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Aprendiendo a caminar de nuevo: ensayo sobre un renacer

María Jesús Castelli Azpiroz

Pensamiento contemporáneo II

Universidad del Cine

Marcelo Pompei y Celina Cappello

María Jesús Castelli Azpiroz

26 de octubre de 2021
Aprendiendo a caminar de nuevo: ensayo sobre un renacer
Cuando me operaron de escoliosis el 19 de junio de 2007 quedé tan débil que hasta me
costaba incorporarme sobre la cama. Claro está que si tenía problemas para permanecer
sentada sobre el lugar, mucho más los tenía para pararme, y ni hablar para caminar. Me
acuerdo de ver a mi papá frustrado porque a mí me daba miedo andar, con ayuda, por la sala
de terapia intermedia. Si él se sentía así, yo me sentía mucho peor: me dolía e incomodaba
tanto el cuerpo que no lo sentía mío y, además, me sentía inútil porque casi no me podía
mover. Era muy chica –tenía doce años– y la operación que pensé que iba a superar con
facilidad, me había dejado absolutamente aplastada. No recuerdo con exactitud cuánto tiempo
estuve en el FLENI porque estaba tan sedada por la morfina que los días siguen siendo un
poco borrosos –creo que estuve algo así como diez noches–, pero sí me acuerdo que incluso
cuando por fin pude ir a casa estuve un tiempo más de ese modo. El día en que por fin me
animé a salir a caminar fue el 9 de julio, casi un mes más tarde desde la fecha en que me
operaron. Me acuerdo en particular de ese día no porque se celebrara la Independencia de
Argentina, sino porque fue el día en que nevó en Buenos Aires y fue, justamente, la nieve la
que me impulsó a salir. En ese entonces, un gran amigo de la familia al que quiero como un
tío (y que además es médico) estaba en casa, y fue él quien me acompañó a salir. Me ayudó a
dar dos vueltas a la manzana, y para mí, que venía de casi no moverme, esas dos vueltas
significaron un enorme logro. Yo encontré en esas dos vueltas libertad: una libertad que
también significó auto superación, y una libertad que el día de hoy me lleva a preguntarme
por qué hay una liberación no solo física sino, también, mental y espiritual en este acto. En
este ensayo, entonces, con mi anécdota personal a modo de disparador, voy a ahondar en esa
liberación ligada al caminar.
En el primer capítulo de su libro, Caminar: Elogio de los caminos y de la lentitud,
David Le Breton explica que el acto de caminar se inserta en el mundo de lo cotidiano de
manera natural y transparente sin interrumpir la organicidad que nos habita a no ser que haya
una dolencia o malestar físico (2014, p. 12). En mi caso, ese 9 de julio de 2007 supuso el
primer paso para volver a encontrar en el andar esa naturalidad de la que el autor habla: una
naturalidad que había perdido y que siempre me había parecido absolutamente inherente al
acto de caminar. Mentiría si dijera que a partir de ese día, comencé a caminar como si nunca
hubiese estado operada. Recuperar esa facilidad fue un proceso que me llevó meses, pero fue
un proceso que valió la pena y que me permitió volver a sentirme autónoma, aún si a los doce
años no tuviera mucha consciencia de lo que ello significaba. Supongo que hay cosas que en
el fondo se saben, sin importar la edad o la experiencia que se tenga.

