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NEOLIBERALISMO

Pero ¿qué es el
neoliberalismo?
“Ya saben: neoliberalismo, ese elemento o ‘ente’ perjudicial y
nocivo que ha arruinado a nuestras sociedades, que ha
desarticulado el tejido social, que ha puesto en crisis (¡o es la
crisis misma!) a nuestro sector público y que nos ha hecho a
todos más egoístas e individualistas...”

Juan Luis Nevado Encinas


@jl_nevado
25 MAY 2022 08:45

Fotografía: Max Bohme en Unsplash.


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Si hay algo que une a toda la izquierda y que genera un amplio consenso progresista
es, sin lugar a duda, la crítica hacia el neoliberalismo. Ya saben: neoliberalismo, ese
elemento o “ente” perjudicial y nocivo que ha arruinado a nuestras sociedades, que
ha desarticulado el tejido social, que ha puesto en crisis (¡o es la crisis misma!) a
nuestro sector público y que nos ha hecho a todos más egoístas e individualistas.
Conocen el relato. Pero, detengámonos un instante.

Las declaraciones de Felipe González en el congreso del PSOE del pasado año
cargando contra el neoliberalismo causaron cierto revuelo y sorna contra el
exmandatario. El expresidente afirmó que: “El neoliberalismo ha sido una
deformación que ha generado mucha desigualdad. Necesitamos un nuevo pacto
social del siglo XXI, pero mirando al futuro y no al pasado”. Aunque, eso sí, González
acabó dejando un revelador: “el neoliberalismo ha acabado con la pobreza”.

Puede parecer contradictorio ser la punta de lanza de la desregularización y a la vez


un defensor de un “capitalismo responsable y redistributivo” frente a la perversión
especulativa y neoliberal, pero realmente es la naturaleza misma de la
socialdemocracia. Es como cuando el PSOE se presenta como el principal impulsor
del identitarismo más formal y gestual —incapaz de cuestionar el núcleo de la
realidad social— y, al mismo tiempo, defensor del obrerismo más rancio y paladín
del “genuino” feminismo frente a la “perversión” “posmo-queer” (sic).

Neoliberalismo y socialdemocracia son dos caras del mismo relato; aunque, no nos
adelantemos. Para empezar que quede clara una cosa: es difícil hablar de la
existencia de algo así como una doctrina “neoliberal”. “Neoliberalismo” es, sobre
todo, un término casi ineludible en todo discurso político progresista; una figura que
sirve como elemento cuasi-legitimador; un “algo” a lo que oponerse, un lugar común
en el que configurarse en su negación. La cuestión es que es un vocablo tan difuso
que es usado en ámbitos muy diversos, algunos cercanos a la derecha liberal (que
en ningún caso se suelen reconocer dentro del concepto “neoliberal”, como ahora
veremos), con lo que tanto su potencialidad crítico-analítica, como su capacidad de
articulación política, están en entredicho. A modo de ejemplo: Lasalle, escritor
liberal y exdiputado del Partido Popular, decía en una entrevista en El Salto que
“libertarismo y el neoliberalismo que se invocan muchas veces en Madrid no es
liberalismo. Es tan evidente como diferenciar a Ayn Rand de Hannah Arendt” y “Se
trata de recuperar las bases humanistas del liberalismo y resignificarlas
críticamente”.

Neoliberalismo y socialdemocracia son dos


caras del mismo relato; aunque, no nos
adelantemos. Para empezar que quede clara
una cosa: es difícil hablar de la existencia de
algo así como una doctrina “neoliberal”.
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Como se puede ver diferentes personalidades desde diferentes ambientes políticos


e ideológicos acaban compartiendo su oposición al neoliberalismo. Pero, claro, ¿qué
es el neoliberalismo?

