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ENRICO BERTI

En el principio
era la maravilla
Las grandes preguntas
de la filosofía antigua

T R A D U C C I Ó N DE H E L E N A A G U I L Á

h
EDITORIAL GREDOS, S. A.

MADRID
Titulo original italiano: ¡n principio era la m eraviglia.
© Gius. Laterza & Figli, 2007.

© de la traducción: Helena Aguilá, 2009.


© EDITORIAL CREDOS, S. A., 2009.
López de Hoyos, 141 - 28002 Madrid.
www.rbalibros.com

VÍCTOR IGUAL • FOTOCOMPOSICIÓN


LIBP.RDÚPLEX • IMPRESIÓN
5.947-2009
d e pó s it o l e c a l : b-i

ISBN: 978-84-294-3581-8.

Impreso en España. Printed in Spain.


Reservados lodos los derechos.
Prohibido cualquier tipo de copia.
PRÓ LO GO

«En el principio era el Logos», reza el inicio del Evangelio de san Juan, in-
terpretado por los cristianos como «En el principio era el Verbo», es decir,
«la Palabra». «... y el Lagos estaba con Dios y el Lagos era Dios», prosigue
san Juan indicando con claridad a qué «Palabra» se refiere. Y es que, para
los cristianos, el principio es Dios entendido como Palabra creadora de to-
das las cosas, pero también es la palabra de Dios, la revelación con la que
Dios se manifestó ante los hombres. Este último significado está presente
en todas las religiones, cuando menos en las monoteístas.
En el caso de la antigua Grecia la cuestión era distinta. Los helenos, al
igual que todos los pueblos de la tierra, tenían una religión, pero ésta no se
basaba en ninguna revelación, ni en ningún libro donde se afirmase qué
había «en el principio». Los griegos tenían los poemas de Homero, la ¡liada
y la Odisea, que hablaban de los dioses, y los poemas de Hesíodo, especial-
mente la Teogonia, que trataban de la genealogía divina. Sin embargo, no
los consideraban libros revelados, obra de los dioses, sino obra de poetas o
«teólogos», y, si la ciudad de uno lo exigía, se podía creer en ellos, aunque
también se podía no creer.
Al comienzo de la Metafísica, Aristóteles declara que «todos los hom-
bres |hoi anthropoi, o sea, hombres y mujeres, griegos y bárbaros, libres y
esclavos] tienen por naturaleza el deseo de saber».' Poco después, el autor
afirma que «los hombres, ahora como en el principio \¡{ai nyn /{ai to pro-
ton |, empezaron a filosofar |philosophein, es decir, a buscar el saber] a cau-
sa del asombro, de la maravilla |dia to thaumazein\».* Su maestro Platón ya
había abordado este tema en el Teeteto, donde el personaje de Sócrates
dice: «Es propio del filósofo lo que tú sientes, estar lleno de asombro, pues
no es otro el principio del filosofar. Y , según parece, quien dijo que Iris era
io Prólogo

hija de Taum ante no erró su genealogía».3 Iris, mensajera de los dioses en-
tre los hombres, se identifica aquí con la filosofía; además, Iris es hija de
Taumante, nombre que, en griego, se asocia al verbo «maravillarse» (thau-
mazein). A sí pues, Aristóteles y Platón, los mayores filósofos griegos, coin-
ciden al reconocer que el deseo de saber procede de la admiración que sus-
cita la existencia de las cosas del mundo.
Para los griegos, todos los hombres, incluso quienes creen en una re-
ligión, pueden filosofar, es decir, aspirar al saber, si bien el creyente y el
filósofo atribuyen distintos significados y finalidades a su búsqueda. Com o
dijo Max Scheler, la religión nace del deseo de salvarse de la muerte, la .
filosofía nace del deseo de saber y la ciencia (la ciencia moderna, indisolu-
blemente vinculada a la técnica) nace del deseo de poder, del deseo de
dominar la naturaleza.3 Ahora bien, mientras que la religión comienza
con una revelación, en la cual se narran una serie de hechos y se indica un
camino de salvación, la filosofía se inicia con el asombro, y los hombres,
deseosos de saber, sólo disponen de los sentidos y la razón (los medios que
les proporciona su propia naturaleza) para responder a sus interrogantes.
Ya hemos señalado la importancia del asombro, de la maravilla, para la
investigación filosófica, pero ¿qué es la maravilla y cómo suscita en el
hombre el deseo de saber? Una vez más, es Aristóteles quien nos ofrece la
respuesta más exhaustiva:

Quien siente incertidumbre y asombro |ho d’aporon ^ai thaumazon] reconoce


su ignorancia, y quien es propenso al mito \ho phiíomythos] es, en cierto modo,
filósofo, pues el mito es un conjunto de cosas maravillosas. Por tanto, si los
hombres empezaron a filosofar con el fin de librarse de la ignorancia, es evi-
dente que se consagraron a la ciencia |to epistasthai| con el único fin de saber,
y no por necesidades prácticas.3

La maravilla es conciencia de la propia ignorancia y deseo de librarse de


ésta, es decir, deseo de aprender, conocer, saber. El primer intento de li-
brarse de la ignorancia consiste en recurrir al mito, a los relatos de los poe-
tas, quienes, a su manera, dan una respuesta a las preguntas de los hom-
bres. N o obstante, se trata de una respuesta a todas luces insuficiente, que,
lejos de extinguir la maravilla, la aumenta, pues no revela sus razones ni
Prólogo 11

sus justificaciones. Por este motivo, los hombres no se conforman con el


mito, sino que buscan la «ciencia», es decir, el saber (en griego no existen
palabras distintas para designar la filosofía y la ciencia).
Aristóteles estaba convencido de que los hombres poseían el deseo de
saber por saber, y que sólo se manifestaba una vez satisfechas las necesida-
des vinculadas a la supervivencia.

Así lo prueba el curso de los acontecimientos, pues sólo cuando los hombres
dispusieron de los medios indispensables para la vida y de aquellos que pro-
porcionan bienestar y comodidad empezaron esta clase de indagación. Por
tanto, es evidente que nos dedicamos a tal indagación sin ninguna finalidad
ajena a la misma. Y así como llamamos libre al hombre que vive para sí y no
para otro, del mismo modo consideramos dicha ciencia como la única ciencia
libre, puesto que sólo depende de sí misma.6

Así, según Aristóteles, la maravilla es el origen de la filosofía, de una bús-


queda desinteresada del saber en la que no caben necesidades materiales ni
deseos de bienestar o placer. Ésta sólo puede darse cuando las necesidades
materiales o primarias, así como los deseos secundarios o inducidos, ya han
sido satisfechos y, por consiguiente, es un sentimiento raro y poco frecuente,
un estado de ánimo escaso y preciado. La maravilla es la expresión de la ver-
dadera libertad, puesto que nos libera de la necesidad y del resto de deseos.
Hoy en día no nos resulta fácil comprender qué es la maravilla de la
cual hablan Aristóteles y los griegos de la Antigüedad. ¿Cómo es posible
librarse de las necesidades y de todos los deseos y aspirar únicamente al sa-
ber? En el mundo occidental, muy influenciado por la cultura cristiana, la
maravilla suele confundirse con la admiración. En parte, ello se debe al he-
cho de que el verbo griego thaumazein («maravillarse») se traduce por el
verbo latino admiran , de modo que la maravilla se convierte en «admira-
ción» (por ejemplo, en santo Tom ás de Aquino). En realidad, la adm i-
ración es un sentimiento estético que se experimenta ante algo fascinante y
admirable. Para los cristianos, lo creado suscita admiración en quien se de-
l ienc a contemplarlo porque es obra de Dios. En este sentido, es emblemá-
tica la actitud de san Francisco de Asís, quien alaba al Señor por la belleza
y Unidad de sus criaturas.
12 Prólogo

