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IUS CANONICUM - DERECHO CANÓNICO - DERECHO

PENAL EN GENERAL
Dentro del amplio mundo del derecho, se conoce el derecho penal como la
rama del derecho que estudia los delitos y las penas. Es sabido que en la
Iglesia existe un derecho penal. Lo cual parece que sea contradictorio con el
espíritu de caridad y comprensión que debe caractarizar a la sociedad
eclesiástica. Parece, por lo tanto, legítimo preguntarse por el sentido del
derecho penal en la Iglesia, y más aún, la razón por la que la Iglesia tiene la
potestad de imponer penas, que pueden llegar nada menos que a la expulsión
de su seno del delincuente, pues básicamente en eso consiste la La pena de
excomunión en el derecho canónico.

Se puede decir que desde los tiempos apostólicos la Iglesia ha ejercido


potestad penal: así vemos en Hechos 8, 20, que Pedro expulsa de la Iglesia a
Simón el Mago, porque había intentado comprar la potestad de comunicar el
Espíritu Santo, inaugurando por así decirlo el delito de simonía, que por él lleva
este nombre. San Pablo indicó a los corintios que expulsaran de su Iglesia local
al incestuoso (cfr. 1 Cor 5, 5 y 5, 13); afortunadamente el delincuente se
enmendó y volvió a la Iglesia (cfr. 2 Cor 2, 7-8). También excomulgó a Himeneo
y Alejandro "para que aprendan a no blasfemar" (cfr. 1 Tim 1, 20). Pero ni San
Pedro ni San Pablo actuaban por propia iniciativa: el Señor dio indicaciones a
los Apóstoles sobre el modo de expulsar de la Iglesia (cfr. Mt, 18, 15-17). De
modo que no se puede alegar que el derecho penal, o la pena de excomunión,
sea una innovación de la Iglesia Católica en épocas modernas: ya hemos visto
que los Apóstoles aplicaban la pena de excomunión, siguiendo indicaciones del
Maestro.

La Iglesia, y más en particular el derecho canónico, es consciente de la finalidad


pastoral de sus actuaciones: cualquier acto de la Iglesia debe estar regido por el
principio de la salus animarum (salvación de las almas): cfr. al respecto el
canon 1752. Tal finalidad también está presente en el derecho penal. Y se debe
recordar, aunque no es este el objetivo del presente artículo, que la finalidad
pastoral pone en juego la virtud de la caridad, con las demás virtudes anejas: la
tolerancia, la moderación, la solicitud, etc., pero también es pastoral la justicia.
La justicia no debe ser fría y calculadora, pero desde luego no es pastoral
olvidarse de ella: en definitiva, no es pastoral ser injustos, ni tampoco permitir
que entre el lobo en el rebaño y disperse las ovejas (cfr. Jn 10, 12). Y la misma
autoridad eclesiástica que debe velar por la enmienda de un delincuente,
también debe procurar la salud espiritual de toda la sociedad eclesiástica.
Hay que recordar, en primer lugar, cuál es el sentido de la pena. La pena es la
privación de un bien jurídico impuesto por la autoridad legítima, para corrección
del delincuente y castigo del delito (cfr. canon 2215 del Código de derecho
canónico de 1917). Los estudiosos del derecho penal, tanto civil como
canónico, suelen distinguir tres fines en las penas:

Finalidad vindicativa o retributiva: la pena tiene un sentido de devolver al


delincuente, al menos parcialmente, el mal que ha causado a la sociedad.

Finalidad de prevención general: la pena tiene la finalidad de prevenir la


comisión de más delitos, pues funciona como advertencia ante la sociedad.
Cualquier fiel queda advertido de la gravedad de determinada conducta, al ver
la pena que lleva aneja.

Finalidad de prevención especial: también previene delitos, mediante la


enmienda del delincuente. Cada vez más la doctrina penalista resalta esta
finalidad, y exhorta a que se arbitren medios para la reintegración en la
sociedad del delincuente. Los estudiosos civiles del derecho penal insisten en
que el periodo de cumplimiento de la pena sirva para la reeducación social.

El derecho canónico recoge estas tres finalidades de modo indirecto en el


canon 1341, que pide a los obispos que agoten los medios pastorales antes de
imponer una sanción para "reparar el escándalo, restablecer la justicia y
conseguir la enmienda del reo".

Que las penas eclesiásticas tienen un sentido de prevención parece claro: la


prevención general -advertencia a la sociedad de la pena que acarrea
determinada conducta- parece que esté además mejor regulada en el derecho
de la Iglesia, mediante la institución de la contumacia, peculiar del derecho
canónico, por la cual el delincuente no incurre en la pena si no ha sido
previamente amonestado (cfr. canon 1347). También en el caso de la
prevención especial, pues está previsto por el derecho que se agoten los
medios pastorales para procurar la enmienda del reo (cfr. canon 1341). Pero se
debe examinar con más atención la finalidad de la retribución.

No se debe considerar la finalidad de las penas de retribución como una mera


venganza. Sería demasiado burda tal consideración y totalmente inexacta,
además de no ser evangélica: el Señor ha dejado claro que la ley del talión
debe sustituirse por la misericordia y la comprensión (cfr. Mt, 6, 38-42). Por
retribución penal se debe considerar, más que la simple venganza, lo que tiene
de justicia; pues en esta finalidad de la pena se incluye también la necesidad de
devolver la sociedad a la situación social anterior a la comisión del delito, en la
medida que es posible. Así, es importante en la configuración del derecho penal
la reparación del escándalo, que los pastores no deben dejar de exigir para la
cesación de la pena (cfr. canon 1347 § 2).