Tres apuntes iniciales que no entraré a desarrollar:

1. Se usa “neoliberal” como sinónimo de conceptos muy diferentes (liberal, libertario,


laissez faire, desregularización, libre mercado, etc.), lo que manifiesta la imprecisión
terminológica detrás de esta expresión.
2. Se hablaba de “neoliberalismo” mucho antes de que brotase lo actualmente
entendido como tal y para referirse a unas coordenadas teóricas y económicas
significativamente diferentes a las presentes. L. von Mises, por ejemplo, acusaba de
“neoliberales” a los economistas que él consideraba que eran unos “socialistas”
haciéndose pasar por liberales.
3. Es un término suficientemente ambiguo para criticar, por un lado, a la tradición
económica liberal, como un todo, y, por otro, a una deriva concreta de la misma,
como intentando, en este último caso, evidenciar que el problema es la
“degeneración” desreguladora del capitalismo actual y no la misma génesis liberal
capitalista.

Una vez hechas estas matizaciones, una aclaración (como siempre). No soy
economista, con lo que el enfoque en este artículo será superficial y más cercano a
un punto de vista historiográfico, entre comillas, que a la teoría económica. A pesar
de esto, lo que se pretende es un acercamiento a su conceptualización y
contextualización histórica a modo de esbozo, que busque la problematización de
este término tan usado en el discurso político actual.

El objetivo, en definitiva, es proponer una mirada plural al “neoliberalismo” desde


diferentes enfoques con el que poder plantear unas breves notas sobre las
consecuencias, negativas, tanto de su uso conceptual, como de la consecuente
articulación política (en oposición) por parte de la izquierda.

Las cuatro (+1) caras del neoliberalismo

1. Neoliberalismo como proceso de desregularización post crisis del petróleo.


Ciclo 1973-2008

Neoliberalismo puede, en primer lugar, entenderse como un proceso


socioeconómico. Como una respuesta a través de la financiarización a la crisis de
acumulación del capital tras las crisis del petróleo de los años setenta. Bajo este
enfoque, podemos subsumir categorialmente al periodo histórico-económico entre
las dos últimas —sin contar la recesión internacional generada por el Covid-19—
grandes depresiones del capital: la coyuntura entre 1973 y 2008; es decir, el ciclo
internacional iniciado tras el desplome del modelo económico de posguerra: el
modelo keynesiano (o cercano al keynesianismo) de los acuerdos de Breton Woods
(1944).
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Sin entrar en detalles, la etapa posterior a la Segunda Guerra Mundial fue de una
gran expansión del capital en las economías occidentales, la llamada Golden Age: las
décadas de plata (años cincuenta) y de oro (sesenta) del capitalismo. La Crisis del
Petróleo en 1973, y la estanflación generada (concurrencia entre inflación y recesión
en una misma coyuntura económica), supusieron la descomposición del modelo
post-Breton Woods al romperse sus premisas básicas: el doble superávit americano
y el fin de la convertibilidad del dólar en oro —aprobada ya por Nixon en 1971—
que era la base con la que se sostenía el sistema internacional de cambio hasta
entonces.

La irrupción discursiva y fáctica de la


desregularización acabó con el consenso en
torno al estado social. Las grandes
privatizaciones implicaron el
desmantelamiento o degradación masiva de lo
entramados asistencialistas de los estados
liberales (los llamados “estados del
bienestar”)
En este ciclo posterior al Crash de 1973, la financiarización irrumpió, masivamente,
ante la enésima crisis de rentabilidad, de esta forma los derivados financieros
especulativos acabaron sustituyendo a los valores de intercambio tradicional
(tangibles o intangibles) en la centralidad del capital internacional en su proceso de
valorización constante. Además, siguiendo a Ekaitz Cancela en su obra Despertar del
sueño tecnológico (2019), Estados Unidos acabó desarrollando un amplio proceso
de financiación público-privada dirigida a la industria de las telecomunicaciones en
un contexto de Guerra Fría, en donde el discurso económico de los hijos de Hayek
(en muchos casos bastardos) acabaría imponiéndose como “sentido común de
época”.

La irrupción discursiva y fáctica de la desregularización acabó con el consenso en


torno al estado social. Las grandes privatizaciones implicaron el desmantelamiento
o degradación masiva de lo entramados asistencialistas de los estados liberales (los
llamados “estados del bienestar”), pero, frente a la consideración habitual que
entiende al neoliberalismo en oposición al estado, este ciclo terminó con el refuerzo
del aparato represivo estatal en un contexto tanto de intensificación de la Guerra
Fría, como de conflictividad social en términos de clase.