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Claro está que no tengo ningún tipo de autoridad para hablar por todos, pero creo que,
en general, al ser humano le es automático caminar, y me resulta curioso que a mi modo de
ver caminar tenga el mismo proceso que el de la respiración –en sentido de que lo hacemos
sin pensar, casi como si nuestros pies tuvieran vida propia– cuando esta es una comparación
que David Le Breton (2014, p. 23) también establece en el capítulo llamado “Ponerse en
marcha”. Lo que no dije en la introducción de este ensayo es que un poco más de medio año
más tarde, tuve otra operación que me volvió a dificultar caminar con naturalidad. El 25 de
febrero de 2008, me pusieron un tutor externo en la pierna derecha para alargármela porque la
tenía cinco centímetros más corta que la izquierda. Los primeros meses, tuve que caminar,
primero con muletas; después cambié esas muletas a bastones canadienses; de usar dos
bastones, pasé a usar uno solo (primero de un lado, y después del otro); y, finalmente, llegué
a no usar nada: pude volver a depender de mis piernas y mis piernas solamente. En ambos
casos –en el segundo con menos dificultad que el primero, ya que aunque tuviera una ayuda
externa andaba cada vez con más rapidez y de manera más automática–, tuve que esforzarme
y trabajar para que caminar volviera a tener la misma naturalidad que respirar.
Mientras pensaba en qué podía escribir para este ensayo, me detuve varias veces a
pensar en qué significa para mí caminar. Una de las conclusiones a las que llegué es que
caminar es el primer paso –valga la redundancia– hacia nuestra libertad y nuestra
independencia; es, literalmente, nuestro primer paso como seres humanos. Caminar no solo
significa transitar un espacio físico, como lo es un camino de tierra o la calle, sino que es
transitar la vida misma, es avanzar en la vida, es atravesar el cambio que eso conlleva. En
ambas post-operaciones, tuve que transitar un camino no solo físico sino también personal
para poder volver a recuperar esa libertad que había perdido. Pero lo curioso es que caminar
no solo significa liberación o libertad en términos de que podamos ir a donde queramos y
cuando queramos, sino que también es libertad porque caminar está íntimamente ligado a
pensar. Esto también me llevó a preguntarme por qué estas dos actividades están tan ligadas y
llegué a la siguiente conclusión: pensar no es algo estático, implica movimiento, ideas que
vienen y que van, implica algo que se pone en marcha. Estar sentado, por el contrario,
significa mantenerse estático. Creo que, a raíz de esto, no me resulta casual que se piense
mejor cuando se camina, porque el movimiento de los pasos acompaña al del pensamiento.
Por lo menos si lo pienso desde cómo me afecta a mí, creo que las veces en que más rápido
camino son las veces en que más rápido necesito procesar o pensar, como si el ritmo de los
pasos fuera al mismo compás que el de mis ideas.

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Por otro lado, quedarme sentada cuando estoy ansiosa me da aún más ansiedad: las
ideas se quedan estancadas y quietas de la misma manera en que estoy estática por
permanecer en la misma posición por horas. Desde ese punto de vista, caminar también es
liberación: es liberación de los propios pensamientos que nos apresan y nos hacen sentir
chiquitos; es poder dominarlos a ellos en lugar de que ellos nos dominen a nosotros; es
decirnos que nosotros podemos marcar el ritmo.
El pensamiento mismo recupera su movimiento. Al poner el cuerpo y los
sentidos en el centro de la experiencia en un modo activo, restablece al hombre en una
existencia que a menudo se le escapa en las condiciones sociales y culturales que hoy
son las nuestras. (Le Breton, 2014, p. 168)

Caminar es una terapia, es poder transformar experiencias traumáticas en un proceso


doloroso pero creativo. Si yo hoy en día decido quedarme sentada es una elección propia, es
un auto saboteo que yo elijo. Pero, durante mucho tiempo, yo solo pude permanecer estática.
Quedarme acostada o sentada en el hospital y luego, en casa, no solo significaba quedarme
sola con mis pensamientos sin poder procesarlos, sino también ser presa de un lugar inerte,
que no cambiaba. Mis ideas estaban estancadas conmigo dentro de cuatro paredes, y de más
está decir que las cuatro paredes de una clínica no son ni muy amenas ni muy amigables.
Permanecer así no solo era desesperante sino también, aburrido. Volver a caminar, no dentro
de la casa –porque eso hubiera sido lo mismo que nada–, sino fuera fue darme cuenta de que
yo realmente existía, fue volver a sentir el frío en mi cara, la nieve sobre mis manos, fue
permitirle a mi mente respirar de nuevo:
A veces también salimos simplemente «a tomar el aire»: para escapar de la
pesadez de la inmovilidad de los objetos y de las paredes, porque sentimos que nos
ahogamos dentro, para «airearnos» cuando allá fuera brilla el sol y nos resulta
demasiado injusto renunciar a esa luz, a esa exposición. Entonces sí, salimos a andar
un poco, solo para estar fuera, y no para ir a ningún sitio en concreto. Sentir el frescor
vivo de una brisa de primavera, o la tibieza frágil de un sol de invierno. Un interludio.
Una pausa que nos permitimos (...) Levantamos la cabeza, y allá vamos, partimos, pero
partimos para caminar, para permanecer fuera (...) Fuera es nuestro elemento: la
sensación exacta de estar habitándolo. (Gros, 2014, pp. 22-23)

Caminar es, también, renacer. Es, en palabras de Le Breton, recuperar algo esencial
que solo a uno le pertenece y que a veces rubrica un renacimiento (2014, p. 170). Entonces,
cuando yo pude volver a caminar de manera natural, de la manera en la que siempre lo había
hecho antes de operarme, renací dos veces. La nevada del 9 de julio fue el detonante que
supuso el inicio de mi re-renacimiento. Esa nevada, que para muchos fue histórica porque era
la primera vez que nevaba en Buenos Aires desde años, para mí fue histórica porque me
impulsó a superar mis miedos e iniciar ese camino de auto sanación, de vuelta a una
normalidad que, en ese entonces, veía muy lejos de recuperar.

