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La inflación erosiona la libertad al concentrar la atención en el presente inmediato en lugar de proyectarse hacia el futuro. Esto debilita valores como la paciencia, la virtud y la responsabilidad. También hace que las relaciones se vuelvan más superficiales y la fidelidad más difícil de mantener. Además, al quitar relevancia al futuro, la inflación genera sentimientos apocalípticos sobre los problemas actuales y debilita la fe en lo trascendente.
La inflación erosiona la libertad al concentrar la atención en el presente inmediato en lugar de proyectarse hacia el futuro. Esto debilita valores como la paciencia, la virtud y la responsabilidad. También hace que las relaciones se vuelvan más superficiales y la fidelidad más difícil de mantener. Además, al quitar relevancia al futuro, la inflación genera sentimientos apocalípticos sobre los problemas actuales y debilita la fe en lo trascendente.
La inflación erosiona la libertad al concentrar la atención en el presente inmediato en lugar de proyectarse hacia el futuro. Esto debilita valores como la paciencia, la virtud y la responsabilidad. También hace que las relaciones se vuelvan más superficiales y la fidelidad más difícil de mantener. Además, al quitar relevancia al futuro, la inflación genera sentimientos apocalípticos sobre los problemas actuales y debilita la fe en lo trascendente.
Igual que hace la luz al irradiar sin discriminar todo lo que se
atraviesa en su camino así debiera hacer el entendimiento sacudiéndose de los corceles que asfixian el proceder de las cosas mundanas. El saber, preso en su propia celda, juega a ser libre como el pájaro en la jaula. Brincando de un lado a otro del estrecho habitáculo aspira a reconocer en el aleteo ininterrumpido el hondo sentido de libertad que anhela. Algo así nos ocurre cuando nos topamos con la inflación. Sus efectos en la economía y en el bienestar de los pueblos ha sido estudiado desde épocas inmemoriales, lo que menos ha sido el gusto por estirar más allá sus efectos hasta copar terrenos que sobresalgan del estudio de la demanda y de la oferta. Si bien la inflación responde a un exabrupto en los precios alarga sus efectos a fenómenos tan desconcertantes para las mercancías como lo son la libertad, el sexo y Dios. Párese un momento lector. El asombro que a buen seguro le provocarán estas palabras viene precedida por una ley tan penosa como inapelable; y es que la fatiga que nos produce el hecho de liberarnos de la jaula desde donde damos cabida a nuestras ilusiones va muy por delante del placer por desvelar los secretos del corazón. Hagamos, eso sí, un alto a esta ley conocida por ninguno y obedecida por todos y aún a riesgo de ser acusado de divagador y traidor a la memoria de la ciencia aventurémonos con sondear razones desafiantes a esta misma. Que los precios se disparen no por el impulso de la renta sino por la fuerza de la escasez hace que cualquier cosa útil comporte una sobrecarga teniendo como única causa el pasar del tiempo. En la inflación el tiempo aborrece el valor y perpetúa una lucha ineficaz por desembarazarse del mañana. Así las cosas, los incentivos tuercen su impulso hacia el presente de manera que el refrán de pueblo “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy” se graba a fuego en la voluntad de los hombres. El futuro languidece a la misma velocidad con la que los precios suben y el deseo por comprimir a un instante todos los avatares de la vida achican la dignidad cuando ingenuamente se cree estar tomando ventaja frente a la enfermedad. ¿Se imaginan las consecuencias que tendría para el hombre una vida sin contar con el mañana, o peor aún, la de algún otro que ve bajo su presente el futuro derretirse ante sus manos? Vivir sería el mismísimo infierno; un instante que se rearma, algo así como despertarnos sin descanso de una misma pesadilla que se repite. Precisamente sobre esto vamos a especular a lo largo de estas líneas para así entender con mayor soltura la naturaleza de la inflación y la del propio hombre. En un primer momento, el aborrecimiento del futuro del que es deudora la inflación condensa la libertad al ejercicio de libertinaje. No hay libertad sin proyecto de vida que cargue sobre el mañana el destino de esa misma libertad que busca ser custodiada. Pero cuando ésta ya no puede entroncarse al