El actual código de derecho canónico trata desde luego con un nuevo talante el
derecho penal, como consecuencia de que actualmente se ha querido dejar
más patente la subordinación a la salus animarum, que ya se ha comentado.
Pero eso no exime a los pastores, por supuesto, de preservar el bien común de
la sociedad eclesiástica, lo cual parece que también debe incluir el señalar las
conductas que más gravemente apartan de la Iglesia. Por el bien de todos los
fieles se deben señalar esas conductas, y eso se hace a través del derecho
penal. Difícilmente se podría defender el bien común si no se articula un
sistema para indicar los actos más graves.

Se ve que la aplicación exacta del derecho penal no es una manifestación de


rigorismo o una falta contra el espíritu del Evangelio. Como dijo Juan Pablo II a
los confesores, "os exhorto a considerar atentamente que la disciplina canónica
relativa a las censuras, a las irregularidades y a otras determinaciones de índole
penal o cautelar, no es efecto de legalismo formalista. Al contrario, es ejercicio
de misericordia hacia los penitentes para curarlos en el espíritu y por esto las
censuras son denominadas medicinales" (Juan Pablo II, Discurso a la
Penitenciaría Apostólica de 1990, 15 de marzo de 1990.)

Se puede concluir, por lo tanto, que la Iglesia usa legítimamente una potestad
recibida del Señor cuando sanciona con penas las conductas más graves.

En este mismo orden de ideas, La Congregación para la Doctrina de la Fe ha


promulgado, mediante carta enviada a los Obispos y Superiores de todo el
Orbe, y gracias a la especial habilitación recibida del Santo Padre mediante el
Motu Proprio Sacramentorum Sanctitatis Tutela, las presentes Normas de los
delitos más graves. Bajo el imperio del anterior Código de 1917 existía una
norma similar a la actual, como recuerda el proemio del citado Motu proprio, la
cual también tiene precedentes en normativas anteriores.

Alegoría de la justicia Antes de profundizar se debe recordar que en esta


normativa se debe ver una unidad con la Ratio para el examen de doctrinas. En
efecto, en la Ratio se define el procedimiento a seguir en los delitos que se
refieren a la defensa de la fe. Ambas normas provienen del mismo esfuerzo,
como la Congregación misma explica en la Carta a los Obispos que estamos
comentando. Así se debe entender la ausencia de los delitos que se refieren a
la fe en las presentes Normas no como una consideración de estos delitos
como menores, sino como fruto de la complementariedad de la Ratio para el
examen de doctrinas y de las presentes Normas.
Y es que en ambas normativas se debe ver un esfuerzo de la Santa Sede, a
través de esta Congregación, de garantizar más plenamente ciertos bienes,
tanto los que se refieren a la fe -defendidos en la Ratio- como los que se
refieren a la santidad de los sacramentos y a las costumbres -que se citan en la
presente Carta que aprueba las Normas-.

El examen atento de los delitos relacionados no nos da ninguna sorpresa, salvo


una, que se corresponde con la necesidad de adecuar el ordenamiento jurídico
a la realidad social de la Iglesia, y a las experiencias posteriores a la
promulgación del Código en 1983: y es la reserva que se hace a la Santa Sede
de los delitos cometidos por un clérigo en pecado contra el sexto precepto del
Decálogo con un menor de dieciocho años. Se puede decir que esta sí es una
innovación, además importante, de la actual normativa. Para estos casos se
debe aplicar la normativa aprobada, en la que no hay que olvidar, además, que
el plazo de prescripción en estos delitos cometidos por un clérigo con un menor
de dieciocho años, el plazo corre desde el día en que el menor cumple los
dieciocho años. Se debe resaltar, por lo tanto, que esta regulación corresponde
a un esfuerzo de la Santa Sede por intervenir prontamente en las heridas
detectadas.

Los delitos tipificados como graves en esta normativa -siempre referidos a los
sacramentos y a las costumbres, no a la fe- se dividen en tres apartados: delitos
contra la santidad del sacramento de la Eucaristía, delitos contra la santidad del
sacramento de la Penitencia, y un único delito contra las costumbres, el ya
citado delito de abuso sexual contra un menor, cometido por un clérigo. Se
debe tener en cuenta, sin embargo, que el Papa Juan Pablo II, en audiencia
concedida el 7 de febrero de 2003, decidió que también estarían reservados a
la Congregación para la Doctrina de la Fe dos delitos más: la violación indirecta
del sigilo sacramental prevista en el canon 1388 § 1, y la divulgación por medios
de comunicación social de lo manifestado en confesión.

La Congregación, además, se constituye en único Tribunal competente para la


apelación en los delitos relacionados, aunque los Ordinarios o Superiores están
obligados a comunicar a la Congregación los delitos de que les llegue noticia
verosímil. Se ve una prueba de la voluntad de garantizar la defensa de los
bienes que se quieren proteger, e igualmente de la defensa de los derechos de
los imputados.

No sólo eso: el Tribunal, una vez terminada la instancia, remitirá a la


Congregación las actas de la causa. Una nueva garantía de la protección que
se quiere brindar.
En conclusión, parece que nuevamente podemos hablar de delitos reservados
en la Iglesia, lo cual se quiere efectuar para garantizar mejor ciertos bienes.
Además, dado el tiempo transcurrido desde la promulgación y las nuevas
necesidades surgidas en la sociedad eclesiástica, se innova reforzando la
persecución de los delitos cometidos por clérigos contra el sexto precepto del
Decálogo con menores.