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Lo que tampoco dije es que si bien hoy en día, la mayoría de las veces, puedo caminar
con naturalidad y sin que la gente se de cuenta de que tengo dos operaciones encima, a su
vez, hay días en los que aparecen dolores físicos y residuos de estas dos operaciones, por lo
que caminar sí me cuesta un poco. Caminar es liberación y es resistir, pero ese resistir a veces
me es más difícil que otras. A su vez, esa dificultad me supone un gran logro personal si es
superada. Hace unos tres años, fui al Chaltén con mis hermanos y mi mamá. Habíamos
emprendido un trekking hacia La Laguna de los Tres, un sendero que consta de diez
kilómetros aproximadamente. Me acuerdo que los primeros nueve kilómetros los hice
relativamente bien, a paso constante. Pero, cuando vi lo que suponía el último kilómetro,
cuando vi el nivel de inclinación que me separaba de mi destino, me desanimé por completo
y me dije a mí misma: “no voy a poder, ni mi espalda ni mi pierna me lo van a permitir.” Iba
a quedarme esperando ahí a que volviera mi familia, quién sabe cuánto tiempo, cuando uno
de mis hermanos me miró y me dijo: “Dale, vos podés, vamos de a poquito: yo te acompaño”.
Gros (2014, p. 34) en su capítulo “Soledad” sostiene que estar en compañía a veces obstruye
porque hay uno que se tiene que acomodar al paso del otro, que en ese acompasarse al ritmo
de la otra persona resulta peor para el cuerpo. Quizás, a mi hermano sí le dificultó
acompañarme, pero yo sé que no lo habría podido hacer si no hubiese sido por él. Gracias a
que él enlenteció su paso para poder acompañarme a mí, yo pude llegar a la cima y ver La
Laguna de los Tres. Y una vez allí, como también señala Gros, sentí una llamada de la
naturaleza y un diálogo entre cuerpo y alma.
Me costó unos días recuperarme de ese esfuerzo, pero ese dolor que me había quedado
después de volver –y que me dificultaba caminar con normalidad, al mismo ritmo que el de
mi respiración– solamente me recordaba que había logrado lo que me propuse, que en ese
caminar había tenido una liberación porque terminé siendo capaz de hacer algo que creía
imposible. Sé que en una clase se nos dijo que el trekking es una forma más “cheta” de
caminar y que, posiblemente, ese caminar no configure el caminar que se supone que va
acompasado al pensamiento, pero sí fue un caminar que me permitió sentirme capaz de
superar mis heridas: «La herida si es duradera (...) es un dolor incesantemente reactivado,
recuerda lo que ahora está prohibido y de lo que hay que hacer el duelo aunque eso antes
llenaba toda la existencia» (Le Breton, 2014, p. 108). En mi caso, esa herida sigue, porque
constantemente hay cosas que me reavivan el dolor –tanto de la espalda como el de la pierna–
pero en ese momento yo pude sobreponerme a ella: yo pude, parafraseando también a Le
Breton (2014, p. 110), sobreponerme a mi condición física para ver esos bellos paisajes, esos
bosques, esos lagos, esos peñascos y montañas que lograron atravesar mi corazón.

