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La contingencia de los problemas filosóficos y la enseñanza de la filosofía

Jorge Sierra
Profesor de tiempo completo
Universidad Autónoma de Colombia
Facultad de Ciencias Humanas
Carrera de filosofía

“Quine ha dicho, en chiste, que hay dos tipos de personas que se


interesan por la filosofía: las que se interesan por la filosofía y las
que se interesan por la historia de la filosofía (…) el chiste que sirve
de réplica al anterior es el de que las personas interesadas ahora por
la filosofía están predestinadas a convertirse en aquellos por quienes
han de interesarse sólo los que se interesen por la historia de la
filosofía dentro de cien años.”
Macintyre( 1990 59)

Introducción
La polémica tesis rortiana sobre la contingencia de los problemas filosóficos
permite reflexionar sobre el sentido actual de la enseñanza de la filosofía. Para Rorty,
asumir la historicidad de la filosofía es asumir el carácter contingente y transitorio de los
problemas filosóficos. Pero si es preciso abandonar la concepción esencialista tradicional
de la historia de la filosofía, resulta enigmático y aporético la elección de temas y
problemas filosóficos a enseñar. Si no hay por qué asumir la existencia intemporal de un
conjunto de problemas fundamentales, ¿qué define y qué no el futuro de la filosofía? Si
de lo que se trata es de ver más bien dicha historia como la historia de un relato y no
como la sucesión lineal y simple de un conjunto privilegiado de problemas esenciales a
los que debemos inexorablemente dar respuesta, ¿qué papel desempeña el análisis
racional de los argumentos de los filósofos? Kolakowki sabiamente sentenció que el
filósofo que no se sienta a veces como un charlatán no merece ser reconocido como
heredero de la tradición socrática.
En su reinterpretación de la historia de la filosofía, Rorty ha utilizado una forma
de argumentación neohumeana según la cual los criterios de racionalidad no son ajenos a
la historia. En asuntos de racionalidad, ya no es posible dar por descontado que el futuro
será idéntico al pasado. Afirmar la proyectabilidad del pasado sobre el futuro, en materia
de racionalidad, es equivalente a presuponer que los seres humanos llegarán a un
acuerdo, antes de establecer acuerdos, bajo el supuesto de que existen principios
universales a apriori que todos compartimos. Tal supuesto nos llevaría a afirmar,
temerariamente, que, en lo sucesivo, no aparecerán argumentos sólidos y nuevas ideas
que nos obliguen a revisar nuestras pretensiones de verdad, anulándose así, a priori, otras
prácticas justificatorias que puedan validar nuestras creencias.
Además, según Rorty, tampoco es posible sostener que la meta de la investigación en
filosofía sea la verdad, pues nunca sabremos si hemos llegado al final de la indagación.
Sólo podemos reconocer cuándo tenemos por justificada una creencia, pero no cuándo
una creencia es verdadera. En consecuencia, la verdad no es la meta de la investigación,
solo la justificación puede serlo.
Desde un modelo dialógico de la verdad como el rortiano, carece de sentido
preguntar por criterios de racionalidad y de verdad por fuera de nuestras prácticas
discursivas concretas. Pues tal modelo acepta como válido el contextualismo, al defender
la tesis según la cual una persona está justificada a creer que p si con respecto a p tal
persona satisface las normas epistémicas de la comunidad a la que ella pertenece. Desde
esta perspectiva, los criterios de justificación son meramente convencionales, por lo cual
carece de sentido preguntar si hay un criterio correcto de justificación.
El objetivo de la presente ponencia es examinar someramente las consecuencias
que, en el campo de la enseñanza de la filosofía, tiene asumir la tesis rortiana de la
contingencia de los problemas filosóficos. Pues, a primera vista, parecería que no tendría
mucho sentido enseñar problemas que no son esenciales a nuestra tradición, por un lado,
y por otro, parecería que las estrategias argumentativas desarrolladas por los filósofos son
opcionales y meramente retóricas. Es preciso mostrar, si se quiere salir de este dilema,
que las estructuras narrativas pueden cumplir un papel argumentativo más serio de lo que
comúnmente se cree y que, no obstante, la enseñanza de los problemas que
contingentemente heredamos, debería cumplir un papel terapéutico que permita ver al
trabajo filosófico de manera antiesencialista. La filosofía es sentido común corregido a
través del pensamiento crítico. Si nunca hay un último relato que sintetice todos los
relatos posibles acerca de los destinos humanos, entonces la filosofía debería dejar de
lado su papel redentor y permitir que otros discursos como el literario desempeñen un
papel central a la hora de enfrentar diversas cuestiones morales y políticas. Una
enseñanza que Rorty supone valiosa para la construcción de una comunidad liberal
incluyente.

