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11/11/21 13:14 Sobre Deleuze – El Cuaderno

El Cuaderno 

FILOSOFÍA

Sobre Deleuze

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NOVIEMBRE, 2021

/ por Juan Luis Nevado Encinas /

F uera del ruido mediático en el que me sumerjo reiteradamente, rescato las


siguientes líneas que escribí hace más de un año sobre Gilles Deleuze, uno de los
teóricos más destacados —y a la vez más polémicos— de la filosofía continental de la
segunda mitad del siglo XX junto a Foucault, Derrida y Lyotard, entre otros. Estos
filósofos franceses —si es que los podemos denominar así— responden a la deriva
filosófica occidental posterior a la segunda guerra mundial: un ambiente intelectual
que, tras el Holocausto y las bombas atómicas, ha puesto en tela de juicio y en
descomposición los grandes pilares de la filosofía de la modernidad: Sujeto, Razón,
Progreso, etcétera.

El Mayo del 68 fue un punto trascendental de esta deriva. Si bien no fue una
revolución como tal (ya que no transformó las relaciones productivas o cambió el
orden político de Francia), tuvo unas significativas consecuencias sociales, culturales
e intelectuales en las que pivotan todos estos fenómenos señalados. No fue un origen
de nada, fue un punto de canalización; es decir, una eclosión de fuerzas (o pulsiones)
de diversas índoles que ya estaban latentes. Deleuze (junto a Guattari) participó
activamente en el acontecimiento y redactó, bajo el calor de este clima,  una de sus
principales obras: El anti-Edipo (primera parte de Capitalismo y esquizofrenia), la

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cual sirvió como respuesta y reacción combatiente contra las derivas intelectuales
(critico-emancipatorias) hegemónicas en ese momento: el marxismo humanista,
estalinista y ortodoxo, el lacanianismo estructuralista (no tanto contra Lacan, del
que él mismo bebe intelectualmente) y el psicoanálisis freudiano.

Con respecto al lacanianismo (en su versión dominante) y el estructuralismo,


Deleuze intentaba romper con el dominio de las categorías estructuralistas clásicas
(cuyo origen parte de Ferdinand de Saussure): signo, estructura, significante.
Cargando, con ello, contra el dominio de la lingüística y la visión psicoanalítica del
lenguaje, que primaba por lo simbólico y lo imaginario frente a lo real, cayendo en
determinado idealismo, según denunció el propio Deleuze. En El anti-Edipo también
se posiciona contra la visión más dogmática del marxismo, la que reduce la obra de
Marx a un materialismo histórico escolástico y rígido incapaz de captar la
inmanencia del movimiento y limitando su potencia analítica sobre el capitalismo
(el gran aporte del Marx maduro y del que Deleuze se dice deudor) a una
manifestación de unas leyes mecánicas de la historia en las que la sociedad moderna
es solo una expresión.

Pero la crítica central en la obra es contra el dominio de un psicoanálisis que, en sus


procedimientos, está alineado con el funcionamiento del capitalismo (reduciendo
todo, en última instancia, al triángulo edípico —una abstracción idealista según
Deleuze—). Frente a la consideración del inconsciente como teatro en Freud (o en la
hegemónica freudiana), Deleuze (y Guattari) propone(n) una interpretación de este
como fábrica (inconsciente productivo), partiendo, al igual que Lacan (de ahí su
influencia), de la neurosis, en este caso de la esquizofrenia, diferenciando entre la
esquizofrenia como proceso y la «producción del esquizo», una producción clínica —
que individualiza y aísla problemas psicosociales— que solo puede ser evitada por la
actividad revolucionaria. De esta forma, se pretendía generar una psiquiatría
materialista que canalizara toda la energía del deseo (que no siempre coincide con el
interés) para generar líneas de fuga en su vertiente positiva: el polo esquizo, el que
abre la puerta a la transformación, frente a su reverso, el polo paranoico, fascista,
que se repliega hacía sí mismo y puede generar elementos autodestructivos; es decir,
empleando la violencia contra los oprimidos y ocasionando una deriva paranoica y
reaccionaria. De ahí la necesidad del propio esquizoanálisis, el cual debería captar
estos momentos (materiales), olvidados por un psicoanálisis que, en su opinión, lo
reduce todo al idealismo edípico.

Con estas claves conceptuales debemos entender también Foucault (1987), la obra de
Deleuze sobre su colega homónimo. Ahora bien, el Foucault del que Deleuze habla no
es el verdadero Foucault: Gilles se niega a hablar en nombre de nadie, es un producto
suyo, un vástago entre él y el Foucault original. Deleuze continua su labor, juega con
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sus conceptos, pero en el diálogo se establece un movimiento y una mutación de


ambos. Deleuze y Foucault fluyen en el texto: ya no son ni uno ni otro (o en todo caso
se genera un nuevo Foucault deleuziano. Deleuze parte, así, de los análisis
foucaultianos sobre la sociedad disciplinaria y nos advierte de la disolución de esta, la
cual operaba en torno a una serie de círculos de encierros concéntricos, en donde
siempre está presente la dialéctica entrar-salir, reproduciendo una especie de
lenguaje analógico. Este tipo de sociedad era propia de la modernidad (siglos XVII-XIX)
y la era industrial. Pues bien, tras la segunda guerra mundial se habría generado un
proceso disolución y conversión en sociedad de control (sin disciplina) conformada
por una geometría variable en donde nunca se sale de nada realmente. De la
disolución de los centros disciplinarios (fabricas, familia, escuela, cuartel), que
remiten al modelo de cárcel, surgirían nuevos espacios como las empresas,
cumpliendo, en un nuevo estadio o dimensión, varias claves de El capital: el hombre
ya no está encerrado, sino endeudado, la miseria se ha hecho endémica y los
disturbios se ha trasladado a la periferia y a los guetos; es decir, los márgenes
sistémicos, aquellos conformados por las minorías, minorías que pueden ser, y son,
mayoritarias. La mayoría, según Deleuze, es el molde normativo: hombre, blanco,
heterosexual, etcétera.