El delito de aborto en el derecho penal canónico

El canon 1398 del Código de Derecho Canónico de 1983, actualmente en


vigor, define en el derecho de la Iglesia Católica el delito de aborto. Este es su
tenor literal:

canon 1398: Quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en


excomunión latae sententiae.

Bien jurídico protegido

Este canon protege la vida del ser humano, desde el momento de la


concepción. Es constante la condena del aborto por parte de la autoridad
eclesiástica en todas sus instancias, aunque en este lugar no podemos detallar
todas las ocasiones en que el Magisterio ha intervenido en este sentido ni
tampoco abundar en la larga y fecunda historia de la Iglesia en defensa del
derecho a la vida. Es suficiente traer a colación la enseñanza de Juan Pablo II
en la encíclica Evangelium Vitae: "Con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y
a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos -que en varias ocasiones
han condenado el aborto y que (...), aunque dispersos por el mundo, han
concordado unánimemente sobre esta doctrina-, declaro que el aborto directo,
es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave,
en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se
fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por
la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal"
(Juan Pablo II, Carta Encíclica Evangelium Vitae, n. 62).

Nos limitaremos aquí a una breve explicación del tipo penal recogido en el
Código. Aun así, antes de continuar vale la pena aclarar una premisa.

El concepto de vida humana no es jurídico. Son otras disciplinas las encargadas


de definir la vida humana, especialmente la ciencia médica y la filosofía. En este
punto -como en tantos otros- el derecho tiene la función de proteger un bien
jurídico, para lo cual asume las conclusiones que le aportan otras ciencias. Y
actualmente los mejores y más imparciales estudios filosóficos y médicos no
dudan en afirmar que la vida humana comienza en el momento de la
concepción. No es posible aportar aquí tales estudios. Pero se debe destacar
que el derecho de la Iglesia es consecuente al proteger la vida humana desde
el momento de la concepción.

En el derecho canónico -y especialmente en el derecho penal- se debe


distinguir entre el aspecto moral de una cuestión y su aspecto jurídico. Puede
suceder que el Legislador no considere necesario castigar una conducta con
ninguna pena. Esto no quiere decir que esa conducta sea moralmente lícita. Es
más, aunque el derecho penal exculpe a una persona de un delito, la culpa
moral puede permanecer intacta. A lo largo de este artículo se verán algunos
ejemplos. Por eso, cuando el lector observe que el Código exculpa a alguien del
delito de aborto, no debe sacar la conclusión de que intervenir en un aborto en
esas condiciones es moralmente lícito. Nada más contrario a la intención del
Legislador canónico.

Supuesto de hecho

El canon 1398 castiga con excomunión latae sententiae a quienes procuren el


aborto, si éste se produce. Acerca del concepto de aborto, el Consejo Pontificio
para la interpretación de los Textos Legislativos, en la respuesta auténtica de 23
de mayo de 1988, preguntado si se debe entender sólo la expulsión del feto
inmaduro, o también la muerte del feto procurada de cualquier modo y en
cualquier tiempo desde el momento de la concepción, respondió
afirmativamente a la segunda proposición. Por lo tanto, en lo que se refiere al
tipo penal, el delito de aborto no se reduce a la expulsión del feto provocada
con la intención de darle muerte, sino que en el tipo penal se incluye cualquier
muerte provocada en el nasciturus.

Obsérvese que el tipo penal, al hablar del supuesto de hecho, no hace


referencia al motivo del aborto. Lamentablemente en las legislaciones civiles, en
ocasiones, se despenaliza el aborto en ciertos casos: por motivos terapéuticos -
peligro para la salud de la madre-, por motivos eugenésicos -si se prevé que el
niño vaya a nacer con deficiencias físicas o taras psíquicas- o por motivos
económicos o incluso por razones socioculturales. En el derecho canónico -de
acuerdo con la doctrina de la Iglesia, como no podía ser menos- se penaliza el
aborto, sea el que sea el motivo que ha llevado a una madre a tomar la
desgraciada decisión de matar la vida de su propio hijo. Esto en el canon 1398
queda claro, al hablar de quien procura el aborto, sin dar excepciones.

Como ya se anticipó, no es este el lugar para extenderse en los estudios de la


ciencia médica, pero se puede apuntar que por encima del derecho a la salud -
del hijo o de la madre- está el derecho a la vida, y si ambos derechos entran en
conflicto debe prevalecer el derecho a la vida: parece claro que la finalidad de
proteger la salud no se debe hacer a costa de la vida de otra persona.
Y si lo que entra en conflicto es la vida de la madre con la del hijo -supuesto
excepcional en el estado actual de la medicina- debe prevalecer el derecho a la
vida del hijo: del mismo modo que sería un monstruosidad matar a un enfermo
terminal para poder aprovechar sus órganos para trasplantes, antes de que por
el curso de la enfermedad se deterioren y sean inservibles. No se pueden salvar
vidas a costa de matar a alguien.

Con mayor motivo se deben hacer las mismas consideraciones del derecho a
una posición económica o al bienestar social o económico. No parece lógico
que, en caso de conflicto entre la vida de un ser humano y el bienestar personal
o familiar, ceda el derecho la vida. La Iglesia -y el ordenamiento canónico-
demuestra una gran valentía al recordar esta doctrina en la actualidad.

Otro de los motivos por los que algunos ordenamientos despenalizan el aborto
es la violación de la madre. Ciertamente es un trauma para la madre que haya
sido violada, pero el subsiguiente aborto no elimina el trauma de la violación. Es
cierto que si la madre ha quedado traumada por la violación, se le deberá
ayudar, pero el embarazo es un problema distinto. Se debe tener en cuenta
además que si la madre aborta en vez de un trauma -el de la violación- puede
tener dos: el de la violación y el del aborto.

