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En el principio
era la maravilla
Las grandes preguntas
de la filosofía antigua
T R A D U C C I Ó N DE H E L E N A A G U I L Á
h
EDITORIAL GREDOS, S. A.
MADRID
Titulo original italiano: ¡n principio era la m eraviglia.
© Gius. Laterza & Figli, 2007.
ISBN: 978-84-294-3581-8.
«En el principio era el Logos», reza el inicio del Evangelio de san Juan, in-
terpretado por los cristianos como «En el principio era el Verbo», es decir,
«la Palabra». «... y el Lagos estaba con Dios y el Lagos era Dios», prosigue
san Juan indicando con claridad a qué «Palabra» se refiere. Y es que, para
los cristianos, el principio es Dios entendido como Palabra creadora de to-
das las cosas, pero también es la palabra de Dios, la revelación con la que
Dios se manifestó ante los hombres. Este último significado está presente
en todas las religiones, cuando menos en las monoteístas.
En el caso de la antigua Grecia la cuestión era distinta. Los helenos, al
igual que todos los pueblos de la tierra, tenían una religión, pero ésta no se
basaba en ninguna revelación, ni en ningún libro donde se afirmase qué
había «en el principio». Los griegos tenían los poemas de Homero, la ¡liada
y la Odisea, que hablaban de los dioses, y los poemas de Hesíodo, especial-
mente la Teogonia, que trataban de la genealogía divina. Sin embargo, no
los consideraban libros revelados, obra de los dioses, sino obra de poetas o
«teólogos», y, si la ciudad de uno lo exigía, se podía creer en ellos, aunque
también se podía no creer.
Al comienzo de la Metafísica, Aristóteles declara que «todos los hom-
bres |hoi anthropoi, o sea, hombres y mujeres, griegos y bárbaros, libres y
esclavos] tienen por naturaleza el deseo de saber».' Poco después, el autor
afirma que «los hombres, ahora como en el principio \¡{ai nyn /{ai to pro-
ton |, empezaron a filosofar |philosophein, es decir, a buscar el saber] a cau-
sa del asombro, de la maravilla |dia to thaumazein\».* Su maestro Platón ya
había abordado este tema en el Teeteto, donde el personaje de Sócrates
dice: «Es propio del filósofo lo que tú sientes, estar lleno de asombro, pues
no es otro el principio del filosofar. Y , según parece, quien dijo que Iris era
io Prólogo
hija de Taum ante no erró su genealogía».3 Iris, mensajera de los dioses en-
tre los hombres, se identifica aquí con la filosofía; además, Iris es hija de
Taumante, nombre que, en griego, se asocia al verbo «maravillarse» (thau-
mazein). A sí pues, Aristóteles y Platón, los mayores filósofos griegos, coin-
ciden al reconocer que el deseo de saber procede de la admiración que sus-
cita la existencia de las cosas del mundo.
Para los griegos, todos los hombres, incluso quienes creen en una re-
ligión, pueden filosofar, es decir, aspirar al saber, si bien el creyente y el
filósofo atribuyen distintos significados y finalidades a su búsqueda. Com o
dijo Max Scheler, la religión nace del deseo de salvarse de la muerte, la .
filosofía nace del deseo de saber y la ciencia (la ciencia moderna, indisolu-
blemente vinculada a la técnica) nace del deseo de poder, del deseo de
dominar la naturaleza.3 Ahora bien, mientras que la religión comienza
con una revelación, en la cual se narran una serie de hechos y se indica un
camino de salvación, la filosofía se inicia con el asombro, y los hombres,
deseosos de saber, sólo disponen de los sentidos y la razón (los medios que
les proporciona su propia naturaleza) para responder a sus interrogantes.
Ya hemos señalado la importancia del asombro, de la maravilla, para la
investigación filosófica, pero ¿qué es la maravilla y cómo suscita en el
hombre el deseo de saber? Una vez más, es Aristóteles quien nos ofrece la
respuesta más exhaustiva:
Así lo prueba el curso de los acontecimientos, pues sólo cuando los hombres
dispusieron de los medios indispensables para la vida y de aquellos que pro-
porcionan bienestar y comodidad empezaron esta clase de indagación. Por
tanto, es evidente que nos dedicamos a tal indagación sin ninguna finalidad
ajena a la misma. Y así como llamamos libre al hombre que vive para sí y no
para otro, del mismo modo consideramos dicha ciencia como la única ciencia
libre, puesto que sólo depende de sí misma.6
Empezamos con la m aravilla, pero ésta no dura siempre. Una vez descu-
bierta la causa que se buscaba, dejamos de maravillarnos. Los ejemplos
que aduce Aristóteles resultan significativos: el movimiento de las mario-
netas sorprende a quienes no saben quién las mueve, pero no sorprende a
quienes lo.descubren. Los solsticios, es decir, el hecho de que la noche o el
día se detengan, sorprenden a quienes no conocen la astronomía, por lo
cual todos los pueblos han convertido el solsticio de invierno en la mayor
fiesta del año (la Navidad). Y la inconmensurabilidad de la diagonal con
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