Ante esta situación en el que el Mercado ya no es solo hegemónico, sino, como nos
dice Deleuze, Universal (el único universal), el titubeo que podría provocar las
sociedades disciplinarias ­—la cárcel y la escuela y la familia y el cuartel, con sus
puntos de fuga y sus salida y entradas (el paso de un círculo a otro)— ha dejado de
tener lugar: todo se ha disuelto y se ha conectado, nunca se sale realmente de
sistema como tal y se mantiene el control en todo momento. Ante esto, se necesitan
nuevas formas de resistencia, pero estas no marcan una determinación, sino una
posibilidad: la piratería, el virus informático, etcétera. Algo, por otro lado, polémico y
discutible, al menos en cuanto al alcance de sus posibilidades de transformación
sistémica y radical.

Félix Duque afirmó que nuestra sociedad más que ser una sociedad de la
información es una sociedad de la comunicación, lo que prima no es la naturaleza
del contenido (información) que se transmite, sino la propia expansión de los canales
de difusión: los medios de comunicación y el auge de las telecomunicaciones. Control
y comunicación forman parte de un todo y generan su propio lenguaje. No es que las
minorías hayan sido silenciadas, sino que, como dice literalmente el propio Deleuze,
es el lenguaje mismo está podrido, opera en las lógicas de un capitalismo y de una
sociedad de control donde ya no quedan asideros para lo sustancialmente crítico
contra el propio sistema. Desaparece, como diría Marcuse, toda comprensión
cualitativamente diferente al orden actual: generándose un pensamiento
unidimensional. El lenguaje se hace autorreferencial, con lo que el silencio (con

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respecto a la alteridad, la denuncia de las minorías, etcétera) está ya implícito


(aunque este sea sonoro y muy ruidoso). Las minorías encuentran su eco mediático,
pero como mercancías de consumo, negándose su radicalidad. Sin embargo, para
Deleuze, frente al estructuralismo más vulgar, el lenguaje en un sistema
desequilibrado, inestable, siempre tiene margen para la fuga: el tartamudeo que
rompa con el silencio y la comunicación imperantes (quizás más imposibilitados que
nunca en la sociedad de control). Es por ello por lo que los márgenes lingüísticos son
tan trascendentales; es decir, el uso minoritario y fragmentado del propio lenguaje.
Son estos puntos inestables los que siempre están presentes y los que, quizás (entra
dentro de lo posible) podrían ser empleados para generar puntos de fuga, en cuanto
polos revolucionarios-esquizos. Estos pueden estar motivados, por ejemplo, por el
deseo (reconciliado con el interés social) de salir de la miseria y la precariedad
endémica del capitalismo, lo que puede abrir la puerta a la búsqueda de alternativas
cualitativamente diferentes que puedan generar cierto sentido.

Al hablar de sentido debemos abrir un paréntesis, puesto que tal categoría filosófica
es controvertida en un mundo post-Auschwitz. Las certezas ilustradas —como la fe
en el progreso y la fe en la razón— se han descompuesto y fragmentado. Todavía
siguen operando como fragmentos a la deriva tras un naufragio, pero su potencia se
ha puesto en entredicho. Ya no tienen lugar (y si la tiene esta ya no posee capacidad
real de transformación) las fundamentaciones fuertes y trascendentales de sentido.
Solo podrían establecerse sentidos parciales, pero conscientes (como dice Deleuze) de
su finitud; en un sentido, valga la expresión, irónico, que manifieste los absurdos de
la realidad y que sirvan para una nueva subjetividad. Ahora bien, esta subjetivación
es una captación del momento, del acontecimiento, no es la construcción de un
sujeto como tal (algo discutible, no obstante). Aunque su fuerza todavía tiene que ser
puesta a prueba. Quizás en Deleuze todavía pesaba la capacidad real que un Mayo del
68 podría posibilitar, pero hoy en día (más de medio siglo después) las expectativas
(tras un 15-M, por ejemplo) son todavía más reducidas: quizás, y sólo quizás, todo
sentido solo puede ser un simulacro (ficción), pero para Deleuze (tal vez no para
nosotros) más vale un simulacro parcial, emotivo, que genere cierta energía
esquizofrénica contra el sistema que, siguiendo a Baudrillard, seguir operando en un
simulacro (hiperrealidad), más real que la propia realidad, que cierra todas las
expectativas emancipadoras en torno al capital.

· · ·

Juan Luis Nevado Encinas (Cáceres, 1995) es historiador,


teórico e investigador, graduado en historia y patrimonio
histórico por la Universidad de Extremadura, con un
máster en Filosofía de la Historia: Democracia y Orden
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Mundial por la Universidad Autónoma de Madrid. Su


investigación se centra en el estudio de la
posmodernidad desde una mirada sistémica e histórica
y, de forma más general, en temas teórico-filosóficos,
metodológicos, políticos y culturales. Colabora
habitualmente con la revista El Salto.

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