Se debe hacer notar, además, que se incurre en el delito de aborto sólo si éste
se realiza. Es decir, si se consuma el delito. No hay delito, por lo tanto, si éste
se frustra o se queda en el grado de tentativa.

Como ha recordado la Congregación para la Doctrina de la Fe, "la Iglesia no


pretende restringir el ámbito de la misericordia; lo que hace es manifestar la
gravedad del crimen cometido, el daño irreparable causado al inocente a quien
se da muerte, a sus padres y a toda la sociedad" (Aclaración de la
Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el aborto procurado).

Sujeto del delito de aborto

El tenor literal del canon abarca a todo el que procura el aborto. Esto se debe
referir a quien interviene en él, de modo que su actuación sea necesaria para
producir el resultado de aborto. No están sancionados, por lo tanto, otros que
intervienen en un aborto, por ejemplo el personal administrativo de la clínica,
incluso si ésta se dedica exclusiva o mayoritariamente a esta práctica. Lo cual
no quiere decir que un católico, que desee ser fiel a los compromisos de su fe,
pueda trabajar en una clínica de esas características sin plantearse problemas
de conciencia.

La excomunión también afecta a los cómplices: "La excomunión afecta a todos


los que cometen este delito conociendo la pena, incluidos también aquellos
cómplices sin cuya cooperación el delito no se hubiera producido" (Juan Pablo
II, Carta Encíclica Evangelium Vitae, n. 62).

¿Incurren en el delito de aborto los diputados, congresistas o legisladores que


den su voto a una ley que aprueba o amplía el aborto en un Estado? Para
responder a esta cuestión se debe tener en cuenta que -aun siendo muy grave
su conducta- de su actuación no se deriva necesariamente la comisión de un
aborto. Ciertamente si no se hubiera aprobado la ley se habrían evitado muchos
abortos, pero no hay una relación de causa y efecto directa. Por lo que se debe
entender que no incurre en el delito de aborto. Esta interpretación coincide con
la de la Carta “Dignidad para recibir la Sagrada Comunión. Principios
Generales” enviada por el Cardenal Ratzinger, Prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, a Obispos de Estados Unidos en junio de 2004. En
ella se indica que se debe negar la comunión eucarística a los políticos que
autorizan o promueven leyes de aborto o eutanasia; y entre los argumentos no
se dice que incurren en excomunión latae sententiae, el cual debería incluirse
en primer lugar en caso de ser así. Por lo que sensu contrario se debe concluir
que no incurren en excomunión: más aún, se cita la excomunión como causa
para negar la comunión eucarística a un fiel, sin aplicarla a este supuesto.

Por otro lado, se debe tener en cuenta que el Magisterio de la Iglesia considera
legítimo que un parlamentario o un político, bajo ciertas condiciones, promueva
leyes de aborto más restrictivas que las vigentes:

"Un problema concreto de conciencia podría darse en los casos en que un voto
parlamentario resultase determinante para favorecer una ley más restrictiva, es
decir, dirigida a restringir el número de abortos autorizados, como alternativa a
otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de votación. No son raros
semejantes casos. En efecto, se constata el dato de que mientras en algunas
partes del mundo continúan las campañas para la introducción de leyes a favor
del aborto, apoyadas no pocas veces por poderosos organismos
internacionales, en otras Naciones —particularmente aquéllas que han tenido
ya la experiencia amarga de tales legislaciones permisivas— van apareciendo
señales de revisión. En el caso expuesto, cuando no sea posible evitar o
abrogar completamente una ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta
oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede lícitamente
ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y
disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad
pública. En efecto, obrando de este modo no se presta una colaboración ilícita a
una ley injusta; antes bien se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus
aspectos inicuos" (Juan Pablo II, Carta Encíclica Evangelium Vitae, n. 73).
Quienes inducen al aborto a una mujer, ¿incurren en excomunión latae
sententiae? El supuesto del inductor se debe reconducir al del cómplice, por lo
que debería analizarse caso por caso. Como ya hemos indicado, incurre en el
delito el cómplice necesario, esto es, aquel sin cuyo concurso no se habría
cometido el delito. Por poner algunos ejemplos, la persona que paga el aborto a
la mujer que no puede pagárselo (su padre o el varón que la dejó embarazada,
por ejemplo), incurre en el delito porque es cómplice necesario. En igual
situación debería considerarse el padre o la madre de la menor que da su
consentimiento, siendo éste necesario. Un ejemplo de inducción que no
constituye delito de aborto sería el de quien da el consejo a una mujer
embarazada de realizarse un aborto. Otros casos son más difíciles de juzgar,
por lo que habrá que estar a las circunstancias de cada caso. Si existen dudas
razonables del grado de complicidad debe aplicarse el principio in dubio pro reo
(en la duda hay que estar a favor del reo), por lo que se ha de concluir que el
cómplice no incurre en el tipo penal.

Pena del delito de aborto

Está previsto que se incurre en excomunión latae sententiae que, además, no


está reservada a la Santa Sede.

Al ser una pena de excomunión latae sententiae, se debe aplicar el canon 1324
§ 1, 9º, por el cual si el sujeto ignoraba sin culpa que su conducta lleva aneja
una pena, la pena se convierte en ferendae sententiae. Y si ignoraba totalmente
que con el aborto está infringiendo una ley, el canon 1323 , 2º exime totalmente
al infractor de una pena. Además, según el canon 1324 § 1, 4º y § 3, si el sujeto
es menor de edad no incurre en pena latae sententiae.