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Y lo que es curioso –o por lo menos a mí aún me resulta curioso– es que incluso
después de más de catorce años de la primera operación, y casi quince años desde la segunda,
hoy caminar siga representando la misma libertad para mí. Quizás, a veces me gana el
cansancio, quizás, a veces no quiero hacer otra que quedarme en casa; pero, cuando necesito
pensar con claridad, cuando necesito distenderme o cuando necesito callar los ruidos que hay
en mi cabeza, mi primer impulso es el de salir a la calle y caminar, sin ningún rumbo en
particular. Y cuando camino porque lo necesito y no porque tenga que llegar apresurada a un
lugar al que estoy llegando tarde, me encuentro con otros caminantes apurados, con otros
caminantes que lo que en realidad están haciendo (o lo que yo entiendo y veo que están
haciendo) es simplemente atravesar la ciudad para llegar de un punto a otro. Lo fascinante de
caminar por la ciudad es, sin embargo, encontrar la ciudad en otra dimensión, es reconocer
los sitios y gracias a ellos poder recordar.
Los momentos en los que no camino de manera automática me permiten reconocer
Paraná y Santa Fe, por ejemplo, como aquella calle por la que caminé para ver la nieve aquel
día.. E incluso, esos momentos en los que paso por Belgrano y me acerco hacia donde está el
FLENI, sin necesariamente llegar a él, me recuerdan no solo mis días internadas allí, sino la
cantidad de veces que fui a esa clínica tanto durante mi infancia, como durante mis chequeos
después de las cirugías ya con doce o trece años. Cuando voy hacia el dentista caminando y
llego a la calle Billinghurst entre Charcas y Güemes, y paso por mi antiguo centro de
kinesiología –uno de los lugares en donde se me hizo posible recuperar por completo la
movilidad de la pierna después de mi operación del 2008–, no puedo evitar recordar la
cantidad de tardes que pasé allí. «Caminar largo tiempo después en la ciudad donde se pasó la
infancia es como caminar en la discontinuidad del tiempo, se mezclan períodos diferentes, los
espacios se entremezclan. Los pasos se realizan en el espesor de lo imaginario.» (Le Breton,
2014, p. 137). Esos lugares aunque hoy en día estén distintos o ya no sean lo que son (estoy
segura de que ese centro de kinesiología no existe más) para mí siguen evocando esas
memorias, y me atrevería a decir que también configuran un renacer porque, inevitablemente,
reviven los recuerdos y los sentimientos que tenía en aquel entonces. Es, como lo diría San
Agustín (2010, p. 557) en Confesiones o Deleuze (1985, pp.135-138) en “Puntas del presente
y capas del pasado” de su libro La Imagen Tiempo, un presente del pasado en sentido de que
traigo al presente esos recuerdos que cada vez quedan más en lo profundo de mi memoria,
que cada vez están más lejanos pero que nunca llegan a quedar enterrados; y, mientras traigo
esos recuerdos al presente, traigo también y de manera inevitable los sentimientos y
pensamientos de ese entonces: configuro un pasado en el presente.

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Cuando plantee la primera idea que tenía para el ensayo me preguntaron de qué modo
me atravesaba eso a mí. Me di cuenta entonces que quizás el trabajo era impersonal, y la
pregunta me había descolocado porque durante mi pasaje por Letras y mis años posteriores en
la FUC, siempre que tuve que escribir un ensayo, lo hice de manera “objetiva” e impersonal,
por así decirlo. Luego, pensando, sí o sí, en que me gustaría escribir sobre el caminar, se me
ocurrió lo obvio: podía hablar desde mi experiencia personal, podría hablar desde el haber
experimentado en carne propia haber sentido lo que significaba no poder caminar de manera
normal. Y se me preguntó o invitó a tener cuidado para que la operación no quedara como
algo anecdótico. Al principio me costó pensarlo, pero después me di cuenta de que no tenía
por qué complicarme: mis cirugías no son algo anecdótico porque son algo que me siguen
atravesando hoy en día, en todos los aspectos de mi vida. Mis cirugías me siguen atravesando
en la actualidad, no por cuestiones obvias como la de tener el cuerpo lleno de cicatrices o la
de a veces seguir experimentando dolor tanto en la espalda como en la pierna, sino porque
influyeron en mi manera de pensar, en mi manera de ver la vida. Mis operaciones configuran
una enorme parte de quién soy, configuran una parte de mi esencia. Y cómo configuran eso,
también configuran cómo camino y cómo me relaciono con ese andar, cómo experimento esta
actividad que me resulta tan esencial y tan vital. Caminar es renacer, y, como dije
anteriormente, gracias a mi neurofibromatosis, gracias a mi escoliosis y a la diferencia de
longitud de mis piernas, gracias a mis operaciones, en ese caminar yo renací dos veces, yo
renací de nuevo.

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Bibliografía:
-Deleuze, Gilles (1985), La imagen-tiempo, Paidós, Buenos Aires
-Gros, David (2014), Andar: una filosofía, Espa Ebook, bajado de
https://docer.com.ar/doc/nnvsc8e
-Le Breton, David (2014), Caminar: Elogio de los caminos y de la lentitud, Waldhuter
Editores, Buenos Aires
-San Agustín (2010), Confesiones, Gredos, Madrid

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