequeño Tom también se iría, sin ni siquiera
pensárnoslo dos veces. Podía hablar con la calavera desagradable hasta
hartarme, porque estaba bien protegida. Pero Lockwood nunca me dejaría
probar las mismas técnicas en un caso real. Era una oportunidad
desaprovechada.
Entendía por qué era tan intransigente con ello. ¿No? «Su hermano
pequeño no pudo detener el ataque»… ¿Todavía le afectaba el duelo? ¿O era
una profunda sensación de culpa?
Me senté sobre los tobillos y me aparté el pelo de los ojos. Fue entonces
cuando me percaté de que las pisadas ensangrentadas habían desaparecido.
Los tablones de madera del rellano y de la escalera volvían a estar limpios.
Comprobé el reloj. Ayer tardaron más de cincuenta minutos más en irse. Era
un cambio notable en el patrón de la aparición. De nuevo alerta, escuché. Allí
sentada, sentí un hormigueo en los dedos y el aire frío me acarició la cara con
suavidad. También capté sonidos. Algo que respiraba…
O que imitaba el sonido de la respiración, recordando cómo era estar vivo.
Me agaché y reduje la intensidad de los faroles. Cerré los ojos y conté
despacio hasta siete mientras oía las bocanadas suaves, superficiales y
aterradas. Sonaban como los jadeos de un perro.
Me puse en pie y abrí los ojos. Me había dado un tiempo para
acostumbrarme a la oscuridad. Incluso así, tardé varios segundos en fijarme
en el contorno de una persona que se erguía más abajo, en las escaleras.
La luz fantasmagórica que antes le había rodeado se había reducido hasta
casi desaparecer. Como las cenizas de una hoguera al día siguiente, brillaba
con una neblina tenue y gris. No vi ningún rasgo en su cara. Los hombros
delgados sí eran perceptibles, al igual que la pobre postura encogida y la
cabeza ligeramente inclinada mientras me miraba.
—¿Tom? —pregunté.

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No tenía que darme la vuelta para saber que el círculo se había roto
cuando le había dado una patada y que ahora no era más que una maraña de
cadenas enredadas. Nada preocupante. Podría usarlas si las necesitaba. Y en
ese momento no quería hacerlo, porque sabía que todo ese hierro ahogaría mis
sentidos y haría que me costara escuchar.
—¿Qué quieres, Tom? ¿Cómo podemos ayudarte? —inquirí.
¿Era mi imaginación o la figura brillante se había movido? Eso me
pareció.
—¿Dónde está el origen? —pregunté—. ¿Qué te ata a este mundo?
Los sonidos me hacían cosquillas en los oídos. Eran extremadamente
tenues y frágiles, pero estaba a punto de escucharlos, lo sabía. Di medio paso
hacia las escaleras.
La figura se movió en respuesta y avanzó otro paso.
—¿Cómo podemos ayudarte?
En lugar de pronunciar palabras, soltó un grito triste, suave, apenado y
patético. Parecía un animal salvaje, mudo y aterrorizado que temiera
acercarse a los humanos. Pero los animales pueden domesticarse. Solo tienes
que demostrarles que pueden confiar en ti. Me acerqué aún más con una mano
alzada.
—Dime qué puedo hacer.
Esta vez sí que oí algo, sin duda. Puede que fueran palabras, pero pasaron
muy rápido. Frustrada, me mordí el labio. Entonces me percaté de una cosa.
Mi estoque era de hierro, igual que las cadenas. Su aura me estaba
perjudicando, puesto que ensordecía el sonido, ahuyentaba al patético
fantasma y aumentaba su desconfianza. De repente, la respuesta estaba clara.
Dejé la espada a un lado y, en cuanto lo hice, obtuve mi recompensa. El rostro
pálido del criado apareció de pronto, como si lo iluminara un rayo de luz
sucio. Era tan lamentable como lo recordaba: unos grandes ojos negros que
brillaban de tristeza y unas lágrimas que le caían por las mejillas.
—Cuéntamelo —le pedí.
—Te lo contaré…
Me estremecí de la emoción. ¡Había respondido! ¡Lo estaba
consiguiendo! Igual que con el señor mayor del sillón. Mi teoría era cierta. Se
podía mantener el contacto con los fantasmas si te preparabas para exponerte
y asumías el riesgo.
Una voz lejana me llamó por mi nombre. Era Holly Munro, a una o dos
plantas de distancia. El fantasma vaciló y el rostro se atenuó, como si lo

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engulleran de nuevo las sombras. Maldije. Incluso ahora, sin ni siquiera
quererlo, nuestra ayudante conseguía meter la pata…
—No te vayas —dije.
Avancé unos pasos más.
El chico se encogió de nuevo y, poco a poco, la luz regresó a su rostro.
Sonrió.
—Te lo contaré…
El portazo de una puerta en la lejanía, cuyo ruido retumbó por toda la
casa. El fantasma volvió a desvanecerse. Esbocé una mueca de irritación. Más
voces… Bajo la niebla de concentración, reconocí a George en el vestíbulo y
a Lockwood respondiéndole. ¡Ignóralo! El fantasma me sonreía. Si pudiera
conseguir que volviera a hablar…
—Me llamo Lucy —dije—. Dime qué necesitas.
El espíritu sonriente flotó más cerca; unos mechones de pelo rubio
temblaban como una corona ardiente sobre su frente. Los detalles del cuerpo
no eran visibles y los brazos le colgaban a ambos costados.
—Necesito…
—¿Dónde está Lucy? —Era George. Oí la respuesta murmurada de Holly
y luego el eco de la voz de George subiendo por las escaleras—. ¡Luce!
—Ignórale…
Yo también sonreía para intentar mantener la conexión. El frío era
doloroso y me quemaba la piel. Qué tímida e insegura era mi sonrisa en
comparación con la del chico. Qué impaciente estaba, qué ansioso.
—Necesito…
—¡Oye, Luce! ¡Nos hemos equivocado! ¡Robert Cooke no es el grande!
¡Es el fantasma pequeño!
Contemplé la figura brillante que me sonreía cuatro escalones más abajo.
—¡Fue el chico quien apuñaló al criado! Pequeño Tom era el apodo del
tipo, porque era enorme. ¡El niño estaba loco! Apuñaló a Tom y él le
persiguió por toda la casa. Llegaron arriba y Tom estaba débil por la pérdida
de sangre. Forcejeó con el niño hasta que él le empujó desde arriba. ¡Nos
hemos equivocado desde el principio!
El fantasma se acercó ondeando.
—Necesito…
Nos habíamos equivocado desde el principio. Ah, qué bien. Di un paso
despacio hacia atrás.
El fantasma abrió la boca.
—Necesito acabar contigo —dijo.

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Sonrió. Levantó los brazos. Ríos de sangre corrían por las extremidades.
Entonces subió flotando las escaleras hacia mí.
Caí de espaldas,gritando y rebuscando en mi cinturón.
Tiré lo primero que encontré, casi directamente a mis pies, bajo las manos
sangrientas estiradas. Solo era sal. La cápsula se hizo añicos. El fantasma
parpadeó y, como una tira de película interrumpida que hubiera sido cortada,
unida de nuevo y reconstruida, apareció una vez más tras de mí,
bloqueándome el camino hasta el estoque, la red y las cadenas. Salí disparada
en busca de un destello. Tropecé con el bol de solución salina y caí con
fuerzas sobre la barandilla. Pisadas, antorchas y voces en las plantas
inferiores. Tenía las piernas mojadas. Los ojos del fantasma también estaban
mojados de las lágrimas. Las pisadas de sangre aparecieron tras él en el suelo.
Alcancé el destello, pero tenía los dedos entumecidos por el frío y el miedo.
No pude sacar el proyectil. El fantasma llegó hasta mí, sonriendo y tratando
de agarrarme. Me aparté de él con un grito y me precipité sobre la barandilla.
Colgaba sobre la horrible caída, aferrada a la madera y retorciéndome para
aguantar mientras la figura se acercaba. Se cernía sobre mí, con los largos
brazos estirados, los ojos cavernosos y los labios separados con una sonrisa
detestable y estúpida. Alguien subía corriendo las escaleras. La sangre caía de
sus dedos curvados. Unas gotas mancharon mi chaqueta, que burbujeó y echó
humo. El fantasma se acercó. Un peso enorme me aplastaba, deseando que
cayera de espaldas al vacío.
Nunca entendí cómo consiguió Lockwood saltar tan lejos. Estaba en la
escalera, a kilómetros de distancia, y subía los peldaños de tres en tres.
Entonces se lanzó por encima de la última curva de la barandilla, evitando por
completo la esquina. El impulso le llevó hacia delante como una flecha, por
encima del horrible abismo. Cuando pasó a mi lado blandiendo el estoque y
con el abrigo estirado como si de unas alas se tratase, estaba prácticamente en
horizontal. La hoja de la espada atravesó el espacio que me separaba de la
figura encorvada. El fantasma desapareció. Lockwood siguió sus pasos. Oí el
jadeo de dolor cuando aterrizó y luego un forcejeo, un golpe seco… y un
silencio repentino.
Colgaba sola sobre la caída.
—Lockwood… —le llamé.
No sirvió para nada. Tenía los dedos demasiado adormecidos y la madera
se me resbalaba.
Empecé a escurrirme…

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Entonces me sujetaron por las muñecas, y allí estaba Holly Munro,
apoyándose contra la barandilla mientras gritaba. George se había arrojado a
su lado y me agarraba y tiraba de mis brazos. Juntos y sin mucho cuidado,
como unos pescadores que arrastran las redes llenas de pescado, me
levantaron y me recogieron despacio, haciendo pausas vergonzosas. Llegué al
rellano.
Allí vi a Lockwood, de bruces sobre el suelo de madera.

Página 138
IV
Inquietud

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13

L os tres nos sentamos juntos en la cocina de Portland Row.


Una neblina azul inundaba la estancia; la luz previa al ocaso había
llegado.
—Se pondrá bien —dije—. ¿No?
George estaba mirando los restos del chocolate caliente, como si pudiera
leer el futuro en los posos de la espuma.
—Sí, por supuesto que sí. Claro.
—Solo ha sido un golpe en la cabeza, ¿verdad? Se desmayó y estaba un
poco mareado… Pero ahora está bien.
—Sí.
—Bueno, esperamos que sea así —contestó Holly Munro sonriendo—. En
un par de días sabremos si ha sufrido una conmoción. Y veremos si se ha
partido el cráneo o si tiene sangre en el cerebro.
Removió la ensalada de frutas y el yogur de cereza con una cuchara.
El día anterior, sus modales remilgados y correctos me habían sacado de
quicio, al igual que la forma en la que me miraba fijamente. Pero ahora no
tenía la energía ni las ganas de aguantar sus quejas. El estado de Lockwood
era culpa mía. Y Holly Munro me había sujetado cuando había estado a punto
de caer.
—Está despierto y quiere desayunar —dijo George—.
Eso debe ser una buena señal.

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Ella asintió.
—Le he cambiado las vendas y creo que casi ha dejado de sangrar. Lo
único que podemos hacer es darle té dulce y comida, y que descanse mucho
en la cama.
Se levantó y encendió la tostadora.
—Ni de broma va a quedarse en la cama —contestó George—. Ya le he
pillado bajando a escondidas a por el teléfono, porque quería llamar a
Wintergarden.
Holly Munro puso la tetera con una sonrisa.
—Es lo que vas a hacer tú ahora, ¿no, George?
—Por supuesto. Esperaré a que sean las nueve y luego le daré la buena
noticia. Todo está controlado. ¿Verdad, Lucy?
—Claro.
Aparté los cereales que no me había comido.
Todo el caso de las pisadas ensangrentadas estaba controlado, a pesar de
mí (o gracias a mí). Lockwood, en un salto frenético para salvarme, había
atravesado la esencia del fantasma con su estoque. Este se dobló y se retorció
hasta retroceder hacia el rellano del desván. George llegó unos minutos
después que Lockwood y vio cómo el espectro cruzaba el arco que conducía a
los dormitorios de los criados y se perdía por los tablones del pasadizo lejano.
Cuando yo estuve a salvo, se apresuró hacia allí y metió la navaja en el punto
exacto en el que había desaparecido.
Pasamos la siguiente media hora inquietos mientras atendíamos a
Lockwood, que estaba inconsciente a causa del impacto de la caída. Volvió en
sí y le curamos la herida de la cabeza. Entonces, George fue solo hacia el
pasillo con una palanca y una red de cadenas. Le siguieron unos ruidos secos
y unos chasquidos. A su regreso, había traído consigo un paquete bien
envuelto en plata. Era una lata maltrecha que contenía el chal de una mujer
victoriana.
Ahora, el paquete plateado yacía sobre la mesa de la cocina, entre las
tazas, las cajas de cereales y la tabla para cortar el pan. Teníamos una amplia
oferta de desayuno. George había comido bien. Incluso Holly estaba
engullendo con decoro varias opciones saludables. Yo no había probado
bocado.
—Lucy, será mejor que comas —sugirió George.
Asentí.
—Ya. Lo haré.
Holly estaba colocando unos platos y mantequilla en una bandeja.

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—No te desanimes demasiado, Lucy. Si no te hubieras expuesto al
bloqueo fantasmal, el visitante no habría revelado dónde se encontraba el
origen. Así que en realidad el éxito te lo debemos a ti. —Me sonrió—. Es una
forma de verlo.
Tenía un nudo pequeño y caliente en el estómago. Llevaba allí desde que
había balbuceado la primera ronda de disculpas y agradecimientos, hacía unas
horas.
—Gracias —respondí—. Eres muy amable.
George me observaba.
—¿Qué fue exactamente lo que experimentaste, Lucy? —quiso saber—.
¿Qué te hizo soltar el estoque?
Buena pregunta. Si lo recordaba, me costaba aceptar la facilidad con la
que me había manipulado el fantasma de las manos cubiertas de sangre. Pero
no iba a decir nada delante de Holly. Ni siquiera tenía claro si quería
contárselo a George.
—¿Estabas en trance? —preguntó Holly—. Una vez, un ermitaño
hipnotizó a dos aprendices que conocía en la calle Lambeth. Los rescataron
justo a tiempo, como a ti. Dijeron que había sido como estar en un sueño.
—Yo no soy una aprendiz —contesté—. Más bien lo contrario, porque era
plenamente consciente.
—Eso pensabas —replicó George con sequedad—. Está claro que no era
así. Hay una teoría que habla de los fantasmas que se nutren de las atmósferas
psíquicas. Detectan las emociones y se aprovechan de ellas. ¿Te sentiste
especialmente abandonada o sola allí arriba?
—No, por supuesto que no. —Fruncí el ceño—. Para nada.
No le miré.
—Por lo que dices, parece que fue la sensación de necesidad y abandono
lo que volvió loco a Robert Cooke —siguió George—. Al final averigüé el
resto de la historia. Salía en un panfleto barato llamado Los misterios de
Londres. Lo encontré muy rápido en el otro edificio del archivo, pero me
quedé allí atrapado cuando el DICP acordonó la calle. Por eso llegué tan
tarde. Había una protesta y luego alguien vio a un mutilado (o dijo que lo
había visto) y pasaron horas hasta que nos dejaron salir del edificio. Pero la
explicación sensacionalista del horror de la plaza de Hannover lo deja bien
claro. El padre del tal Cooke —que tenía dieciséis años, por cierto—
prácticamente le había abandonado y siempre estaba en el extranjero. Pero él
tenía una estrecha relación con su madre. Le malcriaba. Cuando ella murió,
una enfermera mayor empezó a cuidarle y le malcriaba todavía más. Después

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ella también murió y la sustituyó un criado, al que apodaron Pequeño Tom.
Era un hombre grande, un poco lento y al parecer casi mudo. Al crío le
molestaba y empezó a maltratarle. Perdía el control y entraba en cólera
cuando al Pequeño Tom se le olvidaba algo o no lo hacía lo suficientemente
rápido. Sea como sea, una noche, el crío se volvió loco porque el criado le
había perdido sus botas favoritas o algo así. Bajó a la cocina, empezó a atacar
a Tom, sacó un cuchillo y le apuñaló. Había sangre por todas partes y Tom
resultó gravemente herido, pero era fuerte y estaba enfadado. Persiguió a
Robert Cooke por toda la casa, hasta el rellano del desván, donde volvieron a
forcejear. Tom cayó por encima de la barandilla. Arrestaron a Cooke, que
estaba sentado sobre un charco de sangre. —George se estiró en la silla y se
olisqueó disimuladamente la axila—. Bueno, pues así es como pasó. Sí que
necesito un baño.
—El chal que encontraste… —dijo Holly Munro—. ¿Era de su madre?
—Yo creo que sí. Era algo importante para él. Quién sabe qué clase de
resentimiento y desesperación hizo que se volviera loco.
Me encogí de hombros.
—Sin duda era un tipo muy confundido.
—Sí —dijo George—. Hay muchos así por ahí.
Me miró.
—Bueno, ya es la hora —comentó Holly Munro entusiasmada—.
Lockwood estará impaciente. Le llevaré el desayuno.
—Puedo ir yo si quieres —propuso George—. Tienes que estar cansada,
Holly.
Me erguí de golpe.
—No —repliqué—. Iré yo.
Sin esperar, recogí la bandeja.

De todas las habitaciones de una casa, se supone que la que mejor refleja la
personalidad de quien la habita es el dormitorio. Esa teoría probablemente
serviría con mi cuarto (con ropa y cuadernos de dibujo desperdigados), y sin
duda era cierta con el de George, si conseguías ver más allá de los libros de la
biblioteca, los manuscritos, la ropa arrugada y las armas. El de Lockwood era
más difícil. Había una fila de viejos ejemplares de los libros blancos de Fittes
colocados sobre una cómoda y un armario donde sus trajes y camisas estaban
perfectamente ordenados. Las paredes estaban decoradas con varios cuadros
de tierras lejanas que sugerían los viajes de sus padres: ríos que atraviesan una

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selva tropical y volcanes que se alzan sobre unas colinas bordeadas de
árboles. Supuse que habría sido su habitación. Pero no había fotografías, ni de
ellos ni de su hermana Jessica. El papel pintado de rayas y las cortinas verdes
y doradas decían, de una manera inexpresiva, tan poco sobre Lockwood como
una caja encalada. Puede que durmiera allí, pero siempre sentí que en realidad
no había señal alguna de que viviera en aquel dormitorio.
Las cortinas estaban echadas y había una lamparita encendida. Lockwood
estaba tumbado en la cama, con la espalda apoyada sobre dos almohadas de
rayas y las delgadas manos entrelazadas encima de la colcha. Una venda
blanca bien enrollada, ladeada como un turbante torcido, le oscurecía la parte
superior de la cabeza. En un trozo, una mancha oscura señalaba el corte por el
que había sangrado y un mechón de pelo oscuro se asomaba por el otro lado.
Estaba pálido y delgado (lo que no era ninguna novedad) y le brillaban los
ojos. Me observó mientras dejaba la bandeja.
—Lo siento —dije.
—No te preocupes. Ya te has disculpado antes.
—No estaba segura de si lo recordabas.
—No me acuerdo de todo. Recuerdo despertarme con la cabeza sobre el
regazo de alguien. —Sonrió—. No sé si era el tuyo o el de Holly.
—En realidad era el de George.
—Ah, ¿en serio? —Se aclaró la garganta y se incorporó apresuradamente
—. Claro… Cierto.
—Me han dicho que te diga que te quedes en la cama. George es el que
más insiste.
—Hoy él está al mando, ¿no? Yo estoy bien. Holly se ha ocupado del
golpe. Mira qué bien lo ha hecho. Tiene formación en primeros auxilios,
¿sabes?
—Cómo no.
Le pasé la bandeja.
Untó la tostada con mermelada. Observé el cuadro más cercano. En él se
veía un bloque de mampostería tallado, cubierto de plantas selváticas y casi
oculto tras las sombras de los árboles.
—Es un pórtico espiritista maya, de algún rincón de la península de
Yucatán —explicó Lockwood sin levantar la mirada—. Parece que mis padres
estuvieron allí… —Mordió la tostada—. Bueno, pues por fin ha pasado —
dijo—. Te lo advertí, pero no me escuchaste. Olvidaste toda tu formación
como agente y seguiste tu pequeña obsesión. Y nos pusiste en peligro a todos.

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Respiré hondo. Había llegado el momento de intentar explicarme y no
encontraba las palabras.
—Sé que ha estado mal. Pero hablé con él, Lockwood. Y me respondió.
—Y no tardó en intentar matarte. Casi nada.
—Vale, era el fantasma equivocado, pero…
—¿El fantasma equivocado? —Se rio en voz baja, pero no le hacía gracia
—. Lucy, nunca habrá un fantasma adecuado. ¡Nunca! Y nunca volverás a
hacer algo así. ¿Está claro?
Me invadió una oleada de frustración.
—Soy la única que puede hacer esto, Lockwood. ¿Es que no te importa?
Sé que terminó mal y, sí, todo es culpa mía. Pero escúchame: tendrías que
haber sentido la conexión…
—Lucy —me interrumpió—, tú no me estás escuchando a mí. Te lo
volveré a preguntar. ¿Está claro?
Puse los ojos en blanco.
—S-sí.
—Eso espero —dijo—, o la próxima vez no vendrás.
—¿Y qué? ¿Me sustituirá Holly Munro?
Se le puso la cara blanca y permaneció callado.
—Soy yo el que decide quién viene y quién no —afirmó despacio—, pero
tengo clarísimo que no me acompañará alguien que ponga en peligro la
seguridad de los demás agentes. Si quieres pasarte el resto del invierno
enfrentándote sola a damas frías y llamadores de piedra, dilo y ya está. —
Bajó la mirada hacia el plato—. Holly es eficiente, servicial y mantiene la
casa limpia. Ah, y te ha salvado la vida. ¿Qué tienes exactamente contra ella?
Me encogí de hombros.
—Es un incordio. Siempre está estorbando.
Lockwood asintió.
—Ya veo. Así que Holly te estorbó con ese supersalto que te salvó la vida
anoche. Yo no te salvé. George habría sido demasiado lento. ¿Y qué si te
agarró ella? Es un incordio. —Apartó las sábanas—. ¿Sabes qué? Voy a bajar
y a decirle que la próxima vez te deje caer.
—¡Vuelve a la cama! —La cuerda de mi estómago se enredó más. Tenía
los nervios agitados y el corazón me latía con fuerza—. ¡Sé muy bien que
estoy en deuda con ella! ¡Soy totalmente consciente de lo perfecta que es!
Lockwood golpeó la mesita de noche con una mano.
—¿Entonces cuál es el problema?
—¡No hay ningún problema!

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—Entonces…
—¿Por qué la echaron de Rotwell?
Lockwood levantó los brazos por encima de la cabeza.
—¿Qué?
—¡A Holly! Si es tan genial, ¿por qué la echaron de Rotwell, entonces?
Cuando llegó me dijiste que la habían «echado» de la agencia. Solo tengo
curiosidad. Me gustaría saber por qué.
—Fue por una reorganización interna —bramó Lockwood—. De pronto
se vio trabajando para alguien con el que no se llevaba bien y pidió un
traslado. No lo hicieron, así que dimitió. Menudo misterio, ¿eh?
—¡Ya lo veo!
—¡Pues ya está!
—¡Sí! —grité—. ¡Ya está!
—¡Bien! —Sus piernas, cubiertas por el pijama, se hundieron en la cama.
Se dejó caer sobre una almohada—. Bien —dijo—, porque me duele la
cabeza.
—Lockwood, yo…
—Será mejor que te vayas y descanses. Lo necesitas. Como todos.

Ya me conoces. Soy obediente. Pasé las siguientes horas en mi dormitorio. Di


una cabezada, pero estaba demasiado alterada para descansar y demasiado
cansada para hacer nada más. Estuve mucho rato mirando el techo. En algún
momento, oí a George silbando en la ducha. El resto de la casa estaba en
silencio. Lockwood y George estaban en sus dormitorios. Supuse que Holly
se habría ido temprano.
Le estaba agradecida, por supuesto que sí. Les estaba agradecida a todos.
Qué sensación más buena el estar tan tan agradecida… Dejé escapar un
suspiro largo y triste.
—¿En qué piensas?
Estiré el cuello y miré de reojo el alféizar. La calavera del frasco no había
dicho ni pío desde que habíamos vuelto del primer viaje a la casa de
Wintergarden. Había permanecido en el alféizar, junto a un montón de
neceseres, desodorantes y diversas prendas arrugadas. Un tenue brillo verde
menta rodeaba el cristal, apenas perceptible bajo el sol apagado de noviembre.
El plasma era tan traslúcido como siempre y la calavera marrón y raída no era
más que una silueta, aunque la luz se colaba entre algunas de las muescas y

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suturas retorcidas de la cabeza. No había ni rastro de la cara horrible. Hoy
solo estaba la voz repelente.
—Sé cómo te sientes —comentó—. A mí también me odia todo el mundo.
—Tengo que preguntarte una cosa —dije apoyándome sobre los codos—.
Es la hora de comer, es de día y eres un fantasma. Los fantasmas no salen
durante el día. Pero tú estás aquí, molestándome.
Soltó una risa gutural.
—Quizá soy distinto a los demás. Igual que tú eres muy diferente a los
que te rodean, Lucy. —La voz se volvió más cavernosa y sonaba como una
campana mortuoria—. Diferente, apartada y SOOOOLA… Vaya, eso ha dado
miedo —añadió—. Casi me asusto yo.
Lo miré.
—¿No me vas a responder?
—Sinceramente, he olvidado la pregunta.
—Puedes manifestarte a la luz del día. ¿Cómo?
—En realidad, es probable que el principal motivo sean las propiedades
de mi cárcel de cristal de plata —contestó—. Al igual que me impide salir,
hace que la luz que entra sea más débil. Estoy en un crepúsculo eterno en el
que puedo vivir perfectamente. —El brillo se atenuó y por un momento pensé
que se había ido—. Bueno, anímame un poco —dijo—. ¿Por qué estás tan
triste? Quizá pueda ayudarte.
Recosté la cabeza sobre la almohada.
—No es nada.
—Ya, «nada». Llevas una hora observando el techo. Eso no le hace bien a
nadie. Lo próximo será cortarte el cuello con una de esas cuchillas rosas
desechables que tienes ahí o intentar ahogarte metiendo la cabeza en el váter.
He visto a chicas hacerlo —dijo con voz amable—. No me lo digas. Es por la
nueva ayudante.
—No. Ahora estamos bien. No está mal.
—¿De repente no está mal?
—Sí. Así es.
—¡Mentira! —La voz habló con una pasión repentina—. ¡Se ha colado en
tu casa! Ha invadido el pequeño reino que te has montado. Y lo sabe. Le
encanta el efecto que tiene en ti. Las chicas como ella son así.
—Ya, bueno. —Gemí y rodé hasta sentarme en un lateral de la cama—.
Anoche me salvó la vida.
Volvió a reírse.

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—Eso no es nada. Todos lo hemos hecho alguna vez. Lockwood.
Cubbins. Y también estoy yo, por supuesto, que te he salvado cientos de
veces.
—Estaba hablando con un fantasma. Me obsesioné tanto con él que aparté
las defensas. Holly me salvó. Y eso significa que ahora estoy bien con ella —
insistí—. ¿Entendido? No tienes que seguir hablando de eso. Ya no hay
ningún problema.
—A ver, ¿quién no te ha salvado el pellejo? Seguro que hasta el viejo Arif
de la tienda de la esquina lo ha hecho una o dos veces. Así de desgraciada
eres.
Le lancé un calcetín al frasco.
—¡Cállate!
—Oye, relájate —dijo la voz—. Yo estoy de tu parte. Aunque no me
valores. Un comentario útil por aquí, una opinión astuta por allá… Eso es lo
que te ofrezco, y encima gratis. Lo mínimo que merezco es un «gracias»
escueto de vez en cuando.
Me levanté de la cama. No tenía fuerza en las piernas. No había comido.
No había dormido. Estaba hablando con una calavera. ¿Acaso era de extrañar
que me sintiera rara?
—Te daré las gracias cuando me digas algo que me sirva —contesté—.
Sobre la muerte. Sobre morir. Sobre el más allá. ¡Piensa en todas las cosas de
las que podrías hablar! Ni siquiera me has dicho tu nombre.
Un suspiro susurrado.
—No es tan simple como eso. Es difícil unir la vida y la muerte, incluso
hablando. Cuando estoy aquí, no estoy allí. Todo se vuelve borroso para mí.
De entre todas las personas, tú deberías entender cómo es estar en dos
mundos a la vez, Lucy. No es fácil.
Fui hacia la ventana y observé la calavera, su estropeado paisaje de cortes
y marcas, y las suturas que ondeaban como el zigzag de un río que recorre un
páramo de hueso. Era lo más cerca que había estado sin que el rostro plásmico
y repulsivo apareciera. Dos mundos… Sí. Eso era lo que había experimentado
durante los segundos en los que había establecido una conexión psíquica. En
el rellano del desván había visto dos realidades a la vez y una desvirtuaba a la
otra. Tirar el estoque había sido una locura, un suicidio…, pero, en el
contexto de comunicarse con un fantasma, tenía todo el sentido. Tenía sentido
si encontrabas al fantasma adecuado, claro. Pensé en el chico cubierto de
sangre.

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—¿Por qué crees que tiraste el estoque? —dijo la voz—. ¿Por qué crees
que estabas tan confusa? Ninguno de tus amigos puede aspirar a entenderlo.
Es complejo y confuso poder hacer cosas que los demás no son capaces de
hacer. Créeme. Yo lo sé.
—¿Por qué eres diferente? —pregunté—. Hay tantos visitantes…
—Ah. —El fantasma sonó engreído—. Pero yo quiero regresar. Ahí está
la diferencia.
A lo lejos, alguien llamó al timbre de la casa.
—Será mejor que vaya o Lockwood intentará abrir… —dije. Cuando
llegué a la puerta, eché la vista atrás y observé el frasco un instante—.
Gracias.
Bajé.

George y yo nos reunimos en el rellano cuando el timbre sonó de nuevo. La


cabeza enturbantada de Lockwood ya estaba asomándose por la puerta de su
habitación.
—¿Quién es? ¿Un cliente?
—¡No es asunto tuyo! —gritó George—. ¡Tienes que quedarte en la
cama!
—¡Quizá sea un cliente interesante!
—¡Eso tampoco es asunto tuyo! Yo me ocupo, ¿vale? ¡Hoy mando yo!
¡No salgas de la cama!
—Está bien…
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Lockwood desapareció. Con un gesto de la cabeza, George y yo nos
encaminamos hacia la puerta. El inspector Montagu Barnes estaba allí, y
parecía más decaído y apagado que nunca. Bajo la monótona luz de la tarde,
era difícil saber dónde acababan los pliegues de su piel y dónde empezaba su
gabardina ancha.
—Cubbins —dijo—. Señorita Carlyle. ¿Les importa si paso?
Si nos importaba, tampoco es que pudiéramos haber hecho nada al
respecto. Le acompañamos hasta el salón, donde se detuvo con el bombín en
la mano.
—Han limpiado un poco —comentó—. No sabía que tuvieran alfombra.
—Solo estamos poniéndonos al día, inspector. —George se subió las
gafas; hablaba con un tono autoritario—. ¿Qué podemos hacer por usted?

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Barnes parecía tan relajado y tranquilo como un hombre que lleva
calzoncillos de fibra de vidrio. Suspiró con fuerza.
—Acabo de hablar por teléfono con la señora Fiona Wintergarden. Una
mujer muy… influyente. Me cuesta un poco creerlo, pero parecía encantada
con el trabajo que hicieron anoche y me ha pedido —puso énfasis en esa
palabra y nos miró, desafiándonos a contradecirle— que contrate sus servicios
para el brote de Chelsea. He venido a preguntarle oficialmente al señor
Lockwood si su agencia podría unirse a la investigación. —El inspector cerró
la boca. Su postura era más relajada ahora que había terminado la
desagradable tarea—. Por cierto, ¿dónde está Lockwood?
—Ah —respondí—. Está enfermo.
—Resultó herido en la casa de Wintergarden —explicó George—. Se dio
un golpe en la cabeza.
Asentí.
—Puede que sea una conmoción cerebral. Es muy serio. Me temo que no
puede atenderle.
—Pero no pasa nada —añadió George—. Yo estoy al mando. Puede
hablar conmigo.
Invitó al inspector a sentarse y él hizo lo propio en la silla de Lockwood.
—Buenas tardes, Barnes.
Lockwood entró a paso ligero en la habitación. Llevaba una bata larga, el
pijama y unas zapatillas persas. El turbante parecía más grande,
ensangrentado y torcido que antes. Barnes le miró como si estuviera en
trance.
—¿Ocurre algo? —preguntó Lockwood.
—No, nada… —El inspector se serenó—. Me gusta. Las vendas de la
cabeza le quedan bien, sin duda.
—Gracias. Claro. Quítate de ahí, George. Entonces…, ¿le he oído bien?
¿Por fin está pidiéndonos ayuda?
Barnes puso los ojos en blanco, arrugó los labios y ajustó el ala del
sombrero, algo muy importante.
—Sí —respondió—. Podría decirse así. El brote se está propagando y,
sinceramente, nos vendría bien cualquier ayuda que puedan ofrecernos.
Anoche también hubo disturbios y la zona afectada de Londres es… Bueno,
tendrán que venir y verlo ustedes mismos.
—¿Tan mal está?
Barnes se frotó los ojos con los dedos rechonchos. Llevaba las uñas
cortas, desiguales y mordidas hasta las cutículas.

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—Señor Lockwood —respondió despacio—, aquello parece el fin del
mundo.

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T uvimos ocasión de comprobarlo con nuestros propios ojos la noche


siguiente.
El DICP había instalado una sede temporal en la plaza de Sloane,
en el extremo este de la zona de contención. Habían acordonado el perímetro
y prohibido la entrada al público. Unos carteles de peligro gigantes decoraban
las vallas publicitarias y agentes serios custodiaban los puntos de acceso.
Lockwood, George y yo enseñamos nuestras acreditaciones y nos dejaron
pasar.
Las calles de los alrededores estaban en silencio, oscuras y vacías, aunque
vimos ventanas rotas, coches volcados y otras pruebas de las recientes
protestas. Sin embargo, la plaza estaba iluminada y repleta de actividad
frenética. Habían colocado unos focos sobre unas vigas en el centro, de modo
que ningún detalle podía pasar desapercibido. La hierba no tenía color, y los
rostros de los agentes y los policías que se movían apresurados por allí eran
tan blancos como los huesos. Cables negros de goma se enrollaban sobre el
asfalto brillante como las venas de un monstruo, suministrando la energía
necesaria para encender las farolas protectoras provisionales de los tejados y
las estufas de exterior situadas junto a las furgonetas de comida.
El gentío se agrupaba allá donde mirábamos. Grupos de agentes brincaban
tras sus supervisores mientras se agarraban las bolsas del cinturón y probaban
sus espadas. Sensibles cursis de pelo largo hacían cola para servirse el té en

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hileras que se asemejaban a los sauces llorones. Niños de la patrulla nocturna
con bufandas y gorros con pompón se apiñaban lo más cerca que podían de
las estufas. Y trabajadores adultos del DICP trajeados corrían de un lado para
otro como si hicieran algo para ganarse la vida que no fuera mandar a unos
niños a que se adentraran en una zona de alta carga psíquica de Londres.
Habían requisado una peluquería en la esquina y allí los representantes de
Mullet e Hijos, los distribuidores de estoques, habían creado un puesto
fronterizo donde se podían cambiar las espadas, repararlas o limpiarlas de
ectoplasma después de que los equipos hubieran regresado de su expedición
nocturna por los páramos encantados de Chelsea.
En el extremo oeste de la plaza se erguían unas barreras de hierro de tres
metros de altura con soportes de hormigón que bloqueaban la entrada a la
siguiente calle. Era King’s Road, que se extendía más de un kilómetro y
medio desde la plaza de Sloane hacia el suroeste, donde se encontraban las
fábricas de lavanda de Fullham Broadway. En tiempos menos extraños, era el
corazón de un distrito comercial muy popular, del que irradiaban calles
residenciales como si fueran las barbas de una pluma. Las últimas seis
semanas lo habían cambiado todo. Ahora solo se podía entrar cruzando una
única puerta en la barrera —cerrada y custodiada— que tenía una torre de
vigilancia baja hecha de andamios y tablones de madera.
Como acordamos con Barnes, nos dirigimos directamente hacia allí. El
subinspector, el agente Ernest Dobbs, nos recibió a los pies de la estructura.
Era un hombre joven e impasible, el típico agente del DICP desde la punta de
sus orejas de coliflor hasta sus predecibles e inmaculadas botas de clavos. Nos
observó con escepticismo y se fijó en las gasas enrolladas que cubrían parte
de la frente de Lockwood, encima del ojo izquierdo. Luego nos guio hasta la
escalera. En lo alto, se echó a un lado y señaló con un gesto despreocupado.
—Pues ya está —dijo—. Bienvenidos a Chelsea.
Las farolas protectoras de King’s Road seguían encendidas. Se extendían
en la oscuridad invernal en dos filas de esferas blancas y parpadeantes que
alargaban las sombrías partes delanteras de los edificios de ambas aceras.
Sombrías, pero no del todo oscuras. En algunas ventanas podían verse unos
tenues brillos espectrales, de tonos azules y verdes claros que vibraban y
temblaban hasta apagarse por completo. En la lejanía, en el cruce de una calle
secundaria, una figura pálida revoloteaba en la noche. Oí gritos entrecortados
y transportados por el viento, fragmentos de ruido que no había empezado ni
terminado, pero que se repetía en un bucle mecánico.

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Un pequeño grupo de agentes se reunía bajo una farola no muy lejos de la
barrera. Su supervisora les dio una orden y estos cruzaron, se dirigieron a una
casa y desaparecieron.
Cerca de ellos se encontraba el escaparate roto y abierto de una tienda.
Los cristales yacían sobre la acera, mezclados con hierro y sal. En el otro
lado, una enorme mancha negra ensuciaba la fachada de una tienda y un
estallido de magnesio había calcinado la acera. Hojas y ramas de las
tormentas recientes se acumulaban en la carretera y sobre los coches
aparcados junto a los bordillos. Periódicos enrollados ondeaban en las puertas
de las casas. Muchos edificios tenían marcas espectrales pintadas en las
ventanas. La entrada hacia una calle secundaria estaba totalmente cubierta de
hierro.
Allí no vivía ni trabajaba nadie. Se notaba en el ambiente, incluso con la
barrera y el efecto amortiguador de todo el hierro. La maldad crepitaba en el
aire. Todo estaba muerto.
—¿Ven esa tienda de alimentos de lujo a la izquierda? —preguntó Dobbs
—. Allí tuvimos un acechador, justo detrás del mostrador de los embutidos.
Un señor Victoriano con un sombrero de copa. Luego hubo varios trémulos
en el bar de enfrente y también el espectro de un cartero manco… No me
pregunten por qué. La noche anterior, unos guardianes persiguieron a los
agentes de Grimble por el callejón que está junto a esas casas de apuestas. Los
destruyeron con destellos al llegar a la carretera principal, pero la cosa estuvo
reñida. Y eso es solo en esta parte. Chelsea ocupa muchos kilómetros. Así ven
a lo que nos enfrentamos. —Entre la neblina, oí un débil tac, un sonido suave,
constante y rítmico—. Están desenterrando un cuerpo —añadió Dobbs—.
Encontramos orígenes, pero ninguno se corresponde con el corazón del
cúmulo.
Se dio media vuelta.
Observé la lejanía, el oasis iluminado en el que se había convertido la
plaza de Sloane.
—Entonces, ¿toda esta actividad no está dando resultado?
—No estamos consiguiendo nada de nada.

Encontramos al inspector Barnes en el centro de operaciones, un edificio


solemne de ladrillo situado en una esquina de la plaza, que en otros tiempos
había funcionado como el club social de los trabajadores de Chelsea.
Enseñamos nuestros pases, atravesamos un pasillo concurrido y flanqueado

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por bolsas de sal, subimos unas escaleras y llegamos a la estancia principal. El
hedor a cortezas de cerdo y cerveza aún inundaba aquella habitación, incluso
aunque ahora estuviera llena de escritorios, archivadores y trabajadores del
DICP encamisados. En un extremo, Barnes estaba firmando unos documentos
para un subordinado en una mesa cubierta de tazas de café a medio beber.
Detrás de él había un mapa a gran escala de las calles de Chelsea en el que
habían colocado decenas de alfileres de colores.
Lockwood y yo encontramos sillas y nos sentamos a esperar a Barnes.
George sacó un trozo de papel doblado y empezó a leerlo cuidadosamente,
observando cada cierto tiempo el mapa de la pared. Les pasé unas
chocolatinas y miré a Lockwood de reojo. Con la piel pálida, el cuello abierto
y arrugado, y el pelo alborotado, parecía más un poeta tuberculoso que un
agente. Holly Munro se había encargado de colocarle las gasas, y las vendas
estaban pegadas en diagonal sobre su ceja como si fuera un pirata. La chica
había insistido en arreglarlas antes de salir y casi había conseguido
acompañarnos para «comprobar que todo fuera bien». Lockwood había
rechazado su oferta, pero mi satisfacción no había durado demasiado. Se
había mostrado callado e introvertido durante el viaje. De hecho, apenas me
había hablado en toda la mañana.
Ahora estaba sentado toqueteándose cuidadosamente la frente mientras
Barnes terminaba con los documentos, respondía la pregunta de alguien,
gritaba a otra persona, daba un sorbo al café frío y se giraba para mirarnos por
primera vez.
—Pues esto es lo que querían —dijo—. Ya están en el corazón del brote
de Chelsea. ¿Qué quieren saber?
—Le hemos echado un vistazo a la pared —respondió Lockwood—.
Parece un poco desalentador.
—Si quieren participar, les doy permiso. —Barnes se frotó el bigote con
aire cansado—. Pero ya ven a lo que nos enfrentamos aquí. —Señaló el mapa
que tenía detrás con un pulgar—. Esa es la suma total de los encuentros
espectrales que ha habido en Chelsea en las últimas semanas. Es un
supercúmulo, un caos terrible. Lo peor que he visto en treinta años. ¿Alguna
pregunta?
George observó los alfileres.
—¿Qué significa el código de colores?
Barnes resopló.
—El verde es para los fantasmas de tipo uno y el amarillo, de tipo dos. El
rojo señala un encuentro en el que alguien ha sido atacado. El negro… —Se

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rascó el bigote, se miró los nudillos y luego colocó las manos cuidadosamente
sobre el escritorio—. El negro indica las muertes. Hasta ahora ha habido
veintitrés, incluyendo agentes. Pueden ver que una zona de un kilómetro y
medio cuadrado, aproximadamente, ha experimentado un incremento
significativo. Hacía cuatro semanas, Chelsea no era peor que ningún otro
sector.
—¿Hay algún patrón en cuanto a las clases de visitantes? —preguntó
Lockwood—. ¿Algún fantasma específico que aparezca con más frecuencia
que el resto?
—Es arbitrario. La mayoría son sombras y acechadores, claro, pero
también hay muchos espectros y almas en pena. Aparecen guardianes y otros
menos comunes. Hemos tenido un par de mutilados y un espíritu aullador. En
muchos casos se ha encontrado el origen, pero la situación general no ha
cambiado.
—¿Qué parte del distrito se ha evacuado hasta ahora?
—Casi toda King’s Road y otras calles adyacentes. El extremo oeste no,
porque allí los ataques han disminuido rápidamente. Prácticamente todo el
distrito comercial está cerrado y hay cientos de personas acampando en
iglesias y centros deportivos. Y como habrán oído, culpan al DICP. Algunas
sectas espiritistas están formando un gran revuelo. Ha habido violencia y
protestas. La inquietud se está extendiendo.
—He oído que Fittes y Rotwell van a organizar un espectáculo para
levantar el ánimo —dije.
Barnes juntó las yemas de los dedos con una atención premeditada.
—Sí, el desfile. Se le ocurrió a Steve Rotwell. Una gran fiesta para
«recuperar la noche». Habrá una gran procesión desde la tumba de Fittes
hasta la de Rotwell. Carrozas, globos y comida y bebida gratis. El paquete
completo. Y cuando pase todo eso, todavía tendremos que ocuparnos de este
pequeño lío.
Se hizo el silencio.
—Deben encontrar el corazón del supercúmulo —comentó George.
—¿No cree que eso ya lo sabemos? —Los ojos ojerosos de Barnes,
pequeños y encogidos por el cansancio, brillaron de forma amenazante ante
su comentario—. No somos estúpidos. Y resulta que sabemos exactamente
dónde está. Compruébelo. —Cogió un bastón de la mesa, se echó hacia atrás
y señaló el mapa—. Estamos aquí, en la parte este. Y King’s Road llega hasta
aquí, justo a la zona con mayor densidad de apariciones. Si analiza la posición

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de los alfileres, Cubbins, descubrirá que el punto geográfico exacto está aquí,
donde King’s Road se entrecruza con la calle Sydney.
—¿Y qué hay en esa esquina? —pregunté.
—La tienda del magnífico pescado con patatas de Barry McGill. La
llaman así. No es que yo vaya allí a comer. Y está limpia. Bueno, me refiero a
limpia en el plano sobrenatural. Tiene problemas con la grasa, pero no con el
ectoplasma. En cualquier caso, lo hemos desmontado todo y no hemos
encontrado nada. Los comercios y las casas que la rodean también son
inocentes. Lo consultamos de nuevo y la zona tiene una historia tranquila. No
ha habido plagas o atrocidades obvias, que es lo que siempre se espera
encontrar en el corazón de un cúmulo. Ese es su preciado centro, Cubbins. —
Colocó el bastón sobre la mesa—. ¿Qué tiene que decir ante eso?
—Que obviamente ese no es el centro —contestó.
Barnes maldijo entre dientes.
—E imagino que usted sí sabe dónde está.
—No. Todavía no.
—Pues encuéntrelo, adelante. Vale, le daré sus pases para la zona de
contención, Lockwood, tal y como pidió la señora Wintergarden. Intenten no
morir y, lo más importante —Barnes recogió unos papeles y se recostó en la
silla; ya estaba pasando a la siguiente tarea—, hagan todo lo posible por
alejarse de mi vista.