Se debe destacar, de acuerdo con Juan Pablo II, el sentido pastoral de este
delito e incluso de la pena: "La disciplina canónica de la Iglesia, desde los
primeros siglos, ha castigado con sanciones penales a quienes se manchaban
con la culpa del aborto y esta praxis, con penas más o menos graves, ha sido
ratificada en los diversos períodos históricos. El Código de Derecho Canónico
de 1917 establecía para el aborto la pena de excomunión. También la nueva
legislación canónica se sitúa en esta dirección cuando sanciona que "quien
procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae",
es decir, automática. (...). En efecto, en la Iglesia la pena de excomunión tiene
como fin hacer plenamente conscientes de la gravedad de un cierto pecado y
favorecer, por tanto, una adecuada conversión y penitencia" (Juan Pablo II,
Carta Encíclica Evangelium Vitae, n. 62).

Remisión del delito de aborto


Desde el 21 de noviembre de 2016, se debe tener en cuenta que el Papa
Francisco, a través de la Carta Apostólica Misericordia et Misera, por la que se
clausura el Año Santo Extraordinario de la Misericordia, concede a todos los
sacerdotes la facultad de "absolver a quienes hayan procurado el pecado de
aborto". Por lo tanto, cualquier sacerdote con facultades ministeriales puede
remitir la pena de este delito. Esto no quiere decir que el pecado de aborto ya
no lleve aneja la pena de excomunión: quien tuviera la desgracia de cometer
este horrendo pecado, incurre en excomunión latae sententiae en las mismas
condiciones que antes de esa fecha, por lo que -entre otras consecuencias- no
es sujeto válido para recibir sacramentos. La concesión del Papa estriba en que
cualquier sacerdote puede remitir la pena dentro del sacramento de la
confesión.

Los distintos tipos y grados de tribunales eclesiásticos

El derecho canónico prevé distintos grados de tribunales y ordena una jerarquía


entre ellos. El sentido de crear una jerarquía de jueces y tribunales es el de
garantizar la mejor defensa de los derechos del fiel. Es norma común de los
ordenamientos jurídicos la creación de tribunales en grados distintos, de modo
que se pueda organizar un sistema de apelación y revisión de las sentencias y
demás decisiones judiciales. En este artículo se explican, sucintamente, los
grados de tribunales eclesiásticos.

El canon 1420 ordena que el obispo, en cada diócesis, nombre un Vicario


judicial con capacidad de juzgar. Además, según el canon 1421, debe nombrar
jueces. De acuerdo con el canon 1420 § 2, el Vicario judicial -y el juez, se
entiende- forma un solo tribunal con el Obispo, el cual, no se puede olvidar, por
derecho divino tiene potestad propia de juzgar en su diócesis.

Además, el derecho prevé, en el canon 1425, que para ciertas causas deba
nombrarse un tribunal colegiado con al menos tres jueces. Entre estas causas
están las que se refieren al vínculo del matrimonio.

Tribunal interdiocesano

Según el canon 1423, con la aprobación de la Santa Sede, varios obispos


diocesanos pueden ponerse de acuerdo para nombrar un tribunal único de
primera instancia para sus diócesis. Este tribunal puede tener competencia
sobre todas las causas, o sobre un clase de ellas.

Tribunal Metropolitano

El tribunal metropolitano es el constituido en la sede de la archidiócesis o


arquidiócesis. Este tribunal tiene las competencias propias de un tribunal
diocesano, para la archidiócesis. Tiene una peculiaridad, sin embargo: el canon
1438 constituye al tribunal metropolitano como tribunal ordinario de apelación
en segunda instancia de las causas que proceden de los tribunales de las
diócesis sufragáneas. ¿Y si la causa se inició en primera instancia en una
archidiócesis, si se quiere apelar, ante qué tribunal se presenta la apelación?
Para estos casos se debe designar de modo estable un tribunal de apelación.
Suele ser el tribunal de una archidiócesis cercana.

Se puede explicar de otro modo. Si se interpone demanda en una diócesis, se


puede apelar ante el tribunal de la archidiócesis. Y si la demanda, en primera
instancia, se interpone ante el tribunal de la archidiócesis, se apela ante el
tribunal designado para ese fin, que suele ser otro tribunal metropolitano.

Tribunal interdiocesano de apelación

De modo similar a lo previsto para el tribunal diocesano, el Código de derecho


canónico prevé que se constituya un tribunal interdiocesano de apelación. El
canon 1439 §§ 1 y 2 indica que la Conferencia Episcopal puede constituir
tribunales de segunda instancia, tanto si existen los tribunales interdiocesanos
como fuera de ese caso.

Tribunal de la Rota Romana

Es uno de los tribunales del Romano Pontífice. Su competencia se regula en el


canon 1444. El artículo 126 de la Constitución Apostólica Pastor Bonus indica
que este tribunal “actúa como instancia superior, ordinariamente en grado de
apelación, ante la Sede Apostólica, con el fin de tutelar los derechos en la
Iglesia, provee a la unidad de la jurisprudencia y, a través de sus sentencias,
sirve de ayuda a los tribunales de grado inferior”. Forman parte de este tribunal
varios jueces que juzgan las causas en turnos formados por tres de ellos. Su
designación para una causa determinada se hace por rotación. Este modo de
proceder ha dado el nombre al tribunal. Los jueces tradicionalmente reciben el
nombre de Auditores, aunque actualmente esta denominación no aparece ni en
el Código de derecho canónico ni en la Constitución Apostólica Pastor Bonus.