La contingencia de los problemas filosóficos


Según Rorty, la creencia según la cual hay un conjunto de problemas inevitables que las
mentes humanas terminarán por plantearse depende de no cuestionarse acerca de la
legitimidad de los términos que se utilizan en la formulación de dichos problemas.
Siempre cabe la posibilidad de que los filósofos del pasado se hayan planteado malas
preguntas. Mostrar esta posibilidad es hacer una jugada terapéutica a favor de la
disolución de un problema, más que hacia la exploración de caminos teóricos que
permitan su solución. La persistencia de ciertos problemas filosóficos no se explicaría,
entonces, como un rasgo de su carácter esencial en nuestra tradición, sino, por el
contrario, como la ausencia de impugnación sobre su legitimidad. Al dudar sobre el
léxico en el que se formula un determinado problema, develamos su carácter opcional y
contingente. Pero si además se muestra, como Rorty pretende hacerlo, que dicho léxico
introduce más problemas de los que resuelve, entonces podemos abandonarlo sin temor
ni temblor. En consecuencia, la formulación de malas preguntas depende de no ver
léxicos alternativos en los que no es posible que tales preguntas surjan de nuevo.
Podríamos preguntarnos en este momento, por ejemplo, qué tanto nos preocupa la
transubstanciación, y de paso, la acusación de canibalismo si creemos en ella. La
ausencia de dicho problema, es decir, la ausencia de un léxico en el que se formule tal
problema como apremiante en nuestra cultura, no es una pérdida irreparable en nuestra
tradición filosófica. Como lo indica Rorty, parafraseando a Valery, la filosofía es un
conjunto de problemas esenciales, negables a voluntad.
La supuesta continuidad de la filosofía es una ilusión óptica que surge de ver una historia
opcional, un mero relato, como la historia esencial del género humano. Pero no parece
probable, a primera vista, que las discusiones filosóficas sean contextuales y que las
grandes preguntas que definen nuestra identidad como filósofos sean opcionales. Pues la
misma actividad filosófica parece consistir en buscar respuestas a problemas esenciales
que sobreviven y relucen como el oro una vez que se ha desechado las impurezas
históricas y culturales. De lo que se trata es de no confundir contexto de justificación con
contexto de descubrimiento. Uno debería aceptar, después de todo, que hay un conjunto
privilegiado de problemas.
Pero hay otro relato posible de la actividad filosófica. Un relato de discontinuidades que
cuenta cómo diferentes crisis culturales produjeron respuestas diferentes como un modo
de asumir tales crisis. No hay una epistemología primera o una filosofía moral primera.
No es un oxímoron decir que una preocupación política particular da lugar a
preocupaciones filosóficas y motiva el surgimiento de una teoría del conocimiento o de la
obligación política.
¿De qué manera debe abordarse el estudio de la historia de la filosofía? y ¿Cómo es
posible la construcción de una sociedad liberal más tolerante e incluyente?, son
cuestiones que para Rorty deben ir unidas bajo una nueva manera de entender el sentido
actual de la filosofía. No es posible que la utopía liberal rortiana se dé sin que haya un
especial reconocimiento dentro de la comunidad filosófica, y dentro de la cultura en
general, de lo que Rorty llama “giro narrativo”, cuyo “reconocimiento sería parte de un
giro global en contra de la teoría y hacia la narrativa.” (Rorty 1998a 189). Él advierte en
tal giro un signo de que nuestra cultura ha madurado lo suficiente como para no buscar
más un prodigioso metarrelato acerca de todos los relatos, sobre el cual edificar un estilo
de vida único que todos los seres humanos deben adoptar como su principal deber moral.
El reconocimiento del giro narrativo es una consecuencia de la contingencia de todo lo
humano y, en particular, de la aceptación de la contingencia del lenguaje y del carácter
decididamente contextual de toda discusión filosófica, pero sobre todo, de renunciar a la
búsqueda de una única visión, la correcta, de nosotros mismos.
Ese giro sería un símbolo de nuestra renuncia al intento de reunir todos los aspectos de
nuestra vida en una visión única, de redescribirlos mediante un único léxico. Equivaldría
a un reconocimiento de lo que en el capítulo primero llamo «la contingencia del
lenguaje»: el hecho de que o hay forma de salirse de los diversos léxicos que hemos
empleado, y hallar un metaléxico que de algún modo de cuenta de todos los léxicos
posibles, de todas las de formas posibles de juzgar y de sentir (Rorty 1998a 18).
De la contingencia del lenguaje se sigue que la filosofía es una narrativa más, no una
teoría, cuyo sentido es crear nuevos léxicos o redescripciones de nosotros mismos que
nos permitan contar la historia de ciertos conceptos, en virtud de los cuales concebimos
nuestras vidas, y de qué manera debemos asumir nuestro destino de elaborar utopías
políticas como manifestación de la libertad y no como resultado de la posesión común de
verdades últimas.
Una cultura historicista y nominalista como la que concibo se conformaría, en cambio,
con narraciones que conecten el presente con el pasado, y, por otra parte, con utopías
futuras y lo que es aún más importante, consideraría la elaboración de utopías ulteriores
como un proceso sin término, como realización incesante de la libertad y no como,
convergencia hacia una Verdad ya existente (Rorty 1998a 18-19).
Pero si se admite dicha cultura historicista y nominalista, entonces ¿de qué hablan y
hablaban en realidad los filósofos? ¿Qué es aquello que en realidad estamos enseñando
cuando enseñamos filosofía? Tal vez contar historias sea algo más que contar historias,
sugiere Rorty. Tal vez la historia de la filosofía occidental sería la historia del intento por
separar la ficción de la realidad, al asumir que el canon filosófico occidental se define por
el dualismo apariencia/realidad y su derivado lógico el dualismo conocimiento/opinión.
O tal vez no.
Construir narrativas acerca del pasado permite ver de qué manera una imagen
comúnmente aceptada en la tradición filosófica puede ser profundamente problemática,
como es el caso de la visión representacionalista del conocimiento y de la moral que ha
prevalecido en Occidente desde los griegos hasta hoy. Pero ¿por qué el relato que Rorty
construye en La filosofía y el espejo de la naturaleza ha de ser aceptado? ¿Por qué
debemos tomarnos en serio el abandono del representacionalismo? ¿Hay razones sólidas
para deshacernos de tal modelo? ¿No es más bien la visión de Rorty una visión
tendenciosa y poco creíble?