El capital necesita al estado, siempre lo ha necesitado y siempre lo necesitará, por


muchas fantasías anarcoliberales que lo nieguen. Tanto el gasto público en países
como Estados Unidos, como el papel activo del estado en la economía, no solo no se
redujeron durante este periodo, sino que se vieron, cuantitativamente,
incrementados, como se puede, por ejemplo, observar tras la Gran Recesión de este
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siglo (2008), en donde el rescate del sistema bancario y financiero mundial se saldó
con una inyección masiva de crédito por parte de los estados occidentales.

2. Neoliberalismo en clave discursiva, de los austriacos a los Chicago Boys (con


matices)

En paralelo, y de forma inmanente a este ciclo —es decir, como parte ideológica del
mismo proceso— nos encontramos con el discurso económico que lo posibilita y
que es a la vez su correlato legitimador.

Mucho se ha escrito sobre la existencia de algo así como una doctrina o teoría
económica “neoliberal”; no obstante, “neoliberal” no corresponde realmente con
ninguna escuela económica, ninguna corriente se reconoce bajo esta etiqueta. Tan
es así que los herederos de estas tradiciones tampoco se identifican con nuestra
sociedad “neoliberal” actual, de hecho, según P. Mirowski, ellos se articulan como
oposición intelectual frente a lo que entienden como un mundo en donde el
socialismo es hegemónico. Neoliberalismo (económico), por ende, es un “cajón de
sastre” que se suele utilizar para hablar de toda una serie de corrientes dispares con
rasgos transversales en común (defensa de la desregularización, hegemonía del
mercado, etcétera), pero que en ningún caso hay que confundir, tampoco, con una
recuperación o continuación, “tal cual”, de los postulados de la economía neoclásica.
De nuevo Philip Mirowski señalaba en un brillante artículo en la revista American
Affairs unas aclaraciones conceptuales que pueden ser de interés:

“el neoliberalismo y la economía neoclásica son dos escuelas de pensamiento


diferentes. Este último data de la década de 1870 y abarca modelos
matemáticos de optimización restringida de la utilidad, que todavía existe
hoy como el núcleo de la ortodoxia económica. El neoliberalismo, por el
contrario, data de la década de 1940, si no antes, y es una filosofía general de
la sociedad de mercado, y no un conjunto estrecho de doctrinas restringidas
a la economía. Además, los neoliberales son escépticos del “cientificismo”,
como la fuerte dependencia de las matemáticas, y tienen una relación
conflictiva con la economía neoclásica.”

Mucho se ha escrito sobre la existencia de algo


así como una doctrina o teoría económica
“neoliberal”; no obstante, “neoliberal” no
corresponde realmente con ninguna escuela
económica, ninguna corriente se reconoce bajo
esta etiqueta
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Sin embargo, lo más cercano a lo que podemos entender bajo la categoría de


“neoliberalismo económico” son aquellos postulados que buscaron consolidarse en
la marginalidad durante la expansión del modelo de Breton Woods. Configurándose,
estos, en clara oposición y hostilidad tanto hacia la relativa hegemonía keynesiana
en los países occidentales, como a la propagación internacional del marxismo. Y es
aquí donde la Escuela Austriaca, con economistas como Hayek y von Mises, tuvo un
papel destacado. Los austriacos intentaron canalizar y propagar sus ideas en un
clima internacional aparentemente poco favorable, creando, junto a otros muchos
economistas y teóricos (como el escritor Walter Lippman o el filósofo Karl Popper),
organizaciones como la Sociedad Mont Pelerin (SMP), antecedente de los think tanks
actuales, con el objetivo —ulteriormente exitoso— de generar un verdadero
proceso de construcción contrahegemónica de naturaleza netamente reaccionaria y
antisocialista; hostil a la economía planificada y a la justicia social hasta en claves
socialdemócratas; y con postulados filosóficos que naturalizaban la sociedad de
mercado, entendiéndola como consustancial a la humanidad, como parte de su
estado de naturaleza.