En cambio, la maravilla de la que hablan Platón y Aristóteles no tiene


nada de estético; es una actitud puramente teorética y cognoscitiva, es de-
seo de saber. ¿Y de saber qué? Pues de saber el «porqué», de explicar la
causa inmediata de aquello que tenemos delante. Esencialmente, la mara-
villa consiste en pedir una explicación, una razón; nace de la experiencia,
de la observación de un objeto, un suceso o una acción de la cual deseamos
conocer el porqué, la causa. Y no debemos entender el concepto de causa
en el sentido moderno de suceso que produce otro suceso posterior al pri-
mero, pues eso sería la causa de índole mecánica que Aristóteles denomi-
nó «causa motriz o eficiente». En cambio, el porqué, o la causa en sentido
antiguo, es cualquier tipo de explicación. Por ejemplo, si se trata de expli-
car un objeto, nos preguntamos de qué está hecho, por qué está hecho de
esa forma y no de otra, quién lo ha hecho, para qué sirve. Si se trata de un
suceso, nos preguntamos por qué ha ocurrido, qué lo ha provocado, por
qué ha surgido de esa forma y no de otra, qué consecuencias puede aca-
rrear, qué finalidades puede tener.
Sentir asombro, maravilla, significa plantearse estas preguntas. En la
actualidad, es el científico quien suele hacerlas; éste se plantea interrogan-
tes muy circunscritos acerca de determinados fenómenos o sucesos que
constituyen el objeto de su investigación. Con todo, cualquiera de nosotros
puede sentirse maravillado mientras anda o mira a su alrededor, siempre
y cuando sea capaz de ver las cosas cotidianas bajo una nueva luz. Ello sólo
ocurre de tarde en tarde, ya que, normalmente, andamos con fines muy
concretos (para ir a un lugar determinado, para hacer algo determinado),
y únicamente nos fijamos en lo que resulta útil para nuestros objetivos. Sin
embargo, algunas veces somos capaces de mirar el mundo de una manera
distinta, de maravillarnos de que las cosas sean como son. En tales mo-
mentos, como decía mi profesor, miramos el mundo «con ojos griegos», es
decir, con los ojos de los griegos de la Antigüedad.7
El título del presente volumen, En el principio era la maravilla, alude al
«principio de la filosofía», al tiempo de los griegos antiguos, ya que la fi-
losofía, como indica la propia palabra (philosophia, «amor al saber», deri-
vada de philein, «amar», y sophia, «sabiduría»), es una invención de los
griegos. Los demás pueblos de la Antigüedad — chinos, indios, persas,
egipcios— tuvieron grandes civilizaciones, grandes culturas y grandes
Prólogo 23

formas de saber, sabiduría o conocimiento; basta pensar en Confucio o


Buda. N o obstante, ninguna de ellas puede considerarse «filosofía» en el
sentido griego del término, puesto que ninguna nace de la maravilla o
puro deseo de saber, sino de otras necesidades, deseos y actitudes. Muchas
de las grandes preguntas que la filosofía occidental ha seguido planteán-
dose las formularon por primera vez los griegos. N o todas, claro está. Por
ejemplo, los griegos no se preguntaron cuáles eran ,apr¡ori, las condiciones
del conocimiento, o qué leyes rigen la historia, o cómo indagar en el sub-
consciente del hombre y otras cosas por el estilo. Pero las preguntas que
plantearon, a excepción de unas pocas (por ejemplo: ¿quiénes son los dio-
ses?), son las mismas con las que se ha seguido enfrentando la filosofía oc-
cidental a lo largo de los siglos.
Los griegos no se limitaron a formular preguntas; también buscaron
respuestas. Una vez más, Aristóteles nos ofrece unas indicaciones esclare-
cedoras.

Es indispensable que la adquisición del saber nos conduzca a un punto de vis-


ta, en cierto modo, contrario al que poseíamos en nuestras primeras indagacio-
nes. Como ya hemos dicho, todos nos maravillamos de que las cosas sean de
una manera determinada, del mismo modo que nos maravillamos ante las ma-
rionetas, los solsticios o la inconmensurabilidad de la diagonal. Así, a quienes
todavía no han examinado la causa, les parece un prodigio que una longitud no
pueda medirse ni aun con una unidad mínima. Pues bien, tal como ocurre en
los casos mencionados una vez los hombres los han comprendido, nosotros,
en última instancia, debemos adoptar un punto de vista contrario, el cual, se-
gún el proverbio, es el mejor. Y, en efecto, nada causaría más extrañeza a un
geómetra que la conmensurabilidad de la diagonal con respecto al lado."

Empezamos con la m aravilla, pero ésta no dura siempre. Una vez descu-
bierta la causa que se buscaba, dejamos de maravillarnos. Los ejemplos
que aduce Aristóteles resultan significativos: el movimiento de las mario-
netas sorprende a quienes no saben quién las mueve, pero no sorprende a
quienes lo.descubren. Los solsticios, es decir, el hecho de que la noche o el
día se detengan, sorprenden a quienes no conocen la astronomía, por lo
cual todos los pueblos han convertido el solsticio de invierno en la mayor
fiesta del año (la Navidad). Y la inconmensurabilidad de la diagonal con
«4 Próhgo

