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Juan Gabriel Vasquez 1B PetacomeEMeicineyesteyn t Juan Gabriel Vasquez nacié en Bogota en 1973. Es autor del libro de relatos Los amantes de Todos Jos Santos (Alfaguara, 2001) y de dos novelas: Los informantes (Alf 2004), que fue elegida en Colombia como una de las nov importantes de los tiltimos veinticinco afios y ha quedado finalista del Independent Foreign Fiction Prize en el Reino Unido, e Historia secreta de Costaguana (Alfaguata, 2007), que ha obtenido el premio Quer mejor novela en castellano (Barcelona) y cl premio Fundacién Libros & Letras (Bogota). Sus libros se han traducido en Inglaterra, Estados Unidos, Francia, Holanda, Italia, Alemania, Polonia, Israel y Brasil. Ha vivido en Paris yen las Ardenas belgas, y en 1999 se instalé definitivamente en Barcelona. Ha traducido obras de John Hersey, Victor Hugo y E. M. Forster, entre otros. Su labor periodistica cambién es destacada ‘Vasquez fue ganador del Premio de Periodismo S el ensayo «El arte de la distorsién». También es autor de una breve biografia de Joseph Conrad, El hombre de ninguna parte. El arte de la distorsién (y otros ensayos) s 4 Juan Gabriel Vasquez El arte de la distorsién “eo © 20%, jn Ga Vue Sitad te 2009, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. Giese en 75396000 Frat “+ Aguila, Altea, Taneus,Alfagoars, S.A Av, Leaodro N. Alem 720 (L001), Buenos Aires * Sella Fciones Generales, A. de. V. ‘Avda. Universidad, 767, Col. dl Vall, México, DIF, C. P. 03100 + Senillna Ediciones Generals, . I ‘Toeelagune, 60. 28043 Madrid Diseto Proyecto de Bnce Sarué © lagen de cubiert: Felipe Londo ISBN: 978-958-704-857-5, Inapresa en Calor - Print i Colombia Primera edicgn en Colombis, mayo de 2009 “nd a deh ree Enupebcnianepocte se iegeadcea occas recon de een ‘Fm en ings oon bs permnpin eto. sex ese, pln exit agen, ‘totic pox in Sanger in el prio previo overeat ein! * Indice La seriedad del juego (a manera de prélogo) Los hijos del licenciado: para una ética del lector Elarce de la distorsién Ver en la oscuridad Malentendidos alrededor de Garcfa Marquez Apologia de las torcugas Diario de un diario El tito en el concierto: politica y novela en Colombia Las mdscaras de Philip Roth a paradoja de don Alvato Tarfe La memoria de los dos Sebald Viaje a Costaguana La resefia en conflicto Lahistoria que ya existe Literatura de inquilinos Historia de un malentendido: lecturas anglosajonas del Quijote Hiroshima y la mentira atémica Nota bibliogréfica 13 7 29 45 OL 73 83 99 109 125 133 143 157 165 177 191 209 225 A Mario furich A Ramén Gonzalez Ferris. No son las partes lo que importa, sino sus combinaciones. VLADIMIR NABOKOV. La verdadera vida de Sebastian Knight La seriedad del juego | (a manera de prdélogo) En estos dias me llegaron, por caminos distintos, dos textos curiosamente parecidos. Se parecen en forma y en color —dos cuadernillos de color hueso—, pero ade- mas son ambos discursos, y ademds los pronunciaron dos escritores estrictamente contemporineos. Uno se titula «Sobre la dificultad de contar, yes el discurso de entrada ala RAE de Javier Marias; el otro es la leccién magisteal que hace poco dio John Banville en el marco del segundo Premio Vallombrosa, y su titulo es «Las personae del vera- no». Ambos son breves comentarios —o mejor diré aproximaciones, y afiadiré cautelosas—al extraiio oficio de escribir ficcién. O, para ser més preciso, ambos son de- claraciones de extrafieza y al mismo tiempo de fascina- cin por esta actividad humana que es contar las tribula- ciones de gente que nunca ha existidos y, si bien parten de lugares muy distintos (y a muy distintos lugares Hle- gan), ambos mencionan en algiin momento el caricter mas que lidico, casi puerl, del escritor de ficciones. ‘Marfas lo hace recordando esos versos de Steven son que tantas veces ha recordado: «No digais de mi que, débil, decliné / los trabajos de mis mayores, y que hui del, mar, / de