—Voy a entrar —dijo Lockwood al cabo de un rato, cuando ya habíamos


vuelto a la plaza y teníamos los pases con la tinta todavía húmeda—. Quiero
dar una vuelta y comprobar cómo es. No os preocupéis, no me enfrentaré a
ningún espectro. ¿Y tú, George?
Este tenía la mirada perdida en la lejanía, con esa expresión que le hacía
parecer un búho estreñido.
—Sería una pérdida de tiempo que entrara ahora —respondió—.
Preferiría hacer un recado rápido. Ven conmigo si quieres, Luce. Podrías
serme útil.
Dudé y miré a Lockwood.
—Depende de si Lockwood me necesita.
—Oh, no, gracias. Estaré bien. —Esbozó una sonrisa automática,
involuntaria—. Tú ve con George. Os veré en casa.
Dijo adiós con la mano y su abrigo silbó mientras se alejaba hacia la
barrera. Un par de pasos después, se perdió entre los agentes, los sensibles y

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los técnicos.
Sentí un pinchazo en el centro del pecho; dolor y rabia al mismo tiempo.
Giré sobre los talones y me froté las manos en un gesto de entusiasmo que no
sentía.
—¿Adónde vamos, George? ¿A una biblioteca nocturna?
—No exactamente. Te lo enseñaré.
Me guio más allá de la plaza, al sur del perímetro acordonado del DICP y
por otra calle repleta de pruebas de las protestas: pancartas tiradas, botellas y
basura de todo tipo.
—Esto es terrible —dije atravesando los restos—. La gente se está
volviendo loca.
George pasó por encima de un cartel roto que rezaba: FUERA LOS
AGENTES.
—¿Eso crees? No sé. Están asustados. Necesitan liberar la tensión. No es
bueno reprimirse, ¿no, Lucy?
—Supongo que no.
Cruzamos una calle vacía. A la derecha, pude ver otra de las barreras de
hierro a lo lejos. Estábamos siguiendo el perímetro de Chelsea hacia el
Támesis.
—¿Crees que Barnes se equivoca? —pregunté—. ¿Y que el centro del
supercúmulo no está en el centro? ¿Cómo puede ser eso?
—Bueno, la verdad es que Barnes está haciendo muchas suposiciones —
respondió George—. Está tratando este caso como si fuera una aparición
normal y corriente, pero no lo es. Es imposible que lo sea a esta escala.
No respondí. No importó, porque George continuó un segundo después
como si lo hubiera hecho.
—Pensémoslo bien —siguió—. ¿Qué es un origen en su definición más
básica? Nadie lo sabe realmente, pero digamos que es un punto débil en el
que la frontera entre este mundo y el siguiente se ha debilitado. Lo vimos en
Kensal Green, ¿verdad? Con el espejo de hueso. Era una especie de ventana.
Los fantasmas están unidos a los orígenes. El trauma, la violencia o algún tipo
de injusticia impide al espíritu avanzar y, como un perro atado a un poste, se
cierne sobre el objeto o el lugar hasta que alguien rompe la conexión. Vale.
¿Que qué es un cúmulo? Los hay de dos tipos. Uno aparece cuando un único
accidente terrible crea muchos fantasmas a la vez. Es lo que pasó con los
bombardeos alemanes y la peste. También estaba ese hotel en Hampton Wick
que se incendió, ¿recuerdas? Encontramos más de veinte visitantes calcinados
en el ala abandonada. El otro tipo es el que se produce cuando una aparición

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original es tan poderosa que se extiende poco a poco por una zona. Sus
fantasmas matan y, con el paso de los años, se forma una tropa de espíritus de
diferentes épocas y lugares. Combe Carey Hall era un ejemplo excelente de
eso, igual que la Pensión Lavanda. El DICP asume que lo que ocurre aquí es
el segundo tipo de cúmulo.
—Es que debe serlo —repliqué—. No hay ninguna conexión entre todos
los visitantes que Dobbs ha mencionado. Todos son de diferentes épocas y
lugares.
George sacudió la cabeza.
—Ya, pero ¿qué ha desencadenado todo? Barnes está buscando un
fantasma clave que provoque las demás apariciones de la zona. Pero creo que
está pasando algo por alto. Estos fantasmas no han aparecido poco a poco,
sino que se han vuelto activos casi de la noche a la mañana. Hace dos meses,
el Problema aquí era igual que en el resto de la ciudad. Ahora están
evacuando dos calles enteras. —Atravesó la carretera a mi lado con los
cordones ondeando y moviendo las manos como si moldeara la idea
físicamente—. ¿Y si no hubo un incidente terrible que creara todos estos
espíritus, sino algo terrible que está ocurriendo ahora mismo?
Le miré.
—¿Como qué?
—No tengo ni la más remota idea.
—¿Te refieres a cientos de personas muriendo?
—No lo sé. Puede.
—La gente no desaparece. No hay pruebas de que se haya producido un
desastre. Llámame quisquillosa, George, pero nada de eso tiene sentido —
dije.
Se detuvo y me sonrió.
—La teoría de Barnes tampoco. Eso es lo más emocionante. Bueno, ahora
lo que necesitamos es el consejo de alguien experto —continuó.
—¿De uno de tus viejos amigos polvorientos del archivo?
—Todo lo contrario. Vamos a ver a Flo Bones.
Frené en seco y le miré. Eso no me lo esperaba. Florence Bonnard,
conocida como Flo Bones, era una saqueadora de reliquias que conocíamos.
Desencerraba desechos psíquicos de la orilla del Támesis y los vendía en el
mercado negro. Tenía habilidades psíquicas decentes, eso era cierto, y nos
había resultado de gran ayuda en algunas ocasiones. Pero también era verdad
que se vestía con bolsas de basura, dormía en una caja bajo el puente de
Londres y se la olía a dos manzanas de distancia. Se decía que los vagabundos

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cruzaban la calle para ir en dirección contraria a la suya. Aquello habría sido
aceptable si fuera dulce y amable. Por desgracia, hablar con ella era como
atravesar un arbusto de espinas sin ropa: no es imposible, pero sin duda es
arriesgado.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué tenemos que verla a ella?
Podrás ver que le puse énfasis.
George sacó un mapa del bolsillo.
—Porque Flo es la reina sucia del río, y el río marca el límite suroeste de
la zona infectada. Mira aquí. El brote tiene una forma parecida a un túnel de
agua, con el Támesis a un lado. Flo debe haberse percatado de ciertas
anomalías. Quiero conocer su opinión antes de seguir avanzando. ¿Barnes,
Dobbs o cualquier otro habrá pensado en hablar con ella? Yo creo que no.
—Tampoco hablarían con los cuervos carroñeros o los zorros de los
contenedores —contesté—. Eso no significa que merezca la pena intentarlo.
Aun así, le acompañé.
Para ostentar una profesión que se consideraba oficialmente ilegal, los
saqueadores de reliquias tenían varios lugares bastante frecuentados: unos
cuantos bares y cafeterías a orillas del río donde se encontraban y negociaban
con los botines de la noche. George y yo dimos una vuelta y, un par de horas
más tarde, dimos con Flo.
Estaba fuera de un restaurante en Battersea, comiéndose su desayuno
tardío de huevos revueltos y beicon en una bandeja sucia de poliestireno.
Como de costumbre, llevaba la insoportable chaqueta acolchada azul que casi
ocultaba cualquier figura humana y guardaba los cuchillos, las cañas y los
tesoros embarrados que había intercambiado. Tenía el sombrero de paja
echado hacia atrás, de modo que podíamos verle el pelo rubio, el rostro pálido
y las líneas definidas en las comisuras de los ojos. Me pregunté (algo que
solía hacer a menudo) qué aspecto tendría si se bañara o la fumigaran. No era
mucho más mayor que yo.
Nos miró, asintió y continuó haciendo movimientos rápidos con el tenedor
de plástico. Nos acercamos todo lo que pudimos y la observamos llevarse los
trozos amarillos a la boca.
—Cubbins —dijo—. Carlyle.
—Flo.
—¿Dónde está Locky? —El tenedor se detuvo—. Por ahí con la chica
nueva, ¿no?
Parpadeé.

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—No… —contesté—. Ella no se ocupa de los casos. En realidad ni
siquiera es agente. Es más bien la secretaria y limpiadora. —Miré a Flo con el
ceño fruncido—. ¿Y tú cómo sabes lo de Holly?
Despreocupada, arañó la esquina de la bandeja.
—No lo sabía.
—No lo entiendo.
—Han pasado dieciocho meses desde que te contrató. Es el tiempo
estándar. Supuse que seguramente habría pasado página y habría buscado a
una nueva.
—En realidad —intervino George colocándose entre ambas y
apartándome la mano de la empuñadura del estoque—. Lockwood está
ocupado con el brote. Nos ha enviado para preguntarte una cosa.
—¿Para preguntarme algo o para pedirme un favor? Sea como sea, ¿yo
qué saco?
Sus dientes brillantes centellearon.
—Ajá. —George rebuscó en una esquina oscura del abrigo—. ¡Tengo
regaliz! Regaliz del bueno y sabroso… Bueno, puede que no… Qué gracia.
Debo habérmelo comido. —Se encogió de hombros—. Te lo debo.
Flo puso los ojos en blanco.
—Qué elegante. Lockwood hace este tipo de cosas mucho mejor que tú.
¿Y qué es lo que quieres? ¿Noticias del inframundo? —Masticó con aire
pensativo—. Tenemos el típico bucle de puñaladas por la espalda y algunas
desapariciones inexplicables. Dicen que la familia Winkman ha vuelto al
negocio. Con el viejo Julius en el trullo, su mujer, Adelaide, ha sido la que ha
puesto en marcha el mercado negro. Aunque todo el mundo teme al pequeño
Leopold. Se rumorea que es peor que su padre.
Yo seguía mirando a Flo, incrédula. Recordaba a Winkman junior como
una versión más pequeña y agachada de su padre, mirándonos fijamente
mientras aportábamos pruebas en el juzgado.
—Venga ya —dije—. Si solo tiene doce años.
—Eso no te impide deambular por la ciudad como si fuera tuya, ¿no? Será
mejor que mantengas los ojos abiertos, Carlyle. Los Winkman quieren pasar
desapercibidos, pero fuiste tú la que metió a Julius en la trena. Querrán una
venganza horrible y macabra… Bueno, con esto me debes una bolsa de
regaliz, Cubbins —pidió después de apartar la bandeja y dar una palmada
enérgica.
—Sin problema —respondió George—. Lo he anotado. Aunque no es eso
exactamente lo que buscábamos esta vez, Flo. Es sobre el brote de Chelsea.

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Tú trabajas por esta orilla. Se está armando una buena un par de manzanas
más adentro. ¿Cómo va todo junto al río? ¿Ves más actividad?
Flo se levantó de la baliza a la que se había subido, se estiró con aire
despreocupado, tiró de la base embarrada de su abrigo y empezó a rascar algo
entre los pliegues del interior.
—Ah, sí. Ha habido un gran aumento, sin duda. Sobre todo en la parte
suroeste. Las calles de esa zona están a rebosar de fantasmas. Estuve en el
embarcadero de Chelsea y con un simple vistazo me topé con tres sombras y
una bruma gris. Aunque nunca se encuentra algo así a cincuenta metros del
viejo Támesis. Demasiada agua, ¿no os parece?
George asintió de forma automática y luego con más entusiasmo. Estaba
observando el mapa.
—Ya… Sí, eso es verdad. Gracias, Flo, ya nos has sido extremadamente
útil. ¿Podrías vigilar la ribera por mí? Sobre todo el lado suroeste. Me gustaría
saber si la mayoría de los visitantes siguen concentrándose allí. Infórmame de
cualquier patrón que observes. Obviamente, te lo recompensaré con un
montón de regaliz.
—Vale. —Flo terminó de rascarse, se enderezó y recogió su saco de
cáñamo. Se lo llevó al hombro con un rápido movimiento—. Bueno, me piro.
Hoy la marea está baja. Hay una calavera podrida en el cayo del río Wandle
que lleva mi nombre. Ya nos veremos. —Dio un par de pasos y desapareció
tras la neblina del río—. Oye, Carlyle —su voz llegó desde la lejanía—. No te
preocupes por Locky. Debes de gustarle mucho. Han pasado dieciocho meses
y sigues viva.
La miré.
—¿Y eso qué significa?
Pero se había ido. George y yo estábamos solos.
—Yo no le haría mucho caso —opinó—. Solo le gusta incordiarte.
—Supongo.
—Le gusta jugar con tus emociones, como un gato que se enfrenta a un
ratón indefenso.
—Oh, gracias. Ahora me siento genial. —Le miré—. ¿Y cómo es que
nunca se mete contigo?
George se rascó la punta de la nariz.
—¿No lo hace? No me había parado a pensarlo.

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L ockwood regresó de su excursión a Chelsea al día siguiente temprano,


después de pasar horas caminando solo por las calles oscuras y en
silencio. La experiencia parecía haberle animado y desconcertado a la
vez, lo que le había servido para confirmar lo que habíamos visto desde la
plataforma y lo que nos había contado el inspector Barnes.
—Toda la zona está infectada de actividad psíquica —dijo—. No solo de
visitantes, aunque hay montones de ellos. Es el ambiente, como si todo
estuviera afectado. Todas las sensaciones que solemos buscar están ahí,
moviéndose como nubes invisibles entre las calles. El frío, la miasma, el
malestar y el miedo atroz. Notas cómo se lanzan hacia ti en los callejones o
cómo se escabullen de las casas cuando pasas junto a ellas. Te engullen, y lo
único que puedes hacer es desenvainar el estoque. Te detienes en la carretera
con el corazón a cien por hora, esperando el ataque, y de pronto desaparecen.
No me sorprende que haya habido tantas víctimas entre los agentes que
intentan comprender la situación. Cualquiera se volvería loco.
Había visto varios espíritus en la lejanía, en las ventanas de los pisos
superiores, en los jardines y en los patios traseros de las tiendas. Los caminos
estaban prácticamente vacíos, a excepción de los grupos de agentes asustados
que parecían dispersarse sin previo aviso. A mitad de King’s Road, había
ayudado a un equipo de Atkins y Armstrong a ocuparse de una niebla
parlante. Más tarde, tras hablar con un supervisor de Tendy que guiaba a

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cuatro operativos temblorosos por un pequeño parque, había acabado en la
calle Sydney, el supuesto centro de la aparición. Allí todo parecía
exactamente igual que en el resto de la zona.
—Están desenterrando los cementerios y echando sal en la tierra —
explicó—. Los agentes de Rotwell tienen equipos que nunca había visto antes,
como pistolas que lanzan sal y aerosoles de lavanda. No sirven para nada.
Sinceramente, solo podremos ayudar si se nos ocurre algo nuevo.
—Eso déjamelo a mí —contestó George—. Tengo una teoría, pero
necesito un poco más de tiempo.
Y lo tuvo. Desde ese momento, George no participó en nuevos casos y se
metió de lleno en su faceta de investigador. Apenas le vimos durante los
siguientes días. Un par de veces atisbé cómo se marchaba de Portland Row al
amanecer, con la mochila abultada llena de papeles y los documentos que le
había dado Kipps bajo el brazo. Frecuentaba el archivo y las bibliotecas del
suroeste de Londres y regresaba cuando se había hecho de noche. Volvió a
hablar con Flo Bones. Por las tardes se sentaba solo en la cocina y
garabateaba notas ilegibles en los bordes del mantel de pensar. No decía
mucho de lo que estaba haciendo, pero tenía ese viejo brillo en los ojos,
iluminados tras las gafas como una luciérnaga zumbando dentro de un frasco.
Eso me indicaba que había encontrado algo.
Mientras él trabajaba, los demás nos alejamos de Chelsea. Lockwood fue
una o dos veces más, pero apenas consiguió nada, así que no tardó en
centrarse en los casos normales. Yo también hacía lo mismo. Sin embargo, no
trabajamos juntos. Con su habitual eficacia y frialdad, Holly Munro repartió
las tareas entre ambos e hizo malabares con nuestros clientes y nuestro
tiempo.
La habíamos contratado para darnos un respiro y ayudarnos a trabajar
mejor como equipo. Era extraño, pero ahora parecíamos más ocupados que
antes y más aislados los unos de los otros. Por un motivo u otro, Lockwood y
yo nunca íbamos en la misma dirección ni salíamos a la vez. Nos
despertábamos a horas distintas. Cuando nos veíamos en la casa, nuestra
sonriente ayudante solía estar allí también. Desde el desastre de las pisadas
ensangrentadas, él y yo casi no habíamos estado a solas. Y Lockwood parecía
bastante contento con que las cosas siguieran así.
No creía que siguiera enfadado. Aunque habría preferido que sí lo
estuviera. Simplemente parecía haberse alejado de mí y haberse tapado con la
vieja capa de indiferencia que nunca se había quitado del todo. Siempre era
concienzudamente educado, resolvía mis dudas y hacía preguntas aburridas

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sobre cómo estaba. Me ignoraba en todos los demás aspectos. La herida de la
cabeza se le curó y solo le quedó una cicatriz muy tenue en la frente, justo
debajo del nacimiento del pelo. Como todo lo que tenía que ver con él, le
quedaba bien, pero yo sabía que era una señal de mi incompetencia y mi
fracaso, y me dolía el corazón cuando la veía.
No podía evitar estar molesta. Sí, le había puesto en peligro (igual que a
los demás) y había metido la pata. No podía negarlo. Pero eso no justificaba
la forma en la que se había encerrado en sí mismo, como si se hubiera
resguardado tras unas barreras de hierro y me hubiera dejado a mí al otro
lado.
Así era Lockwood, claro. El silencio era su respuesta estándar.
Seguramente habría sido así desde la muerte de Jessica.
«Su hermano pequeño no pudo detener el ataque…».
Un buen ejemplo: su hermana. Nos había hablado de ella, pero no lo
suficiente. Todavía no comprendía qué era lo que había ocurrido exactamente
en aquella habitación. Era imposible saberlo sin oír su versión.
En realidad no era imposible. Sí que podía averiguarlo. Tenía dones que
me ayudarían. A menudo observaba la puerta cuando cruzaba el rellano,
enfadada y frustrada.

Pasó una semana. George trabajó, Holly organizó y la calavera hizo sus
habituales comentarios desagradables. Lockwood y yo seguimos yendo por
caminos distintos. Entonces empezaron a aparecer grandes carteles cerca de
las estaciones de metro en los que se anunciaba el inminente desfile: pósteres
elegantes de Fittes con tonos plateados y una tipografía seria que invitaban a
«recuperar la noche», y otros llamativos de la agencia Rotwell con el dibujo
de un león sonriente pisoteando a un fantasma y sujetando un perrito caliente
enorme con la pata. Mientras tanto, cada día había más protestas en las calles
que rodeaban Chelsea, enfrentamientos entre los manifestantes y la policía,
gente herida y uso de cañones de agua. La noche de la gran celebración llegó
con una atmósfera tensa y agitada.
Al principio, Lockwood se había mostrado reticente a ir al desfile, porque
no nos habían pedido que participáramos en la procesión de las agencias. Sin
embargo, nos sorprendió recibir una invitación especial. La señora
Wintergarden —que ahora se regocijaba de tener una casa libre de fantasmas
— era una de las personas vips que se unía a la procesión. Nos pidió que
fuéramos sus acompañantes.

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La perspectiva de un puesto tan importante era algo que Lockwood no
podía rechazar. La tarde de aquel gran día, los cuatro recorrimos Londres
hacia el mausoleo de Fittes, que era donde empezaría el desfile.
Sí, eso es. Los cuatro. Holly Munro también vino.
El mausoleo se encontraba en el extremo este de la calle Strand, justo en
el cruce con la calle Fleet. Estaba en una isleta en el centro de la carretera. En
el pasado, allí se había erigido una iglesia que fue bombardeada durante la
guerra y el edificio gris y austero que albergaba los restos de Marissa Fittes
era su sustituto. Tenía forma de óvalo y una cúpula de hormigón. En el lateral
oriental, dos pilares majestuosos enmarcaban la entrada, que daba hacia la
Casa Fittes. Un frontón triangular sobre las columnas estaba decorado con el
emblema de Fittes, un honorable unicornio.
Unas puertas colosales de bronce conducían hacia el interior, que estaba
abierto en días especiales para que el público pudiera ver la sencilla tumba de
granito de la pionera.
Aunque estaba oscureciendo, el desfile era una exhibición de una
resistencia organizada con muchas defensas. Las farolas protectoras colgaban
de unos cables sobre las carreteras. Fogatas de lavanda ardían en las esquinas.
El humo iluminado se arremolinaba sobre el gentío que se reunía en torno al
mausoleo como una marea inquieta.
Un estoque hinchable gigante, plateado, brillante y del tamaño de un
autobús londinense se mecía aún más alto, zarandeándose contra la noche
oscura y despejada. Las entradas a los puentes de Waterloo y Aldwych
estaban bloqueadas con casetas y barracas de feria. Las casetas de «dispara al
fantasma» se apiñaban junto a las atracciones de caída libre decoradas con
poltergeist, en las que unos brazos mecánicos enormes lanzaban por los aires
a hombres y mujeres que chillaban. Los tiovivos tenían caricaturas de
espectros, en los puestos se vendían telarañas de algodón de azúcar y había
dulces en forma de calaveras, huesos y ectoplasma por todas partes. Como en
las ferias de verano en las que suele haber este tipo de entretenimientos, los
adultos eran los clientes más entusiasmados. Esa noche se sentían protegidos.
Las calles del centro estaban flanqueadas por lavanda y sal, lo que convertía
esta arteria de Londres en un país de ensueño y color en el que disfrutar con
seguridad. Corrían de un lado a otro, hombres y mujeres, mayores y jóvenes
de rostros sonrojados ante la emoción de la rebelión y el peligro. Un aire de
risas forzadas los rodeaba. Sentía sus ansias desesperadas por transformar sus
miedos nocturnos en algo infantil e inofensivo.

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Permanecimos en silencio en una esquina, con las manos sobre las
empuñaduras de los estoques mientras observábamos el mundo saltar.
—Los adultos parecen contentos —dijo Lockwood—. ¿A veces no os
sentís mayores?
—Sí —respondió George—. Todo el tiempo…
Lockwood asintió.
—Sí, a mí también me encantaría tomarme un helado.
—Iré a por ellos —sugerí. Había un puesto en la acera opuesta—. ¿Holly?
¿Qué quieres? ¿Una tarrina de lentejas y hummus o algo así?
Llevaba el pelo echado hacia atrás bajo un sombrero forrado de piel que
dejaba ver su rostro. Vestía un abrigo tan ceñido como el de Lockwood y,
para mi fastidio, tenía también un estoque.
—En realidad me apetece un cucurucho de nata. Es una ocasión especial.
—Ah, pensaba que solo comías cosas sanas.
Fui hacia el puesto y me puse en la cola de los helados.
Más allá del mausoleo, pude ver cómo esperaba la procesión. Era una
hilera de carrozas decoradas construidas sobre camiones descapotables de
Sunrise Corporation y adornadas con los colores de las agencias. Algunas
tenían logos enormes. Las cadenas enlazadas de Tendy e Hijos se
tambaleaban en el extremo de un mástil blanco y detrás atisbé el zorro de
Grimble y el búho de ojos saltones de Dullop y Tweed. Todos estaban hechos
de papel maché, acero y madera, que habían pintado con tonalidades
llamativas. Eran figuras gigantescas de seis metros de altura. Estaban
rodeadas por agentes jóvenes, preparados para lanzar caramelos y panfletos a
la multitud. También había una o dos carrozas con espectáculos, donde
grupos de actores recreaban escenas famosas de la historia de las agencias.
Unos cuerpos temblorosos con maquillaje blanco estaban listos para luchar
contra los valientes agentes vestidos con trajes de época. Interpretarían la
batalla a lo largo del desfile.
A la cabeza de la fila iba el vehículo más grande, engalanado con colores
rojos y plateados, los de las dos agencias más importantes. Sobre él flotaban
dos globos inmensos de helio muy bien atados, balanceándose contra el cielo
oscuro: un unicornio y un león rampante, los símbolos de Fittes y de Rotwell
(respectivamente). Se veían los asientos que ocuparían Penelope Fittes y
Steve Rotwell.
—¿Señorita Carlyle? ¿Lucy Carlyle?
—¿Sí?

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La voz apenas se oía por encima de todo el ruido del gentío, y no la
reconocí. Al principio tampoco le di mucha importancia a la persona muy
bajita y fornida envuelta en un abrigo de piel y con un bombín de ala ancha
que ocultaba su rostro y que se acercó de pronto a la cola en la que yo
esperaba. Vestía pantalones de terciopelo suave y, más abajo, llevaba unos
zapatos caros de charol que brillaban con la luz de las farolas. Atisbé el
bastón de marfil que agarraba entre los dedos enjoyados. Después, con una
sacudida rápida de muñeca, echó hacia atrás el sombrero y reveló su cara. Era
un chico de semblante liso y suave; tenía una boca grande y unas mejillas que
se deslizaban hasta su cuello grueso y blando como los pliegues de una masa
cruda. Unos mechones de pelo negro y grasiento le caían en las patillas. Sus
ojos pequeños me observaron, penetrantes y azules como esquirlas de cristal.
Le reconocí de inmediato. Solo había una persona con un rostro como
aquel. Bueno, en realidad dos, pero el más mayor tenía la piel más morena,
era más peludo y estaba en la cárcel. Ese otro individuo era el famoso Julius
Winkman, el contrabandista. Este joven era su hijo Leopold, la viva imagen
de su padre.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Winkman?
Eso es lo que debería haber dicho con voz tranquila y serena. Pero estaba
tan sorprendida que emití un sonido gutural y me quedé mirándole con la
boca abierta.
George, que apareció de pronto a mi lado, habló por mí:
—¿Podemos ayudarte en algo?
—Tengo un mensaje —respondió el niño—. Mi padre envía sus
felicitaciones y dice que los verá a todos muy pronto.
—Lo dudo —dije—. A tu padre le han caído veinte años, ¿no?
Leopold Winkman sonrió.
—Tenemos nuestros medios y maneras, como pronto verán. Y por eso
mismo, tengo algo para usted mientras tanto, señorita Carlyle.
Dicho aquello, tan veloz como una serpiente corpulenta, sacó la mano y
me pinchó con fuerza el plexo solar con la empuñadura del bastón. Me quedé
sin aire, jadeé y me retorcí. Leopold Winkman se ladeó el sombrero sobre los
ojos, giró sobre los talones brillantes y comenzó a alejarse. Su imagen de
movimiento sereno quedó interrumpida por George, que sacó rápidamente el
estoque del cinturón y lo metió en diagonal entre las piernas del chico. Este se
tropezó, perdió el equilibrio y cayó hacia delante entre el gentío, chocándose
contra tres trabajadores fornidos y tirándoles las bebidas sobre las mujeres y
novias de estos. Leopold no consiguió escapar y se produjo una disputa en la

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que atacó a todos los que se acercaban con su pequeño bastón. La
muchedumbre enfadada se tragó sus gritos y George me ayudó a levantarme y
cruzar la carretera.
—Estoy bien —respondí masajeándome el estómago—. Gracias, George.
Pero no tienes que preocuparte por mí.
—Ah, vale.
—Vaya, hombre… No he comprado los helados.
Pero no importó. Cuando regresamos, Lockwood estaba mirándose el
reloj.
—Será mejor que vayamos a sentarnos —dijo—. El tiempo vuela y
Wintergarden no querrá que lleguemos tarde.
Nos guio entre los puestos y bajo la sombra del mausoleo, donde una
multitud de policías armados estudiaban una lista de invitados y nos dejaron
pasar entre las carrozas. Unos globos gigantes flotaban sobre nuestras
cabezas, los banderines ondeaban y los motores aceleraban. Caminamos entre
los vapores de gasolina.
La señora Wintergarden había dicho que era importante y que tenía
amigos en la alta sociedad. Como con otras cosas, no mintió. Resultó estar en
la primera carroza, la más grande, la que estaba reservada para los vips.
Subimos por una pasarela y llegamos a una plataforma de madera fijada a la
parte superior del camión. Era muy ancha y se extendía a ambos lados del
vehículo. Arriba, unas banderas colgaban de unos postes y leones y
unicornios de plástico se erguían cada cierta distancia en los dos laterales,
como centinelas en las almenas de un castillo. Ya había varias hileras de sillas
ocupadas con las anchas posaderas de la gente importante, de hombres con
abrigos oscuros y caros, y mujeres con grandes pieles. Miembros jóvenes de
las agencias Fittes y Rotwell se movían entre ellos para servirles vino caliente
y ofrecerles dulces. La señora Wintergarden nos vio desde un asiento lejano,
movió los dedos con condescendencia y ya no volvió a prestarnos atención.
Lockwood, George y yo nos quedamos apartados, sin saber dónde
sentarnos. Holly Munro parecía estar en su salsa. Se alisó el abrigo, se ajustó
el sombrero y zigzagueó entre los asientos, asintiendo a las personas junto a
las que pasaba e intercambiando saludos con la mano con otras. Parecía
increíblemente cómoda. Llegó al principio de la plataforma, se dio la vuelta y
nos llamó con un gesto. Cuando la alcanzamos, estaba hablando con varias de
las personas más importantes de la carroza, entre las que se encontraban los
líderes de las dos agencias más conocidas, Penelope Fittes y Steve Rotwell.

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Ya conocíamos a la señora Fittes y manteníamos con ella una relación
cordial, aunque distante. Era una mujer despampanante de edad
indeterminada. Los halos idénticos de belleza y poder se entrelazaban en ella
y no podían separarse con facilidad. Vestía un largo abrigo blanco que le
llegaba casi hasta los tobillos, y el cuello y los puños estaban hechos de una
piel pálida y brillante. Llevaba un peinado con adornos fijado con una cinta
rizada de color plata. Nos saludó afectuosamente, que era más de lo que podía
decirse del hombre que tenía a su lado: Steve Rotwell, presidente de la
agencia Rotwell.
Nunca le había visto en persona. Era un hombre grande y robusto con un
abrigo pesado, y atractivo de un modo aburrido. Tenía la mandíbula ancha y
bien afeitada, y unos ojos inusualmente verdes. El pelo se le estaba volviendo
canoso detrás de las orejas. Nos hizo un gesto con la cabeza a cierta distancia
y apartó la mirada.
—Una noche magnífica —dijo Lockwood.
—Sí. Un intento extraordinario de entretener a la gente. —Penelope Fittes
se ciñó el abrigo alrededor del cuello—. Ha sido idea de Steve.
El señor Rotwell gruñó.
—Dulces y desfiles —afirmó—. Y todo el mundo contento.
Se alejó de nosotros mientras miraba el reloj.
La señora Fittes sonrió a sus espaldas. Se podía suponer que todo aquel
acto la impacientaba, pero era demasiado educada para demostrarlo.
—¿Y cómo le va a la agencia Lockwood?
—Pues intentamos aportar nuestro granito de arena —respondió
Lockwood.
—He oído hablar del encargo de Fiona Wintergarden. Bien hecho.
—Yo estoy ocupado investigando —añadió George—. Quiero conseguir
grandes cosas. Espero poder unirme a la Sociedad Orfeo algún día. ¿La
conoce?
La miró.
Penelope Fittes dudó y luego amplió la sonrisa.
—Por supuesto que sí.
—Yo no estoy seguro —admitió Lockwood—. ¿Qué es?
—Es una asociación independiente —explicó la señora Fittes—.
Empresarios que intentan comprender el funcionamiento del Problema. Yo
apoyo su labor. ¿Quién sabe lo que podríamos descubrir si usáramos nuestro
ingenio? Sería un placer recibirle algún día, señor Cubbins.
—Gracias. Aunque no tengo claro si soy tan inteligente.

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Ella se rio con elegancia.
—Señor Lockwood, debe conocer a uno de mis acompañantes. Este es sir
Rupert Gale.
La persona que tenía detrás estaba apoyada sobre la barandilla que
rodeaba la plataforma. Se dio la vuelta. Era un hombre joven de pelo rubio y
corto por detrás y por los lados, aunque algo rizado sobre la frente. Tenía un
bigote perfectamente arreglado, labios grandes y unos ojos azules muy
intensos. El frío le había sonrosado las mejillas. Como el resto de los
ocupantes de la carroza, vestía ropa elegante. Al contrario que los demás, se
sostenía con aire distraído sobre un bastón brillante. Lo pasó al guante
izquierdo para darle la mano a Lockwood.
—Sir Rupert.
La forma relajada en la que habló Lockwood no reveló que ya se había
cruzado antes con aquel hombre. La última vez que le habíamos visto nos
había perseguido por una cañería en el tejado de una fábrica y había blandido
la espada oculta en el bastón como un experto. Coleccionaba artefactos
prohibidos y habíamos robado uno muy importante delante de sus narices, en
la subasta del mercado negro de Winkman. Es cierto que en aquel momento
llevábamos pasamontañas y saltamos al río para huir de él, pero no éramos
unos ilusos. Todo el mundo conocía nuestra hazaña. Él también sabía quiénes
éramos.
—Un placer. —La mano enguantada apretó rápidamente la de Lockwood
—. ¿Nos hemos visto antes?
—Me parece que no —respondió él—. Sin duda lo recordaría.
—Lo cierto es que se me da bien recordar las caras —insistió sir Rupert
Gale—. Nunca las olvido. Ni siquiera las partes de una cara. Ni siquiera las
barbillas.
—Ah, hay cientos de personas con hocicos feos como el mío.
Lockwood mantuvo la mano firme bajo la suya y le sostuvo la mirada al
joven con total tranquilidad.
—Sir Rupert es un viejo amigo de la agencia Fittes —explicó Penelope
Fittes—. Su padre ayudó a mi abuela hace mucho. Ayuda a entrenar a jóvenes
agentes con el manejo de las espadas y otras habilidades marciales.
—Me encantaría hacerle una demostración. —Sir Rupert soltó la mano de
Lockwood—. Debemos hablar algún día, sobre su negocio y el mío.
Lockwood sonrió ligeramente.
—Cuando quiera.

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Sonó un claxon. Penelope Fittes se dirigió a la parte delantera de la
plataforma y nosotros nos alejamos. Alguien nos tendió bebidas calientes. Los
petardos estallaron en las calles y nos bañaron de plata y rojo. El camión se
sacudió y empezó a moverse.
—Has sido un poco directo preguntándole por la Sociedad Orfeo, George
—susurré.
Él frunció el ceño.
—No… Ni siquiera se ha inmutado, ¿no? Me ha sorprendido. Pensé que
quizá se callaría, no sé.
Cogió una silla. Holly Munro se quedó charlando con los trabajadores de
Rotwell. Lockwood y yo permanecimos de pie mientras observábamos la
multitud.
El convoy avanzó por la calle Strand, abriéndose paso lentamente por el
centro de la carretera entre las guirnaldas de humo de lavanda. Una música de
fondo sonaba por los altavoces colocados en las esquinas de la plataforma.
Eran canciones dramáticas y patrióticas. La señora Fittes y el señor Rotwell
saludaron. Nos seguía la primera carroza con espectáculo, en la que los
actores con disfraces de época luchaban contra los fantasmas entre unas
ruinas de poliestireno al son de los tambores. Los agentes lanzaban caramelos
y otros regalos y el público vitoreaba. La gente saltaba y se estiraba para
cogerlos.
«Dulces y desfiles», había dicho Steve Rotwell. «Y todo el mundo
contento».
¿De verdad era eso cierto? A mí me parecía que unas ondas de corriente
eléctrica atravesaban el gentío. No era el caos desorganizado que cabría
esperar. Los movimientos se asemejaban a las sutiles olas de viento en los
campos de trigo cercanos a la casa en la que crecí. Otros ruidos se alzaron
sobre los cánticos; silbidos y murmullos que chocaban contra el rumor de las
ruedas. Los rostros pálidos nos observaban tras la humareda.
Lockwood también se había percatado.
—Se avecinan problemas —susurró—. Todo está mal. Puedo llegar a
comprender la feria, pero este desfile es extraño. No sé a quién pretenden
convencer. Me siento raro y expuesto aquí arriba.
—Es horrible —coincidí—. Mira a esos idiotas brincando en la carroza
que tenemos detrás. Y lo peor de todo es que vamos lentísimo. Esta cosa
podría durar horas.
Pero no fue así. Nuestro viaje fue muy corto.

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Estábamos en mitad de la calle Strand, cerca de la estación de Charing
Cross y la Casa Fittes, cuando varias personas de la multitud saltaron las
cintas de seguridad y cruzaron la carretera. El camión se detuvo con el motor
en ralentí. Uno de los agentes cogió un paquete de dulces y los tiró desde la
carroza. Los vi caer como gotas de lluvia brillantes. Luego otro objeto grande
y resplandeciente atravesó el aire.
Aterrizó en la carroza, no muy lejos de donde yo estaba, y se precipitó
sobre el centro de la plataforma con el crujido de un cristal rompiéndose. Al
principio pensé que era una de las farolas protectoras que teníamos encima y
que el cable se había roto por algún motivo. Luego sentí una ráfaga de frío y
una súbita oleada de miedo psíquico, y comprendí la verdad.
Seguía clavada en el sitio cuando el visitante apareció frente a mí,
flotando.

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E ra una figura pálida, torcida, encorvada y delgada. Unos jirones


amarillentos y vaporosos la rodeaban. Aunque el contorno se mantenía
firme, la sustancia que la componía burbujeaba como una sopa en una
olla. Brotaban destellos de la caja torácica, de la columna doblada y retorcida,
de la carne y de los tendones, se alargaban y volvían a desaparecer dentro del
espectro. Tenía la cabeza gacha, los brazos blancos cruzados sobre el rostro
como si temiera vernos y los dedos extendidos hacia arriba como unos
cuernos astillados.
Quienes éramos lo bastante jóvenes —y, por tanto, podíamos verla—
teníamos los estoques preparados antes de que cayera la segunda bomba
fantasma. Seríamos Lockwood, George y yo. Holly Munro nos observó y
tuvo dificultades para liberar su espada. Algunos de los agentes más jóvenes
de Fittes, los que no lanzaban caramelos, soltaron las bandejas de bebidas y se
llevaron las manos a los cinturones. Pero los adultos estaban ciegos, incluso
los que estaban justo delante del fantasma, y se limitaron a ajustarse el cuello
del abrigo tras sentir una repentina ráfaga de frío.
Otro cristal crujió y apareció un nuevo visitante en la parte delantera de la
carroza. Más bombas fantasma se precipitaron sobre el gentío. Los gritos
comenzaron casi al unísono.
Lockwood y yo nos pusimos en marcha, al igual que George. Sir Rupert
Gale también había reaccionado. Tiró del bastón y sacó una espada plateada.

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Sobre nosotros, Penelope Fittes y Steve Rotwell se habían girado en respuesta
a los gritos del público. Varias personalidades importantes se asustaron y se
pusieron en pie.
El primer fantasma se movió. Su cabeza giró de forma imposible. Flotó
hacia atrás, atravesó el asiento más cercano y traspasó a su ocupante, una
mujer aristócrata bajita y gorda. Unos rayos de plasma recorrieron su silueta
mientras tiraban de ella y se alejaban. La mujer puso los ojos en blanco, alzó
los brazos con espasmos rítmicos y cayó al suelo sin hacer ruido.
—¡Necesitamos un médico! —gritó Lockwood.
Una oleada de miedo había envuelto a la gente. Todos lanzaban sillas y
corrían de un lado para otro, demasiado estúpidos para esperar y escuchar a
sus sentidos. Aunque eran mayores, una sensación tenue habría bastado para
alertarlos de los fantasmas y mantenerlos con vida.
El visitante hizo unos movimientos rápidos y huidizos, escondiendo la
cabeza como si estuviera dolorido. Dos hombres se derrumbaron cuando los
tocó y cayeron sobre otras personas, lo que aumentó el pánico. Yo por poco
me dejé llevar. Alcé el estoque.
Un agente de Rotwell se puso delante de mí con un destello de magnesio
en la mano.
—¡No! ¡Aquí no! —bramé—.Vas a…
Demasiado tarde. Lo lanzó. El destello pasó disparado junto al fantasma,
rebotó en el respaldo del asiento más cercano y explotó contra el lateral de la
plataforma. Unos trozos de madera estallaron y el fuego griego cayó sobre el
gentío. La plataforma cedió. Una sección entera se desmoronó como un
acantilado en el mar y empujó a tres personas, que cayeron a la calle. Entre
ellas se encontraba la señora Wintergarden, que no paraba de gritar. Sir
Rupert Gale, al que había alcanzado la explosión, viró hasta el borde, donde
se aferró a las tablas rotas. George salió ileso. Llegó hasta el fantasma y
atravesó el aire con el estoque, intentando evitar que tocara a las personas de
su alrededor.
Habían rociado al fantasma con hierro caliente, y las farolas protectoras
que colgaban sobre la calle tampoco le ayudaban. El plasma humeaba. Se
apartó de la espada de George y alejó los brazos de la cara. No tenía rasgos, ni
ojos ni nariz. Lo único que tenía era una boca hundida y triangular.
En la parte delantera de la plataforma, ni Penelope Fittes ni Steve Rotwell
habían perdido los estribos. Rotwell había sacado una espada de debajo del
abrigo, una más larga y gruesa que un estoque normal. La señora Fittes se

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había quitado el coletero y se había soltado el pelo. La cinta tenía forma de
luna creciente y estaba hecha de plata. La sostenía como un cuchillo.
Rotwell saltó entre los asientos y apartó una silla de golpe. Dio varias
zancadas hacia el segundo visitante (un alma en pena), al que habían
arrinconado varios de sus agentes. Holly Munro había estado guiando a la
gente hacia la esquina más alejada de la plataforma. Llegó hasta la mujer que
había caído y se arrodilló a su lado.
Lockwood me agarró del brazo.
—¡Olvida los fantasmas! —gritó—. ¡Las bombas! ¿De dónde vienen?
Una mujer chillona vestida de pieles y plata chocó contra mí. Yo maldije
y la aparté. Salté sobre una silla, di media vuelta y observé la calle. Allí
también había visitantes, y se rompían poco a poco bajo el brillo de las farolas
protectoras. Junto a ellos, la multitud se encogió, cayó y luego se separó en
todas las direcciones.
—No veo nada —respondí—. Esto es una carnicería.
Lockwood estaba a mi lado.
—Las bombas no se han lanzado desde la multitud. Arriba… Mira las
ventanas.
Observé los edificios que nos rodeaban. Hileras de ventanas negras,
vacías e idénticas… No podía distinguir los detalles que había dentro. Muy
por encima de donde estábamos, los globos de Fittes y Rotwell se
balanceaban.
—No hay nada.
—Hazme caso, Luce. Quien lo haya hecho estará…
Ahí. Dos ventanas cambiaron de forma. Dos parches de oscuridad se
agrandaron y se unieron. Dos figuras saltaron desde las ventanas del primer
piso que teníamos directamente sobre nuestras cabezas y se lanzaron hacia la
plataforma. Unas botas emitieron ruidos secos idénticos.
Solo Lockwood y yo los vimos, puesto que los demás estaban pendientes
de los fantasmas. Durante una milésima de segundo, vi perfectamente al
hombre más cercano. Vestía unas deportivas negras, vaqueros desteñidos y
una sudadera negra con cremallera. Tenía la cabeza oculta tras un
pasamontañas negro, pero el agujero de la boca dejaba ver unos dientes
blancos y brillantes. Sostenía un estoque con una mano y un revólver de
cañón corto con la otra. Atado en el pecho llevaba (lo vi bajo la sudadera
medio abierta) un cinturón de cuero del que colgaban objetos extraños.
Parecían testigos pequeños, como los que se usan en las carreras de relevos,

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con un foco de cristal transparente en un extremo. En el interior giraban unas
luces pálidas. Sabía qué contenían.
Le observé un instante y, al siguiente, había desaparecido. Los dos
hombres corrieron por la plataforma. Se dirigían a la delantera de la carroza,
donde Penelope Fittes blandía una daga de media luna con su abrigo blanco y
brillante.
Lockwood y yo también salimos corriendo, pero estábamos demasiado
lejos para interceptarlos.
Cuando se acercaron, el primero levantó un arma.
Lockwood lanzó con fuerza su estoque en horizontal, como una jabalina.
Le hizo un corte al agresor en el brazo y este tiró el revólver.
Entonces llegué hasta él golpeando a diestro y siniestro. Esquivó mis
estocadas con unos rápidos movimientos defensivos. Aquello me dijo que
había recibido formación como agente.
El otro hombre nos ignoró. Caminó despacio hacia Penelope Fittes y
rebuscó en un bolsillo de la chaqueta. Su mano asía algo pequeño, corto y
negro.
La señora Fittes lo vio. Abrió los ojos de par en par. Se echó hacia atrás,
sobre la barandilla.
Los bordes de la carroza estaban decorados con leones y unicornios de
plástico. Lockwood agarró un unicornio por el cuerno y lo soltó del poste que
lo sujetaba.
El asaltante apuntó con el arma…
Lockwood se lanzó hacia delante con el unicornio balanceándose frente a
él.
Dos explosiones y dos golpes secos; tan seguidos que se convirtieron en
uh único ruido vacilante. A Lockwood se le escapó el unicornio, que tenía dos
agujeros redondos y perfectos en el cuello.
El hombre al que me enfrentaba había sacado toda su fuerza, y sus
movimientos de espada se volvieron más rápidos. Sus golpes hicieron que el
estoque me temblara en la mano.
De pronto se detuvo y miró hacia abajo, sorprendido. Yo tampoco me lo
esperaba. La punta de una espada le sobresalía del pecho.
El hombre se balanceó y cayó de lado. Detrás, el señor Rotwell extrajo su
arma del cuerpo del tipo.
El otro asaltante se había girado hacia Lockwood. En ese momento, sir
Rupert Gale corría a gran velocidad desde el otro lado con el estoque alzado.