La consolidación y hegemonía de estos postulados llegaría décadas después, como


parte del ciclo económico anteriormente señalado, e irrumpiendo políticamente a
través del neoconservadurismo (cuarto punto). Ahora bien, a partir de los setenta
es la Escuela Económica de Chicago, con economistas como Friedman o Stigler, la
que adquiere un mayor protagonismo. Pese a que estos se consideren continuadores
de Hayek, Friedman llevó a cabo una labor de reconciliación con los postulados
neoclásicos, así como una simplificación de la tradición austriaca. Le debemos a él la
confusión entre libertarismo y liberalismo, así como la dispersión conceptual y la
comprensión unitaria de todas estas escuelas como una unidad. (Mirowsky, op. Cit)

Pero si hay algo que tiene en común estas


corrientes es, como hemos adelantado más
arriba, la comprensión del mercado casi como
ente mediador último de la realidad y la
verdad metafísica
Aun así, frente a lo que se puede entender como libertarismo o anarcocapitalismo,
que sí promueven directamente la desaparición de toda forma de gobierno, las
propuestas políticas de autores como Hayek o Friedman no van dirigidas hacia la
abolición del estado como tal, como muchas veces se repite. Al contrario, estos
economistas manifestaron ideas muy autoritarias de lo político, dirigidas todas ellas
a defender modelos más restrictivos y menos representativos desde el punto de
vista democrático, como pueda ser la restricción del acceso a la política en base a la
propiedad, mandatos más largos y menos sometidos a los ciclos electorales, o,
incluso, la defensa de ideas cercanas a lo dictatorial. No hace falta, siquiera, señalar
el conocido papel de Friedman y los Chicago Boys en la dictadura de Pinochet.

Pero si hay algo que tiene en común estas corrientes es, como hemos adelantado
más arriba, la comprensión del mercado casi como ente mediador último de la
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realidad y la verdad metafísica. Claro, cuando se habla de neoliberalismo, se suele


confundir estas escuelas económicas del relato hegemónico del que forman parte, lo
que nos lleva al siguiente punto:

3. Neoliberalismo como (re)naturalización de los límites del capital

La mayoría de los artículos que se enfrentan al problema del neoliberalismo


remarcan su carácter como “sentido común de época” que atraviesa todas las esferas
mediáticas, culturales e intelectuales y cuyas consecuencias implican la
comprensión del mercado como mediación última de lo real, como ente que
determina lo genuinamente útil y válido, como expresión más nítida de la naturaleza
humana y como dotador de verdad ontológica.

Pero, claro, nada de estas características que hemos señalado son nuevas en el
pensamiento económico, son estas coordenadas (salvando la distancia histórica) a
las que Marx confrontó en su Critica de la Economía Política, entendiendo la
Economía Política, como forma en la que la sociedad moderna, como sociedad
capitalista, se piensa a sí misma bajo el velo de la ideología (en términos marxianos);
es decir, ideología en tanto naturalización de unas relaciones de producción
capitalistas que son históricamente constituidas.

Por ello, la clave de este “sentido común de época” es que tanto el discurso
neoliberal, como el antineoliberal, comparten el olvido de la Critica a la Economía
política y, por ende, la renaturalización del discurso liberal. Esta es la gran victoria
“hegemónica” de lo que se puede entender como “neoliberalismo”: la construcción
ideológica de la izquierda en torno a la oposición de lo neoliberal, pero una oposición
que se establece dentro de sus límites. En otras palabras, el antineoliberalismo se
configura bajo las coordenadas mismas de la economía de mercado: fetiche del
estado, la comprensión de “lo político” como esfera autónoma separada de lo
económico, el anhelo por épocas pasadas de expansión del capital, el énfasis en el
problema de la distribución mientras se naturalizan las lógicas productivas mismas,
etcétera. Ahora volveremos.