las torres que erigimos y las luces que encendi- mos, / para jugar en casa, como un nifio, con papel». Banville usa un poema de Stevens (Wallace), con lo cual s6lo un par de letras lo separan del de Matias: «Las més- ‘caras del verano son los personajes / de un autor inhuma- no». Luego recuerda cémo, para el novelisca principiante, la creacién de personajes es la cosa mas natural del mun- do. «Qué facil parecfa entonces crear aquellas personitas 16 de papel», esctibe de ese principiante. «Todo el dia lo pa- saba en su estudio, como un juguetén Frankenstein en su crepuscular laboratorio.» ¥ los dos, Marias y Banville, pa- san entonees a recordarnos que no, que no cs facil ni na- tural; que, de hecho, el pacto de la ficcidn (por el cual los lectores deciden creer en lo que leerén, incluso a sabi das de que todo es una gran fabricacién) es la cosa més rara que existe, Pero gpor qué dedicamos entonces nuestro tiem- po, como lectores y novelistas, a estos personajes, estos mundos nacidos de algo tan parecido al capricho? Es la pregunta mds recorrida que existe, y sin embargo no hay novelista o lector digno de ese nombre que no se la haya hecho alguna ver. «La obra de arte es un objeto redon- deado, brunido, terminado, se yergue en el mundo com- pleto ¢ inviolable», dice Banville, «y por eso nos satisfa- ce», «Ese novelista que inventa es el tinico facultado para contar cabalmente», dice Marias, y afiade que vamos a él porque «necesitamos saber algo enteramente de vez en cuando». He dicho antes que Marias y Banville legaban a lugares distintos, pero tal vez. no’sea asf. Ambos desem- bocan en una misma idea: la buisqueda humana, de- masiado humana— de certezas. Pero no hablamos aqut de certezas morales, que para eso estén la religién o la autoayuda, sino de algo mucho més misterioso: la pro- funda satisfaccién que nos dan los mundos cerredos, au- ténomos y perfectos, de las grandes ficciones, Esos mun- dos que, precisamente por haber nacido de la imaginacién libre y soberana, dan a la realidad un orden y un signifi- cado que ésta, por sf sola, no lograré jamés. Esos mundos donde, precisamence porque no han sucedido nunca, las cosas seguirin sucediendo para siempre. Los hijos del licenciado: para una ética del lector La lectura de ficcién es una droga; el lector de ficciones, un adicto, Como toda adiccién, cualquier in- tento por explicarla es necesariamente limitado, porque tarde 0 temprano se topard con el muro de lo irracional. «Leer novelas», dice Philip Roth, ves un placer profundo y singular, una apasionante y misteriosa actividad huma- ‘na que no necesita mds justificacién moral o politica que el sexo». Yo tenia once afios cuando Roth dijo esas pala- bras; habia crecido cn un ambiente donde leer novelas era un placer que no exigfa ninguna explicacién aparente, y la lectura nunca me fue presentada, por fortuna, como algo saludable © provechoso, en el sentido en que son provechosos o saludables el cjercicio o el brécoli. Hoy hha pasado casi un cuarto de siglo, yen este tiempo tno ha constatado sin panico —esté bien: con un poco de péni- co— las formas en que la actividad de marras se ha modi- ficado. A los adjetivos apasionante y misteriosa hay que afiadit minoritaria, y acaso recutti 4 alin adverbio; hay que conceder, sin ningxin afin apocaliptico y sin capri- chosos lamentos por-cl-estado-de-la-cultura, que el inte- és de estas sociedades por la escritura imaginativa —el laborioso recuento de cosas que nunca ocurtieron a gente que nunca ha existido— se ha visto desplazado a la peri- feria de sus preocupaciones, al pentiltimo escalafon de sus prioridades. La poblacién para la cual el contacto ru- tinario y sostenido con esas invenciones es parte funda- mental ¢ irseemplazable de sus vidas toma cada vex més el cariz de una secta. Y la cuestién que nadie se permite considerar, y menos un escritor de ficciones, es si eso tie- 20 ne alguna importancia real. Hace poco un