respecto al lado del cuadrado sorprendió a los pitagóricos, que deseaban


reducirlo todo a medidas exactas (hasta el punto de que decidieron mante-
nerla en secreto y condenaron a quien la desveló), pero deja de sorprender
en la geometría más avanzada.
Los griegos no gustaban de indagar por indagar; ellos buscaban para
encontrar. Hoy en día, a veces, se prefiere concebir la filosofía como pura
investigación o investigación sin un fin. Y parece que indagar es una acti-
tud noble, crítica, refinada, que suscita simpatía y respeto, mientras que el
hecho de encontrar es banal, vulgar y dogmático. En realidad, la indaga-
ción sólo es sincera, o auténtica, cuando se busca para encontrar. Quien
busca por el mero placer de buscar no investiga de verdad, sólo finge in-
vestigar. En cambio, quien busca realmente, con empeño, determinación y
pasión, lo hace porque le interesa hallar lo que está buscando. Lo mismo
puede decirse del hecho de preguntar. Preguntar de verdad es querer dar
con una respuesta. Y preguntar por preguntar no es más que una pose. Por
eso los griegos, además de formular preguntas, buscaban respuestas a sus
preguntas. A lo largo de este libro he intentado exponer con claridad algu-
nos de los interrogantes planteados en la historia del pensamiento griego,
así como las respuestas que dieron a los mismos los principales filósofos.
Por ejemplo, a la pregunta «¿Cuál es el origen del universo?», algunos
filósofos griegos respondieron que el universo no tiene origen, pues siem-
pre ha existido y es eterno. Otros, en cambio, respondieron que el univer-
so se fabricó, al igual que una obra de arte, a partir de una materia preexis-
tente, o que fue creado de la nada, o que es la «emanación» de un principio
único.
A la pregunta « ¿Qué es el ser? », algunos filósofos respondieron que es el
ser inmutable; otros, que es el ser inteligible; otros, que es Dios, o el Uno, o
el Bien; y algunos, con mayor modestia, respondieron que es un conjunto
muy variado de entes individuales perceptibles a través de los sentidos. Ante
la pregunta, típicamente griega, «¿Quiénes son los dioses?», algunos se re-
firieron a los dioses mitológicos, los cuales, muchas veces, habían sido
adoptados como dioses de la polis, por lo que negarlos resultaba arriesgado
para los filósofos; otros aludieron a los astros, o a ciertas inteligencias mo-
trices de los astros, o los recondujeron a un único Dios, descubriendo de
ese modo al «Dios de los filósofos».
Prólogo 5

A la pregunta «¿Q ué es el hombre?», algunos respondieron que el


hombre es su cuerpo; otros, que el hombre es su alma; y otros que es una
unidad indisoluble de cuerpo y alma.
A la pregunta « ¿ Por qué dices esto? », es d e cir,« ¿ En qué se basa tu opi-
nión?», algunos respondieron que todas las opiniones tienen el mismo va-
lor; otros, que algunas opiniones son refutables, porque se contradicen,
mientras que otras sobreviven a las refutaciones.
A l hilo de la reflexión acerca de la palabra (logos), a la pregunta «¿Qué
efectos tiene la poesía? », algunos respondieron que nos hace disfrutar me-
diante el engaño, por lo cual debemos evitarla; otros, que nos proporciona
el placer de aprender y que, por ello, debemos cultivarla.
A la pregunta sobre cómo tenemos que vivir para ser felices, algunos
respondieron que debemos buscar todos los placeres posibles; otros, que
debemos renunciar a los placeres y volvernos impasibles; otros, que de-
bemos ejercitar, sobre todo, la inteligencia; y otros, que debemos ejercitar
de forma armoniosa todas las capacidades humanas.
A la pregunta acerca del destino del hombre después de la muerte, al-
gunos respondieron que el alma del hombre es separable del cuerpo y, por
tanto, inmortal; otros, que es inseparable y, por tanto, mortal. Entre los
primeros, algunos creían en la reencarnación y otros no.
Éstas son algunas de las «grandes preguntas de la filosofía antigua»;
todas ellas se inician con la maravilla, pero no se detienen en la misma, sino
que intentan ir más allá. El modo en que los griegos formularon dichos
interrogantes e intentaron darles respuesta puede resultar muy instructivo
para quienes se dedican a la filosofía en la actualidad. Por eso la filosofía
griega se considera «clásica», pues llamamos «clásico» a todo aquello que,
pese a las tendencias cambiantes, siempre conserva su valor y utilidad. La
filosofía griega es clásica porque nunca envejece, porque conserva el fres-
cor de lo primigenio. Hegel, por ejemplo, consideraba el mundo griego
como la expresión de la juventud de la humanidad. Según este filósofo,
dicho mundo se abre con Aquíles y se cierra con Alejandro Magno, dos
héroes emblemáticos debido a su temprana muerte. N adie podrá repre-
sentar jamás un Aquiles viejo o un Alejandro viejo. L o mismo puede de-
cirse de la filosofía griega, fuente directa o indirecta de todas las filosofías
que la han seguido, savia de la que se nutrirán las filosofías venideras.

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