futuro queda presa de la inercia arrebatadora del presente donde la satisfacción personal termina por gobernar el curso de la voluntad del individuo. Ya no es una libertad que se consagra al deber que el conocimiento del mañana reactualiza a cada instante, sino a la satisfacción inmediata de los instintos; a la averiguación de lo que maximiza el placer en cada momento. La libertad viene exonerada así del tribunal del tiempo que es el único capaz de enderezar su marcha y apartar de ella las fuentes que la comprimen y degradan al simple querer. Empuja la inflación a una degradación de los valores más excelsos arrancando de nuestro corazón la sed por todos aquellos atributos que exigen de un continuo perfeccionarse en el tiempo. La paciencia, la virtud, la disciplina, y por qué no, la responsabilidad vienen derretidos por el presente inmediato cuando el hombre se ve obligado a condensar sus fuerzas contra la perversa lógica de una incansable subida de precios. Los incentivos se ven abocados a arreglar su suerte en el aprovechamiento inmediato acelerando el sentimiento de angustia y ansiedad con el que las sociedades inflacionarias ven dilapidado su destino y embrutecido su espíritu. No será de extrañar que bajo estas circunstancias la conciencia política de los pueblos se vea arrastrada por toda suerte de populismos. Ya sean porque se abracen a estos para alimentar sus ansias infinitas de poder o porque no encuentren otra fórmula para alcanzarlo. Lo cierto es que la inflación estimula bajo el paraguas de ver derretirse todo a su alrededor el enfrentamiento entre el sentimiento y la razón haciendo de la primera la única herramienta razonable para la segunda. ¿No les habrá dado por pensar de pronto que la inflación por el mismo camino que erosiona la libertad hincha la grieta de las infidelidades? Con un futuro achatado el compromiso palidece; la unión de dos se ve aflojada y luego desbaratada tan pronto la inflación acorta cualquier sendero para la unión en pareja. La promiscuidad viene coronada en un mundo donde el camino que abre el futuro es incierto y se precipita devaluado imprimiendo sobre nuestros instintos un poder renovado de acción inmediata. ¿Quién puede aferrarse a la solidez del matrimonio cuando las sociedades inflacionarias han puesto sobre la responsabilidad una carga tan pesada como lo es la realidad de un futuro que se derrite a cada instante? ¿No congenia mucho mejor con la idea del elector racional la de retirarse de todo aquello que exija planificación y disciplina? A este punto donde el amor viene truncado por la efervescencia del deseo no será difícil intuir que la fe en la providencia se vea dañada, torcida incluso, y en muchas ocasiones desengañada por el canto de la idolatría. Si bien es cierto que en el hombre no logra torcer ese impulso natural hacia lo trascedente sí que sus caminos se ven con frecuencia truncados cuando ve descender hacia él la desesperación y la miseria. Aturdido ante la pérdida de relevancia del futuro, la inflación consigue adueñarse de su fe más profunda para liquidarla en un conjunto de creencias exotéricas añadidas por ritos ingenuos y fetichistas. A esto se le une el sentimiento apocalíptico con el que la inflación ve acrecentar la tragedia de los problemas e incertezas de los que nos rodeamos. Con un futuro depreciado el presente adquiere una tonalidad renovada y si los placeres se ven intensificados, como ya dijimos, también lo hacen los problemas a todas luces. Las dificultades solo rebajan su influencia cuando conseguimos relativizarlas, esto es, cuando la fuerza del tiempo logra estirarlos. Cuando nos vemos despojados de este bien, los problemas se encogen presentándose más grandes de lo que realmente son. No es coincidencia que los acontecimientos actuales como la guerra de Ucrania, y otros de índole local, haya puesto sobre nosotros esa sensación de que el mundo transcurre por una serie de acontecimientos dramáticos y desafortunados, cuando la realidad es que ninguno de estos se explican fuera de esa sensación apocalíptica que les da origen. Ni las mujeres de Afganistán han visto su dignidad depravada por la llegada de los radicales islámicos al poder, ni el Covid te ha matado ni la guerra de Ucrania dejará en la historia una huella indeleble que no sea superado por otro conflicto bélico. Amigos míos, ¡bienvenidos a tiempos apocalípticos!