La importancia de la Rota Romana es grande, entre otros motivos por la


jurisprudencia que ha emanado. A través de ella, mediante sus interpretaciones,
se ha forjado la unidad necesaria en las decisiones judiciales de la Iglesia. Esta
unidad, además, es una garantía de la defensa de los derechos de los fieles,
pues proporciona seguridad jurídica.

Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica

Es otro de los Tribunales de la Sede Apostólica, éste con el título de Tribunal


Supremo. Sus funciones vienen descritas en el canon 1445. Tiene
competencias de tres tipos: judiciales, descritas en el canon 1445 § 1; tribunal
judicial de apelación ante recursos administrativos, la resolución de conflictos
de competencias entre dicasterios de la curia romana, y otras competencias en
el orden administrativo, que describe el canon 1445 § 2, y competencias de la
vigilancia y administración sobre la función judicial, que recoge el canon 1445 §
3. Estas competencias están más desarrolladas en la Constitución Apostólica
Pastor Bonus, en sus artículos 122 al 124.

Otros tribunales

No se pueden dejar de mencionar otros tribunales que existen en la Iglesia. Así,


la Penitenciaría Apostólica tiene categoría de tribunal, aunque sus funciones
corresponden al orden del fuero interno y la concesión de indulgencias y otras
gracias (artículo 117 y 118 de la Constitución Apostólica Pastor Bonus).

EL CONCEPTO DE PERSONA FÍSICA EN EL DERECHO


CANÓNICO

Se debe hacer notar que el concepto de persona es un concepto jurídico. No se


refiere, por tanto, al concepto filosófico o metafísico de persona. Esta
observación preliminar alude a que quien se acerque por vez primera a un
ordenamiento jurídico -el de la Iglesia u otro- puede quedar perplejo al observar
que el derecho defina quién es persona: uno se inclina a pensar que el derecho
se ha metido donde no le llaman.

Esta preocupación del derecho se debe entender, como no podía ser menos, de
acuerdo con la dignidad de la persona humana: todos somos personas, por el
hecho de tener la condición humana. Y nuestra dignidad sustancial es la misma,
sin que la pueda alterar ninguna condición subjetiva ni ninguna definición
jurídica. Esto no va en menoscabo de que el derecho se vea obligado a regular
quién es persona, a los solos efectos jurídicos pertinentes. Lo cual, además, no
es contrario al derecho natural, incluso si restringe la cualidad jurídica de
persona, siempre que de tal restricción no sean previsibles consecuencias
contrarias a la dignidad humana, y por lo tanto al derecho natural.

Con unos ejemplos se entiende: todos los ordenamientos jurídicos distinguen


entre personas físicas -los seres humanos- y personas jurídicas. Y las personas
jurídicas -como una asociación o una fundación- tienen derechos y deberes,
siendo evidente que no son personas en el sentido metafísico al que antes se
aludía. Por otro lado, es corriente en los ordenamientos civiles, siguiendo
tradiciones del derecho romano, que se defina a la persona física como el
nacido que viva 24 horas fuera del seno materno. Esto -en sí mismo- no va en
detrimento de los derechos ni de la dignidad del nacido vivo en sus primeras
horas de vida, ni tampoco de la persona humana no nacida, el concebido y no
nacido. Esta norma tiene sentido en el contexto del derecho de familia, del
derecho de sucesión y otros. Pero los ordenamientos siempre han protegido la
dignidad de los concebidos y no nacidos, y de los nacidos vivos en su primer
día de vida, pues son verdaderas personas en sentido metafísico. Aunque
desgraciadamente en la actualidad nos vemos obligados a precisar que
deberían de protegerlos, porque en los últimos decenios las leyes ignoran los
derechos fundamentales de los no nacidos.

Una vez establecidas estas premisas, se puede indicar quiénes son persona en
derecho canónico. El canon 96 del vigente Código de Derecho Canónico nos lo
dice:

Canon 96: Por el bautismo, el hombre se incorpora a la Iglesia de Cristo y se


constituye persona en ella, con los deberes y derechos que son propios de los
cristianos, teniendo en cuenta la condición de cada uno, en cuanto estén en la
comunión eclesiástica y no lo impida una sanción legítimamente impuesta.

Por lo tanto, se adquiere la personalidad en el derecho de la Iglesia por el


bautismo. Al recibir este sacramento, además de los efectos sacramentales y
demás consecuencias de otros órdenes, el neófito se constituye en persona,
con los deberes y derechos propios del cristiano. Pero hacen falta además una
aclaración: no todos los bautizados son persona, sino que deben cumplir dos
requisitos: estar en comunión eclesiástica y no haber sido castigado con una
sanción que impida el ejercicio de la personalidad.

Con el requisito de la comunión eclesiástica se quiere restringir la personalidad


a los católicos. Así, no son persona en la Iglesia los bautizados válidamente que
no estén en plena comunión con el Romano Pontífice. Con esta prevención, se
impide que adquieran personalidad quienes pertenecen a una confesión
cristiana no católica de buena fe, lo cual favorece sus derechos, pues no tendría
sentido que formaran parte de una institución sin saberlo, incluso en contra de
su voluntad, aunque ésta sea de buena fe. Los cismáticos, herejes o apóstatas
–que pertenecen a una confesión cristiana no católica por libre elección, sin
entrar a juzgar su intención más profunda- entran más bien en el segundo de
los requisitos.