Argumentos, narrativas y objetividad


Al componer una narrativa, no es posible relatar hechos de manera neutral. En realidad,
uno está argumentando a favor de una manera de ver los hechos tal como uno los ve, tal
como se le aparecen. Pero si esto es así, dentro de una narrativa debe haber una
correlación entre descripción y justificación. Es más, debe aceptarse que descripción y
justificación son inseparables. Lo que Rorty nos pide es que veamos, a través de un
relato, los hechos tal como él los ve. Explicar algo por medio de una narrativa y
argumentar que tal descripción es correcta es parte de la misma actividad. Si tal relato
sobre la historia de la filosofía es internamente coherente y si encaja con otras creencias
confiables, parecería que debemos aceptarlo. Veremos lo que Rorty vio y lo aceptaremos.
Pero las cosas no son tan simples.
Este autor admite que no es posible separar las opiniones sobre la función de la filosofía
de las opiniones sobre la importancia de la historia de la filosofía para la filosofía misma.
No hay cuestiones filosóficas básicas, parece ser la lección a aprender. En términos
prácticos, esto quiere indicar que el historicismo intenta escapar del modelo realista que
da por hecho que hay “un orden natural de las razones” por fuera de la historia,
especificable en un canon de la razón pura o en unas reglas para la dirección del
espíritu. Parecería que sin dicho orden, la filosofía perdería su seriedad y su importancia
social, pues no habría argumentos definitivos que valgan con independencia de los
contextos particulares. Si mis argumentos no valen para todos los seres racionales, la
objetividad es una ilusión. El nominalismo socavaría las pretensiones del nominalismo
mismo. La disolución de géneros que supone afirmar que la filosofía es una forma de
narrativa, implica una inconsistencia fundamental: al afirmar la importancia de nuestra
postura, afirmamos simultáneamente su banalidad.
Si Rorty quiere escapar de la paradoja de la autorreferencialidad, parece que no lo puede
hacer negando simplemente que exista una diferencia de género entre filosofía y
literatura. Hay que reconocer que el lenguaje, tanto cotidiano como no cotidiano, no se
limita a la simple función poética y puede tener un alcance referencial. El contextualismo
rortiano sería un acto fallido porque implica que el lenguaje se encierre en sí mismo y no
haya lugar para diferenciar una crítica como mejor que otra. Por lo tanto, la pretensión de
Rorty sería quimérica a la hora de criticar el reemplazo de un lenguaje con pretensiones
de verdad por un lenguaje válido de manera contingente.
Si las normas de aceptabilidad garantizada para cualquier enunciado están sometidas a la
historia, se sigue, para Rorty, que la cuestión de la garantía es una cuestión netamente
sociológica la cual se debe determinar observando cómo interpretan los miembros de una
comunidad un determinado enunciado. Pero parece que afirmar la verdad de un
enunciado no puede ser un simplemente un hecho social. Para posturas realistas tiene que
haber algo más, una materia objetiva que permita distinguir claramente entre el hecho de
que p esté garantizado, del hecho de que la mayoría afirme que p. ¿Es posible que una
mayoría se equivoque? Por supuesto. Pero si alguien hace afirmaciones desatinadas,
¿puede tener todavía garantías para afirmar que p? Solo si hubiera alguna manera de
determinar la garantía de alguien para sostener la verdad de cualquier afirmación sub
especie aeternitatis. Es decir, solo si se admite algún orden natural de las razones, que
determinara, completamente al margen de las capacidades de alguien para justificar p
ante quienes lo rodean, si realmente está justificado en sostener que p.