4. Neoliberalismo como neoconservadurismo

Con “neoconservadurismo” pasa algo similar con “neoliberalismo”, es un término


con tanto “uso y desuso” que es difícil precisarlo conceptualmente. No obstante,
podemos entenderlo como la expresión política del nuevo ciclo económico,
sirviendo como punta de lanza de la desregularización.

El termino neoconservadurismo se originó, inicialmente, como insulto. M.


Harrington, socialista estadounidense, llamó “neoconservadores” a un sector
intelectual “progresista” (lo que en Estados Unidos se entiende como “liberal”) que,
a principios de los setenta, eran críticos tanto con la política exterior del Partido
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Demócrata, como con el enfoque “cultural” de este en un ambiente posterior al auge


de la Nueva Izquierda y los movimientos contraculturales.

Esta es la gran victoria “hegemónica” de lo que


se puede entender como “neoliberalismo”: la
construcción ideológica de la izquierda en
torno a la oposición de lo neoliberal, pero una
oposición que se establece dentro de sus
límites
Kirston Irving, uno de los padres intelectuales de este movimiento junto a Daniel
Bell, lejos de sentirse insultado acabó por identificarse con el término. Claro, esto es
más revelador de lo que parece. El “nuevo conservadurismo”, frente al “viejo”, no
procede de los círculos conservadores clásicos, sino que nace en ambientes
progresistas, como resultado de una reacción a la deriva cultural de la izquierda y
sus políticas de la diversidad. No hace falta, siquiera, señalar los paralelismos
actuales.

El neoconservadurismo es, por tanto, una reacción a la contracultura progresista de


los sesenta y, al mismo tiempo, una defensa acérrima del libre mercado en un
contexto de desmantelamiento de los estados de bienestar, como hemos estado
reiterando. Su manifestación práctica fue la de un amplio proceso de disciplina de
clase y de desmantelamiento de los movimientos sociales contraculturales a través
de dos enfoques: una dura represión hacia los movimientos más subversivos y
anticapitalistas (como las huelgas mineras en Reino Unido, o el movimiento Black
Panther es Estados Unidos), y una institucionalización y aceptación normativa de
los derechos civiles desde el punto de vista reformista. Circunscribiendo, así, tales
problemas sustanciales a cuestiones normativas del derecho positivo, lo que
diferencia al neoconservadurismo del conservadurismo tradicional y de la alt-right
actual. El abandono, relativo, del conservadurismo moral, surge como respuesta a la
necesidad de una sociedad todavía más normativizada, en donde la diversidad fuese
canalizada formalmente por el estado y sustancialmente por el mercado. Esto
implicó discursivamente una contraposición conceptual entre “igualdad” y
“diversidad” en donde “igualdad” y “homogenización” se ven, falazmente,
identificadas; unas coordenadas conceptuales que muchos, desde la izquierda, han
acabado aceptando inconscientemente.

Esta política tuvo su eclosión, a modo de ejemplificación, en los gobiernos de Ronald


Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Reino Unido, y acabarían por ser
aceptados, programáticamente, por parte de los partidos socialdemócratas
occidentales. Nada que no se haya dicho con anterioridad en infinidad de textos y
que no vale la pena profundizar.

Sea como fuere, el neoconservadurismo presenta una génesis diferente a la del


neoliberalismo económico, juntos conforman una especie de bloque histórico;
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aunque, no sin tensión interna. Wendy Brown, filósofa estadounidense, señaló


varias antinomias entre el neoliberalismo y el neoconservadurismo: la oposición
entre un mundo conservador del deseo versus la explotación del deseo por parte del
neoliberalismo, la conservación de las formas de vida tradicional versus su
disolución neoliberal, una racionalidad moral y regulatoria versus una racionalidad
técnica y “amoral” propia del capitalismo especulativo. No obstante, la autora señala
como esta incoherencia en el plano de la “racionalidad política” es superada por una
simbiosis en la “subjetividad política”: ambos acaban coincidiendo en su ataque a la
esfera pública y a la democracia, generando, en palabras de la autora, un nuevo tipo
de ciudadano que busca sus soluciones en las mercancías y no en la política.