El canon 96 habla también de sanciones que impiden el ejercicio de la


personalidad: la doctrina canonista suele considerar que entre ellas se
encuentra la excomunión (canon 1332), que muchas veces se define como una
expulsión de la Iglesia. El Código de 1917 definía la excomunión como la pena
que excluye de la comunión con la Iglesia. Aunque el canon 1332 vigente no es
tan explícito en su definición, la doctrina sigue considerando, por los efectos,
que se rompen los vínculos de comunión con la Iglesia. Es más, el canon 96
que comentamos es un argumento para esta interpretación: pues si el
ordenamiento prevé sanciones que impidan la comunión, no puede referirse a
otra más que la excomunión. Es aquí donde entran los apóstatas, cismáticos y
herejes, pues les afecta la excomunión prevista en el canon 1364, siempre que
se den los requisitos objetivos y subjetivos para que se dé este delito, claro
está.

Aparte de esta censura, puede haber una pena expiatoria que prive de
derechos: canon 1336 § 1, 2º. Pero la privación de un derecho no implica la
pérdida de la comunión eclesiástica: es más, una definición de pena es la
privación de un derecho, infligida por la legítima autoridad.

Por lo tanto, es persona en el derecho canónico el bautizado, en plena


comunión con la Iglesia, y además no separado de ella por sanción.

Queda por ver qué ocurre con quienes no están bautizados, o no están en
plena comunión: es legítimo preguntarse cuál es su situación jurídica ante la
Iglesia. Es decir, si son sujetos de derechos y deberes.

Aparte de la peculiar situación de los catecúmenos, se debe responder que no


son sujetos de derechos y deberes. Lo cual no quiere decir que queden
excluidos del ordenamiento jurídico: el Código les hace sujetos de derechos en
las ocasiones en que pueden entrar en contacto con el derecho de la Iglesia:
así, por ejemplo, el canon 1476 concede derecho a demandar en juicio a
“cualquier persona, esté o no bautizada”. Lo cual está de acuerdo con la
concepción verdadera de la persona, en cuanto se refiere a la persona natural,
o como hemos dicho aquí, persona en sentido metafísico.

LOS BIENES ECLESIÁSTICOS EN EL DERECHO DE LA IGLESIA

En la materia de los bienes temporales de la Iglesia, el concepto de los bienes


eclesiásticos es uno de los de mayor raigambre, y también de gran utilidad,
porque -como veremos- el Código lo usa para delimitar el estatuto de los bienes
de las personas públicas. El canon 1257 delimita el concepto de bienes
eclesiásticos:

Canon 1257 § 1: Todos los bienes temporales que pertenecen a la Iglesia


universal, a la Sede Apostólica o a otras personas jurídicas públicas en la
Iglesia, son bienes eclesiásticos, y se rigen por los cánones que siguen, así
como por los propios estatutos.

§ 2: Los bienes temporales de una persona jurídica privada se rigen por sus
estatutos propios, y no por estos cánones, si no se indica expresamente otra
cosa.

Por lo tanto, a la vista del canon 1257, se puede hacer una distinción sencilla:
son bienes eclesiásticos los que pertenecen a las personas jurídicas públicas
de la Iglesia, y no reciben esta calificación los bienes que pertenecen a las
demás personas jurídicas. El principal efecto se refiere al estatuto jurídico de los
bienes eclesiásticos: para los bienes eclesiásticos rigen en primer lugar los
cánones del Código de derecho canónico, y de modo supletorio el estatuto de la
propia persona jurídica. Mientras que en el caso de los bienes que no son
eclesiásticos -a veces llamados bienes laicales- rige en primer lugar el estatuto
de la persona jurídica, mientras que las prescripciones del Código rigen si se
indica expresamente en el propio Código.

Para determinar qué persona jurídica es pública y cuál privada, se habrá de


estar a las indicaciones del canon 116: son públicas aquellas personas que -
dentro de los límites que se señalen- cumplen en nombre de la Iglesia la misión
que se les confía. Extenderse sobre la importancia de las personas públicas es
objeto de otro artículo. Pero se debe recordar que el hecho de que una persona
jurídica eclesiástica sea privada, no quiere decir que tenga una finalidad distinta
de la de la Iglesia misma: la diferencia está en que a la persona privada no se le
ha confiado en nombre de la Iglesia una misión; pero la persona jurídica
eclesiástica privada cumple con la misión de la Iglesia. De otro modo, no sería
congruente que tuviera personalidad en la Iglesia.

Pero se debe señalar que el Código otorga plena capacidad a las personas
jurídicas privadas de adquirir bienes. En el régimen de estos bienes, como
venimos señalando, rige ante todo el estatuto de la persona privada. Parece
coherente con el principio de autonomía, y es que si la persona jurídica privada
surge sobre todo de la legítima autonomía de los fieles y de su libre iniciativa,
parece prudente que sean los fieles que fundan la persona los que establezcan
el régimen de gobierno de la persona jurídica, también en lo que se refiere a su
capacidad de adquirir y de administrar su patrimonio.

En cuanto al régimen de los bienes eclesiásticos, tratan de ello los cánones del
1259 al 1311. No es posible extenderse aquí en todas las normas que da el
Código sobre la materia. Sí se debe recordar el canon 1258: cuando en los
cánones se habla de la Iglesia, se refiere no sólo a la Iglesia Universal o la
Sede Apostólica, sino a cualquier persona jurídica pública, salvo que conste
otra cosa por el contexto o la naturaleza del asunto. De modo que, en general,
las prescripciones de los cánones 1259 al 1311 se refieren a todos los bienes
eclesiásticos.

