Está en la página 1de 5

¿La Inflación del Miedo o EL Miedo a la

Inflación?
Antonini de Jiménez

Igual que hace la luz al irradiar sin discriminar todo lo que se


atraviesa en su camino así debiera hacer el entendimiento
sacudiéndose de los corceles que asfixian el proceder de las
cosas mundanas. El saber, preso en su propia celda, juega a
ser libre como el pájaro en la jaula. Brincando de un lado a
otro del estrecho habitáculo aspira a reconocer en el aleteo
ininterrumpido el hondo sentido de libertad que anhela. Algo
así nos ocurre cuando nos topamos con la inflación. Sus
efectos en la economía y en el bienestar de los pueblos ha
sido estudiado desde épocas inmemoriales, lo que menos ha
sido el gusto por estirar más allá sus efectos hasta copar
terrenos que sobresalgan del estudio de la demanda y de la
oferta. Si bien la inflación responde a un exabrupto en los
precios alarga sus efectos a fenómenos tan desconcertantes
para las mercancías como lo son la libertad, el sexo y Dios.
Párese un momento lector. El asombro que a buen seguro le
provocarán estas palabras viene precedida por una ley tan
penosa como inapelable; y es que la fatiga que nos produce el
hecho de liberarnos de la jaula desde donde damos cabida a
nuestras ilusiones va muy por delante del placer por desvelar
los secretos del corazón. Hagamos, eso sí, un alto a esta ley
conocida por ninguno y obedecida por todos y aún a riesgo
de ser acusado de divagador y traidor a la memoria de la
ciencia aventurémonos con sondear razones desafiantes a esta
misma. Que los precios se disparen no por el impulso de la
renta sino por la fuerza de la escasez hace que cualquier cosa
útil comporte una sobrecarga teniendo como única causa el
pasar del tiempo. En la inflación el tiempo aborrece el valor y
perpetúa una lucha ineficaz por desembarazarse del mañana.
Así las cosas, los incentivos tuercen su impulso hacia el
presente de manera que el refrán de pueblo “no dejes para
mañana lo que puedas hacer hoy” se graba a fuego en la
voluntad de los hombres. El futuro languidece a la misma
velocidad con la que los precios suben y el deseo por
comprimir a un instante todos los avatares de la vida achican
la dignidad cuando ingenuamente se cree estar tomando
ventaja frente a la enfermedad. ¿Se imaginan las
consecuencias que tendría para el hombre una vida sin contar
con el mañana, o peor aún, la de algún otro que ve bajo su
presente el futuro derretirse ante sus manos? Vivir sería el
mismísimo infierno; un instante que se rearma, algo así como
despertarnos sin descanso de una misma pesadilla que se
repite. Precisamente sobre esto vamos a especular a lo largo
de estas líneas para así entender con mayor soltura la
naturaleza de la inflación y la del propio hombre.
En un primer momento, el aborrecimiento del futuro del que
es deudora la inflación condensa la libertad al ejercicio de
libertinaje. No hay libertad sin proyecto de vida que cargue
sobre el mañana el destino de esa misma libertad que busca
ser custodiada. Pero cuando ésta ya no puede entroncarse al
futuro queda presa de la inercia arrebatadora del presente
donde la satisfacción personal termina por gobernar el curso
de la voluntad del individuo. Ya no es una libertad que se
consagra al deber que el conocimiento del mañana
reactualiza a cada instante, sino a la satisfacción inmediata de
los instintos; a la averiguación de lo que maximiza el placer
en cada momento. La libertad viene exonerada así del
tribunal del tiempo que es el único capaz de enderezar su
marcha y apartar de ella las fuentes que la comprimen y
degradan al simple querer.
Empuja la inflación a una degradación de los valores más
excelsos arrancando de nuestro corazón la sed por todos
aquellos atributos que exigen de un continuo perfeccionarse
en el tiempo. La paciencia, la virtud, la disciplina, y por qué
no, la responsabilidad vienen derretidos por el presente
inmediato cuando el hombre se ve obligado a condensar sus
fuerzas contra la perversa lógica de una incansable subida de
precios. Los incentivos se ven abocados a arreglar su suerte
en el aprovechamiento inmediato acelerando el sentimiento
de angustia y ansiedad con el que las sociedades
inflacionarias ven dilapidado su destino y embrutecido su
espíritu. No será de extrañar que bajo estas circunstancias la
conciencia política de los pueblos se vea arrastrada por toda
suerte de populismos. Ya sean porque se abracen a estos para
alimentar sus ansias infinitas de poder o porque no
encuentren otra fórmula para alcanzarlo. Lo cierto es que la
inflación estimula bajo el paraguas de ver derretirse todo a su
alrededor el enfrentamiento entre el sentimiento y la razón
haciendo de la primera la única herramienta razonable para la
segunda.
¿No les habrá dado por pensar de pronto que la inflación por
el mismo camino que erosiona la libertad hincha la grieta de
las infidelidades? Con un futuro achatado el compromiso
palidece; la unión de dos se ve aflojada y luego desbaratada
tan pronto la inflación acorta cualquier sendero para la unión
en pareja. La promiscuidad viene coronada en un mundo
donde el camino que abre el futuro es incierto y se precipita
devaluado imprimiendo sobre nuestros instintos un poder
renovado de acción inmediata. ¿Quién puede aferrarse a la
solidez del matrimonio cuando las sociedades inflacionarias
han puesto sobre la responsabilidad una carga tan pesada
como lo es la realidad de un futuro que se derrite a cada
instante? ¿No congenia mucho mejor con la idea del elector
racional la de retirarse de todo aquello que exija planificación
y disciplina?
A este punto donde el amor viene truncado por la
efervescencia del deseo no será difícil intuir que la fe en la
providencia se vea dañada, torcida incluso, y en muchas
ocasiones desengañada por el canto de la idolatría. Si bien es
cierto que en el hombre no logra torcer ese impulso natural
hacia lo trascedente sí que sus caminos se ven con frecuencia
truncados cuando ve descender hacia él la desesperación y la
miseria. Aturdido ante la pérdida de relevancia del futuro, la
inflación consigue adueñarse de su fe más profunda para
liquidarla en un conjunto de creencias exotéricas añadidas
por ritos ingenuos y fetichistas.
A esto se le une el sentimiento apocalíptico con el que la
inflación ve acrecentar la tragedia de los problemas e
incertezas de los que nos rodeamos. Con un futuro
depreciado el presente adquiere una tonalidad renovada y si
los placeres se ven intensificados, como ya dijimos, también
lo hacen los problemas a todas luces. Las dificultades solo
rebajan su influencia cuando conseguimos relativizarlas, esto
es, cuando la fuerza del tiempo logra estirarlos. Cuando nos
vemos despojados de este bien, los problemas se encogen
presentándose más grandes de lo que realmente son. No es
coincidencia que los acontecimientos actuales como la guerra
de Ucrania, y otros de índole local, haya puesto sobre
nosotros esa sensación de que el mundo transcurre por una
serie de acontecimientos dramáticos y desafortunados,
cuando la realidad es que ninguno de estos se explican fuera
de esa sensación apocalíptica que les da origen. Ni las
mujeres de Afganistán han visto su dignidad depravada por la
llegada de los radicales islámicos al poder, ni el Covid te ha
matado ni la guerra de Ucrania dejará en la historia una
huella indeleble que no sea superado por otro conflicto
bélico. Amigos míos, ¡bienvenidos a tiempos apocalípticos!

También podría gustarte