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El hombre se detuvo, disparó a sir Rupert y falló. Aceleró y saltó de la
plataforma.
Lockwood estaba sacando el estoque.
—Todavía podemos pillarle, Luce —afirmó—. ¡Vamos!
Corrimos por la plataforma, que ahora estaba casi vacía. Dejamos atrás a
George, ocupado aplacando al visitante con sal y hierro; y a Holly, que
atendía a los heridos. El segundo fantasma había desaparecido, destruido por
los agentes de Rotwell.
El señor Rotwell y la señora Fittes permanecieron apartados.
El hombre de negro llegó al fondo del camión, dio un gran salto y aterrizó
en la cabina del siguiente vehículo. Lockwood le persiguió con el abrigo
oscilando a su espalda y yo le imité un segundo después.
Las botas repiqueteaban sobre el techo del camión. Pasó a la carroza con
espectáculo, corrió bajo unos arcos góticos y atravesó la multitud de actores
confusos que gritaban. El agresor movió la espada y disparó al aire. Hombres
disfrazados con sábanas blancas y mujeres con vestidos largos y
ensangrentados saltaron apresuradamente por el borde bajo unas nubes de
talco y aterrizaron entre el gentío como un espectro que se lanza desde lo alto.
Oleadas de gritos aterrorizados nos rodearon. El hombre de negro se dio
media vuelta y nos apuntó con el revólver, pero no disparó. Lo tiró y le dio
una patada a un arco de gomaespuma, que se derrumbó. Lockwood se lanzó a
un lado y yo al otro. Cayó entre los dos, aplastando a un actor bajito.
Más saltos hacia la siguiente carroza, que estaba decorada con los tonos
mostaza de Dullop y Tweed. Su símbolo de papel maché, un búho gigante de
ojos saltones, flotaba en lo alto. El agresor tiró un destello que explotó sobre
el animal, le hizo un agujero y lanzó una lluvia de partículas en llamas sobre
nuestras cabezas.
No interrumpimos la marcha. Nos agachamos, nos sacudimos las brasas
calientes del pelo y seguimos corriendo.
La siguiente era la carroza oficial de Rotwell y estaba lo bastante cerca
como para que el fugitivo saltara hasta ella. Estaba cubierta de pilas de leones
de peluche, refrescos de Rotwell y otros regalos que le habían dado al
público. Los agentes que habían estado al mando habían desaparecido. El
hombre de negro se resbaló y patinó sobre los juguetes y las botellas. Maldijo,
se dio la vuelta y arrojó una bomba fantasma. Una figura esbelta se alzó y, un
instante después, nuestros estoques la atravesaron a la vez y la cortaron en
pedazos.

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Le pisábamos los talones; estábamos tan cerca que podía oír su
respiración entrecortada. Alcanzó el final de la carroza. Detrás había un hueco
imposible de saltar, puesto que la siguiente estaba a demasiados metros.
—Le tenemos —dijo Lockwood.
Pero allí estaba, al fondo del camión, el león de Rotwell, un globo de helio
gigante bien sujeto al extremo de un cable de tensión. El hombre de negro
cortó la cuerda y la agarró mientras se alejaba. Salió disparado hacia arriba,
sobre la calle Strand. Tiró su espada y ahora estaba colgado de ambas manos.
Lockwood y yo nos estrellamos contra un lateral del camión. Él soltó el
aire.
—Caray. No creo que pueda imitar eso.
—El viento le está llevando hacia el río.
—Tienes razón. Venga.
Bajamos a la calle, entre los puestos desiertos y las barracas de feria.
Hacía un momento, el gentío se había agrupado allí. Ahora era un campo de
sombreros, lavanda, amuletos tirados y zapatos abandonados. La atracción del
poltergeist se había detenido antes de finalizar, y los clientes atrapados nos
llamaban desde lo alto con los brazos extendidos. Lockwood y yo seguimos
corriendo, el uno al lado del otro, por la calle Strand y subimos la leve cuesta
del puente de Waterloo.
Le miré. Le brillaban los ojos, tenía el rostro inmóvil y sus largas piernas
se balanceaban junto a las mías. Llevábamos un paso acompasado, en perfecta
sincronía. Y entonces el mundo que nos rodeaba se atenuó y se difuminó. Las
tensiones y las disputas se apagaron. Todo era muy simple. Solo estábamos
nosotros, juntos, persiguiendo un león de helio gigante que se dirigía al centro
de Londres. Todo era perfecto, justo como había sido antes.
Quizá Lockwood había pensado lo mismo. Me sonrió y yo le sonreí. Una
sensación de alegría creció en mi interior y reemplazó el dolor de los
músculos y el ardor de los pulmones. Era como si las últimas semanas no
hubieran sucedido. Quería que aquello durara para siempre…
—Espero no estar interrumpiendo nada.
Alguien se acercó a nosotros blandiendo la espada con facilidad. Era sir
Rupert Gale, tan extremadamente educado como siempre. Si hubiera llevado
sombrero, seguro que se lo habría levantado mientras corría.
—Hola.
No es que quisiera responder, pero sus modales eran contagiosos.
—Este tipo sí que se esfuerza, ¿eh? —Sir Rupert asintió, observando la
forma que colgaba de forma precaria delante de nosotros. La brisa del río

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había alcanzado al león, que ahora se balanceaba peligrosamente de un lado a
otro. El hombre se golpeó contra una pared—. Juro que casi quiero que
consiga escaparse.
—Huir de usted es un arte difícil —respondió Lockwood—. Seguro que
solo pueden hacerlo los mejores.
—¡Ja, ja! ¡Sí! —Sir Rupert Gale sonrió sin dejar de correr—. Va a
sobrevolar el río. Si tuviera mi escopeta Purdey de calibre doce, pegaría un
tiro al aire y me arriesgaría. No está tan alto, así que la caída no le mataría.
No tenía ningún arma y nosotros no podíamos correr lo suficientemente
rápido. Incluso si fuera así, el globo estaba demasiado alto para alcanzarlo.
Volaba por encima del agua. Durante un segundo, los faroles del parapeto
iluminaron el león de Rotwell con unas preciosas luces parpadeantes, como
las bolas de Navidad en el árbol de un niño. Vimos al hombre aferrándose
desesperadamente a él, todavía con la cara tapada y la chaqueta y la camisa
subidas, dejando ver la espalda y la barriga pálida. Los vientos fuertes le
zarandeaban y el león se dio la vuelta. Pensé que se dirigía a nosotros.
Entonces se precipitó hacia el centro del río y la figura se soltó y cayó sobre
la oscuridad del Támesis, a diez o doce metros de altura. Se golpeó con
fuerza. Las aguas le envolvieron. Los tres corrimos hacia la barandilla y
alargamos el cuello, pero no vimos nada.
Pasaron unos minutos. El globo del león ya casi había desaparecido; no
era más que un punto rojo brillante mecido por las brisas del río que se dirigía
al este, hacia el puente de Blackfriars, la torre y, por último, el mar.
—Supongo que se habrá ahogado y estará muerto —comentó Lockwood.
Sir Rupert asintió.
—Eso cabría pensar. Pero somos más listos que eso.
Tamborileó con los dedos enguantados en la barandilla.
Me alejé.
—¿Quiénes eran? —pregunté.
—Enemigos de Fittes y de Rotwell, presuntamente —contestó Lockwood
—. Pero bueno, ya se ha ido.
—Sí.
De nuevo, sir Rupert Gale tamborileó sobre la piedra con los dedos.
Se alejó del borde y, con el mismo movimiento hábil y distendido, alzó el
estoque y golpeó a Lockwood en un costado. Fue una acción tan veloz que no
pude comprenderla bien, ni tampoco la forma en la que el brazo de Lockwood
se deslizó para bloquear la punta de la espada con el aro del estoque. La hoja
se enganchó un segundo, atrapada entre las curvas metálicas. Pude sentir el

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esfuerzo de Rupert y el empeño de Lockwood. Aquello me permitió observar
lo cerca que había estado la espada de pasarle directamente entre las costillas.
Le habría atravesado los pulmones y se le habría clavado en el corazón. El
hombre joven dio un paso atrás y forcejeó para liberar el arma. Le brillaban
los ojos y mantenía el equilibrio con la punta de los dedos de los pies.
—Rápido —dijo—. Bien defendido.
—Usted también ha hecho un buen trabajo. —Lockwood se giró para
mirarle y dobló la muñeca como si le doliera—. Aunque, por supuesto, yo
nunca ataco por detrás.
—Apenas podría considerarse detrás, señor Lockwood. Tenía una buena
oportunidad, como acaba de demostrar de forma admirable. —Sir Rupert se
pasó las manos por el pelo—. Bueno, nuestros enemigos mutuos se han ido,
pero aquí estamos, usted y yo, los dos solos. ¿No es una ocasión maravillosa
para resolver nuestra disputa?
—¡Eh! —bramé—. ¿Cómo que está solo? Yo también estoy aquí.
—No te preocupes, Luce —añadió Lockwood. Apartó el borde del abrigo
y alzó el estoque—. ¿Y bien, sir Rupert? Comencemos.
—¡No podéis hacer esto! —grité—. ¡Habrá testigos! Los demás estarán
aquí en cinco minutos…
—Señorita Carlyle —dijo sir Rupert Gale—, solo necesito unos segundos.
La sonrisa de Lockwood era firme.
—Eso era lo que yo iba a decir.
Gritos y haces de luz de antorchas balanceándose. George apareció en la
cima del puente, seguido por una multitud de agentes de Fittes y de Rotwell.
Lockwood y sir Rupert Gale los contemplaron. Luego sir Rupert rio y metió
cuidadosamente el estoque en el cinturón.
—Ahora todos seremos héroes —comentó—. Menuda experiencia. Una
noche excelente.
Nos sonrió y nosotros le devolvimos la sonrisa. Tres cocodrilos en una
orilla embarrada no podrían haberse sonreído con más elocuencia ni con
dientes tan brillantes. Los tres nos quedamos allí, expectantes, y unos
segundos después nos envolvieron las preguntas agudas y las felicitaciones
jadeantes.

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T ras el ataque del desfile, algunas cosas quedaron claras. Otras no.
Por increíble que pareciera, solo una persona había perdido la vida:
el asaltante que había muerto a manos del señor Rotwell. El cuerpo del
otro nunca fue encontrado, pese a que miembros de la policía (y los
saqueadores de reliquias) peinaron las orillas del Támesis al día siguiente.
Aunque pareciera una posibilidad remota, se creía posible que hubiera
escapado.
Minutos después del ataque, la calle Strand y otras cercanas fueron
acordonadas y el desfile se disolvió. Doce personas habían sufrido
petrificación fantasmal, ocho de la multitud y cuatro de la carroza de Fittes y
Rotwell. Fueron atendidas allí mismo por los médicos que acompañaban a la
procesión. La respuesta veloz garantizó la recuperación de todos, incluso de la
mujer aristócrata a la que había atrapado el primer visitante. Siguió con vida
gracia a la inyección de adrenalina que le puso de inmediato Holly Munro.
George había acabado él solo con el primer fantasma. Tras rodearlo con
hierro, buscó por la plataforma hasta que dio con las esquirlas de cristal roto
que señalaron el lugar en el que había caído el misil. Allí encontró un trozo de
mandíbula con dos dientes marrones. Lo envolvió todo en plata y el visitante
desapareció. Otros agentes continuaron la exploración y hallaron otros cinco
orígenes entre los restos de las carrozas.

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Penelope Fittes no sufrió ningún daño. Steve Rotwell se había torcido una
muñeca al ayudar a sus empleados a contener al segundo visitante. Ambos
líderes aparecieron en la fotografía de la portada de The Times al día
siguiente, donde Rotwell llevaba un cabestrillo con sus iniciales.
Curiosamente, y pese a que todo acabó en un completo desastre, las
autoridades vieron el desfile como un éxito rotundo. El impacto del ataque
pareció devolverle la cordura a los londinenses. Tal vez la naturaleza humana
actuara así cuando se produce un intento de asesinato. Quizá fuera por la
indignación ante el peligro real al que se habían enfrentado la señora Fittes y
el señor Rotwell. Dejando de lado las dificultades más recientes, eran iconos,
representantes de las honorables agencias que se habían esforzado tanto por
mantener a salvo a la población durante más de cincuenta años. Fuera cual
fuera el motivo, las protestas prácticamente desaparecieron después de esa
noche en Chelsea. El DICP y las agencias pudieron centrarse en sus asuntos
sin que nadie los molestara.
Otro resultado inmediato de lo ocurrido fue la nueva fama para la agencia
Lockwood. Una fotografía de Lockwood durante la persecución salió en la
página tres de The Times y en varios periódicos más. Le capturaron mientras
saltaba entre dos carrozas. El abrigo volaba tras él, tenía el pelo echado hacia
atrás y sostenía el estoque con tan poca fuerza que apenas parecía tocarlo. Era
una figura hecha de luz y sombra, frágil y dinámica como un pájaro
transportado por el aire.
—Esa va directamente al álbum —dijo George.
Estábamos sentados en el salón con botellas de limonada en la mesa y
vasos en la mano. La chimenea estaba encendida y habíamos corrido las
cortinas para alejar las últimas horas del día. Pilas de periódicos arrugados
yacían entre nosotros, ya analizadas y apartadas. Casi parecía que habíamos
recuperado nuestra vieja costumbre de desordenar y ensuciar. Holly Munro
había estado demasiado ocupada para preocuparse por eso. Llevaba todo el
día atendiendo llamadas. Ahora estaba allí con nosotros y tenía el cuaderno de
casos abierto sobre las rodillas. En el armario, la calavera del frasco sellado
contemplaba la escena feliz, en silencio y sin llamar la atención.
—Yo no me preocuparía, George —opinó Lockwood. Le dio un sorbo al
vaso—. Si te interesa, la que sale en The Guardián tiene mejor resolución.
Tampoco han cortado el abrigo como ha hecho The Times. Además, se ve un
poco de la rodilla de Lucy.
Resoplé, contenta. A excepción de la rodilla, yo no salía en ninguna de las
fotos publicadas, aunque esta vez la prensa había incluido mi nombre. De

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hecho, nos mencionaban a todos. Mi enfrentamiento contra los asaltantes, el
forcejeo de George con el fantasma y la intervención vital de Holly con la
jeringuilla: lo narraron y alabaron todo. Pero Lockwood, que había protegido
a la señora Penelope Fittes en el momento más crucial, recibió el mayor
reconocimiento. Ciertos empresarios ricos que habían estado en la carroza
atacada hablaron de premios.
—Mucha gente se interesa por nosotros desde anoche —dijo Holly Munro
—. Tenemos solicitudes de entrevistas y muchos posibles casos. Todo gracias
a ti.
—Gracias a todos —puntualizó George.
—¿Sabéis? No tendría que estar yo solo en la foto —comentó Lockwood
pensativo—. Debería salir todo el equipo. Aunque supongo que la imagen no
sería tan dinámica. Todos lo hicimos muy bien.
—¡Puaj! —Era la calavera, cuya voz se repetía débilmente en mi oído—.
Esto es asqueroso. Perdóname mientras voy a vomitar.
Miré el frasco por encima de las cabezas de los demás. Para Holly Munro,
la calavera era un fantasma atrapado como cualquier otro. Yo no podía
responderle ni hacerle gestos groseros. Observarle en silencio era el límite.
Pero es difícil fulminar con la mirada a una calavera.
—¿De qué van todas estas cursiladas, Lucy? —susurró—. Tendrías que
estar saltando sobre la mesa y tirándole la bebida a la blusa de Munro. Mírala,
doña estirada y perfecta, siendo el centro de atención. No puedes permitirlo.
¡Venga, pégale un puñetazo! ¡Dale una patada en la espinilla! ¡Quítale los
zapatos y quémalos!
—¿Por qué no…? —Todo el mundo me miró y me aclaré la garganta—.
¿Por qué no hacemos un brindis? —sugerí—. Por nuestro éxito. ¡Por la
agencia Lockwood! ¡Por el equipo!
Todos bebimos. Lockwood me sonrió.
—Gracias, Luce. Ha estado bien.
Su mirada no fue exactamente igual a la que me dedicó durante la
persecución, pero me recordó a ese momento y me invadió una sensación de
calor.
—¿Y quién estaba detrás del ataque? —pregunté, ignorando las arcadas
exageradas del frasco—. La prensa no parece tener ni idea.
—Podrían ser las sectas espiritistas —apuntó Lockwood—. Algunas de
las más excéntricas odian a todos los agentes. Piensan que estamos
obstaculizando los mensajes del más allá. Aunque normalmente se limitan a
repartir panfletos llenos de rabia o dar discursos en la plaza de Hyde Park los

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domingos. Hay una gran diferencia entre eso e intentar asesinar a Fittes y a
Rotwell.
—Bueno, a Fittes —dijo George—. Nadie disparó a Rotwell.
—Eso es porque ya había saltado para enfrentarse a los fantasmas, ¿no?
—añadió Lockwood—. Para ser justos con Rotwell, hay que reconocer que
actuó rápido y mejor que los demás adultos. Salvo nuestro amigo sir Rupert,
claro. La forma en la que Rotwell mató al terrorista fue… Bueno, está claro
que no hay que meterse con él.
—Totalmente —respondí. En la vorágine de lo ocurrido casi no caí en la
cuenta, pero la brutal eficacia de Rotwell al acabar con el asesino se me había
quedado grabada. Me estremecí al recordarlo—. Se me acaba de ocurrir algo.
¿Pudo haber sido Winkman? Cuando George y yo le vimos un rato antes, nos
amenazó con una especie de ataque.
—Un ataque contra nosotros, no contra todo el mundo —contestó George
—. No, esto es demasiado refinado para Leopold. Para empezar, quien quiera
que fuese podía crear esas «bombas fantasma». Barnes me dijo que el hombre
que murió llevaba consigo una que no había lanzado. Son bastante
sofisticadas. Alguien tuvo que retener a los fantasmas y meter los orígenes en
el cristal. No es una tarea para principiantes.
—Podrían haberlas comprado —insistí—. En el mercado negro.
—Ya, pero el ataque fue premeditado. Imagina toda la organización que
se necesita para eso.
—No podemos saberlo —intervino Lockwood—. Esa es la conclusión.
Todavía no han podido identificar el cuerpo. Cuando eso pase, quizá nos
hagamos una idea. Lo bueno es que salvamos a Penelope Fittes y pocas
personas resultaron gravemente heridas. Sí, la señora Wintergarden se cayó y
se rompió una pierna, pero creo que ella casi no cuenta. Y hemos sacado a la
luz uno de nuestros misterios: ya conocemos mejor a sir Rupert.
Holly Munro había estado tomando notas meticulosamente en el
cuaderno, sin duda planeando nuestras vidas hasta el más mínimo detalle.
—Viene de una familia muy rica y poderosa. Si lo que dicen de él es
cierto…
—Sí lo es —la interrumpí.
—Entonces no hay que subestimarle.
—Quizá no —dijo Lockwood—, pero si hubiera querido atacarnos sin que
lo supiéramos, ya lo habría hecho hace mucho. Es la típica persona que espera
la oportunidad perfecta. Algún día ajustaremos cuentas. Ahora… —Se
levantó y alzó el vaso—. Me gustaría hacer un último brindis. Todos hemos

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hecho un gran trabajo. Pero creo que hay una persona a la que debemos
agradecerle especialmente su colaboración excepcional.
Sus ojos se encontraron con los míos. Sentí la felicidad recorriendo mi
cuerpo como si fuera sirope. Se me erizaron y calentaron hasta las puntas de
los dedos de los pies. Había vuelto a ese instante de la persecución. No me
había equivocado.
—Holly —siguió Lockwood—, si no hubieras contactado al principio con
la señora Wintergarden, no podríamos haber estado allí anoche. Nos diste la
oportunidad de estar en el lugar adecuado en el momento perfecto. En nombre
de todos, te doy las gracias por lo que le aportas a la agencia Lockwood. Has
hecho maravillas como ayudante. Creo que algún día también las harás como
agente.
Levantó el vaso y la limonada brilló bajo el fuego de la chimenea. Holly
Munro parecía avergonzada de un modo encantador. George le dio una
palmada en la espalda justo cuando iba a dar un sorbo, lo que hizo que tosiera
y se lo tragara de golpe, aunque también con mucho encanto. Si hubiera sido
yo, claro, habría escupido la bebida y habría atravesado la estancia como un
cometa efervescente. Pero no era yo.
La calavera me sonrió desde el armario mientras jugueteaba con el vaso
entre las manos.
—Oh, si no he hecho nada —contestó Holly una vez se hubo recuperado
—. Vosotros sois los agentes. Yo solo me quedo entre bastidores. Por cierto,
esta mañana hemos tenido unas propuestas interesantes. ¿Queréis verlas?
Y, para sorpresa de nadie, George y Lockwood sí querían. Con los vasos
en la mano, se apresuraron a hundir el trasero en el sofá en perfecta sincronía.
Una verja se cerró de golpe en mi mente y una puerta levadiza cayó. Me puse
en pie despacio.
—Voy a subir un rato —anuncié—. Necesito descansar.
Lockwood levantó una mano.
—Te lo mereces, Luce. Eres una estrella. Nos vemos luego.
—Sí. Adiós.
Salí de la habitación y cerré la puerta con cuidado tras de mí. El pasillo
estaba frío y cubierto de una sombra azulada. Parecía suave y plano. El eco
del vacío que sentía y la lejanía de mi interior retumbaban en él. Las voces de
los demás quedaron amortiguadas conforme subía las escaleras.
Lo curioso era que todavía recordaba la conexión que Lockwood y yo
habíamos compartido la noche anterior mientras corríamos juntos y el resto
del mundo se formaba para nosotros. Había sido real, no tenía ninguna duda.

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Pero de lo que sí dudaba era de la capacidad de Lockwood para mantener una
conexión profunda. Cuando perdía la ilusión, regresaba rápidamente a su
habitual lejanía y frialdad, y me mantenía a cierta distancia. Pues ya no me
bastaba con eso. Teníamos más confianza de la que él admitía y me
merecía…
¿Qué era lo que me merecía? Como mínimo, información.
Y si él no iba a compartirla conmigo, la buscaría yo. En el rellano no lo
dudé. Fui hacia la puerta, agarré el pomo —lo veía mucho y, aun así, era un
total desconocido bajo mi mano—, lo giré y entré. Cerré la puerta (primera
norma: nunca permanezcas en el umbral) y me apoyé sobre las franjas de
hierro que alejaban los ruidos psíquicos del interior. Tenía los ojos cerrados.
Sentí cómo el brillo mortal vibraba en mi piel y me atravesaba las raíces del
pelo.
Qué intenso era. Podía sentir su proximidad.
Lockwood había dicho que nunca había regresado. Pero estaba cerca.
Cerca… El eco de lo ocurrido en la habitación seguía arrasándola como un
fuego frío.
¿Qué había pasado allí?
Abrí los ojos. Casi total oscuridad. No había traído una antorcha por las
prisas y el enfado.
No podía encender la luz (si es que funcionaba), por si alguien la veía por
debajo de la puerta. Pero todavía no había anochecido del todo y aquella
llamarada pálida flotaba sobre el colchón. Caminé por el dormitorio
arrastrando los pies y descorrí las cortinas, manteniéndome todo lo lejos
posible de la cama.
Polvo y lavanda seca. Me dieron ganas de toser.
Globos en el papel pintado y animales en el corcho: detalles tristes de la
joven fallecida. Era una decoración curiosa para una chica de quince años,
como si se hubiera aferrado a la infancia. Había reliquias del pasado incluso
antes de que muriera. Unas sombras azul grisáceas cubrían los muebles, las
cajas, los cartones y los ramos de lavanda. Muchísimas cajas. Fue entonces
cuando me percaté de que la habitación estaba repleta de ellas. Allí era donde
Lockwood lo guardaba todo, aún a mano, pero fuera de la vista y casi de la
mente. Era lo que quedaba de su familia.
No quería mucho. Solo algo. Algo sobre su hermana o sus padres que me
ayudara a entenderle. Cuando nos llevó a aquel cuarto, dijo que había
fotografías en la cómoda. Rodeé las cajas y me abrí paso hasta allí; en

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silencio, haciendo el menor ruido posible. Los demás estaban en el piso de
abajo, en alguna habitación.
El primer cajón estaba atascado y no quise forzarlo. Del segundo
rebosaban cajas de cartón diminutas de distintas formas y colores. Abrí una:
un colgante dorado con una piedra verde oscuro apoyado en una capa de
algodón. ¿De su hermana? No. ¿De su madre? Lo dejé donde estaba y cerré el
cajón. El siguiente estaba repleto de ropa. También lo cerré, aunque más
rápido esta vez.
Cuando me agaché hacia el último, una de mis rodillas crujió y sentí el
dolor. Me había dado un golpe saltando entre los camiones. El cajón estaba
duro y pesaba mucho. Me quedé allí, sacándolo con cuidado y poco a poco…
Estaba lleno de fotografías.
No seguían ningún orden, no había álbumes, ni ritmo ni razón. Estaban
sueltas y agrupadas las unas encima de las otras, como si las hubieran metido
a la fuerza. Algunas estaban rasgadas y arrugadas, porque se habían
enganchado con el borde del cajón; otras dobladas y otras del revés. Las fotos
estaban tan pegadas que casi se habían convertido en un bloque y, bajo la luz
terrorífica, era difícil descifrar nada. Muchas parecían retratar paisajes
lejanos, como el cuadro del dormitorio de Lockwood: ciudades, pueblos y
colinas arboladas. Muchas eran así, pero no todas.
La foto que cogí no podía ser tan antigua, aunque los colores se habían
desteñido y todo parecía verde amarillento. Había dos personas. La más
mayor era una chica con el pelo oscuro en una especie de melena larga.
Llevaba una falda que le llegaba por las rodillas y una camiseta blanca con un
cuello de volantes de los que recordaba haber visto en mis hermanas cuando
yo era muy pequeña. Su rostro no era tan delgado como el de Lockwood y la
nariz era diferente, pero tenía sus ojos. Observaba la lejanía con esa mirada
tranquila, directa y de ojos oscuros que conocía tan bien. Ver aquello hizo que
se me revolviera el estómago. Tenía más o menos mi edad e iba camino de la
adolescencia. Su expresión era seria y expectante, como si hubiera querido
decirle algo a la persona que sostenía la cámara, pero estuviera esperando
hasta que hubieran terminado de hacer la foto. Me pregunté en qué estaría
pensando. Al mirarla me quedó bastante claro que era el tipo de persona que
decía lo que pensaba.
Un chico mucho más joven estaba sentado en su regazo. Ella le rodeaba
con fuerza la cintura con el brazo. Las piernas del niño estaban echadas hacia
un lado y él estaba inclinado, como si quisiera bajarse e irse. De hecho, ya se

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había movido, porque la cabeza estaba algo borrosa. Aun así, el cabello
oscuro y los ojos familiares estaban allí. Se veía quién era.
Dejé la fotografía y hojeé con cuidado el fajo de imágenes, ahondando en
el pasado de Lockwood. Mientras lo hacía, su voz sonó de repente en el
pasillo, fuerte, vibrante y justo al otro lado de la puerta. Me estremecí ante la
posibilidad de que descubrieran mi ofensa. Me erguí de golpe, di un paso
atrás y tropecé con una de las cajas de cartón pequeñas que tenía a mis
espaldas. Iba a caerme, pero sabía que no podía hacer ruido. Me retorcí y
estiré una mano para evitar el golpe.
Mis dedos chocaron contra los tablones de madera a los pies de la cama.
Tensé los músculos y me detuve con brusquedad en una posición casi
horizontal, con las botas torcidas detrás de la caja, los brazos doblados y la
cara casi sobre el piecero. Estiré la otra mano y empujé con la palma las fibras
ásperas y gastadas de la alfombra que amortiguó mi peso.
Entonces llegó la voz de George, que respondía a Lockwood. Estaban
junto a la puerta de sus dormitorios. Iban a descansar, igual que yo.
—Sí, pero no podemos perderla de vista —dijo George—. Me refiero a
cuando estemos en un caso.
—Es más fuerte de lo que crees. No la subestimes.
Holly, siempre era Holly. Las dos puertas se cerraron. Dejé que mi cuerpo
cayera sobre la caja. Cuando estuve segura de que todo estaba en silencio, me
giré de lado para alejarme de la caja, me puse de rodillas y agarré el pilar de
la cama para levantarme.
La madera estaba muy fría. Estaba más cerca de los brillos mortales de lo
que me gustaría. Pensé en la marca oscura y quemada oculta bajo la colcha.
Pensé en el rostro de la chica de ojos negros. Entonces, como la electricidad
que pasa a través de un cable, oí un crujido del pasado que me recorrió los
dedos, los ojos y los dientes. Y entonces se hizo la…

Oscuridad. La voz aguda y estridente de un niño llamaba a alguien.


—¿Jessica? ¿Dónde estás? Lo siento. Ya voy.
Silencio en la oscuridad. No hubo respuesta. Pero algo sí le oyó: una
presencia fría y maligna que aguardaba en la habitación. Sentí su anticipación.
Sin vida, se sentía atraída por la voz con hambre voraz. Hacía muy poco, tras
liberarse de su prisión, había probado la vida y había acabado con ella.
—Ya estoy aquí, Jess. Voy a ayudarte.

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Las ansias de la presencia aumentaron. Irradiaba un frío que se propagaba
por las paredes.
—No te enfades —dijo el chico.
Pasos en el rellano.
El sonido de una puerta abriéndose.
¿Y luego? Un grito (del niño), la presencia alzándose y avanzando hacia
delante (sentí su triunfo), la súbita vibradón del metal y después un frío más
intenso y cortante: el frío del hierro. Después llegó la confusión. La histeria.
Una estocada, el caos fulminante de los gritos y los quejidos, un corte y una
incisión, el rasgado y un poder espectral hecho pedazos, tragado por el dolor y
la rabia.
Y entonces…
Casi nada. La presencia había desaparecido, al igual que su sed y su
maldad helada.
Solo quedaba la voz de un chico que gritaba en la oscuridad. Lloraba
mientras pronunciaba el nombre de su hermana.
—Jessica… Lo siento. Lo siento mucho…
La voz se apagó y las palabras (siempre las mismas, en un bucle infinito)
se alejaron. Se hundieron en el pasado, imposibles de oír. Y entonces alcé la
cabeza y me di cuenta de que volvía a ver la luz pálida y ardiente sobre el
colchón vacío; mi mano seguía sobre los tablones de madera. Abrí los dedos.
La calle estaba oscura. Estaba agachada junto a la cama y me dolía mucho la
rodilla.

Incluso entonces, en la desolación y el vacío tras la escena, tardé una


eternidad en reunir el coraje para levantarme, abrir la puerta y salir al rellano.
¿Y si él lo había oído? ¿Y si salía entonces mientras todavía sentía el
hormigueo de los sonidos de la muerte de su hermana en los dedos y su voz
infantil retumbaba en mis oídos? ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía decirle?
La puerta no chirrió y mis pasos no hicieron ruido, así que crucé el rellano
en silencio sin problemas. Me permití soltar un gran suspiro de alivio cuando
empecé a subir las escaleras hacia la buhardilla.
En ese momento, sonó un golpe violento a mis espaldas y una voz
pronunció mi nombre.
Los espíritus aulladores y los mutilados inesperados me habrían asustado
menos. Me di la vuelta con el rostro torcido y el cuerpo hundido contra la
pared.

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—¡George! ¡Tenía sed! ¡Solo había bajado a por un vaso de agua!
—Ya. —Sus puños sostenían un fajo de papeles y llevaba un bolígrafo
detrás de la oreja—. Oye, Lucy. Sé lo que pasa.
—¡Juro que solo quería un vaso de agua! He comido demasiadas galletas
saladas y té y… Tú hablabas del brote de Chelsea, ¿no?
Tras sus gafas, vi cómo brillaba ese fuego que ya me resultaba tan
familiar.
—Sí —respondió George—. El brote. Lo he descifrado, Luce. Lo he
resuelto. Sé dónde empezó todo.

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V
Corazones oscuros

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18

–E s increíble lo mucho que puedes descubrir si te quedas tumbado en


la cama —dijo George a la mañana siguiente—. Es el momento
perfecto para pensar. He estado trabajando en los mapas y los
documentos que me dio Kipps, esos en los que se enumeran todos los
visitantes avistados en Chelsea en las últimas semanas. Y he investigado
mucho en el archivo. Pero solo empecé a ver el patrón cuando estaba ahí
tumbado y dejé que la información se asentara.
—¿Eso has hecho? —preguntó Lockwood.
—Sí, y ahora tengo claro el patrón.
Era la hora de desayunar y estábamos en la mesa de la cocina. Pero
habíamos apartado los cuencos, los frascos de mermelada y los trozos de
tostada. Estábamos vestidos, calzados y listos para trabajar; no había ninguna
bata ni camiseta arrugada a la vista. Holly Munro, tras acabar su rutina
temprana de pasar la aspiradora en el despacho, se había percatado de la
atmósfera expectante. Sacó unas galletas de miel recién horneadas de una lata
y las colocó en el centro del mantel de pensar. Teníamos tazas, té y, en el caso
de George, un sobre de manila lleno de documentos. Todo estaba preparado
para él.
Desde mi punto de vista, era toda una suerte que el momento de
inspiración le hubiera llegado ahora. Aquello me permitió relegar la
experiencia de la noche anterior y guardarla en un rincón de mi mente. O al

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menos eso intenté. Cada vez que miraba a Lockwood, tan tranquilo y seguro
de sí mismo, el recuerdo de aquella voz desesperada me envolvía y hacía que
me retorciera en el asiento. Tampoco podía olvidar el eco del dolor del chico,
la furia instantánea que había vengado a su hermana y que, años más tarde y
con todas sus acciones, seguía vengándola.
Bueno, quería entenderle mejor y ahora lo había conseguido. Escuchar a
escondidas en su pasado había funcionado. Pero, como debería haber
imaginado, aquello no me hizo sentir mejor.
Al menos ahora tenía otras cosas con las que distraerme. George abrió la
carpeta y seleccionó el primer folio.
Lo desplegó y lo colocó en la mesa para que lo viéramos.
—Aquí está —dijo—. ¿Qué os parece?
Era un mapa del distrito de Chelsea, muy parecido al que había detrás del
escritorio de Barnes, solo que este estaba adornado con los garabatos
indescifrables del lápiz de George. Estaba el Támesis, King’s Road y todas
las apariciones que habían surgido en las últimas semanas. A diferencia del
mapa del DICP, George no había usado colores para clasificarlas. Cada una
estaba marcada con un cuidado círculo rojo. Había decenas y decenas. En
algunas partes, las calles estaban completamente tapadas con los puntos
superpuestos, que se fusionaban como manchas que se expanden.
Lo observamos.
—Cuántos puntos —dije al cabo de un rato.
—Se parece a mí cuando tuve la varicela —comentó Lockwood—.
George, lo siento. No entiendo nada.
Él se ajustó las gafas y sonrió.
—Pues claro que no. Ese es uno de los motivos por los que el pobre y
viejo Barnes se ha equivocado tanto. Este es un resumen de todos los
incidentes sobrenaturales que se han registrado en Chelsea hasta hace un par
de noches. Es imposible ver un patrón, lo reconozco. Lo único que podríamos
esperar es señalar el centro geográfico, que sería la calle Sydney, y buscar
allí. Pero eso sería seguir un señuelo.
Hizo una pausa para coger una de las galletas de Holly. Nuestra
perfumada ayudante escuchaba a George con mucha atención. Todos
estábamos concentrados. Aunque llevara la camiseta por fuera, estuviera
encorvado y mojara la galleta en el té con aparente tranquilidad, la emoción
crepitaba a su alrededor como un rayo bifurcado. Tras semanas trabajando
solo, había acumulado energía y ahora nos la estaba contagiando sin que lo

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esperáramos. Señaló el mapa con un dedo regordete. Nos inclinamos
torpemente hacia delante.
—Quizá reparéis en la figura que forma el supercúmulo de puntos —
explicó George—. Es una especie de rectángulo aplastado: estrecho en el
oeste y más ancho en el este, como una caja de zapatos pisada. ¿Por qué? Esa
es la primera pista sobre lo que está ocurriendo. Para empezar, aquí está el
Támesis, la mayor masa de agua corriente de Londres. Sabemos que los
fantasmas no pueden cruzarlo, así que esa es la frontera sur del cúmulo.
—Creo que hasta Barnes sabe eso —respondí.
—Ya, pero mira el norte. Fíjate, en la calle Fulham… ¿Qué hay ahí?
—¡Yo lo sé! —exclamó Holly Munro—. ¡Las forjas de hierro de Sunrise
Corporation! Cuando trabajaba en Rotwell, los gerentes solían acudir a
reuniones allí. A veces iba con ellos. Hay bastantes fábricas de hierro en esa
zona.
—Exactamente —respondió George—. Y no solo la de Sunrise. Creo que
Suministros Herreros Fairfax también tiene sus fábricas en Fulham. El humo
que sueltan todas esas chimeneas llega hasta esta parte de Londres y la llena
de partículas diminutas de hierro. Y por eso no hay actividad fantasmal aquí.
El supercúmulo se acaba en este límite del norte.
Lockwood silbó.
—Ya veo por dónde vas… Entonces en el oeste, en la parte aplastada del
triángulo, debe haber algo más, algo que tapone el hueco e impida que la
contaminación se extienda.
Entonces lo vi claro.
—¡La fábrica de lavanda de Brompton! —grité. Todos la conocíamos. Era
la más grande de la ciudad. Allí enviaban las flores frescas desde el norte de
Inglaterra y las convertían en perfumes y bálsamos, o las secaban bien para
los cojines, las decoraciones y otras protecciones caseras—. Pero está aquí, en
la zona de Sand’s End, ¿no? —continué. Señalé una gran curva en la que el
río viraba hacia el sur—. Hay un hueco entre esto y las forjas de Fulham. ¿Por
qué no puede penetrarlo el brote?
—Porque el viento sopla sobre el río y lleva el aroma de la lavanda hacia
el interior —explicó George. Se rio—. El hueco queda completamente
cerrado. Tenemos el Támesis en el sur, la zona herrera en el norte y la fábrica
de lavanda al oeste: tres grandes influencias geográficas que frenan el avance
de los fantasmas. Actúan como una especie de embudo que distorsiona la
forma del cúmulo. Y si el cúmulo está distorsionado, no tiene sentido buscar
un centro convencional, ¿no? Lo que me lleva a…

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Sacó otro mapa y lo colocó sobre la mesa. Lockwood apartó las tazas para
hacerle hueco y Holly puso el plato de galletas en el suelo.
Era parecido al primero, salvo que ahora los puntos eran naranjas y había
menos, sobre todo en el norte y el este.
—Esta era la situación hace un mes —dijo George—. La cosa ya pintaba
mal, pero no era una locura como ahora. Casi todo lo he sacado del informe
que me dio Kipps. ¿Veis como ya hay bastante actividad en el centro de
King’s Road? Pero también en el oeste. Y si retrocedemos aún más… —Sacó
otro mapa más, en el que solo había dibujado unos puntos verdes muy
pequeños—. Esto fue hace seis semanas, cuando todo empezó oficialmente.
¿Veis dónde estaba el centro de la actividad?
—Parece que se ha movido más al oeste —opiné—, al final de King’s
Road. Aunque tampoco es que haya mucho.
—No, solo estaba empezando. Pero aquí está la clave.
Un cuarto mapa. Tenía menos puntos. De hecho, solo había siete. Eran de
color azul oscuro, como trozos de hielo, y se distribuían en forma de arco en
el extremo oeste de King’s Road.
—Eso fue hace dos meses —dijo George—. Antes de que explotara todo.
No hay nada especial, solo una sombra en una lavandería, un par de Tom
McSombra, una o dos brumas grises… Fantasmas poco importantes, así que
casi no salió en los periódicos locales por entonces. Tuve que indagar mucho
para encontrar noticias. Tampoco aparecen en el cómputo del DICP.
Seguramente Barnes no las consideraría parte del brote. —Nos miró—. Pero
yo sí. Si empezamos aquí y luego miramos los demás mapas siguiendo el
orden, veréis el patrón del que os hablaba.
—Es una ola —dije.
—Exacto. Un efecto dominó de actividad sobrenatural que se extiende
desde un único centro y se expande por el único canal que puede: el corazón
de Chelsea.
—Y ese centro… —apuntó Lockwood.
—Está justo aquí.
George lanzó el dedo sobre un trozo en blanco del mapa, rodeado por los
siete puntos azules en forma de arco, como lunas en órbita. Era una manzana
al sur de King’s Road, justo en el extremo oeste, no lejos del río y de la
fábrica de lavanda. Parecía ocuparla un único edificio enorme.
Se produjo un silencio respetuoso. Lockwood espiró lentamente.
—Eres un genio, George. Ya te lo he dicho antes.
George eligió una galleta gigante del plato de Holly.

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—Puedes decírmelo otra vez si quieres.
—Lo que no entiendo es cómo el DICP no lo ha averiguado —comenté—.
Menudos idiotas.
—Yo mismo no me habría percatado del patrón sin la ayuda de Flo Bones
—admitió George—. Ha estado días patrullando la orilla de Chelsea. Me ha
confirmado que la actividad psíquica más potente se encuentra en esta
esquina. Ha visto aglomeraciones de espíritus revoloteando y mostrando
signos de inquietud. Ahí es donde la ola psíquica choca con más fuerza contra
la ribera. —Volvió a señalar el mismo punto del mapa—. No tengo ninguna
duda. El poder surge de aquí.
—¿Y qué hay en ese sitio al final de King’s Road? ¿Y por qué no hemos
oído hablar de él? Y, si es el centro —apunté a los mapas con gestos—, ¿por
qué no hay ningún punto sobre él?
—Qué preguntas tan buenas.
Tomándose su tiempo, como un mago regordete sacando un conejo de un
sombrero, George rebuscó de nuevo en la carpeta. Sacó una fotografía, una
copia en blanco y negro de una imagen de un recorte de periódico.
Mostraba la fachada de un edificio imponente, el doble de alto que las
tiendas que lo rodeaban. Era una construcción cuadrada y amenazante de
estilo clásico y serio. Unas banderas ondeaban en el parapeto. Unas columnas
cuadradas estaban insertadas en las paredes. Tenía muchas ventanas altas y
rectangulares que reflejaban el cielo despejado. Las marquesinas
ensombrecían las ventanas de la primera planta y personas con ropas pasadas
de moda caminaban por la acera, frente a escaparates borrosos pero
complejos. En el centro había una figura oscura y uniformada, erguida tras
una hilera de puertas anchas de cristal.
—Amigos míos —empezó George—, estos son los grandes almacenes
Hermanos Aickmere, famosos en el pasado, todavía conocidos y, en mi
opinión, el posible centro de las apariciones de Chelsea.
—Nunca he oído hablar de ellos —comenté.
—Yo sí. —Lockwood giró la fotografía para verla de frente—. Creo que
fui una vez cuando era pequeño. Antes tenían una gran sección de juguetes.
A su lado, Holly Munro asentía.
—Yo también. Mi madre me llevaba a Hermanos Aickmere para mirar las
joyas de plata. Recuerdo que todo era enorme y estaba lleno de decoraciones,
aunque también algo desgastado.
—Tenéis razón —contestó George—. Es la tienda más grande fuera del
centro de Londres, y una de las mejores y más antiguas de todas. Se construyó

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en 1872 y agrandaron el edificio entre 1910 y 1912. Cuando inauguraron su
salón árabe, conocido como «el salón de las maravillas», hace cien años, se
supone que llevaron a tragafuegos, bailarinas de danza del vientre y un tigre
en una jaula. Creo que aquellos días de gloria se acabaron hace mucho. Pero
la gente sigue yendo hasta hoy mismo, porque no han evacuado esa parte de
Chelsea. Está a un par de manzanas del perímetro del DICP. Y no se ha
notificado ninguna aparición en la tienda.
—Si tu teoría es correcta, eso es bastante raro —opinó Lockwood.
—¿Verdad? Sobre todo si descubres su pasado. He estado buscando
registros históricos de esa parte de Chelsea para ver si hubo actividad
fantasmal. Cuando me interesé por Aickmere, me centré en ese lugar en
particular. —George le dio un bocado a la galleta—. Bueno…, pues he
encontrado cosas.
Le miré.
—¿Cosas malas?
—¿Os acordáis de Combe Carey Hall?
Lockwood y yo intercambiamos miradas.
—¿La casa más encantada de Inglaterra? Sí.
—No es tan malo como eso.
—Menos mal.
—En realidad no sé por qué. —George golpeó la carpeta abultada—.
Resulta que ese extremo de King’s Road es un punto negro histórico. La
mitad de todas las cosas espeluznantes que os imaginéis ocurrieron allí.
Intenté adivinarlo.
—¿La peste?
—Sí. La peste negra se propagó en 1340. ¿Veis cómo la calle gira
bruscamente justo al lado de Aickmere? Eso es porque allí había un pozo de
peste, en el que apilaban los cuerpos y los rociaban con cal viva. Había una
colina y un círculo de piedras, pero en la época victoriana nivelaron el terreno
cuando ampliaron la carretera.
—Hay muchos otros pozos de peste en Londres —protestó Lockwood—.
Es verdad que ha habido muchos cúmulos de apariciones en esas zonas, pero
nada como esto.
—Lo sé —dijo George—, y no logro comprender por qué este ha
despertado a tantos espectros. Solo os estoy dando los datos. Vale, tenemos la
peste. ¿Qué más se os ocurre?
—La guerra —contesté—. Una batalla o una pelea.