Dicha imposibilidad de reconciliación tiene que ver con que exista algo así como orden
extracontextual, natural de las susodichas razones. Habría, entonces, relaciones de
prioridad epistémica independientes del contexto. Suponiendo que p sea verdadero las
cosas no van mejor. Pues, p ¿estaría garantizado? Según Rorty, para que lo esté, tiene que
coincidir “garantizado” con “verdadero”, lo cual significa que tenemos que hacer lo
imposible: hacer coincidir una supuesta pretensión cuyo apoyo procede del examen de la
conducta de los iguales a un sujeto determinado que afirme que p, con una pretensión
para cual dicha conducta se torna irrelevante. Un verdadero contrasentido.
Para Rorty “las reformas de nuestros estándares de aceptabilidad garantizada no son
mejores por referencia a un estándar previamente conocido, sino mejores en el sentido de
que llegan a parecer claramente mejores que sus predecesores.” (2000 73). Pero si esto
es cierto, la evaluación de nuestros estándares alternativos de justificación convierte
automáticamente en ininteligibles los proyectos que se llevan a cabo en una comunidad
para reformarlos. Es inherente al concepto de reforma el que lo bueno y lo malo deban
ser independientes de lo que nos parece bueno o malo, pues de lo contrario, cualquier
cambio de creencia se consideraría como bueno. Por ello, la posición de Rorty solo
permite la contraposición de distintos estándares de justificación pero no la evaluación de
estándares ajenos al nuestro. Desde su punto de vista, lo único que podemos hacer desde
nuestra comunidad es realizar evaluaciones sin estar bajo un punto de vista sub especie
aeternitatis, lo cual implica que podemos reconocer solo distintas comunidades de
justificación y realizar una evaluación que las considere, por ejemplo, peores. Esto tiene
como consecuencia que si la justificación se reduce a consenso, la noción de mejor o peor
justificación desaparece, pues toda comunidad pasada tuvo justificaciones para aceptar p,
de la misma manera que nosotros tenemos justificaciones para que creer en p. En ambos
casos hay justificación, pero no podemos determinar cuál sería la mejor. Una posible
salida a este problema podría ser acudir a Kuhn y decir que p estaría justificada aunque
fuera falsa.
Lo fundamental aquí es ver que la justificación no es para nosotros algo opcional, como
tampoco la respiración para los animales. En otras palabras:
El que podamos observar comunidades donde otros cánones de justificación están
vigentes y no son desafiados no nos impide juzgarlos como inadecuados, siempre y
cuando no lleguen a desafiar nuestro cuerpo de creencias acerca de la justificación.
Identificar otra comunidad de justificación es compatible con juzgarla como peor que la
nuestra, esto es, como produciendo consenso en torno a oraciones que nosotros no
aceptamos y que, por tanto, no consideramos verdaderas. Esto es así solo si nuestro
cuerpo de creencias básico sobre ¿qué es la justificación? no ha sido desafiado. Para un
etnocentrista la existencia de un consenso ajeno no alcanza para desafiar nuestras
creencias. Es por eso, que no hay incompatibilidad entre advertir que hay otros cánones
de justificación que generan consensos y mantener los propios, pues, la mera advertencia
no basta para desafiarnos realmente. […] El reconocer otros estándares de justificación
no implica ipso facto el cuestionamiento de los propios. Justamente en tanto
etnocentrista, el investigador no puede ser cínico; juzgará como falsas buena parte de las
creencias consensuadas globalmente en comunidades extrañas, aun cuando en tanto
contextualista dirá que las mismas están justificadas en esa comunidad (Penelas 2006
375).
Dado que muchas de nuestras creencias no son puestas en duda, simplemente están