amigo novelis- ta me hacia una pregunta que no por simple y franca es menos perentoria. Ante una qucja cotidiana sobre Ia re- duccién del pitblico lector, de nuestro piblico, mi amigo interrumpi6 airado: «Pero zes que alguien sabe para qué lee novelas la gente?». Era casi un grito desesperado, Yo hhubiera podido responderle con la frase de Roth, que he usado tantas veces; en cambio, me encontré buscando respuestas menos ingeniosas, quiz4s, pero mds elabora- das. Y por ese camino (0 por algtin camino que no he al- canzado a dilucidar) me sorprendf un dia echando mano de un libro al que no volvia desde que tenia unos veinte aflos, pero que sigue siendo una de mis ficciones predi- lectas. La escena ocurre en Valladolid, probablemente a principios del siglo xvn, y sus protagonistas son un licen- ciado (de nombre Peralta) y un alférea (de nombre Campuzano). El alférez acaba de salir de una larga conva- lecencia en el Hospital de la Resurreccién; el licenciado, gue lo nota pélido y débil, lo invica a su casa a comer ja- mény compartir una olla, y acaba recibiendo un manuscri- to, Se trata de un dilogo que el alférez escuché, mientras convalecfa, por la ventana del hospital: un didlogo impo- sible en el que se cuenta una vida cxagerada, llena de aventuras picarescas que van desde la impostura hasta la brujerfa, y que serfa ya lo bastante sorprendente si no su- cediera, ademds, que quienes dialogan —quien cuenta su vida y quien la escucha, comentandola— son dos perros. El alférez sostiene que el manuscrito es fa transcripcién fiel de Lo que hablaron los perros; el licenciado, que al fin yal cabo es un hombre normal, se muestra escéptico y un poco burlén. Después de debatir durante un rato sobre la posibilidad de que los perros hablen, cl licenciado acaba por leer el dislogo mientras el alférea echa una siesta. Y en- tonces nosotros, lectores de las NNovelasejemplares de Cer- vvantes, leemos lo siguiente: El acabar ef Cologuio el Licenciado y el desper- tar el Alférez fue todo a un tiempo, y el Licenciado di —Aunque este coloquio sea fingido y nunca haya pasado, paréceme que est tan bien compuesto, que puede el sefior Alférez. pasar adelante con ol segundo. —Con ese parecer —respondid el Alférez— me animaré y disporné a escribisle, sin ponerme més en. dlispuras con yuesa merced si hablaron los perros 0 n0, ‘Alo que dijo el Licenciado: —Sefior Alférez, no volvamos més a esa disputa. Yo alcanzo el artficio del Cologuio y la invencién, y basta. Vamonos al Espolén 2 rectear los ojos del cuerpo, pues ya he recreado los del entendimiento. A Cervantes se le atribuye constancemente la in- vencidn de la novela moderna, pero yo, por lo menos, no he leido nada que le atribuya una invencién no menos atrevida: la del lector de esas novelas. La gran tradicién, de la novela occidental comicnza con un individuo al que Ja demasiada lectura de ficcién acaba por enloquecer, y por eso no deberia sorprendernos que la relacién encre el artefacto y quienes lo usan haya estado, a lo largo de los siglos, llena de tensiones, llena de malentendidos. La vi- sién del lector que aparece en la tiltima de las Novelas ejemplares tiene, en ese sentido, la posicién de un ruego, casi un fiat: higase el lector (un lector as: un lector ideal). El lector ideal de Cervantes era alguien capaz de abando- narse a la potencia y a la inteligencia del artficio, Cer- vantes se hacfa, acaso, las mismas preguntas que muchos nos hacemos todos los dias. ;Cémo se lee una novela, un relaco? ;Para qué leemos novelas y relatos? {Cual es ese vacio de nuestras vidas que la ficci6n Mega a paliar hasta el punto de transformarse, para algunos de nosotros, en obsesién o en vicio? El escepticismo de! licenciado Peral- 1a sigue intacto al final del relato: no por haber disfru do del relato de los perros llega a creer que unos perros son capaces de hablar. Pero ha comprendido que esa cit-

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