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—Otro punto para Lucy. Se le da bien jugar a las atrocidades. Sí, el
bombardeo alemán. En 1944, la tienda Hermanos Aickmere estuvo cerrada
seis meses después de que una bomba aérea aterrizara sobre el edificio
contiguo y derribara el muro lateral y parte del tejado. Murieron diez
personas, incluyendo a los vigilantes apostados en el tejado. Hace doce años,
los gestores de la tienda contrataron a unos agentes después de que los
vigilantes reaparecieran y, sin dejar de gritar, recrearan sus caídas mortales a
través de varios pisos. Atravesaron las secciones de mercería y muebles para
el hogar y aterrizaron en la de cosmética.
—¿Encontraron el origen? —preguntó Holly Munro.
—Creo que descubrieron trozos de huesos y mejoraron las defensas de la
tienda.
Lockwood se subió el cuello, no muy convencido.
—No sé, George… Nada de esto me resulta particularmente especial. Y si
acabaron con esos visitantes…
—Este es solo el calentamiento. Hay algo peor que todavía no se os ha
ocurrido.
—¡Ejecuciones! —grité—. ¡Asesinatos, horcas y garrotes! Bueno,
¡torturas en general! Mm…
—Vale, vale, tranquila. Sí a todo, pero tienes que ser más concreta.
—¡Supuestas actividades ocultas!
—No. Vuelve a lo anterior. Históricamente, ¿dónde sucederían todo ese
tipo de cosas desagradables?
—En la cárcel —dijo Holly Munro. Se sacudió una pelusa imaginaria del
dobladillo del vestido.
—Bingo. —George nos miró—. En la cárcel. En la prisión de King’s
Road, concretamente. Era un famoso cuchitril que el rey Juan mandó
construir en 1213. Dicen que levantaron el edificio muy lejos de la ciudad,
para que nadie pudiera oír los espantosos sonidos del interior.
Señalé el mapa, justo el rectángulo en blanco que marcaba los grandes
almacenes Aickmere.
—¿Crees que está justo aquí?
—Nadie conoce la ubicación exacta. La derribaron en la época de los
Tudor. Pero se supone que estaba en el extremo oeste de King’s Road y
sabemos que excavaron el pozo de la peste frente a la tienda. Entonces…
—¡Entonces tenemos una pista! —Los ojos de Lockwood brillaban. Se
frotó las manos—. Vale, ahora sí me interesa. Si Aickmere está prácticamente
en el mismo sitio que una antigua prisión medieval…

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—Ni siquiera era una buena prisión medieval —añadió George—. Otras
prisiones de la época la menospreciaban. Así de horrible era. Allí enviaban a
quienes eran contrarios al rey y no había muchas normas sobre lo que les
ocurría cuando llegaban. Tuvo una historia nefasta. Se quemó dos veces y la
saquearon durante la Revuelta de los Campesinos, cuando le tendieron una
emboscada a un escuadrón de soldados y los asesinaron a golpe de espada. En
aquel momento, toda la región estaba empantanada, cubierta de barro,
inundada por los afluentes del Támesis y se convirtió en un terrible caldo de
cultivo para las enfermedades. Muchos reclusos murieron y tiraron sus
cuerpos al río. También era famosa por el horrible hacinamiento. Al final era
más un hospital que una prisión, porque la mayoría de los presos eran
leprosos y otros marginados con patologías terribles. Las autoridades de los
Tudor los expulsaron y derribaron el edificio, y no creo que a nadie le
molestara demasiado que aquel fuera el fin de la cárcel de King’s Road.
Nos quedamos pensando.
—Entonces no es un buen lugar al que ir de vacaciones —concluí—. Lo
pillamos.
—Sí es un buen lugar para que se reproduzcan los visitantes —comentó
Lockwood—. Aunque todavía no sabemos por qué no hay apariciones en la
tienda. Un trabajo magnífico, George. Bien hecho. Pues habrá que ir y
comprobarlo. —Nos sonrió a todos—. Vamos a necesitar refuerzos. Si los
grandes almacenes son la mitad de lo que cree George, está claro que no
bastará con nosotros tres.
Le miré.
—Supongo que estás sugiriendo que Holly nos acompañe, ¿no?
—A mí me encantaría —respondió ella.
Lockwood titubeó.
—Bueno, si quieres venir, Holly, ¿por qué no? Es una idea genial, Luce.
Pero en realidad estaba pensando en un equipo mucho más grande. Así
podremos dividirnos y cubrir la zona más rápido. Eso significa que tendré que
pedirle al DICP que nos deje unos agentes, quizá diez o doce. No creo que
suponga ningún problema. —Echó la silla hacia atrás—. Holly, si puedes
quedarte y preparar el equipo, nosotros iremos a ver a Barnes.
—¿Crees que va a ayudarnos? —preguntó George.
—Puede que Barnes sea un cascarrabias, pero se pondrá manos a la obra
en cuanto le enseñemos lo que has descubierto —contestó Lockwood—. Sabe
que somos buenos. —Nos guiñó un ojo—. No os preocupéis. Sé que tenemos

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nuestras diferencias, pero también nos respetamos mutuamente. Si duda, ya le
engatusaré. No nos decepcionará.

—Es un completo idiota —gruñó Lockwood—. Ese imbécil con bigote.


Menudo ignorante. No sabría ver un buen trabajo ni aunque lo tuviera delante.
¡Es un payaso! ¡Un fraude! ¡Un zoquete! Le odio.
—¿Qué tal va lo del respeto mutuo? —apuntó George.
Estábamos en la plaza de Sloane, frente al club social de los trabajadores
de Chelsea, en el corazón de las investigaciones del DICP. Lockwood había
entrado a hablar con Barnes mientras George y yo nos sentábamos en una
mesa de plástico junto a las furgonetas con comida. Nos disponíamos a
empezar la primera ronda de té y perritos calientes cuando Lockwood volvió.
Con la mandíbula apretada y las mejillas encendidas, se dejó caer en una silla.
—No le interesa —dijo—. No quiere saberlo.
George le miró.
—¿Y qué opina de los grandes almacenes Hermanos Aickmere? ¿Qué ha
dicho de mi presentación?
—Nada. Ni siquiera le ha echado un vistazo.
—¿No ha visto mi precioso mapa de puntos? —George bajó el perrito
caliente—. ¿Y cómo puede tener un contrargumento válido?
—No lo tiene. Ni me ha mirado a los ojos. Me cortó directamente en
cuanto le di la dirección. Dice que va a haber otra gran ofensiva esta noche en
el centro de Chelsea y no puede liberar a nadie para que «pierda el tiempo» en
las zonas periféricas. Esas han sido sus palabras exactas.
—Me sorprende —opiné—. Sabemos que es tonto, pero normalmente es
un tonto meticuloso.
Lockwood se llevó las manos a los bolsillos de los pantalones y observó
con hostilidad a los agentes del DICP que correteaban a nuestro alrededor.
—Pensé que al menos me escucharía. Ni siquiera he mencionado el
nombre de George ni he hecho ninguna estupidez que pudiera haberle
molestado. No lo entiendo. Todo este brote es un desastre. Tendría que estar
desesperado por oír cualquier idea que se nos ocurra. Ahora mismo estamos
en un punto muerto. No sé cómo vamos a ir a Aickmere solos… —Se
sobresaltó y se hundió en la silla—. Oh, no… No miréis. Ahí está Kipps. Le
he visto merodear cuando hablaba con Barnes. Debe haberlo oído todo.
En efecto, ahí estaba Quill Kipps, con su estoque enjoyado y brillante,
cruzando la plaza en nuestra dirección. George y yo observamos cómo se

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acercaba. Lockwood apartó la mirada.
Kipps se detuvo. Movió las cejas con desdén.
—Qué maravilla —dijo—. Me han saludado con más cariño en tumbas
recién abiertas. Oye, Tony… Resulta que me he enterado de lo que ha pasado
entre Barnes y tú.
Un músculo se movió en la mejilla de Lockwood.
—Ah, ¿sí?
—He oído cómo ha vuelto a mandarte a paseo.
Lockwood movió un vaso de papel de una parte de la mesa a otra.
—Si te preguntas el motivo —siguió Kipps—, es porque ahora mismo
Barnes no va por libre. Los mandamases de Fittes y Rotwell le están
asesorando y no dejan de repetirle que el centro del cúmulo está en el corazón
de Chelsea. Tiene que hacer lo que le mandan. No hay más misterios. Así es
como funciona el DICP.
Le miré con el ceño fruncido.
—El DICP supervisa a las agencias, no al revés.
El rostro delgado de Kipps tembló, divertido.
—¿Eso piensas? Qué adorable eres, Carlyle.
—Y has venido a pavonearte —dijo Lockwood.
—Bueno, sí, pero también para ver si queríais más agentes para vuestra
investigación.
Hubo una pausa en la que los tres permanecimos allí sentados con una
mueca en el rostro intentando descifrar el insulto que escondía aquella frase.
No lo encontramos, y eso hizo que entrecerrásemos los ojos aún más.
Lockwood cogió el vaso y lo volvió a poner en su posición original.
—¿Estás ofreciéndonos ayuda?
Kipps se estremeció como si hubiera encontrado algo desagradable
pegado en la suela de su zapato.
—No exactamente. Estoy ofreciendo participar. Seríamos Kate Godwin,
Bobby Vernon y yo. Ya conocéis a mi equipo.
Lockwood le miró fijamente.
—Pensaba que trabajabas para Barnes.
—Ya no. He solicitado mi traslado a otros departamentos.
—Porque…
—¿Puedo? —Kipps cogió una silla y se sentó. Miró hacia las vallas de
King’s Road—. Da igual lo que diga Barnes. Nadie tiene ni idea de lo que
está pasando. Es una batalla campal, un caos todas las noches, y yo ya he
pagado con la vida de un agente. No voy a perder a nadie más. Tampoco

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quiero quedarme con los brazos cruzados y no hacer nada. Si tenéis una pista
que merezca la pena, trabajaré con vosotros. Eso es todo.
George, Lockwood y yo permanecimos callados. Que nos quedemos sin
palabras no es algo que suela suceder a menudo, pero en ese momento así fue.
Yo alternaba entre mirar un charco de café derramado sobre la mesa y
observar a Kipps. Normalmente, el café me habría interesado más. Ahora no
podía evitar contemplar a nuestro rival: su pelo engrasado y peinado hacia
atrás, sus pantalones demasiado ceñidos, la chaqueta impecable y la perilla
enjoyada y llamativa de su espada. Su propuesta era claramente absurda. Pues
claro que lo era. Y aun así…
—Me alegro por ti, pero lo siento mucho —respondió Lockwood—. No
funcionaría. Los equipos tienen que trabajar en total armonía. No puede haber
peleas infinitas y… ¿Sí, George?
Este había levantado una mano.
—No pasa nada por discutir un poco de vez en cuando.
—Sí, claro.
—Nosotros lo hacemos.
—No, la verdad es que no. Al menos no tanto. O no en los momentos
clave… Bueno, ¿por qué me interrumpes? Se me ha olvidado lo que iba a
decir. —Lockwood se revolvió el pelo, distraído—. Lo importante es que a
los equipos descoordinados les pasan cosas malas. Es peligroso.
—A cualquier equipo pueden pasarle cosas malas —contestó Kipps
después de una pausa—. En cuanto al peligro, te aseguro que somos
plenamente conscientes de ello.
Lockwood le sostuvo la mirada un momento.
—Sí, por supuesto —dijo—. Lo siento. Oye, es una buena oferta y te lo
agradezco, pero no creo que funcionara.
—No sé por qué, pero me imaginaba que dirías eso —respondió Kipps. Se
puso de pie—. Que paséis un buen día.
Empezó a alejarse.
—Lockwood… —intervino George.
—¡Espera!
Fui yo la que gritó, apartó la silla, se levantó y miró a Lockwood. ¿Por
qué lo hice? En cualquier otra ocasión habría permanecido sentada y en
silencio, siguiéndole la corriente. Ahora no. No después de la noche anterior.
Una tensión crecía en mi interior, buscando expresarse y salir. Parte de mí
quería hacer algo, lanzarme a un encargo que se alejara de mi rutina habitual.
Sabía que Holly tenía muchos casos nuevos listos y que nos dividiríamos para

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resolverlos. Este era distinto: más grande, más extraño y quizá más peligroso.
No quería que el orgullo de Lockwood nos impidiera intentarlo.
Y esa era la otra razón. Su orgullo. Era una pieza fundamental en su
habilidad para alejarse de mí, de los demás y del sentido común. No podía
cuestionarle sobre su hermana o su pasado, pero sí sobre esto.
—Creo que deberíamos aceptar la oferta de Kipps —dije—. Hay gente
muriendo ahí fuera, Lockwood. No podemos mantenernos al margen.
Tenemos que actuar. Tenemos que involucrarnos, aunque eso implique ceder
en algo. Esos grandes almacenes son enormes. Incluso si solo hacemos una
ronda de reconocimiento, necesitamos al equipo apropiado. Y el equipo de
Kipps es bueno; eso ya lo sabemos. Si tenemos fe en George y en todo el
trabajo que ha hecho, deberíamos hacerlo. Se lo debemos. Y también nos lo
debemos a nosotros mismos.
Lockwood me miró. De pronto sentí mucho calor y supe que tenía la cara
roja.
—No creo que tengamos otra opción —añadí.
Me senté rápidamente.
George me había copiado con lo del café y pasaba de mirar el charco a
mirarme a mí. Kipps, mostrando una sensibilidad que nunca habría creído
propia de él, se detuvo a cierta distancia. Parecía estar distraído con los
intentos de dos agentes diminutos de Bunce de llevar un enorme saco de
virutas de hierro hasta una tienda de campaña cercana. A nuestro alrededor,
los trabajadores del DICP y los agentes iban de un lado a otro, ocupados con
sus tareas. El ruido de la plaza nos envolvía. Lockwood se limitó a mirarme.
Esperé a oír lo que tenía que decir.

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L legamos a los grandes almacenes Hermanos Aickmere tras un largo


viaje en taxi que se desvió por los márgenes de la zona de contención de
Chelsea. Era fácilmente el edificio más impresionante del tramo oeste
de King’s Road. Aquella presencia descomunal y austera a la vez se alzaba
cuatro plantas bajo el tejado con parapeto y ocupaba una manzana entera.
Unos pilares estriados —columnas decorativas incrustadas en la mampostería
— recorrían las paredes como unas costillas. Las ventanas brillaban. Muy por
encima de nuestras cabezas, unos banderines de colores crujían y se
ondulaban con la brisa invernal. Un portero ataviado con un uniforme
brillante hacía las veces de centinela junto a las puertas de entrada. A cierta
distancia (cuando te encontrabas sobre el pequeño montículo de hierba verde
donde la calle viraba hacia el sur), parecía exactamente igual que las
majestuosas tiendas de la calle Oxford. Sin embargo, al cruzar la calle
comenzabas a fijarte en las manchas de humo sobre la fachada de piedra
despellejada, la pintura gastada de los marcos de las puertas y hasta la caspa
que regaba los hombros del abrigo remendado del portero. No todo era tan
glamuroso como parecía.
Eso incluía también el bonito trozo de césped de la acera de enfrente,
rodeado de tiendas de ropa cursi y cafeterías. George me dio un codazo
mientras cruzábamos y señaló hacia allí.
—El pozo de la peste.

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—¿Y la cárcel?
—Seguramente esté debajo de la tienda.
Cuarenta y cinco metros más arriba, una hilera de barricadas del DICP,
idénticas a las que había en la plaza de Sloane, bloqueaban el acceso al
corazón de Chelsea. Los grandes almacenes Hermanos Aickmere habían
tenido mucha suerte de no haber sido evacuados, aunque era cierto que no se
había registrado ninguna aparición allí.
—El toque de queda es a las cinco. Cerramos a las cuatro.
El portero, un hombre de ojos saltones, cara sonrosada y con un bigote
como el de una morsa con barba, nos miró de reojo cuando cruzamos las
puertas giratorias. Lockwood, George, Holly Munro y yo. Nos costó pasar
con las bolsas de trabajo, sobre todo a mí. Mi mochila era pesada y el frasco
abultaba en el interior. Nuestros estoques tintinearon al tocar los paneles de
madera curva.
Hacía tiempo, el vestíbulo imponente había pregonado la gloria de la
tienda con su ostentación. Unas columnas de yeso en espiral bañadas en oro
soportaban un techo azul salpicado de estrellas, planetas y cupidos regordetes
dando brincos. En las paredes, los murales mostraban a faunos, ninfas y un
montón de plantas exóticas. Justo delante de nosotros estaban las escaleras
mecánicas idénticas, una a cada lado de la escalera central que conducía a la
siguiente planta. Podía imaginarme la música en directo, los malabaristas y
los tragafuegos del pasado… Ahora los murales estaban descoloridos y
habían pegado encima carteles de peligro del DICP y anuncios de las
próximas rebajas. El dorado de las columnas se había despegado. Los clientes
vagaban entre las vitrinas de artículos de lavanda aburridos y maniquíes
cutres. Un sistema de altavoces chirriante reproducía una música sosa en la
lejanía.
La única cosa remotamente impresionante en el vestíbulo era el enorme
árbol de mentira que había delante de las escaleras mecánicas, hecho de metal
y bloques de ladrillo con hojas de papel de seda rojas, naranjas y doradas.
Parecía complejo y frágil. Dejamos las bolsas a los pies del árbol. Lockwood
se dirigió a la recepción.
—Cómo ha decaído desde la última vez que estuve aquí —dijo Holly
Munro—. O puede que fuera demasiado pequeña para darme cuenta.
Se desabrochó el abrigo y se quitó los guantes. Como de costumbre, se
había arreglado como si fuéramos a una fiesta al aire libre de la alta sociedad
en lugar de lo que de verdad estábamos haciendo: cazar fantasmas en una
zona sombría de Londres. Puede que estuviera mal, pero tenía la esperanza de

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que se cayera dentro de un ataúd abierto, una catacumba o algo así antes de
que acabara la noche. Tampoco tenía que ser una caída muy grave. Con que
hubiera polvo y huesos me bastaba.
George estaba estudiando la sala.
—Sí, la verdad es que no me impresionan mucho estos escaparates —dijo
—. Algunos de estos maniquíes son horrendos… Ah, eres tú, Quill. Pensé que
eras parte de la decoración.
Quill Kipps, Kate Godwin y Bobby Vernon emergieron de entre las
sombras del árbol. Ellos también llevaban bolsas pesadas, y Bobby Vernon
tenía una enorme pistola de sal colgada del hombro.
—Por esto mismo no quería venir —soltó Kate Godwin—. Habrá
comentarios como ese toda la noche. Es peor que los fantasmas.
George alzó una mano.
—Perdonad. Me portaré bien. Chicos, esta es Holly.
Todo el mundo se presentó. Kipps le hizo la pelota y juro que Bobby
Vernon soltó una risita mientras le estrechaba la mano. Kate Godwin se
mostró tan fría como yo cuando conocí a Holly. Nuestra ayudante parecía
tener ese efecto en las chicas.
Lockwood regresó con el abrigo ondeando tras él. Nos sonrió.
—Hola, chicos.
Kipps resopló.
—Llegas tarde.
—Soy el líder del equipo —respondió Lockwood—. Las reuniones no
empiezan hasta que yo llego. Por tanto, técnicamente tú has llegado temprano.
He pedido hablar con el gerente. Cuando nos den el visto bueno empezaremos
a echar un vistazo y a hablar con los trabajadores antes de que se vayan.
Podemos hacerlo solos o en grupos, no importa. Pero no nos arriesgaremos
después de que anochezca. En ese momento iremos en parejas.
Bobby Vernon era tan pequeño que cuando se puso a nuestro lado parecía
estar en la habitación contigua. Levantó un brazo delgaducho.
—¿Y cómo vamos a hacer eso?
Lockwood frunció el ceño.
—¿Bobby?
—Somos siete. Eso son tres parejas y un tonto que se queda solo.
—Ah, sí… ¿No lo había dicho? Viene alguien más. De hecho, pensaba
que ya estaría aquí.
—¿Quién? —pregunté.
Ninguno lo sabía. Me pareció que Lockwood tenía cierto aire esquivo.

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Kipps también se había dado cuenta.
—Espero que sea un agente de verdad y no algún amigo tuyo rarito que
has traído solo para que seamos más, Tony.
—Pues…
—Ya estoy aquí, Locky.
Nos giramos y miramos hacia el otro lado del vestíbulo.
Allí estaba Flo Bones, que acababa de pasar por las puertas giratorias. Se
había enganchado las roturas de la chaqueta acolchada azul en el pomo, y sus
botas de agua dejaron un leve reguero de barro verdoso sobre el suelo de
mármol. La ventana de cristal a sus espaldas mostraba la cara del portero, que
la miraba con los ojos de par en par y la boca abierta, aterrorizado y perplejo.
Sinceramente, el equipo de Kipps había reaccionado igual, y hasta Holly
Munro perdió su delicado aspecto tranquilo durante unos segundos. Flo
llevaba la bolsa de cáñamo húmeda y manchada al hombro. Se acercó, la
lanzó sobre una pila de almohadas de lavanda, se desabrochó la chaqueta y
dobló los brazos en un lánguido estiramiento. Vimos su camiseta sucia, su
jersey agujereado y la cuerda deshilachada con la que se sujetaba los
vaqueros. Ah, sí, también nos invadió el olor de la marea. El espectáculo
completo.
—Oh, eso está mejor —dijo Flo—. Los callos me están matando hoy.
Locky, ¿no vas a presentarme a estos peleles? Bueno, no te molestes. Puedo
adivinar quiénes son por tus descripciones. Tú debes ser Kipps. He oído
hablar mucho de ti y de esas joyas que llevas pegadas en la empuñadura del
estoque. Puedo conseguirte más. A veces aparecen en la orilla de Woolwich,
justo debajo del crematorio.
Parecía como si a Kipps le hubieran abofeteado entre los ojos con un pez
muerto. Aunque, en el sentido olfativo, aquello era cierto.
—Mm… No. No, gracias. ¿Y tú quién eres?
—Florence Bonnard. Con énfasis en la segunda sílaba, si no te importa.
Tú debes ser Kate Godwin. Un poco más delgada de lo que esperaba, pero es
imposible obviar esa barbilla. Y tú… —Flo contempló a Bobby Vernon,
intrigada—. Me alegro mucho de verte, Bobby. Pregúntame para qué es la
bolsa.
Vernon se había alejado un poco.
—Mm… ¿Para qué es la bolsa?
—Esta es mi bolsa de reliquias —contestó Flo—. Sirve para meter cosas
dentro. —Se inclinó hacia Bobby—. Cosas que encuentro en el barro suave,

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húmedo y oscuro del río… ¿Quieres echar un vistazo? Eres tan pequeño que
podría meterte ahí.
Vernon soltó un grito y desapareció detrás de Kate Godwin. Entonces Flo
se giró hacia Holly Munro. Debo admitir que estaba deseando este momento,
pero nuestra ayudante se anticipó a los movimientos de Flo. Avanzó con la
mano extendida.
—Holly Munro, la nueva ayudante de Anthony Lockwood. Me alegra
mucho conocerte.
Esperé una agresión verbal o, lo que sería aún mejor, un empujón rápido
sobre los cojines de lavanda. Pero aquello pareció haber pillado desprevenida
a Flo. Pestañeó y juro que se ruborizó bajo la suciedad.
—Seguro que estás encantada.
Estrecharon las manos. Por algún motivo, aquello también me molestó.
—Vale —dijo Lockwood—. Bien. Todo el mundo se conoce.
Empecemos. El gerente está esperando.
—No creo que debamos preocuparnos por eso… —Kate Godwin seguía
mirando a Flo—. Está claro que los fantasmas ya se habrán largado.

El actual director de Hermanos Aickmere, Samuel Aickmere, representaba a


la cuarta generación familiar al frente de la tienda. Era un hombre exigente e
insulso (de mediana edad, rasgos aburridos y pelo que había empezado a
esfumarse tímidamente) que había intentado darse un aire menos anodino con
su ropa. Llevaba un traje oscuro de hombros anchos y unas llamativas rayas
diplomáticas moradas. Un pañuelo morado perfectamente doblado sobresalía
del bolsillo de su pecho como una planta en una maceta. Los puños de las
mangas de la camisa eran un poco más largos de lo que deberían y apenas
dejaban ver los dedos. Su corbata era de un rosa espantoso. Noté que
Lockwood se estremecía mientras le estrechaba la mano.
El señor Aickmere observó nuestros estoques y bolsas de trabajo con
desaprobación. Apretó mucho los labios cuando le explicamos nuestro
objetivo.
—Me temo que eso es prácticamente imposible —dijo después de que
Lockwood terminara—. Este es un establecimiento comercial respetado. No
puedo tener a tipos como ustedes aquí.
Le miramos. El despacho de Aickmere no era demasiado grande. Vale,
cabían un escritorio de mármol, una silla, una papelera, un mueble con
archivadores y una yuca verde oscuro. También podrían haberse apretujado

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allí uno o dos trabajadores obedientes delante del escritorio con los sombreros
en la mano. ¿Pero ocho agentes rudos y serios armados con estoques y
destellos? Debía ser una escena perturbadora vernos allí, y eso antes de que
nos evaluara individualmente. George se estaba terminando un sándwich de
atún y tenía una mano debajo para que no se cayeran las migas. Bobby
Vernon mostraba su enorme pistola de sal. Kipps era Kipps. Flo era Flo. En
parte entendía el razonamiento del hombre.
—Señor Aickmere, hay un enorme brote psíquico en la zona, a tiro de
piedra de su puerta —le explicó Lockwood—. ¿Entiende que estamos
autorizados para investigar la causa en cualquier parte?
—¡Es ridículo que busquen aquí! ¡No hay visitantes peligrosos en estos
grandes almacenes!
—¿En Chelsea? ¿En serio? Esa es una afirmación increíble.
—Tuvimos problemillas hará unos doce años. Pero se solucionaron
rápidamente.
—¿Se refiere a los vigilantes del tejado? —preguntó George.
—No recuerdo los detalles. —El hombre nos hizo un gesto con la manga
—. Pero después de aquello se reconstruyó el edificio siguiendo las
recomendaciones de seguridad psíquica. Colocamos hierro en los cimientos y
en muchas paredes. Nuestros trabajadores llevan broches de plata y han
recibido formación sobre todas las defensas necesarias contra los visitantes.
Hay ramas de lavanda y pulverizadores de sal de Rotwell en todas las
estancias. ¿Por qué? Porque nuestros clientes esperan y exigen una
experiencia de compra segura. Y eso es lo que tienen, por supuesto, ¡por el
amor de Dios, tenemos hasta una sección de artículos de plata! No, no hay
ninguna necesidad de que deambulen por aquí.
—Seremos muy discretos —respondió Lockwood.
El gerente nos sonrió. La sonrisa era tensa, una línea de defensa rayada en
una roca.
—Conozco al DICP. Cierran tiendas honradas. La de Bolder en Putney.
La de Farnsworth en Croydon. No nos ocurrirá lo mismo.
—Nadie está intentando cerrarle el establecimiento —replicó Lockwood
—. Y si encontramos algo, entonces le convendría que se solucionara.
—¡Los agentes lo destruyen todo allá por donde van! Alteran el orden y
ponen en peligro vidas inocentes.
—George, ¿a cuántos de nuestros clientes hemos matado hasta ahora?
—A casi ninguno. Un porcentaje muy bajo.

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—Ahí lo tiene. Espero que eso le tranquilice, señor Aickmere.
Investigaremos en silencio y nos iremos.
—No. Esa es mi última palabra.
Lockwood suspiró y rebuscó en su bolsillo.
—Muy bien, pues tengo aquí una orden de registro del DICP, firmada por
el inspector Montagu Barnes con la que…
—Déjame a mí. —Kipps dio un paso adelante—. Señor Aickmere, me
llamo Kipps. Soy el supervisor de un equipo de la agencia Fittes y
responsable del Departamento de Obstrucción a la Seguridad Pública. Nos
tomamos muy en serio el incumplimiento de la legislación vigente y, cuando
esto sucede, dispongo de la autoridad necesaria para llamar a un equipo de
detención que ejerza un arresto penal inmediato. —Unió las manos delgadas y
pálidas e hizo crujir sus nudillos, que sonaron como los disparos de un fusil
—. Espero que eso no sea necesario en este caso.
Aickmere le miró.
—No sabría decirle. No tengo ni idea de lo que significa nada de lo que ha
dicho.
—Significa que o nos deja hacer nuestro trabajo o le detendremos —
tradujo Kipps—. Básicamente eso.
El gerente se recostó en la silla. Sacó el pañuelo morado de su bolsillo y
se lo pasó por la frente.
—Fantasmas al anochecer, niños fuera de control… ¡En qué mundo
vivimos! Está bien, hagan lo que tengan que hacer. No van a encontrar nada.
Lockwood había estado observando a Kipps.
—Gracias, señor. Se lo agradecemos.
—Es un poco tarde para ponerse en plan cortés. Solo tengo una condición.
Insisto en que no rompan las decoraciones, sobre todo nuestras creaciones de
la temporada.
—¿Creaciones de la temporada? Ah, ¿se refiere a esa especie de árbol del
vestíbulo?
—Esa «especie de árbol» se llama «Paseo otoñal» y está hecho a mano
por Gustav Kramp, famoso por sus instalaciones artísticas. ¿Sabían que cada
trozo de madera seca y hoja de papel se ha pegado a mano? Tardó una
eternidad en completar la obra y es muy muy cara. No permitiré que la
arruinen.
—Por supuesto. Intentaremos tener cuidado —contestó Lockwood
después de una pausa.

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—Llevamos estos grandes almacenes con mano dura —insistió el señor
Aickmere—. Todo está en su sitio. —Como si quisiera demostrarlo, movió
dos bolígrafos que había junto al cartapacio del centro del escritorio—. Y no
pueden interrumpir la labor de los trabajadores.
—Claro que no. Nos aseguraremos de tratar todo lo que haya en su tienda
con sumo respeto. ¿Verdad, chicos?
Todos asentimos. George se me acercó.
—Recuérdame que me suene la nariz con el «Paseo otoñal» cuando
bajemos las escaleras.
—Una cosa —dijo Lockwood cuando nos disponíamos a salir—. Ha
dicho que no tienen visitantes peligrosos, pero todos los empleados llevan
broches de plata. ¿Eso quiere decir que…?
—Sí. Este lugar está encantado, por supuesto. ¿Qué no lo está hoy en día?
—El pañuelo doblado en el pecho del señor Aickmere se desplegó hacia
delante, como si nos guiara hacia la puerta—. Pero el personal está bastante
seguro. Si llevas plata, mantienes los ojos abiertos y te encierras durante el
día, no hay ningún problema.

Sin embargo, no todos los trabajadores del edificio respaldaron la versión del
gerente.
—Por las mañanas se está bien —dijo el encargado de la sección de ropa
de caballero—. Y, por extraño que parezca, también al final de la tarde,
cuando el sol entra por la ventana. Lo que no me gusta es el mediodía, cuando
las calles están iluminadas y el interior está envuelto en sombras. El aire se
vuelve denso. No es exactamente caliente, solo sofocante. Huelo el cartón y
los envoltorios de plásticos apilados en el sótano, los que hemos quitado de la
ropa nueva.
—¿Es un olor desagradable? —preguntó Lockwood.
—No… Pero es muy intenso.
—Yo estoy bien cuando la tienda está llena —opinó una mujer joven en la
sección de cosmética—. Cuando la gente entra por la puerta. Si la cosa está
tranquila tengo que salir un momento. Hablo con el portero y respiro un poco.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Qué le hace salir fuera?
—Hay demasiada quietud. El aire me oprime. Creo que los aparatos de la
calefacción no van bien.
Otros cuatro empleados que trabajaban en plantas distintas hicieron
comentarios sobre la atmósfera habitual y las aparentes deficiencias del aire

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acondicionado. Pero en la sección de bolsos, cinturones y artículos de cuero,
una persona estaba preocupada por otra cosa. La señora Deidre Perkins era
una mujer alta de cincuenta y cinco años con los labios delgados que vestía
ropa negra y sombría.
—Si hubiera un visitante, estaría en la tercera planta —nos dijo
directamente.
Levanté la vista del cuaderno. Holly Munro, que estaba entrevistando a
otros trabajadores cerca de allí, se unió a mí.
—¿En serio? ¿Por qué?
—Karen Dobson lo vio. Bajó de la zona de lencería con el rostro pálido.
Fue justo antes del cierre de una tarde de septiembre. Dijo que lo había visto
al final del pasillo. —La señora Perkins resopló con desaprobación—. Puede
que mintiera. Karen tenía tendencia a exagerar las cosas. Yo nunca vi nada.
—Entiendo. ¿Se trataba de una aparición de verdad? ¿Y antes del
anochecer?
—Era un visitante, sí. —La señora Perkins era una de esas personas que
evitaba usar la terminología psíquica a toda costa—. No había caído la noche,
pero era un día tormentoso. Ya estaba oscuro fuera. Las lámparas estaban
encendidas.
—Quizá pueda hablar con Karen. ¿En qué departamento trabaja?
—Ya no trabaja aquí. Murió.
—¿Murió?
—Fue de repente, en su casa. —La señora Perkins habló con una
satisfacción lúgubre—. Fumaba. Imagino que fue del corazón. —Ajustó un
estante de cinturones y los alisó entre sus manos—. Supongo que ahora ella
será un visitante.
—No funciona así —dije.
—¿Y cómo lo sabe? —La fachada de la señora Perkins se quebró y de
pronto oímos la rabia en su voz—. ¿Cómo sabe cualquiera de ustedes cómo o
por qué nuestros amigos y familiares deciden volver? ¿Acaso les preguntan a
los espectros cuál es su motivación?
—No, señora —respondió Holly Munro—. No se considera una estrategia
inteligente.
Entonces Holly me miró, como sabía que haría. En la casa de
Wintergarden yo había hecho justo eso. Y no me había traído nada bueno.
Apreté los labios.
—Y la figura que vio Karen Dobson… —empecé—. ¿La describió?
La señora Perkins había pasado a una bandeja de bolsos y carteras.

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—Era una cosa delgada que iba a cuatro patas. Se arrastraba por el suelo
hacia donde estaba ella.
—¿No dijo nada más sobre su apariencia?
Sus dedos huesudos se movieron sobre la bandeja, moviéndolo todo de un
lado a otro.
—Niña, no creo que se quedara allí tanto como para averiguarlo.

Pasamos un par de horas recorriendo la tienda. Yo estuve mucho rato sola.


Interrogué al personal, pero también analicé el edificio, buscando una
conexión y comprendiendo su personalidad. Me resultó sorprendentemente
difícil.
La distribución estaba bastante clara. Eran los típicos grandes almacenes
antiguos en los que cada planta se dividía en secciones independientes. Las
ofertas estaban en el sótano, y cosmética y defensas antifantasmas en la planta
baja. El triste departamento de defensas antifantasmas, que consistía en más
hierro con descuento del que se usa en los bastones de la patrulla nocturna,
ocupaba el viejo salón árabe, y resultaba cómico lo insignificante que se veía
bajo los pilares dorados y los grifos alados. La ropa de señora, el menaje de
cocina y la sección infantil estaban en la primera planta, mientras que la ropa
de caballero, la mercería y los muebles para el hogar estaban en la segunda.
Casi todo el tercer piso albergaba muebles, y en el cuarto estaban los artículos
de oficina y varias salas de reuniones. Para mí, la calidad de los artículos
parecía algo desgastada, aunque Holly Munro decía que algunas prendas de
mujer estaban bien. Había cuatro ascensores, dos centrales para los clientes
(se accedía a ellos desde la planta baja, detrás de las escaleras mecánicas) y
dos para el personal en los extremos norte y sur del edificio. También había
tres escaleras. La mayoría de la gente usaba la escalera central, que estaba
junto a las mecánicas y estaba hecha de un impresionante mármol de color
café. Sin embargo, había unos estrechos tramos de escaleras en el norte y el
sur que ascendían hasta el último piso.
En la parte de atrás de Hermanos Aickmere, cada planta tenía un almacén
largo y cavernoso al que solo podían entrar los trabajadores. Allí apilaban los
artículos en filas de cajas de cartón antes de que estuvieran listos para la
venta. George se dedicó a merodear por la tienda, sobre todo en la sección del
sótano, aunque yo no había detectado ninguna diferencia psíquica allí. De
hecho, las sensaciones que capté de todo el edificio estaban algo apagadas, lo

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que era un poco raro si tenía en cuenta la teoría de que era el foco del brote de
Chelsea.
Eso no significa que no hubiera nada. Por debajo de todo había una
sensación de inquietud tenue pero palpable. Aparecía y desaparecía cuando te
alejabas del departamento de defensas antifantasmas o pasabas junto a los
estantes de lavanda en la pared junto a las puertas intercomunicadas. Era
como un cosquilleo en la piel, un escozor en el estómago. Me resultaba
familiar, pero no era el malestar, el frío o el miedo atroz que ya conocía. La
sensación aumentó cuando cayó la tarde y la corriente de clientes se evaporó.
A mi alrededor, los trabajadores callados, pálidos y preocupados cerraban las
cajas registradoras y ordenaban los mostradores. Fui hacia una esquina
tranquila, abrí la mochila y giré la palanca de la tapa del frasco sellado.
—¡Ah! —exclamó rápidamente la calavera—. ¡Apártate! ¡Déjame usar mi
gran talento para dar respuesta a tus dificultades! Ah, sí… Yo también siento
esa anomalía. Sí, es muy extraño. Qué interesante…
—¿Qué crees que es?
—¿Cómo iba a saberlo? ¿Acaso hago milagros? Dame un momento.
Necesito pensar.
Tras las ventanas, el cielo estaba prácticamente negro. Sonó un timbre. En
el vestíbulo, los empleados se reunieron y se envolvieron en sus abrigos,
deseando marcharse. Salieron en silencio por las puertas giratorias. Los
observamos desde el fondo del vestíbulo: Lockwood y George bajo el árbol
artificial; Holly y Flo en la entrada de la sección de cosmética; y Kipps y su
equipo sobre el balcón del primer piso, justo frente a mí.
El señor Aickmere fue el último en marcharse. Le dirigió varias palabras
tensas a Lockwood y presionó unos botones en la pared. Las escaleras
mecánicas se detuvieron de golpe y los altavoces emitieron un súbito crujido,
seguido de un chirrido final. Silencio. Las lámparas de las secciones se
apagaron una después de la otra, y la única luz amarilla y débil que iluminaba
el vestíbulo provenía de la farola del exterior. Aickmere se alejó y atravesó la
puerta. Oímos cómo giraba la llave en la cerradura y cómo sus pasos se
apresuraban por King’s Road.
—Pues ahora ya estamos solos —dijo Lockwood—. ¡Bien! ¡Que
comience la auténtica investigación!
Bajo el árbol y en silencio, ninguno discrepó. Habría sido bastante fácil
hacerlo, pero no tenía sentido. Todos sabíamos la verdad.
Sí, todos los vivos de la tienda se habían marchado. Pero eso no quería
decir que estuviéramos solos.

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Por supuesto que no. De noche nunca lo estábamos.

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20

N ada saca lo mejor de un agente como el inicio de la noche. Para


algunos de nosotros, cuanto más oscuro esté, mejor.
Me refiero a visualmente. De pronto, todos los rincones incómodos
quedan envueltos en sombras, las mandíbulas se vuelven más firmes y las
cinturas más delgadas. Los rostros sucios parecen pálidos e interesantes, y los
peinados más lacios adquieren un brillo glamuroso. Los rasgos de
personalidad más groseros también desaparecen, y los pensamientos se
centran en la supervivencia y el caso del que hay que encargarse. Lo mismo
ocurrió con el grupo caótico que había reunido Lockwood aquella noche. Por
una vez, nuestras similitudes superaban a nuestras diferencias bajo el árbol de
papel de Aickmere. Kipps y Lockwood, Kate Godwin y yo… éramos iguales.
Teníamos los estoques y las armas, y compartíamos la fría convicción del
propósito. Hasta Flo parecía formal. El sombrero de paja le dibujaba un aro de
sombra en la cara, y el abrigo echado hacia atrás revelaba el enorme cuchillo
curvo y la siniestra variedad de instrumentos que normalmente usaba para
sacar objetos del fango del río.
George repartió chocolatinas y comparamos las notas de lo que habíamos
descubierto.
—A casi todos parece preocuparles la calidad del aire —dijo Lockwood
—. Notan algo desagradable e incomprensible. —Se inclinó con desinterés
sobre un mostrador; un farol de gas tintineante le iluminaba el rostro—.