El problema es que Brown acaba reproduciendo parte de los vicios categoriales


reiterados hasta ahora, ya que acaba desligando la democracia y la política de las
propias relaciones de producción que las posibilitan, como anhelando una
repolitización de lo real, capaz de democratizar la esfera pública y regenerar el tejido
social, lo cual nos lleva a mis notas finales a modo de conclusión.

Notas finales. Neoliberalismo como unión superficial de los cuatro


procesos: “Enfermedad degenerativa del capital”

He ido dejando pistas a lo largo del texto. El relato antineoliberal en la izquierda ha


derivado en un discurso estéril incapaz de problematizar los límites de nuestra
realidad actual. La crítica al “neoliberalismo”, tras las crisis de 2008, es un anhelo
hacia épocas expansivas del capital y sus ramificaciones asistencialistas por parte
del estado liberal. Se anula, así, la crítica hacia la estructura misma de la sociedad
capitalista, entendiéndose el neoliberalismo casi como una “perversión” del capital,
como un ente disgregador y “psicópata” que ha sustituido el trabajo productivo por
la especulación.

Bajo esta concepción, figuras como Thatcher y Reagan son presentadas como
“grandes individuos de la historia”, personalidades que determinan el tiempo
historio bajo su voluntad, algo propio de las interpretaciones historicistas del siglo
XIX. Resultando esto en un discurso que acaba personificando toda la serie de
procesos impersonales y estructurales que hemos ido detallando hasta hora,
dependientes de las fases históricas de expansión de capital, y en la que estos
individuos se ven, igualmente, envueltos.

El relato antineoliberal supone la reducción de


los discursos políticos de izquierda a un
enfoque sobre el reparto y la redistribución del
crédito en detrimento al cuestionamiento de la
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naturaleza del propio crédito en relación con


las fuerzas productivas
El relato antineoliberal supone la reducción de los discursos políticos de izquierda
a un enfoque sobre el reparto y la redistribución del crédito en detrimento al
cuestionamiento de la naturaleza del propio crédito en relación con las fuerzas
productivas, naturalizándolas. Además, la defensa del “asistencialismo y de la
búsqueda de una normativa garantista implican el anhelo e identificación hacia
formas socialdemócratas y hacia el estado social y el consenso keynesiano, las cuales
tienen como condición de existencia las relaciones de producción capitalistas. El
asistencialismo de los estados del bienestar, atacado por la desregularización, y
añorado por los nostálgicos del keynesianismo, no buscaba la asistencia por la
asistencia misma: el objetivo es mantener el crédito y los niveles de consumo para
evitar tendencias recesivas en el capital. Su finalidad es salvar al capital. El dilema
Keynes vs. Hayek está truncado.

Asimismo, las alternativas construidas en torno al antineoliberalismo, son incapaces


de cuestionar los límites de lo dado y de la política parlamentaria y gubernamental,
ya que comprenden tales espacios como “elementos neutrales” a conquistar, y no
como una parte integral del modo de producción capitalista, circunscribiendo la
praxis a la toma del poder político. Por eso, en palabras de Asad Haider en su genial
y recomendable obra Identidades mal entendidas, señalaba:

“No importa qué promesas hagan los políticos en tiempos de prosperidad —


mejor sanidad, más trabajo, nuevas infraestructuras— una vez estos políticos
entren en el gobierno, estarán obligados a gestionar el modo capitalista de
producción y a asegurar las condiciones para el crecimiento. En el contexto
de la crisis económica, deben necesariamente proponer soluciones que vayan
en interés del capital y puedan obtener su apoyo. […] mientras no se desafía
la estructura subyacente del capitalismo, deben usar sus conexiones con los
líderes sindicales «no para hacer avanzar, sino para disciplinar a la clase y a
las organizaciones que representan».”

Cuanto antes abandonemos el término y lo que implica (aceptar los límites


impuestos por aquello que se crítica, la ideología liberal) mejor para todos. Es un
concepto impreciso, reformista, complaciente, con poca altura de miras. Supone, en
definitiva, ver al mundo dentro de unas coordenadas socialdemócratas, afirmando
aquello que debe ser negado.

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