justificadas by default. Para Rorty, tal modo de entender la justificación se relaciona con
la noción de léxico último. Un léxico tal cuenta con una serie de términos sustantivos que
forman parte del cuerpo de creencias de una comunidad —adoptadas estas sin llevar a
cabo proceso alguno de justificación, puesto que no han sido puestas en duda por
situaciones problemáticas—. En consecuencia, es razonable creer que el léxico último es
un entramado de creencias no desafiadas en relación con su adecuación racional, las
cuales podrán ser consideradas etnocéntricamente correctas solo si en nuestra comunidad
los criterios de justificación racional lleven a consensos prácticos de dar y pedir razones
de manera explícita y, de nuevo, nos lleven a tener creencias no desafiadas.
Pero si para Rorty no se puede apelar a ninguna materia objetiva para fabricar un criterio
racional que sirva para decidir quién tiene la razón en cualquier disputa teórica o práctica,
¿cómo elegir entre alguien que afirme que los nazis deben ser parte del mundo moral,
pues la tolerancia igualitaria es un sinsentido, y alguien que sostenga lo contrario? La
respuesta de Rorty es elocuente y desconcertante a la vez: “No puedo, en efecto apelar a
una tal materia objetiva más de lo que una especie animal en peligro de perder su nicho
ecológico frente a otra, enfrentándose con ello a la extinción, puede encontrar una
materia objetiva para saldar la cuestión de qué especie tiene derecho a ese nicho.” (2000
73). Si se es darwinista y holista lingüístico, entonces uno se percata de que es imposible
la existencia y uso de un lenguaje sin justificación, del mismo modo que no existe la
posibilidad de creer sin poseer la competencia para argumentar a favor de lo que se cree.
Pero si no hay un “orden de las razones”, ¿cómo podemos justificar nuestras elecciones
morales?
Parecería que hay una forma de escapar al contextualismo rortiano si se acepta
que la investigación está guiada por la convergencia hacia la verdad y, también, que la
verdad es aceptabilidad racional idealizada, como sugiere Putnam. Pero ante esta
estrategia, Rorty objeta de manera contundente: “Pero no veo qué puede significar
‘aceptabilidad racional idealizada’ salvo ‘aceptabilidad racional para una comunidad
ideal’” (2000 73). La cuestión de la materia objetiva que permite distinguir mejores y
peores razones a favor de una determinada afirmación es reinterpretada por Rorty como
equivalente a una cuestión de solidaridad con una comunidad y no como un asunto de
objetividad. “Así pues, ‘una materia objetiva respecto de si p es una aserción garantizada’
no puede significar nada más que ‘una materia objetiva respecto de nuestra capacidad de
sentirnos solidarios con una comunidad que ve a p como garantizada’” (Rorty 2000 75).
Ante la ausencia de sentimientos morales, la capacidad de ser solidarios carece de
sentido, lo cual es independiente de que una comunidad vea p como una creencia
garantizada. Para Rorty afirmar que nuestros estándares son mejores que los estándares
de los nazis, es lo mismo que hace posible que seamos mejores versiones de nosotros
mismos. Los estándares constitutivos de la persuasión racional son importantes porque
sin ellos, ni siquiera los nazis podrían distinguir persuasión de fuerza como nociones
distintas a las nuestras. Según esto, nuestros estándares son relevantes a la hora de decidir
si un grupo de personas nos llegan a parecer mejores. De lo contrario, si estas personas
utilizan un léxico que implique su propagación mediante el lavado de cerebro, no serían
dignas de nuestro reconocimiento. La utilización de este último léxico hace que dichas
personas, desde un punto de vista etnocentrico-liberal, no nos parezcan un modelo a
seguir.