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Luego está la historia de la chica que vio a una figura que se arrastraba. Eso
me ha llamado mucho la atención, porque es concreto y extraño.
—¿Qué tipo de fantasma será? —preguntó Holly Munro.
Ninguno lo sabía.
—Varias personas han dicho que oyeron una voz que los llamaba por su
nombre —comentó Bobby Vernon—. Siempre ocurría al anochecer, cuando
estaban saliendo. Sonaba como alguien al que conocían a lo lejos en el
edificio, llamándolos desde el interior.
—¿Alguna vez siguieron el sonido? —pregunté.
—Mm, no, Carlyle. Claro que no —contestó Kate Godwin—. Porque no
son estúpidos. ¿Quién iba a obedecer a una voz incorpórea?
—Bueno, nunca se sabe. Algunas personas podrían verse tentadas.
Holly Munro usó un tono muy dulce y lo acompañó de un aleteo de
pestañas, como siempre hacía cuando se refería a mí.
Flo Bones arrastró los pies, impaciente.
—No lo tengo claro, Locky… No es que haya mucho aquí. ¿Estás seguro
de que el foco está en la tienda?
—Por ahora casi no hemos encontrado nada —admitió Lockwood—.
Aickmere se ha dado cuenta por la forma en la que he hablado con él hace un
segundo. Ha dicho que era exactamente lo que esperaba. Vamos a pasar una
noche muy aburrida. Sigue insistiendo en que aquí no hay nada relevante.
—No. Se equivoca —dije despacio—. Sí hay algo. Lo noto.
Todavía sentía esa sensación extraña de hormigueo que me resultaba
familiar y difícil de comprender al mismo tiempo. La calavera parecía tener
problemas parecidos para analizar la tienda y todavía no me había informado.
—Yo no oigo nada —apuntó Kate Godwin. Ella también tenía el don de
la percepción y eso la hacía dudar de mi opinión—. ¿Qué crees que es?
—En realidad no lo sé —respondí—. Es como un zumbido de fondo, una
especie de radiación. Es fuerte, pero está amortiguado. Como si algo lo
bloqueara y aun así consiguiera filtrarse.
—Tienes que ir a que te limpien las orejas —sugirió Godwin.
Lockwood sacudió la cabeza.
—Si Lucy dice que hay algo, tenemos que hacerle caso. ¿Dónde es más
intenso el sonido, Luce? ¿En el sótano?
—No. Lo oigo en todas partes.
—Igualmente me gustaría que prestáramos mucha atención al sótano —
comentó George—. Sin duda coincide con el lugar donde estaba la antigua

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cárcel, así que cabría pensar que los fenómenos empezarán allí… ¿Qué más te
ha dicho Aickmere, Lockwood? ¿Alguna pista o aviso cordial?
—Nada. Bueno, nada aparte de repetirme que lo dejemos todo ordenado
y, sobre todo, que no toquemos el árbol.
—Ni que fuéramos a cargárnoslo —gruñó Kipps—. ¿Qué se cree que
vamos a hacer esta noche? ¿Una fiesta salvaje en la sección de ropa de
caballero? Tenemos trabajo que resolver.
Lockwood sonrió.
—Cierto, y será mejor que nos pongamos a ello. Vale, voy a emparejaros
para la primera parte de la noche.
Así lo hizo. Nos dividió en grupos de dos. Él fue con Kipps. Kate Godwin
y Bobby Vernon formaron la segunda pareja lógica. El siguiente fue George,
al que le endosaron estar con Flo Bones y que permaneció bastante tranquilo
ante la noticia.
¿Adivinas quién faltaba e iría conmigo?
Me sentí como esos niños a los que eligen los últimos en el recreo.
Empecé a revisar mi equipo con extremo cuidado.
Holly tampoco parecía muy contenta.
—Oye, Lucy… ¿Nos toca la segunda planta?
—Eso es…
Estaba sincronizando el reloj con Lockwood y los demás. El primer turno
solo duraría dos horas y luego nos reuniríamos junto a las escaleras del primer
piso para comprobar que todo fuera bien. Cerré el cuaderno, lo sujeté de mi
cinturón y recorrí con los dedos las bolsas que tan bien conocía. El peso era
correcto; todo estaba en su sitio. Le dediqué una sonrisa simbólica a mi
compañera.
—Holly, ¿empezamos?
Nos alejamos de dos en dos. George y Flo cubrirían el sótano y la planta
baja, mientras que Godwin y Vernon irían a los pisos superiores. Lockwood y
Kipps subieron por las escaleras centrales con Holly y conmigo. Nuestras
antorchas brillaron sobre el mármol lustroso. Al llegar a la primera planta,
ellos se adentraron en el departamento de ropa de señora y nosotras seguimos
avanzando.
La sección de ropa de caballero ocupaba tres pasillos interconectados.
Estaba bastante oscura, ya que estábamos muy por encima del nivel de las
farolas de la calle. Unos maniquíes de caras plateadas, que brillaban
levemente en la penumbra, estaban sentados o de pie sobre unos pedestales
blancos entre la ropa colgada. Trajes, pantalones e hileras de camisetas

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perfectamente planchadas… Olía a bolas de naftalina, suavizante y lana. Me
pareció que hacía más frío que la primera vez que pasamos por allí.
Holly llevó las bolsas hasta el fondo, donde empezaríamos.
Me detuve un momento.
—¿Y bien? —pregunté.
—He estado pensando —anunció la voz de mi mochila—. Y tengo una
idea.
—Genial. —¿Qué era esa extraña sensación tan profunda y lejana? Me
molestaba mucho. Quería saber la opinión de la calavera—. Pues oigámosla.
—Este es mi consejo: llévala hasta la parte de menaje de cocina y pégale
con una sartén.
—¿Qué?
—A Holly. Es una oportunidad de oro. Allí también hay muchos objetos
afilados, si lo prefieres. Pero bastaría un simple porrazo con un rodillo de
amasar.
Solté un resoplido de rabia.
—¡No me interesa matar a Holly! Lo que me preocupa es el mal rollo que
da este sitio. ¿La violencia sin sentido es tu solución para todo?
El fantasma se lo pensó.
—Sí, prácticamente.
—Me das asco. Las consecuencias…
—Pero si no te pillarían. Esa es la cuestión. No hagas ruido y échale la
culpa a todas esas fuerzas sobrenaturales que hay en este sitio. ¿Quién se iba a
enterar?
Consideré comenzar un debate acalorado con la calavera sobre las
implicaciones morales del asesinato, pero decidí que sería inútil. Tampoco
tenía tiempo, porque mi compañera regresaba por el pasillo.
—Vale —dije en voz alta mientras se acercaba—. Será mejor que nos
pongamos manos a la obra, Holly. Sabes cómo registrar datos psíquicos, ¿no?
Estaba nerviosa y tenía la respiración agitada. Vi cómo se le movía la
chaqueta arriba y abajo con rapidez.
—Sí, sé hacerlo —respondió.
—¿Siguiendo el método en cuadrícula de Fittes y Rotwell?
—Sí.
—Vale. Entonces empecemos. Yo inspecciono y tú anotas los resultados.
Ignorando los susurros de la calavera —que seguía sugiriendo diferentes
utensilios de cocina que difícilmente podrían usarse para matar—, dibujé un
boceto de la habitación. Holly y yo fuimos hacia el primer punto de la

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cuadrícula, una esquina llena de jerséis bien apilados. Sobre nosotras, un
maniquí vestido con una camisa de cuadros, una rebeca de lana y pantalones
de vestir señalaba alegremente a la oscuridad.
—Aquí la temperatura es de… diez grados —dije—. No veo nada y
tampoco oigo nada. No hay ningún indicador importante, ni malestar ni frío ni
nada. Eso significa que puedes poner ceros en estas casillas de aquí. ¿Vale?
¿Lo tienes?
—Ya te he dicho que sé cómo hacerlo. Y, para que lo sepas, yo también
sé interpretar las anomalías —espetó Holly—. Tengo algo de sensibilidad,
¿sabes? Recibí formación de agente cuando era pequeña.
Yo ya daba grandes zancadas hacia el siguiente punto.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué pasó? ¿Te pareció demasiado peligroso? Quiero
decir…, ¿no te gustó?
—Me dio miedo, sí. Sería una estupidez que no me lo diera.
—Ya, supongo. Aquí también hace diez grados.
Lo anotó.
—Pero ese no fue el motivo por el que lo dejé —continuó—. Me
trasladaron a una oficina después de las muertes de la calle Cotton. Puede que
hayas oído hablar de ese caso y que llegara a ese pueblecito del norte del que
vienes.
—Pues no es un pueblo pequeño —repliqué—. Es una población muy
importante en el norte que… —Miré detrás de Holly, sobresaltada—. ¿Has
oído eso?
—¿El qué? No.
—Me ha parecido… Parecía una voz.
—¿Y qué decía? ¿De dónde venía? ¿Quieres que lo escriba?
—Quiero que pares de parlotear.
Contemplé el pasillo oscuro. Ahora solo podía oír a Holly
hiperventilando. Si había una voz lejana diciendo mi nombre, no estaba allí en
ese momento.
Holly me observaba atentamente.
—Lucy, no vas a alejarte y a seguir la voz, ¿verdad?
La miré.
—No, Holly. Por supuesto que no.
—Vale. Porque en la casa de Wintergarden perdiste el control y…
—¡Que eso no va a pasar! De todas formas, ya no está. ¿Seguimos con el
análisis?
—Sí —contestó con delicadeza—, está bien.

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Seguimos con el análisis.
—Lo he oído todo —me susurró la calavera al oído—. Tengo una palabra
para ti: batidor de huevos.
Sacudí la cabeza y respondí entre dientes:
—Menuda estupidez. No podría matarla con eso. Además, «batidor de
huevos» son tres palabras.
—Es una palabra compuesta.
—No lo es. Y no creo que quisiera ofenderme. Solo estaba…
—Si estuviera fuera de este frasco, la estrangularía por ti —dijo la
calavera—. Te haría ese favor. Piensa en lo bien que estaría seguir tus
impulsos por una vez. Podrías hacerlo ahora mismo. Usa una percha como
garrote.
Le ignoré; tenía otras cosas en las que pensar. La temperatura estaba
bajando y aparecieron hebras de niebla fantasmagórica que serpenteaban a los
pies de los estantes de la ropa y envolvían los pedestales de los maniquíes.
Holly y yo seguimos anotando datos en el pasillo sombrío, junto a camisetas y
estanterías de calcetines, repisas de zapatillas de estar por casa y chalecos
para señores mayores. Nuestros apuntes garabateados reflejaban un aumento
gradual de los fenómenos secundarios, sobre todo de frío y miasma. También
nos percatamos de algo más: apariciones.
Empezaron como formas grises y tenues, vistas al fondo de los pasillos.
En la penumbra, tenían un tamaño y una forma inquietantes, parecidos a los
de los maniquíes. Solo podían atisbarse cuando apartabas la mirada de repente
y te sobresaltaba descubrirlas allí. No intentaron acercarse a nosotras ni
hicieron ruido. Ninguna de las dos detectó muestras de agresividad. Aun así,
nos desconcertaban su presencia vigilante y su número, que parecía crecer
poco a poco conforme avanzábamos por el pasillo. Cuando llegamos a las
escaleras y miramos hacia abajo, vimos cómo se agrupaban en los pisos
inferiores y nos observaban con los ojos vacíos y negros de sus rostros grises
y borrosos. Volví a contemplar la sección de ropa de caballero y las vi
revoloteando entre las sombras, discretas y en silencio.
O no totalmente en silencio.
—Lucy…
De nuevo la misma voz. En la lejanía, un trozo de oscuridad apareció
frente a mí.
—¿Calavera? —Me arriesgué a susurrarle a la mochila. Holly estaba unos
pasos por delante, y no creí que fuera a enterarse—. ¿Has oído eso? Y olvida
tus tonterías de siempre. No tengo tiempo.

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—¿La voz? Sí, la he oído.
—¿Qué es? ¿Cómo sabe quién soy?
—Una presencia está creciendo. Algo que se acerca hacia ti.
—¿Hacia mí? —Me quedé helada—. ¿Por qué no hacia Holly? O a Kate
Godwin. Ella también oye cosas.
—Porque eres única. Brillas como un faro y llamas la atención de las
criaturas oscuras. —Se rio—. ¿Por qué crees que estoy hablando contigo?
—Pero no hay razón para…
—Oye —me interrumpió la calavera—, si quieres evitar todo esto has
elegido el trabajo equivocado. Hazte panadera o algo. Mejor horario, un
bonito delantal de flores…
—¿Por qué iba a querer yo un delantal de flores? —Respiré hondo—.
Dime qué son los espíritus que nos están observando.
—Hay muchos fantasmas en este sitio. La mayoría parecen perdidos. No
detecto que tengan poder. Pero hay otros más poderosos que sí tienen
voluntad propia. Uno de esos va a por ti.
Tragué saliva y observé la oscuridad.
—Ah, y tengo más buenas noticias —añadió la calavera—. Por fin he
dado con la respuesta a esa extraña sensación que sientes. Sé dónde la has
notado antes: es como el espejo de hueso. ¿Te acuerdas? A eso se parece.
El espejo de hueso… Supe de inmediato que tenía razón. ¿Esa sensación
de intranquilidad y hormigueo de fondo que había experimentado desde que
habíamos llegado a los grandes almacenes Hermanos Aickmere? Me resultaba
familiar. Ya la conocía. Hacía seis meses, Lockwood, George y yo habíamos
descubierto un objeto misterioso en el cementerio de Kensal Green, un espejo
hecho de huesos que poseía unas habilidades extrañas. Para nuestra sorpresa,
supusimos que le otorgaba a quien lo tuviera el poder de asomarse al más allá.
Como todos los que habían mirado habían muerto —y como rompimos el
espejo al final del caso—, esto era difícil de confirmar. Estar cerca de aquella
cosa te hacía enfermar, y solo ahora me di cuenta de que las sensaciones de la
tienda eran muy parecidas.
—No es el espejo de hueso, claro —siguió la calavera—. Es algo distinto,
más grande y lejano. Pero tiene el mismo efecto. Altera el entramado del
mundo. Hazme caso, Lucy. Aquí están pasando cosas extrañas…
Después de esa frase, la presencia de la calavera se alejó. Holly Munro
estaba a mi lado. No me había fijado en que se había acercado.
—¿Por qué hablas sola, Lucy?
—No hablo sola. Yo… estaba pensando en voz alta.

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Aquella excusa no habría convencido ni a un niño de tres años y
difícilmente funcionaría con Holly. Frunció el ceño y abrió la boca para decir
algo, pero entonces una voz conocida nos llamó. Lockwood emergió de la
oscuridad con un farol balanceándose de su larga y pálida mano, y el abrigo
silbando a su paso.
Hasta que le vi no me percaté de lo tensa y enfadada que estaba; tampoco
era consciente de lo mucho que había echado de menos que estuviera a mi
lado. Me sentí peor y mejor cuando se acercó.
—Lucy, Holly, ¿estáis bien? —Sonreía, pero vi inquietud en sus ojos—.
Los demás se están poniendo nerviosos. Estoy preguntando a todos.
—Estamos bien —respondí—. Pero hay muchísimos fantasmas por todas
partes.
—Sí, aunque se mantienen alejados. —Nos iluminó con su sonrisa—. Lo
peor que ha pasado hasta ahora es que George ha tirado una hoja de ese
estúpido árbol del vestíbulo. Ya la pegaremos luego. Con suerte Aickmere no
se fijará.
—Lucy ha vuelto a oír voces —dijo Holly Munro.
La miré. Estaba a punto de decírselo yo (probablemente), y no me gustó
que ella lo soltara así, como si fuera un secreto inconfesable; tampoco me
gustó que Lockwood me mirara con tal brusquedad.
—Lucy, ¿eso es verdad? —preguntó.
—Sí —contesté de mal humor—. Algo me ha llamado dos veces. Pero no
pasa nada. No voy a hacer ninguna estupidez. Además, tengo aquí a Holly
para cuidar de mí.
Él permaneció varios segundos sin decir nada; noté cómo se enfrentaba a
sus pensamientos. Al final añadió en voz baja:
—Nos reunimos en media hora. ¿Creéis que estaréis bien hasta entonces?
—Sí, claro.
Puede que aquello sonara un poco directo, como si me hubiera molestado
que lo preguntara. No era así en absoluto, y tampoco tenía claro que fuera a
estar bien. Las palabras de la calavera me habían asustado. Me sentía
agobiada. No paraba de querer darme la vuelta por si aparecía algo detrás.
Pero ni de broma iba a admitirlo delante de Holly.
—Bueno…, pues os veo pronto a las dos —se despidió Lockwood.
Sin hacer ni un ruido, desapareció entre las sombras.
Holly Munro y yo permanecimos allí unos instantes, envueltas en la
penumbra y observando cómo se marchaba. Luego continuamos con el
análisis psíquico. Pese a que no solíamos hablar demasiado cuando estábamos

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solas, ahora estábamos completamente calladas (a excepción de los susurros
con los que compartíamos las anotaciones). Estábamos inquietas. Yo miraba
hacia atrás más veces de las necesarias.
Al final el silencio se volvió agotador. Me aclaré la garganta.
—Oye… —dije. No es que estuviera muy interesada, pero quería aliviar
la tensión—. Sobre las muertes de la calle Cotton que has mencionado antes.
¿Qué pasó? ¿Fue muy duro para ti?
Holly asintió levemente.
—Podría decirse que sí. Un poltergeist atacó a mi equipo en un
apartamento de la calle Cotton. Tres de mis compañeros murieron y yo fui la
única superviviente. Salí por la ventana del desván, rodé por las tejas y la
chimenea frenó la caída. Pasé allí toda la noche, más muerta que viva. Mi
supervisor y otros dos agentes no tuvieron tanta suerte.
Era una historia dura, pero yo estaba distraída mientras hablaba. De
pronto tuve la desagradable sensación de que algo se acercaba y nos
acechaba. Me di la vuelta y no vi nada… Cuando me giré de nuevo, Holly
seguía mirándome y esperaba mi reacción.
Tardé un momento, intentando centrarme en lo que había dicho.
—Sí. Suena mal.
—¿Eso es lo único que vas a decir?
¿Qué? ¿Acaso quería que le diera la mano? A mí me había pasado
exactamente lo mismo.
—Lo siento —repliqué—. Pero si eras agente… Esas cosas pasan.
Hubo una pausa. Holly me miró. Después de un rato reanudó el relato:
—Dejaron de enviarme a los casos. Se suponía que iba a ser algo
temporal, pero se me daba muy bien el trabajo de administración y descubrí
que no quería volver. No creas que no tengo la capacidad necesaria para hacer
esto, Lucy. Puede que esté oxidada, pero sigo siendo capaz.
Me encogí de hombros. Apenas la había oído. Le estaba prestando
atención a la atmósfera del vestíbulo. Una tenue luz polvorienta procedente de
las farolas que había más abajo se filtró por las ventanas y le daba a todo un
aspecto granuloso. No era tan potente como para que afectara a nuestros
dones y tampoco necesitábamos las antorchas para saber hacia dónde nos
dirigíamos. Holly se apartó. Se dirigió a los estantes más cercanos y los rodeó
mientras pasaba los dedos por las suaves filas de camisas.
Yo seguía observando la estancia.
Mi sensación de ansiedad no había dejado de empeorar desde que
habíamos llegado a aquella planta. Y, de pronto, sin previo aviso, se convirtió

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en una pesadilla. Descubrí que había clavado la mirada en el espacio al final
del vestíbulo, pasadas las cajas registradoras y las últimas perchas de ropa,
donde un arco alto y cuadrado conducía al pasillo transversal en el que se
encontraban los ascensores y las escaleras. Los detalles del pasillo no eran
visibles, ya que no tenía ventanas y las farolas de la calle no llegaban hasta
allí. Era un vacío oscuro, pequeño y de infinita profundidad.
—Lucy…
El sudor me caía por un lado de la cara; no podía dejar de mirar.
Podía oír el crujido de los dedos de Holly al tocar las camisetas. En la
calle, un perro (quizá fuera callejero) ladraba. Eso fue lo último que oí. De
pronto, el silencio gélido me sepultó con violencia, como si hubiera llegado
corriendo desde el pasillo del fondo. Me golpeó como un puño. Algo me
presionó con fuerza las sienes. Hice una mueca y abrí la boca, pero no logré
gritar. Mis extremidades eran de mármol y tenía las manos cerradas a los
lados. Estaba tan quieta y congelada como uno de los maniquíes.
Observé el agujero de oscuridad. Vi cómo algo se movía.
Una figura humana se arrastraba a cuatro patas a la derecha, más allá del
arco. Era un poco más negra que la oscuridad que lo envolvía todo y se
arrastraba usando las rodillas y los codos con una serie de movimientos lentos
y bruscos. A veces corría a toda prisa, como lo haría una araña de caza. Sin
embargo, transmitía una imagen desagradable de debilidad y dolor. Unas
piernas delgadas se arrastraban tras ella y la cabeza gacha se escondía entre
los omóplatos ondulados, casi oculta.
La figura se arrastraba desde el fondo del vestíbulo. Llegó hasta el otro
lado del arco y desapareció por el pasillo, en busca de los ascensores. Tras un
momento, una columna de oscuridad flotante atravesó el hueco que había
dejado. Parecía una cuerda gruesa, negra, brillante y vibrante en los extremos.
Al principio no pude descifrar qué era, pero entonces se rompió en pedazos y
lo entendí. Era una acumulación enorme de arañas silenciosas y decididas que
se movían como un único ser. Se alejaron en la misma dirección que había
tomado la horrible figura que gateaba. Entonces el terror que me oprimía se
redujo y pude volver a moverme.
La cortina de silencio se levantó y oí los dedos de Holly rozando la ropa
y, en la calle, otro ladrido de aquel pobre perro callejero.
Me dolía la boca y tenía los labios mojados. Cuando los toqué, mis dedos
se mancharon de sangre. Al estar entumecida y aterrorizada, me había
mordido la lengua.

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21

S acudí la cabeza para alejar la pesadez helada del cerebro.


—¡Holly! —susurré.
Había que reconocerlo: apareció a mi lado en un segundo sin que sus
elegantes zapatillas de deporte hicieran ruido al pisar el suelo pulido. Su voz
me resultó extrañamente fuerte.
—¿Qué?
—¿Has visto eso?
—¿De qué estás hablando? Yo no he visto nada.
—¿Tampoco lo has sentido? Estaba allí, detrás del arco. Algo se movía.
—No he sentido nada… ¿Estás bien, Lucy? Estás temblando.
—No estoy temblando. Estoy bien. No hace falta que me toques.
—Ahí hay una silla. ¿Por qué no te sientas?
—No quiero sentarme. ¿Qué eres, mi niñera?
—Venga, vamos a buscar a los demás. Ya es hora de reunirnos.
Lockwood y Kipps estaban esperando cerca de las escaleras de la primera
planta. Llegamos hasta ellos.
—La pobre Lucy ha visto algo —comentó Holly Munro cuando nos
acercamos—. Está aterrorizada.
—Yo no estoy aterrorizada. —Una furia ardiente me recorría las venas
que antes habían sufrido el frío sobrenatural. Me costaba mantener la voz
firme. En realidad no estaba claro si había querido criticarme, pero en ese

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momento me daba igual—. Estoy bien, gracias. Es solo que era algo muy
poderoso.
—Cuéntanoslo, Luce —dijo Lockwood.
Lo expliqué lo mejor que pude.
—¿Te ha mirado? —preguntó él—. ¿Te ha atacado de alguna forma?
—No se ha detenido ni me ha mirado. Simplemente ha pasado de largo.
Nunca había sentido un bloqueo fantasmal así… Y el frío también era muy
intenso. Sigo estando helada. —Temblando, me senté en un escalón—. Lo de
las arañas… Lockwood, ¿alguna vez has visto algo así?
—No. Aunque ha habido casos. ¿Verdad, Kipps?
—El más famoso es el del Hotel Rojo —contestó el aludido—. Y las
cavernas de Chislehurst, en los años ochenta. Quizá otros. Uno o dos. No
muchos.
—¿Qué demonios estaba haciendo? La manera en la que se arrastraba por
el suelo… Uf…
—Creo que debería marcharse —dijo Holly Munro de repente—. No
puede continuar en este estado.
—¡Y tú qué vas a saber! —grité—. ¡Como si pudieras detectar algo!
Estabas justo a mi lado y no has notado ni el frío ni el miedo atroz. ¡El
bloqueo fantasmal no te ha afectado!
—Haces que eso parezca malo —respondió Holly.
—Puf, déjame en paz.
—¿Qué ha sido eso?
Fue Lockwood el que habló, pero todos nos dimos la vuelta a la vez. Un
estruendo anunció que uno de los estantes de ropa del fondo de la estancia se
había caído. Una sombra se acercó hacia nosotros dando tumbos. Era Kate
Godwin, con el estoque preparado y el pelo rubio revuelto. Su habitual
entereza fría había desaparecido.
Se detuvo frente a nosotros, con el rostro pálido y la respiración
entrecortada.
—¿Habéis visto a Bobby?
La miramos.
—¿Cómo has podido perderle? —preguntó Kipps—. He estado con
vosotros hace cinco minutos.
—¿Cinco minutos? Más bien horas. He buscado por todas partes… No le
encuentro.
—¿Qué hora es? —preguntó Holly—. Yo tampoco sabría decir cuánto
tiempo llevamos aquí.

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Miré mi reloj y sentí otra punzada de miedo.
—Las manecillas se han parado.
Kipps maldijo.
—El mío gira en el otro sentido.
—Que todo el mundo se calme —dijo Lockwood—. Olvidaos de la hora.
Los fantasmas están jugando con nosotros. Kate, dinos qué ha pasado.
Kate Godwin se apartó el flequillo. Sus ojos azules, brillantes, enfadados
y afligidos nos recorrieron; no podía parar de moverlos.
—Hemos llegado a la tercera planta, a la sección de los muebles, los sofás
y todo eso. Hemos empezado a explorar. Yo he vuelto a oír la voz. Me ha
distraído. Sonaba como… Bueno, no importa cómo sonaba. La he seguido
unos metros. Luego Bobby ha gritado que había visto algo. Parecía… raro.
Me he dado la vuelta y he visto que corría hacia la oscuridad. He ido tras
él…, pero se había esfumado. Esfumado, Quill.
Parecía estar a punto de echarse a llorar.
—Por el amor de Dios —contestó Kipps—. Pensaba que os habíamos
dicho que permanecierais juntos.
Hizo una mueca.
—¡Estábamos juntos! Hasta que…
—No pasa nada —dijo Lockwood—. Le encontraremos. ¿Qué era la voz
que has oído?
Dudó y miró a Kipps.
—No importa.
—Eso no nos basta —bramé—. Ahora formas parte de un equipo más
grande. Tienes que contárnoslo todo.
Kate Godwin farfulló entre dientes.
—A mí tú no me mandas, Carlyle. Si os interesa tanto, me ha parecido oír
a Ned Shaw.
Kipps se sobresaltó.
—Kate, Ned murió a kilómetros de aquí. Y nosotros… Seguimos el
procedimiento habitual, con hierro y todo eso. No puede haber… No puede
haber regresado.
—¿Has oído la voz con claridad? —preguntó Lockwood.
Kate Godwin sacudió la cabeza, indignada.
—Era muy clara. No podía ser real, ¿no? Me estoy volviendo loca. Es la
típica tontería que haría Carlyle. Pero Bobby…
—Sí, tenemos que encontrarle rápido. Aunque antes tendríamos que…
¡George!

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Otras dos figuras emergieron entre la penumbra, corriendo: la forma baja
de George seguida del contorno deforme de Flo Bones y su abrigo gigante.
Sonrojados y faltos de aire, parecían dos nubes de azúcar derretidas.
—Están pasando cosas raras, Lockwood —empezó George—. Flo acaba
de ver algo en el sótano. No es una de esas sombras normales, sino algo que
se parecía a… ¿A quién era, Flo?
Al contrario que Kate Godwin, al contrario que Kipps y al contrario que
—tenía que admitirlo— yo (seguía teniendo el corazón acelerado y no había
olvidado el espectro horrible que se arrastraba), Flo Bones parecía tan
tranquila y sarcástica como siempre.
—El nombre no os diría nada —contestó—. Pero puedo contaros lo
importante. —Se levantó el sombrero de paja y se rascó bajo un mechón de
pelo—. Era alguien muy cercano a mí, alguien que murió. He sentido un
fuerte deseo de seguir a la aparición, pero aquí mi amigo George ha lanzado
una bomba de sal y ha tirado de mí.
—Un gran trabajo, George. —Lockwood habló despacio y luego nos miró
a todos—. Si tenemos en cuenta esto y la experiencia de Kate, empiezo a
pensar que estamos ante un…
—Un doble —terminó George—. Un fantasma que establece un vínculo
psíquico con la persona que le mira y adopta el aspecto de alguien cercano,
vivo o muerto. Sea como sea, resulta muy confuso. Se alimenta de lo que más
te preocupa, así que si estás obsesionado con algo o echas de menos a un ser
querido, te vuelves muy vulnerable.
—Eso no explica lo que yo he visto —dije.
—Quizá no, pero Kate ha oído a Ned Shaw —comentó Holly—. Y
también creemos que Vernon ha podido ver algo que le ha hecho actuar de
forma extraña. Ha desaparecido y no sabemos dónde está.
—Tenemos que encontrarlo —estalló Godwin y gritó de pronto—. ¿Por
qué estamos aquí de cháchara? ¡Me da igual si es un doble o un trémulo
diminuto! ¡Hay que dar con él!
Se movió hacia las escaleras.
Holly alargó un brazo.
—Espera. No puedes ir sola.
—Quítame las manos de encima.
Un repiqueteo nos interrumpió. Lockwood estaba golpeando el cristal de
una vitrina con el estoque.
—¿Os estáis escuchando? Discutís por chorradas. Estamos olvidando la
primera regla al entrar en un lugar encantado: mantener la calma. No sabemos

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a qué nos enfrentamos, pero estamos dejando que se alimente de nuestras
emociones. —Guardó el estoque en el cinturón—. Por mucho que sienta
decirlo, esto está fuera de nuestro alcance. El origen está bien escondido y es
demasiado poderoso. Tenemos que encontrar a Vernon e irnos de aquí.
—Eso significa que tenemos que separarnos de nuevo —opinó Kipps—.
Para buscarle.
—Lo sé y no me gusta, pero no veo que podamos evitarlo.
—Estoy de acuerdo. Pero Kate también viene con nosotros.
—Vale. George y Flo, Lucy y Holly, vosotros seguís con la misma pareja.
Quien encuentre a Bobby que tire un destello y los demás iremos hacia allí de
inmediato. Luego nos largamos. Nadie deja que nadie se aleje o que se
distraiga con un sonido o una forma. Es una orden. Actuad siempre como si
fuerais inseparables. ¿Alguna pregunta?
Holly y yo nos miramos, pero no dijimos nada.
Los grupos se dispersaron. Lockwood se quedó a esperarme.
—Estás muy pálida, Lucy —comentó—. Lo que has visto…
Alcé una mano.
—No voy a irme ahora. Hay que encontrar a Vernon. Es una carrera
contrarreloj.
—Sabía que dirías eso. Sé que eres muy fuerte. Vale, pero ten cuidado.
—Sin problema —respondí—. Aunque…, ¿de verdad quieres que vuelva
a ir con Holly?
Me sonrió.
—Claro. Yo creo que os complementáis muy bien.
—¿Qué dices? ¿Cómo vamos a compenetrarnos? Si no nos llevamos bien.
—¡Que os complementáis, no compenetráis! Me refiero a que trabajáis
bien juntas, Lucy. Sí, obviamente sé que tú no te llevas bien con ella, eso está
claro. Pero ¿ella contigo? Te sorprendería lo bien que habla de ti. Aun así
hacéis un buen equipo, te guste o no. —Apartó la mirada—. Ahora deja de
hablar y vete.
Bueno, aquella fue una especie de despedida. Cada uno se marchó por un
lado.
Buscar a otro agente en un edificio encantado nunca es muy divertido.
Complica las cosas. No solo debíamos permanecer alerta por si detectábamos
anomalías psíquicas (no nos quedaba otra, porque las sombras que llenaban
los pasillos nos perseguían, siempre a cierta distancia pero sin alejarse del
todo; y sabíamos que había otras presencias acechando en los pasillos
huecos), sino que también teníamos que tener los ojos y los oídos muy

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abiertos por si aparecía Bobby Vernon. En realidad, ambas cosas no eran
compatibles. Cuando nos concentrábamos en una, olvidábamos la otra, y así
aumentaban poco a poco nuestra preocupación y nuestro miedo.
A mí me desagradaban especialmente los vestíbulos amplios y los
rincones oscuros y vacíos al final de los pasillos. No dejaba de esperar ver la
figura arrastrándose en la lejanía, viniendo hacia mí.
El esfuerzo de estar doblemente atenta no tardó en hacer estragos. Holly y
yo nos sumimos en un súbito silencio y solo nos comunicamos con gestos.
Corrimos por el pasillo de cosmética y el departamento de defensas
antifantasmas de la primera planta. Luego subimos por las escaleras situadas
al norte del edificio y llegamos al último piso. Ni los fantasmas ni Bobby
Vernon estaban junto a los artículos de oficina, ni tampoco en las salas de
reuniones de Hermanos Aickmere. Por un acuerdo sobreentendido, bajamos a
la tercera planta, que era donde había desaparecido. Allí se extendía una
selección de sofás, sillones y mesas colocados muy cerca los unos de los
otros, en un revoltijo que parodiaba las casas reales. A ratos le llamábamos en
voz baja y con voces tristes que interrumpían el silencio; aunque lo que más
hacíamos era escuchar. Miramos en armarios, cómodas y almacenes. A veces
veíamos a los demás a lo lejos o los oíamos gritar el nombre del chico, pero
sospechábamos de todos los sonidos y todas las figuras, y no nos acercábamos
a ellos. Bobby Vernon no estaba en ninguna parte.
Llegamos a la sala de los ascensores y a las escaleras principales.
—No hay suerte —dijo Holly Munro—. Probaremos en la planta de abajo.
La calavera que llevaba en la mochila llevaba un rato en silencio, desde
antes de ver la aparición y la estela de arañas. En ese momento sentí su
presencia agitándose en mi espalda.
—Si le dejáis ahora, morirá —dijo.
—Pero no está aquí. —Ignoré la mirada perpleja de Holly Munro. Para
ella, estaba hablándole al aire—. Hemos buscado por todas partes.
—¿De verdad?
Miré a mi alrededor. Las escaleras, las paredes… Mármol de color crema
y caoba. A nuestras espaldas, las puertas cobrizas de dos ascensores brillaron.
La electricidad estaba desconectada. No tenía sentido mirar allí. Vernon no
habría podido subirse al ascensor o ni siquiera abrir las puertas.
Aun así… Me acerqué a ellas y coloqué una oreja encima. Me pareció oír
un gemido, un llanto amortiguado.
—¿Bobby? —pregunté—. ¿Puedes oírme?
—No puede estar ahí dentro. —Holly estaba ahora a mi lado—. No hay…

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—Calla. Creo que ha respondido. He oído una voz.
Golpeé los botones de la pared. No hicieron nada, pero llevaba una
alternativa en la bolsa.
—¿Una palanca? —Holly se echó hacia atrás—. ¿Crees que el señor
Aickmere…?
—¡Que le den a Aickmere! ¡Dijo que no había fantasmas en la tienda!
Ahora deja de hablar y ayúdame a empujar.
Metí la barra entre las puertas de metal e intenté separarlas. Con la cara
seria y sin mirarme, Holly agarró la barra. Usamos nuestra fuerza. Al
principio no hubo ningún cambio significativo, pero entonces algo en el
interior emitió un chasquido reticente. Las puertas se abrieron. Era un hueco
pequeño, quizá un cuarto de todo lo que ocupaban. Pero con eso bastaba.
El interior estaba a oscuras. Y un débil quejido sonó en lo más profundo.
Mi bolígrafo linterna mostró el interior vacío del agujero: unos ladrillos
manchados de sangre y rollos de cables negros enrollados, pero no el
ascensor. Cuando nos estiramos para mirar hacia abajo, vimos el techo del
montacargas a unos dos metros más abajo. Encima estaba Bobby Vernon,
enroscado como una pelota olvidada con las rodillas levantadas y los brazos
apretados alrededor de las piernas delgadas. Tenía mal aspecto.
—¿Qué demonios le ha pasado? —pregunté—. ¿Crees que el fantasma le
ha petrificado?
—No, pero ¿has visto el moratón que tiene en la cara?
Vernon alzó la mirada, pestañeando y entrecerrando los ojos por la luz de
la linterna. Tosió con dificultad.
—Me he dado un golpe en la cabeza y creo que me he roto la pierna.
—Ah, genial… —Algo hizo que se me erizara la piel. Observé la
oscuridad de la sección de muebles. La penumbra parecía estar
arremolinándose—. ¿Cómo vamos a sacarle de ahí?
—Una de nosotras podría meterse dentro —sugirió Holly—. Quizá deba
hacerlo yo.
—¿Por qué? ¿Por qué? Estabas mirando lo anchas que tengo las caderas,
¿verdad?
—Claro que no. Tú aguanta la puerta para que no se cierre. Eres mucho
más fuerte y fornida que yo.
Holly se contoneó entre las puertas, se giró para estar de espaldas al
hueco, se agachó para agarrarse al borde y, con sorprendente agilidad, saltó
sobre el ascensor oscuro.

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Metí la palanca en la abertura, aseguré la puerta abierta e iluminé el
interior con la linterna. Estaba agachada junto a Vernon, tocándole la pierna.
—¿Qué te ha pasado, Bobby? —le preguntó.
—Ned. He visto a Ned.
—¿A Ned Shaw?
Miré a Holly.
—Es su amigo, el que murió.
—Le he visto… Estaba en la oscuridad, sonriéndome… —Vernon volvió
a toser, y su voz parecía débil—. He sentido que tenía que ir con él. No lo sé.
No se ha dado la vuelta, pero ha retrocedido, se ha alejado de mí y ha
desaparecido detrás de las mesas y las sillas. Le he seguido… Se ha metido en
el ascensor. Juro que había luz. Las puertas estaban abiertas y las luces
encendidas. Se ha quedado allí, esperando con una sonrisa. He entrado…
Entonces las luces se han apagado y el ascensor ya no estaba allí. Me he
caído. Me he dado en la cabeza. Me duelen las piernas…
—No pasa nada —le tranquilizó Holly apretándole la mano—. Te pondrás
bien.
Me enfadé mucho.
—Bobby, eres idiota. Holly, ¿me ayudas a levantarle? Creo que si le
agarro podría ponerle en pie.
—Puedo intentarlo.
Lo hizo, regalándome muchos quejidos y gimoteos.
—Será mejor que te des prisa, Lucy… —Los susurros de la calavera
mostraron indiferencia—. Algo se acerca.
—Lo sé. Lo noto. Bobby, extiende las manos. Puedo tirar de ti.
Ahora estaba en vertical, apoyado sobre Holly con una pierna levantada,
cojeando y entrecerrando los ojos como un pirata malo a mitad de precio.
—No puedo… Estoy demasiado débil.
—No lo suficiente como para no levantar los brazos. —Me puse de
rodillas con las manos en el suelo y me estiré hacia la puerta—. Vamos…
Date prisa.
Levantó una mano débil. Una viuda de noventa y cuatro años llamando a
un criado para que le rellene la taza de té habría alzado el brazo con más
energía. Intenté agarrarla, pero fallé.
—Quizá debamos llamar a Lockwood —sugirió Holly Munro.
—No hay tiempo… —Observé la oscuridad que se cernía detrás de mí—.
Hazlo, Vernon.

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El segundo intento fue certero. Le agarré de la muñeca. Me eché hacia
atrás y le levanté, ignorando sus gritos de dolor. Un momento después, el
rostro de Vernon (todo amoratado y descompuesto) apareció en la abertura.
Tiré y salieron los hombros delgados y el pecho de paloma…
—Mierda —solté—. Se ha enganchado.
Abajo, Holly chilló.
—¿Cómo puede haberse enganchado? Está más delgado que yo.
—No lo sé…
Miré a mi alrededor. Una voz me llamaba en la lejanía, entre los muebles
oscuros y la disposición vacía y sin sentido de los sillones y los divanes.
—Lucy…
—¡Ayúdame! —grité—. ¡Empújale por detrás! Sácalo de ahí.
—¡No voy a empujarle por detrás!
—Se acerca un visitante, Holly. ¿Por qué está atascado?
—¡No lo sé! Ah, ya lo veo. Se le había enganchado el cinturón.
—¿Y puedes soltarlo?
—No lo sé. No lo sé… Estoy intentando alcanzarlo…
Yo todavía sostenía la muñeca de Vernon con una mano. Usé la otra para
sacar el estoque. Oí unos rasguños rítmicos en el vestíbulo. Algo se acercaba
y caminaba sobre unas manos y rodillas huesudas.
—Holly…
—¡Nunca le he quitado el cinturón a nadie! ¿Tienes idea de lo incómodo
que me resulta?
Observé el arco. ¿Eso era el crujido de miles de patas diminutas?
—Holly…
—¡Ya está! ¡Lo he conseguido! ¡Rápido! ¡Tira! ¡Tira!
Lo hice otra vez. Ahora Bobby Vernon se soltó como un cuchillo de
rodillas flacuchas que se hubiera quedado enganchado en el bloque de
mantequilla. Salió tan rápido que me caí de espaldas.
Un segundo después, me revolví para ayudar a Holly a subir. Tenía la
ropa grasienta y las mangas rotas.
Vernon estaba tirado en el suelo. No estaba bien; tenía los ojos cerrados y
gemía. Le agarré por debajo de los brazos.
—Holly, a las escaleras. Tenemos que irnos.
Los rasguños del arco sonaban cada vez más fuertes, al igual que el suave
susurro que los acompañaba. Sabía que algo horrible saldría en cualquier
momento.

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Holly sujetó a Vernon por los tobillos y las dos le levantamos. No pesaba
demasiado, pero no era una tarea fácil. Menos mal que era él y no George.
Varias arañas cruzaron sigilosamente el arco y llegaron al vestíbulo.
Dieron la vuelta a la esquina y empezaron a bajar las escaleras.
Nos detuvimos en la planta de abajo, en la sección de ropa de caballero,
totalmente sin aliento. Dejamos a Vernon en el suelo, en el centro del pasillo,
entre los estantes de ropa y las cajas registradoras. El aire era frío y tenso, y la
niebla estaba tan alta que se nos arremolinaba alrededor de los gemelos.
Vernon estaba tumbado encima, como si se estuviera dando un baño de leche.
Saqué un pequeño farol de la mochila. Lo encendimos y observamos su rostro
pálido y grasiento. Todo estaba en silencio. Unas sombras se agrupaban a lo
lejos, entre los pasillos, pero se mantenían alejadas, igual que antes. Holly y
yo permanecimos allí, rígidas y con los ojos bien abiertos, dejando que el
pánico nos invadiera. El subidón de adrenalina duró poco y nos quedamos
cansadas e irritables.
—Está sangrando —dijo Holly—. Tengo el botiquín de primeros auxilios.
¿Debería…?
—Ah, pues ya que estás, sí. Tú eres la experta.
Hizo unos movimientos rápidos y eficientes con las vendas. Con la
mandíbula apretada, me mantuve atenta y observé cómo las sombras se
acercaban y se cernían sobre el farol.
Holly era hábil, cuidadosa y sabía lo que hacía. Verla me produjo una
sensación de amargura. Lockwood había dicho que nos complementábamos.
Pero este no era más que un ejemplo de lo equivocado que estaba.
Vernon volvió a toser y dijo algo ininteligible.
Holly se puso de pie y guardó las vendas.
—¿Ves a esa cosa?
—No.
—¿La oyes?
—¡No! Yo te aviso. —Sacudí la cabeza—. Madre mía. ¿Es que no puedes
usar tus sentidos por una vez? ¿Qué estás haciendo aquí?
—Lockwood me pidió que viniera, ¿no? No es mi culpa que mi don no
sea tan bueno como el tuyo.
—Bueno, siempre podrías haberle dicho a Lockwood que no.
—¿Como haces tú?
Soltó una risa vibrante.
—¿Qué? —La miré—. ¿Y eso qué significa?

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—Como si tú lo hicieras alguna vez. —Movió la mano como si aquello
hiciera desaparecer mágicamente las palabras que acababa de pronunciar—.
Nada. Da igual. Deberíamos seguir.
Aquel gesto, el movimiento de la mano, fue la gota que colmó el vaso. De
pronto, toda la rabia que había estado acumulándose en mi boca durante tanto
tiempo se hizo demasiado grande, y lo único que pude hacer fue escupirla.
—Ni se te ocurra hablarme de Lockwood con esa frivolidad. No sabes
nada de él. No sabes nada de mí. ¿Y si te guardas los comentarios
condescendientes?
La avalancha verbal me sentó genial. Estaba entusiasmada.
Ella tenía los ojos enrojecidos y húmedos. Me daba igual. Me gustaba
verlo.
—Ah, qué irónico —respondió—. Qué irónico. ¡Tú me has estado
hablando con desdén desde que llegué!
La miré, totalmente sorprendida.
—¿Perdona? ¿Que yo te hablo con desdén a ti?
—Ahí lo tienes. ¡Lo has vuelto a hacer!
—¿El qué? No estaba hablando con desdén. Tú has dicho algo
exageradamente horrible y estúpido y yo solo estaba dando una voltereta
verbal. Es diferente, ¿sabes, Holly Munro?
Soltó un grito de rabia.
—¿Ves? No sabes abrir la boca sin hacerlo. Desdén, desdén, desdén. ¿Qué
es lo que te pasa? ¡Has sido desagradable conmigo desde el primer día!
—¿Yo? ¡He sido todo un ejemplo de autocontrol!
—Sí, claro. No hacías más que resoplar y chasquear la lengua. No parabas
de poner los ojos en blanco cada vez que decía algo.
—Oye, chicas… —Era Bobby Vernon, intentando llamar nuestra atención
desde el suelo—. Solo estoy medio despierto, puede que delire un poco y que
acabe de soñar con un pez dorado, pero hasta yo sé que esto no es una buena
idea.
—Al contrario —contestó la calavera—. Ya has esperado bastante, Lucy.
No olvides el garrote de percha. Es una opción.
No escuché a ninguno de los dos. Estaba demasiado ocupada riéndome de
ella.
—¿Ves, Holly? —bramé—. ¡Este es un ejemplo clásico de lo que haces!
Tú siempre eres dulce y perfecta, y luego distorsionas las cosas para que
mágicamente tenga yo la culpa. ¡Tú eres la que me trata con

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condescendencia! No puedo ni sonarme la nariz sin que me digas que lo estoy
haciendo mal.
—¡No me atrevería a hacerlo! —respondió—. ¿Y arriesgarme a que me
arranques la cabeza de un mordisco? Sí, claro.
—¡No soporto que lo critiques todo y no seas capaz de decir que no! —
exclamé—. Eres como una maestra estirada, pequeña y remilgada que
menosprecia todo lo que hago.
Dio un pisotón.
—Pues tú… tú eres como… como un perro pequeño y estúpido que no
deja de ladrar y gruñir. Dejaste bien claro desde el principio que no querías
que estuviera en la agencia. Cuando digo algo haces muecas, pones los ojos
en blanco y sueltas tu sarcasmo. Muchos días apenas podía soportar ir a
trabajar. Casi renuncio un par de veces.
¡Ya estaba otra vez! Esto era lo que se le daba bien. Darle la vuelta a la
tortilla y echarte la culpa. Pero ahora no iba a funcionar. Mi incomodidad
alimentó mi rabia.
—¡Menuda tontería! Siempre he intentado ser simpática y agradable,
incluso cuando empezaste a entrar en mi habitación y hacer esas cosas raras
con mi ropa.
—¡Se llama doblar! —gritó Holly—. ¡Deberías probarlo alguna vez!
¡Vivías en una pocilga antes de que llegara! ¡Era asqueroso!
—¡A mí me gustaba esa pocilga! ¡Me gustaba cómo estaba!
Alguien me tiró del brazo.
—Esto no es bueno —graznó Bobby Vernon—. ¿No podéis sonreíros
hasta que salgamos de aquí?
Le aparté la mano.
—Oye, cállate.
—Sí —saltó Holly Munro—. Es culpa tuya que sigamos aquí.
—Anda, mirad. En eso sí estáis de acuerdo —respondió Vernon—.
Venga. No es tan difícil…
—¡Crees que solo soy una ayudante estúpida! ¡No soportas que te haya
salvado la vida!
—En eso te equivocas, chica. Puedo soportarlo. Lo que no soporto son tus
eternas críticas y que me machaques constantemente mientras me miras con
esa… con esa cosa ignorante… ¡Con lo que sea que hagas con las cejas!
Me miró, perpleja.
—¿Ignorante? —Bobby Vernon levantó una mano—. Es arrogante.