Es sabido que la Iglesia Católica afirma su capacidad de poseer bienes y de ser


titular de derechos reales, de ser titular de un patrimonio. En este artículo se
examinará brevemente el contenido de este derecho. Nos referimos en este
artículo a la perspectiva de la Iglesia, es decir, fundamentalmente a las
indicaciones del Código de Derecho Canónico. No es el objeto de este artículo,
por ello, el reconocimiento de este derecho por parte del Estado o el modo en
que en cada legislación civil se garantiza la titularidad de los bienes de la
Iglesia.

Parece claro que la Iglesia, como sociedad terrena que es, necesita disponer de
bienes materiales. Ciertamente la finalidad de la Iglesia es espiritual, y la Iglesia
ha de afirmar con el Evangelio que el Reino de Dios no es de este mundo, pero
la sociedad eclesiástica vive y opera en el mundo: “las realidades terrenas y
espirituales están estrechamente unidas entre sí, y la misma Iglesia usa los
medios temporales en cuanto su propia misión lo exige” (Concilio Vaticano II,
Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 76). Sería un espiritualismo exagerado
pretender que la Iglesia pudiera desarrollar su finalidad específica sin bienes
materiales, sin tener patrimonio, como si estuviera formada por ángeles y no de
hombres.

Pero no deja de ser cierto que en la Iglesia la titularidad de los diversos


patrimonios se deben relacionar con el hecho de que la finalidad de la Iglesia es
espiritual. Por ello, el legislador canónico ha querido garantizar la sujeción del
patrimonio eclesiástico a los fines que son propios, a través del canon 1254:

Canon 1254 § 1: Por derecho nativo, e independientemente de la potestad civil,


la Iglesia católica puede adquirir, retener, administrar y enajenar bienes
temporales para alcanzar sus propios fines.

§ 2: Fines propios son principalmente los siguientes: sostener el culto divino,


sustentar honestamente al clero y demás ministros, y hacer las obras de
apostolado sagrado y de caridad, sobre todo con los necesitados.

No este tampoco el lugar de extenderse en la finalidad del patrimonio de la


Iglesia, pero sí se puede resaltar que este canon constituye la piedra angular
del derecho patrimonial canónico. El uso de bienes materiales en la Iglesia
encuentra su justificación en los fines propios de la Iglesia. A la vez este canon
es una llamada a la responsabilidad de los pastores de la Iglesia, además de
los administradores de las personas jurídicas que conforman el patrimonio
eclesiástico: los bienes que, de una forma u otra administran, les han sido
confiados por los fieles para el cumplimiento de los fines que indica el canon
1254.

También es una llamada a la responsabilidad de los fieles, pues sin ellos sería
imposible cumplir con la finalidad de la Iglesia, puesto que a todos los fieles
compete ayudar al sostenimiento de la Iglesia. El canon 222 establece el deber
de los fieles de ayudar al sostenimiento de la Iglesia.
Canon 222 § 1: Los fieles tienen el deber de ayudar a la Iglesia en sus
necesidades, de modo que disponga de lo necesario para el culto divino, las
obras apostólicas y de caridad y el conveniente sustento de los ministros.

Ciertamente, este deber de los fieles se ha de poner en relación con el canon


1254, al indicar cuáles son las necesidades materiales de la Iglesia. Nótese que
ambas listas de necesidades, aunque con redacción distinta, son en la práctica
coincidentes.

El patrimonio eclesiástico

Ciertamente una de las características del derecho patrimonial canónico es su


concepción unitaria, lo cual es compatible con otra de las características del
derecho patrimonial como es la variedad de personas jurídicas eclesiásticas
que son titulares de derechos reales. El canon 1255 indica:

Canon 1255: La Iglesia universal y la Sede Apostólica, y también las Iglesias


particulares y cualquier otra persona jurídica, tanto pública como privada, son
sujetos capaces de adquirir, retener, administrar y enajenar bienes temporales,
según la norma jurídica.

Lo cual indica que efectivamente en la Iglesia nos encontramos con una gran
variedad de titulares de derechos reales, tantos como personas jurídicas hay.
La doctrina canonística suele denominar patrimonio eclesiástico al conjunto de
bienes y derechos reales de los que es titular la Iglesia Católica a través de las
diversas personas jurídicas reconocidas según las normas del derecho
canónico.

Se debe advertir, además, que la titularidad de la Iglesia es enormemente


variada. Salvo raras excepciones, la Iglesia Católica en cuanto tal, no es titular
de ningún bien. La Santa Sede o el Estado del Vaticano también tiene contados
bienes fuera de Roma. De la inmensa mayoría del patrimonio de la Iglesia el
titular es alguna de las personas jurídicas que conforman la Iglesia Católica,
como las diócesis o las parroquias, o bien las asociaciones de fieles o las
fundaciones. De ese modo se consigue una adecuación del uso de cada bien al
fin concreto por el que un fiel lo donó a la persona jurídica de la Iglesia. Si un
fiel dona un bien a su diócesis, pongamos por caso, no sería lógico, y se
cometería una injusticia si el titular fuera otra persona jurídica de la Iglesia.

Pero esta diversidad de titulares del patrimonio de la Iglesia no quita que se dé


un cierto tratamiento unitario del patrimonio. Un ejemplo es el ya indicado de la
adecuación del patrimonio eclesiástico al fin de la Iglesia, sea quien sea el
titular de los bienes. Otro ejemplo es el del canon 1256:
Canon 1256: El dominio de los bienes corresponde bajo la autoridad suprema
del Romano Pontífice, a la persona jurídica que los haya adquirido
legítimamente.

En este canon se establece lo que la doctrina canonística ha llamado el dominio


eminente del Romano Pontífice. En esta doctrina se apoyan todos los poderes
del Papa sobre los bienes de la Iglesia, además de la unidad del patrimonio
eclesiástico.

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