Conclusión: la enseñanza como arte de persuadir


Los seres humanos han creados múltiples estrategias retóricas de persuasión que se
encarnan en los diversos discursos narrativos, incluyendo, por supuesto, el discurso
filosófico. Es desconcertante descubrir, a través de una especie de salto gestáltico, que lo
que hace la enseñanza de la filosofía es simplemente enseñar el arte de convertir conejos
en patos o viceversa. Esto resulta claro si se admite que la filosofía sólo puede proponer
estrategias persuasivas para que aceptemos una determinada postura. ¿Sabemos por
anticipado a qué cuestionamientos nos vamos a ver enfrentados y cómo vamos a
responder a ellos? No podemos suponer que las estrategias argumentativas que han
funcionado hoy, funcionen para todo tiempo y lugar: no son transcontextuales. No
podemos salirnos del circulo contextualista y de los límites que nos trazan nuestras
prácticas de dar y pedir razones, salvo que llegue algún iconoclasta y haga saltar por los
aires el léxico filosófico vigente. Son tales gestas filosóficas heroicas las que permiten
reinterpretar el mundo y verlo desde un ángulo nuevo: son las que pueden producir en
nosotros un salto gestáltico.
Para Rorty, la enseñanza de la filosofía debe permitir el surgimiento de una nueva
cultura, una cultura de corte literario que logre, tras grandes batallas contra la tradición,
sustituir la religión y la filosofía por la literatura. ¿Pero qué prácticas permiten motivar tal
cambio? Únicamente aquellas que nos permitan ser plenamente conscientes de que los
seres humanos jamás encontrarán la redención, su realización plena, si insisten en que un
dios (una autoridad no humana) o la obsesión desmesurada por encontrar la Verdad,
constituyen el sentido de lo humano. Los bienes culturales proveen y aportan a la vida de
los seres humanos un sentido alternativo.
La creación de una cultura literaria supone la secularización de la sociedad mediante la
proliferación de credos que desmonten y desmitifiquen la creencia de que hay una única
versión de la realidad, una única verdad que nos puede curar de todos nuestros males. El
ironista liberal rortiano será el encargado de reeducar a los demás en una cultura no
platónica, una cultura liberal, en la que nadie puede jactarse de haber encontrado la mejor
versión de nosotros mismos. Hay que enseñar a buscar soluciones imaginativas a
nuestros problemas y eso, si hemos de creerle a Rorty, ya no se puede hacer
prescindiendo del arte y la imaginación literaria: no es posible concebir una vida buena
sin los recursos heurísticos de la literatura. “La literatura ha de ser un hacha para romper
el mar helado dentro de nosotros” escribió Kafka. Las utopías políticas futuras serán
utopías estéticas, utopías a la vez falibles y falibilistas. Una enseñanza autofundante sin
pretensiones definitivas a favor de una cultura liberal incluyente.

Bibliografía
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