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—Gracias. —Puse una voz estúpida para imitarla—. No, Lucy, así no.
Rotwell lo hace de esta forma. Rotwell lo hace de esta manera. Si tanto te
gustaba Rotwell, ¡vuelve a su agencia!
—¡No me gustaba trabajar para él! Era repugnante. Es violento,
ambicioso y no trata bien a sus trabajadores. Pero no finjas que te preocupas
tanto, Lucy Carlyle. ¡Te he contado lo que me pasó en la calle Cotton y te ha
importado un bledo!
—¡Eso no es verdad! ¿Cómo te atreves a decir eso?
—¿Entonces por qué no lo has demostrado, Lucy?
—Porque… ¡Porque a mí me pasó exactamente lo mismo! ¡Yo también
perdí a mi equipo! ¡Todos murieron! ¿Vale? ¡Me afectó!
—¡Pues eso no lo sabía!
—No te he pedido que lo sepas, ¿no? ¡No es asunto tuyo!
—Pero el pasado de Lockwood sí es asunto tuyo, ¿no? —Me miró con
aire triunfal—. Sé que entraste en esa habitación. Te oí desde abajo.
—¿Qué?
Respiré hondo. Me dolía el pecho a causa de la rabia. Entonces capté un
chirrido tenue y prologado en el fondo del pasillo. Holly, Bobby Vernon en el
suelo y yo; los tres miramos hacia allí. Al principio no pudimos ver de dónde
venía el sonido. Entonces nos percatamos de que uno de los dispensadores de
cinta adhesiva, uno pequeño pero pesado hecho de piedra brillante, se movía
lentamente por la superficie del mostrador. Se movía por voluntad propia,
arañaba, se sacudía y raspaba el cristal.
Llegó hasta la caja registradora y se chocó una, dos y tres veces, como si
buscara una forma de pasar. Seguimos contemplando la escena y, de pronto,
empezó a elevarse hasta la caja y la empujó dando unas sacudidas bruscas y
chirriando. Al llegar arriba, se colocó lentamente de lado, se detuvo y, con
repentina violencia, salió disparado por el borde y volvió a caer sobre el
mostrador de cristal con un gran crujido.
Permanecimos allí, sin apartar la mirada. En el silencio, de pronto sentí
una presión inmensa que me perforaba los oídos. Era como si una ola enorme
nos devorara por completo y se congelara un momento, dejándonos bajo su
sombra.
—Ups. —Esa era la calavera.
—Ya lo habéis conseguido —dijo Bobby Vernon.
Holly Munro y yo nos miramos. No hicimos nada más. No nos
molestamos en intentar sonreír ni nada. Ya era demasiado tarde para eso.

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E ra demasiado tarde para todo, pero lo intentamos.


En cuanto el dispensador de cinta adhesiva se precipitó sobre el
cristal, Holly y yo nos escondimos detrás del refugio más cercano. Era
una vitrina baja, como una especie de mesa abierta por arriba que contenía
cientos de calcetines de golf diferentes. Las dos nos agachamos, tan juntas
que nuestras caras prácticamente se tocaban. Bobby Vernon estaba encogido
entre ambas, medio inconsciente y respirando con dificultad.
El silencio inundaba la estancia, aunque el eco psíquico de nuestra
discusión rebotaba en las paredes una y otra vez. Unas líneas invisibles de
electricidad vibraban en la sala, tan tirantes como las cuerdas de un piano y
con mucha carga acumulada. Pero el único sonido real era un crujido suave y
rítmico. Me asomé desde detrás de la vitrina y miré hacia la caja, al mostrador
con las grietas afiladas y el dispensador de cinta adhesiva que sobresalía del
cristal roto como la proa de un barco hundido. Una pequeña pila de papeles
—quizá fueran folletos— descansaban sobre el cristal. Una esquina de las
hojas se ondulaba, movida por un viento inexistente. Las páginas se rizaban,
caían y luego volvían a rizarse.
Me agaché de nuevo.
—¿Ves algo? —preguntó Holly.
Percibí el miedo en sus ojos. Le temblaba la voz, como si intentara
recuperar la tranquilidad emocional que se había hecho añicos.

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Asentí.
Me miró. Un mechón de pelo le caía frente a la cara y se mordía las
puntas con los ojos bien abiertos en la penumbra.
—Pues… el Manual de Fittes dice que lo primero que tenemos que hacer
es establecer qué tipo de espectro es —dijo.
Sabía muy bien lo que decía el Manual de Fittes. Pero un miedo húmedo
se había instalado en mi estómago y había sustituido a la rabia. Me limité a
asentir de nuevo.
—Sí.
—Sabemos que tiene telequinesis —resolló—. Mueve las cosas. Pero
¿hay algún tipo de aparición?
Volví a asomarme por encima de los calcetines. Pude oler la lanolina del
tejido y la limpieza del envoltorio de plástico. De pronto se me ocurrió que
Lockwood y George necesitaban calcetines y que pronto sería Navidad. Mi
siguiente pensamiento (uno menos agradable) fue que era poco probable que
sobreviviera hasta llegar a las fiestas. Observé el pasillo. Las sombras oscuras
que antes se habían acumulado allí ya no estaban. O se habían alejado o las
había absorbido la masa de frío y energía palpitante que zumbaba a nuestro
alrededor; una energía que había surgido por nuestra discusión. Escondí la
cabeza de nuevo.
—No.
—¿No hay aparición? Ah, entonces es un… Solo es una idea, pero…
—Es un poltergeist, Holly. No hay duda.
Tragó saliva.
—Vale…
Solté la pierna de Vernon y me estiré para darle la mano a Holly.
—Pero no va a ser como en la calle Cotton —susurré—. Esta vez todo
saldrá bien. ¿Lo entiendes? Vamos a salir de esta, Holly. Venga. Podemos
hacerlo. Solo tenemos que bajar dos plantas y llegar a la entrada. No está
demasiado lejos, ¿no? No hacemos ruido, tenemos cuidado y no llamamos su
atención.
En el mostrador, los papeles se arrugaban una y otra vez con un zumbido
suave y rítmico parecido al ronroneo de un gato gigante.
—Pero los poltergeist…
—Los poltergeist son ciegos, Holly. Responden a las emociones, al ruido
y al estrés. Así que escúchame bien. Vamos hacia las escaleras de atrás; son
las que están más cerca. Llegamos a la planta baja y nos reunimos con los
demás. Lo hacemos poco a poco, paso a paso, con mucha calma y

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tranquilidad, y no entramos en pánico bajo ningún concepto. Si conseguimos
ser neutrales, es probable que no vuelva a detectar nuestra presencia.
La miré sin pestañear de una forma que me pareció tranquila y
reconfortante. Visto desde fuera, probablemente pareciera más bien una
mirada lunática.
—Buena suerte con eso… —dijo Bobby Vernon.
Solo estaba medio consciente, pero lo sabía. Los poltergeist… En
resumen: son malos. Es difícil dar con ellos y acorralarlos. Son imposibles de
controlar. A diferencia de otros visitantes de tipo dos que te dan algo para
guiarte, los poltergeist no tienen manifestaciones físicas. No se aparecen, no
tienen sustancia y no proyectan sombras. Para los agentes, esto es un gran
inconveniente. Por muy tenues que sean las almas en pena (por ejemplo),
después de perseguir sus formas brillantes y traslúcidas puedes extender sal,
esparcir hierro o lanzar todos los destellos que quieras. Un escuálido hace que
se te revuelva el estómago de terror, pero al menos no tienes ninguna duda de
dónde está. Nada de eso ocurre con un poltergeist. Está en todas partes y en
ninguna, rodeándote. Sorbe hasta la última gota de emoción que desprendas
con mucha más sed que el resto de los fantasmas.
Se alimenta de ello y lo utiliza para mover cosas. Una pizca de enfado o
tristeza puede avivar su poder.
Basta con muy poco…
Pero ¿qué habíamos hecho?
O lo que era más preciso: ¿qué había hecho yo? Tenía náuseas. Cerré los
ojos.
—¿Lucy? —La mano de Holly me acarició la rodilla. Me miraba con una
sonrisa insegura—. Has dicho que todo va a salir bien, ¿no? ¿Y qué hacemos
entonces?
Me sentí profundamente agradecida. Mi sonrisa a modo de respuesta
seguramente sería igual de trémula y débil. Alcé la cabeza y recorrí el pasillo
con la mirada, hacia la escalera trasera situada al fondo de la planta.
—Nos levantamos muy despacio… Paramos cada pocos metros, junto a
esas puertas. Solo hay que andar, sin prisas. Mantenemos un ritmo cardíaco
bajo.
—Yo no puedo… Es imposible.
—Holly, tendremos que intentarlo.
Levantarse fue lo más difícil. Significaba estar totalmente expuestos.
Como he dicho, los poltergeist responden al ruido o a las emociones, así que
en realidad no había ninguna diferencia entre esconderse tras una vitrina o

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llevar sombreros de copa y lentejuelas mientras dábamos patadas como un par
de bailarinas de discoteca emocionadas, siempre que lo hiciéramos en
silencio. Pero no daba esa sensación. Solo de pensar en que aquella cosa
pudiera verme junto al mostrador hacía que unos calambres corretearan por
mi estómago como las patas de una araña. Aun así, no teníamos otra opción.
Después de susurrarle a Bobby Vernon que no dijera nada, las dos le
agarramos por zonas apropiadas, gesticulamos una cuenta atrás y nos
erguimos. Observamos el mostrador y la pila de papeles que ronroneaban. Las
páginas subían y bajaban…, subían y bajaban con el aire frío. Hasta ahí todo
iba bien. El ritmo no había cambiado. La energía psíquica seguía crepitando
en la atmósfera, y parecía que nuestros movimientos minúsculos enviarían
ondas sísmicas por el pasillo.
Asentí. Holly estaba más cerca de las escaleras, lo que significaba que
tendría que ir de espaldas con los brazos bajo las axilas de Vernon. Yo la
seguiría agarrándole de las piernas. Vernon, con los ojos medio abiertos, casi
no parecía darse cuenta de lo que ocurría. Me preocupaba. Temía que hablara
de repente y atrajera una atención que no queríamos. Holly arrastró los pies y
avanzó; yo la imité. Por el rabillo del ojo observé los papeles sobre el
mostrador, agitándose sin parar…
Avanzamos por el pasillo y pasamos entre los abrigos colgados pisando
con sumo y mudo cuidado. Con paso seguro, nos acercamos a las puertas que
conducían a las escaleras.
—Oye, qué emocionante —dijo una voz en mi oído—. Casi creo que
podéis conseguirlo.
¡La calavera! Desvié la mirada, angustiada, y me mordí la comisura del
labio. ¿Su presencia perturbaría al poltergeist? Miré hacia el mostrador, a los
papeles que se movían con suavidad.
—A menos que Holly se tropiece, suelte al pequeño Bobby, se dé con la
cabeza en el suelo y arme un gran estruendo —continuó amablemente el
fantasma—, como un coco peludo que se rompe sobre una roca. Creo que eso
podría pasar, de verdad. Mira cómo se le están resbalando las manos…
Era cierto. Holly se había parado y cambió de postura para sujetar mejor a
Vernon por los sobacos. Nunca le había visto la cara así de blanca. Pero no
estábamos lejos de las puertas.
—A esto lo llamo un cambio bonito y refrescante —dijo la calavera—.
¡Ahora no puedes hablar! Ni darte la vuelta para cerrar la palanca. Eso
significa que puedo contarte todo lo que pienso de ti sin que me respondas de
mala manera.

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Seguimos avanzando. Desesperada, analicé la estancia con los ojos
entrecerrados. Todo iba bien. No había cambios en el mostrador.
—No te preocupes —comentó la calavera—. Yo no le intereso. En líneas
generales, los seres solemos meternos en nuestros propios asuntos. No hará ni
caso a lo que haga.
Dejé escapar un suspiro de alivio. Entonces Holly empujó un abrigo con
el codo y la percha arañó suavemente la barra.
—Eso, por el contrario…
Observé la pila de papeles. Ahora estaban muy quietos.
Holly y yo intercambiamos miradas. Esperamos. Conté mentalmente hasta
treinta y me obligué a respirar para mantener la calma. La habitación estaba
oscura y en silencio. No ocurrió nada. Los papeles no se movieron.
Solté el aire muy muy despacio. Avanzamos de puntillas.
—Anda, puede que ahora estéis a salvo —dijo la calavera—. Puede que se
haya ido.
Una percha vacía colgada en una barra al otro lado de la sala se elevó y
dio un giro de trescientos sesenta grados a la velocidad de la luz. Después se
meció hacia delante y hacia atrás con movimientos más pequeños hasta que se
detuvo del todo.
—Pues no. Solo estaba bromeando.
Nos quedamos paralizadas mientras estudiábamos el espacio. Todo seguía
muy tranquilo. Le hice un gesto a Holly con la cabeza. Serias, agarramos a
Vernon con más fuerza, apretamos un poco el paso y avanzamos por el
pasillo.
En la otra punta de la estancia sonó un tintineo metálico. Una de las
lámparas del techo se balanceó ligeramente en la oscuridad. Holly empezó a ir
más lento, pero sacudí la cabeza y caminamos el doble de rápido en dirección
a las escaleras.
Teníamos que darnos prisa. Teníamos que salir.
—No cometas el error de pensar que esto se acaba ahí —susurró la
calavera en mi oído—. O junto a los abrigos…
Apreté los dientes. Sabía lo que iba a decir.
—La verdad es que está en todas partes. Lo tenemos justo encima. Se
enrosca como una serpiente. Estamos dentro de él. Ya nos ha engullido.
De pronto, los altavoces del techo reprodujeron el chirrido de la
retroalimentación, seguido de un zumbido grave y crepitante. Holly y yo nos
sobresaltamos. Detrás de la cabeza de Holly, un par de pijamas azules se

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elevaron del perchero, como si alguien los llevara, doblara las piernas y
estirara los brazos hacia afuera con un espasmo breve y terrible.
La energía desapareció con casi la misma rapidez con la que había
empezado.
Los pijamas ahora estaban inmóviles, sin vida.
Un segundo después, atravesamos las puertas batientes y nos adentramos
en la oscuridad total de las escaleras traseras.
Solté las piernas de Vernon, saqué un bolígrafo linterna del cinturón y lo
sujeté con los dientes. La luz iluminó a Holly, que se dejaba caer sobre una
pared y bajaba al chico al suelo.
—Dios mío… —dijo—. Dios mío…
—No podemos pararnos aquí, Hol —susurré—. Tenemos que movernos.
¡Levántale! ¡Venga!
—Pero, Lucy…
—¡Tú hazlo!
Dando tumbos hacia delante, bajamos las escaleras siguiendo la esfera
oscilante de luz. Ya no estábamos intentando no hacer ruido ni tampoco
reprimir el miedo asfixiante que nos inundaba. Holly lloraba mientras andaba.
La cabeza de Bobby Vernon se movía de un lado a otro conforme
avanzábamos muy cerca de las paredes.
Llegamos a la esquina. Las puertas de la planta superior se abrieron de par
en par a nuestras espaldas, impactando con fuerza contra el muro. Los paneles
de cristal se rompieron y los fragmentos cayeron por los peldaños como una
lluvia que nos mojaba en la oscuridad. Una ráfaga de aire nos golpeó cuando
caímos en el rellano de abajo.
—¡Allí!
Mi plan era seguir descendiendo hasta la planta baja, pero no quería que
nos acorralaran en las escaleras. Con un gesto, señalé la puerta que conducía
de nuevo a la tienda. Holly se abrió paso a codazos. Entramos en el silencio y
la oscuridad de la sección de menaje de cocina, al fondo del primer piso.
—Holly —murmuré—, estás cansada. Vamos a cambiar. Deja que vaya
yo primero.
—Puedo aguantar.
—Entonces nos ponemos de lado.
El pasillo era lo bastante ancho para que camináramos la una junto a la
otra. No estaba demasiado lejos. Solo teníamos que atravesar aquella sección,
cruzar el departamento de ropa de señora y bajar por las escaleras principales
hacia la planta baja.

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En la lejanía, unas voces nos llamaron. Voces reales… De Lockwood y de
George…
—No respondas —le indiqué—. No digas nada.
Fuimos lo más rápido que pudimos. Esperaba que la puerta se abriera de
golpe, como si un fantasma nos persiguiera. Pero los poltergeist no actúan así.
Cuando estábamos junto a un montón de coladores, algo me abofeteó.
Grité y dejé caer la linterna y las piernas de Vernon.
Él gimió, retorciéndose en las manos de Holly.
Otro golpe, esta vez en la mejilla. Maldije, desenvainé el estoque y lo
blandí a mi alrededor. Nada.
En el siguiente pasillo, algo chocó contra las cacerolas.
Holly chilló; una marca roja floreció en su mejilla.
Los poltergeist solo tienen una cosa buena: no tienen ectoplasma, por lo
que no te pueden petrificar ni aunque te peguen. Casi compensa la posibilidad
(más alta que de costumbre) de que te golpee un sofá o te atraviese una
barandilla. Levantamos a Vernon y nos tambaleamos hacia delante.
Oímos un estruendo detrás de nosotros; decenas de utensilios cayeron al
suelo. Luego sonó un ruido horrible, el de la caída distorsionada del metal
seguida de gruñidos y rugidos, como si una bestia enorme estuviera
revolviéndose y retorciéndose entre los objetos.
Pero la bestia también estaba frente a nosotros. Al fondo del pasillo
había… un estante de cuchillos de todos los tamaños y formas. Se
estremecieron y temblaron en los ganchos.
Oh, oh.
Nos alejé del pasillo y corrimos hacia otro paralelo justo cuando las armas
se soltaron. Caímos detrás de un estante de porcelana, desplomándonos a la
vez que decenas de cuchillos de trinchar atravesaban el aire y se incrustaban a
nuestro alrededor, en el suelo, rompiendo platos y tirando ollas.
Bobby Vernon abrió un ojo.
—¡Ah! Tened cuidado. Por si no os dais cuenta, estoy dolorido.
—Si no te callas, pronto estarás mucho peor —espeté—. Venga, Holly.
¡Levántate! Lo estamos haciendo muy bien.
—¿Cómo sería hacerlo mal?
La retroalimentación brotó del equipo de sonido y unas vibraciones
irregulares nos atravesaron los nervios de los dientes. Oímos golpes y ruidos
desde otra parte del edificio. Más adelante, en la entrada de la sección de ropa
de señora, se oyó un desgarro terrible, un sonido devastador que nos avisó de
que habían arrancado algo pesado y sólido del suelo.

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Me mantuve quieta un segundo, sin tener claro a dónde ir.
—Calavera, no sé… —dije.
—Tienes que hacerlo o morirás.
—Vale.
Prácticamente tuve que usar a Vernon como cuerda para levantar a Holly
y seguir. Avanzamos a trompicones. En el siguiente pasillo, dos vitrinas se
giraron y chocaron entre sí.
—Qué contento se va a poner el señor Aickmere —comentó la calavera.
—Sí. Estará encantado.
Holly me estaba mirando.
—¿Con quién acabas de hablar?
—¡Con nadie! ¡Contigo!
—No te creo.
Cinco cuencos de vidrio pasaron por encima de mi cabeza y se rompieron
al chocar con la pared. El viento azotaba mis botas y amenazaba con
arrancarme las piernas.
—Oye, ¿de verdad importa esto ahora mismo?
—Si vamos a trabajar juntas, Lucy…
—¡Venga ya! ¡Está bien! ¡Te lo diré! Es una calavera encantada y
malvada que vive en mi mochila. ¿Contenta?
—Pues sí. Eso explica muchas cosas. —Varios delantales golpearon a
Holly en la cara, batiéndose en el aire como si fueran murciélagos. Los apartó
—. ¿Has visto? No ha estado tan mal. Solo tenías que decirlo.
Nos agachamos para cruzar el pasillo abovedado que conducía al
departamento de ropa de señora justo antes de que una vitrina entera pasara
silbando delante de nosotros, se rompió contra el arco y atascó la abertura.
—¿Qué es esto? —gruñó el fantasma—. ¿Ahora le cuentas lo nuestro a
todo el mundo? Pensaba que teníamos algo especial.
—¡Y así es! ¡Cállate! Lo hablaremos luego.
—¿Sabes, Lucy? —dijo Holly con la voz entrecortada—. Antes pensaba
que simplemente eras un poco rarita. Ahora veo lo mucho que me
equivocaba.
La sección de ropa de mujer era tranquila, al menos comparada con la de
menaje de cocina. Ráfagas de aire frío nos helaban los talones y nos seguían
el ritmo. En el extremo opuesto podía ver los recibidores donde se
encontraban los ascensores y el mármol que rodeaba las escaleras principales
y las mecánicas que conducían a la planta baja.
—Ahí no hay nada afilado —comenté—. Es una gran ventaja.

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A nuestra izquierda vi (solo yo, porque Holly estaba de espaldas) cómo la
cabeza de un maniquí se giraba lentamente y nos observaba con una sonrisa
ciega y anodina.
Entonces la habitación estalló. Un perchero entero se elevó. Al principio,
el movimiento era lento y después, como si le hubieran dado una patada a un
caballo encabritado, hizo una voltereta en el aire. Holly gritó. Nos echamos
hacia atrás cuando se estrelló contra la columna que teníamos enfrente y se
derrumbó, bloqueando el pasillo como un árbol caído.
Otros percheros flotaban en lo alto. Se lanzaron hacia arriba, rompieron
las ventanas y se desplomaron contra las paredes. A nuestro alrededor, todos
los abrigos se habían salido de las perchas. Giraban por encima de nuestras
cabezas, con las capuchas vacías y las mangas ondeando como si las llenaran
unos brazos invisibles. Planeaban en el aire como brujas en sus escobas. El
viento aullador los volteaba sin parar. Bajaron, nos golpearon en la cabeza y
nos azotaron con los cinturones, cortándonos la piel con las cremalleras y los
botones.
Sujetando a Bobby Vernon entre las dos, nos agachamos y corrimos hacia
las escaleras mecánicas, esquivando los objetos que caían y apartándonos
mientras las baldosas del suelo se desprendían bajo nuestros pies, salían
disparadas y se hacían pedazos al chocar contra los pilares y las paredes. La
ropa se abalanzaba sobre nosotros. Un par de pantalones de nailon de color
pastel se me enrolló en la cara; ejercía tanta presión que sentí que me
asfixiaba. Forcejeé para liberarme y observé por encima del hombro el caos
que daba vueltas a nuestras espaldas.
En la lejanía, detrás de las prendas veloces y los muebles acrobáticos, en
un rincón oscuro y tranquilo, vi una sombra que gateaba hacia mí. Levantó un
brazo enjuto.
—Lucy…
Entonces Holly y yo habíamos saltado la pared de mármol y bajábamos
por la pista lisa y metálica que descendía entre las escaleras mecánicas.
Vernon aterrizó con torpeza y gritó de dolor. Holly se resbaló y derrapó de
espaldas por la pendiente. Vernon rodó tras ella. Yo permanecí de pie y me
deslicé.
Gracias a que seguía erguida pude ver lo que estaba pasando en el gran
vestíbulo de los grandes almacenes Hermanos Aickmere.
Unos extraños remolinos de luz nos saludaron desde abajo. Provenían de
cuatro faroles para agentes que estaban suspendidos en el aire.

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Más de una vez me había planteado dónde estarían los demás. En
concreto, me pregunté dónde estaban Lockwood y George. Había oído sus
voces en la lejanía, pero no habían venido a buscarnos y no podía entender
por qué.
Ahora lo entendía.
El poltergeist, al igual que toda la energía que irradiaba, no estaba
confinado en los pasillos por los que Holly y yo habíamos corrido. En
absoluto. También había hecho estragos en el vestíbulo. Las vitrinas yacían en
el suelo y los percheros estaban incrustados en las columnas de yeso de la
estancia. Los murales de las paredes se habían arruinado y tenían esquirlas de
cristal de las puertas de la entrada incrustadas. En aquel preciso momento, el
enorme árbol artificial, el «Paseo otoñal» del que tan orgulloso estaba el señor
Aickmere, se elevaba de su soporte sin dejar de dar vueltas, y la fuerza
centrífuga del torbellino estaba arrancando los miles de hojas de papel hechas
a mano con tanto cariño. En el centro de la habitación, las tablas de madera
del suelo y los clavos se estaban soltando y arrojándose por todos lados hasta
romperse al llegar a las paredes destrozadas. Tierra suelta de más abajo se
elevaba en el aire junto con los faroles que daban vueltas y vueltas.
En toda la sala, solo una parte permanecía intacta: un espacio semicircular
e irregular justo frente a las puertas giratorias. Estaba rodeado por un par de
cadenas de hierro de triple grosor, enrolladas entre sí para mayor seguridad.
Dentro de la barrera, el suelo estaba cubierto de defensas: sal, virutas de
hierro, hojas de lavanda y otros trozos de cadenas, arrojados a modo de
protección desesperada. El huracán espectral que soplaba a nuestro alrededor
chocaba contra los bordes de aquel santuario, haciendo que la barrera se
estremeciera. Sin embargo, en el interior todo permanecía en calma.
Y allí estaban mis compañeros, llamándonos a gritos con las espadas
alzadas.
En el fondo estaban Kate Godwin y Flo Bones, bloqueando la puerta
giratoria con una tabla de madera para que no se cerrara. Quill Kipps se
encontraba en el centro, rompiendo cojines de lavanda con el estoque para
que el relleno cayera al suelo. Y al frente, justo en el borde de las cadenas,
estaban Lockwood y George, que gesticulaban y nos apremiaban para que
corriéramos.
Se me hinchó el corazón al verlos. Me deslicé hasta el final de la
pendiente, salté sobre Holly y Bobby Vernon (que estaban despatarrados en el
suelo) y los ayudé a levantarse. El viento soplaba con tanta fuerza que aquello
era lo único que podía hacer para mantenerme de pie. Un perchero torcido,

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doblado con la misma facilidad que un clip, cayó sobre las escaleras
mecánicas, por encima de mí. Giró una vez y luego se desplomó como si
hubiera muerto.
—¡Lucy! —Era George—. ¡Bajad, rápido! Este sitio se está viniendo
abajo.
George siempre era un genio en decirte lo que tú ya sabías. Nos pusimos
en marcha. Vernon estaba de color verde y Holly tenía el rostro
ensangrentado, puede que por la caída o por los golpes que había recibido en
el piso de arriba.
Frente a nosotros, el agujero del suelo se hizo más grande. Luego, con un
estallido, el suelo se abrió de pronto. La tierra nos salpicaba la cara y un trozo
de madera me golpeó en el brazo.
Lockwood tiró el estoque y salió del círculo. Le vi tambalearse mientras el
viento le atrapaba; su abrigo ondeaba hacia arriba y hacia fuera. Se esforzó
por mantenerse en pie y saltó hasta el borde del agujero. Llegó hasta nosotros
con su sonrisa de siempre.
Alejó a Bobby Vernon de nosotras sujetándole por las axilas.
—Bien hecho —exclamó—. Le tengo. Id a la puerta lo más rápido que
podáis.
Pero era más fácil decirlo que hacerlo. El suelo estaba rompiéndose y
debajo se abría un hueco. Se ensanchó como una boca abriéndose de par en
par y se extendió hasta el borde de las cadenas de hierro. También debajo de
ella. Las tablas cayeron y parte de las cadenas colgaron sobre la abertura.
Lockwood cogió el brazo de Vernon y le hizo girar con fuerza. Dentro del
círculo, Kipps y George le agarraron y le pusieron a salvo. La siguiente era
Holly, que apenas podía mantenerse en pie. De nuevo, Lockwood la balanceó.
Ella se dejo atrapar en el otro lado y estuvo a punto de caer en el agujero.
George la sujetó. Detrás, Kipps empujó a Vernon al suelo.
Entonces Lockwood se giró hacia mí. La furia del aire aumentó. Madera,
tierra, hojas de papel, trozos de tela… Los dos estábamos perdidos en una
tormenta de basura flotante.
—Solo quedas tú, Luce —gritó.
Con los ojos brillantes, extendió la mano…
El suelo se quebró. Las tablas estallaron, como si un puño invisible las
hubiera golpeado. Perdí el equilibrio, di un paso atrás y la tierra se inclinó
bajo mis pies. El aire me atrapó, me elevó y me alejó. No, no llegué muy
lejos. Sentí un tirón y retrocedí de golpe. Se me había enganchado la mochila

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en la astilla de una tabla. Permanecí así un instante, estirada como una
bandera amarrada a un mástil llevado por el viento.
Lockwood gritó. Se estiró hacia mí. Vi su rostro pálido. Su mano encontró
la mía.
Luego el viento lo levantó y lo alejó de mí. Le vi desaparecer sin hacer
ruido. Chillé, pero mis palabras se perdieron. Detrás de mí, algo se rasgó.
Después las correas de la mochila se rompieron y el viento me liberó. Subí,
bajé y viré por la estancia como una muñeca usada. Choqué contra algo duro
y un resplandor estalló ante mis ojos. Unas voces me llamaron, pero yo me
alejaba de la vida y de todo lo que quería. Caí en picado en la oscuridad y mi
mente y mi cuerpo se perdieron.

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VI
Un rostro en
la penumbra

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23

S abes que la cosa va mal cuando no tienes claro si tienes los ojos abiertos
o no. Cuando todo está tan oscuro que podrías estar muerta o soñando.
Ah, y cuando no puedes mover ninguna parte del cuerpo y parece que
estás flotando igual que los fantasmas. Sí, eso también es malo.
El silencio absoluto tampoco es muy buena señal.
Permanecí allí. No pasó nada durante un rato. Por dentro, estaba
recordándolo todo, reviviendo la tormenta de gritos, cristales rotos, madera y
ropa flotante… Entonces, como si hubieran pulsado un interruptor, mi sentido
del olfato se activó de repente. Olí a moho, tierra y el hedor amargo de la
sangre, como si alguien me lo hubiera puesto debajo de la nariz a la fuerza.
Me hizo estornudar; aquel estornudo se tradujo en punzadas de dolor que
hicieron las veces de postes indicadores en la penumbra. De pronto, supe que
mi cuerpo yacía sobre un suelo rugoso, retorcido en una postura incómoda.
Estaba apoyada en un costado y tenía un brazo atrapado debajo. El otro se
extendía como si yo fuera uno de esos lanzadores de disco que aparecen en
las macetas griegas antiguas. Me pareció que mi cuerpo estaba en un nivel
superior a mi cabeza, que caía en un barro frío y suave. Cuando respiré, sentí
que el pelo se me pegaba a la cara.
Para mi sorpresa, intenté moverme y las extremidades me respondieron
sin demasiada agonía. Me dolía todo (me había transformado en un moratón
gigante), pero no parecía tener nada roto. Me puse de lado medio rodando

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medio deslizándome y me retorcí de dolor cuando choqué contra objetos
desconocidos. Al fin, me coloqué en horizontal. Encogí las piernas y me
obligué a incorporarme para sentarme en la oscuridad.
Titubeando, me toqué la frente. Tenía parte del pelo apelmazado y
pegajoso, presuntamente por la sangre. Me había golpeado con fuerza la
cabeza. Resultaba imposible saber cuánto tiempo había estado inconsciente.
Después rebusqué a mi alrededor. ¿El estoque? Desaparecido. ¿La
mochila? Desaparecida. ¿La calavera y todos sus comentarios innecesarios e
inapropiados? Desaparecida. Aunque fuera una estupidez, la echaba de menos
(hasta cierto punto). En mi mente había un hueco vacío que solía ocupar su
voz.
Parte de mí quería hacerse un ovillo y volver a dormir. Me sentía
atontada, torpe y extrañamente desconectada de mi situación. Pero entonces
surtió efecto mi formación como agente. Despacio y con cuidado, me llevé las
manos al cinturón.
Seguía allí, con los bolsillos llenos. No estaba totalmente perdida. Crucé
las piernas con rigidez. Luego recorrí los proyectiles y las correas con los
dedos hasta que di con la bolsa impermeable junto a la trabilla del estoque.
Era el bolsillo de las cerillas. «Siempre hay que llevar cerillas». En lo
respectivo a las reglas, esa compite con las más importantes. Puede que esté
en la séptima posición. Yo no la pondría tan arriba como la regla de las
galletas, pero sin duda está en el top diez.
La regla siete (b), obviamente, dice que hay que asegurarse de que las
cajas de cerillas estén llenas. En el pasado, a veces lo había dejado pasar, pero
la minuciosidad de Holly la obligaba a cerciorarse de que llevaba las
suficientes. Al sacarla, sentí que la caja estaba llena hasta reventar y me
invadió una sensación de gratitud que se transformó de inmediato en culpa.
Holly…
Pensé en nuestra discusión, en la forma en la que la había atacado y en
cómo mi furia y mi estupidez habían despertado al poltergeist. Aquello me
produjo una sensación enfermiza. Pensé en cómo ella había saltado el agujero
y cómo Lockwood se había estirado para cogerme… El malestar en mi
estómago se volvió más profundo, igual que una fosa oceánica.
El poltergeist le había atrapado y lanzado por los aires. ¿Estaba bien?
¿Estaba vivo?
Compadeciéndome de mí misma, solté un sollozo y me lo tragué de
inmediato. No me gustaba el eco hueco que producía. Tampoco me gustaba

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cómo se me erizaba la piel al oírlo. ¡Ya bastaba de mostrar las emociones!
Donde fuera que estuviese, ya sabía que no estaba sola.
Las presencias me observaban. Eran las mismas presencias que había
detectado en los grandes almacenes, pero ahora estaban más cerca y eran más
poderosas. Lo que también me pareció que estaba cerca era ese zumbido y esa
sensación de intranquilidad, la que nos había recordado a la calavera y a mí al
horrible espejo de hueso que habíamos desenterrado en Kensal Green…
Me froté los ojos. Qué difícil era estar segura de algo.
Me daba vueltas la cabeza.
Encendí la primera cerilla. Una gota de luz se encendió en la oscuridad e
iluminó el contorno manchado de mi mano. Saqué dos velas diminutas del
bolsillo de las cerillas, ambas cortas y blancas. Con cuidado, coloqué una en
el suelo y encendí la otra, poniéndola en diagonal hasta que la mecha prendió
y la luz se expandió a mi alrededor y me permitió ver.
Me senté sobre una tierra oscura y compacta, sembrada de trozos de
piedra. A mi lado y a mis espaldas, donde antes había estado tumbada, se
erguía un montículo de piedras y tierra, del que sobresalían fragmentos de
madera por todas partes. También había hojas de papel del árbol decorativo
tiradas en el suelo, con manchas de sangre brillante, cojines de lavanda rotos
y restos abandonados de ropa (camisas, vestidos e incluso marañas de ropa
interior) que se había tragado el agujero cuando me caí.
Un abismo de oscuridad se cernía sobre mí. No tenía claro si subía en
zigzag a través de una grieta continua en la tierra y acababa llegando a la
tienda que había arriba o si se habían derrumbado los lados y me habían
sepultado viva. La luz de la vela no llegaba hasta allí.
Lo que sí iluminaba eran las paredes de piedra gris tallada. En lugar de
ver, sentí cómo se extendían frente a mí y se abrían en un arco entrecortado
sobre mi cabeza. Estaba en una cámara hecha por el hombre, una antigua y de
tamaño desconocido. De pronto supe dónde estaba.
En la cárcel. La famosa prisión de King’s Road. George tenía razón. Parte
de aquel lugar seguía existiendo en el subsuelo, y la furia del poltergeist había
abierto un hueco hasta él.
De alguna manera, me había hecho un favor. Allí se encontraba el foco
del brote de Chelsea. Era el origen, el del poltergeist, la figura que se
arrastraba y todo lo demás.
Hablando de eso… Había un esqueleto a menos de un metro de donde me
encontraba. Tenía los brazos huesudos estirados y la calavera salía por debajo

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de la pila de tierra. Por un instante pensé que debía de haberlo matado yo al
caer, pero luego me di cuenta de lo ridícula que era aquella idea.
Lo miré.
—Hola —saludé—. Perdona.
El esqueleto no respondió.
No podía esconder sus malos modales. Temblorosa, me puse de pie y
avancé un par de pasos; el humo de la vela hacía que me picara la nariz.
A mi alrededor solo había piedras labradas, ásperas, húmedas y oscuras
bajo una capa de moho blanco brillante. Las paredes se extendían hacia
dentro. Sentí como si un embudo me llevara, paso a paso y cada vez más
cerca, a un destino inevitable. No era una sensación agradable, principalmente
porque todo me daba vueltas. Respiré y me apoyé contra una pared.
Descansé la cabeza sobre la piedra picada. De golpe, las sensaciones del
pasado se repitieron. Voces gritando, llorando y pidiendo ayuda. El pasaje
estaba lleno de cuerpos que se abrían paso dando golpes, que me atravesaban
a empujones maldiciendo. Me envolvía un hedor a desesperación y miedo.
Me zarandearon, me pellizcaron y me arrojaron al centro del conducto…
Estaba sola, en silencio y con el tenue brillo de la vela en la mano. Mis
sentidos estaban cada vez más alerta. Ni siquiera podía descansar.
Contemplé la pared. Estaba cubierta con unos leves rasguños desde el
suelo hasta el techo: letras, iniciales y números romanos. Eran las marcas de
los prisioneros que habían vivido y muerto allí…
—Lucy…
Al fondo del pasaje, aquella voz emergió de la oscuridad.
Farfullé entre dientes. Ya lo había supuesto. Bueno, pues había llegado el
momento de terminar con esto de una vez por todas.
—Vale —dije—. Mantén la calma. Ya voy.
Me adentré en el pasaje arrastrando los pies como si tuviera un problema
de movilidad, subiendo y bajando la vela para analizar el suelo irregular.
Intenté no volver a tocar las paredes. Raíces blancas sobresalían entre las
piedras y los muros brillaban a causa de la humedad. Unos charcos
aparecieron bajo mis pies, y durante unos pasos me salpiqué con el agua poco
profunda. Luego el suelo ascendió y volví a caminar por roca sólida.
Llegué a un cruce; del pasillo en el que me encontraba surgían otros dos
pasajes, uno a la izquierda y otro a la derecha. El de la izquierda estaba
totalmente bloqueado con varias barras metálicas, oxidadas, dobladas y
oscurecidas por el paso del tiempo. A mi derecha, la luz de la vela iluminó
unos peldaños que desaparecían en una expansión de agua maloliente color

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azabache. Ignoré ambos pasadizos laterales y continué recto por un camino
que casi de inmediato subía por una pila de trozos de madera y llegaba a un
espacio más grande.
Alguien susurraba por encima de mi cabeza. Cuando alcé la vela, los
susurros se acallaron.
—Que no os dé vergüenza —murmuré—. Hablad.
Me reí. Sí que les daba vergüenza. Estaban en silencio. El suelo volvía a
inclinarse ante mí. Me dolía la cabeza y, durante un segundo, se me nubló la
vista. Luego todo se volvió más claro y pude ver bien quiénes habían estado
murmurando. Estaban justo delante de mí, apilados en los laterales de la
estancia. Puede que después de mojarme con los charcos del pasillo me
hubiera llegado el agua al cerebro, pero me dio la sensación de que parecían
montones de madera arrastrada hasta la orilla del río tras una temporada de
inundaciones y tormentas. Unos árboles desnudos que yacían de costado con
sus ramas blancas, rotas y entrelazadas.
Solo que, por supuesto, no eran árboles, sino esqueletos.
Algunos todavía tenían restos de telas, pero la mayoría no eran más que
espirales y palos de huesos. Eran un revoltijo huesudo de apóstrofos, comas y
signos de exclamación que salían de la libreta de algún gigante y se
convertían en un montón enmarañado y antigramatical. Podía ver cráneos,
mandíbulas con dientes relucientes y restos mellados de pies y manos cuyos
huesos habían desaparecido o estaban colgando. Las costillas se alzaban en
punta como terrones de hierba del río o aparcabicicletas fuera de una estación
abandonada. En algunos lugares, la pila me llegaba a la altura de los muslos.
Era una estancia grande y rectangular. Los huesos se acumulaban contra las
paredes, excepto en un extremo, donde una franja de oscuridad gris indicaba
otra salida.
Me acerqué despacio al centro de la cámara, protegiendo el brillo de la
vela con una mano ahuecada. Lo hice más por cortesía que por otra cosa.
Había tantos huesos…
Los propietarios de todos esos huesos estaban justo allí.
Sobre la pila de restos óseos flotaba una multitud de figuras blancas, igual
que las llamas de una vela. Eran muy tenues y permanecían muy quietas,
como unas lágrimas que caen hacia arriba y brillan bajo una luz especial; la
única definición que tenían eran los agujeros redondos y oscuros donde
deberían estar los ojos. Se limitaban a flotar y a observarme. Cuando llegué al
corazón de la estancia, sentí toda la fuerza de sus miradas y su miseria y odio
centenarios.

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—No pasa nada —les dije—. Lo entiendo.
¿Qué había dicho George sobre la historia de la cárcel? Había terminado
siendo más un hospital que una prisión. Los últimos habitantes eran leprosos
y personas que sufrían otras enfermedades terribles. Nadie la visitaba y todos
la despreciaban. Al final, los reyes Tudor los habían expulsado y habían
arrasado todo el complejo.
Expulsado…
Miré el círculo de esqueletos rotos.
Aunque en realidad no lo habían hecho, ¿no? No habían expulsado a
nadie. Simplemente los encerraron bajo tierra, los sepultaron y derribaron las
paredes de la cárcel encima de sus cuerpos. Los habían dejado morir en la
oscuridad.
Más sencillo. Menos jaleo. Resolvieron varios problemas a la vez. Eran
criminales y estaban infectados. ¿A quién le iba a importar?
No era de extrañar que aquella pequeña estancia fuera el origen de tanta
energía e ira.
—Lo entiendo —repetí.
Las figuras se estremecieron y sus cuencas vacías y oscuras siguieron
observándome, imperturbables. Proyecté mi compasión hacia ellos lo mejor
que pude. Me resultaba imposible decir si entendían la emoción o si la
aceptarían sin inconvenientes tras haber sido enterrados y olvidados hacía
tanto. Cuántos cientos de años sin que nadie se percatase de su existencia…
Bueno, no podía culparlos. Miré más allá de la vela casi extinta y atisbé
algo en el suelo. Me agaché (no sin tropezarme…; ¡ojalá el suelo dejara de
dar vueltas!) y lo analicé. Tardé un instante en darme cuenta de lo que era y
de entender que los esqueletos no eran el mayor misterio de la habitación.
A diferencia del pasillo del que venía, aquellas baldosas no estaban
cubiertas de polvo, aunque densas capas de polvo se amontonaban sobre los
huesos de los laterales y a su alrededor. En la superficie de una piedra, no
muy lejos de mi bota izquierda, había algo: un fragmento cilíndrico blanco y
marrón. Al principio pensé que era un trozo de hueso, pero cuando acerqué la
vela me di cuenta de la verdad: era la colilla de un cigarrillo.
La colilla de un cigarrillo moderno…
Con el ceño fruncido y punzadas en la sien, lo estudié para intentar
comprenderlo.
Algo se movió a mi alrededor. Cuando alcé la mirada, el círculo de figuras
blancas se había acercado a mí. Levanté una mano con impaciencia.
—Vale, vale —dije—. Dadme un momento. Acabo de encontrar algo.

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Me levanté. Ahora que lo pensaba, veía que el centro de la habitación
estaba bastante más limpio. No había huesos, polvo ni suciedad de ningún
tipo. Era como si lo hubieran barrido todo hacia los lados. A alguien le
gustaba mucho la limpieza. Cualquiera pensaría que Holly Munro había
trabajado allí.
Aquel pensamiento me hizo reír, y la risa me despertó de inmediato.
Estudié el grupo de figuras que se acercaban.
—Dejadme tranquila un segundo —les pedí—. Me estáis aguando la
fiesta. Apartaos un poco, por favor.
Me dirigí al centro de la estancia y, tras esperar un momento para
tranquilizarme (todo se balanceaba a mi alrededor), me agaché para analizar
las baldosas. Vi marcas de arañazos en la piedra y, esparcidas por la
habitación, lo que me pareció que eran salpicaduras de cera de vela. Estiré un
dedo para tocar una gota y por poco me tropecé.
—Ahora me estáis molestando de verdad —gruñí. Las figuras brillantes
estaban más cerca y ya no flotaban sobre la pila de huesos. Habían formado
un círculo alrededor de los bordes de la zona vacía. Podía sentir la fuerza de
sus intenciones y la rabia que dirigían hacia mí—. Se supone que no tengo
que hablar con vosotros —dije—. Y voy a dejar de hacerlo si no dais un paso
atrás. ¡Venga! —Las figuras se alejaron—. Eso está mejor. ¿Qué habéis
estado haciendo aquí con las velas y todo eso? ¿Qué son estos rasguños
circulares? ¿Y esta marca negra y quemada en el centro? ¿Os habéis portado
mal? ¿Habéis quemado algo?
Las figuras no respondieron, pero los ecos de las atrocidades que habían
sucedido allí formaron sombras oscuras detrás de ellos. Sentí cómo brotaban
sobre nosotros, inquietos y terribles, como una tormenta de arena a punto de
sepultar un pueblo en el desierto.
—Os conseguiré una sepultura decente —prometí—. Con ataúdes y ritos
de verdad. Nada de acabar en la incineradora. No os preocupéis, ya
convenceré a Lockwood. Se pone un poco gruñón con los espectros como
vosotros, pero puedo arreglarlo. No os preocupéis: Lockwood lo resolverá…
Al menos es lo que haría si siguiera vivo y estuviera bien.
Sin previo aviso, se me ocurrió que no era así. Era más una convicción
que un pensamiento. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué hacía hablando con unos
fantasmas cuando Lockwood se había quedado atrapado en la tormenta? Sentí
dolor en todo el cuerpo. Me palpitaba la cabeza y casi me hundí de rodillas.
¿Estaría allí, bajo los escombros? ¡Quizá sí lo estaba! Aunque habría
venido a por mí hacía siglos. Mi miedo se transformó en fuertes oleadas que

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chocaron contra los bordes de la estancia. De pronto pude oír cómo las figuras
volvían a susurrar al unísono.
—Tendréis que hablar alto y claro —increpé—. Como le dije al anciano
del sillón, ¡esta es vuestra gran oportunidad! La gente como yo no viene muy
a menudo. Hablad alto y con claridad…
Entonces me percaté de que la vela se estaba extinguiendo. No pasaba
nada. Tenía otra en el bolsillo… Bueno, en realidad no. En algún momento,
puede que mientras caían los escombros, se me había perdido. No. Recordaba
haberla dejado con cuidado en el suelo. Puse los ojos en blanco ante mi propia
estupidez.
Todo iba bien. Tenía que volver y recuperarla.
Cuando me di la vuelta, las figuras bloqueaban el camino.
—Venga, tenéis que dejarme pasar… ¡Ah!
La cera caliente me quemó los dedos. La mecha era tan corta que el
líquido derretido se derramaba. La dejé en el suelo, entre mis pies, y busqué la
caja de cerillas. Encendí otro fósforo y miré a mi alrededor en busca de algo
que pudiera prender. Quizá los fantasmas tuvieran velas. Sin duda habían
usado algunas hacía poco.
—¿Podéis volver a donde estabais? No veo donde guardáis… ¡Oye!
Una de las figuras se había adelantado con más decisión que antes.
Vislumbré unas costillas pálidas en el interior del cuerpo brillante y unos
brazos estirados; unas llamas negras le resplandecían en los ojos. Entonces
saqué una lata del cinturón, le quité la tapa y esparcí sal hasta formar un arco
esmeralda centelleante para mantenerlo alejado. Lo hice tan rápido que ni
siquiera tuve que pensar en ello. De nuevo, mi formación como agente había
actuado por mí.
—¡Lo siento! —bramé—. Estoy de vuestra parte. Solo tenéis que
apartaros un poco, nada más.
Una onda de inquietud recorrió a las figuras. El brillo se intensificó y sus
contornos parecieron más grandes, angulares y dentados. Maldije, tiré la
cerilla al suelo y encendí otra con los dedos temblorosos. La vela a mis pies
casi se había apagado. La luz cada vez era más tenue. Mantuve la cerilla baja
y observé el círculo de fantasmas bajo el foco iluminado.
—¿Qué os pasa? —mascullé—. Quiero ayudaros, pero siempre acabáis
intentando matarme…
Otra pizca de sal y un círculo de fuego verde e intenso.
Las figuras volvieron a apartarse mientras murmuraban con tristeza para
sus adentros. Sentí cómo crecía mi miedo. Aquello no era bueno. No podía

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controlarlos. Individualmente eran fantasmas débiles y podía someterlos a mi
voluntad. ¿A todo el grupo? No, su rabia era demasiado fuerte.
¿Qué tenía? Un poco de sal y apenas nada de hierro, porque lo había
gastado en los grandes almacenes. Solo me quedaba un destello de magnesio.
Rebusqué en el cinturón y, al hacerlo, dejé caer la cerilla. Cogí la caja de
fósforos con el último atisbo de luz, pero me temblaban demasiado los dedos.
Las cerillas cayeron y se esparcieron por el suelo. Grité y me agaché para
recogerlas. Entonces vi a los fantasmas arrastrándose hacia mí.
La punta de la vela decidió apagarse en ese preciso instante.

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H abría lanzado el destello entonces y lo habría arrojado al azar hasta


que algunas sombras se hicieran añicos. Aquel gesto me habría dado
una pizca de satisfacción incluso aunque las demás se hubieran
abalanzado sobre mí. Pero no tiré el destello. Aunque la vela se había
apagado, otra luz la sustituyó.
Era una luz pálida y penetrante que emergió del pasadizo al que yo aún no
había entrado y que se extendía por la piedra viscosa. No era una luz del
mundo de los vivos, sino una luz cadavérica fría y tenue que no nutría lo que
tocaba. Sí hizo que me detuviera y el efecto que tuvo en el círculo de
fantasmas no fue menos claro. Llenos de duda, frenaron de golpe su avance y
observaron el brillo que se acercaba. Sus contornos se volvieron más
temblorosos y borrosos.
La luz invadió la cámara y se volcó como la leche a través de los
montículos de huesos enredados. La sangre me palpitaba en las orejas. La
calidad del aire había cambiado. Los fantasmas empezaron a alejarse hacia las
paredes.
El pasadizo pareció deformarse; los muros se doblaron y ondearon. Una
brisa fría me azotó, transportando la misma voz helada que había oído en los
grandes almacenes Hermanos Aickmere.
Me llamó.

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Los fantasmas se agazaparon, flotaron sobre las marañas de huesos y
desaparecieron.
Yo esperé aferrando el destello.
De la oscuridad, inmune a la luz fantasmagórica que atravesaba, una
figura se arrastraba por el pasillo en dirección a donde yo me encontraba.
En la tienda había huido de ella, pero ahora no tenía hacia dónde correr.
El destello se me resbalaba en la palma de la mano. Lo sostuve sin
esperanza ni expectación. Sabía que aquella aparición surgía del verdadero
centro del brote de Chelsea, más que las terribles energías del poltergeist y
mucho más que los fantasmas que susurraban y estaban atados a los
esqueletos de los presos. Por muy potente que fuera el destello, aquella cosa
lo era mucho más.
La brisa fría se extinguió. Permanecí en el centro de una burbuja de
silencio. La figura entró a la cámara, y no había nada que la separara de mí.
Se arrastraba con torpeza, como la había visto hacer cerca de los
ascensores. Saltaba y se sacudía, como si tuviera las extremidades deformes o
del revés. Tenía la cabeza gacha y el pelo largo…
Bueno, pensé que era pelo, pese a que la forma en la que ondeaba y se
enroscaba era muy extraña. Le caía por delante del rostro, ocultándole la cara.
Pero pude ver lo suficiente para apreciar que estaba dolorosamente delgado y
que tenía la piel negra y marchita sobre los huesos, como esas momias que
solía haber en los museos antes de que el DICP los cerrara todos. Parecía
tenso, seco y ajado. Oí cómo las uñas repiqueteaban sobre las baldosas, la piel
de los brazos se tensaba con cada balanceo y las arrugas se plegaban tanto que
cualquiera pensaría que se iban a partir en dos.
Frente la figura avanzaba una legión de arañas negras, brillantes y
veloces.
El espectro se acercó y, con un único movimiento fluido, se puso de pie.
Ahora avanzaba sobre las patas traseras y los brazos se retorcían y
contorneaban como si todavía los empujara por el suelo. No podía verle el
rostro, pero los dientes le brillaban bajo el pelo lacio y arremolinado. El
contorno era brumoso y casi fibroso, como los bordes irregulares de un tapete
o una alfombra sin terminar. Las fibras desaparecieron mientras las observaba
y la figura se volvió más sólida y sus bordes más definidos. La figura se
transformó y creció, y yo experimenté la sensación opuesta. Era como si
dentro de mí hubiera un fuelle que me succionara o una trampilla se abriera
bajo mis pies; sentí que me quedaba sin fuerzas. Se me agotó la energía.

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La cabeza me daba vueltas y todo se sumió en la oscuridad. Cerré los
ojos.

—Lucy.
Y los abrí.
Seguía de pie en el mismo lugar olvidado. La luz fantasmagórica se había
desvanecido y una figura diferente se alzaba ante mí en la penumbra. La
contemplé con el ceño fruncido.
—Lucy.
De pronto, se me doblaron las piernas de alegría. ¡Porque la reconocía!
Conocía aquella voz. Era la que más quería escuchar. Sentí que iba a
derretirme de alivio. Me dio un brinco el corazón. Todavía tenía el destello en
la mano. Lo bajé y di unos pasos hacia delante.
—¡Lockwood! Gracias a Dios.
¿Cómo podía haber sido tan estúpida y no haberlo reconocido al instante?
Al principio la figura me había parecido oscura y extrañamente incorpórea.
Pero ahora veía los hombros altos y delgados, la curva del cuello y el ligero
movimiento de pelo que ya conocía…
—¿Cómo me has encontrado? —grité—. ¡Lo sabía! Sabía que vendrías…
—Ah, Lucy… Nada podría impedírmelo.
El contorno del rostro me dijo que estaba sonriendo, pero la voz sonaba
tan triste que me estremecí.
Le observé de cerca, intentando penetrar la oscuridad.
—¿Lockwood? ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?
—Nada podría alejarme de ti. Ni en la vida ni en la muerte…
Un agujero helado se abrió en mi interior. Era un pozo oscuro y sin fondo.
—¿Qué? —pregunté—. ¿De qué estás hablando? ¿Qué significa eso?
—No te asustes. No puedo hacerte daño.
—Ahora sí que me estás preocupando. Cállate. —No lo entendía, y el
miedo se apoderó de mí. Casi no podía hablar. Sentí que tenía la lengua
pegada al paladar—. Cállate…
La figura permaneció entre las sombras. No dijo nada.
—Acércate —le pedí—. Ven hasta la luz.
—Es mejor que no lo haga, Lucy.
Fue entonces cuando vi lo frágil y tenue que era su esencia. Aunque su
cabeza y su torso parecían firmes, sus piernas eran tan pálidas como una gasa
y se desvanecían. Levitaba sobre el suelo de baldosas.

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Me cedieron las piernas. Caí de rodillas. El destello se rompió al chocar
con la piedra.
—Oh, no —susurré—, Lockwood, no…
La voz respondió con un tono suave y tranquilo:
—No tienes por qué lamentarte.
Me llevé las manos a la cara. Las dejé allí, lo que me impedía ver nada.
—No es culpa tuya —dijo la voz.
Pero sí lo era. Yo sabía que sí. Retorcí los dedos y me clavé las uñas en la
piel. Oí un llanto extraño y horrible, como el de un animal herido y
desesperado, hasta que me di cuenta de que era yo.
No podía pensar con claridad. Solo veía imágenes. Recordé cómo
Lockwood había colocado la red de cadenas en la buhardilla entre las
espirales de ectoplasma y cómo se había puesto frente a mí para protegerme
de la mujer del vestido negro en la ventana. Recordé cómo había corrido por
las carrozas del desfile, esquivando las balas del enemigo; y en la casa de
Wintergarden, cuando se había lanzado por la escalera para golpear al
fantasma asesino y salvarme la vida.
Para salvarme la vida otra vez…
También recordé la fotografía del dormitorio de su hermana en la que
aparecía aquel niño impaciente y borroso.
Me balanceé hacia delante y hacia atrás; las lágrimas formaban charcos en
las palmas de mis manos. Me había transformado en un ente encogido y
arrugado. Aquello no estaba bien. No podía estarlo. Nada de aquello estaba
ocurriendo.
—Lucy.
Bajé las manos. Tenía los ojos empapados y no podía ver la figura. Pero sí
podía oírla, y hablaba con seguridad y firmeza, como siempre lo había hecho.
—No he venido para causarte dolor. He venido a despedirme.
Sacudí la cabeza; tenía la cara húmeda.
—¡No! Dime qué ha pasado.
—Me caí. Morí. ¿No te basta con eso?
—Dios mío… Intentando salvarme…
—Siempre iba a acabar así —continuó la figura—. En el fondo lo sabías.
Mi suerte no podía durar eternamente. Pero me alegro de haberlo hecho,
Lucy. No tienes que sentirte culpable, y me hace feliz que estés a salvo. A
salvo y con apenas ningún rasguño —añadió la voz con sequedad.
Rompí a llorar.
—Por favor… Habría hecho cualquier cosa para que fuera al revés…

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—Sé que sí. —De nuevo, sentía que había esbozado una sonrisa muy
triste en la oscuridad—. Lo sé. Ahora… —La forma pareció volver a
encogerse—. He estado aquí demasiado tiempo.
—¡No! Necesito verte… —grité—. Por favor, no te quedes en la
penumbra. No te vayas así.
—No puedo. Sería un sufrimiento para ti.
—Por favor, déjame verte.
—Está bien.
Un fuego azul brillante estalló alrededor de la figura. Unas llamas tan
delicadas como el silicato sódico se acumulaban en el techo. Y le vi.
Vi una enorme herida ensangrentada y abierta en el centro de su pecho. La
fuerza de lo que le había atravesado le había desgarrado la camisa. Los jirones
que quedaban de su abrigo colgaban a ambos lados y se desvanecían con el
resto de la aparición.
Vi su rostro delgado, pálido, torcido y terrible, con los ojos opacos y
desesperados. Incluso así, me sonrió, y la ternura y la pena que albergaba
aquella sonrisa hacían que la imagen fuera peor que todo lo que pudiera
imaginar.
La negrura ardía en el borde de mi visión. Sentí como si fuera a perder el
conocimiento. En lugar de eso, me levanté tambaleándome y me acerqué
hacia él con las manos extendidas. Al hacerlo, la cabeza sangrienta se giró de
pronto para observar el pasillo a su espalda. Entonces me percaté de que no
era una cabeza firme, sino una máscara vacía cuyo contorno hueco estaba
lleno de volutas de sombras.
El rostro se volvió hacia mí.
—Lucy, debo irme. No me olvides.
Por delante era perfecto. Vi los poros de su piel y el pequeño lunar al lado
de su cuello en el que siempre me fijaba. El pelo, la mandíbula, los detalles
arrugados de la camisa y el abrigo… Todo estaba bien. Pero de lado y por
detrás… Me pareció que, además de la cabeza, también habían vaciado
completamente el cuerpo, y estaba tan hueco como una cáscara fibrosa de
papel maché.
—Espera, Lockwood… No lo entiendo. Tu cabeza…
—Debo irme.
De nuevo, la figura miró hacia atrás, como si algo la hubiera
desconcentrado. Y no me equivocaba. Era un ente vacío. Unas gruesas fibras
negras colgaban de los márgenes, como los bordes de una alfombra sin
terminar. Detrás había una compleja red de hilos granulosos tejida de forma

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caótica, igual que la telaraña de una enorme araña gris que hubiera sido
moldeada hasta convertirse en una membrana contorneada. Vi el reverso de la
cara de Lockwood, la curva de sus pómulos y la muesca de su nariz.
Había agujeros vacíos donde deberían estar la boca y los ojos.
Ahora me miraba de nuevo. Esbozó una sonrisa triste y sus ojos brillaron
con una sabiduría y un conocimiento remotos.
—Lucy…
Esas fibras… Pensé en la figura que se arrastraba.
Mi cabeza se despejó. Me tambaleé hacia atrás, asqueada y aliviada.
—¡Sé lo que eres! —grité—. ¡No eres él!
—Soy lo que vendrá.
—¡Eres un doble! ¡Un impostor! ¡Te alimentas de mis pensamientos!
¡El destello! ¿Dónde estaba? No podía verlo en la oscuridad.
—Te muestro el futuro. Esto es obra tuya.
—¡No! No, no te creo.
—No todo lo que ves ha ocurrido. A veces es lo que está por suceder.
Una sonrisa pálida brilló en el rostro blanco. Me miró con cariño y amor.
Entonces la punta de una espada lo atravesó.
El corte comenzó en la cabeza, bajó por el pelo, pasó justo por el centro
de la nariz, avanzó por la boca y la barbilla, y descendió hasta la sustancia que
formaba el pecho. Todo ocurrió en un instante. El cuerpo reaccionó a la hoja
igual que lo haría una bolsa de aire.
La cabeza y el cuerpo de Lockwood, partidos por la mitad por la punta de
plata brillante, cayeron a ambos lados. Los hilos negros que llenaban el vacío
tras el contorno del rostro hueco se liberaron, como espirales de zumo negro
que se derraman en el agua. El cuerpo desapareció y se transformó en
columnas de ectoplasma que se evaporaron y se disolvieron.
Tras él, exactamente en el mismo sitio, estaba Lockwood, con el pelo
enmarañado, el rostro ensangrentado, el abrigo roto y una mano echada hacia
atrás para contrarrestar el impulso del golpe.
No tenía ninguna herida abierta en el pecho. Su camisa blanca (aunque
algo sucia por el polvo y el barro) todavía estaba perfectamente abrochada
hasta el segundo botón. Me sonrió.
—Hola, Lucy.
No respondí. Estaba demasiado ocupada gritando.

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Un rato después, nos sentamos juntos en un bloque de piedra situado en una
esquina de la estancia. Lockwood había apartado varias calaveras con el pie
para que hubiera un hueco libre cerca de nosotros. Había esparcido un poco
de hierro y de sal sobre las pilas de huesos para evitar futuras molestias.
También sacó dos velas del bolsillo de su cinturón, las encendió y las colocó
en el centro del suelo. No sé cómo, pero hasta había encontrado un poco de
chicle. En realidad era agradable.
—Entonces, ¿estás bien? —me preguntó por décima vez.
—Eso creo. No lo sé.
Me miré las rodillas.
Lockwood me apretó el brazo en un gesto amistoso. Tenía un arañazo en
un lado de la cara y una de las comisuras de la boca hinchada. Aun así, tenía
mucho mejor aspecto que la cosa pálida con la que había estado hablando
antes.
—Oye —dijo—, tenemos que encontrar una forma de volver ahí arriba.
George se estará subiendo por las paredes.
—¡George! ¿Está bien? ¿Y los demás…?
—Bien. George está bien.
—¿Y…?¿Y Holly?
—Bien, bien. Un poco magullada. Todos lo estamos. Se han ido a buscar
a los médicos para que atiendan a Bobby Vernon. Kipps estaba intentando
contactar con Barnes. He dejado a George al mando cuando he bajado a
buscarte.
—No tendrías que haberlo hecho —respondí—. No tendrías que haberte
puesto en peligro.
—Venga ya —replicó Lockwood—. Sabes que moriría por ti. —Se rio—.
Ya sabemos todas las veces que he estado a punto de hacerlo. Bajar por una
grieta en el suelo no es nada… Oye, fíjate, estás temblando. Ponte mi abrigo.
Vamos, insisto.
No repliqué. Ya me había quejado bastante. Y el abrigo estaba caliente.
—No recuerdo nada —dije sin mucho entusiasmo—. Me refiero a cómo
he llegado aquí abajo. Sé que he debido de darme un golpe en la cabeza al
caer y no puedo pensar con claridad.
Pensé en los esqueletos y en las conversaciones sin respuesta. Luego
pensé en el chico vacío.
Lockwood asintió.
—No me sorprende. Todo ha sido una locura. El poltergeist ha
desaparecido después de que te tragara el agujero. Es como si tú hubieras sido

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el foco de la aparición, Luce. Las ráfagas de aire se han detenido de pronto,
como si se hubiera parado el tiempo. Hemos oído cosas dando golpes en el
suelo de todo el edificio. Yo he tenido suerte. Ha ocurrido cuando estaba
flotando bastante alto por encima de las escaleras mecánicas, así que no he
caído demasiado. He aterrizado en la parte central y me he deslizado con
cuidado. Me he quedado allí boca abajo, mirando cómo las hojas de papel
bajaban lentamente por el vestíbulo. Parecía nieve. Aunque eran rojas, claro.
Ha sido muy bonito. Ojalá el señor Aickmere hubiera estado ahí para verlo.
Tengo que admitir que ahora este sitio no tiene tan buena pinta.
Me froté los ojos.
—Pobre tienda…
—Bueno, piensa en toda la publicidad gratis que va a tener —contestó
Lockwood—. Le irá muy bien. —Se rascó el puente de la nariz—. O eso o
cierran el negocio. Qué más da. Una cosa sí está clara: tendrán que hacer algo
con el agujero del suelo. Es bastante profundo, y la tierra es muy inestable.
Me ha costado mucho bajar de una pieza. Cuando he llegado al fondo, me he
abierto paso a través de una capa de piedras rotas y he entrado en la cámara
de la antigua prisión. He encontrado una de tus velas en el suelo y he sabido
que estabas viva. He seguido los pasadizos, pero me he perdido. Al final he
llegado a uno que estaba medio cubierto de agua. No creo que tú hayas
tomado ese camino.
—No.
—Pero ha merecido la pena, porque antes de encontrarte he dado con la
entrada de un largo túnel algo inundado y que apestaba al río. Juro que podía
oír el vaivén del Támesis a lo lejos. No me sorprendería que fuera otra salida.
Podríamos intentar ir por ahí, quizá nos evite tener que escalar por el agujero.
Observé lo limpio que estaba el suelo.
—Creo que esa tiene que ser la salida —contesté en voz baja—.
Lockwood, el fantasma que has visto conmigo…
—Sí, ¿qué era esa cosa? Te he oído hablarle, pero a mí solo me parecía
una horrible maraña de volutas negras. Casi no podía ver la forma que tenía,
ni siquiera cuando me he acercado con el estoque.
—Entonces, ¿no le has visto la cara?
—¿Tendría que haberlo hecho?
—Ah, no. No importa.
Se hizo el silencio. La verdad era que no me resultaba fácil hablarle del
doble. Para anticiparme a las siguientes preguntas, le indiqué las señales de la
actividad reciente en la estancia: el suelo limpio, la colilla del cigarrillo, la

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marca quemada en el centro y las manchas de cera por todos lados. Aquello
alertó a Lockwood de inmediato. Recorrió la habitación y la analizó con el
ceño fruncido.
—Tienes mucha razón —coincidió—. Esto es un misterio. Alguien ha
estado aquí hace muy poco. Mira estos restos. Han usado cera china —la
arañó con el dedo y se lo acercó a la nariz—, perfumada con aceite de jojoba.
Se compra en Mullet e Hijos. De la mejor calidad. Y en cuanto al cigarrillo…
La marca podría decirnos algo. —Lo cogió y lo escudriñó moviéndolo entre
los dedos y analizándolo bajo la luz de la vela con los ojos entrecerrados—.
Mm. Ajá… Sí…
—¿De qué marca es?
—No tengo ni idea. Es de tabaco y el envoltorio es de color blanco. Pero
seguro que podemos encontrar a alguien que nos diga algo más. —Miró los
esqueletos—. ¿Qué estaban haciendo? ¿Sabes, Luce? George dijo que algo
raro debía estar ocurriendo para despertar a tantos fantasmas a la vez en las
últimas semanas. Y tenía razón. Quiero que lo vea. Tiene el tipo de mente
meticulosa y obsesiva que podría detectar algo. Aunque tenemos que hacerlo
rápido, antes de que aparezca Barnes. En cuanto llegue, seguro que el DICP
nos echa y nos roba la oportunidad.
Asentí. Eso era exactamente lo que solía ocurrir.
—¿Y crees qué hemos frenado el brote de Chelsea?
Lockwood había recuperado toda la energía y me tendió la mano para
ayudarme a levantarme.
—Pronto lo descubriremos. —Observó los esqueletos, cubiertos de sal y
hierro—. Pero si esta sala no acaba siendo el origen…, con todo lo que hay
aquí y con una persona misteriosa haciendo cosas raras, me uno a la agencia
Bunchurch. ¡Mira los huesos! Si enterraron viva a toda esta gente, la energía
psíquica debe ser lo bastante potente para iluminar un distrito entero. —Me
tocó el brazo—. Y lo has encontrado tú, Luce. Lo has hecho muy bien.
Yo no me sentía así.
—Lockwood —dije despacio—. Sobre el poltergeist… Tenías razón
antes. Yo era el foco. Cuando estábamos arriba, yo… he discutido con Holly.
He empezado una pelea. Hemos despertado al poltergeist. Lo siento mucho,
Lockwood. Todo es culpa mía. No he podido controlarme. Soy una carga.
Podría habernos matado a todos.
—No olvides que Holly y tú habéis salvado a Bobby Vernon —dijo
Lockwood, pero no negó nada de lo que yo había dicho.

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—Seguramente ella te lo habrá contado, ¿no? —pregunté—. O puede que
no haya tenido tiempo.
—No, no me ha dicho nada. Parecía preocupada por ti, Lucy. Todos lo
estábamos.
Sacó un bolígrafo linterna y me guio hacia la salida de la sala de huesos
por un pasillo estrecho. Caminamos en silencio un rato.
—Lockwood, tengo que disculparme —le dije—. Por lo que ha pasado
últimamente. No he sido yo misma.
Estábamos en un pasadizo estrecho e íbamos casi codo con codo,
siguiendo el haz de luz. Su voz sonaba tranquila y callada en la oscuridad.
—Bueno, yo tampoco —respondió—. Me temo que no te he tratado muy
bien después de lo que pasó en la casa de Wintergarden. Sé que ha podido
parecer que me distanciaba. Es solo que… —Respiró hondo—. No me fiaba
de mí cuando estaba contigo. Me preocupaba demasiado lo que podía pasar.
Pisé con cuidado una piedra caída. El agua se acumulaba bajo nuestros
pies.
—¿Lo que podía pasar? ¿En qué sentido?
—En un encargo, cuando nuestras vidas estuvieran en peligro. Tienes un
don extraordinario, Luce… Sí, vayamos por aquí a la izquierda. Sé que
parecen aguas residuales, pero la mayoría son algas. Bueno, te he oído hablar
con esa cosa. Cada vez te resulta más fácil, ¿verdad? Ya no es solo con la
calavera. Tu don es único, pero te hace muy vulnerable. Y tengo que cuidar
de ti.
Algo anidó con fuerza en mi pecho. En la oscuridad de mi mente volví a
ver la sonrisa del rostro pálido.
—No, Lockwood. No tienes por qué hacerlo. No lo hagas. No es tu
responsabilidad…
—Sí que lo es, Luce. Mira, sé que no hablo de ello, pero ya me ha pasado
antes. Perder a alguien querido. No puedo dejar que vuelva a ocurrir.
Me detuve. El agua nos llegaba a las rodillas. La luz tenue mostró un
hueco en la pared y, más allá, detrás de unos bloques desplomados, un camino
de barro. Lockwood hizo un gesto con la linterna para indicarme que
deberíamos seguir, pero no me moví. No podía dar un paso más sin…
—Lockwood, tengo que confesarte una cosa. Voy a decírtelo y luego
puedes apagar la linterna, irte y dejarme aquí si quieres. Bloquea el túnel. No
me importa. Me lo mereceré.
Hubo una pausa. El agua se movía por el hueco de la pared.

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—Vaya… —contestó Lockwood—. No irás a decirme que has sido tú la
que me ha estado robando las galletas de chocolate del cajón de mi mesa,
¿no? Siempre he asumido que era George.
—No. No he sido yo.
—Entonces sí que es George… Menudo ladronzuelo. O supongo que
podría haber sido Holly…
—Lockwood.
—Sí.
Respiré hondo.
—Entré en el dormitorio de tu hermana. Miré una foto, una en la que
salíais los dos. Lo siento mucho. No tenía derecho a hacerlo. Y eso no es lo
peor, Lockwood. Cuando iba a salir, me caí, toqué la cama y oí… No quería
hacerlo, te lo juro, pero oí los ecos, ecos de lo que pasó, Lockwood… Sé que
es imperdonable y puedes castigarme como quieras. Me lo merezco, de
verdad. Lleva matándome desde entonces y… Eso es todo —terminé—. Ya
no tengo nada más que decir, así que voy a callarme.
El agua volvió a hacer ese movimiento de subir y bajar.
—Puedes volver a respirar —contestó Lockwood—. Te lo recomiendo.
—Vale.
—Debería estar enfadado contigo —siguió—. Debería estar furioso…
Bajó la linterna y alumbró la pared que teníamos a un lado, de modo que
los dos nos quedamos envueltos en una sombra discreta y no en un foco
violento ni con esa luz baja que hace que hasta la persona más guapa parezca
un fantasma de tipo dos cojo. No es que vemos las caras en ese momento
ayudara mucho, al menos eso me parecía a mí. Quizá Lockwood se sintiera
igual.
—No es que no quiera compartir eso contigo, Lucy —dijo—. Es solo
que… me duele demasiado.
—¡Sí, lo sé! Claro que lo sé. Yo…
—¿Puedes callarte un momento? Mi hermana era como tú en muchos
sentidos. A veces impulsiva y testaruda, pero fiel hasta decir basta. Me
cuidaba y yo la adoraba. Pero era un crío, Lucy, y era vago, caprichoso y todo
lo que se te ocurra. Solo quería hacer mis cosas, así que no escuchaba la mitad
de lo que me decía. La noche que ocurrió aquello, ella estaba revisando una
de las cajas que habían dejado mis padres. Nunca sabíamos qué podía haber
ahí dentro. Me preguntó si quería ayudarla. Le dije que no. Estaba demasiado
ocupado subiéndome al manzano y entreteniéndome en el cuarto de los
juguetes, que estaba donde ahora tenemos el despacho. Estaba allí abajo,

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cerca de la puerta del jardín, cuando oí cómo gritaba. Subí corriendo, pero era
demasiado tarde… Apenas recuerdo lo que pasó después. Quizá tú lo sepas
mejor que yo.
Esa fue la única vez en la que su tono neutro vaciló, y me alegré mucho de
no estar mirándole a los ojos.
—Destruí al fantasma que lo hizo —explicó—, pero ¿para qué sirvió?
Llegué demasiado tarde. Y sentí… —Noté que estaba buscando las palabras
adecuadas—, Lucy, bajo toda esa rabia y tristeza, me sentí vacío. Porque
tendría que haber estado allí. Tendría que haber estado con ella. Y no va a
volver a pasarme. Mientras estés en mi agencia, me aseguraré de estar
siempre ahí para ti, me cueste lo que me cueste. —Movió la linterna para
iluminar el hueco de la pared—. Pero te juro que si vuelves a entrar en su
cuarto sin permiso o, ya que estamos, a robarme las galletas de chocolate, no
te lo perdonaré nunca. Ahora quizá puedas saltar por esa grieta. Lo mismo
esta vez no son algas, así que me gustaría que fueras tú quien lo descubra.
Resultó que casi todo era agua. Avanzamos despacio por el túnel.
—Gracias —dije después de un silencio—. Gracias por contármelo.
—No hace falta que me lo agradezcas. Ahora ya sabes un poco más sobre
mis inicios. Después de eso, no me quedaba otra que hacerme agente.
Conseguí trabajo con un hombre llamado Sykes.
Silbé.
—Sí, Sykes el Asaltatumbas… Es un nombre muy chulo.
—Bueno, en realidad se llamaba Nigel.
Hubo una pausa.
—¿Por qué me lo cuentas? Le quita un poco la gracia.
—Aun así, era un buen tipo. La pesadilla de Fittes y Rotwell cuando
vivía. Se enteró de lo que le hice al… al fantasma. Por eso me dio el trabajo.
Ahora ya lo sabes.
—Ya, pero…
—¿Mis padres? Oh, eso es una historia totalmente diferente. Una muy
muy antigua.
Asentí.
—Puede que casi no los recuerdes —dije—. Eras muy pequeño.
—Sí los recuerdo bien. —Lockwood me sonrió—. Fueron mis primeros
fantasmas. Y mira, ahora ya veo la salida del túnel.
Señaló. A lo lejos, un pálido reflejo azul, como una moneda, brillaba
sobre el agua mientras nos acercábamos poco a poco con la primera luz del
amanecer.

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L a noche dio paso a la mañana, y la agencia Lockwood emergió de la


oscuridad con un futuro nuevo.
El túnel desembocaba en un embarcadero abandonado en la orilla
norte del Támesis, a un par de manzanas de los grandes almacenes. Había
pruebas de que habían sellado la entrada con esmero. Habían apoyado
muchos palos podridos sobre la orilla embarrada, algunos cosidos y unidos de
forma ingeniosa a una especie de panel irregular colocado sobre el agujero
para ocultarlo. El modo en el que habían tirado el panel sugería que alguien
había huido rápidamente, y las huellas de unas botas en el lodazal lo
corroboraba. Sin embargo, mientras Lockwood y yo las observábamos, la
marea entrante cubrió las huellas y se borraron poco después.
En los grandes almacenes Hermanos Aickmere, o lo que quedaba de ellos,
estaban pasando muchas cosas. Una ambulancia del DICP acababa de llevarse
a Bobby Vernon. El pronóstico era favorable: un esguince en el tobillo y (lo
peor) una posible conmoción cerebral. Kate Godwin le había acompañado al
hospital. Los demás estaban sentados fuera de las puertas rotas de la entrada,
temblando en la penumbra y hablando en susurros con otros agentes, que
llegaban a cuentagotas desde otros rincones de Chelsea. Cada cierto tiempo,
la gente se asomaba a las puertas y, con curiosidad, observaba el vestíbulo en
ruinas. Desde lejos parecía una casa de muñecas que hubiera sido agarrada y
sacudida violentamente por un bebé enfadado. No quedaba casi nada en pie;

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todo yacía sin forma y amontonado. En el medio del suelo, con una amplitud
deslumbrante, un abismo conducía a las cámaras subterráneas enterradas.
George y Kipps, que tenían el rostro muy serio, estaban atando una cuerda de
rápel a una de las columnas para bajar a buscarnos a Lockwood y a mí.
Nuestra llegada cambió los ánimos por completo. Todos nos rodearon y
nos bombardearon con preguntas. Me dieron palmaditas en la espalda, me
sonrieron, me tendieron bebidas energéticas altas en calorías, me felicitaron,
me echaron la bronca, insistieron para que me moviera y me pidieron que me
sentara, todo al mismo tiempo. George me ofreció dónuts y Flo Bones asintió
con lo que parecía un desprecio cortés. Incluso Kipps parecía aliviado de
verme otra vez, aunque enseguida comenzó a discutir con Lockwood sobre lo
que había que hacer. Él quería esperar a Barnes y guiar al DICP en una
excursión triunfal hacia las cámaras subterráneas de la cárcel. Lockwood tenía
otros planes.
Mientras debatían el asunto, yo me alejé de la multitud y vi a Holly.
Desde luego, no era la chica radiante de siempre. Para sus estándares,
estaba desaliñada. Aunque, en realidad, si la comparaba conmigo, los
rasguños de su ropa parecían ir a la moda y solo tenía el rostro ligeramente
amoratado. Por poco consiguió que estar hecho polvo pareciera elegante.
Nuestros ojos se encontraron.
—Ey —dije.
—Hola.
—¿Cómo estás? —pregunté.
—Bien… ¿Y tú?
—Un poco magullada, pero bien… Me alegro de que estés bien.
Ella asintió.
—Al final has conseguido volver. Me alegro —dijo.
—Sí.
—Encontré algo enganchado en una astilla —añadió—. Me pregunto si es
tuyo…
Tenía en la mano mi mochila, maltrecha y cubierta del polvo de los
ladrillos. La tapa del frasco sellado asomaba por debajo de la solapa superior.
No había nada que me indicara que la había inspeccionado. Quizá sí. No
sabría decirlo.
La cogí.
—Gracias —dije.
—No hay de qué.

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Sinceramente, no era la conversación más emocionante del mundo. No era
exactamente la frase que grabarías en tu lápida o que colgarías sobre la puerta
principal con luces. Pero a mí me bastaba. Porque, por una vez, no había nada
entre líneas. Sin mensajes ocultos. Era una ofrenda de paz cansada, cautelosa
y prudente. Era lo que era, básicamente, y eso era un comienzo.
Lockwood ganó la discusión con Kipps. Envió a George al embarcadero
para que encontrara la entrada oculta y después analizara la sala secreta llena
de huesos. George no perdió el tiempo. Flo Bones, quizá porque pensaba que
todo lo que tuviera que ver con la orilla del río era más asunto suyo que de
nadie más, fue con él.
El inspector Barnes llegó poco después.
Apareció en un coche de policía, acompañado por cuatro furgonetas del
DICP. Los agentes que ocupaban las tres primeras —una selección de chicos
de rostros sombríos de las agencias Grimble, Tamworth, y Atkins y
Armstrong que habían pasado la noche luchando contra los visitantes de
Chelsea— no eran gran cosa. No habrían logrado enfrentarse a un acechador
o a un Tom McSombra sin ayudarse mutuamente. Pero los hombres y mujeres
trajeados y de expresión impasible que se bajaron de la cuarta furgoneta eran
diferentes. No llevaban uniformes del DICP ni símbolos visibles de ninguna
agencia. Entrecerraban los ojos, alerta a todo lo que los rodeaba. Me pregunté
si serían los asesores que había mencionado Kipps, los que le decían a Barnes
lo que tenía que hacer.
Sin duda, el bigote de Barnes parecía descuidado bajo la primera luz de la
mañana. Tenía un aire atormentado y salvaje, como el de alguien que no ha
dormido ni se ha duchado en bastante tiempo. Con sus ayudantes trajeados
detrás, nos rodeó al instante y nos acusó de toda una retahíla de delitos
menores: hacerle perder el tiempo a la policía, fingir participar en un encargo
oficial del DICP y destruir innecesariamente la propiedad pública.
Mencionó el último incluso antes de haber mirado el interior del edificio.
Solo había visto los cristales tirados por la acera. Cuando por fin tomó aire,
Kipps señaló el vestíbulo con el dedo pulgar.
—Todavía no sabe ni la mitad. Eche un vistazo ahí dentro.
Barnes lo hizo y se le desencajó la mandíbula. Se agarró a la puerta
giratoria. Un trozo se cayó al instante y aterrizó en uno de sus dedos del pie.
—¿Qué habéis hecho? —jadeó—. ¡Yo compro aquí los calcetines!
—Verá que hemos encontrado el foco de las apariciones de Chelsea —
explicó Lockwood alegremente—. Habría sido más sencillo si nos hubiera
asignado algo más de personal para ayudarnos, señor Barnes, pero debo

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admitir que Quill Kipps y su equipo han hecho un trabajo de primera. Fue un
buen gesto que los dejara unirse a nosotros. —Entonces Lockwood miró
fugazmente a los hombres y mujeres de trajes oscuros que inspeccionaban el
lugar—. En resumidas cuentas, luchamos contra el poltergeist más fuerte que
he visto nunca y eso nos permitió descubrir los restos de la antigua cárcel
perdida de King’s Road, enterrada en el subsuelo. Lucy Carlyle se adentró y
vio muchísimos esqueletos sin sepultar. Creo que estará de acuerdo en que
este es el auténtico origen del brote. George Cubbins tiene todos los detalles
de cómo se extendió. Puede mostrárselos ahora mismo.
Entonces se produjo una escena discreta en la que Barnes intentó guardar
las apariencias desmintiendo las críticas que había hecho la última vez que
nos había visto, fingiendo que él sí había tenido algo que ver con nuestra
expedición a la vez que nos interrogaba con determinación sobre lo que había
ocurrido realmente. Se le notaban el pánico y el recelo en los ojos ojerosos.
Una mujer habló:
—¿Cómo llegamos hasta esos esqueletos?
—Siento decir que no será fácil. —Lockwood señaló la grieta del suelo
del vestíbulo—. Hay que apretujarse un poco para bajar. Quizá quiera volver
luego con personal bien equipado.
—Eso lo juzgaré yo —respondió la mujer.
—Seguro que sí. —Lockwood le dedicó una sonrisa brillante—. ¿Y quién
es usted? Espero que no sea del equipo de limpieza. Si es así, va a necesitar
una escoba enorme.
A juzgar por su reacción, la mujer no era del equipo de limpieza. Durante
los gritos que siguieron, ninguno de nosotros decidió mencionar la existencia
del túnel bajo el embarcadero. El objetivo era darles más tiempo a George y a
Flo.
En mitad de todo aquello, un coche conducido por un chófer se detuvo.
No era otro que el mismísimo señor Aickmere en persona, muy engominado y
brillante. Venía a inspeccionar su tienda y a comprobar que no habíamos
estropeado ninguna de sus preciadas vitrinas durante nuestras actividades
nocturnas. Al ver el cristal roto junto a la entrada, se acercó a Barnes con
gritos agudos e indignados. El inspector, al que aquello le pilló por sorpresa,
no pudo evitar que fuera hacia el vestíbulo y viera los destrozos del interior.
La respuesta del señor Aickmere fue rotunda, por no decir violenta. Los
hombres y mujeres de trajes grises no tardaron en correr para ayudar a
Barnes. Lockwood, Kipps, Holly y yo intercambiamos miradas fugaces y
consideramos que era un buen momento para escabullirnos.

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Poco a poco, conforme iba pasando el día, todo volvió a su sitio. Al menos
para la mayoría.
Lockwood y Kipps fueron juntos a hablar con la prensa, y Holly y yo
regresamos a Portland Row. Seguimos la rutina habitual de asearnos y
ducharnos después de un encargo, y yo hasta le dejé una de las toallas de
George. Estábamos sentadas en la cocina esperando a que hirviera la tetera
cuando entró él, silbando. No había podido verle bien aquella mañana, pero
parecía incluso más desaliñado y apagado que antes. Se dejó caer en el
asiento contrario con aspecto cansado pero alegre.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté—. No recordaba ese ojo morado.
Dejó la bolsa en el suelo.
—Resulta que me lo acaban de hacer —contestó—. Flo y yo hemos
encontrado la sala de los esqueletos, Luce. Sí que era fascinante. He estado
anotando todo tipo de cosas allí abajo. De hecho, seguiría haciéndolo, pero
llevaba más de una hora concentrado cuando una pandilla de agentes de
Rotwell se ha adentrado en el túnel y ha empezado a acordonarlo todo. Me
han dicho que me pirara. Por supuesto, yo les he mandado a freír espárragos.
Hemos compartido unas palabras emocionantes. Yo he hecho varios
comentarios contundentes sobre su comportamiento y, como no podía faltar,
su estilo de vestir, su asimetría facial y su familia. —Se rio—. He estado muy
elocuente, la verdad; tanto que uno de ellos ha intentado golpearme en la
cabeza con un fémur que había cogido de la pila de huesos. Entonces le he
lanzado una vértebra lumbar y Flo ha seguido tirándoles los dientes cubiertos
de barro que guarda bajo las enaguas. Después la cosa se ha puesto bastante
interesante, hasta que al final nos han echado de allí. Pero no importa. Me ha
dado tiempo a dibujar un pequeño esquema de la habitación antes de salir.
Luego os lo enseño. Ahora necesito darme un baño y limpiarme las partes
sudorosas. —Se asomó por encima de las gafas—. Hablando de eso, ¿lo que
llevas alrededor del pelo es mi toalla, Holly?
Después nos enteramos de que los operarios de Rotwell, que trabajan
oficialmente para el DICP, habían llevado a un equipo de expertos con las
pistolas de sal más novedosas, de esas que iban conectadas a cartuchos de aire
comprimido sujetos a la espalda de los agentes. Pasaron tres días limpiando el
sótano de la prisión de King’s Road y deshaciéndose de todos los esqueletos.
Yo tenía la esperanza de que trataran con respeto los restos y los enterraran
como se merecían, pero así no era como trabajaba el DICP. Llevaron los

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huesos a la incineradora de Clerkenwell, donde los quemaron sin ningún tipo
de ceremonia. Era un final predecible que me puso bastante triste.
Estudiaron con cuidado los grandes almacenes Hermanos Aickmere
durante las siguientes semanas, pero no volvieron a ver fantasmas.
En cuanto a los efectos de esto en el distrito de Chelsea, se puso a prueba
la afirmación de Lockwood de que habíamos acabado con el brote la noche
siguiente. Cuando anocheció, los agentes, vacilantes, se adentraron en la zona
de contención como de costumbre. Penelope Fittes, Steve Rotwell y un grupo
de los mejores investigadores psíquicos del DICP observaron desde la torre de
vigilancia de la plaza de Sloane. Una ligera llovizna flotaba en el ambiente.
Los agentes recorrieron King’s Road y se separaron en las calles contiguas.
Pasó el tiempo mientras las personas ilustres bebían té bajo sus paraguas y
miraban copias de los mapas de George que les había dado Lockwood, que
también estaba allí. Al rato, los agentes regresaron e informaron de la
situación. La actividad espectral no había cesado, pero parecía mucho menos
frenética que las noches anteriores. Varios de los visitantes que se habían
avistado antes ya no estaban allí, y otros parecían las sombras pálidas de lo
que habían sido, más lentas, menos impresionantes y más fáciles de acorralar
con hierro y bombas de sal. En resumidas cuentas: era el primer progreso
evidente en Chelsea desde hacía meses, y los agentes se mostraban optimistas
porque pensaban que aquel era el comienzo del fin del brote.
Lockwood se quedó lo bastante como para recibir las felicitaciones de la
señora Fittes, saludar cordialmente al señor Rotwell con una inclinación de
cabeza y guiñarle un ojo al inspector Barnes. Luego se marchó. Antes de
alejarse, oyó que Barnes volvía a convertirse en el foco de infinitas preguntas.
De una manera u otra, a la agencia Lockwood le iba bien. Yo habría
compartido el cansancio feliz generalizado —y estaría más que satisfecha con
las llamadas interminables y la oleada de periodistas que llamaban a nuestra
puerta— si no siguiera angustiada. No por un fantasma de verdad, sino por el
recuerdo de uno. No dejaba de ver su rostro. El eco de sus palabras retumbaba
en mi oído. Cuando me sentaba con los demás y, sobre todo, cuando me
tumbaba en la quietud de mi habitación, no podía huir de la visión del otro
Lockwood. No podía librarme del chico vacío.

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¡FIN DEL BROTE DE CHELSEA!


DESCUBREN UNA INMENSA TUMBA BAJO
UNOS CONOCIDOS GRANDES ALMACENES
EL TRIUNFO DE UN EQUIPO FORMADO POR VARIAS AGENCIAS
Primera entrevista con A. J. Lockwood y Q. F. Kipps en el interior.

Los habitantes de Londres podrán dormir plácidamente esta noche tras el


hallazgo de una fosa común hasta ahora desconocida bajo los grandes
almacenes Hermanos Aickmere, la famosa tienda de King’s Road. Tras sellar,
retirar y destruir este cúmulo de orígenes sin precedentes, se alcanza el
esperado final del famoso brote de Chelsea, que los tradicionales equipos del
DICP no habían conseguido reprimir. Los efectos han sido inmediatos. En las
últimas noches, las anomalías registradas en el distrito se han reducido un
46 % y se esperan más bajadas significativas.
En esta edición diaria, la redacción londinense de The Times revela toda la
historia de cómo, tras tres meses de terror que han afectado a toda la
población, un cuerpo especial formado por operarios de las agencias Fittes y
Lockwood descubrió las ruinas de la prisión medieval de King’s Road,
enterradas bajo el edificio de Hermanos Aickmere. En una entrevista especial,

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el señor Anthony Lockwood (líder del equipo) y su ayudante Quill Kipps, de
la agencia Fittes, explican cómo planearon la expedición a la necrópolis, así
como los métodos que utilizaron para enfrentarse al feroz poltergeist que
custodiaba la entrada al mundo subterráneo.
«Sabíamos que sería peligroso», recalca el señor Kipps, «pero con una
preparación concienzuda y un gran trabajo en equipo pudimos conseguirlo».
Por su parte, el señor Lockwood aclara que el poltergeist no fue el único
visitante que encontraron bajo los túneles de Chelsea. «Hallamos más de
treinta esqueletos en la cámara central y decenas de espíritus consiguieron
rodearnos», declara. «Pero ¿nos desalentamos? ¡No! Hemos demostrado que,
con valentía y determinación, se puede hacer frente y vencer hasta al visitante
más terrorífico».
Las más altas esferas han elogiado al equipo. En una excepcional declaración,
la señora Penelope Fittes, presidenta de la agencia Fittes, afirmó: «Estoy muy
orgullosa de mis trabajadores. En el pasado, la rivalidad entre las agencias
solía obstaculizar las investigaciones. Espero que esta operación se convierta
en un símbolo del futuro. Cuando equipos extraordinarios cooperan pueden
conseguirse resultados extraordinarios».

Para leer la entrevista completa a Lockwood y Kipps, consulte las páginas 2-


3.
Maqueta de papel plegable en 3D de la «estancia de los esqueletos» de la
prisión de King’s Road en las páginas 38-39.
¡Gran liquidación en los grandes almacenes Hermanos Aickmere! Consiga
un cupón de 10 libras de descuento en la página 40.

¿Volvimos a nuestras viejas costumbres cuando acabó todo? ¿Alguna vez


volvimos a ser los mismos? ¿Trabajamos juntos en los encargos, solos
Lockwood, George y yo en misiones simples, como esquivar tentáculos de
ectoplasma en buhardillas antes de regresar a casa para tomar el té?
Lo que sí ocurrió es que celebramos un gran banquete una tarde en
Portland Row, un par de días después de que lo ocurrido en Chelsea terminara
por fin. Holly se había encargado de la mayoría de los preparativos, y las
pruebas eran evidentes: cuencos con aceitunas, chapatas integrales y platos de
embutidos curiosamente blandos. Por suerte, George salió en el último
momento a comprar algunas cosas y llegó con provisiones de rollitos de
salchicha baratos, refrescos, patatas de sabor beicon ahumado y también una

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tarta de chocolate de tamaño increíble, que colocó con orgullo en el centro de
la mesa de la cocina.
Holly y George estaban enzarzados en una discusión sobre la mesa,
porque ella insistía en que nuestro mantel de pensar y todos los garabatos,
notas y dibujos grotescos parecían la pared de un baño público y le quitaba las
ganas de comerse el hummus. Quería quitarlo para la ocasión y poner otro
blanco y limpio. George se negó. Llevaba desde el desayuno trabajando en un
diagrama en una esquina del mantel y no quería que lo moviera. Al final, por
pura cabezonería tras esas gafas, se salió con la suya.
La cocina estuvo lista a media tarde. Todas las superficies estaban
cubiertas de manjares y la tetera estaba encendida. Holly había tirado todos
los envoltorios. Avergonzados, tuvimos que llevar la calavera del frasco al
piso de arriba, puesto que había estado poniéndole caras grotescas y abriendo
mucho los ojos cada vez que Holly se le acercaba. Aquello hizo que se le
cayeran dos cuencos de anacardos y uno de paté de pescado griego.
Entonces llegó Lockwood, que acababa de atender muchas llamadas en el
despacho, y nos sentamos para comer.
Ese día estaba animado y lleno de energía positiva. Recuerdo cómo
presidía la mesa y creaba una torre de sándwiches apilando los rollitos de
salchicha y las patatas de sabor beicon ahumado (aquello horrorizó a Holly,
así que la tranquilizó poniendo una minúscula hoja de rúcula encima)
mientras hablaba de los posibles nuevos clientes que tenía la agencia. Como a
los demás, todavía se le notaban las heridas recientes: el corte en la frente, el
rasguño en la mejilla, los moratones y la marca del cansancio bajo los ojos.
Sin embargo, todo eso conseguía resaltar su energía y vitalidad.
George también estaba feliz; le hacía pequeños cambios al complejo
diagrama que tenía frente a él en el mantel a la vez que devoraba platos
enteros de huevos a la escocesa en miniatura. También quiso aprovechar para
probar la tarta de chocolate, pero Lockwood decretó que debíamos dejarla
para el final.
En cuanto a Holly, había recuperado su rutina calmada y perfecta en la
que sonreía amablemente a las cosas mientras se mantenía algo apartada de
todo. Como le ordenó George, se relajó lo suficiente para probar un huevo a
la escocesa; aunque se limitó principalmente a beber agua mineral y comer la
ensalada de nueces, pasas y queso de cabra. En cierto modo, me alegraba que
fuera fiel a sus convicciones. Era alentador.
¿Y yo? Sí, estaba allí. Comí, bebí y estuve con los demás, pero por dentro
me encontraba muy lejos. Al cabo de un rato, revisamos (otra vez) los

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periódicos del día, que Holly había doblado y colocado junto al plato de
Lockwood.
—Cada vez que veo este reportaje —dijo este—, no puedo creer la suerte
que hemos tenido. Si sumamos lo que pasó en la calle Strand, llevamos más
de una semana protagonizando los periódicos.
Holly asintió.
—El teléfono no ha dejado de sonar —comentó—. Todo el mundo quiere
a la agencia Lockwood. Tendrás que tomar algunas decisiones sobre
ampliarla.
—Necesitaré consejo sobre eso. —Pensativo, Lockwood cogió un trozo
de pepino y lo hundió en la salsa—. De hecho, la semana que viene veré a
Penelope Fittes. Quiere que vaya a una reunión informal y desayunemos.
Supongo que será más un agradecimiento por lo del desfile que cualquier otra
cosa, pero… Podría preguntarle. —Sonrió—. ¿Habéis leído donde nos llama
una «gran agencia»?
—¿Y qué hay dé la cita del inspector Barnes? —añadió George—. ¿Cómo
era? «Un grupo de jóvenes agentes con talento a los que me enorgullece
supervisar». Menuda cara.
Lockwood mordió la rodaja de pepino.
—Como siempre, Barnes tiene sus propios intereses.
—No es el único. —George sacudió el periódico—. No sé si me parece
bien que Kipps se lleve los mismos créditos que tú.
—Ah, eso es solo para que esté contento. Sinceramente, se lo debemos
por ayudarnos, y ya le ha dado sus frutos. ¿Os habéis enterado de que le han
ascendido? A jefe de sección o algo así, ¿no, Luce? Fuiste tú quien me lo
contó.
—Sí, jefe de división de Fittes —respondí.
—Eso era. Se lo concedió la mismísima Penelope Fittes. Aunque eso no
impidió que al final Kipps discutiera conmigo sobre cómo teníamos que
encargarnos de la sala de los huesos. Estaba furioso porque el equipo de
Rotwell llegó antes de que lo hiciera su agencia.
—Pero tú no les dijiste que entraran, ¿no? —preguntó George.
—No. En realidad no sé quién lo hizo. Imagino que debió ser Barnes… —
De pronto, Lockwood me observó con sus ojos oscuros—. ¿Estás bien, Lucy?
—¡Sí! Sí…
Estaba distraída y me había asustado. Durante un segundo, el Lockwood
que estaba vivo y estaba sentado en la mesa cortándose un trozo del queso

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caro de Holly desapareció y quedó oculto bajo la aparición sangrienta y pálida
de la cámara subterránea…
Pestañeé para alejar al espejismo. ¡Aquello no era verdad! Sabía que no lo
era. Sabía que era mentira. Había visto a Lockwood cortar al doble en dos con
la misma facilidad con la que acababa de servirse el queso.
Pero por mucho que lo intentara, no podía alejar aquello de mi mente.
«Te muestro el futuro. Esto es obra tuya».
—Toma un poco de jamón de Parma, Lucy —sugirió Holly—. A
Lockwood le gusta. Ya verás cómo te vuelve el color a las mejillas.
—Eh… Sí, claro. Gracias.
¿Holly y yo? Habíamos adoptado una política mutua de tolerancia
respetuosa. En los últimos días, a falta de algo mejor, nos habíamos empezado
a soportar. No me malinterpretes, todavía nos sacábamos de quicio. Como su
nueva costumbre de limpiar las migas que caían alrededor de mi plato
mientras yo seguía comiendo, por ejemplo. Eso me molestaba. Mientras tanto,
a Holly tampoco le hacía gracia mi manía (justificada) de poner los ojos en
blanco y suspirar en voz alta cuando ella hacía algo especialmente
meticuloso, afectado o controlador. Pero la situación no amenazaba con
explotar como había hecho aquella vez. Quizá fuera porque ya nos habíamos
dicho todo lo que había que decir aquella horrible noche en los grandes
almacenes. O quizá fuera simplemente porque ya no teníamos energía para
enfadarnos de nuevo.
—Hablando de la sala de los huesos… —dijo George mientras apartaba
un plato con cortezas de chapata—. Me gustaría enseñaros algo, cortesía del
honorable mantel de pensar.
Delante tenía un diagrama, cuidadosamente dibujado con muchos colores.
Imagina un cuadrado con un círculo en el interior y, dentro de ese círculo,
nueve puntos distribuidos con gran precisión. Justo en el centro de eso había
otro círculo pequeño sombreado con rayas negras y varias líneas finas a lápiz
que salen de los lados opuestos como si fueran los radios rotos de una
bicicleta. Una larga mancha roja se extendía en un lado del círculo.
George alisó el mantel.
—Este es el plano que hice de la cámara según las medidas que tomamos
Flo y yo el otro día —explicó—. Lucy y Lockwood tenían toda la razón.
Alguien más había estado allí, y estaba haciendo algo muy concreto. Fijaos en
que los esqueletos estaban apartados hasta formar una especie de círculo en
torno a los bordes. Sé que antiguamente no estaban allí, porque encontré
fragmentos de huesos en el centro de la estancia. Alguien se molestó en

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colocarlos así. Luego pusieron una hilera de nueve velas en un círculo; las
marcas de cerca muestran dónde estaban. Después de eso, algo pasó en el
medio de la sala, justo aquí. —Señaló el círculo sombreado—. Es una
quemadura de ectoplasma. La estudié con especial atención. Allí las piedras
seguían muy frías. La quemadura me recuerda a otras que ya hemos visto en
las que algo sobrenatural atravesó un punto.
No lo dijo (ninguno lo hizo), pero había un ejemplo de una quemadura
como esa en nuestra casa, en el colchón del dormitorio abandonado de la
planta de arriba.
—Interesante —dijo Lockwood—. ¿Y qué es la mancha roja y siniestra?
—Es mermelada del desayuno de esta mañana —George se subió las
gafas—. Pero mirad esto. —Señaló las marcas a lápiz que salían del centro—.
Las líneas señalan la posición de varios rasguños extraños y rayas marcadas
en el suelo. Son muy raras.
—¿Podrían ser de haber arrastrado los huesos? —sugirió Lockwood.
—Es posible. Pero yo creo que están hechas con metal. —Se rio—. Como
cuando arrastré esas cadenas por el suelo del despacho, Lockwood, y arañé la
madera.
Lockwood frunció el ceño.
—Ya… Todavía no has vuelto a barnizarlo.
—¿Sabéis a qué me recuerda eso? —dije despacio. Me sentía aletargada;
un peso me oprimía. Lo único que podía hacer era hablar—. Me refiero al
diagrama.
—Creo que sé lo que vas a decir —contestó George—. Y sí, estoy de
acuerdo.
—Al espejo de hueso de Kensal Green. Obviamente, ese era mucho más
pequeño, pero los bordes también estaban hechos de hueso y dispuestos en
una especie de círculo. Sé que aquí no hay un cristal, una lente ni nada así,
pero…
—A menos que alguien lo llevara hasta allí —puntualizó Lockwood.
—Cuando estaba en los grandes almacenes —continué— sentí una
especie de… de zumbido psíquico, una anomalía. Me recordaba al espejo de
hueso. Pero desapareció cuando llegué a la sala de los huesos.
—Me pregunto… —añadió George—. Quizá todavía estuvieran
trabajando ahí abajo cuando llegamos. Luce, puede que no llegaras a tiempo
por muy poco.
—Es una visión espeluznante —comentó Lockwood y, por extraño que
fuera, estábamos hablando de alguien vivo y no muerto, así que pensé que

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tenía razón—. Aunque parece que tu anterior teoría era correcta, George. Esta
actividad inusual despertó a los espíritus de la cárcel y eso creó una reacción
en cadena que se extendió por Chelsea. Flo jura que la entrada del túnel no
estaba allí hace unos meses, así que es muy reciente. Me gustaría saber qué
estaban haciendo y por qué… Y quiénes eran.
—Tenemos la colilla del cigarrillo que encontraste —dijo George—. Se la
llevé a un amigo tabaquero. Dice que es un Persian Light, una marca muy
exclusiva. Pero no sé qué sacamos con eso. No tuve tiempo de buscar más
pistas. Es una pena que los agentes de Rotwell se lo llevaran todo tan rápido.
Lockwood asintió.
—¿A que sí? ¿Qué opinas, Holly?
—Creo que ese mantel hace que me duelan los ojos —respondió ella—.
No sé por qué no usáis papel; después podría archivarlo todo fácilmente. Mira
cómo has manchado todo el dibujo de mermelada, George. —Cogió un plato
—. Bueno, ¿quién quiere más sándwiches de hummus?
—Solo un par más para mí —contestó George—. Estoy reservándome
para esa enorme tarta de chocolate que nos tomaremos luego.
Lockwood cogió un sándwich.
—¿Qué piensas tú, Lucy? Hoy has estado muy callada.
Era cierto. En los últimos días había comprendido algo nuevo que me
aplastaba poco a poco, como una manta o un edredón de plumas. Caía con
suavidad, pero sus implicaciones me apretaban. No me resultaba fácil
explicarlo.
—Tengo una duda —susurré—. ¿Creéis que hay fantasmas que pueden
enseñarte el futuro? Es obvio que la mayoría nos muestran el pasado. Están
hechos de recuerdos. Pero si los dobles o cualquier otro tipo de visitante
pudiera ahondar en la mente de la gente y leer sus pensamientos como
parecen hacer, ¿por qué no van a poder hacer otras cosas? Como predecir lo
que va a ocurrir.
Me miraron.
—Vaya —respondió George—. ¿Puedes creerte que lo más profundo que
he pensado esta tarde es en cuántas patatas puedo meterme en la boca?
—No —afirmó Lockwood con firmeza—. Ahí tienes tu respuesta, Lucy.
Vamos a…
—Bueno, hay muchísimas teorías sobre los fantasmas y el tiempo —le
interrumpió George—. Algunas personas piensan que no se rigen por sus
leyes y que por eso pueden regresar. Están atrapados en un lugar concreto,
pero pueden vagar entre los años anteriores y los siguientes. Si seguimos esta

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visión, ¿por qué no iban a poder hacer predicciones? ¿No deberían ver cosas
que nosotros no?
Lockwood sacudió la cabeza.
—Yo no me creo ni una palabra. Oye, Luce, sobre el doble que viste.
¿Tenía la forma de Ned Shaw, como dijeron los demás? No nos has hablado
mucho de eso.
«No todo lo que ves ha ocurrido. A veces está por suceder».
Me contuve y le miré, al Lockwood real. El que estaba vivo ahora mismo.
—No, no. Estaba oscuro. No me pareció reconocer quién era. Bueno, yo
voy a subir un segundo —dije echando hacia atrás la silla—. Poned la tetera.
Vuelvo enseguida.

De camino a la buhardilla, pasé junto al dormitorio de su hermana. La


punzada que sentí no era como la que había experimentado antes. No era un
dolor de curiosidad, sino de simple remordimiento. Me arrepentía de lo que
había hecho allí y de que se hubiera descubierto.
Ahora entendía por qué Lockwood mantenía así la habitación, vacía y sin
usar. Le recordaba lo que había supuesto para él la pérdida de su hermana
mientras crecía. Él también tenía un vacío dentro, un espacio en ruinas, un
hueco que nada podía llenar. Lo había admitido cuando había hablado con él
(con su verdadero yo) en los túneles de la cárcel. Aquello le seguiría
motivando. Nunca pararía; continuaría arriesgándose, enfrentándose al odiado
enemigo y protegiendo a quienes trabajaban con él, a las personas que quería.
Y si yo estaba en ese grupo…
Llegué al baño de la buhardilla, entré y cerré la puerta con pestillo. Con el
grifo abierto y el agua caliente salpicándome las manos y bajando por las
tuberías debajo del lavabo, levanté la cara pálida y manchada y me miré en el
espejo a través del chorro de agua. Entonces supe que había tomado una
decisión.
«Te muestro el futuro. Esto es obra tuya».
No lo sería si podía evitarlo.
Me lavé la cara y entré en mi dormitorio. Me detuve junto a la ventana y
observé cómo se oscurecía el cielo y caía la lluvia invernal.
—¿Es un momento de enfado privado o puedo unirme?
—Ah, se me había olvidado que estabas ahí.
Después de sacar el frasco sellado de la cocina, lo había puesto en la
puerta para usarlo como tope. El rostro del espectro apenas se veía; solo se

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atisbaba el boceto de unas líneas superpuestas encima de la calavera brillante.
Las cuencas resplandecían como estrellas oscuras.
—¿Cómo va la fiesta? ¿Se ha puesto a bailar Holly Munro?
—Se está comiendo la ensalada de nueces como si estuviera desenfrenada,
sí.
—¡Qué típico! A ver que me entere, ¿entonces sigue aquí?
—Pensaba que ya te habrías acostumbrado.
—Si lo he hecho. Pero es como despertarse por la mañana y ver que te ha
salido una verruga enorme en la nariz. Sí, te acostumbras, pero eso no
significa que te apetezca dar saltos de alegría precisamente.
Esbocé una sonrisa triste.
—Lo sé. Aunque no olvides que te hizo un favor. Te recogió de entre los
escombros en los grandes almacenes.
—¿Y se supone que tengo que sentirme agradecido? ¡Ahora tengo que
pasar más tiempo contigo! —El rostro del frasco se removió con asco de un
lado a otro—. Todo se está yendo al garete. Mira a tu novio, Lockwood. Está
recibiendo demasiados elogios. Se le están subiendo a la cabeza. Ya verás…
Cada vez se arrimará más a la agencia Fittes. Ja. ¡Mírate! Tengo razón. Lo
noto.
—Pues va a reunirse con la presidenta para desayunar, pero eso no
implica que… Y, por cierto…
—¿Un desayuno? Así es como se empieza. Compartiendo sonrisas
tímidas entre arenques y zumos de naranja. Tú no tardarás en unirte a uno de
sus departamentos, te lo digo yo.
—Menuda tontería. Es mucho más fuerte que eso.
—Sí, claro. Todo el mundo conoce a Lockwood por su falta de vanidad y
ego. ¿Sabes el peinado despeinado ese que lleva? Se pasa horas frente al
espejo para que le quede así de bien.
—De eso nada. ¿En serio? ¿Cómo lo sabes? Te lo estás inventando.
—¿De verdad? ¿Cómo se llamaba tu agencia? Recuérdamelo. ¿Quizá era
la agencia de Portland Row? ¿Los cazafantasmas de Marylebone? ¡No! Se
llama agencia Lockwood. Por el amor de Dios. Qué modestia. Me sorprende
que vuestro logo oficial no sea una foto de su cara sonriendo, puede que con
un brillante hortera en los dientes.
—¿Has terminado?
—Sí. Ahora ya sí.
—Vale. Bien. Tengo que bajar.

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Como de costumbre, cuando dejabas a un lado el sarcasmo e ignorabas el
rencor, la calavera decía cosas sorprendentemente sensatas, pero me costaba
agradecérselo. Era un fantasma. Yo hablaba con él. También era un símbolo
de mi problema.

En la cocina, habían preparado el té y lo habían servido en tazas limpias. La


enorme tarta de chocolate presidía la mesa. George estaba cerca, blandiendo
un cuchillo. Hizo un gesto con él para llamarme.
—Has vuelto en el momento perfecto, Luce. Llevo todo el día guardando
la tarta para que estuviera lista para nuestro brindis de celebración. Las
fanfarronadas de Lockwood y los comentarios desagradables de Holly sobre
el mantel de pensar me han estropeado el momento, igual que tu desaparición.
Pero ahora…
—Y todas tus infinitas teorías —señaló Lockwood—. Eso es lo peor de
todo.
—Cierto. Bueno, ahora que estás aquí, Luce, nada puede impedir que le
prestemos a esta preciosidad toda la atención que se merece.
George flexionó los dedos e inclinó el cuchillo sobre el glaseado.
—Esperad un segundo —interrumpí—. Quiero decir una cosa antes.
El cuchillo se detuvo. George, sereno, me miró con expresión lastimera.
Los demás bajaron sus tazas, alarmados por el temblor de mi voz. En lugar de
volver a mi sitio, me detuve detrás de la silla y agarré con fuerza el respaldo.
—Supongo que es un anuncio. He estado pensando un poco últimamente.
Me parece que algunas cosas no van demasiado bien.
Lockwood me miró fijamente.
—Me sorprende oírte decir eso. Pensaba que Holly y tú…
Ella hizo el amago de levantarse.
—Quizá deba irme fuera…
—No tiene nada que ver contigo, Holly —la tranquilicé. Hice todo lo
posible por sonreírles—. De verdad que no. Por favor, Holly, siéntate.
Gracias… No, es por mí. Sabéis que lo que pasó de verdad en los grandes
almacenes no es lo mismo que les contamos a los periódicos. El poltergeist
que lo destrozó todo obtuvo su fuerza de mí.
—Y de mí —me corrigió Holly—. Las dos estábamos discutiendo.
—Eso ya lo sé —respondí—. Pero fui yo la que empezó, y fue mi rabia la
que alimentó casi todo su poder. No, lo siento, George —había intentado
interrumpirme—. Estoy bastante segura de esto. La culpa fue de mi don. Cada

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vez es más fuerte y me cuesta controlarlo. Cuando provocó al poltergeist,
actuaba de forma totalmente negativa. Pero incluso cuando logro dominarlo,
como cuando hablo con los fantasmas o los oigo hablar, sigo sin poder
controlarlo del todo. Y se está convirtiendo en algo peligroso. Todos sabéis lo
que pasó en la casa de la señora Wintergarden. Y el otro día, en la cárcel
subterránea, cuando hablé con los visitantes, fueron ellos quienes me
controlaban a mí y no al revés. Sé que ninguno estabais allí, pero no puedo
aseguraros que no vaya a volver a perder el control. De hecho, estoy segura
de que será así. Y eso no es aceptable en una agente de investigación
psíquica, ¿verdad?
—No tienes por qué darle tanta importancia —contestó George—. A
todos nos pasan cosas. Seguro que de ahora en adelante podremos apoyarte
y…
—Sé que lo haríais —dije—. Por supuesto. Pero no es justo para vosotros.
Holly se miraba el regazo con el ceño fruncido y George hacía algo con
sus gafas. Apreté los dedos contra la madera de la silla, sintiendo su suavidad
y sus vetas.
—¿Eso es todo? —preguntó Lockwood en voz baja—. ¿De eso se trata
realmente?
Le miré. Estaba sentado a mi lado.
—Es más que suficiente —respondí—. He puesto vuestras vidas en
peligro muchas veces. De una forma u otra, me estoy convirtiendo en una
carga para la agencia, y os aprecio demasiado para dejar que eso vuelva a
ocurrir. —Ya me estaba costando mucho sonreír, y pronto me resultaría aún
más difícil, así que seguí hablando—: Y por eso he tomado una decisión. Voy
a renunciar a mi puesto en la agencia Lockwood.
El silencio inundó la habitación.
—Me da a mí que no voy a disfrutar de la tarta —dijo George.

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Glosario

* indica que el fantasma es de tipo uno


** indica que el fantasma es de tipo dos

Acechador*
Una clase de fantasma de tipo uno que se oculta entre las sombras,
inmóvil y lejos de los vivos. Propaga una fuerte sensación de ansiedad y
miedo atroz.

Acosador*
Un fantasma de tipo uno que siente curiosidad por los vivos y los sigue de
lejos, pero sin acercarse. Los agentes que tienen el don de la percepción
pueden detectar cómo arrastran los pies huesudos, además de oír sus
suspiros y sollozos desolados.

Agencia de detección psíquica


Una empresa que se especializa en el control y la destrucción de
fantasmas. En Londres hay decenas de agencias. Las dos más importantes
(la agencia Fittes y la agencia Rotwell) tienen cientos de empleados. La
más pequeña (la agencia Lockwood) tiene tres. La mayoría de las agencias
están supervisadas por adultos, pero todas ellas dependen en gran medida
de niños con fuertes dones psíquicos.

Alma en pena **
Un fantasma de tipo dos que mantiene una forma aérea, delicada y
transparente. Las almas en pena son prácticamente invisibles, excepto por

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su tenue contorno y algunos detalles del rostro. Pese a su apariencia
incorpórea, no es menos agresivo que los espectros, que sí son visibles. Al
ser más difíciles de ver, son más peligrosos.

Ánima
Otro nombre genérico que se le da a los fantasmas.

Aparición
La forma que adopta un fantasma cuando se manifiesta. Las apariciones
suelen copiar la forma de la persona fallecida, pero también pueden imitar a
animales u objetos. Algunas son poco frecuentes. El espectro del reciente
caso del valle de Limehouse se manifestó como una gran cobra verde y
brillante, mientras que el infame terror de la calle Bell se ocultó tras la
apariencia de una muñeca de trapo. La mayoría de los fantasmas, tanto los
poderosos como los débiles, no quieren o no pueden alterar su apariencia.
Los metamorfos y los dobles son la excepción a esta regla.

Aura
El brillo o el resplandor propio de muchas apariciones. La mayoría de las
auras apenas son visibles y pueden detectarse mirando de reojo. Las auras
intensas y radiantes se llaman luces fantasmagóricas.

Bloqueo fantasmal
Un peligroso poder de los fantasmas de tipo dos. Puede tratarse de una
ampliación del malestar. Las víctimas pierden su fuerza de voluntad y
sienten una horrible oleada de desesperación. Los músculos se vuelven tan
pesados como el plomo, lo que les impide pensar o moverse libremente. En
muchos casos, terminan paralizados, esperando impotentes mientras el
hambriento fantasma se acerca más y más…

Bomba de sal
Un pequeño globo de plástico lleno de sal que se lanza. El impacto hace
que se rompa y la sal salga disparada en todas las direcciones. Los agentes
la utilizan para alejar a los fantasmas más débiles. Es menos efectiva
contra entes con más fuerza.

Bomba fantasma
Un arma que consiste en un fantasma atrapado en una prisión de cristal de
plata. Cuando el cristal se rompe, el espíritu sale para propagar miedo y
petrificación fantasmal entre los vivos.

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Brillo mortal
Un rastro de energía que queda en el lugar exacto en el que murió alguien.
Cuanto más violenta fuera la muerte, más brillo habrá. Los brillos más
intensos pueden persistir durante muchos años.

Brillo mortal
Un rastro de energía que queda en el lugar exacto en el que murió alguien.
Cuanto más violenta fuera la muerte, más brillo habrá. Los brillos más
intensos pueden persistir durante muchos años.

Bruma gris *
Un fantasma inútil y pesado. Es una variedad común de los fantasmas de
tipo uno. Las brumas grises no parecen poder crear apariciones
coherentes, sino que se manifiestan como trozos de niebla brillantes y
deformes. Su ectoplasma está tan poco concentrado que no pueden causar
petrificaciones fantasmales, ni siquiera si una persona las atraviesa. Su
principal efecto es propagar frío, miasma e inquietud.

Campana mortuoria
Una campana de tono grave que se toca en las iglesias para anunciar los
funerales.

Corriente de agua
En la antigüedad, se observó que los fantasmas detestan atravesar las
corrientes de agua. En la Gran Bretaña actual, este conocimiento suele
usarse contra ellos. Una red de canales artificiales o arroyos en el centro de
Londres protegen el principal distrito comercial. En menor escala, algunos
propietarios han construido canales al aire libre junto a la puerta de sus
casas, donde recogen el agua de la lluvia.

Cristal de plata
Un cristal especial a prueba de fantasmas usado para guardar orígenes.

Cúmulo
Un grupo de fantasmas agrupados en una zona pequeña.

Dama fría *
Un espectro gris, borroso y con forma de mujer. Suele llevar vestidos
antiguos y se distingue fácilmente a lo lejos. Las damas frías emiten una

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potente sensación de melancolía y malestar, pero no suelen acercarse a los
vivos. Véase también novia flotante.

Defensas antifantasmas
Las tres defensas más importantes, en orden de efectividad, son la plata, el
hierro y la sal. La lavanda también ofrece cierta protección, al igual que la
luz del sol y las corrientes de agua.

Destello de magnesio
Un proyectil metálico con un sello de cristal rompible. Contiene magnesio,
hierro, sal, pólvora y un artilugio para prenderlo. Se trata de una poderosa
arma que las agencias usan contra los fantasmas más agresivos.

DICP
El Departamento de Investigación y Control Psíquico. Una organización
gubernamental creada para abordar el Problema. El DICP investiga la
naturaleza de los fantasmas, intenta destruir a los más peligrosos y controla
las actividades de las muchas agencias de la competencia.

Doble **
Un tipo de fantasma extraño e inquietante cuya forma recuerda a una
persona viva, normalmente algún conocido de quien lo ve. Los dobles no
suelen ser agresivos, pero el miedo y la confusión que evocan son tan
fuertes que la mayoría de los expertos los clasifican como espíritus de tipo
dos, de modo que hay que tomar precauciones extremas.

Don
La habilidad de ver, oír o detectar a los fantasmas. Muchos niños, aunque
no todos, nacen con cierto don psíquico. Las habilidades suelen
desaparecer conforme crecen, aunque algunos adultos las conservan. Los
jóvenes con dones más poderosos se unen a las patrullas nocturnas. Los
que poseen un don extraordinario trabajan para las agencias. Las tres
principales categorías de dones son la visión, la percepción y la
reminiscencia.

Ectoplasma
Una sustancia extraña y variable de la que están hechos los fantasmas.
Cuando está concentrado, el ectoplasma es perjudicial para los vivos.

Encuentro

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Véase manifestación.

Ermitaño **
Un fantasma de tipo dos bastante raro. A menudo se encuentra en lugares
remotos y peligrosos, sobre todo al aire libre. Visualmente, su aspecto se
parece al de un niño delgado que se ve a lo lejos, al otro lado de un
barranco o un lago. Nunca se aproxima a las personas, sino que irradia una
forma extrema de bloqueo fantasmal que podría abrumar a cualquiera que
esté cerca. Las víctimas de los ermitaños suelen arrojarse por precipicios o
acantilados, con el deseo de acabar con su sufrimiento.

Escuálido **
Un fantasma raro y desagradable, que se manifiesta como un cadáver
sangriento, sin piel, con los ojos salidos de las cuencas y una sonrisa que deja
ver los dientes. No suele gustar a los agentes. Muchas autoridades lo califican
como una variedad de guardián.

Espectro **
El fantasma de tipo dos más común. Un espectro siempre forma una
aparición clara y llena de detalles, que puede llegar a parecer casi
corpórea. Suele ser un eco visual riguroso de la persona fallecida, ya sea
con su aspecto en vida o como cadáver. Los espectros son menos nebulosos
que las almas en pena y menos espantosos que los guardianes, pero tienen
comportamientos igual de dispares. Muchos se muestran neutrales o
benévolos cuando se encuentran cerca de los vivos, pues quizá vuelven
para revelar un secreto o corregir un error del pasado. Otros, sin embargo,
son muy hostiles y tienen sed de interacción humana. Este tipo de fantasma
debe evitarse a toda costa.

Espíritu aullador **
Un temido fantasma de tipo dos, que puede aparecerse visualmente o no.
Los espíritus aulladores emiten alaridos psíquicos terroríficos. El sonido
puede llegar a paralizar de miedo a la persona que lo oye, provocando un
bloqueo fantasmal.

Estoque
El arma oficial de los agentes que llevan a cabo investigaciones psíquicas.
La punta de los estoques de hierro suele tener un revestimiento de plata.

Fantasma

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El espíritu de una persona que ha muerto. Los fantasmas han existido a lo
largo de la historia, pero, por motivos que desconocemos, ahora son más
comunes. En términos generales, hay muchas variedades. Sin embargo,
estas pueden agruparse en tres grupos principales (véanse tipo uno, tipo
dos y tipo tres). Normalmente, los fantasmas permanecen cerca de un
origen, que suele ser el lugar en el que murieron. Tienen más fuerza
cuando oscurece, sobre todo entre la medianoche y las dos de la
madrugada. Muchos pasan desapercibidos y no sienten interés por los
vivos. Algunos son muy hostiles, aunque no es lo habitual.

Farola protectora
Una farola eléctrica que emite potentes haces de luz blanca para alejar a los
fantasmas. La mayoría de las farolas protectoras tienen obturadores
instalados sobre sus lentes de cristal. Estos dispositivos se encienden y
apagan en intervalos durante toda la noche.

Frasco sellado
Un receptáculo de cristal de plata utilizado para guardar un origen activo.

Frío
La bajada drástica de temperatura que se produce cuando un fantasma anda
cerca. Es uno de los cuatro indicadores habituales de una inminente
manifestación, junto con el malestar, la miasma y el miedo atroz. El frío
puede ocupar un espacio amplio o concentrarse en «rincones gélidos»
específicos.

Fuego griego
Otro de los nombres que reciben los destellos de magnesio. Las primeras
armas de este tipo se utilizaron contra los fantasmas durante la época del
Imperio bizantino (o del Imperio griego), hace mil años.

Guardián**
Un fantasma de tipo dos peligroso. Los guardianes son parecidos a los
espectros en cuanto a fuerza y patrones de comportamiento, pero su
aspecto es mucho más aterrador. Sus apariciones muestran al difunto como
un cadáver: demacrado, marchito, terriblemente delgado y a veces
descompuesto y cubierto de gusanos. Los guardianes suelen aparecerse
como esqueletos. Irradian un poderoso bloqueo fantasmal. Véase también
y escuálido.

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Hierro
Una protección antigua y poderosa contra los fantasmas de todo tipo. La
gente corriente protege sus casas con decoraciones de hierro y las llevan
encima como protectores. Los agentes llevan estoques y cadenas de
hierro, que utilizan para atacar y defenderse.

Lavanda
Se piensa que el fuerte olor de esta planta ahuyenta a los espíritus
malignos. Por ello, mucha gente lleva espigas de lavanda seca en la ropa o
las quema para liberar una intensa humareda. A veces, los agentes llevan
tubos de agua de lavanda para utilizarlos contra entes de tipo uno poco
poderosos.

Llamador de piedra *
Un fantasma de tipo uno desesperado y nada interesante. Lo único que
hace es dar golpecitos sobre las piedras.

Luz cadavérica
Una radiación sobrenatural pálida y enfermiza. Se trata de otro término
para referirse a la luz fantasmagórica.

Luz fantasmagórica
Una luz escalofriante y sobrenatural que irradian algunas apariciones.

Malestar
La sensación de letargo y abatimiento que suele experimentarse cuando un
fantasma se acerca. Los casos más extremos pueden derivar en
petrificación fantasmal, una situación peligrosa.

Manifestación
Un suceso fantasmagórico. Puede implicar todo tipo de fenómenos
sobrenaturales, como sonidos, olores y sensaciones extrañas, objetos que se
mueven, bajadas de temperatura y apariciones.

Manual de Fittes
Un famoso libro de instrucciones para los cazafantasmas, escrito por
Marissa Fittes, la fundadora de la primera agencia de detección psíquica de
Gran Bretaña.

Marca espectral

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Una cruz pintada en la puerta de un edificio encantado para alertar a los
transeúntes y alejarlos de allí.

Metamorfo **
Un fantasma de tipo dos poco común y peligroso. Su poder le permite
alterar su aspecto cuando se manifiesta.

Miasma
Una atmósfera desagradable que aparece antes de una manifestación. A
menudo implica olores y sabores molestos. Suele estar unida a una
sensación de miedo atroz, malestar y frío.

Miedo atroz
Una inexplicable sensación de pavor que normalmente se experimenta
antes de una manifestación. Suele ir acompañado de frío, miasma y
malestar.

Mutilado **
Un fantasma de tipo dos hinchado y deforme que habitualmente tiene
cabeza y torso humanos, pero sin brazos o piernas reconocibles. Junto con
los guardianes y los escuálidos, son una de las apariciones más
desagradables. Su visión suele estar acompañada de intensas sensaciones
de miasma y miedo atroz.

Niebla fantasmagórica
Una neblina clara de color blanco verdoso que suele surgir cuando un
fantasma se manifiesta. Puede estar formada por ectoplasma. Es fría y
desagradable, pero no es peligrosa al tacto.

Niebla parlante *
Un ente de tipo uno débil y frágil, conocido por su risa perturbadora y
repetitiva, que siempre suena como si estuviera detrás de ti.

Operario
Nombre que recibe un agente de investigaciones psíquicas.

Origen
El objeto o lugar que permite a los fantasmas entrar al mundo.

Patrulla nocturna

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Grupos de jóvenes, normalmente contratados por grandes empresas y
ayuntamientos locales, que vigilan las fábricas, las oficinas y las zonas
públicas cuando anochece. Los patrulleros nocturnos no tienen permitido
utilizar estoques, pero llevan bastones con puntas de hierro para mantener
a raya las apariciones.

Percepción
Uno de los tres dones psíquicos principales. Las personas con este tipo de
sensibilidad pueden percibir las voces de los muertos, el eco de eventos
pasados y otros sonidos sobrenaturales relacionados con las
manifestaciones.

Petrificación fantasmal
El efecto que produce el contacto físico entre una persona y una aparición,
provocado por los fantasmas más agresivos y letales. La petrificación
fantasmal, que comienza con una sensación intensa y abrumadora de frío,
se extiende por todo el cuerpo y adormece las extremidades. Los órganos
vitales comienzan a fallar uno a uno. Poco después, el cuerpo se vuelve
azul y empieza a hincharse. Sin una intervención médica urgente, puede ser
mortal.

Pistola de sal
Dispositivo que lanza chorros de agua salada sobre una zona amplia. Un
arma útil contra los fantasmas de tipo uno. Las agencias más grandes han
empezado a utilizarlas más.

Plasma
Véase ectoplasma.

Plata
Una defensa importante y potente contra los fantasmas. La gente utiliza
joyas de plata como protección. Los estoques de los agentes están
revestidos de este material, que es fundamental para los sellos.

Poltergeist **
Un fantasma de tipo dos poderoso y destructivo. Los poltergeist lanzan
fuertes ráfagas de energía sobrenatural que hacen que los objetos floten en
el aire. No pueden aparecerse.

Problema, el

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La epidemia de fantasmas que acecha actualmente al Reino Unido.

Protector
Un objeto, habitualmente hecho de hierro o plata, que se utiliza para
impedir que los fantasmas se acerquen. Los protectores pequeños pueden
colocarse en las joyas que lleve una persona, mientras que los grandes se
colocan en las casas y pueden tener elementos decorativos.

Red de cadenas
Una red hecha de cadenas de plata entrelazadas, un tipo de sello muy
versátil.

Reminiscencia
La capacidad para detectar ecos en objetos que han guardado una relación
estrecha con una persona muerta o con una manifestación sobrenatural.
Dichos ecos pueden ser imágenes visuales, sonidos u otras impresiones
sensoriales. Uno de los tres tipos de dones.

Sal
Una defensa común contra los fantasmas de tipo uno. Es menos efectiva
que el hierro o la plata, pero es más barata y se utiliza para proteger
muchos hogares.

Sanatorio
Un hospital para pacientes con enfermedades crónicas.

Saqueadora de reliquias
Alguien que busca orígenes y otros artefactos psíquicos y los vende en el
mercado negro.

Secta espiritista
Un grupo de gente que, por distintas razones, comparte un enfermizo
interés por la aparición de los fantasmas.

Sello
Un objeto, normalmente de plata o hierro, diseñado para encerrar o tapar
un origen, impidiendo que el fantasma se escape.

Sensible

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Persona que ha nacido con un don psíquico excepcionalmente bueno. La
mayoría de los sensibles trabajan en agencias o patrullas nocturnas,
mientras que otros ofrecen servicios psíquicos sin enfrentarse realmente a
los visitantes.

Sombra *
El típico fantasma de tipo uno y quizá el visitante más común. Las
sombras suelen tener un aspecto corpóreo, al igual que los espectros, o
aéreo y borroso, como las almas en pena. No obstante, carecen de la
peligrosa inteligencia de estos entes. Las sombras parecen no ser
conscientes de la presencia de los vivos y normalmente siguen un patrón de
comportamiento fijo. Proyectan una sensación de aflicción y pérdida, pero
rara vez se muestran enfadados o con alguna otra emoción intensa. Casi
siempre adoptan una apariencia humana.

Tipo dos
La clasificación de fantasmas más peligrosos. Los espectros de tipo dos
son más poderosos que los de tipo uno y muestran signos de inteligencia.
Ven a los vivos y muchos intentan infligirles daño. Los fantasmas de tipo
dos más comunes, en orden, son: espectros, almas en pena y guardianes.
Consúltense espectro oscuro, doble, mutilado, poltergeist, escuálido y
nimbo.

Tipo tres
Una categoría de fantasma muy infrecuente. Marissa Fittes fue la primera
en informar de su existencia y continúan siendo objeto de controversia.
Presuntamente, pueden comunicarse con los vivos.

Tipo uno
La clasificación de fantasmas más comunes, débiles y menos peligrosos.
Los entes de tipo uno rara vez reconocen su entorno y a menudo se
encuentran atrapados en un patrón de comportamiento fijo y repetitivo.
Algunos de los ejemplos más frecuentes son los siguientes: sombras,
acechadores y acosadores. Véase también dama fría, niebla parlante y
llamador de piedra y Tom McSombra.

Tom McSombra *
Término londinense para referirse a un acechador o a una sombra que
vaga cerca de puertas, arcos o callejones. Un fantasma urbano y cotidiano.

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Toque de queda
Como respuesta al Problema, el Gobierno británico impuso toques de
queda nocturnos en muchas zonas habitadas. Durante el toque de queda,
que empieza poco después del anochecer y termina al alba, se recomienda a
la gente corriente permanecer en casa, donde están protegidos por sus
defensas.

Trémulo *
El fantasma de tipo uno más difícil de detectar. Los trémulos solo se
manifiestan como haces de luz fantasmagórica que flotan en el aire. Pueden
tocarse o atravesarse sin que inflijan ningún tipo de daño.

Vela vigía
Las agencias de detección psíquica usan estas velas pequeñas, que indican
las presencias sobrenaturales. La mecha parpadea, tiembla y finalmente se
apaga cuando un fantasma se acerca.

Visión
La habilidad psíquica de ver apariciones y otros fenómenos
fantasmagóricos, como los brillos mortales. Uno de los tres tipos de dones
psíquicos.

Visitante
Un fantasma.

Voluta *
Un fantasma de tipo uno débil que no suele suponer ninguna amenaza. Se
manifiesta como una llama pálida que parpadea. Algunos académicos
especulan que todos los fantasmas, tras un tiempo determinado, se
convierten en volutas, luego en trémulos y, finalmente, se desvanecen para
siempre.

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Jonathan Stroud comenzó escribir sus primeras historias a los 7 años. Su
principal fuente de inspiración fue Enid Blyton, y su obra de Los Cinco.
Después de terminar sus estudios de literatura inglesa en la Universidad de
York, trabajó en Londres como editor de libros para niños. Durante la década
de los 90 empezó a publicar sus propios trabajos y cosechó rápidamente un
gran éxito.
En mayo de 1999, Stroud publicó su primera novela «Buried Fire» que daba
comienzo a la carrera de Jonathan como escritor. Entre sus obras más
destacadas se encuentra la Trilogía de Bartimeo. Una característica especial
de estas novelas, comparadas con otras de su mismo género, es que el genio
protagonista, Bartimeo, voltea los estereotipos de “mago bueno” y “demonio
malo” debido a que la saga describe una versión alterna del mundo moderno
en el cual los acontecimientos perversos son llevados a cabo por magos
corruptos. Los libros en esta serie son El amuleto de Samarkanda, El ojo del
Golem, La Puerta de Ptolomeo y El anillo de Salomón. Otro libro del autor es
Los doce clanes.
Jonathan Stroud vive en St. Albans, Hertfordshire, con su hija Isabelle y su
esposa Gina, ilustradora de libros para niños.

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